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Tierra Adentro © Cuentos y leyendas moravianas
Primera edición digital independiente jchsoto@gmail.com Derechos reservados conforme a Ley de Derechos de autor y Derechos conexos D. R. Prohibida la reproducción no autorizada por cualquier medio, mecánico o electrónico del contenido total o parcial de esta publicación. Hecho el depósito que dicta la ley. Tomo 22 de Obras Literarias. Folio 164. Asiento 9173.
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Tierra adentro 78– Salones de baile
Contenido
79– La plaza de los pinos
PARTE UNO: Un territorio en disputa
PARTE CUATRO: Añoranzas
6– Voy recorriendo caminos
83– Las fiestas patronales
7– La leyenda del guerrero
86– Los ramalazos del norte
14– El higuerón del indio
88- Los obispillos
15– Los fundos de Mata Redonda
91– La casa de Juanito
19– Trocha y surco
93– Un corazón sangrante
PARTE DOS: Pinceladas
96– Espíritus fogosos
27– El casorio
100– La laguna encantada
31– El vendedor de empanadas
104– El zorro pelón
35– Treinta y dos cruces
107– Un canasto y pocos pesos
40– La boca del infierno
109– El adiós.
43– La orquídea de oro
PARTE CINCO: Espantajos
48– Melina
113– Pablo y José
51– El Chamán
115– El jinete entre la niebla
55– Gangoche
119– La dama de negro
60– Beto Minas
121– El diablo de la Geisha
63– Tolito
123– Un llanto en la oscuridad
PARTE TRES: Viento Fresco
127– El crápula
70– El cine de nuestros abuelos
129– Glosario
72– Las viejas pulperías 74– Callejuelas y veredas 76– Retretas y recreos
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Un territorio en disputa
PRIMERA PARTE
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Voy recorriendo caminos Voy recorriendo caminos empedrados de recuerdos, transitando senderos perfumados de añoranzas. Voy recorriendo caminos con vivencias de antaño,
intentando conquistar nuevas atalayas.
Voy siguiendo las huellas de lejanas andanzas, motivado en la destreza legado de mis canas. Voy conquistando las cimas que mi fe reclama, por la fuerza del águila que mi espíritu avala.
Voy recorriendo pueblos, valles y montañas. ¡Borbollones de aire fresco! Cargados de esperanza. Intentando trocar recuerdos sumidos en nostalgia, por la realización de un sueño que me reclama el alma.
Voy buscando en agrietados rostros historias ya vividas. ¡Intento arrebatarle al tiempo lo que el tiempo olvida!
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La leyenda del guerrero de la luna Con el corazón queriendo reventar su pecho, el chamán, corrió tras los huesos del chumíjaro. Los arrojó trece veces. Sus ojos fuera de órbita confirmaron una antigua profecía: el nacimiento del último guerrero toyocpa y con él… El fin de su pueblo. Furiosas ventiscas rugían en la oscura fronda creando un espectáculo casi fantasmal. Yorustí, abatido, vagaba sin rumbo en su magnífico palenque, ¡estaba aterrado! Conocía el oráculo. Lleno de angustia, lloró su inmensa pena.
También gimió un niño. Aitao, su nombre. «Guerrero de la luna» así fue llamado por el consejo de ancianos. El muchacho creció fuerte, ágil y sabio igual al jaguar, el
venado y el búho. Destrezas que más adelante; usaría allí, donde se teñirían de rojo los valientes. Bajo la guía de expertos guerreros aprendió a distin-
guir las voces que arrastraba el viento, a leer las húmedas señales del monte, a danzar entre los rayos del sol que penetraban la cerrada selva de un hermoso valle;
que se abría, al oeste de las montañas de fuego y al sur del río de las aguas claras.
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Los años, lentamente, fueron sumando hasta dieci-
ocho. De complexión atlética y mayor estatura que los guerreros de las tierras bajas; gustaba, vestir taparrabo y chaleco confeccionados con fibras naturales de tule o
algodón. Una magnífica pluma de águila arpía caía sobre su hombro izquierdo. No todo era felicidad en esos ventosos parajes; con frecuencia, el altar de los sacrificios a los dioses Sol y Luna se teñía con la sangre de sus prisioneros. Aitao, ganó fama guerrera trabando brutales combates contra sus enconados enemigos los feroces quepoas; quienes, en sus frecuentes incursiones al Gran Valle intentaban robarse a las mozas de sus tribus amigas. El destino quiso que una primaveral mañana se encontrara cazando tepezcuintles en las boscosas laderas
del río de las aguas claras. ¡De pronto… Escuchó una melodiosa voz surgiendo de la floresta! Su curiosidad lo llevó a abrirse paso entre el follaje…, ¡inmensa fue su
sorpresa!, erguida sobre un peñasco, cantaba la india más bella por él jamás conocida. ¡Parecía una diosa! Su cabello largo azabache danzaba con el viento. En la
mano izquierda sostenía un bolso repleto de maíz. Su derecha, lanzaba puñados a favor del céfiro, diario rito a la creadora de la fertilidad.
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Bandadas de palomas silvestres realizaban círculos, gor-
jeos y piruetas a su alrededor intentando atrapar tan generosa ofrenda. Traya, la llamaron los dioses del bosque. Había nacido un mes de marzo, hacía ya quince primave-
ras. Aitao, recorrió los últimos metros que los separaban. Ligaron miradas, el amor brotó al instante. ¡Ya ni la muerte los separaría! Corría el año 1563, el ibux Yorustí, señor de Toyopán, confiaba en la promesa que le había hecho el gobernador Juan Vázquez de Coronado; de prohibir, el saqueo en las tribus de su reino. No contaban con el malvado pizuicas quien les haría una mala jugada.
Tres años más tarde, la nave en la que viajaba el Conquistador naufragó en la barra del Guadalquivir frente a las costas de Sanlúcar de Barrameda. El mar se llevó sus títu-
los, le arrancó la vida. El fin se hallaba cerca. Llegó en 1568 en manos del anciano -Pero Afán de Rivera y Gómez-. Noble español, hermano del Duque de Alcalá.
Varios meses después: —En este territorio muere mucha de nuestra gente. Las batallas, alimañas, el hambre y las enfermedades nos están aniquilando —dijo el capitán Cristóbal de Alfaro.
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—No hay suficiente oro, no tenemos haciendas y si las
tuviésemos, ¿cómo cultivarlas? —cuestionó, el igualmente capitán López de Ortega. Los peninsulares necesitaban urgentemente terrenos y mano de obra natural barata; no obstante, las Leyes Nuevas de Indias de 1542, regulaban el tratamiento indígena prohibiendo su opresión. Los barbudos invasores no cederían en su empeño, ambicionaban títulos y riquezas que hasta ese momento les habían sido negadas. La presión aumentaba, se había vuelto insoportable. Escaso tiempo pasó para que la desesperada hueste,
azuzada por los catequizadores cayera sobre sus aliados. Coquirre, el sukia, llamó a Aitao—: está escrito. —
sentenció el hechicero con voz entrecortada —Durante dos días con sus noches lucharás al mando de tu gente. —Al caer el oscuro manto del tercer día viajarás a la tierra de los espíritus. Tu sacrificio concederá ventaja a los más débiles. Ellos, buscarán refugio en los montes del Zurquí. El elegido escuchó en profundo silencio. Sintió el frío corte de una daga calando su pecho. Buscó a su amada.
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La encontró sentada al pie de un viejo sauce, le confe-
só su pena. —Luz de mis ojos… Mi espíritu sufre. —dijo, le contó sobre el oráculo. —Sucumbir en batalla, defendiendo a mi pueblo, es un honor que me confieren los dioses; saber que no te volveré a mirar destroza mi alma.
Traya, al escuchar tan sentidas palabras, creyó morir… Rabia y llanto la invadieron. ¡Clamó a sus deidades! —: nuestro amor no acaba en este mundo. ¡Vivirá eterna-
mente!, su lamento retumbó en la espesura. El despojo no cesaba. Los tambores con su llamado a la rebelión tampoco. La madre tierra se estremecía con los
cantos guerreros de sus amados hijos: sobrecogedora mezcla de gritos, amenazas, flautas y ocarinas. Cantidad de pintarrajeados cuerpos luciendo largas y negras cabelleras adornadas con plumas de guacamaya y tucán desaparecieron en el claroscuro de la selva eterna. Aitao, exhibiendo un llamativo penacho encabezaba al bravo grupo. Las biritecas, entre ellas Traya, cargaban piedras y flechas. Seguían los intrincados caminos del indio igual que puma tras de su presa. De repente, ¡callaron los congos! Alarido y pitos rajando el aire. Macanas de piedra partiendo yelmos, hundiendo cabezas.
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Barbudos atravesados por lanzas de pejibaye de veinte
palmos yacían anclados al suelo con sus ojos en blanco mirando a la nada. Los peninsulares, sobrevivientes, salían del embrollo. ¡A por ellos, por San Jorge!, gritaban al rechazar la furiosa embestida. Caballos bufando cubiertos de espuma, hocicos y pechos se enredaban en feroz combate. Tronaban palos de fuego matando ilusiones quemando esperanzas, un penetrante olor a pólvora invadía el espacio.
Horas después, enardecidos toyopcas danzaban alrededor de enormes fogatas; corría la chicha, aumentaban los cantos. Los hispanos velaban sus armas largan-
do maldiciones; unos pocos, temiendo por sus almas, elevaban plegarias al cielo. Al despuntar el alba del segundo día, varias oleadas
indígenas iniciaban violenta ofensiva: pavor, gritos… Lamentos por doquier. ¡Brutal carnicería! La situación se tornaba difícil para los huetares. Los yelmos ganaban terreno a los penachos de plumas. Las lanzas de acero a las de pejibaye. La ballesta a la cerbatana. Las cotas de malla a las de algodón. Ocurrió con la tercera caída del astro rey. Esa noche, una enorme luna filtró sus plateados rayos entre la ar-
boleda, ¡emboscada! El primero en caer fue Aitao. 12
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Traya, al verlo herido trataba de protegerlo. Una segun-
da saeta cortó el aire… Unió dos corazones, dos almas, dos destinos. Nubes de palomas ocultaron los cuerpos con sus plumas. Mientras tanto, ancianos, mujeres y niños se guarecían en las montañas del Zurquí. Tiempo después, en el trágico sitio surgió un higuerón. Nacientes bejucos cambiando a raíces crecieron abrazadas al tronco... Unión de amantes.
Cuenta la leyenda que las almas de los enamorados, moradores de la vieja higuera, bajan a bañarse al río de las aguas claras durante las noches de luna llena.
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El higuerón del indio Se plantó en fértil suelo, en lo alto de una colina. Tiempo después brotó vida en sus ramas… Nacieron los higos. Su tupido follaje proporcionó descanso al caminante, alimento a las aves, cobijo a los animales, encanto al paisaje. Bajo su sombra gozó el conquistador convertido en co-
lono satisfecho con la belleza de sus dominios, lloró el indio de mirada triste y cabeza baja camino a su degradante reducción. Nació el mestizo, llegó el castizo.
Noble higuerón. Fiel centinela del río de las aguas claras. Testigo en tiempo de grandes cambios: surgieron toscos caminos, molinos de piedra, casonas de adobe, humo
en las chimeneas. El jaguar escondido en los breñales. Una raza de titanes llegados de la Villa Vieja se abrió paso por las cerradas montañas del norte, ellos, araron las vegas hincando simientes. El monte con descanso de siglos respondió generoso. Brotó tabaco, luego café. Las estaciones siguieron su avance. Los años también.
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Los fundos de Mata Redonda Una caravana de cabizbajos tamemes (cargadores) avanzaba ligero y en silencio. Cristóbal, en medio de ellos, conjeturaba: «necesito conseguir tierras para cultivo y pasto». Gotas de sudor humedecieron su cuerpo. Se sacó el sombrero, abanicó su cara. Seguidamente, apuró un sorbo de agua. Luego otro trago y varios más. ¡Qué calor! No terminaba de decir. —¿Falta mucho?, —exclamó.
—Pocas jornadas, don Cristóbal—contestó el guía. El joven emigrante vestía un ajustado pantalón hasta sus rodillas, altas botas de cuero protegiendo sus piernas, ca-
misa bordada de manga larga y cuello alto con encajes, ancho cinturón de seda. ¡Se estaba ahogando! Meses atrás, en Antigua Guatemala. Sus amigos le habían dicho: —El Valle del Guarco es muy hermoso. —No lo pienses
mucho…, visítalo.
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Siguieron tierra adentro, rumbo a Cartago. Eran tiempos
del gobernador calavera Fernando de la Cueva y Escobedo; muy conocido, por sus desmanes, lances y amoríos. Finalmente, luego de varias jornadas cruzando peligrosos ríos y cerradas montañas; ráfagas de viento frío mimaron su cuerpo. Se disponían a iniciar el descenso del Ochomogo. El valle dormía entre sábanas de brumas, ¡es el paraíso!, gritaba apurando el paso. Los porteadores corrieron tras él. Aisladas granjas culti-
vadas de trigo, frutales y legumbres se perdían en las cercanías del largo sendero. Caballos y mulas pastaban en improvisadas empalizadas; se notaba, el esfuerzo coloni-
zador realizado casi dos decenios atrás por don Diego de Artieda Chirino. Avanzó lento, no quería perderse detalle. Ranchos y pe-
queñas casas de madera con techos de paja surgían a los lados del polvoriento camino. Indios y mestizos lo miraban curiosos; el Irazú también, medio oculto entre un en-
redo de nubes. Por fin entraron a la colonial ciudad. Unos pocos cuadrantes mostraban construcciones de adobe y bahareque con techos de teja y paja, tapias de calicanto, amplios solares y sus caballerizas. Alrededor de la Plaza Real: el cabildo y la residencia del gobernador. 16
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En sus alrededores, las casas de los conquistadores y sus
familias. Al naciente, la parroquia del patrono Santiago en la que dos monjes vistiendo zurcidos hábitos se entretenían desyerbando un pequeño huerto. Elegantes damas
luciendo hermosas sombrillas eran asistidas por atentas nanas y esclavos negros entre un ir y venir de soldados, mercaderes e indios de servicio… Era día de mercado. Días después Cristóbal de Chaves presentó sus respetos al gobernador. Su apellido de antiguo linaje portugués, amén de su personalidad, lo favorecieron. Al poco tiempo ocupó los cargos más altos de la milicia española en Cartago: capitán y luego sargento mayor. En 1597, con veintiocho años era el nuevo alcalde ordinario de la provincia. Posición que repetiría en 1599 y 1612. Las invitaciones no tardarían en llegar. En una de ellas
conoció a María… En breve tiempo su esposa. Ella era hija del capitán Cristóbal de Alfaro, compañero de armas de Perafán. Su ventajoso matrimonio le permitió formar una
de las familias más importantes y opulentas de la época; convirtiéndolo, en el primer concesionario de los fundos de Mata Redonda. Extenso territorio que abarcaba desde
la ribera norte del río Torres hasta la orilla sur del Virilla. Las tierras por las que luchó el Guerrero de la Luna.
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Las mismas que siglos después se conocerían con el
nombre de El Valle del Murciélago. Hábil comerciante, montó un negocio de importación y exportación con Panamá, utilizando para tal fin, sus fragatas Nuestra Señora de la Candelaria y del Rosario. Fue, además, regidor de la ciudad de Cartago y comendero de dos estancias: una en Mata Redonda y otra en Pacaca. Años más tarde, un anciano Cristóbal rodeado de sus ocho hijos y nietos sonreía satisfecho. Muy temprano, ha-
bía logrado fortuna y relevancia social. Su familia enlazó con las principales casas de la provincia, entre ellas, las de Francisco Ramiro Corajo y Juan López de Ortega, caballe-
ros hidalgos de la hueste de Perafán. Lejos estaba de pensar que, siglos después, sus descendientes enfrentarían grandes disputas por las tierras del Fundo con labradores
llegados de la Villa Vieja.
