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A mis padres que me abrieron al mundo; al pueblo pem贸n por su soporte y dedicaci贸n; a los amigos que est谩n y a los que ya no; a todos.
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Un sueño es lo que se pretende plasmar, el de publicar mis fotografías; una suerte de “bitácora visual” sobre esas vivencias, en los tepuyes venezolanos, de las que quince años han sido testigo. Sin pretender hacer de este libro un tratado específico o científico, busqué la asistencia del respetado antropólogo Miguel Ángel Perera, gran conocedor, quien hace un ensayo sobre la etnia Pemón que tanto soporte nos brinda a la hora de subir a esos mágicos tepuyes. Más adelante, las narraciones de mi amiga, y compañera de aventuras Dafne Gil, quien traduce en palabras ese mágico mundo natural, así también nos introduce en aquellas vivencias extraordinarias del ascenso a la cima de esas cromáticas mesetas. Espero que esta aventura fotográfica sirva para apreciar, y respetar, la belleza de nuestra majestuosa tierra: un legado de biodiversidad en esta frágil geografía que debemos proteger y preservar para provecho de la humanidad; un retrato de esa Venezuela desconocida. | Henry González, Agosto 2006
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Copyright © 2006 Criteria Editorial, C.A. Hecho el depósito de ley Depósito legal: lf92820067003300 ISBN: 980-6818-29-6 Fotografías: Henry González Diseño gráfico: John Moore Criteria Editorial, C.A. Calle Los Laboratorios, Edif. Ofinca, P.H., Los Ruices, Caracas 1070, Venezuela Teléfono | Fax: (+58 212) 237 5195 E-mail: criteriaeditorial@cantv.net Impreso en Venezuela | Printed in Venezuela
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Empequeñecidos, al pie de sus murallas dentadas que se pierden en el infinito de alguna corona de nubes, junto a los torreones de vértigo que conforman sus farallones verticales, de centenares y centenares de metros; o agigantados, cuando, desde sus cimas, contemplamos el deslumbrante paisaje de las selvas y sabanas que estas moles pétreas vigilan desde el comienzo de todos los tiempos. Los tepuyes tienen la magia de llevarnos a los extremos máximos de la fatiga, para lograr, en recompensa, el indescriptible embeleso que proporciona la belleza de la geografía guayanesa y la inquietante sensación de viajar al origen del planeta, cuando contenplamos el conmovedor excenario de sus cumbres. En estas tierras, guarnecidas por las tintas aguas del Orinoco y regadas por sus innumerables tributarios, la aventura lleva nombre de tepuy: Autana, Yuruaní, Marahuaca, Arititiyope, Auyantepuy, Huachamakari, Roraima, Tirepón, Duida,
Ona, Soropan, Irak, Wei, Apaurai, Matawi, Acopán, Sarisariñama, Ptari, Kusari, Aparamán, entre otros. Estas montañas columnares, aisladas entre sí –como tocones fósiles de un gigantesco bosque florecido en las vastedades del Escudo Guayanés, sobre las tierras ancestrales de los Yanomami, Ye’kuana, Pemón y Wothuha–, le plantean al visitante aventuras de diferentes niveles de dificultad y un desafío común: conocerlos más allá del esfuerzo físico; adentrarse en las incógnitas de su pasado, para descubrirlos en su dimensión mágica. En suma: toda una experiencia intelectual. A la vez que mayestáticos, omnipresentes y en apariencia infranqueables, los tepuyes despliegan por siempre un lado amable y provocador que nos invita a conocerlos; ¿será ese el “gancho” que nos pondrá a prueba atrapándonos hasta llevarnos a nuevos desafíos? Como grandes imanes, los sólidos tepuyes impregnan al visitante de indefinibles energías telúricas que, 49
en el universo del pueblo Pemón, asumen cargas simbólicas concretas. Los tepuyes son el reino de mitos vivos, pues continúan condicionando conductas, prohibiendo y prescribiendo comportamientos para una vida en armonía con el medio ambiente. En los tepuyes descansa parte del orden universal sobre el que reposa la sociedad y la naturaleza; se acuna la sabiduría milenaria de un pueblo que perpetúa su memoria a través de relatos transmitidos de padres a hijos, allí anidan los sueños y las tradiciones de esa cultura, que los reconoce como hitos de su pasado: fuente de vida y muerte. La palabra tepuy proviene de la corrupción castellana del vocablo pemón tepü. Los tepuyes son espacios fuertes –como todos los espacios cargados de significados religiosos– y especializados, porque, como lugares sagrados, su uso impone normas de comportamiento que hacen que su libre transito y uso esté vedado, o al menos sujeto a la anuencia discrecional de sus moradores los máwaris o imáwaris –también conocidos como kanaimö–, y otros seres fantásticos, voraces y de gran tamaño. En tanto que fenómenos naturales mitificados, los tepuyes constituyen alegorías de contenidos arquetípicos del inconsciente colectivo. Esos gigantes pétreos, envueltos en misteriosos ropajes, comparten buena parte de los principios formadores de numerosos pueblos indígenas de nuestro país; sagas que son ciencia e historia verdadera, como verdadera fue la existencia del árbol de la vida –mito presente, por igual, entre los wothuha, que lo ubican en el Autana, y entre los ye’kuana, que tienen al Marahuaca como evidencia de su existencia. Para los pemones el Roroimä tepü, es el tocón petrificado de aquel árbol, epicentro del origen de su gentilicio y ombligo de la tierra–. Los mitos en torno al “árbol de la vida”, representan una pieza clave en la identidad primordial del pueblo Pemón. El Roroimä tepü, mítico-sagrado por excelencia, dio origen a todos los recursos que sostienen la vida de los pemones; de sus ramas pendían, en cargados racimos, toda clase de frutos y manjares naturales. Con ligeras variantes sobre el mito, fue el héroe cultural Makunaima, hijo del sol, quien –buscando alimentos junto a la lapa y el acure, cada uno en direcciones diferentes–, se percató de que, después de sus largas caminatas, el acure descansaba plácido con la boca abierta, mientras él y la lapa no lograban conciliar el
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sueño por los dolores de barriga que les producía ingerir frutos amargos –lo único que se conseguía para comer–. Acercándose al acure, Makunaima descubrió que entre sus dientes tenía restos de una raíz. Se la quitó y, probándola, se percató maravillado de que era dulce; por lo que al día siguiente decidió seguir sus pasos a escondidas, hasta que terminó por encontrar el árbol del que se alimentaba el acure; cuajado de ramas de las que “goteaba” la vida en forma de distintas clases de frutas. Aquel hallazgo significó el fin de la penuria: con su caída se produjo la abundancia, que permitió al hombre dejar su errancia estéril. Makunaima, el gran organizador de la naturaleza, dirigió la tala del árbol de la vida, para que los recursos que pendían de sus ramas, el agua y las especies animales que vivían en su interior, se esparcieran uniformemente a lo largo y ancho de la tierra. Pero ocurrió que la intervención de Chikó –el mono gemelo o hermano menor de Makunaima, según otras versiones–, abortó los planes del gran ordenador de la tierra y, a causa de ello, los recursos se distribuyeron en forma desorganizada, dejando a la Gran Sabana ausente de peces grandes. Al igual que quien siembra un árbol, en la mitología Ye’kuana, el Marahuaka, así como otros tepuyes, nació a partir de las estacas del Roroimä tepü que el cuchicuchi le dio a una mujer para que las sembrara. La tala del árbol Marahuaca por Kadiio, la ardilla, trajo la lluvia, que dio origen a todos los ríos y cascadas. La reciente utilización, por parte del turismo científico o de aventura, de los tepuyes como lugares de visita, es un fenómeno que ha provocado cambios profundos en la vida social de las comunidades aledañas a estos escenarios naturales. Sin ánimo de culpabilizar al visitante, o al extranjero ajeno a las culturas locales, pienso que estos deberían percatarse de su involuntaria responsabilidad en los procesos de transformación que están ocurriendo.
