jeanne enríquez. http://jeanneenriquez.blogspot.com
la jornada aguascalientes / suplemento mensual / arcano mayor el colgado / julio 2010 http://lajornadaaguascalientes.com.mx/guardagujas
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“descubrirás horrorizado que el texto no aparece en ningún lado”
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“le ve la piel sudada, se convulsionan los dos cuerpos...”
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una remembranza: un recuerdo
perenne ayer de los ciclos. o recuerdo exactaImágenes que el frío verano mente cuándo (o mejosé de jesús sampedro jor aún: desde cuande la omniscia tierra de Nunca Jamás transporta a diario do) Marco Antonio Campos apareció en la ciudad de Texto leído durante la entrega del Premio Iberoamericano de Norte a Sur y viceversa. Marco Antonio Campos Zacatecas y comenzamos a Ramón Lópéz Velarde a Marco Antonio Campos, el sábado 19 de junio del 2010, en el Teatro Hinojosa de Jerez, era un jovencito de apenas conversar como conversamos Zacatecas. ahora. Calculo que fue hacia veinticuatro, de veinticinco años. Alto, enérgico, hipe1973, 1974... Un día de éstos. Quien los padeció y los gozó coincidirá conmigo y exclama- ractivo: de continuo lleno de una tensa ternura oblicua, de rá: “Dios, fue una época única”. Medito, pienso. Única, es la una fiera ironía beatífica, de una generosidad acaso inusitada, atento y fervoroso admirador de Friedrich Nietzsche lo palabra. Afuera había un mundo inmenso en perspectiva incierta mismo que de Giuseppe Ungaretti, ensayaba a escribir poede transformarse y nuestro anhelo ínfimo consistía en sus- mas poseedores de una euritmia depositaria del vaivén de la traernos siempre a la muerte, en asomarnos (al menos eso: dialéctica que interrelaciona fondo y forma, y ensayaba a esen asomarnos) a una humana aldea de la vida. Vietnam es- cribir equivalencias de diversos tonos y de diversos prospectaba entonces de moda y en Latinoamérica irradiaba un he- tos poéticos que lo identificarán pronto, posteriormente. Dije que no recuerdo cuándo (o desde cuándo) pero sí terogéneo prisma de movimientos políticos: desde aquellos abnegados defensores de la viabilidad histórica del socialis- recuerdo al cabo por qué apareció Marco Antonio Campos mo utópico hasta aquellos furibundos defensores de las (ya en la ciudad de Zacatecas: porque asistiría a un ciclo de lecturas que (gracias a la ayuda cómplice de nuestro indisoluayer modernas) tesis maoístas. Entre paréntesis: en el pacífico Distrito Federal de la seten- ble amigo Alejandro Aura) espíritus afines organizábamos. tera época estuve en ardorosas sesiones de trabajo de prosé- Presumo: dentro de este simple circuito también apareció litos infalibles de estos dos grupos (y de otros del mismo es- Efraín Huerta, José Agustín, Gerardo de la Torre... Desafortilo) y terminé habituándome a prolongarlas y a rematarlas tunada o afortunadamente faltos de una inmediata (y obvia en una mítica cantina llamada El Palacio. Para sintetizarlo y lógica) tradición literaria, ellos y nosotros la construíamos, parafraseando el tema de un venerable relato zen: buscába- quizá ignorándolo. mos al yo distinto externo y encontramos sólo al propio yo O efecto o causa, desde Zacatecas accedimos a manifesinterno que habrá de disolverse y de perdurarse dentro del taciones específicas de lo literario contemporáneo
y participamos de su recreación instantánea. De particular manera, Marco Antonio Campos multiplicó el número de los poetas mínimos que frecuentaba yo hacia aquel entonces y me compartió de su voluntad expresa de orfebre, dispuesta a cada instante a escribir y a rescribir una línea. Cierro apenas los ojos y vuelvo a 2010. Al 19 de junio. Hoy Marco Antonio Campos posee una vasta obra: a su profunda y sobria poesía agregó narrativa, ensayo, traducciones, entrevista, crónica, aforismos. Un misceláneo microcosmos referencial que adopta luego la forma de infinitos vasos comunicantes. Lopezvelardeano confeso, Marco Antonio Campos es quizá el más fructífero estudioso y promotor del poeta: al examen de su siempre compleja y dúctil estética dedicó ya definitivos ensayos y fomentó su aprecio crítico entre nosotros. Adivino que de Ramón López Velarde a Marco Antonio Campos le atrae el selecto código verbal que utiliza, la precisa adjetivación que rodea la metáfora, el implícito sonido de la frase que resuena y suena incluso ya transcurrida, el discursivo orbe todo lleno de espesas sombras de luz y de sombría luz que anonada. No menos le atraen las intermitencias de una justa y breve existencia que posee aun así la capacidad de refrendar y de presidir comportamientos típicos de ese yo típico de la segunda mitad del siglo XX, entre ellos el del asustado hombre ante la probabilidad del amor, de ese encuentro amoroso que lo liberará al precio de encadenarlo, como alegóricamente lo testimonio un alma acaso gemela de Ramón López Velarde, el (a perpetuidad: perenne) volátil, sutil, Ernest Theodor Amadeus Hoffmann. Efecto y causa y viceversa, resulta (es un ejemplo) conmovedor el conjunto estricto de reflexiones que en torno de la imagen de Ramón López Velarde como flâneaur, como paseante a la metódica deriva de las (en aquel entonces) principales calles de la Ciudad de México a la soterrada búsqueda de los discretos o de los furibundos accidentes que propicia el azar, Marco Antonio Campos realiza. Cierto: el Ramón López Velarde que recorría la legendaria avenida Madero y que esperaba luego el autobús a la caza de alguna muchachita decente (previa caza de alguna adulta “náyade artera”) contribuye acaso de manera vívida entre nosotros a vivificar el tema tanto de la soledad del contemporáneo hombre en la urbe moderna como de la dureza extrema de ésta, ingenua y bufa ante el cruel tiempo presente que presenciamos. A propósito: en plenos festejos relativos al centenario de la Revolución, del bicentenario de la Independencia de México, es de sobra justificado decir que indudablemente el gran aporte de la fenomenología lopezvelardeana está en su tesis de una Patria íntima, “inaccesible al deshonor”, que a diario justo renace al margen de demagogas consignas. Expresado todavía más sencillo: de una Patria que es sinónimo del espíritu. Y todavía más sencillo:
de la lopezvelardeana tesis que confunde y une en una infancia y Patria y Patria y vida interna, intacta. En fin: Marco Antonio Campos percibió su proximidad (quizá fraterna) a Ramón López Velarde y dedujo que al comprenderlo a él comprendería lo que fue y lo que ahora es de sí mismo. En cuanto a esta vida: a la todavía vida nuestra, debo a Marco Antonio Campos una amistad, renovada y refrendada, llena de matices de respeto mutuo. Específicamente: algo que justifica nuestra ya muy vieja armonía radica en que ambos podríamos definirnos (no recurriendo a coartadas tácticas de ningún tipo) como nostálgicos. Casi nunca lo conversamos, pero ambos estamos a merced del terror que suscita el tiempo ido. Secretamente ambos deseamos volver al tiempo innato en que florece el tiempo innato. Del tiempo que rehuye y huye del tiempo. Nostálgicos de las mujeres y de los amigos y de los sucesos y de los instantes y de los poemas de ayer, de ayer apenas. Más una nostalgia universal que una nostalgia lopezvelardeana pero también, como ésta, hecha de fragmentos mínimos que van y vienen y que estallan en el aire y que perduran. Una nostalgia de agua. Una de nuestras escasas conversaciones que tuvo como eje este tema ocurrió a comienzos de la década de los ochenta y que (supongo, no afirmo) suscitó quizá la escritura de un espléndido poema que Marco Antonio Campos tituló “En Zacatecas”. No resisto la tentación de leerlo. Está dividido en cuatro momentos. Dice: “(Mañana)// A la cima del monte llegan rumores, gritos, campanadas. El cielo es azul y el viento, el vieento, el vieeento, alza las alas y alza la ciudad y en el muro del horizonte la ilustra como un grabado del siglo dieciséis.// Anoche, en el café de La Mina, un hombre contaba con voz que el bosque y la tierra hicieron áspera, que estaba satisfecho de la vida, que repetiría la vida paso a paso, que la felicidad podía leerse en las cicatrices de su rostro. Lo oías con los ojos bien abiertos, y a punto de llorar, dijiste: “Mira, yo al principio creí, pero hoy, mira...”.// (Mediodía)// En el jardín me dices que si revelaras el canto de los pájaros aprenderías a volar.// (Atardecer) El cielo róseo es la sombra de la casa más alta.// (Noche)// Ves desde la plazoleta la iglesia de Santo Domingo y detrás de la iglesia el monte encendido. Tal vez sea la última vez que no regreses. Has amado esta ciudad como si fuera casi tuya, como si el odio de los otros fuera un deleite más para que fuera casi tuya.// Y en la ciudad del viento regresa con el viento una mujer llamada Eugenia y no sabes si es a ella a la que amas o a la adolescencia admirable que fue ella. Más que imágenes de ahora, pues la has vuelto a encontrar, te vuelven imágenes del otoño triste del ’66 y de la primavera del ’67, y repites con voz que solamente no oyes: “El cuerpo no es el mismo, el mundo no es el mismo, nada, nada se parece a lo que fuimos, nada...”.” Muchas gracias.