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Trocha y surco Oscuros nubarrones se acumularon sobre las montañas al noreste de la Villa Vieja. El invierno recién comenzaba. De pronto, el cielo se partió. El Virilla convertido en un
mar de barro amenazaba los sembradíos de Bruno Vargas y Andrés Varela; quienes, cubiertos de lodo se esforzaban por salvar sus cultivos. La lluvia convertida en tormenta
no les dio tregua. Años atrás, junto a Blas Salazar y otros colonos se habían apropiado de fértiles campos en las vegas y llanos del famoso río. —Nosotros necesitábamos sacar adelante a nuestras familias—decían, intentando justificar su acción. Los agricultores, personas de temples indomables, estaban molestos y preocupados, debido, a las denuncias de desalojo interpuestas por Cristóbal Tenorio y Juan Umaña,
supuestos herederos de esos dominios. —Reclamo injusto. —afirmaba Andrés Varela. Nuestras familias llegaron a estas tierras cuando solo eran breñales
y refugio de coyotes. —¡Qué Bonito!, ahora nos vienen con amenazas. Dijo Bruno, bastante molesto. 19
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—¡Escúchenme! ¡De aquí nadie ni nada nos va a co-
rrer! Manifestó con evidente disgusto don Blas Salazar, líder del grupo; quién en esos días andaba echando chispas por tremenda bronca que había tenido con familiares
de Juan Umaña. Mientras tanto, en el bando contrario, don Cristóbal Tenorio acompañado de algunos parientes, se aprestaba a conversar con el honorable Juez de Tierras. —El problema es que ustedes señores no cuentan con la certificación de los derechos de concesión—. Les señaló el juez. ¡Sin ellos no puedo proceder al desalojo de los supuestos usurpadores! —En un principio—. Cuando los labradores invadieron
nuestros terrenos, por consideración a sus familias les permitimos ocupar algunas parcelas. Eso sí, fuimos muy claros en advertirles que no corrieran las cercas. Aclaró
Umaña. —Pero, señor Juez, ¡han hecho caso omiso a nuestras advertencias, cada vez acaparan más espacio! Esta situa-
ción ya se está convirtiendo en un problema fuera de control. —afirmó Tenorio. —Esa gente tiene muchos años de estar trabajando las fincas. Va a ser muy difícil sacarlos—replicó en tono conciliador el magistrado.
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—Créanme, comprendo sus enojos—. Pero mientras no
aparezca ese documento; me va a ser muy complicado tomar una decisión sobre el caso. —Ese antiguo manuscrito que usted nos solicita, desgraciadamente, con el paso del tiempo se extravió y, aunque lo hemos buscado por todos los rincones, nunca apareció. Lo que ha permitido a esos ladinos apoderarse de lo que no les pertenece— Intervino Juan Umaña. Los supuestos herederos de esas tierras, bisnietos y tataranietos de don Cristóbal de Chaves y los agricultores invasores no lograban ponerse de acuerdo sobre los derechos de los terrenos en disputa. Fueron muchos años de
sacrificio botando montaña, arando y sembrando en medio de un ambiente hostil cargado de altercados y denuncias de desalojo.
Un buen día. Bruno Vargas y Andrés Varela, se unieron en efusivo abrazo. ¡Estaban que no cabían de contentos! La alegría se fugó por sus ojos... Corrieron las lágrimas.
Las tierras realengas, finalmente, se asignaron a favor del común de los ladinos. Corría el año de 1765. —¡Gracias Dios bendito!, exclamó Bruno embargado por la felicidad. Con las concesiones en mano podemos seguir trabajando en paz. Una amplia sonrisa iluminó su curtido rostro. 21
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El humo de las chimeneas hizo su tímida aparición en-
tre las quebradas Barreal y Chiquita. Cultivos de frijoles, maíz, trigo, caña de azúcar, legumbres y frutales cubrieron los nuevos campos. Los tabacales comenzaron a flo-
recer cerca del río de las aguas claras en la zona más alejada del Murciélago. Vientos nuevos recorrieron viejos caminos. Filas de carretas repletas de ilusiones con su lento crujir, como si intentaran arrancarle gemidos al tiempo, se dirigieron hacia las promisorias tierras. Llegaron ahogadas en polvo o hundidas en barro; según la época de arribo y el caserío comenzó a crecer. Los pocos y esforzados vecinos se decidieron a construir un molino. —Patricio—. Acaba de llegarle un comunicado del Ayuntamiento de San José. Le dijo su esposa Bruna Mori-
llo—. Pareciera ser urgente. Patricio Blanco Huertas, quien en ese entonces ocupaba el cargo de Juez Pedáneo, enlace entre este villorrio y el Gobierno central, leyó el
mensaje. —Me están convocando, el próximo 17 de enero, a una reunión, junto a los otros cinco jueces de la zona. — comentó Bruno. Como resultado de esa junta, el lugar comenzó a usar, oficialmente, el nombre de El Molino del Murciélago. Iniciaba el año 1828. 22
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Dos años antes, doña Ramoncita Alvarado Fernández,
esposa de don Ignacio Huertas, dama emprendedora de grandes virtudes morales, devota de San Vicente de Ferrer, sonreía satisfecha. Había logrado en un encuentro de veci-
nos, realizado en la casa de don Félix Blanco, el acuerdo que permitiría a su comunidad identificarse con el santo de su devoción. En el Padrón de Composición de Caminos,
de 1832, queda registrado el nuevo nombre. San Vicente del Murciélago. Durante los primeros decenios del siglo diecinueve, en la región, aparecen las escuelas de primeras
letras, oratorio, panteón, rastro y telar. Años después... La ermita. El primero de agosto de 1914. Durante la administración de don Alfredo González Flores, se crea el cantón de Moravia. Su nombre: en honor al benemérito de la Patria don Juan Rafael Mora Porras. Otorgándosele, a la vez, el título de Villa a San Vicente.
A principios del siglo veinte, el paisaje y las costumbres en la otrora llamada Campiña Nueva presentaba su más drástica trasformación. Una enorme mancha verde comienza a sitiar al poblado. El agua en sus quebradas se impregnaba del acre olor de los desechos del café. La tragedia llegó para muchas familias quienes perdieron sus terrenos ante las grandes beneficiadoras del grano de oro. Con razón o sin ella, cedieron las tierras por las que tanto había luchado sus tatarabuelos. 23
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Pinceladas
SEGUNDA PARTE
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Anita Umaña Fernández y Graciliano Soto González
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El casorio Verano de 1842. Viento Fresco, un pueblito gentil sumi-
do en la modorra del tiempo. Hermosa pintura enmarcada en un portal de casas blancas. Nació de la trocha, del esfuerzo campesino, del canto mañanero de los jilgueros,
del perfume de las flores y los aromas a trapiche. Al despuntar la mañana, el bullicio en los patios anunciaba el comienzo de la diaria faena. Las mujeres jóvenes a acarrear agua y ordeñar las vacas en la galera. Las mayores, a palmear tortillas y encender el fogón. Los hombres al campo, a preparar los terrenos para la siembra o recoger la cosecha, según la época del año. En los trapiches, la chiquillada tras la cajeta y el sobao; en sus quebradas de cristalinas y frescas aguas a chapotear un buen rato, cachar jocotes, cases, anonas y luego… Echar a correr. Al norte, en la vaguada, rugía el Virilla y, en sus linderos, los tabacales cedían paso a los nacientes cafetales. Los matrimonios en el vallecito se llevaban a cabo antes de la llegada del invierno; pues en esa época, el acceso al centro de la pequeña villa, caseríos y fincas cercanas se tornaba casi imposible, debido, a la crecida de las acequias y barriales que inundaban sus angostas callejuelas. 27
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El casorio de Dominguillo y Baltasara se veía venir dado
el correo de ojitos que existía desde tiempo atrás entre los enamorados. Él, buen mozo, veintitrés años. Muy respondón para el jornal y honrado a carta cabal. Ella, dieciséis.
Educada con los mejores valores cristianos, morales y familiares. Un mes antes del tan esperado evento, el padrecito Ceci-
lio, muy respetado y querido en el Valle del Murciélago, había mandado por los novios. Lo hicieron acompañados de sus padrinos, quienes dieron fe -que este enlace- no
reñía con las leyes canónicas. ¡Y comenzaron las amonestaciones! La noticia pronto viajó por trillos y veredas. Jinetes y bo-
yeros llevaron la buena nueva desde Chile é perro hasta la fría región del Chocó (San Jerónimo). Dominguillo apenas pudo conciliar su sueño. Muy tem-
prano sé catrineó; sin olvidar, el clavel en la solapa de su traje oscuro y los botines negros de media caña. La humilde ermita resplandecía con sus mejores galas, por sus ventanas se filtraban las primeras luces. En su interior, cantidad de flores y velas encendidas daban un toque romántico al lugar. Baltasara, visiblemente emocionada, se aprestaba a recibir la bendición de sus padres. Lucía vestido blanco, medias, zapatillas, corona y velo del mismo color. ¡Parecía un ángel escapado del cielo!
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El tronar de bombetas anunciaban que el casorio se ha-
bía realizado. Los abrazos y recomendaciones a los contrayentes se llevaron a cabo en casa de los padres de la novia. Vieja construcción de bahareque de amplios corre-
dores; sala amueblada con poltronas forradas de cuero; luego, el comedor: mesa cubierta con un llamativo mantel y jarrón al centro repleto de flores silvestres. A su alrede-
dor, seis sillas de respaldar alto. Al fondo la cocina, con vistas al patio y la galera. Los cuartos mostraban en sus encaladas paredes: crucifi-
jos, palma bendita e infinidad de imágenes de santos. ¡Qué también estaban convidados! Un grupo de vecinos informaban sobre las pocas noticias
recién llegadas desde la cercana capital, comentaban que don Braulio Carrillo andaba en apuros. El cuentero del pueblo entretenía a los niños con historias que azorados escuchaban. En la cocina, unas vecinas animaban a las consuegras—: hoy, cada una de ustedes... Con la bendición del Santísimo, están ganando un hijo. —afirmaban mientras saboreaban una sabrosa torta de arroz. En improvisadas mesas, adornadas con blancos manteles y arreglos florales se sirvió el almuerzo: un novillo, dos chanchos y 20 gallinas pasaron a mejor vida entre risas, chismes, cuentos y ponchecitos. Horas después... 29
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Un manto multicolor de poéticos celajes hizo su presentación por el oeste. Entonces, el vallecito se engalanó hasta el éxtasis con su maravilloso atardecer.
Los pocos convidados que todavía quedaban iniciaron el regreso a sus casas y la vida en el villorrio siguió en medio de rezos, guarias, el canto de los jilgueros y los
aromas a trapiche.
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El vendedor de empanadas Nuestra historia inicia en un alejado caserío llamado El Guayabal de San Vicente del Murciélago. Doña Lorenza, amorosa y esforzada madre se levantó muy temprano...
Siempre lo hacía. Necesitaba preparar las empanadas que luego vendería por las calles del pueblo su pequeño Juan Rafael. El niño lloró, por primera vez, acompañado por el
canto de los gallos durante la madrugada del ocho de mayo de 1839. Un defecto de nacimiento en su oreja izquierda hizo que sus amigos de juegos infantiles lo apodaran Zonto. Al cumplir quince años, el joven se aventuraba hasta la plaza de La Artillería a ofrecer sus productos. Mientras esto hacía, escuchaba a las bandas militares interpretar las marchas marciales que estaban de moda. Para ese entonces, había adquirido gran destreza silbando algunos fragmentos musicales. Era su manera de atraer clientes decía entre risas. En una ocasión —1854 — la que cambiaría su vida, lo es-
cuchó don Manuel María Gutiérrez, director de la Banda militar de San José y autor de la música del Himno Nacional y le dijo—: ¡Oye, muchacho! —¿Quién te enseñó a silbar
esas marchas? 31
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—Nadie—siempre me han gustado
—¿Y en qué lugar las has escuchado? —Durante las retretas y desfiles—allí, es donde vendo más, sonrió —¿Tocas algún instrumento? —No señor, ninguno
—¿Te gustaría ingresar al cuerpo de cornetillas? —¡Claro! —Contestó ilusionado
—Bien, buscame, el próximo miércoles a eso de las diez de la mañana en el cuartel principal. Esa noche, el joven no pudo conciliar su sueño. El día acordado Rafael llegó a la
cita con el maestro. No más enrolarse inició su instrucción musical con la guía de don Manuel y de don José María Martínez, en ese entonces, director general de las bandas
militares del país. Veinticuatro meses después corrían vientos de guerra. Bajo un fuerte redoble de tambores, actuando como cornetilla, el mozalbete a quien apodaban Zonto, avanzó a paso militar envuelto en un insoportable calor. Su valor y disciplina durante los combates de la Campaña Nacional le valió la admiración del batallón y el reconocimiento de sus superiores.
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En 1868, con apenas veintinueve años, el joven músico, lleno de elogios, es nombrado director de la Banda de Cartago. De inmediato, se ocupó de elevar el nivel profesional de los músicos de la provincia. Para tan noble fin fundó la Sociedad filarmónica Orfeo, logrando en poco tiempo extraordinarios avances. Memorables fueron sus conciertos, retretas y misas de tro-
pa. Su carrera oficial también fue en ascenso: en 1869, obtuvo el grado de subteniente y finalmente coronel en 1886. Con la llegada al poder de don Tomás Guardia en 1872 Juan Rafael es trasladado a dirigir las bandas de San José y la Artillería. Diez años más tarde, puso su alma lacerada en cada compás de la que sería su obra maestra: las solemnes notas del himno a la tristeza. Durante el cortejo fúnebre de quien fuera su amigo entra-
ñable —el general Guardia — los conjuntos militares que acompañaron los restos mortales de tan ilustre personaje interpretaron, por primera vez, el Duelo de la Patria.
El coronel y director general de bandas de Costa Rica Rafael “Zonto” Chaves Torres, falleció el once de mayo de 1907, dejando como rico legado musical: valses, pasodobles
y marchas militares. Además, cuatro libros sobre elementos generales de la música.
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Los tristes acordes de su famoso Duelo de la Patria acompañaron los restos mortales del rey Alfonso X11 de España; del presidente de Francia François Carnot y de la reina Victoria de Inglaterra y, los escuchamos con profundo respeto, durante las solemnes procesiones del Viernes Santo. Doña Lorenza se levantó muy temprano. ¡De hecho, todos
los días lo hacía! Tenía que preparar las empanadas que luego vendería por las calles su pequeño Juan Rafael quien, mientras trabajaba, silbaba magistralmente las marchas
marciales de la época.
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Treinta y dos cruces Besó las mejillas del valiente mozalbete y, tras prolongado abrazo, su afligida madre le dijo—: ¡cuídese mucho! ¡Dios me lo bendiga!, enseguida, su mano temblorosa dibujó la señal de la cruz en la frente del niño soldado. Meses atrás: —No lo pensés mucho Leo. Solo tenemos que presentarnos en el cuartel cada muerte de obispo —aseguró Nacho —¿Y si nos llaman a servicio? —¿Cómo se te ocurre semejante tontería? Ignacio, cuatro años de edad mayor que Leo. Vecino de la Quebrada Chiquita, cerca del desaguadero de la Laguna; siempre fue considerado por sus conocidos como un sujeto muy audaz. Días antes: —¿Es mejor que no vayas?, imploraba llorando Mercedes, su novia. —No le hagas caso a Nacho... Siempre ha sido un
loco. ¡Cómo si no lo conocieras!
