Triángula jorge luis barboza

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Colecciテウn / El inquieto Anacobero / NARRATIVA

triテ]gula Jorge Luis Barboza


Jorge Luis Barboza

triテ]gula


Universidad Nacional Experimental “Rafael María Baralt” UNERMB Colección El inquieto Anacobero NARRATIVA

Triángula ® Jorge Luis Barboza, 2015 1era. edición Depósito legal: lf 5362011 800 2418 ISBN: 978-980-6792-15-9 Fondo Editorial UNERMB Coordinador: Jorge Vidovic

Cuadros de la Portada: Mercedes Rey. De la serie África Libre Portada y diagramación: Jorge Luis Barboza Cabimas, estado Zulia, Venezuela.


Universidad Nacional Experimental “Rafael María Baralt”

Lino Morán Rector Johan Méndez Vicerrector Académico Leonardo Galbán Vicerrector Administrativo Victoria Martínez Secretaria Rectoral


Índice Tercera Estación .............................................................5

La Lenguarada ................................................................16

L a ve r d a d e ra h i s t o r i a d e I t a t a b i b ......................25


Tercera Estaci贸n


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La verdad es que nunca supe de esa flor que en algunos ojos se abre sin tardar de madrugada. Ahora para saber es tarde.

A Thaís Lorena y su torbellino

Eugenio de Andrade

En esta ciudad sin puentes, bajo el sol lagrimeante, es alguien lejano, un oscuro punto del que poco se puede decir o del que más bien no quisiera ni hablar. Fue en estos meses de calor, aunque ya nuestras dos estaciones se han retorcido en las mandíbulas de Dios y no sabemos si son las lluvias de invierno o los aguaceros de verano los que humedecen los ojos de estas flores resecas que nos persiguen. Te vio, por primera vez, en las escaleras (él se acordaba de escaleras al cielo) cuando esperabas al profesor que pocas veces daba clases y las escasas veces que lo hacía les hablaba largamente, sin respirar, matando a la literatura y a los alumnos con ella. No esperabas a nadie, te veías perdida como si el universo acabara de implosionar una manada de unicornios salvajes y el murmullo de sus cascos creciera desde lejos hasta convertirse en una cascada de ángeles extraviados que subirían por esa colina y desaparecerían en alguna de esas aulas desiertas. Lo que no sabía, y no tenía porque saberlo, era que te sentías a gusto contando las alas casi derretidas de cada bestia y viendo el golpe de gente que pasaba por el pasillo que los llevaba a cualquier puerto. Te parecía que


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no sabían a dónde iban, perdidos como creía él que estabas o más bien lejos en ese punto que fue una vez y que espero nunca más sea, por mi bien y por vos. Hablaban en medio de cualquier llovizna olorosa a tierra en esa colina, en los bancos de concreto mojados de sol, en algún salón eterno de la biblioteca. Luego se vieron en las librerías y en los cafés con las nubes todavía impolutas y ahí, precisamente ahí, fue que comenzó la mar de leva, el revuelo de algas y de peces asustados. Él escribía, claro que escribía, después sería el muro de los lamentos, el patio de las tunas a la luz del relámpago eternizado que llevamos como una campana en el pecho. Era un peso, otro, que debía soportar con vehemencia en el medio de la nada, del naufragio lacustre con ese chispazo como farol de pasiones acorraladas. Tu boca mordaz encontró nicho en la fragilidad del amor desprevenido y del sexo luminoso, en el sabor a vagina de tormentas solares, en los puntos luminosos cuando te restriegas los ojos para ver sólo lo que tú decías, en los amaneceres confusos de nubes púrpuras y tormentas eléctricas. Por un tiempo fue hermoso, y vos no lo negáis, independientemente de lo otro. Se quisieron en esos remolinos de polvo reseco, se amaron en la lluvia que hace amarillear los araguaneyes de Tía Juana, aunque sea yo, precisamente yo quien lo diga. ¿Quién más lo puede decir? Era algo nuevo, con él compartías cosas que pocas veces se pueden compartir con alguien. Hubo libertades, por supuesto, que después se perdieron porque ese amor de pasillos y tropelías caminaba acompañado de demonios escarlatas. Había gustos comunes, nacían proyectos que con el tiempo se harían realidad en la época buena, en la época del amor ingenuo. Se leían textos, se escribían cartas gárgolas para desaguar las tardes calurosas después de las lloviznas de minúsculos pétalos olorosos a artemisa. Aprendieron juntos a pesar de su aire de superioridad. Soportaron las crisis, perdón, vos soportabas las de él, y cuando


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se acercaban las tuyas, tenías que arreglártelas por tu cuenta. Salvo cuando tus hermanos te acosaron, él te protegió como hombre, aunque después le faltaría, en el momento del desangramiento de la vida hecha capullo tratando de abrirse paso en el infortunio. Pero en mucha ocasiones lo hizo bien, reconozcámoslo por favor, y perdoname que te lo diga. Hacé memoria. No sólo la vez que se enfrentó a tu hermano y evitó que te golpeara. Te insultaba delante de él para provocarlo, te decía que si ya te habías acostado, que si ya, que si se lo habías dado como si fuera un regalo mal ofrecido en las aguas verdinegras del lago, tornasoladas por el bitumen. Eso no hizo más que precipitar la lluvia ardorosa de la otra estación que sois con tus afluentes venidos de los cabimos aceitosos. Fue un arrebato que se repetiría muchas veces, nunca las suficientes, a pesar de los lugares insospechados y los apremios de la hora y la inexperiencia de ambos, de ambos para orgullo para los dos, eso te sedujo porque compartían el misterio del bosque de árboles gigantes, vecinos de duendes, la primera locura desgajada, los pétalos tiernos en el vilo de la tierra. No fue fácil, antes lo hablaron muchas veces, pasaron meses, tenían miedo, sobre todo vos, claro, la duda de la cacería de madrugada sin luna, lo arriesgabas todo, pero disfrutaron el sabor de las palomitas en coco que siempre te quedó. Temías, si por casualidad, si acaso, por Dios y La Inmaculada, no lo quieran, él al último momento, en el filo del largo relámpago, en el borde de los ríos desbordados, en los caseríos inundados, salía corriendo, huía, y te quedabas vos inhóspita, a la espera de que los arroyos enternecidos por el amor bajaran a los piedemonte, pero no, no, los cauces quedaron baldíos. Esperaron días, esperabas que todo fuera un trastorno del clima, las fechas a veces no son exactas, podría ser, y nada. El guaco cantó en una noche copiosa. Qué hacer, qué esperar, ahora recordabas o sabías que era débil, sus crisis, sus dos estaciones, siempre confusas. Él te había contado su historia y no lo soportaba, su abandono, su origen incierto, su inseguridad y sus flaquezas, eso


