Viaje a un mundo olvidado
Jordi Esteva (Barcelona, 1951) es un nómada vocacional. Nacido en la Barcelona gris de la posguerra, sus lecturas sobre viajes, libros de geografía, atlas, mapas, así como la revista El Correo de la Unesco, a quien su padre se suscribió para que sus hijos pudieran leerla, le permitían escaparse de una realidad insatisfactoria, en un entorno a veces hostil, de alguien que se sabe diferente. “Un día me iré y no me veréis más”, cuenta que repetía de niño. Al borde de convertirse en hombre, pudo realizar su sueño de marchar lejos.
Fotógrafo, cineasta y escritor, Jordi Esteva se mueve perfectamente en esos tres medios, al que debiéramos añadir ahora el de podcastero, neologismo para aquellos que crean podcasts, que no son sino como emisiones (radiofónicas) pensadas para su descarga o escucha en los aparatos electrónicos hoy disponibles. Si algo se le da bien a Jordi Esteva es contar historias. Historias mágicas en sus películas, poéticas en sus imágenes y reflexivas y amenas en sus libros. El fondo y la forma aparecen unidos en su trabajo. Además de la exposición que da pie a este reportaje, y que se
podrá visitar en el Centro Internacional de Fotografía Toni Catany (Carrer del fotògraf Toni Catany 2, Llucmajor, Mallorca), hasta el 25 de mayo de 2025, Jordi Esteva ha publicado en los últimos años dos libros de memorias y reflexiones titulados El impulso nómada (2021) y Viaje a un mundo olvidado (2023), ambos editados por Galaxia Gutemberg. En ellos se encuentran las claves que ayudan a comprender su trabajo y lo que le impulsa a realizarlo. Que no es el impulso nómada, sino su afán por descubrir cosas que luego pueda compartir con sus lectores o espectadores, que no es sino su afán de conocimiento.
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La fantasía de viajar
Su fantasía de viajar lejos no sólo le venía de sus lecturas, sino de las historias de un viaje de trabajo a Egipto con el que su padre embelesaba a él y a su hermana cuando eran pequeños. Su primer viaje fuera de España fue a Tánger, cuando tenía diecisiete años. Allí se dio de bruces con otra realidad. Confiesa que tenía una gran cantidad de prejuicios e ideas preconcebidas sobre el mundo árabe, por una parte fascinante, pero otra llena de prejuicios paternos. Pero su camino de Damasco fue en la televisión marroquí de un cafetín de Tánger, donde emitían una película egipcia sobre las Cruzadas en la que todos los estereotipos eran completamente opuestos: los cristianos invasores eran adefesios traidores y
los reyes musulmanes eran héroes, bellos y de corazón noble. Aquella revelación cambió su forma de pensar, y salió dispuesto a descubrir el mundo con sus propios ojos.
Había viajado a Marruecos para encontrarse con un amigo, Miguel, que vivía en una comuna allí. Eran los tiempos del hipismo. En lo que resultó ser un viaje a ninguna parte.
Muy inquieto, también asistió al Festival de la isla Wight, en 1970, donde tocaron músicos como Free, Joan Báez, Jimi Hendrix, The Doors, Donovan, Miles Davies, Leonard Cohen, Supertramp, The Who, Emerson, Lake & Palmer, The Moody Blues y Jethro Tull, entre otros muchos. Aunque confiesa que aquello ni se veía, ni se oía bien. A veces no sabían ni quien tocaba.
Posteriormente, realizó un viaje, que define como iniciático, con su amiga Marta Sentís (Barcelona, 1949), hija del periodista Carlos Sentís (1911-2011), que también desarrolló después una intensa carrera fotográfica y que como él estaba tocada por el espíritu del nomadismo, que le llevaría a viajar durante más de veinte años a lugares que van desde Oxford o Nueva York hasta Florencia, el Cairo o Yemen, e integrarse y documentar la escena contracultural de la Barcelona del primer postfranquismo y la transición. En un viejo Land Rover todoterreno de su padre recorrieron los países ribereños del Mediterráneo, comenzando por Marruecos y avanzando hacia oriente, hasta iniciar la vuelta por Turquía.
