Responsabilidad por la creación

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Iglesia Nueva Apostólica Internacional

Responsabilidad por la creación En este artículo nos ocuparemos de la pregunta de cuál es la relación del hombre con el mundo creado y cómo pueden vincularse la fe en la creación, según la cual Dios es responsable de la creación, y la ética de la responsabilidad, según la cual el hombre también es responsable.

El mundo como creación La posición del cristiano frente al mundo en general y la naturaleza en particular, surge de la fe en la creación: la percepción del mundo como creación es uno de los fundamentos de la fe en Dios. Lo confesamos en el primer artículo de la fe: “Yo creo en Dios, el Padre, el Todopoderoso, el Creador del cielo y de la tierra. El mundo creado por la palabra de Dios no tiene en sí fundamento de existencia, sólo existe por Dios (comparar con Ro. 11:36). El pensamiento que vincula la creación y la conservación del mundo, es conocido por la dogmática como „creatio continua”, lo cual expresa que el mundo no es una obra iniciada una vez por Dios, que funciona en forma autónoma conforme a los principios de legalidad y a las leyes de la naturaleza, por así decirlo como un reloj al que una vez se le dio cuerda, sino que existe sólo mientras Dios lo quiera y lo afirme continuamente. Por consiguiente, la creación sigue obrando permanentemente en la continuidad del mundo. Desde el comienzo del mundo hasta su final, Dios una y otra vez crea cosas nuevas. De esa manera, toda la creación, la naturaleza animada y la inanimada, en cada instante de su existencia depende de la omnipotencia del Creador y en su conservación y preservación está supeditada a Él. La dependencia de Dios de todo lo existente y la subordinación a Él quedan expresadas en el Nuevo Testamento con las palabras: “Porque de él, y por él, y para él, son todas las cosas” (Ro. 11:36).

Dios, el Señor de la historia y la naturaleza Dios se muestra en la creación no sólo como el Señor de la historia, sino asimismo como el Señor de la naturaleza; sus disposiciones conforme a las leyes y, de ese modo, su continuidad, obedecen a su voluntad: “Mientras la tierra permanezca, no cesarán la sementera y la siega, el frío y el calor, el verano y el invierno, y el día y la noche” (Gn. 8:22). El mundo material sólo tiene permanencia mientras Dios lo quiera y lo afirme. Esto significa que el obrar libre de Dios, así como se reconoce en la historia del mundo y en la historia de la D&E © 2012 Iglesia Nueva Apostólica Internacional

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salvación, también incluye a la naturaleza. Todo lo que acontece en la naturaleza se desarrolla en tiempo y espacio y es presente delante de Dios, el Eterno, ante quien un día es como mil años y mil años como un día (comparar con con 2 P. 3:8). Como finita y pasajera, la creación material alude a la inmutabilidad y la eternidad de Dios: “Tú, oh Señor, en el principio fundaste la tierra, y los cielos son obra de tus manos. Ellos perecerán, mas tú permaneces; y todos ellos se envejecerán como una vestidura, y como un vestido los envolverás, y serán mudados; pero tú eres el mismo, y tus años no acabarán” (He. 1:10-12).

El hombre como soberano de la naturaleza El hombre adoptó un rol especial en la creación y entre las criaturas, recibiendo para ello el encargo de Dios: “Llenad la tierra, y sojuzgadla, y señoread en los peces del mar, en las aves de los cielos, y en todas las bestias que se mueven sobre la tierra” (Gn. 1:28). Este encargo del hombre para ser soberano sobre la tierra y el resto de las criaturas se fundamenta en su semejanza con Dios; hace referencia a que el hombre es partícipe de la soberanía de Dios y existencialmente tiene una responsabilidad frente a Dios. Ya a causa de la doctrina de la creación, la idea de una autonomía del hombre, por ende, no es compatible con la imagen cristiana del hombre, pues su relación con el mundo fue siempre la que le ha sido encomendada por Dios. Con la caída en el pecado cambia la relación del hombre con el resto de la creación: ahora la naturaleza se vuelve enemiga del hombre, ahora de la tierra maldita, que produce espinos y cardos, se deben conseguir los frutos con dolor. La naturaleza se convierte en una amenaza para el hombre, lo que quedó de manifiesto con el diluvio (comparar con Gn. 7:11-12 y 22). La soberanía del hombre sobre el mundo animal también adquiere una nueva calidad, caracterizada por el temor y el miedo (comparar con Gn. 9:2).

