El Guardagujas junio

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elisabeth skene. http://www.flickr.com/photos/skene/

la jornada aguascalientes / suplemento mensual / número capicúa / junio 10 http://lajornadaaguascalientes.com.mx/guardagujas

ramón lópez velarde y aguascalientes Cuando me sobrevenga el cansancio del fin, me iré, como la grulla del refrán, a mi pueblo, a arrodillarme entre las rosas de la plaza, los aros de los niños y los flecos de seda de los tápalos Ramón López Velarde

sofía ramírez

R

amón López Velarde es el Poeta: el más querible, el más personal, el más íntimo. En cada poema suyo nos reconocemos y redescubrimos el mundo de maravilla que hemos perdido. “El pasmo de los cinco sentidos” se manifiesta en cada lectura de su obra: sus recuerdos son nuestros recuerdos y el “cielo cruel” es el mismo que nos cubre en las mañanas de provincia. Los aromas de la tierra mojada, del pan recién horneado, del rompope, del azahar de las bodas, de la iglesia y del crisantemo se respiran en el instante que surge su palabra. Así es la literatura lopezvelardeana: clara y secreta, llena de luz y llena de sombra. Cuando Ramón López Velarde llegó a Aguascalientes, a la edad de diez años, jamás imaginó la influencia que la ciudad ejercería sobre él, incluso hacia el periodo del Seminario Conciliar de Santa María de Guadalupe (1902-1906), durante el cual vislumbraba ya su futuro poético. Aguascalientes experimentaba entonces una época fructífera con respecto del desarrollo cultural y tecnológico y una bonanza económica. El estado era privilegiado tanto por su ubicación como por su evolución. Era simultáneamente apacible y activo en los planos social, industrial y urbano. La cantidad y la constancia de las publicaciones periódicas ofrecía un abanico de posibilidades para involucrarse en la labor literaria, y el interés por la educación y las artes permitía que en la sociedad se fomentara el gusto intelectual. *Este artículo es un adelanto del libro La edad vulnerable. López Velarde en Aguascalientes que próximamente aparecerá bajo el sello Dosfilos Editores y se presentará durante las Jornadas Lopezvelardeanas en Zacatecas.


La casualidad trajo a su familia a Aguascalientes y la casualidad lo llevó también a encontrarse con un grupo de amigos que lo estimularon: Pedro de Alba, Enrique Fernández Ledesma, José Villalobos Franco y, finalmente, con el principal promotor de su poesía, Eduardo J. Correa. Si consideramos el comentario de Jesús López Velarde: “Que yo recuerde, en la familia nunca había habido un poeta”, (1) deberemos evaluar que la familia no fue quien motivó su quehacer literario, sino el contexto en que se desarrolló, como también la trascendencia que Jerez, la infancia, la religión, el amor, las mujeres, las plazas, los jardines, la escuela, el Santuario, en fin, la vida misma, tuvo en su poesía. Aguascalientes marcó considerablemente a López Velarde, quizá no en el de su formación espiritual, como Jerez, pero sí en el de su formación literaria. Desde diferentes perspectivas, cada uno de sus amigos le aportó algo: Fernández Ledesma lo involucró en el ámbito cultural de Aguascalientes; De Alba le inculcó el gusto por las artes y las disciplinas; Villalobos Franco lo introdujo a la prensa; y Correa se convirtió en su protector, promotor y mecenas. Según Agustín Yánez, parece asombroso que, aunque no fuera su cuna, Aguascalientes haya formado a artistas como De Alba, Fernández Ledesma, Francisco Díaz de León, Mauricio Magdaleno, Antonio Arias Bernal, Jesús Reyes Ruiz, Antonio Acevedo Escobedo, etcétera, “pero la perplejidad cesa cuando se ha respirado el aire de Aguascalientes (...) cuando se ha gozado el silencio, el embeleso de San Marcos (...) cuando se han recorrido sus calles y sus jardines (...) cuando se han visitado sus templos y sus casas (...) entonces deja de ser un misterio la poesía milagrosa de López Velarde...”.(2) Ahora bien, el jerezano escribió muy poco acerca de Aguascalientes, quizá porque la ciudad era estímulo, pero no motivo. Entre los textos que la refieren se encuentran “La escuela de Angelita” y la serie de cinco entregas de la columna Semanales: en “El calor. Vástago real. Espectáculos. Mes de María. Las fiestas”, alude a las fiestas en honor

