Gypsy Dogs Jorge André Hernández
Gypsy Dogs I.
Todo está listo. Pablo se encuentra acostado perezosamente encima de la jaula de los perros. Una prisión de madera que fue creada para llevar a los dos guardianes de la casa: dos bóxers que no hacen daño ni a un gato. La cárcel solo es un requisito para poder transportar los canes en el camión. Todos les tienen miedo, sus caras a lo Rocky Balboa no dejan que el conductor y su ayudante puedan acercarse. La imagen siempre predomina sobre su esencia dócil, sumisa y hasta tonta. Pablo y la mamá lo sabían. Ellos cuidarían sus cosas sin intentarlo: todos esperan un mordisco y prefieren prevenirlo, pero no saben que lo que se acercaba a galope es una avalancha de lengüetazos húmedos y babosos. Fabián, el ayudante del conductor, no cree que la jaula de madera pueda detener la furia intensa de los perros. Teme que al coger las cajas, Toño, el más joven y fuerte, alce la tapa de un cabezazo y le arranque una mano. Antonio, es la mascota con más cara de villano entre Clara y él, es como distinguir entre un ladrón y un matón. Ladraba y ponía la pata en la jaula. Promete clavar sus blanquecinos colmillos a quien se le ocurra tomar alguna caja sin la autorización de sus amos. Toño sabe de su poder canino de asustar y le encanta. Ver saltar la gente del miedo, los gritos de temor, y la gatuna distancia que los transeúntes toman al verlo ladrar tras las rejas. En su limitada y cómoda vida, es el mayor poder que podrá tener hasta el día de su muerte. La aventura de fastidiar la gente pequeña, que le teme y se ahuyenta. Una característica que Pablo y su mamá necesitan para la mudanza. -Rafa, ven -grita la madre- Ven rápido, que no tengo todo el día; tienes que hacer algo.
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El grito se pierde entre la música. El llamado materno es interferido constantemente por el ruido demencial de Iggy Pop. Mientras, la mamá rabiosa le reclama que se quite los audífonos mientras la melodía seguía. -Gimme danger, little stranger, and I'll give you a piece, -¡Quítate los audífonos!¡Quítatelos ya!- la mamá vocífera mientras él abre los ojos lentamente por la luz del sol. -Gimme danger, little stranger, and I'll feel your disease -¡Quítate los audífonos ahora, carajo!¡¿O te los quito yo?!- repite la madre mientras sus párpados se abren y la mirada se enciende con rabia. -¡¿Qué?!- responde Pablo mientras se frotaba los ojos pidiendo un deseo. -Que te quites los estúpidos audífonos y escúchame- finaliza la mamá al arrancharles los audífonos a la fuerza, mientras sus pulmones incandescentes bajan la intensidad de su respiración. -¡Estúpidos!-Pablo finge indignación con una risa interna¿Con esa boca besas a tu madre?. -Ya estás mayorcito como para que me reclames pendejadascontesta con una última exhalación- Tienes que irte con Don Rodolfo en el camión. -¡¿Qué?! ¿Por qué?- pregunta Pablo de un salto. -Alguien debe cuidar a los perros para que no muerdan a nadie -mientras se coloca una mano en sus caderas y la otra apuntando a su víctima. Una posición de regaño que llevaba en los genes: que lo usaba su madre, su abuela, su bisabuela y así a lo largo de las raíces de su árbol genealógico- No seas desconsiderado, carajo. ¿Solo yo debo preocuparme por tus perros? Se un hombre por el amor de Dios. -Pero, mamá, los perros no…
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-No te lo pido, es una orden; así que haz una maleta con dos mudas de ropa. Las miradas incendiarias entre Pablo y su madre se mantienen. durante 2 segundos. Inhala. Exhala. Tiempo eterno. De la nada escuchan un aullido dentro de la casa: “Señora Marta, por favor venga”. Su mamá se acomoda la blusa y suelta aire hirviendo de manera iracunda. Su rostro camaleónico transforma su ceño fruncido y su mirada penetrante en una sonrisa despampanante, y su tono de voz amenazador baja a decibeles más amigables y serenos. Pablo detestaba esa habilidad de su madre. Cansado de que todo el mundo alabe su estado de alegría (ficticia) perpetúa, él decidió reforzar su transparencia emocional, que junto al cambio hormonal lo convierten en una quimera: un Gremlin emotivo que ni su mamá podrá domar. Devora cada encontrón familiar para transformarse en un monstruo que rebosa testosterona e ira. La transmutación empezó seis años antes, al dejar su ciudad natal. Su padre se quedó sin trabajo y su jefe anterior le debía medio año de