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te daba la certeza de que con él no contabas para nada, nunca contaste con su auxilio. No te quedaba más remedio, comerte la uñas, hasta la raíz, destrozártelas, podar la poca valentía en la que anidaban sus temores infantiles y no sirvió de nada. Acabaste con todas las margaritas y digo poco porque desolaste el jardín, el del mar de los buchones, el del monte de las iguanas morenas. Heriste los ratos alegres, cizañaste los recuerdos de los navegantes a vela, los libros de poesía maracuchistaleninista, y seguías siendo el árbol grande de la casita de juego, en ella él quería subirse para descansar y olvidar. Pero vos seguías adelante, terra fértil que va a cosechar un hijo, pensaste, finalmente, antes de que el viento siguiera cambiando y la marea volviera a bajar, o a subir, apostaste por el dolor que desde entonces cargáis y no podéis perdonarte, perdonarlo, decidiste, sola, cortar la raíz desde tu entraña, tu mies del vientre. Vos misma lo hiciste todo, como una duna errante, mientras él con su presencia estaba ausente, momificado, no contaba, no contabas. Con todo corriste vos, los riesgos, la posibilidad mortal, la mortal posibilidad, la tala suicida, la quema de tu pedazo de vida, de tu terruño, tuyo y de él, ausente, sin fuerzas, venido a menos, temblando, sudoroso de frío, sin dónde sostenerse, mientras llorabas y no medias lo que hacías, lo que estabas haciendo, vos sola, sin nadie, sin saber o sin querer saberlo. Hubiera sido preferible quedarse ahí, de una vez por todas. Por eso, porque tuvo que ser por eso, las amarguras, los desvaríos, las cosas que le perdonaste tantas veces, pero ¿cuántas veces las provocaste? ¿cuántas veces fue porque a él le daba, le dio, la gana? Se aplastaban. Te abandonaba en cualquier lugar. Lo acosabas y llegaban los seres xerófitos con sus corazones de arena. Te reprimía. Más allá de los límites sacabas sangre. Te hundías con él en el mene espeso. Se amaban. No había valor. El odio caído derretía los cuerpos acostados. Sin embargo, siguió habiendo planes, ilusión de una mejoría a pesar de los desganos ocasionados por las crisis de él, la persecución que iniciaste, implacable, casi suicida, sin lugar a escapato-


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rias. Pero las esperanzas de la calma después de la tormenta las interrumpían las malezas estériles que se comen el sol y no dejan crecer la cayena y la bellalasonce. Pero siempre fueron verticales, no cedían terreno y sobrevino el hundimiento, fueron árboles no espigas contra los vientos de agua. Pero detenidos, parados, se quebraron y los comejenes hicieron su trabajo desde adentro. Los planes dejaron de manar, los del casamiento, las cuentas de las hojas caídas, las lajas de las palabras maldecidas o quizás bien dichas, el careo, las espuelas, la inseguridad que llevó desde niño lo arropó como olas de noche. Fue tortuoso. Inventabas viajes a la Sierra de Perijá, a la Sierra de Coro, a la Península Goajira, te ibas. Ya se lo habían dicho, pero insistían, hasta que ya, es demasiado tanto limo en la orilla, tanto hedor a algas podridas, tanto daño junto. Quedando siempre esa falsa esperanza, apareció éste, con su silencio, con aire extraño, que no parecía llamar la atención. Pero un hombre desesperado de amor es capaz de cualquier cosa. No lo excuso, solo te explico. No fue más que un ahogo en los bajíos de un puerto escondido, la posibilidad cierta de lo definitivo. Se presentó en tu casa, a tus hermanos, en uno de esos viajes con el otro y lo contó todo, contó tu desvarío desesperado en el que sólo puso su semilla y su cobardía y huyó como un báquiro en plena cacería, dejándote la ventisca y los truenos a vos sola, otra vez. Todavía le duele haberlo hecho, así como no podrá olvidar lo revelado, el desquicio de la vida perdida. Te imaginó frente a lo hecho cuando llegaste, a tu madre, por Dios hija como pudistes, semejante pecado, por la santa misa, por la crucifixión de Cristo, por su vía crucis, hija mía, Dios y todos los santos que se hamacan en la corte celestial te perdonen. Después no te dio tregua esa figura, tu doble, como vos misma decías, acosándote en pleno acimut, inquiriéndote, santa inquisición de los pecadores. Pero nunca preguntó dónde estaba ella para ayudarte.


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Para él fue un intento metafórico de suicidio, más real que el del veneno, cuando llegaste a reclamarle como quería, que huyeras hacia él, y arrepentidos lloraron. Pero fue otro pozo que se secó por la inclemencia de este sol sin luz. Fuimos aves marinas confundidas por el eclipse solar. Este soy yo. El hombre con el aire de extrañeza que te acompañó en aquellos viajes de verdores y sequedades, el de la canoa en las yaguazas. Sí, soy yo quien cuento y escribo. Te encontré un día en aquellas bancas mojadas de sol, acompañada por el desgano de la vida, por aquel secreto mortificante que intentabas ocultar en tus poemas, por el apoyo que nunca recibiste y de inmediato iniciamos el viaje a tierras interiores. Después de todo fuiste vos quien me hizo comprender cómo viven las flores en el precipicio. Vos con ese nombre de isla, aunque te gusta más el otro, Ariadna. Te alejé de él, es cierto. Me hablabas en abstracto, como contando la historia de otros, pero tu voz lo decía todo, la historia se comía a sí misma, la amargura de la zábila se quedaba corta, sangrabas y te puse aceite de copaiba, te hice baños de manzanilla porque buscabas paz, pero ahora te perseguían a vos los miedos que tantas veces le quisiste exorcizar. Nos fuimos encontrando en algún remanso de tu confuso río, en los bocachicos rellenos de Santa Rosa y los calabazates de mi tía Auxiliadora hechos en algún fogón de La Rita. Nos fuimos convirtiendo una presión en la sangre, en un río de vientos de albahaca, en un revuelto de hicotea. Vos fuiste mi dragón, reina, pasión en la gloria y en el cielo a gritos, mi cabello de ángel, las oscuras formas que regresan a su origen, mi universo roto. Yo, tu aura de serenidad, tu regazo perdido. Se paseaba conmigo por los camellones de esta ciudad con lago y por los pasillos de la universidad, yo agarraba su amor de la mano, el suyo era un arroyo que alimenta el mío, el mío era un diluvio de Dios. Terminábamos olorosos a sexo, a lagos profundos y dulces con uvas de playa, a orgasmos sin eyaculación, llenos