de san Marcos; en “Los bustos. Para las lectoras. Panorámica. Toros. El Corpus”, a los bustos que honraban la memoria de Jesús Terán y de José María Chávez, a la ciudad vista desde el mirador y a la celebración de una corrida de toros en apoyo de la Escuela Católica de Artes y Oficios; en “Don Rafael A. de la Peña. La banda. En honor de Othón. Nota europea. Leoncavallo”, a la monotonía de los conciertos de la Banda del Estado; en “Ferrocarriles. Muerte de Rossi. Locales. La lluvia”, a la ciudad en cuanto a sus mejoras urbanas y a las primeras lluvias; y en “Los asesinos de Barillas. Teatro. Ridiculeces. Un literato”, a una compañía que actuó en el Teatro Morelos, a los coterráneos que emigraban a los Estados Unidos y que volvían con una actitud de “ayankados”, y a la cesión de la Revista del Centro por parte de Carlos Toro a Leobardo Morfín, quien empalagaba a los lectores con “poesías cursilonas”. Una acotación: Semanales era una miscelánea dentro de la cual López Velarde abordaba diversos aspectos de la vida cotidiana, no sólo de Aguascalientes, sino del país y del mundo. Asimismo, en “Bohemio” recrea la época en que integró la “cofradía superficial y aturdida” y permite al lector imaginarse cómo era la vida en el Instituto de Ciencias. “Dice Octavio Paz que no se explica la poesía actual sin López Velarde; la escuela mexicana de pintura tiene su autenticidad en Saturnino Herrán, y en la música mexicana Manuel M. Ponce abre los ojos hacia lo nacional y lo proyecta en el mundo entero”. (3) Pero lo más importante es que la pintura de Herrán, la música de Ponce y, sobre todo, la poesía de Ramón López Velarde, encierran un todo que nos es propio, íntimamente propio, y que el conjunto de su obra “todavía guarda un aliento de actualidad”.(4)

oleadas de calcio

de una a otra. Secreto glutamato en las sinapsis, se crean nuevas redes de nervios, nuevos f lujos de información son canalizados, las conexiones se fortalecen. Las neuronas activadas por los estímulos secundarios se activan después de que los estímulos visuales, olfativos, auditivos, táctiles, se hayan apagado. Un breve destello. La memoria se inventa.

arturo vallejo i.

E

res un pusilánime. No nos debemos nada. No tenemos cuentas pendientes. No me vuelvas a buscar. Nunca. Ella despierta.

ii. Un hombre que corre por la calle. En llamas. Un videoclip favorito. Cien veces, o más, repetido, es “California” del grupo Wax. Estímulos secundarios. El último recuerdo verdaderamente feliz es de hace quince años. Un parque de diversiones que no existe ya. Una rueda de la fortuna. Una canoa que sube y baja. Un tirabuzón. El algodón de azúcar. Los mangos con chile. El agua embotellada. Todos gritando. Una mano que aprieta la suya. Y ella: eres un pusilánime. Una nochebuena comprada en el supermercado, sólo para terminar bien. ¿Qué demonios significa terminar bien? Es como intentar revivir un antiguo amante que lleva meses muerto. Años después cruza la calle y él le grita. Y ella: no me vuelvas a buscar. Nunca. Llegados a este punto, conviene establecer los mecanismos de recuperación de la experiencia. La representación. No existe idioma en el mundo con vocabulario suficiente para describir la consciencia. iii. Decisiones, incertidumbre. Y el cerebro. iv. Buenas noches. Este es un domingo más. Que tengas un lindo domingo. La aurícula recoge las vibraciones en el aire, las atenúa y las lleva al conducto auditivo externo, en donde son amplificadas de nuevo para que golpeen al tímpano. La información viaja por la vía del martillo, el yunque y el estribo. En el caracol, específicamente en el órgano de Corti, las ondas sonoras se transforman en química, luego en señales eléctricas: señales nerviosas. Las fibras pilosas llevan los impulsos por el nervio auditivo hasta las neuronas, que los llevan hasta el cerebro. La electricidad corre del soma al pie y luego a otro soma. Y luego hasta mí. Qualia. Cada vez que un objeto se actualiza en la memoria es, de algún modo, diferente. Bombeo iones de calcio cargados con energía positiva, una ola de despolarización, un cambio en el potencial eléctrico de mi membrana, llega a su destino. La imagen sonora permanece en mí por unos instantes, tensándome. Un espasmo eléctrico más. Me estremezco. Se reproduce en todas direcciones. El impulso eléctrico pasa. Sólo queda el silencio. La memoria no tiene piloto. Ella se aleja y de la oscuridad se va formando una imagen: la luz pasa a través de la córnea y el cristalino y estimula los conos y los bastones. La luz golpea el nervio óptico y llega otro impulso eléctrico. Mis canales se abren, libero proteína S100B que liga las moléculas de calcio que se llegan a mi citoplasma. Los iones de calcio estimulan más ondas eléctricas que se propagan