limonada rosa
Los campesinos, incluidos los que participaron en las revueltas y masacres en contra de las transnacionales productoras de transgénicos, no tardaron en darse cuenta de que las semillas normales se doblegaban ante las plagas y las sequías. La producción se reducía: ni los discursos a favor de lo orgánico ni las manifestaciones ni los cánticos de “sin maíz no hay país” conseguían que las plantas crecieran para alimentar a la gente. Era apenas suficiente para ellos y sus familiares, pero no más. Ante la escasez, los gobiernos decretaron que todos los granos se destinaran a consumo humano y que los pastizales donde había ganado se sembraran, por lo que las vacas, los pollos y los cerdos tuvieron que sacrificarse. Los alimentos se convirtieron en un lujo que sólo unos cuántos podían pagar. Algunos expertos llamaron a este fenómeno la “somalización” de Occidente. Estaría en los libros de historia de los niños de las próximas generaciones, si tan sólo hubiera un futuro. El hombre se detuvo cerca de los estantes, bajo un tenue rayo de luz que entraba por una pequeña ventana en la parte superior de la bodega. Ella pudo mirarlo mejor entonces. No era tan mayor; de unos veintitantos, pero con una barba que crecía anárquicamente y la piel muy lastimada por el sol. Llevaba el cabello metido en una gorra estilo militar. Por debajo de ésta se asomaban algunos rizos negros. Por un segundo, Avellaneda recordó el cuadro de Camilo Cienfuegos en casa de su mejor amigo. Ya había llorado por toda su familia y la gente que se fue para siempre. En algunos casos vio sus cadáveres; en otros, su ausencia y el paso de las semanas y meses le daban toda la certeza necesaria. Aún así, evocar aquella pintura y por ende a su amigo hizo que los ojos se le anegaran. Tal vez ella emitió algún sonido al llorar, o quizá él sintió su mirada sobre sí. El hombre se volvió de pronto hacia donde estaba ella y la vio. Avellaneda no pudo adivinar lo que él estaba sintiendo. Su cara no se puso roja; se tornó blanca. Aunque la asustada era ella, el hombre sacó el cuchillo y lo sostuvo frente a él. Avellaneda percibió un ligero temblor en aquella mano horriblemente cicatrizada. Ella sólo atinó a levantar las suyas para convencerlo de que no era una amenaza. “No estoy armada.”
liliana v. blum
Para Ramón Mier Hunger is a powerful organizer of the conscience. Margaret Atwood, The year of the flood
E
staba acostumbrada a despertarse con cualquier ruido, por tenue que fuera. Pero no fueron los pasos, sino la luz que golpeó por un breve instante la oscuridad de la bodega, lo que la puso en alerta. Abrió los párpados, tensó los músculos y se llevó la mano al pecho. De un tiempo a la fecha había que guardar silencio; su vida era ahora una película muda. El color también se había ido, literal y metafóricamente. Todo era escombros, huesos, óxido, dolor. Avellaneda salió a gatas del barril de plástico donde dormía cubierta por varios costales de ixtle. Se asomó a través de unos estantes llenos de botellas de glifosato y lo vio al fin. Agitado, un hombre inspeccionaba el lugar, tratando de ajustar los ojos a la pobre iluminación. De pronto giró sobre sí, como si alguien lo atacara por la espalda. Al darse cuenta de que no era nadie, exhaló con alivio. Al igual que ella se veía sucio, hambriento y lleno de miedo. No eran muchos los sobrevivientes civiles. El tener armas o no tenerlas suponía una gran diferencia a la hora de arrebatarse los últimos alimentos. Desde poco más de un mes la gente terminó de saquear todos los víveres de los supermercados y tiendas de conveniencia. Con el terrorismo de las semillas, la producción agrícola se detuvo por completo, pero mientras duraron las reservas de alimentos la vida continuó brevemente con la ilusión de que en cierto momento las cosechas se levantarían y todo volvería a la normalidad.
“Sal acá para que te vea”, ordenó él con un tono firme, pero dulce a la vez. La revisó y después volvió a enfundarse en cuchillo en un pedazo de tela gruesa, como de cortina. Avellaneda movió la cabeza en dirección a los estantes; él la siguió. Si fuera a matarla ya lo habría hecho, pensó. No era bueno estar en la parte abierta de la bodega. Hace tiempo que nadie entraba, pero las calles eran ahora más peligrosas que nunca. Sin producción de alimentos las economías del mundo se paralizaron. El dinero era inútil sin comida que comprar. La única ley era la de la fuerza. Después del saqueo, los animales domésticos y los callejeros fueron la primera opción. Desde luego también los silvestres, para quienes tenían las armas y los conocimientos para cazarlos. En las ciudades de la costa el mar continuaba lleno de vida, pero las turbas de citadinos desesperados por comer carecían de técnicas de pesca y organización, por lo que terminaron por destrozar las lanchas y herramientas de trabajo de los pescadores. Lo que siguió por supuesto fue el canibalismo y la agricultura de supervivencia, siempre amenazada por los ladrones. Avellaneda lo llevó por detrás de los estantes a una parte de la bodega llena de tanques con herbicidas. Uno de ellos, horizontal, era el que ella utilizaba para dormir y estar al tanto de la entrada principal. Tomaron asiento sobre un par de cubetas de plástico puestas al revés. El piso estaba cubierto con pedazos de cartón y empaque para envíos. Permanecieron en silencio por un rato, mirándose incómodamente, como un par de pacientes en la sala de espera del dentista. “Me llamo José. José Durruti”. Extendió la mano hacia Avellaneda, pero ella pareció no advertirlo: miraba sus propios zapatos. Eran grandes para ella; le pertenecían a un desconocido que apareció muerto sobre la banqueta. Antes de que el cuerpo desapareciera, ella le expropió el calzado. Los suyos eran de tacón. Rotos. Una tortura. “Yo soy Avellaneda”, dijo al fin, y miró a Durruti a los ojos para demostrarle que no le tenía miedo, aunque en realidad estaba temblando debajo del overol. Ese lo encontró allí mismo en la bodega y ahora era su atuendo diario. Debajo usaba cualquier cosa, pero siempre se cubría con el overol que usaban los trabajadores de la bodega, en aquellos tiempos cuando todo era normal. Su falda y blusa de secretaria eran ahora un pequeño bulto que fungía como su almohada dentro del tanque que era su cama. Durruti. Ese nombre, por supuesto, le era familiar. Avellaneda irguió la espalda y se apretó las manos, como si fueran un trapo para exprimir. “¿Tienes hambre, Durruti?” Hacer la pregunta en esos tiempos era imperdonable. Una obviedad. Todo el mundo tenía hambre. Pero era también una cortesía del pasado. Un anacronismo de bondad. José Durruti asintió tratando de no demostrar demasiada urgencia y ella dijo que podía ofrecerle algo si la esperaba allí. Le dio la espalda para mover unos cartones y botes de una esquina que ocultaban una pequeña puerta de metal. Otra oportunidad para matarla si quisiera hacerlo. Pero cuando regresó, el seguía allí, como el dinosaurio de aquel cuento. Con la diferencia de que era uno de los terroristas que habían empezado todo aquello. Estaba segura, no sólo por el apellido, que no era la cosa más común, sino por esa mano con la piel quemada, una gran cicatriz blancarosácea que ella fingió no mirar. Cuando las autoridades lo buscaban usando todos los medios de comunicación posibles, siempre aludían a esa seña particular: una bomba casera le había estallado cuando era un adolescente y comenzaba a construir y poner explosivos en los cajeros automáticos. Avellaneda volvió a sentarse sobre su cubeta y le extendió un recipiente plástico lleno de croquetas. Él agradeció con un movimiento de cabeza y comenzó a comer con desesperación. Ella le acercó una botella con el agua de lluvia que recolectaba de la azotea. Mientras lo miraba engullir el alimento para perros, le explicó que esa era la bodega de un negocio que vendía cosas para el campo y la ganadería, Monsanto, Dow, etc. Pronunció las marcas despacio, esperando ver una señal en la expresión de Durruti. Después de todo, ¿no fue él uno de los que habían hecho
malapata
vap