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Leo, en pensativo silencio acariciaba el hermoso cabello de la muchacha. —Tengo que ir, ya no puedo echarme atrás. He empeñado mi palabra, lamentó. Todo comenzó el cuatro de marzo de 1856. Un ejército
profesional comandado por el presidente y general Juan Rafael Mora Porras, reforzado con grupos milicianos del Valle Central, algunos con chonete y descalzos; entre ellos, sesen-
ta valientes vicentinos, iniciaron un pulso contra el destino. Ocho días después, bajo fuerte y acompasado redoble de tambores, botas y caites marcando el paso, sonar de trompetas, relinchos de agitadas bestias y voces de mando gritándole al viento, arribaron los batallones a Liberia en medio de inmensa polvareda. Al siguiente día, muy temprano, los oficiales impartían entrenamiento militar: izquierda, derecha, alto, descansen,
carguen, disparen, recarguen. ¡Monten bayonetas! William Walker, enterado del movimiento de las tropas costarricenses despachó un batallón de trescientos rifleros a
cortarles paso. La noche del diecinueve de marzo el escuadrón alcanzó la Hacienda Santa Rosa, se encontraban a treinta y cinco kilómetros de Liberia. Enseguida, se parape-
taron tras los altos corrales de piedra de una vieja casona. Ignacio, pecho en tierra, esperaba las órdenes del coronel Salazar para avanzar sobre el enemigo. 36
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—¿Cómo te sentís Leo?
—Bien Nacho. — Nervioso, ¡pero dispuesto! —Ningún movimiento hasta tanto no escuches la señal de avanzar—. ¡Está claro! —¡Clarísimo! —Contestó el joven... Siguió rezando —Bien, cuando den la orden—. ¡No te me despegues!
—Entendido—. Asintió el muchacho. La angustiosa espera finalizó. La corneta del Zonto tocó a degüello. Nacho, como un relámpago se puso de pie. Leo corrió tras él con la adrenalina al tope, el enemigo aguantó. Los rifleros de Schlesinger abrieron fuego sobre la primera línea de atacantes a escasos dieciocho metros de los corrales. Cuerpos cayendo... La patria herida lloró a sus primeros héroes.
Los filibusteros intentaron recargar sus armas; los costarricenses no les dieron tiempo. A bayoneta calada la tropa, espada y revólver los oficiales; arremetieron contra los sor-
prendidos invasores causándoles grandes bajas. Desbandada, pánico, aniquilación... Primer aviso. Los amigos, ensangrentados, se fundieron en fuerte abra-
zo. Se les unieron el joven corneta a quien apodaban Zonto, el maestro Lolo y Jacinto el hojalatero. —Gracias a Dios, estamos vivos—dijo Jacinto 37
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— No todos tuvimos esa suerte—. El mayor Quirós no logró llegar a los corrales —confirmó Nacho —¡Qué tirada!—Agregó el maestro. —Dios lo tenga a su lado. Al siguiente día varios batallones con la moral hasta el tope marcharon al país de los lagos. El general José María Cañas, con dos mil soldados, inició organizado avance a su nuevo e histórico destino: los campos de batalla en Rivas Nicaragua. Ocuparon la ciudad el ocho de abril; tres días más tarde, su sangre salpicaría las calientes tierras pinoleras. ¡Regresaban los héroes! Días más tarde, el cólera, atacó sin misericordia los peque-
ños poblados de San Vicente y su vecino San Isidro. Llegó con las primeras aguas de mayo. Nadie sabía qué era y cómo se curaba. ¡Castigo de Dios!, era el clamor popular. Lu-
to, orfandad, desesperación y llanto. La parca, insatisfecha, pronto se llevaría a doscientas almas de la zona. Entre ellas las de 35 niños y la del viejo alcalde Santos Umaña.
Una maltrecha cruz a la vera de un polvoriento camino marcó el último domicilio de Leo. Nacho lo lloró hasta más no poder. Durante toda su vida cargó en su conciencia; el
haber sido él, quien engatusó a su joven amigo para que se uniera al grupo de milicianos.
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Los angustiados vicentinos llenaron la calle principal del pequeño pueblo para observar, con el corazón palpitante, el arribo de sus héroes. La madre de Leo y, la pálida joven a su lado... Prorrumpieron en llanto. El muchacho, ese día, cumpliría dieciséis años. Treinta y dos cruces quedaron perdidas en las calientes tierras de la pampa y más allá. Nacho y otros 28 héroes vicen-
tinos retornaron a sus caseríos terminada la Campaña Nacional y la vida siguió su lento transitar en aquel lejano pueblito al sur del Virilla.
Foto: Revista Pandemonium. 10 de febrero de 1914.
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La boca del infierno Tres líneas reforzadas con cuadrículas rellenas de piedras parecían brotar de la húmeda tierra. Algunos tramos se perdían en
medio de un colosal bosque de galería, verde techo de quebradas y caudalosos ríos. Por el largo y tortuoso camino avanzaban crujiendo las carretas. Los hábiles boyeros centraban su atención en la agreste vía. Trasportaban en sacos de yute, la esperanza por tiem-
pos mejores. Ese día muy temprano, luego de la parada obligatoria para revisar los cascos al ganado; la caravana, en lenta marcha, partió de la herrería de San Vicente con destino a la aduana de Carrillo. Horas después Rafael Matamoros intentaba tranquilizar a
sus asustados bueyes. Las bestias, con sus ojos fuera de órbita, patas hundidas entre piedra y barro, luchaban por no terminar en el fondo de un profundo barranco. En el aire, coros de extraños sonidos: las voces del monte.
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Acababan de dejar atrás la enorme estructura del puente 27 de abril. En ese momento, la columna bajo tenaz llovizna avanzaba por el sector más peligroso de la angosta vía, una pavorosa caída de doscientos metros se abría a su izquierda.
—¡Dios mío, ayúdame!, aclamaba Rafael…, ¡la boca del infierno! Solitarias cruces daban fe de lo peligroso que era ese tramo. Corrían rumores, entre boyeros, sobre extraños eventos ocurriendo en ese sitio: figuras fantasmales y luces de muerto vigilando tesoros escondidos. Rafael, en más de una ocasión enfrentó enormes retos, se jugó la vida en cada recodo del camino. ¡Era un hombre de
pies a cabeza! Había llegado a la zona buscando nuevos y mejores horizontes, pronto, hizo amistad con un anciano religioso con quien se la pasaba jugando al tablero y contan-
do sus aventuras. De espíritu alegre; con frecuencia, entre bromas y rizas decía a sus amigos: «mi esfuerzo hizo posible llevar el grano de oro hasta los cafetines de Europa». ¡El
muy rajón! El fraile, durante mucho tiempo anduvo evangelizando indios por los cerrados montes de Talamanca. En su agrietado
rostro se marcaba el paso de los años. Viejo y cansado encontró retiro en el pintoresco caserío, persiguiendo dar descanso a sus adoloridos huesos— decía, entre risas.
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El lento traqueteo de las carretas hiriรณ el silencio de la eterna selva. Rafael suspirรณ tranquilo. Acababa de superar la Boca del Infierno.
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La orquídea de oro. 1887 Pepillo Chonta y Tulio Chorcha se levantaron temprano aquel frío y ventoso domingo. Años atrás, sus familias se habían instalado cerca del camino a Carrillo aprovechando el
avance colonizador en la zona. Desde niños, su afición por las aves de canto los había convertido en expertos pajareros. Chonta estaba feliz tras la adquisición de un hermoso jilguero cantor y fajador. Chorcha, era reconocido por su destreza en la selección del sitio y montaje de las jaulas, así como por preparar un mágico elixir. ¡Para espantar el frío! —decía entre rizas. Había llegado la hora de poner a prueba al animal; emo-
cionados, emprendieron el tan esperado viaje superando la larga caravana de torpes carretas que avanzaba trasportando café a la zona atlántica. El frío arreciaba. Ráfagas de viento helado del norte levantaban remolinos de hojarasca calando sus huesos. Conocían la medicina: par de mechazos y problema resuelto. Después de mucho caminar, observados por manadas de monos cariblancos; llegaron a un vallecillo escondido en medio de la enorme fronda. 43
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Tulio, escogió el sitio: un riachuelo de frías y trasparentes aguas sombreadas por altas varas de bambú. Inmediatamente se dieron a la tarea de colocar las trampas. El bello animal cantaba increíble. Su amenazante pico recto y puntiagudo, anaranjado intenso, lo hacía alardear. Los dinámicos movimientos de sus alas retaban al combate. De los altos bambúes empezaron a aparecer otros jilgueros
dispuestos a defender el territorio. ¡Y se inició la lucha!, los bellos plumajes en el fragor de la contienda comenzaron a desprenderse y en algunos lances se tiñeron de rojo. Las trampas se activaron. Los cantores del bosque, desesperados, sufrían el flagelo del cautiverio. Los amigos no cabían de contentos: tres hermosos pájaros estrenaban encierro. Se sentaron sobre las piedras del arroyo a comerse un gallito y beber su famosa agua de tamarindo. ¡De repente, las
voces del monte callaron! Una espesa niebla terminó por cubrir el espacio. Intercambiaron nerviosas miradas. Pasar la noche en medio del gélido soto…, ¡era meterse en la boca
del infierno! De un momento a otro, la tierra comenzó a sacudirse como si manadas de saínos en carrera abierta se dirigieran hacia ellos.
Lentamente volvió la calma y el temor se tornó en sorpresa. A pocos metros, un ermitaño los miraba fijamente. Parecía salido de un viejo libro de cuentos.
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Alto, curtido, piel morena quemada por el viento, pelo y barba blanca abundante. Su morral, chaqueta y botas eran de cuero de venado. Pasaron segundos de incómodo silencio. Por fin… Una voz cavernosa retumbó en medio de la espesura—: mi nombre es Shiba. Guardián del Templo de la Orquídea de Oro. —¿Por qué han atrapado a las aves cantoras?
—Nosotros las cuidamos, alimentamos y protegemos— dijo Pepillo con cara de asustado —¿Y son ellas felices? —preguntó el eremita —¡Seguro! Por eso cantan contestó Tulio con voz salpicada de evidente nerviosismo. La mirada que le dirigió el señor
de los bosques lo taladró hasta el tuétano. Ni lerdo ni perezoso buscó refugio en su elixir. —Estos pájaros—, prosiguió el extraño hombre. Vuelan
libres, duermen bajo la luna y se calientan con el sol. Calman su sed en quebradas de frescas aguas, alimento no falta, el monte es muy generoso. Anuncian con sus cantos el
despuntar del día dando gracias al Creador por la abundancia en que viven. —Ustedes, cometen un error al intentar goce personal a cambio de la desdicha de otros seres. —Alguna vez se han preguntado. —¿Qué tanto son felices las aves en cautiverio?
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Los angustiados amigos no sabían qué hacer. Pe... pe...
pero. ¡Más de uno lo hace!, tartamudeó Pepillo queriendo justificar su acción. —Sí. Pero cantan recluidas—. El hecho de que más de uno
lo haga no justifica el abuso. —replicó el asceta. Tulio, más animado, con par de elixires entre pecho y espalda—dijo—: esta actividad tiene muchos seguidores, de hecho, es una afición que se trasmite por generaciones, ¡es muy difícil terminar con ella!
El ermitaño, escuchó con total atención y, señalando un enorme canto, contestó—: ese pedrusco que ven en el riachuelo ha estado por siglos en este lugar. Las crecidas lo
han cambiado de sitio, lo han golpeado, quebrado y rajado; no obstante, no cambiará... ¡Seguirá siendo piedra! El ser humano, prosiguió, por lo contrario, es perfectible.
Si la vida lo cambia, golpea y quiebra, puede retomar su rumbo. Son sus pensamientos, hábitos y acciones los que al final deciden su camino. La esperanza siempre estará pre-
sente en toda persona...¡Créanme!, no tardará el día en que esta situación cambiará. Pepillo se armó de valor y preguntó—: ¿dónde queda el Templo de la orquídea de Oro? —¿Por qué tanto misterio?
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—¿Acaso esconde el tesoro de Morgan?
El extraño hombre observó detenidamente a los amigos quienes no terminaban de temblar, tal vez de miedo quizá de frío, y contestó—: uno más valioso… La felicidad. Disfru-
tamos su presencia en el mágico instante en que escuchamos los hermosos cantos de las aves del dosel anunciando al viento del norte que avanza ligero entre aromas de lluvia;
cuando, fascinados, observamos danzar al sol en el umbral del bosque. El día que perdamos esto… Lo habremos perdido todo. La voz del ermitaño se fue apagando. Una espesa niebla volvió a cubrir la montaña y el silencio se hizo escuchar. Lentamente... Retornó la claridad. Los amigos no entendían lo ocurrido: ¡las jaulas estaban vacías! El dueño del monte había desaparecido.
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Melina Llegó al viejo pueblo siendo apenas una chiquilla, iban a
visitar a su tía, quien vivía, en las cercanías de la finca de León Valle, cerca del cementerio de Viento Fresco. Las acercó el tranvía; seguidamente, atravesaron la larga callejuela
que corría en medio de cafetales. —Cuidado Nina—, no te vayas a caer. —No mamá. —Yo me agarro bien. —¿Falta mucho, mamita? —No, pronto vamos a llegar. —Tu tía se va a poner muy contenta… Hace mucho tiempo que no te ve. —¿Y es bonito el pueblo? —Bastante—, te va a gustar mucho. —¿Hay gallinas y patos? —Sí, muchos. —¿Y patitos? —También. —¿Y puedo jugar con ellos? —Si tu tía te deja… Siguieron marcando sus huellas en tierras húmedas, escoltadas por el aroma de la flor de los cafetos, coreadas por los
cantos de piapias y yigüirros. 48
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Al pasar cerca de la plaza, llamó su atención el movimiento de carretas llevando materiales para la construcción del nuevo templo católico que se alzaba, sobre los cimientos de una vieja ermita. Dos abuelas, conversando de moño a moño, vestidas con faldas negras que dejaban entrever sus negros botines, las saludaron al pasar: —Qué niña más linda—dijeron. —Diga gracias Nina—, indicó su mamá mientras ejercía suave presión sobre el frágil brazo de la pequeñita. —Gracias— dijo tímidamente. Sus hermosos ojos buscaron refugio en el suelo. Llegaron a la vivienda de su tía a media mañana. El viejo
horno de barro las recibió generosamente. Bajo un aromático y humeante café, pan casero, tamal asado y bizcocho dio inicio la conversadera. Durante la noche, en animada tertulia familiar, sentadas en la amplia banca del corredor bajo la luz de los faroles; decidieron, en un futuro cercano, trasladarse a vivir a Viento Fresco. Años después, se enamoró perdidamente de un joven le-
chero vecino de las frías montañas del norte. El casorio ocurrió cuando ella florecía espléndida en sus quince primaveras.
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En una blanca casita aledaña a una antigua galera que hacía las veces de lechería; acompañada por el susurro de los árboles de ciprés y pino que ante el chiflón parecían cantar sus penas… Pasó sus mejores días.
