Manos que Hablan

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María Clara de Greiff Lara


María Clara de Greiff Lara Es una periodista independiente colombo-mexicana, egresada de la Licenciatura en Humanidades por la Universidad de las Américas Puebla y de la Maestría en Letras Iberoamericanas por la Universidad Iberoamericana Golfo-Centro. Ha trabajado como docente en áreas de literatura y ciencias de la comunicación para varias universidades de Puebla y coordinó el Primer Diplomado en Periodismo Cultural en la Universidad del Altiplano de Tlaxcala. Ha sido colaboradora, ensayista y columnista en periódicos y revistas como El Financiero, El Nacional, El Columnista, E-Consulta, Revista de cine Kinetoscopio y Connexión-W Houston, entre otros. Ha prologado más de 15 libros de la casa editorial México Soy. En 1996, fue galardonada con el premio nacional de periodismo en prensa escrita en México. En abril del 2021, el Leslie Center for the Humanities de Dartmouth College le otorgó un premio de Investigación Docente para escribir el libro Manos que Hablan, voces de las granjas lecheras del Upper Valley. En marzo del 2022, la Oficina de Diversidad y Equidad Institucional de Dartmouth College le otorgó el reconocimiento Holly Fell Sateia, por su liderazgo en pro de la justicia social. Actualmente, funge como asesora de La Casa y profesora de español del Departamento de Español y Portugués de Dartmouth College. Además, es cofundadora de la organización FUERZA Farmworkers’ Fund, concebida para apoyar las necesidades urgentes, los medios de subsistencia y el bienestar de las comunidades migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley.




Para Frank Dav id L ovel and de G reif f, l a razón de m i exist ir. . .



María Clara de Greiff Lara Fotografía de Jorge Carlos Álvarez Díaz



“ N adie sale de casa a men os qu e el h ogar s ea l a boc a de u n t ibu rón ” Warsan Shire



CONTENIDOS

Prólogo Introducción Capítulo I

Manos que hablan

1

El miedo, la segunda piel

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III

Migración: manos, voces, miradas y corazones

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IV

La comida amaina la nostalgia

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El “sueño americano”, un sueño que se desgaja

59

De COVID-19, cuarentenas de pobreza y la poesía como espacio de libertad

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Nace FUERZA Farmworkers’ Fund

93

Mural de la granja orgánica de Dartmouth

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Las “Manos que Hablan” en el mural de la granja orgánica de Dartmouth

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II

V VI VII

Epílogo



Prólogo

Manos que Hablan: un testimonio de amor y fuerza Recorrí las páginas de este libro ansiando conocer a sus protagonistas. Manos que Hablan, voces de las granjas lecheras del Upper Valley no sólo es un excelente trabajo periodístico, también es una grieta en el discurso de la “migración”, una por la que emergen las voces de sus actores principales. María Clara de Greiff, comunicadora y periodista colombo-mexicana, ahora profesora de español en Dartmouth College y cofundadora de FUERZA Farmworkers’ Fund, se dio a la tarea de recorrer las granjas lecheras del Upper Valley, donde cientos de hombres y mujeres de México y Centroamérica trabajan incansablemente, contribuyendo al crecimiento económico del Estado de Vermont y de Estados Unidos. Manos que Hablan contiene los testimonios de quienes día a día entregan el alma por amor a sus familias. Mujeres y hombres orgullosos y responsables que nos recuerdan la deuda pendiente, no podemos permitir que las mejores personas huyan, porque no hay condiciones suficientes para la vida digna en sus tierras. La mayoría, salieron de sus hogares huyendo de la violencia, la pobreza o la falta de oportunidades, pero se convirtieron en el combustible invisible de la locomotora del progreso, no son el problema sino la solución y el motivo del éxito económico de los países en los que se entregan al trabajo, pagan impuestos y viven ocultos por miedo al racismo y la discriminación. Detrás de “los migrantes” están la voz de Lizbeth cantándole a los becerros, el pastel de tres leches de Aurelio endulzando las tardes, la sabiduría de las abuelas de Jazmín, la angustia del padre de Martín, la sazón de Mariana, Victoria y Margarita acariciando paladares, el amor de los hijos de Gladys, los versos de Don Paco flotando en el aire gélido de Vermont, la nostalgia de Gabriel, los hermanos y primos de Abel, el optimismo de José, los recorridos del Paisa llevando los sabores de la tierra natal.


Manos que Hablan, voces de las granjas lecheras del Upper Valley, pone de manifiesto también una tarea pendiente de las universidades, el Dr. Serafín Ortiz Ortiz, rector de la Universidad Autónoma de Tlaxcala lo decía magistralmente: “Ahí donde hay una universidad, debe evidenciarse el desarrollo o la universidad no tiene sentido”. Este libro es la evidencia de la preocupación de Dartmouth College, sus profesores y estudiantes por responder a los problemas de la región y convertirse no sólo en un centro de estudios sino en un centro de desarrollo, reflexión y transformación. En este libro, no sólo hablan las manos que trabajan, sino también las manos de los estudiantes que se tienden solidarias, voluntarias y amigas desde FUERZA Farmworkers’ Fund, asumiendo el compromiso social y humano que debería caracterizar a todos los estudiantes universitarios. Yolanda Gudiño Cicero 16 de febrero del 2022 Ciudad de México




Introducción

No hay sueño que la voluntad no alcance El cielo más estrellado que he visto está en Vermont. Así también las montañas más verdes, los lagos más cálidos del efímero verano, la menta más fresca de abril y la nieve más blanca, casi azul. En Vermont aprendí el arte de escalar las montañas y mirar el mundo a los pies desde arriba, de subirse a un kayak y abandonarse al silencio de sus ríos y lagos y al arrullo de los somorgujos, mientras la mirada se pierde con los halcones de cola roja. Aquí conocí los zorritos rojos que brincan juguetones, traviesos y depredadores tras las gallinas. Aquí vi por vez primera fuera del zoológico, a una osa negra, con sus dos críos que pernoctó en el jardín de mi casa dos noches. ¡Ah, qué delicia a la mirada! Aquí escuché por vez primera los aullidos de los coyotes en las noches de otoño donde los aires frescos del invierno hacen sus incipientes guiños. En Vermont aprendí sobre la variedad de manzanas, y de las vacas del vecino que totalmente ajenas a cualquier noción de frontera, se cruzaban a mi jardín a comérselas y después se tendían plácidas y borrachas en el césped. En Vermont escuché a los peepers, un tipo de rana “mirones de primavera”, que con su chirrido insistente parecen llamar la primavera. Aquí he impartido clases en el Río Blanco con un grupo de estudiantes con los pies sumergidos en el agua. He saboreado los frutos orgánicos recién salidos de la tierra. He aprendido a preparar las conservas para el invierno, los encurtidos, las mermeladas de frutos del bosque, las ensaladas de muchos colores con zanahorias amarillas, remolachas anaranjadas, rábanos negros y coliflor morada. Y ni qué decir de la exquisita miel de maple de preparación casera en los sugar house de algunos amigos. Vermont es el primer productor de miel de maple en los Estados Unidos.


Aquí conocí tubérculos exóticos como el celeriaco, la chirivía; vegetales como la calabaza espagueti y los ugly tomatoes -los tomates feos- amorfos y extravagantes. En Vermont he aprendido del orgullo que tienen los vermonteses por su tierra, por la siembra, por las estaciones del año, por el campo y la siembra, por la agricultura, por la comida orgánica, por la vida ecológica y sustentable, por su naturaleza. Para que la propaganda no enturbie el prístino paisaje, están prohibidos los espectaculares. Una vez al año en Green Up Day los vermonteses salen a las carreteras y recogen la basura tirada seguramente por uno que otro rebelde. He aprendido de las manos de temple de sus habitantes y del trabajo arduo durante los crudos y largos inviernos, casi eternos que se acompañan con días cortísimos sin luz solar. Aprendí del término de los white knuckles -los nudillos blancos- por la tensión de las manos cuando se aferran con furia al volante, ante el desafío de manejar en estas carreteras curvas, de terracería, hasta el tope de nieve, más obscuras que la noche. Aprendí que los animales del bosque salen cuando cae la noche y se debe andar con maña en el carro para no embestirlos; los venados, los zorrillos, los mapaches, los puerco espines, las martas, las marmotas y las zarigüeyas, entre otros. Aprendí también que las casas en su mayoría no tienen chapa de seguro en la entrada, pues como atinadamente me dijera alguna vez Jason Berard, un orgulloso vermontés, “si un ladrón entra a una casa en Vermont seguramente se deprime”. Aquí aprendí a apilar la leña, a cortarla, a prender la estufa de hierro para calentar la casa y economizar energéticos. Aprendí también que la nieve no es fría, fríos son los inviernos del alma. Aprendí a tomar sidra de manzana caliente con una raja de canela para calentar la osamenta y a dormir muchas veces con gorritos y calcetines de lana.


Supe que Vermont porta su nombre por estas “montañas verdes” teñidas de blanco en sus despiadados y longevos inviernos de belleza pura, indescriptible y que abrazan a esquiadores de todo el país en la temporada de frío. Aprendí que estas montañas verdes, de topografía impetuosa como el sendero de los Montes Apalaches, resguardan los secretos de las tribus Abenaki, Mohican y Pocumtuc y se erigen como murallas impenetrables detrás de las cuales se esconde una población resiliente de migrantes en granjas lecheras, sobrevivientes a la violencia estructural que los expulsa de sus países. Estas montañas rugosas, los esperan con su hermosura y su voto de invisibilidad, de silencio, como símbolo del encierro que perpetúa la violencia estructural transformada en endémica. Aprendí que no verlos es una forma de negar su existencia, de legitimar su invisibilidad, de no incomodarnos, pues esta ignorancia tibia, nos vuelve más fríos que los inviernos punzantes del Noreste. En Vermont aprendí a degustar la variedad de los exquisitos productos de la industria lechera, los quesos, la mantequilla, los helados y de las manos invisibles con voces estoicas y resistentes detrás de ellos. Aprendí del trabajo a la sombra, en la intemperie, en el olvido, de la fuerza y de la resiliencia de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras que sostienen en un 70% la producción de leche, tras jornadas de más de 72 horas a la semana, muchas veces incluyendo manos de niños migrantes de 14, 15 y 16 años de edad. Sin la fuerza de las manos de los trabajadores migrantes, las más de 700 granjas lecheras de Vermont y del Upper Valley, además de su lucrativa industria que produce más de dos billones de libras de leche al año, no podrían subsistir; La producción láctea es la principal industria agrícola en Vermont y produce más de dos mil millones de libras de leche al año. Aproximadamente la mitad de la leche que se consume en Nueva Inglaterra se produce en granjas de Vermont. La leche, el queso, el helado, la mantequilla, el yogur y otros alimentos lácteos populares se producen a partir de la rica leche de Vermont1. 1 https://www.nasda.org/organizations/vermont-agency-of-agriculture-food-markets


No. Imposible que la industria de la leche se sostenga sin las manos de trabajo y ahínco de los migrantes. No obstante, estas manos están condenadas a las sombras de la invisibilidad, del olvido, del abuso, de la discriminación, del racismo, de la violencia estructural y endémica.

Una retórica etérea de la inclusión A la par, durante mi transitar en la universidad de Dartmouth he aprendido de las disparidades de la población estudiantil. Pero también he aprendido a tener fe en el futuro tras conocer a muchos estudiantes, y descubrir en su mirada el deseo del cambio social, la conciencia, la empatía, la sed de una realidad diferente. ¡Qué tarea titánica depositan mis palabras ahora en sus hombros! El brote retórico de la diversidad, la inclusión, la equidad, la justicia sustentable se vuelve etéreo, esquizofrénico, si cerramos los ojos y nos abandonamos al arrullo de nuestros privilegios y certezas. En mi oficio periodístico desde hace muchos años aprendí que entendemos la diversidad cuando tras abrir los ojos bien grandes, observarla y descubrirla, nos acercamos a ella y la abrazamos sobre la misma línea horizontal, atentos, sin juicio, con respeto. Aprendí que el futuro no se forja sólo y que la batalla se da con ideas, con la voz, con la palabra. Y que la única forma de cambiar la narrativa es cambiando el pensamiento, la idea, la mirada empática, transformadora. El libro Manos que Hablan, voces de las granjas lecheras del Upper Valley, nace de la observación inquieta que atisba, descubre al “otro” y lo siente, como lo escribo en mi capítulo II, debajo de nuestra piel. Este libro se permea de empatía y se propone como un canal, un espacio abierto para dar a conocer las voces sepultadas en el olvido de nuestros amigos de las granjas lecheras y su historia propia, revestida de dignidad y trabajo. En el libro Manos que Hablan, voces de las granjas lecheras del Upper Valley, convergen tres narrativas, por así decirlo, las voces de tres manos que hablan. Una, la narrativa personal de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras, sus vidas, sus historias, sus zozobras migratorias. Ellos son los protagonistas de la obra. Otra, la narrativa de la organización FUERZA Farmworkers’


Fund, su gestación, nacimiento, desarrollo y sus manos que hablan de un trabajo de construcción de relaciones horizontales con los amigos de las granjas lecheras, no paternalista, ajeno a legitimar jerarquías y asistencialismos. Finalmente, las manos que hablan del fotógrafo Jorge Carlos Álvarez, con una narrativa visual en constante movimiento. Esta última, se funde con las otras dos, sin apuntar a certezas, ni a informaciones puntuales para el lector. La fotografía en este libro es un guiño y una invitación al lector a abandonar su pasividad y sus zonas de certeza para aventurarse a puentes que lo lleven a posibilidades ignotas. La narrativa visual de Álvarez desdibuja los mapas trazados en los órdenes visuales, los trastoca. Rompe los códigos y las fórmulas; el trillado pie de foto. La foto que sucede al objeto del que se habla. ¿Cómo fotografiar la voz? Álvarez se enfrentó al desafío de fotografiarla. La voz de las manos que hablan de los amigos de las granjas lecheras, cuya identidad era necesario proteger. Su fotografía tiene voz de empoderamiento. En sus propias palabras: Mi fotografía es una propuesta conciliatoria de descubrir a la humanidad detrás de la mirada y de las manos. Mi fotografía pretende ser un antídoto frente al miedo que se tiene hacia el prejuicio moderno que envuelve al término de “migración”. Insisto, ¿miedo a qué? El ser humano es uno sólo y el planeta que habitamos no nos pertenece2. Estas tres narrativas se funden y se hermanan en el libro Manos que Hablan, voces de las granjas lecheras del Upper Valley. El lector que con su tacto suave y su mirada dulce sostiene este libro, será un testigo de las manos que hablan del amor, la dignidad y resiliencia de sus protagonistas que tejen la urdimbre de un sueño de cambio social y para quienes no hay sueño que la voluntad no alcance. María Clara de Greiff Lara 22 de febrero del 2022 South Strafford, Vermont

2 http://jorgecarlos.com/look-at-me-in-the-eyes/





Capítulo I

Manos que hablan El libro Manos que Hablan, voces de las granjas lecheras del Upper Valley, nace de la necesidad de dar a conocer las estoicas historias de los migrantes que trabajan en las granjas lecheras de Vermont y el Upper Valley en los Estados Unidos de América. Nace también del deseo de hacer visible su presencia, su trabajo tenaz y de proporcionarle un espacio a sus narrativas en estas tierras a donde se han autoexiliado huyendo del insaciable monstruo de la pobreza, en busca de su propia concepción del “sueño americano”.

En la Universidad de Dartmouth, en Hanover, Nueva Hampshire, se encuentran los murales Épica de la civilización americana de José Clemente Orozco, pintados entre los años 1932 y 1934. Esta joya artística en la biblioteca Baker con una narrativa pictórica llena de escenas y contrastes, nos invita a navegar en océanos de reflexiones e inicia casualmente con un panel que se intitula “Migración”. Éste, muestra a un grupo de personajes indígenas en tonos ocres y azul en movimiento, migrando al continente americano. Corpulentos, con rostros endurecidos y gestos hoscos caminan hacia adelante y se destacan también sus manos. Poderosas, las manos. Visiblemente tensas, en puños casi cerrados. Otro, con ellas en el piso, quizá rendido en las nuevas tierras, cansado o venerando el nuevo mundo. Manos dotadas de tenacidad y determinación, las del panel “Migración”, como las de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley, son manos con voz propia, manos que hablan, manos de coraje que requieren fuerza de gigantes. En otro de los paneles, “Hombre en la era industrial”, está representado el ideal del obrero moderno, con una boina, con guantes blancos, descansando plácidamente frente a una obra en construcción. Sus manos prominentes sostienen un libro. Quienes

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están familiarizados con la obra de Orozco, habrán notado que uno de sus leitmotivs es “las manos”. Orozco sentía una fascinación y obsesión por pintarlas, dotadas de expresión, de sentimiento, de denuncia, de subversión, de voz propia. Quizá esto se debía a que el artista perdió su mano izquierda a los 19 años tras un desafortunado accidente con pólvora, evento por el cual le fue amputada. Las manos en la obra de Orozco tienen voz propia y hablan. En el libro La mano siniestra de José Clemente Orozco, el autor Ernesto Lumbreras (2015), habla de esa extremidad como “el primer cerebro registrado en la evolución del hombre” y la dota de vida propia como una extremidad “curiosa y perseverante”. Lumbreras enfatiza que el cerebro humano “no se encontraba en la cavidad craneana sino en esas dos estrellas de cinco puntas de las extremidades superiores”, posteriormente, en su extenso ensayo apunta hacia la mano como “propiciatoria del pensamiento y del lenguaje, se mantiene visible en sus actividades laborales”

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y termina la cita altamente poética al decir que la mano “con la discreción de un obrero cumple órdenes de “allá arriba.” Anaxágoras decía “el hombre es inteligente porque tiene manos”. Esta imagen del obrero plácido, representado en los murales de Orozco en pos de descanso, con una boina, manos prominentes en guantes blancos que sostiene un libro, y que le da la espalda a una obra en construcción, se asoma y me embiste como un fresco utópico, casi surrealista y que dista abismalmente de las manos de los trabajadores migrantes de las granjas del Upper Valley a tan sólo 28 kilómetros de la universidad. Obrero éste, el del mural, con derecho al descanso y a la educación. Insisto, casi alucinante, surrealista. Un obrero que deviene en un obrero en otras altitudes, un intelectual, un autodidacta, un obrero culto, por así decirlo, revolucionario de pensamiento, alejado de la esclavitud del trabajo físico. Orozco representa a este “Hombre en la era industrial” no como el obrero envilecido por el exceso de trabajo físico, sino como el obrero que concilia y exalta el ideario


humanista-socialista. Imagen que contrasta brutalmente con la realidad de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley. Manos que Hablan, pretende hacer visible el trabajo arduo de las manos incansables de los migrantes que habitan en las granjas lecheras, sus vidas y sus historias, en estas tierras del norte de inviernos lacerantes. Manos que Hablan es sólo un canal para las narrativas propias de hombres y mujeres con cuyas manos se genera aproximadamente un 70% de la economía de la producción de leche de Vermont. Este libro pues, nace de un sinfín de conversaciones con ellos, con el afán de procurarles un espacio para su voz, de despojarlos, aunque sea un poco, del aislamiento al que los han condenado el exilio y ahora el COVID-19. En el ensayo “La mano de Heidegger” el filósofo francés Jacques Derrida habla de la mano, y nos invita a profundizar en todo lo que la mano abarca, a este respecto apunta: “Es preciso pensar la mano. Pero uno no puede pensarla como una cosa, un ente, todavía menos como un objeto. La mano piensa antes de ser pensada, ella es pensamiento, un pensamiento, el pensamiento” (Rivera, 2011-2012, p. 381).

Derrida, en el mismo artículo, dice que Heidegger señala que la esencia de la mano en el ser humano no consiste en ser un “órgano de prensión¨. Los monos tienen órganos de prensión, que toman, asen o agarran, pero no tienen mano. El mono

simplemente manipula la cosa, se apropia de ella, se adueña del objeto. Y al Heidegger despojarlos de la mano los exime del acto de pensar, porque la mano es provista de pensamiento: “la mano del hombre es pensada desde el pensamiento, pero éste es pensado desde la palabra o el lenguaje. La mano entonces piensa” (Rivera, 2011-2012, p. 385). Para Heidegger la mano no sólo está orientada a tomar, a asir, a coger o a agarrar. Más aún, la mano del hombre concibe y comprende, supera la esencia de ser un mero órgano de prensión. “Toda obra de la mano reposa en el pensar”, dice. La mano escribe, por ende, habla. La mano del mono, a diferencia de la del hombre, sólo toma, aprehende, coge y manipula la cosa sin establecer una relación con ella. Heidegger vincula el acto de pensar con una parte del cuerpo, la mano. La mano en el hombre es la visualización de la capacidad de pensar. No hay pensamiento sin ella. Sólo pensamos cuando hablamos, la mano deviene en lo humano. De ahí el título de este libro Manos que Hablan. Y es que las manos de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley hablan de resiliencia, de perseverancia, de coraje, de trabajo incansable, de persistencia, de supervivencia, de ahínco. En mis largas conversaciones con los amigos migrantes de las granjas lecheras les pregunté qué significaban para ellos sus manos. En casi todas sus respuestas se asomó la palabra “trabajo”.