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Como es de esperarse en cualquier sociedad tradicional previamente expuesta a ciertos bienes de consumo occidental; la irrupción masiva de turistas, con sus demandas de servicios e infraestructura, genera ciertos conflictos al interior de la sociedad Pemón, entre otras razones porque, de hecho, aceptar la intromisión de gente foránea a sus áreas sagradas y, más aún, aceptar su participación activa en los ascensos y pernoctas a los tepuyes, representa la desacralización de espacios que trastocan aspectos mitológicos hasta llevarlos a un proceso de degradación, a formar parte del cuerpo de fabulas y cuentos. La monetarización de la economía y la introducción de grandes volúmenes de circulante, exponen a todos los habitantes, ajenos o no a la actividad turística, al fenómeno local de la inflación y la usura. El turismo genera grandes diferencias de ingreso entre la población y, en consecuencia, nuevas élites de poder e influencia; la aparición de nuevos roles y la potencial agudización de conflictos con las autoridades tradicionales. En el ámbito de la funcionalidad, la sociedad Pemón ha encontrado algunas fórmulas para superar las contradicciones derivadas del uso de los tepuyes como lugares de atracción turística. Entre ellas la “re-categorización”, traslación y reducción de los espacios sagrados, reforzando el uso de los taren: invocaciones religiosas para prevenir la ira de los señores y espíritus de los tepuyes. Así, en la actualidad, podemos observar como en los mapas culturales de los pueblos cercanos a los tepuyes, sus habitantes incluyen la muy nueva categoría “mirador”, para señalar los sitios que estiman visualmente atractivos, o los que, por su percepción de lo que demanda el turista, les sugieren que representan un potencial para su aprovechamiento en este fin. Pero, ¡basta de hablar tanto sobre los tepuyes! Emprendamos el imaginario ascenso a cualquiera de ellos. Prestos a la marcha, pronto nos percatamos de que con nosotros vendrán algunos pemones –actores de primera línea e interlocutores fundamentales en el dialogo
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silencioso con la montaña–. Son muchos los litros de tinta empleados para hablar de los tepuyes –su ecología y endemismos, las singularidades de la flora y fauna “tepuyana”–, pero ni una gota para resaltar la humanidad y vida del pinumpanin –palabra pemón para designar al baquiano y porteador local, que, por justos y honrosos motivos, forma parte de todos los grupos que emprenden la aventura “tepuyana”. Sin personajes –como Olegario de Santa Marta, entre Uruyen y Kamarata; Santos Abati de Kamarata o Gerardo, entre otros–, el ascenso sería imposible; sí, digo imposible y no más difícil, porque sólo la presencia de un pemón puede abrirnos el camino a la cumbre. El turista lo ignora, pero estos valientes transgresores culturales –que en cada ascenso desafían a los espíritus que moran en las montañas–, difícilmente emprenderían la aventura sin tomar en cuenta las recomendaciones de los piasanes –chamanes– y ancianos de su comunidad. Durante las largas caminatas, con la discreción y debida piedad, recitan y canturrean largos taren: invocaciones protectoras, “contras” para anular los peligros que representan los mawaris, canaimas, espíritus malignos y dueños de los recursos que pueblan los tepuyes. Al verlos caminar, con sus guayares cargados a las espaldas, nos recuerdan a los porteadores sherpas –esa etnia minoritaria tibetana, acreditada mundialmente por sus excelentes condiciones montañeras e incorporación a las actividades del montañismo de alta exigencia–, en el caso de los sherpas, la identificación del nombre de la etnia con el oficio es considerada común. Ese no es, todavía, el caso entre los pinumpanin, Pemón. Pero, ¿cómo se iniciaron en esta actividad esos hombres innovadores, con sueños de prosperidad para ellos y su gente?, ¿cuándo y con quiénes “profanaron”, por primera vez, los espacios sagrados tepuyanos?, ¿cómo fue visto en sus comunidades? No pretenderé darle respuesta definitiva a éstas u otras muchas interrogantes, aunque sí es posible decir que antes de que
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nosotros, los tuponken spanyoro –hombres con ropa, venezolanos–, hiciéramos acto de presencia rutinaria en su universo, los tepuyes eran lugares vírgenes y prístinos; los pemones no tenían ninguna razón para enfrentar los riesgos que implicaba el ascenso, ningún motivo práctico, ninguna necesidad vital para tentar el enojo de los señores de los tepuyes. Así fue, hasta que los tuponken –extranjeros– arrastrados por sus insaciables ansias por descubrir, se plantearon, en las primeras décadas del siglo XX, el reto de alcanzar sus cimas y, en el calor de ese propósito, despertaron la curiosidad exploradora de los pemones que, llegados a este punto, hombro a hombro con aquellos extraños, localizaron y abrieron rutas. Por lo demás, no tenemos evidencias escritas, ni orales, que nos indiquen que antes de aquellos esfuerzos, los tepuyes, fueran lugares transitados por los pemones. Fue con esos pioneros que se inició la historia, aún por escribirse, del oficio de los pinumpanin que nos guían. El descubrimiento de las maravillas de sus cumbres, es tan reciente para el pemón como para nosotros; pero con significados muy diferentes. Con sus pesadas cargas encima, nuestros porteadores esquivan riachuelos, saltan piedras, caminan con pasos ligeros y rápidos las picas sabaneras; lo mismo bajo un sol implacable que bajo un torrencial aguacero, no dejamos de sentir una mezcla de envidia y admiración. Desde que comienza la marcha a la cumbre del tepuy que hayamos escogido, las suaves sabanas con sus pajonales, altos y dorados en verano o verdes esmeralda con las lluvias, se extienden bajo nuestras afiebradas pisadas –como las interminables alfombras que nos conducen a la umbría de los colosales collares forestales que rodean los escarpados y antepechos de las murallas de vértigo del tepuy–. En este tránsito, los pinumpanin que nos acompañan, guardan un silencio reverencial. Entre las serpenteantes raíces de los gigantes vegetales, el piso siempre húmedo de hojarascas y el caos clástico, saben que están cruzando el territorio de los dueños de la selva. Al verlos, creo sentir el sobrecogimiento que experimentan esos hombres de ríos y sabanas, pero, al llegar a las paredes rocosas y comenzar la parte dura del ascenso, nuestros porteadores y baquianos sufren una sorprendente metamorfosis; trepando por las estrechas aristas de sus acantilados, o ascendiendo las fuertes
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pendientes de las gargantas, los cuerpos de los pinumpanin comienzan a mimetizarse con las duras areniscas y cuarcitas, hasta transformarse en trozos vivientes de esas moles. Animados, por la misma avidez nuestra de llegar a la cumbre, los ojos y mentes de nuestros guías, perciben la realidad tepuyana de forma distinta. Para el pemón, transitar por el túnel del tiempo, que supone ascender a su cumbre, representa redescubrir lo dicho por sus padres y abuelos: la materialización de sus creencias. Al llegar, extenuados, a la cima –entregados a los caprichos de la fuerza de los meteoros y contemplando el universo de colores, formas geológicas y vida que se desarrolla por todos los rincones-, el alma se encoje por la fantasmagoría que se desenvuelve en un verdadero espacio mítico. Recodos, acantilados de bordes dentados que amenazan con engullir a los intrusos; gigantes pétreos de extrañas siluetas en misteriosos aquelarres; guerreros paralizados en el tiempo; figuras esculpidas desafiando la gravedad; torrentes perennes con aguas de color té; hermosas y raras bromelias y orquídeas; sorprendentes plantas insectívoras; bosquetes de torcidos arbustos; profundas turberas; murallas sobre murallas; valles interiores; laberintos rocosos; lagunas cristalinas. Todo en maravillosa armonía, evocando los albores de la tierra, los tiempos formadores –cuando hombres, animales, plantas y piedras hablábamos un lenguaje común–. Como portales del origen de la existencia en el paisaje tepuyano, “reliquial” y primigenio, palpita con extraordinario vigor la vida eterna, en complicados y frágiles encajes. Naturaleza pura con un sentido del devenir, tan incomprensible a nuestro entendimiento, como al de nuestros guías, pues, ni aún conociendo su lengua seríamos capaces de entender en su real magnitud. A su regreso de la cima, el pemón se llevará, grabada en la retina –y en lo más profundo de su mente–, la intemporalidad del tepuy y, al llegar a las aldeas,
se constituirá en testigo para dar fe de lo dicho por sus mayores, los sabios de su pueblo. Para el turista, la experiencia tendrá otra dimensión; el haber contemplado sus paisajes; haber vivido, en las cimas, el capricho de los elementos en sus expresiones más espectaculares: lluvias torrenciales, vientos huracanados, o tormentas eléctricas –como gigantescos estroboscopios–, remontar el cielo para navegar en esas islas que surcan mares de nubes; todas esas experiencias y más, tendrán fecha, pues, para nosotros discurrieron en un tiempo lineal que, ilusoriamente, congelaremos en fotos y películas. Pero, así como el tiempo se encargará de teñir de amarillo esos registros, así todo se hará efímero: recuerdos, evocaciones al cansancio, el frío o los calores sofocantes, nuestros compañeros de viaje y cualquier otra anécdota. Serán pocos los visitantes para quienes quedará abierta la rendija luego de haber atravesado el umbral de lo conocido, de lo perceptible, de haber ingresado en un espacio sin tiempo, en un espacio mítico. Si usted es de esos espíritus capaces de integrar a su vida la evidencia de lo irreal: bienvenido sea a los tepuyes.
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Guayana, región misteriosa; desde siempre ha estado arropada por un manto de míticas leyendas, surgidas a partir de su extraordinaria geografía, habitada por gente muy particular, surcada por historias de aventura y conquista que, como los innumerables ríos que le dan vida, han dejado su impronta en el paisaje y en la percepción universal que, hoy por hoy, tenemos de éste, los seres humanos. Guayana es antigua, muy antigua; proviene de un continente madre: Gondwana –formado por América del Sur, África, India, Antártica y Australia–, que, junto a Laurasia –América del Norte, Europa y Asia–, constituyó un supercontinente en los primeros momentos del planeta, hace, tal vez, tres mil millones de años. Las extraordinarias fuerzas tectónicas, distanciaron cada continente, fusionando porciones no conectadas anteriormente; quedando, de esta manera, unidas las Américas, así, los suelos y subsuelos del Escudo Guayanés, vinieron a dar a este
flanco del planeta, más específicamente: a la región contenida entre el sur del río Orinoco, el norte del río Amazonas, el oeste del Atlántico y el este de los llanos colombo-venezolanos (Todmann, 1998: 15). Es allí donde existen los tepuyes, en el territorio más maduro del mundo; tallado por la mano escultora de las aguas, vientos, sismos y temperaturas. Los tepuyes son enormes formaciones rocosas de arenisca, aparentemente planas en su cima, de verticales paredes que surgen desde una selva húmeda y espesa; son montes radicales que exponen el alma de su roca desnuda a la fuerza de la naturaleza, a sus elementos y a nuestros ojos. Gracias a esa desnudez, sus superficies escultóricas –cinceladas, redondeadas y recortadas–, ostentan un universo de formas y colores que hacen de cada macizo, una obra de arte diferente e irrepetible. Los tepuyes han observado, a través de miles de millones de años, una metamorfosis inimaginable para la humanidad. 113
Estas mesetas están diseminadas por todo el Macizo Guayanés. La explicación que sigue, acerca de su distribución geográfica, tiene como principales bases bibliográficas la magnífica descripción de Otto Huber, en su capítulo “Tierra de Tepuyes” y la explicación de Carsten Todtmann, en el capítulo “Guayana: Hija de Gondwana”; las dos insertas en la publicación de Karl Weidmann, Venezuela, Tierra del Tepui. En el Estado Bolívar se encuentra el grupo de mesetas orientales, con edades entre los 2700 y 3500 millones de años; compuesto por los tepuyes Roraima, Kukenán, Yuruaní, Wadakapiapué, Karaurín e Ilú. Este conjunto está ubicado sobre la demarcación de la zona en reclamación, con alturas que oscilan entre los 2730 y los 2500 metros sobre el nivel del mar. Entre los tepuyes más visitados destacan el Kukenán y Roraima, este último debido a “El Valle de los Cristales”, un atractivo turístico de formaciones de cuarzo expuestas a la intemperie. El Macizo Los Testigos, otra de las formaciones montañosas de esta región –ubicada al norte del Kukenán y al oeste del río Cuyuní–, está integrado por los tepuyes Kamarkaiwarai, Murisipán, Tereké-Yurén y Aparamán. Sus cumbres alcanzan los 2400 metros sobre el nivel del mar. El emblemático Auyantepuy, ubicado al norte del río Kamarata y al sur del Parque Nacional Canaima, tiene una altitud máxima de 2450 metros sobre el nivel del mar. y alberga al río Churún, que produce la caída de agua más alta del mundo: el Salto Ángel, o Kerepacupai Merú, con casi 1000 metros sobre el nivel del mar. El Macizo de Chimantá –ubicado al sur del Auyantepuy, coronando las cabeceras del río Caroní–, está formado por los tepuyes Amaurí, Upigma y Acopán, entre los más resaltantes. Posee altitudes que van desde los 1700 hasta los 2650 metros sobre el nivel del mar. En los alrededores del río La Paragua se encuentran los tepuyes Guaiquinima, Ichún y Guanacoco. Este grupo alcanza hasta alturas de hasta 1650 metros sobre el nivel del mar. La formación Jaua-Sarisariñama, que embellece las cabeceras del río Caura, logra alturas que van desde los 1500 hasta los 2300 metros sobre el nivel del mar. El Sarisariñama es especial, porque posee cuevas verticales de más de 300 metros de profundidad; una de ellas, Sima Ahonda, fue explorada y registrada por Henry González, autor y fotógrafo de este libro.
