La Firma Mario Ocaña
Escuché el otro día los amargos lamentos de algunos ciudadanos que, echando la vista atrás, añoraban, ahora, la ciudad arrasada. La evocación del viejo centro de la ciudad perdida, melancólico y triste, que apenas se conserva ahora en la memoria de los más viejos, en las postales amarillentas que adornan locales ansiosos de raíces o en las polvorientas páginas de algunos libros – pocos – que hablan de la Historia y de la destrucción - ¿no es acaso lo mismo? - del centro histórico de Algeciras. Ahora, después de tanto tiempo, se padece en la ciudad, en su corazón, en su intimidad, los efectos de eso que algunos llamaron desarrollismo y otros , quizás con menos elegancia, pelotazo urbanístico. Y como antes, y como ahora, la responsabilidad de tanto atropello, de tanto derribo, de tanta especulación, de tanta destrucción de la memoria y del patrimonio urbano, de los paisajes cotidianos en los que habíamos crecido, de la herencia recibida desde el pasado, sigue siendo de los mismos: de los representantes políticos del pueblo, que actuaron movidos por la codicia y por la ignorancia, y del pueblo soberano de Algeciras que, salvo honrosas excepciones, no movió un solo dedo para impedir ni una sola demolición de las casas antiguas, de fábricas de fideos, de torres miradores, de