sueldo. Pero los problemas, como un castillo de cartas, se derrumban al final: él debía medio año de tarjeta de crédito y no había cómo pagar. Los sueldos atrasados, prometidos por el jefe, nunca se depositaron y así mismo le tocó conseguir otro lugar donde laborar. El país sufría postrauma. Una crisis económica, unos años atrás, atacó y sangró a toda la población. Los bancos sufrían sequía y algunos se extinguían de a poco sin meteoros ni salvavidas. Literalmente el colchón se convirtió en la alcancía más segura en ese momento. Pablo padre, como proveedor, debía pensar, respirar y vivir por el bien de su familia. En su intento para mantener la familia unida, acepta un trabajo fuera del país: la tierra de su madre,abuela
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de sus hijos y suegra de su esposa. Marta no aceptaba cruzar la frontera así no más; y dubitativa, como si tuviera muchas opciones -ante la promesa de una vida mejor de tranquilidad económica, viajes y preparación académica- ella aceptó. Los tres dejaron familia, amistades y problemas. Pablo, con 12 años, partía dejando todo lo que conocía y quería. Un chico con las hormonas alborotadas, como el encuentro de dos barras bravas en un partido clásico de fútbol: enojos, sarcasmo, ironía, gritos, rabia, egoísmo, culpa y más. Lo que se venía era una tormenta de enfrentamientos con su madre: roer y mordisquear el cordón umbilical hasta que solo quedara su ausencia. II.
El viaje hasta la frontera es largo, y en camión el trayecto se consume lentamente, como vaciar gota a gota dos litros de agua. Pero antes de andar por la carretera, deben hacer la primera parada: la casa de Don Rodolfo. El conductor, al despertar tarde, se le olvidó hacer la maleta para el viaje y encontrar los papeles para el transporte de todas las cosas. El primer enojo de Pablo durante el viaje, él quería partir de una vez y no aguantar hasta que el señor se le ocurra salir. La paciencia no era su virtud. La ira silenciosa se reflejaba en la mirada. Mientras Don Rodolfo se retira a su casa al decir un “Ya vuelvo, con su permiso”, mientras abre la puerta, se apoya con una mano en su muslo y la otra en la agarradera, para bajar del camión y no joderse más la rodilla. Tiene una panza desbordante, que lo obliga a subirla con las dos manos cada vez que se desabrocha el pantalón. La barriga exhorbitante es la culpable del desgasto continuo de los meniscos de su rodilla. Un dolor que ya hace más de una década no le deja jugar sus partidos de fútbol ocho cada sábado, donde apostaba una caja de cervezas embotelladas y heladitas, para
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sofocar la agitación del peloteo. La cerveza, esa es la hija de puta culpable de toda obesidad, que lo obligaba a tomar aire antes de seguir su camino del camión hasta su casa. A esa velocidad, demoraría una hora o más antes de partir. Pablo, para dispersar la rabia, va a revisar cómo están los perros. La señora Martha desangra preocupación por todos sus seres queridos, hasta los perros. Mandona y querendona, como toda madre. Lo lleva a que una de las órdenes de ella fue que antes de salir debía sedar a los perros. Temía que sufrieran de estrés o ansiedad, y que terminaran en un paro cardiorrespiratorio. Así que, bajo la consulta de un veterinario, le entregó a su hijo una gotera con acepromacina: un valium veterinario: opio canino. Mientras Don Rodolfo recogía sus pertenencias y se despedía de su esposa, Pablo se va directamente a la jaula de los perros, que se encuentra arriba del camión, para drogarlos. 1, 2, 4, 5 y 7 gotas para cada uno. Empieza con Toño y después sigue Clara. Pablo enreda con sus piernas a los cuerpos de los canes, para que no se muevan. Con una mano les abre el hocico y con la otra maneja la gotera. Un ojo bien enfocado en las gotas que caen, para no descacharse. Al terminar nota que ninguno de los dos se encuentra mareado o dormido. Recoge la botellita y lee: El efecto comienza a los 30 - 45 minutos de su administración. -¿Qué es lo que hace con los perritos?- pregunta Fabián, el ayudante del conductor, con miedo de acercarse a los canes. -Pues ahí dándole algo para que se tranquilicen en el viaje- responde Pablo mientras se guarda disimuladamente la gotera en el bolsillo de la chaqueta. -Uy, todo bien, entonces ya no morderán, ¿verdad?- cuestiona Fabián con una sonrisa grinchesca que se dibuja de pómulo a pómulo.