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En el Estado Amazonas se encuentra la cadena de tepuyes Javí, Yutajé, Corocoro y Guanay, que se extiende de este a oeste en la zona limítrofe de los estados Bolívar y Amazonas, presentando alturas de hasta 2400 metros sobre el nivel del mar. El Macizo Cuao-Sipapo se ubica al sureste de Puerto Ayacucho, capital del Estado Amazonas, cerca del río Orinoco. En este conjunto de tepuyes está integrado el Autana, que posee singulares e inquietantes cuevas que lo atraviesan de un flanco a otro a diferentes alturas, en sus 1300 metros sobre el nivel del mar; estas cavidades han sido el sueño de aviadores, exploradores y escaladores, pues, desde ellas, se observa la magnífica vista de un mundo sin fronteras, una geografía que fluye en forma de río transportando genes, culturas y lenguajes por todas sus márgenes. El Parú tepuy se halla en la región del alto río Ventuari, al suroeste de la población yekuana de Cacurí, y cuenta con alturas entre los 1000 y 2200 metros sobre el nivel del mar. El Macizo Duida-Marahuaca-Huachamakari tiene características similares a las del Parú tepuy; está ubicado en la región del alto río Ventuari, al suroeste de la población yekuana de Cacurí y tiene una altitud de 2800 metros sobre el nivel del mar. Sus cromáticas paredes dejan caer tres saltos; uno de ellos, el Matuhushi, tiene una imponente caída de 500 metros de altura y es considerado uno de los saltos más altos del mundo. Por su parte, el Macizo La Neblina-AvispaAracamuni, está localizado al sur franco del Estado Amazonas, muy cerca del límite con Brasil, alcanzando unos 3000 metros de altura. Estos maravillosos tepuyes miran el paisaje desde sus nublados riscos, siendo centinelas de una zona riquísima en recursos escénicos, hídricos, biodiversidad, información geológica,
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minerales preciosos y energéticos, sin contar con la variedad de etnias indígenas que aportan sus propias lenguas, costumbres, conocimientos y mitos. Cuando miramos a Guayana con este lente, nos percatamos de que “El Dorado” sí existe, que es justamente el conjunto de dimensiones humanas y naturales que nos otorgan oportunidades e identidad. Como todos los tesoros, no es obvio, ni fácilmente alcanzable; parece ley de vida que lo valioso requiera de emprendimientos ingeniosos, conocimientos y mística para ser descubierto; en nuestro caso requerimos, además, de inteligencia y bondad, para lograr un balance entre las formas de vida que discurren entre esta tierra fantástica y la nuestra, porque el portentoso tesoro tiene un corazón delicado que puede detenerse y hacer que desaparezca la magia de “El Dorado”. Cada montaña tiene aspectos especiales y únicos, los tepuyes también y de manera destacada; algunos de ellos muestran una geomorfología particular y formas de vida endémica que han evolucionado confinadas en su cumbre. Aún así, como una gran familia, poseen elementos característicos que los hacen parecerse y a la vez los diferencian de cualquier otro tipo de montaña. Si se quiere alcanzar la cima de un tepuy, hay que transitar por cinco ambientes contrastantes que integran el cuerpo entero de la meseta: pedimento, pié del escarpado, escarpados, zona de borde y tope del tepuy (Huber, 1998: 24,25). Al principio habrá que caminar por la sabana extensa, infinitamente verde, de lomas suaves pobladas de gramíneas que organizan una alfombra irregular regada de humedales. Cuando llueve, miles de gotas enormes se derraman por el borde de los tepuyes; hechas cascadas y saltos se lanzan, espesas y espumosas, al vacío vegetal; se descuelgan por cuevas subterráneas o se escurren por la selva; asistidas por la gravedad se unen a algún caudal, para culminar su viaje en el suelo mullido de la sabana y los morichales que, como esponjas, acumulan el agua y producen un paisaje de oasis sabanero formado por conjuntos
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de moriches. Los geólogos llaman “pedimento” a esta región sabanera que circunda los tepuyes. Dejando atrás la sabana, se inicia una ligera pendiente que puede tener un ángulo de 5 a 15 grados. Al principio la vegetación es mediana y un tanto rala, salpicada de bloques de arenisca caídos del tepuy. Más adelante, la vegetación se hace robusta y cerrada; entretejida con raíces que se elevan dos, tres, cinco o diez metros, creando una plataforma elástica que se mece al caminar sobre ella. Los árboles son muy altos y compiten por la indispensable luz. Innumerables especies de plantas parásitas se enredan, tronco arriba, para verse favorecidas por la savia de aquellos que sí reciben los rayos del sol. Se está en presencia de una competencia activa y silenciosa, una masa vegetal que crece en todas direcciones, dando cabida y morada a miles de especies de insectos, hongos, aves, mamíferos y reptiles. La pendiente comienza a elevarse para alcanzar las paredes del tepuy, el ascenso es igualmente intrincado y alucinante; hermosos bosques de ramas retorcidas y copas uniformes –como alfombras naranjas, verdes y amarillas–, se cruzan en el camino, son bosques de Bonnetia (Vareschi, 1992: 185, 187) y recuerdan la ficción plástica de las películas de Kurosawa. Colibríes verde intenso pueden acompañar a los aventureros buena parte de la caminata y, sin duda, son mejor compañía que las abejas enfurecidas que vuelan en comunidad, mudándose de panal. El oso melero, Tamandua tetradactila, es a veces visto en estas zonas boscosas de tepuyes (Ochoa y Gorzula, 1992: 298, 317), comparte su hábitat con infinidad de insectos, además de pequeños ratones, serpientes, lagartijas y ranas. Es una región húmeda, cruzada por cursos de agua helada color té. A este lugar mágico, de helechos y orquídeas –donde duendes y hadas harían su rutinaria aparición–, los entendidos le llaman “pie del escarpado”. Ya sin aliento se alcanza la base del tepuy. La parte inferior de su pared escarlata, irregular y angulosa, es alcanzada por una vegetación ligera. Atrás quedaron la tierra oscura de la selva
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y sus resbaladizas raíces llenas de vida; el suelo es ahora arenoso, claro y despejado. Comienza a respirarse un aire frío, más libre. Estamos repentinamente en un lugar árido, donde escasean los nutrientes, pero, aún así, la roca tepuyana permite que surja la vida; encontramos, en las paredes del tepuy, nidos de aves –especialmente golondrinas–, lagartijas, ranas y arañas –que saltan de alguna cueva o de pequeñas plantas que arriesgan alguna flor–. El ascenso por la pared puede hacerse escalando o caminando, éste ultimo cuando el tepuy es generoso. El Auyantepuy, el Roraima y el Kukenán son ejemplos de ello; entre su geografía se abren canales, caminitos, puentes de piedra, pendientes, morrenas, etc., y es a través de todas esas vías, que la vista se va elevando a 700 o más metros de altura, para divisar la inmensidad de la sabana que se aposenta sobre un basamento milenario y sólido de granito: el Macizo Guayanés. Desde estos “escarpados” –así le llaman los expertos a esta parte del tepuy–, se ven otros tepuyes, horizontes lejanos, masas de nubes cargadas de agua y rayos de luz convulsa que atraviesan el cielo en la oscuridad. Finalmente la cumbre; la “zona de borde” es irregular por efecto de aguaceros que, durante miles de años, se han escurrido entre sus cárcavas y cavernas. El viento ha hecho su parte: ha esculpido grietas que filtran la neblina. Desde la cima se miran inmensas moles líticas que la erosión ha separado del cuerpo macizo del tepuy; esas fracturas facilitan la formación de cavernas, que afloran en las paredes y desembocan aguas subterráneas en forma de improvisadas cascadas. Una vez en el “tope de tepuy” –como le llaman los científicos–, la superficie, en general, es horizontal, aunque posee innumerables pendientes, escarpados y grietas, a veces profundas. Se inicia el descubrimiento de una zona arcaica, cuya extensión máxima puede llegar a tener más de un centenar de kilómetros cuadrados. Observamos un paisaje autónomo, independiente de los modelos geográficos usuales. Grandes cantidades de torrecillas de piedra, se esparcen sobre planicies de mesetas, riscos, grietas, gargantas, cañones e insólitos ríos que circulan en alturas de más de 2400 metros. Bosques bajos y estepas pantanosas, conviven entre farallones y murallas. Todo un mundo de ranas multicolores y casi psicodélicas, insectos, gusanos y mamíferos pequeños –como
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el Rhipidomys macconnelli, un ratoncito que, invariablemente, hurga entre las provisiones de los excursionistas– (Ochoa y Gorzula, 1992: 298). Cantidad de mamíferos habitan esas tierras, entre ellos: la danta, Tapirus terrestris, ocasionalmente observada en las cumbres; el murciélago, Anoura geoffroyi, ampliamente diseminado en la región por su afición al polen y al néctar de flores; el zorro guache o coatí, Nasua nasua, cuadrúpedo singular por su pequeño tamaño, apariencia de zorrito y nariz de tapir: se alimenta de ranitas, coleópteros y huevos de lagartija (Ochoa y Gorzula, 1992: 298, 317). Las aves, por su parte, acompañan la ruta desde las planicies sabaneras, hasta la cima del tepuy; viven tranquilas alimentadas de insectos, semillas y néctares. Gran variedad de aves, generalmente pequeñas, desde golondrinas y torditos, hasta picaflores tan hermosos como el Campylopterus hyperythrus de pecho naranja y capa “verde perico”, son usualmente vistas en Guayana. El Automolus roraimae, pájaro tepuyano, danza en pareja sobre los bosques de bonnetias (Medina, 1992: 285, 290) e inunda el ambiente de aleteos y breves cantos que anuncian la tarde en la selva. Una vez que cruzamos el Orinoco, para adentrarnos por los caminos de La Gran Sabana, surge en nosotros un ser curioso y asombrado, un naturalista ingenuo y lúdico de vista aguda, de alma exploradora e intensa; unas veces turbulenta, otras profundamente calma, como la atmósfera de un tepuy. El mismo Alejandro de Humboldt nos indica lo turbadora y retadora que puede ser esta región cuando escribe: “Coleccionaré plantas y animales, (…) mediré montes, pero, (…) ese no es mi objetivo final. Mi verdadera y única finalidad es investigar cómo se entretejen todas las fuerzas naturales.” (Humboldt, 1999: 9).
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Autana Integrado al Macizo Cuao-Sipapo, se halla navegando a través de los ríos Sipapo y Autana. Con una altitud de 1300 metros sobre el nivel del mar, posee cuevas que lo atraviesan transversalmente, a unos 150 metros de la cumbre, con cavernas de hasta 17 metros de altura. Edo. Amazonas.
Huachamakari Pertenece al Macizo Duida-MarahuacaHuachamakari. Tiene una altitud de 1750 msnm y una superficie de 87.5 kilómetros cuadrados. Sus cromáticas paredes dejan caer tres saltos; uno de ellos, el Matuhushi, tiene una imponente caída de 500 metros de altura. Edo. Amazonas.
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Auyantepuy Localizado al norte de Kamarata y al sur de Canaima. Cuenta con 700 kilómetros de superficie, con alturas entre 1650 y 2450 msnm. Alberga el río Churún, que se precipita por uno de los flancos del tepuy formando el salto de agua más alto del mundo: el Kerepacupai Merú, o Salto Ángel, con 979 metros. Edo. Bolívar.
Aparamán Es parte del Macizo Los Testigos, junto con los tepuyes Kamarkaiwarai, Murisipán y Tereké-Yurén. Está ubicado al este del Valle de Kamarata. Posee una superficie rocosa increíblemente erosionada por el paso del tiempo. Su altura máxima es de 2400 msnm. Edo. Bolívar.