explotar todos los laboratorios, fábricas y headquarters de las grandes trasnacionales? ¿No era él quien en persona prendió fuego a los altos directivos? Al menos eso dijeron los diarios, cuando aún circulaban. Pero Durruti no se inmutó y siguió comiendo, parando sólo para dar pequeños sorbos al agua. Ella preguntó entonces: “¿Y quién eres?” “Ya te dije mi nombre”. “No es lo mismo, un nombre y una persona”, dijo Avellaneda tomando unas croquetas también. Algunas eran redondas y otras tenían forma de pequeños huesos. Siempre era medida para comer: su arsenal de alimentos para animales granja se agotaba y entonces tendría que salir de su escondite y ser como los demás. Hasta entonces había sobrevivido con la comida de los conejos, tilapias, cerdos, pollos, camarones, perros y gatos. Tal vez no debió compartir sus escasos recursos con un terrorista. “Uno se olvida de quién es cuando está solo mucho tiempo”, dijo él golpeando un par de veces su pecho, como si no pudiera tragar. “¿Esto es todo lo que tienes para beber? Es horrible.” Avellaneda permaneció en silencio, sin masticar, con una sonrisa forzada de nuera cuando la suegra hace uno de sus comentarios. Pensó en una botella de limonada rosa que guardaba desde que empezó todo. Era de una nueva marca que usaba genuinos limones de color rosa, una especie modificada genéticamente a partir del material de la naranja roja y otras frutas. Cero colorantes todo el sabor, rezaba la etiqueta. Los anuncios iban dirigidos a mujeres femeninas, vestidas con ropa de colores pastel de los años 80s del siglo pasado. Avellaneda había querido beberla muchas veces, pero desistía y tras mirar largamente el líquido terminaba por guardar la botella, como si fuera una especie de garantía para sobrevivir hasta la mañana siguiente. Sintió esa punzada que le recorría las vértebras cada vez que alguien irrumpía en el almacén para buscar entre los despojos, mientras ella se agazapaba sin tragar saliva, rezando porque el latir de su corazón no la delatara. Pero él soltó una carcajada al verle la cara de susto. Luego se rió de esa forma en la que los hombres hacen cuando están disfrutando de ser hombres, como si viera un partido de futbol con amigos, cerveza en mano. “Mejor háblame de ti”. Las palabras podían sonar a amabilidad, a genuino interés, pero el tono era autoritario. Avellaneda pensó en salir corriendo, pero la calle no era mucho más segura. Al contrario. Afuera estaban los que hacían de los más débiles la proteína de esos caldos que cocinaban en contenedores metálicos. Así que le contó sobre su trabajo de secretaria en aquel negocio y cómo había estado trabajando horas extras cuando todo aquello comenzó. Cómo al intentar ir a casa la encontró saqueada, a su madre muerta y a su padre desaparecido. Ella tomó unas pocas cosas, una manta, un cambio de ropa, la poca comida que no se habían llevado, y regresó a la bodega. Las casas habitación y los supermercados eran los lugares más obvios para el saqueo y por lo tanto, los más peligrosos. Llevó también un pequeño radio que sirvió hasta que se terminaron las pilas o las estaciones dejaron de trasmitir, que fue más o menos al mismo tiempo. Desde entonces vivía allí. “No hay mucho más qué decir”, dijo ella tratando de sonreír. Tenía la garganta seca y sin querer pensó en la limonada. Durruti le ordenó que lo llevara hasta donde guardaba el alimento para animales. Avellaneda se puso de pie y caminó sintiendo que sus articulaciones se habían descompuesto. Escuchó el sonido de la hoja de un cuchillo al salir de su funda. Lo percibió cerca, a sus espaldas. Justo después de que abrió la pequeña puerta, el metal entró con limpieza por debajo de su homóplato derecho y por entre sus costillas. El aire y la sangre se le escaparon al mismo tiempo: para cuando su cabeza golpeó contra el suelo, ya no sentía nada. No pudo ver cómo él, husmeando dentro del tanque, encontró la botella con la limonada rosa. Una apropiación instintiva: la abrió y la bebió en el mismo instante. 0-q.blogspot.com
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ellos dos: sobre la soberanía del deseo yuri herrera
C
uando quiero hablar de un libro que me gusta comienzo por decir de qué trata la historia, cómo enganchan las anécdotas al lector, qué hay en eso que le sucede a los personajes que me permite emocionarme hasta la última página. Para hablar de Ellos dos, la novela de Patricia de Souza, debo buscar una estrategia diferente, porque este es un libro que no se puede dejar una vez que uno lo ha comenzado, por otras razones: por su textura, por la musicalidad con que se desenvuelve, por el viaje interno que propone. Aparentemente, Ellos dos es la historia de una separación, y de cómo la protagonista ve en los demás hombres de su vida las claves para entender qué sucedió con O, el amante de quien se ha separado. Sin embargo trata más bien de dos búsquedas: la búsqueda del otro, de lo masculino, y a través de ésta, la búsqueda que la protagonista hace de sí misma. La nómina de aquellos hombres incluye al primer marido de ella, a su abuelo a las puertas de la muerte, a su padre desaparecido, a sus amigos escritores, a un muchacho que trabaja en una hacienda, a un nuevo amante con el que se topa apenas se ha separado. En cada uno de ellos encuentra no una respuesta sino un ingrediente más del misterio de lo que significa su relación con los hombres. Aún cuando ella advierta la soberbia y aún la crueldad en algunos de ellos, invariablemente repara también en la ternura que los constituye: sus inseguridades, sus entusiasmos, la manera singular de cada uno de ser un compañero. He mencionado que cada sujeto masculino es no una clave que resuelve la historia sino parte del misterio. Y es que en la protagonista, aunque hay una constante interrogación sobre sus afectos y sobre sus titubeos amorosos, no hay ansiedad por encontrar una verdad, una cifra que le permita definirse como algo definitivo, estable, cómodo. Ella, durante buena parte del relato y casi hasta el cierre, carece de nombre tal como el amante que ha dejado y que llama sólo O. Si no hay una historia lineal es porque lo que se quiere contar no es una anécdota con principio, desarrollo y final, sino un abanico de estados de ánimo, que proliferan página a página como un asedio sobre los deseos de ella. Creo que el libro trabaja así: Después de que se nos ha contado que la protagonista se separó de O, la narración hace una delta deliciosa en la cual la voz narrativa va adquiriendo densidad con cada anécdota íntima que reconstruye. Anécdota íntima: no tanto los juegos amorosos sino las pequeñas revelaciones que le dan volumen a los juegos amorosos. El libro avanza obedeciendo no a una cronología lineal, sino a la de sus deseos y sus abandonos. La narradora
antes del postre
L
a ventana ofrecía una vista panorámica de la calle vacía. El sol de media tarde iluminaba sus manos al reflejarse en el elma correa agua del lavabo, como cientos de diminutas luciérnagas intermitentes que la salpicaban. Preparaba la cena con anticipación porque le gustaba tener tiempo para ella antes de dedicarse por completo a las necesidades de los demás. Llamaron a la puerta mientras enjuagaba las verduras de la ensalada, cerró el grifo, reguló la temperatura del horno y verificó la hora antes de abrir. Su marido llegaría exactamente a las ocho de la noche. Julio y Wagner entraron sin saludar directamente a la cocina, el primero buscó en la alacena, último anaquel a la derecha, el segundo husmeó tras la estufa. Se acomodó en el borde de la mesa y Julio verificó sin problema la ausencia de ropa interior, apenas rozó el pubis desnudo, deslizó la cremallera de su pantalón para exhibir una erección que se hizo más firme cuando ella tomó el tarro de mermelada. Destapó el frasco mientras él arrojaba la ropa. Wagner observaba, muy quieto, algo nervioso. Julio introdujo el pene en el contenedor y un grueso hilo de arándanos en conserva escurrió de su escroto hasta el piso. Wagner se abalanzó a lamerlo y ella ofreció a Julio sus pezones endurecidos. La tomó por el cuello y la hizo apresar entre los labios el glande rígido, cubierto del dulce espeso que se aligeró al mezclarse con su saliva. Todo lo que resbalaba iba a dar directamente al hocico de Wagner, que muy bien entrenado, sin ladrar, alargaba de vez en vez la lengua. Le sacó el vestido y la colocó en cuatro, se arrodilló y tomándola por la por la nuca arremetió contra su garganta. Mientras contraía y aflojaba rítmicamente los músculos de la faringe, Julio alargó los brazos recorriéndole la espalda con manos ágiles. Separó las piernas y levantó la cadera por instinto. Sonrió: ella también era un animal obediente. Vació un poco de la mermelada entre sus glúteos abriéndolos para que Wagner se acercara a comer de su culo. Sincronizando los movimientos de cuello y pelvis, ella usó dos dedos para abrir el coño a la lengua tibia y ligeramente