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-No, nada que ver- contesta Pablo simulando imitando la sonrisa de Fabián- drogados no se sabe que podrían hacer: morder más fuerte si es que amenazan lo que es suyo. Recuerde que son animales. La sonrisa de Fabián se cambia drásticamente con una cara de preocupación y su tez de lo canela que era, se vuelve pálida. Blanco hueso. Como si estuviera mareado. Pablo se preocupa, por si acaso no lo haya preocupado más de lo que debería. -¿Qué le pasa? -le pregunta Pablo mientras se baja del camiónparece que estuviera enfermo. -No, no es nada, marica -responde Fabián mientras se coge las manos sudorosas. -Por favor, diga que sucede. -Lo que pasa es que le tengo miedo a los perros y a mi me toca revisar siempre la parte de atrás del camión. -No, no hace falta -le responde Pablo mientras saca algo del bolsillo interno de un morral- aquí mi madre me entregó un candadazo para añadirle al que ya, Don Roberto, tiene puesto en el camión. El rostro de Fabián inesperadamente de blanco hueso se decoloró aun más. Su piel se confundía con los humos blancos de los carros que pasaban. -¿Está seguro que puede viajar? -repregunta Pablo al verlo peor aun. -Claro, solo como un chocolatico y ya, listo para el viaje. -Bueno, entonces vaya con nosotros en la cabina. Sobra espacio. En ese momento sale Don Roberto de su casa, y Pablo procede a cerrar y asegurar la puerta del camión. Doble cerrojo: el candado del conductor y el suyo. Una señora amable y regordeta se le acerca y le ofrece un envase de kumis y unas galletas de chocola-
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te. Es la esposa de Don Roberto, que decide extenderle hospitalidad sin importar que no haya cruzado el umbral de su casa. Le pregunta a él y a Fabián si no quieren utilizar el baño antes de irse y los dos le niegan y agradecen la invitación, pero que en el camino en alguna gasolinera muy seguramente solucionarían ese problema. El camión arranca y alcanza la caravana de las seis de la tarde para salir de la ciudad. Así el viaje empieza: como una fila de jubilados retirando la pensión. Entre arranques y frenadas epilépticas, el baño se volvió una urgencia. Mientras Pablo controla la marea de sus esfínteres, una fila de luces salen de la ciudad para el sur del país. III.
La travesía comienza de forma apretujada. Solo son tres personas en la cabina, pero las ansias de Pablo ocupa el resto del espacio y comienza a inflarse mientras Don Rodolfo enumera las veces que lo han atracado, en el pasado, durante todo ese camino: 1) Cerca al primer poblado del camino, “unos bandidos me pararon y de pronto uno estaba a lado mío apuntándome con una pistola, me dejaron botado empelotado en la curva”; 2) en la Nariz del Diablo -un forma rocosa respingada de un Satanás aristocrático-, “Uy, aquí apareció unos guerrilleros y me cogieron el camioncito; eso sí, me dejaron para el pasaje de regreso”; y por último, 3) saliendo de un pueblito -donde el capitalino huye del frío para asarse y ahumarse bajo el sol de las orillas del río-, “otros bandidos, creo que fueron los primeros, igual me robaron, pero por lo menos me dejaron vestido”. Don Rodolfo sigue enumerando y Pablo sigue huyendo de todo y respondía en piloto automático.