Unos años después, en ese mismo vehículo, Jordi Esteva realizó un viaje a la India junto con un grupo de amigos, en lo que fue otro viaje iniciático por la cantidad de experiencias de todo tipo que les permitió vivir y a las gentes que pudo conocer en su periplo. Eran Jordi Esteva, Xefo Guasch, Carlos Mir y Paco Escudé, a quienes se añadiría Manuel Pijoan, que se quedó inicialmente en Turquía, para unirse después en Kabul, la capital de Afganistán. Aquel viaje cambiaría sus vidas y les uniría para siempre. Sólo la muerte les ha podido ir distanciando. Precisamente durante su estancia en Afganistán, se produjo el golpe de estado que derrocó al último rey del país. Era el 16 de julio de 1973. El grupo tuvo que desistir de viajar allí,
sin poder encontrarse con Manuel Pijoan. En la frontera, la policía iraní les tomó por espías, hasta que, no sin muchos trabajos, consiguieron acceder a Pakistán en su camino a la India a través de Baluchistán, la región más occidental, para encontrarse allí con guerrilleros baluchis, ya que se trata de una zona separatista desde la creación de Pakistán, en 1947.
La India era un lugar muy popular entre el movimiento hippy de la época. Además, The Beatles habían popularizado la espiritualidad india al asistir a Rishikesh, en el norte del país, a unas sesiones de formación en meditación trascendental impartidas por el gurú Maharishi Mahesh Yogi (1917-2008), con quien rompieron relaciones tras
unos pretendidos abusos, aparentemente delatados por Mia Farrow, que les acompañaba.
El grupo del Land Rover visitó al Dalai Lama en su exilio de Daramsala, en el norteño estado indio de Himachal Pradesh, para viajar luego a Nueva Delhi y Benarés, donde recuperaron a su amigo Manuel Pijoan.
Después, vuelta a Barcelona y una total desubicación. Una vez que se alimenta el impulso nómada, el genio está fuera de la botella, ya no hay forma de volverlo a meter dentro. Sin embargo, aquel viaje le sirvió a Jordi Esteva también para cimentarse como fotógrafo, por más que hubiese descuidado el blanco y negro, que es en el que desarrollado su carrera, por unas fotos en color de mejor encaje comercial en aquel momento.
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En esa época se muda a vivir a un ático con Marta Sentís, en la exuberante Barcelona de los años setenta, donde todo ocurría y donde todo podía ocurrir. Se curtió en el cuarto oscuro de Marta y comenzó a desarrollar su propia visión fotográfica, la del fotógrafo en que llegó a convertirse y que conocemos hoy.
Luego vinieron más viajes, a Jartum, la capital del Sudán, y a Egipto, donde se encontró de verdad a gusto y consigo mismo. Allí permaneció durante cinco años siendo feliz, viajando por oasis y fotografiando a sus gentes en un trabajo de investigación antropológica, hasta que el 24 de enero de 1985 la policía egipcia le detuvo en el oasis de Dajla, prácticamente el centro de Egipto, sin darle explicaciones. La acusación, falsa, de su pertenencia a un grupo trotskista era muy grave en aquel momento. Según informó la prensa española, fue internado en la siniestra prisión de Al Qanater —hoy sólo prisión de mujeres—, donde se mezclan presos comunes con políticos, y no fue liberado hasta nueve días después, tras un juicio absurdo, para ser deportado por la policía con prohibición expresa de regresar al país. “Lo que más lamento es tener que abandonar mi trabajo, un libro de carácter etnográfico en el que he trabajado durante dos años y que ha quedado incompleto. Me gustaría que me dejasen volver para acabarlo”, dijo entonces. Ni siquiera le devolvieron las cámaras y los últimos carretes que había expuesto.
