México es un espejo negro que nos regresa la imagen más triste y certera: somos más crueles y oscuros de lo que imaginamos... todos
n° 34 http://lja.mx/guardagujas
septiembre 2011
el sueño de los justos
N
o suelo comentar acontecimientos violentos, estoy contra la violencia y nombrarla es convocarla. Sin embargo, no puedo mirar desde el margen como nos volvemos cada vez más oscuros, acomodaticios e insensibles. Si bien nos molestan las agresiones, la hostilidad de un país deformado ante los ojos ajenos y ante los propios, en realidad sólo nos sentamos a consumir cual mudos espectadores el siguiente brote de violencia. Sin darnos cuenta que tenemos a otro enemigo oculto, el que siempre está en casa: los medios de comunicación amarillistas que no repararán en gastos —no para combatirla, sino para fomentarla— para distribuirla como si fueran postales terroríficas de una nación desarticulada, amedrentada, obsequiándonos versiones cada vez más descarnadas de nosotros: lo mexicanos. Cada vez más fragilizados, y gracias a ellos, no sólo le tememos al narco, al secuestrador, al ratero diletante —gestado y perfeccionado en nuestra tan ilustres cárceles mexicanas—; ahora, además, le tememos a la policía —que cuantitativamente es más corrupta que honesta— , al gobierno —aprobando leyes invasivas mientras distraen nuestra atención con pan y circo—, a los bancos —con bandas organizadas que clonan las tarjetas, desvían tu dinero o te aterrorizan con tasas de interese sobre intereses— a las instituciones de salud —que falsifican medicina, o las revenden— , al prójimo y hasta a nosotros mismos. No todo es luchar contra los narcos ni son los únicos intimidando y aterrorizando. Qué podemos hacer contra la violencia doméstica (la madre que mata a su hija y la esconde en una bolsa de plástico, quien cobijada por el dinero sale impune alegando perdida de conciencia); y qué contra el acto de colgar en la asta de una bandera a un perro por el puro gusto de torturar; o quemar a más de cincuenta personas (“se nos pasó la mano” dijeron), o asesinar, como si no fueran personas, a los migrantes; sin pasar por alto los desfalcos a los ancianos, las redes pedófilas, y el tan alargado luto por las mujeres de Ciudad Juárez. Abrir los ojos solamente hasta que nuestro cerebro aguante, porque en algún momento dejará de ser noticia (en México tenemos mala memoria) y la impuni- foto: jesús ricardo flores márquez, de la exposición México en imágenes/Fotoseptiembre dad se establecerá como condición de vida. Y nosotros, desde la comodidad del hogar, consumiendo como si fuera el mejor de los opios, no- regresa la imagen más triste y certera: somos más Te lo juro por Saló, de arturo j. flores ticias cada vez más exageradas en detalles violen- crueles y oscuros de lo que imaginamos... todos. Adelanto de la novela ganadora del Premio tos y menos encaminadas a entender el por qué Algunos más que otros, ciertamente. de esas situaciones. E insisto, no es culpa de los En fin, qué sabe nadie, pero igual opino. Nos Nacional de Novela Justo Sierra O´Reilly narcos todo lo que pasa, no son los únicos ma- decimos un pueblo religioso, misericordioso, los de la película, son el cliché de un país que no proclive a la piedad, y sin embargo pecamos por encuentra rumbo —y hay que echarle la culpa a omisión cada vez que miramos con ojos absortos algo, a alguien—, que desde las raíces de su mal la violencia, para después de aterrarnos y vocifelograda y tan mentada revolución no logró el con- rar, apagar la televisión, la computadora, el radio, tinuum necesario para pasar de un estado rural a cerrar el periódico, la revista, y dormir cobijados una modernidad (tan anhelada por el Estado). Sí, por el sueño de los justos pensando que como yo como lo dije: México es un espejo negro que nos no cometo atrocidades estoy salvado…
ileana garma erika mergruen agustín fest
te lo juro por Saló As common as a cold day in LA Incubus. Love hurts.