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Las primeras horas se sentían el doble. Don Roberto ya se había callado, Fabián prefiere ver el paisaje que hablar y Pablo no sabe como sobrevivir a lo que queda del viaje. El silencio incomodo. El sonido de la fricción del asfalto contra los neumáticos acurruca a Pablo. El momento de dormir se presenta. Cerca a las montañas una fila de carros se encuentran y no se mueve ni un centímetro. Los motores se encuentran apagados y algunas luces prendidas. Unos militares se acercan entre las sombras y piden los papeles. Don Rodolfo le pasa la matrícula, la licencia, el permiso de salida y la lista de cosas con el sello de una notaría. “Por favor, le debo pedir que abra la puerta trasera del camión”, le insiste el capitán. Pablo insiste en ir con Fabián a enseñarles el interior del carro. Los perros movieron la cola, el militar al notar los canes, les dice que cierren la puerta. Pablo aprovecha para sacar a los perros, uno por uno, a estirar las patas ya regar los árboles. Tranquiliza a Fabián, que se derrite de miedo al ver a los animales y después comienza de nuevo el proceso de sedar a Toño y a Clara. Fabián siente un alivio al verlos dopados, como si la tensión se disolviera con la droga. Cierran la puerta y los perros quedan en las tinieblas, para perderse en el anhelo de ver a su familia junta otra vez. La vía está obstruida por rocas, así que les toca dormir en el camión. Los tres se acurrucan con el sonido del viento empujando las ramas de los árboles, hasta que llega el nuevo aviso de que la carretera queda libre. Fabián y Don Rodolfo despiertan de una, pero Pablo sigue dormitando hasta pasar toda la cordillera . El sueño atrapa a Pablo como una boa constrictor, pero el hambre sirve de reloj y despierta a la hora del almuerzo. Al levantarse nota la cabina vacía en el lado del constructor. Gira la cabeza al
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otro lado y encuentra a Fabián revolviendo las cosas entre su mochila y la de él, como si se hubiera perdido algo importantísimo. -¿Qué hace? -pregunta Pablo mientras se frota los ojos. -Buscando mi billetera para almorzar, que no la encuentro para nada- contesta Fabián responde sin hacer un solo gesto y enfocado en lo que hace. Pablo al acomodarse nota un bulto a lado suyo, por donde se recostó: una billetera de tela negra, anoréxica, deshilachada y sucia. -¿Esta es?- le enseña Pablo a Fabián, como a limosnero. -Esa es- se emociona Fabián y pregunta -¿Dónde estaba? -Estaba aquí -señala Pablo la zona entre entre el conductor y el pasajero de la mitad- Al parecer me dormí encima, así que perdona, no sabía. -No hay problema -contesta mientras revisa el interior de la billetera y saca dinero; antes de irse se agacha donde están las maletas, saca unas llaves de los candados del camión y se las entrega a Pablo- Ya estamos todo bien. Cuide esas llaves que las vi ahoritita debajo de todo eso, después se pierden y sale más caro abrir esa puerta. Pablo y Fabián se retiran del camión para almorzar. La panza de Don Rodolfo, notoria desde la cabina, estaba esperándolos para almorzar. No está solo. En el restaurante se encuentra con un compañero del gremio, que se encuentra de regreso. Los restaurantes de carretera son los puertos de los camioneros: entran, comen, toman, conversan y todas las meseras o dueñas los conocen. -Don Rodolfo, Don Vicente- le pregunta la chica que los atiende a él y al compañero camionero cuya barriga apenas le gana por pocos centímetros cuadrados- ¿quieren alguito más?”,
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-Uy, mi niña, para el compa tráigase otra cervecita para y para mi otra bien heladita y un besito- le contesta Don Rodolfo, mientras le guiña el ojo, sus panzas vibra de risa y le toca el hombro a Don Vicente. Pablo se siente en la mesa. Llega la mesera recelosa con las cervezas y rápidamente le toma la orden a Fabián y a él. A medida que se va, Don Rodolfo y Don Vicente aprovechan para intentar darle unas nalgadas. Ella, con su sexto sentido anti viejos verdes, esquiva la manos grasosas y las palmea delicadamente como un tímido susurro: no, señor. Asustada y coqueta se retira balanceando las pompas de un lado a otro. -Y me bebí tu recuerdo, para que jamás vuelva a lastimarme- resuena en los parlantes- Y quiero que sepas que aunque adolorido, hoy ni de tu nombre yo quiero acordarme. -¡Uy, se termina ese temazo, compa!- exclama Don Rodolfo al colocar la mano en el centro pecho mientras las últimas notas sin tocadas: como si el corazón se agarrara con cada canción. Celebran con el último sorbo de cerveza. La felicidad se va con las botellas. Al sacar el borde de vidrio de sus labios y la ambrosía escasea, sus caras se van transfigurando en seres nostálgicos y atormentados. Hasta que una ranchera interrumpe el eterno silencio de un segundo. -Ójala que te vaya bonito, ójala que se acaben tus penas-los parlantes suben el volumen e inundan las notas cada rincón del restaurante. -Hermano, deje la nostalgia que esta canción de mi tocayo -le dice Don Vicente entre trabas a Don Rodolfo- mejor cantemos. -Que te digan que yo ya no existo, que conozcas personas más buenaslos dos conductores sacan los mexicanos que llevan dentro y comienzan a abrazarse para cantar a viva voz, como dos tenores con desentono.