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La historia de Lizbeth y sus manos que procuran Para Lizbeth, que tiene 30 años de edad y es originaria de Martínez de la Torre, Veracruz sus manos son el empeño, la familia, la comunidad, el esfuerzo, el desempeño, la creatividad, la estabilidad, el apoyo; “mis manos son la dedicación, la herramienta para nosotros mismos, el trabajo”, dice. Lizbeth llegó a Vermont hace cinco años, siguiendo a su marido que tiene diez años trabajando en la misma granja. Hace tres años, se embarazó y tuvo un bebé. Para que pudiera trabajar y enviar dinero a México, debía pagar una niñera. Mi esposo y yo decidimos mandar al bebé al año de edad a México, con mi mamá, para que lo cuidara y yo pudiera trabajar. Mi mamá está feliz con el niño. Le envié dinero para que arreglara el baño de su casa y le mandamos a hacer su cocina. Nosotros ya casi terminamos de construir nuestra casa. Me vine por Monterrey, tomé un autobús, todo arreglado previamente con el coyote. Mi esposo pidió prestado $10,000 dólares a su patrón para hacer el viaje. A mí me cruzaron por el Río Grande y por Laredo y McAllen, Texas. Éramos cuatro, yo la única mujer. En McAllen caminamos doce horas de noche y al pasar la cerca de alambre me caí y me lastimé la pierna izquierda. Tenía mucho dolor, pero no me detuve. Estuve en casas diferentes. Ahí nos daban de comer. Una vez un señor me dijo: “enciérrate en este cuarto y no salgas para nada, no le abras a nadie al menos que sea mujer”. Él me dijo eso porque había muchos que se estaban drogando con piedra y fumando. Yo estaba muy débil y cansada. Tardé quince días en llegar hasta Vermont y mi esposo se tardó nueve meses en pagar el préstamo.

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Lizbeth no conoce los límites del trabajo. La palabra “descanso” no se asoma en sus diccionarios personales. Su jornada empieza a las 3:00 de la mañana. Siempre, incluso en el frío despiadado de Vermont a temperaturas de 20 grados centígrados bajo cero, se despierta y se va a la granja a limpiar los establos donde están los terneros, a las jornadas de ordeña, a tomarles la temperatura y comenta: Pobrecitos, sufren mucho y lloran por la mamá vaca. Hay veces que se ponen muy tristes y no quieren comer. Me tengo que quitar los guantes en pleno frío y meterles la mano para animarlos a que succionen la leche. Me gustan mucho las vacas y cuando las separan de sus críos son bien bravas y dan unas patadas que te hacen llorar. Pero ellas no saben y no tienen la culpa. Lo que más trabajo me da es limpiar los comederos. Usamos ácidos y por descuido no me pongo los guantes. Mis manos están muy lastimadas, pero sigo trabajando. El patrón de la granja siempre que me ve me dice I love you Liz y antes me daba un abrazo. Muchas veces cuando él pasa ve que le estoy cantando a las vacas y a los terneros porque a ellas les gusta que yo les cante. La semana pasada trabajé casi 78 horas, pero como todavía estoy pagando lo que debo del parto pues me descuentan mucho en mi cheque semanal. Me gusta Vermont. La gente es bien amable. Me gustan los lagos. A mí me quieren y me respetan mucho en la granja. (Lizbeth, entrevista, 30 de septiembre del 2020) La jornada diaria de Lizbeth termina a la 1:00 p.m. y en las tardes limpia casas en la granja para tener dinero extra. Los martes cocina y vende comida mexicana. Lizbeth parece un rehilete. Simplemente no para. Siempre con una sonrisa. Me recuerda a una cita de la Madre Teresa de Calcuta que decía “No puedo parar de trabajar. Tendré toda la eternidad para descansar”. Lizbeth pareciera trabajar para llenar el vacío de la nostalgia por su hijo. Vacío este que no se llena ni con 80 horas de trabajo a la semana.

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Fotografía de Gabriel Onate Exalumno de Dartmouth y cofundador de FUERZA Farmworkers’ Fund



Las manos que hablan y la historia de Aurelio Las manos de Aurelio, oriundo de Veracruz, son manos de firmeza y empeño. Él lleva trece años en los Estados Unidos, doce trabajando y viviendo en la misma granja lechera. En esta granja se ordeñan un promedio de 1,400 vacas al día. Las jornadas son de 12 horas. A Aurelio le llaman con cariño “maestro”, por ser un veterano en la granja y en cada detalle de los asuntos de las parlas de ordeña. Aurelio es un hombre de manos bondadosas. Es, por así decirlo, agua mansa. Sus manos están dotadas de paciencia para enseñarle a los que llegan cada uno de los malabarismos de la supervivencia en el clima inhóspito de Vermont, pero, además, cada una de las rutinas de cuidado con el cuerpo. A él se la da el arte de la repostería. Las muchas veces que lo he visitado en la granja, incluso el único día que tiene de descanso, sus manos están inquietas, lavando la ropa, cocinando, haciendo los quehaceres, preparando los más deliciosos postres para compartir con los otros trabajadores: pan de elote, pastel de zanahoria. La panadería es una de sus pasiones. El mejor pastel tres leches de mi vida lo he comido de manos de Aurelio. Las manos de Aurelio endulzan las jornadas extenuantes de trabajo de sus amigos en la granja. Manos que hablan del progreso como resultado del sacrificio. De sus tres hijos en México, dos son universitarios. La tercera está cursando el último año de preparatoria. Para él todo ha valido la pena con tal de proporcionar casa y educación a sus hijos. Aurelio comenta que en la granja donde vive ha tenido jornadas de trabajo de hasta 80 horas: Pero a eso vinimos, a trabajar. Estados Unidos brinda esa oportunidad y posibilidad de progreso. El primer paso para mí fue comprar un terreno y construir una casita allá en México. Yo soy de Veracruz y me crucé por Chihuahua. Me tardé más de un mes. En mi grupo éramos nueve y una mujer. De día no se puede avanzar mucho, por

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las altas temperaturas, porque uno está más visible. Atravesar el desierto de Arizona es lo más duro. Los escorpiones, los alacranes, los coyotes, las víboras de cascabel. Pasábamos tres días y tres noches caminando y siempre alerta de los helicópteros para escondernos en los matorrales donde encontrábamos a los animales, ese es el peligro. Se nos agotó el agua. Sólo teníamos ocho galones en total. El agua vale oro. Aquí entendí su valor. El agua es oro. Cruzábamos con cachuchas y ropa de camuf laje. La mujer que venía en nuestro grupo se falseó el pie, así que la íbamos cargando, pero ella al final ya no cruzó. (Aurelio, entrevista, 5 de octubre del 2020) Para Aurelio, el sacrificio más grande es no estar con la familia; “la presión con la que vivimos, el perder la libertad, vivimos siempre con miedo”. Para él sus manos tienen voz de trabajo: “para mí son el esfuerzo, la provisión para la educación de mis hijos”. El miedo, como se verá en el siguiente capítulo, es también un leitmotiv, una constante en los relatos de los amigos migrantes de las granjas lecheras con quienes he conversado. Aurelio permanece en Vermont, Lizbeth ha regresado a México y está nuevamente con su hijo.

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Capítulo II

El miedo, la segunda piel “Sólo puede ser intrépido quien conoce el miedo, pero lo supera; quien ve el abismo con orgullo. Quien ve el abismo con ojos de águila; quien con garras de águila se aferra al abismo; ése tiene valor”. N ie t z s che

Este aforismo del filósofo alemán me lleva a pensar en el miedo que toma la mano del que emigra, lo escupe de su tierra natal, lo jala, lo empuja, lo avienta al vacío, volviéndose su más fiel compañero, su segunda piel, y que no habrá de abandonarlo en ningún instante de su odisea migratoria. Pues el miedo se ase al migrante como una lapa, lo nutre en cada respiro. En el atroz destierro lo acompaña. La segunda piel, el miedo. Vida y muerte son su esencia, empuñando al expatriado a embestir la vida, tras la huida de su tierra. El migrante escapa entonces, despavorido, de su lugar de origen por temor a ser devorado por el hambre, la violencia, la pobreza, las lentas muertes. Esa violencia estructural que los tiene presos. Porque quien emigra tiene el miedo enraizado como una garrapata, y no perdona. El desterrado es un sobreviviente. Sobrevive a las ignominias, a las circunstancias, a los abismos, sobrevive al miedo que lo habita, a la segunda piel que lo incendia y lo mantiene despierto. En las historias de quienes emigran, el miedo al hambre, a la pobreza, a la violencia, a la ignorancia, los condena a la huida,

al escape, a la búsqueda del prometido “sueño americano” que no es más que una falacia, una ilusión. Y así, ese miedo, esa segunda piel los aferra también al abismo sin fondo del que habla Nietzsche, como una alerta constante, como un arma de resiliencia. El miedo como pulsión de vida y muerte, de quietud y movimiento. En el exilio, la promesa americana los recibe con los brazos abiertos de la xenofobia, el racismo, la discriminación, la vulnerabilidad, la marginalidad, la explotación. Entonces el miedo, esa segunda piel persiste: miedo a las tierras, a la geografía, a lo que no se conoce, a la lengua… al propio color de la piel, el enemigo en casa. Miedo como enfermedad y remedio, como muerte y supervivencia. El miedo como dualidad yuxtapuesta, como asilo y desamparo, visibilidad e invisibilidad. El miedo entonces se normaliza, y se asoma siempre en las conversaciones de los migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley. En palabras de Jazmín, migrante de Guerrero, “el miedo es tanto que te salen las fuerzas” o en la boca de Martín “con el coronavirus o sin él, el miedo es parte de nuestra vida diaria, esa es nuestra verdad a donde sea que vayamos” o en la voz de Eleno “aquí estás encerrado, enjaulado siempre con miedo”. Un miedo que es la sombra de la que eres preso. El miedo como pulsión y parálisis, la tensión de dos opuestos, como en el poema Hogar, de la poeta británica Warsan Shire de origen somalí: “nadie sale de casa/ a menos que el hogar sea la boca del tiburón”. La joven activista, escritora y profesora dibuja con palabras los mapas internos del destierro y del miedo: 13


Hogar Nadie sale de casa a menos que el hogar sea la boca de un tiburón sólo corres hacia la frontera cuando ves a toda la ciudad corriendo también Tus vecinos corriendo más rápido que tú aliento sangriento en sus gargantas el chico con el que fuiste a la escuela que te besó mareado detrás de la vieja fábrica de hojalata tiene un arma más grande que su cuerpo sólo sales de casa cuando en casa no te dejan quedarte. Nadie sale de casa a menos que te persiga el hogar fuego bajo los pies sangre caliente en el vientre no es algo que nunca hayas pensado en hacer hasta que la daga queme las amenazas en tu cuello e incluso entonces llevaste el himno bajo tu aliento sólo rompiendo tu pasaporte en los aseos de un aeropuerto sollozando mientras cada bocado de papel dejó claro que no volverías. Tienes que entender, que nadie pone a sus hijos en un bote a menos que el agua sea más segura que la tierra.

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Nadie se quema las palmas de las manos bajo los trenes debajo de los carros nadie pasa días y noches en el estómago de un camión alimentándose de periódicos a menos que las millas viajadas signifiquen algo más que un viaje. Nadie se arrastra por debajo de las vallas nadie quiere ser golpeado compadecido. Nadie elige campos de refugiados o cateos al desnudo donde tu cuerpo se queda adolorido o en prisión, porque la prisión es más segura que una ciudad de fuego y un guardia de prisión en la noche es mejor que un camión cargado de hombres que se parecen a tu padre. Nadie podría soportarlo nadie podría soportarlo ninguna piel sería lo suficientemente dura. Vuelvan a casa negros refugiados inmigrantes corruptos solicitantes de asilo


chupando nuestro país hasta dejarlo seco negros con las manos extendidas huelen raro salvaje arruinaron su país y ahora quieren arruinar el nuestro. Cómo hacen las palabras las miradas sucias caen sobre tus espaldas. Tal vez porque el golpe es más suave que un miembro arrancado o las palabras son más tiernas que catorce hombres entre tus piernas o los insultos son más fáciles de tragar que los escombros que el hueso que el cuerpo de tu hijo en pedazos. Quiero irme a casa, pero mi hogar es la boca de un tiburón mi casa es el cañón de la pistola y nadie saldría de casa a menos que el hogar te persiguiera hasta la orilla a menos que la casa te dijera

para acelerar tus piernas deja tu ropa arrástrate por el desierto vadea a través de los océanos. Ahógate sálvate ten hambre pide limosna olvida el orgullo tu supervivencia es más importante. Nadie se va de casa hasta que el hogar tenga una voz sudorosa en tu oído diciendovete, huye de mí ahora no sé en qué me he convertido pero sé que en cualquier parte es más seguro que aquí. (Shire, 2018) La antífrasis es brutal. Exacta. El “hogar como boca de tiburón”, como el lugar de donde “sólo sales cuando no te dejan quedarte”. Este es el lenguaje del éxodo y el viacrucis de los que emigran. El desarraigo, el fuego y el miedo son la experiencia común que comparten los migrantes como Jazmín, una de tantas que huyó del “hogar”, en la búsqueda de esa “cualquier parte, más segura que aquí” del poema de Warsan Shire.

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“Mis manos son parte del sostén de las mujeres que me criaron”, la historia de Jazmín Jazmín es oriunda del Municipio Atlixtac, al sur del estado de Guerrero, a seis horas de Acapulco. Como muchas, Jazmín es otra que se fue a los Estados Unidos fugitiva de la pobreza. Creció escuchando historias de gente del pueblo que se había “ ido al otro lado”. A los quince años ya era madre. Necesitaba provisión para su hijo y decidió emigrar. Dejó a su niño de cuatro años con la abuela y la bisabuela. Llegó a los Estado Unidos a los 19, huyendo de su tierra porque el hambre y el miedo le dolían demasiado: Me decidí a venir porque no tenía apoyo de nadie. Ya no aguantaba tanta hambre. Siempre escuché a personas grandes decir que en los Estados Unidos se ganaba bien y que trabajando aquí uno podía construirse una casa para ti y tu familia. Yo conocía una comadre que había estado en Nueva York y le pedí ayuda. En aquél entonces me cobraron $5,000 dólares más los $3,000 pesos que junté para los autobuses desde Guerrero hasta la frontera. Salí a finales de enero del 2013 y llegué a Carolina del Norte una semana después. Pasamos por Nogales. De mi pueblo salimos cinco personas incluyendo mi comadre y mi primo, el único hombre. Nos hospedamos en un hotelito en la frontera, dos noches. Luego nos fueron a dejar a la orilla del Río Bravo. Ahí estuvimos toda la noche en la orilla y cruzamos en cámaras de llanta muy tempranito antes de las 5:00 de la mañana. Caminamos harto. Toda la noche. Íbamos hacia una tienda y pues ya no llegamos porque nos correteó la migración. En total éramos como 36 en el primer brinco y sólo pasaron ocho. Es que brincamos dos retenes. No sé por dónde se dispersaron. La camioneta de migración no logró agarrar a todos, pero agarraron a mi comadre y a la chica que venía con nosotros. Recuerdo que dimos dos brincos de retenes. Es

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tanto el miedo que te salen las fuerzas. Yo quería llegar hasta Carolina del Norte a donde se encontraba mi mamá trabajando. Ella fue la que me prestó el dinero. Todo esto lo logré por medio de una señora que era la que nos daba indicaciones, era la pollera. Ella nos esperaba en Texas y nos dio el ride hasta Carolina del Norte. Jazmín relató los infortunios para poder llegar hasta Nueva Hampshire en donde actualmente vive y trabaja, en una granja lechera y empacadora. Envasa galones de leche, pone las tapaderas y coloca las botellas en las rejas. Labora aproximadamente 70 horas a la semana, a veces más. También tiene dos turnos de ordeña los domingos y sólo descansa los sábados. Le pregunté qué significaban para ella sus manos: Nunca había escuchado esta pregunta, pero para mí son casi que todo. Gracias a mis manos trabajo. Mis manos son para abrazar a mi hijo, a mis abuelas, a toda la familia. No me veo sin manos. Mis manos son parte del sostén de las mujeres que me criaron. Mi madre se fue cuando yo tenía tres años y mi abuela y mi bisabuela vieron por mí. Y con mis manos veo yo por ellas ahora. Llegué a trabajar con mi mamá a Carolina del Norte, pero no me querían dar trabajo porque me veían muy pequeña. Yo estaba desesperada. Había escuchado de otros paisanos que trabajaban en las granjas en Vermont y en Nueva Hampshire que ahí sí había trabajo. Así que llegué a Bradford y por medio de Facebook un amigo me ayudó a cambiarme a Nueva York. Ahí aprendí a ordeñar y tenía horarios de 12 horas. No me gustó porque no había horarios de comida. Estaba muy triste y los hombres con los que vivía eran muy pesados. Entonces otro amigo me ayudó a regresarme a Nueva Hampshire al rancho donde ahora trabajo. Aquí llevo casi siete años y medio. Y estoy muy contenta. Vivo en una casa en la que soy la única mujer, pero todos tenemos nuestros propios cuartos y trabajamos mucho. Todo el tiempo… (Jazmín, entrevista, 2 de noviembre del 2020) Jazmín todavía no tiene una fecha fija para su retorno, pero cada día se prepara para el encuentro con su hijo. 18




De la travesía, los desafíos y los miedos, la historia de Martín El poema Sobre la denominación de emigrantes del escritor Bertolt Brecht, devela el significado de la migración; “emigración significa éxodo”. El poema dice: Siempre me pareció falso el nombre que nos han dado: emigrantes. Pero emigración significa éxodo. Y nosotros no hemos salido voluntariamente eligiendo otro país. No inmigramos a otro país para en él establecernos, mejor si es para siempre. Nosotros hemos huido. Expulsados somos, desterrados. Y no es hogar, es exilio el país que nos acoge. Inquietos estamos, si podemos junto a las fronteras, esperando el día de la vuelta, a cada recién llegado, febriles, preguntando, no olvidando nada, a nada renunciando, no perdonando nada de lo que ocurrió, no perdonando. ¡Ah, no nos engaña la quietud del Sund! Llegan gritos hasta nuestros refugios. Nosotros mismos casi somos como rumores de crímenes que pasaron la frontera. Cada uno de los que vamos con los zapatos rotos entre la multitud la ignominia mostramos que hoy mancha a nuestra tierra. Pero ninguno de nosotros se quedará aquí. La última palabra aún no ha sido dicha. (Brecht, 1999, p. 120)

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Este poema me resuena con las historias de los migrantes globales, los de todos los tiempos, los que, maldecidos por la violencia estructural, han sido desplazados de sus tierras de origen sin piedad alguna. Este es el caso de Martín, oriundo de Martínez de la Torre, Veracruz. Para él sus manos significan “la felicidad, fuerza, responsabilidad. Mis manos son mi futuro y el de mi familia. Mis manos significan la esperanza de tener una mejor vida”. “El dinero no rendía y luego llegó la inseguridad por todos lados, por eso me fui”. Martín, llegó a los Estados Unidos hace diez años porque quería ver a su familia feliz. Cansado de trabajar “muy duro por nada” quería mostrarle a los suyos, que se puede construir un futuro de una forma distinta, en sus propias palabras: “quería demostrarles que, si uno quiere algo diferente, uno tiene que hacer algo diferente”. Desde que Martín tenía 12 años le ayudaba a su padre en la carnicería y recuerda que durante su infancia las cosas no estaban tan mal: Teníamos comida y techo. Todo estaba bien hasta que terminé la secundaria y la preparatoria y empecé a entender el rol de mi papá. Yo trabajaba con mi papá de lleno. A esa edad uno sólo pide y no sabe lo que es conseguir todo para proveer para la familia. Estaba muy chico para entender la