F
lashback: Mi voz en off tiene ganas de platicar conmigo. Michelle y yo llegamos a Los Ángeles un 31 de mayo en busca de Clint Eastwood. Por más esfuerzos que hicimos para estirar nuestro presupuesto, el dinero se nos agotó en tres semanas y media. Si no hubiéramos comprado tantas palomitas de microondas durante los primeros días otro gallo nos hubiera cantado, pero nunca fuimos buenos para negarnos un placer mundano ni mucho menos para administrar herencias como la que me dejó mi abuelo. No todo iba tan mal. A casi un mes de haber brincado el Río Bravo en el vuelo a Estados Unidos más barato que conseguimos, aún conservábamos nuestros pares de tenis Converse y un par de jeans en las maleta, además de un guato de mota y el inglés que aprendimos en la preparatoria y las series gringas en televisión. No le íbamos a llamar a nadie para pedir ayuda, cuando menos en español. Los padres de Michelle y los míos ni siquiera sabían con exactitud dónde estábamos. Apenas les habíamos escrito un par de e-mails desde que llegamos a California, para informarles que seguíamos con vida. Lo suyos se encabronaron; los míos, como siempre, me dieron la bendición y me aconsejaron que me cuidara. Pero los condones también se terminaron, así que comencé a venirme afuera cuando Michelle y yo cogíamos. Nunca fuimos buenos para contenernos en nada. Por más que rezamos el Padre Nuestro antes de dormir nunca nadie nos libró de tentación alguna. Nos hospedamos en un motel de fachada amarilla ubicado sobre Hollywood Boulevard (primer gran error porque nos salía carísimo, pero no queríamos alejarnos del que considerábamos era el epicentro de producción cinematográfica gringa y, además, aquí no hacían preguntas sobre nuestro origen siempre y cuando pagáramos a tiempo la cuota) y aunque por acuerdo solíamos comer solamente una vez al día, en ocasiones no nos bastaba con compartir el mismo hotdog gigante y la Coca-Cola comprados en el Seven-Eleven de la esquina. Entonces aprendimos que la basura del Imperio también es comestible. No en vano se llama comida chatarra. Con escarbar un poco en los botes, lográbamos encontrar empaques de platillos chinos a la mitad, perfectamente envueltos, y bolsas de papas fritas con más de dos tercios de su contenido. No es que la basura en California fuese menos basura que la basura mexicana, sino que entre las hamburguesas que te sirven en la barra de un McDonald’s y las que recoges entre los desperdicios, sólo existen una o dos mordidas de diferencia. Digamos que allá la comida nace podrida. Nunca vimos una cucaracha deambular entre la basura. La mierda gringa sólo admite bichos VIP. Lo que no hicimos desde que llegamos aquí fue comprar mota. Nos daba miedo ser arrestados en nuestra posición de ilegales. Para no aburrirnos, Michelle y yo paseábamos mucho por las noches. Llegamos a caminar sin rumbo hasta las cuatro antes de sentarnos a descansar en alguna banqueta. Con todo y que nos dolían las tripas, la aventura en Los Ángeles resultaba muy divertida. Una vez, ella me propuso que contáramos los pelirrojos que pasaban por la avenida. En México no había demasiados en las calles. Aquí sí. Cada vez que encontrábamos uno,
el que lo veía primero tenía derecho a pellizcarle una nalga al otro. Michelle sabía cuánto me gustaban las suyas y a menudo se valía de su culo para manipularme. Igual que al perro a quien se le da una galleta cuando se porta bien, a mí Michelle me dejaba pellizcarle una nalga cuando hacía lo que ella decía. Fue en medio de uno de esos paseos cuando descubrimos la oficina de Pascual Mosqueda. El despacho se ubicaba dentro de una pequeña plaza comercial que daba de costado con un templo anglicano. De entrada no nos llamó demasiado la atención, pero fue mi novia quien se dio cuenta que había un anuncio pegado con cinta adhesiva en la puerta de cristal. Era una hoja de papel impresa en computadora donde decía que requerían de actores y extras para participar en películas de Hollywood. Le sugerí a Michelle que anotáramos el teléfono y llamáramos desde una caseta. Si descubrían que éramos dos mexicanos que habían ingresado al país como turistas pero se quedaron más de la cuenta, no sólo nos negarían el trabajo sino que estaríamos en riesgo de ser deportados. Nos encontrábamos en Estados Unidos en calidad de ilegales hechos y derechos. Cuando llegué, le dije al oficial de