The Walking Dead - Descent

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THE

WALKING DEAD Descenso Robert Kirkman y Jay Bonansinga


Capítulo Uno Capítulo Dos Capítulo Tres Capítulo Cuatro Capítulo Cinco Capítulo Seis

Capítulo Siete Capítulo Ocho Capítulo Nueve Capítulo Diez Capítulo Once Capítulo Doce Capítulo Trece Capítulo Catorce Capítulo Quince Capítulo Dieciséis Capítulo Diecisiete Capítulo Dieciocho Capítulo Diecinueve

Capítulo Veinte Capítulo Veintiuno Capítulo Veintidós Capítulo Veintitrés Capítulo Veinticuatro Capítulo Veinticinco Capítulo Veintiséis Capítulo Veintisiete Capítulo Veintiocho Capítulo Veintinueve Agradecimientos Acerca de los autores Créditos

CONTENIDO PRIMERA PARTE Lago de fuego

SEGUNDA PARTE El laberinto

TERCERA PARTE Extremaunción

A la memoria de Catherine Parrick (3 de diciembre de 1928-21 de marzo de 2014)


PRIMERA PARTE Lago de fuego

Han llegado los días del castigo, han llegado los días de la retribución; ¡que lo sepa Israel! Un insensato es el profeta, un loco el hombre inspirado. Y en la casa de su Dios solo hay hostilidad. Oseas 9:7-8

UNO

Esa tranquila mañana, dos problemas distintos y preocupantes se encuentran justo debajo de la superficie de ese cascarón quemado que es el pueblo: ambos, por lo menos al principio, pasan completamente desapercibidos para sus habitantes. El golpeteo de los martillos y el sonido rasposo de las sierras llenan el aire. Continuamente, se oyen voces que llaman y responden en el viento. El agradable olor a humo de madera, alquitrán y hedor de composta impregna la cálida brisa. Una sensación de renovación, tal vez hasta de esperanza, late debajo de la superficie de toda esta actividad. El calor agobiante del verano, para el que aún faltan uno o dos meses, no ha marchitado todavía las rosas cherokees silvestres que crecen abundantemente a lo largo de las vías abandonadas del tren, y el cielo tiene ese brillo característico, como de huevo de petirrojo en alta definición, que los cielos de esta zona adquieren en las ultimas y fugaces semanas de la primavera. Alentados por el tumultuoso cambio de régimen, además de por la posibilidad de un nuevo estilo de vida democrático en las ruinas de la plaga, los habitantes de Woodbury, Georgia (el que antes fuera un pueblo ferroviario a ochenta kilómetros al sur de Atlanta, y que ahora se reduce a edificios calcinados y caminos maltratados, cuarteados, llenos de basura), se han reorganizado a sí mismos como si estuviera compuesto por cadenas de ADN, formando un organismo más robusto y sano. Lilly Caul es la gran razón de este renacimiento. La joven esbelta, amable y curtida por las batallas, con el pelo castaño deslavado y una cara en forma de corazón, se ha convertido en la líder del pueblo a su pesar. En este momento, de hecho, su voz puede oírse en cada rincón, con autoridad, llevada por el viento, flotando sobre las copas de los robles y los álamos que flanquean el paseo oeste de la pista de carreras. En cada ventana abierta, cada callejón, cada remolino de arena, se la puede oír vendiendo el pequeño asentamiento con la energía de un agente de bienes raíces de Florida que ofreciera una propiedad con vistas al mar. —En este momento la zona segura es pequeña, lo admito —comenta con franqueza a algún escucha no identificado—. Pero planeamos expandir esa muralla de alii otra cuadra al norte, y luego esta otra de allá tal vez otras dos o tres cuadras al sur, de modo que con el tiempo acabaremos con este pueblo dentro de otro pueblo, y algún día será un lugar seguro para los niños y, si todo sale bien, será totalmente autosuficiente y sustentable. A medida que el cadencioso sonido del monólogo de Lilly hace eco y penetra en los rincones y las grietas de ese estadio de pista de tierra donde una vez reinó la locura en la forma de sangrientos combates a muerte, una oscura figura atrapada debajo de una rejilla de drenaje dirige su cara achicharrada hacia el sonido de la voz con el movimiento abrupto y mecanizado de una antena satelital que gira hacia una señal en el espacio. Este cadáver quemado y reanimado, que una vez fue un campesino espigado, con músculos nudosos y una gruesa corona de pelo pajizo, cayó a través de la rejilla rota durante el caos y los incendios