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Al llegar la mesera con las órdenes de Pablo y Fabián, Don Rodolfo le hace señas para que le lleve otras dos cervezas. Pablo se preocupa por la sangre etílica del conductor y le pregunta a la mesera la cantidad de botellas que los camioneros llevaban dentro. -Niño, han tomado unas 7 cervezas entre los dos- le susurra la chica y se retira por las dos botellas que Don Rodolfo ha pedido. -¡Don Rodolfo! -lo llama Pablo con la mano, para que deje de cantar y se acerque- podría no tomar más, lo que menos quiero es morir antes de llegar. -Tranquilo, niño -le contesta Don Rodolfo mientras con esfuerzo se sienta otra vez en la silla- una cervecita más y sano; nadie va a notar nada. -¿Me lo promete, señor?- le pregunta nervioso. -Claro que se lo prometo, hasta por la virgencita -contesta mientras coge un relicario que lleva en el cuello, detrás la camiseta, y le da un beso- ya he conducido por aquí con cinco cervezas encima, ¿Sí o no, compa? Así que relajado. Terminan de comer. Una rancheras más y las dos botellas se vaciaron en tres sorbos. Don Rodolfo apenado se despide de Don Vicente, cuya panza seguiría creciendo mientras intentaba seducir a la mesera al pedirle una cerveza y su compañía. Ya los tres sentados en la cabina, el motor se enciende y siguen con el viaje. El silencio reina el camión otra vez. Don Rodolfo, con sus párpados llenos de alcohol, se le olvidó de tomar un desvío. Le anuncia a Pablo y circunvala el camión para regresar y coger el camino más corto. De pronto, una sirena suena a lo lejos y un megáfono pide que se orillen. Cuatro policías armados se bajan del carro al trote de caballo; se alinearon, como aprendieron en la academia, dos a la puerta copiloto y tres al del piloto. -Papeles de todos, por favor- resuena con firmeza la voz de uno de los policías.
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-Aquí tiene, señor- entrega Don Rodolfo, manteniendo la compostura, que quiere destruir las cervezas desde su tracto sanguíneo. -Bájense todos, por favor- pide el policía con mayor firmeza en la voz. -¿Señor policía, cómo así nos toca bajar a todos?- pregunta Pablo. -¡Bájense, por favor!- exclama el policía ignorando la pregunta de Pablo. Los tres se bajan de la cabina. Al pisa el suelo Pablo se da cuenta que dos rifles le apuntan. Desde la boca del cañón, el olor a pólvora quemada llegó a su olfato. Así entiende que desde la boquilla de la botella la felicidad se desliza, pero desde la boca del arma la vida se dispara y desaparece. Las piernas de Pablo quieren tambalear. Les dicen que tranquilo y que se muevan hasta la puerta trasera del camión. Él controla sus piernas, pero insisten en moverse como péndulo. Tic tac. Tic tac. Los policías los llevan como si cazaran delincuentes de alto rango. “Abran la puerta”, resuena la voz del policía con tal firmeza, que no deja que lo confunda con enojo. Pablo abre los dos candados. En seguida Don Rodolfo les quita los dos picaportes e instantáneamente los policías armados aprietan las mandíbulas, se acomodan el agarre del rifle y cierran un ojo para apuntar mejor. Al abrir la puerta totalmente dejan al descubierto a Toño y a Clara que mueven la cola con desesperación; y al unísono el escuadrón exclaman “¡Qué lindos perritos!”, se relajan y dejan de apuntar. Ante esa demostración de ternura, la tranquilidad de Pablo vuelve y deja de sentir ese nudo en la garganta que lo ahorcaba y asfixiaba.
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-Perdonen, lo que pasa es que los vimos retroceder y sospechamos- exclama el policía que traía todos los documentos de- sí son un trasteo como dicen los papeles así que pueden seguir. La despedida con los policías fue breve. Todos comenzaron a comentar sobre lo que hubiera pasado si los hubiera detenido: 1) que la señora Martha le hubiera tocado sacarlos de la cárcel; 2) que mejor llamar a la esposa de Don Rodolfo, llegaba más rápido; 3) o, por último, que nunca hubiera pasado nada, si había nada que esconder. Así la charla sigue un buen rato hasta que Don Rodolfo queda en silencio. Las voces de Pablo y Fabián siguen unos segundos con supuestos y posibles, hasta que les suena raro solo escucharse a ellos mismos. Don Rodolfo está dormido. Conduce en piloto automático en una linea recta cuyo fin se encuentra a un par de kilómetros. Fabián y Pablo comienzan una carrera entre despertar al camionero antes que llegue la última curva. El nerviosismo de Pablo regresa entumeciéndolo hasta que Fabián le da una fuerte palmada en la calva de la cabeza y le da órdenes que colocar una canción en la radio. El dial enloquece. Entre rock and roll y boleros, las estaciones rebotan hasta encontrar una canción que pueda despertar a Don Rodolfo. -Amores habrás tenido, muchos amores; María bonita, María del almacambio de estación. -Mujer gala, eres una bruja mala, eres una chica banda, eres una disipada- cambio. -¡Don Rodolfo!- grita Fabián al oído del camionero durmiente. -Welcome to the jungle we take it day by day, if you want it you're gonna bleed but it's the price you pay- cambia de nuevo. -Yo soy el aventurero. El mundo me importa poco. Cuando una mujer me gusta, me gusta a pesar de todo- se queda.
