floreana
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Cuando Ritter y la Baronesa se hayan desvanceido y “Paraiso” y “Eden” se hayan hundido en el humeante infierno, Wittmer seguirá sentado fumando su pipa en su pequeña y cómoda casa. El sol se levantará y caerá, y el, olvidará contar los días.>> <<
Hakon Mielche
Floreana
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Fuego
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Prefacio Galápagos se ha considerado y posicionado como “el laboratorio viviente de la evolución”. Fue aquí donde hacia 1835 un joven y apasionado Charles Darwin de 25 años de edad tuvo oportunidad de recolectar muestras y especímenes que servirían para que más de 20 años después, en 1859, publicase su libro Sobre el origen de las especies por la Selección Natural, o por la preservación de razas favorecidas en la lucha por la vida, generalmente conocido como “La Teoría de la Evolución de las Especies”. Este hito en el entendimiento del mundo natural le ha dado a Galápagos reconocimiento mundial íntimamente atado a la ciencia y la investigación. Por si fuera poco, este “laboratorio viviente de la evolución” se probó funcional y activo cuando a partir de 1973, Peter y Rosemary Grant demostraron la teoría de la evolución en animales tan pequeños y comunes en las islas como los pinzones de Galápagos. Pero las Islas Galápagos son también un laboratorio viviente en otro aspecto no menos importante y quizás más complejo: los seres humanos. Quienes llegaron en un inicio a Galápagos buscando un hogar, buscando una nueva patria son el ejemplo de este componente. Lo son también quienes quisieron usufructuar de las islas y de sus recursos ya sea para abastecer sus naves o para establecer colonias industriales, penales o latifundios. La supervivencia del más apto y la adaptación al medio fueron conceptos que los primeros colonos debieron aprender y practicar desde el momento en que desembarcaron en las islas, sin importar su objetivo en las mismas. Son escasos aquellos emprendimientos que resultaron exitosos, esto primordialmente debido a que una de las adaptaciones más importantes que se requerían en Galápagos en aquellos tiempos eran valores como el amor por el trabajo, la paciencia, la unidad familiar y la disciplina, factores que no todos los colonizadores que llegaron a las islas tenían. Esta riqueza en historia natural y humana le ha dado a Galápagos la capacidad de ser un destino turístico de primer nivel en todo el mundo. La curiosidad por entender el mundo, por conocer especies únicas en su entorno natural y la riqueza de los relatos sobre sus habitantes han dado a Galápagos la oportunidad; sus habitantes han hecho el resto, desarrollar el modelo. Hoy, el turismo es el principal componente de la economía Galapagueña mientras el modelo utilizado para su manejo y distribución se analiza cotidianamente en las islas. Galápagos se prueba una vez más un laboratorio de la evolución de las sociedades, de la generación de cultura y de la adaptación de los colonos al medio. Página 4
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La población Galapagueña es fundamentalmente inmigrante. Sea que llegasen en el siglo diecinueve, entre 1930 y 1950 como los Wittmer y otras familias pioneras, “antes del 98”, o incluso quienes acaban de llegar hoy a las islas, todos aquellos que hoy estamos en Galápagos, sea cual sea el motivo de nuestra estancia, somos inmigrantes o descendientes de estos. La razón es muy simple, nunca existió una población aborigen en las islas. Así como lo prueba la historia de las islas, que no por ser en general reciente carece de interés, los emprendimientos de colonización en Galápagos, o son exitosos o sucumben dependiendo de cómo aquellos que los llevan a cabo se relacionan con el medio ambiente, una prueba más de la validez de la teoría Darwiniana en las sociedades. Sin lugar a duda, las Islas Galápagos no son lo que solían ser hace más de 75 años cuando Margret, Heinz y Harry Wittmer llegaron a Floreana en 1932. Actualmente, Galápagos tiene una población que oscila en los veinte y cinco mil habitantes. Las conexiones tanto aéreas como marítimas con el continente ecuatoriano están garantizadas e incluso se ha llegado a cuestionar dichas conexiones como excesivas. Los teléfonos convencionales y celulares, radio, televisión, prensa escrita e internet son consumidos ávidamente por los habitantes del archipiélago. En la actualidad, bastan un par de días para obtener bienes y servicios importados directa y exclusivamente desde Guayaquil o Quito; así mismo, las esquinas de calles y plazas se encuentran muy bien dotadas de tiendas con bienes y servicios de todos los tipos. El nivel de consumo de un habitante insular es prácticamente el mismo que el de un habitante en cualquier otra parte del Ecuador y en algunos aspectos es incluso superior. Las necesidades y prioridades que tuvieron los primeros colonos son solamente interesantes anécdotas de un tiempo lejano en apariencia pero no en tiempo. Este libro es un homenaje para aquellos primeros colonos que llegaron a las islas. Son varios los emprendimientos de colonización que las Galápagos han vivido a lo largo de su corta y apasionante historia, son en cambio muy pocos aquellos que han podido mantenerse en el tiempo y dar frutos. La familia Wittmer en Floreana es uno de ellos. La obra Floreana, Lista de Correos de Margret Wittmer es el recuento del emprendimiento de esta familia que hasta hoy habita y ama las islas. Este libro fue publicado por primera vez en 1959 y ha sido traducido a más de 14 idiomas. La historia de los Wittmer en Galápagos y los misterios de Floreana han dado la vuelta al mundo, generando interés y visitantes a las islas. Este libro, junto con los hechos que narra, ha despertado el interés y estudio de historiadores, documentalistas e investigadores de talla mundial. Como toda Página 5
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gran obra, también ha generado versiones y reacciones sobre quienes a pesar de no haber vivido o presenciado los eventos narrados por los habitantes de la isla en aquel momento se permiten hasta hoy hacer afirmaciones y conjeturas sobre hechos de los que no fueron testigos. El valor de la historia en esta narrativa de hechos reales va más allá de todo el interés novelesco que contiene; si bien el misterio, las desapariciones y los personajes excéntricos le dan un toque y una trama especial, el eje fundamental de este testimonio es el trabajo duro, los valores familiares y el amor por la patria. Es justamente aquel testimonio el legado que Margret deja para quienes la conocimos, para quienes vivimos a esta excepcional mujer. Esta narrativa es un mensaje para los actuales habitantes de las islas. Con la cultura Galapagueña en proceso de formación, cosa que no resulta fácil con la “cultura global” que vivimos, con toda la influencia de diferentes orígenes de los actuales galapagueños, bajo los modelos económicos y sociales actuales y bajo la problemática política y social en las islas, la tarea de seguir evolucionando en este paraíso insular se presenta complicada pero fundamental para los isleños. A pesar de que los valores planteados en esta obra son universales y crearán valor en el lector independientemente de donde este provenga, es fundamental que este libro sea una guía para los galapagueños de hoy y de mañana. Ellos encontrarán en este relato claves que ayudan a los seres humanos a sobrevivir por medio de la evolución. En esta nueva edición se ha actualizado la obra para complementar la labor de Margret Wittmer y de quienes provenimos de su legado. Contiene datos históricos y material inédito hasta el momento. Esta nueva edición tiene también un trasfondo social. Por medio de Editorial Galápagos, la primera casa editorial en las islas, la Fundación Rolf Wittmer dedicará el 85 por ciento de las ganancias provenientes de la obra a desarrollar proyectos de desarrollo social en Floreana. Esto es solamente una forma de devolver lo que la patria nos ha entregado durante tantos años mientras honramos a nuestros antecesores. Que la historia de la familia Wittmer, al igual que la de muchas otras en las islas, sea un ejemplo a seguir, una guía sobre cómo vivir en Galápagos y que además sea un factor para fortalecer y generar la tan anhelada cultura galapagueña por medio de valorar a quienes un día llegaron a este paraíso perdido en un pequeño grupo de islas a mil kilómetros de la costa en el Océano Pacífico. Jorge A. Mahauad Wittmer. Junio de 2010
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Hay un largo camino hasta el fin del mundo
CAPÍTULO 1
HAY UN LARGO CAMINO HASTA EL FIN DEL MUNDO
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a silueta gris del pequeño bote de vela se hunde lentamente en la neblina que se alza sobre el mar. El contorno de la lancha se difumina más y más dentro de un velo. Luego desaparece.
El bote nos ha traído aquí, a esta isla de Floreana. Media hora antes estábamos aún con la reducida tripulación. Con el capitán de piel oscura y sus hombres. Ahora estamos solos. Solos en esta soledad. A nuestras espaldas se extiende el mar y la ligera neblina que humea sobre el agua, y sobre nosotros se extiende el cielo. Infinito, como el mar, y gris. Ante nosotros se extiende nuestro futuro. El futuro que nosotros mismos hemos elegido. La nueva vida... Delante de nosotros, al borde de la pequeña ensenada en la que hemos desembarcado, el suelo es de una blancura grisácea, cubierto de pesados y negruzcos bloques de lava. Ningún árbol, ningún arbusto, apenas una brizna de hierba. Un cuadro desolador. Aquí y allí, un poco más lejos de la costa, un par de arbustos y árboles, pero no tienen hojas. Estiran sus ramas inertes, de un gris pardo, en medio del paisaje selvático y yermo. Nos miramos sin decir palabra. Nuestros ojos buscan desesperadamente el pequeño bote de vela que nos ha traído hasta aquí. Ya no se le ve en forma alguna. La neblina que flota sobre el mar se lo ha tragado hace tiempo. No podemos hablar. Apenas nos atrevemos a respirar. Tan desolador nos parece todo. ¿Y es aquí donde queremos vivir? ¿Aquí es donde tiene que estar el paraíso? Harry ha subido con los dos perros un trozo de la costa. Los dos estamos solos. Heinz, yo: mi marido y yo. Nos miramos. Con una mirada que no olvidaré nunca. Los dos movemos los labios a la vez. Las palabras que queremos decir se quedan sin pronunciar. Pero ambos pensamos lo mismo.
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Pienso que para nosotros no hay vuelta atrás. El bote de vela no está ya aquí. ¿Cuánto tiempo transcurrirá hasta que nuevamente se acerque un barco por estos parajes? Meses, muchos meses, quizás un año o más. Tengo conmigo veinte marcos y un pequeño puñado de sucres. Aún no sé exactamente cuántos sucres equivalen a un marco. Veinte marcos. Con eso nunca podríamos volver a la patria aunque llegase ahora un barco. El continente está a seiscientas millas al otro lado del mar, a más de mil kilómetros... En ninguna parte la soledad y el desamparo pueden ser mayores que en esta pequeña isla con el hermoso nombre de Floreana. No, no hay posibilidad de vuelta atrás. Damos un par de pasos sobre la arena gris. Pisamos las negras piedras de lava. Andamos un trecho sobre la desolada soledad. Sabemos que muchos, antes que nosotros, han tratado de vivir y de establecerse en Floreana, en esta isla cuyo nombre suena como el de una flor. Sabemos que todos han fracasado. Todos, absolutamente todos. Seguimos dando más pasos hacia delante. Hacia el silencio. El mar golpea con ligeros chasquidos sobre la costa. A nuestro alrededor vuelan pájaros, pájaros nunca vistos, con buches rojos y largas alas negras: pájaros fragatas, rabihorcados. Luego otra vez se queda todo en silencio. Ya no pensamos en los pocos sucres que tenemos, no pensamos en la infinita extensión de agua que nos separa del mundo. No queremos ver la desolación que se extiende ante nuestros pies. Para eso no hemos venido aquí. De repente, nuestros dos perros pastores se ponen a ladrar. Oímos cómo echan a correr, cómo Harry les silba, excitado, para que vuelvan. Delante de nosotros, unos asnos salvajes corren entre los grises matorrales. Tienen la piel plateada. Desde la cabeza les arranca una franja negra hasta el cuello y luego se les derrama por los hombros. Tiene el aspecto de una cruz. Tras los asnos corren los perros. Oímos las sordas pisadas de las pezuñas y el ladrido de ambos canes. Así es que, a pesar de todo, también hay seres vivientes en esta isla.
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Vemos a los asnos y a los perros y nos alegramos de que haya vida. Nos miramos y nos cogemos de las manos. No miramos atrás. Seguimos andando hacia el interior de nuestra isla. Diez pasos, cien pasos. Y luego separamos los ojos de la costa, gris y desolada, con negras piedras de lava. Vemos como, detrás de aquella franja sin vida de la costa, se alza una muralla de un verde mate. El suelo humea por la lluvia que ha caído recientemente. Tras los pelados matorrales espinosos descubrimos los primeros árboles verdes. El árbol del algarrobo, el del palosanto y el del muyuyo, que sólo se da aquí, en Floreana. En una ligera niebla se alzan verdes montañas, de distinta altura, con diferentes matices de verdor. Obran en nosotros el efecto de bambalinas de teatro colocadas unas detrás de otras. – Quiero ver nuestra nueva patria un poco más de cerca – dice Heinz. Se interna en la isla con Harry y los dos perros, en la verde maleza, que ante la costa asciende suavemente. Yo me quedo atrás.
Ante mí se extiende, infinito, el océano Pacífico. Estoy sentada, completamente sola, sobre un gran bloque de lava. El agua del océano Pacífico rodea mis pies. El sol ha triunfado sobre la neblina. Brilla ya casi vertical sobre la isla. No resulta demasiado caluroso; tiene la tibieza justa y benéfica para un cuerpo que durante casi seis días y seis noches no ha llevado encima nada seco. En la pequeña ensenada donde estoy ahora sentada, mientras mi marido y Harry conquistan la isla, juguetean muchos miles de pequeñas sardinas plateadas. Más lejos, acá y allá peces mayores saltan sobre el agua. Bandadas de pinzones vibran en torno, en el aire. De la maleza que comienza por encima de la costa árida me llega una y otra vez el rebuzno de los asnos salvajes. A no ser por eso, un silencio siniestro flotaría sobre Floreana. Pero ya no me siento tan espantosamente sola como en los primeros minutos. El sol está aquí. Los asnos se me han hecho ya casi familiares. Los pájaros vuelan muy cerca por encima de mi cabeza. No le tienen miedo alguno al hombre. Es porque todavía no le conocen. «El miedo de los pájaros y los demás animales es un instinto que se dirige exclusivamente contra las personas», ha escrito el gran investigador de la naturaleza Charles Darwin, que hace ya casi cien años estuvo antes que yo en Floreana. Esta isla es un verdadero paraíso para los animales. Ninguno de ellos tiene Página 10
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aquí ningún enemigo natural. No necesitan sentir temor alguno de otros seres vivientes. Cada especie vive tranquila y pacífica en su espacio vital, que nadie le disputa. Los pájaros se posan confiados en las manos del hombre. Sólo las aves migratorias que vienen a la isla huyen ante el hombre, porque lo conocen. Floreana no es sólo un paraíso para los animales. Lo es también para el investigador de la naturaleza. Porque aquí se encuentran animales que no hay en ningún otro sitio de la Tierra: por ejemplo, grandes lagartos marinos que producen el efecto de ser los supervivientes de una fauna prehistórica desaparecida hace muchísimo tiempo, con su aspecto peculiar de antecesores de los gigantescos saurios. No hace aún mucho tiempo vivían aquí los enormes galápagos, que han dado su nombre a las islas. La fauna y la flora del archipiélago y también de esta isla de Floreana, de la que ahora hemos tomado posesión algo tímidamente, están llenas de enigmas que los botánicos y los zoólogos no han descifrado hasta el día de hoy. Mientras estoy aquí sentada me viene al recuerdo todo lo que he leído en los libros sobre el archipiélago de las Galápagos, sobre nuestra nueva patria, Floreana. Durante unos segundos estuve alejada de la realidad. Creí hallarme en Colonia, sentada ante un libro abierto que trataba de Floreana, soñando despierta. Pero luego miro a mi alrededor. Y veo que todo es realidad: la isla, el mar, la playa con las oscuras piedras de lava, los dos lagartos marinos que han pasado junto a mí y sólo me han dirigido una breve mirada llena de curiosidad. A cincuenta metros detrás de mí está montada la tienda de campaña. Mi marido había vuelto ya y la había levantado rápidamente. Por lo que pudiera pasar. Para el caso de que la implacable lluvia se desatase de nuevo... Junto a la tienda de campaña han plantado otra tela bajo la cual se apilan los útiles de cocina. Cajones, cajas, cestos, sacos y maletas, plantas que hemos traído con nosotros –bananas, caña de azúcar, café, yuca, batata, nuez moscada–, todo está allí amontonado. Sobre la gran caja de los libros he tendido rápidamente un mantel. Ésa va a ser nuestra mesa. Otros cajones servirán como asiento. Ya todo va teniendo un aspecto confortable en nuestro paraíso. Muy distinto de lo que ocurrió en los primeros minutos, cuando el bote de vela se alejó de la costa y nos dejó aquí perdidos y solos.
Mis pensamientos vuelan hacia atrás. Los dejo vagar durante algún tiempo. Hace dos meses iniciamos el viaje en Ámsterdam. En Guayaquil, el puerto de Ecuador, hemos visto por última vez tierra continental. Después, durante siete días y siete noches, hemos recorrido las seiscientas millas marítimas que nos sePágina 11
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paraban de San Cristóbal, la capital del archipiélago de las Galápagos. Contábamos con llegar hasta Floreana, pero el capitán de nuestro rudimentario barquito ha declarado que no podía seguir adelante. El porqué no lo sé. Lo único que sé -y eso me lo dijeron en Guayaquil- es que no tiene objeto discutir con un ecuatoriano. Si él no quiere, pues no quiere. En esta parte de la Tierra hay muchas cosas distintas de las de casa. A esto hay que acostumbrarse. Y desde el comienzo mismo de nuestra nueva vida me he propuesto respetar las costumbres de esta gente. Lo he conseguido relativamente bien, aunque mi temperamento de campesina del Rin se me haya revelado con frecuencia. Durante tres semanas estuvimos en San Cristóbal, hasta que el gobernador de la isla puso a nuestra disposición un bote de vela para que nos trajese a Floreana. –Mañana estaremos en Floreana –prometió orgullosamente el capitán, un hombre bondadoso, de piel morena y rostro redondo y afable. El bote, de ocho metros de eslora y dos de manga, estaba tan abarrotado con su tripulación de tres hombres, con nosotros tres y nuestros dos perros y todo el equipaje, que apenas podíamos movernos. Donde se sentaba uno, allí tenía que quedarse. Era la época de la garúa, que en estas aguas resulta terriblemente fría. Para colmo de desgracias, me mareé. Pero nos dábamos ánimos unos a otros: dentro de doce horas todo habría terminado. El agua entraba en nuestro pequeño bote con grandes salpicones. Al poco tiempo estábamos todos empapados. Además de eso, empezó a llover. Estábamos muertos de frío. Ni siquiera el aguardiente de caña que el gobernador nos había regalado para caso de necesidad podía reanimarnos. Nuestros dientes castañeteaban a coro. La noche era oscura como boca de lobo. Nada se veía en el cielo, ni luna ni estrellas. El agua infinita en torno nuestro hacía el cuadro aún más desolado. Era algo que inspiraba terror. Por primera vez en mi vida pasaba yo una noche tan espantosamente negra en un bote descubierto. Una y otra vez me repetía que mi obligación era ser una mujer valiente. –Al fin y al cabo, esto no es tan malo –decía mi marido, tratando de consolarme–. Sólo la oscuridad y la visión de esta agua que no termina nunca hacen que todo aparezca tan terrible. Pero esto pasará pronto. Al amanecer veremos ya Floreana, nuestra nueva patria. Con el alba, nuestro capitán de pronto se animó. Señalaba al frente con el brazo extendido. Vimos una faja de tierra gris y una ensenada, la Post-Office-Bay («la Página 12
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bahía de Correos»). Incluso vimos un par de casas, restos de una colonia noruega abandonada hacía mucho tiempo. Los noruegos habían intentado establecerse aquí y labrarse una nueva existencia. Habían fracasado lamentablemente. Nosotros lo sabíamos. Aquella idea no contribuía a embellecer el cuadro. Cuando hubo más claridad apreciamos algunos detalles: primeramente, las montañas volcánicas, grandes y pequeñas, que se erguían sobre la isla. El panorama no tenía nada de alentador ni sugestivo. Todo gris sobre grises... Pero nuestra meta no estaba en la Post-Office-Bay, sino en la Blackbeach-Bay, al sudoeste de aquélla. Durante dos horas estuvimos costeando hasta llegar ante la ensenada. Pero entonces cayó el viento. Avanzamos pocos metros más, teniendo nuestro objetivo casi al alcance de la mano. Una profunda niebla se interpuso entre nosotros y la isla, nuestra isla. Al frío y a la humedad vinieron a sumarse el hambre y la sed. Y así transcurrió la segunda noche en aquel bote. La corriente nos fue separando más y más de la isla, a razón de tres millas por hora: tan fuerte es la corriente en esos parajes. A la mañana siguiente, la tripulación realizó esfuerzos desesperados para anclar dentro del pequeño puerto. Una vez más, todo resultó inútil. A bordo, el agua escaseaba ya de forma alarmante. En la estufa del barco, en una gran lata de conserva, se hizo café. Para cada uno una taza; no había para más. Pero la bebida caliente resultó extraordinariamente beneficiosa para los cuerpos ateridos. Cuando yo pensaba en aquel frío, en aquel frío húmedo que encogía los miembros, no tenía más remedio que mover la cabeza en silencio: estábamos sólo a un par de kilómetros del Ecuador ¡y tiritábamos de frío! Comenzó la tercera noche en el mar sombrío. Llovía aún con más fuerza que en las noches anteriores. Incluso el capitán perdió su confianza. Permanecía callado, pero no dejaba de dar a entender lo que le preocupaba: a bordo ya no había agua. Podíamos perecer miserablemente si... Al amanecer habíamos derivado tanto que ya estábamos más cerca de la isla Isabela que de Floreana. Pero aquello no era tan malo. En Isabela podríamos conseguir víveres. Y agua. Agua... Por la tarde desembarcamos finalmente en Isabela. Por fin teníamos de nuevo tierra firme bajo los pies. Pero entonces me costaba trabajo andar. Sentí el mareo de la tierra, y ni siquiera pude probar bocado. Un par de horas más tarde estábamos de nuevo en nuestro bote. Gracias a Dios, teníamos otra vez agua. También nos habíamos provisto de un galápago
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gigante, diez sacos de sal, un par de sacos de café y un quintal de pescado seco. El pescado seco empezaba a apestar, y yo no estaba del todo segura de si los tiburones que rodeaban ansiosamente el bote venían en busca del pescado seco o de nosotros. Bonita perspectiva. Pero aquella noche se pasó muy bien a bordo. La tripulación empezó a asar bananas y a cocer batatas. Y con la conciencia tranquila pudimos, una vez más, permitirnos el lujo de preparar un café fuerte. Cuando el sol matinal se abrió paso entre la niebla, por vez primera volvimos a sentir un calorcillo agradable. Pude incluso dormir un poco, mortalmente fatigada por todas aquellas excitaciones y por el agotamiento de las noches en vela. Cuando volví a abrir los ojos, Floreana estaba delante de nosotros. Una hora más tarde, la tripulación arrojó al agua una pesada piedra que servía como ancla. Una gruesa cuerda nos mantenía sujetos. A Dios gracias, Floreana no podría escapársenos por segunda vez. Estábamos allí. En la meta de nuestras ansias. Se había hecho ya demasiado tarde para empezar la descarga. Tendríamos que pasar otra noche a bordo. Pero el bote estaba tranquilo. Ya no se bamboleaba; la lluvia había cesado. Pudimos incluso dormir, aunque sólo sentados. Porque en aquella cascara de nuez no había sitio para tenderse. Yo había creído que no sobreviviría a la primera noche en aquel bote descubierto. Sin esperarlo, había sobrevivido a todas las noches. Y, vistas ahora retrospectivamente, no parecían tan malas. Pero me alegré muchísimo cuando, con las primeras claridades del alba, iniciamos por fin la descarga. En el pequeño chinchorro, que apenas sobresalía una cuarta sobre el agua, fuimos llevándolo todo a la costa: nuestro equipaje, nuestros dos perros pastores –Hertha y Lump– y finalmente nosotros mismos. Los dos perros no sabían contener su alegría al sentir de nuevo tierra firme bajo sus pies. Creo que durante el espantoso viaje habían sufrido tanto como nosotros. Daban saltos en la arenosa playa y se agitaban como locos. Nosotros no teníamos ganas de hacer corvetas. A nuestras espaldas quedaban muchos recuerdos, y el pensamiento de lo que teníamos ante nosotros nos hacía guardar un silencio profundo.
Sigo sentada sobre el grande y negro bloque de lava. Alrededor, la tierra es de una sequedad polvorienta. Piedras, piedras y más piedras. Parece como si el buen Dios hubiese dejado llover sobre este terreno tan sólo piedras durante cuarenta días y cuarenta noches.
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Estoy completamente sola, y se me ocurre que ya no me encuentro realmente en el mundo. Como si estuviese en algún punto lejano y perdido fuera de la Tierra. Nunca en mi vida me he sentido tan pequeña como en estos momentos. Cierro los ojos. Y casi en sueños veo en mi espíritu cómo uno de los grandes trozos de piedra negra se va haciendo más y más grande por momentos. Tan grande como la isla y como el mar... Oigo ladrar a los perros. El cuadro sombrío ha desaparecido. Abro los ojos. Veo las piedras. Piedras en el paraíso... Tendremos que hacer una visita. Nuestra visita de entrada a las dos personas que desde hace tres años viven en la isla: el doctor Ritter y su compañera, Dore Strauch. Conocíamos a aquel doctor Ritter por muchos reportajes periodísticos. Todo el mundo supo de él después que repentinamente desapareciera de Berlín y fuera descubierto con su compañera de viaje, Dore Strauch, en la isla Floreana. Las informaciones periodísticas acerca del doctor Ritter tuvieron una resonancia sensacional por aquel entonces, a principios de 1930. Porque en la fuga de Ritter a aquella isla solitaria había algo peculiar: no se había ido allí como colono; había huido, resignado, a aquel distante rincón de la Tierra porque odiaba al mundo y despreciaba a los hombres. Se había forjado una filosofía propia, y, según aquella filosofía, él sólo podía, en su opinión, vivir en la soledad y el apartamiento. Cuando vino a Floreana en septiembre de 1929 tenía cuarenta y tres años. Nacido en la región de Baden, había estudiado Ciencias Naturales, Medicina y Odontología y, por último, había vivido en Berlín como médico. Estaba casado, pero no se había traído a su mujer en el gran viaje emprendido para separarse del mundo. En Guayaquil nos habían contado otros detalles más sobre el doctor Ritter, ante todo su extraña forma de vida. Despreciaba tanto los vestidos como el comer carne. Quería demostrar al mundo que viviendo de acuerdo con la naturaleza se podía llegar a los ciento cuarenta años de edad. De este modo, juzgaba que los dientes eran totalmente superfluos e incluso perjudiciales. Consiguientemente, se los había hecho arrancar todos en Berlín. Como dentista, sabía muy bien las complicaciones que una fístula dental podría acarrearle en una isla solitaria. Nos habían contado que tenía una dentadura de acero para utilizarla exclusivamente en casos especiales, pero no para masticar. En una palabra: este Ritter debía de ser un tipo muy original. Por lo demás,
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se nos había advertido cuidadosamente que no le gustaba ser molestado en su soledad insular. Pero nosotros no teníamos intención alguna de perturbar las costumbres de aquella notable pareja. Nosotros habíamos venido aquí para vivir nuestra propia vida. Queríamos construirnos un nuevo mundo Para nosotros, para nuestro muchacho, para el hijo que esperábamos y para los que podrían nacer todavía. Queríamos establecernos aquí. Construir con nuestros propios medios una granja que ganaríamos al bosque. El doctor Ritter podía muy bien vivir junto a nosotros. No teníamos intención de inmiscuirnos en su vida.
Hemos devorado hasta la última migaja de nuestra primera comida. Pudín de arroz. Nos ha parecido sabrosísimo. Después nos hemos dado nuestro primer baño. El agua del océano Pacífico estaba fría como el hielo, pero el baño nos hacía muchísima falta. Refrescados y limpios, nos ponemos en camino. La vivienda de Ritter se alza a unos ciento cincuenta metros sobre el nivel del agua. Se tarda una media hora en llegar hasta allí. Mientras subíamos lentamente, yo experimentaba en todos mis miembros la fatiga de los penosísimos días y noches últimos. El doctor Ritter probablemente nos ha visto llegar. Está en su jardín y nos espera. –Ése es –dice mi marido en voz baja dándome un codazo. En los primeros momentos me asusto al ver por vez primera a este notable solitario: el doctor Karl Friedrich Ritter, odontólogo de Berlín. Odontólogo: una se figura un hombre atildado envuelto en una bata blanca. El doctor Ritter es pequeño, achaparrado, de hombros anchos y musculosos. Sobre su corto cuello se alza una cabeza de forma extraña, un triángulo redondeado con un rostro barbudo en el que sobresale una ancha nariz. Profundas arrugas horizontales se abren en su frente bajo el espeso cabello, algo descuidado. Si me hubiera encontrado a solas con él, probablemente habría salido corriendo, muerta de miedo. Sus ojos parpadean inquietos, casi con un brillo fanático, mientras nos examina. Seguramente es un extravagante, pero un extravagante honrado. Y de todos modos nos resulta más simpático que su compañera, la señora Dore Strauch, de sonrisa dulzona.
El doctor Ritter me saluda cortésmente. Pero la señora Dore adopta la expresión de quien está cogiendo un hierro candente mientras me tiende la mano. Página 16
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Tiene una sonrisa agridulce al decirme: –Está usted demasiado bien vestida para las islas Galápagos, señora Wittmer. Debo contener una réplica. Me domino. Por lo menos, como vecinos, queremos, en cierto modo, llevarnos bien con esta pareja. No deseamos tenerlos como enemigos. De todos modos, la atmósfera es ya bastante hostil a pesar de la sonrisa de Dore. –Para las visitas aquí en la isla me vestiré siempre un poco mejor –contesto yo esforzándome en sonreír–. Para el trabajo, naturalmente, llevaré un delantal. La señora Dore calla de momento. –Éste es mi huerto –oigo que dice el doctor Ritter a mi marido. Me acerco a ellos y me uno al recorrido que hacen por el pequeño reino de Ritter. No es mayor que un huerto de obrero. Una superficie cuadrada de quizá cincuenta metros de lado. Él ha preparado este trozo de terreno, lo ha sembrado y lo ha plantado. Y su finca causa la impresión de estar bien cuidada. Más cuidada que él mismo. Vemos por primera vez todo lo que aquí se produce: bananas, cocos, palmas de dátiles, tamarindos, ciruelos, mangos, higos, papayas. En el gallinero picotean unas veinte gallinas. Todo esto nos resulta maravilloso. A nuestro parecer, este doctor Ritter vive como un terrateniente. Nosotros, por el contrario, no poseemos nada. Nada más que buena voluntad y nuestras manos. Y un poco de sentido común. Porque esto es lo que se necesita, creo yo, si uno quiere establecerse en Floreana. Y abajo, junto a la playa, tenemos azadones, rastrillos y, bien empaquetadas, plantitas jóvenes... El doctor Ritter ha huido de la civilización porque la odia. La civilización, la vida antinatural del hombre en esta civilización superdomesticada. Quiere vivir aquí, en la maleza de Floreana, una vida más natural. Cosas por el estilo son las que yo he leído en los periódicos. Ritter se alimenta tan sólo con los frutos que él mismo cosecha. Es un vegetariano convencido. –Se puede vivir solamente con higos... –le oigo decir. El doctor Ritter está enfadado con el mundo maligno del que se ha retirado hace tres años, refugiándose en Floreana. No quiere saber nada de ese mundo. Pero de pronto le pregunta a mi marido: –¿Qué tal están las cosas por allí, en Alemania? ¿Ha estado usted alguna vez Página 17
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en Berlín? Tengo oído fino para los matices, y percibo en sus palabras una ligera nostalgia, una añoranza, profundamente disimulada, del mundo. Y en ese mismo momento experimento la sensación segura de que este notable apóstol de la naturaleza no tiene en forma alguna la intención de permanecer para siempre en esta soledad al borde del mundo. Mi marido le habla de Alemania, y Ritter escucha atentamente. La señora Dore se esfuerza, mientras tanto, en demostrarme su esmerada educación. Cita a Nietzsche y a Lao-tsé. ¡Cielos, qué me importa a mí Lao-tsé en estos momentos! Pienso en el trabajo que se presenta ante nosotros para cultivar en esta maleza salvaje al menos un trozo de terreno al principio y conseguir que produzca lo suficiente para que tengamos algo que comer.
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En la guarida de los piratas
CAPÍTULO 2
EN LA GUARIDA DE LOS PIRATAS
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l primer día en Floreana toca a su fin. Los días no son aquí tan largos como en la patria. Estamos casi en el mismo ecuador. Doce horas de día, doce horas de noche, y todo el año así.
Estoy sentada nuevamente en una piedra de lava y pienso en el presente. Y en el mañana. Nada nos caerá aquí del cielo; eso lo comprendo ahora muy bien. ¿Nos acostumbraremos a todas las tareas que la vida va a exigir de nosotros? ¿Seremos lo bastante fuertes para poder resistir todas las contrariedades que nos presente la naturaleza? ¿Se comportará la isla con nosotros amistosamente o con hostilidad? ¿Tendremos bastante que comer cuando hayamos agotado nuestras pequeñas provisiones? Preguntas, nada más que preguntas. Y ninguna respuesta. Sólo podrán respondernos las semanas y los meses próximos. Me gustaría echar una cabezadita. Pero incluso en esta isla solitaria existen los deberes de un ama de casa. Me levanto de la afilada piedra de lava y me dirijo al fogón. El fuego no debe apagarse. Las cerillas escasean. Y no tenemos mucho más de un cajón. Heinz y Harry no están aquí. Recorren la isla. Quizás han ido a las cuevas de los piratas, que por primera vez tendrán que servirnos de morada hasta que hayamos construido una casa. No sé qué dirección han tomado. Pero estoy segura de que volverán con un hambre de lobos. Hoy por la noche comeremos habichuelas. En el cántaro hay todavía un poco de agua. Debo ahorrarla al máximo, porque la fuente está bastante lejos de aquí. A nuestra preciosa agua tengo que añadirle una tercera parte de la del mar para prolongar su duración. Una gran cebolla y un par de mandiocas –que son más harinosas que las patatas– forman parte de la sopa. Pienso de pronto en unas chuletas de cerdo. El pensamiento me hace la boca agua. En la lejanía, en medio de la espesa maleza que comienza por encima de la playa, oigo el mugido de vacas salvajes. Ya no estoy tampoco sola. Dos asnos, cerca de mí, miran, moviendo sus cabezas, cómo este ser desconocido prepara un potaje sin chuletas de cerdo. Uno de Página 20
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ellos llega a seguirme incluso cuando me aparto un poco de la playa para recoger leña seca. Pero me deja que sea yo quien lleve la leña. Cada vez que trato de acercarme a él echa a correr dando grandes saltos. Los asnos son aquí una especie de ingenieros de caminos. En el curso de los años han construído verdaderas trochas que constituyen las carreteras de Floreana. No hay otras. Por uno de estos caminos de asnos me interno un trecho en la maleza, que aquí se muestra gris y seca y no tan frondosa y verde como lo es ciento cincuenta metros más arriba, donde vive el doctor Ritter. Desde aquí puedo ver la ensenada, la Blackbeach. No es grande, pero sí mucho mayor que la pequeña ensenada próxima en la que desembarcamos. Esta pequeña ensenada fue colonizada antes, porque la Blackbeach es demasiado insegura. Aquellos colonizadores abandonaron la isla hace mucho tiempo. No llegaron a habituarse a ella. Es la bajamar. La marea ha retrocedido. En el agua superficial veo sobresalir, como en la costa, negras piedras de lava. En nuestra visita involuntaria a la isla Isabela, yo había observado cómo los locales, descalzos, saltaban sobre las resbaladizas piedras de lava. Quiero imitarlos. Pero el resultado es bajísimo, en el verdadero sentido de la palabra; resbalo y caigo en el agua. Y luego tengo que sacrificar mi delgada blusa a los arbustos espinosos que bordean el estrecho sendero de los asnos. Éstos, con sus espesas pieles, no se ven metidos en tales apuros. En lo sucesivo tendremos que parecemos un poco a los asnos. –Debes verlo todo por ti misma –dice Heinz cuando por la noche vuelve de su correría a través de la isla–. La fuente es sencillamente maravillosa. Las tres cavernas resultan inmejorables para una residencia provisional. Desde luego, mejor que esta tienda de campaña sacudida por el viento. Y si pienso en la lluvia... Así es que mañana nos trasladaremos. Arriba, donde se encuentra la fuente y donde están las cavernas. De ese modo quedará resuelta la cuestión del agua, lo que resulta más importante de momento. Porque en nuestro cántaro sólo queda un resto insignificante. Dormimos maravillosamente esta primera noche pasada en Floreana, en nuestra tienda de campaña. Tiene el suelo de caucho y colchones de aire. En realidad, no tendríamos necesidad de colchones. La arena de la playa es tan blanda como un canapé. A la mañana siguiente hay café caliente, del que sobró ayer. Después lavamos la vajilla en el mar, la empaquetamos y nos disponemos a emprender la marcha. Nos llevamos solamente lo más indispensable: cobertores, algo de vajilla, comestibles y herramientas. Todo lo demás se queda atrás: nuestras diez cajas, que contienen todo lo que poseemos, cuidadosamente envuelto en papel aceitado, Página 21
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como defensa contra la humedad. Hemos traído con nosotros miles de cosas, pero ningún mueble. Éstos habremos de construírnoslos nosotros. Las mochilas nos pesan durante la caminata. Heinz ha cargado incluso con el averío. No se podía dejar a las pobres gallinas en la playa. Ayer, en su viaje de exploración, Heinz tardó dos horas para llegar a las cuevas, nuestra nueva morada. Pero a pesar de todo no es tan malo el camino... Lentamente, paso a paso, subimos por un estrecho sendero de asnos. A derecha e izquierda de la trocha se alzan cactos puntiagudos. Una tierra polvorienta y seca, de arcilla y ceniza, forma nubes bajo nuestros pies. El camino sigue en una pendiente pronunciada. Empezamos a jadear bajo nuestra carga. Pero a los doscientos metros de altura, a una hora de distancia de la playa, el cuadro se torna más agradable. La zona seca y polvorienta queda ya detrás de nosotros. Los limoneros tienen verdes hojas. Entre ellos se alzan también algunos naranjos aislados. Sus frutos maduros nos sonríen y nos invitan. La tierra no es ya seca, no es arcilla polvorienta; ahora es oscura, casi negra y muy húmeda. El rebuzno de los asnos, que se refugian en las proximidades de la costa, ha quedado detrás de nosotros. Aquí arriba nos recibe el sordo bramido de las vacas salvajes. –Tengo que descansar –digo agotada. ¡Cielos, qué largo resulta este camino! Hacemos alto a la sombra de un grupo de naranjos situados muy cerca del sendero. Nos quitamos las mochilas y nos disponemos a tomar aliento. Heinz mira el reloj, y luego a mí con una expresión rara. –¿Qué pasa? –le pregunto. Sospecho que sucede algo malo. –Llevamos ya tres horas de camino. Y nosotros habíamos creído que estábamos ya casi en la meta... El aire se ha hecho pesado y neblinoso. Desde arriba desciende la niebla cada vez más próxima; se cuelga de los árboles. La lluvia no se hará esperar mucho. En estas alturas insignificantes reina ya un clima muy distinto del que existe en la zona seca de la costa. Éste es un fenómeno que quizá se da solamente en FloreaPágina 22
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na: una diferencia de altura de cien metros corresponde por lo menos a trescientos en el continente. Las más distintas zonas climáticas se apiñan en el espacio más angosto. Por eso crecen aquí plantas tropicales junto a los productos de las zonas templadas del centro de Europa: banana en amistosa compenetración con las patatas... –¿No es esto curioso? –pregunta Heinz. Nos ponemos a hablar sobre el clima. ¡Como si en aquellos momentos no tuviéramos otra cosa que hacer! La maleza humea; el monte que está delante de nosotros, y en el que se hallan las cuevas –o deben de hallarse–, está ya cubierto por una espesa neblina. No podemos ver más allá de un par de metros. Cuando nos alejamos de nuestra tienda de campaña de la playa me traje un ovillo de hilo blanco. Por lo que pudiera suceder. En aquella extraña soledad, casi sin darme cuenta, me habían venido al pensamiento figuras y sucesos de los cuentos de hadas. De personas que se habían adentrado en lo desconocido. Quizá de Hänsel y Gretel. Yo era la última que había ido subiendo el camino. Sin que Heinz ni Harry se dieran cuenta de ello, cada cien pasos yo colocaba un largo trozo de hilo en una rama del camino. Empezó a llover. El suelo se puso resbaladizo. No podíamos andar con nuestras suelas de goma. Eso era algo con lo que no habíamos contado. Ahora se nos puso de manifiesto. Nuestro paraíso no hacía las cosas fáciles. Me quedo con Harry, con el equipaje y con el pequeño Lump sentada debajo de un naranjo. Heinz se aleja con Hertha para buscar el camino acertado. Mientras lo recorre descubre los hilos blancos colgados de las ramas. Puede imaginarse quién los ha puesto. Y entonces se da cuenta muy pronto que hemos estado andando describiendo un círculo. Pero Heinz tiene suerte: encuentra el camino verdadero y las cuevas. Al cabo de seis horas llegamos allí. Tanto tiempo hemos empleado en este recorrido que puede hacerse cómodamente en dos horas. ¡Aquí están! Tres cuevas, una al lado de la otra, en la falda de una montaña: una cueva grande y dos pequeñas. –Nuestra casa –dice Heinz con sequedad.
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Tres grandes y oscuras bocas de cavernas se abren bostezando frente a nosotros. –Ayer te olvidaste de cerrar las puertas. Tengo que decir alguna tontería para disimular mis verdaderos sentimientos. Porque esos agujeros no tienen realmente un aspecto acogedor. Cuando se llega de una gran ciudad, sólo muy poco a poco es posible irse habituando a las novedades primitivas. El salto desde Colonia y Rotterdam a las cuevas de piedra de Floreana se ha efectuado con demasiada rapidez. Las cuevas se abren en las partes más blandas de las rocas de lava. Es una piedra pardusca, con vetas blancas de asfalto. Las cuevas de los piratas. Aquí estuvieron, en otros tiempos, alojados los bandidos del mar. Aquí tenían sus guaridas. Hay otras cuevas por el estilo en Floreana. –¿Fueron los piratas quienes construyeron las cuevas? –pregunta Harry. –Se supone que han sido construidas por el hombre. Pero yo no lo creo –le digo–. He leído en alguna parte que las cuevas han sido abiertas por el mar erosionando los trozos más blandos de la piedra. Floreana debió de estar hace mucho tiempo a un nivel más bajo. Debajo de la lava se ha encontrado arena del mar y también conchas. Y no es de suponer que un molusco haya podido subir a ciento cincuenta metros de altura. De repente tengo que echarme a reír de mí misma. He aquí que me entretengo en exponer doctos pareceres y no me acuerdo de que todavía tengo a la espalda la pesada mochila y que mis piernas se niegan a sostenerme. Pero ahora me doy cuenta. Soltamos nuestra carga delante de las cuevas. Las gallinas cacarean quejumbrosamente, como si hubiesen sido ellas y no nosotros quienes hubieran estado caminando durante más de seis horas. Luego examinamos nuestra «casa» más de cerca. La cueva-vivienda tiene la amplitud de una habitación espaciosa. Ofrece también el aspecto de una bóveda. Las paredes deben de haber sido trabajadas a mano. En una de ellas hay incluso un hornillo. La chimenea sale al exterior atravesando el techo. La cueva no tiene más cubierta que una delgada capa de lava. Delante se alza una espesa vegetación, principalmente papayos, que parecen árboles cargados de melones. Aquí los melones, aunque los papayos no sean propiamente árboles, no crecen a ras de tierra, sino a bastante altura. En nuestro paraíso, todo ocurre de una manera muy distinta que en el resto del mundo. Página 24
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La cueva tiene dos bancos adosados a una de las paredes. No tienen nada de cómodos, pero por lo menos hay algo en que sentarse. Cuando me dejo caer en uno de ellos, estoy tan agotada que no me doy cuenta de lo duro que resulta el asiento. Pero veo que los piratas han dejado incluso un par de objetos útiles. Nada de mobiliario de roble ni de porcelana auténtica, nada de alfombras persas, sino una mesa tosca hecha con tablas de cajones viejos y dos taburetes retorcidos. Pero nunca habíamos contado con semejante comodidad. Delante de la entrada se yergue un papayo cargado de frutos maduros y arbolillos cuajados de dorados limones. Pero de momento los limones no importan mucho. Lo importante es, ante todo, el agua. La fuente. Sin ella no sería posible aquí vida alguna. Por cansadas que estén nuestras piernas, tenemos que seguir subiendo hasta la fuente. Después de la primera visión aterradora y desolada de la costa arenosa y yerma, con sus piedras negras, vemos ahora de pronto un panorama como de cuento de hadas. Verdes y espesos árboles se alzan en torno. A la sombra de su tupido follaje hace un frescor maravilloso y una oscuridad que resulta exquisita después de soportar el sol implacable que nos ha estado abrasando en el último trecho del camino. El manantial borbotea con un rumor alegre. Limpio como plata líquida, y fresco. Metemos las manos en el agua y apretamos entre ellas, frescas y mojadas, nuestros ardientes rostros. Y bebemos en el hueco de la mano el primer sorbo de agua que nos regala la isla. Y en este momento olvidamos todos los dolores de los días pasados. Ahora nos sentimos por fin protegidos. El agua procede de una pared lisa de unos cincuenta metros de altura. No corre en un solo chorro, sino que rezume por la piedra porosa y sólo posteriormente se reúne en una gran vena. –Es la mejor agua que hayamos bebido nunca –decimos unánimemente. Está fría como el hielo. En el transcurso de los siglos, la corriente incesante del agua ha abierto en el fondo de roca una gran palangana natural, en torno a la cual crecen exuberantes helechos verdes. Cuando desde la fresca sombra de la fuente volvemos despacio a las grutas, pájaros de vivos colores se ponen a gorjear a nuestro alrededor. Se posan en nuestras cabezas y en nuestras manos. –Creo que hemos entrado ya en el paraíso –digo. Digo «paraíso» y vuelvo a acordarme de las cuevas. Lo primero que hay que Página 25
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hacer es limpiar la que nos va a servir de vivienda. Tal como está no podemos habitarla. Antes hay que barrerla concienzudamente. Pero no hemos traído ninguna escoba. ¿Quién podía pensar que se necesitaría una escoba en el paraíso? Y, además, ¿es que íbamos a traer todo lo necesario? Pero en Floreana una escoba no constituye ningún problema. Heinz corta un par de ramas, las ata y ya está lista. Entre tanto, Harry junta alguna leña seca en la otra cueva para que podamos hacer fuego. La humareda es espantosa y los ojos lagrimean. Toda la leña que se encuentra por aquí está húmeda. Constituye toda una proeza encontrar aquí arriba, donde llueve más de lo que uno quisiera, un poco de leña seca. –¿No te ha dicho el doctor Ritter que por aquí arriba hay cerdos salvajes? –le pregunto a mi marido. Basta esta ligera alusión. Heinz comprende inmediatamente y coge su escopeta. –Voy a ver si podemos festejar la entrada en nuestra nueva casa con un pequeño asado. El problema de la alimentación no resulta aquí nada difícil. No hay que ir a ninguna tienda, porque, entre otras cosas, en esta soledad tan alejada del mundo no hay nada que se le parezca. Lo que necesitamos de momento para vivir lo encontramos a la puerta misma de nuestra cueva. Harry corta un par de papayas y elige naranjas y limones maduros de los árboles que crecen casi a la misma «puerta de la casa». En la olla hierve el agua. Esperamos sólo que Heinz traiga el trozo de carne prometido. En realidad ha sido una idea desatinada: apenas acabamos de llegar y ya queremos tener provisiones. Cuando Heinz vuelve de su primera cacería en Floreana, los dos nos quedamos sin saber qué decir. Nos miramos asombrados. Heinz, porque yo, entre tanto, he convertido la asquerosa cueva en una estancia limpia y acogedora en lo que cabe; yo, porque él, efectivamente, trae carne. Resplandeciente de alegría empuña en alto el humeante corazón de cerdo que acaba de arrancar de un pequeño animal recién cazado. Luego Heinz y Harry se van al bosque. Regresan con el tiempo justo para tomar parte en la primera comida de la cueva. Cada uno trae medio cerdo a las espaldas. Ha oscurecido. Comemos sobre una mesa coja. Pero sobre ella está extendido un mantel de blancura deslumbrante. No podríamos renunciar gustosamente a Página 26
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los refinamientos de la civilización. A otras cosas, sí, pero a aquellos pequeños residuos de cultura, nunca. Enciendo una vela y la coloco sobre la mesa. Su resplandor oscilante inunda nuestra caverna con una luz cálida. –Contenta? –pregunta Heinz medio alegre, medio preocupado. –Sí. Estoy realmente contenta. Creo que todos lo estamos. La primera parte difícil se ha pasado ya. Ahora tenemos de nuevo un techo sobre nuestras cabezas. Aunque sólo sea el rudo techo de piedra de una oscura caverna que en tiempos remotos ha estado habitada por piratas. –¿Es verdad que aquí hubo antes piratas? –pregunta Harry. —Sí. —dice Heinz—. Pero de eso hace ya mucho tiempo. No debes temer que de pronto aparezca alguno de ellos. –No tengo miedo –asegura Harry–. Ningún miedo. En verdad parece estar más tranquilo y contento que nunca. –Hace ya más de trescientos años –prosigue Heinz– que los primeros piratas vinieron a Floreana. Aquello era cuando los barcos de los españoles zarpaban del Perú con su rico cargamento y navegaban junto a la costa de Poniente. Desde aquí eran avistados por los piratas y muchos de ellos fueron saqueados por el valioso cargamento que llevaban. Durante media hora nos olvidamos del presente. Oímos como Heinz habla del pasado. Del pasado de la isla Floreana, que en otros tiempos perteneció a los piratas o a sus competidores legales, los filibusteros. William Dampier, un famoso marino inglés que durante decenios recorrió los mares como pirata, sobre todo el océano Pacífico, pero que al mismo tiempo era un escritor distinguido, ha contado algunos de sus viajes por estas aguas. La primera vez no llegaron a las islas Galápagos porque el viento los desvió. Luego se hicieron a la vela con tres barcos españoles saqueados en las proximidades de la costa occidental de Sudamérica. Cuando recibieron noticias de los españoles los perseguían con buques de guerra, tomaron rumbo a poniente, hasta llegar aquí. Se ocultaron en las islas, donde encontraron lo que necesitaban para vivir: carne, aves, pescado, fruta y, sobre todo, agua. Los piratas, en su mayoría ingleses, pero también algunos franceses, pusieron Página 27
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a las islas los nombres de sus duques y reyes: isla del Duque de York, isla del Duque de Norfolk, isla del Duque de Albemarle, isla del Rey Jacobo y también isla de Carlos. Esta última era nuestra Floreana. Los piratas eran muy patriotas. Carlos (Charles), hoy Floreana, era el refugio favorito de los piratas, cuya flota llegó a tener una tripulación de mil hombres. Aquí no tenían por qué temer ningún ataque repentino de los españoles, ya que la isla estaba muy alejada de las rutas de los veleros. Y porque en aquel entonces se necesitaba bastante suerte para encontrar la isla. Después de la conquista de Guayaquil, que les proporcionó un gran botín y una enorme cantidad de dinero, los piratas pudieron volver tranquilamente a este refugio y disfrutar durante algún tiempo de sus ganancias. —Por eso se acostumbraron a vivir en estas cavernas —concluyó Heinz. Se había consumido un buen pedazo de la vela. Estamos sentados en silencio en nuestra cueva alrededor de la mesa coja y dejamos que las historias de los piratas, los que nos antecedieron como inquilinos, resuenen un poco en nuestros pensamientos. Con esto casi me he olvidado de hablarles a Heinz y Harry del extraño descubrimiento que he hecho. Muy cerca de la cueva, mientras ellos iban al bosque a buscar el cerdo, he encontrado un trozo amarillento de un periódico viejo. –Aquí hay incluso periódicos –digo, y veo como ellos me miran con rostros incrédulos llenos de una tensión expectante. –He encontrado un trozo de periódico –prosigo–. De un periódico en lengua alemana. Aquí, delante de la cueva. Pero no es eso todo. Es precisamente un periódico de Colonia y he leído en él la esquela mortuoria de un conocido de mis padres. Mientras tenía en la mano el desgarrado y ajado trozo de periódico tuve que esforzarme en recordar que no estaba en Colonia, sino en una de las islas del archipiélago de las Galápagos. –El periódico pudo haberlo traído aquí el periodista Heinz Hell, que hace dos años viajó por Sudamérica y por las Galápagos, por encargo de un periódico de Colonia, para informar sobre diversos países y sobre el doctor Ritter –dice mi marido. Mas para mí el trozo de periódico es algo más: un pedazo de la patria. Un talismán. Cuando lo encontré me pareció como si en el Ecuador hubiese hallado una pradera y en ella un trébol de cuatro hojas.
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Tenemos que talar el bosque y limpiarlo de malezas y arbustos. Y luego plantar. Pienso, preocupada, en el futuro. Si no crece pronto lo que nosotros mismos hayamos plantado y sembrado, tendremos que vivir los próximos meses con naranjas y pequeños cerdos salvajes. Y también las naranjas se acaban. En Floreana no hay solamente maleza, sino también amplias extensiones en las que no crece ningún árbol ni ningún arbusto. Estepas grises que sólo en la época de lluvias cubren su estéril superficie con un verde resplandor. Pero en este terreno no se puede cultivar nada. ¿Por qué no? ¿Por qué hay que trabajar tanto y quitar la maleza? —Donde no hay matorrales ni árboles no puede crecer nada –me enseña Heinz. ¿Qué entiendo yo de agricultura? ¿Qué sé yo de cultivos? Ni palabra. Pero la explicación a mi pregunta es muy sencilla: donde nada crece no puede formarse mantillo. Y sin mantillo no puede haber vegetación. Floreana es una isla muy joven. Se la conoce hace trescientos años. Pero no hay aquí ningún árbol que tenga trescientos años de edad. Por eso no hay tampoco ninguna selva virgen. ¿Cómo iban a subsistir árboles sobre lava pura? Un árbol de treinta centímetros de diámetro es lo mayor que hay por aquí. En la zona que más se presta a la colonización se alzan principalmente limoneros. Vienen a tener de ocho a diez metros de altura. Entre ellos crecen limoneros enanos que no pueden elevarse más porque otros árboles les quitan la luz. Todavía no habíamos terminado de trasladar todo nuestro equipaje a las cuevas cuando mi marido comenzó ya el desmonte. Árboles y arbustos debían ser talados con el hacha o con el machete. De los troncos separamos las ramas. Los troncos nos servirían para construir la casa. Las ramas eran apiladas en grandes montones y cuando estuvieran secas nos servirían como leña. La ceniza nos proporcionaría abono. Los tocones pueden dejarse, gracias a Dios, en su mayor parte. Donde se van a plantar bananos, café o caña de azúcar no estorban, porque estas plantas se sobreponen a todos los obstáculos. Mas para las legumbres hay que arrancar los tocones; no queda otro remedio. Cuando los árboles y los arbustos han sido talados hay que preparar el suelo con la azada, limpiarlo y labrarlo. Entonces está la tierra lista para alimentar a una familia. Porque tiene mantillo. No es muy profundo: todo lo más, unos diez Página 29
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centímetros. Por debajo está la greda, la arcilla, la piedra. Pero el mantillo es fructífero. A pesar de eso, transcurrirán meses hasta que podamos cosechar nuestros primeros frutos. Varias semanas dura la limpieza del primer trozo de bosque; semanas de trabajo duro y tenaz que llena todo el día. Y el día aquí es muy corto. Y además hay que hacer muchísimas otras cosas. A veces, Heinz tiene que dedicar un día a la caza. Necesitamos carne; es imprescindible para su rudo trabajo. Alguna vez cobra un cerdo pequeño; otras, un ternerillo salvaje. A veces tenemos tanta carne que nos resulta imposible consumirla. No se puede conservar mucho tiempo. Poco a poco, sin embargo, vamos aprendiendo a conseguirlo. Aprendemos a ahumarla. Así, a pesar de la humedad, la carne se conserva cierto tiempo.
Llueve sin parar. Cuatro, cinco horas de sol en una semana es mucho pedir. Pero las agradecemos profundamente. En general, estamos agradecidos por todo. Hemos tardado una semana en traer nuestro equipaje, el contenido de diez grandes cajas, desde la playa hasta aquí. Heinz le había pedido al doctor Ritter que le prestara su asno para transportar el equipaje. Pero antes de que el doctor Ritter pudiese contestar, la señora Dore decidió: –No, no prestamos el asno. Desde el principio tuve ya el curioso presentimiento de que, a la larga, nuestra convivencia con el doctor Ritter y su compañera no iría por muy buen camino. Durante algún tiempo, todo resultó soportable. Pero luego sucedió algo cien veces peor que el odio de Dore Strauch. El doctor Ritter había conseguido a fuerza de ruegos que le diéramos la cabeza y un pernil de nuestro primer cerdo cuando se enteró de que mi marido era un cazador apasionado. –Por lo general, los vegetarianos no comen carne –dijo Heinz pensativamente. Pero yo estaba dispuesta a darle al incidente un sentido distinto: –Quizá sólo el doctor es vegetariano y no la señora Dore. Página 30
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Naturalmente, queríamos reservarnos para nosotros el otro pernil. Ya entrada la noche, lo puse al fuego para que por la mañana pudiera servirnos de desayuno. Mortalmente cansados por el trabajo del día, nos quedamos dormidos. Cuando el gallo, que con sus dos gallinas se había cobijado en una de las pequeñas grutas cantó al amanecer, Lump se despertó y vino a saludarnos moviendo el rabo. Por su hinchado vientre comprendí enseguida su mala acción: había sacado el pernil del agua antes de que ésta hubiera comenzado a calentarse y se lo había engullido sin dejar rastro. Así es que para el desayuno no tuvimos precisamente pernil. Pero había carne en abundancia. Heinz y Harry fueron a casa del doctor Ritter a llevar la cabeza del cerdo y el otro muslo, milagrosamente salvado. La señora Dore no estaba. Pero cuando Heinz y Harry se acercaron a la playa sorprendieron a la señora Dore, que estaba realizando un examen minucioso del resto de nuestro equipaje. Era una vecindad muy desagradable. Especialmente siendo la única que podía encontrarse en una isla solitaria... Sólo cinco alemanes habitan esta distante isla del océano Pacífico. Aquí nunca ha habido una población local. Tampoco nosotros somos locales, aunque hay que tomarnos como tales. Pero, si todo va bien, pronto habrá en Floreana el primer nativo. Cuando a mediados de junio salimos de Alemania, yo esperaba ya un niño. Nuestros conocidos se llevaron las manos a la cabeza. –Pero ¿es que quiere usted traer al mundo una criatura en aquel lugar remoto, en medio del océano Pacífico? ¿Dónde no hay ningún médico, ninguna comadrona, ninguna botica y ni siquiera un teléfono? Me alegro pensando en nuestra criatura isleña. A finales de diciembre debe estar resuelto todo.
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CAPÍTULO 3
UN REY INCA VIO ARDER LAS ISLAS
M
e siento delante de la cueva-vivienda, mientras el sol brilla excepcionalmente, y coso las primeras ropitas del niño. ¡Cielo santo, si me hubiese traído mi máquina de coser! Como todo lo que he juzgado una impedimenta innecesaria, siendo, sin embargo, de lo más útil, se ha quedado en casa. Y ahora me haría muchísima falta. –Si escribiera una carta a toda prisa, ¿podrían mandarme por correos la máquina de coser y otras cosas imprescindibles? Le he hecho la pregunta al doctor Ritter. Y éste se ha echado a reír. –No hay que contar con correo de ninguna clase. Estamos ahora a finales de septiembre, y antes de medio año no recibirá usted carta alguna. –Sin embargo, tenemos un buzón en la playa –le he contestado algo ingenuamente-. Se podría por lo menos intentar. He dicho esto más por afán de consolarme a mí misma que por propio convencimiento. Pero el doctor Ritter se ha echado a reír por las ilusiones que me he formado acerca de ese buzón. –Dígale a su marido que le cuente la historia de esa dependencia de Correos. Él está enterado. El doctor Ritter no tenía tiempo alguno que perder. Sus pensamientos acerca de la filosofía de la naturaleza le reclamaban continuamente. Sí, mi marido conocía la historia de aquella dependencia de Correos. Uno de los primeros domingos, cuando por primera vez, después del trabajo agotador de varias semanas, pudimos descansar un poco durante una hora, nos contó aquella historia y toda la de Floreana a Harry y a mí. Al principio debió de vivir aquí un rey inca. Este rey inca, Túpac Yupanqui, vino en grandes balsas con cerca de cien hombres, y procedían de la región del país del Ecuador donde hoy se alza la ciudad portuaria de Esmeraldas. Cuando, meses después, regresó, se refirió a las grandes islas que escupían fuego y que Página 32
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había visto en su viaje. Debía de tratarse de las islas Galápagos. Probablemente, el rey Túpac Yupanqui vio una erupción volcánica en una de estas islas. Quizás en la misma Floreana. Las huellas de erupciones muy antiguas pueden verse todavía en nuestra isla: los cráteres, los pequeños lagos en las bocas de los cráteres y las piedras de lava que cubren la isla. En 1535, los españoles descubrieron el archipiélago en forma fehaciente. Fray Tomás de Berlanga, obispo de Panamá recibió del rey de España el encargo de trasladarse a Perú. El obispo se dio a la vela con un gran séquito. Durante toda una semana, su flota tuvo un viento favorable, pero después sobrevino una calma chicha. Los barcos se quedaron parados en la inmensidad del mar. Las provisiones de la pequeña flota llegaban a su fin. El agua alcanzaba sólo para un par de días. Entonces avistaron tierra. Tierra en la que tal vez habría agua. De esta manera llegaron los españoles a las islas Galápagos. No estuvieron allí mucho tiempo. Pero cuando volvieron dejaron algo que se ha conservado hasta nuestros días: animales domésticos. No eran más que terneras y cabras, probablemente en muy escasa cantidad; tal vez se les habían escapado y se habían escondido en la maleza. Con el transcurso del tiempo se habían multiplicado grandemente; se habían tornado salvajes y, durante los primeros años, los terneros constituyeron para nosotros una verdadera plaga. Si los perros y gatos, que ahora viven también en nuestra isla en estado salvaje, llegaron o no con los españoles, es cuestión que no puede precisarse. Por lo menos los asnos, que hoy pululan en grandes cantidades, fueron traídos, al parecer, a Floreana desde la isla vecina de San Cristóbal. El pequeño mundo de los mamíferos es aquí resultado de la inmigración. En la isla de Floreana nunca ha habido mamíferos nativos. Los españoles, verdaderos descubridores de las islas, les dieron también a éstas nombres españoles. Todas estas islas tienen dos nombres, muchas incluso tres. Los primeros fueron puestos por los españoles. Cuando los piratas llegaron a estas regiones y convirtieron las islas en sus guaridas, les dieron nombres nuevos, esta vez ingleses. La República del Ecuador, que por fin, en el siglo XIX, tomó posesión del archipiélago, le impuso los apelativos actuales, que ahora se usan como tercera variante junto a los dos anteriores. El archipiélago debe su nombre a los gigantescos galápagos que los españoles descubrieron aquí por primera vez. Se trataba de grandes tortugas terrestres antediluvianas, que se han conservado en algunas islas hasta el día de hoy. En tiempos remotos deben de haber poblado el archipiélago en cantidades fabulosas. También en nuestra isla de Floreana. Aún hoy se encuentran sus gigantescas conchas. En español, estas tortugas gigantes se llaman «galápagos». Página 33
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Los piratas, que llegaron después que los españoles, encontraron buenos refugios en las pequeñas y distantes islas. Más tarde, el archipiélago de las Galápagos se convirtió en una buena base para los balleneros. Hicieron de nuestra isla un depósito de aprovisionamiento de carne fresca y montaron también algo que todavía hoy presta sus servicios: una estafeta de Correos. Esta «estafeta» –descripción bastante exagerada– no es más que una barrica amarrada a lo alto de una estaca. En aquella barrica-buzón, los balleneros dejaban sus cartas cuando salían a pescar ballenas por un largo período de tiempo, por lo general de tres a cuatro años. Los balleneros que volvían a la patria recogían aquellas cartas y se las llevaban al continente, mientras los balleneros que se marchaban de pesca llenaban las bodegas de sus barcos con sabrosos galápagos y agua fresca. De esta manera no carecían de agua, carne fresca y aceite durante el largo viaje. Debieron de realizar cacerías tan grandes de semejantes galápagos, que, por lo menos en nuestra isla de Floreana, no ha sobrevivido ninguno de estos animales. La pequeña ensenada en cuya orilla estaba el barril-buzón fue bautizada por los balleneros con el nombre de «Bahía del Correo» (Post-Office-Bay). ¡Cuánto tiempo hace de eso! Uno o dos siglos. Pero la estafeta sigue prestando aún sus servicios. De esta forma también nosotros hemos enviado cartas para la patria depositándolas en esta barrica-buzón. Cuando un barco pasa por las cercanías suele enviar un bote para que se acerque a la estafeta y recoja nuestras cartas. Y, asimismo, de este modo nuestra correspondencia puede llegar a otros puntos de la Tierra. –Puede transcurrir medio año antes de que un barco vuelva a pasar por aquí –había dicho el doctor Ritter. Pero es una ley no escrita, y que rige para todos los barcos que pasan cerca, la de dejar el correo que haya para Floreana en el barril y recoger el que exista para llevarse. Éste es el único enlace que tenemos con el mundo exterior. Y esta búsqueda del correo nos atrae aunque sólo sea cada dos meses... Durante trescientos años, las islas Galápagos permanecieron políticamente como «tierra de nadie». A nadie pertenecían. Tres siglos después de su descubrimiento, el Ecuador declaró el archipiélago como posesión suya. Llegaron nuevos habitantes. Desde el Ecuador, el general Villamil desembarcó en nuestra isla con ochenta condenados a muerte a los que se había conmutado la pena por la de trabajos forzados. El general dio a la isla su nombre actual, en Página 34
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homenaje al primer presidente del Ecuador, Flores. La penitenciaría se erigió entonces en el lugar donde hoy nos hallamos. El general la denominó «Asilo de la Paz». Pero nada hubo más diferente de un establecimiento pacífico. El sucesor de aquel general Villamil tuvo que salir huyendo de los penados. El grupo fue trasladado a otras islas. Nos gusta este nombre de «Asilo de la Paz». Lo encontramos hermoso. Y esperamos que nuestro pequeño asentamiento sea en realidad un verdadero refugio pacífico. Para poder vivir en paz y con tranquilidad nuestra propia vida, ya que para eso hemos venido aquí. Durante el transcurso del tiempo, Floreana parece haberse mostrado hostil al hombre. Nadie ha afincado aquí. ¿O quizás eso no ha sido culpa de la isla, sino de las personas que aquí no han sabido labrarse un sistema de vida? Quienes vinieron más tarde fracasaron igualmente. En el año 1870 volvieron a traerse penados del Ecuador. Se alojaron en las mismas cuevas donde nosotros vivimos. Por aquel entonces se cultivó principalmente el café y el tabaco, junto a los limoneros y naranjos. Las ramas de los limoneros caían al suelo y volvían a echar raíces en tierra, formando al cabo de poco tiempo espesos setos espinosos. Más tarde, los cerdos salvajes y los terneros, sucesores de cerdos y vacas domésticos, devoraban las frutas caídas en tierra y transportaban las semillas por toda la isla. Fueron ellos los verdaderos plantadores. El tabaco se da aquí extraordinariamente bien: incluso en su forma silvestre prospera sin más cuidados. Aquí no hay preocupaciones por falta de tabaco, y eso es una gran tranquilidad para mi marido, que en todo el día no puede desprenderse de la pipa. Hace mucho tiempo estuvo también otro alemán en la isla: el geólogo doctor Wolf. Por encargo del Gobierno del Ecuador se había ocupado en hacer las mediciones de la isla; de él procedían los primeros planos utilizables. Pero toda su labor de agrimensor resultó inútil. Nada echaba raíces en Floreana. Poco después de la visita del geólogo se produjo una sublevación entre los penados. Los colonos se habían dividido en dos bandos hostiles. Hubo una batalla en toda regla y, como consecuencia de ella, apenas quedó con vida alguien de las filas rebeldes. A los supervivientes se les trasladó a otra parte. Floreana quedó de nuevo sumida en el olvido. En 1927 se intentó una vez más colonizar la isla. En esta ocasión fueron noruegos. Querían dedicarse a la agricultura y fundar una fábrica de conservas, pero la tentativa terminó también en fracaso. ¿Por la disposición hostil de la naturaleza o Página 35
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por culpa de los hombres? –Todos han fracasado –dice mi marido mientras se prepara una nueva pipa. En esa frase tan breve se compendia todo el triste pasado de Floreana. Pero yo replico, fogosa: –¡No debemos ni siquiera pronunciar la palabra «fracaso»! No puedo oír esa palabra. ¿No lo hemos abandonado todo y nos hemos venido hasta aquí? Hemos recorrido diez o doce mil kilómetros... No he calculado las distancias. Y un par de miles de kilómetros más o menos no importa mucho cuando se está tan lejos. La realidad es que estamos aquí. Antes que nosotros, tres años antes, han llegado los otros dos residentes en la isla: el doctor Ritter y su compañera. Y dentro de poco la población de Floreana se verá aumentada con un sexto habitante. Ya tengo preparadas seis camisitas de niño; en torno al cuello he hecho una puntilla de encaje. Porque no resulta tan fácil desprenderse de los detalles inculcados por una civilización que se lleva en la sangre, sobre todo cuando se trata de cosas tan pequeñas como una puntilla de encaje. También tengo preparada una almohada para el primer niño de la isla. Sólo falta rellenarla. Mas para eso se necesita que Heinz cobre una pieza adecuada. En los próximos días habrá de derribar una de las grandes aves marinas. –Entonces tendrás todas las plumas que quieras. –Tener plumas... Esta es una frase que en la patria la decíamos sin pensar en su sentido alado. Ahora nos damos cuenta de su verdadera significación. Nos echamos a reír. A Dios gracias, todavía sabemos reírnos. Por lo demás, nos hemos propuesto no olvidar aquí la risa. Si alguna vez nos preocupa algo, volveremos a acordarnos de eso de «tener plumas». Trato de convencerme de que soy una mujer animosa y hecha a las dificultades. Pero cuanto más pienso en el inminente aumento de familia, en la criatura de la isla, tanto más se apodera de mí el terror. No por falta de casa. Todavía tenemos tres meses de tiempo para construirla. Tres cortos meses. ¿Tendrán Heinz y Harry tiempo bastante? Tienen muchas otras cosas que hacer. Pero la casa hay que terminarla. La cueva es lo menos a propósito para la habitación de un niño. La Página 36
Capítulo 3
Fuego
piedra de lava es tan blanda que el agua de lluvia rezuma constantemente. Naturalmente, también tengo además un poco de miedo. –Al fin y al cabo, tenemos un médico en la isla –dice mi marido tratando de consolarme–. Así no puede pasar nada. Hablo de eso con el doctor Ritter una vez que viene a pasar unos minutos con nosotros: –Usted me ayudará cuando llegue el momento, ¿no es verdad, doctor Ritter? –¡No! –rehúsa sin rodeos–. No he venido a Floreana para ejercer la Medicina. ¿Cómo ha podido usted figurarse nada semejante? Yo no puedo perder el tiempo dando vueltas por aquí. Tengo muchas cosas que hacer. Pero usted puede pedirme consejo si lo necesita. ¿Cómo es posible que un hombre, un médico, pueda mostrar un corazón tan duro? ¿Cómo, en mi hora más difícil, que se acerca, vamos a pedirle consejo? Heinz no me dejaría sola en ningún caso. A Harry tampoco podemos enviarlo. Tiene tan mal aspecto, está tan deprimido, que no se puede contar con él casi para nada. El doctor Ritter observa lo asombrada que me quedo ante su declaración y trata de consolarme a su manera: –No debe usted tomar las cosas tan por lo trágico. A cada minuto están naciendo niños. No es ninguna cosa del otro mundo. Usted compórtese con valor y no se deje abatir cuando llegue el momento, y todo irá bien. No puedo decir que sus palabras me sirvan de gran consuelo. Pero espero que él tenga razón. Ahora estamos a mediados de octubre. A fines de diciembre, la criatura vendrá al mundo.
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En la naturaleza triunfan los más fuertes
CAPÍTULO 4
EN LA NATURALEZA TRIUNFAN LOS MÁS FUERTES
B
ueno, todavía quedan dos meses largos... De momento tenemos suficientes trabajos y preocupaciones para conceder un solo minuto a tales pensamientos. Vamos comprendiendo lo mucho que la naturaleza endurece al hombre y cómo es posible vivir en Floreana y permanecer aquí. Hacerse dueño de la naturaleza, tanto de la inanimada, como se la llama, como de la animada. Muchas veces estoy a punto de comprender por qué la gente que ha estado aquí antes que nosotros ha abandonado la isla. Sencillamente, por su impotencia frente a la naturaleza. Parece como si todo lo que se ha preparado con penosos esfuerzos hubiera de ser destruido. Como si todo el trabajo y toda la creación se realizaran inútilmente. Junto a esto se da el hecho curioso de que siempre me he imaginado el paraíso tal como las cosas se presentan aquí: los frutos crecen y maduran sin que nosotros hagamos nada; en el bosque corretean los animales, y sólo tenemos que disparar para tener carne a más y mejor; el aire está perfumado en todos los sitios donde crecen naranjos y limoneros, cuyas flores huelen a agua de colonia; las palomas, símbolo de la paz, vuelan suavemente a nuestros alrededor y se arremolinan a nuestros pies; mariposas de alas violetas y amarillas parpadean en el aire cálido y húmedo; aquí y allí revolotea un pájaro fragata rodeado de sus hijuelos, el cual, con su plumaje metálico y brillante y su gran buche, de un rojo de fuego, parece una flor exótica. Sí, poco más o menos, siempre me he imaginado el paraíso de esta manera. Nos sentimos dichosísimos cuando vemos las primeras plantitas de nuestro huerto, las primeras delicadas hojas que han nacido de la semilla, y con el pensamiento acariciamos ya los frutos que parecen inminentes. Pero no hemos contado con los terneros. Con las vacas salvajes Noche y día oímos sus bramidos en el bosque. Muchas veces tiene un tono tan amenazador que se nos corta el aliento.
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Capítulo 4
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Durante todo un día estoy sola «en casa». En los primeros tiempos habíamos dicho: –Ahora estamos aquí. Pero todavía no estamos en casa. ¿Qué significa verdaderamente eso de estar «en casa»? No lo sé. Probablemente no significa mucho. Significará algo cuando tengamos recogida nuestra primera cosecha propia. Quizás entonces. Es una sensación agradable la de comer lo que se ha plantado. Bajo a mi huerto. Hay que arrancar la mala hierba, que en estas alturas crece desmesuradamente. Rábanos, lechugas y perejil están pisoteados. Por las huellas veo que tiene que haber sido un ternero que por la noche ha penetrado en la plantación. Ésta se halla rodeada por un seto construido penosamente con estacas y matorrales espinosos, un verdadero vallado de espinos. El toro lo ha apartado sencillamente con sus cuernos. Ha devastado todo lo que habíamos plantado tan penosamente. Habíamos desmontado el terreno, talado árboles y arbustos, arrancado los tocones. Habíamos limpiado el suelo, apartado el fango de la tierra y clavado las delicadas plantitas verdes. Y ahora resulta que todo ha sido en vano...
Trabajamos día tras día en nuestro vallado. Lo reforzamos, lo afianzamos. Pero noche tras noche llega el toro, destroza el vallado, pisotea nuestras plantas, se come las hojas jóvenes de los bananos, de las batatas, del maíz. ¿Es que en los próximos meses no vamos a tener nada que comer? ¿Es que sólo vamos a trabajar para los toros? ¿Para qué ellos tengan sus bocados favoritos? Muchas veces hemos estado a punto de desesperarnos. Lo mismo que lo estuvieron otros antes que nosotros. –Los toros estaban aquí antes –digo–. Antes que nosotros. –Sí–asiente Heinz–. Naturalmente que estaban antes aquí. Pero ahora tienen que marcharse. Aquí sólo pueden vivir o unos u otros. O nosotros o ellos. Nosotros, naturalmente. ¿No es eso una ley de la naturaleza? Heinz tiene razón. Los toros estaban aquí. Son aborígenes. Cuando de noche irrumpen en nuestra plantación, no son ellos los intrusos. Los intrusos somos nosotros. Estamos apoderándonos de su espacio vital... Heinz observa mis escrúpulos de conciencia.
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–Me refiero sólo a los toros viejos –dice él–. Los que han nacido aquí. Los otros, los que han nacido después, pertenecen a otra región de la isla. No tienen ningún derecho a esta parte. Y además nunca nos molestarán. Se quedarán donde han nacido y donde se sienten a sus anchas. Hasta ahora yo nunca había pensado en que también en la naturaleza puede ocurrir de esa forma. Seguramente mi marido tiene razón. Pero un sentimiento íntimo me dice que nosotros no estamos en lo cierto y que cometemos una injusticia –En la naturaleza triunfa siempre el más fuerte –dice Heinz. Naturalmente, esto también resulta adecuado. Y una noche dispara contra el toro. Le deja entrar en el huerto, adonde viene atraído por las dulces hojas de los bananos. Entonces suena por fin el disparo. Ya nos hemos librado del perturbador. Y de nuevo tenemos carne y grasa para mucho tiempo. Los riñones están recubiertos de grasa abundante. Con ella podremos fabricar velas para nuestras oscuras noches. Tenemos carne. Tenemos grasa, velas y la piel del toro. Quizá podamos hacernos zapatos con ella. Ya nos hacen muchísima falta. En la maleza, con sus espinas, y en las piedras de lava, con sus agudas aristas, nuestros zapatos se han destrozado ya hace mucho tiempo. Por eso tenemos que acostumbrarnos a ir descalzos. Tendremos que estirar la piel para ponerla a secar. Pero aquí arriba llueve casi constantemente. En la costa reina una sequía abrasadora. Allí es ahora la zona del buen tiempo. Aquí necesitamos a menudo ponernos un chaleco, mientras que doscientos metros más abajo reina un calor tropical. Heinz mete la piel del toro en una mochila y se encamina hacia la zona del buen tiempo. La piel pesa sus buenos noventa kilos. Una vez abajo, la extiende para que se seque bajo el sol abrasador. De una u otra forma haremos cuero con ella.
