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Conciencia, razón y fe En este artículo se presentan tres elementos fundamentales de la existencia humana. La conciencia es la capacidad humana de distinguir entre el bien y el mal. La razón sirve para poder entender el mundo, la Sagrada Escritura y el Evangelio. La fe significa orientar la vida a Dios, la confianza en su obrar que produce salvación.
La conciencia La capacidad de poder distinguir entre el bien y el mal forma parte de la naturaleza humana. Esta capacidad existente en el hombre y que puede ejercer influencia decisiva en sus pensamientos y sus acciones, se llama conciencia. El hombre no siempre le hace caso espontáneamente a esa voz interior que le indica qué es bueno y qué es malo, más bien la pasa por alto o incluso trata de hacerla callar. El término “conciencia” aparece pocas veces en la Sagrada Escritura, pero el tema está mencionado reiteradamente. La conciencia como un don que el hombre ha recibido de Dios, es designada en la Sagrada Escritura con distintos conceptos.1 En el Antiguo Testamento figura muchas veces en lugar de la conciencia la imagen del corazón, el cual percibe la voz de Dios y revela las pautas para obrar y pensar correctamente. Así dice en Deuteronomio 30:14: “Porque muy cerca de ti está la palabra, en tu boca y en tu corazón, para que la cumplas”. El Apóstol Pablo muestra frente a ello, que no sólo a los hombres bajo la ley mosaica sino también a los gentiles les ha sido colocada en el corazón la voluntad de Dios: “Porque cuando los gentiles que no tienen ley, hacen por naturaleza lo que es de la ley, […] mostrando la obra de la ley escrita en sus corazones, dando testimonio su conciencia...” (comparar con Ro. 2:14-15). Todos los hombres llevan en su interior la convicción de lo que Dios quiere y lo que está en conformidad con Él; todos poseen tal conciencia.
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El término “conciencia” se utiliza en muchos otros contextos, por ejemplo sociológicos, filosóficos, psicológicos, a los que aquí no nos referiremos.
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Por la caída en el pecado, el hombre pecador ha perdido la seguridad y el sostén que le brindaba su obediencia a Dios. Aquí sólo la instancia de la conciencia puede ayudar a tomar decisiones que respondan a la voluntad de Dios. No obstante, pueden tomarse decisiones equivocadas especialmente cuando la conciencia no es guiada por la razón y la fe. Además, la voz interior del hombre puede ser desatendida cuando le obstaculiza alcanzar sus metas y realizar sus propósitos. En su conciencia, el hombre que por el pecado se vuelve hacia sí mismo es capaz de percibir la voluntad de Dios. Así, a través de la instancia de la conciencia, la voluntad del individuo puede ser guiada hacia el bien. De ahí que el hombre deba esforzarse constantemente por formar y aguzar cada vez más su conciencia por medio de la ley escrita en su corazón. Romanos 2:14 y los versículos que siguen hablan sobre ello. En la conciencia se evalúa qué es bueno y qué es malo. Cuando la razón y la fe determinan la conciencia, esto ayuda al hombre a obrar sabiamente. También le permite reconocer si está en deuda frente a Dios y frente a su prójimo, sacando a la luz dónde ha transgredido la voluntad de Dios, habiendo pensado y obrado en oposición a sus disposiciones. El hombre se debe reconocer en primer lugar a sí mismo haciendo un examen de conciencia. Si esto le manifiesta al hombre que ha pecado y que carga con culpa, y el pecador se deja guiar por la penitencia y el arrepentimiento, Dios le ofrecerá el perdón proveniente de la gracia del mérito de Cristo. Este es el camino colocado por Dios para la justificación del hombre caído en el pecado. El Santo Bautismo con Agua puede ser experimentado por el hombre como una dedicación de Dios que le transmite salvación: “El bautismo que corresponde a esto ahora nos salva ([...] como la aspiración de una buena conciencia hacia Dios) por la resurrección de Jesucristo” (1 P. 3:21). La palabra de Dios da fuerzas al hombre para seguir transitando el camino a la salvación. De esa manera, permanentemente se va formando la conciencia, lo cual ayuda a reconocer la voluntad de Dios de forma cada vez más clara. La “buena conciencia” no sólo tiene su origen en el hombre, sino también en la dedicación de Dios que le transmite salvación y en la obediencia del hombre orientada a ello. Experimentar la gracia colma el corazón con la paz de Dios; la conciencia, que reprende al hombre por sus pecados, se tranquiliza. La 1º epístola de Juan (3:19-20) lo resume con las palabras: “Y en esto conocemos que somos de la verdad, y aseguraremos nuestros corazones delante de él; pues si nuestro corazón nos reprende, mayor que nuestro corazón es Dios, y él sabe todas las cosas”.
