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Breves consideraciones sobre el tiempo de epidemia

Breves consideraciones para el tiempo de epidemia

P. Jean-Michel Gleize

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Con motivo del Covid-19, tanto las autoridades civiles como eclesiásticas han impuesto a la población un confinamiento que ya llega al año, y que ha privado a los fieles de la asistencia regular a la Santa Misa y a los Sacramentos, aun los domingos. Un dilema se plantea entonces: acatar este confinamiento, ¿es obedecer una orden justa en vistas del bien común, o tolerar más bien, por razones de prudente realismo, un abuso de las autoridades? Para responder, es necesario considerar los principios católicos que han de presidir la solución de este dilema.

1º El bien sobrenatural es superior al bien natural.

El Papa León XIII, en su encíclica Immortale Dei, designaba el principio esencial del orden social cristiano, al señalar enérgicamente que el Estado, al igual que los individuos, debe dar un culto público a Dios según las normas y preceptos de la religión católica. Estas eran sus palabras:

«Así como a nadie le es lícito descuidar los propios deberes para con Dios, el mayor de los cuales es abrazar la religión con el corazón y con las obras –no la que cada uno prefiera, sino la que Dios manda y que, por argumentos ciertos e irrevocables, consta como única y verdadera–, tampoco pueden los Estados, sin incurrir en pecado, obrar como si Dios no existiese, ni rechazar la religión como cosa extraña o inútil, ni elegir indiferentemente una religión entre tantas».

La raíz profunda de este orden social se encuentra en la naturaleza misma del hombre, y en su elevación gratuita al orden sobrenatural. Según esto, el correcto orden social estipula que los bienes externos al hombre se ordenen a su bienestar corporal; que el bienestar corporal del hombre se ordene al bienestar natural de su alma; y que el mismo bienestar natural del alma se ordene al fin último sobrenatural, la unión del hombre con Dios por la gracia y por la gloria, del cual es responsable la Iglesia.

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2º El gobierno de la sociedad se ordena al fin último, cuyo cometido pertenece a la Iglesia.

Esta jerarquización de los bienes implica la jerarquización de los poderes encargados de procurarlos. Así el Estado, que tiene como uno de sus fines propios la preservación de la salud pública, que es un bien del cuerpo, tiene poder para neutralizar los efectos nocivos de una enfermedad contagiosa; y la Iglesia, que tiene como uno de sus fines asegurar el ejercicio del culto debido a Dios, tiene poder para determinar las condiciones concretas de la santificación del domingo. Estos dos poderes, el del Estado y el de la Iglesia, aunque son distintos, no deben quedar separados, sino subordinarse el primero al segundo –como el cuerpo al alma–, por cuanto el bien que incumbe al Estado no es un fin último sino intermedio, que necesariamente ha de subordinarse al fin último sobrenatural, confiado a la Iglesia. Los jefes de Estado deben organizar todo el gobierno de la sociedad en función del fin último, que es incumbencia directa de la Iglesia y, en particular, de su máxima autoridad, que es el Papa. Y así dice Santo Tomás que «al Papa le incumbe el cuidado del fin último, y por eso deben someterse a él todos los que están a cargo de los fines intermedios, y dejarse dirigir por sus órdenes» En tiempos de León XIII, se rechazaba la inter- (De Regimine, libro I, c. 15). vención de la Iglesia en las cuestiones sociales. Se le reconocía, eso sí, como tarea propia su preocupación por la salvación ultraterrena, ex- 3º La salud es para la santidad. clusivamente trascendente; pero se le negaba la legitimidad de una preocupación «autorizada» por las tareas y realidades de este mundo. Fren- La salud, que es uno de los princite a esta tanto de en estas pretensión liberal, León XIII no habló un derecho de la Iglesia a intervenir cuestiones, como del inexcusable depales aspectos del hombre, no del pued b e ienestar corpo desentenderse ral de ber de hacerlo. La razón era ciertamente con- la santidad, ya que se ordena de algún tundente: «es la Iglesia la las enseñanzas en virtud qu de e saca las cu del ales Evangelio se puede modo al ejercicio del culto y a la santiresolver por completo el conflicto o, limando ficación del domingo. En efecto, aunsus asperezas, hacerlo más soportable». que no basta con gozar de buena salud para ser santo, y se pueda ser santo sin gozar de buena salud, para ir a misa el domingo se requiere normalmente una

buena salud. Por eso, el papel del Estado es preservar la salud pública –y neutralizar una epidemia– a fin de asegurar las mejores condiciones para el ejercicio del culto, del que es responsable la Iglesia, y hacer normalmente posible la santidad. El Papa León XIII dice de hecho que, «en una sociedad de hombres, la

libertad digna de este nombre consiste en que, con la ayuda de las leyes civiles, se pueda vivir más fácilmente según las prescripciones de la ley eterna».