En el paraíso todo está junto, lo malo y lo bueno, lo hermoso y lo feo. Por lo menos en nuestro paraíso. Cuando estoy sola, como sucede a menudo, creo realmente hallarme en el paraíso. ¿En qué otro sitio que no sea el paraíso podrían los animales mostrarse tan carentes de todo temor como les pasa, por ejemplo, a los papamoscas? Vuelan constantemente a mi alrededor. Muchos tienen los mismos colores que nuestros canarios; otros son negros, con la cabecita y la pechuga de Página 40
Capítulo 4
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color rojo. Cuando estoy trabajando en el huerto revolotean a mi alrededor y se posan delante de la azada comiéndose todos los gusanillos que encuentran en la tierra removida. En los momentos en que la azada, las plantas, las semillas, la escarda y los hornillos me dejan libre escribo en mi diario. –Teneduría de libros en el paraíso –opina Heinz, riéndose de mí. ¿Qué saben los hombres lo importante que es para una mujer escribir sus pequeñas experiencias y sus pensamientos? Con frecuencia estoy sola todo el día hasta que los dos varones vuelven a última hora de la tarde mortalmente cansados y hambrientos como lobos. Quería precisamente escribir un par de frases que se me habían ocurrido mientras estaba escardando la mala hierba, cuando he aquí que recibo un susto mortal al ver que de la cueva en penumbra avanza un gran perro salvaje aullando furiosamente. Creo que los dos nos hemos asustado lo mismo al vernos el uno al otro. Yo grito aterrada. El perro pasa a mi lado saliendo de la cueva. Era un gran perro amarillo con una cabeza informe. Desde hacía tiempo yo tenía la oculta sospecha de que visitantes extraños se deslizaban en la cueva mientras yo no estaba. En ocasiones había encontrado pedazos de carne por el suelo. Ahora sabía quiénes eran los malhechores. Nuestros dos perros no eran en forma alguna, sino bestias salvajes y extrañas, ladrones como el que acababa de encontrarme. Animales que apenas tenían ya ningún parentesco con nuestros perros caseros ni con nuestros perros pastores. Eran animales que habían crecido en la espesura y que estaban más cerca del lobo que del perro. Me resultó muy poco agradable el pensamiento de vivir en la vecindad de tales lobos. ¿Cómo se comportarían con el hombre si se vieran apretados por el hambre? En una de nuestras cuevas, la que nos servía de taller, busqué una de las trampas que habíamos traído con nosotros. Por la noche la dejé preparada. Quizá tendríamos la suerte de atrapar a una de aquellas bestias. Dejé convenientemente dispuesta una pieza de carne en la trampa. A la mañana siguiente descubrimos que un gran perro blanco había quedado apresado. Estaba cogido por un brazuelo. Heinz lo despachó de un balazo, limpió la trampa y la montó de nuevo. Durante tres días, todas las mañanas amanecía un perro en la trampa. Luego llegó el cuarto día. El día de la desgracia. Como de costumbre, habíamos atado a nuestra perra Hertha delante de nues-
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tra tienda de campaña, junto a la cueva. Lump, el cachorro, dormía junto a Harry en la cueva, ya provista de puerta, que habíamos confeccionado entre tanto. A mitad de la noche nos despertó un tenue ladrido. Heinz se levanta, coge su escopeta de dos cañones y sale. A la débil luz de la luna ve sobre una roca el contorno impreciso de un perro. No puede tratarse de ninguno de los nuestros. Hertha está atada a nuestra tienda. Heinz dispara. Cuando vuelve a la tienda comprueba aterrado que Hertha no está ya sujeta por la cadena. Se había librado de ella, adelantándose a Heinz y yendo a esperarle en lo alto de la roca. A la mañana siguiente encontramos muerta a nuestra fiel compañera, a los pies del risco. Su dueño la había matado sin proponérselo. Hertha había sido siempre su favorita. El pequeño Lump pasaba a ser ahora la niña de sus ojos, muy en desventaja de su educación de cachorro.
Llevamos ya tres meses en Floreana. Vivimos con sencillez, trabajamos y estamos contentos. Con nuestras propias manos nos hacemos una nueva morada; nuestra casa de bloques, de siete por cuatro metros, hace ya progresos visibles. La madera del árbol lechoso, el único que sirve para la construcción, debe ser talada media hora antes de su empleo. Hay que acarrearla (trozo a trozo, sin ayuda alguna, porque todavía no disponemos de ningún asno. Pero vemos como la casa va creciendo poco a poco. Ya hemos salido de la primera etapa totalmente primitiva. Eso nos proporciona un sentimiento de liberación íntima indescriptiblemente hermoso, una alegría de vivir nunca conocida. Nuestra vida se ha hecho, en cierto modo, realmente paradisíaca si no se piensa en aquella época del Paraíso en que el trabajo no había sido inventado todavía. A pesar del goce sencillo, nos sentimos saludables y fuertes. Harry ha crecido mucho y sus espaldas son más anchas. Parece todo un hombre a sus trece años. Es de esperar que aquí se cumpla nuestro deseo de que su visión mejore en esta verde soledad. Por nuestra parte no sentimos la soledad en absoluto. Nuestro día, el corto día de los Trópicos, está tan lleno de pequeñeces insoslayables que apenas queda tiempo para pensar. ¿Teatro, cine, diversiones? No las echamos de menos. Desde nuestra morada tenemos una vista maravillosa del mar. AI atardecer contemplamos majestuosas puestas de sol, vemos volar en torno los pájaros de abigarrados colores y brillar las flores con sus matices más delicados, todo lo cual nos compensa más que con creces por la vida de las grandes ciudades, de la que hemos venido huyendo.
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Y no hay serpientes que amenacen esta felicidad, por lo menos no las hay en Floreana. Lo cual no quiere decir que vivamos sin excitaciones. Por las tardes, después de hecho el trabajo, nos sentamos a la puerta de nuestras cuevas y miramos el cielo, en el que justamente acaba de ponerse el sol. Rápidamente empieza a oscurecer. De pronto el cielo llamea de improviso. Se alzan llamas gigantescas. El fuego viene de la dirección de la isla Isabela. Contenemos el aliento y empezamos a sospechar la causa de aquel mar de llamas. En la isla Isabela, un volcán ha entrado en erupción. El espectáculo disfrutado desde una distancia a la que nos podemos sentir seguros, resulta una experiencia inolvidable. Pero el miedo se alza poco a poco en nosotros: ¿estará amenazada Floreana también por una erupción así? Floreana tiene un joven suelo volcánico, lo mismo que Isabela. ¿Qué haremos nosotros si cualquiera de los volcanes de Floreana abre de nuevo su garganta y empieza a arrojar lava y ceniza sobre la isla? ¿Qué haremos entonces? ¿Huir? ¿Adónde? Al día siguiente percibimos un ligero temblor de tierra.
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CAPÍTULO 5
FANGO EN LA CLARA AGUA DE LA FUENTE
A
quel día de octubre de 1932 no lo olvidaremos mientras vivamos. Aquel día en que llegó la primera visita.
Oigo como ladra nuestro Lump. Luego me llegan lejanos y ligeros rumores de la maleza. Se van acercando lentamente. El viento arrastra un par de palabras cortadas. Yo estaba ocupada precisamente con las faenas de la casa. En la disposición menos adecuada para recibir a ningún huésped. Entre el verde de los árboles y de los arbustos distingo a unas cuantas personas que se acercan a nuestras cuevas. La primera de ellas era un austríaco de la vecina isla de Chatham, al que habíamos conocido. Nos saludamos cordialmente; es el primer ser humano que viene a buscarnos aquí. Me presenta a otro alemán. Pero oigo más voces. Una mujer pequeña y delgada, frisando en los cuarenta, se aproxima montada en un pequeño asno. Junto a éste iba un joven, también alemán, de cabello rubio como el lino, ojos azul-celeste y aproximadamente de unos veintiocho años de edad. La señora que viene en el asno me es presentada como la «baronesa Wagner». El joven rubio se llama Lorenz. El último en llegar es el capitán del buque que ha traído hasta aquí a los huéspedes. ¿Huéspedes? ¿Por cuánto tiempo? ¿Sólo para una corta visita? La voz dominante de la baronesa me hace salir de mis pensamientos. –¿Dónde está la fuente? Eso fue todo lo que tuvo que decir como saludo. Se dirigió a la fuente seguida por Lorenz. El joven le quitó los zapatos y le lavó los pies cuidadosa y delicadamente. En nuestra propia fuente. Con el agua de la que bebíamos. La baronesa parecía muy cansada. –Si quiere usted servirse de nuestra tienda de campaña –le dije—, podría descansar un poco. Ella aceptó sin decir palabra. Página 44
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Lorenz, el paje rubio, parecía también estar necesitado de descanso. Siguió a su señora dentro de la tienda, y de momento no volvieron a aparecer. ¡Qué pareja tan extraña...! Era el comienzo de una cadena de cosas extrañas que iban a ocupar a la isla y más tarde a casi toda la prensa mundial.
La baronesa me había causado desde la primera ojeada una impresión penosa. –Se quedará aquí con su séquito –me susurró nuestro amigo austríaco–. Trae consigo otros dos hombres, un europeo y un ecuatoriano. Los trae desde París, dice ella. No sé más detalles, pero –el austríaco me miró con ojos que querían decir mucho— creo que hay que tomar precauciones. En el barco he podido hacer algunas averiguaciones. No estoy muy seguro, pero me parece que la baronesa no está del todo en sus cabales. –Bonita perspectiva –le dije a mi marido, que acababa de regresar de su trabajo en el bosque. Cambiamos una mirada llena de preocupación. La baronesa se había traído no sólo un par de hombres, sino también algunos animales: vacas, terneras y dos asnos. Y también un armamento tan completo que no pudimos creer en una corta visita pasajera. –A ustedes no les molestará–nos rogó ella después de haber acabado su siesta– que de momento viva cerca de ustedes, ¿no es verdad? Heinz no quería. Tenía una especie de presentimiento. No sospechaba nada bueno. Adivinaba un peligro. Pero tuvo que responder: —Bueno. Pasajeramente, puede usted residir en nuestro naranjal. Allí donde está la pequeña fuente. El capitán nos había traído arroz. Nos vendió un quintal por once sucres. El saco estaba todavía en la bahía Post-Office. Heinz no tenía tiempo para ir a recogerlo. Pero la baronesa quería mostrarse amable: –Quisiera demostrarles mi agradecimiento por su hospitalaria acogida –dijo–. Me encargaré de recoger el arroz. El domingo puede usted ir a buscarlo. Estábamos muy contentos por aquel quintal de arroz. Lo necesitaríamos con urgencia como reserva para los meses siguientes. Página 45
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La señora baronesa había traído también correspondencia. Un paquetito para nosotros y otros para el doctor Ritter. Nuestro primer correo... –¿Querría usted llevarle el correo al doctor Ritter? —preguntó ella–. Yo debo volver ahora mismo a la bahía Post-Office, a la casita de madera. Mis acompañantes me aguardan allí. La casita de madera la construyeron los noruegos que en otra ocasión habían estado breve tiempo en la isla. Cuando se despidieron, nuestro amigo austríaco aún tuvo tiempo de murmurar algo rápidamente. No lo comprendí todo. Sólo oí una vez más la palabra «¡cuidado!», y me pareció oír la palabra «gentuza». –Nuestro buen amigo exagera un poco –opinó Heinz cuando volvimos a quedarnos solos. Pero de momento no seguimos pensando en aquello. Habíamos recibido el primer correo de la patria, y ante aquello palidecía todo lo demás. Pero ni con la mejor voluntad del mundo se podían paliar los hechos. Y los hechos eran que ahora teníamos vecinos. Vecinos directamente ante la puerta de la casa. Una mujer y tres hombres.
No tenemos tiempo para seguir pensando en la baronesa Wagner y en sus acompañantes. Tenemos otras preocupaciones. De momento, un nuevo toro nos causa más quebraderos de cabeza que la baronesa. Con ésta podremos entendernos. Con el toro no es tan fácil. Por la noche ha vuelto a entrar en nuestro campo de maíz a pesar de la valla de alambre espinoso. Nuestro maíz debe resultar especialmente agradable para el ganado. Y eso que hay pasto suficiente fuera de la alambrada. Pero incluso los toros de Floreana saben, por lo visto, que el fruto prohibido es el más sabroso. Mi marido tuvo primeramente que volver a colocar el vallado de alambre. Aquello era lo más importante. Luego fue con el paquete de correo al doctor Ritter. Quería contarle las últimas novedades de la isla. Pero nuestro filósofo rehusó: –Ya conozco a esa compañía. Estuvieron ayer en mi casa. Incluso han pasado la noche con nosotros. El doctor Ritter no parecía estar muy entusiasmado por el alud. Página 46
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–La señora –siguió describiendo– hubo de contentarse, naturalmente, con una hamaca. Por la noche tuvo frío. Entonces encargó a su lacayo, Lorenz, que encendiera fuego en nuestro hogar. Debe de haber pensado que nosotros no conocemos esa clase de comodidades. Ha habido unas cuantas palabras agrias, hasta que por fin la baronesa, muy enojada y echando chispas, ha continuado su camino hacia la bahía Post-Office. Heinz entregó al doctor Ritter el correo que la baronesa había traído para él. –Es curioso –dijo el doctor Ritter–. ¿Por qué no me habrá traído ella el correo? ¿Para qué ha estado entonces en mi casa? Sí, era curioso. Pero más curiosa aún resultó otra cosa. El doctor Ritter exclamó en cuanto tuvo las cartas en sus manos: —Este correo ha sido abierto. –No por mí –dijo mi marido. Temía que Ritter estuviese cometiendo un error, pero éste insistió, moviendo la cabeza: –De algunas cartas han sacado incluso las fotografías–. Echó una ojeada a las cartas–. Es una perfecta porquería. Pero ya sé que no tiene usted la culpa –dijo sin sombra de desconfianza. La estratagema era demasiado clara: la baronesa nos había dejado el correo a nosotros para que se lo llevásemos al doctor Ritter. De este modo nos haríamos sospechosos de haber abierto las cartas arrastrados por la curiosidad. La baronesa necesitaba, para sus fines, sembrar la discordia entre nosotros. O quizás era malvada y mezquina por naturaleza. Dos días después apareció el servidor Lorenz y nos presentó al ecuatoriano, llamado Valdivieso. Entre los dos se habían traído la vaca y una pequeña tienda de campaña para pasar la noche. Con Valdivieso no fue posible entendernos. Sólo hablaba español y francés. Lorenz tenía que hacer de intérprete. Y nos contó con entera franqueza: –Hace cinco años, este Valdivieso no era más que un peón, esto es, un trabajador de los más humildes en la isla de Isabela. Pero una vez que un barco mercante pasó por aquella isla se metió a bordo de polizón y llegó a Europa. En Francia trabajó en una compañía ferroviaria. Fue allí donde conoció a la baronesa Wagner. Aquel Lorenz hablaba con una crudeza sorprendente acerca de la baronesa. Página 47
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Pero había algo que no encajaba. Nuestro enfado por lo del correo y por el toro nos había hecho olvidar casi completamente la cuestión del arroz. Seguía estando en la bahía de Post-Office. Aquel quintal que el capitán nos había vendido por once sucres. Heinz y Harry se pusieron en camino para ir a buscarlo. La baronesa los recibió en la playa y los invitó a entrar en la casita de madera donde estaba echada. La dama aguardaba la visita y se había ataviado en la forma que creyó más conveniente. Lucía traje de deporte con pantalón de montar, blusa, botas altas, fusta y un revólver al cinto. Además de eso, llevaba mucho carmín en los labios, polvos y otros afeites. Heinz hubo de tomar asiento en una silla mientras la baronesa se extendía lánguidamente sobre un diván para dar comienzo a la audiencia. Lo primero que hizo fue presentar al tercer hombre del «séquito». –El señor Robert Philipson –dijo la baronesa con ademán encantador. Como ella dijo, el señor Philipson era su marido. Éste sólo podía dedicar a Heinz un par de segundos. –Estoy muy ocupado –se disculpó–. Acabo de escribir ahora mismo un par de artículos, y han de ser puestos en limpio y enviados sin demora. Heinz no dijo nada. Se limitó a reírse interiormente. Cada par de meses salía un barco de la isla. Y este señor Philipson obraba como si diariamente saliese la camioneta de Correos. ¡Simples patrañas! –¿Sabe usted cuáles son mis planes? ¿No ha oído hablar de ellos todavía? –preguntó la baronesa. Se echó a reír dándose mucha importancia. Le mostró a mi marido un periódico de Guayaquil. Heinz necesitó algún tiempo para comprender lo que allí se decía: la baronesa tenía intención de construir en Floreana un hotel para millonarios americanos. Su marido Philipson y el servidor Lorenz debían ser los arquitectos e ingenieros. Heinz expresó la sorpresa propia del caso. Pero la baronesa había saltado ya a otro tema. –Ese Ritter quiere dárselas de médico –dijo frunciendo los labios con arrogancia–. Es un pobre sacamuelas. Todo lo más, un simple enfermero... Para poner fin a aquella desagradable conversación, mi marido preguntó por el arroz.
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–Naturalmente –sonrió la baronesa con dulzura–. El arroz cuesta veintiocho sucres. Heinz creyó no haber oído bien. –¿Veintiocho? Se lo he comprado al capitán por once sucres. –Cuesta veintiocho sucres –repitió la baronesa jugando con su fusta. Si quiere usted tenerlo... Mi marido se puso en pie. –Le agradeceré –dijo fríamente– que no vuelva a pisar nunca más nuestro naranjal y que se busque otra vivienda, señora baronesa. Los rasgos de ésta se endurecieron repentinamente. –No diga tonterías. Por ahora no tengo otro sitio mejor donde vivir. Por lo menos de momento. Hasta que mi hotel no esté listo. Así es que me quedaré todo el tiempo que me haga falta. ¿O es que quizá va usted a intentar echarme? –Se echó a reír–. Piénselo mejor: somos tres hombres, y yo también cuento. Con ademán significativo llevó su mano al revólver y miró a Heinz con ojos maliciosos. Renunciamos a nuestro arroz. Que le hiciera buen provecho a la baronesa. No íbamos a morir de hambre por eso. Lo que importaba era no tener nada que ver con aquella mujer. Nos apartaríamos de su camino todo lo que pudiéramos. La palabra susurrada por nuestro amigo austríaco, recomendándonos «cuidado», seguía resonando en nuestros oídos. Un par de días después, mi marido se encontró en el bosque con el servidor rubio, Lorenz. –¡Pchss! –siseó éste. Después desapareció en la espesura. Mi marido le siguió. –¿Puede escuchamos alguien aquí? –preguntó Lorenz mirando nerviosamente a todos lados. –No, aquí no nos oye nadie. ¿Qué ocurre? Lorenz parecía estar muy asustado. –La señora –dijo en voz baja– me ha prohibido rigurosamente que hable con Página 49
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usted o con su esposa. Luego Lorenz fue perdiendo su miedo y hablando con mayor libertad. Se alegraba de tener a alguien con quien poder hablar en su lengua materna. Impulsado por su afán de desahogo, empezó a contar cosas de la baronesa: –No está casada con ese Philipson. Todo eso es una patraña. Desde 1923 está casada con un francés llamado Bousquet. Y ella se hace llamar también «baronesa Wagner de Bousquet». Ese Bousquet es un trotamundos. Ella le conoció en Constantinopla. Allí era bailarina. Y antes, durante la guerra, había sido una espía, según he oído decir. No lo sé con seguridad, pero todo es posible cuando se la conoce... Por lo demás, no está divorciada de Bousquet. Pero creo que él está muy contento por haberse librado de ella. Heinz tomó nota de aquellas informaciones. Pero no hizo ninguna pregunta. A mi marido le interesaba más otra cosa: –Dígame usted, Lorenz: durante el camino ¿abrió alguien las cartas que venían dirigidas al doctor Ritter? Al principio, Lorenz no quería soltar prenda. Pero luego su facundia fue superior a su miedo. –Sí –admitió–, la baronesa abrió las cartas. Todo el correo. Quería saber con qué clase de gente se relacionaba el doctor Ritter y también usted. Por lo pronto, ya sabíamos una cosa: que estábamos vigilados. En nuestra vida tranquila y apartada había irrumpido de pronto la inquietud. Tratamos de olvidar los desagradables incidentes absorbiéndonos en el trabajo. La casa progresaba a ojos vista en su construcción. Con el material sobrante empecé yo misma a construir un gallinero. Se me había metido en la cabeza montar toda una granja avícola, y para ello tenía que comenzar de la manera más modesta. Una gallina posada sobre diez huevos debía ser el fundamento de aquella granja en la que yo tenía puestas mis esperanzas.
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Noches Negras y Lúgubres
CAPÍTULO 6
NOCHES NEGRAS Y LÚGUBRES
E
l 15 de noviembre, cuatro semanas después de la llegada de la pendenciera baronesa, volvimos a tener visita en la isla.
El noruego Stampa, que vivía en Santa Cruz, vino a Floreana con un trotamundos llamado Franke. Éste quería reposar una temporada en nuestra isla, utilizando su silencio y su apartamiento para poner por escrito las experiencias adquiridas en sus viajes por el mundo. Los dos hombres vinieron en un pequeño velero a motor. Echaron el ancla en la bahía de Post-Office. La primera persona con la que toparon en la isla fue la baronesa. –¿Puedo esperar un refugio junto a ustedes? –preguntó Franke cortésmente–. Nada más que por un corto tiempo... Ella le cortó la palabra brutalmente: –¡No! Una respuesta incomprensible en una mujer que se ocupaba de grandes planes hoteleros. Pero la baronesa tenía, en este caso, motivos más que justificados. Había descubierto mucho antes que Franke era lo más contrario de una persona tranquilizadora desde el punto de vista económico. Y por tales huéspedes no tenía el menor interés. Ella quería huéspedes adinerados, verdaderos millonarios. Era lo que nos había dicho en un principio. Franke se apartó sorprendido y se dirigió al doctor Ritter. —No —le dijo éste también. No se lo dijo tan ásperamente como la baronesa, pero se negó igualmente—. Necesito mi reposo, trabajo en mis obras científicas y no puedo soportar ninguna perturbación. Franke vio que aquello era verdad. Y, por lo demás, comprobó que el alojamiento de Ritter no ofrecía lugar alguno para un huésped. Era solamente un bungalow.
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Capítulo 6
Fuego
El refugio de Ritter se componía de cuatro pilastras sobre las cuales se apoyaba un techo de hojalata. En el interior, otras cuatro columnas formaban una especie de jaula revestida de tela metálica. Su tamaño era aproximadamente de dos por tres metros. En aquella jaula estaban las camas de Ritter y de su compañera Dore. –Diríjase usted a los Wittmer –aconsejó el doctor Ritter al trotamundos. Y de esa manera fue como éste vino en busca nuestra. Pero ni con nuestra mejor voluntad podíamos admitirle. Aunque sólo estuviéramos en ellas pasajeramente, lo cierto era que sólo disponíamos de las cuevas. Y nuestro cobijo sólo era suficiente para nosotros. Además, dentro de seis semanas yo esperaba mi nueva criatura. Mi estado no me permitía hacer esfuerzos penosos. Sintiéndolo mucho, no podía admitir a ningún huésped. –Sí, ya veo que no me queda más remedio que hacerme llevar por Stampa otra vez a Santa Cruz. Franke estaba muy decepcionado. Pero comprendía que no le era posible quedarse aquí. Así, pues, volvieron a bajar a la bahía Post-Office, donde estaba el pequeño velero. Durante el camino dispararon contra una ternera. Querían llevarse la carne a Santa Cruz. La baronesa debió de oír el disparo. Cuando vio llegar a los dos hombres con la ternera, se precipitó fuera de la casita de madera. –¡Han matado ustedes mi ternera! –gritó. Se sacó el revólver del cinto y amenazó a Franke y a Stampa. –¡Philipson! ¡Valdivieso! –llamó ella con voz aguda. Acudieron los dos y se colocaron al lado de su dueña. –¡Destrozadles el chinchorro! –ordenó ella. Obedecieron. Hicieron trizas el pequeño bote de desembarco en el que Stampa y Franke habían venido desde su barco hasta la isla y que pensaban utilizar para llegar nuevamente al velero. Impotentes e indefensos, tuvieron que presenciar cómo el bote era destruido. La baronesa seguía apuntándolos amenazadoramente con el revólver. Y habría disparado con toda sangre fría si hubiesen intentado resistir lo más mínimo.
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Stampa acudió corriendo al doctor Ritter. Franke vino fatigosamente hasta nuestra vivienda. Escuchamos su relato. Así pues, aquélla era la paz paradisíaca de nuestra isla. —No podrían ustedes ayudarnos a cruzar la bahía de Post-Office en su bote plegable –preguntó Franke. Mi marido le había contado que tenía el bote en la costa, oculto entre matorrales, por miedo de que la baronesa pudiera descubrirlo y apropiarse de él, como se había apoderado del arroz. Franke había pensado que mi marido podía llevarlo con el bote plegable hasta el velero, y luego él iría en éste a Blackbeach para recoger a Stampa. La primera parte de la empresa se realizó con éxito completo. Heinz y Harry llevaron a Franke felizmente hasta el velero. Pero Franke no tenía la menor noción de náutica. No llevó el barco por la ruta adecuada, y la pequeña embarcación fue separándose de la costa más y más por momentos. A mi marido no le quedó otro remedio que volver a ir a Blackbeach con el bote plegable, llevar a Stampa a bordo y realizar el viaje una vez más. Blackbeach y la bahía de Post-Office distan dos horas de viaje por mar con el bote plegable. Además de eso, el tiempo era francamente tormentoso. El mar estaba muy encrespado, demasiado para un pequeño bote plegable. Heinz puso su vida en juego por ayudar a Franke y a Stampa. Durante aquella empresa, yo estuve sola en las cuevas. Completamente sola. Únicamente el perro, Lump, estaba conmigo. Mientras hubo luz del día trabajé en el huerto. Luego reuní madera y cañas secas para seguir construyendo mi gallinero. A continuación preparé la cena. Rápidamente fue oscureciendo. Las gallinas ya se habían dormido. A mí alrededor reinaba un silencio absoluto, casi lúgubre. Raramente había yo sentido aquel silencio tan pesado y tan opresivo, tan peligroso, como aquella noche. ¿Qué podía surgir de aquella oscuridad? No hacía más que rumiar y rumiar, llenándome de preocupación y sintiendo que un pánico paralizador se iba apoderando de mí. Me acurruco en un pequeño escabel delante del fuego, que chisporrotea. Lump se coloca a mi lado y apoya la cabeza en mi regazo. Muchas veces alza los ojos y me mira interrogadoramente. Los dos escuchamos el más pequeño murmullo que nos llega desde fuera. De vez en cuando se oye algo. En la lejanía retumba el sordo mugido de alguna vaca que pasa frente a las cuevas. Los minutos se convierten en una eternidad... No me atrevo ni siquiera a le-
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vantarme a avivar el fuego o a encender la lámpara de petróleo. Tengo miedo. Un miedo sin límites, como no lo he tenido nunca en mi vida. Si a Heinz y a Harry les hubiera sucedido algo... Si el pequeño bote hubiera zozobrado... Llega hasta aquí el fuerte ruido del oleaje en la costa. Aquel rumor monótono y eterno. Si los tiburones... Sé que en la costa hay bandadas de tiburones. El frágil botecillo plegable... No me atrevo a seguir pensando; me llevo las manos a los ojos. No quiero, ni siquiera en el pensamiento, ver las imágenes que me conturban. Lump apoya más fuertemente su hocico en mi regazo. Lump, el único ser viviente que tengo a mi alrededor. ¿Y si ellos no vuelven? Dios mío, ¿qué voy a hacer si ellos no vuelven? ¿Qué voy a hacer yo sola? Sola en la isla. Y dentro de seis semanas vendrá nuestro hijo al mundo. Hace ya largo rato que reina una completa oscuridad. En la cueva sólo un resto de brasas esparce un débil y oscilante resplandor. No soy capaz de levantarme y avivar el fuego, acercar leña. Siento que ya no soy capaz de dar un solo paso. Afuera brillan las estrellas en el firmamento. El eco de la rompiente resuena cada vez más sordo en mis oídos. Tengo la sensación de que sólo quedamos la lejanía y yo. Aquella lejanía interminable. De pronto el viento trae, como desgarrada y deshecha en una llamarada de júbilo, una sola palabra. Por lo menos algo que suena como una palabra, como la palabra de un ser humano. Luego se hace otra vez el silencio. Me he equivocado. La oscuridad y el viento me están enloqueciendo. Lump ha separado su hocico de mi regazo. Levanta la cabeza. Ladra, pero no como otras veces. Ladra de una manera suave y contenida. Veo como sus orejas se empinan y como su cola empieza a agitarse lentamente. De nuevo un sonido. Una palabra humana traída y desflecada por el viento. –¡Lump! –exclamo gozosa. Entonces él salta. Corre desalado y ladra. ¡Más fuerte, cada vez más fuerte! Da saltos entorno mío, me roza con su hocico y otra vez sale corriendo, moviendo las orejas. Y entonces oigo, a través del silbido del viento, con toda claridad: –¡Hola!
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Sólo puede ser Heinz. Así sólo grita mi marido. Me tiemblan las piernas cuando me levanto. Y entonces los veo, al principio como una silueta vaga en la entrada de la cueva. Heinz y Harry. El Cielo me los ha devuelto. –¡ Heinz! Me tambaleo y él me acoge en sus brazos. No decimos nada. ¿Qué íbamos a decirnos ahora? Ha sido el primer día malo de mi vida en la isla. Espero que será también el último. Algunos días después me entero de que el doctor Ritter y Stampa han dirigido una instancia al Gobernador de San Cristóbal. Solicitan en ella que la baronesa, «indudablemente desequilibrada», sea alejada cuanto antes de la isla.
El tiempo parece cambiar. Cuando no llueve hace mucho calor. Entramos en la época calurosa de los Trópicos. Las plantas que no están junto al arroyo dejan abatir sus hojas bajo el sol del mediodía. Al atardecer las enderezan de nuevo. Tenemos que regar todo lo plantado. Mas para eso no hay agua suficiente. De momento hay una preocupación más grave; la de las vacas y los toros. Están convirtiendo nuestra vida en un infierno. Casi todas las noches penetran en el huerto. Una noche oímos como, casi al lado de casa, devoran tranquilamente todo lo que encuentran. Lump se lanzó al ataque. Heinz cogió su escopeta y se dejó guiar por el ladrido del perro. La luna alumbraba débilmente, y la silueta de un toro se distinguía apenas. Heinz disparó contra el cuerpo sumido en la sombra. En un segundo cayó aquel diablo. Mugiendo, algunas vacas salieron del huerto. A la mañana siguiente encontramos al toro en la plantación de maíz. Todavía no estaba muerto. Las otras vacas, en su fuga, habían destrozado casi completamente la valla protectora. Una vez más se extendía ante nosotros un día de rudo trabajo que no podía entusiasmarnos en absoluto. Teníamos que poner fin a aquella plaga de las vacas. Sencillamente, así no se podía continuar. Trabajamos y trabajamos, creamos y producimos, y en definitiva todo para las vacas. ¿Qué nos va a quedar si el ganado se lo come y lo destroza todo? No hay más remedio: tenemos que montar guardia por la noche. Harry se encargó del primer turno: de las ocho a las doce de la noche. Yo estuve hasta las tres de la madrugada. El resto de la noche estuvo vigilando Heinz.
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Fuego
Resultaba lúgubre estar allí en la noche oscura como boca de lobo. Envuelta en un cálido abrigo, con la escopeta al hombro, una linterna de bolsillo en la mano, voy por la plantación. Lump me acompaña y corre detrás de alguna que otra rata que cruza por el camino. En la segunda noche disparé contra una vaca que había penetrado en el recinto y estaba comiéndose las habichuelas. Aquellas noches de guardia iban en perjuicio de los demás trabajos. La construcción de la casa avanzaba ahora más despacio. Pero la casa tenía que estar terminada antes de que nuestro hijo viniera al mundo. Pero ¿podríamos rematarla? Nada sabíamos. Sin embargo, también la vela solitaria en el silencio nocturno tiene su encanto especial. Por encima de una está el cielo, oscuro y cubierto. Raramente relucen las estrellas. Alrededor, tinieblas impenetrables. Se está sentada allí en silencio, para no dejarse traicionar por el más mínimo rumor. Pero en la maleza el ruido continúa durante toda la noche. Gruñen los cerdos. En alguna parte rebuzna un asno. Las vacas braman y mugen. Un concierto nocturno de índole especialísima. Se tarda mucho tiempo en acostumbrarse. Todavía no llevamos aquí ni siquiera medio año. Muchas cosas tienen que resultarnos extrañas. Hemos de familiarizarnos poco a poco con esta naturaleza que nos resulta tan ajena. Ahora tenemos que ocuparnos de las navidades. Faltan aún cuatro días. A las diez de la mañana tenemos ya diecinueve grados a la sombra. El veinte de diciembre, poco después de mediodía, son veintiocho grados, también a la sombra. Y dentro de cuatro días es Navidad. El doctor Ritter nos ha pedido para Navidad pescado seco, habas verdes y verduras propias para ensalada. Precisamente he cosechado los primeros pepinos; Heinz le llevará un par al doctor Ritter. Los pepinos resultan muy apropiados para los vegetarianos. Y él no los cosecha. En su zona hay demasiado calor y demasiada sequedad. En cambio, se producen allí espléndidamente bananas y otras verduras que no se dan bien donde estamos nosotros. Por eso solemos hacer pequeños cambios, con ocasión de los cuales Ritter se muestra como un hombre de lo más tratable. Cuando Heinz llegó con sus pepinos, el pescado seco y las verduras a casa del doctor Ritter, no podía creer en lo que le mostraban sus ojos. Sorprendió al doctor ocupado en una tarea que no correspondía en absoluto con sus cacareadas teorías vegetarianas: estaba ocupándose en aquellos momentos en descuartizar artísticamente un hermosísimo toro. –Acabo de matarlo –dijo, turbado. Y añadió rápidamente–: La bestia me viene dando la lata desde hace unas semanas, destruyéndome mis cercados. Página 57
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Un par de trozos de la bestia crepitaban ya en la sartén. Heinz percibió el aroma que llegaba desde el fogón. Y percibió también el pastel que había en todo aquello: el doctor Ritter y la señora Dore no eran vegetarianos por convencimiento; se limitaban a hablar mucho acerca de su filosofía sobre la alimentación vegetariana para hacerse así más interesantes. —¿Podría ofrecerle un trozo de carne asada? –preguntó Ritter. Ha llegado usted en el momento justo. Heinz no rehusó. Se comió el asado con magnífico apetito, pensando que el castigo más justo para el malvado toro que destruía una y otra vez los cercados era venir a parar a la parrilla del doctor Ritter. Y también el doctor pensaba probablemente de aquella manera...
Navidades. Nuestras primeras Navidades en la isla. El termómetro registra veintiocho grados a la sombra. Tratamos de pensar en la nieve, de figurarnos un bosque de pinos, un auténtico y profundo bosque de pinos completamente nevado. Pero las abigarradas mariposas soportan mal el invierno. A pesar de eso, trato de crear un ambiente navideño en la cueva-vivienda. Mi pastel de Navidad expandía un aroma hogareño. Heinz había matado un cerdo. Para una fiesta no estaba bien tener un asado ordinario. Yo pude hacer salchichas e incluso morcillas, que puse a ahumar al fuego hasta darles la consistencia justa. Nuestra primera Navidad en Floreana tuvo una celebración solemne, y olvidamos todas las amarguras pasadas en la isla. Aquello era lo más hermoso de todo. El calor nos rodeaba por todas partes. –Cuando pienso en los fríos inviernos de Europa –decía mi marido–, entonces... –Entonces –proseguía yo, quitándole la palabra de la boca–, entonces prefiero estar en las islas Galápagos y celebrar las navidades con temperaturas caniculares. O sea que me siento aquí muy bien. Me siento feliz. Pero el más feliz de todos en aquellas navidades fue Harry. Recibió el regalo de una escopeta de dos cañones. No se le podía haber dado una alegría mayor. –En realidad, deberíamos celebrar las navidades dando un verdadero paseo navideño –propuso mi despreocupado marido. Página 58
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Un paseo sobre tocones y piedras, cuesta arriba y cuesta abajo, y eso precisamente en mi estado. Dentro de pocos, de poquísimos días, esperaba yo mi hijo. Pero él no pensaba en eso. Él no tenía ninguna clase de molestias. ¿Cómo iba él a sospechar lo que una mujer siente dos días antes de que le haya llegado su hora? Naturalmente, él había propuesto aquello con buena intención y yo no podía enfadarme. Me puse a pasear animosamente. Desde hacía cinco meses, era la primera vez que yo salía de nuestra «finca». Aquel pequeño paseo en Navidad, sólo una media hora de camino hasta una pequeña fuente, fue, al menos para mí, tan pesado como la marcha de seis horas que hicimos cargados con el equipaje desde la costa hasta las cuevas. Pero ahora me sentí cien veces recompensada por las molestias de aquella pequeña caminata. En la fuentecilla, que brotaba en lo alto de un risco, pude disfrutar de una amplia vista del mar y también de la llanura que se extendía delante del mar como una ancha cinta. Sobre aquella llanura corrían felices grandes rebaños de vacas y de terneras, en confiada sociedad con cerdos y asnos. Un hermoso cuadro paradisíaco.
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CAPÍTULO 7
SÓLO NECESITO UNA CUEVA
N
uestra casa está lista. Por lo menos en parte: la cocina y mi alcoba. Las dos habitaciones están cubiertas con paja.
El techo parece ser incluso espeso. Por lo menos hasta ahora no ha caído ni una gota de lluvia. Ha sido un trabajo penoso el de construir este tejado con caña de azúcar. La caña de azúcar resulta fastidiosa cuando está seca. Se quiebra fácilmente y hay que humedecerla una y otra vez. Como el tejado no es preciso hasta la época de lluvias, podemos por ahora esperar. En comparación con nuestra cueva, la casita es un verdadero palacio. Hemos colocado una base de piedra, hecha con las rocas de lava, que abundan por estos contornos. En las cuatro esquinas hemos clavado en el suelo fuertes troncos, y las paredes que se extienden entre ellos son igualmente de troncos delgados. De un viejo limonero he arrancado el musgo y con él he calafateado las rendijas entre los troncos. Antes el viento silbaba entre las hendiduras. La casa no es grande ni muchísimo menos. Pero es un firme blocao. ¡Y qué trabajo ha representado! Cada tronco hubo de ser primeramente cortado, podado y alisado. Cada barra es una fuerte rama de árbol, elegida por su rectitud y su dureza. Cada una de estas ramas hubo de ser transportada a hombros. Heinz y Harry no tienen ya zapatos. Se les hicieron trizas en sus caminatas, en sus cacerías por el bosque, en el roce contra las punzantes y ásperas piedras de lava. –Tengo que comprarme unos zapatos nuevos –ha dicho mi marido hace unas semanas. –Pero elígelos bien. Cuando nos encontramos en uno de estos apuros hemos de recurrir a los chistes para no confesar que estamos entristecidos por nuestras necesidades. –Desde luego, hay que pensar muy bien la elección. No se compra lo primero que se presenta, ¿verdad?
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La zapatería más próxima estaba en Guayaquil, a mil kilómetros de distancia. –Quizá puedas traerme unas zapatillas elegantes –seguí bromeando–. Para ponérmelas en las noches en que Dore nos invite a sus asados vegetarianos. Hemos tenido que arreglarnos de otra manera. Siempre hemos tenido que arreglarnos lo mejor que hemos podido con lo que la isla nos ofrece. En este caso nos ofrecía pieles de buey. Pero nosotros nunca habíamos sabido nada de curtición. Tendríamos primeramente que haberlo aprendido todo: el curado, el curtido, el tundido y sabe Dios cuántas cosas más. No sabíamos nada. Pero a pesar de eso lo logramos. Lo hemos aprendido todo, porque no teníamos más remedio. La necesidad es una maestra maravillosa. Así pues, hemos tenido que hacernos zapatos con pieles de buey. No las hemos curtido. Nos hemos limitado a dejarlas secarse al sol, hasta que parecían estar a punto. Después hemos cortado suelas y atado muchas correas, y así hemos improvisado sandalias. No eran malas sandalias, y mientras no llovía se podían llevar con cierta comodidad. Siempre eran una buena protección contra las piedras y las espinas. Pero cuando llovía, las sandalias de piel desecada al sol se ablandaban inmediatamente. Se quedaban fofas e informes como el bacalao metido en agua. Se hacían el doble de grandes y se escapaban de los pies. De esta forma, mi marido y Harry no tenían necesidad de quitárselas: ellas solas se les desprendían. Y se quedaban donde estuvieran. Las ratas tenían luego su gran fiesta. Sentían una predilección especial por las sandalias hechas con piel de buey. Las paredes de mi dormitorio las he cubierto con tela blanca. La estancia tiene dos metros de largo por dos de ancho. Junto a una de las paredes está la cama: cuatro pilares de madera. El colchón, de tela de indiana, está lleno de paja; de día sirve de asiento; de noche, tapado con un grueso cobertor de lana, funciona como lecho. Junto a la otra pared se halla un estante con una cortina. Allí es donde coloco mis ropas. Encima de la cama hay otro estante que corre a lo largo de toda la pared. Es el estante para los libros. Por fin puedo sacarlos de las cajas, en las que estaban empezando a enmohecerse. La puerta de la habitación se abre a la salita de estar. Pero ésta no existe todavía. Eso vendrá más adelante. Primero tiene que llegar otra cosa: el niño. La cocina es muy confortable. Tiene un fogón hecho de piedras con una chimenea anchísima. Se puede allí ahumar una cantidad inmensa de carne y de chacina. Hay incluso un aparador, una alacena, una mesa y dos sillas de patas muy firmes. Los asientos de las sillas los hemos confeccionado con piel de buey. Éste es un producto que nos decidimos a probar primeramente con las sillas. Más tarde, cuando todo vaya bien, nuestros asientos de toda índole y las camas serán cubiertos también de esta manera. Página 61
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Con la piel que todavía no está del todo seca hemos hecho correas, las hemos vuelto a humedecer y las hemos trenzado entre los troncos para enderezarlas. Luego, en los marcos de las sillas hemos abierto agujeros por los que hemos metido las correas, humedecidas una vez más, trenzándolas en un enrejado, lo mismo que si estuviéramos haciendo punto de media. Las hemos puesto todo lo tirantes que nos ha sido posible. Y luego hemos colocado las sillas al sol. Las correas humedecidas se pondrán tan duras como alambres. Y así sucede: los asientos se quedan tan tirantes como una raqueta de tenis. A Heinz le habría resultado más fácil construir tres casas que una sola mesa que no cojeara. Porque eso de construir una mesa constituye un arte dificilísimo. Las ventanas, porque naturalmente también tenemos ventanas, son un paso constante para las corrientes de aire. Aquí no hay cristales. Incluso en el Ecuador el cristal no es un artículo de uso generalizado. Si mi recuerdo no me engaña, creo que las viejas mansiones de Guayaquil no tenían ni una sola ventana con cristales. Aquello habría parecido un lujo inaudito. Cuando comenzamos a trasladar nuestras cosas desde la cueva a la nueva morada apareció de pronto Lorenz, el pequeño y rubio lacayo de la baronesa. –¿Puedo ayudar en algo? Yo no quería aceptar su ayuda. A causa de la baronesa. Temía que pudiesen surgir dificultades si ella se enteraba. En la nueva casa encendí por primera vez fuego en la cocina de seres civilizados. La chimenea tiraba estupendamente. Nada de humo. Nada de malos olores. Preparé una olla de café para celebrar el acontecimiento. –¿Quiere una tacita, Lorenz? Sus ojos resplandecieron. Él era de Dresde, y cuando se hablaba de café no podía negar su ascendencia sajona. –Ayer estuve en casa del doctor Ritter –empezó a decir con la taza de café caliente entre las manos. El café desataba su lengua–. He ido a informarme de si hay posibilidad de marcharse. No resisto esto más. –Se tragó un sorbo que casi le abrasó la lengua y prosiguió–: La vida con la baronesa resulta insoportable. En París todavía me trataba bien. Pero lo que es aquí... Ahora sólo le sirvo para tener cuidado de sus vacas e ir a buscar agua. Los mejores trabajos son para Philipson y Valdivieso. Una vez más, el muchacho se interrumpe para sorber ansiosamente un trago Página 62
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que casi le atraganta. –La señora ha ordenado que todos los días vaya a llevarle leche fresca a la costa, porque la baronesa no puede tomar arroz más que con leche. A mí me da sólo lo indispensable para comer, mientras ella se prepara verdaderos banquetes que comparte con los otros dos tipos. Se ha traído una cantidad enorme de víveres. Pero a mí no me gusta arrastrarme. Ningún perro vive como yo. Querido Lorenz, en verdad me das pena. Pero no puedo ayudarte. Tengo mis propias preocupaciones. Dentro de dos o tres días llegará la hora de la verdad. En comparación con eso, ¡cuán pequeñas son tus preocupaciones! Tú eres un hombre. En cambio, yo... Dos días todavía. Luego el viejo año llegará a su fin. Dentro de dos días es la noche de San Silvestre. No pienso en el ponche o en el champaña que se bebe para despedir al viejo año y saludar al nuevo. Pienso solamente en mi hijo.
Los primeros dolores se presentan el 29 de diciembre de 1932. ¡Cielo santo, que todo vaya bien! Mi marido no puede estar siempre a mi lado. Quedan muchas cosas que hacer. Por doloroso que resulte. Todavía no estamos más que al principio. No es posible estar un día entero mano sobre mano. Yo lo comprendo, sin embargo... Tengo dolores. Pero no es preciso que Heinz y Harry se den cuenta de nada. Hago como si nada especial sucediera. En mi alcoba de la nueva casa todo está preparado: paños, vendas, algodón, las tijeras, los pañales. Y un bote con polvos de talco. ¿Habrá bastante con uno? Sólo tengo éste. Debería haberme traído dos. O tres. La cama está hecha. Arriba hemos puesto espesas capas de papel y encima sábanas hervidas. Ya los dolores apenas se pueden resistir. Pero el día pasa. Y la noche también. Ni un solo minuto puedo dormir, a causa de los dolores. Heinz me pone un apoyo en la espalda para que pueda sentarme un poco. Sentada, los dolores no son tan terribles. Alternativamente siento frío y calor. La noche va pasando. La mañana, el alba, llega arrastrándose. Nada, nada. Heinz me prepara una taza de café fuerte. Me levanto. Ando un poco. Los dolores se mitigan. Puedo incluso preparar la comida y hacer un pastel para el Año Nuevo.
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Luego llega otra vez la noche. Harry u Heinz se quedan dormidos inmediatamente. Han trabajado mucho durante el día, y la noche anterior apenas durmieron una hora. Me dejan sola con mis espantosos dolores. Tengo que clavar los dientes con fuerza en la almohada para no gritar por el terrible sufrimiento que estoy padeciendo. No, no gritaré. Consigo contenerme. También transcurre aquella noche espantosa. El nuevo año está ya aquí. El primer día del año 1933. ¿Es que esto no va a acabar nunca? Estaba completamente desesperada. No podía comer nada de lo que Heinz me preparaba con cariño. Sólo beber. Beber siempre. Tenía la sensación de estar abrasándome. Heinz envía a Harry afuera con el perro. Cuando vuelvan, todo habrá pasado. Pero nada sucede. Estoy casi fuera de mí con los dolores. Una noche más. La tercera. Desde hace setenta y dos horas tengo dolores tan espantosos que creo que no podré sobrevivir. La noche va transcurriendo lentamente. Heinz y Harry apenas han dormido. Se levantan cuando todavía reina la oscuridad. Los oigo salir. Ni siquiera puedo decir nada, tan débil estoy. Ellos volverán inmediatamente. Han salido. No sé para qué. Quizás han oído entrar un toro en el huerto. Quizá dispararán contra él. Ni siquiera oiré el disparo... Reina todavía la oscuridad. Tengo la sensación de que no cojo ya aire. ¡Aire, aire...! Me levanto, no resisto más estar en la cama. Estoy loca de dolor y miedo. –¡Heinz! Quiero gritar. Pero apenas consigo oírme a mí misma. Salgo de la casa. Quizás Heinz y Harry estén en las cuevas. Me dirijo hacia la que nos servía de vivienda. Voy arrastrándome, casi impotente por los dolores. En la cueva no hay nadie. –¡Heinz! Mi tenue grito apenas consigue salir de la cueva. Incluso para gritar estoy demasiado débil. En la cueva todavía quedan un par de cosas. Veo una, dos cajas. Libros en las cajas abiertas. Sí, ahora habría que coger un libro y ponerse a leer. Quizás eso me tranquilice un poco. Todavía está por aquí la mesa coja. Pero en la chimenea no Página 64
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hay ni una brasa. ¿Es que han dejado apagar el fuego? Casi no sé dónde estoy. Se me ha olvidado que la casa está a veinte, a treinta pasos. Estarán en el bosque. Tal vez estén siguiendo las huellas de un toro. En el bosque... Sí, también yo iré al bosque. Tengo que encontrarlos. No estar tan sola... En el suelo hay un saco de paja. Casi me he caído encima. Un saco de paja... Pero yo tengo una cama, una verdadera cama. Con un hule blanco encima... Durante unos segundos se hace la oscuridad ante mis ojos. Las piernas ya no me sostienen. De pronto todo se toma fácil. El saco de paja... Me dejo hundir. Siento la paja bajo mi cuerpo. Y me tiendo. Me tiendo sobre el saco de paja, incapaz de moverme. –¡Heinz! ¡Heinz! Esta vez grito tan fuerte que yo misma me asusto de mi voz. Rebota alta y vacía en la cueva. Pero no hay respuesta. Estoy tendida, muy quieta. Algo se agita a la entrada. Es un rumor extraño. Afuera reina todavía la oscuridad. Una lechuza sisea. Oigo bramar a un toro. Y el bramido se va acercando más y más por momentos. El animal debe de estar ahora por aquí, muy cerca. El toro brama otra vez, como si estuviera mortalmente herido. No puede estar a más de tres pasos. Todo mi cuerpo rompe en un sudor frío. Quiero llamar. Quiero llamar a Heinz. Pero no puedo. Estoy tan débil que ni siquiera puedo abrir los labios. Entonces oigo un grito. No, no he sido yo la que he gritado. Un grito breve y penetrante, estridente y desgarrador. El grito no procedía de mi garganta. Tampoco procedía de Heinz. Es el primer grito de nuestro hijo, que acaba de venir al mundo. Está aquí. Y yo apenas puedo comprenderlo, porque estoy demasiado débil. Y totalmente indefensa. Ya tampoco oigo los pasos rápidos y anhelantes. No veo como mi marido, bañado en sudor, se planta de improviso delante de mí. Ya no veo ni oigo nada. Detrás de Heinz llega Harry –eso me lo han contado después–, y luego viene Lump, con la lengua fuera. Ladra alegremente cuando me ve tendida en el saco de paja. Y luego se calla, porque yo estoy tan callada. Heinz y Harry me llevan a casa con las mayores precauciones. Nos llevan a mí y a la criatura. Página 65
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–Es un niño. ¿Era Heinz quien hablaba? Yo estaba tan débil que no llegué a comprender del todo esas pocas palabras. Heinz me depositó cuidadosamente encima de mi cama. Bañó al niño y lo envolvió en un gran paño que estaba preparado al efecto. Y luego los dos caímos en un profundo sueño. Yo y el niño. Y también Heinz y Harry durmieron las últimas dos horas de aquella noche. Hasta que la mañana empezó a alborear. Cuando se hizo de día desperté. No podía hablar. Bebí el café que Heinz me trajo a la cama. Lo bebí ávidamente. Me comí los dos huevos pasados por agua y la mermelada de cereza. Después volvieron los dolores. Ya sabía que no todo había pasado aún. Pero el niño estaba allí. Gracias a Dios, había llegado bien. Estaba a mi lado, con los sonrosados puñitos apretados contra el rostro, y dormía con los ojos muy cerrados. Vi el pequeño rostro, quise levantar el brazo para acariciarlo, para, por lo menos, tocarlo una vez, pero los dolores me atormentaban tan cruelmente que me sentía incapaz de realizar el menor movimiento. El parto no estaba aún terminado. Para la pequeña criatura que yacía a mi lado, sí. Para mí, todavía no. El sobreparto continuaba aún. Continuaba aún, después de tantas horas. Yo estaba casi atontada por el dolor, pero vi con toda claridad que mi vida estaba en peligro. El tiempo apremiaba. A cada minuto, el peligro se hacía mayor y yo no podía ayudarme. Heinz tampoco podía hacer nada. Sólo un médico podría intervenir aquí. Pero rápido, rápido... –El doctor Ritter –dije, sin fuerzas. –Y llamé–: ¡Harry! –¿Qué hay? Quería salir inmediatamente. –Llévate a Lump, Harry. –Sí. ¡Ven, Lump! El perro ladró complacido. Vi como movía la cola. Y Harry salió de la habitación. Ahora todos mis sentidos me habían vuelto con fuerza. Y vi claramente lo que sucedería: Harry estaba casi ciego. A pesar del perro, equivocaría el camino que conducía a casa del doctor Ritter, se extraviaría. Transcurriría quizá todo un día hasta que llegase al médico, hasta que encontrase el camino. –¡Harry!– Heinz salió corriendo detrás de él. Ya se había alejado un trecho–. Página 66
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Vuelve aquí –oí que gritaba Heinz–. Iré yo. Conozco el camino mejor que tú. Y podré ir más rápido. Y luego Heinz se marchó y empezó a recorrer el camino que le llevaría hasta el doctor Ritter. Vi por primera vez a nuestro nuevo insular. Tenía el cabello de un rubio claro y los ojos castaños. A juzgar por sus gritos, sus pulmones funcionaban perfectamente. Transcurrieron tres horas largas hasta que Heinz volvió. Llegó con el doctor Ritter. Gracias a Dios. Ritter me examinó, y en aquellos momentos era todo un médico de pies a cabeza. Parecía haber olvidado cualquier otra cosa. –¿Todavía tiene usted dolores? –preguntó. –Sí. Muchos. –Debo practicar una intervención. Me era igual todo, con tal que me sirviese de algo. –Primero probaré con quinina y con fomentos. El doctor Ritter parecía haber cambiado de pronto de opinión. Yo debía preparar los fomentos. El doctor Ritter se marchó. –Todavía tengo que ver a la baronesa –dijo. Heinz me refirió brevemente que por el camino se habían encontrado a Lorenz. Parecía no coordinar muy bien. Al cabo de una hora larga, el doctor Ritter reapareció súbitamente. Se lavó las manos una docena de veces con jabón medicinal. Luego se atrevió a practicar la intervención, sin guantes de goma. Y, lo que para mí fue muchísimo peor, sin anestesia. Tuve que dominarme con todas mis fuerzas, contenerme para no romper a gritar desesperadamente, tan crueles eran los dolores. Pero, gracias a Dios, todo pasó pronto, y luego sólo quedó una bienhechora debilidad. El doctor me había ayudado. Yo podía de nuevo respirar aliviada. Incluso pude sonreír débilmente cuando el doctor Ritter me dio la enhorabuena por el pequeño. –Me descubro ante su valor –dijo. Y yo le confesé en voz baja que en conversaciones con mi marido Io había calificado de bruto un par de veces. Página 67
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–No ha sido ninguna pequeñez este parto. Probablemente sólo ahora se daba cuenta el doctor Ritter de que el parto podía haber ido muy mal. Quizá comprendía entonces que, por lo menos moralmente, se había cargado con una gran responsabilidad al haberse negado a asistirme a pesar de mis ruegos. Pero entonces yo no quería pensar en eso. Todo había terminado bien. Naturalmente, había sido terrible, pero ahora ya todo había pasado, al menos lo peor. Él podía darme consejos con aire humorístico. –Ahora se queda usted un par de días en la cama y se repone de estos malos ratos. Y déjese cuidar obedientemente. Probablemente, aunque hubiese sido una loca, tampoco a mí se me habría ocurrido el pensamiento absurdo de levantarme demasiado pronto. Sólo entonces el doctor Ritter examinó al niño. Inclinó la cabeza varias veces aprobadoramente. No supe para quién estaba dirigida aquella aprobación, si para mí o para el niño. Sin modestia alguna, supuse que para mí. –Un magnífico arrapiezo –declaró con firmeza–. Bien construido. Pero no le haga el nido demasiado blando. Cuanto más duro, tanto mejor para él. Así se hacen los hombres más valiosos. ¿Era aquello una prueba más de su curiosa filosofía? Yo no podía comprender qué tendrían que ver los colchones con la valía ulterior de una persona. –¿Qué le debo por su asistencia? –preguntó mi marido. –¿Dinero? ¿Quiere usted darme dinero? –el doctor Ritter meneó la cabeza–. ¿Qué se puede hacer aquí con dinero? No le sirve a uno de nada. Y, además, el dinero... Quiero vivir sin dinero. Sólo con lo que la naturaleza nos ofrece. Pero cuando se presente la ocasión pueden ustedes llevarnos un cerdo. Y, por otra parte, su pescado seco les sienta estupendamente a mis gallinas. Podrían ustedes llevarme cada quince días un saco lleno. Volví la cabeza y me eché a reír contra la almohada. El gran vegetariano se hacía pagar con un cerdo. Precisamente con un cerdo. Y tampoco era muy modesto que dijéramos en sus honorarios. Claro que entonces me resultaba indiferente que hubiese pedido no uno, sino veinte cerdos, cada uno de ellos más cebado que el anterior. Lo importante era que todo había pasado y que me había ayudado de una manera eficaz. ¿Qué hombre tan notable! Primero rehusar la ayuda: «No he venido a Floreana para ejercer la Medicina», aquellas palabras que yo nunca olvidaría, y luego, cuando ya era casi demasiado tarde, ayudar de pronto sin oponer resistencia. Página 68
Capítulo 7
Fuego
Tuve un par de días de permiso. Un permiso duramente merecido. Tuve tiempo para pensar un nombre para nuestro hijo. Pero no encontré ninguno. Quizás estaba todavía demasiado débil para pensar. Tal vez Harry pudiese ayudarme. Se pasaba todo el día recogiendo leña y desmenuzándola, y mi marido hacía de cocinero y de enfermero. Los demás trabajos en la plantación quedaron abandonados entre tanto. Después habría que trabajar el doble o el triple. –Oye, Harry –dije–, ¿no puedes sugerirnos un nombre para el pequeño? A mí no se me ocurre ninguno. –Pues a mí... Ya tengo uno. La verdad es que, si de mí dependiera, le llamaría Rolf. No discutimos mucho tiempo. Rolf fue aceptado. Encontramos el nombre bonito. Corto. Siempre he sido partidaria de la brevedad. Así, pues, Rolf... Y ahora tendríamos que bautizar a nuestro Rolf como es debido, aunque haya nacido en Floreana. Pero en un bautizo normal no se podía pensar de momento. ¿Cómo íbamos a llamar a un sacerdote? Quizá deberíamos poner una carta en la barrica del correo, y dar a conocer el acontecimiento al mundo. Alguna vez, en algún barco, llegaría quizás un sacerdote y el bautizo se celebraría. Teníamos que esperar. Durante aquellos días yo sólo tenía un pensamiento: ¡qué milagro es un nacimiento...! De pronto he aquí un hombre nuevo... Ni siquiera podía creer que ahora éramos cuatro personas.
Me he levantado por primera vez. He dado un par de pasos. Pero todo me tiembla ante los ojos. Tengo que agarrarme a la mesa. Luego consigo llegar hasta una silla y me dejo caer allí, agotada. Y en aquel momento oigo pasos afuera. Pasos desconocidos. En esta soledad insular, el oído aprende muy pronto a distinguir los rumores más tenues. Aquellos pasos no pertenecen a uno de los nuestros. Y Lump ladra de una manera muy distinta a cuando llegamos uno de nosotros. Anuncia desconocidos. Visitas... Contaba con que fuese cualquiera. Pero no conté nunca con que la visita pudiese ser la de la baronesa. Y con ella Philipson y Lorenz. –Mi más cordial enhorabuena por el feliz acontecimiento –me dice con una afectuosidad irresistible mientras me estrecha las dos manos. Hoy no trae ningún revólver al cinto. Produce una impresión insólitamente pacífica. Está de un humor envidiable. Me regala unos pañales y una caja de copos Página 69
Sólo necesito una cueva
de avena, y no sale de su admiración al ver que ya estoy levantada. Es el tercer día después del parto. No tengo más remedio que acordarme del arroz, y de buena gana le enseñaría la puerta. Pero no quiero peleas. Así, pues, acepto el regalo. Al fin y al cabo, podré hacer muy buen uso de lo que me trae. Los tres personajes están muy animados. Demasiado animados para el estado en que me encuentro. Todavía lo mejor para mí es tener un poco de descanso. Pero tienen muchas cosas que contarme. —Valdivieso no está ya en el Hotel Unión –anuncia la baronesa. Se ha despedido. Abandonará la isla en el próximo barco que llegue a Floreana. Hasta entonces, vivirá allá abajo, en la bahía Post-Office. Todos los días tiene que ir Lorenz a llevarle la comida. A mí no me interesa lo más mínimo si Lorenz tiene o no que llevarle la comida. Y en cuanto a lo del Hotel Unión, me parece una estupidez. Pero la baronesa sigue hablando de su grupo. —Todas las diferencias entre el Hotel Unión y el doctor Ritter, y, a fin de cuentas, entre el primero y ustedes, sólo cabe achacarlas al imbécil de Valdivieso –afirma la baronesa–. Pero ahora que hemos separado a ese perturbador podremos vivir todos en la mejor armonía. –Así lo creo –aprobé. Después de aquello, la baronesa se mostró tan complaciente que hubo de ponerse a hablar un poco de sí misma. Pero yo no le presté la menor atención. Al día siguiente aparecieron el doctor Ritter y la señora Dore. No me atreví a ofrecer carne a los vegetarianos, sino que los obsequié con budín de arroz y ponche de frutas. La señora Dore me dio buenos consejos sobre la educación del pequeño. Desde hacía seis meses, era la primera vez que volvíamos a vernos. No nos habíamos vuelto a encontrar desde nuestra visita el día que llegamos. –Queremos ir a ver a la señora baronesa para enterarnos de sus planes acerca de la construcción del hotel –dijo Dore. Yo había dejado ya de comprender al mundo de la isla. Al principio, las dos mujeres se habían ofendido mortalmente, y ahora se hacían visitas amistosas. Pero ¿podría continuar aquella amistad? Claro que eso es cosa de ellas. Nosotros tenemos nuestras propias preocuPágina 70
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paciones. El tejado no resiste. Cuando llegaron las lluvias, las goteras se multiplicaron. Un buen día, el tejado entero se desplomó en la habitación. Todo quedó lleno de agua. Las ropas se pusieron empapadas. Pero al día siguiente el sol brilló con tanta fuerza que todo quedó seco en pocos instantes. Así, también en nuestra vida había altos y bajos. No conviene acostumbrarse a marchar siempre viento en popa. Yo tengo ya una niñera. Me he librado de mi mayor preocupación. Ya no necesito estar pendiente todo el día del pequeño Rolf o llevármelo conmigo cuando salgo a trabajar en el huerto. Porque el trabajo no puede aplazarse indefinidamente. Demasiado se han retrasado las cosas con motivo del parto. Ahora ha vuelto todo a su cauce. Los dos hombres pueden trabajar tranquilos en la plantación o en el bosque mientras yo me ocupo de la huerta o de las gallinas. Lump, nuestro perro pastor, cuida del pequeño Rolf. Al principio, su reacción ante la llegada de un nuevo inquilino fue exclusivamente de celos. Todas las veces que yo tomaba al niño en brazos se ponía a ladrar furioso. Se sentía postergado. Pero luego se ha ido acostumbrando rápidamente a Rolf. Y ahora no se separa de su lado ni un instante. Cuando he de trabajar afuera, en el huerto, Lump se coloca junto a la caja en la que el pequeño Rolf tiene su cuna. Así puedo estar segura de que al niño no le faltará nunca la atención necesaria. Si empieza a llorar, Lump se queda escuchándolo algún rato. Si el llanto cesa, no pasa nada. Pero si el crío sigue llorando, entonces Lump se pone a ladrar tan escandalosamente que no tengo más remedio que oírlo. ¡Y ay de la criatura que se ponga demasiado cerca del bebé! Si alguna vez una gallina curiosa se aproxima demasiado al pequeño, Lump arremete contra ella indignado y amenazador. Más tarde, cuando Rolf pudo ya gatear, se quedó dormido muchas veces entre los «brazos» del perro. Otras veces era un lechoncillo el que venía a refugiarse junto al vientre del animal si Rolf estaba haciendo exploraciones por otro sitio. Luego el niño arrojaba al lechoncillo, que se encontraba allí muy a gusto, y utilizaba al perro como almohada. Bajo su carga, Lump ha tenido que trotar más de una vez. Pero no se ha movido nunca cuando el pequeño se ha quedado dormido a su lado durante una hora o más. Por lo demás, Lump se ha convertido en un animal magnífico. Le pasamos por alto si alguna vez hurta un buen trozo de solomillo. Tenemos carne en abundanPágina 71
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cia. Y él siente una verdadera pasión por las buenas tajadas. Pero es un inquilino tan cariñoso y tan fiel que no podemos tomar en cuenta sus debilidades. Incluso, ha aprendido ya a servir de perro mensajero. Ello comenzó un día en que Heinz y Harry se habían internado mucho en el bosque. Yo estaba sola en la casa. Había unas cuantas cuestiones importantes que no podía resolver por mí misma. Era urgente que mi marido regresara antes de que se hiciese de noche. Entonces le escribí una nota y llamé al perro. –Lump –dije–, óyeme bien–. Se sentó delante de mí y se quedó mirándome con sus inteligentes ojos. Escuchaba como si comprendiese cada una de mis palabras–. Vas a ir a toda prisa en busca del amo y vas a entregarle este papel. Se dejó atar la nota al cuello. –Ahora vete en busca del amo –le repetí. Lump echó a correr. Estuvo corriendo rápidamente más de una hora entre los espesos matorrales y encontró a mi marido. Y regresó a las dos horas con otra nota al cuello. Con la respuesta.
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Hotel Paraíso
CAPÍTULO 8
HOTEL PARAÍSO
L
a primera visita que tuvimos en Floreana había sido de lo más desagradable. La segunda visita fue para nosotros indescriptiblemente her-
mosa.
Estábamos ya en febrero. Febrero de 1933. Vimos un gran yate, blanco y majestuoso, en alta mar: el segundo barco que en ocho meses se acercaba a la isla. Y luego tuvo lugar la visita: un grupo de americanos guiados por el mecenas e investigador capitán Allan Hancock. El magnate del petróleo de Los Ángeles había puesto aquel año a disposición de un grupo de científicos su yate Velero III para un extenso viaje de investigación. Él mismo pilotó su barco hasta el último rincón de Sudamérica. En aquel viaje había estado ya una vez en el archipiélago de las Galápagos. El grupo conocía ya la casa de Ritter. Nunca se me había ocurrido que alguna vez pudiéramos tener tantos huéspedes. Pero todos encontraron sitio en nuestros dominios. A todos pude atenderlos. Y se sintieron perfectamente a sus anchas con nosotros. Su presencia constituía un verdadero regalo en la monotonía de la vida cotidiana de la isla. Con el capitán Hancock vinieron a visitarnos quince científicos. Entre ellos había uno por el que nos sentimos atraídos de una manera especial: el profesor doctor Waldo L. Schmitt, procedía de padres alemanes; hablaba un alemán perfecto, lo mismo que muchos de los otros científicos de la expedición. La conversación, debido a esto, se deslizaba sin dificultad alguna. Para nosotros fue un cambio maravilloso. El capitán Hancock se llevó las manos a la cabeza cuando le enseñé mi bebé. –¿Y se ha atrevido usted a tenerlo aquí? Hancock estaba sencillamente mudo de admiración. Tan estupefacto por aquello como por todo lo que habíamos hecho con el bosque: convertirlo en una Página 74
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plantación floreciente que ya daba excelentes frutos. Cuando vio mis gallinas se echó a reír: –¡Ah, veo que tienen ustedes gallinas! Yo también tengo unas cuantas. –¿Cómo? ¿Tiene usted gallinas? No tuve más remedio que echarme a reír. Con mi mejor voluntad, me era imposible imaginarme que el millonario Hancock se preocupase de gallinas. –Sí–me contestó–, tengo una pequeña granja en California. Cada día vengo a recoger allí unos veinte mil huevos. Me quedé con la boca abierta de par en par. ¡Veinte mil huevos! Yo me habría dado por dichosa con recoger veinte cada día. Pero los millonarios parecían tener con las gallinas más suerte que yo. Mis gallinas solían comerse sus propios huevos inmediatamente que los ponían. Si aquello seguía así, tardaría más de dos años en tener el gallinero con el que tanto había soñado. Quizás el señor Hancock me aconsejara lo que era preciso hacer para... Pero el señor Hancock no había venido a Floreana para hablar de la cría de gallinas, sino a causa del doctor Ritter, por cuyo plan de vida estaba interesado. Y precisamente por motivos de investigación, no por pura curiosidad. Le buscó en su primitiva morada y le llevó, generoso como era, una multitud de regalos, cosas que entre nosotros se apreciaban corno verdaderos tesoros de la civilización: zapatos, trajes, conservas, botes de leche, herramientas varias. La baronesa se enteró y fue a hacerle una visita, llevándose consigo al forzudo Philipson para reclamar una parte «legítima» de aquellos tesoros. –No diga tonterías –dijo el doctor Ritter negándose a efectuar ningún reparto–. Estas cosas me pertenecen; no pienso, por tanto, darle nada. –¡Miserable! –dijo la baronesa con arrogancia. Pero entonces intervino la señora Dore, cuya lengua había sido en tiempos de una mordacidad notable: –¿Miserable? ¿Y usted? Me gustaría saber si esa nobleza de la que tanto se pavonea tiene algo de auténtica. –No se meta usted en esto, pobre maestra de escuela –gritó la baronesa con voz estridente–. ¿Cómo se considera con derecho a poner en duda un título concedido por el propio emperador? Usted, que no es más que una vulgar maestra. Página 75
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Déjeme que me ría. La señora Dore había, en efecto, aprobado sus exámenes para maestra, pero nunca había ejercido su profesión. No obstante lo cual, a cada momento estaba jactándose de su título. A mí me era indiferente que las dos señoras se pegaran o se pusieran como los trapos. Lo único que me dejó asombrada fue una cosa: poco tiempo después de la visita tan agradable y amistosa del señor Hancock, el doctor Ritter le preguntó a mi marido: –¿Han estado los Johnson en casa de ustedes? No conocíamos a ningún Johnson. –Pero aquí ha estado un barco americano. –No hemos observado nada –dice Heinz. –Es curioso. La señora Johnson me dijo con toda claridad que quería subir a verles a ustedes. En realidad, sólo había venido por eso. O, mejor dicho, a causa del pequeño Rolf. La noticia de su nacimiento aquí en esta isla debe de haber constituido una sensación.
Lentamente fue haciéndose una luz en nosotros: ¿Cómo podía haberse despertado tal sensación? ¿Y dónde? ¿En los Estados Unidos? ¿Habría encontrado la baronesa una posibilidad de enviar noticias al exterior? Y, si lo había conseguido, ¿nos utilizaba a nosotros y a nuestro pequeño como propaganda para ella? Para su hotel, de cuyos planos tanto hablaba. –Está haciendo publicidad con nosotros –dijo mi marido con aprensión–. Seduce a los americanos haciéndolos venir para ver la sensación de Floreana, y luego atrapa a los visitantes y se hace dar regalos por ellos. Pero me gustaría saber qué puede ofrecerles. ¿Su cabaña? Porque su «hotel» no es, en realidad, más que eso: una pobre cabaña. –Quizá sea eso. –Pero no tuve más remedio que echarme a reír—. También la belleza de Floreana puede servir como atracción por sí sola. Más tarde me enteré de que el capitán Hancock, por cortesía, había hecho también una visita a la baronesa. Y que ésta, por las malas o por las buenas, se había hecho invitar al yate con su acompañamiento masculino. Y el doctor Ritter se había enterado de que Hancock le había entregado a ella regalos para nosotros. Página 76
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–Entre otras cosas había una caja entera de botes de leche para usted, para que se repusiera más rápidamente, y también como alimentación complementaria para el pequeño. La caja de leche no llegué a verla nunca. Pero un día la baronesa se dejó caer con el envío de un bote. Un solo bote, como regalo fastuoso. Pero a nosotros nos quedó, de la visita del capitán Hancock, algo más hermoso y de mayor valor que un bote de leche: la amistad del señor Hancock, que resistió el paso de los años, y la amistad del profesor Waldo L. Schmitt, al que algunos años más tarde tendríamos que agradecer la continuación de nuestra existencia. Nuestro blocao no nos resulta ya lo bastante bueno. Queremos construirnos una verdadera casa de piedra. Piedra la hay por aquí en abundancia: grandes piedras de arenisca que el Cielo nos ha puesto ante los pies. En la próxima temporada de lluvias queremos vivir en una casa más firme. Estas lluvias ininterrumpidas pudren todo lo que no está bien clavado y bien recio. En un libro sobre el archipiélago de las Galápagos, mi marido ha leído que en la parte oriental de la isla hay zonas muy apropiadas para el asentamiento. Al parecer, por allí debe de haber mucha agua. Antes de decidirnos a construir una casa de piedra queremos, naturalmente, comprobar lo que haya de cierto en esa versión. Si el libro dice, en efecto, la verdad, trasladaremos nuestra residencia a la parte de levante. Eso tiene un pequeño inconveniente: que estamos más cerca de nuestros vecinos. A mediados de marzo, mi marido realizó un gran viaje de exploración por la parte oriental. Fue primero a la bahía de Post-Office y de allí siguió costa adelante. Desde su última visita a la bahía habían transcurrido ya cinco meses. El blocao procedente de los noruegos, y que tiempo atrás había ocupado la baronesa, estaba ahora cerrado. En la pared de la casa colgaba un gran cartel con la siguiente leyenda: «¡Amigos, quienesquiera que seáis! A dos horas de aquí está enclavado el Hotel Paraíso. Es un rinconcito en el que el viajero cansado tiene la dicha de encontrar, en su camino por la vida, descanso, alivio y paz. ¡La vida, esa partícula de la eternidad, atada a un reloj, es tan corta, que bien podemos permitirnos ser dichosos! En el Paraíso tienes tú un nombre, amigo. Queremos compartir contigo la sal del mar, la verdura del huerto y la fruta de los árboles, el agua fría que brota de las rocas y las cosas buenas que los amigos nos traen en sus visitas. «Querernos pasar contigo algunos segundos de la existencia y regalarte la dicha y la paz que Dios ha puesto en nuestros corazones y en nuestros espíritus cuando hemos abandonado las metrópolis sin paz y nos hemos venido a la serenidad de los siglos que Página 77
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arrojan su capa sobre las islas Galápagos. »Baronesa Wagner-Bousquet.»
Junto a la casa de los noruegos había un montón de botellas vacías de whisky, cerveza y licores, los tristes residuos de las «cosas buenas» que los amigos habían traído. El camino de la bahía de Post-Office hasta lo alto de la montaña estaba jalonado con brochazos de pintura roja, para que los «amigos» pudieran encontrar más fácilmente el Hotel Paraíso. Por aquellos días ancló un gran yate americano en la bahía de Post-Office. Pero su propietario, el señor Astor, de la gran familia neoyorquina de los Astor, rehusó seguir la indicación demasiado clara de gozar de la dicha en el «Paraíso». La baronesa llegó incluso a enviarle una invitación personal. Philipson la llevó al yate. Pero el señor Astor le devolvió el escrito de la baronesa sin decir palabra y luego mandó poner en tierra al mensajero. –¡Detrás de todo esto tiene que estar el doctor Ritter! —exclamó la baronesa cuando Philipson regresó con la muda negativa del señor Astor. Estaba mortalmente ofendida; montó en su burro y cabalgó hasta la casa del doctor Ritter para tener unas palabras con él. A su lado trotaba Philipson. La baronesa hervía de furor. Y echó espumarajos por la boca cuando encontró a Ritter, que precisamente desempaquetaba en aquellos momentos los regalos que el señor Astor le había llevado en su visita. Aquello fue el fin de la amistad entre la baronesa y el doctor Ritter. Philipson se mezcló en la discusión y amenazó a Ritter con un garrote. Pero sufrió una gran equivocación con el pequeño médico. Éste, sin pararse en barras, plantó cara a la pareja y los arrojó del huerto de prisa y corriendo.