que engulleron al pueblo hace poco, y ha pasado desapercibido durante casi una semana, revolcándose en esta cápsula de oscuridad, mal ventilada y hedionda. Ciempiés, escarabajos y cochinillas se arrastran febrilmente por su pálida cara muerta y bajan por la mezclilla deshilachada y descolorida que lo cubre (la tela es tan vieja y esta tan gastada que apenas puede distinguirse de su carne muerta). Este caminante errabundo, que una vez fue un miembro cautivo de los gladiadores inhumanos que engalanaron la arena, será en el futuro el primero de los dos acontecimientos alarmantes que han pasado completamente inadvertidos para todos los habitantes del pueblo, incluida Lilly Caul, cuya voz ahora se eleva a cada paso, a medida que se acerca a la pista de carreras, mientras que el sonido de otros pies que se arrastran se oye por debajo de los suyos. —Ahora tal vez se pregunten: «¿Estoy viendo visiones o un gigantesco platillo volador aterrizó en medio del pueblo cuando nadie estaba mirando?». Lo que ahora observan es la pista de carreras de los veteranos de Woodbury... Supongo que podrían considerarlo un remanente de épocas más felices, cuando en una noche de viernes la gente no quería nada más que una cubeta de pollo frito y una pista llena de hombres en coches modificados chocando entre si y contaminando el aire. Todavía tratamos de decidir qué hacer con ella..., pero creemos que sería un estupendo jardín público. En su encierro supurante en la alcantarilla de drenaje, el agricultor muerto babea ante la perspectiva del tejido vivo que se acerca. Empieza a abrir y rechinar la quijada, haciendo un ruido como de papel que se rasga, mientras se precipita hacia la pared, estirando la mano ciegamente hacia la luz del día que se filtra por la rejilla. A través de las estrechas tiras de hierro que están sobre su cabeza, la criatura ve las sombras de siete seres humanos que se aproximan. Por accidente, la cosa mete su pie derecho en un agujero de la pared de piedra en ruinas. Los caminantes no tienen habilidades para trepar ni otro objetivo más que devorar, ni son capaces de sentir nada más que el hambre, pero justo entonces ese apoyo imprevisto para su pie es suficiente para que la cosa se eleve casi sin querer hacia la rejilla rota por la que antes se cayó. Y mientras sus ojos, que son como el botón blanco de un zapato, alcanzan la boca del agujero, la criatura fija su mirada salvaje en la figura más cercana: una niñita harapienta que se acerca con el grupo; es una niña de unos ocho o nueve años de edad que camina al lado de Lilly Caul con una expresión seria en su cara sucia. Por un momento, el caminante de la alcantarilla de drenaje se enrosca como un resorte, dejando escapar un gruñido parecido al sonido de un motor en neutral, mientras que sus músculos muertos se retuercen por las señales innatas que viajan por su sistema nervioso reanimado. Su boca ennegrecida, sin labios, deja ver sus dientes verdes cubiertos de musgo, y sus ojos son como diodos lechosos que absorben a su presa. —Tarde o temprano escucharán rumores sobre esto —le confía Lilly a su desnutrida clientela mientras pasa a unos centímetros de la rejilla de la alcantarilla. El grupo al que guía está compuesto por una sola familia, los Dupree, que consta de un padre demacrado de unos cuarenta años llamado Cabin, su esposa con aspecto de niña abandonada, Meredith, y sus tres pequeños andrajosos: Tommy, Bethany y Lucas, de doce, nueve y cinco años, respectivamente. El clan Dupree llegó tambaleándose a los límites del pueblo de Woodbury la noche anterior en su aporreada camioneta Ford LTD, casi muertos por la falta de alimentos y prácticamente psicóticos por el hambre. Lilly los hizo entrar. Woodbury necesita cuerpos, nuevos habitantes, gente fresca que ayude a reconstruir el pueblo y hagan parte del trabajo pesado que conlleva la creación de una comunidad—. También podrían escucharlos de nosotros —les dice Lilly, haciendo una pausa, enfundada en su chamarra con capucha del Tecnológico de Georgia y sus jeans rasgados, y con las manos en su pistolera Sam Browne. Apenas tiene más de treinta años, pero su expresión es la de un alma de mucha más edad; Lilly tiene el pelo castaño rojizo echado hacia atrás en una apretada cola de caballo, sus ojos avellanados brillan, en el centro de sus pupilas hay una chispa que es en parte inteligencia y en parte la mirada de un guerrero experimentado, que llega hasta los cien metros de distancia. Ella observa por encima de su hombro a una séptima figura que permanece detrás de ella—. ¿Quieres contarles acerca del Gobernador, Bob?


