Humillación y exaltación de Jesucristo

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Humillación y exaltación de Jesucristo Al comienzo de las explicaciones sobre la humillación y exaltación de Jesucristo se hace referencia a que Dios en Jesucristo verdaderamente adoptó la condición de hombre. Esta condición de ser verdadero hombre se fundamenta en la autohumillación del Hijo de Dios, que dejó de lado todo su poder y gloria ingresando en la esfera de lo humano y terrenal. El tema de la autohumillación y exaltación de Cristo es presentado en Filipenses 2:6-11. La autohumillación halla su expresión en que Jesús está en completa obediencia frente a la voluntad de Dios. La humillación se hace realidad plenamente en el padecimiento y la muerte en la cruz. A través de la resurrección y ascensión acontece la exaltación de Jesucristo, haciéndose visible su naturaleza humana glorificada y su naturaleza divina.

La condición de verdadero hombre adoptada por Dios en Jesucristo Una de las afirmaciones fundamentales del Nuevo Testamento y de la fe cristiana es que Dios se hizo hombre en Jesucristo. Esta encarnación de Dios tiene consecuencias decisivas. Dios, el Hijo, ingresó en Jesucristo en la esfera de lo terreno y pasajero. Se convierte así en parte de la historia de la humanidad; nació y murió. En Juan 1:14 se aborda este acontecimiento: “Y aquel Verbo fue hecho carne, y habitó entre nosotros”. Las otras personas pudieron tratar al Hijo de Dios hecho carne, o sea a Jesucristo, como a uno de sus pares. Es más, los Evangelios destacan que muchas personas de aquel tiempo no hacían diferencia alguna entre Jesús y otros predicadores peregrinos u obradores de milagros. Por otro lado también se percibía que Jesús se presentaba reivindicando una estrecha relación con Dios. Así, por ejemplo, cuando se presentó con gran poder en su ciudad natal de Nazaret, fue rechazado por sus habitantes, ya que ellos lo conocían: “¿No es éste el carpintero, hijo de María, hermano de Jacobo, de José, de Judas y de Simón? ¿No están también aquí con nosotros sus hermanas? Y se escandalizaban de él” (Mc. 6:3). El Hijo de Dios, que se presenta ante los hombres en Jesucristo, muestra en primer lugar todas aquellas características que también tienen las demás personas: tiene una profesión, es hijo y hermano. Además, los Evangelios dejan ver que Jesús come con otras personas, festeja con ellas y también comparte el duelo con ellas. Por lo tanto,

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se puede descubrir en Él todo el espectro de lo humano. ¿No se podía entonces fácilmente llegar a pensar que se trataba de una persona normal con capacidades extraordinarias? A tales ideas, expresadas una y otra vez, el Nuevo Testamento les hace frente con total claridad. Entiende la condición de hombre adoptada por el Hijo de Dios como una autohumillación. Por ende, todos los rasgos humanos que se evidencian en Jesucristo son señales de que Dios descendió y se puso al nivel del hombre.

