La firma Emy Luna 181214

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La Firma LIII Dios mío! Es el día de la Inmaculada y tenemos que poner el árbol de Navidad y el Belén. Estamos cansados, la tarde se ha echado encima pero corremos a coger la escalera y a sacar del altillo las cajas donde todos los años guardamos los adornos navideños. Espumillones, bolas de colores, estrellas doradas, angelitos de barro y Reyes Magos de plástico inundan el suelo de la entrada. Hace tiempo que no me ilusionaba la llegada de la Navidad. Me inundaba tal nostalgia que prefería que acabase cuanto antes. Miramos el reloj y sonreímos cómplices y es que el motivo de nuestra recobrada emoción ante estas fiestas está al llegar: se llama Luís, tiene una cabecita llena de rizos rubios y ojitos brillantes. Porque la Navidad es la fiesta de los niños, nada sería igual sin ellos. En su compañía esta Navidad se llena de otras navidades y el corazón, de recuerdos borrosos por el tiempo: cajitas de lápices alpino, libritos para colorear, sardinas de chocolate... Sus risas, su emoción nos embarcan en la nave de la infancia sin querer, pasando ante nuestros ojos fotogramas de todo tipo, unos más dulces que otros. Es un espectáculo contemplar estos días las calles de nuestras ciudades llenas de niños corriendo de un escaparate a otro y escuchar sus desesperados "me lo pido, me lo pido" mientras ensucian el cristal con sus manitas pringosas. Nuestras calles, dormidas a diario en la rutina de los adultos, despiertan ante la avalancha de ilusión y energía que estos pequeños seres aportan a la vida, combinando chupetes y bolsas de gusanitos. Toneladas de inocencia e ingenuidad en cuerpos pequeños y frágiles que deberían hacer las delicias de todos los adultos sin excepción. Seres que creen todo lo que los mayores decimos, que confían en nosotros con una fe ciega, páginas en blanco sobre las que podemos escribir lo que queramos. Seres limpios y fácilmente manipulables. A su lado, hacemos examen de conciencia y prometemos ofrecerle una vida justa. Pero por mucho que me empeñe en


ponerme sentimental y dulzona, mi lado agrio me sobrepasa y, este año, prometo pedirle a los Reyes Magos una mordaza de hierro para todo aquel adulto que no diga palabras de amor a los niños y una venda de aceite hirviendo para tapar los ojos de quienes no vean en ellos seres puros y frágiles; imploro a sus Majestades de Oriente silicona líquida para taponar los oídos de aquellos adultos que no escuchen su impotencia, su indefensión, su necesidad de protección. Por último, les exijo a Melchor, Gaspar y Baltasar un cordel de espino para atar a la espalda de por vida las manos de todos aquellos adultos que las utilicen para todo lo que no sea abrazar y enseñar al niño cómo es el mundo desde sus brazos protectores. Y me quedo tan tranquila. Si queremos de verdad una vida más justa, empecemos por dárselas a los más pequeños. Ahora, ellos están en nuestras manos, mañana nos tendrán entre las suyas. Y entonces no habrá marcha atrás. Sus manos serán para nosotros lo que hayan sido las nuestras para ellos: acogedoras y solidarias o violentas y vengativas. Un último deseo: que los niños sean siempre lo que deben ser, los Reyes de nuestra casa.

Emy Luna Algeciras 18 de Diciembre 2014


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