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responsabilidad que tenía mi apá. Empecé a entender los números y la gran responsabilidad de mi papá por sacarnos adelante, cosas que jamás pensaba cuando era niño. Veía a mi apá muy angustiado. Yo sabía que él tenía unas deudas muy grandes. Él no me lo comentaba, pero no dormía. Decidí salirme de la escuela para ayudarlo. En mi familia éramos muy apegados. Yo sabía sus problemas. La cosa se ponía cada vez más fea. Esa fue una de las razones por las cuales me vine. Yo tenía un tío del otro lado y le dije a mi papá “me voy a Estados Unidos y cuando llegue te voy a ayudar”. Tenía 16 años, él me escuchaba y me miraba. No me creía. Todos los días pensaba ¿cómo le haré?, hasta que un día hablé con mi primo y me dijo que estaba todo listo. Le dije a mi papá “ya me voy” y se puso muy triste. El negocio ya no era igual, las cosas se ponían cada vez peor… El dinero no rendía. Yo tenía tres hermanitos menores. Desde pequeño me gustó trabajar, tener un poquito de dinerito y ahorrar. Siempre pensando en las necesidades y los problemas de la familia. Y luego llegó la inseguridad, por todos lados. Teníamos miedo. Mi hermano mayor me ayudó en todo el trayecto. Me mandó traer a Teziutlán y me ayudó a embarcarme hasta Altar Sonora. Me despedí de mis padres, les dije que ya era hora, recuerdo el nudo en la garganta. Esta fue mi primera


experiencia intentando cruzar. Uno no piensa sino hasta estar ahí. Uno no sabe a qué se mide. Todo el camino estuve lleno de sentimientos tristes y de felicidad por el sueño. Dejaba todo y no sabía lo que venía, lo que iba a pasar. Sólo me movía el hecho de que era mi futuro y que le iba a echar ganas. Llegué a Altar Sonora y ahí la cosa estaba fea. Estuve en una casa con maleantes, con gente que se drogaba todo el día, gente armada. Tenía mucho miedo. Me vine solo. No me vine con nadie. Recuerdo que te platicaban historias: que llévate agua, que échate ajo para que no te piquen las víboras… todo eso empieza a desanimarte, pero ya está uno ahí y no hay de otra. Pasaron siete días y nos llevaron a una sierra en el puro monte a tres horas de ahí en la línea de la frontera. Creo que era Phoenix, Arizona. Todos éramos desconocidos. Lo único que teníamos en común era que queríamos echarle ganas. Vi de todo; chicos que regresaban desmayados, deshidratados. Yo decía “mi suerte no tiene que ser así”. La cabañita donde estábamos se llamaba “Las Garitas.” Desde ahí podíamos ver por donde pasaba la migra. Sólo estaban a la espera. Ahí estuve 5 días. Éramos un grupo de 5 veracruzanos. Cruzamos felices y con miedo, sentimientos difíciles de explicar. Nos dieron una mochila con 40 kilos, para librar el desierto. Mucha gente se muere por deshidratación así que llevábamos mucha agua. Caminamos mucho con altas temperaturas. Un chico que iba conmigo empezó a sangrar

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de la nariz... las cosas no iban bien. El guía iba con nosotros, estábamos lastimados y muy cansados. Nos perdimos en una zanja con piedras. La migra estaba cerca. Corrimos. Todo era lento. Pero para mí lo principal era pensar en la familia. Tenía que llegar. Martín cuenta en detalle que no pudo cruzar a la primera. Lo agarraron. Se quedó solo en el desierto, en sus propias palabras, “mejor que me agarren porque si no me muero”. Y así fue. Como película de acción, con helicóptero, gritos. Tremenda escena. Martín relata: Recuerdo que llegó la mentada perrera e íbamos bañados en sudor. Ellos pusieron el clima. No podíamos respirar. Llegamos a una cárcel cerca de Tucson, Arizona. Ahí tienes mucho tiempo para pensar. Estuve cinco días, que nunca voy a olvidar, encerrados en un cuarto con setenta personas. No puedes dormir. No supe si era de día o de noche. Había una televisión en medio con historias de todas las tragedias de migrantes abandonados en el desierto. Es muy triste. Ahí escuché historias desgarradoras. Un día me dijeron que si quería pelear mi caso. ¿Qué iba yo a querer? Llegué a México en avión. Esposado. Nunca me había subido a un avión. Me regresaron. Cinco días sin bañarme. El sueño se me había acabado. Desde la TAPO hasta mi pueblo. Todo el camino me

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la pasé llorando. De repente todo se derrumba. Llegué a mi pueblo a Martínez de la Torre sin dinero. A las 4 de la mañana llegué a casa de mis papás. Toqué la puerta. Me subí y me quedé dormido. Martín no se dio por vencido y en dos meses planeó su segunda partida. Tuvo un padrino que lo apoyó y le prestó $40,000 pesos mexicanos para poder cruzar. Esta ocasión fue diferente porque en el grupo venía un primo suyo. Llegó el día. Martín se despidió de sus padres y hace más de diez años que no los ve. En esta ocasión cruzamos por Reynosa. Todo el territorio estaba tomado, necesitamos una clave para pasar por el estado. Nos pararon en la terminal y tuvimos que dar la clave y decir con quién estábamos. Yo ya tenía 18 años. Todo se veía triste. Cruzamos por el río. Muchos no sabíamos nadar. El proceso para llegar hasta acá en Nueva Hampshire duró 25 días. El coyote iba drogado, nos equivocamos en el camino y nos regresamos hasta que al guía le dieron la ubicación. Sin comida. Sólo una botella de agua. La migra agarró a varios, mi primo y yo cruzamos. De los dieciséis sólo pasamos diez. Se nos acabó el agua, llegamos atrás de una fábrica y ahí nos escondimos, nos llevaron a una casa de seguridad en McAllen, Texas donde pasamos cuatro días. Pero venía lo peor, el segundo brinco, cinco días en el desierto con una garrafita de agua y sin comida.

Recuerdo que iban tres muchachas. Salimos de esa casa en una camioneta, apilados. Cuando la camioneta se abrió en la noche había una cerca con púas y sólo teníamos diez minutos para bajarnos y saltar. Me tiré, me levantaron y me ayudaron. Nos metimos hacia el monte. Nos dijeron que íbamos a caminar cinco días. Ese viaje fue lo más duro. Venía una chica de Guadalajara con dolores. Empezó a vomitar sangre. No olvidaré los alaridos que daba. Caminábamos de noche. Estaba muy enferma. Los guías tienen medido el tiempo y temíamos que no íbamos a llegar. Nos dieron unos sueros. El guía decidió ir a dejar a la chica a las dos de la mañana en un lugar cerca de donde pasaba la migra. Era horrible escuchar a los coyotes. No se me olvida. La chica gritaba. Nunca había oído gritar a una mujer así. La cargaron y la dejaron cerca de la carretera para que la migra la levantara. Sacamos nuestros gatorades como algo especial y le dejamos ocho frascos a ella. Un muchacho de Honduras se regresó y dijo que se iba a quedar con ella, pero el muy canijo nos alcanzó y se reincorporó y le había quitado todos los sueritos a la chica. El guía se enojó tanto que le picó la botella de cuatro litros al muchacho y lo golpeó… (Martín, entrevista, 4 de enero del 2021) Martín narra entonces cómo el guía regresó a dejarle todas las bebidas a la chica. Estos recuerdos lo acompañan hasta hoy. Pasaron el segundo retén hasta la cuarta noche. Después de

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siete días en el desierto. La travesía fue eterna y a medida que iban cruzando cercas ya no se asomaban las sombras de la migra. Tomaron agua de los bebederos de las vacas, de los puercos para amainar las temperaturas, “no había aire, teníamos ámpulas, no teníamos agua”, recuerda Martín. Al séptimo llegaron a una carretera y ahí los recogieron. Martín es un hombre de manos grandes, de voluntad firme y tenacidad de hierro. Martín es grande en estatura y convicciones. Él, con sus prominentes manos, maneja los tractores en la granja, los robots de la parla de ordeña, transporta las vacas de un lado a otro. En la granja donde él labora hay aproximadamente 550 vacas. A su llegada se propuso aprender el idioma, e hizo uso de cada oportunidad que tuvo para lograrlo. Martín es un hombre aplomado, que se ha educado en la escuela del transtierro. Es un hombre con el sueño de educarse, de regresar con los suyos, celebrar el encuentro y la vida cada día y comenzar estudiar la carrera de ingeniería. Mientras esto sucede, ya muy pronto, es un líder en su comunidad en la granja, a donde apoya, asesora, da aventones a quienes lo necesitan, visita otros ranchos repartiendo ropa de invierno y compartiendo con los que recién llegan, su experiencia de vida estos diez años. Martín con sus 1,84 metros de estatura es un hombre recio, al que no lo dobla el invierno del Upper Valley, no lo dobla la vida. Siempre erguido, con el orgullo que da la satisfacción del deber cumplido.

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En su libro El Laberinto de la soledad, Octavio Paz habla de la diferencia entre norteamericanos y mexicanos: Ellos son crédulos, nosotros creyentes; aman los cuentos de hadas y las historias policíacas, nosotros los mitos y las leyendas. Los mexicanos mienten por fantasía, por desesperación o para superar su vida sórdida; ellos no mienten, pero sustituyen la verdad verdadera, que es siempre desagradable, por una verdad social. Nos emborrachamos para confesarnos; ellos para olvidarse. Son optimistas; nosotros nihilistas —sólo que nuestro nihilismo no es intelectual, sino una reacción instintiva: por lo tanto, es irrefutable—. Los mexicanos son desconfiados; ellos abiertos. Nosotros somos tristes y sarcásticos; ellos alegres y humorísticos. Los norteamericanos quieren comprender; nosotros contemplar. Son activos; nosotros quietistas: disfrutamos de nuestras llagas como ellos de sus inventos. Creen en la higiene, en la salud, en el trabajo, en la felicidad, pero tal vez no conocen la verdadera alegría, que es una embriaguez y un torbellino. En el alarido de la noche de fiesta nuestra voz estalla en luces y vida y muerte se confunden; su vitalidad se petrifica en una sonrisa: niega la vejez y la muerte, pero inmoviliza la vida. (Paz, 1998, p.7)

Esta es la alegría que se asoma en Martín cuando dibuja el sueño de su regreso a México.




Capítulo III

Migración: manos, voces, miradas y corazones Dentro del ciclo de actividades “Entendiendo la justicia social, un acercamiento a la diversidad” organizado en 2019 por La Casa del Departamento de Español y Portugués de la Universidad de Dartmouth, el productor y realizador mexicano Tonatiuh Ramírez Rocha, creador de Bendita Productions3 fue uno de los invitados a presentar una serie de micro-documentales realizados por él referente a estos temas. En su discurso de apertura “Cuando Superman se convirtió en mexicano”, Ramírez Rocha, tomó como referencia una entrevista del cantautor mexicano Juan Gabriel, quien en alguna ocasión dijera que “el migrante más conocido del mundo era Superman”. El realizador hizo una analogía y enfatizó: “Este superhéroe llegó a este país sin pasaporte, sin visa, sin permiso de trabajo y más aún, venía de otro planeta, es decir un extraterrestre; lo que podía hacerlo receptor del (duro) término illegal alien. En esa descripción, por su condición migratoria, Superman podría tener mucho en común con un mexicano promedio en este país”. (“El cantante mexicano Juan Gabriel”, 2006)

Posteriormente, Ramírez Rocha, comentó que en la serie “Action Comic” de DC en el número 987, a este superhéroe se le ve defendiendo a trabajadores indocumentados; específicamente, “se interpone a una ráfaga de balas y con su cuerpo -de acerocubre y desvía los disparos que hace un presunto supremacista blanco, quien se sentía robado y desplazado en el trabajo por estos migrantes. Así que, Superman les salva la vida”. (Valenzuela, 2017)

Ramírez Rocha regresa entonces con su acertada retórica al mundo de lo real, de lo terrenal y nos dice que en el mundo tangible “este tipo de superhéroes no existe. Sin embargo, en el plano físico de este planeta contamos con héroes, personas que realizan cosas extraordinarias y que requieren de mucho valor… y con sus protagonistas tenemos oportunidad de ver el valor de su trabajo, de las cualidades de sus personas y de las causas que defienden; son Supermen o Superwomen reales, de carne y hueso”. (Ramírez, R., comunicación personal, 2019) Hecho que constatamos en su micro documental Las Patronas4 acerca de un grupo de mujeres en la localidad de Guadalupe, en el Municipio de Amatlán de los Reyes Veracruz que cumplieron en el 2021 su XXV aniversario preparando víveres para lanzar a los migrantes que se transportan en el tren “La Bestia”.

3 https://www.facebook.com/Bendita.Productions/

4 https://www.youtube.com/watch?v=z4CmxA106cw

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El video muestra a Doña Norma Romero, fundadora de su propia ONG como una gran jefa y a su valeroso equipo de manos ágiles. Incansables manos que preparan comida 365 días al año, para brindar alivio a los migrantes en su travesía en el tren “La Bestia” hacia los Estados Unidos. Procuradoras de vida y de esperanza son las manos de Las Patronas. Manos dotadas de amor y de generosidad. Manos que entregan el corazón. Manos que hablan. Porque como atinadamente dice Ramírez Rocha también en su discurso, “uno es las causas que defiende”. Y así como las manos de Las Patronas dan vida, sustento y esperanza, el arte visual de Ramírez Rocha es el resultado de manos que sostienen la cámara y captan a través de la mirada estas iniciativas de Superwomen de la vida real. Narrativa visual la de Ramírez Rocha que difunde y da luz al trabajo digno de las manos de Las Patronas. En las propias palabras del realizador audiovisual “Estos videos contienen otras voces y otras miradas sobre la migración; principalmente para tender puentes de entendimiento y no muros que nos separen”. (Ramírez, R. Comunicación personal, 2019)

Muchos de los migrantes que llegan a tierras norteamericanas, han usado al tren “La Bestia” como transporte, otros en sus errancias usan rutas diversas, no menos escabrosas. Pero en su mayoría, los que logran llegar al Upper Valley, se emplean en las granjas lecheras. De esta manera, tras horas intensas de trabajo, 75 a la semana en promedio, sus manos dan vida, sustento y aliento a familias en México y Centro América, así como a las de estas tierras del norte de indomables inviernos. 30

Fotografía de Tonatiuh Ramírez




“No me puedo dar el lujo de descansar”, la historia de Mariana Mariana es oriunda de la comunidad de María de la Torre Veracruz. Ella tiene tres años de haber llegado al Upper Valley. Trabaja todos los días, excepto el lunes, en un restaurante local, lavando platos desde las once de la mañana hasta las once de la noche. En la primavera y mientras el clima lo permite, su jornada laboral empieza a las seis de la mañana en una granja cercana a su casa hasta antes de irse a su segundo trabajo. Para Mariana sus manos “significan todo” dice: “son con las que trabajamos, sin ellas no somos nada. Y ahora más que nunca, cuando estoy sufriendo de tendinitis en la mano derecha, valoro lo que significan, pues no me puedo dar el lujo de descansar y perder mi trabajo”. Me tardé veinte días para llegar hasta acá. Pasé a la tercera vez. Éramos seis cruzando en total y yo la única mujer. Cuando íbamos a atravesar el Río Bravo entre Reynosa y McAllen, uno de los hombres me decía “quítate la ropa, no puedes cruzar con ropa”, yo me dejé unos boxers, me quité el brassiere y me dejé la blusa. No sé nadar muy bien y cruzando el río en la cámara de la llanta, te van jalando y arriba teníamos la bicicleta. Cruzamos a las doce y media de la noche y al llegar al otro lado pues me tuve que desnudar delante de ellos y me puse la ropa deportiva que me habían dado para andar en la bicicleta. Me enfermé horrible. Tenía una fiebre altísima y nos quedamos ahí tirados en el monte hasta las cinco de la mañana. Yo estaba temblando y con frío y uno de los señores me abrazó y pude dormir dos horas, pero muy angustiada de que no me fuera a tocar el señor o a pasarse conmigo. Al otro día, a diez metros había un caminito a un campo de golf y salimos en nuestras bicis con ropa muy deportiva como si estuviéramos simplemente montando en bici. Yo estaba súper enferma, me quería desmayar. Anduvimos en bici dos horas hasta llegar a la Walmart y ahí nos recogieron y nos llevaron a una casa de alguien. Ahí pasé siete días muy enferma. 33


Llamé a mi hermano para que mandara dinero para comprar medicinas. Luego tenía que pasar el check point y unas gringas me metieron en su mini-cooper, atrás. Me dijeron que no hiciera nada de ruido, me dieron tres botellitas de agua y ellas me iban avisando cuando estuviéramos cerca del check-point. Pusieron cosas arriba de la cajuela donde yo iba metida, como patines y juguetes y equipaje y me iban diciendo “ya sólo falta un kilómetro”, “ahora sí, no respires porque los perros huelen el sudor”. Yo sólo rezaba. Cuando ya me habían pasado después de cuarenta minutos me subieron adelante del carro. ¡Lo había logrado! (Mariana, entrevista, 12 de octubre del 2020) Actualmente Mariana con sus incansables manos, trabaja en tres lugares diferentes. Ella continúa en el restaurant local, tiene 25 horas en la granja de ordeña, cocina los martes y al igual que Las Patronas, prepara comida y reparte productos mexicanos en seis granjas distintas, como para amainar el hambre y la nostalgia. Se preparó para tomar la prueba de manejo, obtener su licencia de conducir y poder repartir su comida a otras granjas. Mariana es una trabajadora inagotable, tiene una personalidad con esa pimienta que le da el carácter jarocho. No para. Siempre contenta. Siempre entusiasta. Con una espléndida risa. Ella no se vence. Mariana y sus manos son el esmero.

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“A mí la pobreza me sacó de mi pueblo”, la historia de Gladys En el corazón del Northeast Kingdom de Vermont, en Irasburg, condado de Orleans muy al norte se encuentra una granja lechera, y otras también, ahí, insisto, olvidadas de las manos de todos los dioses, en la mitad de la nada, donde sólo se escucha y se siente el gélido viento que azota con capricho a los pobladores de la zona. Keren Valenzuela, exalumna de la Universidad de Dartmouth y cofundadora del FUERZA Farmworkers’ Fund, Ella Chapman de Thetford, un pueblo de la región central de Vermont, egresada de la carrera de Forestry and Surveying Engineering Technology, (Tecnología de Ingeniería Topográfica y Manejo Forestal) en la Universidad de Maine, apasionada de la agricultura y de la justicia social, y quien esto escribe, fuimos a recorrer un par de granjas del norte durante el pico de la pandemia y el doloroso frío de febrero. El motivo del viaje por tan aisladas localidades, a menos de treinta kilómetros de la frontera canadiense, fue para repartir cajas con ropa de invierno, productos de comida mexicanos y conocer a los trabajadores de estas granjas. En la primera granja que visitamos había ocho trabajadores de Tabasco, Veracruz, Chiapas y uno de Guatemala. Gladys, oriunda de las Margaritas Chiapas salió a nuestro encuentro. El inclemente frío nos embestía con furia, sobre todo porque esta granja se encuentra en una planicie. La granja, más bien pequeña con no más de 800 vacas de ordeña, estaba cubierta hasta el tope por nieve y por unas estalactitas que caen lentamente en forma de filosos picos, sostenidos de los techos de dos aguas a manera de una prisión de cristales. En la segunda granja donde había nueve trabajadores, cinco estaban trabajando y los otros descansando. No pudimos hablar con ellos.

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En las dos “trailas” ubicadas a tan solo tres metros de la parla de ordeña de la granja, había un total de ocho trabajadores, Gladys era la única mujer. Ella nos invitó a pasar a la “traila”, una casa rectangular con dos recámaras donde viven cinco trabajadores incluyéndola a ella. Y todavía hay quienes creen que en este país la pobreza no se asoma, falta mirar estas “trailas” desangeladas, obscuras, con pésimo aislamiento, donde la estrechez grita y que se transforman en una extensión del espacio laboral. Otro cuarto más para el encierro, el aislamiento, el frío y la obscuridad. Porque, además, no hay transporte, ni tampoco un lugar halagüeño a donde ir que esté cerca. Yo soy de Las Margaritas, Chiapas, que está más o menos cerca de la frontera con Guatemala. En mi familia somos ocho hermanos, tres hombres y cinco mujeres. Soy la más pequeña. A mí la pobreza me sacó de mi pueblo, venirme hasta acá era la única opción para sacar adelante a mi familia. Mi sueño está allá en México, en un techo propio mío, un terrenito. Mi sueño está allá. Mi sueño es no depender de nadie y lograr todo con mis manos. Estoy aquí por mis hijos. No es fácil, pero hay que seguir luchando. Gladys llegó a este pueblo de fantasmas, frío y vacas hace dos años y seis meses. Habitada de humildad y de alegría por nuestra visita nos contó que desde su llegada a esta granja ella no había salido a ningún lado. Me extrañó que Gladys no supiera el nombre de la granja donde estaba laborando, ni siquiera el nombre de la ciudad: “no sé cómo se llama la granja. Aquí la rutina es del trabajo a la casa, esta “traila” donde vivimos. No salimos por precaución, porque estamos muy cerca de la frontera y la policía siempre anda rondando. No nos podemos arriesgar. Estamos en este país sólo por un tiempo y no podemos arriesgarnos. Acá la pasamos encerrados”. Como si a propósito, el no tener claro un sentido de orientación del espacio que se habita, tampoco se tuviese un sentido de arraigo. Mis manos tienen mucho significado”, dice Gladys; “gracias a mis manos puedo lograr lo que quiero porque con mucho esfuerzo tengo que trabajar y que luchar, gracias a nuestras manos

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podemos lograr lo que queremos. ¿Cómo estaríamos sin nuestras manos? Aunque no sea mucha riqueza, pero sí nos da para mantener a la familia. Cuando vivía en México me dedicaba a ser ama de casa y no tenía un trabajo fijo. Yo me dedicaba a la labor del campo, a la siembra de maíz, frijol, a sacar monte de la milpa. Teníamos gallinas. Así pasamos la vida ahí. En estas tierras de inviernos infames Gladys habló de su primer invierno: Pues, mi primer invierno fue muy difícil, cuando uno viene de un lugar donde tiene a la familia. Aquí trabajo once o doce horas diarias. Sólo es trabajo la vida aquí. Lo que más extraño es la familia, a mi papá y a la familia completa. Las convivencias familiares. El clima allá en mi pueblo es muy bueno. Es un clima templado. Es muy difícil aguantar el frío de por aquí. Me tardé casi un mes en llegar desde Las Margaritas hasta acá. Veníamos catorce personas de las cuales cinco eran mujeres de Chiapas. Yo pasé por el desierto. La pasada no fue nada fácil, caminamos harto, más de doce horas corridas. Sólo había un coyote con nosotras. No había mucha comida ni agua. Una de mis compañeras se lastimó la mano. Llegamos a una casa todo un día y una noche y al otro día nos hicieron el levantón desde Texas hasta aquí, y fueron más de tres días en coche. El viaje me costó casi ocho mil dólares más los intereses que me cobraron. Y trabajé un año más de setenta y dos horas a la semana para poder pagar la deuda con los altos intereses. Apenas me estoy reponiendo para poder enviarle dinero a mis hijos. Ellos viven con mi hermana. Tengo un niño de trece años y una niña de ocho. Todo este sacrificio es por ellos. Nada más. (Gladys, entrevista, 15 de febrero del 2021) Las historias de Gladys y de Mariana me recuerdan un poema de la escritora colombiana Consuelo Hernández (2015), dedicado a las mujeres inmigrantes:

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La inmigrante Mujer que caminas noche y día con tu llave inmemorial das nacimiento a la palabra veraz atraviesas el río y nadie te reconoce te mojas, sudas, pierdes tus zapatos pero eres sabia, aunque te encuentren infraganti. Te interrogan ¿Quién eres? ¿De dónde vienes? ¿Qué buscas en esta tierra que ya tiene dueños y fronteras y murallas y hermanos que saben de la muerte lenta? Al espacio de tu linaje vuelves (como sombra que releo) en tu luminosa faz el fuego no termina escapas, caes, te levantas, te sacudes, hablas en tu lengua de tortilla muerdes tus palabras de café y no te dejas derrotar por la nostalgia… Tu canto se ahoga, se alejan las salidas eres inmigrante tu identidad se ha reducido para siempre.