Mujer ejemplar, se la pasaba metida entre cobijas bebiendo caldos calientes para calmar el frío; amamantando hijos o acarreando agua de una naciente que había en una finca
cercana. Con el tiempo, adoptó al gélido y se amigó con el viento. Muy querida entre sus pocos y buenos vecinos, los de la sonrisa franca y cachetes rosados, quince años después enviudó. Regresó con sus tres hijos a Viento Fresco. Se ganaba el sustento familiar vendiendo achiote. Compraba la pasta en el pueblo, la mezclaba con manteca en una olla de barro, la empacaba y, al día siguiente muy temprano, salía a venderla. Algunas temporadas trabajaba en los cafetales desgranando o deslanando matas. ¡Nunca dejo de luchar por sacar adelante a su familia! Todos los días de mayo mientras pudo caminar vistiendo el hábito del Carmen le llevó flores a la virgen. Contaban los vecinos que al morir Melina, durante su vela, la
habitación se perfumó con las fragancias que ella acostumbraba llevarle a la Señora.
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El Chamán El viejo Melchor abandonó presuroso la protección que le ofrecía su antigua casa de adobes y, bajo un tupido aguacero, corrió en busca de la partera.
—¡Moncha… Aleja rompió fuente!, gritaba, visiblemente angustiado. —¡Cómo...! Si todavía no le toca. Voy a encajarme el chal, busco mi sombrilla, y nos vamos—. Tranquilícese Melchor. ¡Todo va a salir bien! La agitada pareja entró, como alma que lleva el diablo, en un oscuro cuarto oloroso a alcanfor. Sobre una añosa cama construida con tablones de cedro, la pobre Aleja, rosario en mano, sufría los dolores de parto. Un raro almanaque cerca de un crucifijo de bronce marcaba la fecha: 16 de junio de 1881. Minutos después, el llanto de un recién nacido quebró
el silencio de la fría noche. Nació enorme el güila. El nuevo siglo lo conoció con el nombre de Roque: «fuerte como una roca». Con el paso del tiempo llegó a ser carpintero, arte-
sano, boyero y hasta regidor; pero lo que le dio inmensa fama fueron sus conocimientos en medicina natural. Se las sabía de todas… Todas.
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Alto, enjuto larga barba, ojos claros de mirada profunda. Su enigmática personalidad influyó en la conducta de quienes lo conocieron. Inspiraba admiración y hasta temor. Variedad de comentarios circulaban sobre este controver-
tido personaje, quien acostumbraba, lucir cabello y uñas demasiado largas. Si es brujo no puede ser cristiano. Si es cristiano, no puede ser brujo. Comentaban en el pueblo de
Viento Fresco. —¡Imposible que sea brujo!, —decía enfadada una dama entrada en años. El padrecito Boladeras lo tiene en alta estima. Fue Roque, quien trasportó... en carreta, ¡desde las canteras de Patarrá!, los grandes bloques de mollejón para el altar mayor del templo. —¡Cómo creen! Gente sin oficio ni beneficio que anda manchando honras ajenas y luego viven golpeándose el pe-
cho. No dejaba de decir la señora. —Raquelita Bermúdez, la de Quebrada Barreal, sufría de una bronquitis bien pegada. Con semillas de cardamomo la
dejó nuevecita y de paso le quitó, ¡aquel mal aliento que se traía la pobre!, mencionó Mariquita, la que vivía por la calle de los Castro. —Josefa, la del Bajo de los Varela, llevaba rato de estar anémica; me consta. Pues bien, le dio un brebaje a base de palo de Brasil, canela y nogal. 52
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—¡Vieran como corre ahora la condenada!, —contó Bertilia. Famosa por sus jetoneadas. Varios de los presentes soltaron la risa. —¡A qué doñita! — dijo Juan Mechas. —¡Fue él, junto a Tin Umaña y Tista Soto, quienes colocaron la cruz en la torre mayor aquella recordada mañana del once de abril de 1918! —Aún más. ¡Guindando de mecates pintó las dos torres! ¡Ese hombre es un santo!, indicaba Socorro, la gorda esposa del carnicero. Su fama traspasó los límites del pueblo de Viento Fresco. Llegaban de todas partes del país, de aquí de allá, también de Nicaragua y Panamá. En más de una ocasión, centenares
de personas esperaban consulta, acampando, en la finca donde él acostumbraba atender a sus pacientes. El 25 de octubre de 1936, la Secretaría de salud Pública lo
sentenció a pasar cuatro meses en prisión por ejercicio ilegal de la medicina. Dios me favoreció con el don de curar por medios que los hombres desconocen, ¡soy inocente! Fue
su alegato. No duró mucho tiempo preso, semanas después de su ingreso lo mandaron de patitas a la calle. Las autoridades estaban molestas con tantos seguidores del curandero merodeando la Peni.
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Algunos guardianes, se atrevieron a comentar sobre los extraños ruidos que se escuchaban pasada la medianoche; afirmando, que un fuerte olor a pizuicas inundaba los viejos pasillos del presidio josefino. No obstante, hacían fila frente a su celda para que les ayudara a aliviar sus penas. Es un demonio, decían pocos. Es un santo, comentaban muchos.
Sujeto de fuertes convicciones, prometió no volver a rasurarse hasta tanto ganara el litigio por unas tierras que según
él, había perdido injustamente… Murió con barba. Un raro almanaque cerca de un viejo crucifijo de bronce tenía marcado el año de su deceso: 1962.
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Gangoche Algunos cuidadores de fincas. ¡Alarmados!, afirmaban que, durante la noche, con frecuencia, veían extrañas luces moverse por los oscuros cafetales. ¡Las almas del purgatorio!
—¡Ave María Purísima!, agregaba Lupe Trisagio. De quien se decía nunca se perdía un rezo, ¡menos, el café y los bizcochos! ¿Cuáles almas? ¿Cuál purgatorio? Era Juanico, cargan-
do en lomos de su mula un pocotón de chirrite. Abelillo, su incondicional, tartamudo de nacimiento, decía que la trabazón le llegó el día que se topó con el mismitico mico malo. Todos los viernes trasportaban el etílico encargo, ese era el trato. —¡Ojo Abelillo! ¡alumbre bien!, no quiero terminar de jupa con todo y animal en una zanja. —Pi… pierda, cuidado. —¡Voy bien en… encanfinao! —No sia loco. ¡Tras de tataretas… Júmás! —A pro… po... pósito jefe—: me... me conta... aron que su… su suegro, ¿ca... casitico des... cu... cubre la saca de gua... guaro?
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—Sí—. Cada vez que visita a los nietos nos mete en apuros. —Me... me... mejor… arrán… que… que la de su choza, no ve que... que un día de... de… de estos les va a ca... ca... er la
polecía. —No crea, he estado pensando en eso. —Ahorita, está bien escondida en el patio—indicó. Avanzaban despacio y en silencio en medio de plantíos y manchas de bosque rumbo a San Miguel de Santo Domingo. Siempre salían al declinar el día. Horas después, estaban de regreso con un poco de pesos alegrando sus bolsillos. Juanico vino a este mundo en una casa de finca abierta al
viento; allá, por el Alto La Palma. Durante las frías noches, sus padres guindaban gangoches de los marcos sin puertas, que luego prensaban al piso con piedras, para calmar un po-
co la jodida tembladera, afirmaba. Además, esos costales servían como cobijas de pobre. ¡Eran bien calientitos!, decía a carcajeadas. Abelillo, ni lerdo ni perezoso le encajó el mo-
te de Gangoche. Con 25 años bien cumplidos, conoció a una linda morena. Se matrimoniaron y fijaron domicilio cerca de la casa de la
novia. Vieja costumbre de trasladarse a vivir pegadito a los suegros, por aquellos del auxilio.
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La vivienda olía a terrón, humo y palma bendita. Contaba con amplio cerco. Hogar de gallinas ponedoras, algunos patos y una mula, además, chayotera. Contaba con amplio cerco. Hogar de gallinas ponedoras,
algunos patos y una mula, además, chayotera. Al fondo, escondido entre platanares un galerón emanaba espirituosos olores. También la letrina, pero no tan estimulantes. San Vicente, a principios de siglo veinte, estaba rodeado de cafetales: la Guaba al Este, la Estaca y Los Bajos al Oeste, la Ladrillera al Norte. Al Sur La Quirós y La Adela. Entre otras. Verdes callecillas cercadas con árboles de poró, níspero y jocote, intransitables en invierno. Enlazaban aislados caseríos al cuadrante principal: ayuntamiento, iglesia, plaza y escuela. Los temporales, por lo general, duraban una semana. Gan-
goche, a menudo, se acercaba hasta su morada guindado de las cercas de púas todo mojado, embarrialado y punzado. Hombre muy empunchao, laboraba de jornalero, albañil,
herrero, boyero, afilador y tejedor de ranchos de paja, lo que primero apareciera. ¡El asunto era buscar el cinco! Y así vivió, hurgando la tierra, disfrutando la placidez del campo, el
afecto de sus amigos y la amistad con el curita. Un día:
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—Hola. Juanico—: ¡felicidades! —Me enteré de su nombramiento como principal de la calle. —expresó su amiga Juana Umaña. —¡Qué va! Yo “deso” mejor ni hablo. —contestó fruncien-
do ceño. —¿Y por qué tanto refunfuño? —Porque es «pior que perro». —No sirve para nada esa carajada—. Solo pa quitale horas a uno. —¡Qué raro! Siempre con sus respuestas—contestó son-
riente Juana Canastas. Tanto ella como su hermana confeccionaban y vendían cestos. Su humilde techo daba a una callejuela que se abría paso, entre fincas, comunicando el viejo camino de La Carreta con el centro del poblado: la calle de las Umaña… Así la llamó el tiempo. Gangoche siguió su rumbo, iba a encontrarse con el chamán, necesitaba la cura para el reuma que; últimamente, lo
traía bien jodido. Una larga fila de pacientes esperaba ser atendidos; por de quién se decía, era la reencarnación de un antiguo hechicero. Manera de explicar que tenían algunas
personas las curaciones casi milagrosas acreditadas a este famoso personaje. Sabía que debía esperar largo rato, mientras tanto, se dedicó a escuchar las habladas de unas vecinas
defendiendo al curandero. 58
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Al fin le tocó su turno. Penetró en un pequeño salón oloroso a incienso. El hombre alto y barbudo con extraño sombrero lo observó de arriba abajo, le sonrió. —¡Diay, don Juanico!
—¡Diay Roque! El sol comenzó su natural declive. Poco tiempo después, una inmensa luna rompiendo nubes inició su eterna vigilia. Solo el lejano aullido de los perros se dejaba escuchar. —¿Cómo le habrá ido a Gangoche?, se preguntaba Abeli-
llo. Quien, arrimado a una destartalada tranquera se empujaba tremendo riendazo de puritica cabeza de chirrite. Para probar calidad. —decía. Un día, al rayar el alba. Juanico, espalda doblada y peinando canas salió hacia los bajos de Chileperro, necesitaba cumplir con un encargo, nunca llegó. Las campanas de la iglesia tañeron a duelo. Los ancianos lloraban su ausencia. Hombres de esa talla no se dan en los güitites manifestaban entre lágrimas. Su esencia continúa viajando en medio de cipresales, pinos, ríos y cafetales. Acompañada por el aroma de las flores en invierno y el canto de las aves entrado el verano. —¡Ojo Abelillo! ¡alumbre bien!, no quiero terminar de jupa con todo y animal en una zanja. ¡Las almas del purgatorio!
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Beto Minas Beto se levantó muy temprano, no cabía en su gozo, semanas antes un giro inesperado lo cambió para bien... Al menos eso creía. Presuroso, recogió un viejo saco y su nuevo rifle. Con paso firme se dirigió hacia las montañas del Bajo de la Hondura.
Mientras avanzaba por los selváticos parajes hinchando sus pulmones con bocanadas de aire fresco, recordaba las pasadas visitas a la zona en busca de jilgueros. Nunca olvi-
daría como en el último de esos viajes perdió rumbo y fue a parar a las ruinas de aquella solitaria cabaña. ¡Cómo pasó la noche calentándose con el fuego!, obsequio de unos dete-
riorados tablones cuya procedencia parecían ser los restos de una antigua carreta. Ya no le decían Betillo. Ahora lo llamaban don Beto mucha plata. Había dejado el guarito. Eso era un trago de pobres, mejor el güisquito, alardeaba.
Mucho tiempo atrás, el presidente de Guatemala, general Justo Rufino Barrios, se había propuesto restablecer por la fuerza de las armas a las Provincias Unidas de Centroaméri-
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Por aquellos años, gobernaba en Costa Rica don Próspero Fernández, quien, dadas las circunstancias, emitió un decreto ordenando a los ciudadanos, más adinerados, entregar buena parte de sus riquezas al gobierno. Buscaba financiar la preparación del ejército. Algunos ricachones de la época ni lerdos ni perezosos, corrieron a ocultar sus fortunas; entre ellos, el señor E. Mata,
hijo natural de un acaudalado inglés quien, al estirar la pata, le heredó tremendo dineral. Joyas preciosas, polvo de oro y monedas de plata fueron trasladados por dicho individuo hasta el Bajo de la Hondura; allí, en medio de la espesa selva, en el piso de un rancho abandonado enterró el tesoro. Luego, le sembró encima una planta de guana esperando que esta al crecer cubriera el sitio. Horas después, regresó a su casa por el rumbo de San Luis de Santo Domingo de Heredia. Un repentino cólico miserere lo arrancó de este mundo al alba del siguiente día. Nunca se supo el lugar exacto donde ocultó su fortuna. ¡Se llevó su secreto a la tumba! Al despegar un podrido tablón para seguir alimentando el fuego, le llamó la atención el sonido metálico que llegaba
debajo del piso. Afanoso, se puso a cavar hasta dar con el cofre. A partir de este feliz acontecimiento sus viajes a la zona se incrementaron.
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Cuentan... Se internaba en la selva varios días regresando cargado de generosas cantidades de oro que luego vendía a un famoso joyero vecino de Barrio Amón. Algunos de sus amigos carcomidos por la ambición lo se-
guían solapadamente intentando descubrir la razón de su naciente fortuna; no obstante, perdían el rastro en la intricada montaña. Así, derrochando dinerales, siguió Beto la vida hasta que, en uno de sus viajes, al intentar cruzar el río Patria, la muerte se lo llevó junto a su bien guardado secreto.
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Tolito Una historia jamás contada
Todo comenzó una soleada mañana del verano de 1910. Zoila Rosa, hermosa y acaudalada viuda vecina de San Rafael de Esca-
zú salió al balcón de su amplia casa a observar el paso de las bestias durante un polvoriento arreo de ganado. Sus bellos ojos se posaron en la figura del jinete de ronca voz y varonil estam-
pa. El apuesto vaquero, viudo también, ese día se dirigía a negociar con los carniceros de la zona. El flechazo de Cupido fue certero; no pasó mucho tiempo para que las campanas de boda re-
picaran hasta más no poder. Las navidades de 1911 obsequió a la feliz pareja un hermoso varoncito. Fue en la pila de bautismo donde el niño lloró con rabia, no por la fría agua bautismal; sino, por el nombre Anatolio Donato del Carmen que le encajaron. Con justificada razón gritaba el pequeño ante tan brutal atropello. A escasos meses de nacido, el pequeñito, a quien su familia apodaba cariñosamente Tolito viajó a su nueva residencia en Santo Domingo de Heredia. Su infancia estuvo plagada de travesuras. Creció entre potreros, mecos, trompos, canicas y frecuentes escapadas a bañarse a la poza del Encanto.