sabe que el pasado se ha ido y que la literatura no es capaz de recuperarlo; esta certeza, en vez de provocar nostalgia, es un arma liberadora: gracias a ella es que la reconstrucción de su vida se convierte en un hecho gozoso, en la paciente tarea de articular una pátina sobre sus recuerdos. Así, dice: “Por mucho tiempo he renunciado a contar historias provistas de un argumento con causalidad y acciones convencionales. No bien empezaba a narrar, yo me aburría o sentía que me asfixiaba como si de pronto la máquina cerebral se detuviera. Nada me aburre más que contar una historia, nada me parece más aburrido que el mundo real o causal en todas sus acepciones. Sólo puedo escribir cuando siento que hay algo que va a aparecer en el camino, alguna dificultad concreta con el lenguaje que me dará ganas de continuar haciéndolo” (80). La dificultad como argumento para la belleza. Creo que si hay alguna frase con la cual pudiera definir este libro sería esta. La dificultad de entender al otro, de lidiar con su propios dolores, de hablar de aquél que ha pasado a ser básicamente un signo vacío que no debe ser llenado a riesgo de cristalizarlo, la dificultad como un acicate para desplegar un lenguaje propio, amorosamente cuidado, de una claridad meridiana que hace tiempo no leía. Esa delta es el acontecimiento de este libro. No es casual que, cuando finalmente se nos habla de cómo inició la relación con O, de lo que lo hacía amable y lo que los separó, el personaje se retraiga rápidamente, pues a esas alturas ha quedado claro que este relato no es una diatriba ni un homenaje a un hombre, sino ese asedio de la protagonista sobre sus deseos. Hace unas semanas escuché un programa de radio que recordé ahora con la lectura de Ellos dos. En él se hablaba de una pieza musical compuesta en 1964 por Terry Riley, que se ha convertido en un referente de la música clásica contemporánea y aún de la música electrónica. Se llama In C y es una pieza en la cual un número variado de músicos interpretan en diferentes tiempos 53 frases musicales, mientras que otro músico toca la nota Do en ocho notas repetidas. En ese programa presentaron tres versiones de la pieza, compuestas para una nueva grabación a la que se invitó a ocho músicos contemporáneos. En cada una, los compositores improvisaban sin dejar de respetar la fórmula matemática que servía como marco, y el resultado era de una belleza conmovedora; era posible advertir las similitudes en cada una, pero era claro que la nota repetida había sido dejada en un segundo plano, modesto, y que la individualidad de cada compositor pasaba al frente. Algo similar sucede con Ellos dos. Es un libro seductor, pero no es la presencia de las anécdotas lo que seduce, ni las descripciones de los cuerpos masculinos, ni las peripecias que se suceden en un París esplendoroso; todos estos elementos, como la nota Do de aquella pieza, son apenas señales de la razón en una obra que, fragmento a fragmento, apuesta por la hermosura del misterio. áspera de Wagner. No pudo gritar, el semen la inundó. Julio se puso de pie, la verga aún enhiesta. Tomó los restos del almíbar para atraer al enorme pastor alemán que la montó sin problemas. A cada embestida sentía el miembro del can jadeante crecer dentro de ella, el pelaje suave acariciando sus muslos. De súbito, un dolor agudo la paralizó. El pene de Wagner parecía no tener un límite de expansión, intentó separarse pero algo similar a un hueso le desgarraba transversalmente las entrañas obligándola a la inmovilidad absoluta. Trató de relajar la respiración y en su vagina, el trozo de carne bestial pulsaba revestida de alfileres. Wagner salivaba, ajeno totalmente a la imposibilidad de desprenderse de la perfecta perra con la que se apareaba. Temía hablar, buscó a Julio con mirada suplicante y distinguió el asomo del pánico en sus ojos. Quítamelo, murmuró, pero él se replegaba hacia la salida con su ropa en la mano. El golpe de la puerta al cerrarse fue tan fuerte como los latidos en sus sienes. Intentó algún balbuceo, alargó el brazo para alcanzar el cajón de los cubiertos y se arañó la mano tratando de encontrar a ciegas un cuchillo. Blandió la hoja metálica, el animal gruñó poniéndose a la defensiva al olfatear el miedo en el ambiente. Con indecisión, lanzó dos movimientos torpes que hicieron sangrar el vientre de Wagner. El perro sacudió las patas en un alarido y ella enterró el cuchillo con los ojos cerrados, poseída de terror y asco. Esquivó las fauces rabiosas y acuchilló hasta desfallecer. Cuando recobró el conocimiento, las vísceras de Wagner se esparcían a su alrededor sobre la loseta italiana. Con diligencia envolvió los restos en su vestido y colocó todo en una bolsa plástica reforzada. Miró el reloj, suspiró. Apagó el horno y tomó los productos de limpieza. Se dio un baño caliente, recogió su cabello en la nuca. Bajó a terminar la ensalada, puso la mesa y escuchó el auto aparcando en la cochera. Recibió a su esposo con un beso largo, él admiró como siempre sus dotes culinarias y habló sobre remodelar el jardín. Ella asintió y recordó que la vecina había recomendado a su sobrino para trabajos en casa. Julio, un chico amable. Durante el postre acordaron llamarlo
ella despertará
E
minerva delgadillo
lla despertará. Abrirá los ojos y sus pupilas se dilatarán al mirar al hombre que sigue a su lado; verá su cabello revuelto y salpicado, y su cuerpo firme de 26 años; observará su espalda; parpadeará, intentando eliminar de ese espacio aquel cuerpo del que no quiere saber nada. Érika se sienta a la orilla de la cama, restriega su cara en un intento por recordar lo que pasó anoche, mientras ve, a través de sus dedos diferentes, su cuerpo desalineado en la ventana del departamento: sus rollitos de carne y las estrías en el abdomen la desaniman. Toma esa cajetilla que no es de ella, roba un cigarro y lo deja descansando en sus labios, meciéndolo juguetonamente, como si ya hubiera olvidado en qué situación se encuentra. Sonríe, sonríe, porque se siente contenta. Desnuda, camina hacia el baño, y se deja caer sobre el azulejo naranja, entre el retrete y el lavamanos; sonríe, pero está vez porque se da cuenta que su cigarrillo sigue apagado, alza el brazo y busca en el depósito la bolsa Ziploc donde están el encendedor y el único cuchillo, para que el niño no juegue con ellos. Chupa, chupa y chupa; su cuerpo exhala humo. En el cuarto contiguo se oyen unas pataditas, está teniendo una pesadilla de nuevo, pronto llamará con gritos y ella tendrá que consolarlo con esos brazos rojos y desnudos. Expulsa. Ya no escucha los golpes, quizás soñaba que es un pirata y, ahora que ya ha rescatado a su princesa, su mami, ha dejado de blandir su espada abrazándose a la almohada. Inhala. Su cabeza está clavada a la pared: disfruta la forma en la que el azar la puso en esa situación. Se reincorpora y se mira en el espejo, empañado de calor; lo limpia, mira su rostro delgado y pálido en el reflejo. Sacude la ceniza, moja su cara y admira su cuerpo, no hay nada diferente a cualquier otro día, excepto por lo que la espera en la cama. Chupa por última vez y tira el resto en el retrete, el agua arrastra las cenizas en sus remolinos. Sale del cuarto de baño y se recarga en el quicio de la puerta, intentando no perder el equilibrio por la luz que se alza por la ventana. Tocan eufóricamente, ¡Policía!, gritan desde afuera, y ese cuerpo frío de 26 años seguirá tendido en la cama. Era su día libre y quería aprovecharlo: pasar un rato con el nene, llevarlo al parque, hacer algunas compras y descansar recostados en la cama. Pero apareció él. Él que se había ido dejándolos abandonados con la promesa de regresar con un futuro mejor en dólares. Habían pasado más de dos años sin una noticia de él hasta que se paró frente a esa puerta, esa noche, sin maletas, sin esperanzas, sin un futuro mejor y con las manos vacías. No supo cómo reaccionar, lo miró de pie en la entrada del departamentito y los momentos en los que pensó que de haber estado él todo hubiera sido más fácil, (des) aparecieron.