(1) Appendini, Guadalupe, Ramón López Velarde. Sus rostros desconocidos., pp.17-18. (2) Ibíd., p. 52 (3) Appendini, Guadalupe, op. cit., p. 36. (4) Phillips, Allen W., Ramón López Velarde, el poeta y el prosista, p. 38.

v.

1) La energía ganada. 2) El tiempo promedio. 3) El costo. 4) La relación de los encuentros por día. Esta ecuación describe el problema.

vi. La información corre a través de mí, permanece en mí, imágenes que me sacuden: él y ella sonriendo, tomando café (el olor del líquido me recorre de nuevo y se va), el sexo, ella yéndose antes del amanecer, cruzando la calle, él gritando su nombre, ella siguiendo de largo, tomando café, cenando, desayunando, silencio, aburriéndose frente a una vieja televisión (el ruido de la inducción de la señal me hace vibrar durante unos instantes), discutiendo dentro de un automóvil (la sensación de la piel artificial bajo el cuerpo regresa). Silencio. El ciclo inicia otra vez. Memoria. Sinapsis. El campo semántico de la memoria: Agua. Algodón. Y todos gritando. Llamas. Pusilánime. Nunca. Adiós. Electricidad. Términos individuales. El campo semántico funcional. Todo lo ocupa una punzada aguda, muy aguda. No hay más. La punzada se transmite por el glial a las dentritas y el axón y los nodos y las vainas: el soma. LÍNEA EN BLANCO. SOBRECARGA DEL SISTEMA. Mi tensión sola es suficiente para rompernos a todas. vii. Unas piernas en llamas. Las botas. Los pantalones tienen flamas. La cámara se aleja y se entiende que es una sinécdoque. Las llamas le cubren toda la espalda. El hombre corre por la calle. Pasa por un puesto de periódicos. Por un hidrante. Alguien bota un balón. Otro barre la calle. Otro pasea a su perro. La familia que pasa en su auto sin siquiera voltearlo a ver. Es un transeúnte más. Hace señas a un autobús para que le espere. En llamas. Sobrecarga del sistema. Ella despierta. Él duerme. Ella sale de la habitación, atraviesa la nochebuena, sale del departamento. Un videoclip repetido cien veces o más. Y no queda nada. viii. La proteína brota de mí incontenible, el daño comienza a notarse. Por alguna razón que no se sabrá, se produce un exceso de S100B y la memoria, ese pequeño fragmento de memoria, café, televisión, nochebuena, automóvil, el sexo, desaparece. Ahora el silencio. La vida secreta de los astrocitos: una canoa que sube y baja. Un mango enchilado. Una mano que aprieta la suya. Una mujer que corre por las calles. En llamas.