Migración que había venido de shopping y abandonaría su país en tres semanas. No era mi intención cumplir mi palabra. Como en una película de Eddie Murphy, la ley que lleva su apellido se volvió la constante en las vidas de mí y de mi novia. La única pluma que trajimos de México se había chorreado en el interior de mi cangurera, dejándome una mancha negra como nuestra conciencia. Michelle se anotó entonces el teléfono de Pascual Mosqueda, que aparecía en el letrero como responsable de la oficina, en el dorso de la mano. Utilizó para ello su labial azul. Close-up a la mano de mi novia: El número se veía sexy, lo que me pareció una buena señal. Seguimos caminando sobre el Boulevard y nos encontramos con una oficina de venta de boletos para conciertos. En el cristal anunciaban que podían comprarse entradas para distintas giras, todas las que en ese momento tenían lugar en Estados Unidos y que pararían en Los Ángeles. Desde Enio Morricone hasta Madonna, pasando por lo que quedaba de Guns N’ Roses o Morrissey. Incluso para el Cirque du Soleil. Nos quedamos embobados un buen rato observando los pósters de los tours que adornaban las marquesinas, hasta que Michelle me dio un codazo en las costillas. Mi voz en off: siempre lo hace y tiene la manita pesada. —¿No te gustaría ver a Scars on Broadway? –me preguntó. La música era nuestra segunda pasión después del cine. —Mucho –le respondí mientras fingía que su golpe no me había dolido –y a Johnny Indovina también, aunque no me late Sounds of The Blue Heart. Michelle me miró sin hablar. En sus ojos descubrí que se había empezado a hacer tarde, porque el sol se iba apagando. También soplaba un viento frío. —Mejor a Scars, esos nunca van a ir a México. Te invito con mi primer sueldo de actriz. Mira, se van a presentar hasta dentro de dos meses. —Va –le respondí. Nos dimos la vuelta y caminamos rumbo al motel amarillo. Volvimos a pasar delante de la oficina de Mosqueda. Entonces sentí un pellizco en la nalga. Michelle se echó a correr un poco más a mi derecha,
arturo j.flores muerta de risa. Una muchacha pelirroja había salido de la oficina de Pascual. Aunque traía lentes oscuros, me di cuenta de que estaba llorando.
*** You sold me illusions for a sack full of cheques You’ve made a bad connection ‘cause I just want your sex. David Bowie. Cracked Actor.
A
l llegar al motel, nos echamos sobre la cama para pensar qué le diríamos a quien nos contestara el teléfono cuando llamáramos a la productora. Seguramente nos pedirían nuestros currículos, fotos de cuerpo entero y ese tipo de cosas para agendar una cita con Pascual Mosqueda. Nos reprendimos por no haber traído nada de eso, pero desde un principio nuestra intención jamás fue la de trabajar como actores. Lo único que queríamos era conocer a Clint Eastwood para enseñarle el guión de Sexo, drogas y tú, la película en la que Michelle y yo habíamos trabajado casi desde el primer semestre de la carrera. Nadie, excepto él, podría dirigirlo. —Está horrible que se nos olvidara Saló –dijo mi novia. Su mirada clavada en el techo y las manos cruzadas por detrás de la nuca. Se había quitado los pantalones y dejado la tanga. Adentro de la habitación hacía calor. Hacía tiempo que no hablábamos de Saló. Nuestra película favorita, la que veíamos cada vez que celebrábamos algo, no apareció entre el paupérrimo equipaje que trajimos a Los Ángeles. La olvidamos en mi cuarto, en México. Retrospectiva: (Salimos corriendo de mi casa el día en que partía nuestro vuelo. Santos nos llevó al aeropuerto en su vocho. La noche anterior mi novia y yo nos desvelamos viendo Saló, para celebrar el viaje a California, por lo que el disco se quedó dentro del aparato reproductor y se nos pasó sacarlo). Fue mi culpa aunque Michelle sostenía que no, que la única responsable era ella. La verdad es que ninguno de los dos se acordó del DVD de Pasolini hasta que fue demasiado tarde. Conseguirla aquí salía en una lana y no teníamos. Los primeros días estuvimos tan eufóricos que pensamos que podríamos vivir sin Saló, pero ahora que las cosas no iban tan bien empezamos a extrañarla. Entonces nos sumimos en un silencio pesadísimo, como si estuviéramos luto, hasta que pasado casi un minuto mi novia giró para saltarme encima igual que un tigre. Su tanga era de ese tipo de estampado. —¿Ponemos una peli para pensar? –me propuso mientras me mordía la oreja. Tenía