Ella no le dijo que pasara, pero él entró arrastrando los pies y llenando el piso con su suciedad, con nuevos gastos, con sus deudas traídas del otro lado. Ella cerró la puerta, se paró frente a él, respiró profundamente, lo veía por completo, como por primera vez. Estaba muy delgado, su piel quemada y sus ojos hundidos, esquelético, casi muerto. Recordó el depósito y su bolsa. Ella llevaba un pequeño short de mezclilla y una blusa de tirantes azul, era su día libre. Ella siguió observándolo, y se dio cuenta que aún le parecía atractivo. Sabía que él no daría el primer paso, sabía que tenía que hacer algo: se acercó hacia él y acarició su pelo, se subió a sus piernas, posó sus manos en su cabeza, besó su frente ahora amplia, sus ojos ojerosos, su boca seca y le permitió abrirla, callada pero furiosamente. Cayeron en la cama, agitados, sudorosos, líquidos, fingiendo dormir como esposos. Ella recordó de nuevo y dejó pasar algunos minutos. Se deslizó suavemente a la orilla, se puso de pie y sintió asco de sí misma al descubrir su entrepierna todavía mojada, quiso correr a la ventana y vomitar, pero se contuvo. Caminó a tientas en la oscuridad hacia la recamarita del nene, abrió la puerta y lo vio durmiendo, esta vez sin pesadillas. Quiso entrar, pero estaba desnuda. Llegó hasta el cuarto de baño y recordó. Tomó del depósito el cuchillo y salió. Lo observó respirar tan tranquilamente y, viendo cómo su pecho descendía, se dio cuenta que nunca entendió cómo pudo abandonarlos. Ella le había dado un hogar, una esposa, un amante y, al final, un hijo. Pero se fue, se dijo interiormente; se fue y sin darme noticias. Ahora regresa con la intención de rehacer su vida, esa que cambió por una promesa. Respira, aprovecha este aire que fue tuyo y que dejaste; respira el amor que abandonaste y que se transformó en mi hijo, al que también abandonaste, aunque sin saberlo, porque ni yo lo sospechaba; respira, por cada noche que pasamos fingiendo felicidad, porque él no sabe que tiene un padre y no vendrá a saberlo ahora. Su mano se acercó, lenta y suavemente hacia su cuello, que todavía olía a su saliva, sintió repulsión y cortó de un tajo, con un movimiento largo y veloz. Su cuerpo se cubrió de múltiples manchas rojas que se deslizaron a su pubis; sonrió contenta, disfrutando del espectáculo de su salvación: él despertó de golpe al sentir la falta de aire, tomó su garganta con ambas manos, tratando de contener ese chorro púrpura que bailaba por el aire mojándolo todo a su alrededor, mojándola a ella; su sangre escapó por cientos de rayuelos a través de sus dedos y sus ojos se abrieron implorando una ayuda silenciosa, pero su mirada sólo la encontró a ella, que continuaba sonriendo, disfrutando de esa fuente humana. Su cuerpo se retorció hasta secarse y ella gozó de ese último intento de auxilio: él soltó una de sus manos y la llevó hacia enfrente, detrás de esa puerta, donde escuchó, por única vez, a un hijo llamar a su madre.
hay mil formas ximena cuenca
T
urbulencias. Nimbos. Abrazo el cielo desde el asiento. Todos podríamos morir en este segundo por la precisión de un rayo: seríamos víctimas de la gravedad. Luego, en las noticias, revoltura de pedazos mecánicos y piel y músculos. La caja negra. No quiero ni pensarlo aunque lo esté pensando. Tengo los dedos adormecidos. Shhh. Silencio. Me digo: abre los ojos, ahora ciérralos. Sí, estamos volando. Un haz bermellón tiñe las nubes. No hay salidas de emergencia. Vamos a caer. Mis párpados cerrados: me desdoblo al otro lado de la ventanilla. Siempre quise volar, extender los brazos, elevarme, pero una parvada de gansos pasa frente a mí y ya estoy viendo más de cien lápidas en los periódicos. Una turbina que falla, un ave estrellada en el tablero. Plumas, sangre, mascarillas de oxígeno, despresurización, el descenso. Estamos una vez más esparcidos en tierra de nadie. El cielo me devuelve a la tierra de un empujón; mis ojos están enrojecidos. La voz de una aeromoza en el altavoz: nos aproximamos a zona de turbulencias. ¿No estábamos ya? ¿Dónde está la bolsa
de mareo? Un compañero de asiento advierte sobre mi palidez y yo me repliego hasta las rodillas. Mis párpados caen y llego de nuevo al desdoblar onírico en el que cientos de átomos me construyen un asiento en las nubes, convirtiéndome otra vez en la espectadora de nuestras muertes. Una zona triangular magnetiza todos los instrumentos de medición. Terrores ahogados. Nadie es capaz de escuchar sus propios gritos. Ojos abiertos. Una tormenta eléctrica sacude el avión. La cola se incendia. Nos vamos en picada. Párpados vencidos. El piloto nunca habló de su afección cardíaca y el copiloto entra en pánico. Estamos a dos segundos de caer y de todos los finales que he imaginado para mí, éste nunca entró en la baraja de posibilidades. La azafata por el altavoz: les pedimos ajustar sus cinturones de seguridad, en unos minutos más iniciaremos el aterrizaje. Miro a través de la ventanilla y observo las zonas lacustres de la ciudad. Ya viene el descenso, esta vez, sin telones en los ojos.