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CAPÍTULO 9
EMPERATRIZ DEL OCÉANO PACÍFICO
¡S
eñales de vida de la patria! ¡Dos cajas llenas de regalos y todo un saco de correspondencia! El motovelero San Cristóbal nos trajo todas aquellas maravillas y, en la excitación del momento, me olvidé de atender al hombre que me ayudó a transportar todas las cosas a nuestra casa. Estaba fuera de mí de alegría. Casi pataleaba de impaciencia mientras Heinz abría los cajones. Luego nos pusimos a rebuscar con manos nerviosas. Heinz exclamó: –¡Libros! ¡Semillas! ¡Incluso una navaja de afeitar! –Dio libre curso a sus sentimientos–. ¡No puedo creerlo! Precisamente todo lo que más había deseado. Gritábamos locos de alegría contemplando los regalos. Para mí había telas, cortinas, cuchillos de cocina, incluso una plancha, chocolate, copos de avena y hasta una canastilla de recién nacido que ya se había quedado un poco corta para nuestro Rolf, porque las cajas llevaban más de medio año viajando. Tomé asiento entre todas aquellas maravillas y no me di cuenta de que las lágrimas me corrían por las mejillas. No sólo porque me sintiera tan feliz por aquellas cosas magníficas, sino más bien porque procedían de la patria. Un saludo de la patria.... Creo que nadie puede hacerse una idea de lo que todo aquello significaba, a menos que haya vivido mucho tiempo en una islita solitaria en medio de la inmensidad del océano, sin contacto alguno con el mundo exterior durante meses y meses. Sufriendo el ansia, una y otra vez renovada, de oír hablar de la patria y de las personas queridas. Por profundas y firmes que sean las raíces que echen en la patria nueva, las que todavía están afincadas en la patria vieja no se dejan cortar tan fácilmente. Y, aunque sean raicillas delgadísimas, se mantienen con tanta más fuerza cuanto mayor es la distancia: de más de diez mil kilómetros era la nuestra. ¿O es precisamente por eso por lo que se hacen tan resistentes...? Heinz estaba muy callado. Se había sentado en una esquina de la mesa y encendido un cigarro. Agachándose, se hundió en la lectura de un periódico. Alcé la mirada hasta él. Mis ojos estaban tan húmedos que no pude leer los titulares que figuraban en la hoja. Vi sólo líneas rojas intercaladas en el texto. Y se despertó Página 80
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mi curiosidad. –¿Qué dice ahí? Heinz me miró. Dio un par de chupadas a su cigarro. –¡Una locura, sencillamente una locura! Y luego me leyó en voz alta lo que decía el periódico: –«La emperatriz de Floreana. Una mujer y su séquito, compuesto por doce aristócratas y aventureros, ha dado fin a un régimen de terror impuesto en Floreana. El doctor Ritter ha sido hecho prisionero y encadenado.» Soltó el periódico y, cogiendo otro, leyó: –«La gobernante de las islas Galápagos es una mujer que se ha proclamado a sí misma emperatriz del océano Pacífico.» Incluso el Times londinense se había dejado engañar por la impostura, y un gran periódico de Copenhague ostentaba la «Sensación de Floreana» en los titulares con letras descomunales. Todo una pura falsedad. Ni una sola palabra es cierta. Todo una pura bambolla. Pero el jefe de propaganda de la baronesa entendía muy bien el negocio. Y consiguió su fin: se despertó la curiosidad por Floreana, por su «emperatriz» y por su gobierno implacable. Los periódicos dedicaban sus informaciones a la salvaje «emperatriz de Floreana, y de la misma forma la afluencia de turistas debía orientarse hacia la isla. Los «amigos» llegarían al «Paraíso» y traerían «buenas cosas». Tal como deseaba la baronesa. Y nadie parecía sorprenderse, cuando aquello empezó a suceder, de que en aquel presunto paraíso no existiera ningún hotel de lujo comparable con el que la baronesa había alzado en el reino de su fantasía. Todo el paraíso consistía exclusivamente en una especie de tienda de campaña. Telas de tiendas tensadas entre cuatro estacas: ésos eran los muros del hotel. Y sobre las cuatro estacas, un tejado de hojalata. Y alrededor, el bosque de maleza. Nos fue preciso mucho tiempo para digerir en cierto modo las noticias propaladas acerca de la «emperatriz» de Floreana y de su régimen de austeridad. Su régimen lo habíamos experimentado de una forma muy distinta. Comprobando como la baronesa se quedaba con la mayor frescura con una caja de botes de leche que no le pertenecía a ella, sino a nosotros. Y comprobando como el pePágina 81
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queño y cincuentón doctor Ritter la había despachado con cajas destempladas del recinto de su huerto.. Al principio, aquellas noticias sensacionales de la prensa mundial, incluso de los periódicos más serios, nos turbaron tanto que llegamos a olvidarnos de disparar contra los perros salvajes, que habían olfateado algunas de nuestras posesiones más valiosas. Aquellas bestias iban convirtiéndose poco a poco en una verdadera plaga. En jaurías de hasta ocho fieras se lanzaban contra nuestros animales. Contra un burro, un cerdo o una ternera se abalanzaban feroces, desgarrándolos hasta la muerte con sus afilados dientes. No era raro encontrar en el bosque pobres animales que ya estaban medio descuartizados y que aún seguían viviendo. Desgraciadas criaturas indefensas...
El comandante de las islas Galápagos nos había prometido venir desde su residencia de San Cristóbal para hacer una investigación a fondo de todo lo que había de turbio en la vida de la isla. Llegó, en efecto, pocas semanas después. Trajo consigo siete soldados y un intérprete y organizó inmediatamente un debate judicial. El intérprete era un danés, Knud Arenz. El debate tuvo lugar en el «Paraíso» de la baronesa. Indudablemente, ésta se esmeró en tratar a sus huéspedes lo mejor que pudo. De la cuestión relativa al dominio de las tierras se habló muy poco. En cambio, sí se habló mucho, y con los mejores resultados para ella, acerca de las pretensiones de la baronesa. Porque el procedimiento judicial acabó con la concesión rápida, y sin ninguna clase de formalidades, a la baronesa de un título de posesión de cuatro millas cuadradas de tierra para su hotel. Después de aquel brillante resultado, el comandante vino a vernos a nosotros. Le atendimos como a toda persona que acudía en busca de alojamiento. Obtuvimos también un título de posesión. Pero como nosotros éramos simples colonos, aquel título sólo afectaba a veinte hectáreas. No estábamos precisamente muy entusiasmados, pero nos dijimos: –No está mal para empezar. La nueva gran propietaria se mostró verdaderamente emprendedora cuando el comandante la invitó a realizar un viaje de placer a San Cristóbal. Empaquetó una parte de sus cosas y subió con Philipson al motovelero San Cristóbal. Lorenz, el criado para todo, no podía ser utilizado en tal viaje. Se quedaba en la isla y debía tener cuidado de todo hasta que la baronesa volviera.
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Cuando el doctor Ritter se enteró del resultado de la llamada intervención judicial, sufrió un ligero ataque y maldijo a la baronesa, que tan brillantemente había sabido salir del asunto. Gracias a Dios, la baronesa estará fuera algún tiempo. Está pasándolo muy bien en San Cristóbal. Ahora tenemos tranquilidad. Lo que hemos buscado al venir a Floreana. Y tenemos tanto que hacer aquí, tantas cosas que llevar a cabo, que apenas podemos conceder un pensamiento a la ausente. Hemos de prepararnos mejor para la próxima temporada de lluvias, a fin de que el agua no vuelva a entrar por todas las rendijas y todos los huecos de la casa. Es curioso que en ésta haga más frío y más humedad que en la cueva. Pero es que el viento, que se cuela por las finas rendijas que existen entre los troncos que forman las paredes, introduce la humedad en todas las habitaciones. Y el techo gotea a todas horas. Un tejado no puede hacerse tan espeso como para no permitir que el agua se filtre en la época de las lluvias. Ahora que empieza la estación fría del año, día y noche hemos de tener encendido un fuego en la casa, porque no hay otra forma de soportar el frío. La transición de la estación calurosa a la fría es tan brusca que las temperaturas bajas se sienten aquí con especial dureza. ¿Quién habría podido pensar que la palabra «frío» hubiera de ser pronunciada aquí, casi a dos pasos del ecuador? Pero la verdad es que hablamos del frío y que lo sufrimos cruelmente. Con mucha llantina, Rolf ha echado sus dos primeros dientes. Pero, por lo demás, está sano y desarrollado y es para nosotros una fuente de alegría. Aunque ya nos preocupan los primeros cuidados serios por su porvenir. –¿Qué vamos a hacer cuando Rolf tenga seis o siete años? – le pregunto a mi marido–. Me refiero a la escuela. No puede ir creciendo sin instrucción alguna. Y la escuela más próxima, si no recuerdo mal, está a mil kilómetros de distancia. Un camino bastante largo para ir y venir. En casos parecidos, mi esposo tiene una manera de reír que desarma a cualquiera. Ahora también. –¡Pues sí que te preocupas! Todavía no puede andar y ya estás pensando en que tiene que leer y escribir y aprender las cuentas. Dentro de un par de años podremos volver a hablar de eso, pero no ahora. También yo querría que el tiempo se detuviera. Que Rolf continuase siempre siendo tan pequeño. Que no surgiera nunca el problema de la escuela. Pero el tiempo no se parará. Y una y otra vez mis pensamientos y mis preocupaciones versan sobre el porvenir. Estoy hecha así y no puedo remediarlo. Página 83
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–Dentro de un par de años volveré a preguntar lo mismo y pensaré igual que ahora –replico. Pero Heinz toma todas las cosas por el lado fácil. O por lo menos finge hacerlo: –Hemos venido aquí por nuestra propia voluntad. Deberíamos haber previsto todas estas cosas. Y cuando llegue el momento, ya llegará también la solución. –Y la solución que propongas, ¿no será entonces tan vaga como la de ahora? Otra vez se echa a reír. Casi con desenfado. –Creo que cuando llegue el momento podrás encargarte tú de la educación de Rolf. Estás más que preparada para eso. Tienes una gran vena pedagógica. Bonita perspectiva. Dentro de unos cuantos años tendré que hacer de maestra. Como si no tuviera otras cosas de que ocuparme. De momento tengo preocupaciones mucho mayores que las de andarme quebrando la cabeza por la futura educación de Rolf. Por ejemplo, ha surgido la cuestión del jabón. ¿Cómo puede conseguirse jabón en Floreana? Naturalmente, no se puede comprar. Hay que fabricarlo. Eso se dice muy fácilmente. Pero ¿cómo se hace cuando no se tiene ninguna preparación ni ninguna experiencia? Hemos realizado unos cuantos intentos y hemos conseguido algo que se parece al jabón. Con cenizas de madera, arcilla y grasa de buey se obtiene una mezcla de aspecto jabonoso que fatalmente nos recuerda los sucedáneos de la guerra. Pero, de todos modos, mi jabón no tenía tantas piedras, y la arcilla estaba también mejor amasada. Y, por lo general, lavaba muy bien. ¿Qué más se puede pedir? Después de muchos experimentos, llegamos a columbrar la forma de resolver el problema de la curtición de pieles. Y, una vez resuelto, surgió el problema siguiente: ¿cómo se obtiene azúcar de la caña de azúcar? Heinz se muestra dotado de inventiva. Construyó una auténtica prensa de azúcar o, si no era auténtica, cosa que ignoro, por lo menos funcionaba; esto es: una especie de trituradora en la que los tallos de la caña de azúcar eran exprimidos. Se recogía el jugo obtenido y se ponía luego a cocer horas y horas. De esta forma se obtenía una masa parecida al arrope y que en el Ecuador se llama «miel», y en alemán, honig. Esa miel de azúcar era, además de nuestro sucedáneo del azúcar mismo, un unto estupendo para el pan y un aditamento magnífico para mis diversos budines. Poco a poco vamos avanzando de esta forma. Sabemos ayudarnos a nosotros Página 84
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mismos. Y la madre naturaleza nos ayuda a la par. Ya tenemos nuestras propias legumbres; todo lo que hemos plantado con las semillas que hemos traído se ha desarrollado espléndidamente y prospera de una forma maravillosa. Lentamente, los tiempos van mejorando. Pero el trabajo no cesa. Heinz y Harry están roturando un nuevo trozo de bosque. En él vamos a colocar nuestro maizal. Para nuestra nueva casa, mis hombres han derribado ya ochocientos árboles y puesto a secar los troncos delgados y limpios. Al mismo tiempo, están amontonando las piedras para la construcción. Piedras, piedras y más piedras. Y éstas tienen primero que ser desenterradas y gran parte de ellas trasladadas a distancias relativamente grandes. Si no pasa nada entretanto, en octubre iniciaremos la construcción de la nueva casa. Pero nuestra vida no puede transcurrir sin incidentes. El incidente próximo estaría constituido por la vuelta de la baronesa. De su viaje de recreo de varias semanas se trajo consigo otro hombre más: el políglota Knud Arenz, que en la época de la estancia del comandante de las islas había actuado ya como intérprete. –El señor Arenz –nos confió Lorenz en tono confidencial– ha sido contratado por la baronesa con un sueldo de noventa sucres. Va a encargarse de la cuestión de la caza. Además de eso, la baronesa se ha traído otra burra con crías y diez gallinas. De todo ello se desprende que quiere permanecer aquí largo tiempo. ¿Para siempre? Floreana parece ejercer un atractivo especial sobre los alemanes. En septiembre llegó otro. Vino con el barco correo, que propiamente debía de haber llegado aquí en julio. Pero ¿qué significa para nosotros un pequeño retraso de dos meses? Aquel barquito, venido sesenta días más tarde de lo previsto nos trajo, pues, otro alemán a la isla: Werner Boeckmann, un periodista. Probablemente, las historias sensacionalistas sobre la «emperatriz» de Floreana habían picado su curiosidad. Boeckmann presentó primero sus cumplidos a la baronesa. Después vino a vernos a nosotros. –¿Se quedará usted mucho tiempo? –le preguntamos. —No. Esta vez es sólo una visita de paso. Me vuelvo enseguida al barco, no Página 85
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puede esperar mucho tiempo. Pero en octubre regresaré junto con mi cuñado, y entonces me quedaré más tiempo. Dos horas más tarde se marchó. Después de aquella visita, la baronesa inició una actividad misteriosa y notable: durante el día no nos llegaba el menor rumor desde su «Paraíso». Reinaba un extraño silencio. Pero después de la caída de la tarde todo se ponía en movimiento. Al débil resplandor de los faroles y linternas se derribaban árboles y se partía leña. Después se cantaba y se reía hasta que apuntaba el alba. Luego, durante el día entero volvía a reinar un silencio absoluto. Quizá la baronesa se dedicaba a buscar tesoros ocultos que podían estar enterrados en cualquier parte de la isla. La gente que vivía en las otras islas del archipiélago hablaba con frecuencia de tales tesoros. Hay historias que vienen pasando de boca en boca durante siglos. Quizás en el transcurso de los años y de los decenios se han ido desfigurando, pero el germen que late siempre en estas consejas es invariablemente el mismo: se habla de piratas y piratas que enterraron oro en estas islas, oro que arrancaron a los españoles juntamente con sus barcos y que luego ocultaron por cualquier sitio de éstos. ¿Está la baronesa poseída por la fiebre del oro? ¿Por eso ha venido a Floreana? ¿Posee quizás uno de esos misteriosos planos de mares e islas desiertas en los que se indican tesoros que todavía pueden estar por descubrir? No sabemos nada, pero el caso es que la baronesa se muestra de lo más enigmática.
De pronto cesó aquella misteriosa actividad nocturna. Precisamente el mismo día en que, en efecto, regresó el señor Boeckmann. Vino, como nos había anunciado, en compañía de su hermano político, el señor Linde. El velero de San Cristóbal había desembarcado además en la costa a un soldado. ¿El comandante del archipiélago lo enviaba para proteger a los dos visitantes? ¿De quién tenía que protegerlos? ¿Quién había aquí en la isla contra el cual hubiese que adoptar tales precauciones? Nosotros no conocíamos a nadie. Pero tampoco sabíamos lo que la baronesa podía haber contado en su visita a San Cristóbal acerca de los peligros y de las peligrosas personas de nuestra isla, exceptuándose ella misma, naturalmente. Durante mucho tiempo estuvimos preguntándonos qué podría significar aquel fenómeno. Un soldado armado. Tenía incluso fusil y municiones. Algún objetivo
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debía de tener aquella vigilancia. Lo curioso fue que los dos señores se alojaron en casa del doctor Ritter y no con la baronesa. Ella se enfadó mucho por el hecho de que decidieran vivir con el odiado Ritter y no en su «hotel». Desplegó todas sus dotes de persuasión para hacer atractivo su «Paraíso» a los ojos de los forasteros. Pero Boeckmann rehusó dando las gracias. –Si por lo menos quisiera quedarse con nosotros el señor Linde... Ahora se mostraba más modesta en sus pretensiones, y se contentaba con un solo huésped. Pero tampoco el señor Linde, el cuñado, mostraba ningún deseo de conocer la dicha del «Paraíso». –Al menos me permitirán los señores que los invite a una cacería –propuso ella. Esa invitación no podían ya rechazarla. No querían mostrarse tan descorteses. Así pues, todo el grupo, incluyendo al fusilero ecuatoriano, se puso en camino hacia la pampa, donde, según los datos del recién contratado cazador Arenz, las piezas salvajes abundaban. –No sé por qué, tengo el presentimiento de que detrás de esta cacería hay alguna cosa diabólica –dije. Muchas veces he tenido como una especie de sexto sentido para estas cosas. Pero cuando se me ocurrió aquella idea no sospechaba yo lo que iba a pasar en nuestra isla. Acabo de colocar al pequeño Rolf en nuestra bañera. De pronto oigo afuera, en el camino, llamadas estentóreas y excitadas. Luego aparece Lorenz, el criado de la baronesa, jadeante. –¿Puedo coger su bolsa de agua? –pregunta sin aliento. –¿Para qué quiere la bolsa de agua? –Ha sucedido una desgracia en la cacería. Empiezo a presentir algo malo. –¿Hay algún herido?
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–Sí. En la pampa, el soldado ha disparado contra el señor Arenz. Tiene dolores terribles. La baronesa cree que con la bolsa de agua se le podrían aliviar algo los dolores. –¿En qué parte del cuerpo está herido el señor Arenz? –pregunto alargándole la bolsa. –En el vientre. – ¡Oh Dios mío! –El doctor Ritter ya está allí y lo ha examinado. –Bien, ¿y...? Pero Lorenz no me da ya ninguna respuesta. Coge la bolsa y desaparece tan rápidamente como ha venido. Por la tarde, Werner Boeckmann nos dio una información sobre la desgracia, muy distinta a la que nos había proporcionado Lorenz en su breve y excitada visita. –La baronesa –refirió Boeckmann– disparó con su fusil sobre una ternera al mismo tiempo que el soldado disparaba contra un cerdo. Ninguno de los dos animales resultó alcanzado, pero Arenz cayó con un tiro en el vientre. Sucedió todo con tanta rapidez, que al principio no nos dimos cuenta de nada. Hasta que Arenz cayó al suelo quejándose. Inmediatamente le tendimos en tierra lo mejor que pudimos, y yo me fui con mi cuñado a buscar al doctor Ritter. Éste me acompañó al lugar de la desgracia y estuvo examinando a Arenz. Tiene todavía la bala en el vientre. Hemos encontrado la entrada, pero no la salida. Por el orificio que presenta la herida, debe de tratarse de un rifle de seis milímetros. Mi marido y yo cambiamos una mirada muy significativa. Sabíamos que el soldado ecuatoriano, que al parecer había disparado contra Arenz, sólo tenía un fusil oficial modelo 88. Por tanto, no podía ser él el que hubiese herido a Arenz. En aquel momento, Linde, que hasta entonces había permanecido pensativamente silencioso, intervino en la conversación: —Yo creo que la historia ha sucedido de otra manera. Pero antes tengo que contarles a ustedes una cosa muy curiosa que no consigo arrancarme de la cabeza: He ido a la pampa con la baronesa. Hemos estado hablando sobre las cacerías en general. Y de pronto me dice la señora: «Tengo una costumbre espantosa: prefiero dispararles a los animales a las piernas; de esa manera los puedo coger Página 88
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después y los cuido hasta que los pobres animalitos se ponen buenos». Nos miramos rígidos de espanto ante aquella enormidad. –¿Y opina usted –preguntó mi marido— que ella ha disparado a propósito sobre Arenz, apuntándole a las piernas, para luego poder cuidarlo? Linde sacudió la cabeza lentamente. —No. No creo que ella haya querido disparar contra Arenz. Si me he dado cuenta exacta de la situación, debo deducir que a quien ella quería acertar con la bala era a mí y no a Arenz. Sé muy bien que él estaba en pie muy cerca de mí y que de pronto dio un salto y se me adelantó. La bala, tal como me figuro ahora, debía darme en las piernas, pero como el pobre Arenz se puso por medio, le dio en el vientre. Con sólo que hubiese dado el salto un segundo más tarde, habría sido yo el alcanzado. No necesitamos decir lo que pensábamos: ella quería herir a Linde en las piernas para poder dedicarse luego a curarlo. Puesto que él no había querido ir voluntariamente al «Paraíso»... Era inconcebible. Pero ni siquiera podíamos expresar nuestros pensamientos en voz alta. No teníamos ninguna prueba. Había alguien que sabía más que todos nosotros: Philipson, su supuesto marido. Pero ése callaba. Cinco días después volvió el motovelero para recoger de nuevo a los dos huéspedes, Boeckmann y Linde. Arenz fue llevado a la costa en unas parihuelas y subido luego al barco. Philipson le acompañó hasta Guayaquil. Allí debía serle extraída la bala. Alguien se atrevió a decir rotundamente que no era el disparo del soldado ecuatoriano, sino el de la baronesa, el que había alcanzado a Arenz. Ese «alguien» fue el doctor Ritter. Ritter tenía sus buenas razones para afirmar aquello. Como médico, podía demostrar irrebatiblemente que la herida de Arenz tenía que haber sido causada no por el arma del soldado, sino por la de la baronesa. El orificio de entrada no dejaba lugar a dudas. Y el doctor Ritter conocía también los motivos que habían empujado a la baronesa a practicar aquella especie de cacería del hombre. El doctor llevó sus afirmaciones hasta la última consecuencia: escribió al gobernador de San Cristóbal pidiéndole que alejase inmediatamente de la isla a la baronesa, que a todas luces estaba desequilibrada. La baronesa tenía un aspecto lamentable cuando se encontró con Heinz dos días después de la «desgracia». Se había enterado de la acusación del doctor Ritter. Pero no había prorrumpido en un ataque de rabia al hablar de eso con Heinz.
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Su voz, otrora tan áspera y dominante, sonaba ahora débil y compungida: –Estoy cansada de la isla. Esta lucha constante con el doctor Ritter y con su compañera, que no quiere reconocerme como baronesa, me enerva. En cuanto tenga ocasión, abandonaré la isla. De todas formas, recibimos pronto una noticia agradable: el estado de Arenz no era tan grave como habíamos temido. La bala, de pequeño calibre, afortunadamente no había causado grandes daños. La operación en Guayaquil se realizó sin novedad, y Arenz salió del hospital completamente curado. No volvió a Floreana. No tenía el menor deseo de ejercer su habilidad venatoria a las órdenes de la baronesa.
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CAPÍTULO 1O
HUELLAS DE PASOS EN LA ARENA Hace meses que no ha llovido. La isla tiene un aspecto desolado. Por todas partes hay ganado que ha muerto de hambre. De los cadáveres se alzan nubes de moscas en cuanto alguien se aproxima. Las fuentes manan tan poca agua que apenas hay para lo más indispensable. Si esta sequía continúa, los manantiales quedarán agotados. El terrible calor lo agosta todo. Tratamos al menos de mantener con vida nuestras legumbres para disponer en el futuro de algo fresco que comer. En el paraje donde se halla enclavada la vivienda del doctor Ritter, el aspecto es aún más desolado. El doctor acaricia ya proyectos de destilar el agua del mar y subirla hasta su plantación si no llueve pronto. La naturaleza puede mostrarse muy cruel. Entonces nos hace la vida indeciblemente difícil. Y los hombres son tan insensatos que la hacen mucho más difícil aún. He aquí que Heinz está en cama con una dolorosa fístula dental de muy mal aspecto, y la señora Strauch me despacha con cajas destempladas cuando voy a pedirle consejo. —El doctor Ritter no puede hacer nada. Deben ustedes arreglárselas como puedan. En el «Paraíso», la baronesa se da a los diablos. Hasta nuestra casa llegan muchas veces los gritos del pobre Lorenz y las furiosas maldiciones de la baronesa. En cierta ocasión, él viene llorando en nuestra busca como un chiquillo apaleado. –Me echa a mí la culpa de todo lo que le sucede –se lamenta él–. Últimamente, cuando estuvo aquí un yate, suplicó que tuviesen a bien llevársela a los mares del Sur. Al capitán Hancock le pidió que la llevara a Hollywood. Las dos veces le dijeron que no, y después me ha gritado que yo tengo la culpa de que la rechazaran. En otra ocasión, Lorenz llega y nos pide que le protejamos. Philipson y la baronesa le han golpeado de tal modo, que ha caído inconsciente. No sabemos en qué va a terminar esto del «Paraíso». Ni sabemos qué clase de personas son estas que pueden hacer escenas semejantes. Sospechamos sólo que esta mujer, que anda con fusta y revólver, tiene que ser un diablo. Una persoPágina 92
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na cuya única alegría consiste en atormentar a seres indefensos. En esta época, es para nosotros un alivio la llegada de personas con las que podemos entendernos, con las que nos une una amistad que no se enturbia por nada. Fueron para nosotros auténticos días de fiesta aquellos que pasó en la isla el capitán Hancock, que de nuevo vino con su yate Velero III. El profesor doctor Schmitt, con el que nos compenetramos tan magníficamente, formaba otra vez parte del grupo. Fueron unos días maravillosos en nuestra nueva casa de piedra. Y lo más hermoso fue la promesa del capitán Hancock de volver pronto. Efectivamente, al poco tiempo volvió con su yate. Y al día siguiente tuvimos aún más visitas. Un segundo yate ancló en la bahía de Post-Office. Era el Stella Polaris, el antiguo yate Hohenzollem del emperador alemán Guillermo II. Era ahora propiedad de una compañía de viajes noruega y paseaba a gente rica por los siete mares. Teníamos en casa siete invitados, en nuestra nueva y maravillosa casa. Es curioso lo que nos pasa en Floreana: o bien transcurren meses y meses sin que aparezca un solo barco, o bien llegan todos de golpe, como si la isla se hubiese convertido de pronto en la meta predilecta de millonarios y trotamundos. A los dos grandes yates vino a unirse aún un tercer barco. Un barquito de un total de veintiuna toneladas, el velero Monsun. Pero en ese barquito diminuto nos llegó un nuevo huésped de índole completamente especial. Una persona que llevaba la alegría por todas partes. Era el danés Haakon Mielche, un joven periodista que en su cascara de nuez daba la vuelta al mundo para contemplar todas las curiosidades que se le interponían en el camino. Y nosotros formábamos parte de aquellas curiosidades y, ante todo, naturalmente, los demás habitantes de la isla, los Ritter y la baronesa con su séquito. Haakon Mielche hizo su visita a aquellas curiosidades insulares, y luego nos contó cómo le había ido y cuáles habían sido sus experiencias. Nosotros habíamos visto siempre en la baronesa tan sólo a la perturbadora de nuestra paz, la que nos hacía la vida imposible, probablemente no estábamos preparados para ver el lado humorístico del asunto, como Haakon Mielche lo hacía ahora. «... Muy cogidito de la mano, me llevó al “Paraíso” –leímos más tarde en su atractivo libro Veamos si la Tierra es redonda—, una barraca de madera en medio de un huerto en el que un vigoroso joven montaba la guardia y al que la baronesa presentó como “mi niño”. El “niño” tenía el aspecto de haber sido pescado en un local muy barato del Berlín nocturno donde estuviera actuando como gigoló; sus ojos eran de un azul acuoso y furtivo; su cabello, rizado, y su sonrisa, excePágina 93
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sivamente dulce. Cocinero alemán, tuberculoso y próximo a la muerte, sonreía enfermizamente y desde un segundo término nos trajo té. La baronesa lo fue bebiendo con ojos ensoñadores y entornados, tendida en un diván, y me contó, sin yo pedírselo, la romántica historia de su vida mientras el “niño” le acariciaba la mano y le arreglaba los almohadones en la espalda.» El relato de Mielche, que duró varias horas, fue como un chaparrón refrescante después de unas semanas de sequía. Por un día olvidamos el calor sofocante y agostador que afuera mataba toda verdura. Nos sentimos reanimados de nuevo, y en aquella época desolada era lo mejor que podía pasarnos. Al día siguiente, Mielche nos contó su visita al doctor Ritter: –Cuando llegué se sentó en un taburete de madera y empezó a filosofar. Eso ya me lo había imaginado. Las arrugas de su frente estaban tan enmarañadas como sus cabellos. Sería muy interesante cartografiar el cerebro humano –nos dijo al hablarnos de la actividad espiritual que Ritter desarrollaba por aquel entonces–. Pero todavía no está a punto. Se halla aún en sus tanteos. Las arrugas de su frente dejan entrever que dichos tanteos constituyen una actividad muy agotadora. –Mielche se echó a reír al recordar las ideas del filosofante Ritter–. Desgraciadamente, no puedo aguardar hasta que esté lista la obra de su vida. Quiere llegar a los ciento cuarenta años. Según él, ahora está alrededor de los noventa. Pero yo no lo estoy. Nosotros siempre nos habíamos echado para atrás cuando Ritter quiso iniciarnos en su alta filosofía. Con la mejor voluntad del mundo, no podíamos dedicarnos a eso. Teníamos que limpiar el bosque, roturar, construir y plantar. Tuvimos que sudar mucho. Y entre tanto yo tuve que traer un hijo al mundo. Pero Haakon Mielche había escuchado la conferencia con una paciencia verdaderamente angelical. En definitiva, para eso era para lo que había ido allí, y volvió profundamente impresionado. Más tarde escribió malignamente en su libro acerca de la pareja: «Ritter es un filósofo... Tiene una nariz larga, puntiaguda, acuosa, ojos saltones y una barba de profeta. Su discípula, la señorita Dore, sonreía una desdentada bienvenida. La pareja sólo dispone de una dentadura postiza, y aquel día le tocaba utilizarla a Ritter.» Así es Floreana. No hay ningún equilibrio, ninguna transición suave y paulatina. Existe sólo el cambio repentino. Así sucede en la naturaleza, cuando al calor asfixiante sigue de repente el frío, cuando después de semanas de sequía se abren de improviso las cataratas del cielo y la isla queda empapada. Lo mismo pasa con nosotros, cuando, después de todo un día de resonar en la casa carcajadas alegres y despreocupadas, retorna de nuevo el silencio de la vida cotidiana Página 94
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con sus preocupaciones y sus molestos incidentes. Las risas de nuestros huéspedes se habían esfumado. Los yates y el pequeño velero con el alegre Haakon Mielche a bordo habían desaparecido en el horizonte. La vida rutinaria comenzaba de nuevo. Y una vez más comparecía Lorenz. –Por favor, acéptenme con ustedes –suplicaba–. Ya no puedo resistir más. Philipson y la baronesa me han pegado de tal modo que estoy molido. El pobre muchacho daba lástima. Pero nosotros no queríamos recogerlo en casa. No porque careciéramos de amor al prójimo, sino porque temíamos nuevas maldades de la baronesa. Se lo enviamos al doctor Ritter. Éste rehusó también, probablemente por los mismos motivos. ¿Qué remedio nos quedaba sino ofrecerle un asilo al pobre Lorenz? No íbamos a dejar que se muriera en el bosque como un perro. —Philipson me ha amenazado —nos dijo— con que me matará en cuanto me vea. Las perspectivas no tenían nada de agradables. La situación iba empeorando por momentos. Aquella noche, con Lorenz en casa, yo no pude dormir tranquila. Pero por lo visto la baronesa no se había enfadado por el hecho de que viviera con nosotros. AI día siguiente la vimos acercarse por el camino, y no creíamos lo que oíamos cuando se puso a llamar en la puerta del huerto con su voz más dulce y seductora: –¡Lori, Lori! ¡Ven aquí, bonito mío, sal un minuto! Tengo algo que decirte. Lorenz se dejó atrapar, en efecto. La baronesa desapareció con él por el camino. Al cabo de unas cuantas horas volvió a aparecer Lorenz sereno y animado. Pero luego estuvo sentado más de una hora detrás de la mesa llorando como un niño. No es más que un hombre enfermo, y nuestra única esperanza es la de que pronto llegue un barco y se lo lleve. Aquel juego de la baronesa se repetía casi invariablemente cada dos días. Y Lorenz siempre se iba con ella. –¡Lori! Una vez más oí la odiosa llamada en la puerta del huerto. Pero Lorenz no estaba en casa. Trabajaba en algún sitio con mi marido, para demostrar su agradecimiento por el asilo que le dábamos. Yo estaba sola. La baronesa estaba vestida con traje de amazona. Llevaba pantalones de monPágina 95
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tar, botas altas, una camisa-blusa y, en torno a la cabeza, una elegante tela. –Lorenz no está aquí –le dije. Me miró de arriba abajo. –Entonces dígale usted que han llegado algunos amigos nuestros. Nos iremos con ellos a los mares del Sur. Espero que allí encontraré un sitio mejor para poder desarrollar mis planes. Lorenz debe encargarse de cuidar las cosas que dejamos aquí, hasta que yo vuelva o le mande instrucciones. –Entonces le deseo a usted muy buen viaje –respondí. No estaba muy segura de que ella hubiese dicho la verdad. Pero me daba igual. ¿Maquinaba quizás una nueva diablura...? Tampoco Heinz y Lorenz pudieron creer en aquella historia del viaje por los mares del Sur. Al principio, Lorenz comió muy tranquilo. Luego salió. Estuvo mucho tiempo delante del «hotel», lo observó un largo rato y después se atrevió a entrar. También faltaba una gran parte de las cosas de la baronesa y de Philipson. Luego Lorenz bajó hasta la casa de la bahía de Post-Office. Durante dos días, Lorenz estuvo buscando por la isla. Excepto un par de huellas de pasos en la arena de la playa, no había más rastros de los desaparecidos. Fui con él a ver al doctor Ritter. –¿Sabe usted que la baronesa se ha marchado? El doctor Ritter sacudió la cabeza con aire incrédulo. –¿No lo cree usted? –No he visto ningún barco —dijo—. Si hubiese estado alguno por aquí, yo no habría dejado de verlo. La señora Dore inició unos pasos de baile cuando se enteró de la novedad. Nos preparó un chocolate y sacó lo mejorcito que tenía en la despensa. El doctor Ritter se mostraba extrañamente lacónico. Aquello causaba una rara impresión. De pronto se volvió hacia Lorenz: –Ahora tiene usted la ocasión de marcharse de aquí. Lo que no pueda llevarse, véndalo, y después trate de regresar a Alemania lo más rápidamente posible. Página 96
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Posteriormente, el doctor fue con Heinz a la casa de la baronesa. Ritter abrió las cajas y cajones que habían quedado allí, con una decisión tal que daba a entender su profunda convicción de que ella no volvería nunca. Compró la mayor parte de las cosas; nosotros compramos el tejado de hojalata y algunas cosas más. –¿De verdad puede usted vender esto sin más formalidades? –preguntó Heinz dubitativo. –Todo se ha comprado con mi dinero –afirmó Lorenz. Nosotros no podíamos juzgar si el doctor Ritter era o no un buen filósofo. Pero un buen hombre de negocios sí lo era. Llevó los tratos de una manera magistral y pagó sólo una parte del precio indicado por Lorenz. Después del trato, todos vinieron en mi busca. El doctor Ritter extendió un protocolo acerca de la repentina marcha de la baronesa. Una vez más, nos extrañó la rapidez con que se empeñaba en dar por sentado el viaje de la baronesa. ¿Sabía que ésta no iba a volver nunca? Sin embargo, con cierta frecuencia, ella había ido a las islas próximas y luego había vuelto. Pero, naturalmente, nosotros no teníamos objeción alguna que oponer al hecho de que la cosa quedara formalizada por escrito. Sólo más tarde se me ocurrió la idea de que Ritter estaba decidido a toda costa a asumir el papel de procurador encargado de mantener el orden y el derecho en la isla.
Por fin la sequía ha terminado. Estamos ahora en julio. La lluvia ha traído nueva vida. Plantas y animales se han repuesto rápidamente. Con mucho trabajo hemos conseguido salvar las legumbres del huerto de los desastrosos efectos de la sequía. Otra vez podemos recolectar. Aquí en Floreana podríamos tener cosechas todo el año. Podríamos vivir en medio de la mayor abundancia. La naturaleza se muestra lo bastante servicial. Floreana podría ser realmente un paraíso. Hay agua suficiente. Cada año, en un corto período, caen verdaderas cataratas sobre la isla. Pero el agua, lo mismo que cae, se va. El suelo, arcilloso, resbaladizo y lleno de piedras, no puede retener la humedad. El agua sobrante se evapora. Y, sin embargo, queda agua suficiente para asegurar el abastecimiento de la isla durante todo el año. Si esta cantidad inmensa de agua pudiera ser recogida y conservada, los beneficios serían enormes. Pero no debemos quejarnos. La isla nos alimenta, aunque nuestras manos tengan que trabajar duramente. Ahora, después de haberse terminado la larga
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sequía, tenemos pequeñas preocupaciones, fuera de las que son de la vida cotidiana. Disfrutamos de tanto descanso que podemos incluso reanudar nuestras lecturas por las tardes. Aprendemos idiomas y realizamos grandes progresos en el inglés y en el español. Harry también. Tenemos que decírselo todo en voz alta. Por su enfermedad de los ojos, apenas puede leer ni escribir. Las escasas horas del atardecer no nos bastan para aprender rápidamente los dos idiomas que necesitamos aquí: el inglés y el español. Durante el día tengo que aprovechar también toda oportunidad de estudiar las lecciones mientras estoy trabajando. Cuando trabajo en el huerto llevo siempre conmigo un manual y voy mirando cómo se llama todo lo que veo: la tierra, la piedra, el árbol, el arbusto, la flor, el fruto, la semilla, la gallina, la cabra, etcétera. Después lo repito. Me guardo el manual en el bolsillo. Y cuando veo una gallina me digo a mí misma, para aprender la pronunciación: —Eso es una gallina. Primero en inglés y después en español. Tres minutos más tarde: –La gallina está en la casa. Si alguien me observara durante mis estudios de idiomas, me tomaría probablemente por una loca. A mediados de julio llega por fin un barco, el Dinamita. Un barco para Lorenz. Pertenece al noruego Trygve Nuggerud, que vivía en la isla de Santa Cruz, que también forma parte del archipiélago de las Galápagos. A bordo estaba el escritor danés Rolf Blomberg, que quería echar un vistazo a Floreana. Lorenz se mostró muy excitado cuando Nuggerud le dijo que se lo llevaría consigo. –Pero sólo hasta Santa Cruz. Desde allí puede usted embarcar fácilmente hasta San Cristóbal. Desde San Cristóbal, Lorenz tenía el proyecto de trasladarse al continente. –En Guayaquil pondré mis papeles en orden –decía, lleno de entusiasmo–, y luego me pondré en contacto con mi hermano, que reside en Alemania. Pero antes de volver a la patria pasaré por aquí, por Floreana. Sus ojos tenían nuevamente un poco de brillo cuando pensaba en el regreso, en la vieja patria y en la primavera en Alemania. Hacía planes, sin sospechar que todo iba a suceder de otro modo. Página 98
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Lorenz se fue con Nuggerud en el pequeño Dinamita. El barco se llevaba a Nuggerud, al danés Rolf Blomberg y a Lorenz. Otra vez volvíamos a quedarnos solos en la isla: Ritter, con su compañera, y nosotros. Transcurrió un mes. Entonces llegó nuevamente el correo. El motovelero San Cristóbal había pasado por aquí y dejado cartas para nosotros en el barril buzón. Una de las cartas era de Rolf Blomberg. Decía en ella: «Nuggerud, Lorenz y yo llegamos sin novedad a Santa Cruz. Pero, una vez allí, Lorenz no dejó de suplicarle a Nuggerud que lo llevase también a San Cristóbal. Al parecer no veía la hora de llegar. Y Nuggerud accedió por fin. Así, pues, el 13 de julio salió para San Cristóbal con Lorenz y un ecuatoriano. Pero el Dinamita no ha llegado a San Cristóbal. Cuando se ha sabido la pérdida del barco, al cabo de unas cuatro semanas, se ha enviado al motovelero San Cristóbal en busca de la embarcación desaparecida. Se suponía que la tripulación hubiera podido llegar a cualquier otra isla. Pero no se ha encontrado nada, ni el menor rastro del barco ni de los tres hombres. Hay que creer, por tanto, que la embarcación ha zozobrado. Tenía sólo un motor y ninguna vela; probablemente, el motor se estropeó y el barco ha sido arrastrado por la corriente. Ésta es fortísima en esta época del año.» Era una carta abrumadora. Nuggerud... El pobre Lorenz... Y también se había perdido nuestro correo, el que le habíamos entregado a Lorenz para que lo echara. No podíamos creerlo. No abandonábamos la esperanza de que pronto se les encontrara en cualquier otra islilla del archipiélago de las Galápagos. Durante dos meses no volvimos a enterarnos de nada más. Luego vino el motovelero San Cristóbal, y con él el señor Blomberg. No traía ninguna nueva noticia, excepto ésta: «Es seguro que el barco y los tres hombres se han perdido». Así pues, Lorenz no volverá a venir a Floreana. ¿Qué podía haber sido de él? ¿Qué destino pudo haber corrido? ¿Vivía quizás aún en alguna parte, oculto y proscrito...? ¿O no vive ya? Nadie puede dar una respuesta definitiva a esto. Y nadie tiene tampoco la menor noticia de la baronesa. Desde Tahití, que era la meta de su viaje, no nos ha llegado ningún signo de vida. Por último, también la señora Dore Strauch abandonará la isla paradisíaca. ¿Y no abriga también el doctor Ritter ideas de regreso? —La isla no me ha ofrecido lo que yo esperaba –dice él, tranquilo y resignado. Pero no dice que vaya a abandonar la isla que le ha decepcionado. Explica: –Y las constantes disputas con la señora Strauch, que de día en día está más Página 99
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enferma, me trastornan extraordinariamente. Pero en enero ella se irá en el yate del capitán Hancock, el Velero III va al continente, y de allí podrá emprender el regreso a Alemania. Hasta entonces faltan aún tres meses, que yo... No dijo más. Se limitó a suspirar.
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CAPÍTULO 11
EL TRÁGICO FIN DEL DOCTOR RITTER Estamos a 14 de noviembre de 1934.
H
ay días que no se olvidan nunca. Aquel 14 de noviembre, por primera vez desde nuestra llegada a Floreana, me vi de nuevo en un pequeño barco en el océano. Pero no fueron seis días y seis noches como aquella otra vez, hace ya más de dos años, sino tan sólo lo que se tardó en llegar desde la costa hasta el yate Seth Parker. El yate pertenecía al capitán Lord. Antes había sido un barco de carga; el capitán Lord lo había comprado, preparándolo luego para un cómodo viaje alrededor del mundo. Ahora había llegado a Floreana y nos había hecho una visita, y nosotros se la devolvíamos yendo a bordo de su hermoso yate de cuatro palos. Para mí, el acontecimiento revestía una especial importancia, porque nunca había estado a bordo de un gran velero. Tomamos asiento en uno de los salones, para hacer allí nuestra comida, en el momento preciso en que otra canoa a motor se detenía al costado del buque. Venían en ella unos cuantos oficiales que acababan de visitar al doctor Ritter. Estaban todos muy excitados. –En casa del doctor Ritter están hoy como locos –contó uno de ellos–. La mayoría de sus gallinas se les han muerto de repente. Por lo visto, han comido todas carne envenenada. –¿Carne envenenada? –No puedo menos de echarme a reír– ¿Desde cuándo ceba el doctor Ritter a sus gallinas con carne? El capitán Lord pudo contarnos la historia de la alimentación carnívora de las gallinas. Él mismo la había presenciado: –Ayer me invitaron a comer en casa del doctor Ritter. Para celebrar el acontecimiento, Ritter presentó un plato de carne de cerdo que él mismo había preparado. Pero la carne estaba estropeada. Era imposible comerla. La señora Dore se la echó a las gallinas. Y éstas no le hicieron ascos. Resultado: hoy están muertas. El domingo siguiente fuimos a visitar al doctor Ritter. Nos había pedido que le lleváramos un par de gallinas y un gallo para poder crear un nuevo gallinero.
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Hicimos lo que nos pidió. El doctor Ritter volvió a contarnos el incidente tal como el capitán Lord nos lo había ya referido. –¿No es eso una desgracia? –preguntó. Me fue imposible darle una respuesta. Estaba sorprendidísima por lo que veía: Ritter había hecho cocinar las gallinas que se le habían muerto. Las mismas gallinas que habían muerto por comer carne en malas condiciones. –Pero ¿es que se puede comer esta carne? –pregunté después de contener un poco mi pánico. –Sí, sí–dijo Ritter–, no hay el menor peligro. Con una cocción fuerte, el veneno pierde toda su virulencia. Y eso lo decía un médico. Y precisamente un vegetariano. Estaba asombradísima. Y me negué a aceptar la menor porción de ninguna de aquellas gallinas estropeadas.
21 de noviembre de 1934. Cuando sucede algo desagradable, siempre estoy sola en la casa. Poco a poco, eso se ha ido convirtiendo en una costumbre. Aunque no puedo decir que sea precisamente una costumbre que me haga mucha gracia. Seis días después de nuestra visita a Ritter volví a encontrarme sola. Y otra vez sucedió algo. A eso de las diez oí fuertes llamadas en la puerta del huerto. Desde la puerta de la casa vi acercarse a la señora Dore. Presintiendo algo malo, me dirigí a la entrada del huerto. –¿Por qué no ha venido usted con el asno? –le pregunté. En aquel momento no se me ocurrió nada más acertado. Pero también era verdad que yo sabía lo dura que tenía que haberle resultado aquella caminata, teniendo en cuenta que cojeaba de una pierna. No dio la menor respuesta a mi pregunta. –Ha sucedido algo espantoso, señora Wittmer. El doctor Ritter se ha puesto enfermo por comer carne estropeada. Se encuentra muy mal. Creo que está muriéndose. Página 103
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Una vez más, me vi sin saber qué hacer. No tuve más remedio que sentarme. Estaba enterada de lo más imprescindible en cuestión de socorros de urgencia, pero mis piernas se mostraban demasiado débiles para ponerme inmediatamente en movimiento. También Dore tuvo que sentarse durante unos minutos. La excitación y la caminata la habían afectado terriblemente. Me contó a grandes rasgos lo que había sucedido. —Anteayer comimos unas cuantas croquetas hechas con la carne de las gallinas muertas, ya sabe usted... Sabíamos, desde luego, que la carne no estaba en buenas condiciones, pero Ritter había dicho que, después de cocerla en debida forma, se podía comer con toda tranquilidad. –¿Y la comieron ustedes? ¿Usted también? –Sí, yo también –contestó la señora Dore–. Ritter, yo y también los gatos. Yo no sabía qué decir: he aquí que dos personas habían comido carne en malas condiciones y una de ellas estaba, por lo visto, a punto de morirse y la otra, en cambio, recorría a pie un camino tan difícil como el que la separaba de nuestra casa y, a pesar del esfuerzo desacostumbrado, daba la impresión de hallarse en un estado excelente de salud. –Pero ¿qué le pasa al doctor Ritter? –pregunté. –Ayer por la mañana no se sentía muy bien –refirió ella–. Lo ha achacado a un envenenamiento por la carne. Pero lo peor es que ya no ve. Por eso cree firmemente que se trata de un envenenamiento. —¿Y usted no ha sentido nada? —No. Ahora no siento nada. La verdad es que vomité, y luego ya no sentí la menor molestia. Pero con Ritter la cosa ha sido muy distinta, muchísimo peor. Por la mañana, la lengua se le ha endurecido tanto y se le ha hinchado de una manera tan terrible que no puede hablar, sino que sólo da gritos ininteligibles. Lo último que pudo decir de forma que se le entendiera fue que no podía negarse que era una ironía finísima que él, vegetariano, tuviese que morir por una intoxicación de carne. Inmediatamente habría debido hacérsele un lavado de estómago –se lamentaba ella–, pero no tenemos los instrumentos indispensables. Me di cuenta de que los minutos pasaban, y escribí rápidamente un par de líneas para mi marido: en cuanto llegase a casa debía dirigirse a toda prisa a la vivienda del doctor Ritter. Después cogí un delgado tubo de goma con el que, en caso de necesidad, podría hacérsele un lavado de estómago, y me fui con Dore Strauch. Empleamos muchísimo tiempo en la caminata. La señora Strauch avanzaba muy despacio. Cuando llegamos a la casa del doctor Ritter vi que con toda Página 104
Capítulo 11
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seguridad era ya demasiado tarde. No podía pensarse en un lavado de estómago. Ritter ya no podía hablar. Lo que tenía que decir lo escribía en una hoja de papel. Pero todavía podía oír. Entendía cada una de las palabras que decíamos. Debía sufrir grandes dolores. Para aliviárselos, la señora Dore quiso ponerle una inyección de morfina, pero él se revolvió contra eso. Quiso al menos ponerle una cataplasma que le facilitara la respiración, pero él tampoco consintió. Por fin, ya a la tarde, a eso de las cinco, vino mi marido. Por aquel entonces, Ritter estaba ya tan postrado que ni siquiera podía escribir. Luego juntó todas sus fuerzas. Cogió un lápiz y escribió su última frase en una cuartilla: «¡Te maldigo en el último momento!» Sus ojos chispearon, llenos de odio. Su mirada atravesó a Dore Strauch como una flecha. ¿Qué podía haber sucedido entre aquellas dos personas que, a la vista del mundo, daban la impresión de que constituían una pareja que despreciaba todo lo terrenal y todo lo humano y vivían exclusivamente en una colaboración espiritual y anímica? ¿Qué clase de personas eran en realidad? Personas entre las cuales había crecido un odio invencible. ¿Por qué se odiaban? Para mí, aquellas horas fueron de una penosa impotencia. Tenía que presenciar como el doctor Ritter rechazaba furioso todo intento de Dore Strauch por ponerse a su lado. Lo único que yo podía hacer era rezar por él en silencio. No podíamos ayudarle de otra manera. Teníamos que presenciar, impotentes, cómo se iba consumiendo y poniendo más y más tranquilo. La señora Dore fingía que no notaba sus miradas centelleantes de odio. Pero cada vez que ella trataba de acercársele, él hacía pequeños movimientos, como si quisiera golpearla y patearla. Sólo cuando la señora Strauch salió afuera, a descansar un poco, a la caída de la tarde, Ritter se mostró algo más tranquilo. Heinz y yo estábamos solos con él. De pronto, Ritter cruzó las manos y las levantó hacia mí. –¿Quiere usted rezar? –le pregunté en voz baja. Sacudió la cabeza, pero volvió a levantar las manos hacia Heinz y hacia mí. No pudimos interpretar aquel gesto tan extraño. Poco antes de las nueve de la noche vi gruesas gotas de sudor en su frente. Me acerqué con una toalla para secarle la frente. También quise subirle los almohadones. En aquel momento entró la señora Strauch. Cuando el doctor Ritter oyó la voz de Dore, se irguió una vez más, en el último esfuerzo. Su aspecto era siniestro Página 105
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mientras intentaba arrojarse contra ella. Sus ojos flameaban en un salvaje fuego febril. Dore gritó y se apartó aterrada. Luego el doctor Ritter se hundió silenciosamente y se desplomó sobre los almohadones. Su vida se había extinguido. Heinz se cercioró de la muerte de Ritter. Luego volvió con los niños. Yo pasé la noche junto a la señora Strauch. No pude dormir. Dore hablaba sin parar, y una de las veces dijo: –Ritter tenía un secreto con Lorenz. No pude sacar más de ella. Una y otra vez volvía a referirse a aquel secreto, pero no se traicionaba. –¿Por qué el doctor Ritter levantaba una y otra vez las manos hacia ustedes?, preguntó ella, atormentada. Yo no lo sabía. Pero la señora Dore encontró pronto una explicación. –Yo puedo decírselo a ustedes –susurró muy misteriosamente–. Quería pedirles perdón. –¿Perdón? ¿Perdón por qué? –No lo sé. Lo único que sé es que es así. –Pero ¿qué puede él habernos hecho? Una vez más, ella contestó con aquel misterioso susurro: –No lo sé Aquella noche estuvo hablando por los codos, desordenadamente. Mezclando miles de cosas. –Tengo que huir –gritó de pronto, en medio del silencio nocturno. –Seré asesinada aquí en esta isla. –Pero ¿quién va a querer asesinarla? –le dije, tratando de tranquilizarla–. No hay ninguna persona aquí en esta isla que amenace su vida. –¡No, no, debo huir! –volvió a gritar. Luego añadió en voz baja, como en un conjuro –: Tengo que alejarme de aquí. He de pregonar la fama del difunto doctor Ritter por todo el mundo. Al doctor Ritter vivo no quisieron reconocerlo. –Se Página 106
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echó a reír con estridencia–. Ahora serán reconocidos sus trabajos en la obra de la grandiosa filosofía. Se me quitó un peso del corazón cuando por fin apuntó la mañana. Heinz vino con los dos niños. Yo estaba como atontada.
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CAPÍTULO 12
LA MANO DEL DESTINO La tragedia ha sido representada.
H
einz y Harry cavaron una fosa para el doctor Ritter. Le llevamos a la fosa, enclavada en el medio de las piedras que Ritter había desenterrado con tanto trabajo. Sobre la fosa arrojamos flores de nuestro huerto. Recé un padrenuestro. Luego se apisonó la tierra sobre el muerto. Dore Strauch ha abandonado también la isla. De todos los que estuvieron anudados en esta tragedia, parece que sólo Valdivieso es el que queda aún con vida. De Lorenz no hay el menor signo de vida. Ahora sólo nosotros seguimos en la isla: mi marido, nuestros hijos y yo. ¿Podremos al fin disfrutar de la paz anhelada? La baronesa ya no estaba aquí; Philipson, tampoco. Ésa era una realidad, la única realidad de la que no podíamos dudar. Estaba del todo excluido el supuesto de que la pareja se hubiera retirado a otra parte de la isla de acceso más difícil. Para esto no tenían provisiones y además no habrían encontrado medios de vida. ¿Se habrían marchado realmente en un yate americano? Nadie había visto yate alguno. Y nada dejaba entrever que ningún barco hubiese estado en el golfo: ni el menor rastro, ni una sola carta, ni la menor indicación. ¿Se habría desarrollado en el bosque, junto a la ensenada solitaria, una auténtica tragedia? No podíamos desprendernos de aquella idea. En nuestros recuerdos buscábamos indicios de una posibilidad semejante, rememorando palabras, alusiones: pequeñeces que entonces habían parecido vagas y sin importancia, como pequeñas piezas de un rompecabezas que ahora quizá pudiesen formar un cuadro sobre el curso verdadero de los acontecimientos. Mucho tiempo estuvimos buscando huellas en el bosque y junto a la costa, huellas que tal vez no habríamos sabido descifrar pero que podrían darnos la clave. Pero no encontramos Página 108
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nada. Por lo menos nada que estuviese relacionado con los acontecimientos del día en que desaparecieron la baronesa y Philipson. Una vez más, el nombre de Floreana fue estampado en la prensa de todo el mundo. Se hablaba de la tragedia, pero nadie podía referirse a ningún hecho concreto. Únicamente conjeturas por todas partes. ¿Había acontecido alguna desgracia? Quizás aquellas dos personas se habían acercado demasiado a la orilla y habían sido arrastradas por el mar. Pero si no se trataba de ninguna desgracia, ¿quién podría haber intervenido en la desaparición de la baronesa? Con aquella pregunta surgía la palabra que nosotros llevábamos mucho tiempo en los labios, pero que nos daba miedo pronunciar: ¿un crimen? Todo crimen exige un criminal. Resultaba difícil creer que hombres extraños hubiesen llegado a la isla para asesinar a la baronesa y a su «marido». Si existía algún asesino, tenía que tratarse de una persona de la isla. Y aquel círculo era muy reducido, y a él pertenecíamos también nosotros. El doctor Ritter, en una carta que había escrito desde Floreana, hacía una turbia alusión que también podía referirse a nosotros: «Parece que en el transcurso del mes de marzo de este año –escribía– ha ocurrido aquí un oscuro suceso, en el interior de la isla». En el interior de la isla: con eso se aludía a nosotros. Pero tampoco el doctor Ritter había dado una explicación de la tragedia que conjeturábamos. Nosotros habíamos de esforzarnos por hallar aquella explicación. Para eso podía servir cualquier cosa, todo acontecimiento, toda palabra que anteriormente nos había parecido carente de importancia pero que ahora cobraba gravedad y peso. Estaba, por ejemplo, la cuestión de las relaciones entre el doctor Ritter y la baronesa Wagner. Siempre habían sido relaciones muy tensas; habían llegado a desembocar en una enemistad declarada. Desde el principio, la baronesa había sido para el doctor Ritter una amenaza que él tuvo que sentir como especialmente peligrosa contra su vida. En cartas que más tarde fueron añadidas a su libro se revela el odio que sentía contra la baronesa. El libro, por otra parte tan fastidioso, firmado con su seudónimo científico y escrito acerca de su filosofía particular y su método de vida, sólo adquiere animación cuando habla de su odio contra la baronesa. Se pone de manifiesto con toda claridad que la odiaba profundamente. Y él tenía sus motivos para aquel odio: la baronesa cortó su arteria vital; bloqueó la vereda que llevaba hasta la granja que Ritter denominada «Frido», en la cual, durante todo el año acostumbraba recibir visitas, correspondencia y obsequios alimenticios. Pero lo que a los ojos de él debió de ser más importante fue lo siguiente: ella le había arrebatado la hegemonía Página 109
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periodística. Él vio en peligro su fama y su celebridad. Poco a poco, aquello fue convirtiéndosele en una rabia profunda. Yo misma presencié cómo le indignaba el proceder de la baronesa en este aspecto. Había aún otro motivo para que él odiase profundamente a la baronesa. Aquel motivo se llamaba Lorenz, el joven que junto a la baronesa había desempeñado un tiempo el papel de favorito, el que luego fue desplazado de su puesto de privilegio por el más joven y más sano Philipson. –Eso es imposible– había dicho Lorenz cuando le contamos lo relativo a la última visita de la baronesa, aquella visita en la que se había despedido de mí diciendo que se marchaba a los mares del Sur en un yate americano–. Eso es imposible. La historia del yate y de la marcha repentina no tiene ni pies ni cabeza. Pero yo sé muy bien lo que eso significa: quiere atraerme a una trampa. Debo creerme que ella no está ya aquí. Entonces, sin sospecha alguna, debo acercarme al «Paraíso». Y allí me matará. Lorenz tenía miedo de la baronesa: ella podía tener interés en aniquilarlo o dejar que lo aniquilaran como testigo peligroso de su cambio de vida y de sus fechorías. Si a él se le escapaba decir algo al mundo exterior, eso significaría el fin de la baronesa. Ya el incidente con Arenz, el desafortunado disparo que ella hizo en aquella cacería de hombres, la había colocado en una posición insegura de la que podrían derivarse consecuencias desagradables. Tratándose de su existencia, la baronesa era muy capaz de recurrir a sangre fría a los remedios más desesperados. Y eso lo sabía Lorenz. Y eso era lo que él temía. El día de la supuesta marcha de la baronesa, Lorenz bajó hasta la costa. Aprovechó la caminata, según nos dijo, para hacer una visita al doctor Ritter. Pero, posteriormente, éste negó haber recibido dicha visita. ¿Por qué? La casa de la baronesa se erguía solitaria cerca de la bahía Post-office. Nadie pudo ser testigo de lo que aconteciera allí aquel día o aquella noche, excepto una persona que se hubiera deslizado silenciosamente hasta la casa y que hubiese sorprendido y matado a la pareja, a la baronesa y a Philipson. No habíamos encontrado ningún indicio que diera pie a dicha suposición. En la arena sólo había huellas de pasos, pero ninguna señal de haber sido arrastrados unos cuerpos, como suponía mi marido. Pero ¿cómo podía saberse aquello con certeza? Por dos veces en veinticuatro horas hay pleamar, y el agua sube hasta llegar a unos ocho metros de la casita solitaria. Y el reflujo podría llevarse en pocos minutos dos cadáveres y dejarlos prendidos en las algas que llenan el fondo del golfo arremolinado. Los pescadores suelen encontrar de esta forma restos de sus embarcaciones perdidas.
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En el momento en que la baronesa desapareció de la isla, Lorenz estaba en nuestra casa. Lorenz era un hombre infeliz, apaleado y enfermizo, atormentado por una tos continua, pero no era precisamente una persona achacosa. Resultaba extraña la manera que tenía de deslizarse por el bosque y aparecer de pronto cuando menos se le esperaba. Yo nunca me había asustado tanto como cuando una vez lo vi aparecer de esa forma, sorprendiéndome, como si hubiese brotado de la tierra. La baronesa Wagner (si es que realmente se llamaba así, cosa que hasta hoy ignora todo el mundo) no ha regresado nunca a la isla. Tampoco ha hecho aparición en ninguna otra parte. Si estuviese con vida, ella, una mujer de tanto empuje, no habría desaprovechado ocasión de dar motivo a que se hablase de su persona. Más tarde, durante la guerra, nos llegaron rumores de que estaba actuando en un local nocturno de ínfima categoría en Panamá o en Tahití como bailarina, pero aquellos rumores sólo eran aditamentos románticos a una leyenda que se había ido forjando en torno a la extraña mujer. El mundo no ha vuelto a oír hablar nunca más de la baronesa Wagner. Ése es el único hecho cierto que puede afirmarse. Y otro hecho es que el doctor Ritter, a los pocos días de aquel acontecimiento, en circunstancias muy peculiares, murió de una muerte insólita y dolorosa. Nosotros habíamos llegado demasiado tarde para poder ayudarle. Ahora vivíamos completamente solos en la isla. Pero no hallábamos descanso. Después de una corta visita a Floreana, el capitán Hancock había comunicado al mundo por radio la noticia de la muerte del doctor Ritter. Pronto empezaron a pulular por la isla reporteros ansiosos de noticias sensacionales. Recogían ávidamente toda palabra que se refiriera a los trágicos acontecimientos. La mayoría hinchó la «tragedia de Floreana» hasta convertirla en una sensación espeluznante. Los lectores americanos fueron servidos con titulares y descripciones que en su mayor parte eran fruto de la fantasía y que dejaban a la verdad muy mal parada. Transcurrieron las navidades y el Año Nuevo. Volvíamos a tener una visita. Pero esta vez no eran amigos los que vimos avanzar por el camino. Era un puñado de soldados armados, con la bayoneta calada. ¿Qué querían aquí? Por excepción, yo no estaba sola en la casa. A Dios gracias, Heinz estaba conmigo. Cierto que yo tenía la conciencia muy limpia, pero la visión de los soldados armados me oprimió el corazón. Seguían a los soldados el comandante de la isla de San Cristóbal, y un intérprete, el señor Kuebler, de Santa Cruz. No sólo tenían un aspecto hostil, sino que también se comportaron hostilmente. Página 111
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–¿Qué quieren ustedes de nosotros? –preguntó Heinz. No obtuvo ninguna respuesta. En lugar de eso, los soldados se pusieron en círculo a nuestro alrededor. Luego comenzó en la casa un largo interrogatorio. Primeramente fue llamado mi marido, y después se me hizo comparecer a mí. –Cuénteme con todo detalle lo relacionado con la desaparición de la baronesa –me exigió el gobernador. Le conté todo lo que sabía. Y lo que él debía de saber desde hacía mucho tiempo. Quería enterarse de algo más. –Usted me oculta algo –afirmó él–. Está ocultando lo más importante... ¡diga la verdad de una vez! Yo estaba atónita. ¿Qué tenía que decir, por el amor del Cielo? ¿Qué era lo que yo callaba? Luego me enteré del motivo de aquella investigación judicial: por el mundo habían corrido rumores de que nosotros teníamos algo que ver con la desaparición de la baronesa. Sabíamos que no podía haber abandonado la isla. Por lo menos viva. Por último, el gobernador dijo con brutal franqueza: –Su marido ha matado a la baronesa. Me quedé tan rígida, que no pude ni contestar. Cuando me repuse le pregunté: –¿Quién le ha dicho a usted eso? –El doctor Ritter. —El doctor Ritter hace ya seis semanas que ha muerto. El gobernador se echó a reír socarronamente. –No es el difunto doctor Ritter. El vivo es quien nos lo contó. El doctor Ritter, según nos dijo el gobernador por medio del intérprete, había publicado poco antes de su muerte, en el periódico ecuatoriano El Universo, un artículo en el que acusaba a mi marido de haber matado de un tiro a la baronesa. Nos enterábamos de aquello ahora por primera vez. «Aquella noche en que, al parecer, la baronesa habría tenido que abandonar la isla, no había ni la menor señal de embarcación alguna en las proximidades de Floreana –había escrito Ritter juiciosamente–. Pero aquella noche yo oí disparos y los gritos de muerte de una mujer. Sólo podía tratarse de la baronesa. Y el único que puede haber hecho esos disparos es Heinz Wittmer.» Aproximadamente, eso era lo que se decía en El Universo.
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El gobernador debió de darse cuenta de que nosotros nos sentíamos perfectamente inocentes. Se le vio vacilar. Cierto que no llegamos a advertir si había creído o no aquella historia tan totalmente fantástica, pero la inspección ocular le demostró bien a las claras a quién había que creer. Hizo aún un par de preguntas. Pero su tono había perdido ya la anterior aspereza. Nuestras respuestas eran tan claras y tan unánimes que por fin se abstuvo de repetir la acusación. Su severo rostro se animó; tornóse cortés y educado. A partir de aquel momento, también los soldados abandonaron su aire de hostilidad. El gobernador incluso aceptó la invitación que le hicimos para que participara en un pequeño refrigerio que preparé a toda prisa. La parte oficial de su venida estaba ya realizada. Evidentemente, el gobernador se sentía del todo satisfecho con el resultado de la investigación judicial. Mientras se comía con gusto un muslo de pollo, nos hizo traer el correo que los soldados habían transportado. Medio saco de correspondencia. Cartas de todos los puntos de la Tierra. –¡Caramba! –De pronto, el gobernador se levantó de la mesa dando un salto y se sacó un papel de la bocamanga–. Casi me había olvidado de esto. Por poquito... Lo principal de todo. El papelito resultó ser un cable de un periódico alemán. Se nos rogaba le comunicásemos si todavía vivíamos y si, en determinadas condiciones, estaría yo dispuesta a escribir algo sobre los acontecimientos desarrollados en la isla. Resultaba maravilloso que precisamente en aquellos momentos, después de la desagradable encuesta judicial, nos llegase un saludo de la patria. La respuesta estaba pagada. Siete palabras. ¿Qué se puede decir en siete palabras? El gobernador apremiaba. Tenía que volver al barco. «Nosotros vivimos. Doctor Ritter muerto. Escribir sí.» Aquéllas eran siete palabras que garabateé rápidamente en una hoja de papel. El gobernador tomó la nota y dio la breve respuesta a los ocupantes de un bote para que desde el barco se transmitiese por radio. Siete horas después, el breve contenido de mi telegrama aparecía en letras gigantescas en la primera página de aquel periódico alemán, como supe más tarde. Después de aquellos días evitamos pronunciar el nombre de Ritter. No queríamos acordarnos de aquella época. Ahora sabíamos lo que las manos de Ritter habían querido conjurar y suplicar en su lecho de muerte, comprendíamos el significado de su gesto. Quería que le perdonásemos el que hubiese lanzado al mundo aquella indigna calumnia sobre nosotros. Página 113
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Hay cosas que no se pueden perdonar. Quizá más tarde, cuando ya haya transcurrido bastante tiempo. Pero entonces no. Sólo poco a poco, con el transcurso de los años, lo pude ir consiguiendo. Le habíamos prometido a la señora Dore ocuparnos de echar de vez en cuando un vistazo al pequeño asentamiento de Ritter, lo que ellos llamaban «Frido», hasta que ella nos remitiese instrucciones sobre lo que pensaba hacer con el lugar. Pero después de aquella investigación judicial decidimos abandonar Frido a su destino. Sólo nos acercamos una vez más. En la despensa de Ritter encontramos gran acopio de víveres: harina, azúcar, arroz, conservas, tocino, aceite, y también jabón. Con eso habían vivido Ritter y su compañera. Y por aquellas cosas, que los americanos les regalaban en sus visitas a la isla, quiso él arrojarnos de Floreana. Nos volvimos a nuestra montaña. Que Frido volviese a caer en su sopor, del que tan aterradoramente se había despertado. Pero, a pesar de todo, Heinz colocó una cruz en la tumba de Ritter y puso una tablilla con el nombre del muerto y la fecha de su fallecimiento. La de su nacimiento la ignorábamos. Los demás visitantes llegaban hasta nuestra casa penosamente encorvados bajo el peso de la correspondencia que nos traían: cerca de doscientas cincuenta cartas de todos los rincones del mundo. La gente quería conocer detalles sobre la «tragedia de Floreana». Otras personas nos daban consejos sobre la mejor manera de vivir en la isla. Pero no necesitábamos consejos. Sabíamos lo que queríamos y lo que había que hacer: trabajar. Llevábamos ya casi dos años y medio en Floreana. Y durante todo aquel tiempo habíamos trabajado. Si otras personas no nos estorbaban... Poseíamos una granja de casi tres hectáreas de extensión que con increíbles esfuerzos habíamos arrebatado a la pedregosa maleza y a las espinas. Nuestra granja crecía y se llenaba de verdor, prosperaba y florecía. El suelo estaba abonado con sudor, el único abono en el que no habían pensado quienes estuvieron aquí antes que nosotros.
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Tres tragedias: Tres Enigmas
CAPÍTULO 13
TRES TRAGEDIAS: TRES ENIGMAS Es inconcebible: estoy en Colonia. No en la isla de Floreana, sino en Colonia. En la patria.
M
i marido había decidido, después de los acontecimientos tan perturbadores ocurridos en la isla, enviarme a Alemania. Yo debía averiguar en qué parte de mi patria vivía ahora la señora Dore Strauch y enterarme de si estaba propagando contra nosotros viejas o nuevas calumnias. Y debía defenderme contra aquellas mentiras. El 17 de febrero de 1935, mis baúles estaban junto a la orilla. A mi lado se arrastraba Rolf por la arena. Debía llevármelo conmigo a la vieja patria. El barco isleño San Cristóbal nos arrancó de la patria nueva. Entre otras personas, a bordo estaba el nuevo gobernador de las islas y también el antiguo, quien, después de cumplir su tiempo de servicio reglamentario en las islas, regresaba a Guayaquil. En esta ciudad me perseguían a sol y a sombra los curiosos reporteros. Era más difícil librarse de ellos que defenderse en la isla contra los toros. Luego, dos días antes de zarpar el vapor Cerigo, de la línea América-Hamburgo, a causa de las informaciones sensacionalistas tuvo lugar otra encuesta. Esta vez en el Consulado alemán en Guayaquil. Pero también al cabo de unas cuantas horas estaba todo terminado. El 1° de marzo, el Cerigo se hizo a la mar. Con dirección a Europa. Con dirección a la patria. A finales de abril estábamos en Hamburgo. Y ahora me encuentro en Colonia. En la mesa, ante mis ojos, se halla un documento llegado aquí el 3 de febrero. Entonces aún estaba yo en Floreana. El documento procedía del Departamento de Asuntos Exteriores de Berlín y su texto era el siguiente: «Las autoridades aduaneras de San Diego, Estados Unidos de América, han enviado, el 11 de diciembre de 1934, al Consulado alemán de Los Ángeles una gran cantidad de cartas y escritos que, al parecer, se había llevado consigo al salir de la isla Floreana, del archipiélago de las Galápagos, el súbdito del Reich Alfred Rudolf Lorenz y que fueron recogidos por el capitán del vapor americano Sant Amaro y entregados Página 116
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en San Diego. Entre dichos papeles se encontraban los que se incluyen, cartas y escritos enviados a esa dirección. –Firmado: El ministro de Asuntos Exteriores del Reich.» ¡Qué camino tan triste han seguido estas cartas que ahora se hallan ante mis ojos! En el recuerdo veo nuevamente a Lorenz y rememoro la alegría con que se despidió de nosotros. Lo entusiasmado que estaba por poder regresar a Alemania. Lorenz, semanas más tarde, fue encontrado, consumido y muerto de sed, en la ardiente arena de una solitaria y pequeña isla del archipiélago de las Galápagos. Allí habían sido encontradas aquellas cartas que ahora estaban ante mi vista. En el extremo norte del archipiélago de las Galápagos se alza la pequeña isla de Marchena. Una porción de tierra pétrea y arenosa sobre la que el sol desploma verticalmente sus rayos abrasadores. Marchena está precisamente en la línea misma del ecuador. Allí se consumó la tragedia. Pero lo que sucedió no ha podido ser descifrado por persona alguna. Cuatro meses después de salir Lorenz de Floreana en el barco pesquero del noruego Nuggerud, se los encontró a ambos. Un barco pesquero dedicado a la pesca de atunes pasó junto al norte de la isla. En la arena de la costa llana vio ondear sobre una pértiga un pedazo de tela blanca. Luego encontró en la playa dos cadáveres y un pequeño bote de remos, y junto a uno de los cadáveres una maleta con un paquete de cartas dirigidas a Alemania. El bote tenía la matrícula de San Cristóbal. La noticia fue difundida por radio y se extendió por todo el mundo, recogiéndola los periódicos ansiosamente y adornándola con detalles sacados de la más febril fantasía. «Uno de los cadáveres tenía el cabello largo y rubio (se leía en algunos de los periódicos). Puede sospecharse que se trata de la señora Wittmer, de Floreana.» Quizá procedía aquel rumor del hecho de que en las cartas encontradas junto al muerto y dirigidas a Alemania estaba nuestro remite. Poco tiempo antes de que el barco pesquero descubriese los dos cadáveres, el capitán Hancock había recibido la última carta del doctor Ritter con la noticia de que la baronesa no estaba ya en la isla. Inmediatamente se dirigió allí con su yate Velero III, para ver qué había sucedido en Floreana. Por el camino le llegaron las noticias acerca del descubrimiento de los dos cadáveres en la pequeña isla de Marchena y las leyendas que se habían tejido en torno a los dos muertos. El señor Hancock quiso comprobar sobre el terreno aquellos rumores. Con su yate puso proa a la isla de Marchena antes de dirigirse a Floreana, y vio en la arena a Lorenz Página 117
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y al noruego Nuggerud. Luego, a la mayor velocidad que pudo, vino hacia nosotros. Yo estaba precisamente en Frido, acompañando a la señora Dore, cuando vi a Hancock avanzar por el camino. Por nuestro aspecto comprendió que algo grave había sucedido. –Ya me he enterado de que la baronesa no está aquí –dijo Hancock–. ¿Qué ha ocurrido? A esta pregunta no le di respuesta alguna. –El doctor Ritter falleció hace tres semanas, señor Hancock. Necesitó un rato para poder digerir aquella nueva noticia. Más tarde nos describió su breve visita a la isla de Marchena: –Era Lorenz. Lo identifiqué inmediatamente. Estaba tendido en la abrasadora arena. Su vestimenta se hallaba desgarrada, pero su cuerpo todavía no estaba corrompido. Estaba seco como una momia. Aún podían reconocerse sus facciones. No lejos de él estaba el otro, Nuggerud. Deben de haber muerto de hambre y de sed. En aquella isla no hay ni una sola gota de agua. Sólo arena ardiente... –¿Y el tercero? –No he visto a ningún tercero. Yo sabía que el noruego Nuggerud, además de llevarse a Lorenz, tenía a bordo de su pequeño barco de pesca a un ecuatoriano. De este, Juan Pazmiño, falta todo rastro. Y del barco de Nuggerud tampoco se había encontrado ningún resto. Lo que resultaba más curioso era que se hubiese encontrado el chinchorro con el que habían llegado a la isla. ¿Qué había sucedido junto a aquella ribera de Marchena? Sólo podíamos sospecharlo. El barco era viejo y apenas útil para la navegación en alta mar. El motor solía estropearse con frecuencia. ¿Había vuelto a fallar una vez más en el trayecto desde Santa Cruz a San Cristóbal? Entonces la embarcación debió de quedarse sin defensa alguna. La corriente de Humboldt es extraordinariamente fuerte en esa época del año. El Dinamita, el barco de Nuggerud, no tenía vela alguna. La corriente podía llevarlo a donde quisiera. ¿Se había quedado el ecuatoriano en el barco porque éste era más grande que el pequeño bote de remos, aquella diminuta cascara de nuez, porque se sentía allí más seguro, porque creyese quizá que el barquito sería visto antes por otros buques? ¿O quizás el Dinamita había encallado, tenido una vía de agua y naufragado, llevándose al Página 118
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ecuatoriano al fondo del mar? La corriente de Humboldt sube hasta aquí desde el sur, procedente de las aguas antárticas, y junto al archipiélago de las Galápagos dobla bruscamente hacia el oeste. A muchos grandes barcos, incluso poderosos veleros de cuatro mástiles, ha arrastrado en días de calma chicha por la inmensidad del Pacífico. Y durante meses, durante años quizá, los barcos han seguido navegando, arrastrados por la corriente, como verdaderos buques fantasmas, evitados temerosamente por otros barcos, cuyas tripulaciones se persignaban aterrorizadas al cruzar con un buque espectral cuyos únicos pasajeros podían ser muertos. El Dinamita no ha sido hallado nunca. Quizá siga arrastrándose, muerto, sin gobernalle, por las inmensidades del océano Pacífico; quizá descansa, con José Pazmiño, desde hace un cuarto de siglo, en el fondo del mar, cerca de Marchena. Nadie ha sabido nunca qué fue lo que sucedió ante la costa de aquella isla. Pero una y otra vez, a lo largo de los años, nos hemos planteado la pregunta: ¿Existe alguna relación entre la tragedia sufrida por Lorenz junto a la isla de Marchena y la que tuvo lugar el 28 de marzo en la playa de Floreana? Aquel 28 de marzo en que la baronesa desapareció de la isla. Aquel día en que Lorenz se alejó de nuestra granja para ir a la casa de su señora... Preguntas, nada más que preguntas, y ninguna respuesta. Pobre muchacho, ¿qué secreto te llevaste contigo a la tumba? He descrito para los periódicos nuestra vida y los extraños y misteriosos acontecimientos ocurridos en Floreana. No he encontrado la menor huella de la señora Dore. Debe de vivir en Berlín, pero no he llegado tan lejos. Sólo he sabido que sigue tejiendo nuevas historias acerca de la isla y de sus moradores. Me enteré de que achacaba a diversas causas la muerte repentina del doctor Ritter. Ahora resulta que murió de una enfermedad pulmonar. Al final terminaron por no creerla lo más mínimo. Cuando escuché aquella versión recordé algo que había olvidado completamente en la confusión de los sucesos tan perturbadores. Poco antes de su muerte, el doctor Ritter nos había dicho: –Quién sabe de lo que Dore es capaz todavía! Aquello podía interpretarse de varias maneras. Cuando aparecieron en los periódicos mis relatos sobre los acontecimientos de Floreana, la señora Dore debió de sentirse ofendida, según me dijo la editorial Página 119
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de Colonia. Pero, bajo el peso de los hechos y de las contundentes pruebas, enmudeció pronto. Tuvo poco éxito con su propia versión, que apareció en América con el sugestivo título de Satanás llega al Edén. A finales de octubre de 1935, Rolf y yo salimos nuevamente de Alemania. Cuando nos íbamos acercando a Sudamérica el viento adquirió la fuerza de un huracán. Dondequiera que estoy, siempre pasa algo. Poco a poco me he acostumbrado a eso. Las dos pesadas locomotoras que el capitán había admitido a bordo para llevarlas a Chile o, para decirlo con más precisión, que estaban en cubierta, empezaron a moverse por su cuenta. Una ola gigantesca destrozó el embalaje como si fuera un pedazo de papel. El capitán estuvo a punto de dejar caer las dos locomotoras al mar. Luego me vi nuevamente en Guayaquil. Nuestro pequeño y buen barco insular, el motovelero San Cristóbal, lo había calculado todo tan astutamente que se marchó a Floreana poco antes de nuestra llegada. Y la fecha de salida de otro barco para la isla era algo que estaba escrito en las estrellas. Podían transcurrir semanas, meses quizá... Yo quería estar de nuevo en la isla para pasar las navidades. Pero con aquello no había que contar. Había que armarse de paciencia. Luego, después de largas semanas de espera, se arregló todo. Me anunciaron que el motovelero San Cristóbal saldría el 4 de enero para el archipiélago. Y una vez más estaba yo entre mis cajas en el puerto. De Guayaquil descendimos a lo largo del río Guayas. Setenta kilómetros hasta llegar a alta mar. Y luego siete días largos hasta las Galápagos. Siete días para recorrer mil kilómetros: una dura prueba de paciencia. Y un martirio para mi estómago. Pero allí estaban las costas de Floreana ante nuestra vista. Echamos el ancla en Blackbeach. Eran las siete de la mañana. El capitán envió a un marinero con una nota mía a la casa. Pero transcurrían horas y horas. No venía nadie. Me sentía intranquila y tuve que esperar hasta la tarde. Luego oí que desde el bosque se acercaban ladridos de perro. Lump fue el primero que me saludó. Excitado, corría por la orilla, ladrando hacia el barco, del que aún no habíamos bajado. Después vi por fin a Heinz, tirando de las riendas del burro, surgiendo del bosquecillo. –¡Papá, papá, ven a recoger al niño! –gritaba Rolf una y otra vez desde el barco. Aquello se lo habíamos enseñado en Colonia y no se le había olvidado. —Tienes buen aspecto. Página 120
Capítulo 13
Fuego
Eso fue lo único que pude decir. Sin pronunciar palabra nos abrazamos, sintiéndonos felices por vernos otra vez juntos. Rolf desplegaba los libros de cuentos y los regalos que traía en una maletita, mientras un círculo de curiosos se formaba a su alrededor. –¿Has hablado en San Cristóbal con el nuevo comandante? El primer cuarto de hora tranquilo del feliz reencuentro había terminado. Aquello significaba nuevas preguntas, preguntas estúpidas y oficiales, que llenaban de agitación nuestra cotidiana vida insular y llevaban inquietud a nuestros espíritus. Y cuando mi marido, precisamente en aquellos minutos del reencuentro, preguntaba por el nuevo comandante, eso tenía que significar que algo especial latía detrás de aquella pregunta. –Verlo sí lo he visto... –Tuve que hacer un esfuerzo para recordar y situarme de nuevo en el marco que me rodeaba–. Sí, en San Cristóbal, poco antes de que zarpáramos, subió a bordo. Pero no le he hablado. Y él tampoco me ha hablado a mí. Se ha limitado a quedarse plantado delante de mí mirándome fijamente con sus ojos negros como el carbón. Más tarde, una vez se hubo marchado, le pregunté al capitán quién era aquel hombre. Se limitó a decir: «Comandante». Y luego añadió: «No bueno». Mi marido sólo sabía de él su nombre: Carlos Puente.