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No entiendes de visas ni de planetas fragmentados aprendes a decir “good morning” pero a nadie le interesa “how you are” ni que estés habitada por un hijo sepultado en el desierto por el sueño de un empleo de un refugio para dormir en paz. Yo también soy la ruptura de la costura aquí adentro no se disipa la niebla… y me sucede que miro en tu espejo y me veo. (Hernández, 2015) El poema habla precisamente del despedirse del origen y de la identidad, de la condición de invisibilidad de los que emigran. De esa travesía que es más bien un viacrucis. No obstante, las manos de Gladys y de Mariana, tienen voz de resiliencia, de sacrificio, de templanza y supervivencia. Manos que sostienen el mundo. Gladys continúa trabajando en la misma granja, ahora su hijo de 15 años acaba de cruzar la frontera y la ayuda en las labores de la ordeña.

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Capítulo IV

La comida amaina la nostalgia Miguel, el Paisa, originario de Tlalixtlipa, Puebla, es un hombre que se ufana de su cultura y de su lugar de procedencia, de la riqueza de su tierra, “estoy orgulloso de Puebla, de su cerámica, de su mole, de sus dulces”, dice. Y es que precisamente el Paisa es un mercado ambulante, que trae una feria de sinestesias, de colores, de sabores y añoranzas a las granjas del Upper Valley y del norte de Vermont. Pero más que la diversidad de sus productos trae también a las mesas de las granjas lecheras el sabor de la cultura, la nostalgia, el sentido de comunidad, el recordar de dónde se procede. Con sus productos, Miguel pone en las mesas de los migrantes de las granjas lecheras las reminiscencias del lugar de origen.

Cada quince días, antes de la pandemia, el Paisa hacía recorridos por las granjas lecheras y repartía, pan, nopales, queso Oaxaca, queso Cotija, tomatillos, masa para tortilla, chicharrón prensado, cecina, carne enchilada, tostadas, ¡hasta cueritos, vaya! “Me gusta conocer gente”, dice, mientras abre la cajuela de su camioneta, maltratada por el lodo, la sal y la nieve de las carreteras de terracería de Vermont. Las manos del Paisa son amor, son comunidad, son calor en el corazón. Para el Paisa sus manos son el sustento: “Mis manos son el sustento, el trabajo, la forma de sobrevivir, de dar cuidado, de proveer. Mis manos son la salud”.

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“Llegué a los Estados Unidos hace 39 años”, la historia del Paisa Yo pasé el Río Bravo en 1983, tenía sólo dieciséis años. Me costó cuatrocientos dólares. Recuerdo que me agarraron la primera vez y pasé hasta a la segunda. Yo me había propuesto venirme a trabajar por dos años y regresar. Mis padres no tenían recursos para pagar mis estudios. Nos dedicábamos de lleno al campo, los meses de junio y julio a la siembra y en septiembre el campo nos daba toda su cosecha. Pero éramos una familia numerosa. Yo tengo ocho hermanos. No les alcanzaba a mis padres. Me vine con mi tío. Pasé hambre en el trayecto. Son recuerdos muy duros. Llegué con un grupo muy grande de gente, no recuerdo cuántos éramos. Estuve primero en Houston trabajando en el Astrodome, y luego me vine a Nueva York a trabajar en un restaurante, muchas horas. En aquel entonces ganaba como $270 por semana, que era mucho, pero no rendían para vivir aquí y mandar a México. Luego me fui a Massachusetts y después a Hanover donde trabajé en un restaurante chino casi diez años. En el año 2000, gracias a dios saqué mi ciudadanía y eso me cambió la vida para sentirme más seguro y poder viajar a México para ver a mi familia. Posteriormente, me instalé de un todo en el Upper Valley. Es un lugar tan lindo. Desde que vivo aquí me di cuenta de la dificultad que es encontrar los productos de la comida mexicana, algo como un simple tomatillo y por eso me dedico a distribuirlos. Me surto en Nueva York, de ahí exportan todo de buena calidad. 44

Su rutina de mercado sobre ruedas se transformó durante la pandemia. Al respecto me dijo: Cambió en el aspecto en que tengo que hacer todo con mucha precaución, y no me dejan entrar a todas las granjas como antes. Tengo que poner más atención en manejar bien los productos, en tener siempre el tapabocas, cambiarme los guantes. Uno sabe el riesgo, pero es complicado porque para sobrevivir hay que salir y ganarse la vida, y nos arriesgamos, pero cuando tenemos familia no hay opción más que tomar el riesgo para seguir viviendo. (El Paisa, entrevista, abril del 2021)




Tres hamburguesas a 190 dólares, la historia de Ismael Ismael llegó a Vermont hace casi cuatro años. Él es oriundo del municipio de Las Margaritas, Chiapas, localizado a veinticinco kilómetros de Comitán, en la frontera con Guatemala. En esta historia que se repite, los motivos del autoexilio de la tierra que lo vio nacer son los de siempre, los de muchos; el hambre, la pobreza, la violencia estructural. Ismael es hijo de una familia numerosa de cinco hijos, tres hombres y dos mujeres. Cuando decidió irse “pal otro lado”, su esposa estaba embarazada de su tercera hija. Me tardé un mes y medio en llegar hasta acá. Yo me pasé por la frontera con Ciudad Juárez. No crucé a la primera. Éramos un grupo de diez hombres y cuatro mujeres. El viaje me costó ocho mil dólares. Todo el camino tuve mucho, mucho miedo y hambre. Uno no sabe a lo que le tira, por más historias que le cuenten a uno. Recuerdo que caminamos más de nueve horas hasta llegar a la primera barda que era muy alta y la trepamos con una escalera cuando era ya muy noche. Luego caminamos otras casi diez horas hasta Santa Teresita, El Paso Texas y ahí pasó el “raidero” por nosotros y llegamos a Dallas y de ahí pues yo me vine para Nueva York. Por azares del destino, Ismael llegó a trabajar a una granja en el condado de Franklin al norte de Vermont, en la frontera con Canadá. Este es uno de los condados con mayor cantidad de granjas lecheras y también de migrantes. El condado de Franklin, a diferencia de los condados de Addison y de Orange en el centro de Vermont, a partir del 2016 y bajo la presidencia de Trump, ha estado fuertemente custodiado por ICE por sus siglas en inglés -U.S Immigration and Customs Enforcemento la policía migratoria y de aduanas fronteriza. Los migrantes que trabajan en las granjas lecheras del norte, lidian no sólo con los fríos mutilantes del largo invierno, la ansiedad, el miedo y, además, la ironía de escasez de alimentos. Al respecto Ismael dice:

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En esta granja había 5,000 vacas y 80 máquinas de ordeña. Nosotros vivíamos en un segundo piso, aglomerados, éramos quince trabajadores migrantes viviendo ahí. No teníamos acceso a ir por la comida ni nada, porque por esa zona no hay nada cerca y nadie tenía carro ni podíamos transportarnos. Trabajábamos a veces más de setenta y dos horas a la semana. La situación era estresante. El trabajo era muy pesado. La vida era del cuarto al trabajo. El trabajo era muy pesado y el patrón pagaba muy poco. Estábamos muy marginados, no salíamos de la granja para nada, no había tiendas cerca para conseguir comida y rondaba la migra. El patrón nos llevaba la comida regularmente y a veces cuando ordenábamos hamburguesas, como para cambiarle un poco al menú, pagábamos por que nos las llevaran a la granja $190 dólares por tres hamburguesas. Las condiciones de trabajo ahí eran muy malas. El patrón pagaba muy poco. (Ismael, entrevista, 4 de febrero del 2021) La escuela Rubenstein de Estudios del Medio Ambiente y Recursos Naturales de la Universidad de Vermont, publicó un artículo en su página web, que se deriva de una investigación de una experta en justicia ambiental Bindu Panikka. El artículo habla, entre otras cosas, de la inequidad con la población de migrantes que trabajan en las granjas lecheras y de la urgencia de crear políticas que procuren salud y seguridad para ellos. Casi un 80 por ciento de la leche producida en los Estados Unidos proviene de granjas que emplean trabajadores inmigrantes. Más del 50 por ciento de toda la mano de obra en la industria láctea es realizada por inmigrantes. La industria láctea es fundamental para Vermont: el 20 por ciento de la tierra de Vermont se usa para la agricultura. Vermont genera el 63 por ciento de toda la leche producida en Nueva Inglaterra; y la industria láctea de Vermont genera aproximadamente $2.2 mil millones de dólares cada año. (Panikkar, B., & Barrett, M.-K., 2021) Una gran paradoja esta y también infame, si se toma en cuenta que casi el 70% de la producción de la industria lechera de las granjas de Vermont se sostiene de manos de migrantes. En otras palabras, esta

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incesante mano de obra pone en nuestras mesas y en las de sus familias en México y Centroamérica el sustento de cada día, y ellos, se exponen a la falta de alimentos también en este lado del muro. Las granjas lecheras de Vermont y del Upper Valley no sobrevivirían sin las manos de nuestros amigos migrantes, y quizá tampoco la industria láctea. ¿Cómo se explica esto? Un artículo publicado por The Guardian y escrito por la periodista Nina Lakhani en el Valle del Río Grande, habla en detalle de esta paradoja. “Conozca a los trabajadores que ponen comida en las mesas americanas, pero no les alcanza para hacer el super”. (Lakhani, N., 2021 may 13) En este artículo, ella dice que los inmigrantes indocumentados se rompen la espalda trabando en las granjas y gracias a ellos, la industria alimenticia se mantiene al corriente, sin embargo, ellos se enfrentan al desafío de alimentar a sus familias: De las 2.5 millones de manos que trabajan en las granjas en los Estados Unidos, la mitad es de inmigrantes indocumentados, de acuerdo con el Departamento de Agricultura de los Estados Unidos, aunque se estima que es casi un 75%. Incluso antes de la pandemia, las granjas se encontraban entre los lugares de trabajo más peligrosos del país, donde los trabajadores mal pagados tienen poca protección contra largas horas, lesiones por esfuerzo repetitivo, exposición a pesticidas, maquinaria peligrosa, calor extremo y desechos animales. La inseguridad alimenticia, las viviendas deficientes, las barreras del idioma y la discriminación también contribuyen a resultados de salud nefastos para los trabajadores agrícolas, según una investigación del Centro John Hopkins para un futuro habitable. Muchos trabajadores agrícolas indocumentados han trabajado arduamente en el campo durante años, pagan impuestos y tienen hijos estadounidenses, pero no disfrutan de los derechos laborales. Tienen un acceso extremadamente limitado a los servicios de salud ocupacional y viven bajo la amenaza constante de la deportación. (Lakhani, N., 2021 may 13)

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Manos de Mujeres “Mis manos son el sabor mexicano en sus mesas”, la historia de Victoria Victoria creció en Altotonga hasta los 21 años. Nunca imaginó que emigraría, “yo nunca pensé en irme. Mi plan era como el de muchos, seguir trabajando en las fábricas de camisas, en las maquilas, hacer tandas y ahorrar para un terrenito. Ganaba muy poco”. Las manos de Victoria son también manos de trabajo arduo, “mis manos significan para mí independencia, apoyo y provisión”, comenta. Yo decidí venir porque conocí a Martín, mi actual esposo. Me dijo “si quieres yo te apoyo”. Lo conocí por internet, por un año hablamos mucho tiempo. Él estaba muy indeciso de traerme, sobre todo por los peligros de cruzar la frontera. En abril que mis primos iban a salir hablé con ellos para ver si me podía venir con ellos. Ellos no querían porque yo era mujer y decían que a las mujeres las trataban mal, las separaban y les hacían cosas feas. Ellos fueron muy claros conmigo, me dijeron que, si me iba con ellos, no responderían por nada. ¡Gracias a los hombres gandallas me salvé de que me llevara la migra! Nosotros salimos el 30 de abril y tardamos dos días para llegar a Nuevo Laredo. Éramos sólo dos mujeres. Esas noches dormíamos como sardinas todos en un colchón. Ahí nos quitaron nuestras mochilas. Nos llevaron a la orilla de un río. Pasamos dos noches en una casita en malas condiciones, había víboras, estaba sucia, hacía frío. Intentamos cruzar, pero había

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mucha vigilancia. Nos dieron entonces la opción de caminar tres horas. Nos metieron en una lanchita a veinte personas. Estuvo a punto de hundirse. Ese trayecto duró más de una hora. Estábamos empapados. Caminamos tres horas. De pronto alguien gritó “la migra” y todos nos separamos. Yo me fui con una señora con su niño y con su marido. Luego chiflamos y nos volvimos a encontrar. Caminamos mucho más. El pollero llamó al que nos iba a recoger y nos dijo que venía en una camioneta roja con batea. Y separó a las mujeres. En la carretera los hombres nos empujaron y se subieron amontonados a una camioneta y no se dieron cuenta que eran sheriffs y los agarraron y se los llevó la migra. Gracias a los hombres gandallas me salvé de que me llevara la migra. Corrí, brinqué, me caí y me abrí la cabeza. Me encontré con un señor muy bueno y pasé toda la noche con él y contactamos a los otros con el celular y nos volvimos a encontrar. Anocheció y esperamos a que vinieran por nosotros. Decidimos cruzar la malla altísima y caminamos hasta las 5:00 de la mañana. Yo ya no podía caminar más. Me dolía la ingle. Victoria narra entonces cómo los primos la abandonaron y el señor que estaba con ella la amparó. Ella llamó a su novio Martín que estaba aquí en el Upper Valley desde hacía cinco años y le dijo: “¿Sabes qué? Me voy a entregar a la migra porque ya no puedo caminar, el guía no me contesta”. El señor que estaba con ella le dijo “lo que tú quieras muchacha” y él la ayudó… Caminamos hasta las 8:00 de la mañana. Él iba aplastando las hierbas, quitando los nopales hasta que llegamos a una carretera de cuatro carriles y por fin ahí nos recogieron y nos llevaron a una casa a Laredo, Texas. De ahí nos pasaron a otra casa y ahí esperamos otras dos semanas para que hubiera un tráiler o camioneta que nos pasara. Por fin llegó el día, a una camioneta le quitaron los asientos de atrás e íbamos nueve personas con las rodillas en la garganta por más de dos horas. Llegamos a otra casa y de ahí nos llevaron a Arkansas. Ahí fue por nosotros y una “raidera” que nos llevó hasta Nueva York y de ahí a Vermont a la casa de mi novio Martín. Yo me tardé un mes y medio desde que salí de mi pueblo hasta llegar acá. 52


Victoria aprendió con rapidez las labores de la ordeña, aunque a escondidas, pues en la granja a donde llegó por vez primera, era la única mujer y el patrón dudaba de sus habilidades. Martín le enseñó los quehaceres de la granja lechera y convenció al patrón para que le diera trabajo ordeñando y alimentando becerros. Su jornada laboral era de ochenta horas a la semana. Trabajé un año ahí y fue muy pesado. Nos salimos de esa finca porque el patrón no era bueno, se reía de nosotros, hasta que un amigo americano de mi novio nos recomendó para trabajar en esta granja en la que ahora estamos y nos gusta mucho. Llevamos ya más de cinco años aquí y nuestros patrones son muy buenos. Yo ya cumplí seis años y medio en los Estados Unidos. Ahora Victoria se dedica a preparar comida mexicana que distribuye diariamente a más de seis granjas lecheras: Gracias a mis manos cocino, vendo mi comida y así tengo sustento. Para mí cocinar y vender mi comida me da satisfacción, porque ayudo económicamente a mi familia, pero, además, les llevo a mis paisanos de los ranchos un poco de México. Los hago sentir como en casa. Mis manos son el sabor en sus mesas. (Victoria, entrevistada el 12 de noviembre del 2020) Las manos de Victoria lo que hacen es reconstruir nuevamente la identidad. Esa que está extraviada, olvidada, resquebrajada. Porque la comida, además de ser un elemento de expresión de las relaciones sociales y culturales, nos identifica con el lugar origen y con la cultura. Victoria pone en las mesas un sentido de orgullo de pertenencia y de cohesión. Lo mismo hace nuestra amiga Margarita.

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Los sabores de Yoscama, Oaxaca en las mesas de Vermont, la historia de Margarita A más de cinco mil kilómetros de distancia del Condado de Orange Vermont, está localizada la población de Yoscama, ahí casi invisible en la sierra oaxaqueña, con menos de cincuenta pobladores, condenados al olvido. La distancia, el clima y la escasez de recursos son una historia de las tantas que hay, donde la falta de oportunidades se ase a la siembra del frijol y el maíz como acto de supervivencia. Cuando conversé con Margarita tenía menos de un año de haber llegado a estas tierras sajonas. Aquí la esperaba la inhospitalidad del clima, la pandemia y la nostalgia eterna por el lugar de origen. Margarita es de San Antonio del Monte Verde Teposcolula, Oaxaca. Una comunidad localizada en el corazón de la sierra. En sus propias palabras: Pertenezco a la Colonia Reforma conocida también en nuestra lengua mixteca como “Yoscama”. Mi pueblo tiene menos de cincuenta habitantes. Mi colonia queda cerca del municipio, como a treinta minutos a pie. Es una de las colonias más pequeñas del municipio con muy pocos recursos. Todos en el pueblo somos campesinos, trabajamos en la parcela para que, aunque sea, las tortillas y frijolitos no nos falten. Margarita me contó de la carencia de recursos de su comunidad: En mi colonia no hay tienda, ni escuela, ni hospitales, ni clínicas para atendernos la salud. No hay a donde ir de compras, ni nada. Para poder ir a la escuela tenemos que caminar más de treinta minutos y llegar al municipio. No por calles, ni nada, es monte, terracería.