ricardo pohlenz
menester de juglaría
Osito de macita postindustrial (a partir de la publicidad de una camioneta de entrega) El osito bimbo tiene ojitos azules así exhibido entre dos niños no los tiene rosados como le corresponde a un oso albino ni marrones como los tendría un oso polar o cualquier otro oso en pos de la miel es gluten en demasía para toda la familia si te tardas en comprarlo sale más barato tiene copado al mercado hace su propio pan en gabacho que le traen como si con saberlo del otro lado fuera más que lo mismo una forma de racismo vindicada por su distribución
ado ido
S
ujeto Del Deseo comenzó por no existir, aunque ya venía subiendo la escadaniela bojórquez lera. Fue el último en llegar y de los últimos en irse. Su actitud era la de quien extraña opciones más emocionantes: esta impresión tuvo de él Amanda, cuyo nombre corresponde con su verbo preferido. Ella reconstruyó la noche horas después: la necesidad de recordarlo como si fuera un pasado lejano surgió de una curiosidad rayana en obsesión, que él, sin conocerla, causó en ella desde el instante en que Amanda notó que no la notaba. La atmósfera del departamento se hacía densa y con olor a cuerpo: la situación física del lugar cambiaba de la luminosidad y el aire propios de los sitios amplios a la invasión de siluetas invitadas a la reunión, donde en ese instante, Sin Nombre En Este Cuento escuchaba la canción que incluiría en su lista mental de opciones evitables a los oídos. Pero esta era la fiesta asequible de la noche y la frase anterior el inconsciente de él mientras buscaba una cerveza y era notado por Amanda desde el tercer o cuarto plano de cabezas invitadas. Piel cobertura del cuerpo sin centímetro sobrante: físico de Amanda, quien es consciente de las notaciones ajenas, de todo género. Debido a tal costumbre se sorprende si no encuentra correspondencia al movimiento sutil de sus ojos asomados tras el canto de la copa, cuando la boca se refleja dando un trago en el espejo púrpura del vino. Ella mira cómo él traspasa la puerta del fondo. Atengámonos a los pocos hechos, tal y como lo intenta Amanda cuando los reconstruye: un cuarto de hora más tarde de que él entrara a la fiesta dispuesto a corregir a quienes ponían la música, ella se aburrió de la conversación con un grupo y decidió dar un recorrido por las habitaciones: en una lo vio de nuevo, de espaldas, ocupado como se encontraba en buscar otras melodías. Algo en su actitud concentrada la hizo dar pasos en reversa e ir a conversar con otras personas, sin perder de vista la puerta tras la que ahora estaba quien, desde el inicio de la fiesta hasta el final de esta historia, será Persona en Pensamiento. Atengámonos a los hechos: ella por fin se acercó con la excusa lugar-común de pedir un cigarrillo, él lo encendió mientras Amanda inventaba un cambio particular en sus ojos y hacía un comentario multiusos acerca de la música (que por lo demás él celebraba haber cambiado). Ambos cedían al calor de la reunión y entraban a ese estado particular en que la plática (piano – película – panfleto) es lo menos importante por ser un accesorio tras los gestos sutiles de acercamiento, o los que hasta aquí recrea Amanda, quien comenzaba a olvidar a toda persona o frase que no fueran el Recién Encontrado y a sustituirlos por una imagen insistente y fija: las manos blancas de Quién Es Él anotando en su teléfono el número del de ella. Amanda, conociendo de él sólo su nombre (le costó dos llamadas averiguar el apellido), quiso hacerse de más datos sobre Desconocido En La Cabeza. Para satisfacer su curiosidad acudió a la fuente de información más precisa y fiable en esos días: Internet. En vez de que Amanda adquiriera conciencia del tiempo gastado en Pensar A Un Motivo Abstracto, ya que la información era ínfima y dispersa, siguió con sus flashbacks de la fiesta: la nuca de él, los ojos de él, el tono de la playera de él, la textura del estampado
de la playera de él, la mano de él que acciona el encendedor que prende el cigarrillo de ella, los dedos de él tecleando el teléfono de ella, los dedos de él marcando quizá en este mismo momento el teléfono de ella... ¿Por qué no? Amanda puede googlear a un desconocido y fantasear una historia adrenalítica, nada lo impide. Parecen mejores así las cosas, cuando de tan nada se muestran plenas de posibilidades y no absolutamente improbables o –lo que sería peor– anodinas. Aquí pasa el tiempo. Hubo un alivio a su mente indigesta meses después, cuando Lo encontró por segunda ocasión: ella subía las escaleras de un bar (pensando en otra cosa, afortunadamente). Cuando sus pies alcanzaban el penúltimo escalón lo primero que vio fue la cabeza de Sí, Creo Que Lo He Visto En Otra Parte. Amanda se alejaba rápidamente para saludar a cualquier otra persona, mientras se convencía de que ese brinco dentro del pecho, porque era una sensación física, se debía al exceso de cigarrillos y no a que algunas tardes atrás había dedicado al que Está Sentado Ahí Enfrente buena parte de su pensamiento, cuando consideró con calma las razones por las que no llamaba por teléfono (falta de tiempo, pérdida de aparato telefónico, una pareja, gusto por el suspense, homosexualidad, susto, indiferencia). Al verlo ahí sentado, tan real y sin embargo tan lejos, supo Amanda que debía poner alto a su búsqueda de información. Le pareció algo deshonesto saber datos, aunque fueran pocos, de las aficiones o episodios en la vida de alguien a quien, en ese momento mientras lo miraba charlar con otra gente lo aceptó, No Conocía. Se acercó con cautela. Cuando lo tuvo enfrente, ya que ahora la reunión en el bar se animaba y todos se ponían de pie, empezó la que podría haber sido una conversación que por fin amarrara los hilos y lo hiciera cambiar del estadio Imagen a Persona (al menos dentro de las certezas amandescas). Amanda, sonriente, preguntó cómo le había ido desde la última vez se vieron. Él pidió que le recordara cuándo había sido eso. Lo que sigue Amanda lo vivió desprendida, como si estuviera separada de la realidad por un celofán: amablemente respondía con una evasiva, alguien llegaba a interrumpirlos, ella se alejaba mientras oía como en un murmullo la voz que venía de lejos filtrándose entre las conversaciones y que notaba sin sorpresa que había “grabado” bien. Este último era quizá el único aspecto donde imaginación y realidad coincidían. Pero de nuevo elucubraba. Darse cuenta de ello era causa de un desasosiego parecido al de esperar una llamada que no llega, por lo tanto intentó, con poco éxito, concentrarse en la conversación con sus amigas mientras le daba la espalda a Imaginado Desconocido para mayor efectividad del ejercicio. Pidió una cerveza. Cuando la tuvo entre las manos se dispuso a mirar, otra vez, su propio pase de diapositivas sobre la fiesta donde había comenzado todo esto: un baño blanco cuyo espejo refleja su rostro con los labios teñidos de vino tinto; los dedos de él que aprietan un botón del teléfono mientras dice ‘ahora regreso’; las amigas de ella molestándola con miraditas y señas indiscretas; el departamento cada vez más vacío; las escaleras un vértigo hacia la calle; la banqueta donde los últimos invitados se despiden bajo la noche cerrada. La silueta de él que desaparece por una calle paralela: el instante mismo en que se borra de la realidad para poder vivir en personaje.