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Concluidos sus estudios primarios, acostumbraba a trasladarse sobre los lomos de su potro blanco hasta los corrales de la finca de su progenitor al noreste del poblado, por el rumbo de Tures; allí, bajo la sombra de un viejo roble pasaba largos ratos dejando volar su imaginación. Una oscura y fría mañana invernal abandonó su casa en busca de aventuras. ¡Soñaba con conocer el mar!, contaba
con doce años. Marchó rumbo al sureste por la ruta de San Miguel, caminó entre fincas y cafetales, cruzó el puente del río Virilla, subió el potrero del viejo higuerón y, finalmente,
llegó a San Vicente. Sus amigos le habían informado sobre el tranvía que partía de Guadalupe hacia el centro de San José. Intentaba llegar a la estación del ferrocarril del Atlánti-
co, lo logró. ¡Viajó como polizonte! Fue bajado en Turrialba bajo fuerte aguacero. No sabía qué hacer, finalmente llegó la temida oscuridad
llena de misteriosas sombras y preocupantes ruidos. Buscó refugio en un bodegón a medio construir y allí, hecho un puño de nervios pasó la noche sin poder conciliar el sueño. Lleno de angustia, recordaba las historias de aparecidos que les contaba el cuentero de su pueblo. Al día siguiente muy temprano lo encontró el dueño de la construcción. El buen señor, un reconocido boticario de Turrialba, se conmovió del lamentable estado del muchacho quien no terminaba de controlar la tembladera.
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Por espacio de algunos meses trabajó en la botica haciendo mandados y entregando medicinas. Mientras tanto, en Santo Domingo, familiares, amigos y vecinos lo buscaron por todos los rincones, al final optaron por rezarle el novenario. Tiempo después, lo reconoció una familia domingueña durante un paseo a Turrialba. ¡Grande fue la sorpresa!, lo creían difunto.
La noticia llegó primero; el telégrafo hizo el milagro. Las campanas de las dos iglesias no cesaban de repicar. Amigos y familiares se abrazaban llorando de gozo. Todos en el pue-
blo estaban de fiesta, hasta su potro blanco relinchaba y brincaba de alegría, era un niño muy popular. La suerte estaba echada, padre e hijo ensillaron sus caballos y cabalgaron con dirección a la feria ganadera de Alajuela. Los esperaba don Allan Rodríguez, ganadero y dueño del comisariato de Naranjo. Tolito, en medio de un arreo, partió rumbo a lo desconocido. ¡Solo su caballo blanco lo acompañaba!
Durante las noches, cuando los recuerdos le dolían, buscaba refugio en su guitarra. Mateo, amigo de infancia en su natal Santo Domingo, le había enseñado los secretos de tan
noble instrumento. El tiempo pasó y el muchacho echó bigote. Su hermoso caballo blanco lo abandonó, viajó en busca de verdes pastos en las praderas eternas.
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Regresó a San José a punto de cumplir los diecisiete años. En esa época, la fortuna le había vuelto la espalda a su padre. Al poco tiempo el muchacho consiguió trabajo de misceláneo en la Secretaría de Hacienda. Durante una fiesta de cumpleaños de su jefe Laureano Echandi, el joven, solicitó permiso para dedicarle una canción. ¡Permiso concedido! Sé arranco con el pasodoble España. Pinta, voz y guitarra
arrancaron aplausos. ¡Se hizo muy popular! Con el tiempo, optó por estudiar contabilidad. En el momento de matricularse llegó la pregunta que cambiaría su
vida: ¿su nombre? —Anatolio Donato del Carmen contestó con firmeza el muchacho. El encargado de la matrícula, se le quedó mirando y, enseguida, le recomendó hablara con sus parientes para averiguar si tenía otro nombre. —En aquellos lejanos tiempos se acostumbraba a bautizar a las pobres criaturas con una interminable lista de apelativos sacados de los almanaques—.
Conversó con su mamá. Ella, buscó afanosa entre viejos papeles y le contestó, además de esos bonitos nombre que te pusimos están los de Eufrasio y Mario. El joven se presen-
tó al siguiente día en la escuela a informar sobre lo dicho por su progenitora.
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—¡No se hable más!, dijo el educador. Queda registrado, para efectos de matrícula, con el nombre de Mario Chacón Segura. Otra historia comenzaba. El calendario fue botando hojas
como lo hacen los árboles en otoño. Mucha agua corrió desde entonces bajo el puente del Virilla. Rápidamente, fueron llegando las canciones de amores y desamores… También a
su amado terruño. Contaban… Que, en la madrugada del 15 de diciembre del año 2002, vieron bajar por la vieja calle de La Ladrillera un hermoso potro blanco. Para luego desaparecer relinchando entre los viejos pinos del parque Infantil Los Robles. Ese día… Tolito, cabalgó hacia la eternidad.
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Viento Fresco —¿Hacia a dónde vas? —Hacia Viento Fresco.
Contestaban sonrientes los viejos moravianos, en clara alusión al clima frío y ventoso de pasadas épocas.
TERCERA PARTE
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El cine de nuestros abuelos Comentaba don Fermín Murillo Huertas a un grupo de es-
tudiantes de la Universidad de Costa Rica. Quienes preparaban su tesis para optar por el grado de Licenciatura en Historia. Que el primer salón de cine mudo en la Villa de San
Vicente, se llamó Teatro Valencia. Propiedad de los señores Betulio Sancho y Juan Murillo Blanco. Su inauguración fue en 1927. Justo el año, en que comenzó a proyectarse el largometraje sonoro "El cantante del Jazz" con Al Johnson como estrella principal. No obstante, nuestros abuelos siguieron disfrutando de las películas de Harold Lloyd, Charles Chaplin y Gloria Swanson. También, los grupos de actores, músicos y magos que recorrían los teatros de los pueblos con su arte y entretenimiento. Tiempo después, sus instalaciones fueron ocupadas por La Unión Deportiva... En su frecuente peregrinar. Grandes bai-
les se dieron en este recinto amenizados por las mejores orquestas de la capital. Al paso de los años, un señor de apellido Chúcken, compró la propiedad y montó el Cine Moravia.
En la década de los cincuenta, las películas se exhibían toda la semana, exceptuando los días martes y jueves. Los domingos: a la 1:30 en matiné y tandas de seis y ocho de la no-
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Estas funciones eras anunciadas minutos antes de su inicio por medio de una sirena que se escuchaba, en varias cuadras a la redonda. Durante la proyección de la cinta, en la tarde, el recinto estallaba en gritos y aplausos con los que la chiquillada apoyaba a sus héroes. Terminó de contar don Fermín: “al costado norte de la Municipalidad, donde estuvo el estanco del C.N.P., funcionaba
una sala de cine para niños, propiedad de don Carlos Alvarado Montero. Este señor, trabajaba en la Embajada Americana y, durante los conflictos en Europa. En tiempos de la Se-
gunda Guerra Mundial. Acostumbraba a proyectar avances noticiosos en la plaza del pueblo. Muchos vecinos acudían a observar a los americanos luchar contra los alemanes. Cui-
dando al sentarse no hacerlo sobre una boñiga, ya que, en dicho lugar, pastaba ganado.
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Las viejas pulperías San Vicente, a principios del siglo veinte estuvo rodeado de pulperías, centros de abastecimiento y tertulia. Trabaja-
ban mayormente al crédito, con dos libretas: una para el control de las compras que llevaba el dueño del negocio, la otra el cliente. Las cancelaciones se realizaban de forma se-
manal, quincenal o mensual. Según acuerdo de buena fe entre las partes. Cuando la compra era al contado o se llegaba a cancelar saldo, se pedía la feria; generalmente consistía en
un puñado de confites. Eran tiempos del traqueteo de carretas desfilando por sus principales calles. Lecheros y panaderos llegando con sus bestias hasta la puerta de las casas. Callejuelas enzacatadas, cercas de poro y jocote. Bronca en las cantinas y el canto madrugón en los cafetales en épocas de cosecha. Recordamos a. -LA MORAVIANA 25 oeste del Caballo Blanco. Propietario Rafael Valle. -PULPERÍA LA CENTRAL Diagonal a esquina noroeste de la iglesia.
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Tierra adentro -PULPERÍA Y CANTINA EL VIEJO NIDO
Diagonal a esquina noreste de la iglesia. Propietario Aníbal Umaña Fernández. -PULPERÍA Y CANTINA LA PROVEEDORA
Diagonal a la esquina noroeste de la iglesia. Propietario Ismael Chaves. -PULPERÍA Y CANTINA LAS BRISAS Frente a la antigua entrada del colegio Saint Clare. Propietario Juan Bautista (Tiso) Montero. -PULPERÍA Y CANTINA LA GEISHA 100 metros al sur de la jefatura política. Propietario Enrique Rawson. -PULPERÍA Y CANTINA EL RÍO DE LA PLATA Costado norte de la iglesia. Propietario Manuel (Lico) Granados.
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Callejuelas y veredas Por esas antiguas veredas, fangosas y floridas en invierno, secas y polvosas en verano; transitaron nuestros primeros abuelos y la esperanza arribó con ellos. Un día, la selva cedió parte de su eterno espacio a los cultivos. Aparecieron el surco y la semilla, trigo, tabaco y café. También, el yigüirro, la piapia y el nervioso come maíz.
Dos de ellas: la Carreta y Chile é perro; las más antiguas, vieron nacer al pueblo. La primera, abrió camino al norte de la laguna de la Quebrada Chiquita. La segunda, al sur de la
Villita, cerca de la Acequia Grande o Barreal. Crecimos en medio de dos calles…, entre dos aguas. Ambas, permitieron el avance colonizador en las Campiñas de la Villa Nueva
(hoy Moravia). Con el paso del tiempo, la calle Real marcó al distrito de San Vicente y a su centro histórico: ayuntamiento, iglesia, plaza y escuela; a su alrededor, creció el progreso. Llegaron los cafetales, las pulperías de libreta y la Acequia Grande. Esta última, cruzó el pueblo con dirección noreste-sureste. En principio, fue construida por don Emilio Challe para lavar el café; no obstante, fue de gran beneficio en la naciente vecindad.
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La callejuela de las Umaña comunicó a los pocos habitantes de la Carreta con el corazón del poblado, muy cerca de la vieja ermita. La calle de los Castro corrió por las vecindades del Virilla, facilitando, la comunicación entre Tibás, la Trinidad y San Antonio de Coronado. La de Mariano, por el Sur, acercó la de Chile é perro al centro de la Villa, formando una figura de pinza. Un ramal entró directo al sector de
la iglesia, por la finca de los Quirós (hoy Barrio La Guaria), el otro, por la actual vía de las artesanías.
Croquis tomado de Moravia y sus matices
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Retretas y recreos En 1939, existían en el pueblo dos grupos filarmónicos. Uno, patrocinado por la Municipalidad. Contaba con 25 músicos todos achioteros. Ensayaban tres veces a la semana bajo la batuta de don Carmen Brenes. Provocando tremendas bailaderas en el corredor del edificio. El otro grupo, con el auspicio de la Iglesia, lo conformaban 15 ejecutores. Juan Valverde, era su director. En ocasiones, durante las Fiestas Patronales, se invitaban filarmónicas de San José, Guadalupe y Tres Ríos. Memorables fueron los conciertos al aire libre diurnos y nocturnos: los recreos y las retretas. Los primeros, se lleva-
ban a cabo los domingos de 5 a 6 de la tarde. Las segundas, de 8 a 9 de la noche. En ocasiones los jueves. Interpretaban un amplio repertorio de música ligera y popular en el quios-
co de la plaza. Recordamos algunos de estos músicos. Juan Valverde – Julio Blanco – Rafael “Pereré” Fernández – Juan Murillo – Nino Chacón – Eladio Huertas y N. Huertas. – Leo Chacón – Luis Blanco – Augusto Durán y Juan Torres.
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– Benjamín Vega – Juan Chaves – Bruno y Tista Chacón – Tino y Leo Murillo – Luis Blanco – Toño Ramírez – Eduardo Trejos – Abelino Quesada. ANÉCDOTA: “En una ocasión, la Filarmónica de Moravia fue invitada a dar un concierto, en horas de la tarde, en Puntarenas. Asistieron entusiasmados luciendo su blanco uniforme de gala. A la hora del almuerzo, les sirvieron muslos de pollo. Uno de los músicos decidió traerse el bocado para sus familiares. Lo envolvió en papel periódico y lo ocultó debajo de su camisa. Cuando comenzaron el concierto, el acongojado señor, con su uniforme manchado de manteca y achiote, tuvo
que ejecutar su partitura acompañado por la vergüenza de sus compañeros”.
Información obtenida en “El cantón de Moravia desde la perspectiva histórico -geográfica 1828-1970”. UCR.
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Salones de baile Cuando no existían salas de baile en la Villa, en ocasiones muy especiales, se utilizaban las instalaciones de las escogedoras de café del Beneficio Challe. Años más tarde, por ini-
ciativa de la U.D.M. se inauguró el primer salón. Situado cincuenta metros norte de la pulpería y cantina El Viejo Nido (Hoy Restaurante Buda). Se bailaba al son del tango, bolero, paso doble y cumbia… Sin faltar el foxtrot. Los bailes eran amenizados con vitrola o con orquestas traídas de la capital. Otras sedes U.D.M: - Frente a la Librería Ulloa, casa de dos pisos, donde estuvo
el Kínder Tricolín. - En las instalaciones del antiguo cine Valencia.
Finalmente, el 9 de setiembre de 1950, se inauguraron las instalaciones actuales al costado norte del parque. Las damas de traje largo y los caballeros de vestido entero y con
corbata desfilaron desde su antigua sede hasta la nueva. La gala fue transmitida por Radio Sonora y la orquesta de Lubín Barahona puso el ritmo.
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La plaza de los pinos Durante sus frescas tardes veraniegas, con el viento del norte meciendo la arboleda; infinidad de chiquillos corrían tras una pelota intentando el regate de contrarios y boñigas. Fue en esa cancha donde nació el talento. Hernán “panzón” Umaña, hijo de don Aníbal, dueño del Viejo Nido; con tan solo 17 años, firmó para el equipo de la Universidad de Bogotá. Sentó cátedra disputando gramilla con jugadores de la talla de Alfredo Di Stéfano y Adolfo Pedernera.
Carlitos Umaña, jugó con gran suceso para la Universidad de Bogotá y posteriormente con el Irapuato; entre otros equipos profe-
sionales de Colombia y México.
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Quincho Quirós, uno de los mejores centros delanteros de Colombia. En su presentación internacional, en 1949, jugando para el Atlé-
tico de Bucaramanga, metió un golazo que nunca antes se había visto en esa sede deportiva. La prensa, volcada en halagos, bautizó
para la historia su destreza: «la Quirosina».
Leonel Boza, exitoso delantero moraviano del decenio de los cincuenta. Jugando para el
León F.C. de México, ganó dos veces el campeonato: 1952 y 1956, además torneros de Supercopa y Recopa.
Ahora juegan en los estadios eternos, recibiendo el aplauso
de ángeles y querubines. También de San Vicente, San jerónimo y de la mismísima Trinidad.
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Añoranzas
CUARTA PARTE
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Foto tomada del รกlbum de Moravia y sus matices
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Las fiestas patronales El seco retumbo de las bombetas de doble trueno se mezclaba con el sonoro tañer de las campanas. Los eventos
sociales iniciaban temprano, por lo general, giraban alrededor de actividades promovidas por la parroquia, escuela y club deportivo. Las costureras y zapateros felices hacían su
agosto. Para la juventud, llegar a sus casas pasadas las nueve y treinta de la noche era causa de fuerte reprimenda. Adornadas carretas trasportaban generosas cargas de leña
que más tarde eran rematadas en la plaza por Ismael Chaves y Jorge Umaña; con el fin, de obtener fondos destinados a cubrir urgentes obras en el templo. Diestros boyeros con el
suave toque de un fino chuzo y su típico jesa buey hacían avanzar lentamente a los nobles astados que, para tan especial ocasión, lucían en sus cornamentas billetes de diferentes denominaciones. Entre alegres fanfarrias, tañer de campanas, agua bendita sobre animales y carretas, concluía una linda mañana de turno veraniego. En el aire, el clásico olor a hoja de plátano, verde techo de sus improvisadas instalaciones.