las piernas abiertas y colocó cada rodilla en uno de mis brazos, para inmovilizarme. Así éramos. Veíamos películas para pensar, para comer y hasta para coger. Veíamos películas para relajarnos y cuando no podíamos dormir. Veíamos películas cuando estábamos tristes o contentos, enfadados y aburridos. Verpelis era en sí un verbo que conjugábamos siempre en la primera persona del plural. Vamos a verpeliar esta tarde. Anoche verpelimos toda la noche. Hoy no quiero hacer otra cosa que verpeliar. —Va que va– dije –pero bájate que me estás lastimando. En segundos recuperamos la alegría. Saqué la laptop de su funda y la coloqué sobre la cama. No hacía falta
buscar nada. Tenía decenas de largos, medios y cortometrajes en la memoria extendida. Todas menos Saló, porque nos gustaba verla en original. Era parte de nuestro ritual. —¿Qué se antoja? –pregunté. —¿Quedan palomitas? –preguntó a su vez Michelle, que ya se había sentado en flor de loto a mi lado. —No –le respondí con gran pesar. Una vez más la tristeza me hizo sentir que la cara se me ponía pesada hasta casi se me cae del cuello. A Michelle le gustaba mucho comer y a mí me frustraba que ya no tuviéramos dinero. —Entonces… ponte una porno –dijo ella, con una sonrisa de gato –porque necesito tener algo en la boca. Me cerró un ojo, pero bastaba la mitad de su mirada lasciva para incendiarme. Michelle siempre lo hacía, desde que la conocí en el primer semestre de la escuela cuando hizo un performance en medio de la explanada de la facultad como parte de un festival artístico. Desnuda, se colocó en cuclillas sobre un vaso y dejó que de su cuerpo saliera un hilillo de sangre. Estaba en sus días. Después, se pintó los labios con uno de sus dedos, que previamente sumergió en el vaso. A la mayoría de los presentes les dio asco. A mí, que siempre estuvo un poquito enfermito, me pareció muy sexy. Me acerqué a platicar con ella, para invitarle un café. Michelle me tomó del cuello y me besó. Era parte del performance. Quería que la aventara, asqueado, para representar la doble moral masculina que suele temer al sangrado de las mujeres pero al mismo tiempo se muere por verlas sin ropa. Ella no contaba que no sólo le respondería, sino que le metería la lengua. Unos aplaudieron, otros fueron al baño a vomitar. Nosotros sellamos nuestra relación con sangre y luego, efectivamente, fuimos por un café. Desde ese momento, no pasó un día sin que Michelle me sorprendiera. Cargada la lap, elegí una película de la carpeta XXX. Por la forma en que Michelle me dio a entender con su
comentario (“necesito tener algo en la boca”) que no llegaríamos a ver ni siquiera al final de la primera secuencia, escogí una de esos Frankesteins irrisorios sin pies ni cabeza cuyo objetivo es calentar entrepiernas. Teen Sensation estaba construida a base de lugares comunes desprovistos de un hilo conductor. Tenía como escenario un internado femenino en Rusia en el que todas las alumnas utilizaban faldas de colegiala y se peinaban de coletas. Obviamente, sin excepción eran rubias y de ojos azules. Las chicas del Internado cogían con el jardinero, con el maestro de física y hasta con la directora de la escuela. Hacían tríos y utilizaban dildos en el baño y la cocina. Play. Inició la película. Mi novia se puso en cuatro patas encima de la cama y me ordenó que me acostara bocarriba y en posición inversa, debajo de ella. Como lo había prometido, me bajó el pantalón y comenzó a utilizar sus labios para llevarme a un lugar en donde la falta de dinero no representaba razón para preocuparse. Se hizo la tanga a un lado y también me ofreció algo mucho más constructivo que hacer con mi propia boca que no fuera hablar. Como pudimos, nos quitamos el resto de la ropa. Ninguno de los dos podía ver la pantalla de la lap, pero tampoco hacía falta. Nos sabíamos de memoria todas las porno. Estaba a punto de terminar cuando Michelle se detuvo de golpe en sus quehaceres. Me regresó a la tierra súbitamente, desde la galaxia donde me encontraba. —¿Viste? –me preguntó alarmada, mientras tecleaba a toda velocidad en la laptop con una de sus manos– ¡Somos unos churreros de mierda! Yo no sabía a qué se refería, sólo pensaba en que me hubiera gustado tener un orgasmo. Me fascinaba que Michelle utilizara su boca para quitarme las depresiones. Ya fuera para besarme o para matarme de maneras mucho más divertidas.