víscera geney beltrán félix
A
l abrir los ojos, escucha los ruidos de las patas del perro en el techo. Es un dóberman, lo ha visto varias veces en la acera, en el elevador con los dueños. Son un gringo y una mexicana, no tienen hijos. Viven en el departamento ubicado exactamente encima, en el último piso. Él escucha las pisadas del perro. Lo ve, fúrico: el animal corre por los cuartos, se sube a las camas, ladra. Lo ve rojizo: se ve golpeándolo con un látigo, cortándole con un cuchillo el cuello. Ríe, la sangre mana, el perro aúlla. El odioso olor a perrera, persiste. La mañana le entra en las pupilas en forma de un sopor blanco, luz densa de un día en el desierto; obnubilado, es como si la percepción de las cosas se le hubiese distendido por las paredes del cuarto. Se sobresalta: en dos días la renta: ¿qué hacer? Sale muy caro divorciarse. Ve el ventanuco y los dos libreros a la izquierda, la mesa blanca y la computadora. Ya, es todo. Sigue aquí. Volvió a soñarse en Culiacán. Era otra casa, una nueva y diferente, una jamás vista siquiera en esa movediza realidad del sueño. Ahora se veía a sí mismo en la azotea de una casa de tres pisos, era un barrio muy jodido y sucio de banquetas irregulares y sin árboles. Sentado en un tabique, él veía los techos de las demás casas —obra negra, tendederos, tinacos—, las fachadas sin pintar, los cables como lianas vivas, desobedientes a cualquier armonía, y entonces su padre subía y lo regañaba. Acababa de leer su novela, era asquerosa —le decía—. El padre lo corría de la casa, el joven se levantaba y se veía como otro (un cuerpo separado del suyo): desaparecía lentamente al bajar por la escalera de caracol. No recuerda más. La compacta noche del sueño se disipa, los sentidos se reconcentran. Oye la voz de don René en el cuarto de al lado, hablando por teléfono. El joven pasa al único baño del depa —lo comparte con el casero y el otro inquilino—, orina, retrata su rostro en el espejo. Se rasca entre las cejas y en la frente y la piel se le escarapela como capas de pintura en pared de casa antigua. Le arde. Abre la puertita del botiquín, saca el cepillo y la crema; se restriega los dientes, inquieto por el recuerdo del sueño, molesto por su pusilanimidad automática. Querría ser un ojete —piensa—, mandar al diablo a su padre en esos sueños. Un hijo de la chingada, no un pendejo —escupe en el lavabo—. Debería ir y buscar a Claire, plantarle sus buenas patadas a esa perra. De regreso en su cuarto, escucha abrirse la puerta de la recámara de don René, luego los pasos del viejo en la cocina. Un escalofrío (en la cara se le tensan los músculos). Frente al casero se descubre nervioso, como si en cualquier momento ese hombre pudiera atraparlo en falta y lo llegase a expulsar del cuarto, arrojando su ropa y libros al estacionamiento. Don René (divorciado, calvo, sexagenario, músico nocturno) es ciertamente siempre amable con Emarvi, ¿de dónde le sale a él la insegura distancia, ese cosquilleo miedoso frente al viejo? ¿Acaso de esas rachas de borracho duradero que lo acometen cada cuando? En esas ocasiones, al llegar de ver a su hijo Emarvi se encuentra al hombre en la sala frente a botellas y vasos de whisky, jugando dominó o viendo la tele con amigos, y recibe invitaciones para unírseles aunque siempre, distante y secamente, las declina; esas pedas le duran al casero días y semanas y no terminan sino cuando su ex mujer, una cincuentona fornida y de acento cubano, viene y lo conforta diciéndole quién sabe qué cosas, luego terminan cogiendo. Una vez lo hicieron en la sala: fue bochornoso oírlos desde el cuarto e imaginar las carnes fofas y agitadas sobre el sillón sudando en una sórdida entrega de alcohol y anciano semen. Emarvi se desviste. Toma la toalla, sale al pasillo, se mete a la regadera. Ahí está su cuerpo. ¿Es él? ¿Una persona es su cuerpo? Ahí está él, bajo el chorro del agua. Se ve las piernas, los genitales, el tórax. ¿Qué hace su cuerpo aquí, en el baño de un departamento, en el cuarto piso de un edificio del sur de esta Ciudad donde el miedo se le vuelve a la gente no una costra en la piel sino la piel misma? Podría estar en cualquier otra parte del mundo. Su piel huesuda y pálida. Él, ¿qué hace? Ayer lo regañó esa lisiada, y no es tampoco que nunca se haya hecho la misma pregunta. No tiene las fuerzas hoy para mandarla en su mente a la verga. No puede rescindir la existencia de esa
chamaca —no en su vida, no hoy por lo menos—. Su padre, el suicida, surgió en un sueño para recriminarle su novela. «Es asquerosa», pronunció. Emarvi sólo se vio bajando las escaleras, lejos del patriarca. Ayer mismo él no tuvo la convicción para negarse al escrutinio de la muchacha, no se levantó airado de la silla, no le respondió con insultos ni huyó de inmediato. Con ánimo inestable, querría —sí— aceptar el desafío. Ha pensado en dejar su empleo, ¿de qué sirve editar textos mentirosos que se escriben para prostituir la realidad con datos y palabras fraudulentos? Querría —y al decirse esto se diagnostica íntimamente un impostor—, querría trabajar en un asilo de ancianos o en un hospital, irse a algún pueblo de la Sierra Sureña y dedicarse a sembrar una milpa, como lo hacían su padre y sus abuelos en la sierra de Durango; por las tardes o los fines de semana leería pasajes de los clásicos a los viejos, las amas de casa, los muchachos que sin duda no siguieron más allá del cuarto año de primaria. No: querría quedarse todo el día bajo el chorro. Se le desliza un escalofrío a lo largo de la espina dorsal. Ella no es cualquier persona. No puede llamarla una fanática (o una loca), no se reduce la existencia (de nadie) a un solo adjetivo. Elvia es magnética, ilumina, y es también un volcán fulmíneo y que consume. Ha de ser una cosa elemental: en este mundo hay personas extraordinarias. Ella, un ejemplo. ¿Querrá don René bañarse? Debería salirse ya. Pero. No. Piensa en Claire. Piensa en Claire teniendo sexo con el cabrón de Jaime. La ve. Su piel trigueña, esas nalgas gordas, ve su carne joven desnuda sobre un escritorio, recostada y la falda sobre el tórax, abriéndole las piernas a un tipo alto y robusto, de barba. Ella levanta un poco la cabeza, sonríe, su frente suda. Emarvi empieza a frotarse la verga con furia. Le llegan los gritos de Claire, le da coraje imaginarla cogiendo con ese Jaime que ha de lamerle el cuerpo, su sexo (y sus tetas prodigiosas), ha de puteársela todos los días, mañana y tarde y noche, a la muy perra. Ahora Claire está sobre una cama muy amplia en el cuarto de un hotel, quizá en la playa. Hay unos ventanales a la izquierda, cortinas blancas que el viento hace bailar. Ella está de cuatro patas y un negro la penetra. Claire le dijo en varias ocasiones que su fantasía, vulgarísima, era coger con un negro. Emarvi se masturba con rabia, humillado y poseído por la fiebre del eunuco. La ve, ella grita. Le ve la piel sudada, se convulsionan los dos cuerpos, con la mano derecha el negro le azota las nalgas a Claire mientras la embiste; todo es coraje... Él eyacula. Le tiemblan las piernas, la imagen se borra. El agua le sigue corriendo por la espalda. Respira. No es nada. Escucha el timbre del teléfono. Le tiemblan las manos, el cuerpo lo siente distendido y la mandíbula floja. Don René toca a la puerta. —Joven Emarvi, es para usted... ¿Qué le digo? —Que me hable en cinco minutos... A los pocos instantes, de nuevo don René (nudillos necios en la puerta): —Joven, es una emergencia. Él se cubre con la toalla y al salir se pega en la espinilla con el borde del excusado, ¡si seré pendejo!, ríe de su torpeza y, rengueando, en la sala toma la bocina: —¡Emarvi, me lo robaron! —¿Qué se robaron? —¡Se robaron a Adrián! —¿Qué pasó? ¿Dónde estás? Don René se acerca con mirada de preocupación. —En la escuela, lo traía a su curso de verano... —Luz llora—. Ven rápido... No sé qué hacer, la policía no llega... Don René pregunta si puede auxiliar en algo. Emarvi tartamudea (deja caer la bocina). Corre a su cuarto, se viste a las prisas y mientras el sexagenario lo acompaña a la puerta, de salida, Emarvi querría desaparecerlo de sus ojos. ¡No estorbe!, le diría (empujarlo). Baja las escaleras, sale corriendo de la unidad hacia Eje 10. Y toma un taxi.
