Firma Rosario Pérez 6 de junio de 2014

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ulo SER 6 de junio de 2014

Quien me conoce sabe de sobra lo mucho que me gusta leer. No sólo es que me guste, es que no concibo la vida sin un libro cerca. Un libro suele ser lo primero que pongo en la maleta cuando me voy de viaje, en el cesto de mimbre cuando voy a la playa, en la mesita de noche cuando el día termina, y por fin, antes de cerrar los ojos, puedo regalarme un rato sólo para mí. Un libro es el mejor compañero en los trayectos en autobús, en tren, en barco, en las horas de espera que a veces toca sufrir en los aeropuertos, en la antesala de la consulta cuando vas al médico y, una vez más, las citas van con retraso, en las noches de insomnio que todos a veces tenemos, y en esos momentos de bajón en los que no nos apetece hablar con nadie y tan sólo queremos evadirnos, romper con la rutina, emocionarnos, reir, llorar, vivir, aunque sólo sea durante un rato, alguna vida apasionante que no sea la nuestra. No recuerdo exactamente qué edad tenía, aunque sí sé que era bastante pequeña, la primera vez que me “enganché” a la lectura. Tampoco recuerdo si fue “El Principito” aquella primera historia que me mantuvo atrapada entre sus páginas, o si fueron “Los Tres Mostequeros”, o “La vuelta al mundo en 80 días”, pero sí sé que todos aquellos libros formaban parte del modesto tesoro que mi padre iba acumulando, poco a poco, en las estanterías de nuestro pequeño salón. A veces mi madre se quejaba, se preguntaba en voz alta que para qué queríamos tantos libros, que dónde los íbamos a meter, pero mi padre se hacía el sueco y la escuchaba como el que oye llover. Mi padre, un mecánico autodidacta que, como


tantos trabajadores de su generación, ni siquiera tuvo en su momento la oportunidad de estudiar, y que había aprendido a leer casi de milagro, nunca intentó imponernos, ni a mi hermana ni a mí, el hábito de la lectura. Pero no le hizo falta. Los niños pequeños, como algunos animales, aprenden por imitación, y nosotras, de forma natural, sin darnos cuenta, nos acostumbramos a imitar a mi padre cuando le veíamos pasear la mirada por las estanterías, elegir un libro, acomodarse en su sillón, abrirlo, acariciar las hojas al cambiar de página y pasear su mirada por otros mundos, otras historias, ajeno ya por completo a los problemas, grandes o pequeños, que le hubiera deparado el día. Dicen que sólo tenemos una vida, pero dicen también que quien se hace adicto a la lectura es capaz de vivir mil vidas antes de morir. Por eso me da tanta rabia que en la España de los recortes, de los ataques a la Educación pública y gratuita, de la democratización de los “twitter”, los “facebooks”, y los “wasaps” plagados de faltas de ortografía..... le demos tan poca importancia, pero tan poca, al fomento de la lectura. Un niño que lee es, probablemente, un adulto que leerá. Un ciudadano que tendrá la oportunidad de estar más informado, de ser más culto, más crítico y, a la vez, más tolerante, menos manipulable.... un individuo con la mente más abierta, con las ideas más claras, con criterios más plurales... Y, además, con la capacidad de ser, a lo largo y ancho de la vida, un poquito más feliz. Por eso me da tanta pena que el mío, el país europeo en el que más horas de televisión se consumen al día, sea un país en el que se lee poco; un país en crisis en el que todavía se gasta mucho en ropa, en zapatos, en bolsos, en montaditos y cervecitas en los bares, en tablets, iphones y otras “pijadas” electrónicas, cada vez más “fashions”, con más megas y con más aplicaciones que casi nadie aplica, pero en el que se gasta poco, muy poco, en comprar libros. Una sociedad que no invierte en dar alas a la imaginación de los niños, a su creatividad, a su capacidad innata de inventar mundos mejores, es una sociedad con muy poco futuro. Por eso me da tanta tristeza que cierren librerías. Y por eso me da tanto coraje que se desaprovechen ocasiones como la Feria del Libro, porque no basta con llenar la plaza principal de una ciudad, pongamos Algeciras, durante casi un mes, con los stands de siempre y los libros de siempre, para que compren alguna reliquia los de siempre, y la plazoleta se llene de familias dando vueltas con los críos y dando de comer a las palomas. No tiene ninguna lógica que las conferencias, las presentaciones de novedades editoriales, la firma de libros por autores más o menos conocidos, se hagan lejos de la Plaza Alta, allá en el quinto pino, sin apenas difusión, mientras los pocos libreros que todavía quedan van contando las horas que faltan para echar el cierre, y terminar de una vez, un año más, con semejante teatro. Nos creemos muy cultos, pero el Centro Andaluz de las Letras se trajo al Kursaal a una escritora de la talla, y las ventas millonarias, de Almudena Grandes, con un bestseller recién sacadito a la calle, y allí habíamos, como mucho, 30 personas. O lo que es lo mismo, cuatro gatos. Que se hubieran traído a Belén Esteban, que seguro que allí hubiera habido empujones, rueda de prensa con autoridades y, a lo peor, hasta se


hubiera vendido algĂşn libro.


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