La encarnación como autohumillación de Dios Volvemos al pensamiento de que la encarnación del Hijo de Dios es entendida en el Nuevo Testamento como una autohumillación. Esta interpretación halla su más clara expresión en el así llamado himno cristológico de la epístola a los Filipenses (2:6-11) Este texto se trata de un himno, un canto de alabanza, que era cantado o recitado por la comunidad. Fil. 2:6-7 habla en primer lugar de la naturaleza celestial o de aquende del Hijo de Dios, es decir de su condición de exaltación y gloria: “El cual, siendo en forma de Dios, no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse, sino que se despojó a sí mismo, tomando forma de siervo, hecho semejante a los hombres”. La afirmación de que tenía “forma de Dios” hace referencia a que está por encima de todo. Él es “igual a Dios” sin ser idéntico a Él. En el himno de Filipenses, cuando se habla de “Dios” se alude primero al “Padre”. Padre e Hijo se diferencian claramente. La “forma” –se puede entender como naturaleza o esencia– del Hijo, no obstante, es la forma “de Dios”. Aquí se puede ver la unidad y similitud en la esencia del Hijo y del Padre, en tanto se van preparando otras afirmaciones dogmáticas sobre la igualdad en la naturaleza del Padre y del Hijo. Los cristianos creen que Jesús es verdadero hombre y también verdadero Dios. Como verdadero hombre, Jesús compartió con los seres humanos todo el espectro de las sensaciones físicas y espirituales. Se presentó como verdadero Dios con la autoridad de perdonar pecados, en los milagros que hacía y en el anuncio de la voluntad divina. La naturaleza divina de Jesús se manifiesta en Juan 10:30: “Yo y el Padre uno somos”. A su autoridad divina se refieren las palabras de Juan 14:6: “Nadie viene al Padre, sino por mí” (compararlo con el Catecismo de la Iglesia Nueva Apostólica, 3.4.3). A pesar de la consustancialidad del Padre y del Hijo, se acentúa una diferencia, la cual se expresa en el acto voluntario del Hijo, que “no estimó el ser igual a Dios como cosa a que aferrarse” (versículo 6). La formulación y el sentido de esta afirmación son cuestionados, ya que ni en el Antiguo ni en el Nuevo Testamento se encuentra una expresión así. Esta frase puede ser entendida en el sentido de que no se trataba de alguien “ávido” por quedar en la esfera divina. El Hijo de Dios no se sujetaba

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egoístamente a la gloria, la omnipotencia divina, la omnisciencia, etc., sino que desistía de ello y descendía a un nivel que en realidad no era el apropiado para Él y por ende, a una situación que le era completamente indigna. La encarnación de Dios en Jesucristo es el “despojarse” de la gloria divina y el tomar la “forma de siervo”. El concepto “forma de siervo” está directamente opuesto a la “forma de Dios” mencionada al comienzo, en la que el Hijo de Dios se encontraba en la existencia celestial. Al mismo tiempo, este concepto hace pensar en la forma propia del Antiguo Testamento, la de un siervo, descripta por ejemplo en Isaías 53. El tomar la forma de siervo repercute en otra cosa decisiva, que es que el Hijo de Dios fue “hecho semejante a los hombres”. El Hijo de Dios deja la esfera celestial y entra en el espacio de los hombres, siendo percibido como hombre entre los seres humanos. Los Evangelios informan de múltiples maneras de esta condición de hombre y de sus necesidades (comparar con Mt. 8:20). El Hijo de Dios hecho hombre se encuentra sobre la tierra como un desconocido. Esto también está expresado en Juan 1:11: “A lo suyo vino, y los suyos no le recibieron”. Además los Evangelios informan sobre la exteriorización humana de sentimientos por parte de Jesucristo, que documentan su condición real de hombre: tiene hambre y sed, se cansa, siente temor y dolor (comparar con Jn. 4:6; 12:27).¹ Ya con su nacimiento como ser humano prescindió de su condición superior y pasó a la bajeza humana. Por lo tanto, se solidarizó con el hombre y soportó los sufrimientos y las opresiones.

La obediencia como expresión de autohumillación La autohumillación del Hijo de Dios, que en realidad concierne a toda su vida como hombre y que ya en su nacimiento se expresa en el pesebre, tiene por objetivo aceptar con obediencia el padecimiento y la muerte. El hecho de que el Hijo de Dios era obediente a su Padre, queda en claro por ejemplo en la oración de Jesús en Getsemaní: “Padre mío, si es posible, pase de mí esta copa; pero no sea como yo quiero, sino como tú” (Mt. 26:39). La epístola a los Romanos destaca la importancia de la obediencia. Jesucristo es el nuevo Adán, a través del cual vino justificación y vida; esto es posible porque Él fue obediente (comparar con Ro. 5:19). La dimensión de la obediencia de Jesús que produce salvación también es destacada por Hebreos 5:8-9: “Y aunque era Hijo, por lo que padeció aprendió la obediencia; y habiendo sido perfeccionado, vino a ser autor de eterna salvación para todos los que le obedecen”. ¹ ver „El himno cristológico en la epístola a los Filipenses“, Doctrina y reconocimiento, Nuestra Familia de abril 2009