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tantra y terciopelo, con el color de los helechos colgantes, de la berbería y de la musaínda, me preguntabas qué tienes, qué tienes, cómo me llenas así, tan fácil y tus ojos esculcaban mi humanidad infructuosamente. Nos escribíamos cartas con la condición de que las leyéramos en ausencia del otro. Los que nos conocían a los tres, a él, a ella y a mí, inventaban las versiones de la historia. Se me acercaban como buscando que les contara de qué se trataba mi último cuento, y yo les hablaba de un triángulo mágico que doblaba el tiempo con la condición de que algún animal bicéfalo entrara él. O de otro cuyo personaje, al que por puro capricho lo llamé Centeotl, era hermafrodita y se germinaba a sí mismo. Otras veces decía que era sobre las oceánidas, pero no vestidas con sus túnicas verdes y azules, sino rojas y revolucionaban nuestro estuario de buena gana. Nos reíamos y te gustaba mi paz, mi zen. Fueron semanas botando el lastre, vaciándote de costumbres resecas y vicios. Yo a veces lo percibía como una línea recta, a veces como una línea curva que tarde o temprano iba a cerrarse. Tú insistías en interrogar mi alma y mi cuerpo, y yo inocentemente balbuceaba respuestas, te hablaba del koan, de la iluminación. Hasta que un día me pediste una tregua, un respiro porque habías nadado de una orilla a otra sin descansar. Fueron días de desasosiego, me refugié en la lingüística cartesiana de Chomsky, en el credo de Nazoa, en el baile y los círculos en Anandaha-A de Trafalgar Medrano, en los poemas bélicos de Abdellatif Laâbi, en una que otra corregidera de trabajos y no supe nada de ella por cinco días. No sé si porque me evitaba o sólo no coincidíamos por tener turnos diferentes. Aproveché, también, un día para convidar a amigos que en estos meses tuve olvidados y alguno de ellos, quizá viendo mis ojos trozados, me llevó a casa de una vidente. Risueña me dijo saber que no creería lo que me iba a decir hasta la víspera. Había alguien que con mi imagen se tocaba cerrando sus piernas, sus dedos, sus manos, sin mi carne, que me hacía desear su color carmesí, sus capiteles mordidos, era


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alguien terrenal que bordaba cuerpos y sembraba los filos boca arriba. En esos días encontré en el parabrisas de mi carro una carta, fue como meter los pies en arena de playa después de andar calzado todo el día. La guardé no sin cierto nerviosismo y decidí leerla en secreto. No era una carta tuya como hubiera preferido, era apenas una nota advirtiéndome sobre ti y no daré más detalles. Supuse que podría ser él que jugaba a sembrar tunas y cardones. Sí noté, ahora que recuerdo, algunas sonrisas solapadas y miradas esquivas en los salones de clases, pero como uno está curtido en estos menesteres, en las espinas de lima, se defiende con la indiferencia propia del que tiene el poder y sabe cuánto pesa la autoridad del profesor. Después de este receso, pensé, estaríamos preparados para vivir juntos, quizá en la finca de Tolosa, así se acabarían estas habladurías y chismes de pasillo. Al sexto día me llegó llena de alegría, como si nos hubiéramos visto apenas unas horas atrás, había un dejo de intranquilidad o algo así como una tranquilidad fingida y cuando quise saber de esos días de ausencia hubo un leve tono de reproche, preferí vivir de nuevo tu intensidad y calmar cualquier pensamiento azaroso y malqueriente. Nos fuimos a mi casa, caminamos en el patio lleno de matas de guanábanas, cotoperíes, nísperos, limoneros, cerezos amargos, nos sentamos en el platanal que está al lado de la gigantesca mata vera, en ese olor intenso y húmedo, entre una pareja de azulejos que jugaba y picoteaba las guayabas, debajo de unos pichones de gonzalicos, en esos gruesos tallos lisos te volví a tener de nuevas formas oliendo los sonidos de tu cuerpo, a sudor, a manos agarradas, a miradas, a fuerza de miradas, a clandestinidad tendida, a mareas bajas, a mareas altas, a trópico, a pulpa de fruta que chorrea sus jugos en las comisuras de mis labios, en la lengua de Dios. Chupaste la caña de azúcar, ritual que repetirías cada vez, y me incendiaste hasta dejarme como ciudad arrasada. Entre más me llenaba tu sexo, más me vaciaba tu amor.


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Cuando la llevaba de regreso me acordé de la nota que me habían dejado en el carro. Para entrar en conversación le conté de mis trajines en esos días, ella guardó silencio, de esos que parecen no escuchar. Entonces le pregunté a rajatabla a dónde había estado el jueves en la tarde. Saltó como una gata de monte, me gritó que si era que yo la perseguía, ¿qué es esto? ¿Estás sacando las espuelas? ¿De qué se trata esto, de saber cada pasó que doy? Si te vas a poner como él, dilo de una vez, ya me parecías demasiado bueno, quien te ve, zafio,… Creí justo su reclamo, en todo caso quiso tener un descanso y esos días eran de exclusivamente suyos. Pero por mucho que uno se prepara, no hay huracán que no haga desastre. Podaste las nubes, los cielos, las estrellas, la noche y el día, el lago y sus peces, escamoteaste los caujaros, los robles y las acacias, talaste el canto de las paraulatas, sembraste la cipa en los manglares para cundir con su hedor las playas desiertas, no dejaste una sola abeja, un solo panal, una gota de miel. Criticabas mis clases por aburridas, mis cuentos por insustanciales, mi forma de caminar, mi dignidad por estar con una alumna. No era recta, era círculo, era espiral, era bucle. Entendí entonces cómo habías hilado fino, yo era el insecto envuelto en un disfraz de capullo al que le extraías sus entrañas de a poco. Tu sexo era carnada. No eras alborada, no eras amanecer, eras sol que se apaga, estrella que se extingue, agujero negro tragándote mi luz. En esos cinco días lo buscaste a él pero ya era tarde, ya había visto la telaraña, la enredadera que avanza, envuelve, circunda, lía, venda y ahoga. Luego de hacerte el amor por última vez te vejó, te insultó, te desnudó con la hiel del odio que habías sembrado y corriste hacia mí. ¿Qué tienes? ¿cómo eres así? Lléname. Pero el amor no es fácil, es un juego de arcanos, de piezas akáshico, es una hebra de plata, es “Sombras nada más entre tu vida y la mía/ Sombras nada más entre tu amor y mi amor” en la boca de Felipe, son mis lágrimas desbocadas desandando mi casa, mi amor malencuerpado. Un atisbo de conciencia me permitió verte, ahora sí,


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a plenilunio y no quedó un pedacito de cabuya para amarrar un gallo, para amarrar esas burusas de felicidad que a ratos tuvimos1. Ya no espero a nadie ni nadie me espera. No quiero seguir siendo tabla de salvación ni estación confusa, no voy a dejar que esta pesadumbre me envuelva y juro por este amor que desovo, por Dios, más grande que una mata de coco, que me arrancaré este abrojo, esta corona de pringamosa que envuelve mi corazón.