—Continua tú —dice el viejo con la sonrisa de cansancio que dejó la plaga en su cara curtida, correosa. Con el pelo oscuro echado hacia atrás con pomada, una frente arrugada y una carrillera de municiones que cruza su camisa de algodón manchada de sudor, Bob Stookey mide más de un metro ochenta sin zapatos, pero se encorva por la fatiga perpetua de borracho rehabilitado, que es lo que es— . Ya vas encarrerada, niñita Lilly. —Muy bien..., entonces..., durante casi un año —empieza Lilly mientras mira a los Dupree de uno en uno, poniendo énfasis en la importancia de lo que está por decir—... este lugar, Woodbury, estuvo bajo el yugo de un hombre muy peligroso llamado Philip Blake. Se hacía llamar el Gobernador. —Deja escapar un leve suspiro, mitad risa, mitad asco—. Lo sé..., no hemos perdido la ironía. —Aspira a fondo—. De todos modos..., era un sociópata puro. Paranoico. Con delirios. Pero conseguía que se hicieran las cosas. Odio admitirlo, pero..., a la mayoría, él nos pareció, durante un tiempo por lo menos, un mal necesario. —Discúlpame..., um..., Lilly, ¿verdad? —Cabin Dupree da un paso al frente. Es un hombre robusto, de piel clara, con los músculos fibrosos de un jornalero; lleva un rompevientos muy sucio que parece haber servido como delantal de carnicero. Tiene unos ojos claros, cálidos y abiertos, a pesar de la desconfianza y del trauma persistente por haber estado a la intemperie durante solo Dios sabe cuánto tiempo—. No estoy seguro de que tiene que ver esto con nosotros. —Mira a su esposa—. Quiero decir..., apreciamos la hospitalidad y eso, pero ¿adónde quiere llegar? La esposa, Meredith, mira el pavimento mientras se muerde un labio. Es una mujer pequeña y tímida que trae un vestido harapiento y no ha dicho más de tres palabras, aparte de hmm o ajá, desde la llegada de los Dupree. La noche anterior les dieron comida, recibieron primeros auxilios de Bob y se les permitió descansar. Ahora la esposa juguetea con sus dedos mientras espera a que Calvin Dupree practique sus obligaciones de patriarca. Detrás de ella, los niños miran expectantes. Parecen aturdidos, confundidos, tímidos. La niña, Bethany, está a solo unos centímetros de la rejilla rota de la alcantarilla, chupándose el pulgar y con una muñeca estropeada bajo el hueco de su delgado brazo, completamente ajena a la sombra que se mueve en el interior de la zanja. Durante días, la pestilencia que emana de la alcantarilla, el tufo que delata la carne rancia de un mordedor, fue confundida con el hedor de una alcantarilla vieja, y se consideró erróneamente que el leve rugido era la reverberación de un generador. Ahora el cadáver en movimiento logra pasar su mano, que es como garra, a través de un hueco de la rejilla rota, agitando las uñas mohosas de sus manos hacia el dobladillo del vestido de la niñita. —Comprendo la confusión —dice Lilly a Calvin Dupree, intercambiando miradas con él—. Ustedes no saben nada de nosotros. Pero solo pensaba..., ustedes saben. Información completa. El Gobernador usaba esta arena para... cosas malas. Peleas entre gladiadores y mordedores. Cosas horribles en nombre del entretenimiento. Aquí, algunas personas aún se sienten un poco tensas por todo eso. Pero hemos recuperado este lugar y les estamos ofreciendo un santuario, un lugar seguro donde vivir. Nos gustaría invitarlos a que se instalen aquí. Permanentemente. Calvin y Meredith Dupree intercambian otra mirada, y Meredith traga saliva, mirando el piso. Calvin tiene una extraña expresión, casi de anhelo, y se da vuelta. —Es un ofrecimiento generoso, Lilly —empieza a decir—, pero tengo que ser honesto... En ese instante lo interrumpe el rechinido oxidado de la rejilla que colapsa y el grito de terror de la niña, y entonces todos se abalanzan sobre ella. Bob estira la mano hacia su Magnum .357. Lilly ya ha cruzado la mitad de la distancia del pavimento cuarteado hacia la niñita. El tiempo parece detenerse en el aire. Desde el brote de la plaga, casi dos años antes, el cambio en los patrones de comportamiento de los supervivientes cambió de manera tan gradual, tan sutil, tan paulatina, que casi fue invisible. Los sangrientos primeros días después de la Conversión, que al principio parecía tan transitoria y novedosa y que se capturó en quejumbrosos encabezados: «LOS MUERTOS CAMINAN», «NADIE ESTÁ A SALVO» y «¿ESTE ES EL FIN?»), se volvieron rutina, y todo se dio sin que