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Con la mención de la “muerte de cruz” de Filipenses 2:8, el motivo de la humillación se vuelve más trascendente. No sólo es una muerte como la que todos tenemos que morir, la que el Hijo de Dios hecho hombre debe soportar, sino que es una muerte especialmente ignominiosa la que debe sufrir. Puesto que: “Maldito todo el que es colgado en un madero“ (Gá. 3:13). Cuán lejos llega la humillación, lo muestra precisamente la muerte en la cruz.

La obediencia fundamenta la exaltación de Jesucristo La autohumillación y la muerte en la cruz, no obstante, no constituyen el final del camino del Hijo de Dios. Conforman más bien el fundamento para que Jesucristo vuelva a ser instituido en sus derechos divinos: “Por lo cual Dios también le exaltó hasta lo sumo“ (Fil. 2:9). Así como la autohumillación fue una decisión voluntaria del Hijo de Dios preexistente, ahora la exaltación es un acto de Dios, el Padre, en Él. El motivo de la exaltación tiene diferentes aspectos en el Nuevo Testamento, así por ejemplo se entiende como exaltación la resurrección de Jesús de los muertos (comparar con Ro. 1:4). Únicamente por la muerte y resurrección se fundamenta la salvación para el hombre, únicamente por la resurrección se legitima a Jesucristo como el Redentor, como el Salvador (comparar con 1 Co. 15:17). La exaltación acontece finalmente por la ascensión (comparar con Hch. 2:33). La exaltación de Jesucristo después de su ascensión está vinculada en la epístola a los Filipenses con un nombre que en ese momento recibe de Dios. El nombre, según la comprensión que se tenía en la antigüedad, no era un nombre cualquiera, sino que aludía a la esencia de la persona (u objeto) que llevaba ese nombre. Encontramos por ejemplo en Hebreos 1:4 cómo se le da énfasis a ese nombre. El nombre “que es sobre todo nombre” (Fil. 2:9), destaca que quien lo lleva tiene esencia divina y una existencia como Dios. El nombre que le pone Dios, es “Señor” (en griego = kyrios; versículo 11). En el versículo 10 se exige que “se doble toda rodilla”. Esta formulación hace recordar a Isaías 45:23: “Que a mí se doblará toda rodilla, y jurará toda lengua”. En el libro de Isaías, Dios habla de sí mismo, mientras que la epístola a los Filipenses hace referencia a Jesucristo. Así se alude a la existencia humana del Hijo de Dios, acentuándose la vinculación entre la gloria celestial, la humillación y la exaltación. Los poderes de la creación visible y la creación invisible están ahora bajo el dominio del Hijo de Dios. El himno finaliza con la confesión a Jesús como el Señor y soberano de toda la creación. Se convoca a que “toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre” (Fil. 2:11).