Me dolían los testículos, pero alcé la cabeza y miré la pantalla de la laptop por debajo de la arqueada anatomía de Michelle, que seguía en posición de perrito arriba de mí. Lo único que vi en la pantalla fue el menú de selección de escenas de la película. —¡Mira! –gritó Michelle mientras colocaba su dedo índice en una esquina. Se hizo a un lado, para que yo pudiera sentarme en la cama y mirar de cerca. Lo encontré y aunque no me cayó inmediatamente el veinte, en pocos segundos reaccioné. Era el mismo logo que había pegado afuera de la oficina de Pascual Mosqueda. La productora Cyclope Films era quien había lanzado Teen Sensation al mercado. Nos metimos a Internet –en el motel había WiFi– y descubrimos que Pascual no sólo dirigía una agencia de talentos encargada de reclutar extras para series de televisión, sino que producía películas para adultos, de mediano presupuesto. —Ya no necesitamos currículos, ni fotos. Míster – dijo Michelle. Así me decía de cariño mi novia. Nos miramos sin hablar durante unos instantes. Estábamos desnudos y sudados. Tuvimos esa fantasía decenas de veces, pero en ese momento actuar en películas porno auténticas parecía ser la única forma de sobrevivir en Los Ángeles y conocer a Clint Eastwood para mostrarle nuestro guión. Me puse de pie y me acerqué a mi maleta abierta. Parecía una boca de perro con la lengua de mis pantalones sucios de fuera. Ahí estaba en DVD el video que Michelle y yo grabamos una noche en el interior de ED, la única vez que Santos se enfadó con nosotros. —Sólo tú y yo, ¿ok?, no aceptamos coger con nadie más, aunque nos paguen una mierda –dije mientras se la mostraba. —Te lo juro por Saló– dijo ella mientras alzaba la mano derecha y se ponía la otra en el pecho, por encima de su teta izquierda. Nos cagamos de risa.
vida entera en una caravana / ileana garma ¿Recuerdas las hojas detrás de la ventana en días de verano? ¿recuerdas cómo utilizábamos cobijas para hacer casas o castillos los cuentos al caer la tarde al caer algún arrullo o una canción triste o ese cuadro de Cristo crucificado con una paloma a sus pies? siempre recuerdo ese viejo cuadro la primera vez que encontramos a un muerto a mitad del sendero la primera vez y los montones de ropa sucia sirviéndonos de almohada en las noches también sé que los carros eran enormes parecían antiguos y gigantes y antiguos como el vientre de una ballena y antiguos
extraño a veces esos carros me pone bien recordarlos así cuando yo era pequeña y ellos grandes los papeles se han invertido ahora los papeles los puedo recorrer todos con el pensamiento todo sorprender a una anciana cortando papas sobre el prado y el dócil prado acercándose al sol a un hombre inflamado por el transcurso del miedo recostado leyendo las nubes dejándose leer y luego cuánto calor sube a pesar de la lluvia hasta sábanas ocultas por los años donde ya no estaba quisiera haber sido niña cuando era niña y recordar esos buenos carros ahora que también llueve
J
alo una caja y el huevo sale volando; aunque manoteo en el aire, termina estrellándose en el piso de la cocina. Maldigo, tomo el trapo y, antes de limpiar aquella sustancia viscosa, emulando a aquellos adivinadores que contemplaban huevos, trato de dilucidar una forma. Algunos los colocaban al fuego y observaban la reacción, otros vertían la clara en agua hirviente y obtenían la respuesta de la forma que ésta tomara al coagular. La ovomancia fue uno de los métodos de adivinación usado por Mme. Lenormand, famosa por sus predicciones y por ser la adivinadora de cabecera de la emperatriz Josefina, y también por ser quien predijo la muerte de Marat y de Robespierre en la Francia del siglo XIX. La última vez que comí un huevo tibio era todavía niña. Recuerdo los portahuevos de casa de mi abuela, eran de plástico con la base en forma de hoja, verdísima, sobre la cual yacía la mitad de un cascarón de huevo de gallina. No he olvidado el sabor de la yema que, supongo, es como un trocito de sol. Me gustaba sumergir en ella