nadie fuera siquiera consciente de ello. Los supervivientes se volvieron cada vez más eficaces para deshacerse de las amenazas, arremetiendo sin premeditación ni ceremonia, destruyendo el cerebro de un cadáver desbocado con cualquier cosa que tuvieran a mano (la escopeta familiar, un instrumento agrícola, una aguja de tejer, un vaso de vino roto, una reliquia de la túnica) y hasta el acto más horrible se volvió un lugar común. El trauma pierde todo significado; el dolor, la tristeza y la pérdida se atoran en la garganta hasta que se produce un entumecimiento colectivo. Pero los soldados en servicio conocen la verdad que se esconde detrás de la mentira. Los detectives de homicidios también la conocen. Las enfermeras de las salas de urgencias, los paramédicos..., todos conocen ese sucio secreto. No se vuelve más fácil. En realidad, lo asumes en tu interior. Cada trauma, cada escena horrible, cada muerte sin sentido, cada sangriento acto de violencia salvaje en aras de la preservación propia..., todo eso se acumula como sedimento en el fondo del corazón de una persona hasta que el peso resulta insoportable. Lilly Caul aún no llega a ese punto, como está por demostrarlo a la familia Dupree en los siguientes segundos, pero ya ha recorrido buena parte de ese camino. Está a unas cuantas botellas de whisky barato y un par de noches sin dormir de la aniquilación total de su espíritu, y por eso necesita repoblar Woodbury, necesita contacto humano, necesita una comunidad, necesita calor, amor, esperanza y armonía en cualquier lugar donde pueda encontrarlos. Y por eso se abalanza sobre el cadáver hediondo de ese campesino con una hostilidad extrema mientras la cosa sale de su guarida y agarra el dobladillo hecho girones de la niña Dupree. Lilly cruza el espacio de cinco metros que la separa de la niña en solo un par de zancadas, extrayendo simultáneamente la Ruger calibre .22 modelo SR de la minifunda que lleva en la parte posterior de su cinturón. El arma es un artefacto de doble acción, y Lilly la mantiene amartillada y sin seguro, con su tambor con ocho balas listo para la acción, y otra siempre en la recamara (no es un arma de gran capacidad, pero si lo bastante grande como para hacer el trabajo), que Lilly ahora apunta al vuelo, con su vista convergiendo como si estuviera en un túnel mientras se lanza hacia la niñita que chilla. La criatura del drenaje enreda una mano esquelética en el dobladillo del vestido a cuadros de la niña, lo que la desequilibra, lanzándola desmadejada al cemento. Ella grita y grita, tratando de alejarse, pero el monstruo la agarra de su vestido y muerde el aire alrededor de los tenis de la niña; sus incisivos babeantes chasquean como castañuelas, acercándose aún más a la carne tibia del tobillo izquierdo de la niña. En ese frenético instante antes de que Lilly desencadene las llamas del infierno (un momento suspendido en el tiempo como en un sueño al que los hombres de la plaga se han acostumbrado cada vez mas), el resto de los adultos y niños retroceden y jadean al unísono. Calvin busca a tientas el cuchillo de caza en su cinturón, Bob estira la mano hacia su -357, Meredith se cubre la boca y deja escapar un maullido de espanto y los chicos retroceden aturdidos, con los ojos muy abiertos. En este momento, Lilly ya está muy cerca del mordedor, apuntándolo con la Ruger. Al mismo tiempo que empuja a la niña hasta que esta fuera de peligro con la punta de su bota, lleva la boca de su arma a unos centímetros del cráneo del monstruo. La mano del caminante sigue enganchada al dobladillo del vestido de la niña; la tela se rasga y la niña se impulsa para alejarse por el concreto. Cuatro rápidos disparos que suenan como globos secos explotando penetran en el cráneo del mordedor. Un coágulo de sangre pulverizada golpea el pórtico que está detrás de la criatura, mientras un fragmento de cráneo del tamaño de una galleta sale disparado. El excampesino se desploma al instante en el suelo. Una oleada de sangre negra se riega en todas direcciones desde debajo de la cabeza destrozada mientras Lilly retrocede, parpadeando, recuperando el aliento, tratando de no pisar el charco que se extiende mientras baja el martillo de su arma y coloca el seguro. La niña sigue quejándose y chillando, y Lilly ve que la mano del caminante aún esta aferrada (el rigor mortis se ha apoderado de sus tendones) a una madeja del vestido a cuadros roto. La niñita se retuerce


