Firma Emy Luna 011015

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La Firma 60 Son muchas las veces que encendemos el televisor sin hacer caso de lo que emiten en ese momento, simplemente lo ponemos por costumbre y, dependiendo del programa, como telón de fondo para la lectura o como método infalible para dormir la siesta. Lo que ocurre es que, también a veces, algunos comentarios escuchados desde la lejanía de la modorra, te atrapan y te hacen levantar la vista del libro o te impiden conciliar el sueño. Las escenas que acompañan los comentarios del periodista al principio son difíciles de ubicar: hombres, mujeres y niños caminando no se sabe bien hacia donde. Van en manadas, como los animales y parece que están desorientados. Cierras el libro y subes el volumen de la televisión. Analizas el aspecto exterior de esa muchedumbre y no sabes muy bien donde colocar lo que está pasando. Son gente normal. Sus ropas son normales. Llevan bolsas de viaje ligeras, como si hubieran decidido pasar un fin de semana fuera con la familia y necesitasen poco equipaje. No se distingue si ríen o lloran. De pronto suena a lo lejos un ruido ensordecedor y ello basta para que corran despavoridos. En la carrera, un niño se desprende de la mano de su padre y cae al suelo. El zoom de la cámara del periodista se acerca y alcanzamos a ver la cara de su padre mientras lo observa. El gesto desencajado, la mirada clavada en la lejanía y la mano que ayuda a su hijo. Es entonces cuando caemos en la cuenta de lo qué es: es la guerra. Los que corren podríamos ser nosotros. Todos tenemos amigos, hijos en el extranjero, familiares que nos dejan para buscar trabajo en otros países. Los mayores bien podría ser cualquiera de nosotros y los pequeños nuestros hijos o nuestros nietos. Es entonces cuando pienso en cómo me sentiría y que tamaño tendría mi sufrimiento si a los míos les negaran la entrada en algún país donde lo único que piden es cobijo ante la muerte; si me los imaginara tocando de puerta en puerta mendigando únicamente trozos de paz. Oportunidades de salvación. Ante mis ojos se dibuja el concepto de frontera como la


maldición más terrible de las que acompañan al hombre, obsoleta, arcaica y trasnochada, solo mantenida en beneficio del egoísmo y la insolidaridad propias de las sociedades occidentales. Porque toda identidad es mala desde el momento en que supone trazar una línea que nos separa y rechaza al que está en el otro lado de la divisoria. Porque las fronteras de hoy no son las cadenas montañosas ni los ríos enormes que atraviesan Europa, como estudiábamos hace cuarenta años. "Las fronteras, como dice el escritor triestino Claudio Magrís, exigen tributos al que las instala y al que las padece. El pago es la muerte y el dolor. Sólo empatizando con los del otro lado podremos evitar sus efectos destructores".Las fronteras no nacen de los accidentes geográficos, nacen de lo más profundo del alma humana. Ahondando en esta consideración, se me hace tremendamente duro pensar en si de verdad los europeos tenemos alma o la olvidamos cuando la macroeconomía y los nacionalismos llenaron de odios nuestra tierras, cuando empezamos a gastar más en protegernos de los países que nos necesitan que en prestarles ayuda.

Emy Luna Algeciras1 de Octubre de 2015


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