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En la esquina norte de la antigua calle, entre iglesia y plaza, el hotel (cocina) repleto de deliciosos tamales, empanadas de queso, chiverre, arroz con pollo, sopa de mondongo, cafecito y bizcocho. Sabor a pueblo.
Después de mediodía, atronadoras bombetas anunciaban el inicio de alegres mascaradas. La chiquillada se escabullía brincando y tropezando al ser perseguidos, chilillo en
mano, por el diablo, la bruja, la calavera y otros tantos cabezudos. En las paradas de esquina, los buenos vecinos gozaban de los exagerados movimientos de la gigantona, los
enanos y la negra nalgona que, con sus coloridos atuendos y rasgos excesivos, bailaban al son de una alegre cimarrona. Carreras de maratón, de relevos, por las principales calles. De sacos, de gatos en el sector oeste de la glorieta. De cintas, por el sitio de las apariciones... La oscura Chile é perro.
En la parte sur, diagonal a la escuela: la rueda de Chicago, las lanchas y los caballitos. Al costado norte de la plaza: boxeo al aire libre. Las veladas se montaban en un cuadrilátero
improvisado cerca del quiosco. Juegos de lotería, barrilito, el panchito, argollas, la bruja, la cárcel; en el mismo sector. Domingos de fiesta, tardes futboleras. Multitud acordona-
da alrededor de la plaza. Marcos blancos de madera. Balón de cuero coyunda al centro.
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Taco, sudor, gambeta y gol. ¡Un equipazo! Luego un trancazo. Tremendas broncas se daban, con frecuencia, al finalizar los partidos. ¡Garra en la cancha, sangre en la calle!
Cuando el astro plateado asomaba en medio de un cielo tapizado de estrellas daba inicio el paseo de las querencias. ¡Cuántos amores y desamores se dieron en esas vueltas! Se caminaba, desde las instalaciones de la vieja talabartería hasta La Geisha.
Cuatro cuadras de lento recorrido y acelerados latidos. Un ir y venir de rostros sonrientes, ilusionados, viviendo una porción del edén. Almas enamoradas, algunas, se la pasaban
bebiendo la luz de la luna. Otras, exhibían la mueca de sonrisas forzadas. Vagaban hurgando en el fondo de su ser, respuestas a preguntas sin respuesta; eternos males del cora-
zón.
FOTO: Propiedad de don Luis Paulino Mora. Tomada del Moravia y sus matices
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Los ramalazos del norte Cuando rompían los ramalazos del norte, con frecuencia, los vicentinos viajaban al Alto la Palma a recoger musgo y parásitas para decorar los portales navideños. Caminaban
entre callecillas y potreros disfrutando el “peine de mico”; como llamaban algunos vecinos a ese fuerte viento cargado de humedad típico de la época y de la zona. Al caer la tarde,
el frío calaba los huesos y una incontrolable tembladera invadía a los visitantes; no obstante, el viaje valía la pena, la naturaleza en estas tierras altas moravianas era muy genero-
sa. En las casas, cuando el frío de las navidades pedía puerta, se elaboraban hermosos nacimientos. Valles cubiertos de musgo y parásitas con presencia de cantidad de figuras de animales confeccionados en su mayoría de yeso, por don Chico Ulloa y sus muchachos. Montañas, potreros, lagos, ríos y luces intermitentes le daban un toque especial. Por lo general, el pesebre se montaba en la sala.
Foto tomada de Moravia y sus matices
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El veinticuatro era el día más largo del año para los chacalines, quienes, ilusionados, se metían temprano en las camas. Esperando al despertar, los regalos que les había traído el Niño.
Tambores y cornetas sonaban por todo el pueblo poco antes de llegar la misa de gallo. A la mañana siguiente, infinidad de carajillos estrenaban en la plaza del pueblo: unifor-
mes de fútbol con los colores del equipo de la preferencia de sus tatas, bolas, carritos, patines, revólveres vaqueros. Los de más platilla, bicicletas. Las niñas: muñecas, libros de
colorear, cromos y pequeños enseres de cocina. ¡Qué tiempos aquellos!
FOTO De Norman Valle Arguedas.
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Los obispillos Mudas las campanas, los ángeles, apóstoles, el gallo de pasión y los jilgueros. Redoblan tambores: tan, tan, tantaran-
tán. Los golpes hieren los cueros marcando el paso a la sencilla guardia romana. Oscuros velos cubriendo cabezas van meciendo abatidas imágenes. Hombres sin sombrero entre-
cruzan los brazos, cabeza baja: recogimiento. La procesión avanza lento. El aire se impregna con aromas de incienso elevando oraciones al cielo.
La cruz alta sin imagen... Adelante. Atrás camina el padre Wilfrido, negra su sotana igual la capa pluvial. Ya casi oscurece, no han dado las seis. Resuenan matracas, su eco se
pierde en las calles del pueblo. Devota multitud en respetuoso silencio acompaña al santo Entierro. Se escucha el Duelo de la Patria. Gil Vega ejecuta sentidas notas en su clarinete. El maestro Rafael “Zonto” Chaves aprueba desde el cielo.
Caballeros de negro, ocho levantan otros esperan. Sin manteles los altares, abiertos los sagrarios. La Virgen llora su pena… Comenzó a llover.
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Con frecuencia, días antes del inicio de las festividades religiosas, los monaguillos mayores, los de más experiencia, escondían incensarios y matracas buscando lucirse con ellos durante las solemnes procesiones.
Le ocurrió a Chepillo, estaba hurgando detrás del altar mayor entre las imágenes de los santos tapados con paños morados y de repente. ¡Se le vino encima la imagen del Naza-
reno justo frente a su cara! Los gritos que pegó el pobre retumbaron por todos los rincones el templo. ¡Jamás volvió a sus andadas! La gente del pueblo contaba muchas historias acerca de estos famosos acólitos. ¡Eran tremendos! Cierta vez, el buen párroco encargó a sus ayudantes el repique de las ánimas durante la noche. Gruesos mecates bajaban desde el alto campanario hacia la esquina suroeste de la nave principal; no obstante, el reto consistía en subir hasta la parte más alta a ejecutar los repiques. La trepada era muy peligrosa. La escalera de acceso muy estrecha, y a oscuras, hacerlo, era sin lugar a duda un desafío con altos niveles de insensatez. El viento que bajaba del norte se colaba entre los viejos pinos de la plaza meciendo sus ramas y susurrando lamentos.
Ladridos lejanos de un perro peleando con sombras contribuía a quebrantar la paz nocturna.
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Finalmente, las campanas se dejaron oír anunciando la ho- M ra de rezar el santo rosario. Terminada la faena, los monaguillos se sentaban al pie de los viejos bronces a contar cuentos de espantos y aparecidos.
Cada vez las historias eran más difíciles de digerir; el ambiente se tornaba tenso. De repente, alguno pegaba horrible grito y la desbandada se iniciaba. Bajaban en apurado atro-
pello con el corazón a ritmo acelerado. Ninguno quería quedar atrás en el oscuro templo. Todos querían llegar primero.
En la foto, orden usual: Ronald Vega, Marco Aurelio
(Pereré) Huertas, Mario Alberto Chacón Soto, Enrique (Cotica), Castillo y Johnny Chacón Soto. FOTO: Propiedad de Johnny Chacón Soto
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La casa de Juanito El muchacho pasó sus dorados años infantiles en una sencilla casa ubicada en los alrededores de la plaza de Viento Fresco, al norte del templo católico. Cerca de la famosa barbería de Chato. Pintoresco personaje, quien exhibía, recortado bigote y corte de pelo a lo Carlos Gardel reluciente en aceite de aguacate. Su sencillo local, oloroso a agua de colonia barata, era centro de tertulia de numerosos clientes con quienes compartía las últimas noticias y los mejores chismes del pueblo... La vivienda de Juanito lucía detrás de la puerta principal
la infaltable cruz de palma bendita; escudo sagrado en contra del maligno y otras malas yerbas. El cuarto de sus tatas hospedaba la eterna cuna, cobijo de mimos y llantos. En las
dos alcobas restantes, cuatro camas colocadas en líneas rectas completaban el área de los sueños y escarmientos. ¡Si no se portan bien van castigados a la cama! Amenazaba su ma-
má. La oscura cochera olorosa a tierra fresca servía según la ocasión de bodega o sala de cine familiar. ¡Con tan solo una
película! Un largo pasillo interno facilitaba la comunicación con la morada de sus abuelos maternos y la de sus primos Vega.
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Al fondo, mirando al norte por donde bajan los vientos, se extendía el patio comunal. Un frondoso árbol de aguacate le hacía compañía al retrete y a su alrededor, cantidad de gallinas, patos, dos perros y varios zorros nocturnos, le metían ruido al sitio. Entre el pasillo y el cercado bajo la sombra de una densa chayotera, el pequeño puente sobre la acequia grande. Sus
claras y mansas aguas en verano, oscuras e iracundas en invierno, atravesaban la propiedad y finalmente se perdían en el cercano beneficio de café. Cincuenta metros norte de su
casa, se extendían los cafetales de la Laguna.
Foto tomada del álbum de Moravia y sus matices
FOTO: Hernán Rodríguez.
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Un corazón sangrante Viento Fresco, pueblo tranquilo de gente honesta, trabaja-
dora y solidaria. Quedó atrapado en la violencia política más drástica de su historia. ¡Lo habían convertido en corazón sangrante! Grupos armados amparados en la oscuridad de la noche cruzaban fuego- desde el atrio sur de la iglesia y sus alrededores contra las fuerzas del gobierno apostadas en el edificio de la Municipalidad y en la Porfirio Brenes. Algunos vecinos de las cercanías del centro del poblado dormían apretujadas sobre colchones colocados en el piso de sus casas. En ocasiones, sus plegarias llegaban hasta la desesperación, cuando en sus largas y sufridas noches escuchaban llenos de angustia, el tartamudeo de las Thompson y el letal sonido de los máuseres. Al comenzar la mañana... Los rumores: —¡Qué una bala perdida hirió a fulanita mientras dormía!
—¡Qué mataron a zutano a la entrada de la Municipalidad! En esa difícil época, la moda entre los jóvenes era lucir balas colgadas a su cadena en el cuello o incrustada en la hebilla de la faja.
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Los mayores, los que daban más bronca, jugaban a soldados y generales; posiblemente, influenciados por los eventos de la Segunda Guerra Mundial que había finalizado pocos años antes. Los vecinos vivían pendientes de las noticias de la radio. Durante el día... Aparente calma. Al caer la tarde, la zozobra empezaba su angustiosa ronda. Una noche, se escucha-
ron fuertes golpes y gritos en la puerta principal de la casa de Juanito. La cruz de palma bendita fue a parar hecha triza debajo del tocador de la pequeña sala. Rostros extraños, en-
tre ellos miembros de la Legión Caribe, irrumpieron en su hogar, con sus bayonetas revolcaban todo. ¡Buscaban armas! Decían. Su indefensa madre lloraba desconsolada. Intentaba proteger a sus siete pequeños. A la vez, explicaba a los causantes de tanto sufrimiento sobre la única arma que existía en su hogar... Una vieja guitarra. Buscaban a su padre. Ya no estaba en el país. Se había marchado meses antes a Cuba a cumplir con labores artísticas propias de su trabajo. Un desafortunado día, las estaciones de radio difundieron la falsa noticia: «su papá había muerto en la isla caribeña».
Como daga candente que ataca sin misericordia y destruye todo lo que encuentra a su paso, así fue recibido el impacto de la nota.
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La desesperación reclamó presencia y el llanto no se hizo esperar; días después, la infausta información fue desmentida. Las lágrimas volvieron a aflorar. ¡Esta vez de alegría! Las ofensas del pasado con el tiempo se extinguieron. Los
vecinos volvieron a estrechar sus lazos de amistad, familiaridad y solidaridad. ¡El sol volvió a brillar en su querido pueblo!
FOTO: álbum familiar Chacón Soto
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Espíritus fogoso El jovenzuelo abandonó presuroso su tibia cama y corrió al patio, fijando su mirada en el magnífico cielo. ¡Linda mañana! Exclamó. Las copas de los árboles danzaban al ritmo
de los vientos que bajaban norteando. Respiró profundo... Bocanadas de aire fresco invadieron sus pulmones. De repente, escuchó cantar a su mamá. Seguía la pegajosa can-
ción que en ese momento sonaba en la radio—: «Si a tu ventana llega una paloma, trátala con cariño que es mi persona. Cuéntale tus amores bien de mi vida…». La hermosa
tonada se apagó para dar paso a los titulares noticiosos de aquel día de abril de 1947. —Se vive un ambiente bastante tenso en contra de don Rafael Ángel Calderón Guardia, don Manuel Mora y don Teodoro Picado. —inició el locutor.
—La ONU entrega a Estados Unidos las islas del Pacífico que estaban bajo el mandato japonés. —continuó trasmitiendo.
—¡Está servido! –Dijo ella alzando la voz. No los pensó dos veces. El mocito corrió tras los aromas del recién chorreado líquido. 96
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Se acomodó junto a sus hermanos dispuesto a acabar su ración de pan untado de mantequilla y miel de abeja. Hoy, voy a demostrarles, repetía para sus adentros... Lo carga que soy. Mientras eso pensaba, su mano izquierda daba nerviosos golpes en la espléndida mesa que había comprado su padre, pocos años atrás, a un amigo alemán. Lo sacó de cavilaciones su hermano mayor: —¡Dejá de estar pensando en
tonterías que se te va a enfriar el café! —Ya voy, ya voy, refunfuñó el jovenzuelo. El bollo recién tostado crujió no más encajarle el diente. Una alfombra de boronas ocupó su acostumbrado lugar debajo de la silla. Terminado el desayuno, cruzó como rayo la puerta principal y dio de lleno en la amplia y enzacatada calle. —¿Diay qué, chavalo? ¡Lo estábamos aguantando!
—¿Se le pegaron las cobijas? Criticó Costras. El que según sus amigos le tenía pavor al agua. Él lo negaba, pero su cara de añejo lo delataba. —¡Hoy sí te va a ir feo! Corearon entre risas. —¡Suave, suave! ¡Voy llegando, voy ganando! Repuso el
mocito sacando pecho. —Ga… ganando, experiencia. —contestó cara de yegua, el más atarantado de los miembros de la pandilla.
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—¿Hoy no nos vas a armar bronca?, porque si lo hacés, te vamos a dar masilla. —dijo Moco de sapo, mientras intentaba acomodar hilachas en su roído chaleco. —¡Qué miedo!, me va a dar tembladera. —A todos, los re-
vuelco con la zurda amarrada. —¡Manada de rencos! Nuevas y sonoras carcajadas rompieron el silencio de la tranquila calle. Un zaguate metió en aprietos al lechero, el ruco relinchó... Se encabritó. El angustiado jinete estuvo a punto de probar zacate. Fuertes madrazos hicieron eco en la barriada, los chacalines pusieron los pies en polvorosa. Corría libre Juanito en medio de trillos, ríos y potreros. Aspirando el aroma de las frutas y el oloroso verdor de los
húmedos charrales; sobre todo, cuando la madre naturaleza le abría las puertas al viento. Las ramas de un árbol, cerco, potrero o quebrada; las convertía casi al instante en tierra
fértil de sus alocadas aventuras. Al menor despiste de su familia, el mocito se aventuraba junto a sus amigos dentro de los cercanos cafetales. Allí, en
medio de feliz griterío, iniciaban el juego de los seguidos entre los árboles de guaba que cubrían de fresca sombra a los verdes cafetos. Al caer la tarde, el jovenzuelo, con la piel
terrosa curtida por el sol y el polvo de los caminos, mostraba en brazos y piernas, cantidad de raspones. Ropa rasgada y manchada con fragancias a zacate, limón y mandarina.