A su vuelta a Barcelona se encontró un panorama completamente distinto del que había dejado. La Barcelona del desencanto, el sida, la heroína… Ya no era su ciudad. La exuberancia de los años setenta se había diluido. Tras una serie de descensos a los infiernos, se integró en la segunda época de la revista Ajoblanco como redactor jefe y director de arte, llamado por Pepe Ribas su fundador. Ajoblanco era —aunque se sigue publicando en su tercera
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Iniciada del santuario de Bongouanou. Costa de Marfil, 1998. © Jordi Esteva.
época ya no sé como es— una revista que iba de lo ácrata a lo contracultural, de lo marxista a lo hippy, y que fue emblemática para los que éramos jóvenes entonces. Desde 1987 y hasta 1993, Jordi Esteva realizó para la revista multitud de entrevistas, redactó artículos y, desde luego, siguió haciendo fotos, especialmente retratos.
Tras abandonar la publicación, comenzó una fecunda etapa como
cineasta, fotógrafo y escritor. Aquel niño que de pequeño leía la revista El Correo de la Unesco, gracias a que su padre se suscribió a ella para que él y su hermana pudieran sorprenderse con las fotografías de las maravillas del mundo, poco podría imaginar en su infancia que décadas después trabajaría para ese organismo de las Naciones Unidas con el encargo de realizar un trabajo fotográfico sobre
la medina de Marrakesh, en el ámbito del proyecto Patrimonio 2001.
La exposición
Podríamos considerar la actual exposición del Centro Internacional de Fotografía Toni Catany como una antológica, un cuaderno de memorias, como sus dos últimos libros, en este caso con imágenes que más allá de la palabra permiten expresar lo inefable.
La exposición se abre con una imagen que Toni Catany realizó en Ghana en noviembre de 1995. También viajero impenitente, el fotógrafo no dejó de recorrer el mundo desde 1968, año en que viajó con Baltasar Porcel (1937-2009) a Egipto e Israel para la revista Destino, hasta 2013, el año de su fallecimiento.
Se trata de una fotografía que resulta bella, conmovedora y, tras la explicación de Jordi Esteva, perturbadora. Lo que ve el espectador es un paisaje hermoso lleno de la delicada poética que caracteriza la obra de Catany. Una playa con el mar en calma, donde unos niños se entretienen o ayudan con una barca. Al
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Cañón del Chicamocha Colombia, 2011. © Jordi Esteva.
La siesta de Ahmed. Socotra, 2007. © Jordi Esteva.
fondo, una línea de palmeras flanquea un bien conservado castillo. Sin embargo, la imagen esconde un mensaje terrible. El hermoso castillo es el de San Jorge de la Mina en Elmina (Ghana). La población debe su nombre a esta fortificación fundada en 1482 por Juan II de Portugal para proteger el comercio del oro, que fue visitada por Cristóbal Colón en sus viajes por la costa africana. Sin embargo, con el tiempo se convertiría en un lugar de abyección total, ya que se usaba para almacenar a las personas cautivas que serían luego
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vendidas como esclavas para satisfacer la necesidad de mano de obra en el Nuevo Mundo. Así, en la imagen, nada es lo que parece y, conocida la historia, además de hermosa nos debe hacer reflexionar sobre este tráfico que degrada a toda la humanidad, no sólo entonces, sino ahora con sus equivalentes modernos.
En palabras de Laura Terré, comisaria de la exposición, las fotografías de Jordi Esteva “son fotos del ahora, pero de otro sitio. Cuestionan la supremacía de la cultura occidental y desplazan el eje hacia otros puntos del planeta que para nosotros pertenecen a mundos de leyenda, pero que para su autor son lugares en los que ha vivido, y así los ha fotografiado. Optar por la contemplación de aquel mundo lento y antiguo, a punto de desaparecer, fue la corazonada que permitió el crecimiento de una obra densa, profunda y singular, sin un igual, sin tribu, en el panorama de la fotografía española. La obra de Jordi Esteva es libre porque sólo obedece a principios como mandatos del destino, alejados del concepto de triunfo, del aplauso de la crítica o de la presencia en festivales y galerías”. Nosotros las hemos definido como antropología poética, una búsqueda para conocer al otro, quizá una forma de conocerse a sí mismo FV Alfonso del Barrio