1 Como prueba de que sí me amó, un fragmento de una de las tantas cartas que me escribió:

Maracaibo, 25 de julio

Mi amor: Hoy te he recordado muy diferente a otras veces, he tenido la necesidad de pararme frente a ti, mirarte y decirte que te amo. Llevamos tres o cuatros meses, no sé. Seguimos siendo en presente. ¿Te fijáis? Quiero que sepáis, en estos momentos donde estéis, que te amo, que sois una de esas pocas cosas que valen la pena. Me hubiera gustado que estuvieras conmigo para montarme en mi caballo, en mi montura, sin silla, a pelo. ¿Por qué no te conocería antes? Y si te hubiera conocido ¿Qué habría sido de nosotros?


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Casualmente Aníbal, Javier y yo hacía unos días habíamos hablado de ella antes de que la desmesura de sus palabras la hicieran caer en ese estado letárgico. Aníbal, poeta al fin, habló de las palabras mal gastadas, del torrente inarticulado que salían disparadas como centellas, de esa voz sin silencios. Javier, dijo algo de su centro, citaba a alguien “su centro no está en la cabeza” sino aquí, señaló con su dedo índice el ombligo y comentó algo de Ouspensky. Yo quise hablar de un cuento, Oinos y Agathos, pero en eso pasó una monumental mujer. Lo de Rosario no fue más que una respuesta a la ley del equilibrio, opiné para retomar el tema, en ese punto estuvimos de acuerdo Javier y yo, la última vez que estuvimos de acuerdo, por cierto. No es posible que ese largo efluvio sea producto de la casualidad. ¿He dicho casualidad? Corrijo: debo hablar de coincidencias. Se enteraba de todo para hacer y deshacer, sabía cuándo suspiraba el perro del vecino por la perra de la vecina, a qué hora de la madrugada llegaba y con cuál la que vendía empanas a una cuadra de su casa, cuándo y cuántos coñazos le daba fulanita a su fulano por llegar cayéndose de una pea errabunda de los caminos de las putas. Muchas veces la oí jurar por sus generaciones pasadas y futuras que tal cosa era así, y como que si algún dios extraviado la complaciera, así era.


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Primero hablamos con Lola y luego fuimos a que su mamá, doña Carmen, y su hermana, Sara. Sara me echó el cuento, la sintió levantarse en la madrugada, como a las dos1, era su costumbre, tenía como un oído especial, escuchaba con todo el cuerpo, sabía cuándo alguien le mentía. Mientras Sara nos contaba, doña Carmen sollozaba la pérdida. Aníbal y yo sentíamos que la marea de la vergüenza nos subía y nos bajaba de luna llena a menguante. Javier, en cambio, salió más de una vez para desaguar la represa de la risa. Sara, por el contrario, se mantuvo estoica, hablaba como si se quitara algo de encima, había sí, con un dejo de rabia macerada, de desquicio venido a menos, como los mangos que son arrancados antes de tiempo y se maduran, pero no es lo mismo, son insípidos como si su vida ya no tuviera sentido. No nos hablábamos, peleamos porque yo estaba saliendo con Andrés el de los Cuenca, me dijo que él era un grancoño, un coge maricas y que le gustaban la muchachitas como yo, se le oía la voz amarga, olía a hiel, sentía cada cosa que me decía en el cuerpo como si fueran foetazos. Mi hermana era como el demonio, mezclaba la verdad con la mentira. Yo no me dejé, también le dije lo suyo porque a mí se me puso otra cosa. Vos te acostastes con él, vos lo que estáis es celosa porque anda conmigo. ¡Cállese¡ si no quiere que la jetee, es su hermana y los difuntos se respetan, mi pobre hija, Dios la perdone, tenía sus cosas pero no se merecía eso, quería mucho a sus hijitas, al menos ellas tendrán quien vea por ellas, sus papás se encargarán. Rosario no era mala, ella… era un poco brava por la boca pero más nada. ¿Qué queréis mamá? si no perdonaba a nadie, ni a su propia hermana, precisamente -nos miró ignorando la repuesta que le iba a dar su madre- esa noche se levantó a averiguar, yo la sentí, me desperté cuando fue a la ventana, la entreabrió, yo me hice la dormida, y se quedó mirando un rato largo quién sabe qué.

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La hora fue confirmada por el señor Remigio, quien un tanto avergonzado y en voz baja, diría que casi inaudible, me contó lo sucedido.


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El señor Remigio venía de una fiesta pero no venía solo. Estuvo enamorando toda la noche a la Sofía. Bailaron con Los Blanco y cuando él quería apretujarla ella le aplicaba el freno con suavidad pero con firmeza para mantener esa distancia de sí pero no, no pero sí. Todos los presentes estuvieron de acuerdo en que ella lo eludió con una sonrisa en los labios. Finalmente, aceptó que la acompañara a su casa y justamente frente a que Rosario, se detuvieron. Ahí, aprovechando la oscuridad de una bombilla quemada, en la soledad de la madrugada, Remigio la besó manoseándole la espalda, animado por las cervezas y el silencio de ella, descargó el ímpetu que Sofía le había atado a veces, incitado otras, en los cruces de la calle, en lo saludos casuales, en los columpios de la plaza donde se monta con su hija y el vaivén le levanta la falda medio pisada medio suelta con las piernas morenas y lisas, con el desdén de te miro pero no te saludo, pasó de las nalgas al pecho, a los senos esponjosos y más abajo, en el soliloquio de la noche le propuso perderse. No me lo van a creer, Rosario jadeaba como un animal en la ventana, el calor le chorreaba el cuerpo. Fue hasta donde yo estaba, creo que me iba a despertar pero se tiró en la cama y empezó a dar vueltas, algo no la dejaba dormir, su cuerpo estaba prendido en fuego, había empezado con un fogaje sudoroso lleno de sueños temblorosos, vahos de piel fatigada, cuarteada por la sed los cujíes agosto pleno. Por fin, se sentó en el borde de la cama cuando cantó un gallo, kikirikí, y dos gallos le contestaron. Se tiró en la cama de nuevo, temblaba como si tuviera escalofríos, al rato quiso levantarse, por la piel húmeda le corrían lágrimas de sudor, pero otro gallo cantó y un solo gallo le contestó. Se acostó como cuando a uno lo jalan por detrás. Ahí sí me dio miedo, tenía otra cara, cogía aire a grandes sorbos como una chimenea al revés y el pecho se le hinchaba. Yo sé por qué estáis aquí, no importa. Anoche me levanté porque sentí pasos, tengo el sueño de los viejos. La Sofía y el viejo Remigio parecían pulpos amarrados. No me lo explico, cómo es