A mi marido le gustan las sorpresas. Pero, realmente, yo no estaba preparada para la que me aguardaba en mi casa. Nuestra casa había crecido de tamaño. Heinz había construido un gran dormitorio. Cuatro metros de ancho por cinco de largo, suelo de cemento, seis ventanas, un hermoso armario ropero y delante de una de las ventanas una mesa de escritorio; sobre el suelo, una alfombra. Aquéllas eran más comodidades de las que pudieran soñarse en la isla de Floreana. Floreana se iba civilizando. Pero ¡qué inmensidad de trabajo se hallaba concentrada en aquella única habitación! ¡Cuántos días, semanas, meses...! Entonces fui consciente del tiempo que llevaba fuera. –Once meses –dijo Heinz. Le miré y comprendí cuan duros tenían que haber resultado aquellos meses. –¿Recibiste mis cartas? –Sí. –Sonrió penosamente–. El primer correo llegó a mediados de noviemPágina 121
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bre. Yo me había marchado en febrero. Hasta noviembre no llegaron los primeros signos de vida por mí escritos. En aquella fecha yo había consumido ya toda mi estancia en Alemania. El permiso había terminado hacía tiempo. Entonces estábamos en Guayaquil, porque el motovelero se nos había escapado hacia la isla delante de las narices. Nueve meses sin dar una señal de vida. –No tenía la menor idea de cómo podrían irte las cosas en Alemania. Ni de cuánto tiempo tendrías que quedarte allí. –Me miró disculpándose–. He tenido que sacrificar la mayor parte de las gallinas. El trabajo me resultaba demasiado agotador. Habían quedado con vida doce gallinas y un gallo. Mi flamante gallinero se había quedado reducido, una vez más, a una modesta docena de aves. Pero yo no estaba triste por eso. Me sentía dichosa al hallarme de nuevo aquí. De momento, todo lo demás carecía de importancia. Y pronto volvería a poblar mi gallinero. Ya había aprendido la cuestión de las gallinas. No, no eran las gallinas lo que me preocupaba, sino el estado de Harry. Tenía mal aspecto. Al principio creí que habría trabajado demasiado. Pero durante la semana siguiente no mejoró, a pesar del cuidado excelente y de las mayores atenciones. Estaba espantosamente pálido. En abril tuvo que acostarse. Tenía una extraña fiebre que al principio creí que era paludismo. Pero los síntomas externos contradecían los de la malaria. Al cabo de catorce días, Harry, relativamente repuesto, pudo ya levantarse. Pero no estaba sano.
Harry es nuestra única preocupación. No tenemos otra, por lo menos otra tan grande. Las pequeñas inquietudes cotidianas carecen de importancia. En compensación, disfrutamos de una paz y un descanso como nunca podríamos haber soñado. Ahora estamos solos en la isla. Nadie nos molesta. Las personas que vienen a vernos de vez en cuando son huéspedes bien recibidos. Hombres que vienen y que se van y que no perturban nuestra paz. Al contrario. Nos alegran las visitas procedentes del gran mundo, por el cambio que traen a nuestra tranquila vida insular. 12 de julio de 1936. Mi cumpleaños. Por la mañana hemos cuidado a los animales y ahora nos sentamos gozosos frente a las tazas de café y los pastelillos de la fiesta, cuando oímos el zumbido de aeroplanos. Dos aparatos ingleses describen círculos sobre
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nuestras cabezas. Mientras nos preguntamos qué puede significar esto, porque forzosamente se trata de algo especial, aparecen en la puerta del huerto seis oficiales de Marina británicos. Uno de ellos se presenta como almirante Best. Desde la época de la investigación judicial llevada a cabo por el comandante del archipiélago y su fuerza armada sentimos alguna prevención contra los militares. Pero esta vez no tuvo lugar ningún interrogatorio penoso por un supuesto asesinato, sino una amable invitación. —El crucero de Su Majestad Apollo ha anclado en la bahía de Post-Office –dijo el almirante–. Hemos venido para invitarlos a cenar en el barco. Aceptamos con gran alegría. Pero antes invité, a mi vez, a los señores a que participaran en la tarta de cumpleaños. Mientras Heinz conducía a los oficiales por la casa y por la plantación, escuchando palabras muy amables sobre nuestro trabajo, cargué el asno con frutas frescas que quería llevar al barco como un pequeño detalle de atención. Ya cerca de la costa, en la vieja barraca de madera de los noruegos, cambié mis pantalones cortos por un vestido. Ahora estaba ya lista para la recepción. Nada más llegar al barco, el almirante Best puso a nuestra disposición su baño, para que pudiéramos refrescarnos. En el salón de recepciones estaban reunidos todos los oficiales. Llevaban uniforme de gala, con una banda negra sobre las blancas guerreras, signo de luto por el reciente fallecimiento del rey Jorge V. Durante los saludos fue servido un cóctel. En el comedor nos acogió una mesa fastuosamente servida. Pero antes de que tomásemos asiento, en honor de los huéspedes fueron interpretados primeramente el himno nacional alemán y luego el inglés. Y aún hubo otro bello gesto del caballeroso almirante: en los vasos chispeaba vino alemán del Rin. ¿Era eso quizás una atención especial para mí, oriunda de Colonia? No sé en qué momento preciso se hizo de pronto un silencio penoso cuando el almirante, que estaba sentado a mi lado, dirigió a mi marido, que estaba al otro lado de la mesa, la siguiente pregunta: –¿Qué opina usted del gobierno de Hitler, míster Wittmer? Se me atragantó el pedazo de queso que estaba comiéndome en aquellos momentos. ¿Iban a desembocar aquellos minutos preciosos en una conversación desagradable de índole política? ¿Qué se podía contestar a semejante pregunta? Con frecuencia habíamos discutido entre nosotros la situación política en AlePágina 123
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mania. Yo misma había podido echar una ojeada a aquella Alemania nueva. Mis impresiones habían sido muy diversas. Había visto mucho optimismo, mucha esperanza y un futuro mejor. Pero, por otra parte, también había oído hablar de la persecución de los adversarios políticos y de los ciudadanos judíos. Por mucho que nosotros amáramos a nuestra patria, no nos podían gustar aquellas injusticias. Por los periódicos ingleses y americanos sabíamos que en tales países se miraba con envidia el florecimiento de Alemania. Y aquí estábamos sentados ahora como huéspedes de un almirante británico cuyo Gobierno seguramente alimentaba sentimientos poco amistosos hacia el nuevo régimen alemán. Heinz me lanzó una mirada interrogativa. Pero yo no podía susurrarle una respuesta de un lado a otro de la mesa. Y, además, hablando con franqueza, esta vez no se me ocurría respuesta alguna. Pero a Heinz sí se le ocurrió. Sólo parpadeó unos segundos mientras trataba de encontrar la única respuesta posible. Sonrió amablemente: —Right or wrong, my country. Sir Nuestro anfitrión miró a Heinz y luego a mí. Después se levantó. Alzó su vaso, se inclinó hacia mi marido y hacia mí y dijo: –Quiera Dios daros su bendición por vuestro trabajo y por vuestra postura, que yo respeto. ¡Qué hermoso podría ser tratar siempre con personas que respetan las convicciones honradas del prójimo! La situación se había salvado por la oportuna respuesta de Heinz y las finas palabras del almirante. Y en aquella hermosa noche no volvió a decirse una sola palabra que aludiera para nada a la política. Reinaba una aterciopelada oscuridad tachonada de estrellas sobre un mar sereno cuando, a eso de la medianoche, subimos al puente. Toda la tripulación del barco estaba congregada allí. Cuando aparecimos, el almirante Best le hizo una señal a la banda para que interpretase, como despedida, El último correo. Luego la canoa a motor nos llevó a la orilla. Todo el barco estaba brillantemente iluminado, y las claras luces se reflejaban en las oscuras ondas del mar. Luego se encendieron los reflectores del crucero y alumbraron la bahía como si estuviésemos en pleno día. La canoa volvió después al barco. Inmediatamente se pusieron a trepidar los motores del crucero. Nos sentamos en la escalerilla de la vieja casucha de la bahía de Post-Office y vimos zarpar el barco. Las luces se fueron haciendo cada vez más débiles y el crucero cada vez más pequeño. Al cabo de poco más de media
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hora no se veía ya nada del Apollo —¿Ha sido esto una realidad? –preguntó Heinz en voz baja. Quizás aquella noche había sido demasiado hermosa para que pudiera juzgarse una realidad y no un sueño. Era la una de la madrugada cuando por fin iniciarnos el regreso. Durante cuatro horas estuvimos trepando, en medio del silencio de la noche, en dirección a nuestra morada. Y cuando legamos, con las primeras luces del alba, Harry estaba ya levantado y había puesto al fuego el agua para preparar el café matinal.
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CAPÍTULO 14
«SATANÁS VINO AL ÉDEN» Ahora llevaba ya ocho meses de estancia en la isla por segunda vez. Y en aquellos ocho meses no habíamos recibido ni una sola carta de Alemania. En ocho meses, ni un solo barco había llegado a la isla procedente del continente. Ni una línea del mundo exterior. Aparte de eso, la visita de los marinos ingleses me había impresionado mucho. Aquella pregunta tan directa del almirante... Y, para colmo de desgracias, yo padecía nostalgia de la patria. Cuando estaba completamente callada oía una voz en mi interior y sabía qué era lo que me sucedía: en aquellos cuatro años no había conseguido habituarme aún a aquel destierro insular. Una parte de mi ser estaba todavía en la patria. Pero después de ocho meses vino por fin el primer barco, un pequeño pesquero de la isla de San Cristóbal. Nos traía no sólo las anheladas cartas de la patria, sino tres sacos llenos de correspondencia. Rolf había avistado el barco desde Blackbeach. –¡Un barco! ¡Un barco! Corrí tras él, porque la espera se me hacía insoportable. El viejo capitán Manuel Gutiérrez hacía señales desde lejos y gritaba: –¡Señora, señora! ¡Vienen para usted tres sacos llenos de correo! ¡Tres sacos, señora! Me eché a reír y grité de entusiasmo cuando vi aquella bendición de cartas. Tres sacos llenos de correspondencia... Medicina contra la nostalgia. Me sentía tan dichosa como si me hubieran hecho un regalo de Navidad. No tenía tiempo para aceptar la cortés invitación que nos hizo Manuel Gutiérrez para que comiésemos con él. Empaquetamos el correo y nos dirigimos a toda prisa a casa, contentos como niños con zapatos nuevos. Tardamos varios días en leer todas las cartas que nos habían llegado de Alemania, Inglaterra y los Estados Unidos. Y, entre tanto, nos alegrábamos una y otra vez por el contenido de los paquetes. Por todos todos ellos, pero principalmente por las agujas. Tan pequeñita e insignificante como parece, una aguja era para noPágina 126
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sotros algo tan preciado como la carne y la fruta. Y podían transcurrir otros ocho meses hasta que un nuevo barquito encontrase en su camino a Floreana, aquel punto diminuto perdido en el océano Pacífico. Heinz y yo habíamos de prepararnos, entre tanto, con relativa tranquilidad, a afrontar el próximo acontecimiento que tendría lugar en Floreana: el inminente aumento de la familia. Ahora esperaba yo mi segundo bebé. Cuando estoy sola, siento que me oprime una vez más aquella secreta angustia: ¿En esta ocasión irá bien todo? ¿Ahora que estamos completamente solos en la isla? ¿Cuando nadie podría ayudarme si fuera preciso? ¿Qué pasará si se necesita intervenir como lo hizo el doctor Ritter?
Me alegro en cuanto se produce el menor cambio. El cambio consiste en la llegada del buque-escuela polaco Dar Pomorza. Los oficiales vinieron a saludarnos, y para mí fue un consuelo saber que traían a un médico consigo. Me reconoció y pudo tranquilizarme: –No debe usted preocuparse lo más mínimo. El bebé está completamente bien. Quien no está bien es usted. Orgánicamente, yo estaba sana, pero, a pesar de todo, me faltaba algo. Y el médico supo darse cuenta inmediatamente: –Usted está padeciendo de nostalgia y eso no es bueno. –Me tomó la mano y me habló, tranquilizándome: Alégrese de estar aquí, ¡Quién sabe cómo van a ponerse las cosas en Europa de un momento a otro! Algo se está hinchando bajo la superficie. No se sabe si un día una chispa cualquiera hará estallar el conflicto. ¿No ha sufrido usted bastante con la guerra europea? No es que yo quiera evocar cosas malas, pero ¿y si sucede, a pesar de todo? Yo no sabía nada de lo que estaba sucediendo en Europa. Quizás el médico tenía razón. Entonces representaba una ventaja el que estuviésemos aquí. Y, hablando con franqueza, aquí no nos faltaba nada. Debíamos sentirnos felices y contentos. Y lo estábamos. Únicamente aquel miedo oscuro...
–Mandaremos aviso a Panamá –prometió el médico– diciendo aproximadaPágina 127
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mente cuándo tendrá lugar el nacimiento. Por aquel entonces habrá seguramente un yate por las cercanías y se acercará por aquí. Le prometo que esta misma noche daremos el aviso. Las palabras del médico me causaron un efecto maravilloso. Desapareció la opresión que tenía en mi espíritu. Pude incluso cantar mientras hacía las faenas de la casa. Una vez más, no podía quejarme por la falta de cambios. Nuestros visitantes nos daban todas las facilidades. Y eran siempre huéspedes correctísimos a los que alojábamos con gusto. Cuando teníamos huéspedes, yo había de trabajar el doble, pero aquello me alegraba. No podía desentenderme de esa misión. Y eso que ya no faltaba mucho tiempo para el gran acontecimiento. El nuevo año de 1937 había ya empezado. En los primeros días de abril tenía que ocurrir todo. Entonces Floreana tendría un habitante más. Cinco en lugar de cuatro. Ya no había incidentes desagradables como los que nos habían hecho tan difícil la vida en otros tiempos. Podíamos vivir tan pacíficamente como siempre habíamos deseado. Hasta que, de pronto, en alguna parte del bosque sonó un disparo. Nos miramos. Luego sonó otro disparo. Muy cerca. Heinz cogió su fusil para salir en busca del perturbador. Pero no se trataba de ningún perturbador. Eran unos visitantes, unos visitantes especialmente gratos que querían dar a conocer su llegada con los dos disparos. Se trataba del capitán Irving Johnson y de la señora Electa Johnson, del yate Yankee. Viejos conocidos. Ya otra vez habían estado en nuestra casa. Y tres años antes no les había sido posible venir a saludarnos después de visitar a Ritter. El Yankee realizaba su segundo viaje alrededor del mundo, y Floreana formaba parte del programa de fiestas. A bordo había veinticuatro personas. No ricos vagabundos que con un viaje alrededor de la Tierra tratasen de aliviar su hastío, sino gente joven que quería conocer el mundo a fondo. El viaje duraba dieciocho meses y los pasajeros tenían que trabajar en el yate. Era una escuela estupenda para gente joven ansiosa de adquirir conocimientos marineros. Toda la tripulación acudió a saludarnos. Cuando se despidieron al cabo de tres días, la señora Johnson prometió:
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Capítulo 14
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–Dentro de tres años volveremos a estar con ustedes. Llegaremos aquí en este mismo día. Dentro de tres años... Allá en la patria se envía una postal el miércoles y se anuncia la visita para el fin de semana. Entre nosotros, la cosa había que hacerla con plazos de meses o de años. El médico del buque-escuela polaco había cumplido su palabra. En Panamá, en la zona del Canal, e incluso en Alemania, se tenían noticias del inminente acontecimiento. Dentro de dos semanas, la isla tendría un habitante más. El segundo floreaneño. El 17 de marzo llegó el yate a motor Nounnahal con el señor Vincent Astor. Se había enterado de mi situación y me enviaba a su ingeniero jefe alemán y médico. –Queremos ver si está todo en orden. El médico me reconoció. –Dentro de catorce días habrá pasado todo. Y todo irá bien. No tenga miedo. Por lo demás, estaremos dos semanas por los alrededores de la isla y vendremos a hacerle una visita. ¿Está contenta? ¡Y tan contenta como estaba! Es un sentimiento tranquilizador el de saber que un médico está en las cercanías. Puntualmente, transcurridos los catorce días, el señor Astor volvió con su yate. –No baby? –preguntó cuando me vio. –No baby. El señor Astor me dio ánimos: –El yate Meta Nelson está por aquí cerca. Uno de estos días vendrá aquí. El médico me ha prometido que la verá. Producía una sensación de felicidad saber que había hombres a los que yo no conocía y que se preocupaban por mí. Antes de que llegase el médico del Meta Nelson pasaron otros visitantes: tres señores con cascos militares y mochilas a las espaldas. ¿Exploradores en Floreana?... Página 129
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Excepcionalmente, yo no sentía el menor deseo de recibir y atender a nuevos huéspedes. Bastante tenía que hacer preocupándome de mí misma. De mí y del bebé que no acababa de aparecer. –Pero es que no se puede despedir a las visitas sin atenderlas –decía mi marido. ¡Oh los hombres! ¿Qué sabe un hombre lo que siente una mujer que se halla encinta? Yo no quería tener invitados de ninguna clase; quería estar a solas conmigo misma. Y me resultaba muy difícil tener que preocuparme de visitantes desconocidos. Pero, naturalmente, Heinz tenía razón: hay cosas que no pueden dejarse de hacer. Así, pues, seguían viniendo. El jefe del nuevo grupo se presentó como capitán Charles Hubbard. –Oh, señora Wittmer, nos sobra tiempo –empezó a decir en la primera conversación, hecha en una mezcla de inglés y de alemán—. Queremos cazar y pescar y estudiar un poco la isla. Los invitados no permanecieron mucho tiempo. Regresaron a su barco. Al día siguiente, Charles Hubbard vino solo y se fue con mi marido de cacería. Posteriormente, todos los días siguió viniendo a la una en punto de la tarde. Un huésped muy peculiar. Había algo que no estaba muy claro. Le pregunté con entera franqueza mientras estábamos tomando café: –Siento una gran curiosidad, señor Hubbard. Dígame; ¿qué quiere usted estudiar realmente en la isla? ¿Las plantas, o los animales, o las piedras, o qué? Primero se echó a reír y no quiso continuar la conversación. Pero después dijo la verdad: —No, no quiero estudiar ni plantas ni animales, sino personas. –¿Personas? Poco a poco se fue haciendo luz en mi interior. –Sí, a ustedes. –Nuevamente se echó a reír, y esta vez su sonrisa pedía perdón–. A ustedes y la vida que hacen aquí en la isla. Durante estos días he hecho muchas observaciones sin que ninguno de ustedes se haya dado cuenta. Pero creo que sería una violación de los deberes de un huésped el seguir haciendo esto sin que lo supieran. Página 130
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Nos quedamos sin saber qué decir, y Hubbard pudo continuar su confesión; —Procedo de la revista americana Liberty y tengo el encargo de averiguar en el propio terreno lo que hay de falso y de verdadero en toda la historia. En toda la historia... He aquí que de nuevo surgían y se agitaban aquellas cosas lamentables: el doctor Ritter, Dore Strauch, la baronesa... Nosotros habíamos creído que aquello estaba olvidado para siempre. –En Estados Unidos –siguió contando Hubbard– ha aparecido un libro escrito por la señora Dore: Satanás vino al Edén. Dicho libro está lleno de contradicciones, de forma que la redacción de la revista ha decidido aclarar las cosas en el terreno mismo y que la verdad se ponga al descubierto. –¡Cielo santo, precisamente ahora, señor Hubbard! Éste asintió comprensivamente. –Ya sé. Pero voy a hacerle una proposición. Mañana, a primera hora, vendré a visitarla, y, si todavía no ha llegado la criatura, podremos empezar a charlar sobre la historia. No dije que sí, pero tampoco me negué francamente. Así, pues, el señor Hubbard empezó a venir cada mañana muy tempranito al «Asilo de la Paz» para hablar con todo detalle sobre el asunto del doctor Ritter y de la «emperatriz» de Floreana. Y cada mañana me saludaba con la misma pregunta: —Good morning. No baby? Y cada mañana tenía yo que darle la misma respuesta: —No baby. Luego nos dedicábamos a nuestro trabajo. En alemán, inglés y un poco de francés y algunos diccionarios nos entendíamos mal que bien y con bastantes molestias. Hubbard escribía y preguntaba. Yo contestaba sentada en un sillón, con cojines en la espalda y los pies en alto. Me sentía destrozada. Corporalmente estaba hecha una calamidad, y ni siquiera podía cocinar. Heinz alternaba el trabajo en el bosque y en la plantación con las labores de cocinero y facilitaba las entrevistas con numerosas tazas de café. También aquello terminó. Pero el acontecimiento esperado no acababa de llegar. Todos los médicos que pasaban trataban de darme ánimos. El yate del señor Astor volvió. El médico sacudió su blanca cabeza al encontrarse con «No baby».
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–Pero el quince de abril vence el plazo –dijo, consolándome. –¡Paciencia! ¡Paciencia! Un par de días después llegó el anunciado gran yate velero Meta Nelson. El médico del barco vino inmediatamente a verme. ¿Qué dijo después de haberme examinado? –Un poco de paciencia. Ya no falta mucho. Yo hacía lodo lo posible por tener paciencia. Y llegaron de pronto tantos visitantes, que nos reunimos en la casa veintidós personas. El propietario del yate, señor Bentley, trajo a su mujer y a todos sus invitados. Pero, con un rasgo de gran delicadeza para mí, se trajo también a su cocinero. Aquello me resultó maravilloso. No tenía por qué preocuparme de mis muchos huéspedes. Ésa era cuestión del cocinero del barco. Yo sólo tenía que proporcionar cacerolas, sartenes, vajilla y agua. Con todo, la casa estaba tan abarrotada que ni con la mejor voluntad del mundo había sitio para moverse. Y entonces, para colmo de males, llegó el señor Hubbard. La mayoría de los huéspedes estaban sentados, con sus tazas de café y sus emparedados en la mano, en el muro de piedra, sintiéndose muy satisfechos a pesar de todo. Yo también lo estaba. Aquello me gustaba. Me gustaba muchísimo. Al principio, cuando vi a tanta gente a quien nadie había pedido que viniera, me irrité muchísimo, pensando cómo se podía tener tan poco tacto como para venir en un aluvión semejante hallándome yo como me hallaba. Pero cuando llegó el día de la despedida sentí verdadera pena por separarme de mis huéspedes. Me habían hecho pasar horas maravillosas. En su círculo, con las conversaciones tan excitantes con la señora Bentley, me había sentido perfectamente a mis anchas. Aquella noche me juré a mi misma: «Cuando alguien venga a vernos, rico o pobre, blanco o negro, no abandonará nuestra casa sin que yo le haya atendido de la mejor manera posible.» Creo haber cumplido aquel juramento secreto a lo largo de todos los años. Y de esa forma, sin proponérmelo, he conquistado centenares de amigos. Personas que llegaban a nuestra casa como perfectos desconocidos y que entraban con timidez, salían luego pareciendo amigos de toda la vida. Muchos de ellos intervinieron más tarde a nuestro favor, sobre todo durante la guerra. 12 de abril de 1937: No baby. Hacía un calor insoportable. Apenas se podía respirar. 13 de abril: El señor Hubbard vino de nuevo por la mañana. –No baby? Página 132
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–No baby. Al principio, aquel no baby había sonado como una bonita consigna burlona. Ahora ya no podía escucharlo más. ¿Cuánto tiempo íbamos a seguir con aquel eterno no baby? 14 de abril: El capitán Hubbard me saludó de nuevo con su pregunta habitual: –No baby? Pero esta vez ya no le di ninguna respuesta. La vio él con sus propios ojos. Estábamos metidos en faena. Durante aquellos días, él me había amargado mucho la vida con su constante preguntar. Ya estaba todo acabado. Y ahora yo me alegraba de que hubiésemos podido llevar a cabo una descripción escrupulosa y que me valía, además, algo que en nuestra situación no estaba nunca de más: una bonita suma de dinero. ¡Qué equivocada estuve al juzgar tan mal a este capitán Hubbard que fingió venir para estudiar la isla y que lo que deseaba era estudiarnos a nosotros! Pero cuando tomamos asiento a la mesa para la comida de despedida, todos teníamos el corazón oprimido por la tristeza. En el transcurso de los días nos habíamos ido entendiendo cada vez mejor. La última noche, teniéndolo ya todo preparado para su marcha, preguntó desde la escalera: –¿Qué va a ser la criatura, Greta: niño o niña? –Una niña, naturalmente, Charlie –le contesté yo con tono de profundo convencimiento–. Ya tengo bastantes niños en la casa. Ahora necesito una ayuda. Me quedé mirándole mientras se alejaba camino de la costa. Entonces todavía no sospechaba yo el amigo tan fiel y tan leal que había estado entre nosotros y que iba a estar a nuestro lado durante los largos años de la guerra, durante la cual actuó de comandante en la Aviación norteamericana. Desgraciadamente, bastante después de terminada la guerra, en 1950, Charles Hubbard, con ocho camaradas suyos, halló la muerte en el Ártico, como jefe de una estación meteorológica, al estrellarse su avión.
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CAPÍTULO 15
FLOREANITA Abril es el mes más cálido en Floreana. Aquel año de 1937 se mostró especialmente riguroso. Reinaba un calor asfixiante y por ninguna parte se veía nada verde. Todo estaba seco y agostado. Cuando llueve, el vapor pegajoso producido por la evaporación convierte los días en un verdadero tormento. Pero cuando no llueve, abril es sencillamente insoportable. Y aquel año no hubo ni una gota de lluvia. Durante todo el día era imposible escuchar el menor sonido de los animales salvajes moradores del bosque. Estaban echados en cualquier parte, a la sombra de los árboles, y dormitaban. Sólo cuando caía la noche se despertaba la vida en el bosque. Entonces el gruñir, el bramar, el relinchar y el gañir llegaban hasta nuestra casa. –Paciencia –habían dicho los dos médicos. Efectivamente, yo era un modelo de paciencia. O quizás estaba demasiado débil para tener fuerzas como para impacientarme. Esperé y esperé. Hasta el 17 de abril. Aquel día, los dolores se hicieron tan fuertes que comprendí que aquella espera infinita y agotadora iba a tener fin. Preparamos la recepción al nuevo habitante de Floreana. Hervimos agua, pusimos a punto todo lo que se necesitaría o, si las cosas, venían bien, no se necesitaría. Transcurrió la noche, una noche infinita. Fue pasando la mañana. Al dar el reloj las doce oí un grito. Mecánicamente cogí uno de los paños colocados en la cama al alcance de mi mano, envolví a la criatura y la coloqué a mi lado. Incapaz de proferir el menor sonido, caí agotada sobre los almohadones. Al cabo de pocos minutos me despertó un roce agitándose a mi alrededor. Sin decir nada, Heinz hacía lo que era necesario. Lo hacía con calma y con habilidad. Pero cuando vio que me estremecía experimentó pánico. ¡Demasiados médicos habían estado aquí últimamente! Todos habían venido demasiado pronto. Ahora que necesitaba uno, naturalmente no había ninguno. Una vez más teníamos que arreglárnoslas nosotros solos. Contando con nuestro poquito de entendimiento y con las exigencias del momento, Heinz hizo todo lo que le fue posible: utilizó nuestros medicamentos en la forma adecuada, y, sobre Página 134
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todo, nuestra panacea principal: el café a grandes dosis. El café era terriblemente fuerte, hecho de acuerdo con la receta de «lo mucho ayuda mucho». Pero yo daba diente con diente, a pesar de que Heinz se tomaba todos los trabajos para hacerme tomar a cucharadas una taza de moca y un trago de whisky. –Tengo tanto frío... No podía decir más. Estaba demasiado débil. Tenía miedo de que mis dientes, que entrechocaban de una manera salvaje, pudieran cortarme la lengua al hablar. Heinz recogió todas las mantas y colchas disponibles y las puso sobre mi cama. Pero yo estaba helada como en el invierno más crudo. Por lo demás, en la habitación había una temperatura de treinta y cinco grados. Junto a mí rebullía la criatura. Su llanto parecía llegarme desde tan lejos que ni siquiera llegaba yo a comprender a qué podía deberse aquel rebullir. Al cabo de una hora, mi temperatura no había subido ni un grado. Sólo cuando Heinz me puso en los pies una bolsa de agua caliente empecé a sentir un ligero calorcillo tonificador. Caí en un sueño de plomo y me olvidé de todo lo que me rodeaba. Incluso del pequeño ser que acababa de traer al mundo. Los dos varones, Harry y Rolf, no estaban en casa. Por la mañana los habíamos enviado a dar un largo paseo. De pronto, la puerta del dormitorio se abrió de par en par. Rolf se precipitó dentro. –Mamita, mamita, mira lo que te traigo. Después de pronunciar la última palabra se quedó parado. Atónito, miró la cama, en la que yo desaparecía bajo el peso de los cobertores. –¿Estás enferma? –Se acercó al lecho–. ¿O es que la hermanita ha venido por fin? Para Rolf era algo indiscutible el que sólo podía venir una hermanita. La posibilidad de que fuera un hermanito ni siquiera le había pasado por la cabeza. –¿No puedo ver a la hermanita? «Cierra la boca y márchate», quise decirle. Pero no me encontré con fuerzas para ello. –Antes hay que bañar a la hermanita y vestirla, y luego... Pero ahora marchaos y comed algo. Seguramente tendréis hambre. Su hambre de lobo le hizo olvidar de momento a la hermanita. Mientras los Página 135
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dos comían, Heinz trajo agua. Bañé a la pequeña. Mis manos temblaban, pero conseguí hacerlo. –Tu deseo se ha cumplido –dijo Heinz–. Una niña... Asentí. Luego la miré detenidamente por primera vez. La pobrecita parecía una insignificancia. –Cincuenta y siete centímetros –protestó Heinz, que acababa de medirla. Tenía los ojos de un color castaño oscuro y el pelito muy rubio. Sin que lo llamaran, Rolf volvió a entrar en la habitación. Le mostré la hermanita, y creí que rompería a gritar de alegría. Pero arrugó la boca. –¿Cómo? ¿Y ésta es la hermanita de la que siempre has estado hablando? –Naturalmente; ésta es. Rolf arrojó el aire furiosamente por la nariz. –¡Oh! ¡Pero es pequeñísima! No puede ni siquiera sostener un machete. –Miró desaprobadoramente–. ¿No podríamos cambiarla y comprar otra más grande? –Sí –dije–, es un poquito pequeña. Pero es una cosita muy linda y muy dulce, ¿verdad? No tardará mucho tiempo en ser tan grande como tú y poder llevar un machete. También tú has sido pequeñito. Pero no era tan fácil apear a Rolf de su burro. Lo que yo le decía no le causaba la menor impresión. Sólo cuando le expliqué que quizás aprovechara cualquier ocasión para comprarle una hermanita más grande se dio relativamente por satisfecho: –A dos hermanitas puedo muy bien emplearlas en mi granja. Estuve cinco días en la cama. El parto, el pánico que yo había sufrido durante las últimas semanas y el perpetuo trajín motivado por las muchas visitas tomaban ahora su venganza. Estaba completamente agotada. Y a esto venía a añadirse la preocupación por la criatura. La niña vomitaba todo lo que se le daba. Al sexto día después de dar a luz creí hallarme otra vez con fuerzas. Me levanté, pero pronto tuve que volver a acostarme. Todos se sentaron alrededor de mi cama: Heinz, Harry y Rolf. Conjuntamente estuvimos considerando cómo deberíamos llamar a nuestra niñita. Cada uno de nosotros debía decir cinco nombres, y entre ellos elegir el que nos pareciera más bonito. De esa forma llegarnos Página 136
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al nombre que había de tener la pequeña floreaneña. En recuerdo de nuestra amada isla —sí, ahora era nuestra amada isla–, iba a llamarse Ingeborg Floreanita. Nosotros la llamamos simplemente Inge. Para nuestros amigos de habla española fue y sigue siendo Floreanita.
Mis fuerzas retornaron poco a poco. Pero Inge seguía estando mal. Vomitaba constantemente. Como no mejorara al cabo de unas cuantas semanas, empecé a asustarme. Por aquella época no se dejaba ver ningún barco. Ningún médico nos encontraba en su camino. Nunca esperé un médico con más ansias que durante aquellas semanas. –Deberíamos avisar de alguna forma a la gente –propuse a mi marido. Naturalmente, se mostró en seguida de acuerdo. –Pondré una nota en el barril-buzón, de forma que tenga que verla cualquiera que se acerque. Quizás uno de estos días pase un yate con algún médico. Mañana temprano me pondré en marcha. El camino hasta la barrica del correo es largo, de cuatro horas; cuatro horas de ida y cuatro de vuelta. Eso hace todo un día. Heinz tomó por la mañana un copioso desayuno mientras yo escribía el aviso en una cuartilla. Después preparé unos palitos para que pudiera fijar el papel en la barrica de forma que se viese inmediatamente. Se lo metí todo en el bolsillo de la camisa y se lo aseguré con un imperdible para que no se le pudiera caer durante el trayecto. —Y coloca el papel de forma que todo el mundo pueda verlo y leerlo inmediatamente. –Ni que decir tienes. Así pues, hasta la noche. Heinz se puso en camino, Lump le acompañaba. A las cinco de la tarde tomé en brazos a la pequeña Inge, muy bien arropadita, y salí al encuentro de Heinz. Debía llegar de un momento a otro. No tuve que andar mucho, porque al poco rato Lump apareció con la lengua fuera y me saludó moviendo la cola. Poco después, Heinz emergió del bosquecillo. A pesar de la agotadora caminata, traía una expresión muy satisfecha. Vi que bajo el brazo llevaba un paquetito. —Me alegro de que hayas salido a mi encuentro. Se detuvo unos momentos y respiró hondo. Página 137
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–¿Qué novedades traes? –le pregunté señalando el inesperado paquetito. –Un pequeño yate de vela ha pasado por aquí y nos ha dejado el correo en la barrica. Han dejado una nota diciendo que suponen que algún día nos encontraremos. Algún día... No está mal. Me ha costado trabajo acostumbrarme al cálculo del tiempo en las islas Galápagos, donde no se cuenta, como en casa, por horas y minutos, sino por semanas y meses. Pero todo hay que aprenderlo. Paciencia, paciencia. Heinz traía un hambre de lobo. Y no quise molestarle con nuevas preguntas. Pero había una que no tenía más remedio que hacerle: –¿Has fijado bien el aviso en el tonel? –¿Aviso? –Heinz se quedó con la boca abierta–. ¿Qué aviso? –¿Cuál va a ser? ¡Cielo santo...! Lentamente se fue haciendo en él la luz. –¡Dios mío, la nota! Probablemente debe de estar donde la pusiste esta mañana. Naturalmente, estaba allí todavía. En el bolsillo de la camisa. El imperdible con que había asegurado el bolsillo, para que no se perdiera nada de lo que iba dentro, estaba también allí. Heinz adoptó una expresión tan llena de culpabilidad que parecía dar a entender que en aquel mismo momento quería levantarse y volver a hacer las ocho horas de camino hasta el barril del correo y regreso. Pero aquello era absurdo. Ocho horas perdidas... Todo un día... En nuestra tierra se dice: «Ve al buzón de la esquina». Pero entre nosotros... Paciencia, paciencia. Quizá mañana o pasado mañana venga un yate. Mañana: éste es otro concepto que tengo que aprender. También la naturaleza parecía querer jugarnos una mala pasada. Estábamos ya a finales de mayo y no había caído ni una gota de lluvia. Y eso que nos encontrábamos en mitad de la época de las lluvias. La isla entera, piedras, bosques y árboles, todo parecía haber tomado el mismo color. Todo estaba agostado y polvoriento. Dolían los ojos. Dondequiera que se miraba, apenas se veía algo amplio y verde. El sol sigue implacablemente ardoroso. Pero ya debe comenzar la época de garúa, el tiempo frío del año, lo que aquí en Floreana llega a ser frío. Ya comenPágina 138
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zamos a percibir el gran cambio que se prepara en la naturaleza: las noches se van haciendo sensiblemente frías. Hay que dormir bien tapado para no resfriarse. Por las mañanas, el suelo aparece cubierto de rocío. La hierba agostada empezaba a tomar verdor. En los últimos días, el cuadro desolado mejoró un poco: aquí y allí veíamos de vez en cuando un resplandor verdeante. Era el último día de mayo y estábamos sentados tomando nuestro desayuno. De pronto, Lump rompió a ladrar, con las orejas tiesas, en una actitud muy extraña. –¿Una visita? ¿Tan temprano? –Miré sorprendida a mi marido–. Tienen que haber dormido en el bosque para poder estar aquí a las siete de la mañana. –Quizás es un médico... No dejé que mi marido terminara la frase, sino que me puse en pie de un salto y eché a correr. En la puerta del huerto se hallaban cuatro personas. Lump se lanzó furioso contra ellos: un hombre anciano, una mujer de menos edad, una muchacha y un jovencito. Eran gente de tierra firme o quizá de alguna de las islas. Mientras me dirigía hacia la puerta del huerto les iba mirando con gran atención. El hombre era muy corpulento, de rostro pálido, casi amarillento, y pómulos chupados. Su delgadez le hacía aparecer más alto. Llevaba un traje blanco como la nieve, flamante, sin una arruga, sin una mota de polvo. Sus zapatos, bajos, de color castaño, estaban relucientes; en su brillo impecable no se notaba tampoco la menor huella de humedad. Y, sin embargo, la hierba estaba mojada por el rocío. Aquella aparición inmaculada no me dejó mucho tiempo para extenderme en otras consideraciones sobre la portentosa elegancia del desconocido. Éste se inclinó hasta casi rozar la tierra y se presentó: –Señor Ezequiel Zavala. El color de su piel podría haberle hecho pasar por un chino. Su mirada, como noté en seguida, tenía algo cambiante, inquieto. Era de una cortesía rebuscada, pero algo en su manera de ser me parecía más bien turbio. ¿Es quizá su altura insólita? ¿Son sus movimientos, llenos de vivacidad? ¿Sus ojos tal vez? La mujer, que no se separa de su lado y que, en comparación con el señor Ezequiel, parece sucia, es bajita. Posiblemente no tiene más de un metro cincuenta. Posee un cuerpecillo rechoncho, una tez oscura y un rostro de bonito perfil. Sus ojos son negros, y el cabello, negro como la pez, lo lleva cogido en un rodete. En la boca le faltan dientes, pero su sonrisa es simpática y cálida. El señor Ezequiel me presenta a su mujer como «Maruja». Es también elegante, pero no tanto como don Ezequiel. Claro que eso resulta natural, porque él es el señor de la casa, y ese puesto debe recalcarse también en la presentación exterior. Página 139
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La muchacha se llamaba Marta y era hija del primer matrimonio de Zavala, como él dijo inmediatamente. Podría tener unos dieciséis años y no era ni morena ni blanca, sino una cosa intermedia de tez suave, ligeramente bronceada. Con relación a su edad, era alta y estaba bien desarrollada. Sus rasgos no eran tan finos como los de Maruja, pero a pesar de eso causaba una buena impresión, aunque su conversación aquel primer día se limitase a «sí» y «no», Con un gesto protector, el señor Ezequiel presentó por fin al joven indiecito. –Éste es José, nuestro compañero de trabajo. El colega laboral del señor, por tanto. Pero él subrayó expresamente la palabra «trabajo», dándole, por lo visto, poco valor a la calificación de «compañero». Saludé también a José tendiéndole la mano. Aquello desagradó al señor Ezequiel. Pero José sonrió con todo su rostro en vista de aquel honor desacostumbrado. Su boca era tan ancha que no se veía otra parte del rostro, excepto un par de ojos negros como el tizón. Invité a mis tempraneros huéspedes a entrar en la casa, y allí se repitió una vez más la presentación. Don Ezequiel se dirigía a Heinz llamándole exclusivamente «míster». Aquello era sin duda una expresión de particular respeto y una muestra, por otra parte, de que Zavala también conocía una palabra del idioma inglés. Nos apretamos en la mesa del desayuno para dejar sitio a nuestros huéspedes. Pero como don Ezequiel observara que yo también me disponía a poner un cubierto para el indio, protestó enérgicamente. No, este joven era sólo su compañero de trabajo y no había que pensar siquiera en que pudiese sentarse con el «míster» a la misma mesa. Aquellas costumbres me resultaban completamente nuevas e incomprensibles, pero me plegué al deseo de mi invitado y preparé para José otra mesita. Así quedó todo arreglado. Lo que no estaba arreglado era la forma de entendernos. Después de los primeros solemnes saludos, durante los cuales habían hablado a un ritmo relativamente lento, los Zavalas empezaron a hablar español como una catarata. Mis conocimientos de español no eran por aquel entonces muy amplios y mi manual no daba para tanto. Nos mirábamos con gran atención, y cuando las palabras no bastaban, recurríamos a los gestos. Me imaginé que lo había entendido todo. Hacíamos como si nos comprendiéramos perfectamente, pero lo cierto era que después de media hora de animada conversación no teníamos la menor idea de lo que pudiera haber traído al matrimonio Zavala y a sus acompañantes a la isla. Al principio creí que algún barco de servicio entre las islas habría anclado en Blackbeach y que estos cuatro personajes se habían destacado Página 140
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para hacernos una visita. Por último, entre la catarata de palabras, me fue posible comprender que la venida de aquella gente se debía a un motivo completamente distinto: la familia Zavala quería quedarse a vivir aquí. Don Ezequiel sacó unos cuantos papeles de sus bolsillos del pecho y se los tendió al «míster» para que los leyera. El «míster» vio que todos estaban en español. Y este idioma no era su fuerte. –Si tuviéramos que leer todo esto –dije yo, desalentada–, necesitaríamos más de un día. Será preferible que nos los explique usted con palabras, señor Ezequiel. Naturalmente, no me refería tanto a las palabras como a los gestos de las manos. Mi sugerencia dio buen resultado. Lo que dedujimos entonces de las palabras del señor Ezequiel y de su mímica, no menos expresiva, constituía una historia bastante notable. El señor comandante Puente había sido nombrado de nuevo gobernador del archipiélago de las Galápagos. Le había parecido conveniente el que, junto a los gringos (extranjeros), hubiese en Floreana gente del país. Había hablado de eso con Zavala, que desde hacía quince años vivía en Isabela y tenía allí una plantación de café. A oídos del comandante Puente había llegado también la noticia de que en la isla se encontraban una «enormidad de toros», y como la piel de ese animal, o sea el cuero, escaseaba mucho en el continente, el comandante pensaba hacer un bien a su patria enviando a Zavala a Floreana para que matase allí todos los toros que pudiese, secase la carne, curtiese la piel y enviase ambas cosas a San Cristóbal, la residencia del comandante. Lo que fuese a suceder luego con la carne y las pieles, eso no lo sabía don Ezequiel. En recompensa por los servicios prestados, o por prestar, a la patria, el comandante incluiría al señor Zavala en la nómina de la tropa. Eso le aseguraría a Zavala un sueldo de cien sucres mensuales y una licencia de caza para vivir a costa del Estado. Como regalo accesorio, el colono y soldado Zavala recibiría también las posesiones del doctor Ritter. El comandante Puente regalaba con generosidad lo que no tenía que salir de sus bolsillos. Pero Zavala, como él mismo nos dijo, no quería hacer ningún uso de tal regalo. Junto a su cargo de cazador de toros, había sido nombrado también capitán del Puerto de Floreana, y quería vivir en las proximidades de la costa para «poder controlar mejor el tráfico marítimo». Anunció que ahora todo iría muchísimo mejor. –En el futuro –dijo, imbuido totalmente de su nueva y doble función– vendrán nuestros barcos a Floreana, porque tendrán que llevarse la carne y las pieles. Página 141
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Naturalmente, aquello nos alegró bastante. Pero no podíamos menos de sentir nuestras dudas acerca de aquel porvenir color de rosa. Sin embargo, no le dijimos nada. Entre otras cosas, por la dificultad en el manejo de un idioma que pudiera servirnos para entendernos. Cuando Zavala, capitán de puerto y cazador de toros, se despidió con su séquito después de la primera visita, yo sentencié: –Ya se acabó para siempre nuestra época de tranquilidad y calma en Floreana. Durante tres años habíamos sido los únicos habitantes de la isla. Habíamos vivido en buenas relaciones de vecindad con los toros salvajes, los asnos y los cerdos. Durante tres años había reinado la paz en Floreana. Y ahora el comandante Puente, en unión de su amigo Zavala, dictaba la sentencia de muerte contra nuestros toros sólo para satisfacer su sed de dinero. Porque la perspectiva de que el Estado fuese a beneficiarse en algo con las pieles de toro era cosa que no podíamos creer ni con la mejor voluntad. En el futuro sólo tendría que alimentar a un soldado más. ¡Y qué soldado! –Espera –dijo Heinz–. Muchas cosas van a pasar de forma muy distinta de cómo esta gente cree.
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CAPÍTULO 16
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La tarea que se imponía a continuación era inesquivable: aprender español.
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i se quería entrar en el mundo de ideas de aquellas personas que ahora se habían convertido en nuestros nuevos vecinos, si se quería entenderlos un poco, no había más remedio que comprender su idioma. Y aquella necesidad se me hizo patente con gran fuerza. Desde entonces, el español formó parte del programa del día. En cuanto disponía de media hora libre, me ejercitaba en el español. Cuando quería calmar a la pequeña Inge, le hablaba en español. Mi vocabulario de este idioma aumentaba de día en día. Cuando la señora Maruja vino jadeante a hacernos la segunda visita, comprobó, asombrada, que yo hablaba mucho mejor y que la entendía con más facilidad que en su primera visita. –Ha pasado un yate espléndido –anunció ella casi sin aliento. Pero era una pena que el yate no hubiese anclado en la bahía de Post-Office, a pesar de que don Ezequiel había recorrido el largo camino para ejercer sus funciones de capitán del puerto y controlar los papeles del buque. No vimos ni supimos nada del espléndido yate hasta el día siguiente. Entonces vinieron su propietario, el doctor Holcomb, su mujer y sus dos hijos. Y, lo que era mejor: el doctor Holcomb era médico. ¡Por fin el médico tan ansiado! Paciencia, paciencia. La gente de por aquí tiene razón: hay que tener paciencia; un día se arreglará todo... El doctor Holcomb examinó a la pequeña Inge. Supo tranquilizarme: –Dentro de dos o tres semanas, todo esto habrá pasado. Los vómitos cesarán por completo. Se me quitó un peso del corazón. Pero cuando le hablé al médico de mi fiebre y de los terribles tiritones que sufrí inmediatamente después del parto, se puso muy serio. Página 144
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–Incluso en los medios civilizados, tales partos suelen traer consecuencias desagradables. Ustedes dos deben de haber nacido bajo una estrella muy favorable. En medio de nuestra conversación, la señora Holcomb exclamó de pronto: –¡Por el amor del cielo, me iba a olvidar lo principal! –Se sacó una carta del bolsillo y la puso encima de la mesa–. Es del comandante de las islas, el señor Puente. Me ha rogado con mucho interés que no olvidara entregarles la carta. ¿Qué podría tener que comunicarnos de importancia el comandante de las islas? Quise dejar la carta a un lado para leerla a solas cuando nuestros huéspedes se hubiesen marchado, pero el sobre me llamó la atención. Allí no estaba escrito nuestro nombre, que sin embargo era muy conocido en todo el contorno, sino que decía, de manera totalmente insólita: «A los ciudadanos alemanes de Floreana.» Abrí el sobre. El texto de la carta no estaba escrito en español, sino en inglés. Decía así: «Se les requiere para que abandonen la isla a la mayor brevedad. Quedan ustedes facultados para trasladar su residencia a la isla Chatham o a la Isabela, o para fijarla en el continente. También se les deja en libertad para regresar a Alemania. El comandante, Puente.» Al principio no tuvimos más remedio que echarnos a reír estrepitosamente por el permiso cordial que nos daba el comandante para que pudiésemos volver a Alemania. Luego opinamos que el individuo no estaría bien de la cabeza. Y, por último, empezamos a sospechar lo que podría ocultarse detrás de aquel escrito. ¿Por qué el señor Zavala, después de una estancia de quince años en Isabela, era trasladado de pronto a Floreana? ¿No habría de tener aquello un motivo muy fundamentado? Naturalmente, había un motivo, y nosotros nos lo podíamos imaginar. –Para poder hacer aquí sus negocios sin que nadie lo observe –opinó Heinz. Y siguió conjeturando con la misma precisión–: En Isabela hay demasiadas personas a las que habría que untarle el carro. En Floreana somos nosotros los únicos testigos. Y el señor Puente quiere quitarnos de en medio para poder realizar con su amigo Zavala sus negocios en pieles de toro sin miedo a que nadie pueda enterarse. La señora Holcomb ofreció otra explicación para la conducta del comandante del archipiélago: Página 145
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–Precisamente una carta igual que ésta nos dio Puente para la familia americana Conway, que está en la isla de Santiago. Sabíamos que los Conway estaban desde hacía tres meses en aquella isla de las Galápagos. Eran las únicas personas que había allí porque Santiago no ha estado nunca habitada. Sólo cuando, hace cien años, el naturalista inglés Charles Darwin realizó un viaje de investigación a las islas Galápagos y vino también a Floreana, para reunir material científico destinado a su obra cumbre Origen de las especies, vivieron en Santiago un par de personas. Se limitaron a coger galápagos y probablemente a comérselos poco a poco. –Tengo otra idea –prosiguió diciendo la señora Holcomb–. Opino que el objeto de ambas cartas es el de asustarlos a ustedes. Con el dinero se arreglaría esto fácilmente. El señor Puente se contentaría con facilidad. La señora podía tener razón. Las dos opiniones eran igualmente plausibles. Pero dinero... era precisamente lo que menos teníamos. ¿Quién necesita dinero en el Paraíso, aunque muchas veces no tenga nada de paradisíaco? Como, por ejemplo, ahora, en que se nos amenazaba con una expulsión. Decidimos enviar, por lo pronto, una carta amistosa al comandante Puente. En su escrito no se daba justificación alguna de la orden. Por lo demás, nosotros no creíamos ser culpables de nada. Así, pues, preguntábamos cortésmente qué podía haberle movido a adoptar una decisión semejante. No nos olvidábamos de mencionar que nuestros dos hijos nacidos en Floreana, Rolf e Inge, tenían la nacionalidad ecuatoriana. «En el caso –escribíamos al final con cierta frescura y un poco burlonamente de que su Excelencia esté dispuesto a pagarnos el regreso a Alemania tan generosamente ofrecido, aceptaríamos abandonar la isla después de que se nos diera una compensación adecuada por el trabajo que hemos desarrollado en Floreana.» Inmediatamente le escribí también al embajador alemán en Quito y le acompañé una copia de mi carta a Puente. Además de eso salió un escrito para el Ministerio de Asuntos Exteriores de Berlín, con el ruego urgente de que se ocuparan de nuestro caso por vía diplomática. De todos modos, no teníamos intención alguna de dejarnos arrojar tan fácilmente de nuestra isla, de nuestra tierra y de nuestro suelo, de nuestra propia casa, de allí donde todo lo que se alzaba y prosperaba había sido creado con nuestras propias manos. Sin ningún apoyo de nadie. Y desde luego sin el menor apoyo del «jefe territorial», del comandante de las islas, Puente.
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Precisamente cuando se recibió el escrito de Puente, Heinz y Harry habían empezado a roturar otro pedazo de bosque. Pararon inmediatamente. Por lo menos hasta que se supiera cómo iba a terminar aquella lamentable historia. Hasta que supiéramos si podíamos quedarnos. Quedarnos... Pero ¿cuándo íbamos a recibir una respuesta a nuestra carta? Había por delante toda una eternidad. No pasaba ningún barco que pudiera llevarle la respuesta al señor Puente en San Cristóbal. Habíamos renunciado a toda esperanza de que por aquel entonces llegara algún barco. Pero he aquí que se presentó José, el muchacho indio compañero de trabajo del capitán de puerto y cazador de toros (que, según nuestros informes, todavía no había comenzado su trabajo manual). Era ya después de la puesta del sol. Una hora insólita para una visita. Cuando el sol se pone, aquí oscurece muy rápidamente. Los crepúsculos, tal como nosotros los conocemos, no existen junto al ecuador. –¡Un barco! –grita José desde lejos. Los Zavala parecen estar tan excitados en esta época por la llegada de un barco como yo misma. ¿O quizá la llegada de un barco, para el señor Zavala, constituía semejante sensación porque le daba motivo a tener algo que hacer en un par de horas en todo un trimestre? No lo sé. Ni me interesa ahora tampoco. Lo que nos importa es el barco. –¿Qué clase de barco? –le pregunto a José. –Un barco con todas las velas blancas. Un barco alemán, ha dicho don Ezequiel, con una bandera alemana. Y todo él con unas rayas blancas. Un barco, ¡oh!, mucho más bonito que todos los demás yates. El pobre José, que en su corta vida no ha podido ver muchas cosas que valgan la pena, no encuentra palabras para ponderar lo maravilloso que es el barco en cuestión. Con sus velas tan blanquísimas. Por lo demás, es lógico que eso cause aquí sensación, porque las velas de los barcos que pasan junto a las islas Galápagos son, por lo general, de un blanco sucio. —Todos los alemanes del barco vendrán mañana a verlos –siguió diciendo José después de habérsele aplacado un poco el entusiasmo por las velas blancas–. Doña Maruja ha dicho que la señora Margarita debía estar enterada de que vienen los alemanes. Seguíamos sintiéndonos escépticos. ¿Cómo iba a desviarse un barco alemán hasta nosotros? Hasta ahora nunca había aparecido ninguno. En cinco años de vida en la isla no se había acercado ningún barco alemán.
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Por mi gusto me habría acercado enseguida a la costa. Pero entre tanto se había hecho noche cerrada, Además, José me hizo una alusión, delicada pero inconfundible, de que hoy ni siquiera había tomado la comida del mediodía. Así pues, primero tuve que ocuparme de darle de comer al pobre muchacho y luego tuve que prepararle cualquier sitio donde dormir, porque no podía regresar ya con aquellas tinieblas. Aquella noche no se podía pensar en conciliar el sueño. Ya antes de la salida del sol estaba yo en pie, haciendo los preparativos necesarios para recibir solemnemente a los primeros alemanes. En el hornillo se iba dorando un magnífico asado. A medida que avanzaba la mañana, mi nerviosismo iba contagiándose a nuestro Lump. Husmeaba por todos los rincones, estornudando y arrastrándose como si una tormenta se sirniera en el aire. De pronto levantó el hocico, enderezó las orejas, escuchó un segundo y luego salió disparado de la casa aullando alegre y ruidosamente hacia la puerta del huerto. Nosotros no habíamos oído nada todavía. Luego vimos venir a un caballero alto y de anchos hombros, vestido con el uniforme azul de la Marina. Los hombros ligeramente alzados, la gorra azul echada hacia atrás. Estaba ante la puerta del huerto, muy erguido. Las presentaciones no eran necesarias. Él sabía quiénes éramos, y nosotros no teníamos que hacer suposiciones para saber quién era él: Félix, conde de Luckner. –¡Buenos días! –exclamó alegremente mientras le reían los entornados ojillos. Y siguió diciendo, con su pronunciación típica, ligeramente dialectal–: ¿Quién iba a decirme que un viejo lobo de mar como yo tendría que trepar por las montañas para visitar a mis paisanos de Colonia? Pero aquí están ustedes estupendamente. Hay que tenerles envidia. Nos estrechamos las manos. No soy precisamente muy melindrosa, pero ese apretón de manos todavía hoy me sigue conmoviendo. –Si hubiéramos sospechado que ustedes venían, naturalmente habríamos ido a esperarlos a la costa –dijo Heinz–. Ayer noche quería ir mi mujer corriendo a saludarlos. Nos enteramos vagamente de la llegada de un barco alemán. Luckner prorrumpió en una carcajada ancha y cordial. –Sí, ésas son las cosas de las mujeres. Por lo demás, yo también me he traído a la mía. Llegará un poco más tarde. Viene en un burro. –¿Cómo han podido ustedes conseguir un burro? –pregunté con curiosidad–. Página 148
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¿Es que han traído alguno? –No, nos lo ha prestado en la costa una india amiga. Así ha podido darse mi mujer el gusto de venir montada. Aunque se tarda más que a pie. Llegaron. La condesa Luckner a lomos del burro, al que Maruja traía del ronzal. El conde Luckner hizo las presentaciones. Cuando hizo la presentación de Heinz, le dijo a su mujer: –Mira este muchachote. No le faltan reaños, ¿verdad? Si se refería a vigor físico, Luckner tampoco podía quejarse. Junto a su figura de oso, su mujer parecía pequeñita y delicada. Charlando alegremente y riendo una y otra vez entramos con nuestros huéspedes en la casa: el conde y la condesa Luckner, el primer maquinista y el contramaestre del Diablo del Mar, y Maruja, que no entendía una sola palabra de nuestra animada conversación pero que, a pesar de ello, colaboraba con sus carcajadas, aunque no supiera de lo que estábamos hablando. Mi comida extraordinaria halló una acogida entusiasta y honrosa. Pero el siguiente punto del programa, si puedo llamarlo así, dejó mi arte culinario totalmente en la sombra. Ahora el conde Luckner nos mostró su arte, que tenía ya una celebridad mundial, mientras yo me quedaba de pie, admirada, junto al hornillo. El conde Luckner realizó algunos de sus trucos. Le puso a Maruja en una mano el extremo de una media, mientras yo sujetaba el otro extremo. Luego se hizo dar mi anillo y ¡cataplum!, el anillo se escapó de la media y lo encontramos en lo alto de una percha. Estaba allí tan embutido como si formara parte de la madera, y nos quedamos asombrados. Pero lo que es Maruja, salió literalmente de sus casillas. Abrió los ojos de par en par y se llevó las manos a la cabeza. –¡Dios mío –decía una y otra vez–, Dios mío, qué cosa tan maravillosa! Pero la siguiente hazaña de Luckner la hizo quedarse de piedra: pidió el catálogo de una casa americana y lo rompió en dos pedazos sin ningún esfuerzo aparente. Hay que explicar que dicho catálogo tenía un grueso de cuatro dedos. No es de extrañar que Maruja se quedase estupefacta: su delgado señor Ezequiel no podía, naturalmente, realizar tales proezas de fuerza. Y tampoco es de extrañar que después de veinte años siga hablando entusiasmada de aquellas maravillas realizadas por el conde Luckner, que cuenta con el mayor asombro a toda persona con la que traba conocimiento. Luckner siguió entreteniéndonos con sus cosas hasta que Maruja advirtió que era hora de marcharse. Tenía que regresar al lado de su dueño y señor. Por otra Página 149
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parte, temía que el asno no pudiese distinguir el camino en la oscuridad. Así, pues, preparamos la cabalgadura para la condesa. Pero entonces me acordé de la cuestión de la carta del comandante. Se lo conté todo a Luckner rápidamente. Cuando el conde leyó la carta y nuestra respuesta, se echó a reír estentóreamente. Aquello era una historia muy de su gusto. –Déjenlo correr –dijo–. No deben preocuparse lo más mínimo por esto. Todo se arreglará sin dificultad. Y usted –le dijo a Heinz dándole una palmada tan fuerte en el hombro que temí que derribara a mi pobre marido–, señor Wittmer, venga con nosotros. Todavía podemos pasar una noche muy agradable. Como supe más tarde, aquella noche no le resultó tan bien a Heinz como la palmada en el hombro. Así pues, se marcharon, después de las despedidas consiguientes, que fueron particularmente cordiales para la pequeña Inge, que se convirtió en la favorita de la condesa, entre otras cosas porque tenía el mismo nombre que ella. En vanguardia cabalgaba la condesa; Maruja iba junto al asno; luego seguían los dos miembros de la tripulación del Diablo del Mar. Cerraban marcha el conde Luckner y Heinz. –¡No olvide la cuestión del comandante! –le grité al conde. Él se volvió una vez más y estalló por última vez en su ancha y sonora risa. –No se preocupe por eso. Mañana mismo saldrá del barco una comunicación para el Ministerio. Aquélla era una palabra en la que se podía confiar. Volvía a estar tranquila. Heinz iba al encuentro de una de las noches más largas de su vida. –¡Hasta la vista! –gritó una vez más desde el bosque. –¡Adiós! Y desaparecieron por fin.
Habían transcurrido cuatro semanas desde nuestra conversación con el conde y la condesa Luckner. Todo parecía estar más hermoso y más claro a pesar de que llovía sin interrupción, en compensación de los anteriores meses de sequía. Incluso los cuchillos parecían de pronto cortar mejor. Era un mes magnífico a pesar de la lluvia. Nos sentíamos felices y contentos, Página 150
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pero... Estábamos sentados para la cena. Era a mediados de septiembre. Afuera se espesaba una noche oscura como boca de lobo. La lluvia tamborileaba contra los vidrios de la ventana. De repente oímos ladrar a los perros. Sus ladridos son agudos y furiosos. No tenemos ahora solamente a nuestro Lump. Una vez más, disponemos de un par de perros. Lump ha sido padre de una nueva generación canina en Floreana. Se había hecho amigo de una perra salvaje, aunque en tiempos fuera un enemigo jurado de aquella ralea. Algunas de sus crías viven ahora con nosotros. Apenas recuerdan la fiereza de la madre. Se han acostumbrado a la casa y a las personas. Lump las ha educado y enseñado buenos modales de perros domésticos, siguiendo un régimen muy severo. Pero sus hijos son aún más severos que él. Muchas veces, su sangre salvaje sale a relucir. Son fieles y celosos. Buenos guardianes. A veces, demasiado buenos. Y más de un visitante de los que han venido a vernos por primera vez y que les resultaba desconocido ha tenido que subirse a un árbol huyendo de sus salvajes ladridos y de sus agudos y amenazadores dientes, hasta que por fin hemos aparecido nosotros. A uno de esos perritos semisalvajes lo he llamado Tünnes, en recuerdo de mi patria chica de Colonia, y al otro lo denominamos Schäl, y ya hubo siempre un Tünnes y un Schäl en cada nueva generación canina de los descendientes. Pues bien, en aquel día frío y lluvioso de septiembre alborotaban afuera y ladraban sin cesar. Por fin salgo a las tinieblas. Ante mí, completamente empapado y muerto de frío, está el indio José, el compañero de trabajo del señor Ezequiel. –¿Qué haces aquí en una noche como ésta? –le pregunto, no presintiendo nada bueno. José está tan excitado como hace un mes, cuando trajo el anuncio de la llegada de un gran barco con todas las velas blancas, el Diablo del Mar. Pero esta vez no anunciaba la llegada de ningún barco alemán. —El Calderón está ahí. El barco del Gobierno del Ecuador. El señor comandante Puente está a bordo, el gobernador del archipiélago de las Galápagos... Probablemente se había aprendido la frasecita de corrido y la soltó sin titubeos. Puente, el jefe de las islas... La noticia era todavía peor que la lluvia. –Bueno, ¿y qué pasa?
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Hago que el pobre José entre en la casa. –El comandante me ha enviado –dijo José mientras se secaba los hilillos de lluvia que le corrían por el rostro– para que les diga a los señores alemanes que tienen que ir enseguida a la costa. El comandante quiere hablarles urgentemente, ha dicho. ¿En aquella noche negra como boca de lobo y con aquella lluvia? No, estábamos totalmente de acuerdo en que en aquellos momentos no bajaríamos a la costa. Aquello no podía exigírnoslo nadie, ni siquiera el jefe de las islas. –El comandante Puente se va a enfadar mucho –opinó José cuando le dijimos que no pensábamos ir. Probablemente temía por lo que a él mismo le pudiera pasar. –Iremos mañana por la mañana, en cuanto amanezca –decidió Heinz al final–. Y llegaremos a tiempo. José nos miró desaprobadoramente con sus negros ojos. –¡Malo, muy malo! –juzgaba él el caso. Pero cuando le presenté delante un buen plato, se sintió satisfecho y en paz con el mundo y con nosotros. Se acurrucó en el sitio que le encontramos y media hora después dormía profundamente. Al romper el día estábamos camino de la costa. Queríamos llegar a buena hora, porque, naturalmente, al comandante no se le podía hacer esperar mucho. Es una personalidad. Pero a medio camino, aproximadamente a la altura de la casa de Ritter, vimos que el barco del Gobierno se alejaba. A pesar de eso, seguimos hasta la costa. Quizás el Calderón había traído correo para nosotros. Quizás el señor Puente había dejado alguna noticia que tuvieran que comunicarnos. Pero lo primero que encontramos en la costa fue un montón de gente que corría con gran excitación. Debían de haber desembarcado del Calderón. Cuando don Ezequiel y Maruja nos vieron llegar, corrieron a nuestro encuentro y nos comunicaron detalladamente las últimas noticias de Floreana. Don Ezequiel estaba rebosante de dignidad. Resplandecía de orgullo porque se le hubiera concedido tan alto honor de albergar a su poderoso señor bajo su techo de paja, cuyas cañas procedían, por lo demás, de nuestro huerto. –El señor comandante Puente se ha irritado mucho por no haber obedecido ustedes la orden de venir a la costa inmediatamente, aun siendo de noche –amonestó–. Pero pronto volverá a Floreana y entonces les dirá de palabra lo que ya les ha dicho por escrito. Nos enteramos también de lo que significaba aquella gente que había en la costa: para fastidiarnos o para justificar un traslado, Puente había traído a la isla a un penado acompañado de su mujer y de ocho hijos. El capitán Goyorico había lanzado una bomba en Guayaquil. El artefacto hizo explosión y mató a una persoPágina 152
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na. En castigo, el capitán tenía que quedarse ahora en Floreana. La abundante familia le serviría de compañía. Desgraciadamente, habían olvidado proporcionarle al penado la menor cantidad de víveres. Pero el jefe de las islas era de opinión que en Floreana había toros y cerdos, frutas y verduras para dar y tirar. Sólo había que tender la mano. Por lo demás, el señor Puente no había tenido una idea muy original, porque en aquella época era usual en gran parte de Sudamérica que los presos tuvieran que alimentarse por sí mismos o bien que sus familias se encargaran de su manutención. En este caso, Puente se había mostrado particularmente generoso: había dejado al capitán del puerto, Zavala, un fusil del Ejército y cartuchos, para que pudiera matar los animales necesarios para la alimentación del penado. No era preciso ser profeta para predecir lo poco que tardaría en producirse la primera disputa entre el capitán del puerto y el penado. Además de la numerosa familia del penado vimos otras dos personas. Transportaban maletas y cajas desde la bahía hasta un lugar situado detrás de la costa, en la parte alta de la isla. –Americanos –explicó don Ezequiel–. Quieren establecerse aquí. Estaban en la isla de Santiago, pero aquél es un mal sitio para colonizar. Tiene muy poca agua. Por eso el comandante Puente los ha traído aquí. ¡Ajajá! Ya la señora Holcomb nos había avisado, y comprendimos: ésta era la familia extranjera que había recibido de Puente una carta al mismo tiempo que nosotros; una carta con la orden de abandonar la isla. Inmediatamente nos pusimos en contacto con aquellos americanos. Se presentaron como el señor y la señora Conway. Desde el primer momento nos resultaron simpáticos. El señor Conway era algunos años más joven que Heinz, y en la guerra europea había combatido en Francia en el otro bando. Enseguida se hicieron buenos amigos. El señor Conway era alto y vigoroso. Su rostro, ancho y abierto. Nos miraban un par de ojos alegres. En una cosa se parecían los dos hombres: también la boca del señor Conway sostenía ininterrumpidamente la inevitable pipa, que, mientras la conversación se deslizaba en una jerga compuesta de inglés, alemán, español y francés, era encendida una y otra vez. La señora Conway era de un tipo muy distinto al mío: alta, metida en carnes, de anchos carrillos y cabellos rubios un tanto enmarañados; tenía claros ojos azules, una bonita nariz y dientes de una blancura deslumbrante que, siguiendo el uso americano, mostraba siempre que reía. ¡De pronto, Floreana se había convertido en una isla internacional! ¡Qué algaPágina 153
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rabía de idiomas sonaba de repente en la tranquila floresta! Zavala y Goyorico, con su numerosa familia, hablaban en español; los Conway, en inglés y en francés; nosotros, en alemán, y la lengua materna de José era el quechua, el viejo idioma original de los indios del Ecuador. Aquél fue un día lleno de acontecimientos. Un poco repentinamente todo. Pero ahora sólo nos quedaba esperar hasta ver qué curso tomaban las cosas. De todas maneras, yo no tenía la menor intención de desesperarme porque hubiese llegado un penado con su numerosa familia. Por otra parte, teníamos de momento una ocupación más grata que nos libraba de pensamientos enojosos: el barco del Gobierno nos había traído todo un saco de correspondencia: cartas, tarjetas, paquetes y, como alimento espiritual, periódicos. Era el primer correo desde hacía cinco meses. Había tanto que leer que no bastó con una noche. Celebramos un día de fiesta y no hicimos otra cosa que leer cartas y periódicos. Al día siguiente vinieron los Conways para hacernos su primera visita. Nos alegramos al ver a nuestros huéspedes, y ellos se alegraron al vernos a nosotros. Para ellos representaba un pequeño alivio, en el principio de su nueva vida, el que nosotros estuviésemos aquí. Al fin y al cabo, constituíamos la vieja «nobleza insular». Éramos los primeros que habíamos colonizado en su debida forma y con arreglo a un plan, los que sabíamos cómo se vive en Floreana y conocíamos la isla y todas sus propiedades. Y ofrecimos todo el caudal de nuestra experiencia. Charlábamos con excitación, ayudándonos, cuando nos faltaban las palabras, con manos y pies. Y por fin salió a relucir el tema del «comandante Puente». —Nosotros recibimos un escrito de Puente –empezó a explicar el señor Conway. Y luego siguió diciendo que el tono de la carta era el mismo que la que nos dirigió a nosotros. Sólo que con la diferencia de que al poco tiempo se presentó Puente en la isla de Santiago y los recogió sin más contemplaciones. ¿Qué iría a pasar con nosotros? ¿Habría recibido ya nuestro escrito? ¿Podría desviar aquella amenaza que pesaba sobre nuestro destino el escrito que habíamos elevado al Ministerio de Asuntos Extranjeros alemán? ¿Serviría de algo la probable intervención a nuestro favor del conde Luckner cerca del Gobierno de Quito? No había más solución que esperar y tener paciencia. Hasta aquel punto, el correo no llegaba todavía. –Puente nos ha trasplantado aquí sencillamente porque, al parecer, en Santiago no hay agua alguna —dijo Frances Conway— Aquí estamos ahora y hemos de ver cómo salimos adelante. Naturalmente, nadie vendrá a ayudarnos.
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Por lo menos nosotros pudimos ayudarles, ya que Heinz les mostró un buen sitio en el que podrían establecerse. Un lugar que se llamaba «Hacienda Vieja», porque se encontraba allí una gran cantidad de árboles frutales, procedentes de antiguos colonos. ¡Que haya de estar siempre hablando de comida! En aquella primera visita de los Conways volvimos a tratar una vez más de aquel tema trivial. Pero aquí no resulta nada trivial. En una región en la que la cuestión «comida» no está nunca asegurada, donde la naturaleza puede destrozar todos los cálculos con una catarata de lluvia o una sequía de meses, el capítulo «comida» tiene que ser forzosamente interesante y de importancia vital. Excepto naranjas, no se da nada que pueda llevarse a la boca. Todo tiene que ser plantado penosamente, y luego hay que esperar medio año, inquietante, antes de poder cosechar algo.
Ainslie y Frances Conway fueron desde el primer día la tranquilidad y el contento en persona. Tomaban las cosas como venían. No se quejaban. Se adaptaban al lugar como nosotros habíamos hecho cinco años antes. Pero el capitán Goyorico y sus familiares eran la inquietud personificada. El penado no era menos pendenciero y codicioso que el capitán del puerto, Zavala. Para nosotros era ya cuestión de días ver cuándo habría de producirse abiertamente la disputa entre ambos hombres. Pero precisamente en aquellos días teníamos nuestras propias preocupaciones: Harry iba cada vez peor. Hacía ya mucho tiempo que no se sentía bien. Su vista, a pesar de todos los cuidados y de todo el descanso, empeoraba por momentos. Se quejaba de pesadez en todos sus miembros. Al principio, yo habría creído que podría tratarse de una gripe. Era posible que la hubiese traído la numerosa familia de Goyorico, ya que tales bacterias eran antes desconocidas en la isla. Por lo menos, nosotros nunca las habíamos conocido. Después Harry empezó a sufrir fuertes dolores de cabeza. Su nariz supuraba. Estaba tan enfermo que en la semana siguiente sólo pudo levantarse un par de horas, sin salir del cuarto de estar. La fiebre subió hasta los 41,5 grados. Harry ya ni siquiera era capaz de llevarse la comida a la boca. Yo tenía que alimentarlo. Tenía que cuidarlo, y aquello me costaba muchas horas del día y también de la noche. Y a todo esto, la cosecha estaba en puertas. Calculábamos recoger unos ochenta quintales de patatas. Las plantas tenían casi dos metros de altura y había que cortarlas primero con el machete, para poder sacar los tubérculos. Además, llovía a cántaros, el tiempo apropiado para recoger la cosecha de patatas. Si esperábamos más, el terreno se quedaría empapado y las patatas se pudrirían. Página 155
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Aquella lluvia constante trae la vida por todas partes. No es posible quedarse sentado en casa y esperar hasta que la lluvia termine. Hay que salir afuera o de lo contrario se parará todo. No cabe la posibilidad de llamar desde una habitación seca y abrigada al carbonero para encargarle un par de sacos de carbón. El carbón hemos de hacérnoslo nosotros mismos. Y con esta lluvia está todo tan húmedo que la casa entera se llena de un humo espesísimo. Hay que poner a secar el carbón en la estufa. Pero nuestra estufa no es tan grande como para eso; la leña se consume antes de secarse. Por aquella época me levantaba todas las mañanas a las cinco, después de haber pasado muchas veces toda la noche junto al lecho de enfermo de Harry. Los dos niños no podían todavía encargarse de la vela y de los cuidados. Rolf apenas tenía cinco años, e Inge sólo ocho meses. Ellos mismos necesitan también que los cuiden. ¡Si llegara algún barco! ¡Un barco y un médico! Pero los meses transcurren y en la costa no se ve nada.
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Playa aya negra en Floreana (Black Beach) Beach). Lugar en el que desembar desembarcaron Margret, Heinz y Harry en 1932 y donde años más tarde los Wittmer se establecerían.
El primer hogar de la familia E Wittmer después de su llegada a W Floreana fueron un grupo de Fl cuevas en la parte alta de la isla. cu Se utilizaron cajas, tiendas de campaña y madera para hacer de ca estos huecos en la roca un entorno es habitable. ha
Dr. Friederich Ritter y Dore Strauch descansando en FRIDO FRIDO, su parte alta de la isla. granja junto al pozo en la p
Dr. Ritter en Alemania, Aleman nia, años antes de trasladarse a vivir en n Floreana. Dore y el Capitán Alan Hancock, millonario estadounidense que organizó varias expediciones a Galápagos entre 1932 y 1938 y que forma parte importante del pequeño mundo de los escasos habitantes de Floreana en esos años. Muchos de los documentos históricos de Floreana en la década de 1930 existen hoy gracias a las expe diciones su barco, el Velero III.
Margret con el pequeĂąo Rolf. Heinz, Rolf, Harry y Margret frente a la primera casa de piedra que construyeron en la parte alta de la isla.
La primera casa de los Wittmer en Floreana. Hecha de piedra, madera y cueros de animales. En la fotografĂa: Margret Wittmer y Harry Wittmer.
El Doctor Ritter, Allan Hancock,, Margret y Harry Wittmer
Eloise Wagner, la Baronesa que se autoproclamó “Emperatriz de Floreana” posa para una fotografía
Lorenz (derecha) en suss labores diarias a su llegada a Floreana.
Capitán Limbridge del “Mary Saehs” en bahía Post Office; Oficial americano en el Barril de Correos y los famosos sellos de Margaret Wittmer. Varias versiones de este barril se han reemplazado con el tiempo y los sellos han sido una forma de diferenciar esta particular forma de enviar y recibir correo.