rencor

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javier moro

Jueves 6 de mayo de 2009 No les gusto a las mujeres. Hay 30 millones de ellas deseables en Estados Unidos (mi cálculo) y no puedo encontrar una pareja. No he tenido sexo desde los 18 años. Su voz le llegaba clara desde el otro lado de la mesa, pero él no entendía nada de lo que le estaba diciendo. -Eres guapo pero te falta cuerpo, tienes los hombros muy delgados. Deberías hacer más ejercicio.- Dijo ella y lo observo con sus ojos azules y siguió sonriendo. Jueves 6 de agosto de 2009 Anoche fue lo mismo de siempre. Todo sigue igual, a pesar de mis esfuerzos. Si tuviera control sobre mi vida entonces sería feliz. Pero durante los últimos 30 años no lo he sido. El tipo de bigote y ojos azules entró sin saludar al policía que lo conocía de vista: todos los días venía a esa misma hora, hacía un poco de ejercicio y después se sentaba en el pasillo a observar las clases de aerobics. Nunca lo saludaba. Esa noche dirigió sus pasos a la clase de aerobics sin detenerse, sin pasar antes por los vestidores. Dejó la bolsa en el suelo y se quedo observando fijamente a la chica de veintitrés años de ojos azules que dirigía la clase. Después se agachó, abrió la bolsa deportiva, sacó dos pistolas y empezó a disparar. 6 de Diciembre de 2009 Esta noche lo he decidido. Ella no tiene porque burlarse así de mí. No me lo merezco. No lo merezco.

2

Se apostaba fuerte, como casi siempre. Ahí estaban todos: los veteranos, los sobrevivientes de la guerra de Tamaulipas, los que llegaron de Veracruz y Chiapas. Más de cuarenta, bien comidos, mejor bebidos. La mota y la coca circulaban de mano en mano. También estaban esos, los chapines, los que estaban en su casa; los que sabían que no podían descuidarse: los mexicanos eran menos, pero estaban mejor armados, tenían experiencia y eran sanguinarios. Dominaban el negocio, el polvo blanco que venía desde Colombia y pasaba por la frontera rumbo al norte. Los otros, los demás eran sus peones. O sus enemigos, a los que había que borrar del mapa. Como ya lo habían hecho en Zacapá y después. Habían arrasado con los Zárate, tenían dinero y a la muerte de su lado. Eso todos lo sabían. También estaban los demás; los mirones, los que traían las bebidas, las mujeres, putas como siempre, que buscaban salir de Santa Ana y pensaban que alguno de los mexicanos podrían llevárselas. Estaban todos los que no habían sido invitados, pero querían beber y reír a costillas de otros. También estaban los caballos: ninguno era pura sangre o descendiente de árabes, pero eran las mejores crías de la región. Los mexicanos habían traído los suyos desde Tamaulipas, desde Veracruz. Los criaban con esmero. Les gastaban más dinero que a sus mujeres. Eran su orgullo y su orgullo es siempre bravío y arrebatado. No les gusta perder. Jamás. Había tequila y cerveza, ron y brandy. Para todos los que quisieran, para todos los que se habían enterado y se habían acercado al rancho. Algunos, los menos, prefirieron encerrarse en sus casas. Los jaripeos no auguraban nada bueno. Nunca. Lo mejor era no tentar a la suerte. La música de banda tronaba desde las bocinas, aderezadas por alguna que otra cumbia. El día iba cayendo entre saludes y abrazos cuidadosos. No había confianza y las miradas endurecidas lo delataban. Algunos hombres, los menos, no bebían alcohol y se mantenían cerca de las camionetas, con los músculos tensos. No fuera a ser. Las primeras carreras, que no le importaban a nadie, fueron entre yeguas locales. Puro espectáculo para los lugareños, para ir calentando motores. La carrera buena estaba preparada para el final, pero algunos de los chapines, habían traído sus caballos y querían correrlos con alguno de los del mexicano. Querían probarlos para próximas apuestas. Los mexicanos decían que sí a todo, soltaban sus caballos y seguían bebiendo. El jefe estaba feliz, seguro de que iba a ganar, así que ellos estaban tranquilos. La única carrera que en realidad importaba era la última. El caballo ganaba, el jefe cobraba la apuesta y ellos podían irse de ahí, regresar al rancho tras la frontera y esperar nuevas órdenes. Siempre había nuevas órdenes, pero hoy era un día de fiesta, un día para relajarse y beber, para relajarse y verle las piernas a las morenas que iban de aquí para allá entre risas y coqueteos, entre burlas y alcohol. Cuando el sol cayó, la carrera final se avecinaba. Uno a uno fueron llegando los dos caballos: primero el zaino del chapín. Nervioso, tenía una mancha blanca en la frente que lo hacía ver más peligroso. Después el del mexicano, ese que ya había vencido en jaripeos en Veracruz. Un caballo fuerte, poderoso, negro completo. Los dos se acercaron a la línea de salida con sus respectivos jinetes. El zaino