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que no sabía eso, yo no sabía eso ¿es posible Lolita? No lo sabía, pero si no lo sabía yo, no lo sabía nadie y vos sabéis que es así porque ni vos, ni vos ni nadie es más arrecha que yo en esto. Me quedé mirándolos un rato largo, me entró algo, una desesperación, un anhelo, una irritación, una palpitación, un respirar profundo. Ellos se perdieron en la oscuridad de un patio, entonces sentí un ardor en el cuerpo, una picazón en la lengua, las ganas de contarlo me vertebraban, sentí unos latigazos de pringamosa que me saeteaban la memoria. Miré a Sara pero estaba dormida y yo a esa no le hablo, no podía dormir de tantas ansias. Cantó un gallo que resonó en mi cabeza y los ecos se multiplicaron en mí en un canto fino, delgadito que bandeó mi cabeza, adentro, muy adentro. Todavía era de madrugada cuando me jaloneó yo apenas le dije muchacha qué te pasa. El viejo Remigio y la Sofía, mamá. ¡¿Qué les pasó?! Le pregunté todavía entredormida. ¡Se estaban besando! Ay, mija andá a dormir, mañana me contáis, andá a dormir… Lola no me miréis así, ya no podía dormir, más bien no quería. Sentí un miedo ajeno, un miedo que no sabía de dónde venía. Busqué las barajas para entretenerme, la primera que viré fue un dos de corazón negro. A partir de ahí las cosas se me hacen borrosas, seguí sacando cartas, creo. Sintió el cuerpo pesado como con todas las culpas de otras vidas, cargas que no se tocan pero que se llevan impregnadas en la corteza. Se le cerró un ojo mientras la cara seguía hinchándosele y toda la piel le latía. El tiempo se elongó como esa masa carnosa que nunca había descansado, desde los primeros balbuceos había estado destinada a desgastar las palabras hasta convertirlas en piedras informes, inefables pero ardientes como lava volcánica, como latigazos que sajan la piel salpicada de agua salobre. Las cuerdas de su mente no dejaban de vibrar y se expandían sordamente en discursos apócrifos. Adentro, entre sus dientes,


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comenzó a crecerle. Si no te acordáis es porque no queréis, viste salir los primeros rayos del sol, viste salir el cielo naranja que pasó a fucsia a amarillo a blanco nube. La encontré sentada en el frente de la casa, en esas sillitas donde matamos la tarde jugando barajas, dormida con unas cartas en la mano y otras regadas en la mesa y en el piso. Ya era de día, la gente pasaba por la calle, pensarían que había amanecido borracha, vos sabéis. Le dije a mamá para que la despertara. La llamó bajito, estaba rendida, la tuvo que sacudir, gritarle ¡muchacha! Qué hace usted aquí ¿está loca? Se le veía asustada. No sabía dónde estaba. Tenía algo en la boca, salí corriendo pal baño y me encerré. En el espejo vi una imagen que no era la mía, era otra más bonita ¿No me creéis, verdad? No me creéis. Abrí la boca lentamente, con miedo, no vi nada extraño, sólo dientes y lengua. Me revisé bien, no tenía nada raro. Saqué la lengua, la tenía un poco… no sé. Me la toqué, todo normal. Me halé, se me estiró unos centímetros y se me quedó así, más larga. No supe qué hacer, me volvió el miedo aquel, me echaron una vaina, me dije, y me acordé tuyo, Lolita. No se lo conté a nadie, fui al cuarto agotada de algo y sin saber que tenía sueño me quedé dormida. Un terrible grito me cruzó de la cabeza al vientre, estaba horrible, con la lengua esta enrollada como una serpentina. Con el grito que pegué la desperté. Enrolló y desenrolló la lengua como un bicho. Salí corriendo pegando gritos como una loca ¡mamá! ¡mamá! Mamá llegó corriendo, ya yo no podía hablar, me faltaba el aire. Su lengua era callosa, con escamas. Mamá me preguntaba qué pasaba, por fin pude decir ¡Rosario, es Rosario! En eso se apareció Lola, no sé cómo supo, la arpía esa preguntó qué le pasó a Rosario, yo no respondí, solo miré para el cuarto. Lola y mamá fueron a ver, Lola, como siempre de metida, se asomó primero. Se oyó un chasquido, ¡zazzzzzzch! Rosario la azotó con un lengüetazo en la frente y cayó desmayada.


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Yo no hallaba qué hacer, Lola sin sentido, Sarita con la mirada fija el piso no decía nada. Recé no sé cuántos padresnuestros y avemarías. Rosario se quedó en el cuarto, hubo un silencio prolongado, Sara no se podía quitar el gesto de asco de la cara como si tuviera un olor de rata muerta en la punta de la nariz, cruzamos miradas fugaces, yo tampoco quería hablar, hasta que se levantó y empezó a llorar coño por qué a mí, qué pensará Andrés ahora, que mis hijos saldrán como ella, como ese mostro viperino, por qué no a Lola, a la bruja esa, ahora los hombres me van a tener miedo, ni siquiera me van mirar, Andrés había dicho de buscar una casita para que nos fuéramos, seguro que se corre, seguro. Imagínense, qué podía hacer yo. Cuando Lola se despertó sólo dijo, me tengo que ir, yo la atajé, le pedí que no dijera nada, ella se va a curar Lolita, por diosito te lo ruego, por lo que más queráis, ve que somos vecinas de tanto años Lolita, vos también sois madre, por lo que más queráis. No se preocupe señora Carmen, yo le guardo el secreto. Que Dios te lo pague, mija. Yo ya la había visto dormida en el frente amaneció ahí después oí los gritos cuando voy era Sarita que la había encontrado no era para menos mijita porque esa bicha si era fea ho-rri-ble cuando llegué Sara estaba casi desmayada le hice agua de azúcar vos sabéis cómo las aprecio yo para que me contara rapidito cuando veo que dice que es la Rosarito yo dije nada a esta le dio un vahío hasta muerta la hice Dios no lo quiera ¡ay¡ cuando la veo nononooo una lengua que le mide lo menos como cinco metros la sacaba y la metía como un bicho un lagarto eso como un lagarto la cara ni te cuento los ojos como ver los de un sapo las orejas grandotas de elefante parecía una bruja vos sabéis como te decía la lengua era larga y áspera como una lengua de vaca no yo la toque ni de broma chacha sí si yo no aguanté la impresión y me desmayé cuando caí me di un golpe aquí en la frente ve por eso tengo esta marca aquí pero yo no dejé que me tocara ni de broma y la pobre señora Carmen pobrecita cómo lloraba yo la consolé mucho y le di fortaleza y ustedes saben yo les cuento esto porque