y jala aire como si fuera incapaz de hacer que las lágrimas broten después de tantos meses de horror, y Lilly se acerca a ella. —Está bien, cariño, no mires. —Lilly pone su pistola en el suelo y acuna la cabeza de la niña. Los demás se reúnen a su alrededor; Meredith se hinca y Lilly pisotea con su bota la mano muerta—. No mires. —Rompe el vestido para separarlo—. No mires, cariño. Por fin, la niña libera sus lágrimas. —No mires —dice Lilly en voz baja, casi como si hablara consigo misma. Meredith atrae hacia si a su hija en un abrazo desesperado. —Todo está bien, Bethany querida, estás conmigo... — susurra suavemente en el oído de la niña— . Te tengo. —Ya pasó. —Lilly baja el volumen de su voz, como si estuviera hablando consigo misma de otra cosa. Deja escapar un suspiro de angustia—. No mires —murmura una vez más para sí misma. Lilly observa. Tal vez debería dejar de mirar a los caminantes después de destruirlos, pero no puede evitarlo. Cuando los cerebros finalmente sucumben, la oscura compulsión se aleja de sus rostros y regresa el sueño vacío de la muerte; Lilly ve a las personas que una vez fueron. Ve a un campesino con grandes ilusiones, que tal vez terminó la primaria, aunque tuvo que hacerse cargo de la granja de su padre enfermo. Ve policías, enfermeras, carteros, empleados de mostrador y mecánicos. Ve a su padre, Everett Caul, en los pliegues de seda de su ataúd esperando su entierro, en paz y sereno. Ve a todos los amigos y seres queridos que han muerto desde que la epidemia barrió la tierra (Alice Warren, Doc Stevens, Scott Moon, Megan Lafferty y Josh Hamilton). Está pensando en cada una de las víctimas cuando una voz grave rompe el encanto. —¿Niñita Lilly? —Es Bob. Débil. Sonando como si viniera de muy lejos—. ¿Te encuentras bien? Durante un último y fugaz instante mientras observa la cara muerta del campesino, Lilly piensa en Austin Ballard, el joven guapo, andrógino, de largas pestañas y con aspecto de estrella de rock a quien vio sacrificado en el campo de batalla para salvar a Lilly y a la mitad de los habitantes de Woodbury. ¿Fue Austin Ballard el único hombre al que Lilly Caul amó sinceramente? —¿Lilly? —La voz de Bob se eleva ligeramente detrás de ella, teñida de preocupación—. ¿Te sientes bien? Lilly deja escapar un suspiro de dolor. —Estoy bien... Muy bien. —De pronto, sin previo aviso, se pone de pie. Asiente en dirección de Bob y luego levanta su pistola, metiéndola de nuevo en su funda. Se pasa la lengua por los labios y mira al grupo que la rodea—. ¿Todos están bien? ¿Los niños? Los otros dos niños asienten con lentitud, contemplando a Lilly como si ella acabara de atrapar la luna con un lazo. Cabin mete su cuchillo en la funda y se acerca a su esposa, hincándose y acariciando el pelo de su hija. —¿Está bien? —pregunta a la mujer. Meredith mueve la cabeza de arriba abajo con suavidad, sin decir una palabra. Sus ojos parecen vidriosos. Calvin deja escapar un suspiro y se pone de pie. Se da vuelta y se acerca a Lilly. Ella está ocupada ayudando a Bob a arrastrar el cadáver debajo de un saliente para recogerlo más tarde. Se levanta, limpiándose las manos en sus jeans y dando la cara al recién llegado. —Siento que hayan tenido que ver esto —le dice—. ¿Cómo está la niña? —Está bien, es una niña fuerte —dice Calvin. Sostiene la mirada de Lilly—. ¿Y que hay de ti? —¿De ml? —Lilly suspira—. Estoy bien. —Deja escapar otro suspiro de dolor—. Tan solo estoy cansada de todo esto. —Te creo. —Ladea un poco la cabeza—. Eres muy buena con esa arma. Lilly se encoge de hombros.