se veía más liviano, pero eso no importaba. La carrera era de quinientos metros, la mejor distancia del azabache. El chapín disparó al aire, haciendo que los gritos de la multitud empezarán a apoyar a los dos caballos que salieron disparados en línea recta. Los jefes se habían puesto en la línea de meta, justo al final del terreno, para poder observar bien a bien cuál era el ganador. El zaino salió disparado, pero el azabache lo siguió de cerca. A la mitad de la distancia el azabache empezó a reducir la distancia, era más fuerte, más resistente y el zaino no le aguantó el paso. Al final, el azabache ganó por menos de un cuerpo de distancia. Para todos fue claro. Los mexicanos gritaron de alegría: Su jefe había ganado medio millón de dólares. Ahora solo faltaba cobrar y tomarse las copas finales. La fiesta buena se armaría del otro lado de la frontera, en merito territorio mexicano. El jefe chapín se negó a pagar, se puso necio el ojete. Sus allegados, sus socios lo calmaron, le dijeron que la victoria había sido clara, que no le quedaba más remedio que pagar. Les pidió a varios de sus hombres que fueran por el dinero. Éstos de dirigieron a una de las cabañas del rancho y salieron con un maletín negro que le entregaron a su jefe, que a su vez se lo pasó al mexicano. Éste lo recibió con cautela y se lo paso a uno de sus hombres. “Es hora. Nos llevamos caballos y el dinero. Cómo quedamos” le dijo al chapín. “Hagan lo que quieran, no me interesa lo demás. Váyanse o quédense. Me da igual”, les dijo a los mexicanos con furia en los ojos enrojecidos. Los mexicanos abordaron lentamente las camionetas, se despidieron de las mujeres y se enfilaron hacia el camino que los sacaba a la frontera. Dos camionetas se quedaron escondidas entre la maleza. No había confianza Media hora después las camionetas estaban de regresó. El dinero estaba incompleto. La fiesta seguía y el jefe chapín estaba más animado: Había perdido su mejor caballo pero no les había dado todo el dinero a los mexicanos: Se los había chingado. Los primeros disparos cruzaron la oscuridad incendiando la noche. Iban dirigidos hacia la mesa del chapín. Doce balazos en el pecho y en la cabeza. Los demás iban hacia sus socios: Nadie estaba libre de la venganza. Los gritos llegaban desde la noche, donde las camionetas de los mexicanos encendían el cielo a balazos.

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Eran las seis, casi las siete de la mañana: ya no tenía idea. Un sol frío empezaba a asomarse por el oriente, anunciando una madrugada gris, fría, enferma, que se cernía lentamente sobre esas calles polvosas, olvidables. Una hora antes nos habían robado. Ahí mismo. Habían engañado al Gordo: le dijeron espérame aquí y nunca nadie salió. Lo dejaron esperando como pendejo. Por eso estaba aquí otra vez, tratando vender lo que quedaba del cuarto del Gordo: Unas bocinas de computadora, un radio, un mp4. Nada más. ¿Cuántas quieres por eso? Me preguntó el niño que me atendió. Un chico de secundaria, que tomó lo que llevaba y se metió sin voltear atrás a una vieja vecindad de portón blanco y paredes azules. Lo esperé agazapado detrás de un altar a la virgen de Guadalupe. Cuando regresó me dijo que esperará un poco, unos minutos y que tal vez me diera algo. Esperé. Tenía doce años y sus tías lo habían levantado para que se vistiera y saliera a vender. “La PFP se llevó a todos”, me dijo. No había nadie para tirar la droga. Solo él. Doce años. Nos quedamos en silencio. Yo con las manos metidas en las bolsas del pantalón, él observándome divertido. Un chiflido lo alertó. Volvió a entrar a la vecindad. El día empezaba a despuntar. No había nadie más en la calle. Esperaba. El niño salió y me dijo que solo podía darme una. “Está bien”, dije y se la arrebaté de la mano. Cuando regresé al lugar en donde el Gordo se había quedado no había nadie. El Tsurú blanco no se veía por ningún lado. Se había ido, dejándome sin dinero. Caminé hacia el metro mientras el sol de invierno hacía su aparición. Solo tenía un boleto de metro. Tendría que caminar mucho para poder llegar a mi casa.