La Baronesa y Philippson junto a un grupo de visitantes v del Velero III en Floreana. En la fotografía se distingue a Alan Hancock.
Signos y señales en Floreana. Señalización de caminos y direcciones para visitantes a la isla.
"L "La desaparecida Baronesa Eloise B Bousquet de Wagner B ""reina de las Galápag gos" es retratada en E Ecuador en una foto q que se cree tomada 3 años atrás, a su a ssalida a las islas." Foto: AP
Fotografía del Barco “Dinamita” en el que Lorenz abandonó Floreana después de la desaparición de la Baronesa y Philippson.
El barco falló y los cadáveres de sus ocupantes, entre ellos Lorenz (foto), fueron encontrados en la isla Marchena, al norte del archipiélago.
Tumba del Dr. Ritter, muerto el 21 de Noviembre de 1934 en Floreana al envenenarse por comer carne en mal estado. La tumba se encuentra hasta hoy en "El Pozo", nombre con el que la familia Cruz reclam贸 la propiedad del Dr. Ritter (anteriormente FRIDO) al llegar a Floreana despu茅s de la desaparici贸n de la Baronesa, la tr谩gica muerte de Lorenz, la muerte del Dr. Ritter y el regreso de Dore a Alemania.
Fotografía de la balsa “Kon Tiki” a cargo de Thor Heierdahl. Heierdahl (izq) visitó Floreana a fin de verificar supuesta evidencia de civilizaciones pre incaicas en la isla. La controversia sobre dicha “evidencia” provino de una cara tallada en la piedra por Heinz (der) como forma de enseñar a Harry y Rolf el arte del tallado.
Hans Hass pionero en la investigación de tiburones fotografiado en Floreana durante su expedición por las Galápagos junto con su esposa (izq) y equipo de trabajo (der)
Rolf ayuda a un grupo de militares americanos con los productos de las tierras de los Wittmer entregados para la base de Baltra. Margret, Rolf, Inge y Heinz con un grupo de militares americanos durante la segunda guerra mundial.
Hein Harr Heinz, Harry, Inge Inge, Rolf y Margret en ssu n nueva eva casa en Black Beach. La casa fue regalada a los Wittmer por el gobierno ecuatoriano cuando los militares americanos se retiraron de Baltra al terminar la guerra.
M Matrimonio de Rolf Wittmer y Paquita García en Floreana P ((1957) Poco tiempo después (1959) conP ttraen matrimonio sus hermanos, IInge Wittmer y Mario García. En eel día del matrimonio se celebra ttambién el cumpleaños de Margret g y el bautizo de Margarita, su primera nieta. p
Margret y su primera nieta: Margarita Marrgar rgarita Rosa Wittmer, hija de Rolf y Paquita. Algunos de los nietos de Margret: Enrique, Ingrid, Margarita, Elizabeth, Erika y Trudy
Nicolรกs, Gaspar, Melchor, Baltasar
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L
legó el día de San Nicolás. Yo les había ya enseñado a los niños canciones navideñas. Aquel día cantamos todos juntos San Nicolás, ven a nuestra casa. Rolf cantaba tan rematadamente mal que lastimaba los oídos. No daba ni una sola nota justa. Cantaba desafinando, pero con pasión y muy ruidosamente. Tan ruidosamente que no oímos como los perros se lanzaban afuera y se ponían a ladrar intranquilos. Sólo escuchamos el enérgico y furioso golpear en la puerta. Nuestra canción se interrumpió en el estribillo, y Rolf gritó entusiasmado: –¡San Nicolás! No era san Nicolás. Eran dos oficiales y algunos marineros del destructor americano Charleston, que, juntamente con el destructor Babbitt, había anclado en la bahía de Post-Office. Sin embargo, también era san Nicolás. Porque uno de los oficiales dijo: –Mañana vendrán todos los oficiales y una parte de la tripulación, y los médicos vendrán también. ¡Médicos, qué regalo para mí! ¡Por fin, por fin un médico para Harry! Presa de gran alegría, puse todas mis pastas de Navidad, que había preparado con tanto trabajo en mis ratos libres, en una bandeja y las coloqué ante mis huéspedes. A la mañana siguiente vinieron. El camino hasta la casa negreaba de hombres. Yo había calculado que vendrían muchos. Pero eran más de sesenta personas. —Good morning! ¡Aquí viene Santa Klaus! –nos saludaron los primeros. Todos traían mochilas a la espalda, llenas de regalos para nosotros. El dormitorio fue llenándose más y más, y ya no era una habitación sino un pequeño almacén. Como pasa siempre en Floreana: o no se tiene nada o se tiene todo de golpe. Incluso pude atender a aquella multitud. Un poquito para cada uno haciendo el reparto con la mayor voluntad. Había preparado una fuente gigantesca de enPágina 170
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saladilla, con tomates, pepinos, zanahorias, huevos cocidos y pedacitos de asado de cerdo. Aquella misma noche habíamos empezado a cocer y pelar medio saco de patatas. Montañas de bananas llenaban la mesa; el café era servido a cubos, y en la galería había tres montones de frutas maduras; nuestros huéspedes sólo tenían que estirar la mano. Grandes rodajas de piña se ofrecían frescas y azucaradas. Todo el mundo comía con buen apetito. En efecto, habían venido tres médicos: el doctor Mueller, jefe médico de Panamá, y los dos médicos navales del Charleston y el Babbitt. Sin que los demás invitados se dieran cuenta, realizaron un examen a fondo de Harry. El doctor Mueller se interesó sobre todo por el corazón de Harry. En el rostro serio y preocupado de los médicos vi que el estado de Harry no era satisfactorio. Cuando concluyeron el examen, el doctor Mueller me llevó aparte. –Enséñeme usted sus fuentes –me pidió, disimulando, para que los otros no se dieran cuenta de nada. Nos dirigimos a la fuente y, cuando ya nadie podía oírnos, el doctor Mueller empezó a decir: –No puedo decirle nada agradable. El estado de Harry es, efectivamente, muy grave. Se trata de una fiebre reumática, y su corazón está seriamente afectado. No sé cómo podrá curarse de esta dolencia. Aunque consiga levantarse, siempre será un enfermo del corazón. Y el más ligero sobresalto, la más pequeña emoción podría tener las peores consecuencias, consecuencias fatales. En los Estados Unidos no se ha encontrado hasta ahora ninguna medicina ni ningún método eficaz para luchar contra esta fiebre reumática. No puedo, por tanto, darle demasiadas esperanzas. Seguramente podrá curarse. Con relación a sus pocas fuerzas, podrá también trabajar un poco. Pero probablemente los ataques se repetirán. Resultaba duro escuchar aquello. Pero, de todos modos, la verdad era preferible a la eterna incertidumbre sobre el estado de Harry. A primeras horas de la tarde estaba yo metida ya en faena para ordenar lo que la afluencia de huéspedes había desordenado, cansada de desgracias después de la conversación con el médico. Pero seguí resistiendo hasta que nuestros invitados se fueron. Heinz tenía todavía que bajar a la bahía de Post-Office para que el doctor Mueller le diese una medicina para Harry. ¡Pobre marido! ¡Después de aquel día agotador, tener que hacer aún una marcha de por lo menos seis horas! –No le diga a su marido toda la verdad de pronto –me aconsejó el doctor Mue-
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ller al despedirse–. Vaya preparándolo poco a poco. Tampoco él podría soportar demasiada excitación. Yo le había hablado al médico de los dolores nerviosos de corazón que mi marido venía sufriendo desde la guerra. Cuando, al día siguiente, empecé a comunicarle, con mucho cuidado y gota a gota, las malas noticias, la cara se le puso gris. Encajó el golpe con dificultad. Todo el día estuvo callado y sumido en su trabajo. Ni siquiera los buenos cigarros que se encontraban bajo la montaña de regalos le atraían. Y yo, que por triste experiencia estaba acostumbrada a casos parecidos, no sabía qué hacer para animarle y distraerle un poco. Pero tampoco podía dejarme abatir. Me propuse adornar el árbol de Navidad y celebrar unas navidades verdaderas, precisamente a causa de Harry. No convenía que nos dejáramos abatir. Sé que el abatimiento es una mala medicina. Con entusiasmo y celo hice los preparativos para la nochebuena, y cuando ésta fue acercándose conseguí, en efecto, que Harry y también Heinz se sintieran atraídos por la fiesta. Logré que aquellas navidades se prolongaran. Precisamente en la misma mañana de Navidad nos llegó el primer regalo: la pequeña Inge nos saludó con sus primeras palabras en nueve meses: –¡Mamá! ¡Papá! Nos miraba con sus inteligentes ojos. Pero apenas sonreía. La sonrisa no era su fuerte. Pero sonrió cuando, en el transcurso de la mañana, apareció Maruja con su hija Marta. Cuando vio a Maruja se le iluminó el rostro. Porque sabía que Maruja la tendría todo el día en brazos. Y eso constituía su mayor placer. Desgraciadamente, yo tenía muy pocas veces algún rato libre para llevarla en brazos. A pesar de eso, cuando, por ejemplo, tenía que hacer cosas en la cocina, la tomaba en mi brazo izquierdo, mientras con la mano derecha movía las sartenes o daba la vuelta a los asados. En definitiva, ¿para qué se tienen dos brazos? El izquierdo no va a estar siempre colgado sin hacer nada... Maruja y Marta se quedaron asombradas por nuestro árbol de Navidad. Nunca en su vida habían visto nada semejante. Entre la población española del Ecuador, esa costumbre resulta desconocida. Por lo menos era desconocida por aquel entonces, y sólo en aquella época empezó poco a poco a tomar arraigo. –¡Qué lindo! ¡Qué bonito! –exclamaba Maruja más y más maravillada y conmovida al ver cómo celebrábamos nosotros la Navidad.
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En el Ecuador no se conoce esta manera tranquila e íntima de celebrar la fiesta. Yo misma había tenido ocasión de comprobarlo dos años antes, cuando tuve que pasar las navidades en Ambato. Allí se baila ruidosa y furiosamente en las calles, ante las puertas de las iglesias. Aquellos días de Navidad en el Ecuador eran, poco más o menos, como el carnaval en mi patria renana. Harry pudo pasar con nosotros la Navidad fuera del lecho. Después de haber tomado la medicina que habíamos recibido de la farmacia naval de uno de los dos destructores americanos se encontraba mucho mejor. Podía incluso mover un poco los miembros. Lo que Maruja nos contó en plena nochebuena mientras tomábamos café nos pareció muy poco navideño: la esperada guerra entre Ezequiel y el penado Goyorico había, efectivamente, estallado ya. Goyorico exigía para sí y para su familia frutos del huerto de Zavala; con carne sola no podía vivir. Y como Zavala le aconsejara ir al bosque y buscar fruta por su cuenta, el penado se había revelado con indignación. También Maruja tenía muchas quejas de José, el muchacho indio, compañero de trabajo de su marido y señor. Hablaba y no acababa sobre los defectos del joven. —Es un muchacho tan mal criado, tan perezoso y tan poco servicial… —se lamentaba. Decía todo aquello gritando y manoteando tanto, que otra vez dejamos de darnos cuenta de que habían llegado visitas. Quince hombres penetraron en nuestra casa, en la habitación navideña. Habían venido con el barco insular San Cristóbal. No nos entusiasmó demasiado la presencia de aquella multitud. Contábamos con poder pasar la Navidad en calma. Pero, fiel a mi juramento secreto, los atendí. Y en recompensa oímos el inesperado mensaje de paz de que habían venido para retirar de la isla al penado Goyorico y a su familia. No podían habernos traído mejor regalo de Navidad. Luego llegó la visita número tres: la señora Francés Conway entró, muy excitada, en nuestra sala. Vimos que debía de haberle pasado algo notable o espantoso. Pero no dijo una sola palabra. Primero nos entregó los regalos que traía para nosotros. Rolf fue quien salió mejor librado. Recibió una escopeta de aire comprimido que los Conway se habían traído de los Estados Unidos. El rostro infantil se puso resplandeciente, y apretó el arma con amor sobre su pecho con una sonrisa turbada. Entonces el arrapiezo de cinco años se sintió un hombre hecho y derecho.
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–Ahora podré matar toros como papá –anunció orgullosamente. Por su gusto, se habría ido en aquel momento al bosque para derribar algún toro con su escopetilla. Nos echamos a reír, dándole la razón y sintiéndonos tan felices como él. Mas para Frances Conway la palabra «toro» fue la contraseña. –En el camino hasta aquí me he encontrado con un toro —empezó a contar–. De pronto me lo vi delante, como si hubiese brotado de la tierra. Me miraba y no se movía. Estaba allí completamente inmóvil, como una estatua de sí mismo. Y yo estaba frente a él, igualmente inmóvil. No sabía qué hacer. Durante un rato nos hemos estado mirando como fascinados; la impresión me había petrificado y me sentía incapaz de salir corriendo. Y el animal tampoco tenía la menor intención de apartarse del camino y meterse en el bosque donde le correspondía estar. A Dios gracias, ella había conseguido superar su pánico. En cierto modo, los dos se pusieron de acuerdo. Alguien tenía que hacer sitio al otro. Pero Francés Conway no lograba contar cómo había terminado aquello. Heinz preguntó de pronto muy excitado: –¿Qué aspecto tenía el toro, señora Conway? –Ante todo, era grandísimo. Muy grande incluso entre los de su especie. –Se quedó recordando–. Creo que era blanco, con puntitos negros. Precisamente... La interrumpimos con nuestras carcajadas y exclamamos todos a una: –¡Ése era Gaspar! Gaspar tenía una historia bastante divertida. Heinz la contó lo mejor que pudo: –Esto sucedió hace ya casi un año. Era el día de los Reyes Magos. Yo venía desde la costa y había llegado precisamente al coto de los toros. Iba hundido en mis pensamientos y no presentía nada malo, cuando, de pronto, fui sacado de mi distracción por un bramido múltiple que sonaba muy cerca. Me moví con precaución, y entonces vi tres grandes toros moviéndose en corro. Parecía como si estuvieran contándose algo. De vez en cuando prorrumpían en un bramido que parecía una carcajada vacuna. Como era precisamente el día de los tres Reyes Magos, los bauticé con los nombres de Gaspar, Melchor y Baltasar. Dos de ellos, Baltasar y Melchor, siguieron pronto el camino señalado para los toros de Floreana, esto es, el de la cazuela. Pero el viejo Gaspar ha sobrevivido. Nos hemos hecho amigos. Nunca he intentado nada contra él. Si nos encontramos en el bosque, le saludo amistosamente, él brama un poco y luego sigue su camino. Incluso los perros se han acostumbrado a no hacerle nada al viejo, y ni siquiera le ladran. Página 174
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Y también en la zona de Zavala se siente seguro. Un toro tan grande da, naturalmente, más trabajo que un animal pequeño, y la carne no es tan buena como la de un becerro. Por eso Zavala lo deja también en paz. En la época de sequía, por lo demás, Gaspar es como si perteneciera a la familia, ya que se ha acostumbrado al seto y viene a beberse el agua en los cubos que tenemos dispuestos para los asnos. A la señora Conway se le quitó un peso del corazón cuando escuchó aquella historia de Gaspar, la historia del viejo y amistoso toro del que ella se había asustado tanto. Después de aquello se lo encontró muchos otros días, lo mismo que nosotros. Y cada vez que lo veía aparecer de pronto le gritaba alegremente: –¡Hola, Gaspar! Entonces él levantaba su cabezota, la miraba un momento con sus grandes ojos vidriosos, bramaba un ligero saludo y desaparecía en el bosque. Durante tres semanas seguimos encontrándonos cada vez con mayor frecuencia al viejo. Pero, como una noche penetrase en nuestro huerto y se comiese la mitad de nuestras coliflores, hubo de seguir, desgraciadamente, el camino de sus amigos. Con ello no se hacía sino afirmar una ley de la naturaleza en Floreana: en nuestra isla, las coliflores valen más que un toro. No tiene sentido alguno andarse con sentimentalismos en estas cuestiones tajantes.
Opinábamos que ya era hora de que viniese de nuevo algún barco y nos trajese correo. Desde septiembre, en que llegaron los Conways, no habíamos recibido ninguna carta más. El cartero se iba haciendo cada vez más perezoso. O el coche de Correos había tenido una avería. Nos consolábamos con aquellos chistes estúpidos mil veces repetidos, para no amargarnos la vida con la espera interminable y a veces descorazonadora. Estábamos ya a mediados de diciembre de 1938. ¡Había pasado otro año! Dentro de dos semanas celebraremos el quinto cumpleaños de Rolf. Aquél día, Harry pudo levantarse un poco. Se sentó con nosotros a la mesa para tomar el café de la fiesta. Había estado tres meses en cama. No es que ahora esté bueno ni muchísimo menos Pero se ha levantado. Y eso es ya una esperanza. Con sus cinco años, Rolf se ha convertido en un niño alto y vigoroso. Ya incluso ayuda en el trabajo: parte leña, cuida a los pollitos y se ocupa de la pequeña Página 175
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Inge cuando ésta no duerme. Los dos se tratan con gran cariño. Sí, ahora debería venir un barco. Un barco lleno de correo. Y vino. Llegó a finales de enero y trajo tres sacos llenos de cartas y periódicos de todos los países de la Tierra. Y entre las cartas venía una de Quito, la capital del Ecuador. Una carta que a primera vista se notaba que era muy oficial y, por tanto, muy importante. Fue la primera que abrimos, metiendo nuestras narices en su texto. ¡Y qué texto tan importante! La Embajada alemana en Quito nos comunicaba: «... Hemos hablado con el Gobierno de este país respecto al caso de ustedes. Nos han contestado que en el terreno que ustedes han limpiado y cultivado podrán vivir todo el tiempo que quieran permanecer en Floreana.» ¡Así, pues, lo habíamos conseguido! ¡Podíamos quedarnos! ¡No seríamos expulsados de la isla, como el señor Puente habría hecho muy a gusto! No sabíamos quién se habría encargado en Quito de arreglar aquello. Ignorábamos si nuestra petición había causado efecto o si el conde Luckner, con el prestigio de su personalidad impresionante, lo había logrado. Probablemente Luckner habría influido también. Por lo demás, en uno de los tres sacos de correo nos llegaba un saludo del conde. Un saludo desde Australia. Una vez más, había recorrido medio mundo en su velero. Y nosotros seguíamos aún en Floreana. Y ahora nadie nos molestaría y podríamos seguir aquí. ¡Mientras quisiéramos...! Teníamos motivos más que suficientes para sentirnos felices. En el fondo de uno de los sacos encontramos aún otra carta que llevó nuestra dicha aquel día hasta límites insospechados. En la carta sólo se contenía una breve noticia, pero nos supo más dulce que la miel: El señor Puente, el jefe territorial, el comandante insular del archipiélago de las Galápagos, era trasladado. Ya había abandonado su reino, en el que estuvo imperando como dueño absoluto. Su sucesor estaba ya en camino. Heinz se sirvió un vasito de aguardiente cuando leyó la noticia. Un aguardiente de fabricación casera, como es natural. Nosotros teníamos que hacérnoslo todo, incluso el aguardiente. Pero sólo en pequeñas cantidades. Para grandes solemnidades como ésta. El señor Ezequiel Zavala había perdido ahora a su dueño y valedor desde el momento en que Puente había sido trasladado. Ahora no se sabía cómo podrían presentársele las cosas. Pero de momento tenía otras preocupaciones. José, el muchacho indio, el colega de trabajo, le hacía la vida imposible. A él y también
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Nicolás, Gaspar, Melchor, Baltasar
a nosotros. Cada mes se escapaba un par de días de la férula de Zavala y vagabundeaba por la isla. Quería vivir su propia vida, una vida sin trabajar, ya que el trabajo no le seducía lo más mínimo. Quería estar libre y suelto, como sus antepasados cuando todavía no habían venido señores de ultramar. Si tenía hambre, entraba en un huerto y robaba lo primero que se le pusiera al alcance de la mano. Por lo demás, el bosque era rico en frutas, y para su descanso nocturno el suelo de la maleza era, por lo menos, tan blando como el camastro de tablas que tenía en el dormitorio de los Zavala. Una y otra vez, Ezequiel metía en vereda al muchacho. Pero una y otra vez éste se le rebelaba. Las cosas se fueron poniendo cada vez más difíciles. José fue exagerando. Esta vez llevaba ya diez días sin aparecer. El bosque se lo había tragado. La vieja sangre india parecía habérsele impuesto con su inquietud constante. Ezequiel y Maruja no lograban dar con su paradero. Nosotros comprobábamos con asombro que cada mañana nos faltaban del huerto dos papayas. Era una pérdida insignificante, pero que nos irritaba y nos parecía enigmática. ¿Quién cogía las papayas? ¿Los perros o los gatos? Tonterías. Cierto que nuestro gato robaba como una urraca. Robaba todo lo que se ponía al alcance de sus garras y de sus dientes, la carne de la sartén y el huevo del nidal. Cuando todavía era pequeño, lo cogí una vez en el bosque. Mientras lo traía a casa me arañó de una manera espantosa, pero yo quería tener un gato. Los gatos son los enemigos jurados de los gorriones. Y los gorriones, aquellas bandadas gigantescas de gorriones desvergonzados, nos hacían la vida imposible. Cuando estábamos sembrando venían a quitarnos las semillas casi de las propias manos. Si alguna vez dejábamos un saco de azúcar fuera de la casa, se metían ferozmente. Convertían el saco en un colador. No robaban el azúcar todos juntos por el mismo agujero. No, cada uno se hacía su propio agujerito, porque eso parece constituir un puntillo de honor para los gorriones de las Galápagos. Seguidamente desaparece una gran cantidad de azúcar y el saco se ve lleno de agujeros, y hay que emplear toda una tarde en remendarlo. El gato ha mantenido a raya a los desvergonzados gorriones. A los gorriones y a las palomas, que son tan comilonas como los pajarillos. Por eso hay que tener paciencia cuando se saca de la sartén un pedazo de asado en las épocas en que no tiene ganas de gorriones. Se llama, o, mejor dicho, se llamaba en un principio Puchito. Pero en el Ecuador, como nos han dicho los naturales del país, es costumbre darles un apellido no sólo a las personas, sino también a los gatos. No nos hacía gracia que se llaPágina 177
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mara Puchito Wittmer. El parentesco con aquella bestezuela rapaz no llegaba a tanto. Le dimos, por tanto, el apellido de Ladrón, y desde entonces se llamaba con el nombre completo, como es usual entre los gatos de este país, esto es, Puchito Ladrón. Puchito Ladrón no podía arrancar papayas de los árboles. Eso era evidente. Debía de tratarse de otro ser cualquiera. ¿Tal vez de una persona? Zavala vino con su hija Marta y se pusieron al acecho en nuestro huerto. Había husmeado lo que pasaba. Y quería estar presente cuando José viniese para robarnos la comida. Zavala se subió a un naranjo y Marta se escondió entre las cañas de azúcar. Los Zavala están muy enterados de las costumbres de los indios. Empezaba a oscurecer cuando don Ezequiel escuchó desde su escondite aéreo un alegre silbido. José se acercaba totalmente confiado, creyendo, al parecer, que en el huerto estaba todo en las mejores condiciones para actuar. Sabía muy bien que a aquella hora acostumbrábamos estar en casa cenando. Entró y estuvo tanteando las piñas para ver si alguna había llegado al grado de madurez que exigía su paladar, y arrancó las frutas que le parecían estar a punto. Se había traído un saco a propósito, en cuyas profundidades desaparecía la cosecha. Luego se volvió hacia las bananas. Echó una ojeada a los racimos, apartó las hojas con una vara, para comprobar si había algún racimo maduro oculto a sus miradas, y empezó a coger lo que se acomodaba a sus pretensiones. Indudablemente tenía un punto de vista de verdadero conocedor con respecto a los frutos de nuestro huerto. La cosecha siguiente empezó a realizarla en un árbol de papaya. Los melones de árbol estaban en el punto exacto de madurez, y José empezó a llenar su saco. Hasta ahí había aguardado don Ezequiel. Hasta las papayas. Ahora estaba ya más que convencido. Saltó con una rapidez felina de su naranjo y, dando un par de pasos, se colocó junto a su compañero de trabajo, José. El indio se asustó tanto que arrojó pértiga, saco y papayas y echó a correr. Pero el señor Zavala, con sus largas piernas, era más rápido. Agarró a José, le ató las manos a la espalda con una correa de piel de buey y, orgulloso y triunfante, lo entró en la casa. –¡Demasiado trabajo! Zavala no dejaba de jactarse de lo mucho que le había costado poder atrapar al muchacho. Y José lloraba. Cuando quise darle algo de comer, Zavala se opuso rotundamente: –¡Ni un bocado!
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Pero él y su hija Marta disfrutaron de lo lindo con la cena. José hubo de limitarse a mirar. Con el café, Zavala se fumó su acostumbrado cigarrillo: tabaco liado en papel de periódico. Luego fueron aparejados sus dos asnos. El montó el primero, protegido contra el frío de la noche con un grueso poncho de lana roja. Marta montó a continuación. Al pomo de la silla iba atada la correa con la que estaba amarrado José, el cual, cuando llegaron a la costa, recibió una buena tanda de palos. Luego, con la huella sangrienta de los correazos en las espaldas, recibió un baño en agua salada. El resto del castigo consistió en dejarlo sin pantalones ni camisa. De aquella manera se quería ahogar en germen todo intento de fuga. Pero aquello no sirvió de nada. Un par de semanas después levantó otra vez el vuelo. Y esta vez para siempre. No se sabe si por los métodos algo severos de educación de su dueño o impulsado por el hambre.
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CAPÍTULO 18
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E
n medio de nuestro jardín se alza una pequeña altura. Desde allí se disfruta de una vista maravillosa, tanto del mar como de la plantación que se extiende a nuestros pies. En la misma cresta hay un esbelto mástil en el que en los días de fiesta flamea la bandera. Yo estaba precisamente en las cercanías de este «Olimpo» –era en julio de 1938, dos días después de mi 34° cumpleaños–, cuando oímos el zumbido de aviones. Lo solté todo y corrí lo más aprisa que pude hacia el montículo. Y entonces vimos cómo dos grandes aeroplanos se dirigían precisamente hacia nosotros. Describieron un par de círculos sobre nuestras cabezas. Luego se alejaron en un arco más amplio, para volver inmediatamente. Una vez más, estuvieron describiendo círculos sobre nosotros. Vimos como uno de los dos aparatos lanzaba algo. Pero estábamos demasiado excitados para fijarnos dónde cayó el paquete. Hemos buscado y rebuscado. Nunca hemos conseguido hallarlo. Todo fue como en un sueño. Cinco minutos después reinaba nuevamente el silencio alrededor de nuestro Olimpo. Aún escuchábamos suavemente el zumbido de los aviones en la lejanía. Todavía un fino vibrar del aire que nosotros apenas percibíamos ya con los oídos, sino sólo con los sobreexcitados nervios, y luego el silencio nos pareció aún mayor, aún más opresivo que antes. Estuvimos todavía un largo rato en lo alto del montículo mirando en la dirección por la que habían desaparecido los dos aparatos. ¿Qué podía ser aquello? ¿Qué podían haber arrojado? Y, sobre todo: –¿Qué puede significar esta visita repentina?–pregunté. Heinz no podía ofrecer más explicaciones que yo. –¿Algo malo... o algo bueno? Heinz no podía hacer más sino encogerse de hombros. Era inútil quebrarse la cabeza tratando de buscar una respuesta. No podíamos hallar ninguna.
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Toda la noche estuvimos intranquilos y apenas pudimos dormir. La incertidumbre acerca del objeto de aquella visita era opresiva. Por la mañana temprano vino Sergio. Era el ayudante de pesca del señor Zavala. Había llegado de otra de las islas. Zavala se prometía un buen negocio de pesca. Esta era su idea más reciente. Y como él mismo no poseía ningún bote, utilizaba el nuestro pequeño, que nos había proporcionado un buen amigo. Lo utilizaba secretamente y sin habernos pedido permiso. Pero ¿qué puede hacerse contra un capitán de puerto? Sergio estaba completamente sin aliento cuando llegó a nosotros. Blandía un par de cartas en la mano, pero le resultó imposible acomodar la expresión de su rostro a las novedades de que era portador. Vi que su mirada se dirigía voluptuosamente al asado de cerdo que estaba sobre la mesa. Y comprendí. Le ofrecí un buen trozo y terminé de prepararle un espléndido desayuno. –¿Qué pasa, Sergio? Estaba muerta de curiosidad. Y Heinz y Harry, lo mismo. De una u otra manera, la temprana visita de Sergio la relacionábamos con los dos aviones del día anterior. Era un presentimiento que teníamos. –Ahora podrán ustedes leerlo –dijo Sergio después de habernos tenido en tensión un tiempo exagerado. Seguía teniendo las cartas en la mano. Probablemente tenía miedo de que me pusiese a leerlas enseguida y me olvidase de darle el desayuno. Cada uno de nosotros cogió una carta, temblándonos los dedos. Y yo tuve incluso que sentarme, tan grande fue el espanto que penetró en mis miembros cuando lancé una ojeada a las primeras líneas. Una de las cartas, precisamente la que yo tenía entre los dedos, procedía... del presidente de los Estados Unidos, Franklin D. Roosevelt. ¡Uf! Resoplé llena de excitación y sentí como si la cabeza me daba vueltas. Como si estuviese soñando. Y me esforcé en leer el escrito con toda la calma que me fuera posible. «Ayer estuve en Floreana –escribía el presidente Roosevelt–. Después de haber enviado dos aviones a su granja con el aviso de que el crucero de los Estados Unidos Houston se había trasladado desde la bahía de Post-Office hasta Blackbeach, esperaba poderlos saludar en este último lugar. El crucero ha estado dos horas en Blackbeach. Como nadie aparecía, he tenido que seguir mi viaje hasta Isabela Página 181
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Tagus Cove. Sin embargo, tengo la esperanza de que en otra ocasión llegaremos a conocernos. Como recuerdo de mi visita les he dejado en la bahía de Post-Office dos cajas. Creo que su contenido podrá serles útil en Floreana. – F.D.R.» Me quedé sentada muy quieta en mi sillita, y una vez más tuve que respirar hondo en busca de aire. Aquélla era, pues, la solución del enigma. Ése había sido el objeto de la visita de los aviones en el día anterior: una invitación que nos había sido dirigida por el presidente de los Estados Unidos. Y nosotros no habíamos sospechado nada. Heinz y yo nos miramos. En los primeros momentos, ninguno de nosotros fue capaz de pronunciar una sola palabra. Heinz también se había enterado, por su parte, de lo que había sucedido. Había leído el comienzo de la otra carta, me la dio silenciosamente. La carta procedía de nuestro amigo Waldo Schmitt, el profesor Schmitt, el director del Museo Nacional Americano de Washington. En ella se decía: «Mis queridos Wittmers: Como amigo del presidente Roosevelt, le he acompañado en este su tercer viaje presidencial. Durante el camino hemos hablado mucho de vosotros, y el presidente estaba muy entusiasmado con la idea de poder saludaros. Cuando llegamos a la bahía de Post-Office vimos en Blackbeach una gran humareda. Me inquieté mucho y creí que a algunos de vosotros os habría sucedido algo. Desde la bahía de Post-Office enviamos directamente una canoa hasta Blackbeach. En ella íbamos el médico, algunos oficiales y yo mismo. Pero cuando llegamos a Blackbeach no encontramos más que un gran montón de cenizas. Ni una sola persona, únicamente una casita, que estaba cerrada, junto a la costa. Para mí, todo aquello constituía un enigma. Volvimos a la bahía de Post-Office y enviamos dos aviones para que os llevasen una nota. Poco después nos trasladamos con el crucero a Blackbeach. El presidente, que quería conoceros personalmente, me envió a tierra con algunos oficiales para llevaros al crucero. Vosotros no vinisteis, pero sí lo hicieron los señores Conway y un muchacho ecuatoriano. Por él nos enteramos de lo relacionado con la nube de humo. Desgraciadamente, no pudimos esperar más tiempo y tuvimos que marcharnos. Ha sido una lástima que no haya podido hablar con vosotros, pero estoy tranquilo al saber que no estáis enfermos. El presidente Roosevelt os deja dos cajas en la bahía de Post-Office. El presidente mismo ha elegido las cosas que os deja como recuerdo, y por eso os ruego que le escribáis personalmente para darle las gracias. Quizá nos veamos pronto alguna vez. Hasta entonces, cordiales saludos de vuestro Waldo Schmitt.» Nos quedamos totalmente sin habla. Aquello era sencillamente increíble. El presidente de los Estados Unidos venía a buscarnos y había estado más de dos horas esperándonos. Y nosotros...–¡Oh, asnos de nosotros, lo que nos hemos de-
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jado perder! No sé si he dicho esto en voz alta o si me he limitado a pensarlo. Pero, de cualquier modo, la palabra «asno» ha salido a colación. E inmediatamente, en nosotros, pobres humanos, se despierta el sentido de lo material. –Habría que ir a la costa y recoger las cajas —propuse, titubeando pero, naturalmente, muy esperanzada. No habría sido necesario proponerlo. Ya Heinz estaba en camino para recoger a Hannes, el asno, y prepararlo para la caminata hasta la costa. Esta vez no habló nadie de las tres o cuatro horas que era preciso emplear. Y esta vez también iría Rolf. Iba a ser su primera ida a la costa. A una hora escasa de la costa se hallaban dos palos unidos sostenidos entre piedras. Sobre ellos ondeaban, como pequeñas banderas, tres hojitas blancas. Con lápiz rojo y en gruesas letras estaba escrito en una de las notas: «Supplies in tank for the Wittmer family. Compliments of the President of the United States, U. S. S. Houston.» La nota, con sus altas y anchas letras, no podía pasar inadvertida. Pero a su lado había otro papel. Un pliego de carta con el membrete en la cabecera «UNITED STATES NATIONAL MUSEUM - WASHINGTON D.C.». Debajo decía, con letras aún más claras: «Mr. Wittmer! In the large tank up hill from are some supplies that the President of the United States directed us to leave for you. Greetings Commander Callahan and party». Debajo, la conocida firma del profesor Schmitt, las iniciales enlazadas W. S. Y como Waldo Schmitt tenía una ligera sospecha de que mi marido no estaba del todo muy puesto en sus conocimientos de lengua inglesa, había escrito otra tercera hoja del Museo Nacional con gruesas letras rojas, esta vez en alemán algo defectuoso: «No nos ha sido posible llegar más lejos. No tenemos tiempo para más. Lo sentimos. Aquí abajo hay unas cuantas cosillas que hemos dejado para vosotros en nombre del presidente de los Estados Unidos. Vuestro amigo, Waldo Schmitt.» Conmovidos por tanta amistad y delicadeza, siguieron los dos adelante con el asno hasta descubrir en la costa las dos cajas dejadas por el presidente. Rolf olfateó el aire y opinó, medio con tono de viejo, medio con alegría infantil: –Aquí huele a chocolate. Había muchas más cosas que chocolate. Abrieron las cajas y cargaron maPágina 183
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ñosamente el contenido sobre el asno. Y Hannes tuvo que esforzarse tanto en el regreso, que, con su mejor voluntad, no le fue posible llevar a lomos al pequeño Rolf. Éste hubo de hacer a pie la larga caminata de más de cuatro horas. Pero no se quejó ni una sola vez. La perspectiva del chocolate y de otras golosinas prometidas en la pesada carga le hacía olvidar las molestias del camino y soportarlas sin rechistar. Era ya bien entrada la noche cuando los dos volvieron con el asno Hannes. Rolf estaba tan excitado que inmediatamente se puso a contar todo lo que había visto al abrir las cajas. La mesa casi se inundó cuando vaciamos todos los paquetes. Allí había infinidad de cosas: leche, mantequilla, queso, conservas, harina, azúcar, dos botellas de whisky, dos botellas de vino del Rin (¡qué atentos!), medicinas, algodón, gasa y una caja entera de chocolate. Rolf no se había equivocado al olfatear. Y, además de eso, muchísimas otras pequeñeces, incluso un par de cintas de color para mi máquina de escribir. No podía hablar; sólo podía balancear la cabeza de alegría. Y lo más asombroso de todo era que el presidente Roosevelt debía de estar muy familiarizado con nuestras condiciones de vida y saber muy exactamente lo que podíamos necesitar en Floreana. ¿Y qué podía haber significado aquella gran nube de humo? Más tarde nos lo contaron los Zavala: habían descubierto al gran crucero y pensaron que con un gran fuego hecho con ramas secas podrían indicarles el lugar de desembarco en Blackbeach. Pero la pequeña bahía no era sitio adecuado para que anclase el gran navío. Habían elegido la bahía de Post-Office, enviándonos desde allí una canoa. La isla de Floreana, aquel puntito en el océano Pacífico que no se podía encontrar en un atlas normal, había tenido su gran acontecimiento. El presidente de los Estados Unidos nos había visitado, o por lo menos nos había querido visitar. Que nosotros no éramos las figuras principales en aquel acontecimiento; que, a fin de cuentas, el presidente no había venido exclusivamente por nosotros, sino que el viaje presidencial tenía otro motivo mucho más profundo, era algo que no podíamos concebir en la primera exaltación de nuestra alegría. ¿Cómo íbamos nosotros a sospechar que el viaje a las Galápagos tenía un motivo político o, más aún, militar? En el cielo político de Europa empezaban a formarse pesadas nubes. No sospechábamos nada de aquello. Es posible que otros tampoco supieran nada. Pero Roosevelt sí se había dado ya cuenta. Y había comprendido la importancia que poco tiempo después, cuando la guerra hubiese estallado efectivamente, las islas Galápagos tendrían para la defensa de los Estados Unidos. Pero por aquel entonces no había por qué pensar en ninguna guerra. Nosotros teníamos la nuestra propia en Floreana. No nosotros, sino el jefe de la isla, Zavala. Página 184
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Sucedió precisamente mientras estaba escribiendo mi carta de agradecimiento al Presidente. Y lo que sucedió, un hecho más de la Floreana grotesca, se lo describí en el mismo correo a nuestro amigo Waldo Schmitt. Más tarde supimos que el profesor, que visitaba con frecuencia al presidente Roosevelt, le había leído aquella carta. Y que el presidente se había reído mucho por lo que en ella se decía. Lo que había sucedido en Floreana y que llevó un poco de cambio a la pacífica existencia de la isla fue lo siguiente: Unos cuantos días después de que se hubiera marchado el crucero Houston con el presidente, vinieron a visitarnos el señor Zavala y su esposa, Maruja. Excitados, fuera de sí. No acababa de sentarse, cuando Maruja preguntó de pronto: –Señora Margarita, ¿sabe usted la última novedad? –No –respondí–, no sé nada, pero ustedes sí deben de saberla. Asintió y tragó saliva. Y empezó a contar. Era como una catarata; yo no podía habituarme a su manera de hablar tan rápida. Después que se hubo desahogado, conseguí por fin, tras muchas preguntas y tanteos, enterarme de cuál era la última novedad. Realmente, se trataba de una cosa grotesca. En la tranquila Floreana, que podría ser un verdadero paraíso si la naturaleza y los hombres se llevasen de acuerdo; en la Floreana idílica, había ocurrido un nuevo acontecimiento con visos de sensacional: Marta, la hija de Zavala, se había escapado al bosque con el «ayudante de pesca», Sergio, y no había vuelto. Aquello, entre los naturales del país, no constituía nada del otro mundo. Era algo así como una costumbre nupcial en las islas. Se daba por supuesto que el novio (aunque esta expresión nuestra no sería la más a propósito) se llevaba a la novia de la casa paterna para pasar la luna de miel en el bosque. Los dos solitos. Una semana o varias. Pero siempre antes de la boda oficial. La novia, naturalmente, no era arrebatada con violencia, sino que iba por su propia voluntad. Cuando los víveres se acababan, ya que incluso en plena luna de miel hay que comer de vez en cuando, se colgaba en un árbol alguna vasija vacía para dar a entender que se necesitaban refuerzos con urgencia. Los comprensivos miembros de la familia iban y dejaban en el lugar algunos víveres. O bien colocaban en el árbol una nota, rogando a la pareja que volvieran, para celebrar la boda. Una nota así resulta el medio más barato y más rápido para acabar con la luna de miel. Cuando los padres no están de acuerdo con la decisión de los jóvenes, no hay ni víveres ni la nota consabida. Y entonces, en la mayoría de los casos, la boda no llega a celebrarse.
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Esta costumbre sigue usándose en las montañas del Ecuador en la actualidad, y ocurre en las mejores familias el que de pronto una muchacha se escapa para conseguir de su familia el consentimiento para la boda. Por lo menos eso era lo que nos contaba Maruja, excitándose más y más por momentos. –No sé realmente por qué ha de enfadarse usted tanto si eso no es más que una costumbre –dije. Y Heinz se levantó también y vino a estrecharle la mano para felicitarla por el yerno. Pero los dos nos equivocamos. –Pero aunque eso sea costumbre en el Ecuador y en las demás islas –gritó Maruja indignada–, en Floreana no es costumbre. ¡Por lo menos no para mí! Y, además, ¿quién es ese Sergio? ¡No tiene nada! ¡Ni casa, ni huerto, ni asno, ni cerdo, ni gallina, ni traje, ni zapatos, ni calcetines, ni cacerola, ni siquiera un plato! Todo aquello había que tenerlo en cuenta. Pero yo vi el asunto con ojos distintos que la enfadada Maruja. –¡Cielo santo! –dije con tono pacificador–. ¿Es que eso es tan importante? Los dos son jóvenes y pueden conseguir algo trabajando juntos. También nosotros hemos tenido que conquistárnoslo todo trabajando. Y además, Marta tampoco es una muchacha rica. No debía haber dicho aquello delante del alto jefe de la isla. Los dos se ofendieron, y ni siquiera se dejaron ablandar por el buen whisky que el presidente Roosevelt nos había regalado. –¡No–siguió diciendo Maruja–, no, ese Sergio, ese muerto de hambre, no se quedará con mi Marta! ¿Qué iban a decir entonces los extranjeros? ¿Qué dirá Su Excelencia el presidente Roosevelt cuando se entere de que ese Sergio ha cogido todas las conservas que él nos regaló y se las ha llevado al bosque sin dejarnos ni siquiera una lata? ¡Oh, qué vergüenza! Lentamente empecé a comprender qué era lo que en realidad tenía tan furiosa a Maruja. No era la hija lo que sentía, sino las conservas que Sergio se había llevado. Y aquello no podía yo remediarlo. Porque las conservas no estaban allí. Seguramente ya habían sido consumidas en el bosque. –Pero eso no es ningún crimen –le dije a Maruja tratando todavía de calmarla–. No es ningún crimen que los dos enamorados hayan cogido las conservas. Pronto podrán conseguir otras. Lo principal es que los dos se quieran. —Eso no me interesa lo más mínimo –intervino entonces el señor Zavala–. Página 186
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Nunca daré mi consentimiento para esa boda. Ya no quedaban consejos que dar ni ayuda que prestar. Ni siquiera podía ofrecerle consuelo a Maruja. Se alejaron ofendidos. Se dirigieron a casa de los Conway y repitieron allí la misma historia. –Eso es una cosa normal –dijo también el señor Conway sin tomar la cosa por lo trágico. Pero Maruja sí lo tomaba por lo trágico. –En Floreana, esto no tiene nada de normal. En Floreana, que los extranjeros han elegido como isla escaparate, donde todo lo que se hace sale en los periódicos. Al decir aquello, Maruja no dejaba de tener cierta razón. Pensábamos que la historia de Marta y Sergio terminaría rápidamente de buena manera. Pero no sucedió así. Por el contrario, el fin dramático no tardó en acontecer. Dos días después de haber estado en nuestra casa, Zavala encontró junto a un árbol los botes de conservas vacíos. En lugar de colocar allí nuevos víveres, corno era la costumbre, clavó una notita en el árbol con el ruego de que la pareja volviese a casa. Sin sospechar nada, los dos siguieron sus indicaciones. Cogiditos de la mano, vinieron a la casa paterna de Marta, felices de que su mutuo amor hubiera conseguido ablandar el duro corazón del padre. Pero no habían llegado todavía a la casa cuando Maruja y Zavala se precipitaron afuera. Antes de que el novio pudiese pronunciar una sola palabra, Zavala cogió a su hija por el brazo, y luego el matrimonio arremetió contra el novio con una vara, poniéndolo morado a golpes. La misma noche, Sergio huyó a casa de los Conway. Pidió que al otro día fuesen a la costa e intercediesen por él ante el señor Zavala. Así lo hicieron, pero sin conseguir nada. Al contrario, Maruja se puso todavía más furiosa. Mientras tomaba aire después de lanzar un chorro de palabras, Sergio osó apuntar la sobria indicación de que aquello era una costumbre reconocida. –Pero no reconocida por mí –gritó la indignada Maruja–. Esta isla se ve visitada por millonarios, condes e incluso presidentes. ¿Qué iban a pensar estos señores cuando se enterasen de que don Ezequiel permite semejante barbaridad? Don Ezequiel no se avino tampoco a ningún intento pacificador. Ya tenía bastante. Arrojó a los pies del pobre Sergio, que había venido con los Conway, sus cuatro trastos y ordenó: Página 187
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–Que no te vea nunca más por mi casa. Aquello fue el fin de una luna de miel comenzada con tan grandes y hermosas esperanzas. Con la mejor voluntad del mundo, los Conway no pudieron aceptar al pobre muchacho, porque no tenían sitio. ¿Qué otro remedio quedaba sino ofrecerle asilo entre nosotros hasta tanto viniera un barco que se lo llevase de la «isla deseada»? Sergio se alojó en la cueva de los piratas. Se ganaba su sustento trabajando en el huerto. Y nosotros opinábamos que una vez más habíamos hecho lo que era justo. Pero Maruja era de otro punto de vista. Apareció en nuestra casa, más furiosa, si cabe, que la primera vez. —Va en contra de las costumbres el que un amigo –refiriéndose a nosotros— acoja al enemigo del otro amigo. –Pero ¿qué iba a ser entonces de Sergio si no lo hubiésemos recogido? –pregunté yo–. Al fin y al cabo, no todos los días pasa un barco, y eso lo sabe usted misma. ¿Iba a estarse semanas o meses en la bahía, esperando que un barco pasara por casualidad? A aquella pregunta, la parlanchina Maruja no supo qué responder. Se alejó con el corazón lleno de cólera. Y Sergio se quedó hasta que vino un barco y se lo llevó a San Cristóbal. ¿Y qué hizo Marta, a la que el señor Zavala no había querido concederle al pobre Sergio como esposo? Un año después se escapó con un soldado mientras un barco de San Cristóbal estaba en la bahía. El señor Zavala se hallaba profundamente dormido bajo los efectos del alcohol, y cuando despertó al día siguiente, Marta había desaparecido. Y el barco con ella. Pero esta vez el señor Zavala tomó la cosa con notable resignación. Se encogió de hombros con indiferencia. –Ya pasó. ¿Qué le vamos a hacer? Marta disfrutó con su soldado de una nueva luna de miel. Pero al cabo de seis semanas el soldado la rechazó y se casó con todos los requisitos oficiales con otra muchacha. Después de otras «lunas de miel», Marta terminó por desembarcar en el continente. Y desde entonces no se ha recibido de ella ninguna señal de vida... Floreana había tenido nuevamente una de sus pequeñas tragedias. En otro sitio, en regiones más pobladas, un incidente tan pequeño no llega probablemente Página 188
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ni siquiera a ser advertido. Pero aquí en la isla, con su docena de habitantes, incluso la más pequeña falla familiar constituye un acontecimiento. A nosotros, aquel acontecimiento no nos afectaba esta vez. Estábamos fuera de aquella pequeña tragedia. Esta vez éramos sólo espectadores que mirábamos desde una distancia suficientemente segura. No queríamos dejarnos perturbar nuestra vida. Éramos una familia sin fisuras y sin sensacionalismos. Trabajábamos y nos alegrábamos por la paz y la concordia que existían en nuestro pequeño reino. Éramos felices y estábamos contentos. Teníamos lo que necesitábamos. Aunque hubiéramos tenido que trabajárnoslo con nuestras propias manos. Ni siquiera en Floreana, bajo el sol del Ecuador, en la pequeña isla que podría ser el Paraíso, atan los perros con longanizas. No es posible tumbarse a la bartola. El día está colmado de trabajo desde el primer momento hasta el último. Me levanto por las mañanas a las seis y media. Harry ha preparado ya el agua para el café. La leña hay que traerla del bosque, a las espaldas, y apilarla luego. Después de la primera taza de café comienza el día insular. Lo primero en la serie es lo relativo a las gallinas. Desde enero hasta mayo es la mejor época para la cría de polluelos. Siempre hay algo que hacer, porque no sólo los pequeños, sino las madres, las cluecas, se ven atacadas en este tiempo por la manía de comerse los huevos, y hay que vigilar para evitar grandes pérdidas. Por otra parte, las gallinas picotean con tanta ferocidad a los polluelos de sus hermanas, que los pobres se quedan para el arrastre. Y las mismas gallinas aparecen en esta época ensangrentadas por sus frecuentes peleas. Cuando se ha cuidado al pueblo gallináceo hay que ocuparse de las porquerizas. Los cerdos me reciben con grandes gruñidos en cuanto oyen sonar el cubo. La comida de estos animales se prepara diariamente antes de nuestra comida del mediodía, en una gran lata vieja de gasolina puesta a cocer junto a las piedras del hornillo. Por lo general, consiste en bananas verdes, yucas y patatas, a las que se añaden huesos y un poco de sal. Ya Heinz ha dado una vuelta con los perros. Ha comprobado si durante la noche los toros salvajes han roto el seto y han hecho daños en la plantación. Porque durante el día hay que volver a ponerlo todo en orden. Nuestro desayuno se compone casi siempre de pan casero hecho con harina de trigo o de maíz. La harina de trigo tenemos que comprarla del continente. Porque aunque en nuestra isla se da este cereal, los gorriones se comen la cosecha mucho antes de que nosotros empecemos a recolectarla.
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Cuando se nos acaba la harina de trigo y durante meses no aparece ningún barco del continente, hago pan con bananas verdes. Las bananas verdes se cortan en rodajas y se ponen luego a cocer, añadiéndoseles un poco de sal. No sólo tienen buen sabor, sino que son muy alimenticias. Otras veces hay sólo bollos de maíz que se amasan en la sartén. En lugar de mantequilla comemos con grasa de cerdo y empleamos mermelada hecha en casa con guayabas o papayas, bananas y piñas. Disponemos también de embutidos y carne fría. Los embutidos he de hacerlos yo, naturalmente. La carne ha de ser abatida primero en el bosque, desollada, traída a casa, descuartizada y preparada. Y todo esto ha de hacerse en un plazo máximo de veinticuatro horas. Porque el clima no permite que la carne pueda mantenerse fresca por más tiempo. Ni tengo que decir que carecemos de nevera. En su mayor parte, la carne se sala y se ahúma. Así resiste mucho tiempo. Cuando hemos matado un toro salvaje tenemos que aprovechar su carne hasta el máximo, aunque en la isla no hay escasez de toros. Pero no podemos organizar una cacería todas las semanas. No tenemos tanto tiempo como para eso. Necesitamos un montón de sal para conservar la carne. E incluso eso hemos tenido que buscárnoslo por nuestros propios medios: en las salinas que existen en una determinada parte de la orilla. Tenemos que andar cinco horas hasta llegar al sitio donde se encuentran dichas salinas. Un senderillo pedregoso conduce hasta los canales que proceden de los noruegos que en 1927 quisieron montar en Floreana una pesquería y una fábrica de conservas. Aquéllos fueron nuestros predecesores. Su empresa fracasó, como tantas otras iniciadas en Floreana. Los canales de la sal han de limpiarse todos los años después de la época de las lluvias. En el transcurso de los meses siguientes, el agua salada se evapora en los canalillos bajo el sol abrasador y queda una espesa capa de sal. A finales de noviembre o principios de diciembre, la sal está «madura para la cosecha». Entonces tenemos que realizar la larga y pesada caminata hasta nuestra vivienda. Y esa caminata hay que hacerla un par de veces, porque no es posible echarse a cuestas más de veinte kilos. Pero luego ya tenemos por fin nuestra provisión de sal para los siguientes meses, para cocinar y salar la carne. También nuestro café nos lo hacerlos nosotros mismos. Se bebe con mucha más rapidez que se planta, se cultiva y se cosecha. Una vez plantados los pequeños arbustos, tardan cinco años largos en dar el primer grano. Y todas las operaciones hay que hacerlas luego a mano. Cuando los frutos (parecidos a las cerezas) están rojos, llega el momento de cogerlos. Se los pone luego a secar al sol durante varios días, cuidándose de removerlos un par de veces por día. Luego hay que pasarlos por una máquina, para que los que están ya secos sean descascarillados Página 190
Un presidente, un crucero, una luna de miel
y quede al descubierto el verdadero grano de café. Luego hay que aventar los granos para que queden limpios de cascarillas, y sólo entonces se puede pensar ya en hacer el tueste. El azúcar también hemos de prepararlo nosotros. Plantamos caña de azúcar. Las plantas crecen muy rápidamente. Cada cuatro semanas hay que cortar las hojas, en cuanto empiezan a tomar un color pardusco, al objeto de que el azúcar madure con más rapidez. Cuando la caña de azúcar está madura, se la corta con un machete a ras de suelo y se la lleva a la prensa. No es posible transportar más de quince cañas de una vez. La caña de azúcar llena de jugo pesa muchísimo. Toda la familia tiene que ocuparse entonces de triturar la caña dándole vueltas a la prensa. No tenemos ningún motor. Nuestro motor son los asnos, que uncimos delante de la prensa y que han de girar en círculo, de una manera análoga a como antiguamente hacían los caballos en la trilladora. El jugo extraído se recoge y se cuece luego en un gran recipiente, hasta que el agua de azúcar se convierte en un arrope espeso. Eso requiere mucho trabajo y una enorme cantidad de leña. Harry va echando las cañas, Rolf e Inge azuzan al burro y yo estoy junto a la gran caldera cuidando de que el jugo no se cueza demasiado o se queme. Por nada del mundo hay que pasarse del momento exacto, ya que, de lo contrario, todo el trabajo sería inútil. La cocción no debe interrumpirse ni un momento antes ni un momento después. Cuando se acude un poquitín tarde, la masa entera se ha quemado. En el momento preciso hay que retirar del fuego la leña ardiente, para que todo el arrope se transvase luego a otra gran caldera fría, que hay que estar batiendo hasta que toda la masa se haya convertido en azúcar sólido. Luego hay que ponerla otra vez a calentar después de haberla lavado previamente con agua fría. Cuando el azúcar se enfría se obtienen por fin los grandes terrones acaramelados, cada uno de los cuales viene a pesar un kilo y medio y se envuelven en hojas secas de bananos. De esa forma pueden conservarse luego tiempo contra la humedad ambiente. Carne, café, azúcar, sal, todo lo que se ve encima de la mesa es de producción propia. Muchas veces se me ocurre pensar en la naturalidad con que se acepta la existencia de todos estos artículos cuando se vive en medio de la civilización. Lo poco que piensan los hombres en la cantidad de trabajo, cuidados y esmeros que cuesta preparar todo esto; la de fracasos y malas cosechas que hay que superar para producir el poquito que se ve en una mesa en la que se sirve un desayuno. Después del desayuno, que se prolonga hasta eso de las nueve, los hombres e Inge se van al huerto a trabajar. Otras mañanas se dedican a roturar nuevas tierras. Uno tala los árboles, otro los pequeños arbustos, mi marido remueve el suelo con la azada. Luego hay que quitar los tocones y las raíces, lo que representa siempre Página 191
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un trabajo muy pesado. No tenemos para eso las herramientas adecuadas. Muchas herramientas han de ser suplidas por las manos. Yo estoy toda la mañana en casa. He de hacer limpieza, arreglar las habitaciones, lavar, planchar y, naturalmente, cocinar. Así transcurre el programa de estas tres horas, igual que el de cualquier otra ama de casa. A las doce en punto vuelven los otros, se bañan en el agua fría de la fuente y luego nos ponemos a comer. Después de comer, los niños descansan, y a continuación se trabaja en la plantación. Hay que cuidar y escardar el maíz, las patatas, la caña de azúcar y las piñas. Una y otra vez, las plantas van siendo estranguladas por la mala hierba. Y apenas se la arranca ya está otra vez crecida. Aquí prospera todo con rapidez y frondosidad, pero la mala hierba bate unos récords de velocidad, que ningún hortelano de otras zonas podría figurárselo siquiera. Por la tarde trabajo en mi reino: el huerto y la granja avícola. Las coles y las gallinas se ocupan de que no me falte trabajo. Durante la cena empieza ya a oscurecer. Aquí, en las proximidades del ecuador, el sol se va pronto a dormir. Mas para nosotros el día todavía no ha terminado. Siempre queda algo por hacer. Desgranar el maíz, las judías, los guisantes... Y yo tengo que coser y remendar. En el bosque, la ropa se destroza mucho. Mi marido lee un cuento a los niños. Luego los pequeños se van a la cama y para nosotros llega la hora de la lectura. Él lee en voz alta uno o dos capítulos de uno de nuestros libros o un artículo de alguna de las revistas recibidas hace un año o más. El «Asilo de la Paz» está sumido en el descanso más profundo. Sólo de vez en cuando se oye fuera el relincho de un burro o el bramido de un toro salvaje. Por lo demás, todo está increíblemente silencioso. Así transcurre la vida cotidiana en la isla. En realidad, no es precisamente una vida muy excitante. Un día ordinario como en cualquier otra parte de la Tierra, el día corriente de una pequeña familia de campesinos. Y, sin embargo, todo es muy distinto. Porque se está en una soledad tan completa, tan separados del resto del mundo... Tan solitarios, cuando durante meses no viene ningún barco... Pero no sufrimos por esta separación y esta soledad. Hemos elegido esta vida. Y nos sentimos felices aquí.
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Capítulo 19
CAPÍTULO 19
A LA SOMBRA DE LA HISTORIA DEL MUNDO
E
stábamos ya en octubre. Y otra vez con las navidades en puerta. Heinz y yo sosteníamos largas conversaciones acerca de lo que deberíamos regalarles a los niños.
–Lo mejor –opinaba yo– que se me ocurre para Inge es una muñeca. Mi marido se echó a reír. —Bueno, vete a comprar una.
Naturalmente, aquello era fácil de decir: una muñeca. Pero también Heinz tuvo entonces la idea salvadora. –Nosotros mismos podremos hacer una muñeca. ¿Qué cosas no hemos hecho ya? ¿Crees tú que no íbamos a lograr hacer también una muñeca? No me acordé de que se nos hubiera resistido ningún trabajo. Heinz estuvo buscando por el bosque un pedazo de madera que pudiese servir para labrar una cabeza de muñeca. En la madera del «lechoso» encontró el material más adecuado. Por la noche, una vez acostados los niños, se dedicaba a su trabajo. Requirió muchas horas penosas. Al resplandor de la lámpara de petróleo esculpía, a pesar de sus cansados ojos, sobre la madera una maravillosa cabeza de muñeca, con bonitos cabellos rizados. El rostro adquirió dos ojos de un claro azul. Era realmente una pequeña obra maestra. Con aserrín hicimos un cuerpo apropiado a la cabeza. Por la noche, yo cosí un par de vestiditos de muñeca, ya que ésta tenía que ser algo especial. Heinz hizo incluso una camita de muñeca y la pintó de color rosa, del que todavía teníamos un poco en una lata que tuvimos que rascar. Yo cosí almohaditas y colchitas para la cama. –Ésta va a ser la más hermosa sorpresa de Navidad —profeticé muy orgullosa por nuestra obra–. ¡Qué ojos va a poner Inge! Se me hacía interminable la espera hasta Navidad.
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Para los tres niños, Harry, Rolf e Inge, queríamos poner bajo el árbol de Navidad los magníficos e indestructibles pantalones hechos de piel de lobo marino. Mucho antes de las navidades, Heinz recorría el largo camino que nos separaba de la bahía de Post-Office y consiguió, junto a la cercana Lobería, la isla de los lobos, matar a una pareja de lobos jóvenes. Por la noche, el agotado caminante volvió a casa con las pieles. Las limpiamos y las pusimos en el departamento especial para el curtido. Naturalmente, no teníamos alumbre; lo sustituimos con corteza de guayabo. La habíamos cortado, puesto a secar y triturado luego sin gran miramiento. Después de cocerla en agua, la habíamos dejado reposar unos cuantos días. En aquella especie de tanino dejamos reposar las pieles hasta que quedaron completamente curtidas. Aquello duró unas cuantas semanas, y por fin las pieles quedaron convertidas en auténtico cuero. Lo lavamos con agua dulce, lo pusimos a secar a la sombra y luego lo estiramos sobre una madera hasta que se pusiera dúctil. Llegó a ponerse de una blandura tan maravillosa que, después de haber hecho Heinz los cortes, pude coser los pantalones valiéndome exclusivamente de las manos, sin un esfuerzo exagerado. Cierto que hubo que romper varias agujas, lo que entre nosotros era una pequeña catástrofe, pero los pantalones estuvieron listos para la fiesta. El día de Navidad no se trabajó en el huerto. Teníamos que hacer los preparativos para la fiesta. Los niños debían celebrar una Navidad de acuerdo con nuestras costumbres. Por todos los rincones de la casa había flores en los vasos. Había un olor navideño a tortas y a otras exquisiteces, y sólo el tiempo veraniego contradecía los recuerdos de Navidad. Pero pasamos por alto generosamente aquella contradicción. Un detalle así no iba a enturbiarnos nuestra alegría navideña. Rolf e Inge no podían en forma alguna representarse lo que la época de Navidad significa en Europa, con frío o con nieve. Una vez intenté explicarle a la pequeña lo que significaba el concepto «nieve». Con muchas palabras y gesticulando con las manos y los pies. Pero no lo conseguí. A un niño de los trópicos no es posible hacerle concebir lo que es nieve. Para el asado habíamos preparado un cerdo. Estuvimos banqueteándonos hasta la puesta del sol, en una calma perfecta. Cuando se hizo completamente de noche descendimos de nuestro Olimpo para prender fuego al gran montón de leña que los dos niños habían preparado. El fuego se alzó, alto y claro, mientras todos cantábamos el villancico de Noche de paz, noche de amor. Fue una noche realmente tranquila y santa. Ante nosotros ardía el fuego resplandeciente. A nuestros pies estaba nuestra granja, la obra de nuestro trabajo y de nuestra constancia. A la izquierda cabrilleaba el mar, ancho e infinito. Encima, Página 195
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en el oscuro cielo, brillaban, claras y temblorosas, las estrellas. Lentamente volvimos a casa. Los niños se durmieron, mientras Heinz y yo empezamos a adornar el pino de Navidad. Heinz se lo había hecho mandar de Alemania y lo había plantado cerca de la casa. Echó raíces. Era un trozo vivo de la patria. Heinz colocó bajo el árbol los regalos para los niños. Muy temprano salí de la casa, saqué las chucherías de los escondrijos y las puse también bajo el árbol. Encendí las velas e hice ruido con una campanita. Entonces acudieron los niños, sobresaltados. «Ahora Inge enloquecerá de alegría y de asombro –pensaba yo– cuando vea su maravillosa muñeca.» Esperábamos excitados aquel momento grandioso. Pero no sucedió nada. Inge miró la cama de la muñeca y luego puso cara de descontento. –¿Cómo, Inge, es que no te alegras? –pregunté yo, sorprendida. Inge sacudió la cabeza. También ella había sufrido una decepción. –El mago de la Navidad debería haberme traído mejor un machete. O una pala o un rastrillo —dijo ella con su infantil franqueza–. De esa manera podría yo trabajar en el huerto de Rolf. Pero con una muñeca no puedo cortar ningún árbol. Sí, aquello sonaba bastante natural. Se me encogió un poco el corazón al ver que nuestra hija no podía alegrarse con la muñeca que nosotros habíamos creado con tanto esfuerzo y cariño. Después de la fiesta, la muñeca desapareció en el fondo de un armario. Y allí ha arrastrado hasta hoy su triste y olvidada existencia. Rolf se mostró en parte conforme con sus regalos. Pero en parte también él se sentía decepcionado. Porque bajo el árbol de Navidad no estaba la escopeta de pequeño calibre con la que soñaba desde hacía semanas y semanas. Por la tarde vinieron nuestros vecinos, los Conway, a hacernos una visita. Conté a la señora Conway el fracaso que habíamos tenido con la maravillosa muñeca. Pero ella se echó a reír. Le dijo a Inge: –Pero, Inge, a una muñeca tan bonita habría que tenerle cariño. La pequeña no contestó. Se limitó a contemplar a «tía» Conway con una sigPágina 196
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nificativa mirada de reojo y desapareció sin decir palabra. Regresó unos minutos después. En la mano traía un cestillo de mimbre en el que piaban unos cuantos polluelos recién salidos del cascarón. –Mira –dijo en español dirigiendo una cariñosa mirada a aquellas bolitas amarillas–, esto sí que es lindo. ¿Por qué había dicho aquella frase en español? ¿Quién sabe? ¿Quizá porque en español sonaba más dulce y cariñoso? –Es una verdadera niña insular –dijo la señora Conway consolándonos–. Y lo será siempre. Será capaz de jugar con todo, pero no con muñecas muertas. La señora Conway tenía razón: los pollitos, los gatitos, los borriquitos y los lechoncitos fueron y siguen siendo los camaradas de juego preferidos de Inge. ¿Y Rolf? También era un auténtico niño de las islas. No le habíamos satisfecho su deseo más apasionado. No le habíamos regalado en Navidad la escopeta que anhelaba tan ansiosamente. –Con siete años, un niño es demasiado pequeño para tener una escopeta –les dije a los Conway. Pero el señor Conway y, aunque no dijera nada, también mi marido, eran de otra opinión: –Para un niño de las grandes ciudades, eso puede ser cierto. Más ¿para un niño como Rolf? Un peligro que se conoce no es ya tal peligro. Una semana más tarde se celebraba el cumpleaños de Rolf. El día primero del año. Entonces nuestros corazones se atrevieron y Rolf recibió su escopeta. Estaba sobre la mesa del cumpleaños, delante de las siete velitas. Siete años, siete velitas. Todas estaban algo torcidas. Yo no había conseguido sacarlas derechas del molde. Pero ¿qué importancia puede tener eso en las islas Galápagos? Que estuviesen derechas o no era una pequeñez que no podía preocuparnos. Lo único que veíamos era su resplandor tembloroso. Nos habíamos acostumbrado a ver siempre lo bueno y lo bello y pasar por alto lo malo y lo feo siempre que fuera posible. Rolf se sentía dichosísimo. Y por la tarde quiso realizar sus primeros ejercicios de tiro. Después de cada disparo, Inge entraba corriendo en la casa, llena de excitación, y me contaba con los ojos brillantes que Rolf había hecho un nuevo «pum, pum». Le veíamos el entusiasmo reflejado en los ojos y en las enrojecidas mejillas. Comprendimos que muy pronto tendríamos que comprar otra escopeta. Una esPágina 197
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copeta para Inge, la otra criatura de la isla. Aquél fue, realmente, un cumpleaños lleno de excitación. Y lo más excitante ocurrió por la noche, cuando de pronto hubo un inesperado crecimiento en la familia. Lívido de emoción, Rolf entró corriendo en la casa. Apenas podía hablar; tan jadeante venía. –Mamá, mamá –exclamó–, Harry ha cogido una ternera grandísima. Papá debe venir pronto con más cuerdas. Heinz salió corriendo con Rolf, equipado con cuerdas, en dirección al bosque. Allí estaba, efectivamente, la ternerilla. La vaca, según me contó Harry, había abandonado a la cría al verse azuzada por los perros. Harry había pasado una cuerda al cuello de la ternera, y los dos perros colaboraron en la vigilancia del joven animal hasta que acudió Heinz. Por la noche, al aumento de familia se había consumado. Era una ternera fuerte y bien constituida, de piel roja y estrellas blancas. Se mostraba muy salvaje, pero queríamos hacer todo lo posible por domarla. Cada día cocía yo para nuestra Bárbara una alimenticia sopa de batatas y harina de maíz. El primer día, sólo Heinz pudo acercársele con el cubo lleno de comida. Pero al cabo de un par de días, Bárbara estaba ya domesticada y tranquila y se dejaba acariciar y tocar por todos. Sólo teníamos que mover el asa del cubo para que Bárbara acudiese corriendo a recibir su comida. Tres meses después, Heinz y Harry cazaron un toro negro como la pez. Ahora teníamos una pareja. Aquello iba a ser el cimiento de nuestra ganadería. Con el pensamiento nos veíamos ya nadando en la abundancia de leche y mantequilla. Claro que Bárbara era todavía muy pequeña. Por lo menos habría que esperar tres años hasta que la mantequilla fuese una realidad.
2 de septiembre de 1939. Estoy a punto de terminar la cena cuando Rolf e Inge se precipitan en la cocina, –Estábamos arriba en el Olimpo –dice Rolf–, cuando hemos visto que vienen muchísimos hombres por la parte de Blackbeach. –¿Hombres? –pregunto yo–. ¿Qué clase de hombres? –No lo sé –sigue parloteando Rolf–. Pero muchos, muchos hombres. Página 198
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Oigo como los perros se muestran ya intranquilos. –Ve corriendo al huerto y díselo a papá. Los dos se alejan a la carrera. Pocos minutos después están ya aquí los visitantes. Heinz viene con ellos. Le han encontrado en el camino. Es la tripulación del buque pesquero Paramount. El capitán y todos los hombres, menos una guardia que se ha quedado en el barco. –Sólo queremos un poco de carne fresca –declara el capitán explicando el objeto de su inesperada visita–. Pero no podemos estar mucho tiempo. Debemos marcharnos enseguida para seguir pescando. El asunto se presenta bastante bien. –Mañana a primera hora saldré de caza –promete Heinz. Siempre es una novedad bien acogida toda ocasión que se nos presenta de poder vender algo a la tripulación de un barco. Además de la carne, si Heinz tiene suerte en la cacería, podemos vender bananas, verdura fresca y fruta. Incluso un par de pollos. O bien cambiamos esto por cosas que nos hacen mucha falta. Los diez hombres del pesquero son nuestros invitados en una modesta cena. No tengo preparativos hechos para tantos visitantes. Pero ellos aceptan gustosos lo que hay. Después de la comida nos sentamos largo rato junto a la chimenea. Arde el fuego, porque ya el frío se deja sentir bastante. Estamos a primeros de septiembre, y entre nosotros ése es precisamente el tiempo más frío. La conversación no se desliza tan animadamente como en otras ocasiones en que hemos tenido visitantes. Nuestros actuales huéspedes dan la impresión de estar algo cortados. –¿Es que pasa algo? –pregunto finalmente. Los largos silencios que se interponen entre las frases que se arrastran penosamente me ponen nerviosa. –A nosotros, nada –contesta el capitán mientras da, pensativamente, unas chupadas a su pipa–. Pero en la tierra de ustedes las cosas van mal. Pronto habrá guerra. No estamos muy enterados de lo que ocurre afuera en el mundo, en Europa. Con frecuencia, las cartas y los periódicos necesitan meses para llegar hasta nosotros.
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No queremos creer a pies juntillas en las sombrías profecías del capitán. Pero íntimamente estamos muy inquietos. Apenas podemos dormir. Por primera vez hemos vuelto a oír esa palabra que tanto oprime nuestros corazones. Y esta vez con entera claridad. La palabra «guerra». A la mañana siguiente hemos realizado a fondo todas nuestras tareas, sin dejarnos tiempo para rumiar nuestros pensamientos sombríos. Heinz sale de cacería con un par de hombres de la tripulación. Y tiene buena suerte. Regresa con un toro. Lo que la tripulación no puede llevarse a lomos del asno se lo cargan los pescadores a las espaldas y van así hasta la costa. Las verduras y los pollos los paga el capitán en dólares; las frutas y la carne son cambiadas por cosas que necesitamos con urgencia desde hace mucho tiempo: jabón, leche y pantalones de faena para Heinz y Harry. Y por dos cachorrillos de perro pastor recibo cuatro camisas de trabajo. Los hombres del pesquero Paramount ya se han ido. Pero la conversación sigue resonando todavía en el aire. No se me aparta del pensamiento la palabra que ayer salió a relucir. Si, efectivamente, hay guerra, ¿qué va a ser de nosotros? Entonces me acuerdo de las palabras del comandante de nuestro archipiélago, el señor Alvear: –Floreana se convertirá en base militar –había dicho hacía algún tiempo–. Con una dotación de un oficial y nueve soldados. Recuerdo que la guarnición debió establecerse en julio. Pero hasta ahora nada ha sucedido. El comandante Alvear no ha vuelto a mencionar el asunto. Quizás entonces tampoco él estaba muy seguro. Y ya no hemos vuelto a pensar en eso. El comandante es un hombre fino y educado. Su mujer, de la que nos ha hablado con frecuencia, es hija de alemanes. Nacida en el Ecuador, se educó en Europa. Y también con el comandante Alvear se puede hablar maravillosamente sobre temas europeos e incluso sobre literatura y música alemanas. No me cansaba de oír todo lo que él había leído en los libros. Mucho, muchísimo más de lo que aquí es usual. Nos ha visitado un par de veces. Ha venido conmigo por el huerto y siempre ha tenido palabras de alabanza para nuestro trabajo y nuestros logros. Y en cierta ocasión dijo: –Realmente, hay que tenerles envidia. Ustedes viven felices aquí. Tienen todo lo que se necesita para vivir. No podemos soñar un comandante mejor para las Galápagos. Ha fundado aquí en las islas la primera escuela, e incluso ha levantado un hospital. Siempre se muestra preocupado por dar a la población un nivel de vida más alto. Y también Página 200
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por nosotros, los extranjeros, muestra un interés especial. Cada dos o tres meses viene con un barco motor a Floreana para saber cómo nos encontramos.
Han transcurrido ya tres meses desde la visita de la tripulación del pesquero Paramount. Tres meses desde que oí aquella palabra espantosa de «guerra». Ya hemos recogido la cosecha de patatas, y podemos darnos por satisfechos: ochenta sacos, una buena cosecha. Estamos ya a fines de noviembre. Entonces vinieron, en contra de su costumbre, Maruja y Marta Zavala, en la mañana de un domingo. Venían muy presurosas. Ya desde lejos vi, por sus movimientos excitados, que algo debía pasar. Sospeché que se trataría de un nuevo drama de familia. Pero lo que Maruja tenía que contarme era mil veces peor. Primero tragó saliva, y luego empezó a hablar. Una vez más sólo entendí una palabra: –Guerra, guerra. –¿Guerra? Por mucho que en las pasadas semanas hubiésemos pensado en la guerra y hablado sobre ella, siempre había sido el pensamiento sobre algo lejano que nunca podría penetrar en la tranquilidad de nuestra solitaria isla. Por nosotros mismos no sentíamos preocupación alguna, sino tan sólo por la patria y por todas las personas sobre las cuales la guerra se abatiría con sus terribles horrores. Pero ahora, cuando Maruja, con los ojos llenos de miedo y su excitada conversación, estaba ante mi vista, me sentí afectada más de cerca. Como si la guerra hubiese llegado ya a las costas de Floreana, como si a cada momento esperase yo oír los primeros disparos. Y los primeros gritos. –¿Guerra? –En Europa, doña Margarita. En Europa. –En Europa... –dije, repitiendo sus palabras como un eco. Guerra en Europa... En la patria... Tuve la impresión de que el corazón se me paraba. No supe qué decir. Maruja seguía jadeando. Estaba completamente fuera de sí. Y cuando pude vencer mi primer espanto paralizador y recobrar el uso de la palabra y le hice preguntas a Maruja, no pude obtener de ella nada razonable. Se necesitó mucho tiempo para extraer de su relato algo inteligible: el Calderón había venido, Página 201
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trayendo correo y las últimas noticias. Y con el barco habían venido también los soldados ecuatorianos que montarían en la isla la estación militar. Habían llegado también carpinteros, que en la bahía de Post-Office construirían un barracón para los militares. Maruja tenía correo para nosotros. Pero, en su excitación, se le había olvidado dármelo, y yo no me había fijado en el paquete. Heinz, que desde el huerto oyó mi conversación con Maruja, vino corriendo. Sin decir nada, abrió el paquete y desplegó en primer lugar los periódicos. Eran de finales de septiembre. A toda prisa echamos una ojeada sólo a las primeras páginas, y nos enteramos de lo que entre tanto había ocurrido en Europa: la guerra relámpago contra Polonia había terminado. De momento, todo estaba en calma. Pero no leímos en ninguna parte que la guerra hubiese acabado. Sufrí espantosamente con aquellas noticias. Sentí como mi salud se desmoronaba. A partir de entonces me vi aquejada por constantes dolores de cabeza. Heinz seguía moviéndose tranquilamente por la casa. Realizaba su trabajo en la plantación como siempre. Pero yo me daba cuenta de que su calma no era verdadera. Era todo una ficción dolorosa.
La guerra no se quedó en Europa. Cierto que no llegó hasta las costas de Floreana, pero no tardamos en sentir sus efectos. La tranquilidad en nuestra isla había terminado. De la noche a la mañana, las Galápagos cambiaron su fisonomía. Las islas que hasta entonces se habían llevado meses y meses sin ver un solo barco se convirtieron de pronto en el punto de reunión de barcos de guerra norteamericanos. Constantemente veíamos pasar buques patrulleros. Los americanos se preparaban contra cualquier contingencia, ya que había que calcular que la guerra no se quedaría limitada a Europa. Se hablaba incluso de montar bases norteamericanas en las Galápagos. A algo más de mil kilómetros de nosotros está el Canal de Panamá. Las Galápagos parecen creadas para impedir la entrada al Canal por la parte del oeste, viniendo desde el océano Pacífico, ese canal que no sólo es de importancia enorme para la vida económica de los Estados Unidos, sino que estratégicamente es, con toda seguridad, el punto más importante de América. Y probablemente el más sensible. Conocíamos la importancia del Canal de Panamá por muchos relatos de los americanos que nos habían visitado aquí. Y una mirada al atlas hacía que no se pudiera abrigar duda alguna sobre ese punto: en caso de guerra en América, el Canal y las Galápagos interdependían. Página 202
No hay guerra particular con Floreana
Nuestros vecinos, los Conway, se sintieron también profundamente sobrecogidos. El señor Conway era, como Heinz, oficial de la reserva. Consiguientemente, debía ponerse a disposición de su país. Los Conway cesaron de roturar terreno. Se limitaron a conservar y cuidar lo que ya habían preparado. Y ya eso era mucho, muchísimo. Habían plantado avenidas enteras de árboles frutales. Nosotros podíamos hacernos idea de la espléndida y valiosa posesión que sería aquélla estando bien cuidada.
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NO HAY GUERRA PARTICULAR CON FLOREANA Enero de 1940.