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En mi familia somos ocho integrantes. Tengo a mis padres, cinco hermanas, una de diecisiete años y las otras tres son menores de diez años. Tengo un hermanito de ocho años. Mis padres al igual que todos son campesinos y se dedican a la siembra de maíz, frijol y verduras. Todo esto es para la familia, no da la siembra para más, ya que igual los otros siembran lo mismo y es difícil vender los productos. Yo soy la mayor de mis hermanas. Margarita tiene veinte años y decidió venirse a Vermont y emigrar para “poder ayudar con las despensas de la casa, y que mi familia pueda comer un poquito mejor”. Margarita llegó hace once meses, en la plenitud de la crudeza del invierno y del brote de la pandemia. Para ella sus manos son su fuerza, dice: “Dependo de ellas para llevar mi sustento y el de mi familia. Por así decirlo mis manos son ahora la despensa para mi familia en Oaxaca”. Llegar hasta acá no le fue tan difícil como a otros porque vino con visa de trabajo: Pues la verdad para venir para acá no me fue muy difícil ya que me vine con visa de trabajo que tramité en Monterrey. Hice dos intentos al venirme. La primera pues no fue fácil porque en los formularios hubo muchas preguntas y no las supe contestar. Por eso no pasé la entrevista y me negaron la visa. Ya la segunda me fue más fácil, ya que por el COVID-19 la entrevista fue escrita y se me hizo más fácil y una persona me ayudó a responder las preguntas bien. Mi viaje fue muy largo ya que de mi pueblo tuve que viajar a una ciudad que es a tres horas para tomar un autobús que salía a México. El boleto me salió $400, muy caro. Nunca había salido yo fuera de Oaxaca, estaba muy triste. De México tomé otro que me llevó a Monterrey y me salió en más de $1000. Una vez estando en Monterrey ahí me quedé en un hotel más de una semana ya que hubo complicaciones con los trámites de ahí. Para lograr estos trámites tuve que esperar más de ocho meses. La segunda vez en Monterrey cuando ya tenía aprobada

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mi visa pues tomamos un largo viaje en carro con otras siete mujeres. El viaje duró mucho tiempo en carretera hasta Indiana, más de 30 horas. Sólo hacíamos paradas para ir al baño en las gasolineras y para comprar cualquier cosita de comer y así aguantar la ruta hasta llegar. Trabajé tres meses ahí y después decidí alcanzar a mi esposo que estaba aquí en una granja lechera en Vermont. Él me mandó traer con un “raidero” y sí me daba miedo porque yo no conocía a nadie, lo que me tranquilizaba es que mi esposo sabía mi ubicación y entonces él estaba pendiente de por dónde yo venía. El viaje fue muy largo también, más de trece horas. Pero ha sido muy difícil adaptarme a este frío, sobre todo en las mañanas que se siente tan recio y le duelen a uno los huesos. Allá en mi pueblo nunca sentí tanto frío. Margarita trabaja medio tiempo en la granja y cubre a los compañeros que se enferman tomando sus turnos, pero para ayudarse hace también comida y la vende entre los compañeros de su casa y de otras casas, al respecto me comentó: Con la venta de comida ayudo a mi esposo con los gastos de aquí de la renta de la casa y los servicios. Con lo que nos queda extra lo enviamos enterito a mi familia y también a sus padres en Oaxaca. Vendo comida y cena todos los días. Se siente bonito que podemos comer juntos y que les gusta la comida de Oaxaca, es como estar en México. Hago las tortillas a mano y eso es lo que más les gusta. El Paisa me consigue la harina para hacer los antojitos. (Margarita, entrevista, 4 de marzo del 2021)

Las manos de Victoria y Margarita son manos que hablan de sentido de comunidad, de amor y que con el arte de la cocina alivian la añoranza de sus paisanos en tierras muy ajenas y también lejanas. Manos de mujeres que serenan la nostalgia.

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Capítulo V

El “sueño americano”, un sueño que se desgaja En 1931, el historiador y escritor James Truslow Adams escribió el libro La epopeya de América y dio a luz al concepto del “Sueño Americano”: El Sueño Americano es ese sueño de una tierra en la que la vida debería ser mejor, más rica y más plena para todos, con oportunidades para cada uno según su capacidad o logro. Es un sueño de orden social en el que cada hombre y cada mujer podrán alcanzar la estatura más plena de la que son innatamente capaces, y ser reconocidos por los demás por lo que son, independientemente de las circunstancias fortuitas de nacimiento o de su posición. (Truslow, A. & Schneiderman, H., 1931) El sueño americano tiene sus raíces en la Declaración de Independencia de los Estados Unidos, que dice que “todos los hombres son creados iguales”, y que cada hombre / mujer tiene derecho a “la vida, la libertad y la búsqueda de la felicidad”. Sueño este lleno de lirismo y de utopía para los ciudadanos de este país y más aún para los que emigran tras un ídolo que se sostiene en cimientos de barro.

El 28 de agosto de 1963, bajo un inmenso cielo azul, más de 250.000 personas, se congregaron cerca del Lincoln Memorial en Washington para manifestarse por “trabajo y libertad”. Martin Luther King se paró frente a ellos para compartir su sueño y dijo: Algunos de ustedes llegaron desde zonas donde su búsqueda de libertad los ha dejado golpeados por las tormentas de la persecución y sacudidos por los vientos de la brutalidad policial. Ustedes son los veteranos del sufrimiento creativo. Continúen su trabajo con la fe de que el sufrimiento sin recompensa asegura la redención. Les digo a ustedes hoy, mis amigos, que pese a todas las dificultades y frustraciones del momento, yo todavía tengo un sueño. Es un sueño arraigado profundamente en el sueño americano. Tengo el sueño de que un día esta nación se levantará y vivirá el verdadero significado de su credo…Creemos que estas verdades son evidentes: que todos los hombres son creados iguales. (Luther, K. M., s/f.) Pero el sueño que Estados Unidos promete a los trabajadores migrantes de las granjas lecheras es bastante diferente. Es un sueño dislocado, de promesas rotas, de fragilidad, de miedo, de marginalización, explotación e inequidad que lo único que cumple además del desgarramiento de la identidad es perpetuar la vulnerabilidad estructural, sistémica y endémica.

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El libro El País de Uno de la politóloga y periodista Denise Dresser inicia con un prólogo extraordinario y que cimbra al lector; “La tarea que nos Toca”. Este prólogo intemporal, habla de un México que oscila entre la “triste tristeza” y la disparidad de los que “compran en Saks Fifth Avenue e ignoran a quienes piden limosna en los camellones a unos metros de ahí”. (Dresser, D., 2018, pp. 14) Dresser exhibe a México como el país de “paliativos y de reformas minimalistas”. Pareciera éste un México siempre apegado a los vicios y prácticas del pasado que son las de hoy, las de un México donde la “transparencia avanza, pero la opacidad persiste”. “La Tarea que nos Toca” es una mirada implacable, que escudriña cada rincón, cada esperanza traicionada, cada fisura ahogada en sangre donde en palabras de Dresser “el país siempre pierde… Los mexicanos se tiran al vacío desde el Castillo de Chapultepec y no logran salir de allí. Por ellos es mejor callar. Es mejor ignorar. Es mejor emigrar”. (Dresser, D., 2018)

Dresser habla también de los muros a los que se enfrentan los mexicanos, en su propia tierra. Muros, digo yo, imposibles de horadar:

Y sí, en efecto este México que expone Dresser, vomita sin piedad alguna a sus ciudadanos que se cruzan al otro lado, “desciudadanizándolos” en busca de la gran y falaz promesa del “sueño americano”. Ese sueño que la única posibilidad que promete es la esperanza del retorno al lugar de origen, el lugar de las catástrofes, de males crónicos donde los patrones enfermos están enraizados y condenados a una cadena perpetua.

De esta forma, ante la imposibilidad de horadar estos colosales muros de un capitalismo burdo, rapaz, desleal, de sistemas de gobierno ahítos de poder y corrupción, los despatriados se van y se asen a la falsa promesa de un sueño que no es más que una tumba. Emigran despavoridos, arrojados a la incertidumbre, al limbo, como carnada fresca para nutrir la herida supurante del racismo, de la violencia estructural, sistémica y endémica.

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Allí están los muros –educativos, culturales, sociales, empresariales –construidos contra los de afuera, obstaculizando la movilidad. Evitando el ascenso. Impidiendo el ingreso. De los pobres. De los provincianos… De los que aprovecharían las oportunidades reales si existieran, y que cruzan la frontera ---al ritmo de 400 mil personas al año--en busca de ellas… Un Sistema que frena la competitividad del país ante un mundo globalizado… que alimenta el éxodo y la exportación de talento que entraña. Que convierte a México en un país donde uno de cada cinco hombres entre las edades de 26 y 35 años vive en los Estados Unidos… (Dresser, D., 2018, pp. 33)


Fugitivos ilusos que pretenden guarecerse de la violencia estructural que los desuella. Se arrojan al éxodo por la conquista del prometido “sueño americano”, esperando una tierra que les otorgue un futuro menos indigno. En cambio, los espera con prisiones de aislamiento, marginalización, racismo, explotación, y barreras lingüísticas y culturales, entre otros males. Hablo de las manos de los sobrevivientes, que se fueron de casa, no porque quisieran, sino porque su hogar “se convirtió en la boca de un tiburón” (como dice el poema de Warsan Shire), por lo que huyeron con el objetivo de perseguir el sueño americano del que tantas historias escucharon y en cambio, esto es lo que han encontrado en sus propias palabras: “Mis manos de migrante me recuerdan de dónde vengo y mi sueño es volver”, “no estoy aquí porque quiera, sino porque lo necesito”. (Pedro, entrevista, 15 de marzo del 2020) “El sueño americano no tiene muchos privilegios” (Aurelio, entrevista, 5 de octubre del 2020), “mi vida está allá, no aquí ”. (El Paisa, entrevista, abril de 2021). El sueño americano, desde la voz propia de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley, se desmitifica, se deconstruye y se transforma en una narrativa de “el sueño no es quedarse, es regresar”. Los testimonios a continuación revelan claramente un sueño distinto al que dibujó Truslow, un sueño que se reinventa en su totalidad. El sueño se reconfigura en la esperanza del retorno al lugar de origen.

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El sueño es regresar, los testimonios Yo sí creo en el sueño americano. Vale la pena todo. Acá es muy bonito, me encanta el paisaje. La gente de la granja nos trata bien. Mi esposo y yo ya casi terminamos nuestra casa en Veracruz y le hemos ayudado a nuestros padres con las suyas. Estamos planeando ya el regreso. Para mí, el sueño es completo cuando se cumpla el regreso. Cierro los ojos y me veo bajando del avión abrazando la carita de mi niño. Ese será el sueño completo. Desde que salimos de México soñamos con el regreso. Ese es el sueño para mí. (Lizbeth, entrevista, 30 de septiembre del 2020)

Yo antes había escuchado esa frase del “sueño americano”. Oía que decían “la gente se va por su sueño americano” y lo describían como ya estás aquí y este es tu sueño, que estás bien, vives bien, mandas tu dinero. Pero nunca escuché que dijeran todo lo que tenías que trabajar para poder mandar dinero. Nunca escuché que dijeran del racismo, de todo lo que tienes que aguantar, que no eres libre, que vives con miedo. Mi sueño no es estar aquí. Mi sueño es trabajar duro para construir un futuro estable con mi esposo y mi bebé. Darle lo mejor, que no le falte nada, que tenga educación. En mi familia fuimos muchos, yo tuve una educación limitada. No quiero que el dinero sea una excusa para no estudiar. Queremos que su herencia sean los estudios, que se prepare. Y trabajo duro,

muy duro para hacerlo realidad. El sueño americano no es lo que yo escuchaba. (Victoria, entrevista, 10 de noviembre del 2020) Sí, sí creo en un sueño de poder estar mejor económicamente, aunque es un sueño que se acompaña de aflicción, sufrimiento y miedo para poder lograrlo. El miedo es encontrarme un agente de migración que frene mi sueño. El sufrimiento es no poder estar cerca de mi familia, de mi hija, de mis hermanos. El tiempo que he perdido de estar con ella no lo podré recuperar jamás. Mi sueño no es quedarme acá, es hacer un buen trabajo, ahorrar un dinero, agradecer y poder regresarme. (Paco, entrevista, 29 de octubre 2020) Sí, ese es mi sueño porque aquí vienes con la meta de hacer dinero. Hay facilidad, nosotros somos buenos trabajadores y a eso venimos, a trabajar. Aquí en la granja hay veces que nos echamos jornadas semanales de 74 horas, pero yo a la chamba no le temo. El sueño es poder regresar con una lanita y una casita construida. Ese es el sueño. (Gabriel, entrevista, 19 de octubre del 2020)

Mi mayor sueño al decidir venirme para acá es primero lograr hacer una casa junto con mi esposo y un negocio pequeño en mi pueblo además ayudar a la familia en lo que pueda. Mi sueño es regresar pronto para Oaxaca para poder formar mi nueva familia junto a mi esposo. (Margarita, entrevista, 2 de marzo del 2021)

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El sueño americano para mí es como dice la canción “México lindo y querido si muero lejos de ti, que digan que estoy dooooormidoooo y que me traigan aquí, que digan que estoy dooormidooo y que me traigan aquí, México lindo y querido si muero leeeeejoooos de tiiii”. El sueño americano existe para el que lo pueda aprovechar. Es un sueño con oportunidades. Yo fui criado en una familia donde nos enseñaron que donde se quiera y se tenga determinación se puede crecer. Desafortunadamente por nuestros gobiernos, nos vemos en la necesidad de irnos. Uno no quiere emigrar, pero el gobierno crea esa necesidad. Estados Unidos no fuera grande sin nosotros, somos una fuerza de trabajo que no descansamos para que la familia mejore. Nosotros que estamos acá sabemos lo que cuesta la vida acá. Hay gente que dice pues “es que ganan en dólares” pero aquí no alcanza el dinero para vivir. Esa es la verdad porque la vida cuesta también en dólares. Yo estoy orgulloso de tener mis dos banderas, yo quiero a mi país, pero vivo aquí por necesidad. No por decisión propia. Por lo menos allá hay amigos y habrá quien nos lleve flores cuando nos muramos. Extraño mis orígenes. (El Paisa, entrevista, 25 de enero 2021) Creo completamente en el sueño americano. Sí, completamente. Estados Unidos brinda oportunidades de progreso, de mucho trabajo. Así podemos ayudar a la familia. El primer paso es comprar un terreno y construir una casa. Recuerdo cuando estaba chico y veía a la gente

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allá en mi pueblo que se había cruzado al otro lado y cuando regresaba tenían camionetas. El sueño siempre es regresar. No quedarse aquí. (Aurelio, entrevista, 6 de octubre, 2020) Sí, sí creo en el sueño americano porque gracias a esto he podido ayudar a mi familia, a mi hijo, a mis abuelas. Me gusta mi trabajo, trabajo mucho y estoy muy agradecida… porque gracias a eso apoyo a mi familia y a mi hijo. Me gustan los paisajes aquí en Vermont y en Nueva Hampshire. Me gusta lo ordenada que es la granja en sus sistemas de trabajo. Me gusta que no hay basura en las carreteras, que la gente por lo general es limpia y cuida este paisaje. La gente con la que he tratado ha sido muy respetuosa. Yo sé que hay racismo, pero también en México hay mucho racismo. Si tuviera la oportunidad de hacer otras cosas las haría. Como aprender a conducir, aprender el idioma. Pero es que no hay tiempo más que para trabajar. Mi sueño es regresar a México y estar con mi hijo y mi familia y poner mi negocito allá para poder seguir trabajando y viviendo. El tiempo que he estado aquí lo he sabido aprovechar. Me voy feliz el día que lo haga porque he logrado ayudar a mi hijo y a mi familia, lo más importante. (Jazmín, entrevista, 2 de noviembre 2020) El sueño americano lo creí los primeros dos años, después se volvió pesadilla. Cuando uno sueña es algo bonito, y no sabes lo que vas a enfrentar, pero el sueño que uno vive acá es diferente a lo que nos cuentan. Nunca me dijeron que iba a


vivir con temor. No sabía que iba a sacrificar diez años de mi vida. Diez años que no puedo regresar. Me duele ver a mi papá tan delgado y ver que no puedo regresar el tiempo. Quienes no han vivido el sueño americano creen que es muy fácil ganarse los dólares para mandarlos. No ha sido fácil. Deja de ser sueño americano cuando te das cuenta de que estás encerrado, enjaulado, siempre con miedo. Deja de ser sueño americano cuando uno paga impuestos y no ve los beneficios de pagarlos. Hoy más que nunca retumba en mi cabeza que el que no arriesga no gana. Nosotros arriesgamos la vida cruzando la frontera para darle mejor vida a nuestra familia en México. No puedo concebir eso del sueño americano, eso es el sueño de otro. Yo estoy contento y tengo una felicidad tan grande en el pecho que nadie sabe, porque ya tengo una fecha de regreso. Pronto estaré con los míos y eso será un sueño, una fiesta. (Martín, entrevista, 4 de enero del 2020)

que me corrieran”, o en las palabras de Paco “es que tal parece que no nos cansamos”. Porque la palabra “trabajo” se repite hasta el hartazgo en estos relatos. Para estas manos sin derecho al descanso, la parla de ordeña es una habitación más de su hogar. Estas manos con voz de trabajo, de fuerza, son manos que pagan impuestos, pero no ven los beneficios. Manos invisibles sin acceso a los servicios médicos y a la educación. Manos invisibles que no tienen derecho a descansar, a soñar. Manos condenadas al infortunio de la perpetuidad de la violencia estructural y sistémica. Manos que el sistema invisibiliza, pero que tienen voces fuertes de resiliencia, dignidad, sacrificio, amor por la familia. Manos que trabajan, trabajan, trabajan.

El sueño que comparten en su mayoría nuestros amigos de las granjas es el de regresar. Ese sueño es el que los mantiene con la esperanza viva y palpitando. Esa es su construcción del sueño americano, paradójicamente, retornar. Me refiero al sueño de manos que hablan de jornadas incesantes de trabajo de más de 70 horas a la semana. En una conversación reciente con Martín, me comentó que hace 10 años cuando recién llegó hubo semanas que trabajó más de 80 horas y que no dijo nada al patrón “porque uno se anda con mucho miedo y no quería

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En el corazón del Northeast Kingdom de Vermont, a escasos 30 minutos de la frontera con Canadá, en el condado de Orleans, en la mitad de la nada en uno de esos lugares olvidados de los dioses, donde quizá por descuido se cayera de sus manos, sin reparar en la ausencia, hay una granja lechera con setecientas vacas. En ella laboran diez mexicanos y dos guatemaltecos. A mediados de febrero del 2021 y en uno de los picos de la pandemia, transporté a Abel, oriundo de Martínez de la Torre, Veracruz para empezar un nuevo trabajo en esta granja. En el trayecto de una hora y cuarenta y cinco minutos azotados por la inclemencia del invierno, la obscuridad de Vermont a las 4:30 de la tarde y sin recepción de celular, Abel narró su historia:

“Al igual que muchos mexicanos me vine a buscar el sueño”, la historia de Abel Yo me siento bien porque al igual que todos los mexicanos que nos cruzamos, venimos a buscar el sueño. Mi sueño no es quedarme acá. Mi sueño es regresar con la familia ya que tenga unos terrenitos para cultivar allá. Abel es el menor de una familia de seis hijos, cuatro varones y dos mujeres. Los tres hermanos mayores están todos en Vermont trabajando en diferentes granjas. Llegó a los catorce años y tiene veintitrés. En sus propias palabras “mi vida aquí ha sido una vida de mucho trabajar para poder regresar”. Veíamos cosas en el desierto; zapatos, pantalones, esqueletos” Yo emprendí mi viaje en un autobús desde mi pueblo hasta Reynosa, Tamaulipas. Venía con mi primo, pero llegando a Reynosa nos separamos. No pasé a la primera, nos agarraron y nos regresaron. Mi primo iba en el otro grupo. En mi grupo logramos pasar dieciséis, pero cruzamos el río ya después

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al final las mujeres que venían con nosotros no pudieron, y al final sólo éramos seis. El río lo pasabas caminando, te quitabas la ropa y la ponías en alto para que no se te mojara. También la migra ponchó uno de los botes inflables donde venía el otro grupo y vi como dos compañeros se ahogaban y nadie los pudo ayudar. Recuerdo los gritos de los que estábamos a la orilla y todo lo que le decíamos a los policías. Ellos no hicieron nada. Cruzando el río llegamos a McAllen en Texas. Yo sabía nadar, pero obviamente venía con mucho miedo. Los coyotes se pasaban de listos y te amenazaban y te trataban mal. Cruzamos el desierto, la comida no alcanzaba. Recuerdo siempre todo lo que vimos en el desierto los nueve días que caminamos; zapatos, pantalones, esqueletos. Esas imágenes las tengo muy fijas. Las dos mujeres que venían con nosotros se quedaron en una brecha. La comida en el desierto no alcanzaba, nos íbamos comiendo la comida que encontrábamos tirada de otros que la habían aventado, seguramente igual que nosotros cuando nos correteaba la migración que aventábamos todo y corríamos. Cuando nos recogieron pasando el retén nos llevaron a una casa de no sé quién en Houston. Ahí pasamos una noche. La segunda noche me secuestraron, eran unas personas que venían presentados con placas de policías. Entraron, nos despertaron. Me agarraron, me subieron a la camioneta y me dijeron que tenía que pagar otros tres mil dólares. Nos levantaron de la cama con pistola, a las personas que nos cuidaban en la casa donde estábamos, los golpearon y los amarraron. Nos llevaron a una casa y nos dejaron en una bodega como diez días, encerrados, no veía ni la luz, a obscuras. Ellos tomaron de las libretas donde estaba todo apuntado, la información de lo que habían pagado nuestros familiares, así que contactaron a mi hermano y él tuvo que dar otros tres mil dólares para que me soltaran. Se aprovecharon y cobraron más de lo normal y de por sí el viaje en el 2012 me había costado ciento ochenta mil pesos mexicanos. Me tardé un año de mi sueldo para pagarlo.