Kukenán Junto al Roraima y Yuruaní forma parte de los tepuyes orientales venezolanos. Del Kukenán se proyecta un salto, del mismo nombre, de 610 metros de altura. El Roraima, posee el hito fronterizo donde confluyen las fronteras de Venezuela, Guyana, y Brasil. Con altitudes entre 2500 y 2810 msnm. Edo. Bolívar.
Acopán Está integrado dentro del Macizo de Chimantá, junto a una gran variedad de prominentes tepuyes. Con altitudes de 1700 a 2650 msnm, está ubicado en la región oeste de la Gran Sabana, al sur del Auyantepuy. Es uno de los macizos más variados y ricos científicamente. Edo. Bolívar.
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Un aventurero es aquel que está dispuesto a vivir lo extraordinario; el amor es la máxima aventura posible y el amor por la Gran Sabana y sus mágicos tepuyes es, a juzgar por sus febriles y fieles amantes, uno de los más apasionados. Explorar, tepuy adentro, es una actitud de valentía, preparación, enamoramiento y curiosidad. Produce susto, palpitaciones, sueños y expectativas. Generalmente el viaje es la coronación de meses de seducción, investigación y planificación. Es la aventura por excelencia y, aunque el riesgo esté siempre presente, nada ofrece mayor felicidad que la superación de un reto a fuerza de inteligencia y pasión, virtudes que sobran en los exploradores. Un tepuyero sueña despierto con las rutas que lo llevan hacia la montaña elegida. Ya sea científico, escalador, artista o gerente, la tierra portentosa de los tepuyes constituye el dominio hacia el cual orienta sus energías e ideas. No existe tormenta que contenga los anhelos de un
tepuyero, una vez que logra escabullirse de ese otro tema que es convivir con la ciudad. En la Gran Sabana llueve torrencialmente casi todo el año, debido a eso es caudalosa e intensamente verde, pero también sumamente fría y húmeda. En “Lluvia”, el poeta español Federico García Lorca evoca: “La lluvia tiene un vago secreto de ternura, algo de soñolencia resignada y amable, una música humilde se despierta con ella, que hace vibrar el alma dormida del paisaje”. (García Lorca, 1921: 12) Debió ser esa “música humilde” la que despertó el apasionamiento que condujo a Sir Everard Im Thurn y a Sir Harry Perkins –antiguos exploradores ingleses–, a ascender al Roraima tepuy en diciembre del año 1884. Fueron ellos, importantes pioneros, los primeros en explorar la gigantesca superficie de esta impresionante formación —hito fronterizo instalado entre tres naciones: Brasil, Venezuela y Guyana, zona que aún se encuentra en reclamación de Venezuela–. 173
Sua importantes hallazgos iniciaron el registro y caracterización de las más de tres mil especies conocidas de los tepuyes guayaneses, indagados por una gran cantidad de científicos y expedicionarios, algunos de los cuales son personajes todavía recordados por su pasión y entrega en la investigación de tepuyes. Félix Cardona Puig, por ejemplo, divisa por primera vez el Kerepacupai Merú, conocido como Salto Ángel, en 1927. Fue el primero en conquistar la cima del Auyantepuy y elaboró los primeros mapas de la región. George H. H. Tate, zoólogo del American Museum of Natural History, asciende por primera vez al tepuy Duida en 1928; sorprendiéndose, junto a un equipo de naturalistas, de encontrar una inmensa superficie más benévola para la vida que la del Roraima. El tepuy Duida posee valles, ríos y montañas internas, cubiertas por vegetación y habitadas por una fauna, especialmente aves, ligeramente más abundante que en otros tepuyes de superficie mayormente rocosa. Julián Steyermark, botánico del Chicago Natural History Museum, dedicado maestro del Herbario Nacional, inició su recolección de especies en 1944 (Lindorf, 2006: 178). John Wurdack, botánico del New York Botanical Garden, exploró por primera vez, en 1953, la serranía de La Neblina y las vertientes del Chimantá. La familia Phelps –William H. (padre), Kathy y William H. (hijo)–, construyó la ornitología venezolana dedicando un capítulo especial de sus vidas a las aves y al paisaje de los tepuyes guayaneses (Todtmann, 1998: 26). Muchos otros siguieron los pasos de estos pioneros a lo largo del siglo XX y, continúan haciéndolo, en estos primeros años del siglo XXI; no solamente científicos que, incansables y rigurosos, han investigado y publicado en todas las especialidades posibles –geología, geomorfología, biología, meteorología, antropología, etc.–, también escaladores, artistas y escritores se han aproximado a la “incertidumbre selvática tepuyana”, con espíritu conservacionista y complementarias formas de registro y valoración de la región –fotografía, pintura, mapas de rutas de escalada, novelas, poesías, bitácoras de viaje, etc.–. Así, Adrián Pujol, Natalia Critchley, John Moore y Ángel Hurtado en el ámbito de la plástica; Henry González, Philippe Arnould, Román Rangel y Julio Serrano en la fotografía; José Luís Pereyra e Ínti Suárez, entre muchos otros, creadores de bitácoras y cuentos de camino,
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desarrollando una forma de conocimiento surgida de su observación y experiencia individual, mezclada con un destacado talento expresivo. Rómulo Gallegos es, tal vez, el gran ícono de este estilo con su novela Canaima, precedido, por supuesto, por aquellos dos poetas, pioneros, dibujantes y científicos del siglo antepasado; Humboldt y Bompland. La aventura tepuyana es siempre venturosa, porque entre el silencio y la belleza, las personas consiguen un lugar para sí mismas: un espacio de inspiración y disfrute que recuerdan por el resto de sus vidas. José Luís Pereyra escribe en su bitácora: “Tepuys are where it all began: this humanity chapter, the thirst for beauty, for intensity. Where we took our first steps. Where we might take our last ones.” Los tepuyes son el lugar donde todo comenzó: este capítulo de la humanidad, esta sed de belleza, de intensidad. El sitio donde dimos los primeros pasos. Donde podríamos dar los últimos. Pereyra fue físico y escalador profesional, falleció en el 2003 en Potrero Chico, México, al escalar la pared El Toro a través de la ruta “Las Auras”. Fue uno de esos aventureros en cuya bitácora podemos sumergirnos hasta tocar, oler y percibir la humedad de la selva escarpada que antecede a un tepuy. La historia de aventura a continuación, está inspirada en su diario de viaje al Autana. Tarde del 19 de abril en la Caracas de 2001: se produce un encuentro afortunado entre dos amigos que, veinticuatro horas más tarde, partirán juntos hacia el sur; José Luís Pereyra acaba de poner pie en Venezuela, tras dos años de ausencia, pues desde hace tiempo vive en Estados Unidos; Henry González lleva un par de meses planificando una nueva aproximación al Autana –ya lo ha intentado antes y, justamente, en compañía de José Luís–. Un breve saludo basta para leer la mente de un compañero escalador; no necesitan cruzar demasiadas frases para que José Luís se integre a la expedición que partirá al día siguiente. Ambos son tepuyeros experimentados y están en su mejor momento: ese instante en el que la vida nos permite combinar técnica, madurez y vigor, tres cualidades que producen perseverancia, serenidad y buenas decisiones; un tres por tres necesario y no suficiente para hacer cumbre, pero sí para disfrutar el intento. 20 de abril de 2001: zarpan en un vehículo –cuya descripción no es posible, tal vez la
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premonición de un bongo–, propiedad de otro colega de la montaña: Hernando Arnal. Tripulan, además de Henry, José Luís y Hernando, otros tres escaladores: André, Iván y “Potronco”. Seis tripulantes avanzados que han logrado fusionar la danza del tai-chi y la inteligencia del ajedrez, en ese ejercicio de ingravidez, fortaleza y equilibrio que es escalar en roca. A las primeras de cambio, una minúscula piedra choca contra el parabrisas del “Volksvagen Combi, año 1987” y lo destruye. En adelante, una brisa prolongada y progresivamente calurosa los acompañará hasta Puerto Samariapo, en el Estado Amazonas. Levan anclas hacia el Autana desde Puerto Samariapo, al margen del Orinoco; están lejos, pero van más allá y, en ese punto, se incorpora otro personaje a la aventura; Lucho, es hijo de una baniva y un tachirense, fue criado entre indios, es trabajador, guía, autoridad en su comunidad –una que vive al margen del río Autana, más lejos de lo imaginable– y es, también, tepuyero. Años antes le ha expresado a Henry su ilusión de conocer el Autana de cerca, muy de cerca –más de lo prudente, si se acoge a las leyendas que pronostican dioses enfurecidos y sanciones míticas a quienes profanen las paredes del templo tepuyano; en palabras de escaladores: el flanco norte del Autana–. El caudal del Orinoco permite al bongo navegar hacia el río Sipapo y éste, a su vez, lo arrima a las aguas del río Autana. Negra quietud la de este cauce, producida por el tanino de las hojas. Playas blancas van apareciendo a lo largo de dos días de navegación. Henry despliega su lente fotográfica: comienza el registro del paisaje; cada kilómetro, cada horizonte, cada luz y cada sombra, se plasma más allá del obturador, en un lugar que es como el banco de memoria del grupo, pues, hasta los que duermen en la travesía, podrán ver el paisaje fotografiado, cuando despierten de este sueño que es la expedición. El bongo va cargado de morrales que dan cabida a alimentos, equipos y demás provisiones, suficientes para dos semanas de aproximación y escalada. Cada uno de los tripulantes, va lleno de adrenalina e incertidumbre. A partir de ese momento, van perdiendo el control sobre variables cruciales en el éxito de la expedición. Ese es el mundo de los tepuyes, esa es Guayana, la misteriosa: sabes cuando llegas, pero no cuando te vas. Oscurece temprano, toca acampar de improviso en una playa. El cielo cerrado es plomo