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o parecía que la guerra fuese a acabar pronto, como nosotros habíamos esperado en silencio. Por el contrario, no se podía saber cuándo terminaría. Y aquel día de enero de 1940 Heinz me comunicó su decisión: –En cuanto se presente la oportunidad iré a San Cristóbal y preguntaré telegráficamente al Consulado qué debo hacer. Cuando le oigo decir eso, creo que voy a caer derribada por el golpe. ¿Comprendo a mi marido en este momento? ¿Puedo comprenderle en general? Los hombres piensan en estas cosas de una manera completamente distinta que las mujeres. –A millones de mujeres les pasa lo mismo que a ti –le oigo decir. Parece haber adivinado mis pensamientos. Millones de mujeres... Para mí, eso debe ser un consuelo. Pero no lo es, por más que me esfuerce en comprender a mi marido. No puedo ni siquiera imaginarme cómo me las voy a arreglar cuando esté aquí sola con los niños. Los niños constituyen ahora para mí una espantosa preocupación. Se muestran tranquilos. Pero no hacen preguntas. No pueden comprender por qué de repente su madre no canta con ellos. Por qué no les gasta bromas. Por qué anda con el rostro serio y los ojos tristes. En abril de 1940, Heinz tiene una oportunidad para ir a San Cristóbal. El comandante Alvear ha llegado con su barco a motor para ver si los soldados de la pequeña base insular están bien atendidos. Se lleva a mi marido a San Cristóbal. Desde hace semanas estoy ocupándome de sus cosas. Una y otra vez he acariciado la esperanza de que Heinz cambie su decisión. Y ahora la despedida me coge de improviso. Página 204
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–Portaos bien y ayudad a mamá en todo lo que podáis –dice Heinz a los niños cuando se despide de ellos. No puedo hablar de aquella despedida. Estuvimos mucho tiempo en nuestro Olimpo viendo como el padre desaparecía. Hasta que el barco se hundió en la oscuridad que iba extendiéndose sobre el mar. Todos nuestros perros hubieron de ser atados. Aullaban y se lamentaban. Y difícilmente pudo conseguirse que no salieran corriendo tras su dueño. Luego me quedé sola. Sola con los niños. Aterrada, cerré los ojos pensando en el porvenir. Los pensamientos se amontonaban en mi cabeza y no me dejaban descanso alguno. Aquí estoy yo, alemana, en una isla solitaria y alejada del mundo. Rolf e Inge, nacidos en la isla, son ciudadanos ecuatorianos. Pero ¿yo, yo? Si el Ecuador declara la guerra a Alemania, ¿qué va a ser de mí? ¿Y cómo van a tratarme los americanos en caso de que realmente los Estados Unidos monten una base aquí en Floreana? Ahora que Heinz no estaba, tenía yo exceso de trabajo y ningún tiempo durante el día para mis pensamientos. El trabajo lo exigía todo. Pero las horas de la noche eran terribles. Entonces llegaban los pensamientos insoportables, atormentadores, manteniéndome despierta horas y horas: ¿Qué iba a ser de Heinz? ¿Qué iba a ser de mí? ¿Me expulsarían algún día? De eso era de lo que tenía más miedo, de perder todo lo que aquí habíamos edificado. La vida sigue adelante. Porque tiene que seguir. Hemos matado un cerdo. Necesitamos carne. Y un cerdo menos es también un poco menos de trabajo. Los dos jovencitos ayudan todo lo que pueden. Todo transcurría lo mismo que si papá estuviese aquí. Los niños se portaban conmigo de una manera conmovedora. Me ayudaban realmente con todas sus fuerzas, como Heinz les había inculcado en su despedida. No estaban enterados de cuál era mi dolorosa preocupación; yo no les había dicho nunca por qué me mostraba tan acongojada. Pero ellos lo habían comprendido instintivamente. De pronto Rolf interrumpe su trabajo. Se enjuga con el brazo la frente, mojada de sudor, y me mira inquisitivamente. Observo que hay algún pensamiento que le agita, y me pongo en tensión. Luego dice: –¿Sabes, mamá? Se me ha ocurrido algo. ¿No podría mañana por la mañana bajar Harry a la costa con el burro y preguntar a los soldados si quieren comprarnos carne y morcilla? Seguro que les hace falta, porque no tienen nada. Y así
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reuniremos dinero. Podemos necesitarlo si tenemos que irnos de aquí. Así pues, también los niños han presentido qué es lo que nos amenaza, lo que desde hace semanas me preocupa y me atormenta: que quizá tengamos que irnos de aquí. –Sí –digo–, es una buena idea. Pero no comento nada sobre una posible marcha. A la mañana siguiente, Harry se pone en camino para la costa. Entre tanto me dedico a hacer salchichas con Inge y Rolf. Y morcilla de hígado picado y salchichón, según nuestra vieja receta. El resto del cerdo lo salamos, para tener así carne fresca. Los dos pequeños me ayudan concienzudamente, y cuando Harry vuelve de la costa, el trabajo está terminado. –Mañana los soldados nos comprarán todo el embutido —anuncia Harry escuetamente. Que esto se haya podido hacer tan fácilmente... Y que esta idea no se me haya ocurrido a mí, sino precisamente al niño. En efecto, nos compran todo el embutido. Incluso hubo que hacer más. Porque la pequeña guarnición que está abajo en la costa ha crecido entre tanto y se compone ahora de veinte hombres. Los soldados casados han hecho venir a sus mujeres y a sus hijos. Nuestros clientes quedaron muy satisfechos con el embutido. Nosotros nos alegramos mucho por aquella entrada de dinero. Lo repartimos como buenos hermanos: una parte fue a engrosar los ahorros de los niños; la otra mitad ingresó en la caja familiar. En lugar de poco trabajo, ahora tenemos mucho más. Pero eso es bueno. Así no pensamos tanto en tener que marcharnos. Al día siguiente, a Inge se le ocurre una nueva idea: –Ahora podemos cocer galletas y bizcochos para los soldados. Yo ayudaré también. Y cuando papá vuelva tendremos mucho dinero. Hicimos galletas. Y desde entonces no hemos cesado de preparar salchichas y galletas. No sé cuántos quintales de harina hemos agotado ya. Calculo que son ya quinientos quintales los que hemos hecho traer del continente. Estaba todo resuelto. La gente incluso venía a nuestra casa y nos compraba todo lo que teníamos en carne y embutidos. No dábamos abasto con las galletas. Nuestros hornillos estaban siempre encendidos. Harry había de darse mucha Página 206
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prisa para reunir la leña necesaria. El primer día vendimos más de siete kilos. Vendíamos el medio kilo a dos sucres y medio, algo más de sesenta pfenings en dinero alemán. Matamos el segundo cerdo, y luego el tercero. Y también todos nuestros huevos hallaron fácil salida. Teníamos un negocio. Desde aquella despedida estuvimos tres semanas solos. Tres semanas sin mi marido. Los niños estaban afuera cosechando. Yo trabajaba en la cocina. Entonces llamaron ruidosamente a la puerta. Fui a ver quién era. Probablemente, alguien que quería comprar salchichas. Pero casi me desmayé de alegría: en la puerta estaba él. Lena de felicidad, me colgué de su cuello. Mi marido estaba delante de mí, alto y tostado, y se reía. –Podrían robaros con toda facilidad. ¿Dónde están los niños y el perro? –Sin aguardar la respuesta, contó su historia–: Un pesquero que venía de los Estados Unidos me ha dejado en Blackbeach. El embajador alemán me ha mandado decir que de momento no hay posibilidad alguna para mi viaje. Debo esperar la llamada aquí. –¡Gracias a Dios! Estaba como enajenada. Era sencillamente felicísima. Pude incluso reír de nuevo. Y en mi alegría indescriptible me olvidé de que mi marido podría sentir hambre. Hice que se escondiera en el dormitorio. Yo había tenido mi sorpresa. También los niños debían tenerla cuando vinieran a casa. Y la sorpresa se desarrolló en toda línea. Los niños resplandecieron. Y contaron, llenos de excitación, todo lo que entre tanto había sucedido en la isla. Hasta que Rolf se aprovechó de una pausa y ruidosa y ardientemente exclamó: –Papá, tenemos un negocio. –Pero no Rolf solo –aclaró Inge inmediatamente–. Todos nosotros. Mamá también. Heinz no se asombró mucho por aquel instinto comercial despertado de pronto. Se echó a reír moviendo la cabeza y diciendo: –En esto, los niños han salido probablemente a su madre. –Luego, poniéndose serio, añadió–: Con niños así no hay peligro de verse abandonado. –Ya en su camino desde la costa a la casa se había enterado por los soldados de cómo Página 207
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nosotros habíamos conquistado en tromba, con carne, embutidos y galletas, los corazones de nuestros nuevos compañeros de vida insular–. Esto no puede perjudicar a nadie. Porque no sabemos qué nos espera.
Nos esperaban muchísimas cosas. No nos hacíamos ilusiones. Estábamos hechos a la idea de que un día u otro nos expulsarían. Pero de momento no pasó nada de eso. Otra familia alemana sí sufrió aquel destino: nos enteramos de que la familia Angermeyer, que se había establecido en la isla de Santa Cruz, había sido expulsada. También nuestros vecinos, la familia americana Conway, abandonaron la isla. La señora Conway regresó a los Estados Unidos en el siguiente barco. Su marido fue destinado a una base americana en la isla de Seymour. Hubimos de despedirnos dolorosamente de nuestros buenos amigos. Durante cuatro años habíamos compartido las alegrías y las penas, y ahora perdíamos, con los Conway, a las únicas personas con las que nos era posible entonces mantener una conversación seria y provechosa. Los barcos que ahora cruzaban las aguas en torno a Floreana no eran ya los blancos yates de millonarios americanos que en sus cruceros alrededor del mundo se paraban a visitar nuestra hermosa isla. Eran barcos de guerra. Temibles navíos de acero y de hierro, con amenazadores cañones apuntando al aire azul, como si la boca de cada uno de ellos amenazase tronar con sus disparos sobre el mar hasta donde nosotros estábamos. Así era como los veíamos desde nuestro Olimpo. Pero, a pesar de aquella estampa bélica, todo seguía tranquilo. La guerra nos respetaba. Los barcos no querían nada con nosotros. En la bahía de Post-Office se hallaba estacionado un barco de guerra americano. Pero tampoco aquella medida nos afectó en lo más mínimo. El comandante y los oficiales venían incluso a buscarnos y nos hacían visitas como en los tiempos de paz. Se nos rogó que surtiéramos al barco con víveres frescos. Y, naturalmente, lo hicimos a gusto. No teníamos motivo alguno para rechazar el ruego de los americanos. Hasta entonces, nuestras relaciones habían sido siempre muy cordiales; nunca habíamos podido quejamos de ninguna incorrección por parte de los americanos. Todo lo contrario. Siempre nos habían hecho la vida más fácil con mil pequeñeces. Pequeñeces para ellos, para nosotros cosas importantes y valiosísimas.
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Y, cuando pensábamos en eso, ¿qué nos afectaba a nosotros la guerra aquí, en el otro extremo del mundo? Empezábamos ya a sentimos otra vez tranquilos cuando nos enteramos de una noticia descorazonadora: Alemania había declarado la guerra a los Estados Unidos. Ahora todo había cambiado de golpe. Ahora nos habíamos convertido en enemigos. Los americanos que cruzaban las aguas de las Galápagos y nosotros los alemanes. Vivíamos ahora en el temor constante de ser tratados como enemigos. La palabra «expulsión» volvía una y otra vez a aparecer, si no en nuestras conversaciones, sí en nuestros pensamientos. Pero Floreana parecía predestinada a seguir siendo una islita de la paz. La guerra trazó un arco en torno a ella. No volvió a hablarse de que los americanos fueran a construir una base en Floreana. La isla Seymour sí fue convertida en una base aérea. No se trataba sólo de un rumor. Pronto fueron hechos concretos. Sin parar llegaban barcos de los Estados Unidos que traían inmensas cantidades de material a Seymour. De las islas próximas del archipiélago de las Galápagos que estaban habitadas fueron llevados hombres a Seymour para trabajar en la construcción de la gran base. Del continente, del Ecuador y de otros países del occidente sudamericano llegaban hombres a centenares. Día y noche se trabajaba en la isla Seymour. Los americanos pagaban bien. Derramaron una verdadera bendición de dólares sobre la isla. Miles de hombres trabajaban en Seymour. En el plazo más breve debía erigirse allí un gigantesco aeropuerto, el mayor de toda Sudamérica. Junto a la costa fue construido un muelle; los mayores barcos debían de llegar hasta la misma isla. En tierra crecieron numerosas casitas y toda una serie de grandes edificios, construidos de la noche a la mañana como hongos que brotaran del suelo, refugio para los trabajadores y para la guarnición americana. Las casitas se hacían de madera; el casino para oficiales y huéspedes de importancia fue una gran casa de piedra erigida con todas las comodidades. En Seymour nació toda una ciudad con iglesia, cine, comercios, calles y central eléctrica. En San Cristóbal fue construida una conducción de agua que la traía desde las montañas, a más de seiscientos metros de altura. Desde allí, con buques cisterna, se llevaba el agua hasta Seymour. Vivíamos en las proximidades de una de las mayores construcciones de la Tierra. Nadie habría podido sospechar nunca que las islas Galápagos se verían algún Página 209
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día agitadas por el estrépito de un trabajo ininterrumpido que las sacaría de su sopor; que enjambres de barcos zurcarían por las aguas tranquilas; que el rugido de los aviones llenaría el aire bajo el cielo azul del archipiélago. Los hombres que hasta entonces habían vivido en las montañas de San Cristóbal una vida pacífica, sin contacto alguno con el mundo exterior, como pequeños plantadores, abandonaron sus tierras. Se fueron a Seymour. Buscaban un trabajo bien pagado. Iban a la caza del dólar. Otros venían de Panamá, de Colombia, de Costa Rica, del Perú. El dólar los atraía. Por nuestra parte seguimos viviendo nuestra vieja vida, tranquila y llena de trabajo, aquí en Floreana. El estrépito de las tareas que se realizan en Seymour no llega hasta nosotros. Sólo nos llegan noticias de las grandes construcciones que se realizan allí. Nos cuentan que la base debe servir ante todo como «esclusa climática». Allí, las tripulaciones de los barcos y de los aviones que habían de intervenir en los escenarios bélicos de los Mares del Sur y del Lejano Oriente eran estacionadas para que se acostumbrasen al clima cálido. Seymour mismo no era un escenario bélico, sino una estación de paso entre la patria y la guerra en lugares remotos. Todavía seguíamos temblando ante la idea de que Floreana y no Seymour fuese elegida como base americana. ¿Qué habría sido entonces de nuestra vida? ¿Hasta qué punto habría cambiado si de pronto millares de hombres hubiesen llegado a la isla y construido una ciudad en la costa? No tenemos más remedio que estarles muy agradecidos a los americanos por haberse decidido al fin por la isla vecina, de forma que la torrentera humana del continente no haya llegado hasta nosotros. Barcos americanos traen más y más personal desde el continente. Se nos cuenta que abunda la gente salvaje que sólo piensa en ganar dinero. Aventureros, hombres que quieren vivir intensamente. Y llegan desde todas las costas. Los americanos son de una increíble generosidad. Su único interés es que la base esté construida rápidamente. El coste no importa. En la guerra, el dinero no representa papel alguno. A los trabajadores de las islas y del continente les pagan salarios fabulosos. Por un día de ocho horas de trabajo recibe cada obrero veinte sucres; las horas extraordinarias se pagan más caras, y los domingos el salario es triple. De tres a cuatro dólares es el promedio diario. Una suma con la que hasta entonces nunca habían podido soñar. Están alojados en pequeñas casas de madera. En cada casa hay agua corriente, un lujo que sólo conocían de oídas. Cada casa tiene un aparato de radio. Una lavandería y un taller de planchado tienen sus ropas en orden. Por poco dinero Página 210
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pueden comprarse ropas de faena en las tiendas de Seymour. Y por el arreglo del interior de sus moradas no tienen que preocuparse. Los americanos han traído todo lo necesario. Las casas están completamente amuebladas. Los obreros pueden acostarse en camas ya hechas. El alojamiento no les cuesta nada. La comida se les proporciona gratis; no necesitan pagar un céntimo. Cada semana reciben un cartón de cigarrillos y cada tarde dos botellas de cerveza fresca. Cada tres meses tienen catorce días de permiso. Los americanos los llevan al continente y los traen luego en sus barcos. Seymour podía ser el paraíso para aquellos hombres. Pero esta nueva vida ha caído sobre ellos como un animal salvaje. Pierden toda noción de medida. Se dejan arrastrar por la fiebre del dinero; no se contentan con reunir lo necesario para pasar una vida modesta y decorosa. Despilfarran los dólares tan rápidamente como los reciben. Sencillamente, no saben qué hacer con tanto dinero. —Hombres que hasta ahora han vivido modesta y humildemente ,nos contaba un viejo conocido que una vez vino a vernos recién llegado de Seymour, que se han alimentado con los frutos que la naturaleza les regalaba, de pronto sólo comen conservas americanas. Lo demás ya no les gusta. No saben leer las etiquetas que hay en los botes, pero les es indiferente lo que éstos contengan. Lo importante es que tienen algo americano. De este modo se precipitan como un torrente. Hombres que antes se sentían felices cuando se les regalaba un bote vacío de conservas, porque éste podía servirles para cien usos distintos y lo consideraban como un tesoro, ahora hacen esas extravagancias. Siempre habían fumado únicamente el tabaco que ellos mismos cultivaban; ahora sólo pueden fumar cigarrillos americanos. En Seymour había comenzado el baile alrededor del becerro de oro. Hombres que hasta entonces habían vivido una vida tranquila como pequeños campesinos y plantadores, tenían ahora otras ideas. Reconocieron la oportunidad de la época. Empezaron a realizar negocios y más negocios que tenían de todo menos moralidad. Los trabajadores de Seymour habrían podido ser gente rica. Pero la embriaguez del oro, del dólar, les arrebató el buen juicio a la mayoría de ellos. Se gastaron la mayor parte del dinero en «puro» (aguardiente de caña de azúcar). Disipaban el dinero a su alrededor, como si aquella lluvia de oro no fuese a acabar nunca. Más tarde conocí en el Ecuador a un par de hombres que habían sido más listos. Habían estado trabajando como obreros en Seymour durante dos años. Habían ingresado en el banco en Quito casi hasta el último céntimo de lo que ganaban. ¿Para qué necesitaban dinero en Seymour? La vida no costaba allí casi nada. Página 211
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Al cabo de dos años, cuando estuvo terminada la base en Seymour, volvieron al Ecuador, fueron al banco en Quito y extendieron un cheque. Y se compraron una magnífica finca. Hoy pertenecen a la gente acomodada del Ecuador. Pero Floreana, nuestra tranquila isla, tampoco quedó del todo inmune de la guerra. Recibimos no la base de que tanto se había hablado antes, sino un pequeño aeródromo y una pequeña guarnición americana. El aeródromo no tenía comparación con el aeropuerto de Seymour. Consistía exclusivamente en un campo plano y liso, pero afirmado con piedra; una pista estrecha y dura de la que se habían apartado los pedruscos. Heinz había ayudado a quitar las piedras. ¿No debió hacerlo? Siguió siendo siempre un buen alemán. Por su gusto, nunca habría disimulado, ni siquiera ante los americanos. Pero ¿qué nos habían hecho los americanos a nosotros personalmente? –Si me pongo a pensar en eso, en realidad sólo nos han hecho cosas buenas –dijo Heinz una vez que estábamos hablando de eso–. Nos dejan seguir nuestra existencia, no nos consideran como enemigos a pesar de que somos alemanes y de que nuestro país está en guerra con ellos. ¿Es que vamos a hacer en Floreana una insensata guerra particular con ellos? A nosotros, eso no nos serviría lo más mínimo. Y a los americanos no los perjudicaría en absoluto, naturalmente. No, no hacemos ninguna guerra particular. Y los Estados Unidos de América no parecen tampoco tener la intención de hacer la guerra contra nosotros. Por lo visto, no les parecemos peligrosos hasta ese punto. Hasta ahora no hemos sido expulsados de la isla. No hemos sido internados. Ni siquiera se nos vigila, sino que estamos supeditados al director de la Cruz Roja, que tiene su sede en Seymour. Cada dos semanas venía él mismo o enviaba a algunos oficiales y a un médico para informarse sobre el estado de nuestra salud. Se cuidaba de proveernos, en una época en que apenas recibíamos correo del exterior y nunca una carta de Alemania, ni periódicos ni otras cosas que nos eran necesarias. Una vez que Inge padeció un simple dolor de muelas, vino un avión con un médico y un dentista. Libraron a Inge de sus dolores. Y se quedaron toda la noche con nosotros como huéspedes. ¿Enemigos? No; eran hombres. Realmente, no habíamos sufrido nada. A pesar de la guerra. A pesar de la agitación bélica en Seymour, tan cerca de nosotros. Pero ¿seguiría pasando lo mismo en el futuro? ¿Podríamos continuar en nuestra amada isla Floreana cuando terminase la guerra? ¿O tendríamos que pasar a un campo de concentración en cualquier parte? La situación podía cambiar de la noche a la mañana. En época de guerra todo es imprevisible. Y entonces creíamos que en un día determinado llegaría el momento en que nuestra vida tal como había sido hasta aquí, hallaría su Página 212
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final. En los últimos tiempos, nuestros nervios se habían alterado horriblemente en aquel estado indeciso entre la esperanza y el temor. Y por eso sufría nuestro trabajo. No valía la pena preparar nada. ¿Para qué, si algún día tendríamos que dejarlo todo? Un día vino a visitarnos el capitán Brindall, jefe del mando de obras americanas. Con él venía un señor de paisano al que no conocíamos. Traía un plano en la mano, y a primera vista nos produjo una impresión desagradable de frialdad oficial. No presentíamos nada bueno y no nos atrevimos a preguntar. Tampoco el capitán Brindall dijo nada. Nos presentó al señor de paisano como secretario del Ministerio americano de la Guerra. «Éste es el fin», pensamos. Con el corazón palpitante preparé un almuerzo para ambos señores. Tomaron asiento y comieron con satisfacción, como si no hubiese nada más importante que hacer en una isla remota. Quizá tenían razón. Por fin el capitán Brindall empezó a hablar: —Tenemos que tratar con ustedes dos de ciertas cuestiones. Podíamos imaginarnos lo que nos iban a decir. Dejamos esfumarse las últimas ilusiones acerca de nuestro futuro. —Se ha decidido en Washington... –prosiguió el capitán lentamente y recalcando cada palabra. Parecía como si en aquella ocasión se solazara atormentándonos en la tensión insostenible de lo que iba a decir. ¡Que dijera de una vez que teníamos que empaquetar nuestras cosas! –... que la familia Wittmer puede seguir en Floreana. Aquella segunda parte de su concisa frase la oí yo como en medio de una niebla. «Puede seguir...» Me repetí a mí misma las dos palabras en voz baja, con labios temblorosos. Y tuve que contenerme para no romper en un llanto de alegría. El capitán Brindall hizo como si no hubiera observado mi emoción. Prosiguió, en el mismo tono prosaico y práctico, después de haber transmitido aquel mensaje de alegría: —Vamos a montar una base en Floreana. En aquel punto intervino el secretario del Ministerio de la Guerra, que hasta Página 213
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entonces había permanecido completamente silencioso y que ahora se mezcló en la conversación. Había llegado con el avión de Panamá porque el asunto relativo a la «Operación Floreana» corría mucha prisa. —Necesitamos el consentimiento de ustedes para varias cosas –empezó a decir. Heinz y yo nos miramos un momento desconcertados. Los americanos nos pedían nuestro consentimiento. Aquello sonaba absolutamente inverosímil. ¿Aquí? ¿En el año 1941? Pero el secretario siguió hablando, muy frío y muy tranquilo, como si se tratase de un negocio y no de una empresa militar de un país que se encontraba en guerra con Alemania: –En la isla va a construirse una pequeña pista para aviones, muy cerca de donde están ustedes, en la Pampa Larga. El agua que necesitará la gente, y que ha de ser llevada allí, se sacará con una tubería del manantial que ustedes utilizan. Para esto, como ya he dicho, necesitamos su consentimiento. Por otra parte, se construirá una carretera desde Blackbeach hasta el aeródromo. También en esto hemos de pedirle su consentimiento, ya que la carretera tendrá que pasar junto a su seto. Abrumada por aquella generosidad del Ministerio de la Guerra de los Estados Unidos, quería yo decir que, naturalmente, tenían nuestro consentimiento; que no necesitaban siquiera preguntarnos... Pero el secretario hizo un guiño y continuó: —Estamos dispuestos, naturalmente, a abonarles una determinada indemnización por ese consentimiento, bien en dinero o en víveres u objetos, como ustedes deseen. Por lo demás, tendrán la posibilidad de vender todos los productos de su granja, porque la base estará guarnecida por cinco oficiales y setenta y cinco hombres, entre ellos un médico y un dentista, y habrá también una estación de radio. Esto es lo que tenía que comunicarles, o, si ustedes lo prefieren, preguntarles. Estamos seguros de que vivirán en buenas relaciones con nuestra guarnición. Con aquello, la conversación se dio por terminada. Sólo habían hablado los dos americanos. Nos habían pedido nuestro consentimiento. Pero no habían esperado a que se lo diéramos. Había sido nada más que un formulismo, pero, de todos modos, un gesto muy noble y muy cortés. Y aquello sabíamos nosotros apreciarlo. Porque, al fin y al cabo, en aquella época los americanos eran los dueños de Floreana. La isla les había sido cedida por el Ecuador para el establecimiento de una base militar. Página 214
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Después de aquella breve conversación entraron los niños y saludaron al capitán Brindall, que para ellos era ya un viejo y buen conocido. En cada visita les traía chucherías. Pero también el secretario del Ministerio de la Guerra traía un paquetito para cada uno. Se los dio. —Esto es para ti, Rolf, y esto para ti, Inge. —Thank you very much –dijo Rolf, dando las gracias breve y educadamente, y se colocó el paquetito bajo el brazo, con el rostro lleno de alegría. Pero Inge, sin pronunciar palabra, se limitó a mirar con grandes ojos al americano desconocido. Por fin se volvió y preguntó a Heinz: –¿Puedo aceptar el paquete, papá? —Naturalmente que puedes. Sonriendo un poco turbada, Inge le dio las gracias al americano. Pero éste no se había ofendido lo más mínimo por la reserva mostrada por Inge. Se echó a reír alegremente: –Señor Wittmer, sus hijos me agradan. Durante cinco minutos, la guerra quedó olvidada. Luego los señores volvieron a hablar del asunto. Al fin y al cabo, para eso habían venido a visitarnos. –Quisiéramos ir ahora a la Pampa Larga –dijo el capitán Brindall–, y le rogamos que nos acompañe, señor Wittmer. Y usted, señora Wittmer –añadió después, volviéndose hacia mí–, nos haría un gran favor si nos tuviese preparado algo para la comida del mediodía. Seremos cuatro; dos de nuestros ingenieros nos acompañarán. No necesitaban alejarse mucho para llegar hasta el sitio donde se construiría la pista para los aviones. La Pampa Larga se hallaba tan sólo a la distancia de un cuarto de hora de nuestra casa, algo más baja que nosotros, aproximadamente a unos doscientos cincuenta metros de altura. Es un gran llano de terreno gris de arcilla, cubierto escasamente con una hierba silvestre que tiene cierto parecido con nuestro trébol. El llano viene a tener un kilómetro de largo, está sembrado de negras piedras de basalto y rodeado por todas partes de espesa maleza. No había mucho que construir allí. De la futura pista sólo había que apartar las piedras. Tal como estaba el suelo, se prestaba, sin mayores dificultades, al despegue y al aterrizaje de pequeños aparatos. Grandes aparatos no tenían por qué aterrizar allí; se había pensado sólo en aviones de reconocimiento que se Página 215
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encargasen de los vuelos normales de patrullas alrededor de la isla y por las inmediaciones más próximas. El alojamiento para la guarnición se situaría en la espesura de los bosquecillos y consistiría en pequeñas casas que se traerían de los Estados Unidos ya listas para ser montadas. Lo único que daría más trabajo sería la carretera que subiría desde la costa. Habría que darle un ancho de cinco metros talando en pleno bosque. Mas para eso tenían máquinas. Para la comida del mediodía volvieron los señores de la Pampa Larga. Con ellos venían los dos ingenieros. Yo pude atenderlos, escasez de víveres no había en Floreana ni siquiera en plena guerra. El jugo de un saco de naranjas, que previsoramente yo había exprimido, apenas dio abasto. A los visitantes, el insólito calor les tenía abrasada la garganta. Mientras estábamos tomando el café me senté junto al corro de los hombres. El secretario del Ministerio de la Guerra me miró inquisitivamente. –Y bien, señora Wittmer, ¿qué ha decidido usted? No me había sido posible cambiar a solas con Heinz ni siquiera una palabra. En realidad, no habíamos decidido nada. Pero se esperaba de mí una respuesta. Y yo no dije más que: —Okay! El secretario asintió complacido. –¿Y usted, señor Wittmer? Heinz no dijo simplemente «okay», sino lo que pensaba en realidad: —Si mi familia y mi casa son respetadas, naturalmente estoy de acuerdo en todo. Dos días después debían llegar veintidós trabajadores para iniciar los preparativos de la construcción de las instalaciones proyectadas. Dormirían en tiendas de campaña alrededor de nuestro seto, y yo debía alimentarlos. Veintidós hombres, dos ingenieros y el capitán Brindall: un incremento de familia de veinticinco personas. Una vez más, nos fue imposible decir que sí o que no. Los señores tenían prisa. Se despidieron y se marcharon. Pero, ya fuera del huerto, el secretario del Ministerio de la Guerra se acordó de pronto de algo que se le había olvidado.
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–¡Una carta para ustedes! –exclamó volviéndose y agitando un sobre blanco. Vimos las grandes letras picudas de nuestro amigo el profesor Waldo Schmitt, de Washington. Heinz abrió el sobre nerviosamente. El gran pliego blanco no contenía más que estas pocas palabras: «Don’t worry, you all will stay on Floreana. I am always your friend, W. S.» Aquello era todo. ¡Pero qué noticia tan maravillosa! «No os preocupéis, todos seguiréis en Floreana. Soy siempre vuestro amigo, W. S.». A él teníamos que agradecerle el seguir en nuestra isla. A él y al presidente Roosevelt, que había decidido a nuestro favor.
Floreana, tu calma paradisíaca no existe ya. Ahora nuestra isla se ha hecho ruidosa. Ruidosa e intranquila. Barcos, aviones y una bandada de trabajadores procedentes de todos los países imaginables, en un pintoresco abigarramiento, apenas nos permiten ya un descanso profundo. Nos consolamos con el pensamiento de que en muchos otros rincones del mundo la intranquilidad es mucho mayor. Que hay países enteros que están en llamas. Nosotros, en cambio, no hemos oído todavía ningún disparo. No sabemos lo que es ver caer bombas. Realmente, no tenemos motivo alguno para quejarnos. Por lo menos, de nuestros «enemigos» los americanos. Cada vez con mayor frecuencia tenemos visitantes de Seymour. Oficiales americanos que quieren ver algo distinto del aeropuerto y de la agitación ruidosa de aquella base gigantesca. Para ellos, Floreana sigue siendo aún el rinconcito más tranquilo de toda la Tierra, y aprovechan sus días libres para hacer una visita a la «fabulosa isla Floreana» y a sus habitantes. Antes aparece siempre un avión. El aviador ha estado ya muchas veces en nuestra casa. Nos conocemos muy bien. Y nos ha prometido anunciarnos cada visita. –Cuando vuele tres veces sobre vuestra casa y me bambolee en la tercera vuelta, eso será señal de que vienen nuevos visitantes. Eso es lo que nos ha dicho, y siempre ha cumplido su palabra. Nuestro servicio de información funciona de una manera perfecta. También el comandante de la isla de Seymour ha estado ya en nuestra casa un Página 217
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par de veces. Nos entendemos estupendamente. Hemos concertado un convenio tácito: en el «Asilo de la Paz» no se habla de la guerra. Ni a favor ni en contra. Ni en pro de los americanos ni de los alemanes. Si alguna vez un novato, un oficial joven, recién llegado de Seymour, roza, sin sospechar nada, el tema de la «guerra», se digo suavemente con tono amistoso: –Estamos en el «Asilo de la Paz». ¿No sería mejor hablar de otra cosa? ¿No tienen ustedes bastante guerra en Seymour? Todos ellos, nuestros amigos americanos, llenos de tacto, saben lo difícil que resulta nuestra posición. Hace mucho tiempo que hemos reconocido a Hitler como el verdadero perturbador de la paz. Pero no podemos hacer lo mismo con Alemania, nuestra patria. Eso es un problema distinto. Sufrimos con ella. Para nosotros, ella no está identificada con los horrores de esta guerra insensata e inútil. Entonces el joven oficial calla, algo turbado. Y los demás me dan la razón. Ellos mismos se alegran de que por lo menos aquí no se hable de la guerra. Nos traen periódicos, que nos entregan en silencio. Cuando, después de la visita, nos quedamos solos, los leemos. Entonces nos enteramos de todo lo relativo a la guerra. Más de lo que quisiéramos. El comandante de la isla trajo un nuevo encargo para nosotros. –Necesitamos más verdura en Seymour —dijo—. Las recibimos de Santa Cruz, que es el huerto del archipiélago de las Galápagos, pero en esta isla, no sé por qué cosa rara, no se dan tomates. Y precisamente queremos tener tomates. ¿No podrían ustedes...? Naturalmente que podemos. –Plantaremos muchos tomates. Pero ustedes se los llevarán cuando estén maduros. —Sure. Rápidamente nos ponemos de acuerdo en el precio: cinco dólares por cien libras. También para nosotros aquello era una buena cosa. En vista del magnífico negocio que nos esperaba, nos dedicamos con frenesí a plantar tomates. Se dan espléndidamente. En cada trocito libre había magníficas tomateras. Las plantas no tardaban en florecer. La cosecha prometía ser un gran éxito. Para los soldados hambrientos de tomates y para nuestra caja familiar. Cuando los tomates empezaron a amarillear, apareció precisamente el Cisney, un barco de la base aérea de Seymour. Página 218
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—Dentro de tres semanas podrán ustedes empezar a transportar tomates —le dije al oficial del Cisney, al que conocíamos de hacía ya mucho tiempo. –¡Maravilloso! – Pero el capítulo «tomates» fue abandonado enseguida. El oficial tenía que hablar de algo más importante que los tomates–. ¿No conocen ustedes la última noticia? Washington ha ordenado que en Floreana no se construya ninguna base aérea. Hablando en confianza: no lo comprendemos en absoluto. La base va a construirse ahora en Hood. ¡Precisamente en Hood! En una isla desolada y pedregosa en la que hay que abrirse penosamente camino a través de las rocas. Cuando justamente en la nuestra sería todo tan sencillo. Porque el camino ya está hecho. —Pero en Hood no hay agua —digo. —Maybe. –El oficial se encoge de hombros–. No he sido yo quien ha dado la orden. Pero alégrense ustedes. Ésa es la situación. Pronto volverá la calma a nuestra isla... Entre tanto, los tomates empiezan a madurar. Nadie viene a recogerlos. Al principio no hay más que un par de cubos. Los utilizo de todas las maneras imaginables. Luego hay verdaderas carretadas. Les ruego a todos los soldados ecuatorianos de guarnición en Blackbeach que vengan a recoger todos los tomates que quieran. Zavala y Maruja vienen y se llevan unas cuantas cargas en los burros. Pero no los agotan. Cada día hay más. Los cerdos, los asnos, incluso la vaca Bárbara, que entre tanto nos ha proporcionado la anhelada ternera y con ella la tan anhelada leche, y, naturalmente, nosotros, comemos diariamente tomates. Nuestro trabajo no debe quedar del todo desaprovechado, aunque falten los esperados dólares. La exuberancia de tomates parece que no va a terminar nunca. Y sigue sin venir ningún barco. Nos quedamos con los tomates colgados. Eran muchos, muchos quintales de tomates. Tomates, nada más que tomates... Nueve semanas después viene de nuevo el primer barco de Seymour. –Ahora ya no quedan tomates –digo–. Los últimos se han podrido en las plantas. –¿Tomates? ¿Qué es eso de los tomates? Nadie está enterado de la cuestión de nuestros tomates y de nuestro convenio con el comandante de la isla. De pronto había sido trasladado a Panamá, y se le Página 219
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olvidó informar a su sucesor sobre nuestro negocio. Para la Armada de los Estados Unidos había en aquel tiempo otros problemas que resolver y no nuestra cosecha de tomates. Este constituía su problema más insignificante. Y nosotros dejamos las cosas como estaban. Pero transcurrió mucho tiempo antes de que nos decidiéramos a sembrar tomates otra vez.
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CAPÍTULO 21
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olf ha cumplido ya once años; Inge, siete. Ni un solo día han ido a ninguna escuela. Aquí no hay ninguna escuela. Hace años acariciamos a veces la idea de enviar a los niños al continente, quizás incluso a Alemania. Pero, naturalmente, no es cosa de pensar en eso al quinto año de guerra. Pero no se les puede dejar crecer como salvajes. Sin saber leer, ni escribir, ni nada de cuentas. Sin un poco de geografía y de historia. No basta con que sepan labrar la tierra y plantar bananas y café, arar, criar gallinas y toros y matar y preparar cerdos. Necesitan por lo menos una cierta dosis de instrucción escolar. Yo soy su madre. Tengo que ser yo la que los instruya. He de hacer eso además de las otras cosas. Hago de maestra, de forma completamente supletoria pero, sin embargo, con la necesaria atención. No tengo tiempo para pasarme con ellos cuatro o cinco horas de la mañana dándoles lecciones en los bancos de la escuela. La instrucción se realiza en cualquier momento del día, en cuanto se presenta una oportunidad, sobre todo mientras hago sencillos trabajos de cocina a los que no hay que prestar mucha atención; entonces puedo dedicarme con ellos a hacer cuentas o a leerles poesías en voz alta. Si no se puede entonces, se lee y se escribe de dos a cuatro, en caso de que entre tanto no suceda otra cosa. Y con frecuencia sucede. Cuando no tenemos nada que hacer, esto es, cuando salimos con el burro, puedo hacerles preguntas montada en el animalito. Entonces, mientras van andando despacio al lado del burro, repiten una poesía que se han aprendido de memoria, una poesía navideña o cualquier fábula de la que todos los escolares han oído hablar. En la cuestión de historia y geografía tienen un segundo maestro: mi marido. En estas asignaturas está más fuerte que yo. La enseñanza de la historia y de la geografía tiene lugar por las noches, antes o después de la cena. Y luego, a la luz de la lámpara de petróleo, como cualesquiera otros escolares, han de hacer sus «deberes». Nunca hubiera creído que la lengua alemana fuese tan difícil. Ahora me doy Página 222
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cuenta de todas las dificultades que mis hijos han de encontrar en la gramática, y procuro enseñarles todas las reglas. En casa sólo se habla alemán. Pero afuera, donde los niños únicamente se juntan con ecuatorianos, hablan español, y lo hacen bien. Si vienen americanos, hablan con ellos en inglés. Están aprendiendo tres idiomas al mismo tiempo. Rolf aprendía fácilmente y con entusiasmo. Y, a la par de eso, sin que yo insistiera de forma especial, se dedicaba por su cuenta a reunir una sabiduría general a base de periódicos y revistas. Sobre las últimas conquistas de la técnica está perfectamente impuesto, a pesar de sus once años. Inge no tiene deseo alguno de aprender. Su mollera es dura como la de toda auténtica westfaliana. Lo que no quiere, no lo quiere de verdad. —Basta que yo sepa cocinar bien y hacer pan y trabajar en el huerto y matar un cerdo —opina ella. Le gustan el huerto, los animales, la cocina. Pero la escuela no es su fuerte. Nuestros hijos son muy diferentes de otros niños. Han crecido en condiciones completamente distintas, en un ambiente totalmente diferente. Tienen un instinto especial para lo práctico. Y eso se manifiesta no sólo en Inge con su inclinación al huerto y a la cocina. Nuestro amigo Benjamín Chiriboga, un oficial de uno de los nuevos barcos de guerra, había traído en una de sus visitas un regalo para Rolf: un pequeño avión desarmable. Cualquier otro chiquillo de la edad de Rolf se habría alegrado con el regalo. Él miró el juguete, meneó la cabeza y dijo con sincera seriedad: –¿Qué voy a hacer con esto? Si quiere usted darme algo, sería mejor que me diese unos cartuchos para mi máuser.
Lump, el perro pastor, nuestro viejo y fiel amigo, era un año mayor que Rolf. Doce años antes le habíamos traído desde Colonia a Floreana siendo un cachorrillo. De pronto, se puso enfermo. Heinz cuidaba a su buen camarada de caza, a nuestro leal guardián y «niñero». Le cuidaba todo lo que podía. Pero el noble y viejo camarada no quería ponerse bueno. –El único bien que puedo hacerle ya —dijo Heinz suspirando— es pegarle un tiro.
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En realidad, no quedaba otra posibilidad. Al mediodía, cuando Lump estaba durmiendo, terminó todo. Para él fue un alivio; para nosotros, un día de tristeza. No sabíamos qué era lo que podía haberle puesto enfermo. Quizás había contraído una enfermedad contagiosa, y los otros perros podrían enfermar también. Decidimos quemarlo, para que todas las bacterias fuesen destruidas con seguridad. En el jardín teníamos un gran montón de ramas secas. Pusimos sobre ellas al perro muerto, las rociamos con petróleo y prendimos fuego. Toda la familia se sentía triste por la pérdida del fiel animal, al que tantos años habíamos tratado como a un buen amigo. Tan tristes estábamos que no caímos en la cuenta de lo que estábamos haciendo. Primeramente subió del montón de ramas encendidas una negra columna de humo. Luego se alzó una alta llama, visible a mucha distancia. Entonces me acometió un gran terror: ¡si se viese la humareda y la llama desde Seymour! ¡Si se interpretase mal aquel humo y aquella hoguera! ¡Los japoneses! ¡Los submarinos! ¡Y nosotros, alemanes en este lugar diminuto y estratégico! La confianza que Waldo Schmitt había depositado en nosotros... La cosa ya no tenía remedio. El montón ardió lentamente hasta el final. –Si estuviera un avión de patrulla por los alrededores... –dije. No necesité seguir hablando. Heinz comprendió inmediatamente: –Quizá tengamos suerte... quizás el fuego se haya apagado cuando venga un avión. Si es que viene alguno. Y vino. Oímos desde lejos el zumbido del motor. Y las llamas ardían cada vez más. Era un hidroavión. Dio un par de vueltas sobre nuestras cabezas y sobre el fuego; luego se bamboleó. Aquél era el signo convenido: a lo más tardar, dentro de dos horas tendríamos visitas en la isla. No nos atrevíamos a pensar qué nos sucedería. A pesar de todo, lo primero que hice fue disponer la mesa del café. «Así, por lo menos, podrás ofrecer algo especial», pensé sarcásticamente mientras disponía de la manera más apetitosa pan, mermelada, huevos pasados por agua, doradas bananas y, como refresco después de la larga y calurosa caminata, jugo de piña, leche fresca y mantequilla casera. Nuestra vaca oficial, Bárbara, nos regalaba en los últimos tiempos cinco litros de leche diarios. Pero mis rodillas temblaban mientras ponía la mesa.
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Aquella visita no se hizo esperar mucho tiempo. Aparecieron cuatro señores, entre ellos el comandante jefe de Seymour en persona y nuestro protector de la Cruz Roja. —Hallo! —Hallo! El saludo no sonaba distinto que otras veces. Traje agua para que pudieran refrescarse. Hicieron como siempre. –¿Qué tal están los niños? –preguntó el comandante. –Muy bien, gracias. Gracias a Dios, todo está perfectamente. —Me alegro. Cortés, amable, como siempre. Y rápidamente aumentaba mi miedo. –¿Puedo ofrecerles café? Yo misma no creía ya que quisiesen aceptar la invitación. —Con mucho gusto. Gracias. Los cuatro señores tomaron asiento y saborearon las cosas que yo había preparado. Tuve un éxito especial con la leche y con la mantequilla. Yo estaba sentada allí como encima de un volcán que de un momento a otro podía estallar por los aires. Pero nada estallaba. Hablábamos alegre y tranquilamente. Como siempre. Pero he aquí que de pronto el comandante carraspea suavemente pero de forma inconfundible. Y entonces sabemos todos que se va a tratar del desagradable asunto. –Han encendido ustedes un fuego aquí en la isla, señor Wittmer, ¿no es así? –preguntó el comandante cortésmente pero ya sin mucha efusión. Cuatro pares de ojos se habían entornado ligeramente y observaban a Heinz en forma penetrante. –Sí –dijo él–. No habíamos pensado en eso... Pero no fue con mala intención... —Nos sentimos inclinados a considerar ese fuego de otra manera, señor Wittmer. No tan inofensivo. Página 225
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El comandante tamborileó impacientemente sobre la mesa con la punta de los dedos. Su voz había sonado de pronto muy fría. —Fue verdaderamente inofensivo –intervine yo. Y entonces conté, temblando y tragando saliva, lo sucedido, y las lágrimas me corrieron por las mejillas al hablar de nuestro fiel Lump. De su muerte, de la enfermedad contagiosa que quizás había contraído–. Teníamos que quemarlo. Si lo enterrábamos, Sir, los otros animales podrían haber enfermado también... El comandante y los demás señores me escucharon silenciosos. Cambiaron miradas interrogativas. Yo había terminado hacía tiempo mi historia, y el comandante seguía aún silencioso. Los próximos segundos serían decisivos para nuestro destino. Una palabra de él... y nos quedaríamos o tendríamos que marcharnos. —Okay. De pronto me eché a reír entre lágrimas. Reía como una loca. Toda la tensión de nervios de aquellas dos horas últimas se desató en un segundo en una risa tonta pero feliz. Y el comandante sonrió suavemente. Yo sabía que él, lo mismo que nosotros, era un gran amante de los perros. Quizá la trágica historia de Lump le había conmovido. —Naturalmente que en lo sucesivo no seremos nunca tan imprudentes —dijo Heinz. El comandante asintió. Y luego no volvimos a hablar una sola palabra del fuego. Conversamos como siempre. –En la próxima semana vendré otra vez por aquí –prometió el director de la Cruz Roja– y veré cómo están de salud y cómo van sus dientes. Mientras el comandante hablaba con los niños como si nada hubiera pasado y les regalaba un paquetito de chocolate, uno de los oficiales llamó aparte a mi marido. –¿Sabe usted realmente lo que han hecho, señor Wittmer? ¿Y lo que podría haberse originado de aquí? –Sólo un poco –dijo Heinz. —Se lo explicaré con todo detalle: se podría, por ejemplo, haber pensado que el humo y el fuego eran una señal convenida para un submarino alemán. No nos juzguen ustedes mal si se nos ocurre tal idea. Estamos en guerra, señor Wittmer. Y aquí no estamos guardando cajas de huevos. Y ustedes son alemanes. Página 226
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–Sí –dijo Heinz tranquilamente, dejando que el otro tomase aquel «sí» como quisiera. Comprendía la situación mejor que yo. –Quería únicamente decirle todas las consecuencias que puede tener una cosa así, señor Wittmer. Supongamos que hoy, o mañana. O pasado mañana se ve, por ejemplo, en la zona del Canal, en las cercanías del canal de Panamá, un submarino alemán. ¿Cree usted que habrá alguien entonces que pueda creerse la historia del perro muerto? –Estando en guerra como estamos, lo dudo –contestó Heinz. –Ya ve usted entonces que también nosotros hemos tenido que pensar como lo hemos hecho. Nos separamos con la amistad de siempre. A Dios gracias, ni aquel día ni los sucesivos se vio ningún submarino en las proximidades de la zona del Canal. Pero después de aquel acontecimiento estuve enferma durante dos días. Y ya siempre estuvimos nerviosos. La menor estupidez nos asustaba mortalmente. Cuando de noche volaba un avión sobre nuestra casa, yo me ponía a gritar en la cama. Los nervios se me habían desatado. Tardé mucho tiempo en curarme de aquella excitación. Y luego llegó el día en que por primera vez en mi vida perdí de una manera total el dominio de mis nervios. Aquel día, cuando nos levantamos nos quejábamos de dolor de cabeza. Teníamos los miembros pesados, y una sensación de entorpecimiento nos llevaba casi al vértigo. Mi primer pensamiento fue: «Debemos de estar todos intoxicados». El día anterior debíamos de haber comido algo que no estaba en buenas condiciones. Traté de recordar, pero me era imposible concentrarme. Una y otra vez mis pensamientos se desviaban; en mi mente veía con toda claridad lo que diez años antes había sucedido aquí; la muerte lenta y dolorosa del doctor Ritter. La palabra «intoxicación» me perseguía penosamente. –¿Has visto ya los perros? Heinz entró en la casa viniendo de fuera. No, yo no había visto todavía los perros aquella mañana. –Se arrastran muy intranquilos –siguió diciendo Heinz, preocupado—. No han Página 227
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ladrado al verme, sino que se han limitado a gemir. Los dos salimos de la casa. Una vez fuera, los perros nos salieron al encuentro, pero más bien arrastrándose que corriendo. Tenían la cola caída y nos miraban como si hubiesen hecho algo malo. –Tengo muchísimo miedo –dije en voz baja– de que todos estemos envenenados. Nosotros y también los perros... Tenía unos mareos tan grandes que hube de agarrarme del brazo de Heinz. No seguimos hablando. En silencio anduvimos un trozo colina arriba. Sobre el bosque pesaba una fina niebla gris. Hacía ya semanas que no llovía, a pesar de que la época de las lluvias todavía no había terminado. –Quizá se deba todo únicamente a este tiempo tan especial –sugirió Heinz–. Ninguna lluvia, y, sin embargo, esta neblina… Reinaba un olor extraño, como a azufre; un olor que nunca habíamos advertido en la isla. Y, además de eso, se notaba un pesado silencio. Desde el bosquecillo no llegaba a nosotros el menor rumor. No se percibía el vuelo de ningún pájaro, no oíamos ningún trino. Y cuando volvimos a la casa vimos que los perros estaban acurrucados e inmóviles bajo los arbustos. Entonces oímos tronar, un trueno sordo y arrastrado en la lejanía. Involuntariamente miramos al cielo, pero estaba completamente sin nubes. Solamente la neblina que estaba sobre nosotros lo hacía parecer gris. Tronó de nuevo. Muy lejos, con un ruido sordo. ¿Una tormenta sin lluvia? ¿Truenos sin relámpagos? Todo el día seguimos así. La debilidad en los miembros, la sensación de torpor, no desaparecían. Pero ya no creíamos en una intoxicación. Nuestro estómago funcionaba perfectamente; incluso pudimos comer, y no teníamos dolores. A veces aumentaba el ruido del trueno y a veces disminuía. En ocasiones experimentábamos la sensación de no escuchar aquel trueno sordo únicamente con los oídos, sino con todo el cuerpo. Como si a cada trueno se moviesen el aire y el suelo. Pero aquello quizás era únicamente efecto de nuestra fantasía. Nuestros nervios estaban demasiado excitados. A última hora de la tarde, de pronto, un estallido zumbante desgarró el aire, con tanta fuerza que sentimos como si un temblor recorriera la casa. Los perros ya no se arrastraban intranquilos, sino que aullaban salvajemente y corrían de un rincón a otro como si alguien los persiguiera. Página 228
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Apenas podíamos trabajar. Los niños se quedaron asustados en casa, mirándonos interrogadoramente. Pero nosotros mismos no sabíamos dar respuesta alguna. ¿Era quizás una batalla naval que se estaba riñendo en las inmediaciones? ¿Eran tal vez los inmensos tanques de gasolina de Seymour, en donde había millones de litros de combustible, que habían hecho explosión? ¿Habría disparado un submarino japonés o alemán, provocando un incendio y la explosión consiguiente? Cuando los niños estuvieron ya acostados, salí una vez más de la casa. Me parecía haber oído unos pasos ligeros. Sin embargo, no veía nadie. Me había equivocado. Pero entonces vi de pronto algo que me cortó el aliento: una gigantesca columna de fuego que por el noroeste se elevaba en el oscuro cielo. De una altura de centenares de metros y de una anchura de kilómetros, a mi vista, a pesar de la gran distancia. De repente sentí que Heinz estaba a mi lado. Había visto el resplandor del fuego desde la ventana. –Eso es en Isabela –dijo él señalando la gigantesca llama— un volcán ha hecho erupción, quizás Cerro Azul. Nos quedamos mirando fijamente el mar de llamas. La isla Isabela está a una distancia aproximada de treinta y cinco millas marinas de Floreana; en los días claros podíamos verla desde nuestra casa, pero aquel día no la pudimos divisar; la neblina la ocultaba. Sin necesidad de anteojos vimos como, con aquel mar de llamas se elevaban al cielo oscuras nubes de ceniza. Todo el cielo sobre Isabela estaba de un rojo de sangre. De vez en cuando, la llama subía hasta una altura doble, y luego una explosión ronca sacudía el aire. Aquella noche apenas pudimos dormir. Miles de preguntas aterradoras nos asaltaban. ¿Podría llegar la lluvia de cenizas hasta nosotros? Aquélla era mi mayor preocupación. Heinz no lo creía. Treinta y cinco millas marinas son, poco más o menos, setenta y cinco kilómetros; no, tan lejos no pueden ser arrastradas las cenizas por el viento. Yo no estaba del todo convencida. Tenía miedo. Quizá fue aquél el primer momento en toda mi vida en que hube de convencerme de que el hombre tenía límites. Que hay cosas sobre las cuales no ejerce poder alguno. A la mañana siguiente, el aire estaba completamente impregnado de azufre. Página 229
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Sobre las plantas, sobre los arbustos y los árboles yacía un fino polvillo gris. Así, pues, a pesar de todo, el viento había arrastrado las cenizas hasta nosotros... Yo no podía librarme de mi miedo. Y a eso vino a añadirse otra preocupación: –Si también aquí en Floreana entrase en erupción uno de los volcanes... —Hace ya mucho tiempo que están apagados –me tranquilizó mi marido–. En los cráteres hace ya siglos que nada se mueve. No pudo convencerme. El miedo se había apoderado de mí. Con la imaginación veía cómo de repente uno de nuestros volcanes entraba en actividad, cómo disparaba una columna de fuego contra el cielo. Cómo las piedras y las cenizas iban cubriendo toda la isla, cómo un torrente de ardiente lava descendía de la montaña, arrastrándolo todo, sin que hubiera escapatoria posible de aquel río de fuego y de aquellas cenizas abrasadoras. –Quizá deberíamos tener empaquetado lo más indispensable, para el caso de... Si tuviésemos que huir de repente... Entonces me di cuenta de lo alocado de mis pensamientos; en caso de que realmente tuviéramos que huir, ¿a dónde íbamos a dirigirnos? Hasta la costa, pero ¿y luego? No podríamos seguir más allá a menos que un barco estuviese precisamente en la bahía. Y precisamente entonces no podría estar ningún barco. Sentí como el miedo me hacía un nudo en la garganta. Empecé a empaquetar las cosas más importantes, cosas que necesitaríamos imprescindiblemente para vivir. Todo lo demás lo dejaríamos como estuviera: la casa, la plantación, los animales, todo lo que penosamente habíamos creado en doce años. Luego seríamos pobres, habríamos podido salvar solamente la vida. Me fui tranquilizando a medida que buscaba lo que debíamos llevarnos. El trabajo manual ahuyentó las ideas siniestras. Y no me di cuenta de que Heinz sabía muy bien lo que yo estaba haciendo, no me di cuenta de que me observaba de cerca y adivinaba todos mis pensamientos. Esperó a que me tranquilizara. Él era la calma personificada. O quizá la fingía ante mí. Después de comer le sorprendí cuando quería salir de la casa, sin que le observara, con un libro en la mano. Cuando me vio se ocultó el libro rápidamente a la espalda. –¿Qué libro llevas ahí? –pregunté. No era curiosidad, sino un presentimiento vago que de pronto despertó mi interés por el libro que ocultaba. Página 230
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–Nada especial –replicó él, turbado. Pero yo reconocí el libro por la sobrecubierta. Era Galápagos, el fin del mundo, de William Beebe: el libro que en su época había tenido la culpa de que nosotros escogiéramos como nueva patria una de las islas Galápagos. Y entonces comprendí por qué mi marido quería releerlo precisamente ahora. Lo habíamos estudiado atentamente doce o trece años antes, ya que el mundo exótico que Beebe describe nos atrajo de una manera tan poderosa. Ahora me acordaba de que en aquel libro también estaba descrita una erupción volcánica en nuestra isla. –¿Es que quieres releer ahora cómo puede ser eso? –pregunté–, ¿De qué forma los torrentes de lava rebosan de la isla y el mar se pone a hervir? Mi miedo se despertó otra vez. Nuevamente nos llegaba desde Isabela el sordo tronar. Nunca había percibido en el aire el olor acre del azufre de una manera tan fuerte y tan atormentadora como en aquellos momentos. La columna de llamas sobre Isabela podía verse también ahora, de día. Seguía alzándose en el aire a la misma altura que en la noche anterior. Y mientras yo miraba la gigantesca antorcha, se cruzó ante los ojos de mi imaginación el cuadro de aquella erupción volcánica ocurrida más de cien años antes que con todos sus detalles había yo leído en el libro de Beebe: En 1825, un pequeño barco, el Tartar, estaba anclado en la costa occidental de Isabela. El mar estaba tranquilo, el aire tenía una calma mortal. De pronto, una sacudida como de mil truenos hizo temblar el aire, y un resplandor lívido de insoportable claridad flameó. El cielo se convirtió en una única llama. Las lenguas de fuego se disparaban hacia el cielo hasta una altura de centenares de metros, situándose sobre la isla Fernandina, que está al oeste de la costa de Isabela. Toda la isla pareció alzarse en llamas. Un ancho torrente de lava líquida al rojo se deslizaba desde la montaña hacia el mar. El océano crepitaba y rugía cuando el torrente de fuego iba cayendo al agua. Y el barco permanecía indefenso en una ensenada rodeada por aquel mar de llamas; no podía moverse del sitio porque no corría ni un soplo de aire. La temperatura del medio ambiente subió con toda rapidez hasta los cincuenta y un grados; la del agua, hasta cuarenta grados, cuando por fin se alzó un leve vientecillo. Lentamente, el Tartar se puso en camino. Tuvieron que pasar muy cerca de la isla Fernandina, atravesando el aliento abrasador de las masas de lava al rojo. En el aire se registró una temperatura de sesenta y cuatro grados; en el agua, de sesenta y seis. Los aterrados miembros de la tripulación se veían casi impotentes en medio de aquel horno. Les acometió el pánico de que precisamente entonces el viento pudiera caer. Pero lograron salir de aquel infierno, perseguidos durante mucho tiempo por el ardor del poderoso fuego.
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–Eso ocurrió hace sólo ciento veinte años –dije, más y más sobrecogida por el relato de aquella erupción–. Y puede suceder a cada momento en Floreana. Heinz, debemos marcharnos de aquí. Antes de que sea demasiado tarde. Estaba tan llena de pánico, tan dominada por la intranquilidad, que esperaba literalmente de un momento a otro ver estallar uno de los viejos volcanes y contemplar cómo el fuego y la muerte se abatían sobre la isla. Sólo me tranquilicé un poco cuando llegaron aviones americanos de la base de Seymour y trajeron la noticia de que el fuego en Isabela estaba controlado y un barco se hallaba dispuesto para evacuar a los habitantes de la isla en caso de peligro. Grandes aviones americanos daban vueltas constantemente alrededor de la isla Isabela para poder comprobar en todo instante cualquier cambio peligroso. En aquella ocasión, un bombardero se acercó demasiado al horno de fuego y se precipitó en las profundidades, cayendo en el mismo centro del mar de llamas. Cuatro semanas duró el fuego, y luego fue apagándose poco a poco. En el fondo del cráter aún pudieron encontrarse algunos pequeños restos del aparato, un par de piezas de metal fundidas y retorcidas. De los once hombres de la tripulación del bombardero, que habían hallado su tumba en el cráter, no se descubrió el menor rastro.
Mayo es también aquí en Floreana el mes más hermoso del año. La época de las lluvias lo ha dejado todo verde y jugoso, pero ya no hace tanto calor. Los abigarrados pájaros vuelan en torno y con sus pequeñas y atipladas gargantas cantan su alegría de vivir. Las gallinas cacarean como si quisieran poner tres huevos diarios. En esos días, la vida parece desbordarse en la naturaleza. Y el hombre se reanima después del calor abrasador de las últimas semanas. Se siente como el año cambia de dirección, y en ese recodo se empiezan a forjar nuevos planes. Para la plantación y para uno mismo. En aquellos días de mayo de 1945 estábamos totalmente engolfados en nuestras ideas sobre el futuro cuando oímos afuera, en el aire, el zumbido de motores de aviones. Era mucho más fuerte que otras veces y parecía mucho más cercano. Más de treinta aparatos estaban en el aire. Nunca habíamos visto tantos juntos. —Maniobras —dijo Heinz—. Eso nada tiene que ver con nosotros. Los treinta aparatos volaban muy bajos. Casi a ras de nuestras cabezas. Vimos Página 232
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como los pilotos nos hacían señales. Un aparato se despegó de la formación y empezó a describir círculos sobre nuestras cabezas mientras los demás ganaban altura. No apartábamos los ojos de aquel único aparato, hasta que sucedió lo que yo había conjeturado: del avión se desprendió algo, un saco o un paquete; una larga cola aleteaba tras él. No se le podía perder de vista. Los niños siguieron, excitados, el lanzamiento y corrieron luego al sitio donde el paquete había tocado tierra. Yo estaba clavada en mi sitio como si hubiese echado raíces y seguía mirando fijamente el aire. ¿Para traer un paquete a los Wittmer iban a volar treinta aviones sobre nuestra casa? Aquello debía tener una significación especial. No presentía nada bueno. –¡Estás pálida como una muerta! Mi marido se erguía ante mí y me miraba asustado. —Esto no significa nada bueno —dije en voy baja. –¡Tonterías! Estás viendo fantasmas. No, no había visto fantasmas. El paquetito que nos trajo Rolf contenía un par de cartas para nosotros y una nota en la que el piloto había escrito unas cuantas palabras: «La guerra ha terminado. Alemania ha capitulado.» No pronunciamos una sola palabra. Con los niños me fui, muy callada, a casa. Heinz no vino con nosotros. Debía quedarse a solas consigo mismo y con sus pensamientos. Cuando se reunió con nosotros al cabo de una hora, había encajado ya lo más malo del primer golpe. Habíamos vivido cinco años largos de guerra en esta isla, separados de todo el mundo. Lo que millones de personas habían tenido que afrontar nos fue ahorrado gracias a la generosidad de nuestros amigos americanos de los Estados Unidos y del Ecuador. Y sabíamos también que nuestro pueblo, nuestra patria, se había cargado la culpa. Lo que nosotros habíamos leído y oído sobre aquello, lo que había sucedido en Alemania, en Europa, nos llenaba de horror. Cierto que desde hacía tiempo veíamos llegar el fin. Pero, de todos modos, resultaba duro tener que enterarse de la verdad desnuda e implacable en un solo segundo. Ahora ya estaba todo terminado. Era una hora amarga... Cuatro días después, el Cisney vino desde Seymour y ancló en la bahía. Los Página 233
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oficiales acudieron a visitarnos. Estaban con humor de triunfadores, pero no nos lo hicieron sentir. Recibimos los últimos periódicos y revistas y pudimos convencernos del fin de Alemania. Uno de los señores se levantó de la mesa y nos comunicó solemnemente: –Ahora otra vez están ustedes libres.
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CAPÍTULO 22
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M
ás allá de la plantación se extiende un profundo bosque. En los últimos años se ha hecho aún más espeso o, por lo menos, así nos lo parece. Durante la guerra no hemos roturado nada. Pero ahora que la guerra ha terminado, cuando las viejas preocupaciones han desaparecido y llegan otras nuevas, queremos otra vez ir al encuentro del bosque. No porque temamos que éste pueda avanzar y moverse de donde está y llenar nuestra plantación de vegetación salvaje. No, simplemente porque necesitamos más tierras. Necesitamos cosechas mayores, porque necesitamos más dinero. Queremos comprar un verdadero barco de pesca con motor. Y eso cuesta más dinero del que tenemos en la caja familiar. Muchas noches hemos hablado sobre el porvenir de Rolf. Ahora tiene ya sus buenos doce años. En verdad habríamos querido enviarlo a un internado, a una escuela. Más tarde tal vez podría asistir a cualquier escuela especial, porque parece muy bien dotado para la técnica. Pero hemos tenido que renunciar a este plan. Durante la guerra no podíamos enviarlo a ninguna parte, ya que nosotros, sin sospecharlo, éramos prisioneros en nuestra isla. Y ahora es ya demasiado tarde para empezar. No se puede mandar a un niño de doce años a que se siente con otros de seis en los bancos de una escuela. Por tanto, tampoco se puede contar con su asistencia a una escuela técnica. Nos queda sólo la posibilidad de labrarle y asegurarle una forma de vida aquí en Floreana. Eso parece muy fácil, ya que durante medio año la agricultura rinde lo suficiente, y el otro medio año, la pesca. Las aguas en torno a Floreana son extraordinariamente ricas en peces, y la venta de los pescados no me inspira preocupación alguna. Los pescados buenos se venden siempre. Mas para la pesca se necesita un barco, un barco a motor. Por eso tenemos que trabajar ahora. Trazamos para nuestra plantación un plan quinquenal. Y después de cinco años veremos si la naturaleza no ha echado un borrón en nuestros cálculos. Eso es lo que hemos decidido en nuestro parlamento familiar. Aquello constituía una de nuestras preocupaciones. La otra era ésta: Inge, que ha cumplido ya nueve años, todavía no está bautizada. Deberíamos arreglar este Página 236
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asunto lo antes posible. Pero ¿cómo? Sin embargo, siempre tenemos suerte. Había transcurrido un mes desde el final de la guerra cuando el barco ecuatoriano El Oro vino a anclar en nuestras costas. A bordo estaban los Angermeyer, la familia alemana que al principio de la guerra había tenido que salir de su isla de Santa Cruz. —Tenemos que volver a comenzar desde el principio –dijo el señor Angermeyer—, pero estamos dispuestos a trabajar de firme otra vez. Durante los años de guerra habían pasado muchas calamidades, pero se mostraban ahora tan llenos de impulso vital que consiguieron animar a Heinz, que desde el final de la guerra se mostraba más y más abatido. Aquél fue, una vez más, el primer acontecimiento alegre para nosotros. El segundo ocurrió dos semanas después. Ahora venían cada vez con más frecuencia barcos desde Seymour. La base americana no tenía ya importancia bélica después de haber terminado la guerra con el Japón. Los oficiales recibían más permisos que durante la guerra. Y los utilizaban con mucha frecuencia para «hacer una corta visita a los Wittmer». Un domingo, a mediados de septiembre de 1945, apareció en nuestras costas un barco de Seymour. Una vez más, vinieron a visitarnos oficiales, para pasar entre nosotros una horas de descanso. Y aquella vez venía también un sacerdote: un padre jesuita que prestaba servicios en Seymour como capellán castrense. Entonces me acordé de Inge. –Todavía no está bautizada –dije–. ¿No podría usted efectuar el bautizo? –¿Nueve años, y todavía no está bautizada? –El padre parecía no comprender aquello–. ¿Por qué no la ha bautizado usted misma? –¿Yo... yo podía...? –balbuceé. Y en aquel momento me acordé de lo que no me había acordado cuando el nacimiento de Rolf o de Inge: que podemos bautizar a los niños nosotros mismos si no se cuenta con ningún sacerdote. Rolf había sido bautizado ya hacía mucho tiempo. En mi ciudad natal de Colonia, durante mi primer permiso en la patria. Si el párroco habló entonces de que podríamos haber bautizado a Rolf nosotros mismos o si no hizo mención de ello es cosa de la que no puedo acordarme. Por aquel entonces, después del asunto Ritter... Para mí habían sido demasiadas cosas. Todo se me había olvidado. –Me parece que en Floreana se olvidan muchas cosas de las aprendidas en Página 237
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la escuela –sonrió el padre comprensivamente–. De todos modos, me pondré en contacto con mis superiores eclesiásticos y les comunicaré cómo se hará el bautizo. Catorce días más tarde, un avión arrojó una carta para nosotros. Dos días después vendría de Seymour un barco a Floreana. El sacerdote que se encontraba a bordo había recibido permiso para bautizar a Inge y dar a los dos niños la sagrada Comunión. Los asnos debían estar a las siete de la mañana en la costa para transportar la impedimenta. A la seis de la tarde, el barco tendría que salir de la isla. Así se advertía en aquella carta. Escasamente disponíamos de dos días para hacer los preparativos adecuados a aquella solemnidad. Heinz y Harry construyeron un altar junto a una de las paredes del cobertizo. Clavaron estacas e improvisaron un techo para el caso de que lloviera. La pared, hecha de arcilla sin cocer, fue cubierta con un paño blanco, para que no pudieran verse los rudimentarios ladrillos. Adorné la mesa del altar con mi mejor colcha y con cristalería y bandejas que había traído de Alemania. Una alfombra quedó tendida ante el altar; para los dos niños se improvisó un comulgatorio, y Heinz hubo de hacer aprisa y corriendo un segundo banco para los invitados. Yo misma tenía que hacer tantas cosas que por la noche no pude acostarme. Había que prepararle a Inge un vestidito. Sólo tenía uno. En Floreana siempre se va con pantalones cortos, porque ¿para qué se quiere aquí un vestido? Cierto que no era blanco, como debería haber sido propiamente, sino de un azul pálido, pero tenía hermosos encajes blancos. Una amiga nos los había enviado hacía algún tiempo desde Chile; ahora llegaba la hora de hacerles los honores. Rolf tenía un traje bastante pasable: unos pantalones negros que yo le había hecho con un vestido mío. ¿Para qué quería yo un vestido negro en una plantación en las proximidades del ecuador? Además de eso, una hermosa camisa blanca. Sólo Rolf tenía zapatos. Inge debería llevar las sandalias que el mismo Heinz le había confeccionado. Pero tales pequeñeces no eran las que más nos preocupaban. En todo caso, no serían las que hiciesen fracasar la fiesta. Cociné, amasé y freí para veinticinco personas; largo y tendido. Pero después me asaltó una preocupación: –Pero ¿y si vinieran más de veinticinco? –No vendrán más –dijo Heinz. Naturalmente, vinieron muchas más. Y todas traían un apetito verdaderamente
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envidiable. Comer constituía aquel día un problema especialísimo. Naturalmente, yo sabía que la Comunión hay que tomarla en ayunas. Todo lo que yo había aprendido en la escuela no lo había olvidado en Floreana, aunque nuestro padre pudiese quizás opinar lo contrario. Pero decidí que los niños tendrían por lo menos que desayunarse en debida forma. Hasta que comenzasen las santas ceremonias sería ya más de mediodía. Y tanto tiempo no puede resistirlo ningún niño: levantarse temprano, caminar durante dos horas hasta la costa y luego otras dos de vuelta. ¿Y todo aquello con el estómago vacío? No, eso no se le puede exigir a ningún niño. Por la mañana muy tempranito hubo un buen desayuno. Lo que en otras partes es una norma, no podía regir entre nosotros. Eran las once de la mañana cuando los primeros invitados aparecieron en nuestra casa. A la cabeza venía el director espiritual. Iba montado en nuestro caballo blanco Héctor. Sí, por aquellos tiempos ya disponíamos de un verdadero corcel. Héctor había servido en tiempos pasados en el Ejército ecuatoriano. Había sido puesto a disposición del oficial jefe de la pequeña guarnición ecuatoriana que prestó servicios en la isla. Pero en la costa no había comida bastante para el caballo, y por eso recibimos a Héctor en pensión. Después se olvidaron de pagarnos el pienso, y por eso Héctor pasó a ser de nuestra propiedad. El Ejército parecía no haberlo echado de menos. Héctor se convirtió en el niño bonito de nuestro establo, y sólo podía ser montado por personalidades prominentes. Así, pues, aquel día el padre O’Brien iba a lomos de nuestro caballo. El padre tuvo tiempo suficiente para desplegar una especie de confesionario e instruir un poco a Inge sobre la santa ceremonia que iba a tener lugar. Ella le miraba con grandes ojos interrogativos, cruzaba las manos y oía pensativamente lo que le iba diciendo el padre O’Brien. Estaba muy seria y no decía una palabra. Nosotros permanecíamos delante del altar, tan modesta e improvisadamente preparado, pero que tenía un aspecto tan hermoso y solemne como cualquier iglesia. O por lo menos producía ese efecto. La gran bóveda catedralicia estaba representada por el ancho y espeso ramaje de los altos árboles de alrededor. Una casa de Dios construida por la propia naturaleza. Un ancho espacio bajo los árboles, que producían el efecto de columnas de una catedral gótica si se tenía un poco de fantasía y la buena voluntad necesaria para considerarse en una verdadera iglesia. –... Estos niños han crecido aquí en esta isla en condiciones completamente distintas a las de otros niños. –Eso o algo parecido dijo el padre O’Brien en su pequeña, hermosa e inolvidable plática–. Han crecido en medio de la naturaleza de Dios. Lejos de todo mal. Y Dios mismo, en el Cielo, mirará con alegría a estos Página 239
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niños aunque estén tan poco preparados para venir a la mesa del Señor, sin ninguna clase de signos externos, pero con un corazón puro. La pequeña plática se deslizó íntima y bienhechora. Precisamente como se acomodaba a aquel ambiente. A la exuberante naturaleza, al bosque salvaje que había crecido sin intervención humana, a los niños y a nosotros mismos. ¡Cuánta razón tenía el padre O’Brien al hablar comprensivamente de las condiciones tan distintas en que habíamos vivido en la isla! Los animales confirmaban sus palabras. Todavía estaba él hablando, cuando la vaca Bárbara, el toro Mefistófeles y la ternera Isabelita llegaron trotando del bosque, se abrieron camino en el seto y empezaron a bramar los tres al unísono. Exigían imperiosamente su pienso, porque ya era la hora. Y no tenían miramiento alguno por el bautizo, ni por la Comunión, ni por las palabras solemnes. El padre O’Brien se echó a reír. Miró con el rabillo del ojo su reloj. Y como aquí reinaban condiciones completamente distintas, acabó su plática con un hermoso resumen. Los animales recibieron su pienso, y también nuestros invitados pudieron por fin tomar algo. No habían proclamado su hambre, a pesar de que se sentían ya muy débiles. Se habían desayunado a las cuatro de la mañana, y desde entonces no habían probado bocado. Eran más de los veinticinco huéspedes esperados. No llegaron a saciarse del todo, pero mis pollos asados, las tajadas de carne, el pan, los pasteles y los bocadillos los salvaron, por lo menos, del desfallecimiento. Después que se hubieron fortalecido, el sacerdote volvió a dirigir una corta plática, dedicada esta vez a los oficiales; —No olviden ustedes este día memorable de Floreana –resumió–. No es corriente, no sólo en la historia del archipiélago de las Galápagos, sino en general, el que se dé un acontecimiento como el que hoy han podido ustedes presenciar: Bautizo, Confirmación, Comunión y la Santa Misa, todo en un mismo día. Y ahora les ruego que firmen en el libro de invitados de la familia Wittmer. Aunque el destino pueda dispersarles a ustedes en breve plazo en todas las direcciones de la rosa de los vientos, la experiencia común de este día debe, sin embargo, quedar siempre viva en el recuerdo. El padre O’Brien fue el primero que escribió en nuestro libro de invitados. «Nuestra visita aquí a Floreana –rezaban las últimas frases– deja una larga carga de recuerdos: el Bautizo, la Sagrada Comunión y la Santa Misa en esta soledad y en Página 240
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esta fiesta familiar. ¡Que sigan ustedes viviendo felizmente y que Dios Nuestro Señor los bendiga! Reverendo Padre O’Brien, capitán capellán del Ejército de los Estados Unidos.»
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UNA EXTRAÑA VISITA
A
la entrada de nuestra nueva plantación aparece con grandes letras de madera la esperanza: «Esperanza - Propietarios: Harry y Rolf Wittmer.»