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La razón Así como la conciencia, también la razón es un don de Dios que distingue al hombre de todas las demás criaturas como imagen de Dios. Le ayuda particularmente en la conformación de su existencia y en la concepción de su entorno. Como ya ha sido señalado, la conciencia y la razón están estrechamente relacionadas. La conciencia puede verdaderamente señalar la dirección a seguir y constituirse en una capacidad crítica cuando también es sostenida por la razón. La razón se evidencia en que el hombre, al utilizar su entendimiento y sus conocimientos, piensa y actúa. De esa manera, a sabiendas o no, es responsable ante Dios y ante sí mismo. El hombre es capaz de reconocer hechos e investigar sus causas. Se reconoce a sí mismo como individuo y se ve en su relación con el mundo. En definitiva, la razón es una dádiva de Dios para el hombre, la cual lo puede guiar hacia una conducta correcta: “Les dio [a los hombres] razón, idioma, ojos, oídos y entendimiento para pensar” (Sirach 17:5). El hombre ha recibido de Dios el encargo de “sojuzgar la tierra” (comparar con Gn. 1:28). En su afán por saber, quiere que todo lo que hay en la creación le sea accesible y útil. Si esto lo hace con responsabilidad ante Dios y la creación, el hombre actúa con inteligencia, conforme al don recibido de Dios. En la Biblia, la razón también es designada con el concepto “sabiduría”. Entendida como la capacidad para reconocer, la sabiduría se atribuye al obrar de Dios. “Porque Él [Dios] me ha dado el reconocimiento certero de todas las cosas, para que yo supiera cómo ha sido creada la tierra, y la fuerza de los elementos” (Sabiduría de Salomón 7:17). El Apóstol Pablo también utiliza para “razón” el concepto de “sabiduría humana”. Esta le proporciona al hombre el intelecto, a través del cual busca ahondar en los misterios divinos (comparar con 1 Co. 1:21). Si el hombre se elevase por sobre los preceptos divinos, y por ende, por sobre Dios mismo, desestimando la sabiduría divina como una locura, esto significaría en definitiva que la razón estaría desestimando la fe (comparar con 1 Co. 2:1-16). Tal tendencia puede ser reconocida claramente en muchos ámbitos del mundo industrializado, a partir de la Ilustración. Se puede ver también allí donde el afán por saber no está subordinado a la responsabilidad frente a Dios y a la creación. Así, la razón humana siempre es imperfecta por causa del pecado. Por eso, desde la perspectiva de la fe, una actitud que defina a la razón como el parámetro de todas las cosas, es puesta en evidencia como una locura: “Pues está escrito: `Destruiré la sabiduría de los sabios, y desecharé el entendimiento de los entendidos´. ¿Dónde está el sabio? ¿Dónde está el escriba? ¿Dónde está el disputador de este siglo? ¿No ha enloquecido Dios la sabiduría del mundo?” (comparar con 1 Co. 1:19-20).