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puro. Comienza a llover. 26 de abril de 2001: primer día en el pie de escarpa del Autana. José Luís escribe: “Autana can be brutal and ruthless, or can be kind and loving, or all of the above simultaneously. It will find and explore all of your weaknesses.” Autana puede ser brutal y despiadado, o amable y considerado, o todo lo anterior simultáneamente. Él encontrará y explorará todas tus debilidades. Se divisa el tepuy, pero es esquivo; a veces lo ven, a veces no. El camino accidentado los conduce hasta el campamento “Lambeojos”, plagado de insectos que se precipitan a las corneas. Se reinicia al día siguiente la caminata: emprenden la ruda tarea de reabrir el camino –existía, pero la selva devora todo espacio vacío a no ser que la pisada humana transite con frecuencia esos parajes–, la faena es dura; Lucho es el mejor, de lejos se nota. A éste lo siguen dos compañeros, José y “Alicate”, invitados de última hora; así es la gente de esas tierras, si se inspiran, solo empacan y se van. El Autana sigue huidizo, aunque ahora se deja ver mejor, exhibe su monumental pared, mostrando el peso de los años. Una roca roja y naranja, escarlata y gris, a veces de tonos mostaza, se aparece entre las nubes, más allá de una cortina de árboles. Los más experimentados, Henry entre ellos, estiman un par de días más para llegar a la pared y así, al fin, escalarla; conquistarla con movimientos de gato, descolgarse por sus chimeneas y grietas hacia las cuevas que prestarán protección a una nueva especie de la selva: escaladores exitosos. Lucho pierde una bota, intenta repararla y, con la aguja de cuero, accidentalmente traspasa su dedo. La selva infecta la herida con fiereza. Lucho insiste en abrir trocha y sigue comandando el avance. Al caer la noche, el dedo es todo inflamación palpitante. 1 de mayo de 2001: son nueve los jinetes de la selva abriéndose paso hacia “El Dorado”. Trabajan, fotografían, conversan, consumen provisiones y siguen explotando sus músculos para remontar la vía, identificando imperceptibles rastros; una piedra, un arroyo –24 en total–, un árbol extraordinariamente robusto, una bonnetia, un bosque o tal vez la perspectiva de un flanco del tepuy; todos indicios orientadores que, aunque son de gran ayuda, no aseguran la llegada al destino. Son gente profesional: André y José Luís han avanzado, entre la selva hostil, hasta la
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pared del Acopán tepuy; Henry e Iván han hecho lo propio previamente en el Autana; Lucho y compañía viven, y no es una metáfora, en la selva. Un compañero de Lucho, pemón y porteador de profesión, improvisa una cura de hierbas; el dedo mejora. No están perdidos, aunque no saben dónde están, saben adónde van y persisten. 9 de mayo de 2001: lluvia sólida durante 8 horas continuas; se estremece la piel bajo la ropa. La moral intenta un drenaje –van 13 días de camino–, Hernando acude a su recuperación. Discuten, regresar el año entrante es una opción, discuten y triunfa la fortaleza: el fuego siempre vivo del escalador. Han abierto un camino de tres horas, la rutina comienza con la caminata de aproximación al lugar donde se dejó la faena del día anterior. Cada tarde, a las 3:30 pm a más tardar, hay que regresar al campamento base con el tiempo justo para evadir la noche. Al llegar, es un alivio divisar el bongo en la oscuridad, comprobar su buen estado de salud; ha sobrevivido a los vaivenes de las corrientes causadas por las lluvias. El bongo es la única posibilidad de retorno. Escampa un poco, pero las nubes inquietantes se mantienen cerca. Los alimentos se agotan; repentinamente comienzan a comer menos, a gastar menos de todo, se unen en la adversidad para exorcizar la tentación de mandar todo al infierno. El cansancio comienza a hacer mella; las defensas bajan y uno de los nueve percibe cierta destemplanza. 10 de mayo de 2001: amanecen con el día a su favor; sol al fin, la luz se filtra entre los árboles. Se ponen en marcha y, cerca de las 10:00 am, alcanzan la pared; el resto del día se destina a preparar el ascenso. Lucho casi sufre un infarto de alegría al ver instaladas las cuerdas por las que subiría, dos días más tarde, utilizando un sistema de ascenso Jumars –ese es el mejor recuerdo que aún guarda de la expedición: José Luís, Henry, Iván, Hernando, André y “Potronco”, montados como arañas sobre la roca, tejiendo sus telas y abriéndose paso entre agujeros, grietas, mancuernas, agarres y apoyos; miles de accidentes de la roca tepuyana que, para un escalador, son escaleras al cielo–. Balance, cambio de pié, travesía, empotramiento, vuelo, péndulo. Después de 23 largos días y una noche en la pared, alcanzan las cuevas del Autana: ¡Júbilo!, penetran por la gran boca y, desde su cuenca interior, miran
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el atardecer. Henry registra el momento con ese ojo de fotógrafo entrenado que captura la singularidad de momentos irrepetibles. Lucho mira, desde abajo, una repisa delgada que seguramente tolerará su peso. Cuando suba, al día siguiente, podrá ver desde allí las copas de los árboles; esos árboles que conoce tan bien, serán ahora observados con la perspectiva de los dioses: desde el dominio de la altura. Su dedo inflamado no es ya un obstáculo: “nada lo será”, piensa con algo de duda. 13 de mayo de 2001: “El Dorado” cobra su primera víctima: un Iván debilitado declara sudores y extenuación. Sus compañeros observan en él ojos amarillos y temblor de hepatitis. Dos días y varios siglos de la civilización, los separan de un hospital. Lucho es el dueño del bongo y se sabe responsable, así que –con todo el amor posible, con una entrega solidaria, con la ilusión rota– deja atrás las cuerdas que apuntan al cielo y no duda ni un segundo en ofrecerle a Iván el camino fluvial hacia la salvación; Lucho tiene un algo de Dios, después de todo. 14 de mayo de 2001: el grupo de escaladores se despide de Iván, Lucho y André, que los acompaña. Ver descender a un compañero en dificultades, pone el alma en peligro. A las pocas horas se desgaja un aguacero; lo que fueron largas grietas, seductoras para el progreso vertical, son ahora poderosas caídas de agua y escorrentías que arriesgan el descenso. La brisa, que mitigaba el calor del sol ardiente sobre la roca, es ahora una fuerza zumbadora que sacude las cuerdas y disminuye la temperatura corporal. El estruendo de los truenos interrumpe la comunicación entre los escaladores, que están distribuidos en la pared en dos grupos o cordadas. Las escasas provisiones no alcanzarían si una crecida de los veinticuatro cauces superados, los confinara a la indomable isla del tepuy; hay que bajar y hay que salir. Un rayo ilumina la selva, enciende el horizonte y expone las miradas valientes que se cruzan en un entendimiento tácito: es hora de partir. 15 de mayo de 2001: después de una noche fangosa y empapada, se abren camino hacia el caño Manteco. La selva es ahora movediza, más húmeda que nunca. Los cursos de agua se han transformado en ríos de caudal medio, difíciles de atravesar con equipo y morrales de 40 Kg; el agua al pecho, avanzan lo más rápido posible hacia el regreso. Atrás queda la pared apenas acariciada, victoriosa en su virginidad. Por delante la playa,
el río crecido, con poco tránsito de bongos, y una pequeña posibilidad de que Lucho, André y los demás, hayan regresado por ellos previendo su descenso del tepuy por la tormenta. Y eso hicieron; allí estaban justo a tiempo, demostrando que la selva amazónica y la cercanía de un tepuy despiertan una comunicación intuitiva que va más allá de las palabras. Río abajo hubo silencio. En el aire, el gusto dulce de haberse encontrado con un reto superior; la victoria de haberlo intentado. Aunque la cumbre no se dejó alcanzar, ni mostró los rasgos de su superficie, el tepuy Autana les regaló el desafío de volver. Ya en tierra de humanos, de vuelta en Puerto Samariapo, se inicia la ceremonia del adiós. Todo está húmedo y Hernando hace el intento de una fogata; nada enciende, la oscuridad va cercando al grupo, que empieza a convencerse de la imposibilidad del fuego. Más intentos: solo un humo escaso de rama mojada se dispersa hacia sus rostros. Sonríen de pura paciencia, entonces José, el mismo del preparado de hojas que curó el dedo de Lucho, les extiende una ramita: “prueben”, arriesga en su escaso castellano. Surge un fuego reconfortante que descubre en sus rostros la emoción por la partida. Conmovidos por la generosidad con la que les transmite su milenario conocimiento, remontaron la carretera rumbo a la ciudad. Aunque esa noche José Luís se despide para siempre del Autana, en el resto del grupo pulsa la aventura, se revuelve una inquietante búsqueda de caminos en retorno; tal vez por eso José Luís escribe en su bitácora, a modo de salmo premonitorio: “…la selva está feliz, sus hijos están de vuelta”. Casi mil metros de rapel: Dos años antes del intento de cumbre en el Autana; Henry, Andrés, Iván y Pedro se dejaban llevar por la gravedad mientras descendían del Auyantepuy. Colgaban, como pequeñas hojas, en medio del santuario cóncavo del Salto Ángel. El salto, más caudaloso por la temporada de lluvia, lo mojaba todo; mojaba hasta a la conciencia. Buscaban la repisa adecuada para pasar la noche –descender casi mil metros requiere de dos días y una noche de casi absoluta oscuridad, condición que imposibilita el descenso–. Un mapa señala accidentes y oportunidades en el camino vertical; es viejo y difícil de interpretar. Probablemente han crecido plantas o se han
desprendido bloques que impiden encontrar el lugar indicado. Tiemblan de frío y, con los últimos rayos de luz, identifican un dudoso espacio de reunión. Están agotados, hambrientos y las cuerdas ya llegan a su fin, por lo que es inminente alcanzar el angosto pasadizo que servirá para armar el campamento colgante. Están a 600 metros de la cumbre y a 390 metros del suelo, el punto de “no retorno” quedó atrás hace horas; hay que seguir. Es necesario columpiarse en la cuerda, logrando un movimiento oscilante, para alcanzar la repisa avizorada, una maniobra delicada; la cuerda puede rozar con algún bloque y cortarse, además, el rugir del agua, en su caída, entorpece la comunicación y les hace más difícil ayudarse. Cerca de las ocho de la noche, con la ayuda de linternas frontales, superan el escollo y logran instalarse en las hamacas, imitando a los murciélagos tepuyanos. Son cuatro a bordo: todos incómodos, apretujados. Uno de ellos no logra acomodo, tiene el alma encendida por la aventura y, con esa luz interior, decide escalar unos metros más para descolgarse de una grieta que apenas asoma en la penumbra; la alcanza y se cuelga, feliz, con el vacío en su espalda. La luna explora los rostros de sus colegas, dormidos un par de metros más abajo, y le regala una visión inquietante: el plateado salto cabalgando hacia el fondo de una inmensa gruta, como la crin de un caballo indetenible. Tal vez fue un sueño turbador, o un temblor de cansancio, lo que le hizo desprenderse de su hamaca y saltar al vacío; despertó en el vuelo, cuando atropellaba a sus compañeros. Ellos, sorprendidos por la caída, ansiaron sujetarle y, en el intento, rozaron sus brazos como una caricia. Sus miradas de angustia, fotografiadas por la luna, eran abrazos amistosos. Trascendido el caos, en franco descenso, pudo comprobar cuánta conexión había entre ellos y recordó que, antes de dormirse, había dudado atarse a la cuerda y se había preguntado cómo sería cabalgar en la crin de aquel potro plateado. Un fuerte templón sujetó su cuerpo y lo dejó flotando en el abismo. Con el corazón empapado de adrenalina, pudo intuir que, el último recurso de un escalador, cuando la gravedad vence todos los obstáculos, es buscar comprensión en el alma de sus compañeros.