—No sé nada de eso. — Luego mira hacia el centro del pueblo—. Debemos mantener los ojos abiertos. Ha habido demasiadas convulsiones en las últimas semanas. Se ha perdido toda una sección de la muralla. Todavía hay rezagos. Pero estamos poniendo de nuevo todo bajo control. Calvin se las arregla para lanzar una sonrisa cansada. —Te creo. Lilly observa que algo cuelga de una cadena alrededor del cuello del hombre: una gran cruz plateada. —¿Y que han pensado? —pregunta ella. —¿Sobre qué? —Sobre quedarse y formar un hogar aquí para tu familia. ¿Qué piensas? Calvin Dupree respira hondo y voltea a ver a su esposa y su hija. —No te miento..., no es una mala idea. —Se pasa la lengua por los labios, pensativo—. Hemos estado mucho tiempo de un lado a otro, exponiendo a los niños al peligro. Lilly lo mira. —Este es un lugar donde pueden estar seguros y ser felices, llevar una vida normal..., más o menos. —No estoy diciendo que no. —Calvin la mira—. Todo lo que te pido es... que nos des tiempo para pensarlo, para rezar por ello. Lilly asiente. —Por supuesto. —Por un instante, piensa en la frase «rezar por ello» y se pregunta cómo sería tener a un creyente entre ellos. Un par de los hombres del Gobernador solían pagar oraciones para tener de su parte a Dios, lo que hiciera Jesús y todo ese sinsentido del Club 700. Lilly nunca tuvo mucho tiempo para la religión. Claro, ha rezado en silencio unas cuantas veces desde que brotó la plaga, pero en su mente eso no cuenta. ¿Qué es lo que dicen? «No hay ateos en la cueva del lobo.» Mira a los ojos grises con un tono verdoso de Calvin Dupree—. Tómense todo el tiempo que necesiten. —Sonríe—. Echen un vistazo alrededor, acostúmbrense al lugar... —Eso no será necesario — interrumpe una voz, y todas las cabezas voltean hacia la mujer tímida que esta hincada junto a su hija temblorosa. Meredith Dupree acaricia el pelo de la niña y no mira a nadie a los ojos mientras habla—. Apreciamos su hospitalidad, pero seguiremos nuestro camino esta tarde. Calvin mira el suelo. —Pero, querida, aún no hemos hablado de lo que vamos a... —No hay nada de qué hablar. —La mujer levanta la vista, con los ojos brillantes por la emoción. Los labios agrietados le tiemblan, su piel pálida está sonrojada. Parece una delicada muñeca de porcelana con una grieta invisible justo a la mitad—. Seguiremos nuestro camino. —Cariño... —No hay nada más de qué hablar. El silencio que sigue hace que el incómodo momento se vuelva casi surrealista, mientras el viento zarandea la copa de los árboles, silbando entre los pórticos y bastidores del estadio adyacente, y el campesino muerto supura en silencio en el piso a unos cuantos metros de distancia. Todos los que se encuentran cerca de Meredith Dupree, incluidos Bob y Lilly, bajan la vista con una callada turbación. Y el silencio se alarga hasta que Lilly logra murmurar algo. —Bueno, si cambian de parecer, siempre pueden quedarse. —Nadie dice una palabra. Lilly logra sonreír con timidez—. En otras palabras, el ofrecimiento sigue en pie. Por un instante Lilly y Calvin intercambian una mirada furtiva, y una tremenda cantidad de información pasa del uno al otro (en parte intencional y en parte no) sin que se diga una sola palabra. Lilly permanece en silencio por respeto, pero puede darse cuenta de que este asunto entre los dos recién llegados está lejos de resolverse. Calvin mira a su esposa nerviosa mientras ella atiende a la niña. Meredith Dupree parece un fantasma; su cara angustiada tiene un aspecto tan cenizo, exhausto y fantasmal que parece como si desapareciera poco a poco.