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Abel cuenta que esos diez días de encierro, hasta la fecha lo persiguen y le roban el sueño. Después de ahí me fui con otro coyote a su casa, esperamos a mi primo y nos vinimos a Vermont, creo que más de cuarenta y cinco horas. De inmediato llegué a trabajar a una granja. Trabajaba todos los días once o doce horas y sólo tenía un día de descanso. Luego me cambié a otra granja lechera y ahí estuve ocho meses porque nos trataban mal. Nos apuraban todo el tiempo. Era un rancho de tres mil vacas y había diecisiete trabajadores. Me pagaban $9.50 la hora y me quitaban impuestos. Estábamos en unas casas “trailers” cinco personas con sólo dos habitaciones. No había seguridad en esas “trailas”. Hasta que un día se quemó la “traila”, se incendió y cada quien tomamos nuestro camino. Luego me fui a otra granja cerca de South Royalton con otro primo que me ayudó y estuve ahí más de un año. Posteriormente me cambié a otra en la que tengo ya varios años, hasta ahora que me estoy yendo pal norte. (Abel, entrevista, 22 de febrero del 2021) Para Abel el frío ha sido desafiante, pero se le encharcan los ojos cuando habla de su familia; “a mi familia, siempre la he extrañado. Es lo que más me hace falta. Extraño el clima, porque al frío no es fácil acostumbrarse”.

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“Se siente como un infierno para venir para acá”, desde La Unión Guatemala hasta las granjas de Irasburg en Vermont, la historia de José José es oriundo del Departamento de Zacapa en Guatemala, de un municipio que se llama “La Unión” y está a más de cien millas de distancia de Ciudad de Guatemala, la capital. Ubicado al nororiente de la República de Guatemala, Zacapa es limítrofe con La República de Honduras. El clima allí oscila entre los dieciséis y los treinta grados centígrados todo el año. El Departamento de Zacapa se localiza en las Montañas de las Granadillas, en la Sierra del Merendón, famosa por sus mantos acuíferos y sus nacimientos de agua y manantiales. Al municipio La Unión se le conoce como “El Oasis de Oriente” por sus zonas boscosas. En su país, José se dedicaba al campo; Nosotros somos cinco hermanos, yo soy el segundo, ellos todos se dedican al campo. Allá sembramos la planta de café, maíz y frijol y también guineo. Para mí no fue fácil dejar a mi familia, fue muy triste, pero me sacó la mucha pobreza que hay en Guatemala. La Unión está a casi seis mil kilómetros de distancia del Northeast Kingdom de Vermont, en Irasburg, condado de Orleans. Considerable distancia esta donde hay una granja lechera con una vaca muerta en la mitad de la nada. José trabaja setenta y dos horas a la semana y recorrió seis mil kilómetros para conquistar el sueño americano, que en sus propias palabras “se sintieron como un infierno para venir para acá”. Ese infierno, a manera de delirio, no fue un obstáculo para que José llegara a los inclementes fríos del norte. José va a cumplir siete años de haber cruzado la frontera de México con Guatemala por Chiapas y, posteriormente, la otra frontera al norte. Primero llegó a Filadelfia a hacer trabajo de construcción durante siete meses, y después un “raidero” lo trasladó a Derby Vermont.

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Para José sus manos son el pan para su familia; “mis manos son mi movimiento, son mi todo para el sustento de mi familia, por ellos estoy aquí”. Su cruce por las fronteras de México-Guatemala y los Estados Unidos duró cuarenta días: Estuvo bien difícil, pero con fe uno siempre sale pá delante. Es que yo en mi caso tuve que cruzar dos fronteras. Yo vine en el 2016. Uno sufre mucho para venir para acá, yo pasé por el desierto y la verdad que lo sufrí. Uno viene con dos condiciones: uno puede llegar o te puedes quedar a medio camino muerto. Es difícil con tanto caminar andar cargando comida y agua. Hay veces que son días enteros de aguantar hambre. Cuando las personas que uno mismo les da dinero para que lo pasen para este lado, ellos, los coyotes van comprando la comida cuando ellos quieren. Estamos siempre a la disposición de ellos. Se siente como un infierno para poder llegar hasta aquí. Uno aguanta mucha hambre, días enteros de penurias, hambre y sed. Tardé más de cuarenta días, sobre todo por los retenes de los narcos. A uno lo encierran porque siempre ellos pelean su clave y su territorio, mientras ellos arreglan sus asuntos. Eso da mucho miedo. Para José, el sueño no consiste en quedarse en los Estados Unidos: El sueño es regresar y proponerse uno a hacer su casita, con un poco de gastos que lleve uno de dinero, pues para poder comer y ya ir pasando, ese es el sueño, llevar un dinerito y poder ayudar a la familia a vivir mejor con el sustento diario que uno lo lucha para poder regresar algún día. El sueño es lograr salir adelante para poder estar con la familia de nuevo. (José, entrevista, 9 de abril del 2021)

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El “sueño americano” que persiguen los amigos migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley ha migrado con ellos, los arropa en los fríos inclementes del invierno en Vermont. En sus soledades y añoranzas, les nutre el alma y también el cuerpo. El sueño no está aquí, lo trajeron a cuestas y volverá con ellos cuando reúnan el dinero suficiente para regresar a casa, para abrazar a los suyos. Tienen sed del regreso a sus tierras de origen. Pareciera que este “su sueño” es la luz que se asoma al final del túnel migratorio.

Fotografía de María Clara De Greiff Lara

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Capítulo VI

De COVID-19, cuarentenas de pobreza y la poesía como espacio de libertad La joven poeta norteamericana Amanda Gorman, invitada a la investidura de Joe Biden el 20 de enero de 2021, leyó el poema “The Hill We Climb” -La colina que subimos- y con éste, abrió entre otros, un espacio sagrado de esperanza para que la poesía reconquistara el lugar que ha merecido. En una traducción no oficial de “The Hill We Climb” que encontré de la escritora nicaragüense Gioconda Belli, hay fragmentos valiosísimos y si bien este no es un poema a la migración, ilustra magistralmente la resiliencia: El día llega cuando nos preguntamos ¿Dónde encontraremos la luz en medio de esta sombra interminable? La pérdida que acarreamos. El mar que vadeamos. Escapamos de la entraña de la fiera. (Gorman, A., 2021)

Y es que los que emigran, los que se van, se abandonan a su fe y a su esperanza como un asomo de luz en ese túnel de violencia estructural que los expulsa de sus tierras. De ese túnel de sombras de travesías infaustas, de esa distancia de sus seres amados, y se refugian si acaso un poco en la esperanza de su trabajo diario y en sus manos, fieles compañeras que dibujan y saborean la luz al final del túnel, que es el retorno a sus tierras de origen. Porque, como diría Nelson Mandela, “La esperanza es un arma poderosa, no hay poder en la tierra que pueda privarte de ella”. En otro de sus poemas titulado “Armodura”, escrito cuando vivía en Madrid, Gorman dice: “Si la poesía es hacer de la mirada un mundo, ser poeta es hacer belleza de la herida”. Ojalá. Porque la poesía es ese espacio íntimo de absoluta libertad, ese terreno de descubrimiento, de posibilidad de resarcimiento, de reinventar la historia propia. Todos somos de alguna forma inmigrantes, nómadas, ciudadanos de nuestros propios mundos interiores, viajando en la búsqueda de colonizar caminos, territorios y tierras desconocidas. Esta aventura es precisamente la búsqueda de la poesía. Un espacio de libertad donde todo es posible. Para Paco, oriundo de Pachuca, Hidalgo, escribir poesía es “tomar un suspiro en la quietud del instante al final del día y exhalar el poema”. Paco después de sus arduas jornadas de 12 horas de trabajo seis días a la semana, inmerso en los susurros de sus nostalgias escribe y publica poesía en inglés y en español. 75


Soledad Lejos de casa, lejos de todo así es como por fin te descubrí y porque sabía bien que de no aceptarte me harías daño. Esa mañana al verme en el espejo me atreví a preguntar qué es lo que tú quieres de mí y me envolviste con el silencio que te caracteriza. Y después sentí tu respuesta firme para mí no quiero nada pero para ti deseo que tengas todo en absoluto y todo no es la riqueza añadiste. Ahora que tengo el conocimiento sé que cuando aprendo debo enseñar y cuando recibo debo de dar, sí gracias a ti lo sé ahora. No temo más poder abrazarte, y si suena extraño que en las multitudes no puedan sentir tu presencia pero vives en cada uno nosotros. Amada soledad. (Paco, M. 2021) 76




“Llevo cinco años en la cuarentena del sistema gringo”, la historia de Paco Paco es oriundo de Hidalgo, donde hasta hace casi seis años trabajaba en un banco. Es egresado de la carrera de contaduría. Y estuvo también dos años en el seminario con la intención de ordenarse como sacerdote. Tras casi quince años de laborar en un banco fue despedido. Ante la desesperación por este suceso, planeó su partida a los Estados Unidos. Para Paco o el Tío, como lo apodan con cariño sus compañeros de trabajo en la granja, sus manos son el fundamento que da soporte a su trabajo: En estos momentos de la pandemia me recuerdan que no puedo estar cerca de mi familia ni de mis amigos. Son la estabilidad económica. Para mí, mis manos son estrechar las manos de mi hija… significan el trabajo para construir su futuro, son la felicidad y el instrumento que me ha ayudado a conseguir mis logros. Tengo cinco años de añoranza que se tornan en una nostalgia diaria, del tiempo perdido con la familia que no voy nunca a recuperar. Este tiempo me ha servido para valorar lo que es en verdad el tiempo de calidad con mi familia, entender que los conflictos no son para siempre. No he sentido gran diferencia en mi rutina durante la pandemia. Yo llevo cinco años en cuarentena del sistema gringo, de por sí nosotros vivimos aislados. Tenemos el mismo estilo de vida, nosotros no dejamos de ir a ningún lado porque de por sí no lo hacíamos. Los americanos están sintiendo ahora con la cuarentena el miedo y el aislamiento que nosotros estamos sintiendo desde que llegamos a su país. Yo ya conozco la cuarentena desde hace cinco años y ahora sé que son más de cuarenta días.

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Estando en el banco y sabiendo que me iban a despedir, mi compañero me dijo del trabajo en una finca lechera de Vermont y me puso en contacto con el familiar que estaba trabajando ahí. No tenía ni idea de lo que me esperaba. Así que volé a Nueva York y al tercer día de llegado llamé al amigo de mi compañero del trabajo y me dijo “sí, había un lugar en la finca, pero se acaba de ocupar”. Esa fue una de las noches más tristes de mi vida. Me ofrecieron un trabajo en Buffalo y la persona que me contactó me dijo “no tienes idea de lo que te estoy ofreciendo, lo que yo te ofrezco es inmundo, vas a dormir al lado de las vacas, a bañarte con ellas y sólo te va a separar un muro del catre donde vas a dormir, eso es lo que puedo ofrecerte”. Lloré como un niño. Me dijo que me iba a cobrar $1,200 dólares para llevarme de Nueva York a Buffalo. Volví a llamar al hermano de mi amigo y me dijo “no te preocupes, ya hablé con el patrón y me dijo que te vinieras para acá y que él te ayuda a ponerte en otra finca”. Me quedaban $120 dólares. Yo sólo comía galletas con jugo porque no sabía cómo pedir las cosas. Un día conocí a un hispano en Brooklyn que vendía rebanadas de pizza y me dijo “tienes hambre ¿verdad?”, le dije sí y me regaló una pizza. Luego tomé el autobús para acá y en el camino me dieron la noticia de que alguien se había acabado de ir de la granja y que el trabajo era mío. Paco logró pagar la carrera universitaria de su hija en México, tras trabajar un promedio de 70 horas a la semana en la granja lechera, checando los sistemas de ordeña, monitoreando que las maquinarias estén calibradas, limpias y cumplan las normas de calidad de la empresa que compra leche. En la granja donde vive hay 1,500 vacas y se ordeñan 200 por hora. Paco está estudiando su tercer semestre en una universidad en Massachusetts, tras haber cursado en línea la secundaria y el bachillerato en el Estado de Vermont y haber obtenido su diploma de bachillerato. Su propósito era ahorrar para pagar la universidad de su hija y capacitarse para crear

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a su regreso en México una pequeña empresa de cerveza artesanal. Él habla de la importancia de aprender el idioma: Llegar a un lugar a donde no puedes ni pedir comida no es nada grato y durante todo este tiempo he ocupado mi mente y pude hacer la secundaria y la preparatoria en línea… hace un año recibí mi diploma y certificado por el Estado de Vermont. Eso ha cambiado no mi manera de pensar, pero sí mi manera de sentirme satisfecho conmigo mismo. Mi patrón se dio cuenta de que estaba interesado en aprender y me ayudó a que me capacitaran para ocupar un puesto diferente aquí en la granja. Actualmente, Paco colabora con un programa de la Universidad de Cornell que consiste en un plan de estudios para ser difundido en las granjas lecheras entre los trabajadores migrantes: Este proyecto tiene como propósito decir “soy un técnico certificado en mi área”, que no sólo seamos ordeñadores o becerreros, sino que seamos técnicos capacitados y certificados, para que el día de mañana si el trabajador quiere mudarse a otra finca pueda decir no sólo sé trabajar, sino que también lo estudié. (Paco, entrevista, 26 de octubre del 2020) El 17 de enero de 2021, Paco sufrió un accidente en la granja debido a la inclemencia del invierno, resbaló en el hielo en la parla de ordeña y se fracturó el radio. Estuvo tres meses con yeso, en el brazo derecho. Posteriormente no sanó en su totalidad y el médico decidió hacer una cirugía en octubre del 2021. En una de sus citas postoperatorias Paco se presentó al área de rayos X del hospital para una revisión y sufrió un infarto que casi le causa la muerte. Fue llevado de inmediato al área de

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urgencias y diagnosticado con un bloqueo masivo al 100% en tres de sus arterias. A Paco le realizaron una cateterización, le colocaron tres marcapasos, y se logró una fluidez del 100% en cada arteria. El 29 de octubre nuevamente entró a quirófano para una segunda intervención en la cual retiraron un trombo de una arteria y colocaron un globo expansor para liberar espacio en la arteria logrando el 75% de fluidez de sangre. Gracias a esfuerzos conjuntos de miembros de Thetford Hill Church, Thetford Food Shelf, la fundación FUERZA Farmworkers’ Fund, y amigos de la comunidad, Paco ha podido ir a sus citas médicas de rehabilitación cardiovascular y tener comida. Los costos han sido desorbitados; no obstante que ha pagado impuestos durante cinco años, no tiene acceso al sistema de salud, ni un seguro médico que lo ampare en estas emergencias. En una visita reciente a la granja, lo vi fuerte, delgado, rejuvenecido, cabalgando en su optimismo, trabajando nuevamente seis días a la semana de 6:00 am a 6:00 pm. Paco compartió conmigo sus poemas:

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Vermont

Migrante

Me encontré con un paisaje en su plena lozanía con ese color esmeralda intenso y brillante el cual puedes disfrutar en la cercanía de tus bellas montañas.

Ese soy, porque así me nombra una sociedad que se encargó de crear fronteras, para no mezclarse como si tuviese miedo, sin saber de qué.

En el otoño donde quedé sorprendido al ver que tus montañas se ruborizan porque están a punto de exponer la desnudez de sus arboledas. Es el invierno atrevido que modifica tu frondosidad despojando de sus ropajes a tus bosques y lo cubre con ese efímero color cándido, el cual nos invita a la renovación. Y finalmente, cómo poder explicar que antes de volver a tener tu gallardía, con aquel esmeralda intenso, tus árboles nos brindan la dulzura de su Espíritu. (Paco, M. 16 de diciembre del 2021)

Sí, ese que ha dejado su hogar para buscar la forma de alcanzar sus sueños sin importar la distancia que tenga que recorrer para lograrlo. Yo que estoy de pie, sin sentir cansancio alguno, aun cuando mi cuerpo grita en mi interior que lo deje tomar un respiro, mismo que no le doy. Migrante soy porque guardo en mí la ilusión y el anhelo de regresar con los míos y oír su voz diciéndome no te preocupes más, estás en casa. (Paco, M., noviembre de 2021, p. 15) Manos de progreso, de sed de educarse y transformarse son las manos de Paco M.

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“En México estábamos en cuarentena de pobreza, ¡y esa sí que es dura!”, la historia de Gabriel El poema Los emigrantes, ahora del escritor uruguayo Eduardo Galeano habla de los “náufragos de la globalización”: Ellos viajan miles de leguas, por los libres caminos del aire y del agua. No son libres, en cambio, los caminos del éxodo humano. En inmensas caravanas, marchan los fugitivos de la vida imposible. Viajan desde el sur hacia el norte y desde el sol naciente hacia el poniente. Les han robado su lugar en el mundo. Han sido despojados de sus trabajos y sus tierras. Muchos huyen de las guerras, pero muchos más huyen de los salarios exterminados y de los suelos arrasados. Los náufragos de la globalización peregrinan inventando caminos, queriendo casa, golpeando puertas: las puertas que se abren, mágicamente, al paso del dinero, se cierran en sus narices. Algunos consiguen colarse. Otros son cadáveres que la mar entrega a las orillas prohibidas, o cuerpos sin nombre que yacen bajo tierra en el otro mundo adonde querían llegar. (Galeano, E., s.f.) Cuando transito estas letras, pienso en cada una de las historias de vida y de estoicismo de los trabajadores migrantes de las granjas lecheras del Upper Valley y de Vermont que he conocido, de sus andares, de sus exilios, de sus miedos como fuerza motriz. Gabriel, oriundo de Martínez de la Torre, Veracruz tiene siete años de haber llegado al Upper Valley. Para él la cuarentena y el encierro durante la pandemia no significan nada:

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Para nosotros la rutina de trabajo sigue siendo la misma, pero antes salíamos de vez en cuando a las tiendas o comprar el suministro y ahora están muy vacías. Ahora con esta cuarentena casi no salimos. Pero esta cuarentena es muy diferente a la que vivíamos en México. En México estábamos en cuarentena de pobreza, ¡y esa sí que es dura! La de aquí no se siente tanto, pues de por sí estamos aislados. Su historia, como todas, supera la ficción, cualquier película de acción. Yo ya tengo siete años desde que llegué. Me vine por Reynosa. Traté de pasar seis veces y cinco me regresaron. Reynosa estaba súper peligroso, porque las zonas están tomadas por los “Zetas” y por el “Cartel del Golfo”. Estuve un mes intentando pasar. Mi mayor temor era el río porque no sé nadar. Logramos cruzar el río y nos escondimos en una madriguera de jabalí. Ahí todos encimados. La sexta ocasión fue la definitiva porque los “coyotes/polleros” conocen la ruta que ellos llaman “la ruta especial, la ruta de la marihuana”. Yo ya estaba muy desesperanzado porque cuando íbamos flotando en las cámaras en el río un bote de policía había ponchado dos de las cámaras y frente a mis ojos vi cómo se ahogaban dos compañeros. Vi como la policía fronteriza pasó en el bote y al tío y a su sobrino los golpearon en el agua y se murieron ahí ahogados. Esa imagen me acompañará el resto de mis días. Fue muy gacho. Muy desesperanzador. En mi grupo éramos doce hombres y dos mujeres. Caminamos casi siempre de noche, brincábamos mallas de hasta tres metros y en una de esas nos pasaron los reflectores y todo el grupo corrió y se separó. Agarré la mochila del coyote que la dejó tirada y luego me encontré con otros dos que eran los que ayudaban al coyote. En total éramos nueve. En la mochilita había una naranja, un milky way, un red bull, una lata de salchichas de Goya y una tortilla de harina. Caminamos cinco días.