Teníamos que ensancharnos. Necesitábamos un nuevo huerto, y en el marco de nuestro plan quinquenal estaba el cosechar más y más y el tener mayores propiedades. AI final del largo camino de cinco años debe encontrarse el barco a motor para la pesquería. Pero en el «Asilo de la Paz» ya no había bastante terreno disponible. El bosque espesísimo y la abundancia de piedras exigían un trabajo sobrehumano. A un cuarto de hora de distancia de nosotros, entre nuestra posesión y la antigua propiedad de los Conway había un trozo de tierra maravillosamente apropiado para el cultivo. El suelo era mucho más fértil que por la parte donde estábamos; no tenía un pesado fondo de arcilla y no estaba tan sembrado de piedras. Para empezar, el nuevo huerto debía tener una extensión de cincuenta metros de ancho por otros cincuenta de largo; más tarde queríamos aumentarlo hasta las cuatro hectáreas. Y todo aquello pertenecería en su día a los dos muchachos. Ya habíamos limpiado un gran pedazo, talado árboles y construido un seto en torno a la nueva plantación. Habíamos ya plantado bananas, café, maíz, yuca y judías. Y ya empezaba a verdear y florecer el nuevo terreno. Pero aún no teníamos nombre alguno para la flamante plantación. Nos decidimos al fin por el de «Esperanza». Ninguna palabra del idioma español nos pareció más bella. En efecto, ¡cuántas esperanzas tejieron los dos muchachos en torno a aquella propiedad! Entre tanto habían llegado a Floreana otros colonos. Esta vez eran ecuatorianos: Eliecer Cruz y Víctor Vinuesa. Querían hacer lo mismo que nosotros. Venían animados por la mejor voluntad de trabajo. Pero el enorme esfuerzo que se necesitaba aquí para obtener buenos resultados pudo más que todos sus propósitos. Después de un año durante el cual las ganancias y las cosechas no se acomodaron a las esperanzas de un principio, Vinuesa abandonó la isla, decepcionado. Vendió su huerto a un nuevo colono, Rodrigo Ulloa, que entre tanto había llegado con su mujer y tres hijos. Pero tampoco entonces crecieron los frutos lo suficien-
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Una extraña visita
temente aprisa. Ulloa y Cruz empezaron a trocar la carne y las pieles por dinero contante y sonante. Cuando las piaras de cerdos y toros empezaron a escasear, también la familia Ulloa abandonó la isla. Todo aquello lo había resistido la fauna insular después de múltiples experiencias en el mismo sentido. Piratas y balleneros pudieron diezmar las existencias. Pero una y otra vez el bosque brindaba su espesura. En él hallaban los animales un refugio contra los hombres. Y había que ser muy buen cazador para seguirles la pista. Afortunadamente para ellos y para nosotros. Febrero de 1946. Oigo como ladran los perros. Ruidosa y salvajemente. Como ladran siempre que vienen desconocidos a los que no han visto nunca. Pero no veo que nadie se acerque por el camino. De pronto aparece a mi espalda un oficial americano al que no he visto nunca. Me observa durante mucho tiempo. —Morning. —Morning. –¿La señora Wittmer? —Yes. El oficial procede de una manera extraña. En su camisa caqui hay un gran desgarrón. En la mano tiene una gran herida que le sangra. –¿Cómo ha llegado usted aquí? –le pregunto, un poco temerosa. Levanta la cabeza y con la barbilla señala hacia atrás, hacia arriba. Había descendido desde el manantial, a través del bosque, y no había entrado por la puerta, sino que había atravesado el seto. No era el único. Por todos lados seguían llegando desde el bosque hasta la casa. En total veinticuatro hombres, entre ellos diez oficiales. Todos armados. Como cabecilla les acompañaba el jefe de la isla, el teniente Santos. La mayoría tenía las camisas desgarradas y las manos sangrantes. –Pero ¿cómo...? –pregunté señalando las heridas de las manos y los desgarrones de las camisas. –El alambre de púas –dijo uno de ellos lacónicamente, y se secó en la manga la sangre de la mano. Página 243
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–¿Por qué no han venido ustedes, como los demás visitantes, por la puerta? ¿A quién se le ocurre atravesar un seto de alambres de púas? –No tenía más remedio que mover la cabeza, asombrada por aquella extraña e insólita visita, tan parca en palabras. Y el teniente Santos tampoco decía nada–. ¿Por qué no han venido ustedes por el camino, sino por el bosque? –Queríamos echar un vistazo a la región. Me pareció que un par de soldados esbozaban una mueca al escuchar estas palabras. Yo hacía como si estos visitantes fueran igual que todos los que habían estado antes en nuestra casa. Como si esta curiosa visita no tuviese nada de particular... —Anything to drink? –pidió uno de ellos. El sudor les corría en pequeños regueros por el rostro. Era ya la época de las lluvias. En aquellos días reinaba un calor espantoso. Les ofrecí bebidas frescas, y poco a poco fue trabándose una conversación. Fueron adquiriendo confianza. –No ha estado por aquí ningún aeroplano para anunciar que ustedes llegaban —digo yo—. Ha sido todo tan de improviso... Encogimientos de hombros. Una vez más, aquella mueca significativa en algunos rostros. Pero ninguna respuesta. Sólo uno de ellos dice: —Maybe... Pero aquello era lo mismo que no responder nada. En cierto modo, veo todo esto como una empresa hostil. Pero he aquí que los soldados sueltan sus armas. Nos ponemos a hablar sobre mil cosas y el tiempo transcurre tan agradablemente como con cualquier visita. Lo único que me choca es que los oficiales miran con mal disimulada indiferencia todos los rincones de la casa. No se quedaron mucho tiempo. Sólo lo bastante para descansar un poco y desaparecer nuevamente en el bosque. En el último segundo me susurró el teniente Santos: –Mañana le contaré algo que la hará reír. Llena de excitación, apenas pude esperar hasta el día siguiente. Era evidente que detrás de aquella visita se ocultaba alguna cosa extraña. Pero nadie podía sospechar de qué se trataba. Y después de quebrarnos la cabeza durante todo el Página 244
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día haciendo suposiciones, no llegamos a resolver el enigma. Hasta que por fin el teniente Santos nos contó al día siguiente: –No sé si en las últimas semanas han leído ustedes los periódicos. –Los que llegan aquí, por lo general no son muy recientes –dijo Heinz. –En un periódico de la zona del Canal –siguió diciendo Santos– se ha escrito algo no hace mucho tiempo sobre Hitler. Se ha dicho –y el teniente hizo una pausa para aumentar la tensión de sus oyentes– que Hitler había huido en un submarino a Floreana y que estaba siendo escondido por los Wittmer. Durante unos segundos nos quedamos sin respiración. ¿Hitler en Floreana...? Se nos podría haber ocurrido cualquier cosa menos eso. Entonces todos estallamos en una ruidosa carcajada. –¿Y se han creído ustedes eso? –preguntó Heinz. —Tal vez. –Así es. –¿Y por eso estuvieron aquí ayer? –Así es. –¿Y lo han encontrado? —No. Incluso aunque Hitler hubiera decidido ocultarse en Floreana, ¿cómo iban a poder encontrarlo veinte hombres en esta isla, con sus espesos bosques y sus numerosísimas cuevas? Todo un regimiento de soldados habituales a estos terrenos tardaría días en hallarlo. Pero no estaba aquí. La noticia periodística era un rumor, uno de los muchos rumores que por aquel tiempo daban la vuelta al mundo en todos los periódicos.
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E
n Floreana se ha montado una estación de radio. Una verdadera estación de radio, con la que se pueden mandar mensajes y recibirlos. Por lo menos de vez en cuando.
Los soldados del Ejército ecuatoriano, que hasta ahora han estado con nosotros como pequeña guarnición, han sido relevados por infantería de Marina: un teniente, dos suboficiales y cinco soldados. Con sus familias, como antes. La guarnición principal estaba y sigue estando ahora en San Cristóbal. Allí tiene su sede el gobernador marítimo como autoridad suprema para todo el archipiélago de las Galápagos. Todos los barcos que vienen del país y del extranjero deben tocar siempre primeramente en San Cristóbal, el puerto principal del grupo insular. Las demás islas que estuviesen habitadas y poseyeran una guarnición debían estar ahora en contacto por radio con la estación principal de San Cristóbal. A este efecto, también en Floreana fue instalada una emisora. La sirven un suboficial como operador de radio y un soldado de infantería de marina como «maquinista». Para el servicio se hace preciso también el combustible, y eso significa en las Galápagos oro líquido. Cada litro ha de ser traído previamente de tierra firme, y para eso se necesita siempre un barco. Pero hay que esperar cinco semanas a que llegue uno. El siguiente llega a las quince semanas. Nuestra emisora necesitaba doscientos litros de combustible, ya que el motor consume cuatro litros por cada hora de trabajo. De este modo sucedía que nuestra emisora de Floreana, con la mejor voluntad del mundo, no podía estar constantemente en funcionamiento. Por otra parte, sufría averías graves. Si el motor funcionaba, entonces no había combustible; si había combustible, entonces el motor no funcionaba, y cuando todo iba bien, entonces el operador se hallaba de permiso o había sido trasladado a otra isla. A pesar de todo, nos sentíamos felices y agradecidos por tener aquella emisora en la isla. Alguna vez podríamos necesitar sus servicios. Y, desgraciadamente, aquel caso se dio pronto. Harry, que en los últimos años había disfrutado de una salud relativamente buena y hasta había podido reintegrarse al trabajo, se vio Página 246
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de pronto enfermo un día sí y otro no. Sucedió aquello en marzo de 1948, en la época calurosa del año. Se vio aquejado por una alta fiebre; su pulso daba más de ciento veinte pulsaciones por minuto. Estaba tan débil que apenas podía moverse. Le había atacado la misma fiebre reumática a resultas de la cual estuviera tan grave años antes y de la que tan difícilmente se había repuesto. Nuestra radio emitió una llamada de socorro. Pero se precisaban más de cinco semanas para que llegase un barco a Floreana. Trajo medicamentos que por lo menos pudieron cortar la fiebre. Pero no se notaba otra mejoría. Había días en que Harry se encontraba un poco mejor. Pero luego su estado se fue agravando tanto que con frecuencia nos veíamos obligados a contar con lo peor. En aquella época, Floreana no estuvo bajo una buena estrella. Don Ezequiel Zavala, que hacía años sufría del estómago, se puso tan enfermo que se juzgó imposible salvarlo sin una operación. Con ayuda de la guarnición americana que todavía quedaba en Seymour, Zavala fue llevado a Panamá. Allí le operaron y, después de un resultado satisfactorio, se le trajo de nuevo a Floreana. Pero dos semanas más tarde murió. Maruja estaba inconsolable.
De la pequeña estación marítima americana de Seymour, ya que la gran base había sido disuelta entre tanto, venía con frecuencia el médico a nuestra casa para ver a Harry. Éste se iba recuperando lentamente. –Si consiguen ustedes alejar de él toda excitación –decía el médico–, conseguirán que se defienda bastante bien. –Luego me miró con cara seria y preocupada–. Pero quien aquí está verdaderamente enferma es usted, señora Wittmer. –Vete inmediatamente al hospital y déjate cuidar –propuso Heinz. Sufría mucho por mi estado, y eso que él mismo no estaba del todo sano. La enfermedad de Harry le había afectado mucho. Al hospital... Nuestro hospital más próximo está a mil kilómetros de distancia. Y, calculando lo que se tarda en volver con el barco, podrían transcurrir quizá dos o tres meses de separación. Pero, de todos modos algo había que hacer conmigo. Aquello no podía continuar. Yo empezaba a ser una carga para la familia. Decidimos que me iría y que Inge me acompañaría en aquel viaje al continente. Ella tenía ya trece años. Estaba muy alta y desarrollada y era muy inteligente para su edad. Pero ¿qué sabía ella del mundo? Del mundo que se extendía más allá del mar. Conocía solamente Floreana, su patria; solamente las islas de los alrededores; solamente a sus padres y a sus hermanos, a los animales y a las plantas Página 247
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y al inmenso mar en medio del cual se alzaba su patria. Todo lo demás lo había visto solamente en fotografías. Confesaba que no tenía ningún deseo de conocer aquel otro mundo. Maruja, que después de la muerte de don Ezequiel se había quedado en la isla y se las ingeniaba para ir tirando mal que bien, cosió en su máquina un par de vestidos para Inge, destinados al gran viaje. Hasta entonces, Inge sólo había llevado un vestidito aquel día memorable de su bautizo. Siembre iba con pantalones cortos. Yo temí que le hiciera tan poco caso a los vestidos como, diez años antes, en unas navidades, le había hecho a su muñeca. Pero, contra todos mis temores, recibió aquella otra forma de vestimenta con mucho agrado. Se probó los vestidos, dio vueltas y estuvo mirándose como cualquier hija de Eva, y de pronto le tomó gusto al gran viaje. Poco a poco fue acostumbrándose a cuidar sus uñas y por primera vez peinó su rubio cabello cuidadosamente en largas trenzas. Yo misma tenía miedo de aquel viaje. ¿Es que después de tantos años le había tomado miedo a la Humanidad? Sentía que no había en mí nada de aquella seguridad que antes había tenido en mis viajes. Quince años de ininterrumpida vida insular habían hecho de mí una persona muy distinta. Por último apareció el Calderón en la bahía. Uno de nuestros soldados ecuatorianos de infantería de Marina vino corriendo para traernos la noticia. El Calderón no podía esperar mucho tiempo por nosotros. Tenía que marcharse cuanto antes. Eran las diez de la noche. Rolf tuvo que llevar en el asno a toda prisa nuestro equipaje a la costa, y nosotras estuvimos tan atareadas en aquella breve hora que nos quedaba que no pudimos dedicar mucho tiempo a las despedidas. Rolf tenía ahora diecisiete años y habría venido gustosamente. Pero era imposible desprenderme de golpe de seis manos. –¡Vuelve curada! me gritó Rolf mientras un bote de remos nos llevaba al barco. Se puso las manos en la boca como una bocina y volvió a gritar: ¡Vuelve curada! Aquéllas fueron las últimas palabras que oí. Lo que Rolf siguió gritando se lo llevó el viento. Mientras pudimos verle seguimos apoyadas en la borda haciéndole señales, hasta que su figura desapareció. Inge se echó a llorar, y entonces el capitán Benjamín Chiriboga, un viejo amigo nuestro, la tomó en sus brazos y empezó a enseñarle el barco. Yo seguí aún mucho tiempo en la borda viendo cómo el agua nos iba alejando de nuestra isla, que pronto se convirtió en un puntito bajo y oscuro. Tenía el sentimiento de haberme despedido para siempre...
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Guayaquil. La primera ciudad en tierra firme. La primera gran ciudad que veía Inge, la primera ciudad que ella veía en sus trece años. Una gran ciudad portuaria y comercial, rica, floreciente, de 400.000 habitantes, con casas de cemento, casas de muchos pisos, iglesias espléndidas, calles anchas y tiendas elegantes, con automóviles y ómnibus, con el gran puerto, con el empaque de una ciudad cosmopolita... Nada de aquello pareció conmover de modo especial a Inge. Iba por las calles recogiendo en sus grandes ojos el cuadro extraño, el cuadro de otro mundo, pintándosele un ligero asombro en el rostro. Pero aquel cuadro movido y abigarrado, con sus mil cosas distintas que ella no había visto nunca, no parecía penetrar en su conciencia. Pasaba nada más que rozándola. Un día observé a hurtadillas como permanecía asomada a la ventana contemplando abstraída el espectáculo de la calle. No se movía lo más mínimo, pareciendo dispuesta a no apartarse nunca de la ventana. Estaba allí, inmóvil, mirando muy seria y muy fija hacia la calle. –¿Qué es lo que ves tan interesante? –pregunté por fin. Miré por encima de su hombro y, por más que hice, no pude descubrir nada insólito o especial. Entonces Inge se volvió, me miró con ojos asombrados e incrédulos y me dijo: –Mamá, ¿cómo es posible que no se caigan los hombres que van montados en bicicleta? Aquélla fue y siguió siendo la única sensación que Inge sacó del continente. Ni siquiera la experiencia de las catorce horas de ferrocarril a través de campos ubérrimos, de espesos bosques, de montañas con una altura de tres mil metros, al pie del poderoso Chimborazo, de seis mil metros, con su cumbre reluciente de nieve, en el viaje a Quito, pudo borrarle la impresión causada por aquellas bicicletas. Quito es la capital del Ecuador. Enclavada en un paisaje de montañas de una belleza fabulosa, de un colorido abigarrado y de una fertilidad inconcebible, Quito es de por sí una ciudad hermosísima. Reina allí, a pesar de la cercanía del ecuador, una eterna primavera, por su aire fresco y ligero, a 2.850 metros de altura. La belleza natural de los contornos ha dado alas a los artistas para creaciones grandiosas. Quito es una ciudad del arte, una de las ciudades más ricas en obras de arte de todo el mundo de habla española. Y Quito es una ciudad de iglesias, cuya magnificencia interior y exterior le ha ganado la alta fama de ser la capital más barroca del mundo.
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Quito es una de las capitales situadas a mayor altura en toda la Tierra. Y es una ciudad vieja. El presente más moderno y el más antiguo pasado histórico se dan la mano en esta capital. Durante siglos, antes de que los españoles fundasen la nueva Quito, ya era la capital del reino indio Quitu. En el siglo XV, los poderosos incas la convirtieron en capital de su reino del norte. En los alrededores del Quito actual viven todavía incas de pura raza, hombres pequeños de piel oscura, con cabellos negros como la pez y lisos, que han heredado el arte popular de los incas en los trabajos manuales y que en Quito venden sus obras para todo el Ecuador y para medio mundo: abigarradas alfombras de espesa lana de oveja, cinturones, bolsillos, guerreras, blusas, vasos y cántaros, con viejos motivos incas pintados en espléndidos colores. El gran tapiz mural en el edificio de las Naciones Unidas, en Nueva York, procede de estos artistas incas. Viven modesta y tranquilamente en las montañas que, por el este, caen en la cuenca insondable del Amazonas. En Quito me hice reconocer a fondo y curarme dentro de lo posible. El cambio de clima, la manera de vivir tan distinta, el trato con personas, que yo echaba tanto de menos, todo aquello ejerció un influjo favorable sobre mi estado. Me repuse a ojos vistas. Al principio, Inge sufría una gran nostalgia. Nostalgia de los seres queridos tan lejanos. Nostalgia de la isla, del mar y del bosque, de los animales, de las plantas y del cielo de Floreana. Pero luego, en el círculo de niñas de su misma edad, fue animándose poco a poco. Las nuevas impresiones, que cambiaban de día en día, empezaban a ejercer efecto en ella. Y uno de aquellos efectos fue un cambio de todo lo que llevaba encima. Crecía con tal rapidez que todas las cosas que habíamos traído para ella se le quedaron chicas. Estuvimos medio año en el continente. Después tuvimos que volver a Floreana. La despedida de todas las personas que se nos habían hecho tan queridas, de las amigas con las que Inge había pasado unas semanas tan agradables, no nos resultó fácil. Pero a pesar de eso, las dos marchamos alegres y satisfechas otra vez al encuentro de nuestra vida insular. Hacía medio año, habíamos tardado más de catorce horas en ir con el ferrocarril desde Guayaquil hasta Quito. Esta vez tomamos el avión, que en una sola hora nos puso en Guayaquil. Inge se había convertido en una damisela. Tomó asiento en el avión como si fuera una cosa que hacía todos los días. En Guayaquil sólo tuvimos que esperar catorce días a que nuestro bueno y viejo Calderón se hiciese a la mar, rumbo a las Galápagos. El barquito iba abarrotado de viajeros. La mayoría pasaba las noches en cubierta, durmiendo en hamacas, al aire libre, bajo el oscuro cielo del océano Pacífico.
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Así como, al partir, Rolf había sido el último a quien habíamos visto en la costa, esta vez fue el primero. En cuanto bajamos del barco vino corriendo hacia nosotros y, con el placer del reencuentro, caímos, llorando y riendo, pero sin decir palabra, el uno en brazos del otro. Inge no pudo contener las lágrimas cuando por primera vez volvió a ver a Rolf. Y éste dijo, tratando de ocultarnos el temblor lloroso de su voz: –¡Oh, qué alta se ha puesto nuestra señorita! La «señorita», que acababa de llegar del gran mundo, apenas sintió bajo sus pies tierra firme, en la misma orilla, sobre un trozo de lava negra, se quitó los zapatos. Y con aquel pequeño gesto se despidió del gran mundo. Mundo que ya quedaba olvidado. Se puso de pie encima de la piedra, cogió su maletín en la mano y, todo lo aprisa que pudo, se lanzó descalza hacia el bosque. Harry estaba mejor; aquélla fue la noticia más agradable que recibimos en los primeros minutos pasados en la playa. Ya no necesitaba estar en cama. Lenta, muy lentamente, había subido la cuesta de su enfermedad. Podía incluso trabajar un poco otra vez. ¡Qué maravilloso que al volver a casa no nos recibiera ninguna noticia descorazonadora que pudiese abatirnos! Otra vez estamos en casa. Todo lo demás carecía de importancia. Desde hacía mucho tiempo, la isla se había hecho nuestra patria para siempre. Nunca más volveríamos a separarnos de ella. Y he traído conmigo algo especial. En Quito me enteré de que las casas de madera que los americanos habían montado en Seymour durante la guerra, en determinadas circunstancias podían ser cedidas a los colonos. El Gobierno ecuatoriano había recibido, entre tanto, todas las instalaciones hechas en Seymour por los americanos, en el estado en que se hallaban. Para conseguir el permiso necesario al objeto de hacerme con una de aquellas casas de madera y poderla transportar a Floreana fui a hablar con el comandante de navío, Su Excelencia Endara. Y allí se me acogió con toda amabilidad. El general prometió tener en cuenta mi deseo, y así lo hizo. Al cabo de poco tiempo, el Gobierno ecuatoriano promulgó una ley en la que se determinaba que los colonos de las Galápagos debían ser tenidos en cuenta al efectuarse el reparto de las casas de madera. Recibí la licencia correspondiente para elegir una de las casas a mi regreso y poder hacer que nos la enviasen más tarde a Floreana. Lo más hermoso de todo fue que no tuvimos que pagar la casa. Nos la regalaron.
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Así es que durante el viaje de regreso al continente, como hicimos escala en Seymour, elegí una casa: algo magnífico, una de las mayores, la casa en la que durante la guerra había estado establecida la oficina de Correos de los americanos. Tenía varias habitaciones y representaba una cantidad enorme de madera. Aquello era lo mejor para nosotros, porque buena madera, madera de construcción, no hay en Floreana. La mayoría de los árboles de Floreana están huecos y su madera no sirve para nada. Por eso habíamos aplazado una y otra vez nuestro viejo proyecto de construir una nueva morada junto a la costa, en Blackbeach. Allí debía vivir Harry por lo menos durante la estación cálida, porque junto a la costa el clima es más suave y resulta más favorable para los enfermos. Por otra parte, también mi gallinero, que se componía ya de quinientas gallinas, debía ser trasladado a la costa, porque a las aves de corral no les convenía la humedad reinante en nuestras alturas. Con la madera de la oficina de correos americana nos haríamos nuestra casa, un gran gallinero e incluso un granero junto a la costa. Aquel granero situado en la misma orilla se haría más y más preciso a medida que pasara el tiempo, facilitándonos así el trueque de mercancías con los barcos, que, por lo general, no tienen mucho tiempo que perder. De ese modo no tendríamos que recoger siempre nuestros productos en el último minuto para bajarlos a toda prisa a la costa. Por aquellas razones elegí la antigua oficina de correos. Pinté un gran cartel con la inscripción «Wittmer-Floreana», lo fijé en la casa de forma bien visible y, con aquella pequeña formalidad, pasó a ser de nuestra propiedad. En la primera ocasión, Rolf iría a Seymour para traerse la casa. Del conde Luckner, con el que siempre habíamos seguido manteniendo relaciones amistosas, recibimos pronto la agradable noticia siguiente: «A primeros de julio irá un pequeño yate a las Galápagos. Mi amigo el comandante McDonald se alegrará al enviarles a ustedes uno de sus últimos aparatos de radio transoceánicos por medio de su amigo el comandante Baverstock.» Aquel yate era lo que estábamos precisamente esperando. Era la ocasión más adecuada para que Rolf pudiese ir a Seymour. Quizá... El yate llegó puntualmente en la fecha fijada. Y no tuvo inconveniente en llevar a Rolf a Seymour. Recibió toda la mano de obra necesaria para desmontar la casa, a más de una gran cantidad de víveres, que escaseaban en Seymour, porque la isla se compone casi exclusivamente de lava desnuda y allí poco hay que cosechar o cazar.
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Seis semanas después volvió Rolf. Había desmontado la casa y juntado los tableros en haces. Había ciento veinte atadijos, cada uno con veinte tableros, a más del resto de material de construcción. El día era tormentoso. El desembarco de los tableros con aquel mar inquieto constituyó una verdadera proeza. La madera se echaba desde el barco al agua, se ataban unos cuantos haces a un bote de remos y se llevaban a remolque hasta la orilla. Era ya más de medianoche, una noche oscurísima. Sólo las luces del barco, que estaba en medio de la bahía, iluminaban un poco la costa. A Rolf apenas lo habíamos visto, ya que estaba constantemente en el agua y trabajaba con afán para poder traerse la madera. Nosotros arrastrábamos los tableros tierra adentro para que el mar no volviera a llevárselos. Al mismo tiempo teníamos que asistir a la gente del barco que ayudaba en el trabajo de los botes, ofreciéndoles comida y mucho café. De repente oí como en la playa se alzaba un grito desgarrador: –¡La marea! ¡La marea! En aquellos momentos, Inge estaba sola en la costa. Vio como de repente subía el agua. El mar parecía hervir, las olas golpeaban sobre la playa cada vez más altas. Todos nos quedamos clavados y luego corrimos hacia la playa. Llegamos con el tiempo justo para poder meter los ciento veinte atadijos de tableros más tierra adentro, donde el agua no pudiera ya alcanzarlo. Mojados y totalmente extenuados, lo conseguimos por fin cuando la noche estaba casi acabando. A pesar de nuestros esfuerzos, se nos perdieron cinco de los más valiosos atados. Dos de ellos se los llevó la corriente mar adentro, sabe dios dónde, y los otros tres pudieron ser rescatados al día siguiente, cuando el agua se quedó tranquila, con un bote de remos. En la noche en que llegó el barco con la madera, nos sentimos tan alegres por el feliz regreso de Rolf y por la bendición de madera que traía, que se nos olvidó del todo que aquella noche era cambio de luna. De lo contrario habríamos preparado mejor las cosas, teniendo en cuenta que tenía que sobrevenir el flujo de primavera. Aquello sucedía a mediados de agosto. A primeros de noviembre pudimos inaugurar nuestra nueva casa. Nuestro sueño se había hecho realidad: teníamos una espléndida casa de dos pisos, con habitaciones suficientes para nosotros y para dos invitados. Durante catorce días, nuestros asnos estuvieron trasladando el mobiliario y otras mil cosillas de la vieja granja. Y rematamos la tarea en el momento preciso para que el barco de guerra ecuatoriano El Oro pudiese festejar con nosotros la inauguración. El comandante, los oficiales y el padre Castillo, de Página 253
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la misión de los franciscanos, celebraron con nosotros una hermosa fiestecita en nuestra nueva casa. Y expresamos al Gobierno del Ecuador nuestro agradecimiento por su generosidad al regalarnos la casa de Seymour, añadiendo que estaría abierta en todo momento, para todos los miembros de la Marina ecuatoriana. Hasta el día de hoy, los Wittmer han mantenido fielmente esta promesa. Y sus hijos y los hijos de sus hijos no se apartarán tampoco de esa costumbre.
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Capítulo 25
CAPÍTULO 25
GOLPES DEL DESTINO Tenemos un barco pesquero y se llama Inge. Naturalmente, también lo hemos construido nosotros.
–P
uesto que mi mesa de escritorio se ha hecho tan bien –opinó Rolf–, en caso de necesidad lo mismo puedo hacerme un barco.
Y, en efecto, con la ayuda de su padre lo consiguió. Y con el apoyo del comandante Johnson, que una vez más vino a visitarnos con su yate. Conocía a Rolf desde sus primeros años de vida y sabía que era un verdadero «floreano». Toda la tarde y media noche, los tres hombres estuvieron reunidos, el comandante Johnson, Heinz y Rolf, discutiendo animadamente la forma que debía tener el barco, el tipo de construcción, el material para las junturas y no sé cuántas cosas más. Y, sobre todo, el material para la construcción. Pero en este último aspecto pocas alternativas había: Rolf debía utilizar los tableros que habían sobrado después de edificarse la casa. En unión Rolf y Heinz se habian decidido por un modelo de barco que aparecía reseñado en una revista norteamericana, e Irving Johnson, el viejo y experimentado marino, pudo darle buenos consejos. En el espacio de tres semanas no hubo más trabajo que el de carpintería y construcción. La madera seca hubo primero que ponerla a remojar y arquearla luego penosamente, antes de ir trabando los tableros uno a uno. Pero la obra cuajó. El pesado barco tendría 4,40 metros de largo por 1,20 de ancho, y ya estaba dispuesto para el bautizo. A aquella fiesta invitamos a toda la guarnición de la infantería de Marina, incluyendo a los operadores de radio. Inge debía bautizar el barco con su nombre. El champaña, que se suele usar en todo bautizo de buque, no existía entre nosotros. Fue sustituido por el aguardiente, en cantidades tan considerables que no se notó la falta de bebida. Lo preparamos en nuestro anticuado alambique, y nuestros numerosos invitados no llegaron a padecer sed. —Te bautizo con el nombre de Inge —dijo Ingeborg Floreanita solemnemente lanzando la botella de aguardiente contra la popa del pesquero. Pero la botella no se rompió. El «agua bautismal» no roció, conforme a lo previsto, las planchas Página 256
Golpes del destino
del buque. Poníamos ya rostros algo compungidos, cuando Inge exclamó resplandeciente: –¡Gracias a Dios! Lo exclamó tan convencida que se notó como si se le hubiera quitado un peso del alma. –¡Inge, no bromees! Yo estaba aterrada por aquella contravención de todos los usos marineros. Ella siguió riendo alegremente y acarició la botella intacta. –Gracias a Dios que no se ha roto. Las botellas no crecen en Floreana, mamá. Aquél era un rasgo muy típico de Inge. Su sentido práctico se sobreponía a todo, incluso a las solemnes costumbres de un bautizo de barco. Como la botella no se había estropeado, se la descorchó cuidadosamente y su contenido halló un empleo más razonable que aquel para el que estaba destinado. Por lo menos, ésa fue la opinión de los invitados masculinos al bautizo de nuestro buque. Y ellos entendían algo de aguardiente.
En las aguas en torno a Floreana pululan los peces. Sólo hay que cogerlos. Eso era lo que nos habíamos propuesto. Para ello se había construido Rolf el barco. Después de la botadura salió un par de veces y siempre había vuelto con pescado. Sobre todo con bacalao, que aquí pasa a bandadas. Es un pez de la clase de la pescadilla, de carne maravillosamente delicada y de un gusto exquisito. Pero con un par de pescados no íbamos a contentarnos. La pesca tiene que ser, para nosotros, una fuente de ingresos; ante todo para Rolf y también para Harry. De todos modos, durante la estación de pesca, éste tiene que ser el trabajo principal de los dos muchachos, para que se vayan labrando un porvenir. Rolf tiene ya casi diecinueve años. Es hora de que se defienda por sus propios medios. Para eso tiene que servirle la pesca. Si se muestra trabajador y constante, pronto podrá comprarse un barco a motor. El resto del año trabajará en la granja y ante todo se dedicará a plantar café. Cuando el cafetal esté desarrollado, de forma que podamos vivir de la exportación, entonces podrá abandonar el penoso trabajo de la pesca. Pero primeramente lo que tiene que hacer es pescar y pescar. Y para poder Página 257
Capítulo 25
conservar la pesca necesitaba una cantidad enorme de sal. Los dos muchachos fueron, pues, a la salina y abrieron nuevos canalillos. Pero cuando fueron, al cabo de un par de meses, a recoger la sal, ésta había desaparecido. Lo mismo les sucedió otras dos veces. Era una insensatez preguntarse quién nos robaría la sal. Ya era hora de encontrar depósitos de sal en otra parte de la isla que fuese más inaccesible. Los jóvenes se decidieron por un lugar situado en una de las partes más abruptas de la playa. Un domingo, el 28 de octubre de 1951, fueron remando muy de mañana, aprovechando la marea, Rolf, Harry y su nuevo amigo, el sargento Vaca, el telegrafista de nuestra estación de radio. A media tarde querían estar de vuelta. A la una vimos desde la casa, junto a la costa, surgir la pequeña vela de nuestro Inge sobre el agua. Tres horas antes de lo previsto... –No podía sospechar –dije– que el Inge corriese tanto. —El mejor yate velero —opinó Heinz riéndose, porque la verdad era que el barco se mostraba muy pesado para su tamaño, incluso un poco torpe. Las tablas eran demasiado gruesas. Pero no teníamos otras. Me llevé los gemelos a los ojos. Vi la vela muy cerca, pero sólo advertí la presencia de dos hombres en el barco. –Sólo veo a dos de los muchachos –dije, llena de angustia–. ¿Dónde está el tercero? Quizá tú puedas ver mejor... Le di a Heinz los gemelos. Estuvo mirando mucho tiempo el barco. Y se calló y permaneció con los ojos fijos. Sus labios estaban fuertemente apretados. –También yo veo solamente dos –susurró sin dejar de mirar por los gemelos–. ¡Harry falta! No puedo ver a Harry—. Después trató de calmarse y de tranquilizarme–. Quizá no se siente bien. Tal vez se ha tendido en la camareta. No pronunciamos ni una palabra más. Corrimos todo lo aprisa que pudimos hacia la playa, y llegamos casi al mismo tiempo que el barco. La mar estaba un poco picada. Rolf arrió la vela rápidamente y empezó a cubrir el último trecho remando con todas sus fuerzas. Una ola le hizo encallar en la playa. A la ola siguiente nos agarramos todos de la soga y varamos el barco. Ninguno de nosotros decía palabra. En otras ocasiones, cada vez que volvía el Inge saludábamos su regreso con alegres exclamaciones. Página 258
Golpes del destino
Los dos muchachos traen los rostros lívidos; sus brazos y sus piernas sangran. La ola siguiente se rompe duramente contra la popa del barco. Luego vuelve a hacerse el silencio, un silencio paralizador. –¿Dónde está Harry? –digo, interrumpiendo aquel callar ominoso. Los muchachos levantan los hombros. Sus brazos penden rígidos. Sus cabezas están inclinadas hacia el suelo. Luego, por un segundo, Rolf alza su rostro hacia nosotros. Su voz tiembla: —Harry se ha ahogado. Nos quedamos mirándole incrédulos. Veo como Heinz palidece. –¿Ahogado? –susurra con labios exangües. Temí que fuese a sobrevenirle nuevamente un ataque al corazón. Sólo haciendo un esfuerzo se mantiene de pie. Luego se vuelve y se apoya en el costado del barco. —¿Ahogado? ¿Harry? –pregunto a mi vez. Rolf empieza a contar con voz temblorosa: –Habíamos tenido un buen viento hasta el sitio donde queríamos desembarcar. El agua estaba relativamente tranquila. De pronto se desató un viento fuerte. Yo estaba ocupándome de la maniobra para atracar cuando una ola alta golpeó contra el barco. Logramos anclar, pero los tres fuimos lanzados por el aire. Harry también. Estaba a mi misma vera. Luego vino una segunda ola. Rolf respiraba jadeando. Tuvo que apoyarse en la borda del barco. –Y entonces Harry ya no estaba allí –prosigue Vaca–. Sólo vi a Rolf. Los dos luchamos por nuestra vida. Nadamos hacia la costa. Rolf fue el primero que puso pie en tierra. Yo estaba todavía en el agua, apelaba a mis últimas fuerzas para llegar hasta la playa..., para llegar hasta Rolf... Él se había levantado ya y gritaba: «¡Harry! ¡Harry!». Pero no veíamos ni oíamos nada. Pensamos que una ola podría haber arrojado a Harry a otra parte de la playa. Hemos corrido de un lado a otro, pero no hemos visto nada. Después hemos descansado. Sencillamente, no podíamos más. Rolf no hacía más que vomitar... Yo también..., por la mucha agua salada que habíamos tragado. Lentamente nos encaminamos hacia la casa. Al principio callados; luego los Página 259
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dos muchachos contaron cómo había sucedido todo. De Harry no habían descubierto rastro alguno. Habían llamado y gritado y recorrido toda la playa. El bote se había quedado aprisionado entre pedruscos de lava cerca del lugar donde habían echado el ancla. Tenía la quilla en alto. Se pusieron a nadar dando vueltas alrededor. Lo achicaron penosamente con una vieja lata de conservas que se encontraron en la playa. Por dos veces, la embarcación amenazó con zozobrar, hasta que por fin se vieron en alta mar. Ya eran las dos. Todavía no habían comido ni bebido nada. A causa del agotamiento sólo podían beber a pequeños sorbos. Rolf, que hasta entonces se había mantenido tranquilo, lloraba por Harry. Vaca se vio atormentado por un insoportable dolor de cabeza y apenas podía tenerse en pie. Los llevé a los dos a la cama. Cuando salí del dormitorio y me dirigí a la salita, Inge vino a mi encuentro. Su rostro tenía una lividez cadavérica. Dijo únicamente: –Papá... –y se dejó caer llorando en mis brazos. En el escritorio estaba Heinz tendido. Había sufrido un ataque al corazón. No me quedó más remedio que despertar a los dos muchachos. Llevamos a Heinz a la cama. Cuando por fin abrió los ojos, vi que había envejecido de golpe muchos años. Tuve que comunicar la desgracia a la guarnición de infantería de Marina. La noticia se extendió por toda la isla como un reguero de pólvora. Los habitantes vinieron a ayudarnos. Pero ¿qué se podía hacer ya? Habían pasado más de cuatro horas. Demasiado tarde para ir con un barco al lugar de la desgracia o dirigirse allí a pie. Dentro de dos horas reinaría la oscuridad. La gente trataba de consolarnos. Pero ¿qué son las palabras cuando se ha perdido a un ser querido? El recuerdo de la enfermedad de Harry salió a relucir. Durante dos años había sufrido aquella espantosa fiebre reumática. Durante semanas no había hecho más que aguardar la muerte. Y luego se había repuesto gracias a nuestro cuidado. Siguió una recaída. Y ahora que estaba un poco recuperado y podía confiar en su porvenir, las olas del océano Pacífico lo habían reclamado como víctima. Probablemente había sucedido lo que los médicos pudieron prever: el débil corazón de Harry no había podido resistir el terror repentino. Nuestro único y pePágina 260
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queño consuelo consistía en el pensamiento de que no debía de haber sufrido. A la mañana siguiente, todos los moradores de la isla recorrieron la costa tratando de hallar un rastro de Harry. Quizá su cuerpo había sido arrojado por la marea. Quizás estaba entre las piedras de lava en alguna ensenada de la costa. El sol estaba hundiéndose cuando regresaron. No le habían encontrado. Lo único que habían descubierto había sido su chaqueta, escupida a tierra por el mar; su sombrero, su bolsa con la pipa y el tabaco, una soga y los dos cubos en los que yo había metido la comida que debía servirles para el día. Durante dos semanas, la costa fue recorrida una y otra vez. Luego renunciamos. Fuimos con Maruja a la pequeña tumba en la que los restos de don Ezequiel Zavala habían hallado su último descanso y rezamos allí por Harry. Heinz estuvo tan enfermo que durante semanas temimos por su vida. Rolf sufría constantes y aterradoras neuralgias. Yo me sentía tan desgraciada que apenas podía realizar los trabajos más imprescindibles. Pero era necesario que no perdiera la cabeza. Los dos niños necesitaban todavía a sus padres. Saqué fuerzas de flaqueza. Comencé a elaborar nuevos planes y a hablar una vez más del futuro. Heinz se mostraba totalmente apático. Me oía, pero no daba respuesta alguna. Hasta que un día empezó a contradecir mis «planes insensatos» y a poner objeciones a todo lo que yo proponía. Entonces supe que el impulso vital se había despertado nuevamente en él y que estaba en camino de una mejoría. Llegaron visitas que nos distrajeron de nuestros pensamientos sombríos. Eran dos hombres muy distintos. El uno, de unos veinticinco años, de rostro abierto y simpático, era un belga llamado Raúl Falley; el otro, de cincuenta años, reservado y adusto, era un alemán; se llamaba Strobel. Los perros ladraron como locos y completamente enfurecidos cuando los dos se acercaron a la casa. Pero los ladridos salvajes sólo se dirigían contra Strobel; al belga Falley no le prestaban la menor atención. –¿Han caído ustedes del cielo? –pregunté. –No, hemos venido con el yate holandés Anna Elizabeth. Vamos camino de Tahití y hemos pagado debidamente nuestro viaje –empezó a decir Falley, describiendo su notable aventura–. El yate no tenía permiso para anclar en las Galápagos, pero el capitán Lamberty hizo escala en la bahía de Post-Office para que pudiéramos verlos a ustedes y a su granja y conseguir para nuestras cartas el matasellos de la isla. Lo que pasa es que nos hemos perdido. Cuando llegamos a su granja era tan tarde que tuvimos que hacer noche allá arriba. Al romper la
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oscuridad no hemos dado con el camino de regreso. Y al llegar esta mañana a la costa hemos visto que no hay huellas del Anna Elizabeth. Ante la barrica del correo estaba una parte de nuestro equipaje, pero ninguna nota. El dinero que le entregamos al capitán, quinientos dólares por cada uno de nosotros, se lo ha llevado tranquilamente y la parte mejor de nuestro equipaje. ¿Es que habían vuelto los viejos tiempos de los piratas? Oíamos la descripción de Falley meneando la cabeza y sin comprender cómo un capitán puede dejar a dos personas en una costa desconocida sin víveres, sin agua, sin dinero e incluso sin pasaportes. Pero, lo creyéramos o no, lo cierto era que aquí estaba; alguien había tenido que traerlos, de todos modos. Nuestra estación de radio no funcionaba. Del exterior no podía recibirse nada que confirmase sus noticias, y tampoco podía decirse al mundo la situación en que se encontraban. De momento debíamos darles albergue. El próximo barco no se esperaba que llegase antes de seis u ocho semanas. Raúl Falley empezó a emplear su tiempo saliendo con Rolf a pescar. Pescaron unos diecisiete quintales. De esa pesca, a Raúl le correspondía la mitad, con lo que consiguió dinero suficiente para poder pagarse el regreso a Bélgica. Le tomó gusto a nuestra vida. Y encontró, además, en Floreana pasto abundante para su fantasía. Como nos confesó al cabo de un cierto tiempo, era en realidad periodista. Las semanas pasadas en la isla no fueron para él tiempo perdido. Por el contrario, se esforzó todo lo posible en continuar más tiempo en Floreana. Para todos nosotros era un amigo bueno y cariñoso que con su alegre manera de ser aliviaba sin saberlo el difícil trago que acabábamos de atravesar. Incluso Heinz fue reanimándose más y más de día en día. Recuperaba su sonrisa cuando hablaba con Raúl en el alemán macarrónico de este último o en el mal inglés que él mismo empleaba. Strobel, por el contrario, no era un huésped agradable. Protestaba por todo y quería saber más que nadie; sus disputas con Falley eran frecuentes. No le echamos de menos cuando, poco antes de las navidades, abandonó la isla en un barco del Gobierno. Raúl Falley se quedó con nosotros hasta febrero.
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La cabeza inca de Thor Heyerdahl
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Capítulo 26
CAPÍTULO 26
LA CABEZA INCA DE THOR HEYERDAHL El sol brilla de nuevo sobre Floreana.
L
o peor ha pasado ya. La desgracia de Harry no nos persigue ya día y noche, como en las primeras semanas después de su muerte. Rolf se ha restablecido y sale a pescar con frecuencia con nuestro vecino Rodrigo, quien desde hace años se ha establecido en la isla como colono. Heinz también está otra vez restablecido. Se muestra aún más silencioso que antes, pero puede seguir trabajando y acaricia proyectos en cuanto al futuro. –¿No has sentido nunca ansias de ver alguna vez cómo es el gran mundo fuera de nosotros, Rolf? –preguntó Heinz una noche. Se acercaban las navidades. Dentro de dos semanas, Rolf cumpliría los veinte años. Heinz y yo cambiamos un guiño. Con frecuencia habíamos hablado de que Rolf era ya bastante mayor para permitírsele que conociera la «maravilla del mundo» exterior por sí mismo. Al menos una vez. Cuando hojeaba yo una revista ilustrada de Alemania y admiraba las fotos, se me ocurrió por vez primera aquel pensamiento. Es curioso: conozco este mundo, he crecido en él, y mi hijo, que tiene ya casi veinte años, no ha visto todavía nada de él. No conoce lo que es una casa de las nuestras, una calle derecha, un comercio, un coche, un cine, un teatro. Ni siquiera una bicicleta, por no hablar de una fábrica o de un tren expreso. Rolf sólo conoce estas cosas por fotos y descripciones. Estos pensamientos no se apartan de mí. He hablado de eso con Heinz. Nos hemos puesto de acuerdo en que cuando Rolf cumpla sus veinte años, el regalo que le haremos será pagarle un viaje al continente. ¿Qué contestará Rolf a eso? Le miramos con gran curiosidad. –¿Ansia por ver el mundo? –repitió Rolf, pronunciando lenta y recalcadamente cada palabra–. Precisamente ansia, no...–Se echó a reír. La alegría brillaba en sus ojos–. Pero me gustaría terriblemente ver un poco el mundo. Le prometimos que pronto podrían cumplirse sus deseos, y aquella misma
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La cabeza inca de Thor Heyerdahl
noche forjamos los primeros planes relativos a su gran viaje. De pronto, Rolf era todo fuego y llamas. El ansia por el gran mundo se había apoderado de él. El viaje al continente era, por tanto, cosa decidida. Pero antes de que aquel viaje se realizara llegó un gran vapor procedente de aquellas tierras. De la gente del Don Lucho nos llegó una nota con unas cortas líneas: «Estamos a bordo del Don Lucho y tenemos intención de quedarnos algún tiempo en Floreana para realizar aquí excavaciones en busca de restos de la época de los incas. ¿Podré alojarme con mis colaboradores en casa de ustedes? –Thor Heyerdahl.» Thor Heyerdahl, el noruego... Habíamos leído descripciones sobre su osada travesía en balsa hacia las islas de Oriente. Los periódicos no hablaron de otra cosa. Habíamos oído hablar de su libro La expedición de la «Kon-Tiki». Heyerdahl, un joven investigador del que hablaba el mundo entero... ¿Y quería venir a vernos? No necesitamos discutir mucho tiempo en el consejo de familia si habíamos de admitir o no entre nosotros a Thor Heyerdahl y a su pequeña expedición. Naturalmente que los admitiríamos. Incluso con alegría. Enviamos a Rolf al barco. Debía manifestar que Heyerdahl y sus colaboradores serían cordialmente recibidos. Poco después estaban ante nosotros: Thor Heyerdahl, jefe de la expedición, Ame Skjolsvold y el doctor Reed. No venían precisamente con poco equipaje. En un abrir y cerrar de ojos nuestra casa se vio convertida en un almacén. Fueron desembarcadas cincuenta y cinco grandes cajas y transportadas hasta nuestra vivienda. –¿Qué llevan ustedes ahí dentro? –pregunté, curiosa. –Toda clase de cosas –dijo Heyerdahl–. Ante todo, víveres. Naturalmente, también agua. Me llevé las manos a la cabeza: –¿Víveres? ¿Agua? Pero ¿es que están ustedes...? –pude contenerme a tiempo–. ¿Es que han creído quizá que en Floreana iban a morirse de hambre? –Pues sí –respondió Heyerdahl riéndose–. Hay que contar siempre con lo peor. Hemos traído provisiones para medio año.
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Noticias de Galápagos / Ecuador
–Entonces serán ustedes los que tengan que alimentar a los Wittmer. Era una suerte que tuviésemos sitio suficiente. Para los invitados y para las cincuenta y cinco cajas. No habían venido para charlar con nosotros. Querían trabajar. Rolf se puso a las órdenes de la expedición y guió a sus miembros, a lo largo y a lo ancho, a pie y en bote, por toda la comarca. En algunos sitios se realizaron excavaciones. Heyerdahl estaba convencido de que, mucho antes que los españoles, los incas habían estado en la isla de Floreana. Pero empezó a llover. A mares. Por toda la isla el agua se despeñaba a torrentes desde las alturas hacia los valles. El bosque adquirió un verdor deslumbrante. La mala hierba prosperaba. Durante aquellas semanas no se podía pensar en excavaciones. Y entonces las máquinas de escribir tecleaban durante todo el día en la casa. A Heyerdahl y a sus compañeros no les gustaba estarse sentados sin hacer nada. Por la noche nos reuníamos en torno a la gran mesa familiar. Heyerdahl quería saber si estábamos enterados de algo relativo a los tiempos antiguos de la isla. Hacía más y más preguntas. Pero ¿qué íbamos a saber nosotros? ¿Quién sabía algo concreto del pasado de Floreana? Un par de historias de piratas... Pero Heyerdahl no buscaba historias de piratas, sino algo completamente distinto. –¿No han encontrado ustedes nunca rastros del pasado? ¿Huellas de vida humana? ¿Aunque sólo sea unos trozos de arcilla? No, ni siquiera habíamos encontrado pedazos de arcilla de vasijas o cántaros que los incas hubieran podido utilizar siglos antes. Thor Heyerdahl empezó luego a hablar de la gigantesca cara de piedra que estaba esculpida en una de las rocas junto a la fuente. –Pero aquí debe haber, sin embargo, una vieja cabeza de piedra, según he oído decir. ¿La han visto ustedes? Porque he oído hablar algo sobre una cabeza de piedra, hace ya algún tiempo –prosiguió–, una cabeza de la que se tomó una foto hace cuatro o cinco años y que causó gran excitación en todo el mundo arqueológico. –¡ Ah! –dijo Heinz secamente–. ¿Conoce usted ese rostro de piedra? —Ha habido ardientes discusiones sobre eso. Los sabios se encuentran hoy ante un enigma.
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La cabeza inca de Thor Heyerdahl
Heyerdahl no observó como Heinz, medio asombrado, medio divertido, hacía gestos como si por primera vez oyese hablar de aquella escultura de importancia mundial. Thor Heyerdahl le contó con todo detalle la sensación que aquella talla había producido: En el año 1948, el capitán Lord había estado en Floreana (eso era lo único que nosotros sabíamos de aquella sensación), y luego, en nueva York, había dado una conferencia sobre aquel viaje. Heyerdahl había ido ex profeso desde Noruega a Nueva York para asistir a la conferencia. Había presenciado la disputa que surgió de pronto entre los científicos cuando el capitán Lord mostró una fotografía de aquel rostro de piedra que había encontrado en la isla de Floreana, en la granja de los Wittmer. Un profesor de arqueología se puso en pie y gritó, excitado, en la sala: –¡Esa foto procede de la isla de Pascua, pero en modo alguno del archipiélago de las Galápagos! Usted ha confundido las fotos de la isla de Pascua con las de las Galápagos. –No he estado nunca en la isla de Pascua –se defendió el capitán Lord. –En ninguna de las islas del archipiélago de las Galápagos se ha encontrado hasta hoy nada parecido a eso. La disputa en aquel areópago arqueológico neoyorquino fue encendiéndose más y más. Que si las Galápagos sí, que si las Galápagos no... Los ánimos fueron caldeándose por aquel punto. La disputa entre los sabios prosiguió hasta que Thor Heyerdahl prometió ir a Floreana para averiguar la verdad sobre el propio terreno. Por eso estaba ahora en Floreana. Estaba sentado con nosotros a la misma mesa y nos preguntaba por la cabeza gigantesca. –¿De verdad que no saben ustedes nada de eso? La verdad era que sabíamos algo. Es decir, lo sabíamos todo. Conocíamos al dedillo la historia del nacimiento de aquella cabeza de piedra, la conocíamos con pelos y señales, mejor que el capitán Lord y todos los arqueólogos. Sabíamos también cómo había podido originarse la disputa de los sabios. Ahora tenían que salirnos los colores a la cara. Rolf tenía la culpa de todo. –Efectivamente, en el año mil novecientos cuarenta y ocho, el capitán Lord estuvo aquí en la isla –dije, iniciando la confesión–. El capitán Lord descubrió la Página 267
Un vuelo gratis
cara de piedra y la fotografió desde todos los ángulos. Durante el regreso (Rolf le había acompañado) le hizo al chiquillo muchas preguntas, y Rolf, que por aquel entonces no comprendía tan bien como hoy el inglés, contestó siempre leal y rotundamente «yes». Ésa era la única palabra inglesa que dominaba en aquel tiempo. Probablemente, el capitán Lord le preguntaba si la piedra estaba ya aquí antes de venir nosotros a la isla. Y la verdad era que lo estaba. Y Rolf siempre dijo «yes». Más tarde nos lo preguntó también a nosotros, y se lo confirmamos sin darle importancia al asunto. Piedras siempre ha habido de sobra en Floreana. Todas estaban aquí antes que nosotros. –¿Entonces es que realmente existe aquí en Floreana esa cara de piedra? –preguntó Heyerdahl poniéndose en pie, entusiasmado. Tuve que calmar su entusiasmo. –Siga usted sentado tranquilamente, señor Heyerdahl. La cara de piedra está ahí, poco más arriba de nuestra casa de campo. Pero no procede de los incas, sino de mi marido. Cuando Heyerdahl salió de su primer asombro se quedó mirando a mi marido sin que se le hubiera borrado del todo la expresión de incredulidad. Le expliqué los prolegómenos de la historia. Heinz había esculpido mucho tiempo antes aquella cara en la piedra para enseñarle a Rolf el arte de la escultura. Sin proponérselo y sin mala intención alguna había conseguido dar a la piedra un aspecto tal que parecía realmente que se trataba de una obra de arte prehistórica. Había sido sencillamente un ejercicio. De entonces acá, la piedra se había ido cubriendo de musgo y de verdín. Parecía tan «vieja» que al capitán Lord no se le podía hacer ningún reproche. A pesar de no tener muy limpia la conciencia, no pudimos evitar la carcajada al terminar mi relato. Heyerdahl también se echó a reír ruidosamente. –¿Y para esto se han hecho una guerra a muerte los sabios? ¡Hemos de celebrarlo! Abrió una de sus cincuenta y cinco cajas, que no contenía únicamente agua. Bautizamos el rostro de piedra.
Pero todavía estamos sumergidos en plena ciencia. La lluvia no quería ceder. Un nubarrón expulsaba al otro. Arroyuelos caídos de las alturas desgarraban la tierra y la ponían intransitable. En una extensión de Página 268
El gran diluvio
kilómetros, el mar estaba ceñudo y gris. Alrededor de mi gallinero, el agua había abierto fosas profundas en el suelo. Y en una de aquellas fosas descubrí unos trozos de arcilla. Fui corriendo en busca de Heyerdahl y Ame Skjolsvold. –¡Oigan! ¡He encontrado algo! –¿Qué? –replicó Heyerdahl–. ¿Otra cara de piedra? —No. Trozos de arcilla. Salieron corriendo de la casa, se acercaron a zancadas al gallinero y se agacharon allí, sin preocuparse de la porquería ni del fango, metiéndose en la zanja. Cuidadosamente fueron sacando fragmento tras fragmento. Ame se incorporó con el rostro radiante de satisfacción, enarbolando un curioso objeto. —Una vieja pipa de barro. Entre tanto había acudido el doctor Reed. De una ojeada calculó que la pipa podría tener sus buenos setecientos años. –Así pues, mucho antes de que vinieran los españoles... La fiebre de la investigación se había apoderado de los tres noruegos. Ahora veían la meta de sus deseos. –¡Saque las gallinas! –rogó el doctor Reed. El pueblo alado hubo de ceder su sitio a la ciencia, y los tres sabios excavaron el gallinero minuciosamente. El botín recompensó la larga espera. Llenos de excitación por el hallazgo inesperado y sin embargo tan ilusionadamente querido, envolvieron en casa los añicos, empaquetándolos cuidadosamente y con gran cariño, como si se tratara de tesoros preciosos, guardándolos entre papeles y algodones. Mucho después hemos vuelto a ver nuestros añicos en fotografías: el trabajo científico de Thor Heyerdahl y de Arne Skjolsvold sobre los hallazgos de épocas prehistóricas en el archipiélago de las Galápagos. De esta forma, después del fracaso con la cara de piedra, nuestra buena fama fue reivindicada a los ojos de la ciencia. Podíamos considerar lavadas nuestras culpas. El gran hallazgo en el gallinero se celebró de noche en la casa con «whisky» de los Wittmer. Luego la expedición Heyerdahl se trasladó a otras islas. También allí habían de realizar excavaciones e investigaciones.
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Un corazón lleno de amor deja de latir
CAPÍTULO 27
EL GRAN DILUVIO
S
iguió lloviendo ininterrumpidamente. La estación de lluvias de aquel año de 1953 fue verdaderamente devastadora. Los valles y pendientes de las islas se habían convertido en ríos. El trabajo en la granja quedó paralizado. La pesquería hubo de limitarse a proteger contra la podredumbre a los pescados puestos a secar. Cuando el sol salía media hora entre las nubes, a los pescados secos se les daba un pequeño baño de sal. La Pascua de Resurrección se acercaba. Poco antes de aquel tiempo, los pescados debían estar en el continente, porque aquélla era la única época del año en la que los pescados se venden en cantidades increíbles y son buscados afanosamente. Era la gran oportunidad para que Rolf sacase buen dinero de sus existencias de pescado. Rolf tuvo suerte. Antes de que el pescado se pudriese sin remedio vino el barco patrulla Manabí con Thor Heyerdahl a bordo. Faltaba poco para la Pascua de Resurrección. Habíamos quedado de acuerdo en que Rolf y sus pescados irían juntos al Ecuador. El primer viaje de Rolf hacia el gran mundo, el regalo que le habíamos prometido en su cumpleaños, estaba en puertas. Thor Heyerdahl y su pequeña expedición habían efectuado también excavaciones en las otras islas. Ahora quería ir a toda prisa al Ecuador con su botín y de allí marchar a la patria. Como de costumbre en nuestros viajes, todo iba manga por hombro. Rolf se llevaba un baúl lleno de ropa y diez baúles de buenos consejos contra el mundo perverso. ¡Se marchó! Por primera vez en veinte años nos veíamos sin Rolf. El domingo de Resurrección llovió con tanta fuerza que hube de pasar sola la fiesta en la casa de la costa. Heinz, Inge y su amiga Marianita estaban arriba en la casa de la granja. Les era imposible venir. Los caminos se habían trocado en ríos. El suelo estaba tan empapado de agua que no se podía dar un paso. Ir montaña arriba resultaba todavía más imposible. Parecía como si el mundo entero sólo estuviese hecho ahora de agua. Como si el mar y el cielo se hubieran hecho una sola cosa, tanto llovía. Página 270
El gran diluvio
El 30 de abril llegó un pesquero americano de Santa Cruz. Me visitaron el capitán y su mujer. Pero no era ninguna visita alegre. —Necesitamos urgentemente verdura fresca, patatas, yuca, frutas, todo lo que usted tenga –dice el capitán–. La isla entera de Santa Cruz está hecha un mar. El enlace con los moradores de la montaña y de las granjas está interrumpido. No tenemos ni una col ni una lechuga. Hemos tratado de subir con asnos a las montañas. Pero a cada paso los asnos se hunden en el fango hasta el corvejón. En una palabra, no tenemos nada que comer. Si esto dura unos días más nos moriremos de hambre. El barco del continente llegará de un día a otro. Pero si tarda, nuestros víveres estarán ya consumidos. –Quizás hoy venga alguien de la granja–digo. Mi tono no es muy esperanzador. Con esta lluvia, con este fango... –Volveremos dentro de tres días. Veo los rostros preocupados del capitán y de su mujer. Pero de momento no puedo ayudarlos. Yo misma sólo tengo en la casa lo más indispensable. Amenaza una catástrofe. Arriba, como veo, sigue lloviendo a mares. El agua desciende a raudales de las montañas. Subo un trecho colina arriba. El camino hasta la granja se ha convertido en un río de treinta metros de anchura. Imposible que nadie pueda bajar por allí. Y con una carga, menos aún. Ni siquiera el vigoroso Rolf podría conseguirlo.
1° de mayo de 1953. Todavía sigue lloviendo. Cuido del cerdo, de las gallinas y de los muchos pollitos. Luego me voy a mi escritorio y me pongo a escribir cartas. Uno de estos días llegará un barco del continente y recogerá el correo. A mediodía, la lluvia se trueca en verdaderas cataratas. El viento crece en violencia. Aúlla de tal manera alrededor de la casa, junto a la costa, que creo que va a derribarlo todo en cualquier momento. Pero la casa resiste; está bien construida. La lluvia... no, esto ya no puede llamarse lluvia; es una única masa de agua que golpea a cada momento en una dirección distinta sobre las ventanas. La tormenta retumba y se estremece alrededor de la casa. Por los pequeños intersticios junto a las ventanas, el agua penetra en la habitación. En el suelo se forman grandes charcos. Afuera, a pesar de que es mediodía, oscurece de pronto. Y entre las Página 271
La familia crece
tinieblas ondean lívidos relámpagos. En mi soledad crujen truenos como no he oído nunca. Estoy sola. Me acuerdo de los pollitos. Me precipito hacia el gallinero, sólo para verme bañada por una fuerte ducha. No llevo más que un traje de baño. Los pollitos casi están nadando en el agua. El cerdo está a punto de ahogarse. Busco una pértiga con la que poder abrir un hueco en el establo para que pueda salir el agua. Lo consigo al fin. Entonces veo como mi gran caldera de cobre en la que preparo la grasa es arrastrada por el agua. Estaba colgada en la pared del granero. ¿Es posible que el agua haya subido tan alto? Salgo corriendo detrás de la caldera. Avanzo veinte metros y veo que ha desaparecido en dirección al mar. Me meto en el agua hasta los hombros, tropiezo con unas piedras, pero al fin consigo agarrar la caldera en el último segundo. Se había enganchado en una rama. Puedo sujetarme a un árbol solitario. Con la otra mano sostengo la vasija. La tengo bien firme y me alegro como un niño que hubiese conseguido salvar su juguete preferido. Siempre pasa lo mismo en semejantes catástrofes: uno salva lo que tiene precisamente al alcance de sus dedos. He leído alguna vez que personas que se han encontrado en un gran incendio se han empeñado en coger un objeto insignificante y salvarlo a costa de su propia vida, sin acordarse del dinero, papeles o joyas de verdadero valor. Con el caldero me he olvidado de todo lo demás, en primer lugar de los indefensos pollitos. Entonces veo que vienen nadando hacia mí. La corriente del agua los arrastra como si fueran pedacitos de madera: ochenta pollitos son llevados por la masa de agua hacia el mar. Las gallinas corrían y volaban como locas huyendo del agua. Se salvaron subiéndose a los árboles. Al mirar alrededor vi que el taller y el almacén estaban en peligro. Se construyeron exclusivamente con ladrillos de barro seco. A pesar de eso, habían resistido las anteriores temporadas de lluvia. Pero no pudieron soportar este diluvio. Cogí una pala y levanté un muro de tierra para desviar el agua. Pero una acometida más fuerte deshizo todo mi trabajo. Me hallaba en mitad de un lago. Había trabajado como una esclava casi durante cuatro horas. Me dolía todo el cuerpo. Por primera vez me pareció que se me iba la vista. ¿Es que volvían los viejos dolores? «No puede usted estar trabajando todo un año», fueron las palabras del médico que me había estado tratando. Luego la tormenta, con su tronar, borró todos mis pensamientos. Página 272
El gran diluvio
Abandoné la lucha contra los elementos desatados y me arrastré hasta la casa. La tierra había tapado la entrada de la cocina hasta casi un metro de altura. Sólo la verdadera entrada de la casa, que estaba más alta, ya que, a causa de la proximidad del mar, previsoramente, la casa había sido construida sobre pilastras de cemento, seguía teniendo aún acceso. El edificio entero era como una isla en medio de un mar hirviente. Fuera rugía el agua que bajaba de las montañas, arrastrando arbustos y árboles enteros, sin que pareciese haber fin para aquel diluvio. En el piso de abajo todo nadaba. Con la humedad, hacía ya mucho tiempo que el fuego del hornillo se había apagado. Me di cuenta entonces, al verme en la cocina, de que estaba helada. Temblaba por la humedad y el frío. Estaba en traje de baño. Entonces me eché en la cama, pensando dormir mientras pasaba el diluvio. La posibilidad de que la cama y todo el resto de la casa pudieran ser arrastrados hasta alta mar la deseché al borde de mis pensamientos. Después de mí, el Diluvio... «En la costa de Santa Cruz no tienen nada que comer... Si dentro de un par de días no llega ningún barco, la situación será crítica...» Aquéllos fueron mis últimos pensamientos antes de cerrar los ojos. Precisamente cuando empezaba a adormilarme sonó en alguna parte un estallido horrísono, que me arrojó de la cama e hizo que me pusiera en pie inmediatamente. Medio dormida, quise palpar las paredes. Todavía estaban. Me eché encima el capote impermeable y me puse las botas, demasiado grandes para mí, de mi marido y salí a hacer una inspección. Vadeé un verdadero lago y vi la causa del crujido ensordecedor; el taller y uno de los muros del almacén se habían derrumbado. El techo de cinc había producido el estrépito. Yo no podía levantar el muro. Las gallinas estaban posadas, con las plumas lacias, en lo alto de los árboles. Como yo, habían sobrevivido al diluvio. Ahora sólo caían gotitas. La espesa niebla que había pesado sobre la isla iba disipándose. De nuevo podía ver el mar. Era una masa ceñuda e hirviente de agua de un color amarillento teñida por la tierra de nuestra isla. Parecía como si en toda Floreana no pudiese haber tierra ya. En la costa sólo se veían piedras. Piedras y más piedras. Me sentía abandonada y mísera en medio de aquel caos; indefensa, pequeña. Sobre el océano yacía una niebla fina. Poco a poco fue disipándose por algún lado. Vi que en la bahía estaba un barco. Nuevamente me pongo en pie en las botas de goma de Heinz, que chascan Página 273
Una descracia encuentra la familia
con un rumor húmedo, y no observo lo mojadas que están y vadeo el agua, metiéndome hasta las rodillas, para llegar a la ribera. Es El Oro, el barco del Gobierno. Desde la borda, alguien me hace señas. ¿Es Rolf? Veo únicamente como un bote es lanzado al agua. Como se acerca a la costa y viene directamente hacia mí. En el bote está sentado el comandante Northia. –¿Qué ha pasado hoy en Floreana? –me pregunta por encima del agua–. Pensábamos que la isla ya no existía. Llevamos cinco horas buscándola. –¿Sabe usted algo de Rolf? –le pregunto. –Está a bordo. Viene en el bote siguiente. El bote se acerca. Con el comandante bajan también los oficiales. Se quitan los zapatos y los calcetines y se arremangan los pantalones. –Pero ahora lo que conviene es un café bien fuerte y bien caliente, doña Margarita. En el siguiente bote, en efecto, viene Rolf. «Exactamente en el momento preciso.» Unos minutos después estaba aquí. No podía haber elegido mejor momento para su vuelta que éste, cuando estoy desesperada en mitad del fango, entre piedras y escombros. Miró las piedras y las ruinas e hizo un gesto como si todo aquello pudiera borrarse con un sencillo ademán. –Parece que ha llovido un poco por aquí, ¿verdad? Sabía perfectamente que lo que mejor podía ayudarme en aquella situación era eso: un poco de humor. Hasta dos días después no pudieron bajar Heinz e Inge de la casa de la granja, pues todo aquel tiempo los caminos estuvieron intransitables de fango. Durante el temporal pasaron por mí angustias de muerte. El diluvio significó para Rolf semanas de trabajo extraordinario. Pero aquello no le asustaba lo más mínimo. –Esto es mil veces más hermoso que el continente –dijo–. De aquí no me sacan ya ni amarrado. Página 274
El gran diluvio
Cien años antes, Floreana había sufrido la primera gran invasión, cuando el general ecuatoriano Villamil vino a la isla con sus ochenta penados para hacer, de hombres feroces, colonos domesticados. No es que consiguiera gran fruto de aquello, pero, de todos modos, dio a la isla el nombre de Floreana. La segunda invasión la experimentamos nosotros ahora; y por cierto consistente en todo un cargamento de campesinos, antiguos alemanes procedentes del Ecuador, en su mayoría emigrantes, que han encontrado allí una nueva patria y una nueva existencia después de haber perdido las que tenían. Ya han trabajado duramente en el Ecuador, y ahora quieren realizar algo especial: visitar las Galápagos y celebrar aquí, en las islas remotas, las navidades y el Año Nuevo. Esta «invasión» fue para nosotros un verdadero regalo de Navidad. Un auténtico regalo, tan grande, que fue como si sobre nuestra casa hubiese caído una plaga. Pero así ha sucedido y, a pesar de todo el trabajo que ello representa, nos hemos alegrado de corazón por esta visita. Ya teníamos otros huéspedes y éramos un total de veinticuatro. La palabra «visita» no figuraba por aquella época en nuestro calendario. En todas las hojas que pasábamos había escrita una sola palabra: trabajo. Y, pese a todo, pronto vinieron nuevas visitas. Un esbelto buque de tres palos ancló en la bahía, y luego una canoa a motor se acercó a la playa. Contenido: una dama y cuatro caballeros. Uno de ellos, que ostentaba una oscura y romántica barba, fue el primero que saltó a tierra y afirmó sonriendo: —Simplemente, queremos probar su cocina. Thor Heyerdahl nos ha alabado su pan y sus bollos. Dejé caer el cuchillo con el que había ido a destripar los pescados y me limpié las ensangrentadas manos en mis pantalones cortos. –¿Y para eso han recorrido ustedes doce mil kilómetros? Nos estrechamos las manos, y el barbudo no tuvo reparos al ver sangre en mis dedos. Era el doctor Hans Hass. –Sólo podemos hacer una pequeña parada. Vamos de paso con nuestro yate Xarifa haciendo investigaciones por estas agua. Así, pues, éste era el doctor Hans Hass, el investigador submarino, el cazaPágina 275
Una descracia encuentra la familia
dor de escualos, que con arpón y cámara trabajaba un piso por debajo de Rolf, el pescador de bacalao. Y los demás eran: el conde Geldern, el barón Eibl von Eibelsfeldt, el doctor Scheer y Lotte Hass, la encantadora mujer del jefe. Aquélla era la célebre expedición Xarifa. La expedición no disponía de mucho tiempo. En realidad sólo lo tuvieron para probar mis bollos, cenar el bacalao asado de Floreana y beber el vino patrio traído del esbelto vientre del Xarifa. Y luego, de pronto, a medianoche, desaparecieron. Se esfumaron como un espectro. La expedición debía continuar su viaje.
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Galápagos - Una maravilla del mundo
CAPÍTULO 28
BODA EN EL PARAÍSO –A ver si puedes traerme una mujer. Tú ya sabes cuáles son mis gustos. Rolf hizo un guiño significativo a Inge. Y ésta respondió con otro. Estaba haciendo las maletas para un nuevo viaje al continente. ¿Es eso posible? Rolf tiene ya veintitrés años. Para mí, es como si hubiese sido ayer cuando vino al mundo en la cueva, mientras yo estaba completamente sola, mientras afuera, en el misterioso sopor crepuscular del bosque, bramaban los toros... No nos hemos dado cuenta de cómo ha pasado el tiempo. De cómo el niño que se arrastraba se ha hecho todo un hombre adulto. Naturalmente que Heinz y yo hemos hablado ya varias veces de eso, de cómo estarán las cosas cuando nosotros y los niños seamos más viejos. De cómo ellos tendrán que continuar algún día nuestra obra. Una y otra vez hemos pensado en los nietos. Hay que conservar todo lo que nosotros hemos creado y sacado a luz. Pero nadie ha hablado nunca de ese futuro con tanta claridad como ahora Rolf. De una manera tan franca y tan evidente. Inge se fue al Ecuador y volvió resplandeciente en el barco de mayo. En tres meses había experimentado infinidad de nuevas sensaciones y se había sentido muy a gusto en compañía de jóvenes de su edad. Se había dejado conquistar un poco por la civilización y la cultura. Y el gran mundo de fuera había sido de su agrado. Pero en el momento mismo en que sintió bajo sus pies el suelo firme de la isla, Floreana volvió a ser su mundo, todo su mundo. –Es espantoso, mamá –dijo ella apenas hubo salido del barco–. En el continente nada es tan hermoso como entre nosotros. Allí la gente sólo se preocupa del dinero. Nadie regala nada. Ni siquiera una taza de café. Pero ella no había traído exclusivamente aquel conocimiento de la sobreestimación que en tierra firme se daba al dinero, sino también otra conquista diferente: la amistad con una muchacha, Paquita. Las dos se habían tomado tanta Página 278
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simpatía que Inge decidió invitar a la joven Paquita para que viniera a pasar con nosotros una temporada en Floreana. En cierto modo, Paquita García estaba ya ligada con nuestra isla, sin que nosotros lo hubiésemos sabido. La culpa de aquel vínculo la tenía nuestra estación de radio. La muchacha era nuestro enlace. La estación funcionaba desde hacía un año aproximadamente. La muchacha tomaba nuestros mensajes y podía luego retransmitirlos. Se había convertido en un puente con el mundo. Y de esa manera sabíamos ahora cuándo un barco estaba camino de la isla. Aquella espera nerviosa de semanas y semanas, aguardando la llegada de un barco, había desaparecido al fin. Todo era como un milagro. Pero el milagro mayor de aquella estación de radio era el joven que prestaba servicio en ella y que había conseguido que el aparato cobrase nueva vida. Aquel joven, de veintiún años de edad, se llamaba Mario García. Era el benjamín de una numerosa familia de Quito. Tenía cuatro hermanos y cinco hermanas, y una de éstas era Paquita. Inge, fiel a su promesa, se había preocupado de buscar una muchacha a propósito para Rolf, y la había encontrado en aquella Paquita. Un día, a Mario García, nuestro joven telegrafista, le llegó un mensaje del continente: «Llegaré el 12 de julio de 1956. Paquita.» El 12 de julio era precisamente mi cumpleaños. Y para mí constituyó el más hermoso regalo que justamente aquel día el Don Lucho nos trajera a Paquita. Entre la gente joven reinaba una enorme alegría por aquella visita, y los padres nos alegrábamos sinceramente con ellos. Paquita había nacido en una pequeña finca al pie del Chimborazo. Los diez hermanos García habían venido al mundo en aquel mismo lugar. Mientras papá García desempeñaba un empleo, la madre, con ayuda de unos cuantos indios, regía la finca. En ésta crecieron Paquita y Mario, los hermanos más jóvenes. Plantaron y cosecharon lo mismo que nosotros cultivábamos en Floreana. Los jóvenes García, Paquita y Mario, volvieron a hallar en Floreana todo lo que había constituido el fondo de su feliz niñez. Rolf e Ingeborg Wittmer y los dos hermanos García formaban un trébol indivisible de cuatro hojas. Paquita se aclimató muy pronto a la isla. Se habituó perfectamente a nuestro plan de vida. Mostraba comprensión hacia nuestros trabajos, dándose cuenta de todas las preocupaciones y necesidades relativas a nuestra granja y a la pesquería, que Rolf seguía desarrollando con éxito. Paquita se convirtió en la buena estrella de Rolf.
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50 años Floreana - ¿Cómo va a seguir?
Es domingo. Un domingo tranquilo y hermoso. Nosotros, los dos viejos, nos hemos quedado solos. Nuestra hoja de trébol ha volado. A algún sitio, Dios sabe dónde. Estamos sentados en la galería y vemos el juego de las olas allá a lo lejos. El sol espejea en el agua; las pequeñas ondas se mecen cadenciosas, llevando millones de puntitos soleados en sus crestas temblorosas y desparramando la luz en movibles reflejos. Estamos aquí sentados y vemos el incansable vaivén de las olas. Cada uno de nosotros está sumido en sus pensamientos. Entre nosotros y el mar abierto se extiende la delgada lengua de tierra. Y sobre aquella faja estrecha vemos venir a cuatro personas. Cuatro personas emparejadas. Dos parejas. Rolf y Paquita van delante. Rolf tiene pasado el brazo sobre el talle de la muchacha. Detrás de ellos caminan Inge y Mario, delicadamente enlazados como los otros dos. Les miramos en silencio, vueltos sobre nosotros mismos, con una suave sonrisa. Heinz rompe el silencio: –Mira, mi vieja querida, ahí vienen la joven generación Wittmer. No tardará mucho tiempo en que esos cuatro puedan continuar nuestro trabajo. ¿O es que tú no crees que todas las apariencias sean de como si...? –Sí, parece que sí... Aguardamos, otra vez sumidos en nuestros pensamientos y manteniendo un sereno silencio, hasta que los cuatro llegan a casa. Luego se plantan ante nosotros, los cuatro con las mejillas arreboladas, Rolf e Inge, Mario y Paquita, y Rolf dice, franca y brevemente, como es en él habitual: –Paquita y yo queremos casarnos. Si vosotros no tenéis nada en contra. Miro a nuestro Rolf. Heinz me mira a mí. De momento no dice nada. La declaración de Rolf le ha cogido un poco menos de sorpresa, aunque no sea del todo inesperada. Inge, algo turbada, se posa alternativamente en uno u otro pie. –Nosotros también... –¿Qué quieres decir? —pregunta Heinz. ¿Es que realmente no ha comprendido o es sólo que está fingiendo? –Yo también, papá –declara Inge con franqueza–. Mario y yo, nosotros... nosotros dos... Página 280
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Con turbación conmovedora empieza a balbucear. Pero nosotros no permitimos por más tiempo que esté turbada. ¿Qué otra cosa nos queda que hacer sino dar a los niños nuestra bendición y desearles toda dicha y prosperidad? Lo hacemos así a gusto y con el corazón satisfecho. Y por la noche celebramos el acontecimiento en la intimidad del círculo familiar. La toma de dichos de los cuatro se celebrará en el vigésimo-quinto aniversario de nuestra boda. Pero, de todos modos, hemos de seguir pensando prácticamente: nuestra plantación y nuestros animales no nos permiten demasiados días de fiesta. Así, pues, todo se hará al mismo tiempo. Por otra parte, en veinticuatro años de vida insular hemos aprendido por propia experiencia que las fiestas son tanto más hermosas cuanto más raramente aparecen en el calendario de la isla. Para festejar aquel día de doble dicha vienen los padres de los hermanos García desde el continente. En la mañana de la toma de dichos, mi marido se saca su alianza y la pone en el dedo del joven Mario, nuestro futuro yerno. Yo le doy a Inge mi anillo de esponsales, hecho con las dos alianzas de mis padres. No pronunciamos frases grandilocuentes. Unas cuantas palabras, que salen del corazón y encuentran el camino hacia el corazón de los otros, valen más que un discurso largo y afectado. –Mi querido Mario –dice Heinz tomando la mano del joven, resplandeciente de dicha–, aquí en tu mano pongo la felicidad y el porvenir de mi hija. Pórtate bien, y siempre te irá bien en todo. Los padres de Paquita ponen a su hija en brazos de Rolf y, siguiendo la costumbre del país, estando de rodillas la joven pareja, dan a los dos su bendición paternal. Ahora tenemos dos parejas de novios. Ahora nuestra vida correrá pronto por carriles distintos que hasta aquí. Nos quedaremos un poco en segundo término. Pero no nos sentimos tristes por eso. Estamos alegres y nos hallamos dichosos por el hecho de que las cosas hayan sucedido de este modo. Hemos de acordarnos de los muchísimos seres a los que la fatalidad del destino, o de la naturaleza, o de la guerra mundial ha privado de todo lo que, como plantadores, habían labrado penosamente en cualquier sitio remoto; hemos de acordarnos de los que han tenido que abandonar sus plantaciones y su nueva patria. Después del festejo, la vida cotidiana retornó a la isla. Los García continuaron aún algún tiempo con nosotros. Luego, con el primer barco que hizo escala en la isla, regresaron al continente. Está bien que la vida continúe su marcha acostumbrada, con la única diferencia de que el avance hacia el futuro ha de ser mucho Página 281
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más rápido. Ante nosotros hay un montón de trabajo, mayor que en ninguna otra época. Tenemos que edificar. Los jóvenes necesitan, al fin y al cabo, un sitio para cuando estén casados. Y a nosotros mismos también nos hacen falta algunas cosas. Necesitamos, por ejemplo, un taller. Rolf lo construyó con ochocientos bloques de cemento hechos por él mismo. En el nuevo taller se puso, además, una base de asfalto y sobre ella la última conquista de Floreana: nuestro generador de electricidad. Mario, el especialista, puso luces en toda la casa. Una vez más somos civilizados. La época de las lámparas de petróleo y de las velas torcidas hechas con sebo de buey camina a su fin. Era como en los primeros días de nuestra instalación, cuando todavía vivíamos en las cuevas: mi marido derribaba árboles, alisaba piedras y resplandecía, a pesar del rudo trabajo, cuando veía como de día en día los muros iban creciendo. La decoración interior era muy sencilla, pero, en las condiciones de las Galápagos, resultaba sobremanera elegante. Lo principal era obra mía. Quería estar rodeada de colores por todas partes. Hice traer del continente latas de pintura a precios escandalosos, para pagar los cuales hube de sacrificar el contenido de medio gallinero. Los hombres me explicaron cómo se preparaban las pinturas, y luego empuñé los pinceles. Pinté todo lo que era pintable, por fuera y por dentro. Manejaba las brochas día tras día. Viví en una verdadera embriaguez de colores. En aquellos días, toda Floreana olía a pintura. Yo también. Estaba sobremanera orgullosa. Mis colores resultaban verdaderamente espléndidos. Todo brillaba y relucía, nuevo y flamante, pero me daba miedo cuando pensaba en los gastos que todo aquello iba a originar. A pesar de eso, todavía construimos dos casas para invitados. Muy pequeñitas, pero tenían una cama, un lavabo y dos sillas. ¡Si veinticuatro años antes alguien pudiera habernos ofrecido algo así en Floreana! En medio de todo aquel jaleo no dejábamos de recibir visitas. Con el destructor Alfaro llegaron algunos señores de la Embajada de los Estados Unidos, de Panamá y de Bolivia; los ministros de Defensa y del Exterior del Ecuador, y algunos miembros del Cuerpo Diplomático que estaban realizando una excursión por las islas Galápagos. A las cuatro de la mañana llegaron los primeros huéspedes; los siguientes, a las siete; los terceros, a las nueve. Unos querían salir de cacería, otros querían pescar y el resto prefería bañarse. Todos se despacharon a su gusto, y en nuestra mesa recobraron fuerzas. Aquélla era la tercera visita oficial que teníamos. En abril de 1956, el presidente del Ecuador, Su Excelencia el doctor Velasco Ibarra, había estado entre nosotros. Fue uno de los días más grandes de la historia de la isla de Floreana. Dos destructores de la Armada del Ecuador anclaron en Blackbeach, y el presidente Página 282
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Ibarra vino a tierra en una lancha motora. Los soldados de infantería de Marina llevaban uniformes de gala; junto a la costa se había alzado un arco triunfal con ramas de cocotero. Después de los saludos y de la presentación de los colonos, el presidente vino con su séquito a nuestra casa y pudimos hablarle de las preocupaciones y deseos que todos los colonos teníamos. —Os prometo —dijo entonces el presidente– que me ocuparé de que la isla tenga mejor enlace con el continente, de que disponga de una nueva estación de radio y de que cuente con un buen edificio escolar para vuestros hijos. El mandato presidencial del doctor Velasco Ibarra terminó a los pocos meses. Pero mantuvo la promesa que nos había dado: en el barco siguiente llegó una nueva emisora y luego fue construida una escuela. También el nuevo presidente, Su Excelencia el doctor Camilo Ponce Enríquez, acometió, después de tomar posesión de su cargo, el problema de las Galápagos. Anunció su visita para el 7 de enero de 1957. Esta vez, gracias a la nueva instalación de radio, fuimos advertidos con tanta anticipación sobre la visita oficial, que pudimos preparar una recepción honrosa para el presidente, los ministros y la primera dama del país. Y también en aquella ocasión pudimos ofrecer algo más especial: una exposición de todos los frutos que se daban en la isla. En la casa de los invitados amontonamos todo lo que en Floreana se produce de frutos tropicales, subtropicales y europeos: bananas, piñas, mangos, higos, ciruelas, aguacates, café, nísperos, limones, naranjas, guayabas, chirimoyas, caña de azúcar, patatas, pimienta, maíz y verduras europeas, al lado de rosas, dalias y lirios. Rolf se encargó de la exposición de pesca: bacalao seco, anchoas, cangrejos y langostas. Después de la llegada de los distinguidos visitantes, el comandante general de la Marina, Ordoñez, reunió a todos los colonos ante el presidente y fue presentándolos uno por uno. El señor Cruz, el más anciano de los colonos ecuatorianos, recordó al presidente el problema más angustioso de la isla y de sus habitantes: el enlace marítimo con la tierra firme. Aunque todavía no estaba resuelto, el Gobierno del Ecuador había mostrado siempre la mayor comprensión y buena voluntad hacia nosotros, pero el país tenía que afrontar muchos otros problemas originados por el rápido crecimiento de una nación cuyo futuro se presenta floreciente y alentador. Por eso debíamos esperar un poco. De todos modos, el presidente Ponce Enríquez nos prometió una rápida ayuda.