Nadie puede saberlo en ese momento, pero esta desaliñada y diminuta ama de casa, que pasaría sin llamar la atención en casi todos los sentidos concebibles, habría de convertirse en el segundo y más profundo problema al que Lilly y los habitantes de Woodbury tendrían que enfrentarse tarde o temprano.

DOS

Hacia mediodía, el termómetro sube más allá de los veinte grados centígrados y el sol alto y áspero decolora las tierras de cultivo de la parte central del oeste de Georgia. Los campos de tabaco y grano del sur de Atlanta se han deteriorado o se han convertido en selvas de pasto silvestre y eneas, y los restos fosilizados de maquinaria agrícola hundida entre el follaje, oxidada y estropeada, están tan disecados como esqueletos de dinosaurios. Por eso Speed Wilkins y Matthew Hennesey no notan el círculo en el campo al este de Woodbury hasta que ya se encuentra bien avanzada la tarde. Los dos jóvenes (enviados esa mañana por Bob, al parecer para buscar combustible en carros estropeados o gasolineras abandonadas) han iniciado su viaje en la camioneta pickup de Bob, pero se salieron del camino después de quedar atorados en el lodo y siguen a pie. Cruzan casi cinco kilómetros de caminos de acceso llenos de baches antes de detenerse en un risco desde el que se observaba una extensa pradera con juncos silvestres, arboles caídos y una hierba crecida. Matthew es el primero en ver el círculo, de un verde más oscuro, a la distancia, anidado entre la jungla marrón de plantas de tabaco descuidadas. —Déjame ver esto —murmura, quedándose muy quieto a la orilla del precipicio. Observa los distantes campos de tabaco, agitados por el viento bajo los rayos cálidos del sol, protegiéndose los ojos hundidos con una mano, entrecerrándolos por el brillo del día. Matthew es un espigado obrero de Valdosta, con un tatuaje de ancla en su antebrazo fornido, y lleva el atuendo de un albañil: playera ajustada y sin mangas manchada de sudor, pantalones grises de trabajo, botas pesadas cubiertas con polvo de argamasa—. ¿Tienes los binoculares a la mano? —Aquí van. —Speed Wilkins busca en su mochila, saca los binoculares y se los entrega—. ¿Qué pasa? ¿Qué estás mirando? —No estoy seguro —murmura Matthew, moviendo el dial del enfoque, explorando a la distancia. Speed espera, rascándose su brazo musculoso, mientras una hilera de mosquitos encuentra un nuevo lugar donde picar; su playera de REM se pega a su ancho pecho por el sudor. El fornido veinteañero perdió un poco de su peso de jugador de futbol americano de noventa y cinco kilos (lo más probable es que se deba a la dieta, forzada por la plaga, de comida enlatada confiscada y de estofado de conejo huesudo), pero su cuello aún tiene el grosor de acero de alguien que ha pasado toda una vida como tackle defensivo. —iGuau! —Matthew mira a través de los lentes—. ¿Qué carajos es...? —¿Qué es? Matthew mantiene los binoculares presionados contra sus ojos, relamiéndose los labios con detenimiento. —Si no me equivoco, nos acabamos de sacar la lotería. —¿Combustible? —No exactamente. —Le regresa los binoculares y luego sonríe a su compañero—. He oído que le dicen de muchas maneras, pero nunca «combustible».