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son de confianza pero no se lo vayan a decir a nadie… La noticia comenzó a correr cerca del mediodía por lo que pocos pudieron degustarla con el almuerzo, pero comenzaron a pasar frente a la casa como quien no quiere la cosa mirando de reojo. No se atrevía a llegar porque ya se decía que Rosario le había dado un lengüetazo en la frente a Lola. Las puertas y ventanas estaban cerradas, Sara supo que Lola no se aguantaría, ni lo dudéis un segundo mamá, se encerraron tensas el resto de la tarde, doña Carmen hizo una sopita de pollo por si Rosario pedía comida. Sara quiso hablar con Rosario, pero había cerrado la puerta con seguro y no contestaba, cuando se alejaba oyó que le quitaban el cerrojo a la puerta. Sara la abrió lentamente hasta que la vio, le soltó un lengüetazo a un jarrón de flores plásticas y los pedazos saltaron por la toda la habitación. Casi anocheciendo, sin que mamá se diera cuenta abrí la ventana, vi los pequeños grupos frente a la casa, se hablaba de muertos, aparecidos, fenómenos, películas de terror y brujerías. Se escuchaban los murmullos que me hicieron perder mi ya frágil cordura, con los nervios crispados lloré en una mezcla de tristeza y arrechera. Alguien me vio asomada, señaló hacia la ventana, todos miraron, comentaron algo y se echaron a reír. No aguanté, salí y les dije de todo, hasta del mal que se iban a morir grandes coños qué quieren, ¿ver al mostro? vengan aquí está ¿la quieren ver? Algunos me miraban con lástima otros con una risa burlona, ya yo ni sabía lo que decía. De pronto los vi asombrados, yo no entendí lo que sucedía hasta que entendí que no me miraban a mí, detrás estaba Rosario. Le dije que se metiera para dentro, le rogué por mamá que no les hiciera caso, le supliqué por último pero no escuchaba, se deshizo de mí con un empujón. Resollaba palabras que no se entendían. Corrió hacia la gente, todos salieron como alma que lleva el diablo, se caían, se pisaban, las mujeres gritaban, ya no quise ver lo que pasaba.


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Yo estuve ahí, entre esa gente que quería que pasara algo que cuando pasó salió corriendo ¿Es que podía hacer otra cosa? pero caí (creo haber hablado de coincidencias) Oí un llanto cerca de mí, una niñita lloraba histérica. Rosario la miró fuera de sí cuando oyó el ruego de la madre. No me la toquéis Rosarito, acordate de tus hijas, hacelo por ellas no me la toquéis. Una lágrima dibujó un hilillo hasta la quijada, mojó el cuello, bordeó el seno para no tocar el pezón moreno, cosquilleó el vientre, saludo al monte de venus, alcanzó la rodilla, agonizó en el tobillo y descanso en el pié. Rosario llegó hasta donde yo estaba, no podía hablar, digo hablar por la boca, de alguna manera me contó, fueron fogonazos de palabras, ecos de oraciones, visiones temblorosas, dijo algo de que al fin se callaría esa voz sin silencio que le serpenteaba en la cabeza. Ahora son como un sueño o como algo que quisiera borrar, un puente tendido sin sentido. Lo que sí es un hecho, porque más de uno lo presenció, es que retorciéndose de la arrechera ella estiró sus metros de lengua despidiendo un vaho fétido, se la enrolló en el cuello y apretó tan fuerte que la garganta le crujió y la cabeza goteó como un cuerpo fofo. Pensé muy adentro, el tribunal del diablo te hará justicia. Apenas lo dije, mientras toda ella caía, Jorge Luis, sentí que un ojo se me cerraba y la cara toda me latía. Me dije, Lola, ahora te toca a vos.


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Se me ha pedido escribir las crónicas del pasado reciente. Me figuro que tal decisión se tomó por mi devoción a la escritura y, sobre todo, porque no hay quien más lo haga. Por el bien del lector debo aclarar que no es la crónica el género de mi simpatía, muy a mi pesar debo cumplir con la asignación y olvidar por el tiempo que se precise mi verdadero placer.

La verdadera historia de Itatabib A los ángeles desvelados de Edgar Méndez En la decrepitud del siglo XX y los albores del XXI, fue tema de discusión entre grandes y pequeños intelectuales el destino del libro. Obviamente nos referimos al libro impreso. Las posiciones eran absolutamente maniqueas, su sobrevivencia por sobre la tecnología versus su desaparición total. Un pequeño grupo de personas, y realmente era pequeño, unas cinco a lo sumo, preocupadas por ambas visiones y sin tomar partido por ninguna, se propusieron digitalizar, estaba en su auge la Era Digital, antecesora de nuestra Era Cuántica, los libros más importantes para resguardarlos y preservarlos para las futuras generaciones de la humanidad. Al poco tiempo, en un arrebato de valentía y orgullo, crearon la biblioteca Itatabib y pusieron los cientos de libros que habían logrado recolectar en la entonces internet. Es altamente probable que se hayan iniciado con el libro Conferencias de Física de Feynman, lo que premonitoriamente explicaría claramente el futuro alcanzado.