el regreso de rolando villazón aehécatl muñoz
L
a primera vez que escuché cantar a Rolando Villazón fue bajo la recomendación de uno de mis maestros de música, dicho y hecho lo primero que escuché fue el aria “Una fortiva lagrima” de la ópera L’ Elisir d’amore de Gaetano Donizetti, debo de decir que me pareció formidable su habilidad vocal y su interpretación, me animé a considerar que podría ser más grande que cualquiera de otro tenor. Mis oídos tuvieron hambre por conocer más de Villazón, fue así como conseguí los discos ¡Viva Villazón!, Handel, Cielo e mar y Duets. Me consideré fan absoluto del tenor mexicano, considero que él es el mejor intérprete del personaje Rodolfo en La Bohème de Giacomo Puccini, un gran conocedor vocal de Jules Massenet y de una impresionante pulcritud en las líneas melódicas de Giuseppe Verdi. Con motivo del Bicentenario, el tenor mexicano Rolando Villazón regresó a México después de cuatro años de ausencia, acompañado del grupo Bolívar Soloists, realizando tres conciertos en nuestro país: Ciudad de México, Guadalajara y Acapulco. En ellos presentó su nuevo material discográfico titulado ¡México!, producción que incluye canciones populares mexicanas conocidas por todos: Cielito lindo, Cucurrucucú paloma, Veracruz, Bésame mucho, Estrellita, entre otras. Como fan de Villazón no me podía perder estar en alguno de sus conciertos, fue así como el cochinito empezó a llenarse, así pues, tuve la oportunidad de presenciar el pasado 23 de junio el concierto en el Auditorio Telmex en Zapopan, Jalisco. Villazón interpretó 12 canciones más otras intervenciones después de concluido el programa oficial del concierto. La vida musical del tenor se interrumpió debido a una intervención quirúrgica a un quiste en las cuerdas vocales, el cual le fue retirado con prontitud y que lo llevó a cancelar todos sus conciertos en el año 2009, finalmente regresó a los escenarios el 22 de marzo de este año para interpretar a Nemorino en L’ Elisir d’amore en el Vienna State Opera. Concierto en el que el mexicano tuvo 23 minutos de aplausos. La reseña de la ópera no estuvo muy alejada de lo que escuché en el Auditorio Telmex El concierto mostró a un doble Villazón, pues el tenor mostró pequeñas inseguridades en sus notas graves y, al inicio del repertorio (Bésame mucho, Des-
pedida, Dime que sí e Íntima) realizó un vibrato ágil del que a veces perdía el control y se quebraba, no obstante, si Villazón no estuvo al cien por ciento de sus capacidades al inicio del concierto, que bien pueden considerarse insignificantes, sí pudo concluir haciendo gala de su gran voz en canciones como El reloj, Perfidia, Solamente una vez, Júrame y Te quiero, dijiste. Villazón tiene un reto grande para el panorama de las ligas mayores de la música, pues considerando su reciente enfermedad, tiene que demostrar que puede volver a ser el tenor previo a su enfermedad y superarse a sí mismo, cosa que lo ha hecho con éxito en Berlín en sus últimas presentaciones. El mexicano ha sido enormemente criticado, algunos le auguran unos diez años más de una vida musical productiva, debido a que Villazón, considerando sus años como cantante, no ha seguido el patrón estándar en los tenores: empezar con obra fáciles para después, ya maduro musicalmente, cantar obras de gran exigencia vocal, me refiero a obras como Cavalleria rusticana de Pietro Mascagni y La Bohème, ésta última, en los últimos años, la ha interpretado en numerosas ocasiones, una obra que exige mucho a los cantantes y que para el tenor, según la crítica, no es su momento para cantarla, además que agota considerablemente la voz para cualquier cantante. El nuevo disco de Villazón sale a la venta en septiembre, no obstante, en los conciertos se dio la preventa oficial. El material es de la misma calidad que los anteriores realizados por el músico, además es la nueva apuesta de la casa discográfica más importante en música clásica: Deutshe Grammophon sobre sus competidoras: Naxos, DECCA y Phillips. Quizá el panorama político y económico en México no sea nada óptimo, pero la adquisición de este disco la recomiendo ampliamente. Se encontrará usted con versiones magníficas realizadas por Bolívar Soloists, músicos destacados del Royal Academy of Music de Londres, sobre algunas obras que usted ya conoce, interpretaciones que lo dejarán enteramente complacida o complacido. No crea que estoy defendiendo a Villazón por ser mexicano, ni que esto sea un mero comercial, en realidad, estoy hablando del mejor tenor en la actualidad considerado por el propio Plácido Domingo como su único sucesor, además hablo, adelantándome a cualquier disco que salga en el porvenir de este año, sobre la única producción discográfica para festejar el Bicentenario.
tripulación
animalia
josé de jesús sampedro. poeta,
iván trejo
¿Qué clase de animal es el poeta?
Hernán Bravo Varela (México, 1979) Sí mismo, que no es poca cosa.
Santiago Espinosa (Colombia, 1985) Uno nómada, sin duda, emplumado y melancólico como los Héctor Hernández Montesinos (Chile, 1979) ángeles, Anfibio que come sobre la tierra pero que anida y se re- Es un omnívoro cuando todo se acabó produce bajo aguas oscuras. Un pájaro agorero que se alimenta de los ecos y las casas viejas. Efraín Bartolomé (México, 1950) El poeta es un animal que sueña. El poeta es un animal que Rafael Courtoisie (Uruguay, 1958) tiembla ante el poder de la Mujer. El poeta es el animal en el Animal de la noche, come oscuridad, amanece. que monta la Diosa desnuda. El poeta es un animal que saca a pasear a los dioses con un dogal al cuello. Luis Armenta Malpica (México, 1963) Amalia Bautista (España, 1962) Una mantis religiosa, porque sintetiza los dos polos a los que El poeta podría ser un ornitorrinco, parece un bicho raro, puede llegar un escritor: el recogimiento espiritual y la vio- pero hay muchos más de los que creemos. lencia extrema Jeremías Marquines (México, 1968) Jair Cortés (México, 1977) Es un lugar común decir que el poeta es un animal de tristeza, Un alacrán con cabeza de serpiente y alas de libélula nocturno o lunar, y sí, también es eso, así se cree cuando se tiene una visión romántica. Yo como no la tengo pienso que José Eugenio Sánchez es más bien una comadreja herética concebida a partir de un (México, 1965) hongo pútrido y el mandril amarillo del mediodía, un bicho Una guacamaya o una vaca disfrazada de guacamaya. emparentado con la lluvia, la desesperación y el caos. Kg1 Ne2+ Kf1 Nc3
editores consejo
edilberto aldán / joel grijalva adán brand /beto buzali / alberto chimal / luis cortés juan carlos gonzález / rodolfo jm / paloma mora / josé ricardo pérez ávila / norma pezadilla /jorge terrones/ gustavo vázquez lozano
promotor cultural y editor de la legendaria Dos Filos / liliana v. blum. autora de El libro perdido de Heinrich Böll y Vidas de catálogo, su blog: lilianablum. wordpress.com / yuri herrera. premio Binacional de Novela Border of Words / Frontera de palabras, autor de Trabajos del reino y Señales que precederán al fin del mundo / elma correa. narradora incluida en la Antología de la crónica urbana y la Antología de Nueva Narrativa Mexicalense / minerva delgadillo . licenciada en Letras Hispánicas, lee más de lo que escribe, su blog: elgatosinbombin.blogspot. com / ximena cuenca. diseñadora web, ilustradora y escritora, su blog: tintadearena.blogspot.com / ricardo pohlenz. poeta y narrador, colabora como crítico en el blog de Letras Libres y es la voz cantante de Los ositos arrítmicos de Lemuria / daniela bojórquez. escritora y fotógrafa, autora de Lágrimas de Newton (Ed. Ficticia- f,l,m. 2006) y de Modelo vivo (Instituto Mexiquense de Cultura, 2010) / geney beltrán félix. autor de Habla de lo que sabes y El sueño no es un refugio sino un arma / iván trejo. autor de los poemarios Silencios (Conarte, 2007) y Los tantos días (FORCA, 2009), este año se publica Memorias colombianas / aehécatl muñoz. estudiante de la UAA y músico. Actualmente cursa el Diplomado en Dirección Coral en Voce in Tempore.
jeanne enríquez / fotografías de portada e interiores
Elaborado por Servicios Editoriales de Aguascalientes S. de R.L. de C.V. para La Jornada Aguascalientes.