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-¡Don Rodolfo! -grita Fabián mientras lo pellizca y Pablo sigue con la radio. -Me gustan...: Las altas y las chaparritas- sigue la canción. -¡Don Rodolfo!- siguen gritando mientras uno aplaude fuerte. -Las flacas, las gordas y las chiquititas, solteras y viudas y divorciaditas. -¡Don Rodoooooolfo!- gritan más fuerte y golpeando el techo. – Me encantan las chatas de caras bonitas. Y por eso digo así cantando con mi canción ¡Hijueputa, Don Rodolfo, despierte! -gritan los dos mientras observan que solo queda un kilómetro de diferencia entre la curva y ellos. -Yo soy el aventurero… puritito corazón. Verda' de Dios que si compadrito. Don Rodolfo despierta con una sola inhalación. Fabián y Pablo respiraron ferrocarril. Los corazones retumban. Cruzaron la curva y siguieron cantando asustados de que el sueño toque la puerta de nuevo. IV.
Ya son las siete de la noche y, ante el anterior posible accidente, deciden dormir en algún hostal de camino. Dos sustos en menos de 12 horas logra que el silencio se rompiera hasta encontrar donde pasar la noche. El miedo que los ojos de Don Rodolfo cierren y el camión se volqué permanecía presente hasta llegar a alguna orilla. Las ansias terminan cuando un faro en medio de la montaña los llama a que arriben. Una casa semiconstruída es la única salva-
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ción de los tres para dormir un rato y realizar el último tramo del viaje. Los tres salieron del camión a tocar la puerta. Pablo atareado trota hasta la puerta y llama a golpes atolondradamente. Los golpes secos contra la puerta de acero hacen eco dentro de la casa. Pasos adormitados despiertan. La puerta se abre y una señora pequeña, cubierta por un abrigo grueso de lana, les da la bienvenida. Una sala pequeña: tres sillones y un mesa de centro. Las paredes pintadas de rosa y una imagen de Jesús crucificado, debajo de la puerta de entrada, agita las neuronas de Don Rodolfo. -Creo que ya he estado aquí- comenta Don Rodolfo mientras se sienta en uno de los sillones. -Es El Deseo, señor- le dice la señora que se sienta detrás de un mostrador. -¡Con razón se me hacía familiar!- exclama pícaramente Don Rodolfo mientras sonríe- ¿Hay alguna chica disponible? -¿Chicas disponibles?- pregunta Pablo, mientras vigila al camión por la ventana- ¿Qué significa? -El Deseo es un motel y atrás hay un prostíbulo, niño- responde la señora- y sí hay chicas trabajando, las mando a ver ahora. -Yo no quiero nada de eso, solo una habitación- dice Pablo y luego hace la pregunta del millón- ¿Podrían dejarme meter dos perritos a la habitación? -¿Perros? No, no creo-niega la señora- pueden orinar y destrozarlo todo. -Le juro que no pasará nada de eso- se acerca Pablo para suplicar -son bien entrenados y si quiere hasta los duermo. -Está bien, pero cualquier destrozo lo paga usted- replica la señora mientras busca las llaves.