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Razón para que, su mamá, lo tomara de sus grandes orejas y mandara a darse un buen chapuzón antes de irse a la cama. La actividad tocaba fin cuando el sol prefería ocultarse
aturdido por seis sonoras y espaciadas campanadas; producto del añejo acuerdo, entre el alto campanario y el viejo reloj de la torre mayor de la iglesia.
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La laguna encantada Cantidad de pececillos silvestres nadaban en sus remansos
bajo la mirada atenta de los grandes garrobos. Los osados carajillos transitaban sobre los puentes que plantaron los sauces llorones. Avanzaban despacio, asidos de las salientes de los troncos, evitando resbalar y caer en el pantano. —¡Qué no les dé canillera! ¡Agárrense bien!, gritaban nerviosos los atrevidos chacalines. —¡No miren hacia abajo! Recomendaba Mechas, el de mayor edad, al que ya empezaba a salirle bigote. Juanito, al apoyar su pie en la roída corteza, una pequeña parte se desprendió y la maravillosa imagen del sauce reflejada en el agua desapareció en medio de grandes ondulaciones. ¡Cuidado!, gritaron a coro. Intentaron tranquilizarse. Respiraban lento y profundo. Tres minutos después, llegaron hasta la otra orilla. ¡Saltaban y gritaban felices! Luego de un breve descanso salpicado de chistes y bromas se encaminaron al oeste, cruzando la rústica y solitaria calle
que con gran recelo ocultaba los secretos de un viejo puente. Siguieron el desaguadero que corría, a cielo abierto, entre potrero y cafetal.
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Sus aguas iban a chocar contra las piedras de la quebrada Chiquita causando enorme estruendo: el Tururún, así llamado por los vecinos. —En días pasados, oí que un buey por querer beber agua
paró las patas y hasta ahí llegó. —¡Puñeta! ¿Quién diablo dijo eso Moco? —preguntó Nono tragando grueso. —Lo escuché en la pulpería de la esquina de mi choza con estos oídos que me han de comer los gusanos.
—¡No sea jetón!, los gusanos no comen orejas llenas de tierra. —alegó Cara de yegua. —¡Tierra tus patas!, baboso. A pesar de las bromas sentían cierto temor al pasar por el peligroso lugar; no obstante, era su ruta preferida. Ya que les permitía cruzar potrero, quebrada y cafetal, rumbo a las pozas del Virilla. Los mocosos se aventuraban al famoso río entre saltos y
desafíos; avanzando por verdes senderos cercados con árboles de poró y jocote. Coros interminables de chicharras les hacía más placentero el recorrido; pronto, romperían las
primeras aguas. Bandadas de escandalosas e inoportunas
piapias metía ruido al lugar, delatando su presencia.
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—¡Malditos pajarracos!, exclamaban. —¡Sí!, las condenadas guiaron a los judíos hasta el monte de Los Olivos para que apresaran a Tatica Dios. —dijo Pico de Lora, el narigón del grupo. Mientras les lanzaba cuanta piedra y palo encontraba en el camino. Por fin llegaron al pie del centenario higuerón, guardián de empinados potreros. Desde ese observatorio natural, con la
brisa del norte ondulando cabellos y meciendo arboledas; se abría, ante sus ávidos ojos todo un espectacular paisaje. Nubes viajeras de diferentes tamaños y formas. Como enormes
motas de algodón. Aparecían y desaparecían en el lienzo del cielo. A lo lejos, hasta donde alcanzaba la vista, manchas de bosque de incomparables tonalidades se perdían en el hori-
zonte y en los bajos de la verde cuesta, el ansiado Virilla. Bajaban centelleantes la ladera, encaramados –de dos en dos- sobre deslizadores hechos con corteza de palmera que, con gran sigilo, obtenían en los jardines de la iglesia; y luego, a punta de candela, preparaban para acelerar el descenso. —¡Juanito!, se le está acabando el potrero. ¡Tírese, tírese! —gritaba angustiado Moco de sapo. ¡Y se tiró!, dejando los dientes en el zacate.
Ya en el río, la Mica era su preferida. En sus frescas y cristalinas aguas aprendieron a nadar la mayoría de los carajillos de la época.
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Cerca de la pequeña cascada que daba inicio a un enorme estanque, el jovenzuelo entre chapuzones, intentaba atrapar algunas alocadas mojarras. Faena de por sí imposible; no obstante, se entretenía mirando como los rayos del sol penetraban las espumosas humedades y las piedrecillas del fondo brillaban cual pepitas de oro. ¡Disfrutaba su mundo mágico!
FOTO. Propiedad de Fernando Ballar Soto.
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El zorro pelón Cerca de la medianoche, las gallinas espantadas despertaron al vecindario. Un enorme zorro se había metido al galli-
nero. Juanito, entre dormido y despierto, sonrió malicioso. Al día siguiente, caída la tarde, contó a sus amigos sobre los estragos que estaba causando el taimado animal, acordaron
acabar con el problema. Necesitaban tiempo. ¡Tenían que velar armas! El asunto se resolvió un sábado por la noche. Llegaron ar-
mados hasta los dientes: mecate, foco, leños y piedras conformaban su arsenal. Entraron con cautela al patio, cruzaron el puentecillo de la acequia grande y se dirigieron al corral. ¡Nada! Buscaron en el árbol de limones agrios, en la chayotera, entre los vástagos. ¡El muy zorro no aparecía! Las aves comenzaron a inquietarse. Los chacalines no se habían percatado de unos ojos rojizos que los observaban desde la horqueta del palo de aguacate que daba justo encima del corral. Moco de sapo afirmó: si las pintadas están miedosas... El bicho anda cerca—. ¡Suave!, hagan silencio.
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—Pero ¿dónde? —, habló quedo Cara de Yegua. Ya hemos buscado por todas partes, ¡y no aparece el hediondo! —Diay, ¡qué! Saludó Pico de Lora. Shshshsh, baje la voz. Replicaron a coro sus amigos. Llegaba retrasado. En su
mano izquierda llevaba algo parecido a un perro. —¡Aquí les traigo la solución! —dijo lleno de orgullo señalando al desmirriado canino. —¿Y ese zaguate sirve para algo? —dijo en voz baja Juanito. —¡Ahorita van a ver! Enseguida, soltó el famélico que comenzó a correr y a olfatear por todo el terreno. Finalmente, posó sus patas delanteras sobre el tronco aguacatero y ladró
furibundo. ¡Era la señal esperada! —¡Alumbre!, alumbre, las ramas Nono. Gritaban casi a coro los chacalines. El escándalo fue de tal magnitud que las
casas vecinas encendieron las luces. En lo alto de una rama, guindando de su larga y pelona cola, el enorme marsupial se hacía el difunto.
—¡Ahorita me lo apeo! —dijo Mechas, mientras le arrojaba tamaña piedra que fue a aterrizar en un techo cercano. Gritos y madrazos se escucharon más allá de las cercas. Los la-
tidos de los perros, las gallinas y los asustados carracos, metían enorme escándalo en el oscuro predio.
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—¿Está difunto? —. Preguntó Moco.
—¡No!, ¡se está haciendo!, gritaba Mechas. A la vez que le lanzaba con rabia tamaño trozo de guayabo que sí dio en el blanco. La zarigüeya, al sentir el guamazo soltó cola. Cayó
directamente sobre la jupa de Nono quien corría por el patio gritando y pegando brincos. Ya en tierra el animal se les plantó; enseñó dientes y hasta al perro le entró canillera. Aprovechando el descontrol, huyó despavorido en dirección al retrete. Costras, le bloqueó el paso. El raposo lo enfrentó y el pobre muchacho fue a parar a las frías aguas de la acequia. El asustado zorro escapó con gran dificultad entre los ma-
torrales. —¡Acharita!, salió aventado y nos perdimos el caldo se lamentaba Pico de Lora.
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Un canasto y pocos pesos Terminada la temporada escolar. Juanito y su pandilla se mar-
chaban a coger café. Muy temprano, envueltos en ligera llovizna y fuertes vientos que los vecinos llamaban peine de mico. La tropa en un puro alboroto llegaba al cafetal. El rocío elevaba el
color de los cafetos y el olor a tierra húmeda. Risas y cantos se escuchaban por todo el lugar. Después de meterse en la calle que les correspondía: —Ojo Mechas, usted y Cachetes, comiencen con los copos de las matas y los enanos que se encarguen de las bando-
las—recomendó Pico de Lora. —Enanos. ¡Su abuela! —reclamó Moco. —¡Cuidado Mechas!, alertó Juanito—. Fíjese cuando dobla las ramas no vaya a ser que lo ortigue un gusano. —¡Gusanos tenés en la jupa!
—¿Les contaron sobre la aparición que está asustando en la Calle de los Sitios?, —preguntó Cachetes. —¡Cuéntelo, cuéntelo!, —exclamaron a coro sus amigos. —Una doña toda vestida de negro, olorosa a lirio, anda espantando durante la noche.
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A más de uno lo ha dejado en pura tembladera y con la lengua arrollada. Finalizó Cachetes. —¡Son puros cuentos!, —afirmó Cara de Yegua. Mientras inquieto, se fajaba en el repelo de su mata. —¡Sóquen! —Déjense de habladas —recomendó Moco. Llegó la hora del gallito. Se sentaron al pie de un cuajinicuil. Seguidamente, abrieron las pequeñas alforjas. Varios trastes envueltos en limpiones descansaron en la húmeda hierba. Gallo pinto, torta de huevo, maduros fritos y limonada tranquilizaron sus barrigas. Entre bromas, chistes, chismes y algunas cajuelas del generoso grano, juntaban unos cinquitos para gastar en los feste-
jos por llegar, comprar un regalito a la mamá y tarjetas navideñas que luego enviaban con dedicatorias repletas de horrores ortográficos.
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El adiós Las manijas del tiempo anclaron recuerdos en el fondo de su alma. Juanito, se encontraba sentado al pie del último pino de la plaza sumido en la nostalgia que nace de las dichas perdidas. Entre una que otra risa, una que otra lágrima, añoró sus mejores días.
Los miembros de su antigua pandilla desaparecieron en medio de inescrutables surcos de largos caminos. ¡Se fueron para jamás volver!, se los tragó la vida.
Nunca olvidó sus rostros ni tantos sueños salpicados de esperanza. Todo pasó, nada quedó, excepto memorias y enseñanzas de tan maravillosa época. El viejo pueblo también dijo adiós. El avance del cemento secó la ciénaga, cortó árboles, arrasó potreros, fincas y cafetales, cambió el clima y las costumbres. Murió el higuerón, agoniza el Virilla.
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Espantajos
QUINTA PARTE
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Pablo y José Ocurrió en un mes de junio, en los albores del segundo tercio del pasado siglo. Devotos cristianos se organizaban para levantar y adornar altares con cantidad de globos amarillos y blancos; engalanando, con alfombras de bellísimas flores y cadenas de crepé las calles que recorrería la procesión. Entre filas de ángeles, incienso, música, plegarias y cantos. Se llevaría a cabo este magno evento religioso. El entusiasmo de los vecinos por la festividad era contagioso, todo marchaba según lo planeado. A última hora, surgió un problema eléctrico que afectaba las luces del sector este de la iglesia. El párroco, inmediata-
mente, solicitó la ayuda de dos buenos vecinos y expertos electricistas a quienes llamaré para efectos de esta historia Pablo y José. El primero, devoto cristiano muy dado en ayu-
dar a la parroquia; el segundo, lo mismo. Cuando caía la tarde, los amigos llegaron a la sacristía sur del templo y sin perder tiempo treparon por una angosta escalera que los
conduciría al cielorraso.
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Luego de revisar las instalaciones se concentraron en su tarea. Después de buen rato Pablo manifestó: —Ya he terminado mi sector y como te había dicho... Tengo que retirarme. —Yo sigo. —contestó José, me voy a tardar un rato más. Siguió concentrado en su tarea. ¡De pronto! comenzó a escuchar un murmullo que provenía de la nave superior. ¡Cómo gente rezando!, se dijo: qué dicha, ahora cuando termine bajo y aprovecho para orar un ratito.
Terminó… Se dio prisa en bajar la escalera ayudado por la luz de su lámpara. Llegó a la sacristía sur y cruzó la ancha puerta. Imaginaba el templo abarrotado de gente. ¡Grande
fue su sorpresa! ¡La nave principal estaba en total oscuridad y completamente vacía! ¡Sintió el frío helándole la sangre! No sabía qué hacer. ¡Sus piernas temblaban! Optó por arrodillarse e implorar. Terminada su plegaria, se retiró por el atrio norte de la iglesia. Un gozo espiritual le acompañaría durante el resto de su ejemplar vida.
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El jinete entre la niebla Era sábado, ya entrada la noche. Memillo estaba muy ilusionado. Había quedado de verse con María, su novia, la tarde del domingo, después de misa, en los poyitos de la plaza. Ella, llegó puntual a la cita. ¡Resplandecía en su juvenil belleza!, vestía enagua de campana, blusa con manga bombacha y bolerito. Zapatos blancos de tacón bajo y medias bajas de doblar. Él, enfundado en un bluyín de ruedos altos perfectamente doblados dejaba entrever sus bien lustradas botas. Pasadas las cinco de la tarde, cruzaron la calle a la altura del quiosco y entraron al club deportivo. Seguidamente,
subieron las gradas de madera que los llevarían al salón principal. El marcado ritmo y las luces multicolores de la rocola invitaban a bailar. Los más diestros lucían sus mejo-
res pasos sacando brillo al viejo y ya de por sí lustroso piso. No dejaban de menearse con el Muñeco de la Ciudad, los Marcianos (chachachá), el rock Around the clock de Bill
Halley y sus cometas.
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El viejo reloj de la torre mayor de la iglesia marcó las 7:45 de la noche. Abandonaron la pista y se dirigieron a La Cabaña. Era la mejor hora, ya que pronto, el famoso restaurante colmaría su capacidad con la salida de tanda de seis. El cine Valencia estrenaba la película Picnic con William Holden y Kim Novak. ¡Lleno total! Nueve sonoras y repetidas campanadas sacudieron al pueblo. Los enamorados, rápidamente, se enrumbaron a casa de la muchacha, quien vivía, en el sector de Chile é perro. Al pasar cerca del cementerio los embargó el temor. Los vecinos indicaban que, a esa hora, era común observar fuegos fatuos. Se rumoraba, eran las almas de los difuntos que salían a recorrer los viejos caminos. María, intentó rezar en voz baja. Memillo, le dio ánimo. Peor problema sufriría la joven si llegaba pasadas las diez. Siguieron rumbo al sur. La pareja, tomados de la mano,
cruzó a la derecha, hacia el oeste, avanzando con pie ligero por el oscuro y solitario paraje. ¡De repente…! Las condiciones atmosféricas cambiaron. Una densa neblina tornó la no-
che más oscura y fuertes vientos arremetieron contra los árboles de las cercas doblándolos hasta casi tocar el suelo. María estaba muy nerviosa. Memillo, intentaba calmarla. La
situación empeoró. Comenzaron a escuchar a sus espaldas, el ruido producido por los cascos de un caballo al chocar contra las piedras del camino, seguido del agonizante mugi-
do de una vaca. 116
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La joven comenzó a llorar mientras alzando la voz imploraba. ¡Tan fuerte venís, tan fuerte es mi Dios, la Santísima Trinidad me libre de vos! El muchacho trató de descubrir lo que ocurría; la espesa
bruma se lo impidió. En un instante, la vaca llegó a poca distancia de la pareja, hincó sus patas delanteras en el húmedo zacate y dando espantoso giro dejó entrever sus ojos
fuera de órbita. ¡Seguidamente... Pegó pavoroso bramido! Metros atrás, apareció la silueta fantasmagórica de un jinete flotando en medio de la niebla. Memillo no aguantó, se lle-
nó de pánico— gritó: —¡Corramos que viene el pisuicas! Tiempo después Jacinto, contaba esta historia a sus amigos. Les decía: puede ser que haya ocurrido un fenómeno atmosférico. O tal vez, todo se debió a falla óptica, al nerviosismo del momento. —¡Pero! ¿Qué era lo que asustaba a la vaca?