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Jesucristo, verdadero hombre y verdadero Dios Los enunciados sobre la humillación y exaltación de Jesucristo forman parte del contexto de la doctrina de sus dos naturalezas, la humana y la divina. Su naturaleza humana se considera relacionada con la humillación del Hijo de Dios, mientras que su naturaleza divina alude a la condición de exaltación que mostró antes de su nacimiento a través de la virgen María y después de su resurrección y ascensión. La autohumillación plantea la pregunta de cuán seriamente es tomada la condición humana del Hijo de Dios. Esta pregunta ha sido considerada intensivamente con la ayuda de Filipenses 2:6:11 ante todo en la teología luterana. Así finalmente fue formulada la doctrina de los dos estados de Cristo, el estado de humillación y el estado de exaltación. La condición de autohumillación o despojo (kenosis) duró desde la concepción de Jesús hasta su sepultura. En el tiempo que vivió sobre la tierra, Jesucristo no expresó plenamente su naturaleza divina, por ejemplo renunció ampliamente a su omnipotencia, omnipresencia y omnisciencia. No obstante, a veces aparecían en las obras y palabras de Jesús elementos de omnisciencia: Llegó junto a los discípulos en el mar cuando había una tempestad –Juan 6:16 ss.– y conocía los pensamientos de las personas que lo rodeaban. En cierta medida, el Hijo de Dios se imponía límites a sí mismo. El Verbo hecho carne, o sea Jesucristo, compartió con los hombres todo el espectro de las sensaciones físicas y espirituales (hambre, sed, miedo, carácter transitorio, limitaciones, etc.). Así, Jesús poseía un cuerpo con las respectivas necesidades. Lucas 2:52 informa que Jesús crecía en sabiduría, en estatura y en gracia para con Dios y los hombres. Festejó junto con los invitados en la boda de Caná. Se entristeció cuando Lázaro había muerto. Tuvo hambre cuando estaba en el desierto. Tuvo sed cuando se encontró con la mujer en la fuente de Jacob. Los azotes de los soldados también le produjeron dolor y cuando estuvo frente a la muerte en la cruz, confesó: “Mi alma está muy triste, hasta la muerte; quedaos aquí, y velad conmigo” (Mt. 26:38). La doctrina de la autohumillación del Hijo de Dios hace más comprensibles algunas conductas humanas de Jesús. Muchas veces se discute la verdadera condición divina de Jesucristo señalando que Él adoraba al Padre o bien cuando le dijo con actitud negativa al joven rico: “¿Por qué me llamas bueno? Ninguno hay bueno, sino sólo uno, Dios” (Mc. 10:18). Estas afirmaciones dejan en claro que Jesús como verdadero hombre sólo hacía referencia a la gloria y majestuosidad de Dios y no requería para sí mismo ningún tipo de honor o deferencia. Se mostraba a los hombres en su bajeza e impotencia. En su bajeza, Jesús como el Hijo de Dios dejó en claro al hombre a manera de ejemplo, cómo uno debe conducirse ante Dios y el prójimo.

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La bajeza con la que el Hijo de Dios actuaba, también comprende la impotencia por la cual quedó expuesto a la violencia y brutalidad humanas. Jesús soportó todo esto para dejar en claro la injusticia de las circunstancias humanas, indicando que Dios es el soberano justo y ciertamente ostenta su potestad en todo el mundo. Una señal directa de este poder soberano de Dios es la resurrección de Jesús de los muertos. Jesús, el hombre en su bajeza e impotencia, es glorificado. En este hecho, como dice en 1 Corintios 15, se fundamenta la resurrección de todos los hombres que pertenecen a Jesucristo. También ellos son elevados de la bajeza a la gloria de Dios, a la vida divina. La humillación del Hijo de Dios finaliza con su resurrección, no obstante permanecen en Él sus dos naturalezas, la naturaleza humana glorificada y la naturaleza divina, también después de la resurrección y ascensión. El estado de exaltación que sigue después del de humillación, comprende la resurrección, ascensión y el hecho de que Cristo esté sentado a la diestra del Padre. Por la victoria sobre la muerte, Jesucristo se ha despojado de todos los lados adversos de la naturaleza terrena (miedo, desesperación, etc.), haciéndose visible su naturaleza humana perfecta. Al mismo tiempo, el Hijo de Dios muestra ampliamente su naturaleza divina, pues ahora se muestra nuevamente perfecto como Omnisciente, Eterno y Omnipresente. En el retorno de Cristo, las primicias que serán arrebatadas hacia Él, verán a Dios, el Hijo, tal como Él es: como hombre glorificado y verdadero Dios.

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