una tortilla enrollada y espolvoreada con sal. Ése es un sabor irrepetible, que sólo permanece en mi memoria y que jamás volveré a probar, pues desde hace muchos años no puedo comer yema sin que me provoque ganas incontenibles de vomitar. Algunos dicen que es natural desarrollar ciertas fobias o alergias. No sé qué clase de desencuentro tuve con las yemas de huevo; lo que sí sé es que fui alejada para siempre de los huevos tibios, fritos y poché. Y ya poco tolero los huevos en otras presentaciones. Pronto el umbral que nos separa, al huevo y a mí, será infranqueable. Me gusta imaginar que si hubiera seguido comiendo huevos motuleños o a la florentina hubiera develado grandes secretos. Mi oficio hubiera sido
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otro, y tal vez hasta hubiera sido viajera con el afán de buscar huevos de todas las especies e indicar con precisión los destinos de unos y otros. Hubiera sido adivinadora y curandera: la que señalara el mal de amores mediante huevos revueltos con tocino o sobre una cama de tortilla de maíz, la que pondría sabor al futuro de los insípidos con salsas verdes y rojas, la que daría orden a los consultantes con omelettes redondos, o firmeza con un huevo cocido, o dulzura con un soufflée de vainilla. A los místicos les hubiera reservado los huevos de tortuga, y a los de larga vida, la gelatinosa consistencia de un huevo milenario. A los niños los hubiera alegrado con huevos decorados o con la tersura de los de chocolate. Para la fertilidad hubiera destinado los escamoles guisados con epazote, y para la humildad los diminutos huevos de codorniz. A a los mal pensados los hubiera increpado al mostrarles la resistencia de un huevo de avestruz mas no los “güevos” de esta. Mi vida hubiera sido otra, pero me consuela pensar que acaso hubiera terminado como Casandra, a la que todos ignoraron. Y que más de un escéptico se hubiera mofado de mí, argumentando que yo presumía ser el profeta del mismísimo Conejo de Pascua o la reencarnación de Humpty Dumpty. Peor aún, me hubieran mandado a la hoguera por bruja o me hubieran crucificado, y, pasados los siglos, alguien hubiera fundado una secta en mi nombre, la de La Mártir de la Albúmina, la de La Iluminada de los Merengues, y mis seguidores hubieran matado, saqueado, depredado y mancillado en mi nombre. Limpio la clara y la yema del suelo, porque temo que sólo sé leer destinos trillados y parecidos a otras historias que fueron pasados esperanzadores y ahora son presentes poco afortunados.
la ovomancia
La mudanza es un blues espiritual. En casa cada mudanza significaba que el señor que nos rentaba el departamento ya pensaba convertirlo en otra cosa, que al casero no le importaba la humedad del departamento, que a la dueña de la casa no le importaba que el agua no corriera o, de las últimas, era hora de buscar algo propio y que no estuviéramos a la merced de un casero. Sonaba el requinto. Pobres muchachos sin hogar, ¿cuándo conseguirán su casa? * Después mis mudanzas dependieron de esos pequeños hilos invisibles que tienen las familias. Hay cariños pero hay rencores. Los hermanos que sí aportaron dinero, los hermanos que aportan -aparentemente- su presencia, los hermanos que rompieron los juguetes de los hermanos y los hermanos que jodieron las citas de las hermanas, los abuelos que exigen a los padres una retribución por el sacrificio de traerlos al mundo y los padres que exigen a los hijos ciertas tareas para que justifiquen su lugar en casa. Estos hilos con el tiempo se harían más tensos y la familia habría de separarse en varios núcleos. Unos que no rentan pero que no tienen la capacidad ya de vivir separados y su casa parece un templo incompleto a lo que fue. Los que rentan pero les cuesta trabajo hacerse de su propio espacio porque ese dinero hace más lenta la búsqueda de los muebles, de la decoración o de un nuevo comienzo. * Me iría a vivir solo para solucionar (o huir de) pequeñas desgracias. Recuerdo la cara de mi entonces novia (y eventualmente esposa): horror absoluto al ver un armario montable, los libros arrumbados sobre libros, una cama sin box spring, un cuarto sin cortinas y entonces escuché la voz de una negra de voz triste. Ella me diría que no entendía porque tenía que vivir en un lugar así teniendo a mi familia. Era imposible explicarle los hilos invisibles y la sanción de los caseros, así como las… tal vez, nueve mudanzas que llevaba a la fecha. Mi es-