Se abren paso por la pendiente de grava, a través de un lecho seco y entre un mar de tabaco. El olor a estiércol y materia orgánica los engulle, tan espeso y fragante como en el interior de un invernadero. El aire es tan húmedo que se siente pesado en la piel y las fosas nasales. La mayor parte de las cosechas están en su etapa de florecimiento, y se elevan por lo menos a metro y medio entre las matas de hierba silvestre, de modo que tienen que estirar el cuello y caminar casi en puntas de pies para avanzar. Sacan sus pistolas y quitan los seguros (solo por si acaso), aunque Matthew no percibe más movimiento que las olas de color verde caqui que flotan con la brisa. La cosecha secreta se encuentra a unos doscientos metros de un grupo de robles nudosos que destacan entre el tabaco como centinelas paralizados. En la jungla de tallos, Matthew puede ver la valla de seguridad que rodea las plantas de contrabando. Deja escapar una risita de emoción. —¿Puedes creerlo? —dice—. Yo apenas lo creo... —¿Es lo que creo que es? —Speed se maravilla mientras se acerca a la reja. Salen al claro y se quedan alii jadeando por un tiempo, mientras los dientes de las hojas exuberantes se elevan hacia las filas de las vigas de soporte cubiertas de moho y malla ciclónica oxidada. Un estrecho sendero se abre cerca de la esquina este del claro, aunque ahora está lleno de hierbas y no es más ancho que un tobogán de lavandería (probablemente alguna vez fue usado por minimotos o vehículos todoterreno). —Qué increíble —comenta Matthew Hennesey con admiración. —Qué suerte, vamos a pasarla muy bien en el viejo pueblo esta noche. —Speed camina a lo largo de la fila de plantas, mirándolas de arriba abajo—. Hay suficiente aquí como para que nos dure hasta la puta glaciación que viene. —Y también es fantástica —dice Matthew, deteniéndose para oler una hoja. Frota una entre su pulgar y su índice y aspira el aroma a musgo, salvia y cítricos—. Mira ese pinche brote peludo de allí. —De primera, hombre..., nos acabamos de sacar la lotería. —Tienes razón. —Matthew da unos golpecitos en sus bolsillos, se quita la mochila de los hombros. Su corazón se acelera por la expectativa—. Ayúdame a hacer algo que se pueda usar como pipa. Calvin Dupree sostiene en su palma el pequeño crucifijo de plata con la cadena enrollada, mientras recorre el almacén desordenado en la parte trasera del tribunal de Woodbury. Cojea un poco y esta tan flaco que parece un espantapájaros con pantalones anchos. Se siente mareado por los nervios. A través del mugroso vidrio de la única ventana puede ver a sus tres hijos jugando en un pequeño parque de la comunidad, tomando turnos para balancearse en un columpio oxidado. —Solo estoy diciendo... —Se frota la boca y deja escapar un suspiro—. Debemos pensar en los chicos, en lo mejor para ellos. —Yo estoy pensando en los niños, Cal — replica Meredith Dupree desde el otro lado del lugar, con la voz llena de tensión nerviosa. Está sentada en una silla plegable, bebiendo agua embotellada y mirando el piso.

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