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Un día cruzamos una carretera con seis carriles de esas que los carros van a toda velocidad y nos tiramos por la orilla de la carretera, ahí por fin pasó el contacto por nosotros en un Mustang rojo y corrimos a toda para meternos en el coche y arrancar. Yo me metí a la cajuela con otro compañero. De ahí fueron siete horas hasta Houston. Tardé dos meses en llegar hasta acá. Fueron $10,000 dólares y con un año de trabajo pude pagar el préstamo. (Gabriel, entrevista, 19 de octubre del 2020)

Gabriel trabaja 74 horas a la semana, a veces más. Para él sus manos son la gran herramienta, “sin manos no hay nada, son la parte esencial, el trabajo, símbolo de amistad, para mí son mi vida”. Gabriel extraña la vida completa, “si algo añoro es la libertad, el vivir sin tanto miedo”, dice. Manos incansables, aguerridas, manos constantes y que no claudican son las manos de Gabriel. Respecto al impacto de la pandemia en la vida diaria de los amigos de las granjas lecheras entrevistados para el libro, curiosamente la respuesta más común es que no ha tenido mayor efecto. En su mayoría los entrevistados hacen énfasis en la situación de encierro y aislamiento a la que han estado sometido desde su arribo a estas tierras del norte “Aquí no hemos tenido impacto. Sólo trabajamos aquí en la granja, no salimos a ningún lado. No hay a dónde ir. Nos cuidamos mucho. Yo no convivo con nadie”. (Gladys, entrevista, 15 de febrero del 2021) “Al principio me afectó mucho porque desde que nació mi hijo hace poco más de un año, no trabajo de tiempo completo en la granja. Cocino y vendo comida en otros ranchos y los patrones me prohibieron la entrada al inicio del COVID-19. Dejé de vender mucho. Ya después con las medidas de precaución me dejaron entrar otra vez. Yo no siento gran diferencia porque aquí vivimos muy aislados. Siempre trabajando”. (Victoria, entrevista, 10 de noviembre del 2020)

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Durante la pandemia, Mariana perdió un día de trabajo; “Lo he resentido mucho. Si antes salíamos muy poquito ahora salimos menos. Pero yo desde que llegué he estado aislada, así que sigo igual.” (Mariana, entrevista, 12 de octubre del 2020)

Para mí ha cambiado la forma de ver la vida, antes no tomaba en cuenta que la vida siempre te sonreía, lo daba por hecho. Ahora valoro más cómo cuidarme y que puedo ayudar a los otros y así todos estaremos mejor. Pero hay mucho estrés, salgo con miedo. Antes me sentía más tranquila al salir porque tenemos mucha familia aquí en otras granjas y el día que teníamos de descanso siempre íbamos a visitar a la familia. Ya no es igual. Pero de todas formas aquí vivimos aislados, casi nunca salimos y ahora menos. (Lizbeth, entrevista, 30 de septiembre del 2020) No me ha afectado en nada. No, porque casi no salimos, no tenemos carro y vivimos en la granja y de la casa caminamos a la empacadora y a la granja. Pero cuando íbamos a enviar nuestro dinero pues todo el mundo estaba con cubre bocas. Y se veía todo muy vacío. Vivimos muy aislados. (Jazmín, entrevista, 2 de noviembre del 2020) Aquí no ha cambiado en nada, porque nuestra rutina es la misma. No salimos. Nuestro trabajo sigue igual. Nos hemos privado de hacer más convivios con la comunidad de paisanos de las granjas vecinas. Al principio estaban escaseando las cosas, pero ahora ya se ha normalizado todo. Gracias a Dios tenemos un trabajo donde podemos seguir trabajando todo el tiempo. (Martín, entrevista, 4 de enero del 2021)

No, nada ha cambiado, nosotros vivimos y trabajamos en la granja. No salimos de por sí. Aislados hemos estado desde que llegamos. Así que no siento la diferencia. Yo trabajo igual que siempre casi setenta y cuatro horas por semana. No hay tiempo de pensar en el virus. (Marcos, entrevista, 12 de mayo del 2020)

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El COVID-19 sí ha afectado a mi familia en mi pueblo en Oaxaca, porque ahora, aunque quisieran salir a trabajar no hay trabajo. Los recursos para el pueblo han disminuido mucho, hay muy pocos alimentos. En las clínicas que hay cerca no hay medicamentos para ser atendidos en caso de que llegaran a contagiarse de COVID-19. Los hospitalizados en las ciudades tienen más recursos. Pero gracias a Dios en mi familia no han tenido contagio de COVID-19, aunque sí de alguna otra enfermedad, pero igual ahí acostumbramos curarnos con hierbas medicinales y tés. Con eso nos vamos aliviando. Aquí en Vermont, pues yo ni sé. Nosotros de por sí no salimos a ningún lado. De la casa vamos a la granja y ya. Y nadie de nuestros compañeros se ha enfermado. (Margarita, entrevista, 2 de marzo del 2021) No obstante que los trabajadores de las diversas granjas lecheras se han sentido aislados desde su arribo a los Estados Unidos, esta condición inerme de invisibilidad, al inicio de la pandemia se transformó en una notoriedad que los fragilizó y los situó en una visibilidad y vulnerabilidad extrema. Durante el régimen presidencial de Donald Trump, se intensificaron las rondas de las patrullas fronterizas ICE por sus siglas en inglés (Immigration & Customs Enforcement), sobre todo en las granjas del norte de los condados de Franklin, Orleans y Essex colindantes con la frontera a Canadá. Los agentes de aduanas y protección fronterizos, operan dentro de un rango de 100 millas de la frontera y pueden detener, interrogar y registrar a cualquier persona sin sospecha razonable u orden judicial, dentro de un rango de 25 millas. También pueden tener acceso a propiedades privadas sin previo aviso. En Vermont, muchos de los arrestos de la Patrulla Fronteriza durante este periodo presidencial se dirigieron específicamente a trabajadores migrantes de la industria lechera, confinándolos aún más a su aislamiento y a su encierro. Las parlas de ordeña, actúan entonces como una extensión de sus viviendas, donde pasan jornadas de hasta 16 horas en los turnos de ordeña. La parla es ese refugio que los protege de ser deportados y a la vez es el espacio de explotación de jornadas inclementes de trabajo. La parla de ordeña es entonces la guarida que a su vez los condena a una

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feroz invisibilidad. El sistema actúa sobre ellos con una dicotomía perversa, cuyas tensiones entre los opuestos de invisibilidad y notoriedad se exacerbaron al inicio de la pandemia de COVID-19. Si bien antes de la pandemia, los trabajadores migrantes de las granjas lecheras se habían habituado a oscilar entre esta tensión de fronteras invisibles a las que son sometidos por su condición de marginalidad, esta tensión se acentuó en el inicio del brote de la pandemia del COVID-19 por la escasez de cubrebocas. En los primeros meses, tanto el gel desinfectante como los tapabocas eran artículos casi imposibles de conseguir. Muchos de los trabajadores entrevistados coincidieron que cuando iban de compra a los supermercados por sus víveres, los veían “bien feo” por no tener tapabocas puesto, al respecto me comentó Aurelio “Nos ven ‘regacho’ porque no tenemos el tapabocas, pero ni a dónde conseguirlo” (Aurelio, entrevista, 6 de octubre del 2020) Además de ser identificados antes de la pandemia, por su color de piel, por su lengua que destaca en una población predominantemente blanca y angloparlante, el hecho de no tener tapabocas, los hizo visibles, exacerbando sus ya arraigados miedos de salir de las granjas. En el próximo capítulo hablaré de cómo nace FUERZA Farmworkers’ Fund, como una chispa de alivio en la inmediatez de una pandemia sin precedentes.

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Capítulo VII

Nace FUERZA Farmworkers’ Fund “La conciencia es todo aquello que, ocurra lo que ocurra, nos lleva a oponernos a todo lo que atente contra la dignidad de la vida” André Bretón

Los orígenes de lo que actualmente es FUERZA Farmworkers’ Fund se remontan al año 2017, cuando los profesores Israel Reyes y Douglas Moody diseñaron para el Departamento de Estudios Latinoamericanos y del Caribe de la Universidad de Dartmouth, Latin American, Latino and Caribbean Studies (LALACS) por sus siglas en inglés, la clase “LATS 37, Migrant Lives & Labor in the Upper Valley (Mano de obra y vida de los migrantes del Upper Valley). El contenido de esta clase pretendía acercar a los estudiantes a la cultura, las relaciones sociales y las economías políticas referentes a la mano de obra de los migrantes de las granjas lecheras en Upper Valley. El curso tenía sesiones de clase en persona y también de trabajo de campo, con un plan de estudios de enseñanza del inglés como segunda lengua a cargo de los estudiantes, que hoy día, continúa vía zoom debido a la pandemia. Los estudiantes, con el apoyo y la asesoría de los profesores, tras detectar las múltiples necesidades de nuestros amigos migrantes de las granjas lecheras formaron FUERZA Migrant Outreach, cuya misión era establecer relaciones de confianza y perdurables con los trabajadores de las granjas y de esta manera empoderarlos con información sobre sus derechos y asistirlos en temas de salud y aprendizaje de la lengua:

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FUERZA fue fundada con el propósito de construir relaciones duraderas y recíprocas con los trabajadores migrantes y proporcionar recursos invaluables que les permitirán ser autodefensores. Nuestro objetivo inmediato es proporcionar clases en inglés con el fin de facilitar interacciones con los miembros de la comunidad y los trabajadores migrantes5. En vista de que la clase solamente era impartida una vez al año, la continuidad de FUERZA Migrant Outreach era endeble, quedando prácticamente en una organización cuya responsabilidad recaía en los hombros de algunos estudiantes comprometidos con su vena social. Además de que carecía de carácter oficial ante la institución y esto, porque es necesario precisar que fue gestada en tiempos políticos de la era “trumpista”, donde salieron de juerga los demonios del racismo, la persecución a los migrantes, la xenofobia entre otros muchos males. FUERZA se desdibujaba en esa zona gris y frágil en la que la institución tenía que cuidarse de no amparar una organización estudiantil que contraviniera el tema de por sí tenso y polarizado de la migración. Los aires eran sofocantes y FUERZA Migrant Outreach, si acaso respiraba y sucumbía, era un pabilo que se extinguía. En marzo del 2020, el brote inesperado de la pandemia mundial de COVID-19, ese monstruo desconocido y voraz que minaba la salud mundial, llegó para recordarnos ante todo nuestra excesiva fragilidad e impermanencia. Fue entonces cuando tres estudiantes de Dartmouth, Gabe Onate, Juan Quiñonez Zepeda, Keren Valenzuela, un estudiante de Thetford Academy, Frank David Loveland y quien esto escribe, nos dimos a la tarea de reunirnos cada uno desde sus islas; Gabe desde California, Keren desde Texas, Juan desde Mississippi y Frank y yo en Vermont, para trazar un plan, actuar con prontitud y no dejar totalmente en el olvido a nuestros amigos migrantes de las granjas lecheras. 5https://journeys.dartmouth.edu/lats37/mission-statement-mision/

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Fundamos entonces FUERZA Farmworkers’ Fund, con la finalidad de construir relaciones horizontales y consensuadas con un grupo social sepultado en las sombras de la invisibilidad. FUERZA Farmworkers’ Fund nació sin el asomo del paternalismo, y mucho menos del asistencialismo que reforzara las jerarquías de inequidad. FUERZA Farmworkers’ Fund surgió tras la mirada sensible que se hermanó con las historias de resquebrajamiento y desgarre de una población supremamente resiliente. Desde sus inicios, la organización caminó de la mano en equidad, aprecio y respeto hacia nuestros amigos de las granjas lecheras. Frente a la furia de la pandemia que nos embestía, habitados por el estrés y la angustia por las certezas quebrantadas que trae consigo todo aquello que se ignora, los que estábamos en la zona, visitamos seis granjas lecheras; cuatro de Vermont, tres del condado de Orange, una en el condado de Orleans, cerca de la frontera con Canadá; y dos de Nueva Hampshire en el condado de Grafton. Pusimos el tema de la pandemia sobre la mesa. Nunca para decidir sobre las necesidades imperiosas de nuestros amigos migrantes, mas sí para escuchar desde su propia voz sus temores, sus incertidumbres, sus preocupaciones ante el asomo de este nuevo virus. Ante una desinformación galopante en parte por ser el COVID-19 un virus nuevo del que muy poco se sabía y se iba aprendiendo sobre la marcha, y por otra, ante las barbaridades que circulaban en las plataformas sociales, decidimos hacer recorridos en las granjas y poner el tema de conversación en la mesa, retroalimentándonos de las mutuas inquietudes y dudas sobre esta amenaza. Nos acompañaba el Physician Assistant (asistente médico) Michael Gaffney quién proporcionaba información médica al alcance sobre lo que se sabía hasta entonces. Distribuíamos también complejos vitamínicos y suplementos alimenticios.

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En estas visitas constatamos que nuestros amigos en su mayoría no sentían gran diferencia con la llegada de la pandemia, pues “de por sí, vivimos aislados” decían al unísono. Su preocupación era más bien por sus familiares en México y Centro América. Además, externaron suma mortificación por de pronto saberse hiper visibles: “nos miran muy feo cuando vamos a la tienda a hacer el súper porque no tenemos tapabocas”. Tal como comento en el capítulo VI, la escasez de cubrebocas expuso a los trabajadores de las granjas lecheras a una hiper visibilidad a la que antes no se habían enfrentado, al menos no a este extremo, haciéndolos más susceptibles a la mirada implacable y el escrutinio de algunos residentes de Vermont y Nueva Hampshire, una población mayoritariamente blanca. Aunada a esta escasez de tapabocas y a la ruralidad de esta zona, donde se carece de transporte público, los amigos de las granjas enfrentaban la vulnerabilidad de ser demasiado notorios. Gracias al apoyo de los feligreses de Thetford Hill Church, y de la generosa donación de la tía de uno de los cofundadores de FUERZA Farmworkers’ Fund, Gabe Onate, logramos reunir más de 200 cubrebocas de elaboración casera, que fuimos a repartir a las diferentes granjas con guantes de látex. Nuestros amigos nos comentaban que en muchas de las granjas sus patrones los instaban a usar tapabocas, sin tomar en cuenta la dificultad para conseguirlos. El hecho de ser presionados a usarlos los tenía francamente molestos. También, porque esta regla no aplicaba para todos. Las personas que venían fuera del estado con pipas a cargar la leche no traían cubrebocas, fragilizando aún más a la ya de por sí vulnerable salud de los migrantes. Al mismo tiempo, FUERZA Farmworkers’ Fund echó a andar una serie de foros, mesas redondas y charlas para que las voces de los amigos de las granjas lecheras fueran dadas a conocer. Además de traer a luz su existencia, su presencia, sus manos que hablan de trabajo, pretendíamos deconstruir el

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desacertado concepto de “hay que darles voz”, como usualmente se habla desde relaciones verticales y jerárquicas, con un carácter paternalista y una mirada oblicua. Desde arriba de la pirámide. Nuestros amigos migrantes de las granjas lecheras tienen voz, sólo necesitan espacios para esparcirla. Comenzamos a hacer una serie de paneles que intitulamos Manos que hablan, voces de las granjas del Upper Valley. En estos paneles la audiencia conversaba con amigos de la granja y les hacían preguntas sobre sus necesidades inmediatas, sobre su vida y sus historias personales. Pero lo más importante, los veían, y hacían conciencia de su presencia en estos lares. Sus voces eran escuchadas. FUERZA Farmworkers’ Fund, pretende con estos espacios, instar a este acto de conciencia del que habla André Bretón: “…nos lleva a oponernos a todo lo que atente contra la dignidad de la vida”. Era sorprendente ver las reacciones de muchos que no tenían idea de que, a menos de unas cuantas millas de sus casas, había una población de migrantes que trabajaba hasta 80 horas a la semana para producir el delicioso queso y la leche de la fructífera industria láctea de Vermont y New Hampshire. Hecho que me recuerda la anécdota que escribió la antropóloga social Teresa Mares de la Universidad de Vermont en su extraordinario libro LIFE ON THE OTHER BORDER, farmworkers and food justice in Vermont, una radiografía profunda y dolorosa de las inequidades de la perversa industria lechera y la mano de obra de los migrantes. Mares relata que en una presentación en la universidad a la víspera de ser contratada como académica, habló de las semillas de su investigación de campo que posteriormente se convertirían en su libro, al final en la sección de preguntas y respuestas un estudiante levantó la mano y dijo “Espere, ¿qué va a hacer en Vermont?, no hay mexicanos en Vermont.” (Mares, T. 2019, p. 38) Quien esto escribe tuvo la misma reacción de asombro cuando en el 2017, el profesor Douglas Moody me invitó a visitar una de las granjas lecheras del condado de Orange. Cuál sería mi sorpresa, de

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encontrar en este Vermont, distante y ajeno por su ruralidad y sus inviernos lacerantes, un grupo de trabajadores en su mayoría de Veracruz, Chiapas y Tabasco, con un verdadero sentido de comunidad y de extraordinaria resiliencia. La aspiración de FUERZA Farmworkers’ Fund con estos foros y mesas redondas, era también inquietar la conciencia de la audiencia para que vieran más allá del producto. Detrás del engañoso e hipócrita slogan “consuma productos locales”, “buy local”, hay una historia de desigualdad, de explotación, de abuso, de manos que trabajan sin derecho a la salud ni al descanso y que ponen en nuestra mesa y en la de sus familias en México delicias lácteas. Nuestra intención era poner al descubierto la realidad subyacente a los productos lácteos que consumimos a diario y a la lucrativa industria lechera de Vermont. A pesar de la distancia y de la disrupción que trajo consigo el COVID-19 en todas nuestras vidas, FUERZA Farmworkers’ Fund siguió luchando en la medida de sus posibilidades, con ideas, recaudando fondos para hacer asequibles los medios y responder a las necesidades inmediatas de nuestros amigos de las granjas. Sin perder nunca de vista, que nuestra organización miraría a la “otredad” de manera horizontal, sin cosificarla, sin hacerla un objeto de estudio desde la distancia, sin una mirada de extrañamiento, con la finalidad de tejer relaciones sobre la misma línea, dignas y de confianza mutua; no paternalistas ni mucho menos de asistencia social que legitimaran las jerarquías. No. FUERZA Farmworkers’ Fund nació de la empatía, del sentido de hermandad, de no ver al “otro” como un ser distante, ajeno, extraño, sino de sentirlo debajo de la piel. FUERZA Farmworkers’ Fund se gestó con el ímpetu dar a conocer y reconocer las manos de trabajo y de fortaleza de nuestros amigos migrantes de seis diferentes granjas lecheras, que detrás de sus dramáticas narrativas de vida y odiseas migratorias abyectas, tienen historias imponentes de dignidad, resiliencia y estoicismo.

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La dieta alimenticia de nuestros amigos de las granjas también se vio fuertemente afectada a inicios de la pandemia. La comida tradicional mexicana en sus mesas es un símbolo de identidad, de cultura comunitaria, de sentido de pertenencia. Sin embargo, “el Paisa” dejó de hacer recorridos por las granjas con su mercado ambulante de productos mexicanos. Echamos a andar campañas para recaudar fondos y conseguir algunas cosas. Keren Valenzuela envió cajas con más de 100 libras desde Texas con productos como Maseca (harina de maíz), flores de jamaica, tamarindo y dulces mexicanos. Productos de por sí difíciles de encontrar en esta zona del norte. Recuerdo la algarabía cuando íbamos a las granjas a repartirlos. Aurelio nos comentó que tenía casi 13 años sin probar un tamarindo. Con el apoyo de otra organización estudiantil de Dartmouth, Give Essential, nos dedicamos a distribuir productos que escaseaban en los súper mercados, como papel higiénico, detergentes, pañales, champús y otras cosas de limpieza. Hicimos también alianzas con diversas organizaciones y ONGs como Hearts you Hold, cuya base está en Thetford, Vermont y que se dedica específicamente a conseguir ropa, más que todo de invierno y artículos de necesidad inmediata para migrantes y refugiados políticos. Nuestros siguientes pasos se orientaron a continuar la conquista de lugares para que las voces de nuestros amigos, y sus “manos que hablan” fueran escuchadas, desde adentro, desde sus espacios más íntimos. Me di a la tarea de entrevistarlos, de recorrer las fincas lecheras y acompañarlos durante sus jornadas laborales, de adentrarme en sus mundos, de convivir con ellos y de crear la columna periodística “Manos que hablan” publicada en el periódico E-Consulta. Paralelo a esto hicimos paneles vía Zoom, con la organización PHR Physicians for Human Rights del Geisel School of Medicine, Médicos por los Derechos Humanos de la Facultad de Medicina de Dartmouth, con otras organizaciones de la Universidad de Dartmouth como SUNRISE MOVEMENT, una organización estudiantil orientada a la justicia ambiental y social, DSU Dartmouth Student Union el Sindicato de Estudiantes, Sustainability

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Office, la Oficina de Sustentabilidad y CoFIRED Coalition for Immigration Reform and Equality at Dartmouth, la Coalición por Reformas de Inmigración y Equidad de Dartmouth. En estos foros, nuestros amigos ejercían el derecho a su voz, a narrar su historia personal, de vida. Pusimos el diálogo en la mesa, les dimos la mano para participar en diversos foros. Abandonamos la pose de hablar de ellos desde nuestros privilegios. Los invitamos a participar, a externar sus opiniones. En el verano del 2020, reanudamos las clases de inglés como segunda lengua vía Zoom. A medida que el COVID-19 lo permitía, íbamos a las granjas personalmente a visitar a nuestros amigos con un clima más cálido y benevolente. Estos encuentros se acompañaban con deliciosa comida, partidos de futbol, una que otra canción con alguien que tocaba la guitarra, uno que otro baby shower y fiestas de cumpleaños. Porque si algo hacen con decoro nuestros amigos de las granjas lecheras es celebrar la vida. Los hemos acompañado también en sus duelos y pérdidas. En ocasiones, uno que otro amigo de pueblos aledaños, como Kevin Brooker de Thetford nos acompañaba para aprender a hacer queso casero o postres como el delicioso pastel tres leches, o pan de elote recién cortado de las granjas o pastel de zanahorias de las manos de Don Aurelio. Ridge Satterthwaite de Fairlee, es un asiduo comensal de los almuerzos de los martes, preparados por manos de mujeres. Ridge ha hecho lazos estrechos con nuestros amigos. Él tiene un español impecable y nos apoya haciendo traducciones simultáneas, y dando aventones al hospital y a las clínicas. Manos que hablan de bondad, generosidad y sentido social. Paco pasó varios días en su casa recuperándose después de su cirugía. Entre los muchos retos, además de las murallas lingüísticas y culturales a las que se enfrentan nuestros amigos de las granjas, nos dimos cuenta de la dolorosa inequidad en asuntos de salud física y mental. Conseguir citas odontológicas fue una tarea titánica. Los dentistas de esta zona sólo atendían en caso de urgencia. Una vez otorgada la cita, no permitían que nadie los acompañara adentro del consultorio para hacer traducciones simultáneas. Los costos por ser de carácter urgente eran impagables. Nuevamente, desafiamos los desorbitados precios, distancias, barreras de la lengua

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y la falta de transporte con la ayuda de muchos. Marchamos a la par, dando aventones, haciendo traducciones simultáneas por teléfono, desde Texas, desde Mississippi, desde California, recaudando fondos para apoyar con los gastos. Aprendimos de la fortaleza, de la tolerancia, de la inigualable resistencia de nuestros amigos migrantes, cuando por meses enteros lidiaban con un dolor de muelas y no sabían qué hacer, pero con voluntad de hierro cumplían sus 12 o 14 horas de trabajo diario a punta de ibuprofeno para distraer el infame dolor. Con tenacidad y sin opciones mas que “o trabajar o trabajar”. Pedro por ejemplo, de una de las granjas en el condado de Orange, tenía tiempo lidiando con una fuerte infección de oídos, y se había resignado a perder la audición. Su falta de equilibrio al caminar era notoria, estaba deprimido. No obstante, seguía trabajando, hasta que fuimos a verlo y el Physician Assistant (asistente médico) Gaffney le recetó unas gotas con antibiótico que Frank y yo fuimos a comprar. ¡Los costos eran increíbles $380 dólares!, pero a la semana Pedro era otro, con una sonrisa radiante y lleno de gratitud. FUERZA Farmworkers’ Fund siguió y sigue marchando, con el anhelo de convertirse en una ONG y así trabajar de la mano con otras organizaciones dignas, dignísimas como Justicia Migrante y su campaña “Milk with dignity” (leche con dignidad) que pelea por horas justas y bien pagadas a los trabajadores de las granjas lecheras y por condiciones dignas de vivienda; Bridges to Health “Puentes para la Salud” de la Universidad de Vermont con quien tenemos contacto cercano, el proyecto Huertas, una iniciativa fascinante que enseña a los amigos de las granjas el arte de la siembra y la agricultura sustentable, el chef Martín amigo solidario de los trabajadores de las granjas que da empleo en su restaurante a las mujeres con horas bien pagadas, con el Doctor Steve Generaux que tiene su consultorio privado y un corazón que no le cabe en el cuerpo en Wells River Vermont y ha trabajado más de 18 años con las comunidades de migrantes de diferentes granjas lecheras. Las Doctoras Jinny Brack de Dick’s House y Eileen Granahan del Hospital Hitchcock de la Universidad de Dartmouth que en varias ocasiones nos han apoyado con consultas médicas para las mujeres de las granjas. Las Doctoras Kira M. Gressman y Sarah Johansen, del Geisel School of Medicine comprometidas con la justicia social que han organizado recorridos de salud preventiva en las granjas lecheras.