ojo de pez perla holguín pérez

H

ace dos noches encontraron al señor Rogers tirado en el suelo de su departamento. El hombre gritaba como un loco. Tenía los ojos cerrados, apretados. La cabeza sobre las rodillas, que a su vez tenían las piernas dobladas contra el pecho. Clamaba porque le sacaran los ojos, porque le devolvieran la ceguera en que había vivido los últimos años. Diez años atrás había sufrido el primer síntoma de una ceguera progresiva. Los doctores nunca supieron por qué perdió la vista. Hicieron varias hipótesis, pero ninguna convincente. El señor Rogers había trabajado en una fábrica de metalurgia desde que era un niño. La exposición a las altas temperaturas y las aleaciones de los metales parecían una causa un tanto razonable hasta que confesó que en los últimos años sólo se había encargado del departamento de empaquetado. Las demás fueron teorías más bien banales: la edad, el cansancio natural, un debilitamiento de la retina (el cuál no padecía), etc. Sin esperar más conjeturas, sólo le interesó saber si recuperaría la vista o no. Las noticias no fueron alentadoras. El señor Rogers se resignó mejor de lo esperado y realizó todos sus pendientes antes de quedar completamente ciego. Cada día la vista se hacía más débil y cansada. Algo que antes había sido mecánico ahora le implicaba un tremendo esfuerzo muscular. En menos de un año había logrado un aceptable finiquito por parte de la empresa y dispuesto para sí la ayuda de un buen bastón. Además, de haber indicado en su casa los puntos clave con marcas hechas con listones: de la habitación al baño y a la cocina. Siempre fue un hombre sosegado, sin muchas necesidades que satisfacer y sin una familia que le exigiera nada. Al año, había perdido la vista por completo. Ya no distinguía colores, ni formas. Pero como sucede, los demás sentidos se fueron avivando. Rápidamente se acostumbró a la ceguera. Las marcas de listones le fueron de gran ayuda los primeros días y el bastón le proporcionó mayor confianza al caminar; sin embargo, no pudo librarse de algunos cuantos golpes al chocar con los muebles intentando desplazarse. De alguna manera la ceguera le había brindado la oportunidad de vivir una vida más tranquila, pues lo único que se lo había impedido era la rutina de tener que despertar todos los días para ir a trabajar ocho horas y luego regresar cansado. Desligado ya de ésta, le gustaría tomarse un día para salir a pescar. A pesar de la conformidad con que aceptó la ceguera tuvo que someterse a las revisiones mensuales que cada vez se hacían más exhaustivas, con aparatos y procedimientos que no lograba comprender. Cuando conoció a Stillman pensó que se trataría de otro doctor que le diría lo que los demás ya le habían dicho. Pero