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INDICE DE FOTOGRAFÍAS Pág. 3 | Verdes y grises decoran el río Churún. Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 4 | Ciro y su padre, por la verde sabana, encaminándose hacia el imponente Acopán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 6 | Mario, oriundo de la comunidad de Parei tepuy, en la cumbre del Kukenán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 7 | El caudaloso río Carrao corre bajo el Auyantepuy, siendo inmortalizado en el campamento “Arenal”, Estado Bolívar. Pág. 8 | Camila, disminuida ante el imponente Kukenán, se aproxima al campamento de la cueva del mismo. Estado Bolívar. Pág. 9 | El Salto Tewanarempa, también llamado “Avispa”, en toma vista desde el Kavac tepuy, Estado Bolívar. Pág. 10 | Escena usual en la vida de un escalador de tepuyes. Pared oeste del Autana, Estado Amazonas. Pág. 11 | Un momento de relax: Pedro respira aire puro en medio de la selva del Acopán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 12 | Autorretrato del autor, Henry González, en la selva del Autana tepuy. Estado Amazonas. Pág. 14 | El Auyantepuy, ícono internacional de los tepuyes venezolanos, visto desde Uruyen, Estado Bolívar. Pág. 16 | Vista del Cerro Wichuj, desde la base de la pared oeste del Autana tepuy, Estado Amazonas. Pág. 20 | Oliver descendiendo la pared del Acopán tepuy. El Upigma tepuy al fondo. Estado Bolívar. Pág. 22 | La gran pared noroeste del Kukenán tepuy, tantas veces recorrida por escaladores. Estado Bolívar. Pág. 24 | Pared oeste del Autana tepuy, también conocido como Wahari Kuawai. Estado Amazonas. Pág. 26 | El cristalino río Carrao, vigilado por el Wei tepuy, en la zona del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 28 | Kukenán tepuy, también llamado Matawi tepuy, visto desde el río Tek, Estado Bolívar. Pág. 30 | Maravillosa inflorescencia de la Kundarthia Rodantha. Cumbre del Cerro Autana, Estado Amazonas. Pág. 32 | La maravillosa luz del atardecer resalta las rocas de la pared oeste del Kukenán tepuy. Estado Bolívar. Pág. 34 | Las forradas lomas de aterciopelada vegetación del Kukenán tepuy, son observadas desde el río Tek, Estado Bolívar. Pág. 36 | Atardecer en la cima del Kukenán, al fondo los tepuyes Apaurai y Upigma. Estado Bolívar. Pág. 38 | Amanecer de mágicas nubes, cual flotantes algodones, en el Kukenán tepuy. Roraima tepuy al fondo. Estado Bolívar. Pág. 40 | Hermosas y estilizadas Bonnetia Roraimae, en la cumbre del Kukenán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 42 | Ciro, oriundo de la comunidad de Yunet, con el Acopán tepuy al fondo. Estado Bolívar. Pág. 44 | Cual tocón del árbol sagrado, el
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majestuoso Acopán permanece incólume en la comunidad de Yunet, Estado Bolívar. Pág. 47 | Niña pemón de la población de Santa Marta. Valle de Kamarata, Sector Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 48 | Mario, nativo de Parei tepuy, en la sabana de los tepuyes Kukenán y Roraima, Estado Bolívar. Pág. 50 | Río Carrao, en medio de la tupida vegetación, con el Kusari tepuy al fondo. Estado Bolívar. Pág. 52 | Río Churún, de agua color té, en la segunda muralla de la cima del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 54 | Cotidiano paisaje para la gente de Iwana Merú. Río Akanán, Aparamán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 56 | Luego del esfuerzo de llegar a la fría cima del Auyantepuy, el descanso es un alivio deleitante. Estado Bolívar. Pág. 58 | Porteadores pemones de la población de Caruai. Campamento del Ptari tepuy, Estado Bolívar. Pág. 60 | Bongo, rodeado de esplendor, navega por el cristalino río Caruai. Zona de Wonken, Estado Bolívar. Pág. 62 | Cual acuarela, la sabana asombra por su colorido. Sector oriental de Canaima, Estado Bolívar. Pág. 64 | Un atardecer en el Macizo de Chimantá: tepuyes Angasima y Katurán. Estado Bolívar. Pág. 66 | Luz de la tarde sobre el Auyantepuy, visto desde la colorida sabana de Uruyen, Estado Bolívar. Pág. 68 | El refrescante y cristalino río Yunet es observado desde la cumbre del Acopán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 70 | Largo es el camino a recorrer en la sabana de Guayaraca, para llegar a “El Peñón”, Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 71 | Gerardo y José, de la comunidad del Salto Caruai, en el campamento del Ptari tepuy, Estado Bolívar. Pág. 72 | Olegario, de Santa Marta, camino hacia el campo Guayaraca. Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 74 | Base de la pared del Auyantepuy, cercana al Salto Ángel o Kerepacupai Merú, Estado Bolívar. Pág. 76 | Dorado amanecer en la población de Yunet, cercana al Acopán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 78 | El Kerepacupai Merú, Salto Ángel, en una eterna invitación de acercamiento. Toma desde la parte baja del río Churún. Pág. 80 | El Salto Ángel, mal llamado Churún Merú, lleva por nombre pemón Kerepacupai Merú. Págs. 82-83 | El Salto Ángel, también conocido como Kerepacupai Merú, en una variada sesión de fotos. Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 84 | Río que se forma de la caída del Kerepacupai Merú o Salto Ángel. Auyantepuy, Estado Bolívar. Págs. 86-87 | Panorámicas del Salto Ángel, salto más alto del mundo. Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 88 | El emblemático Salto Ángel hipnotiza a todo el que lo observa. Vista a medio ascenso de la pared del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 90 | Detalle de flores de la Helianphora
Tatei. Cima del Roraima tepuy, Estado Bolívar. Pág. 92 | Toma del Salto Ángel nunca vista, deja ver al río Churún entre un manto de selva. Cima del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 94 | Vista de las paredes del Auyantepuy desde el río Churún, sector Salto Ángel, Estado Bolívar. Pág. 96 | Orquídea de planta endémica tepuyana en la cima del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 98 | El imponente Salto Ángel, Kerepacupai Merú, desde “Isla Ratón”, Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 99 | Izquierda y derecha: vistas del Salto Ángel, Kerepacupai Merú, desde “El Mirador de Laime”, Auyantepuy, Estado Bolívar. Págs. 100-101 | Detalle de algas en las cristalinas aguas del río Caruai, Valle de Kavanayén, Estado Bolívar. Pág. 102 | El Kerepacupai Merú, Salto Ángel, en verano, en toma insólita desde la base del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 104 | Isla de vegetación tepuyana en el sector sureste de la cumbre del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 105 | Las aguas del Kerepacupai Merú se precipitan indómitas desde la cima del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 106 | Orquídeas endémicas de plantas tepuyanas, cerca de la cima del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 107 | Flores de la Stegolepis Guayanesis, abundantes en las cumbres de los tepuyes Roraima y Kukenán. Pág. 108 | Sapito minero, Dendrobates Leucomelas, en zonas cercanas al Waikinima tepuy, Estado Bolívar. Pág. 111 | Las plantas acuáticas son peinadas por las aguas del Salto Iwore Merú. Zona del Ptari tepuy, Estado Bolívar. Pág. 112 | Isla de vegetación tepuyana, cual planificado arreglo floral, en la cima del Roraima tepuy, Estado Bolívar. Pág. 114 | El curioso Huachamakari tepuy permite ser inmortalizado desde la población de “Culebra”, Estado Amazonas. Pág. 117 | Un grillo es ignorado por su arácnido depredador, sobre las areniscas del cañón del río Yuruwan. Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 118 | Un enorme saltamontes observa a los intrusos desde la primera terraza del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 120 | Lagarto endémico, habitante de las extensas paredes del Autana tepuy, Estado Amazonas. Pág. 121 | Izquierda: oso melero, Tamandua Tetradactyla, en la sabana del Roraima y Kukenán; derecha: planta insectívora, Drosera Roraimae, en la cumbre del Roraima tepuy, Edo Bolívar. Pág. 122 | Sapito minero venenoso, Dendrobates Leucomelas. Base del Autana tepuy, Estado Amazonas. Pág. 124 | Arriba, izquierda: vista aérea del Kukenán tepuy; derecha: vista del Kukenán tepuy desde la sabana del Kukenán y el Roraima; abajo: visión de los tepuyes Wadakapiapué tepuy y Yuruaní tepuy, desde el flanco oeste del Kukenán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 125 | Arriba, izquierda: cursos de agua con fondos de cuarzo en la cumbre del Kukenán
tepuy; derecha: Salto Kama Merú, sector oriental del Parque Nacional Canaima, La Gran Sabana; centro: vista aérea del río Carrao. Auyantepuy al fondo; abajo: vista de la segunda muralla de la cumbre del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 128 | Halcón de pecho naranja, Falco Deiroleucos, en zonas cercanas al Waikinima tepuy, Estado Bolívar. Pág. 130 | La silueta de un Moriche y del Aparamán tepuy aparentan un “oasis tepuyano”. Amanecer desde Uruyen, Estado Bolívar. Pág. 132 | La flora en el Auyantepuy es muy variada; aquí una planta endémica típica, Estado Bolívar. Pág. 133 | Anfibio, en las zonas aledañas al río La Paragua, toma el sol sobre un piedra de arenisca. Pág. 134 | Un Upigma tepuy al trasluz, es observado desde las paredes del Acopán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 136 | Orectanthe Sceptrum, de filosas hojas, en la cima del Roraima tepuy, Estado Bolívar. Pág. 138 | Entre nubes la Sierra del Sipapo, al fondo, vista desde la pared este del Autana, Estado Amazonas. Pág. 140 | Riachuelo cercano a las faldas del Auyantepuy. Sabana de Uruyen al fondo, Estado Bolívar. Pág. 142 | Cima del Autana tepuy, poblada por Brocchinias Hechtioides. Serranía Cuao-Sipapo al fondo, Estado Amazonas. Pág. 143 | Perspectiva aerea sobre el Autana tepuy, pasando por la Serranía Cuao-Sipapo. Estado Bolívar. Pág. 144 | Las curiosas paredes del Auyantepuy se asoman entre nubes descubriéndose, Estado Bolívar. Pág. 146 | Primera muralla de la cumbre del Auyantepuy a la luz de la mañana. Estado Bolívar. Págs. 148-150 | Río Carrao, cual espejo, junto al cañón del río Ahonda de desbordantes cascadas. Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 152 | Innumerables cascadas y saltos se lanzan valientes de las paredes del Auyantepuy. Cañón del río Ahonda, río Ahonda, Estado Bolívar. Pág. 154 | John, José Luís, Hernando y André en la boca este de la cueva del Autana, Estado Amazonas. Pág. 156 | Arcoiris en el Ptari tepuy –nombre pemón que en español significa “cerro budare”–. Estado Bolívar. Pág. 158 | Cual velo, las aguas que caen del Auyantepuy cubren el cañón del río Yuruwan, Estado Bolívar. Pág. 160 | El Roraima es acariciado por multiples nubes luego de una torrencial lluvia. Estado Bolívar. Pág. 162 | Algas bañadas por las aguas del río Carrao. Salto Hacha, Canaima, Estado Bolívar. Pág. 163 | Salto Kama Merú. Sector oriental del Parque Nacional Canaima, La Gran Sabana, Estado Bolívar. Pág. 164 | Cual pequeña araña, Alfredo desciende del gigante pétreo Auyantepuy. Pág. 166 | Punto de vista temerario del breve descanso antes de retomar el descenso en rapel del Auyantepuy. Estado Bolívar.