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Notas del Editor
El presidente y su séquito vieron, en nuestra exposición de Floreana, todo lo que produce la isla. Pude leer en sus asombrados rostros que en el continente se sabía muy poco todavía de la isla y de sus variadísimos productos. Alguien dijo: –¡Producir simultáneamente bananas y patatas! ¡Que haya piñas y coliflores en una misma granja! ¿En qué otra parte de la Tierra se ve nada semejante? El presidente doctor Ponce Enríquez estuvo todo un día en Floreana. Más tarde, lo mismo que su predecesor, hizo honor a su promesa. El Tarqui, el nuevo barco de los colonos, viene una vez al mes a las islas Galápagos.
Realmente, habíamos querido celebrar al mismo tiempo una doble boda. Pero luego pensamos que Inge y Mario eran todavía demasiado jóvenes; no les vendría mal esperar un año. Rolf era el primer europeo que había nacido en la isla. Era el primero que había recibido en ella el sacramento de la Confirmación. Ahora sería el primero que celebrase su boda en la isla. Por eso aquel día constituiría una fiesta especial no sólo para nosotros, sino para Floreana entera y para todos nuestros amigos. Durante meses estuvimos preparándonos para aquella fiesta, y entonces caímos en la cuenta, una vez más, de que nos encontrábamos al borde del mundo. Las cosas más sencillas, que en el continente se adquieren sin dificultad alguna, se convertían aquí en problemas insuperables. Necesitábamos para Heinz unos pantalones nuevos azul marino; para él y para Rolf, zapatos; para Paquita, un vestido de novia, un velo y zapatos blancos, y vestiditos para las niñas que tomarían parte en la ceremonia. Algunas de las cosas las había comprado mi hermana en Inglaterra y nos las había enviado, pero llegó el mes de mayo y aún no estaban en nuestro poder. Nuestros nervios empezaron a vibrar. Transcurría uno y otro día y no llegaba ningún barco. Por último, veinte días antes de la boda, llegó el barco tan anhelado. Pero Rolf vino de la costa con una noticia desoladora. —Las cosas no han venido. Y con el siguiente barco no había que contar quizás antes de dos meses. Sólo parecía existir una solución: aplazar la boda. Pero el bondadoso destino y la esposa del jefe de la isla hallaron una solución mejor: la señora Quiñones le prestó a Paquita un par de zapatos que, después de largo y cuidadoso tratamiento, volvieron a hacerse blancos. Y el jefe de la isla recordó, en aquellos días de desesperación, que en sus buenos tiempos había Página 284
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sido sastre, y vino con la consoladora embajada. Aquella buena gente había sido enviada a Floreana por la providencia. Le entregué unos metros de tela azul marino, y con eso cortó unos pantalones perfectos para mi marido. Rolf, el novio, había pedido prestado a su futuro cuñado Mario un par de zapatos que luego resultó que le estaban chicos. En la excitación de aquellos días, no se había dado cuenta de aquello. Pero la boda no podía aplazarse. Ya estaba preparado todo lo necesario para la fiesta, dispuestos los asados de buey y de cerdo y los treinta y cinco pollos que iban a aparecer en el banquete. El 12 de julio tenía que celebrarse la boda fuese como fuese, y aquel 12 de julio se iba a festejar un triple acontecimiento: el casamiento de los dos muchachos, los veinticinco años de nuestra estancia en Floreana y mi cumpleaños. Ya sólo faltaba que viniesen los invitados para que la triple fiesta pudiera celebrarse. Pero en la noche del 10 de julio, a eso de las diez, llegó por radio un mensaje del gobernador de las islas: «La lancha patrullera no puede ir. No hay gasolina.» A la mañana siguiente me dirigí a la emisora y me puse en contacto con San Cristóbal para arrendar cualquier embarcación a motor que pudiera traer a las autoridades y a los huéspedes, y sobre todo al sacerdote, ya que era preciso que llegasen a tiempo. Todos los preparativos estaban ya hechos. La casa entera estaba dispuesta para la recepción de los invitados y todos aguardábamos. La pareja esperaba. A mediodía, mi marido bajó de la granja para recibir a los primeros huéspedes, lleno de esperanza y buen humor. Pero no había nadie a quien recibir. Cuando le comuniqué las últimas noticias, no se le ocurrió nada mejor que echarse a reír. –¿Por qué te indignas tanto por eso? ¿No eres ya lo bastante vieja para no tomar estas cosas por lo trágico? Llevando como llevas veinticinco años en las Galápagos, ¿todavía no has aprendido nada? –Sí, paciencia. Ya lo sé –rezongué, indignada. A mediodía, a eso de las doce, la radio nos trajo el mensaje de que un yate particular traería al sacerdote y a la representación del gobernador, y cuatro horas después la sirena sonaba ante la costa. Pero no se trataba del yate anunciado, sino de un barco que traía a nuestros invitados. El yate con el sacerdote y la representación del gobernador llegó a últimas horas de la tarde. Las camas estaban dispuestas, pero todavía hubimos de alojar a algunos huéspedes en Capitanía. Nuestro amigo el suboficial Quiñones mostraba hacia noso-
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Rolf Wittmer
tros toda clase de deferencias. Había cuidado de los detalles más insignificantes que prestasen solemnidad al acto. Los escolares de Floreana estaban vestidos de azul claro o de seda blanca, y la Marina llevaba uniforme de gala cuando a la mañana siguiente se celebró el casamiento civil en Capitanía. El representante del gobernador desempeñó muy bien su papel. Dirigió a la joven pareja un discursito antes de declararlos marido y mujer. Fue algo tan solemne que los ojos de Rolf se humedecieron. Paquita estaba tan nerviosa que apenas pudo escribir su nombre. Luego nos trasladamos a la «iglesia». Nuestra iglesia, esto es, una de las grandes acacias que crecían cerca de la casa, estaba adornada con cirios encendidos, colgantes blancos y de color, una alfombra y todo un abigarrado mar de flores, de trajes y uniformes relucientes bajo el amplio techo del árbol sobre el que brillaba un impecable cielo azul. En primera fila estaba la pareja de novios. Paquita lucía un maravilloso traje de boda, y la ceremonia no podía haber resultado más hermosa y más solemne en ninguna iglesia que bajo nuestra acacia. Rolf estaba tan conmovido por la solemne ceremonia religiosa, que se iba poniendo más y más pálido. Se tambaleó un par de veces; yo temía que fuese a caer desmayado. Pero resistió. La bendición del sacerdote dio fin a la ceremonia religiosa. Luego se acercaron los testigos y los niños de la escuela, que echaron puñados de arroz sobre los contrayentes, como símbolo de suerte y de felicidad. Ésa es la costumbre aquí. Los niños empezaron a cantar, y la comitiva nupcial se puso en movimiento hacia la casa. Delante de ella, Rolf, todavía muy pálido, cogió a su mujer en brazos y cruzó con ella el umbral. Regresó dos minutos después. Su rostro había recobrado los colores. Era de nuevo el joven Rolf de siempre. –Acabo de cambiarme los zapatos –me susurró–. Creí que no podría resistir el dolor. Durante la ceremonia religiosa se había dado cuenta por fin de que los zapatos que Mario le prestara eran un número menor. Un pudín de arroz, cocido sobre las brasas, en plena costa, había sido nuestra primera comida en Floreana. Desde entonces ha transcurrido un cuarto de siglo. Estamos en nuestra hermosa casa junto a la costa y tenemos copas de champaña en las manos. Y brindamos por la felicidad de la joven pareja y por la de la otra pareja que formarán Ingeborg Floreanita Wittmer y Mario García. Y todos brindamos luego en recuerdo de los primeros golpes de machete de hace veinticinco años. De todo el mundo han llegado regalos para la joven pareja. Cuando Paquita los ve después del banquete, transparentes lágrimas le corren por las mejillas. Página 286
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–¡Tanto cariño! ¿Tanto cariño para mí? –dice ella una y otra vez. El gobernador de la isla ha enviado un espléndido juego de té japonés. Por la noche se reciben en la emisora muchos telegramas dando la enhorabuena. El comandante de Marina y algunos ministros del Ecuador se han acordado del día. Sólo la Embajada alemana en Quito lo ha olvidado por completo. Ha sido un día verdaderamente feliz para nosotros, un día alegre y maravilloso, el día más hermoso de toda nuestra vida insular. Cuando por la noche se baila en el suelo de cemento, veo de nuevo bailar a mi marido, por primera vez después de veinticinco años.
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Capítulo 29
CAPÍTULO 29
FLOREANA, LISTA DE CORREOS
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espués de estos días agotadores, Rolf me ha invitado a dar un paseo en su barco a motor. ¿Cuándo he tenido tiempo alguna vez para pasear por la isla o por la costa? Apenas sé qué aspecto tiene la isla. Para mí, las montañas que están al otro lado son terreno sin explorar. Ni una sola vez he subido a la montaña más alta de Floreana, el Cerro de Paja, de seiscientos metros. Salimos de Blackbeach y nos dirigimos hacia el norte, costeando. El barco a motor de Rolf navega rápido, diez veces más rápido que la lancha de vela en la que, en otros tiempos, vinimos a Floreana. —La isla tiene un aspecto muy distinto de... Rolf se vuelve a mirarme y me pregunta con ojos llenos de comprensión: –¿Qué quieres decir con eso de «distinto»? Durante largo rato no respondo nada. El cuadro que veo ante mí me atrae con tanta fuerza que ni siquiera me doy cuenta de la pregunta de Rolf. Ni yo misma me he escuchado al proferir mi exclamación de asombro. –¿Qué quiere decir eso de «distinto»? –pregunta Rolf nuevamente. —Muy distinto de antes —digo. Y luego le cuento qué aspecto tenía la isla hace veinticinco años. —Entra un poco en el mar —le ruego. Una vez más, quería ver Floreana desde fuera. Siempre que he vuelto de algún viaje he estado tan preocupada que apenas me ha quedado tiempo para dirigir una mirada a la isla. Nunca he observado lo mucho que ha cambiado en este cuarto de siglo. Ahora lo observo por primera vez a conciencia. Por aquel entonces existían todavía muchos trozos grises, secos, de un aspecto desolado. Hoy casi todas esas manchas han desaparecido. La isla se ha puesto verde. Las pampas, aquellas extensiones desnudas y esteparias, no existen ya. El bosque ha retrocePágina 288
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dido, las pampas están cultivadas. En otros tiempos, cuando llegamos aquí por primera vez, había quizás en toda la isla veinte o treinta árboles de guayabas. Hoy, los árboles se espesan por todas partes, en los mismos sitios donde antes se hallaban las parameras grises. El guayabo no necesita mantillo alguno, que realmente sigue sin existir en ninguna parte de la isla; sus raíces chupan agua y humedad entre las piedras de lava... No necesitan más. Le refiero a Rolf el aspecto que tenía en otros tiempos. La desolación que se veía en la costa. Una desolación tan grande, que por mi gusto yo me habría vuelto si hubiese podido. Ahora todo está verde. La embarcación nos lleva a la bahía de Post-Office. Rolf la gobierna hábilmente junto a la costa y la deja encallar en la arena. –¿Recuerdas dónde está el buzón? Señala la barrica del correo. La vieja barrica casi histórica que presta servicios desde hace dos siglos. No es que sea la de un principio; ya hace mucho tiempo que no lo es. Ha sido renovada un par de veces, y ahora tiene un aspecto nuevo y deslumbrante. Ando el pequeño trayecto que hay hasta la barrica, mientras Rolf se ocupa de su embarcación. Hacía mucho tiempo que no veía nuestra oficina de Correos; levanto la tapa de la barrica y veo si hay cartas dentro. Pero está vacía. En los últimos días no ha estado ningún barco por aquí. Antes de cerrar la tapadera meto el brazo por la abertura y con la punta de los dedos rebusco en el fondo del barril. Y palpo algo, una carta, un paquetito, un trozo de papel que parece haberse quedado adherido al fondo. No consigo despegarlo con los dedos. Sólo cuando me ayudo con un palito consigo desprenderlo. Y luego me veo con una gruesa carta en las manos. El papel está arrugado y amarillento. No se leen ya las letras, borradas tal vez por el agua salada del mar o por el aire lleno de humedad, no lo sé. Sopeso la carta pensativamente en mis manos mientras vuelvo a la orilla, en la que Rolf aguarda con el barco. Me detengo un par de veces tratando de ver las letras, que apenas pueden descifrarse. Pero por fin consigo leerlas. Leo mi nombre en aquel sobre. Veo matasellos alemanes, que han perdido el color hace mucho tiempo. Cielo santo, ¿cuánto tiempo puede llevar esta gruesa carta en el fondo de la barrica? —¿Había correo? –pregunta Rolf saliéndome al encuentro, mientras yo me dirijo hacia el barco despacio y absorta en mis pensamientos. Página 289
Capítulo 29
Meneo la cabeza. –No, no había nada. —Pero traes una carta en la mano –dice Rolf, extrañado. —Esto es otra cosa. Se encoge de hombros y me ayuda a subir. Luego empuja desde la arena para botar la lancha y salta dentro. Parece haberse olvidado de la pregunta. –Navega todavía un poco y volvamos luego –digo. En realidad, él quería que diésemos la vuelta a toda la isla. No pregunta por qué yo de pronto quiero volver a casa. He colocado la carta a mi vera. Rolf la ha visto. ¿Qué voy a ocultarle? Sé ahora de quién procede esta carta, quién me ha escrito hace veintiún años. Sé que no necesito leerla. Adivino su contenido casi palabra por palabra, sin necesidad de abrirla. En realidad, me propongo no abrirla. Describiendo un amplio arco, Rolf inicia el regreso. Durante unos minutos no dice palabra. Me mira como si quisiera preguntarme, como si estuviese muy interesado por lo que pueda ser esa carta. Pero no me pregunta nada. Sólo vuelve a adoptar una expresión de asombro. —Hoy pareces estar muy callada. –Sí. Hoy me toca mi día de silencio. Las mujeres somos taciturnas muchas veces. Tú lo descubrirás algún día, querido Rolf. Es una costumbre espantosa de las mujeres, ya lo sé, pero de vez en cuando no se puede evitar. Por ejemplo, cuando de pronto se recibe una carta que ha sido enviada hace veintiún años. Y, si no lo crees, mira... Le doy la carta y señalo con el índice la dirección. Él deja correr el barco y se absorbe en el examen de las letras. Y las deletrea penosamente, porque están casi borradas. –«Señora Margret Wittmer, isla Floreana, Galápagos, Ecuador, «Lista de Correos».1
1 En alemán, «Lista de Correos» se dice «Postlagernd». Viene a ser una expresión análoga a la francesa de «Poste Restante». Lagernd significa «estar almacenado, estar en suspenso». De aquí el juego de palabras que sigue. (N. del T.) Página 290
Floreana, lista de correos
—Floreana, Lista de Correos... –Rolf se echa a reír suavemente–. Pues sí que ha estado tiempo. Luego no dice nada más. Observa las focas que están tendidas en un pequeño promontorio de lava, dos cachorrillos y la hembra y el macho. Nos lanzan un mugido de saludo cuando pasamos a su vera. Están de buen humor y querrían jugar con nosotros. Pero esta vez seguimos nuestro camino. Navegamos una hora más y no hablamos una sola palabra. Mis pensamientos están hundidos en el pasado.
Era a finales de octubre de 1935. Mi estancia en la patria, agotándose ya mi permiso, tocaba a su fin. Tenía preparadas mis maletas y dentro de un par de días estaría en el barco que me llevaría de nuevo a nuestra isla. Que nos llevaría a mí y a Rolf, que entonces tenía escasamente tres años. Por bien que se estuviese en casa, en Colonia, yo sentía añoranza de Floreana y me alegraba de volver a la tranquilidad de nuestra isla, después de todo lo que yo había pasado y visto aquí. Los periódicos habían escrito sobre mí, sobre nosotros en general; mi amplio relato sobre el doctor Ritter y Dore Strauch había aparecido, y eso fue motivo para que yo recibiera una numerosa correspondencia de conocidos y desconocidos y muchísimas visitas de personas que en cierto modo querían participar de nuestras experiencias, saber cómo vivíamos, cuáles eran nuestros sentimientos, y también demasiadas visitas de gentes a las que sólo impulsaba la curiosidad. La visita más extraña tuvo lugar uno de los últimos días, cuando mis pensamientos ya estaban vueltos hacia Floreana. Era un hombre al que en realidad sólo habíamos tratado superficialmente, un antiguo conocido. Estaba enterado de nuestra vida por lo que había leído en los periódicos. –Encuentro grandioso, sencillamente espléndido –dijo–, que haya tenido usted valor para irse a la aventura a aquella isla. Me descubro ante lo que han realizado ustedes allí. Pero... –Tuve de pronto la intuición de que no había venido para expresarnos su asombro y su alabanza, sino por otro motivo distinto que yo no sospechaba–. Pero después de haber leído los relatos que han aparecido sobre usted en los periódicos – prosiguió, moviendo pensativamente la cabeza– debo decir: no comprendo en forma alguna que puedan ustedes seguir allí. —Nos sentimos perfectamente y estamos muy contentos —repliqué–. Nada nos falta. No tenemos el menor deseo de cambiar la vida que hacemos allí por la de la gente civilizada.
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Pero él insistió. No quería dejarse convencer. –¿Por qué se hace usted las cosas innecesariamente difíciles? Ahora están completamente solos en esa isla. No tienen a ninguna persona en las inmediaciones, a nadie que pueda ayudarlos en caso de necesidad. Están totalmente separados del mundo, y, a la larga, usted y su marido no podrán resistir eso. Esta vida nuestra, en la que hemos sido criados, no puede olvidarse tan fácilmente, y usted menos que nadie; para eso es usted demasiado inteligente y espiritual. –Perdón... –dije, interrumpiéndole–. ¿Por qué me dice usted todo eso? ¿Quiere oprimirme el corazón inútilmente? ¿O qué es lo que se propone? —No, comparto sus sentimientos y temo por su destino. Sé por experiencia lo que pasa cuando uno se separa de la Humanidad. Ya le he dicho que admiro sus hazañas, las de usted y las de su marido, las admiro ilimitadamente. Me impresionan. Pero ¿no se ha sentido nunca atraída por el pensamiento de todo lo que querría y podría lograr? ¿No opina usted que eso podría conseguirlo también aquí? Con sus cualidades extraordinarias podría conseguir mil veces más aquí que en esa isla dejada de la mano de Dios. —No creo que pueda usted cambiar nuestras convicciones y nuestro punto de vista— dije. Y me eché a reír, convencida, pero él no se desanimó por mi réplica. No sé qué propósito tenía al seguir hablando. –¡Ponga usted fin a esa clase de vida! Veo que no puede llevarle a ningún final bueno. Vuelvan ustedes. Yo me ocuparé de todo. Y puedo permitirme ofrecerles ayuda financiera para que hagan el viaje de regreso y se labren aquí una nueva existencia. Ni siquiera necesitarán darme las gracias. Una familia como ustedes es la que yo busco hace mucho tiempo para mis tierras. Raramente puedo visitarlas, y para mí sería un alivio y una ayuda saber que durante mi ausencia estaban en buenas manos. Prácticamente, usted y su marido, su familia toda, serían los dueños allí. Tengo confianza absoluta en ustedes dos, porque han demostrado que son capaces de todo. Decídase usted: no tendrá por qué arrepentirse. A personas como ustedes hay que ayudarlas. Y, como ya he dicho, puedo hacerlo. Y lo haré muy a gusto. Porque de esa forma los salvaré de un final desastroso. Yo no sabía ya qué decir. No veía qué clase de hombre era aquél, si un verdadero amigo de la Humanidad que se preocupaba efectivamente de nosotros o un charlatán, un fantasioso. De todos modos, no lo tomé en serio. —Todavía tiene usted tiempo para pensarlo –decidió– Nunca es demasiado
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tarde. Pero aconséjese seriamente. Con los preparativos del viaje y las visitas no tenía yo tiempo alguno para ocuparme de pedir consejos. Y además no necesitábamos, realmente, aquella ayuda tan generosa. Queríamos quedarnos donde estábamos. Un par de días después subía a bordo del Rhakotis, en Hamburgo, camino de Sudamérica. No volví a acordarme de aquel amigo de la Humanidad. Aquello había constituido uno de tantos episodios. No había podido o no había querido tomarlo en serio... El 5 de noviembre, el Rhakotis hizo escala en Amberes. Y allí recibí un telegrama. Un breve mensaje de aquel conocido desconocido: «Espero ver muy pronto por aquí a usted y a su familia. Estoy convencido de que vendrán. Envío cheque a Floreana». Me guardé el telegrama en cualquier bolsillo y no pensé más en eso. ¿Y luego, cuando me vi de nuevo en la isla? De vez en cuando he pensado en aquel hombre extraño cuando las cosas iban demasiado mal y nos preguntábamos si podríamos llevar la gran aventura de nuestra vida a un final dichoso o si tendríamos que darnos por vencidos. La cuestión salió a relucir tan sólo una o dos veces. Pero el extraño ricachón no llegaba a borrárseme de la memoria. Pasaron los años y el recuerdo fue debilitándose más y más, hasta apagarse por completo. Nunca volví a tener de él la menor noticia. Aquello ocurrió hace veintiún años.
Mis pensamientos han vuelto a la realidad. Desde el pasado. Ante mí se extiende Floreana, ¡Qué verde está ahora la isla! Las manchas grises y calvas han desaparecido. Árboles y arbustos se han extendido por toda la isla. Ésta ha cambiado de fisonomía. Ya no tiene arrugas y grietas. Al contrario. Y yo me veo como la isla, veinticinco años más vieja. Pero tengo un par de arruguitas en el rostro. Nada exagerado. Floreana tiene un aire muy sano. Y mi vida ha sido tan hermosa y tan llena, que no se me ha ocurrido nunca el pensamiento de hacerme vieja. Ahora tengo la carta a mi lado, con los sellos descoloridos hace mucho tiempo y la dirección casi borrada: «Lista de Correos, Floreana, Ecuador...». Heinz está en casa cuando volvemos. Llevo la gruesa carta en la mano. —Correo —digo—. Mira, la carta ha tardado un disparate de tiempo.
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Heinz la coge y la sopesa pensativamente entre los dedos. –Las cosas más importantes son las que requieren mayor tiempo. —Esto no es tan importante. –Sonrío, y le cojo la carta de las manos—. Lo importante es... Abro el sobre lentamente. Dentro hay un par de plieguecillos de apretada escritura. Vuelvo a meterlos en el sobre. –¿Es que no vas a leer la carta? –dice Heinz–. Después de haber tardado tanto tiempo en llegar hasta aquí... –No. –Sacudo la cabeza y sonrío–. Sé muy bien lo que se dice en estas hojas. Casi palabra por palabra. Todo lo que aquel conocido desconocido me había dicho veintiún años antes está ahora de nuevo tan presente en mí como si me hallase en Colonia y le oyera hablar. No leo la carta. No necesito leerla. Pero el papelito que está doblado entre los plieguecillos sí lo leo. Es una lectura interesante. Me quedo sin habla cuando termino de leerlo. La escritura está también un poco descolorida, cosa que no es de extrañar después de tanto tiempo, pero puede descifrarse sin dificultad. Le entrego a Heinz el papelito. Y él lee, sobrecogido: –Mil dólares. Un cheque extendido contra el Banco Chase-Manhattan, Nueva York. Heinz se queda mirándolo completamente atónito. –Mil dólares... Pero, criatura, esto es una fortuna. Y precisamente el Banco Chase-Manhattan. –Puedes devolvérselo. De pronto me siento muy alegre. Me echo a reír, sabiendo muy bien el motivo. Otras veces río sin saber por qué, pero ahora lo sé muy bien. Porque me alegro de que aquel hombre notable, no sé todavía por qué motivo, haya cumplido su palabra y enviado no sólo una carta, sino, efectivamente, el cheque prometido. Y ante todo porque me siento feliz de que se haya equivocado. No nos hemos hundido en la soledad. Todo lo contrario. Sus sombrías profecías no se han cumplido. Aquí en Floreana nos sentimos en nuestro hogar, todos juntos. A pesar de los tiempos duros que hemos tenido que atravesar. Página 294
Un sueño se hace realidad
Hace veintiún años, cuando volví de nuevo a Floreana después de mis vacaciones en la patria, le hablé brevemente a Heinz de aquel hombre extraño que quería librarnos a toda costa de nuestra isla. En aquella época, Heinz se había limitado a echarse a reír. Ahora se ríe más ruidosamente cuando le digo de quién procede esta carta que ha necesitado más de dos decenios para llegar a nuestras manos. –¿Y si el cheque de mil dólares hubiese llegado hace veintiún años? –pregunto–. Mil dólares no son ninguna pequeñez. –Tampoco entonces habría vendido mi libertad por mil dólares. –¿Y qué hacemos ahora? —Un fueguecito, si no tienes nada que oponer. No, no tenía nada que oponer. Me dirijo al hornillo, en el que arde un pequeño fuego, cojo un pedazo de periódico y lo enciendo. Luego coloco la llama bajo la carta, con sus plieguecillos de apretada escritura y el cheque de mil dólares. La llama devora la carta, con su contenido y todos aquellos recuerdos, hasta que sólo quedan cenizas. Cuando se apaga la última chispa, Heinz, al que tanto trabajo cuesta alegrarlo, pisotea las cenizas alegremente y dice, echándose a reír: —Ahora voy a beber una copa por los viejos balleneros que fueron tan inteligentes como para montar la Lista de Correos en una barrica.
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Capítulo 30
CAPÍTULO 30
UN SUEÑO SE HACE REALIDAD
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entro de un cuarto de hora, el barco de la isla saldrá de Floreana. Mi maletín está ya en la costa. Rolf me llevará con su lancha motora. Dentro de un par de días estaré en el continente. Después, tras un vuelo de veinticuatro horas, me hallaré en Europa, en Alemania. En Fráncfort. Con frecuencia, durante las pasadas semanas, cuando he pensado en este viaje, me ha parecido un hermoso sueño del que repentinamente habrá un triste despertar. Pero no, no es ningún sueño. Es la pura verdad. Me marcho hoy... Mi equipaje está ya en la costa. Hace veintisiete años, en esta misma costa, he estado sentada en un trozo de lava pardusca y he mirado la isla, la ribera desolada y arenosa llena de piedras y los árboles inertes y secos en las colinas. Estaba atemorizada y decepcionada. Me sentía terriblemente abandonada en aquella soledad fuera del mundo cuando el bote de vela que nos había traído hasta aquí iba desapareciendo en medio de la neblina. En aquellas primeras horas en Floreana me sentí tan infinitamente obsesionada, porque en mis sueños juveniles me había representado el Paraíso de una manera completamente distinta. En aquel tiempo, en aquel día de hace veintisiete años, no sospechaba yo todo lo que en esta isla nos esperaba de dificultades, preocupaciones, tormentos y espantosas tragedias. Y estaba bien que no lo sospechara... Pero tampoco en aquel día, veintisiete años antes, sospechaba yo que Floreana pudiera convertírsenos en una nueva patria tan bella y tan amada. Que llegaríamos a crear una hermosa posesión, que seríamos los primeros seres humanos que conseguiríamos llevar toda una vida en la isla. Una vida que comenzó con nuestra morada en las cavernas. En aquel tiempo nos habíamos sentido felices por el hecho de que existieran las cuevas. En una cueva nació Rolf. Todavía hoy oigo el bramar de los toros surgiendo del bosque profundo, mientras, completamente sola, afronto mi hora más difícil en una de las cuevas. Dentro de diez días subiré a un avión grande y moderno y sobre el océano volaré hasta Alemania. Estoy de pie en mi piedra de lava y avanzo un trecho hacia la costa, donde Página 296
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está mi maletín. Ante mí, en la arena caliente, se revuelcan los perros. Y con los brazos extendidos sale a mi encuentro una criatura que balbucea y ríe y dice con mucha alegría: –¡Abuela! Cojo a la pequeña en brazos y la estrecho contra mí y me río con ella a pesar del dolor que siento. Dentro de diez minutos partirá el barco de la isla. Ahora hace dos años que Rolf y Paquita se casaron. ¿Dos años ya? Y MargretRose, su pequeña hijita, tiene ya un año. La tercera generación de los Wittmer en Floreana va creciendo lentamente. Floreana y nosotros somos ya una misma cosa. No somos los únicos en la isla. Después de nosotros, mucho después, han venido otros; ahora somos, en total, cuarenta y cinco personas en Floreana. Pero nosotros hemos hecho el principio y hemos sido los primeros en crear algo. «Familia Wittmer, Lista de Correos, Floreana», nos han escrito en sus cartas amigos de todo el mundo. Floreana seguirá estando muy bien como está ahora. Sin autos y sin teléfonos. Y nos alegramos de que aún existan estas partes tranquilas en la superficie de la Tierra. Margret-Rose sostiene mis manos con fuerza. Ha bajado conmigo hasta la costa, donde está el maletín y donde Rolf prepara la lancha motora. Detrás de mí vienen los otros para despedirse: Heinz y, cogidos del brazo, Ingeborg Floreanita y Mario, los jóvenes recién casados. Sólo lo están desde hace un mes. Con motivo de la boda de Inge, hasta el presidente de la República del Ecuador ha enviado un telegrama de felicitación. Sí, muchas cosas han cambiado en Floreana desde que por vez primera llegamos aquí. Ya no hay piratas, ni balleneros, ni aventureros, ni tipos curiosos como el doctor Ritter. Hay solamente hombres que trabajan honradamente, que se ganan la vida con sus plantaciones de café o con la pesca. Ha transcurrido mucho tiempo hasta que Floreana ha despertado de su sueño de Bella Durmiente del Bosque. Aquí todo va despacio como los primeros habitantes de la isla que dieron su nombre al archipiélago: los galápagos. Lentamente se fueron extendiendo por las islas, paso a paso, poco a poco, y llegaron a su meta.
Lo mismo que nosotros...
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Noticias de Galápagos / Ecuador
Noticias de Galápagos / Ecuador 1960 a 1982 Hoy es mi cumpleaños y, realmente, debería festejar un poco. Vivo hace cincuenta años en Floreana. Pero hoy la casa estaba patas arriba. Para la cena, vinieron dieciocho turistas que estaban inscritos y otros diecinueve que no lo estaban. Hay mucho por hacer. Hay que cocinar, hornear, servir; y el problema más grande: Todavía no se encuentra ninguna tienda en Floreana, aparte de que existen varias millas hasta la próxima isla. Pero ya todo pasó. Ha funcionado – como siempre en los últimos quince años, desde que el turismo llegó a nosotros y desde que cocino para los yates que pasan. Han pasado veintidós años desde que regresé de mi visita a Alemania a mi isla Floreana, a la que los Ecuatorianos llaman “La bella y gentil”, linda e inaccesible. Mi pequeña isla, que solo tiene una circunferencia de apenas 50 Km, y cuya elevación más alta, visible a los lejos, tiene 640 metros de altura, el “Cerro Pajas” que ya me saluda. 1960 Cuando regresé el 2 de junio de 1960 de Alemania, traje a mi hermana Johanna de Inglaterra, a quien llamamos Aunty. Ya que Aunty no quiso volar, viajamos con el Moto Velero “Buntenstein” de Hapag Lloyd desde Bremen. Fue un viaje por mar agradable y un verano muy caliente. Cuando pasamos por el canal de Panamá, vi lo que seguramente me esperaba en Galápagos. Todo estaba seco y las hojas de las palmeras colgaban secas en los árboles. Heinz me había escrito, que tampoco llovía en Galápagos. Pero esto que vi, era horrible. Incluso las normalmente siempre verdes hojas de guayaba estaban secas. Cuando no llueve en Galápagos durante los seis meses más calientes, esto es una catástrofe. Pero el sol sale y se acuesta y no comprende nuestra preocupación. Heinz, Paquita, Margret Rose y todos los habitantes de la isla aparecieron para nuestra bienvenida. Inge-Floreanita, Paquita y Mario habían adornado la casa y Heinz estaba feliz de volver a verme luego de once meses. Había que descargar, desempacar y conversar. Rolf, quien nos recogió en Guayaquil, fue el que más compras hizo. Decidió construir una casa de dos pisos. La planta baja debía servir de vivienda para Rolf Página 298
PESCA Y AGRICULTURA
y Paquita y el primer piso debían ser habitaciones para turistas. Rolf y Paquita esperaban su segundo bebé en septiembre e Inge y Mario su primer bebé para julio de 1960. Había que pensar muy rápido en construir. Mientras nosotros estábamos ocupados en la costa, Mario e Inge se ocupaban de la granja. El tiempo de la garúa que generalmente persiste de julio hasta noviembre, empezó y llovía en la granja; así empezaba a verdear todo otra vez. Había naranjas, guayabas, aguacate, nísperos y también lechugas y rabanitos. Los meses de sequía habían pasado. Cuando regresé de Alemania, de mis honorarios me compré en Guayaquil un congelador. Ya que no teníamos electricidad, éste funcionaría con petróleo al igual que las lámparas que en la noche iluminaban nuestra casa. No puedo, para nada, describir lo orgullosa y feliz que estaba de este logro. Claro fue todo un trabajo desembarcarlo del barco. Rolf tuvo primero que construir una balsa. Tomamos cuatro tanques de gasolina vacíos y los fijamos encima de tablas. La grúa del barco puso el armario encima y con el barco a motor era trasladado a tierra. Entonces, todos los ayudantes cargaron el enorme bulto, que estaba empacado en una enorme caja de madera, desde la costa hasta la casa, por lo menos 300 metros de distancia. Dios, qué estrés. Floreana se modernizaba. Un congelador, una casa de cemento – ¿Que más podría todavía venir?
El 15 de julio Inge tuvo a su bebé. Era una niña, muy grande y delgada. Mario e Inge llamaron a la pequeña Ingrid María Flory García Wittmer. Ahora éramos ya dos veces abuelitos y en septiembre debía nacer el tercer nieto.
Pero primero tendríamos nuestro primer turista – Fue un francés, a quien conocí en Guayaquil. Trajo un gran microscopio con el que examinaba el agua en toda la costa. Junto con él, el “Cristóbal Carrier” trajo dieciséis profesores de la Universidad de Cuenca con nuestro amigo el Doctor Jara. ¿Pero dónde alojar a toda la gente? Heinz hizo una sugerencia: Vaciamos la bodega y pedimos prestadas algunas camas. Así éramos casi un hotel. Era un trabajo endemoniado dar de comer a todos. Cada día llenábamos mínimo sesenta botellas con jugo de níspero. Cuando a inicios de agosto el barco vino y se llevó a nuestros primeros turistas, estuvimos felices, a pesar de los buenos ingresos, de estar solos otra vez.
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PESCA Y AGRICULTURA
Paquita tuvo el 8 de septiembre finalmente el primer varón. Un muchacho gordo y cachetón. El consejo de familia decidió, llamarlo Heinrich Albert Wittmer García. Ahora ya éramos por tercera vez abuelos, y Heinz me mencionó en la noche: ¿Si no me caería bien una docena? La construcción de la casa seguía adelante mientras había suficiente material. Gracias a la iniciativa del Dr. Anderson, el propietario del “Cristóbal Carrier”, la palabra “Mañana” fue tachada del diccionario, y el barco salía puntualmente cada seis semanas desde Guayaquil y traía alimentos y materiales de construcción a las islas. Y por este barco se desarrollaron las islas Galápagos en un tiempo extraordinario. En todas las islas se vivía el boom de la construcción. Todo lo que se pedía llegaba intacto y rápido. Era como un milagro, y en poco tiempo el “Carrier” tenía que venir a las islas cada tres semanas.
PESCA Y AGRICULTURA 1962 En enero de 1962, Rolf cumplió veintinueve años, y festejamos en la noche en la escuela con todos los habitantes de la isla. Rolf, el primer nacido en Floreana, era también padre de dos niños. Rolf se dedicaba a la pesca con dos ayudantes y este parecía ser un buen año. El barco salía cerca de las cuatro o cinco de la tarde y regresaba al amanecer. Traía entre mil y hasta mil quinientos peces de regreso. Para que uno se imagine lo que se recibía de esta pesca, tengo que explicar cómo funcionaba. Después del café de la mañana los peces se desembarcaban y entonces el trabajo en tierra empezaba. Rolf y Eugenio, el otro pescador, abrían los peces, sacaban los intestinos y las vísceras. Entonces eran lavados por el tercer hombre. Paquita y yo los salábamos y los metíamos en tanques. Hasta que termináramos con este trabajo, generalmente eran las doce de la noche. Aunty Johanna se ocupaba en esos días de la cocina y se preocupaba de que nunca falte café; el abuelo estaba ocupado como niñero. Otros días, la gente se ocupaba de remendar la red que se rompía permanentemente debido a que quedaban agarradas enormes tortugas marinas verdes.
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UN VUELO GRATIS
Después de dos días, los peces eran sacados del agua salada, eran lavados y colocados en estantes para secar. Ahora había que tener mucho cuidado de que llueva sobre el pescado. Cuando brillaba el sol, se volteaban de lado y lado. En la noche, a las siete, todo se empacaba y se protegía contra la lluvia nocturna. Esto se repetía por varios días hasta que estuvieran listos para la venta al “Cristóbal Carrier”. Así, una captura producía cerca de mil kilogramos de pescado seco. Aunty recibió noticias de su anterior patrona. Debía ir a Londres para ayudarla con la mudanza. Fiel y devota se embarcó Aunty hacia Londres. Eso fue realmente una despedida triste y Margret Rose perdió a su mejor amiga y profesora. Pero como siempre, la vida continuaba. La ciencia se hacía notar, y en Santa Cruz se empezó con la construcción de la Estación Científica Charles Darwin. En la isla Santiago empezó la explotación de minas de sal y el barco remolcaba toneladas de cemento a las islas. A finales de 1962, estaba listo también el piso de arriba de la casa de Rolf, y no demoraron ni dos semanas, hasta que vinieron los primeros científicos. Eran botánicos de Suecia. Aunty envió un telegrama de que llegó bien a Inglaterra. Mario e Inge tenían mucha suerte con la granja. Tenían cada vez más ganado vacuno joven y la granja de gallinas se hacía cada vez más grande. La cosecha de papas y verduras era considerable. Había suficientes compradores para estos productos y se desarrolló lentamente un tráfico entre islas con pequeños barcos de diez a doce metros de longitud. También llegaban más pobladores a San Cristóbal y Santa Cruz; y, en un censo, las islas ya tenían más de tres mil habitantes. Mario e Inge esperaban su segundo niño, y se decidió que para el parto Inge debía ir a Quito donde la familia de Mario. A finales de enero de 1963, viajó a Quito con Ingrid y el gran toro de raza “Holstein”. El toro podía ser vendido en Guayaquil a un precio mucho mejor que en Floreana; y, de la ganancia se debía pagar la clínica. El 24 de febrero de 1963 nació nuestra cuarta nieta. Fue otra vez una niña, y fue bautizada con los nombres Trudy Beatriz María García-Wittmer. Para Pascua vino otra vez Inge con los niños a Floreana. Cuando quise ayudar con el trabajo de la liebre de Pascua en la mañana de Pascua, recibí tal susto, que desperté a Inge y Mario. El cielo en el horizonte era una humareda, y sobre el “Cerro Azul” en Isabela, el fuego se hacía cada vez más grande.
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Capítulo 30
Nuestro ánimo de Pascua se vino abajo. Pero después de algunos días cumplían años Margaret Rose e Inge. La una cumplía cinco y la otra veintiséis años. Tendríamos fiesta doble. Ahora ya nuestra familia había crecido a diez personas; y, quien sabe cuántos más seríamos.
En mayo viajé por barco a Guayaquil para comprar todo lo que todavía faltaba. Primero me enamoré de una cocina de gas propano con un gran horno y cuatro hornillas. Ya me veía cocinar sin humo. Los tanques de gas eran muy caros, y más de tres no pude comprar. Sin embargo, me compré la cocina, una pequeña para Paquita y otra para Inge. Mi siguiente afición fue un congelador. En este se podía enfriar mínimo doscientas libras de carne, y cocinar para los turistas sería más fácil. Por lo tanto, compré también ese aparato. Pero el dinero se desvanecía como la mantequilla en el sol, y no quedó demasiado para la gran lista que había traído.
UN VUELO GRATIS 1963 En una de las últimas noches en Guayaquil, timbró el teléfono donde mi amiga Carlotte. Preguntaron por mí y un coronel de la Armada quería hablar conmigo sobre asuntos de Galápagos. Prometí visitarle el día siguiente. En la tarde pude informar a Carlotte: Se quiere instalar una conexión aérea para las islas, y yo como una de las habitantes más viejas debía decir, que pensaba sobre esto. La conexión, opiné, sería fantástica. No se necesitaría hacer el largo viaje marítimo de cinco a seis días. Pero en avión se está en pocas horas en Baltra ¿y entonces? En Baltra no hay nada aparte de piedras y mucho, mucho sol. ¿Entonces como llegaríamos hasta Floreana? ¿La lancha de la Marina? Bien, la lancha lleva la gente hasta San Cristóbal, y no siempre funciona. ¿Y después? De Baltra a Floreana son por lo menos noventa millas marinas o nueve a diez horas de viaje marítimo. A Santa Cruz es más rápido. A Isabela es igual que Floreana.
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En todo caso se decidió, hacer un vuelo de prueba. La lancha del Comandante de la Marina estaría en Baltra y transportaría a los colonos hasta la isla donde vivían. –Bueno, bueno– dije, “intentaré y después enviaré un informe de lo que sucedió”. Las cosas que compré fueron trasladadas al “Carrier”, y yo debía entonces participar gratuitamente en el primer vuelo. Mi amiga Carlotte me llevó al aeropuerto, y la despedida se me hizo muy difícil porque uno nunca sabe como podría terminar esta aventura. Vi a un conocido de Santa Cruz y le pregunté si creía en el cuento de que la lancha me llevaría a Floreana. “Nunca”, contestó Don Jimmy. El avión era una vieja nave de transporte militar que se sacudía terriblemente. Estuvimos todos felices cuando aterrizamos en Baltra después de cuatro horas y media. Un Jeep nos llevó primero a comer a la posada, el ex casino estadounidense; y, después nos condujo al puerto en donde estaba la lancha para seguir trasportándonos. Fue hasta Santa Cruz y ahí se estropeó, como lo temía y teníamos que ver nosotros mismos, cómo seguir adelante. Nuestro amigo Miguel Castro, que vivía en Santa Cruz, me recogió, y pasé la noche con él y su esposa Susana. Sin embargo, tuve suerte pues Miguel viajaba al día siguiente con un científico de la Estación Darwin a Floreana e Isabela. El viaje terminó y necesité desde Guayaquil a Floreana treinta y ocho horas. El tema principal de la conversación fue “Tráfico aéreo hacia Galápagos”. Pero nosotros los insulares no nos hicimos demasiadas ilusiones. Primero tenía que estar todo bien organizado, especialmente lo que se refería a las posibilidades de tráfico entre las islas. “Paciencia” – vamos a ver. Después de cuatro días llegó también el “Carrier” con la carga. Mi orgullo, la cocina de gas, fue admirada por todos. Paquita e Inge se alegraron sobre la pequeña cocina de gas. Igual se admiraron de la congeladora. En el futuro, nos facilitaría la vida. Aunty también escribió. Echaba de menos la anchura del mar, el canto de los pájaros, el olor de las plantas y la magnífica ancha costa con la maravillosa arena blanca, echaba de menos los flamingos y – lo que nunca pensé – incluso echaba de menos a los niños. Ahora quería venir otra vez donde nosotros en la “Reina del Mar” a fines de septiembre, y esta vez para siempre. Así decidimos, hacer para Aunty un nido considerablemente cómodo y alojarla en dos de las habitaciones para huéspedes. Desde allí tenía una maravillosa
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vista, y cuando el clima estaba bueno y claro se podía ver incluso Santa Cruz y las montañas de Isabela.
UN CORAZON LLENO DE AMOR DEJA DE LATIR 1963 En este tiempo, Heinz nos preocupaba mucho. No se sentía bien y se quejaba de dolores de cabeza y vértigo. Tenía que recostarse a menudo y la aspirina no ayudaba en nada. Estuve feliz cuando vino un yate americano con un doctor a bordo. El doctor opinó, que ya no se lo debía dejar solo. Las heridas de la guerra en brazos y piernas se hicieron perceptibles y eran bastante molestosas. Era un domingo, 4 de octubre de 1963. Aunty tenía que llegar a Guayaquil y era el santo de Paquita. Heinz tenía otra vez un terrible dolor de cabeza. Tal vez te ayude un buen café fuerte, opiné y lo llevé con los demás. Tomó ávidamente el café caliente y quiso él mismo servirse una taza más. Cuando me di cuenta de que no podía sostener la jarra, cayó al piso y Rolf y Paquita trataron de sostenerlo. Nos esforzamos en levantar 180 libras de peso de un hombre grande. Al mismo tiempo, se hundió más en sí mismo. Ya no podía hablar y eso era muy triste de ver. ¿Debo describir, cómo estaba nuestro ánimo? Por el susto perdí mi oído en la oreja derecha y no pude entender absolutamente nada. Era para volverse loco. El Dr. Dressler de la Librería “Gutenberg” me había dado en el camino un diccionario de medicina y me dijo: Esto le será de mucha utilidad en Galápagos. Y qué bendición fue este libro en todos estos años. Así pudimos también comprobar, que se trataba de un ataque cerebral. Por supuesto, aquí no había nada que hacer contra esto. Rolf intentó obtener un radio enlace con nuestra estación de la Marina. Pero era domingo, y no funcionaba. Después de dos días vino un yate estadounidense. El doctor comprobó que se trataba de un ataque cerebral y me dio algunos medicamentos y buenos consejos. El 7 de noviembre, Heinz estaba totalmente tranquilo en la mañana. Solo noté sus pies helados que intentamos abrigar con bolsas de agua caliente. Alrededor de las cinco de la tarde estuve a solas con él. De repente, tomó mi mano y la oprimió contra los labios, que de pronto se volvieron totalmente azules. Vi que era el final y llame a Rolf e Inge. Eran exactamente las seis de la noche, cuando el sol se hundió en el mar y el corazón fiel, lleno de amor dejaba de latir. Página 304
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¿Cómo estaba mi ánimo? Como probablemente todos los humanos, que perdieron lo mejor y lo más valioso. Treinta y un años de vida de isla nos habían hecho UNO solo. 1964 A mediados de enero recibí la noticia de que la Fundación Charles Darwin mantendría en Santa Cruz, de enero a marzo, un Congreso Científico, y que debía reservar todas las habitaciones disponibles para ellos. Los Estados Unidos pusieron a disposición un barco grande, el “Oso Dorado” y junto con un helicóptero trajeron a los científicos a Santa Cruz, con mesas, bancas, sillas, camas y alimentación para tres meses. Para una invasión tan grande ninguna isla de Galápagos estaba preparada. La Pensión Wittmer era en ese tiempo la única posibilidad de hospedaje junto con el recién terminado “Hotel Galápagos” de Forrest Nelson en Santa Cruz. El trabajo siempre es el mejor medio defensivo contra la depresión, y trabajo teníamos ahora a montones. Nosotros – esto es Paquita, Aunty y yo; y, Rolf, quien todavía pescaba nos ocupábamos por el bienestar físico de los huéspedes. Inge y Mario nos proveían cada dos días con legumbres, fruta y carne de la granja. Aunty resultó ser una verdadera bendición. Se ocupó como camarera de piso y volvía todo al orden otra vez. Margret Rose la ayudó diligentemente. El pequeño Shubby, como apodamos a Henry Albert, recogía leña con empeño.
FLOREANA TIENE OTRA VEZ UN DRAMA 1964 El 8 de abril venía el yate “Yankee” de nuestro amigo Comodore Irving Johnson, a quien ya conocemos desde hace muchos años. El “Yankee” fue vendido, y ahora los nuevos propietarios quisieron hacer un viaje por el mundo, tal como lo hizo Comodore Johnson cada tres años. ¡Pero cómo se veía el barco! Ya no era el yate relucientemente limpio de antes. Hoy estaba sucio, no estaba pintado, y también los compañeros de viaje eran una sociedad lanzada bastante al azar. En la tarde vino todo el grupo a la tierra. Algunos quisieron ir a la granja al día siguiente, y les recomendé, marcharse lo más temprano posible. Teníamos Página 305
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en este tiempo treinta a treinta y tres grados en la sombra, y llovía mucho. Una dama, la señora Saydee Reiser de Estados Unidos, tenía entre setenta y setenta y cinco años. Pregunté si podría hacer el camino largo de dos horas y se me dijo que ella era miembro del Club Sierra en Estados Unidos y que estaba acostumbrada a subir montañas. Por la tarde, vino el capitán y preguntó por la Señora Reiser. Sin embargo, no la habíamos visto para nada; y, tampoco había llegado a la granja. Una señora contó que la Sra. Reiser se sentó un poco antes de llegar a la granja sobre una piedra y se quitó los zapatos. Ella, la Sra. Hunt, había continuado su camino asumiendo que la Sra. Reiser llegaría después. El yate lanzó bengalas para señalar dónde estaba. Al día siguiente iniciaron una operación de búsqueda. Un grupo caminó por la isla, llamando y soplando un cuerno, otro grupo buscó a largo de la costa. Nada, no se encontró nada, ninguna huella. En la noche vino el capitán y dijo: ¡Mañana me marcho, con o sin Sra. Reiser! Rolf dijo: Usted no hará esto. Informó al capitán de puerto y juntos fueron al yate y confiscaron los papeles. Se informó a San Cristóbal y llegó la orden de que el yate sea llevado a San Cristóbal, si la señora no se encontraba en tres días. Después de tres días, todavía no se encontró a la Sra. Reiser. El “Yankee” fue entonces detenido durante semanas en San Cristóbal; después pudo navegar a vela a Papeete. Más tarde tuvimos noticias que encalló en un arrecife y el capitán se disparó. Esto fue el fin, y nunca más escuchamos algo sobre el caso Reiser – hasta finales de 1980.
Algunos colonos fueron a cazar cabras, y allá encontraron a cuatro horas de distancia de la granja, los restos de la Sra. Reiser. Incluso su sombrero, la cámara y un anillo todavía estaban allí. Los delegados americanos se ocuparon del sepelio en nuestro cementerio. La Sra. Reiser tuvo que haberse extraviado hace diecisiete años y no encontró el camino de regreso.
LA FAMILIA CRECE 1964 El 12 de febrero, fue inaugurada la Estación Darwin en Santa Cruz, y vinieron
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sesenta científicos con sus embajadores de muchos países. Esto fue un suceso grande para Galápagos. El 18 de mayo tuvimos también nuestro día especial de júbilo. Paquita trajo al mundo su tercer hijo. Era una niña. La llamamos Elizabeth Carlotte por nuestra fiel amiga de muchos años en Guayaquil. Lieselotte era una preciosa niña con el cabello rubio claro y mi primera nieta con ojos azules claros. Desde el primer día, vio divertido al mundo.
Inge y Mario pensaron, que podía ser otra vez abuela y el 13 de noviembre de 1964 cuando su tercera hija nació, la llamamos la pequeña Erika.
Desde hace diez semanas no había llegado ningún correo. El Papa Noel seguramente tenía que pensar en otras cosas. Por eso nos regaló para la fiesta navideña veintiocho personas con el “Explorer”. Tuvimos una fiesta en la escuela. Cada niño debía recitar o cantar algo, después bailaron. La fiesta aquí no se celebra como en Europa. En la escuela dieron conferencias e hicieron teatro. Es sorprendente el talento teatral que estos niños tienen ya con seis o siete años. Cada niño recibió un regalo y dulces, y todos festejaron hasta el amanecer. Nosotros regresamos a casa temprano. A nuestros niños les dimos regalos en la mañana alrededor de las cinco y media. Después encendimos las velas, y cantamos canciones de Navidad. 1965 El 12 de septiembre tuvieron Rolf y Paquita su cuarto hijo; y, la pequeña niña se llamó Ingeborg-Hildegard. Entre siete nietos tengo solo un varón. En Baltra se terminó finalmente el aeropuerto. El 19 de septiembre fue inaugurado, y ahora los pasajeros de todo el mundo serían transportados a Galápagos.
Un poco antes de Navidad, se terminó la casa que Aunty deseaba. Ahora puede finalmente sentirse verdaderamente como en casa. Estaba pintada completamente blanca, y las ventanas y puertas eran verdes. Alrededor plantó una
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UNA DESCRACIA ENCUENTRA LA FAMILIA
cantidad enorme de geranios. 1966 El 21 de septiembre de 1966 nació finalmente mi octavo nieto, y esta vez fue un varón, Charles Rolf. ¿El sería nuestro benjamín? Y así fue.
Éramos ya catorce personas en casa y el trabajo no disminuía porque nuestros pequeños aún no podían ayudar pero sí tenían todos un gran apetito. A nuestros huéspedes de la casa se unieron también los yates y cruceros. Una vez vinieron cinco buques de guerra con quinientos cadetes, sin aviso previo. Sin embargo, todos quisieron comer “Ceviche” – esto es pescado crudo encurtido con limón. Cincuenta libras de pescado y langosta tuvieron que cortarse. Además, vendimos cientos de botellas de vino de naranja2. Bueno, solos ya no estábamos ahora, y me pregunto muchas veces, si me gusta más, nuestro aislamiento y nuestra pacífica vida juntos al inicio – o el ajetreo, que hoy teníamos. 1967 - 1968 En julio de 1967 Rolf perdió su barco “Köln II” en la Corona del Diablo. Esto es un pequeño volcán en la punta noreste de Floreana y en el que los turistas nadan y bucean en compañía de los leones marinos. Solo pudimos salvar el motor y las nuevas velas recién colocadas. Así, Rolf empezó en febrero de 1968 a construir un nuevo barco, nuestro yate “TIP TOP” para seis pasajeros. En Santa Cruz tenemos ahora un verdadero hospital, con tres médicos y una enfermera. Adicionalmente, también un dentista. Esto era una bendición. ¡Pero hacía falta que los enfermos puedan llegar hasta él!
2 La familia Wittmer producía vino de naranja como forma de generar ingresos adicionales. Página 308
UNA DESCRACIA ENCUENTRA LA FAMILIA
1969 Fue en marzo. El 16 de marzo Mario fue a cazar. Era en medio de una fuerte estación de lluvias, y todos quisimos que se quedara en la costa, pero él opinó, que los animales estaban sin comida al igual que los humanos. Salió de la casa por la mañana alrededor de las seis, llevó el burro y también un aprovisionamiento pequeño. Cuando en la tarde no regresó, Inge estaba preocupada, porque llovía mucho. Al día siguiente Mario tampoco regresó. Rolf y el enfermero fueron a buscarle. Encontraron sujetado al burro y, algunos cientos de metros adelante, la gorra. Después buscamos todos y cuando vino un yate dimos la noticia al Comandante en San Cristóbal. Vinieron cinco policías, quienes estuvieron aquí y buscaron con nosotros por diez días. Empero, como llovía cada día a cántaros, tuvimos finalmente que darnos por vencidos. Se presumió que Mario quiso matar a un toro y que al no agarrarlo bien, el toro le atacó y lo hirió gravemente. En esta región todas las corrientes de agua fluyen directamente al mar, donde tal vez se ahogó. Fueron momentos muy tristes y después de muchas molestias, Mario fue declarado desaparecido en el año de 1970. Todos perdimos un poco los nervios, y lo único, que nos mantuvo fue el trabajo turístico, que siempre continuó.
Construimos otras dos cabañas con dos camas y baño cada una puesto que ya no era suficiente con las primeras ocho camas en la casa de Rolf. Para las condiciones de aquí era muy elegante. Aunty estaba completamente ocupada en coser todo para lo que sería el Tip Top. Paquita empezó a hacer vino de naranja porque no había dinero en la casa. La receta la obtuvo de un sacerdote amigo. Primero probamos con un galón y como fue bueno, con cinco galones. Hoy la producción es de quinientos a seiscientos galones y la venta crece. Con la ganancia de la producción de vino de Paquita, todos los niños fueron enviados a una buena escuela privada en Quito. Lentamente Rolf terminó de construir el “TIP TOP” y lanzarlo al mar. El 2 de agosto de 1969 llegó el barco pesquero “Carola” con el amigo de Rolf, Pedro
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Caicedo; y con una completa guarnición de treinta y cinco hombres más los habitantes de la isla, se pudo realizar esta tarea. ¡Oh, Dios mío, que trabajo fue esto! Henry Albert pronunció un discurso pequeño, deseó a su padre y al “TIP TOP” lo mejor; dio gracias por la ayuda que nos vino de todos lados. El trabajo duró desde las tres hasta las seis de la tarde. Vino también Monseñor Hugolino de la misión Franciscana y bendijo el barco. Las monjas que llegaron con él, cantaron en coro. Fue un evento impresionante.
Los próximos turistas vinieron de Colombia, y hasta el día de hoy nuestro yate es uno de los mejores yates pequeños que hay aquí. El capitán trilingüe Rolf conoce todos los lugares donde los barcos grandes no llegan y, debido a la buena cocina, el “TIP TOP” tiene una de las mejores recomendaciones. El turismo fue aumentando año tras año. Rolf estaba siempre de viaje con el yate, y así éramos las mujeres las que generalmente por nosotras mismas salíamos adelante. Abrimos una tienda pequeña de folklore, hice bordar blusas y camisas con los animales de Galápagos, y fue un gran éxito. Mi libro “Postlagernd Floreana” Lista de Correos, traducido en 15 idiomas, fue solicitado y la Editorial Juventud de Barcelona hizo una nueva edición en español. Estoy muy feliz de que el libro ahora también esté otra vez disponible en alemán. 1970 En marzo de 1970 contrató Inge a una familia indígena como ayuda para la granja. Eran cuatro adultos y ocho niños. Inge no podía atender sola todo el trabajo y sería una pena si las siembras se echaran a perder. Inge vive ahora en la costa con sus hijas. Cada mañana monta su burro para ir a la granja y regresa en la noche. Cuida a las niñas sola ahora y lo hace muy valientemente. Rolf e Inge recibieron el título de propiedad de la granja “Asilo de la Paz” y “Esperanza”. En total son sesenta hectáreas. También se colocará una cañería de agua desde la vertiente en la granja hasta la población de la costa. El gobierno puso a disposición 50.000 Sucres. Hasta ahora dependíamos de la lluvia que llenara nuestros tanques – cuando llovía .
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En época de sequía, Inge tenía que transportar el agua con burros de la granja. Los burros eran en general nuestro único medio de transporte. Todavía no hay carros, porque tampoco hay calles. Y tampoco los queremos. Los burros ya no eran tan tímidos como los que vi en los primeros días en Floreana. Se acostumbraron a los hombres. Todavía viven libres y se alimentan por sí mismos. En la noche vienen a la aguada en nuestro terreno en Playa Negra para beber. 1971 - 1972 En octubre llegó el barco del gobierno y trajo cincuenta sacos de cemento para los surcos por los que debían pasar los tubos para la cañería de agua. Rolf empezó a construir directamente con los otros colonos. En diciembre llegaron los tubos y desde la fuente de la granja eran colocados en las zanjas abiertas. Pero ahora faltaban las piezas de unión. Se proporcionaron las incorrectas. Teníamos que esperar hasta que vengan las nuevas piezas, y sobre todo, hasta que Rolf tenga tiempo, porque era quien organizaba los trabajos. Rolf tenía también que llevar sus turistas a las islas. Entre las islas se navega entre 6 y 8 horas. Nadie pensaría que están tan distantes entre sí porque solo son un puntito en el globo terrestre. A mediados de 1972, finalmente el agua de la fuente llegaba a nuestros tanques. Pienso que esto fue un regalo especial para mí. Exactamente en mi aniversario de cuarenta años en Floreana, tuvimos agua en la tubería que llegaba hasta nuestras casas. 1973 Enviamos a los dos hijos mayores de Rolf y Paquita a la escuela secundaria en Quito. Viven donde la hermana de Paquita, que también tiene cinco niños. Allá están bien cuidados.
También Inge viajó con Ingrid al continente y todo el trabajo se quedó con Aunty y conmigo. En dos años van los siguientes dos nietos a Quito a continuar sus estudios y así sucesivamente. El barco de abastecimiento no vino durante meses. El barco de correo tampoco vino por tres meses. Después, llegaron todas las cartas de una vez y no se sabe cuándo se puede leer todo esto. 1977 Página 311
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Tenemos dos nuevos barcos grandes de turistas para Galápagos, el “Bucanero” y el “Neptuno” para noventa y cien pasajeros. Y un tercero, el “Santa Cruz”, debía llegar adicionalmente el próximo año. Así en nuestras islas en el fin del mundo había mucho movimiento. 1978 Todos los niños ya salieron a Quito a estudiar. Para que ellos tengan un verdadero hogar, Rolf y Paquita compraron un departamento. Paquita se mudó con toda la multitud a Quito, después de que toda la instalación estaba más o menos lista. Solo Ingrid, quien ya estaba en Cuenca hospedada donde conocidos, se quedó allá ya que pronto se graduaría. Margret Rose terminó y asistió a continuación al American Junior College, y tomó en las mañanas un empleo de medio tiempo como secretaria, para financiarse por sí misma su estudio. Ingrid se graduó en Cuenca y luego hizo un curso como enfermera. Henry Albert, el mayor de Rolf, terminó su bachillerato y ahora estudia Administración en la Universidad Católica. Truddy se graduó en 1981 y volvió junto con Erika a Floreana donde ayudan con la Pensión. A Lieselotte, Ingeborg y Charles todavía les queda unos años de escuela. Únicamente están con nosotros en las vacaciones, que duran alrededor de dos meses. Por supuesto echamos mucho de menos a Paquita, pero no funciona de otra manera. Cuando se necesita urgente, porque alguien está enfermo – que ocurre también donde nosotros – o cuando hay que hacer nuevo vino de naranja, entonces ella viene. Así, existe ahora un vaivén intenso de familiares entre el continente y Floreana.
GALAPAGOS – UNA MARAVILLA DEL MUNDO 1979 Otra vez arden Fernandina e Isabela. Estas dos inquietas islas están directamente delante de nuestra puerta de casa. El “Cerro Azul” vomita fuego y ceniza, desde febrero hasta diciembre. Ya estamos un poco acostumbrados a esto; aún cuando la ceniza y el hedor de azufre de vez en cuando son muy desagradables. Página 312
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Para nosotros en la Playa Negra esto es un espectáculo grandioso. Sin embargo, es triste la muerte de muchos animales a causa de esto. Muchos de ellos solo existen aquí en Galápagos. Y esto es también la gran fuerza de atracción de Galápagos para los científicos y los amantes de los animales que el mundo tiene. En este año, celebraron el Parque Nacional Galápagos y la Fundación Charles Darwin, en Puerto Ayora en la Academy Bay de Santa Cruz, su vigésimo aniversario de existencia. Y ahora se sabe en todo el mundo lo importante que es la conservación de la naturaleza de estas islas. Hoy se dedican los científicos a la recría de tortugas e iguanas para que nunca más sean exterminadas furtivamente por perros, chanchos, ratas y cazadores. Las cabras serían eliminadas para que la vegetación pueda crecer otra vez.
En 1978 el Embajador de la República Federal de Alemania remitió a la administración del Parque Nacional Galápagos tres nuevos barcos. Desde ahora, con cuatro barcos de vigilancia y ocho oficiales del Parque Nacional se presta atención para que todas las órdenes para la conservación del archipiélago sean cumplidas. Y muchos humanos de todo el mundo ayudan con donaciones y contribuciones. Las focas, que a inicios de siglo se encontraban como desaparecidas o exterminadas, ahora están otra vez en once islas, y son otra vez cerca de diez mil. Los leones marinos son juguetones en todo lado y son casi cuarenta mil. Esto es un éxito de las medidas preventivas. Las tortugas son en todas las islas algo diferente. Se adaptaron a las respectivas condiciones de vida. Algunas tienen cuellos largos y algunas cortos. También sus caparazones tienen diferentes formas. Hoy todavía existen diez diferentes tipos y son las más grandes en el mundo. En Floreana ya no hay tortugas nativas. Pero en nuestro jardín zoológico andan cuatro totalmente divertidas de un lado al otro y tienen cerca de veinte y cinco años. Algunas islas ya están otra vez libres de cabras, así que nuestros animales nativos ya no tienen competencia. Esto es una tarea difícil para la Estación Darwin; y, muchos científicos jóvenes se obligan a sí mismos, por un tiempo sin sueldo, para estudiar y ayudar a la fauna y al mundo vegetal para que todo sea otra vez así, como el querido Dios lo ha pensado. Aquí, todo es diferente a cualquier lugar. Los animales salvajes son tan mansos, que uno piensa que está en el paraíso. No aprendieron a ver enemigos en los humanos, y esto fue para muchos su perdición. Ahora noventa por ciento de Ga-
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lápagos está bajo protección de Naturaleza, y los turistas, que nos visitan, viven una única Naturaleza en el mundo. Aquí viven los únicos lagartos del mar, quienes han sobreviviendo miles y millones de años. Comen algas y holgazanean todo el día en el sol. No son animales de nuestro tiempo. En todas las islas se ven diferentes. Los lagartos más grandes viven en la isla Hood, que está al oriente y un poco más al sur que Floreana. Allí son rojos y casi miden el doble que los otros. Las iguanas de tierra, que se ven tan espantosas y que al mismo tiempo son pacíficos herbívoros, son las más grandes del mundo. En algunas islas ya no existen, pero todavía hay muchas en Plaza y Fernandina. En Hood anidan también los Albatros de Galápagos. Ellos son los pájaros más grandes que tenemos aquí, con una envergadura de alas de casi dos metros cincuenta. Solo anidan aquí en el mundo. Pero cuando en enero sea cálido, se desaparecen por algunos meses a las costas del continente. Hay unos diez mil de ellos. De maravillosa, extraña belleza son las aves fragatas que tienen el gran saco rojo encendido y un resplandeciente plumaje. No saben bucear y pescan los peces en el vuelo. Muchas veces giran sobre el mar y observan a los piqueros que cazan el botín al salir a la superficie. Son verdaderos piratas. Hay pingüinos, flamingos, gaviotas cola de golondrina, los cormoranes, que no pueden volar, las verdes tortugas del mar, que ponen sus huevos en la arena y entonces regresen muy rápido al mar para borrar la huella y los piqueros de patas azules que anidan en el camino y cuidan a sus crías nueve meses. Cuando las gigantes plumas blancas aparecen con diecinueve meses, reciben sus increíbles patas azules. Es un magnífico espectáculo, cuando se precipitan al mar delante de nuestra costa seis u ocho de ellos al mismo tiempo para pescar. Los piqueros más grandes son los enmascarados, que generalmente viven cerca de sus parientes los piqueros de patas azules. Pero ellos son un poco más listos. Pescan más afuera en el mar, para escapar de las rapaces fragatas. Los piqueros de patas rojas no hay de ninguna clase donde nosotros en Floreana. Viven solo en algunas islas y construyen sus nidos en los árboles. La mayoría vive y anida en Tower. Deben ser cerca de ciento cuarenta mil. Y a todos se les puede decir fácilmente “Buenos Días” y se puede charlar un poco con ellos, cuando están dispuestos y de buen humor. Los pájaros pequeños comen incluso de nuestro plato, cuando no cuidamos. Especialmente se interesan por nuestros cordones, que uno siempre tiene que atarse otra vez.
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Es maravilloso en esta activa región volcánica del mundo. Ahora ya viven casi seis mil humanos en las Islas Galápagos, y donde nosotros en Floreana, donde hace mucho tiempo solo vivían los Wittmer, ahora somos cerca de cincuenta. Desde que Patrick Wilkins en 1807 como primer hombre en Floreana se estableció, plantó tabaco y levantó un régimen de terror sobre sus esclavos, y los cazadores de ballenas a finales del siglo XVIII cuando se colocó nuestro primer buzón de correo, las cosas han cambiado mucho. Ahora dirijo la oficina de correos con el buzón de correo, y muchos vienen simplemente para colocar mi sello del buzón de correo. El sello tiene para los filatelistas un alto valor. Por supuesto, el buzón de correo en Post Office Bay todavía es usado. Los barcos que pasan recogen algunas cartas y las envían a su destino. Pero ahora hace falta colocar sellos postales para que las cartas lleguen a sus destinatarios.
1979 – 1982 1979, en mi cumpleaños recibí del gobierno ecuatoriano la escritura del título de propiedad del terreno en la Blackbeach. Siete mil trescientos quince metros cuadrados son ahora nuestra propiedad. Ahora nos pertenecen: “Asilo de la Paz” y “Esperanza”, las granjas de Inge y Rolf en la parte alta de la isla, y este terreno con la Pensión Wittmer en la playa. En todos los años que hemos vivido aquí nos hemos sentido responsables de todo esto y lo hemos cuidado como si fuera nuestra propiedad. La isla nos lo agradeció, nos alimentó y nosotros pusimos nuestro esfuerzo. La vida en Floreana no fue fácil y no obstante, estoy feliz y alegre de haber podido vivir en este, todavía sano mundo. Ahora trabajan donde nosotros tres hombres, una mujer, Inge, Ingrid, Aunty y yo. Y de que no nos oxidemos se ocupan nuestros visitantes. Rolf está generalmente de viaje con el “TIP TOP” para el que casi siempre hay que preparar alimentos y ropa. Paquita casi siempre está en Quito. En la granja tenemos ahora cien gallinas y patos, sesenta y cinco vacunos y toda clase de verduras. Todo esto no es para descansar. Y entonces el barco de abastecimiento se deja otra vez esperar por
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siete semanas, y la radio de la Estación de la Marina está desde hace cuatro semanas dañada. Sólo teníamos conexión a través de los buques de pasajeros y yates, que cada día tenían que reportarse a San Cristóbal entre las ocho y media y las nueve. A través de la estación de radio nos enterábamos también de las últimas noticias. 1980 El estado de salud de nuestra Aunty disminuyó, y hace algunos días la encontramos desmayada en el piso de su casa. Tuvo un fuerte ataque cardíaco y debía guardar cama. Inge venía cada noche de la granja y se encargó de la guardia nocturna, mientras que Ingrid cuidó fielmente a nuestra Aunty un año durante el día. Margret Rose se casó en septiembre con Eduardo Mahauad Witt. Fue un muy bonito matrimonio en Quito con una gran recepción en el Hotel Colón, a la que asistieron muchos amigos e invitados. No pude estar allá, porque me había encargado del cuidado de Aunty. 1981 El 19 de enero del 1981 nuestra querida Aunty descansó y según sus apuntes, fueron los veinte años más felices de sus ochenta y un años de vida, éstos que había pasado aquí con nosotros en Floreana. Pero la vida continúa. Sobre todo los turistas nos dejaban en verano sin respiración.
El 23 de diciembre de 1981 llegó el barco de transporte “Pinzón” y trajo una cantidad enorme de material para trabajos de mejora de la isla. El 6 de febrero de 1982 venía Paquita a Floreana y trajo la última noticia de que mi primer bisnieto Jorge Antonio nació el 26 de enero de 1982. Justamente cuando estábamos sentados con el café y quisimos saber todo sobre el suceso, venía corriendo nuestra Erika, la “fresca”, como la llamó una turista y dijo: Ya acaben, allí viene el yate de “Ingala” y ya está anclado. Jesús María, no sospeché nada bueno. Hervir agua, hacer café, poner la mesa primero, cocinar huevos para quince personas etc. etc para que ya esté listo. Fueron veinte cafés para la mañana y veinte almuerzos. Era la comisión para las festividades del 12 de febrero que ya empezaban el seis.
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Paquita llegó entonces justo en las agitaciones. Se celebraban conferencias para hablar dónde se podría colocar un monumento – y yo qué sabía de todo esto. Inge tenía que estar en el Comité, y Truddy estaba en la estación de radio. Nuestro gobernador pidió entonces veinte almuerzos para el 12 de febrero a las doce. El 11 de febrero a las ocho de la mañana llegó el “Calicuchima” con setenta y cinco turistas. Paquita tenía todas las manos ocupadas con la venta de vino y mejoró muy bien su caja privada. En medio de todo esto, llegó un mensaje de la radio, y la comida de gala fue suspendida. El presidente llegaría recién el 18 de febrero, y así se pidió otra vez un almuerzo para el 19 de febrero para veinte personas. Después de mucho tiempo, llovió a cántaros, como regalo de San Pedro. En la noche, cuando todos los tanques estaban llenos creí que tuvimos suerte con la suspensión de las solemnidades para el 12 de febrero. El 17 de febrero nos anunciaron por la radio, que el yate “Ingala” llegaría el 19 de febrero a las doce, para colocar una placa conmemorativa y honrarme por mis cincuenta años en Floreana. Empezamos muy temprano y preparamos una copiosa comida que se acompañaría del famoso vino de naranja. Eran las doce, la una, las dos, y no había barco del “Ingala” a la vista. A las dos y media llegó un yate pequeño de Santa Cruz. Y mientras servíamos a éste, vimos también al “Ingala”. Hasta que todos estuvieran en tierra eran las tres y media. Y hasta que se cante el himno nacional etc, dieron las cuatro y media cuando recibí mi bonita y gran medalla de oro. El senador de Galápagos dijo, que la medalla sería concedida a una extranjera porque pasó cincuenta años de su vida haciendo conocer al mundo las islas – y otras lindas palabras. Y entonces la Estación Charles Darwin me concedió una maravillosa medalla de bronce. Di las gracias con un pequeño discurso. Se terminó la ceremonia con una copa de champagne, y pensé: A la gente se le debe haber caído el estómago a los zapatos. Almorzamos a las cinco y media Vinieron treinta personas en vez de veinte. En la noche a las siete y media todo había pasado, y recibí muchas gracias de las Señoras y Señores que vinieron a mi homenaje. Después de toda la agitación estábamos muertos de cansancio y fuimos a dormir. Pero no pude dormir. Así que me senté en mi escritorio y escribí estas páginas.
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Notas del Editor:
Cuando después de estos cincuenta años veo atrás mi vida en Floreana, soy feliz de que el destino me haya traído a esta isla. Ocho gruesos álbumes de visitantes están llenos. ¿Cuántos más serán? ¿Cuánto tiempo puedo todavía presidir a la familia? ¿Va a proseguir mi familia con la pensión y la granja? ¡Tantas preguntas! Este es mi deseo más grande y el cumplimiento y coronación de mi laboriosa vida en Floreana, donde hubo al principio “muchas piedras y poco pan”. Floreana, Galápagos, en Agosto de 1982 Margret Wittmer
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