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El catálogo está listo. Cinco chicas semidesnudas comienzan a desfilar frente a Don Roberto. Un pantone sexual no da a elegir mucho entre café con leche a chocolate. Los senos flácidos puntiagudos por el frío lo señalan mientras el camionero babea sonriente. Las prostitutas como trompo giran para la mejor apreciación del cachondo visitante. -¿Cuáles elegirán?- pregunta la señora. -Uy, yo quiero esa morena, está rebuena- elige Don Rodolfo sin esperar le da una nalgada a una morena que se encuentra en uno de los extremos de la fila. -Yo no quiero- firme contesta Pablo, que con muestra de desagrado observa a Don Rodolfo que se encuentra besando el cuello de la morena y la que se encuentra detrás- Solo quiero la habitación. -Pero chico, disfruta- le reclama Don Rodolfo mientras le dice a una de las chicas que lo abrace- Un buen polvo te alegra y te da energías, así nos levantamos con una sonrisa, ¿verdad, Fabián? Fabián ya estaba embelesado con una chica. Una muchacha que para Don Rodolfo “le faltaba mucho que ofrecer”. Una mano en los glúteos mientras se desliza hasta las espalda y la otra mano se queda estática en una de sus nalgas. La respuesta está implícita. El único que tendría en la cama a un par de perros era Pablo. Pablo no quiere discutir más. Coge las llaves de la habitación y deja a Don Rodolfo y a Fabián con las hormonas revueltas. Recoge a los perros que mueren de las ansias de salir del camión. Uno por uno los lleva al cuarto. Inhala profundamente y les dice a Clara y a Toño: “Mañana saldremos de este puteadero y al fin estaremos con mamá”. La puerta suena. Pablo se sorprende y les dice a los perros que se queden en la cama. En el umbral está Fabián, que se asusta
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cuando ve a los dos bóxers mirándolo directamente desde la cama. -Quería saber si no estabas enfadado-dice Fabián intentado disimular el susto. -No, tranquilo, simplemente no me interesa- asegura Pablo mientras regresa a ver a los perros- ¿Te siguen dando miedo? -Claro que sí, creo que me pueden atacar. -No, ya los drogué. La mentira de Pablo despreocupa a Fabián, que se retira a su cuarto. Él les dice a Toño y a Clara, con la misma voz aguda con que le hablaba su madre cuando él era bebe- que no los iba a sedar, que no hay por qué. Decide bañarse y acostarse después. Al día siguiente el viaje culmina. V.
En la oscuridad todo sucede. El sonido se transforma en colores. Lo abstracto se vuelve concreto. Las sombras cobran vida y hacen malas pasadas. Una de ellas brinca entre las tinieblas y sus pasos marcan ritmo como la Pantera Rosa. Unos colmillo blancos aparecen. Brillan de rabia y atacan a la sombra traviesa. Se pintan de rojo. Una lluvia carmesí aparece. La sangre chorrea. Gota por gota bajan por las puntas de los colmillos y se salpica por los mordiscos al aire. La sombra, desangrándose, detiene la ferocidad de los ataques. La saliva rosácea se desprende disparada y alerta la cercanía de una masacre inminente. No hay mas opción, la sombra decide romper el silencio de la noche. -¡Sáquemelo de encima!- un grito rompe la armonía de la noche. Pablo despierta. Escucha gruñidos y gritos de dolor que traspasan el concreto. Sus ojos enfocan en la oscuridad y prende la lám-
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para a su costado. Toño se encontraba encima de Fabián y Clara asustada en la cama. El perro le había mordido la mano, pero este encontró la forma de poder sostenerlo para que no lo siga mordiendo. De un portazo entra Don Rodolfo en calzoncillos y camiseta, con la prostituta con quien se acostó y la señora de la recepción. Pablo sostiene al perro, que al verlo su rostro se domestica: las pupilas se contraen, los colmillos se enfundan en su hocico, comienza a jadear y su corazón desacelera. Mientras la señora y el camionero levantan a Fabián y le revisan la herida de la mano. -¿Por qué tienes eso?- pregunta Don Rodolfo mientras le quita las llaves de los candados de la mano. -¿Cómo?- reacciona Pablo mientras encierra a Toño en el bañoNo puede ser, si lo deje en mi maleta. Pablo, al revisar que en su maleta las llaves desaparecieron, fuego iracundo llega a sus ojos. Sus manos se transforman en puños y su lengua se convierte en una cuchilla. -¿Por cuál hijueputa razón cogiste mis llaves de mi maleta?- se va acercando mientras lo señala con el dedo índice y su mirada rabiosa mira directamente a los ojos de los ojos d Fabián. -No, yo, yo, yo, lo encontré en el suelo- Fabián tartamudea mientras le entrega las llaves a Pablo. Aire caliente sale disparado de las fosas nasales de Pablo. Cierra sus ojos. Una inhalación profunda y exhala lentamente. La ira de Pablo estaba en un estado de agitación total, como una pastilla de Mentos nadando en Coca Cola. -Ok, lo encontraste en el suelo -responde Pablo mientras su rostro petrificado se enrojece y va asustando a Fabián hasta que explota en su sencillo grito-Pero igual queda la cuestión de… ¡¿por que, carajo, entraste a mi cuarto sin mi puto permiso?!