Pág. 168 | Menille descendiendo la gran grieta del Kukenán tepuy o Matawi tepuy. Estado Bolívar. Pág. 171 | En el bongo por el río Autana, cercanos a la población “Ceguera”. Autana tepuy al fondo. Estado Amazonas. Pág. 172 | Una mano amiga asiste a Alfredo Rangel en su descenso en rapel del Auyantepuy. Estado Bolívar. Pág. 174 | Ansiosos por acariciar las paredes del Roraima, cruzan el río Tek. El Kukenán tepuy los observa al fondo. Estado Bolívar. Pág. 176 | André Van Campenhoud empezando a cruzar la pared oeste del Autana, Estado Amazonas. Pág. 178 | Hernando desenreda las cuerdas para ascender por la pared oeste del Autana. Estado Amazonas. Pág. 180 | Xavier y Hernando durmiendo en la pared este del Autana, a 400 metros del suelo. Estado Amazonas. Pág. 182 | Luego de una noche fría, el sol calienta las carpas del campamento del Ptari tepuy. Estado Bolívar. Pág. 183 | Mañana nublada en el campamento avanzado del Ptari tepuy. Kavanayén, Estado Bolívar. Pág. 184 | Escaladores llegan, agotados y satisfechos, a la cima del Kukenán tepuy. Al fondo el Roraima tepuy. Pág. 185 | Sebastián escalando el Roraima por la vía “Escaleras al Cielo”, a 350 metros del suelo. Estado Bolívar. Pág. 186 | Grupo de excursionistas caminando hacia la cima del Auyantepuy. Estado Bolívar. Pág. 189 | El escalador Sebastián Villafañe es divisado a ratos entre la niebla en el Roraima. Estado Bolívar. Pág. 190 | Múltiples y caudalosas cascadas caen, imparables, sobre la serena laguna de Canaima. Estado Bolívar. Pág. 191 | Arriba: El Salto las Babas muestra la incontenible fuerza del río Caroní; abajo: las aguas del Salto Ángel caen dispersas a sus pies. Estado Bolívar. Pág. 192 | Luces de la tarde iluminan el Auyantepuy. Toma desde el valle de Kamarata, Estado Bolívar. Págs. 194-195 | Oriophinella Quelchi, rana endémica de los tepuyes Roraima y Kukenán. Estado Bolívar. Págs. 196-198 | Espeleólogos exploran la cueva “Sistema Roraima Sur”. Roraima, Edo. Bolívar. Pág. 200 | La boca este de la cueva del Autana nos permite observar el mar de nubes que arropa a la selva. Estado Amazonas. Pág. 202 | Timmy durmiendo en la boca este de la cueva del Autana. Abajo la selva, bajo un manto de nubes. Estado Amazonas. Pág. 204 | Aventureros en el campamento base del Kukenán. Roraima tepuy al fondo. Estado Bolívar. Pág. 205 | Beltrán camina entre la espesa niebla en la cumbre del Kukenán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 206 | Milenarias paredes y torres de arenisca del “Cañón de Ahonda”. Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 207 | La neblina matutina envuelve la sabana del Valle de Kavanayén, Estado Bolívar. Pág. 208 | Sabana del Roraima y Kukenán,
vista desde la cumbre del Kukenán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 209 | Sabanas del Valle de Wonken y Apaurai tepuy, vistas desde la población de Wonken, Estado Bolívar. Pág. 210 | Fuego, producto de un rito pemón, consume la sabana del Valle de Kamarata. Estado Bolívar. Pág. 212 | Izquierda: detalle de la segunda muralla del Auyantepuy. Río Churún; derecha: panorámica vertical de la cumbre del Roraima tepuy. Estado Bolívar. Pág. 213 | Arriba: detalle de río y algas en el río Churún desde “Isla Ratón”; abajo: río Churún. Segunda muralla de la cumbre del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 214 | Piedras emulan flotar, cual balsas, en el río Churún. Cumbre del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 215 | Cromáticos jacuzzis de agua cristalina abundan por doquier en la cumbre del Roraima tepuy. Estado Bolívar. Pág. 216 | Arriba: detalle de rocas de liquen anaranjado. Salto Ángel, Edo. Bolívar; abajo: pared oeste del Autana, Estado Amazonas. Pág. 217 | Arriba: cumbre del Kukenán tepuy, Edo. Bolívar; abajo: río Autana. Autana tepuy, Estado Amazonas. Pág. 218 | Constantino y José, diminutos ante tan gigantes piedras, observan la sabana desde la cima del Kukenán. Pág. 220 | Vista panorámica de “El Cañón del Diablo”, aledaño al Salto Ángel. Estado Bolívar. Pág. 222 | La colorida sabana presencia una rutinaria lluvia sobre el Acopán tepuy. Estado Bolívar. Pág. 224 | Las aguas de la cumbre del Kukenán se desbordan en dirección al Roraima. Estado Bolívar. Pág. 226 | Arriba: las plantas sobreviven en la cumbre del Roraima tepuy; abajo: cumbre del Auyantepuy y plantas Bonnetia Roraimae. Estado Bolívar. Pág. 227 | Arriba: escampa en la cumbre del Roraima tepuy; abajo: brumosas paredes del Roraima. Estado Bolívar. Pág. 228 | Tres moriches, sorprendidos por la época de lluvia, fueron alcanzados por la laguna de Canaima. Atrás los Saltos Hacha y Golondrina. Estado Bolívar. Págs. 230-232 | Detalle de las aguas de Kako Parú, Quebrada Jaspe. Sector oriental de La Gran Sabana, Estado Bolívar. Pág. 234 | El colorido Acopán tepuy, cual rey en su trono, es visto desde la sabana por sus fieles súbditos. Macizo Chimantá, Estado Bolívar. Pág. 236 | Parte baja del río Churún y Auyantepuy, al fondo, vistos desde “Isla Ratón”, Estado Bolívar. Pág. 237 | Detalle de las coloridas piedras del lecho del río Churún. Sector Salto Ángel, Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 238 | Imponente vista de los tepuyes Upigma y Angasima desde la población de Wonken, Estado Bolívar. Pág. 240 | La refrescante Quebrada Jaspe, Kako Parú. Sector oriental de La Gran Sabana, Estado Bolívar. Pág. 241 | El sol inunda con su luz dorada al Roraima tepuy, inmortalizado desde la
población del Parei tepuy, Estado Bolívar. Pág. 242 | Upigma tepuy y Acopán tepuy, entre nubes, vistos desde el Ptari tepuy, Edo. Bolívar. Pág. 243 | Lluvia sobre la sabana, vista desde el campamento base del Kukenán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 244 | Cual temeraria araña, John Arran escala las desafiantes paredes del lado oeste del Autana tepuy. Estado Amazonas. Pág. 245 | Vista de la pared oeste del Autana desde el campamento base, al pie del tepuy. Estado Amazonas. Pág. 246 | Plano general de la extensa meseta del Auyantepuy, desde “Libertador”, Estado Bolívar. Pág. 247 | El ancestral Wei tepuy es acariciado por la luz de la mañana. Vista desde el campamento “Arenal”, río Carrao, Edo. Bolívar. Pág. 248 | Aventureros en la galería principal de las cuevas del Autana tepuy. Estado Amazonas. Pág. 249 | Izquierda y derecha: ascendiendo y descendiendo la pared oeste del Autana. Estado Amazonas. Pág. 250 | André descansa a ratos, mientras admira el paisaje desde la pared oeste del Autana. Estado Amazonas. Pág. 251 | Arriba: rapel en el Salto Ángel. Auyantepuy; centro: vivac en la pared del Acopán tepuy; abajo: paredes de la segunda muralla del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 252 | Excursionista, entre bromelias, llegando a la cumbre del Auyantepuy. Estado Bolívar. Pág. 253 | Aventureros admirando el paisaje en “Libertador”, cumbre del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 254 | Un lugar donde reunirse: escaladores preparando el descenso de la pared este del Autana tepuy. Estado Amazonas. Pág. 255 | Oliver escalando la vía “Jardineros de las Grandes Paredes”. Acopán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 256 | José Luís y Timmy conversan en el borde de la boca este del Autana. Estado Amazonas. Pág. 257 | Caminando por “El Callejón de las Palomas”. Base del Auyantepuy, Edo. Bolívar. Pág. 258 | Las aguas de mágicos colores del río Churún, ayudan a un sediento aventurero. Cima del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 259 | Las aguas del río Churún no sólo deleitan a la vista. Cumbre del Auyantepuy, Estado Bolívar. Pág. 260 | Escaladores en el campamento base de la pared oeste del Autana tepuy. Estado Amazonas. Pág. 261 | Cruzando un riachuelo, durante la caminata de aproximación al Autana. Estado Amazonas. Pág. 262 | Rómulo escalando la vía “Jardineros de las Grandes Paredes”. Acopán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 264 | Un mar de nubes se posa sobre el campo Guayaraca, entre el Auyantepuy y el Aprada tepuy. Estado Bolívar. Pág. 266-267 | Primera muralla del Auyantepuy, vista desde la cumbre de este milenario tepuy, Estado Bolívar. Pág. 268 | La meseta del Kukenán tepuy, o Matawi tepuy, en toma de larga exposición,
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resplandece en plena luna llena. Estado Bolívar. Pág. 269 | Auyantepuy, Roraima y Kukenán, observados desde el campamento base del Roraima. Estado Bolívar. Pág. 270 | Una exuberante vegetación circunda las faldas de los tepuyes. Ptari tepuy, Estado Bolívar. Pág. 271 | Luego de un largo trecho, Oliver Sevich está cerca del campamento base del Kukenán; sigue caminando por la sabana. Pág. 272 | Pedro atravesando el cristalino río Yunet, en la cumbre del Acopán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 273 | Alcira caminando por las cabeceras del río Churún. Cumbre del Auyantepuy, Edo. Bolívar. Pág. 274 | Hernando Arnal y André Van Campenhoud en la boca este del Autana, Estado Amazonas. Pág. 275 | Excursionista viendo la sabana desde la cumbre del Kukenán tepuy, Estado Bolívar. Pág. 276 | El Ptari tepuy, cual tocón de gigantesco árbol, retratado desde el Valle de Kavanayén, Estado Bolívar. Pág. 277 | Vista de la pared oeste del Kukenán tepuy, desde “La Gran Grieta”, Estado Bolívar. Pág. 278 | Vista aérea de “El Cañón del Diablo”, río Churún y Salto El Pozo, Estado Bolívar. Pág. 280 | Vista aérea de la sabana aledaña a los tepuyes Roraima y Kukenán. Estado Bolívar. Pág. 281 | Cual ave tepuyana, degustamos una visión aerea del Aparamán tepuy. Estado Bolívar. Pág. 282 | Arriba: detalle de vegetación entre nieblas en el Ptari tepuy; abajo: plantas Bonnetia Roraimae y arcoiris, en la cima del Roraima tepuy; centro: Quebrada Pacheco Sector Gran Sabana, Estado Bolívar. Pág. 283 | Arriba: detalle de paredes con bromelias en el Ptari tepuy; abajo: detalle de vegetación entre nieblas. Ptari tepuy, Estado Bolívar. Pág. 284 | Vista del Macizo Los Testigos, desde el campamento base del Ptari tepuy, Estado Bolívar. Pág. 285 | Primer plano de la Paredes del Ptari tepuy, , con el Macizo Los Testigos al fondo. Pág. 286 | Lluvia amazónica. En toma desde la cumbre del Autana tepuy, Estado Amazonas. Pág. 287 | Izquierda: vista matutina de la parte baja del río Churún. “Cañón del Diablo”, Auyantepuy; centro y derecha: paredes del flanco sur oriental del Roraima tepuy. Estado Bolívar. Pág. 288 | Descenso de la cueva “Sistema Roraima Sur”, en el Roraima tepuy, Estado Bolívar. Pág. 290 | Izquierda: las espumosas aguas del río Churún. Cumbre del Auyantepuy; arriba: José Luís Pereyra escribe su bitácora en el campamento “Lambeojos” del Autana; abajo: André y Hernando recrean su vista desde una de las repisas del Autana. Estado Amazonas. Pág. 291 | Golondrinas custodian sus hogares en la pared oeste del Autana tepuy, Estado Bolívar. Pág. 292 | Cromático amanecer nos regala un Roraima tepuy al trasluz, observado desde la población de Parei tepuy. Pág. 294 | Un atrevido Alfredo fotografia el río Churún desde el borde del Auyantepuy. “El Cañón del Diablo”, al fondo. Pág. 299 | Henry González fotografiando el Auyantepuy, desde una de sus paredes.