la mudanza es un blues espiritual posa siempre vivió en un lugar y a la fecha, cuando vamos de visita con su familia, tenemos reservado el cuarto que fue suyo. * La primera noche que dormí solo escuché ruidos en toda la casa porque la oficina de edición era mi cuarto de esparcimiento, la cocina de la oficina era mi cocina y el cuarto sin cortinas era el lugar donde dormía. Escuché ruidos en toda la casa (una casa muy grande para un hombre solitario) y para no abandonarme al sonido de los violines y susurrar pobrecito de mí todo el camino mejor escribí. Obviamente, lo que escribí esa noche, sólo atinaba a decir: “Pobrecito de mí.” * Noches después, la casera que vivía en otra de las secciones de la casa, una señora de sesenta y tantos años, como a la una de la mañana, se asomaría en bata y tubos en la cabeza. Ella me diría: Cuando quieras pasar a esta parte de la casa hijo, de veras, no hay ningún problema… si quieres un tecito o si quieres algo más. Le di las gracias y después escribí toda la noche: Pobre, pobre de mí. * Viví solo en uno de los cuartos de la oficina donde trabajaba un par de meses hasta que me entregaron un compañero de cuarto. El hombre era un venezolano y los coñazos, las vergaciones y los mamahuevos flotaban por todo el ambiente cada vez que prendíamos un televisor, conectábamos un DVD y veíamos a Jack Bauer salvar el mundo. Johnny cocinaba pasta. Cuando no quería cocinar me convencía para ir a cenar pizza y tomar algunas cervezas, o proponía que fuéramos al cine. Mi presupuesto era tan limitado que después sufría toda la semana comiendo huevo con pan y desayunando licuados de plátano con leche. Lo más barato y lo más llenador. * Eventualmente la gente de la oficina se conver-
tiría en una familia de un tipo y me encontraría con la noticia de que los hilos todavía estaban más tensos. No había descanso porque al bajar estaba de nuevo trabajando y conviviendo. Subir a dormir era iniciar el día con ellos otra vez. Navegaba en los humores de una sangre distinta a la mía, pero como si fuera mi sangre. * Cuando mi hermano regresó de Colima y dijo que viviría con unos tíos, entonces renuncié (a un trabajo al que eventualmente regresaría). Decidí mudarme con ellos y ellos me abrieron las puertas. Regresé a la paz de los hilos invisibles. El tiempo había curado ciertas cosas. Todavía la recuerdo como una de mis etapas preferidas, una etapa de purificación y gozo: Mudanza número once. * La número doce me sacaría de mis raíces a otro estado al que viajaba con regularidad: Puebla. Me gustaban mis viajes a Puebla porque me recordaban a mi ciudad cuando era un chamaquito: no tan poblada y tranquila. Una ciudad en la que podía caminar a gusto, sin mirar atrás y donde estuviera plenamente justificado salir a caminar y fumarse dos o tres cigarrillos, sin que el tiempo o una responsabilidad estuviera persiguiéndote para hacer las cosas. * Se supone que hoy escribo esto desde la casa 13 y es la mudanza número 13. Hay un pequeño triunfo porque tengo las escrituras de la casa pero pienso en todas esas otras casas que tuve que vivir. Pienso en todas las partículas de piel, todas las colillas y los cabellos que dejé atrás. Pienso en todo lo que escribí en otras casas que no volverá a repetirse y los gozos, incluso los conflictos, que ya se fueron. Debiera haber triunfo pero… luego te acuerdas de la canción, vuelves a escucharla y te queda algo de melancolía por todo lo que se quedó atrás.
http://lja.mx/guardagujas/ guardagujas@lajornadaaguascalientes.com.mx editores: edilberto aldán / joel grijalva