sueño recurrente en noches de insomnio adán echeverría

E

l sueño se enredó a ese tatuaje de tu rostro que me realizaron en el brazo izquierdo la noche que nos graduamos. De la imagen escapó un aliento apenas audible en donde reconocí tu voz. Me reclamaba el abandono. Traté de ignorarlo pero picaba los ojos y los labios para que prestara atención. Miré la rabia descomponer las formas de la efigie que te representaba, y reconocí aquellos días, los pleitos y la huída apresurada, dejando atrás los nubarrones del cielo que no ha vuelto a escampar. Se agitaban los minutos mientras el desesperante escupir palabras del tatuaje se extendía por las venas, como lamento sombrío, taladrando tímpanos. Dijo que debí seguir el rastro de tus lágrimas rumbo a la estación de autobuses cuando escapabas. Sin embargo, dejé que partieras dibujando esa estela de amargura. Huías de la sangre de esos días inmersa en mi prisión, cuando mi voz alcanzaba estridencias de un lenguaje soez, y tu piel se deshacía entre perdones y piedades bajo el grillete de los golpes. No nos lográbamos comunicar ni siquiera en los gemidos en que deshacíamos las horas. El rostro dibujado en la piel, afirma que sentías la agonía en la garganta al asfixiarte con mis manos, (tus ojos en blanco, los músculos rígidos) y confiesa tener la certeza de que disfrutabas el dolor en las mordidas que propinaba a tus mejillas cuando el deseo me apretaba a tu vientre como rémora, sorbiéndote el anhelo de pertenecernos. Porque me pertenecías. Nos habíamos entregado el alma aquella noche de graduación en que quedaste plasmada para siempre en mi piel. ¡Tienes que recordar esa noche! No alcanzamos un cuarto decente y tuvimos que pagar seiscientos pesos por algo parecido a una casa de vecindad; la pieza tenía dos habitaciones, cuatro camas, una cocineta y hasta refri. ¡Cómo nos divertimos probando todos sus rincones! Todas las sábanas quedaron manchadas con la sangre que no