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Foto: propiedad de Ema Calderรณn Vega. Tomada del รกlbum de Moravia y sus matices.
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La dama de negro Trascurrían los años cincuenta del pasado siglo, madre e hija, muy conocidas y respetadas en la comunidad de Viento Fresco, regresaban en autobús del Cine Reyna. De pronto, la agraciada joven que viajaba de pie junto a ellas se desvaneció. Visiblemente descompuesta, fue llevada a la Cruz Roja con instrucciones de pasar luego a recoger sus perte-
nencias a casa de la señora, quien vivía, por el mismo rumbo de la afectada: la Cuesta de la Laguna. Al siguiente día, la muchacha, se presentó en casa de sus
vecinas a dar las gracias por la ayuda recibida. Sollozando contó: «desde hace poco tiempo, se me viene apareciendo una fantasmal figura vestida de negro». —¿Cuándo fue la última vez que tuvo la aparición? —Anoche, cuando veníamos en el bus.
La buena señora la escuchó con atención y preocupada por la gravedad de los acontecimientos le prometió conversar con el sacerdote. Contarle lo que estaba sucediendo, y
solicitar ayuda divina.
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El párroco, enterado de lo delicado del caso no dudó en girar las siguientes instrucciones: la adolescente, debería presentarse en la iglesia terminados los oficios religiosos; ya dentro del templo, con el santísimo expuesto, demandarían al maligno a dejar en paz a la joven. La niña, al conocer las indicaciones del sacerdote entró en pánico. Nunca se presentó. Contaban... Prefirió solicitar la
ayuda de una misteriosa señora que, según chismes, tenía ganada fama de ser bruja titulada. Con el tiempo, los rumores no se hicieron esperar: —Que los aterradores ojos rojizos de la aparición miraban de manera horrible.
—Que vestía andrajos manchados con barro fétido. —Que un sombrío velo cubría su enmarañada cabellera. Bien decía mi abuela: más vale estar en gracia de Dios que coquetear al diablo.
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El diablo de la Geisha Decían en el pueblo, que la famosa pulpería, se había hecho muy popular, debido, a que le habían echado mal de
ojo. Afirmaban que Pelico y Quincho, ni más ni menos los mandamases de la Costa Rica rural de principios del siglo veinte, acostumbraban a visitarla, amparados en las frescas y oscuras noches vicentinas, para según decía Perico, avispado vecino: «participar de tremendas bacanales con damas muy malas que estaban muy buenas». Enterado el clérigo de los encuentros inconfesables qué montaban estos querubines. No dudó en maldecir lo que, en su momento, consideró un antro del pecado. También comentaban que, aquellos fogosos y acaudalados personajes, oriundos de la Calle del Piano (hoy Ave. Segun-
da S.J.) no eran del agrado del padre de la pelota, párroco de la iglesia del pueblo. Se murmuraba que, durante una refriega política, el curita sufrió tremendo leñazo. la chichota fue
tan grande que lo acompañó hasta el fin de sus cristianos días.
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Siguiendo con el cuento:
Se escucharon gritos desesperados en la Geisha. ¡Satán, llevaba a un muchacho casi pegado al cielorraso! Sus escasos y cristianos vecinos, al observar lo que estaba sucedien-
do, horrorizados, en medio de rezos y baños de agua bendita; exhortaron al maligno para que dejara libre al jovenzuelo. Parecía que no lo iban a lograr, hasta que doña Mariquita Sancho, protegida por el hábito de la virgencita del Carmen, se armó de valor. Se persignó, tomó impulso y les lanzo su rosario bendito que fue a chocar contra los mismísimos cuernos del señor de los avernos. Este, profiriendo espantoso bramido soltó al mozalbete quien en caída libre fue a dar al piso todo moreteado, los ojos saltados y la lengua de corbata.
El padrecito, enterado de tan demoníaco evento, se hizo presente. A paso firme entró al local acompañado de un séquito de rezadoras armadas con agua bendita. Después de
batallar buen rato, por fin lograron sacar al diablo del lugar quien huyó con tremendo escándalo entre las latas de cinc del vecindario.
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Un llanto en la oscuridad Carmenza, la novia, se enredaba entre un largo ir y venir de actividades. Disfrutaba atendiendo los detalles de su boda, así, como las de una blanca casita a la orilla del viejo ca-
mino de los Castro. Su juventud trascurría en medio de el verdor de los cafetos y el floreado multicolor de los rústicos caminos. Amigos y parientes no terminaban de desearles
eterna felicidad. Sabedores de sus atributos y los de su futuro esposo Alfonso. El novio, muy estimado en el pueblo, con frecuencia, brin-
daba ayuda a quienes la demandaran. Muy trabajador, pasaba la mayor parte de su tiempo en labores del campo atendiendo las fincas de su familia paterna. Amigo infaltable en las actividades sociales, era sin duda, el centro de atención por su simpatía y habilidad con la guitarra. Una mañana, negros nubarrones se colaron entre las verdes crestas de las montañas del norte. Alfonso, como era su costumbre, se levantó temprano; ese día, tenía que recoger cinco vaquillas allá por el sector noreste del pueblo, no sin antes, pasar a saludar a su bella prometida.
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Entre arrumacos, prometió regresar pronto; ya que, durante la noche, participarían en una actividad familiar relacionada con su próximo enlace. Horas más tarde, amigos y familiares sufrían angustiosa espera… Alfonso nunca llegó. Carmenza temiendo lo peor, lloraba desconsolada. La búsqueda se inició a primera hora de la mañana. Lo encontraron en la quebrada de la cuesta de Barro de Olla, bo-
cabajo, ahogado en un charco de sangre. Lo acabaron con saña, con la rabia que solo dan las malquerencias. El móvil: los celos enfermizos de un viejo y rechazado pretendiente
de la bella joven. El sitio de tan horrendo suceso quedó marcado con la cruz de los caminos. Los vecinos al pasar frente al sagrado signo se persignaban; algunos, rezaban sin detenerse. La mayoría, apresuraban el paso como queriendo escapar de tan funesto lugar. No pasó mucho tiempo para que Carmenza sin poder soportar tanto sufrimiento entrara en grave estado depresivo.
Sus fuerzas la abandonaron y tomó la nefasta decisión de dormirse en la eternidad. Partió vistiendo su hermoso vestido blanco.
Años después, los cafetales y fincas al sur de la antigua Calle de la Carreta iniciaron su urbana trasformación.
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Contaban algunos vecinos que, durante las oscuras noches de invierno, cuando la luna no salía por miedo a mojarse. Una mujer vestida de blanco se dejaba observar entre las sombras del vecindario. Nadie sabía quién era. Aparecía y desaparecía con enorme facilidad. Afirmaban, que en vez de caminar… Parecía flotar. Dos amigos que cruzaban el sector ya avanzada la noche se
vieron envueltos en un evento fuera de lo normal, ¡toparon de frente con una extraña y marchita dama vestida de novia! Al instante, la naturaleza hinchó los vientos, bajaron
aullando levantando polvo y arrastrando cantidad de hojarasca que no terminaba de danzar entre enormes remolinos. La luna horrorizada se fue a perder en medio de tenebrosos
matices. El intermitente parpadeo de las luces públicas amenazaba con dejar el barrio en total oscuridad. Algunos perros del vecindario, alarmados, cambiaron su amenaza:
de fuertes ladridos a pavorosos aullidos. La mujer de rostro pálido y triste mirar estalló en desgarradores sollozos. Profundos gemidos salían de su atormentada alma. Los amigos quedaron jelados. No podían gritar, quisieron correr y tropezaron aturdidos dejando la marca de sus narices en las piedras del camino. El espantajo, entre quejido y llanto, comenzó a flotar hasta ocultarse en las ramas de un viejo árbol de aguacate.
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Varios vecinos se tiraron a la calle, pronto fueron muchedumbre. Una señora entrada en años regó con agua bendita el sitio de la aparición. A los muchachos tuvieron que frotarles la nuca con alcohol y, por dentro, con fuerte mechazo. Se lo bebieron corcor como si fuera fresco de chan. Que conste, eran muy pollos, nunca se habían tomado un trago de licor. Todavía en estos tiempos afirman que en el barrio
Las Américas, ¡asustan!
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El crápula Bartolo, oscuro personaje inclinado al vicio de bebidas es-
pirituosas, necesitaba urgentemente dar el golpe de suerte que lo sacara de sus miserias. Una noticia local alimentó su codicia. Pronto, llegarían las fiestas de fin de año. Piquín,
compinche suyo, compañero de juergas y otros actos pecaminosos le sopló que los dineritos recaudados se guardarían en casa del anciano fraile. Con gran sigilo, amparado en las sombras de la noche, el desalmado se dirigió a cometer tan inconfesable acto. Las cosas no le salieron según lo planeado. Fue descubierto por el octogenario, quien, mientras forcejeaba con el crápula, comenzó a despertar a sus vecinos con fuertes gritos. La impresión fue muy fuerte para el religioso... Su corazón no la soportó. Bartolo, huyó asustado rumbo a los bajos del Virilla. Pasó
por el viejo higuerón como alma que lleva el diablo y se perdió entre los matorrales. El río estaba muy crecido. En esa lejana época no existía puente.
Rafael Matamoros, al conocer tan infausta noticia, organizó entre los vecinos la búsqueda. Encontraron al crápula prensado en medio de enormes piedras... ya difunto.
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Los carromatos siguieron trasportando su preciosa carga al atlántico. Al poco tiempo, comenzó a llamar la atención de los vecinos el sonido quejumbroso de una carreta. Aterrados indicaban que, en la angosta y oscura calle, durante las noches de luna llena, con frecuencia, se escuchaba su característico golpeteo acompañado de lamentos. No obstante. ¡Nunca lograron dar con ella!
Tiempo después, una pariente cercana a Bartolo, en su lecho de muerte, tuvo la siguiente visión: el asesino había sido condenado, eternamente, a pasear en carreta el alma de
su víctima. Hecho que se repetiría durante las noches de luna llena en su total recorrido: 2.2 kilómetros.
Los invitamos a que nos ayuden a esclarecer este misterio. Si usted se llena de valor y se ubica, pasada la medianoche, cer-
ca del viejo aserradero. ¡Ponga mucha atención! Si logra escuchar el golpeteo de una carreta, por favor nos lo cuenta.
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Glosario A ACHARITA: Lástima. AHORITA: En un momento. AGUANTANDO: Esperando (2) soportando. ANDADAS: Andanzas, correrías.
B BABOSADA: Estupidez. BOMBETA: Pólvora para festejos (2) presumido. BRONCA: Pleito.
C CACHAR: Robar. CANILLERA: Temor. CARDOMO: Hierba aromática CARAJADA: babosada. CARAJILLO: Niño pequeño. ¡CARAJO!: Exclamación de alegría, disgusto, indignación, sorpresa. CATRIN: Vestido nuevo, elegante.
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CARGA: Ser único, valiente. CINQUITOS: Antigua moneda costarricense de escaso valor. CUAJINIQUIL: Árbol de vainas blancas comestibles.
CERCO: Pequeño terreno detrás de las casas. Generalmente con frutales y hortalizas. CERCAS: Alambrada. COMPINCHE: Compañero, cómplice. CHACALINES: Niños pequeños.
CHAN: Hyptis suaveolens. Semillas para refresco. CHARRAL: Terreno enmontado. CHIQUILLA: Niña. CHIRRITE: Licor de contrabando, sacado de la caña de azúcar. CHAVALO: Muchacho.
CHIFLÓN: Fuerte viento.
D DESO: De, eso. DICHA: Suerte.
E EMPUNCHADO: Esforzado. ENCANFINADO: Acelerado. ESTIRAR LA PATA: Morirse.
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G GÜITITE: Arbusto pequeño. ( Acnistus Arborescens). GUABA: Árbol empleado para sombrear cafetales.
GUAMAZO: Golpe fuerte.
H HEDIONDO: De mal olor.
J JETÓN: Hablador, mentiroso. JOCOTE: Xocote. Fruta. JODIDA: Situación difícil (2)mala persona.
JÚMAS: Borracho. JUERGA: Parranda, diversión. JUPA: Cabeza.
M MALQUERENCIA: Mal de ojo, envidia. MATORRALES: Terreno enmarañado de maleza. MECOS: Golpes con el puño de la mano. MECHAZO: Trago de licor. MISMITICO: Mismo. MORETEADO: Manchas moradas.
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P PEGADITO: Apretadito. PIAPIAS: Ave muy ruidosa.
PISUICAS: Demonio. PIOR: Peor. POYITOS: Bancas en los parques. PUÑETA: Interjección admirativa.
Q ¡QUÉ, DICHA! : Suele ser usada como sinónimo de felicidad y de satisfacción.
¡QUÉ, TIRADA! : Qué fallo, qué lástima.
R RAJÓN: Presumido. REFUNFUÑO: Protesta, queja. RUCO: Caballo de mala estampa.
S SÓQUEN: Apurarse.
T TATARETAS: Tartamudo.
TRASTES: Utensilios de cocina. 132
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Y YERBAS: Hierbas. YIGÜIRRO: Ave nacional de Costa Rica. Su nombre científico es Turdus grayi. Es un mirlo pardo y puede llegar a medir entre 22 y 24 cm.
Z ZAGUATE: Perro callejero. ZURQUÍ: montaña ubicada en Costa Rica. Forma parte de la Cordillera Volcánica Central. ZUTANO: Persona indeterminada.
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Recorriendo caminos empedrados de recuerdos
MÉXICO D.F. 1993
BOGOTÁ. COLOMBIA 1994
SAN PEDRO DE SULA. HONDURAS 1995
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Acerca del autor Johnny Chacón Soto nació en San Vicente de Moravia en 1939. Realizó sus estudios primarios en la escuela Porfirio Brenes Castro y los superiores en la Universidad de Costa Rica y en la Universidad Estatal a Distancia. Sus frecuentes viajes, dentro y fuera del país, por motivos de trabajo, lo alejaron de las aulas universitarias. Se abrazó al autodidactismo. Sobre todo, en temas de técnicas de ventas y capacitación de vendedores. Muy joven, trabajó en la dirección comercial de empresas de prensa y televisión. Posteriormente, se desempeñó como coach de ventas creativas. Impartiendo seminarios en México – Colombia y Centro América. Desde hace once años, tiene a su cargo la última página de la revista semanal de Starline Internacional. Acumulando más de 600 publicaciones sobre temas motivacionales y tácticas de ventas directas.
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