El hombre como amenaza para la naturaleza La idea de que el hombre mismo podría convertirse en una amenaza para la creación, es ajena a la imagen bíblica del mundo. En el proceso de la civilización, la soberanía sobre la naturaleza se transformó para el hombre en cuestión de supervivencia. Debía defender su vida frente a las amenazas de su enemiga, la naturaleza, que irrumpen sobre la humanidad en forma de epidemias, sequías y catástrofes naturales. Recién cuando aparecieron los instrumentos técnico-científicos para dominar la naturaleza, surgió una concientización del peligro que sufren los medios básicos de subsistencia por la explotación desconsiderada de los recursos naturales. La desazón se articuló en principio filosóficamente como crítica de la razón instrumental, acompañada por la discusión sobre la responsabilidad de la ciencia, la cual se enardecía por el descubrimiento de la fisión nuclear y sus consecuencias. Por primera vez en la historia existe la posibilidad real de que una soberanía desenfrenada sobre la naturaleza puede conducir a la extinción de toda vida sobre la tierra; es más, se cuestiona la continuidad del mundo como espacio vital asignado al hombre. En vistas de estos desafíos, también se levantó la pregunta sobre una ética de responsabiliD&E © 2012 Iglesia Nueva Apostólica Internacional

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dad cristiana bajo las condiciones de la civilización técnico-científica y desde los años 1950 se reflexionó sobre ello teológicamente. La crisis ecológica que se produjo en la segunda mitad del siglo XX, hizo que se tomase conciencia del problema, lo cual condujo a una nueva visión de la doctrina de la creación tratada hasta ese momento con negligencia.

Responsabilidad y protección En nuestra tradición uno tiende a menospreciar el mundo material, que es pasajero, a lo que se le contrapone una supuesta sobrevaluación de la creación invisible y espiritual. De lo efímero que es el mundo material, sin embargo, no se puede concluir que la parte espiritual de la creación tenga un rango superior que la parte visible, pues el mundo en sus orígenes es uno y como un todo es bueno en gran manera conforme a su naturaleza (comparar con Gn. 1:31). Así, la doctrina cristiana traza una clara línea divisoria con el dualismo gnóstico y la doctrina platónica de las ideas. La finiquitud del mundo material no es una señal de su menor estatus de existencia, sino que se refiere a la perfección aún pendiente de la creación, en cuanto a su redención de la “esclavitud de la corrupción” (Ro. 8:21). Por eso el mundo no es sólo un escenario, sino que es una parte integrante de la historia de la salvación. Tomando esto en consideración, el encargo de soberanía del hombre sobre la creación, querido por Dios, debe ser entendido bajo las condiciones de la edad moderna, en el sentido de una ética de responsabilidad también como un encargo para tratar con responsabilidad los recursos y para protección de los medios básicos de subsistencia en la naturaleza. De la valoración de la vida anclada en los mandamientos divinos surge para la generación actual la obligación de tratar a la naturaleza con cuidado y respeto. Aun cuando la responsabilidad ética individual pone límites según las leyes de la naturaleza y no puede hacerse responsable a cada individuo de la preservación de la creación, existe un “principio de responsabilidad” (Hans Jonas), que le impone a cada individuo la obligación de orientar su conducta en determinadas normas que garanticen un trato apropiado hacia los bienes de la naturaleza que le han sido confiados y que se encuentran a su disposición. Desde la perspectiva de la fe somos conscientes de que la creación también es un regalo de Dios para el hombre y de que esta tierra debe ser su espacio vital mientras Dios lleve a cabo su Obra de salvación con el hombre. Así leemos en Apocalipsis 7:3: “No hagáis daño a la tierra, ni al mar, ni a los árboles, hasta que hayamos sellado en sus frentes a los siervos de nuestro Dios”.

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