Aquí, como en otros puntos, el Estado está en dependencia de la Iglesia y subordinado a Ella, en la medida en que su función es poner el bien temporal, del que él se encarga, al servicio del bien eterno, del que se encarga la Iglesia. El bien temporal, lejos de impedir el bien espiritual, ha de establecer las condiciones más propicias para que este último pueda obtenerse en completa libertad. En caso de oposición, el bien temporal debe favorecer el bien espiritual incluso a costa de su propio daño; porque «mejor es entrar con un ojo en la vida eterna, que con ambos ojos ser arrojado al fuego del infierno» (Mt. 18, 9). Por consiguiente, prohibir o limitar el culto para neutralizar una epidemia sería, por parte del Estado, un abuso de poder no sólo ilegítimo –por atribuirse como propio el ejercicio del culto, que corresponde a la Iglesia–, sino absurdo –ya que la neutralización de la epidemia, bien natural, debe apuntar en última instancia a promover la práctica del culto, bien sobrenatural–. Lo contrario sería una inversión radical de los fines: en vez de ordenar la salud –en este caso la neutralización de la epidemia– al ejercicio del culto, sería el ejercicio del culto –en este caso su restricción y prohibición– el que se vería ordenado a la salud. Y esto es, lamentablemente, lo que vemos en las circunstancias actuales, y lo que hace tan cierta la reciente observación de Monseñor Schneider: «Los hombres de Iglesia dan más importancia al cuerpo mortal que al alma inmortal de los

«Mi impresión general es que la mayoría de los obispos reaccionaron apresuradamente y por pánico al prohibir todas las misas públicas y, aún más incomprensiblemente, el cierre de iglesias. Estos obispos reaccionaron más como burócratas civiles que como pastores. Al concentrarse exclusivamente en todas las medidas de protección higiénica, perdieron una visión sobrenatural y abandonaron la primacía del bien eterno de las almas. Los sacerdotes deben recordar que son, ante todo, pastores de almas inmortales. Deben imitar a Cristo, quien dijo: “Yo soy el buen pastor: el buen pastor da su vida por sus ovejas. Pero el mercenario, que no es un pastor, de quien no son las ovejas, ve venir al lobo, deja a las ovejas y huye, mientras que el lobo las arrebata y las dispersa, porque es un mercenario y no le importan las ovejas. Yo soy el buen pastor: yo conozco mis ovejas y mis ovejas me conocen”(Jn 10, 11-14). Los obispos que no solo no se preocuparon del bien del alma de los fieles, sino que directamente prohibieron a los mismos el acceso a los sacramentos, especialmente al sacramento de la Sagrada Eucaristía y al sacramento de la Penitencia, se comportaron como pastores falsos, que buscan su propia ventaja». (Mons. Athanasius Schneider)

Breves consideraciones para el tiempo de epidemia hombres». Lo cual no es más que una consecuencia de la inversión radical introducida por el Concilio Vaticano II: ya no son los Estados los que se subordinan a la Iglesia y a su servicio, sino la Iglesia la que ha pasado a depender de los Estados.

4º A la Iglesia le toca decidir las condiciones de ejercicio del culto, aun en caso de epidemia.

Con todo, podría suceder que, en un terreno tan contingente como el de las circunstancias concretas, no fuera posible procurar suficientemente la salud pública y neutralizar el contagio de una enfermedad, sin alterar el ejercicio normal del culto. Pero entonces le correspondería a la autoridad eclesiástica, y sólo a ella, determinar la forma particular de ejercicio del culto según lo permitieran las circunstancias, y hacerlo posible con el apoyo del brazo secular. Según esto, el Estado podría, por ejemplo, poner a disposición de la Iglesia espacios lo suficientemente amplios en que los fieles pudieran asistir a la Misa guardando las normas de precaución exigidas para el caso. En el peor de los casos, la Iglesia podría dispensar a sus fieles de asistir a Misa, y contar eventualmente con los recursos, técnicos y económicos, puestos a su disposición por el Estado para retransmitir televisivamente en los hogares la celebración de la Misa.

Las situaciones y las soluciones pueden ser muy diversas; pero en todo caso, la Iglesia posee la potestad necesaria para determinar las condiciones en que debe establecerse el orden

«Según la doctrina de la Sagrada Escritura, los fieles de todos los tiempos siempre han considerado las catástrofes naturales y las epidemias como un castigo divino por los pecados de los hombres. En tiempos de epidemia, la Santa Iglesia en sus oraciones públicas siempre le pidió perdón a Dios por los pecados e hizo actos de reparación en el espíritu de humildad y verdadera penitencia. Las oraciones de la misa votiva en tiempos de epidemia provienen de los primeros siglos, de la época de los Padres de la Iglesia. En estas oraciones se dice que la epidemia es un flagelo de la justa ira de Dios, pero con esto Dios no quiere la muerte del pecador, sino la conversión y la penitencia. En vista de la epidemia actual, que, sin embargo, muestra una letalidad demostrablemente menor en comparación con las epidemias históricas de peste o cólera, la Iglesia y todos los fieles deben estar imbuidos del espíritu de humildad y contrición, implorando a Dios que cese ella, pero sobre todo implorando el cese de la dictadura sanitaria que está preparando un nuevo orden político mundial que ya muestra claros signos de represión de los derechos humanos fundamentales y, sobre todo, signos de la discriminación de los fieles». (Mons. Athanasius Schneider) total, ese orden según el cual el ejercicio del culto es un bien superior, al que debe ordenarse el bien de la salud. No le corresponde al Estado prohibir o res-

tringir la celebración del culto en nombre de la salud, sino más bien a la Iglesia decidir las condiciones para la celebración del culto, teniendo debidamente en cuenta las circunstancias, y contando con el apoyo y la cooperación del poder temporal.