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A esta extraña iniciativa, también de forma extraña y paradójica, se unieron decenas de personas y al corto tiempo fueron cientos y luego miles. Se convirtieron en una singularidad. Para entonces todavía era un tanto asombrosa la formación de grupos, o más bien sectas, que se comunicaban a través de la red estando a cientos y miles de kilómetros, más aún si se unían para preservar, difundir y leer libros. Además, fueron gentes que definitivamente nunca se conocieron personalmente, pero que, según algunos registros rescatados, cuando alguien de la comunidad, también usaban el arcaísmo aldea, se enfermaba, eran comunes los mensajes de especies de oraciones de alabanza para la mejoría del miembro del clan, lo que me hace inferir que existía una especie de pacto de sangre reticular. En apenas cinco años, movidos por un afán extremo, la cofradía había logrado recoger miles de libros, por ejemplo, en el mismo año 2008 pasaron de 42.000 libros a 54.000 en un soplo, en una especie de intensificación del afán por almacenar la memoria impresa de la humanidad, algo como un registro akáshico digital. Incluso, había un grupo dedicado a recopilar imágenes antiguas. Sin embargo, no estuvieron exentos de ser atacados por hackers (índigos deletéreos que se introducían al hogar a través de la red y saqueaban y/o destruían la información), pero siempre se repusieron a tan despiadadas intenciones. Algunos los creían un grupo de orates de cabezas rapadas o de cabellos y barbas largas, según fuera la moda, siempre acompañados con el tatuaje de una mariposa verde en un único lugar del cuerpo. Su nombre, Itatabib, es un juego de palabras, además del obvio bib (del griego βιβλιοθήκη, éste pasa al latín, biblion = libro), itata es un vocablo de la etnia mapuche del antiguo reino de Chile o Shile, cuyo significado es campos siempre verdes, por lo que son asociados a ellos, pero parece más una versión romántica que histórica. Inicialmente se circunscribieron básicamente a la llamada para entonces Latinoamérica, pero ante petición de la Condesa de Bracamonte, fue extendida a la


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Europa hispanohablante. No se sabe a ciencia cierta si inicialmente tenían una idea de la responsabilidad (o irresponsabilidad) y magnitud de la empresa acometida. Sin embargo, la desbastadora crisis económica de finales de la primera década del tercer milenio, y la purificadora crisis medioambiental de toda la década de los ’10, les hicieron tomar conciencia de la verdadera dimensión del proyecto y comenzaron a digitalizar todos los materiales de lectura que caían en sus manos, debido a que el papel se tenía que dejar de producir, como efectivamente se hizo, porque implicaba la destrucción de los bosques y las selvas que le dan oxígeno al planeta tierra. Ni los libros de papel ni los digitales servirían de nada si no había quién los leyera. Además, previeron que los libros impresos pasarían a ser objetos de museos por el deterioro que produce manoseo y por el inexorable efecto del tiempo. Con los profundos cambios que ocurrieron en el planeta Tierra, anunciados por el primer gran terremoto, que hoy son historia, y la llegada de la Era Cuántica, los bibliotecólogos itatabibenses no se quedaron atrás e iniciaron la monumental tarea de cuanticalizar los millones de ejemplares digitalizados. Para ese fin, algunos de sus misteriosos miembros crearon la primera versión del programa Techycuant, se dice que en honor a una de sus fundadoras, y las secciones de las bibliotecas que hoy conocemos: Las Hectarianas, Nastenkabib, Carmenbib, Monicabib y la dedicada exclusivamente a imágenes, Ojedabib. La idea original del Techycuant surge al parecer del hecho de que a finales de la década del ’20 y comienzos de la década del ’30, las personas se reunían a leer los pocos libros existentes, de papel o digitales, en voz alta como una manera de entretenerse y de preservar el conocimiento y la cultura. Esto se hacía en lugares cerrados, pero luego se hizo en lugares públicos. Con el tiempo, y en ese irrefrenable gusto del ser humano por el arte, novelas, cuentos, por supuesto, teatro, e incluso poesía,


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comenzaron a ser dramatizados espontáneamente. Se supone que también se debió a que el aire abrasivo deterioraba los libros de papel y a que la tecnología digital presentaba altos requerimientos de energía eléctrica, la cual era escasa y costosa. La luz del día era aprovechada para las labores de sobrevivencia por lo que se esperaban las noches de plenilunio o en su defecto se usaban fogatas y las sombras eran sumadas a las palabras teatralizadas. Las dramatizaciones fueron refinándose en danzas que simbolizaban rítmicamente los significados explícitos e implícitos en todas sus variantes. Sólo la inventiva humana es capaz de traducir el pensamiento y la palabra en palabra, movimiento y pensamiento. Cada expresión facial, cada mirada constituía un matiz inmanente. Al parecer, incorporaron el lenguaje de sordomudos (para ese tiempo existía ese tipo de gentes) y luego cada gesto tomó un giro inesperado, se tornó en ideograma, en la serpiente que se muerde la cola. Algo similar sucedió con las danzas. En este reino los bailantes giraban alrededor de la fogata haciendo círculos concéntricos que giraban a veces en dirección contraria, a veces en el mismo sentido. Los lectores los rodeaban, algunos a su misma altura, otros subidos en algún automóvil o desde una ventana de un edificio, así que cada espectador, de acuerdo a la perspectiva y al juego de sombras, tenía una lectura única y particular. Algunos, espontáneamente sonaban sus palmas e inevitablemente la música se hizo parte íntima de los libros. Otras veces eran espirales o figuras tomadas del tangram chino. Todos caían en trance, danzantes y espectadores. Así que no había traducción, no había interpretación, desapareció la otredad, sólo existía la mismidad. Así que una manera de conservarlo fue que el propio ser humano se convirtiera en el libro, en libro cuerpo o cuerpo libro, en la historia, en la poesía, y como suele suceder, volviendo siempre al origen de todo, es decir, al éter, al universo, en el eterno retorno. Con ello resurgió el Ars originario de la humanidad y le dio una vuelta de tuerca a la arsología.