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ÍNDICE GENERAL Pág. 2 | Dedicatoria Pág. 13 | Introducción de Henry González Pág. 45 | Sembrando Tepuyes. Ensayo antropológico. Autor: Miguel Ángel Perera Pág. 109 | Más allá del Orinoco. Descripción sobre la naturaleza. Autor: Dafne Gil Pág. 126 | Infografía sobre los tepuyes reseñados Pág. 169 | Escalada Ventura. Narración de aventuras. Autor: Dafne Gil Pág. 296 | Índice de fotografías Pág. 298 | Índice general y Bibliografía Pág. 299 | Síntesis curricular del autor del libro, Henry González Pág. 300 | Agradecimientos y Créditos BIBLIOGRAFÍA Briceño, Henry, Schubert, Carlos. “Geomorfología: el ambiente físico”, en Chimantá, escudo de Guayana, Venezuela. Un ensayo tepuyano. Oscar Todtmann editores. Caracas, 1992. García Lorca, Federico. “Lluvia”, en Libro de Poemas 1921. Alianza Editorial. Madrid, 2001. Huber, Otto. “La vegetación: el mundo vegetal”, en Chimantá Escudo de Guayana, Venezuela. Un ensayo ecológico tepuyano. Oscar Todtmann editores. Caracas, 1992. — “Tierra de Tepuyes”, en Venezuela, tierra del tepui. Oscar Todtmann editores. Caracas, 1998. Humbolt, Alejandro. Un viaje hacia el asombro, Alejandro de Humboldt en Venezuela. Galería de Arte Nacional. Caracas, 1999 Jiménez, M. Formas en equilibrio I –Revista electrónica del grupo de arte de la asociación del personal de la OEA–. Marzo 2003. Lindorf, H. La expedición universitaria a la meseta Auyan-Tepui, abril 1956. Acta botánica venezolana 29 (1): 177-188: 2006. Medina Cuervo, G. “La avifauna del macizo de Chimantá”, en Chimantá, escudo de Guayana, Venezuela. Un ensayo tepuyano. Oscar Todtmann editores. Caracas, 1992. Ochoa, J., Gorzula, S. “Los mamíferos del macizo de Chimantá con algunos comentarios sobre las comunidades de las cumbres tepuyanas”, en Chimantá, escudo de Guayana, Venezuela. Un ensayo tepuyano. Oscar Todtmann editores. Caracas, 1992. Rangel, R., Gondelles, R., Banco de Venezuela. Venezuela, una joya para el mundo. Ecograph proyectos y ediciones. Caracas, 2002. Todtmann, Carsten. “Guayana: Hija de Gondwana”, en Venezuela, tierra del tepui. Oscar Todtmann Editores. Caracas, 1998. Vareschi, V. “Observaciones sobre la dinámica vegetal en el macizo del Chimantá”, en Chimantá, escudo de Guayana, Venezuela. Un ensayo tepuyano. Oscar Todtmann editores. Caracas, 1992. Weidmann, K. Venezuela, tierra del tepui. Oscar Todtmann editores. Caracas, 1998.
Henry González: Fotógrafo y escalador profesional, nace en la Caracas de 1964. Su primera incursión en una montaña data del año 1979, cuando participa en un campamento escuela de montaña del Ministerio de la Juventud, con un ascenso a la Sierra Nevada de Mérida; esta experiencia va a marcar definitivamente su dedicación por esta actividad. Más adelante, luego de haber escalado innumerables montañas, gana el sub-campeonato suramericano de escalada deportiva en Curitiba, Brasil. Poco a poco la fotografía se vuelve un reto que asume, al principio, de modo autodidacta. Con el paso del tiempo, perfecciona su desempeño de la mano de importantes fotógrafos internacionales como Julio Serrano, Héctor Méndez Caratinni y Aldo Brando; a partir de ese momento, la fotografía se va a convertir en su primera herramienta y timón de todas sus futuras experiencias con la naturaleza. Desde 1983, ha documentado mundialmente muchas locaciones, de Venezuela: andes, costas, desiertos y, con especial énfasis, la geografía del Macizo Guayanés; de Colombia: la Sierra Nevada del Cocuy y la sabana de Bogotá; de Bolivia: la Cordillera Real; de Panamá: la selva nublada de Chiriquí; de Brasil: la frondosa Amazónia; de
Guatemala: la rica biosfera Maya; de México: la Sierra Madre de Monterrey; de Estados Unidos: el Parque Nacional Yosemite y otras locaciones naturales de California; finalmente, Europa le ha brindado nuevas oportunidades de expresión en escenarios como Francia, Italia, Dinamarca, España y las Islas Canarias. González, que posee un archivo documentado con más de 12000 fotografías, ha participado en numerosas exposiciones internacionales en New York, Washington, Madrid, Barcelona, Sevilla, Lisboa, París, Nantes, Hannover, La Habana y la ciudad brasileña de Belén, donde ha obtenido importantes distinciones por su obra artística. Así mismo, ha participado en importantes publicaciones nacionales e internacionales como GEO, Altair y Todo en Domingo, entre otras. Dentro de su desempeño profesional, ha participado en importantes producciones audiovisuales nacionales e internacionales como la serie de televisión Expedición, de RCTV; Ushuaia de TF1-Francia; NHK y Asahi TV de Japón; y la Televisión Nacional de Chile. Su trabajo ha documentado los pabellones venezolanos en las ferias internacionales de Sevilla, Lisboa y Hannover. El presente libro es la primera recopilación fotográfica de su trabajo.
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AGRADECIMIENTOS A todos aquellos que hicieron posible esas expediciones de las cuales mi cámara fue testigo. A mis amigos “los tepuyeros”: André Van Campenhoud, †José Luís Pereyra, Iván Calderón, †Sebastián Villafañe, Pedro Moretti, Oliver Sevich, Alfredo Rangel, Hernando Arnal, Rómulo Pizzica, Luís “Lucho” Navarro e Igor Martínez; así como a los aventureros: Antonio Casado, Gustavo Matos, Jorge Navarro, Cristina Reyes, Alcira Fernández, Yoshiharu Sekino, Satoshi Hasegawa, Massimo Dotta, Alfredo Autiero, Edwin “Nene” Villasana, José Antonio Vásquez, Juan Carlos “El Chino” González, Gonzalo Ospina, Roberto “El Piton” Ariano, †Ángel “Chuti” Martínez y Fredy Villegas. A mis grandes amigos los pemones, los sherpas tepuyeros: a Olegario de Santa Marta; a Santos Abati, Ciro y Leonardo de Yunet; a Mario, Constantino, “El Gato” y al Capitán Florencio de Parei tepuy; a la familia Carvallo de Uruyén; a Félix y a Lizardo de Kamarata; a las mujeres y niños pemones que tanto me han apoyado. A quienes han sido parte del sueño de materializar este libro: a mi gran amigo Blas Pifano, quien empezó a digitalizar fotografías por cuenta propia; a Ricardo Gómez Pérez, por hacerme el puente; a Carlos Domínguez, †Raiza Gondelles y a Román Rangel. A los colegas: Julio Serrano, Ramón Lepage, Ricardo Barbato, Alfredo Allais, Rodrigo Benavides, Aldo Brando e Ian Flores. A los que creyeron en mi trabajo y que, de alguna u otra manera permitieron que este libro exista: Deborah y Miguel Guittard, Benjamín Villegas, †José Antonio Delgado, Eduardo Borberg y Frida Ayala; a Juan Carlos Márquez y Jaime Díaz, de Aerotuy. A Miguel Ángel Perera, por su calificado apoyo antropológico; a mi amiga y compañera de aventuras Dafne Gil; al pacienzudo John Moore y a su hija Manuela. Por sobre todas las cosas a mi amigo Victor Gill, quien, desinteresadamente, ha puesto todo para que este sueño de 15 años sea una realidad. A Criteria Editorial por su apoyo solidario.
CRÉDITOS Fotografía Henry González Curaduría Henry Gonzalez, John Moore Dirección de arte John Moore Coordinación editorial Manuela Moore Textos Sembrando Tepuyes, Miguel Ángel Perera Más allá del Orinoco, Dafne Gil Escalada Ventura, Dafne Gil Textos generales Manuela Moore Corrección de estilo Manuela Moore Infografía Dafne Gil, John Moore Tipografía Tepuy. Copyright © John Moore, 2006 Scala. Copyright © Martin Majoor, 1993
Digitalización Colornet Impresión Editorial Arte
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El registro fotográfico que presenta esta publicación está concebido para compartir la experiencia de andar a paso de explorador por el fabuloso mundo de la Gran Sabana, Guayana y sus mágicas montañas planas: los tepuyes. La ardua faena artística de Henry González nos introduce en el paisaje y nos lleva a experimentar la sensación de adentrarnos en él. Sus imágenes muestran monumentales y extensos parajes iluminados y encuadrados con tal maestría que nos parece respirar sabana, selva y tepuy a la vez. Como contraposición su lente captura mínimos detalles del mundo animal y vegetal, registrados con igual cuidado y capacidad expresiva. Este enfoque acucioso de la región también ha captado el espíritu de la gente que la transita: unos –pemones–, que, adaptados a los nuevos tiempos y reinterpretando su sabiduría ancestral, se acercan y redescubren la maravillosa geografía de los tepuyes; otros –exploradores, escaladores y montañistas–, que, asombrados ante las imponentes murallas, retan sus propias fuerzas para hacer cumbre. El lector hallará en este libro un tiempo para la aventura, un viaje por el Auyantepuy, Autana, Ptaritepuy, Kukenán, Roraima y otros asombrosos lugares; hojear esta obra es adentrarse en la perspectiva de su gente, es mirar desde el ojo de los caminantes y entregarse a experimentar lo extraordinario.