La Firma
Emy Luna De nuevo el verano se aleja dejándonos entre la nostalgia de las olas y la pereza diaria ante el comienzo de la rutina. Volvemos con las pilas cargadas y un montón de proyectos y retos para este invierno. Mientras guardo los bañadores y las bolsas de la playa, descubro en el neceser de las cremas un papel doblado. Es el artículo de un profesor al que admiro muchísimo; trata sobre el miedo. El rescoldo de sus palabras aun chisporrotea en mi memoria. Coincido con lo que dice de que tenemos mucho miedo, pero yo añadiría que además tenemos muchos miedos. Tenemos demasiado miedo de las personas que piensan diferente y de las que son de nuestra opinión. De las que tienen un color de piel distinto y de las que son como nosotros. Tenemos miedo de decir la verdad y de que nos pillen mintiendo. Tenemos miedo de tener amigos que nos decepcionen y tenemos miedo de quedarnos solos. Tenemos miedo de pasarnos la vida trabajando y tememos quedarnos sin trabajo. Tenemos miedo de vivir aprisionados pero a veces nos da miedo la libertad. Tenemos muchos miedos pero si lo analizamos, casi todos nuestros miedos se resumen en que tenemos miedo de los demás. Llegar a esta conclusión ciertamente entristece cuando todos estamos en el mismo barco. Podría haberme quedado en la teoría simplemente si el sábado por la tarde no me hubiera ocurrido algo que llamó poderosamente mi atención.
Paseaba con mi nieto por la calle Ancha cuando al llegar a la placita que hay detras de la Palma observé a cuatro niños, entre doce y ocho años más o menos que colocaban una caja grande de cartón bocabajo en la calle y se alejaban a coger las bicicletas. Cerca de ellos, apoyados en el murete de piedra había cuatro adolescentes y una madre con sus hijos pequeños. Pregunté a los niños a qué jugaban por curiosidad y me contestaron que a pasar con las bicicletas por encima de la caja. Sonreí y me disponía a regresar por donde vine cuando me asaltó una sospecha. ¿Qué hay debajo de la caja?- les pregunté. Nada, nada, no hay nada. Por las caras supe que mentían y levanté la caja de cartón del suelo. Había una paloma. Coloqué la caja en su sitio y les reproché su actitud. A mi pregunta de por qué hacían esa barbaridad me contestó el más pequeño que era para ver cuanto aguantaba el animal. La indignación me dejó sin habla, pero lo que encontré casi peor, fue la inmovilidad, la asepsia emocional de los que rodeaban a estos niños. Ninguno había sido capaz de decirles que eso estaba mal. Que a un ser vivo no se le puede hacer daño y que los palomos, como les terminé diciendo eran de todos. Miré inquisitivamente a los jóvenes que había allí. Avergonzado, uno de ellos fue hacia la caja y, cabizbajo, sacó la paloma. La llevó hasta un solar alambrado que hay en la misma calle y, entre las protestas de los de las bicicletas, la dejó con cuidado. Al principio tuve miedo, pero luego sentí la satisfacción de haber hecho lo que debía.