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Para entonces ya los seres índigos y cristales eran maduros y muy numerosos, y muchos seres diamantes habían alcanzado la plenitud. La Tierra hacía su proceso de resiliencia, como un Ave Fénix, y entraba a este largo periodo de vacasgordas, por lo que en este reflorecimiento de la humanidad la tecnología reformuló su camino y esas ideas del libro-cuerpo o cuerpo-libro fueron casadas con los espacios virtuales. En la Era Digital los espacios virtuales no permitían la vivencia de las emociones tal como lo hacemos nosotros en la Era Cuántica, esa fue la novedad, el salto. Dicho salto es comparable a la dificultad que tuvieron los científicos-shamanes del siglo XX para aprehender nuestra Realidad, o sea, el Conocimiento, derivado del comportamiento del microcosmo y el macrocosmo. No fue sino hasta medianos del siglo XXI que “descubrieron” las leyes del Universo Orgánico o Ley Unificadora, que hoy son parte de nuestra cotidianidad. Entendieron que la simultaneidad no era una paradoja, sino una parte intrínseca de la mente o de lo que llamaban Dios. El salto permitió la creación del Techycuant.1.0, que convirtió a los lectores de palabras, para hacer una analogía con los antiguos humanos, en protagonistas de las historias. Para esos humanos el significado de leer un libro es distinto al que tenemos hoy. Hoy, además del antiguo arte de leer palabras, podemos ser cualquier personaje y vivir y sentir la vida de él o, sencillamente, ser la historia. Algo semejante sucedió con los conceptos de estudiar y estudiante. Antes del Techycuant, algunos humanos de la época y de otras más antiguas, intentaban explicar el verdadero poder de las palabras, sobre todo los llamados místicos y psicólogos que para entonces eran oficios separados, y alguno que otro escritor. Hoy todos nosotros podemos aprehender y comprehender las paradojas, en cambio sólo algunos de ellos se acercaban a su entendimiento. Sus esfuerzos eran comparables con la explicación


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que se le hace del mar al pez de la pecera. Definitivamente, el Techycuant, nos permitió una comprensión casi cabal de la humanidad, mas muy poco del universo. Al igual que Gutenberg con la imprenta (1.449), la biblia fue la primera en cuanticalizarse, fue el primer librocuerpo o cuerpolibro. De ésta, los pasajes preferidos son el Génesis, Moisés abriendo las aguas del Mar Muerto, el Cantar de los Cantares, la Danza de Herodías, el Vía Crucis, la Crucifixión y la Resurrección. Como personajes, obviamente, Dios, Jesús y María Magdalena. El menos preferido es Judas el Escariote. También se puede ser Don Quijote, Sancho o los molinos; el gato de Schrödinger en sus dos momentos; Alicia en el País de las Maravillas o cualquiera de sus personajes; Gargantúa o Pantagruel, indistintamente. Quizá por ese gusto morboso hacia el miedo, los cuentos de Poe son descargados de la Intercuant frecuentemente. Particularmente, me gusta ser el tigre y todos los tigres de Cortázar, Las ruinas circulares y el Aleph; la emoción de conocer y tocar el hielo por primera vez en el circo del Melquíades la he repetido miles de veces. Me divierto infinitamente con la angustia de Chuan Tzu. Claro, el Kamasutra y el Tao del Amor y el Sexo son mis libros de cabecera. En cuanto a la poesía, me ha sido imposible accesar a los registros de la Congregación Itatabib para saber cuáles son las preferidas. Sin embargo, es del conocimiento general que son pocos los que se atreven a descargarla. En lo personal, creo que esto último se debe a que la consideran un peligro, quizá adictiva, y al riesgo de vivir todas las muertes, incluyendo la última muerte de todas las vidas de cada humano y de la Humanidad. También, dicen, que se pueden agotar todos los sueños soñados y por soñar del lector y del escritor en una descarga. Allí estarían realmente todas las alegrías y todas las tristezas y sus variantes. Algunos sostienen que la vida huma-


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na se extinguiría de una vez por todas, lo cual podría ser cierto. Sólo me imagino la lectura de la Divina Comedia, de Dante. Si algún día me atrevo, descargo a Miguel James completo, y a Elena y los elementos, de Sánchez Peláez. La próxima versión del Techycuant, la 10.7.9, promete ejecutar y mezclar hasta cinco libros simultáneamente, sin importar el género.


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PublicaciĂłn digital del Fondo Editorial UNERMB Septiembre, 2015 Cabimas, estado Zulia, Venezuela.

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Colección / El inquieto Anacobero / NARRATIVA

J

P R E L U D I O

orge Luis Barboza es un cuentista nato, no sólo por el hecho de que yo lo conozca a él escribiendo cuentos hace ya más de veinte años por lo menos, sino porque posee el domino del género como queda expuesto y demostrado ahora mismo en TRIÁNGULA cuyo contenido lo conforman tres cuentos: Tercera estación, La verdadera historia de Itatabib, y, La lenguarada. En estos cuentos, además, Jorge Luis Barboza asume el reto técnico y expresivo de narrar desde una perspectiva literaria crítica y plural, como una experiencia valiosa de exploración personalísima de lo que es capaz este narrador frente al siempre difícil arte de la cuentística. La realidad emotiva o el contexto afectivo en el que está escrito el cuento titulado Tercera estación, supone una destreza de narración lírica, ricamente impresionista, fundada en un estilo que anostalgia la historia por los dictados del desamor que encontramos en el personaje femenino, quien abarca todo este relato como un solo suspiro. En el caso del cuento La verdadera historia de Itatabib, Jorge Luis Barboza, desarrolla una ficción compuesta de elementos literarios claramente borgeanos, (¿qué cuentista auténtico no es borgeano al fin y al cabo?) y por lo tanto, es un cuento, digamos, de ludens intelectum que sorprende en su funcionamiento y resultados narrativos. En cuanto al cuento desenfadado y ricamente humorístico La lenguarada, da gusto leer en éste la fluidez profunda del dialecto voseante y su respetable imaginación popular, donde se funda en la ficción un mito urbano cabimero que cuenta, entre cuentista y cuentero, sobre una mujer que tiene u–na lengua “que le mide lo menos cinco metros”. Con estos tres cuentos, Jorge Luis Barboza, demuestra cuánto puede lograr un escritor cuando sabe con propiedad lo que significa narrar un cuento. Carlos Ildemar Pérez El Fondo Editorial UNERMB, al bautizar la colección de narrativa con el nombre del cuento de Salvador Garmendia El Inquieto Anacobero, rinde tributo a uno de los grandes escritores venezolanos del siglo XX y a un sentir latinoamericano. Garmendia y su narrativa representaron la irreverencia ante la ceñuda crítica literaria universitaria y nacional de su época "por haber subvertido la moral social y nacional venezolana de los años setenta". Y éste es, además, un intento de acercar los nuevos escritores a la magia del viejo escritor, que no del escritor viejo. Como el tercer viaje de Colón, Garmendia descubre una realidad, la cual es una provocación de la vida cotidiana, tratada como lo que es, la no cotidianidad o como un modo de celebrar la vida y la poesía, que a fin de cuentas están hechas de la misma sustancia. De cualquier forma y siguiendo a Garmendia, como "abstractor del caos", copiamos su magnífica definición utilizada en su cuento homónimo: –Yo creo que se llama Marmolina. Tú sabes que cualquier cosa es un nombre para una puta.


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