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El grito hizo eco por las montañas. La vibración caliente, de la respiración intensa de Pablo, mueve las corrientes de aire frío que fluyen en el cuarto. Lágrimas se asoman por los vértices de sus párpados. Los labios entumecidos solo quieren llamar a una persona, su madre. El infante, que su coraza guarda, intenta manifestarse con pucheros y berrinches; pero el adulto que desea proyectar, con sus dedos acartonados, detiene el llanto con sus últimas fuerzas. Un larga inhalación taladra hasta el fondo, exhala aire hirviendo. Pablo se serena. -Por favor, lléveselo y revísele las heridas- pide Don Rodolfo a la señora. -Niño, Pablito- intercepta Don Rodolfo a Pablo con el brazo que surca los hombros del chico atónito- mire mejor no hagamos tanto problema. ¿Para qué llamar a la policía…? ¿Por qué llora? Pablo no le contesta, se sienta en la cama y las lágrimas corren. -Chico, no se ponga así, no ha pasado nada grave. Pablo sigue enmudecido. -Por el amor de Dios, deje de llorar; es solo un pequeño problema, sucede todos los días-le reclama Don Rodolfo- ¿Su papá no le enseñó que los hombres no lloran? -Mi padre murió hace poco, por eso viajamos de regreso, por eso estoy aquí- contesta Pablo furioso mientras se limpia el rostro y Don Rodolfo queda atónito- ¡Así que no me joda! -Mi más sentido pésame… -Bla, bla, bla, ¿qué quiere? -En el anterior trabajo con Fabián me llamaron a quejarme de que una caja se había perdido- cuenta Don Rodolfo mientras se sienta a lado de Pablo- Yo creí que se les perdió a los señores que nos contrataron. Nos dejaron en paz porque, al parecer, uno de los señores es muy despistado; así que sobre él cayó todo. -¡Hay que llamar a la policía!-exclama Fabián.
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-No, eso quiero evitar- le dice Don Rodolfo mientras le pasa una parte de la sábana de la cama a Pablo- Sé de lo difícil que la pasa Fabián, aunque nunca creí que robaría… Solo le pido que me deje solucionarlo con él. Lo dejamos aquí y con usted seguimos… Queda poquito, solo son unas cuantas horas, ¿acepta? -Está bien, igual ya me voy de aquí- contesta Pablo mientras se levanta de la cama- muévase, que debemos arreglarnos para salir. Fabián se quedó encerrado en un cuarto del motel. Don Rodolfo y Pablo se alistan para terminar el viaje. Con los pantalones bien puestos y cafeína en su torrente sanguíneo, el camionero comienza a calentar el motor y la luz de la mañana comienza a aparecer. Pablo termina de alistarse y comienza a subir los perros a la cabina, para que lo acompañen. Para evitar conflicto, Don Rodolfo no le pide que encarcele a los bóxers en la parte trasera del camión, así que solo soporta el pelo de perro durante las últimas horas del viaje. El silencio se apodera otra vez del camión. Toño duerme cerca a los pies de Pablo, que solo mira el camino con los audífonos puestos, mientras Clara se sienta al lado del dueño entre dormida y despierta. Los perros vigilan que la quietud no se interrumpa hasta que llegar a la frontera. El camión entró a su destino. Ubican a la señora Martha, quien está en la frontera con todos los papeles listos. Carros lentos. Semáforos Mientras más se acercaban al punto de encuentro, el reloj se ralentiza y la sensación, kilómetro tras kilómetro, se vuelve desesperante. La señora Martha está de pie, a lado de otro camión con placas del país vecino, en medio de un parqueadero, justo a lado del control fronterizo. Al llegar el camión de Don Rodolfo, se acerca a Pablo, lo abraza fuerte y lo besuquea hasta que él le dice que bas-
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ta. Le cuenta lo sucedido y cómo Don Rodolfo solucionó todo. El otro camionero, que no pudo dejar de escuchar, sale de la cabina y se acerca a la reunión familiar. -Mijo, este es Vicente Carrión- mientras la señora Martha señala a un pequeño señor colorado con un saco de colores y una gorra en pleno día nublado- él nos va a llevar las cosas hasta la nueva casa. -Chico, tranquilo, ya no pasará nada malo, ya regresó a su paíscomenta Vicente con una pequeña sonrisa. -¿Tranquilo?- contesta Pablo alzando los hombros y con gesto de disgusto- aquí es donde el verdadero peligro comienza. -¡Carajo, así no se contesta!- exclama la madre de Pablo, mientras le hace una mirada asesina- ¡No seas mal educado! -¿Por qué?, si es la verdad- le contesta Pablo a su madre con la misma mirada de ella, mientras su cabeza gira hacia el nuevo conductor en tono amenzante- Así que, señor, no se haga el tonto o el perro le clavará el colmillo.
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