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No es posible para la razón humana, en su finitud, concebir a Dios en su infinitud. Su obrar va más allá de toda razón humana. Por eso el hombre debe ser siempre consciente de que jamás logrará con su razón sondear por completo en lo divino (comparar con Ro. 11:33). Aunque la razón no puede ser el parámetro de todas las cosas, es necesaria, por ejemplo, para reconocer coherencias espirituales y materiales. Sin la razón no se pueden aceptar ni entender las palabras e imágenes de la Sagrada Escritura. Asimismo la necesitamos para profesar la doctrina de Jesús delante de los hombres. La razón es un don divino, pero no el mayor de todos los bienes (comparar con Fil. 4:7). Por lo tanto, no se la puede tomar como el único parámetro de la vida del hombre. Siempre que la razón sea tentada a levantarse en contra de lo divino, falta responsabilidad ante Dios. Por la fe, el creyente se sabe comprometido a luchar en contra de tal arrogancia: “Derribando argumentos y toda altivez que se levanta contra el conocimiento de Dios, y llevando cautivo todo pensamiento a la obediencia a Cristo” (2 Co. 10:5).
La fe Si se habla de la conciencia y la razón, también hay que referirse a la fe, que es la magnitud decisiva de la relación del hombre con Dios. La fe no es algo adicional para la vida con y de Dios, sino que es la categoría definitoria que en todo caso hace posible esa vida. En los textos hebreos del Antiguo Testamento no se encuentra la palabra “fe”. Allí donde figura este término en las traducciones actuales, dice originalmente: “confianza”, “fidelidad”, “obediencia”, “esperanza” o “seguridad”. Todos estos significados vibran en la única palabra “fe”. Hebreos 11:1 destaca dos aspectos importantes de la fe: “Es, pues, la fe la certeza de lo que se espera, la convicción de lo que no se ve”. Certeza significa confiar en la voluntad divina de salvación y orientar su vida en ella. Convicción significa no dudar de que el mundo del más allá, aunque es invisible, es aceptado como una realidad igual al mundo visible. Al comienzo de la fe siempre está Dios, quien se revela a través de palabras y obras. Mientras el hombre confía plenamente en Dios, es capaz de obedecerle. La desobediencia hace que el hombre peque y tenga culpa frente a Dios. A partir de entonces el hombre rompe su relación con su Creador. Si quiere volver a alcanzar la comunión con Dios, es imprescindible que tenga fe: “Pero sin fe es imposible agradar a Dios; porque es necesario que el que se acerca a Dios crea que le hay, y que es galardonador de los que le buscan” (He. 11:6).
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Para los modelos de la fe del tiempo del antiguo pacto, la salvación todavía pertenecía al futuro (comparar con He. 11:39). Cuando Dios se encarna en Jesucristo, se cumplen las promesas del Antiguo Testamento. La fe adquiere entonces una nueva dimensión: ahora está dirigida al Redentor, a Jesucristo. Teniendo fe en Él es posible ser reconciliado con Dios y estar en comunión con Él. Esta fe es la que promueve el Hijo de Dios: “Creéis en Dios, creed también en mí” (Jn. 14:1). Él determina, con todas sus consecuencias, cuál es el efecto de no tener fe: “[…] porque si no creéis que yo soy, en vuestros pecados moriréis” (Jn. 8:24). A aquellos que creen en Jesucristo como el Hijo de Dios y lo aceptan, les han sido prometidas cosas grandiosas: no se perderán, sino que tendrán vida eterna (comparar con Jn. 3:16). La verdadera fe cristiana se basa siempre en primer término en la gracia de Dios de la elección y la revelación. Esto surge de la confesión del Apóstol Pedro: “Tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente” y de la respuesta que Jesús dio a continuación: “Bienventurado eres, Simón, hijo de Jonás, porque no te lo reveló carne ni sangre, sino mi Padre que está en los cielos” (Mt. 16:16-17). La fe es una dádiva de Dios, la produce el Espíritu Santo, y al mismo tiempo la fe constituye una tarea para el hombre. Si el hombre acepta la palabra de Dios, confía en ella y obra acorde a ella, tendrá una fe viva que lo llevará a la salvación.
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