5º Ejemplos históricos.

Esta jerarquización de los poderes, necesaria y normal, se hacía sentir todavía en gran medida en los cantones católicos de Suiza a principios del siglo XX. Aun después de los grandes trastornos que habían socavado el orden social cristiano en toda Europa, las autoridades políticas –por ejemplo, en el cantón del Valais–tenían un poder limitado en las iglesias, y sólo podían intervenir de forma diplomática para recomendar a las autoridades eclesiásticas el respeto de las medidas sanitarias que la epidemia de gripe española hizo necesarias.

No es, pues, extraño encontrar lo siguiente en el decreto del Consejo de Estado del 25 de octubre de 1918: “La autoridad eclesiástica prescribirá las medidas higiénicas necesarias en lo que se refiere a las iglesias y a la celebración de los servicios divinos ” . Según esto, el clero era el que decidía las medidas a adoptar, sin que tuviera que sufrir represalias financieras ni legales. Como resultado, las diversas cartas dirigidas a las parroquias se asemejaban más a una sucesión de recomendaciones para no herir sensibilidades, que a una decisión política firme. Una segunda circular más específica sobre los entierros estipulaba que el ataúd debía llevarse directamente al cementerio para el entierro, y que la misa de funerales debía celebrarse sólo después del entierro y únicamente con la presencia de los familiares cercanos. La carta concluía con un diplomático “Esperamos que se comprenderá la necesidad de estas medidas destinadas a eliminar al máximo el peligro de contagio, y que se seguirán estas instrucciones ” , lo cual es muy distinto de las cartas enviadas a los diversos oficinas y empresas, y que concluyen con un recordatorio de las posibles sanciones si no se observan las medidas».

Cuando, cien años más tarde, los estados apóstatas del siglo XXI deciden unilateralmente prohibir o restringir el ejercicio del culto en nombre de la salud, los fieles católicos reaccionan aun

«¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mt. 16, 26).

Breves consideraciones para el tiempo de epidemia en contra de la guía de sus pastores, no como fanáticos reaccionarios, sino como personas prudentes y realistas que toleran o soportan con paciencia las decisiones injustas contrarias a la prudencia sobrenatural, pero a los cuales no se les puede obligar en ningún caso a un verdadero acto de virtud de obediencia respecto de lo que, en realidad, sigue siendo un abuso de poder.

6º ¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?

Es la causa final la que determina todo esto. Según el orden de los fines, el poder de la Iglesia es respecto de los jefes de Estado lo que el poder de un médico es respecto de un enfermero. El enfermero realiza la dosificación de los medicamentos tanto como lo reclama la salud del cuerpo, de la que se encarga el médico. Del mismo modo, el jefe de Estado debe velar por el buen orden de la sociedad en la medida necesaria para la salvación de las almas, de la que se encarga la Iglesia. Porque el hombre no debe buscar la salud o la riqueza sino tanto cuanto lo requiere –como dice San Ignacio– la salvación de su alma: «¿De qué le sirve al hombre ganar el mundo entero si pierde su alma?» (Mt. 16, 26). ¿De qué le sirve al hombre ganar la batalla contra la epidemia, si descuida la santificación de su alma, perdiendo la costumbre de ir a misa el domingo? La antigua liturgia de la Iglesia preveía una misa para los tiempos de epidemia, y las rúbricas decían que esta clase de misas deberían celebrarse «con gran concurso del pueblo». m

Aunque la ceremonia se celebró en tierra francesa, recordamos en nuestra revista la toma de sotana en el seminario de Flavigny el 2 de febrero, fiesta de la Candelaria, porque entre veinte jóvenes levitas, la mayoría franceses, se encontraban este año dos suizos, un inglés, un belga, un brasileño ¡y un español, Carlos Hernanz! Lo vemos en una fotografía con el Padre José Ramón García, hasta el pasado agosto entre nosotros y ahora en Auvernia. En su homilía don Alfonso de Galarreta, Obispo auxiliar de la Hermandad de San Pío X, recordó con fuerza e insistencia el significado del hábito clerical: la entrega total y completa de uno mismo a Jesucristo en un acto de caridad, que implica necesariamente sacrificio y renuncia. Demos gracias a Dios por este hermoso “ ascenso ” , y sigamos orando para que Él termine la obra que ha empezado y envíe muchos obreros a su mies.

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