Si algo admiro de don Manuel Fernández Mota es la brisa de juventud que todavía desprende. Son noventa años ya los que atesora este sencillo maestro y los achaques típicos de la edad: una movilidad limitada, una dicción ralentizada que con un elegante esfuerzo timbrea recreándose en cada palabra que dice. Pero asombrosamente trasluce en él el espíritu de la juventud. Cuando llegué al Aula Magna el jueves de la semana pasada ya estaba allí sentado en un banco del pasillo de la facultad de Derecho como cualquier estudiante esperando entrar en el aula para enfrentarse a una prueba más de todas las que lleva batalladas en la vida. Con las manos reposando en el bastón, serenas, recibió uno a uno los saludos de los asistentes al acto. Un aula magna que se llenó de ilustre historia, de ilustres historias ya que fueron muchos los de su generación los que vinieron a arroparlo en la presentación de su libro de poesía Estrofas elegidas. Sin duda un gran día para él y para nosotros que tanto tenemos que agradecerle. Si algo llamó la atención del maestro, y la mía y la de muchos asistentes fue el silencio que se mantuvo todo el tiempo en la sala. El respeto y admiración se tradujo en silencio y acomodó el espacio para que sus estrofas sonaran como antes nunca el maestro había escuchado según dijo, envueltas en absoluto silencio. Estoy convencida de que para Julia Jiménez, María Quirós, Antonio Pérez Girón, Tito Muñoz como para mí, haber puesto nuestra voz al servicio de su palabra ha sido una magnífica oportunidad para poderle expresar a don Manuel nuestro profundo cariño y agradecimiento por su entrega a la cultura y