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Hoy día, FUERZA Farmworkers’ Fund se compone de más de 13 estudiantes, organizados en cuatro comités: El comité de la salud de la mujer que se conforma por cuatro estudiantes, además de la ministra Robin Ryce de la Iglesia de Thetford Hill, dos médicas pediatras y una compañera de la granja del condado de Grafton. Este comité tiene como misión: Procurar atención a la salud integral de las trabajadoras de las granjas lecheras cuyas necesidades a menudo se pasan por alto. El comité de la salud de la mujer se enfoca en todas las necesidades de la mujer, centrándose en chequeos de salud preventiva, viajes al hospital, asistencia en terapia mental, planeación familiar y sexualidad. El segundo comité o “comité de pedidos” se encarga de trabajar directamente con la ONG Hearts you hold, para subir a su plataforma las solicitudes de solicitudes de ropa de invierno, calzado y otras necesidades de los amigos de las granjas, además de diseñar y llevar a cabo campañas de donación de ropa. Un tercer comité de comunicación, plataformas sociales y eventos de recaudación de fondos se compone de cuatro estudiantes, dos diseñadores profesionales de Cancún México, Jorge Carlos Álvarez y Katya Villarreal Valdez quien nos apoyó con el diseño de nuestro logo, y que colaboran con los diseños de flyers y posters para nuestros eventos. Finalmente, un cuarto comité de respuesta inmediata, a cargo de seis estudiantes que tienen asignadas cada una de las granjas con las que trabajamos, más una extra recientemente en Chelsea Vermont, a cargo de la comunicación directa con un trabajador de las granjas que nos pone al tanto de las situaciones y necesidades que se presentan en la vida diaria. Para esto se han creado grupos de WhatsApp con los amigos de las granjas y así estar en constante contacto.

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Una vez por semana, los domingos de 8:00-9:00 pm FUERZA Farmworkers’ Fund se reúne en La Casa del Departamento de Español y Portugués para compartir los avances de cada comité. Generalmente tenemos a un invitado de la granja, vía Zoom o en persona que se integra y nos habla desde su perspectiva, desde adentro y nos informa lo que acontece durante la semana en su granja. Recientemente se han integrado a la causa de FUERZA Farmworkers’ Fund, la ministra de la iglesia de Thetford Hill, Robin Ryce como representante del comité de su iglesia de Migración, Paz y Equidad y el Padre Timothy, de la “Aquinas House” encargado de los servicios católicos de la Universidad de Dartmouth. En los muchos recorridos a las granjas que FUERZA Farmworkers’ Fund ha hecho, se ha topado con que dos de los aspectos en total abandono en las comunidades de nuestros amigos migrantes son el aspecto espiritual y la salud mental. Gracias a que el padre Timoteo domina el español con maestría, hemos podido llevar misas por así decirlo “ itinerantes” a las granjas en compañía de la ministra Robin. Entre lo mucho que nos resta por hacer, estamos contemplando, trabajar con WISE del Upper Valley una maravillosa organización que se enfoca en abogar en la prevención de la violencia de género, además de dar terapia en estos temas. Ojalá podamos tener pequeñas bibliotecas, proyectores para películas, mesas de ping-pong, rompecabezas, juegos de carta y algunas actividades recreativas. ¿Por qué no? Todo empieza con un sueño. En un ensayo escrito por Juan Quiñonez para su clase de LATS 20 el trimestre de otoño del 2021 y que intituló: FUERZA Farmworkers’ Fund: un enfoque en el trabajo clandestino de justicia social estudiantil que está ocurriendo en Dartmouth, él tuvo a bien entrevistar a los cofundadores de FUERZA Farmworkers’ Fund acerca de cómo medir el éxito de nuestra incipiente organización y esta fue la respuesta:

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Keren respondió diciendo que le gustaría que la organización ayudara a la mayor cantidad posible de trabajadores de las granjas y dijo: “Debido a que hacemos tanto trabajo individual, el éxito para mí se mide por la cantidad de personas con las que estamos en contacto, por la confianza que nos brindan y los servicios que podemos prestarles. Para mí, es ver cuántas personas nos envían WhatsApp y piden ayuda porque saben que podemos salir adelante”. Sin embargo, tanto Juan como María Clara se enfocaron en la subsistencia de la organización y María Clara dijo: “El éxito no es morir, es sobrevivir”. Sin embargo, Gabe por su parte señaló que, para él, el éxito no se medía por la supervivencia del Fondo, sino por su final y expresó: “Para que esto tenga éxito, ya no tendríamos que existir”. (Quiñonez, J., 2021, p. 4) Cada día, recibimos un promedio de 15 mensajes de nuestros amigos, con una cosa u otra y muchas otras veces un simple saludo. Las manos de los estudiantes son también manos que colaboran, manos que hablan de solidaridad y entrega, que se tienden comprometidas con los “otros”, esos “otros” con los que hoy comparten el territorio, pero también un sueño de justicia y equidad. Manos que hablan de sentido social. Hace apenas unos días, el estudiante Edgar Morales, integrante de Fuerza acompañó a nuestra amiga Victoria de una granja lechera en el condado de Grafton a cerrar con broche de oro su sueño americano, con el retorno a casa después de 7 años de estar en el Upper Valley. La guió en su travesía de regreso y múltiples escalas en los aeropuertos toda una noche, hasta depositarla a ella y a su bebé de dos años, en un vuelo directo a México. En palabras de Zeke Baker, un exalumno de esta institución: “es uno de los actos más honorables hecho por un estudiante universitario del que he oído”. FUERZA Farmworkers’ Fund se ha forjado en órbitas paralelas con los amigos migrantes de las granjas, ellos son nuestra urdimbre. Las manos nuestras que también hablan, son manos de empatía, de organización, de un grupo de buenos ciudadanos, con conciencia social entregados en cuerpo y alma al trabajo voluntario, quienes desde nuestras trincheras trazamos el sueño de la posibilidad de un cambio social, porque no hay sueño que la voluntad no alcance. 108




Mural de la granja orgánica de Dartmouth: “Sustainability and Solidarity” Pintado por los estudiantes y artistas de la clase Lats 37 Primavera del 2021


Las “Manos que Hablan” en el mural de la granja orgánica de Dartmouth A través de un proceso creativo que emanó de los talleres de la clase LATS 37, Migrant Lives & Labor in the Upper Valley (Mano de obra y vida de los migrantes del Upper Valley), bajo la supervisión de un comité directivo voluntario, que estuvo compuesto por el artista principal, Ernesto Cuevas ‘98, miembros del personal de la Oficina de Sustentabilidad, la Granja Orgánica de Dartmouth, y estudiantes de la clase LATS 37, concebimos y diseñamos un mural que hablara de algunos de los temas centrales en torno a la producción lechera, la agricultura sostenible y la historia de la agricultura en el Upper Valley. El mural representó también las contribuciones de los habitantes originales de la tierra, los Abenaki, que primero sembraron maíz, frijoles, calabaza y otros cultivos en el suelo fértil del valle del río Connecticut. Los nueve paneles del mural representan diferentes períodos y personas que han poblado el Upper Valley, además de su trabajo con la tierra durante muchas generaciones. Están las manos de los trabajadores de las granjas lecheras, que cuidan y ordeñan las vacas para elaborar los productos lácteos que consumimos. Las manos de las madres y los padres,

que cuidan a los hijos que heredarán la tierra. Están las manos que plantan y cosechan los alimentos que comemos. Están las manos de los agricultores en la granja orgánica de Dartmouth que enseñan e instruyen a los estudiantes de la universidad sobre la siembra de alimentos sostenibles y saludables, que se comparte con varias organizaciones en Upper Valley y el cuerpo estudiantil. Están las manos de personas que sostienen carteles que piden justicia mientras la gente marcha en solidaridad con Justicia Migrante y en apoyo a los trabajadores de las granjas lecheras. Están las manos de los muchos artistas y voluntarios que pintaron nuestro mural y que crearon una importante obra de arte público en Dartmouth College, que celebra estos esfuerzos colectivos que involucran las muchas manos que se unieron para este proyecto de arte mural colaborativo que, creo, sugiere una mejor manera de avanzar para desarrollar un mundo que debe estar unido en solidaridad y a través de la sustentabilidad. Profesor Douglas Moody




Epílogo La pandemia de COVID-19 expuso al mundo a la viga verdaderamente inestable en la que se basa nuestro sistema alimentario y la gran necesidad de las personas que lo producen. Estos “trabajadores esenciales” reclasificados se volvieron hiper visibles para el público y su labor fue reconocida por primera vez. Sin embargo, con el testimonio que llegó, el reconocimiento público y la solidaridad se desvanecieron, y los “trabajadores esenciales” volvieron a ser considerados desechables e invisibles para los consumidores estadounidenses. Este patrón de etiquetado y “desechabilidad” es uno que ocurre con frecuencia en los Estados Unidos. Desde la última tendencia de la moda hasta el nuevo “superalimento”, rara vez se tiene en cuenta a los trabajadores que sustentan estas industrias. Trabajadores que a menudo se ven obligados a trabajar en condiciones de explotación y hostilidad. Este es el caso de cientos de miles de trabajadores migrantes de granjas lecheras en los Estados Unidos que proveen. En rincones remotos del país, estos trabajadores agrícolas trabajan a temperaturas bajo cero, completan semanas laborales de casi tres dígitos, sostienen a sus familias en sus países de origen y aún encuentran empatía por los animales que cuidan y aman en el trabajo que hacen. Sin embargo, una cosa es darse cuenta de esto y otra hacer algo al respecto. Al estar ubicado en todo el país, el equipo del Fondo de Trabajadores Agrícolas de FUERZA Farmworkers’ Fund se movilizó para proporcionar apoyo inmediato a las necesidades esenciales de los amigos trabajadores agrícolas en el Upper Valley. Pronto, el equipo se dio cuenta de las necesidades urgentes adicionales que existían en estas comunidades. Por lo tanto, mucho antes y aún después de que el mundo tuviera a estos trabajadores agrícolas en un pedestal de gratitud y luego los dejara invisibles una vez más, FUERZA Farmworkers’ Fund está cubriendo las necesidades organizativas y de derechos humanos que los trabajadores agrícolas lecheros experimentan a diario. Fundado en marzo de 2020, FUERZA Farmworkers’ Fund comenzó como una respuesta inmediata a la falta de ayuda y recursos que experimentaban los trabajadores agrícolas rurales en el Upper Valley debido a


la pandemia de COVID-19. A través de conversaciones informales, tres estudiantes universitarios, Keren Valenzuela Bermúdez, Gabriel Onate, Juan Quiñonez Zepeda, la profesora de Dartmouth, María Clara de Greiff, y un estudiante de último año de bachillerato de Thetford Academy, Frank David Loveland, trabajaron para satisfacer las necesidades urgentes de los trabajadores de las granjas lecheras que estaban siendo afectados por el impacto de esta pandemia. Necesidades que pronto escalaron y se extendieron más allá de la pandemia global. “Todos los demás parecían haberse olvidado de los trabajadores agrícolas durante la pandemia… (Keren)”. Dada su ruralidad, los trabajadores migrantes agrícolas de Centroamérica y de América del Sur, están aislados de muchas maneras. Esta invisibilidad sirve como una espada de doble filo. Si bien puede proporcionar una sensación de protección de las estructuras policiales, también los deja vulnerables a la explotación y lejos del acceso a las necesidades médicas, nutricionales y sociales. Durante el comienzo de la pandemia, los trabajadores de las granjas lecheras del Upper Valley, informaron que eran hiper visibles para el público debido a que no tenían acceso a los cubrebocas, ya que no se les proporcionaron en su lugar de trabajo y se agotaron en las tiendas locales. Por lo tanto, se inició la primera respuesta de FUERZA Farmworkers’ Fund. El equipo contactó a miembros de la iglesia de confianza de la comunidad en Thetford Hill, Vermont, y a la tía de Gabriel en California para que proporcionaran cubrebocas para los trabajadores de las granjas lecheras. Al entregarlos, María Clara notó que muchos de los trabajadores tenían información errónea sobre el COVID-19, por lo que su compañero, que es un PA certificado, proporcionó información educativa sobre el COVID-19, sus efectos y cómo mantenerse a salvo. Mediante la construcción de conexiones de confianza, la organización FUERZA Farmworkers’ Fund se percató de las necesidades más urgentes de la comunidad. Al ver las necesidades médicas, dentales y de salud reproductiva, el FUERZA Farmworkers’ Fund derivó en tres enfoques principales: acceso a la educación, salud y bienestar, y sustancia cultural. Cada uno fue informado por las necesidades de sus amigos en las fincas. Pronto, el FUERZA Farmworkers’ Fund comenzó a solicitar donaciones en línea y creó asociaciones con otras organizaciones y ONG’s


locales como Hearts You Hold, First Branch Coffee, Dartmouth Student Union, Dartmouth’s Coalition for Immigration Reform and Equality at Dartmouth (CoFIRED), Physicians for Human Rights (PHR) de la Escuela Geisel de Medicina, SUNRISE Dartmouth, el restaurante Pine e iglesias locales, entre otros. Desde sus inicios, el FUERZA Farmworkers’ Fund ha crecido, de cuatro miembros principales con dos o tres miembros que ayudan a expandirse recientemente, a un equipo de trece estudiantes, ex alumnos y profesores. Aun así, la mayoría dirigida por estudiantes, los miembros continúan creando y realizando varias tareas de la organización centradas en los tres enfoques centrales. En el futuro, todos los cofundadores esperan que esta iniciativa se convierta en ONG para no depender tanto de la recaudación de fondos de ayuda mutua, contratar personal de tiempo completo y expandir los recursos a los trabajadores de las granjas lecheras. Incluso sin el estatus de ONG 501(c)(3), FUERZA Farmworkers’ Fund mayoritariamente administrado por estudiantes, ha recaudado más de $12,000, en menos de dos años, para mejorar las vidas de los trabajadores de las granjas lecheras del Upper Valley al brindar atención inmediata a sus necesidades. Si bien existen algunas organizaciones que hacen un trabajo similar, los fundadores de este Fondo señalan que su multiculturalismo, la capacidad de hablar el idioma y experiencias similares de migración se combinan para permitirles construir relaciones personales de confianza con los trabajadores de las granjas lecheras a los que llaman amigos. Sin embargo, al igual que la comunidad a la que sirven, su trabajo es invisible para algunos. Este libro es una dedicatoria a la labor y el cuidado que hacen diariamente los trabajadores de las granjas lecheras en lo que se clasifica como el Upper Valley en Vermont y New Hampshire, a sus voces que permanecen, a las que debemos escuchar y de las que debemos aprender.

Juan Quiñonez Zepeda Estudiante de Dartmouth College Cofundador de FUERZA Farmworkers’ Fund



Autora: Edición, fotografía y diseño:

María Clara de Greiff Lara Jorge Carlos Álvarez Díaz

Prólogo y lectura crítica:

Yolanda Gudiño Cicero

Epílogo:

Juan Quiñonez Zepeda

Corrección de estilo en español: Traducción al inglés: Correctores de estilo en inglés:

Günther Petrak R. Gabriel Onate y Zeke Baker Zeke Baker y Michael Patrick Gaffney

Las páginas capitulares de este libro, se ilustran con fotos del mural “Épica de la Civilización Americana” del artista José Clemente Orozco, que se encuentran en la Biblioteca Baker de Dartmouth College.



Agradecimiento profundo y cariñoso a todos los involucrados en este proyecto editorial, particularmente a los protagonistas que nos apoyaron desde el anonimato y la dolorosa invisibilidad, confiando en nuestra promesa de darle espacio a su voz, a sus manos que hablan, para encender una luz que ilumine su andar con renovados bríos y esperanza. Gracias a los cofundadores de Fuerza Farmworkers’ Fund, a los estudiantes de La Casa y de Dartmouth que se han unido con voluntad y fe a esta organización, a Thetford Hill Church y al Leslie Center for the Humanities de Dartmouth College.

Si desea obtener más información sobre FUERZA Farmworkers’ Fund, puede contactarlos en fuerzafund@gmail.com o seguirlos en Instagram @fuerza_farmworkers_fund. Se agradecen las donaciones y se pueden hacer a través de Venmo @Fuerzafarmworkersfund o Pay-pal: fuerzafund@gmail.com



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Galeano, E. (s.f.). Los migrantes ahora. Pensamientopenal.com.ar. https://www.pensamientopenal.com.ar/system/files/2015/01/doctrina30252.pdf Gorman, A. (2021, 22 de enero). La colina que subimos. La Zebra. https://lazebra.net/2021/01/22/amanda-gorman-la-colina-que-subimos-poesia/ Hernández, C. (2015). Poemas migrantes. Diálogo 18(2), 177-180. doi:10.1353/dlg.2015.0009 Lakhani, N. (2021, may 13). Meet the workers who put food on America’s table- but can´t afford groceries. The Guardian. https://www.theguardian.com/environment/2021/may/13/meet-the-workers-who-put-food-on-americas-tables-but-cant-afford-groceries

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Vermont Agency of Agriculture, Food & Markets. (s.f.) https://www.nasda.org/organizations/vermont-agency-of-agriculture-food-markets


Juan Quiñonez, Keren Valenzuela, Gabriel Onate y María Clara de Greiff Lara

Primera Edición ®2022 Impreso en México Todos los contenidos de este libro (incluyendo, pero no limitado a texto, logotipos, contenidos gráficos, fotografías) están sujetos a derechos de propiedad por las Leyes de Derechos de Autor y demás leyes relativas internacionales. Queda prohibida la reproducción total o parcial del contenido de la presente obra en cualquier formato, conocido o por conocerse, sin el consentimiento previo y por escrito del editor.




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María Clara de Greiff Lara, comunicadora y periodista colombo-mexicana, ahora profesora de español en Dartmouth College y cofundadora de

FUERZA Farmworkers’ Fund, se dio a la tarea de recorrer las granjas lecheras del Upper Valley, donde cientos de hombres y mujeres de México

y Centroamérica trabajan incansablemente, contribuyendo al crecimiento económico del Estado de Vermont y de Estados Unidos.

Manos que Hablan contiene los testimonios de quienes día a día

entregan el alma por amor a sus familias. Mexicanos y mexicanas orgullosos y responsables que nos recuerdan la deuda pendiente,

no podemos permitir que los mejores hombres y mujeres huyan,

porque no hay condiciones suficientes para la vida digna en sus tierras. Yolanda Gudiño Cicero

Thetford Hill Church


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