Stillman no se presentó de la manera usual. Lo revisó sin consultarle nada y las primeras palabras que pronunció fueron: Puedo regresarle la vista. El señor Rogers creyó haberlo imaginado, pues era tan poca la atención que le había prestado que las palabras pronunciadas no encajaban en su contexto. Lo miró con incertidumbre y Stillman repitió las palabras: Puedo regresarle la vista. Y agregó: Pero quizá ésta sea más aguda que antes, si usted no tiene ningún inconveniente podemos proceder hoy mismo. El señor Rogers respondió que sí, mecánicamente, pues no se esperaba que diera otra respuesta. Se marchó y no volvió hasta la hora que le indicaron. No fue mucho tiempo el que transcurrió entre una cosa y la otra, todavía no entendía bien en lo que se había metido. Pero pensaba que nada podría ser peor, no podía quedarse más ciego de lo que ya estaba. Regresó a la hora convenida. El doctor que lo había visto durante las últimas revisiones lo acompañó hasta el quirófano. Ahí estaba Stillman esperándolo. De inmediato lo sedaron y comenzaron el procedimiento. Antes de quedar completamente dormido escuchó a Stillman que decía: El ojo. El ojo de pez. No lo entendió. Pensó nuevamente que había escuchado mal por no prestar atención. Durante la cirugía se soñó a la orilla de un río comiendo los ojos de un pescado frito. Cuando despertó estaba vendado, lo trasladaron a su casa y ofrecieron una enfermera para cuidarlo. Pero el señor Rogers se manejaba tan bien en la penumbra que prefirió quedarse solo. Pasados los días de la recuperación. Quitó las vendas y abrió lentamente los ojos que aún tenían algo de pegamento adherido a las pestañas. Cuando vio la primera imagen de él frente al espejo del baño quedó petrificado. Era otro. No era la cara que él recordaba. Se veía deforme, como visto a través del fondo de una botella. Trató de salir del baño y buscar el teléfono para comunicarse con su médico o de ser posible con el tal Stillman; pero apenas dio un paso fuera de éste y todo el piso se movió. No podía caminar con esa visión. Era inútil. No lograba calcular los pasos ni las distancias. Echado ahora en el piso miró hacia las paredes. No las recordaba tan altas. Sintió cómo se venían abajo. Contrajo el cuerpo y permaneció agachado esperando que los ladrillos le cayeran uno a uno. Se preguntaba qué le habían hecho. Extrañó la tranquilidad de no poder ver, porque lo que veía no le parecía conocido. Intentó cerrar los ojos y fingir que aún lo era. Un ciego. Pero cada vez que lo hacía recordaba las palabras de Stillman “El ojo. El ojo de pez”, y de nuevo el sueño, sentado a la orilla de un río comiendo ojos de pescado frito. El señor Rogers, trastornado, permaneció en el piso, gritando hasta que alguien entró a su casa y pudo avisar a su médico. El doctor ha dicho que milagrosamente recuperó la vista, pero que ha perdido la cordura. Mientras tanto el señor Rogers insiste en que un tal Stillman lo había operado con ayuda de su doctor. Nadie le hizo caso a sus ruegos. Le dejaron los dos ojos que ven un mundo semiesférico al que no pertenece. Mañana encontrarán al señor Rogers en el río, tal vez un pez haya merendado sus ojos. terminaba de coagular en mi brazo, y tú bebiendo, ora mi sangre, ora el vino tinto. Era tanta la felicidad, que contemplarte fue suficiente para que renacieran en mí los deseos de poseerte con la violencia usual con que a veces me servía de tu sexo. Ahora, al sentir el paso del viento, fluyen de tus oídos gotas de ácido por el parásito que ha sido mi recuerdo. No tengo claro en la memoria toda la violencia que imprimí a tu cuerpo aquella noche, pero el verte la mañana siguiente en la cama de aquel hospital fue conmovedor. Tomé tu mano, y estoy seguro que pude haber llorado de no ser porque adelantaste tu voz con un: no te preocupes, los dos perdimos el control. El fantasma de tu rostro estira la piel y la tintura cuenta que todas las madrugadas mi sombra es la nostalgia que convertida en maremoto arrastra silencios como antílopes ahogándose al cruzar un río infestado de caimanes. Yo era esa fiera delineando sus ojos de cuervo en tu mirada. Era la martillante voz que ahora me tortura y me cuenta que caminas sin zapatos sobre el salado beso de las anémonas, con el sargazo prendido a tus tobillos en la soledad de aquella playa donde te has exiliado para vivir los días, náufraga de mí. Donde al nacer la mañana, recoges migajas que el sol deposita en los granos de arena, entre piedras pómez, espulgando con dedos fríos la tranquilidad de tu conciencia. Tranquilidad que me has arrebatado. Te miro, en estas pesadillas, construyendo murallas que detengan el embestir marino de mi aroma que intenta devorar los resquicios de inocencia que quieres conservar ahí, lejos, escondida. Ese aroma mío que se transforma en calamar, estira los brazos, rodea el cuello, la cintura, apretando, apretando hasta el orgasmo. Después vuelve la voz de ese tatuaje, la calma retorna, se desvanece tu presencia y todo es brisa helada, y tirito por la ausencia de tu calor. Dentro de esta oscura habitación, todos los murmullos son tu voz, todas las luces arrastran tu mirada de negro cielo: ese negro látigo, las negras ropas con que cubrías parte de tu cuerpo, y dejabas admirar la luna de tus pezones. Ahora esos eclipses son los que marcan su enigma de clavículas mojadas por la lluvia ácida de mi lejanía. Tu rostro estilizado ha dicho que te desnudas en azoteas, atrapando en cántaros el agua con que al bañarte recreas mis manos, tallando y tallando para consumir la angustia. Dejas entrar los dedos, aprietas los muslos sobre el halo de mi voz que


desde mis soledades te llega en cada remolino de aire. Pero te vuelves niebla, vapor de agua que sube y multiplica nubarrones, las mismas nubes que no me abandonan desde tu partida, la misma lluvia repitiéndose incesante, golpe que golpe sobre el asfalto de mis pesadillas. Y tú, desde donde estés, ayudas a precipitar esas flechas húmedas que hieren mi orgullo de verme abandonado, en el olvido, arrastrado a ser lo que ahora soy: ¡en lo que me has convertido! Con cada lágrima caes de la agitación, ese no poder contestar el porqué me permitiste tanto, tantas heridas, tanto dolor acumulado en cicatrices. Tu rostro permanece furioso en mi brazo y afirma que en la hamaca te visitan duendes, desordenadas filas de faunos sedientos de probarte. Imaginan encontrar ternura en tu mirada. Esa mirada de hiena hambrienta que me regalabas ¿dónde ha quedado?, ¿escondida entre la niebla de tu abandono, en el exilio?; ¿acaso tratas de purificarte en esa playa? Y sé que lo has intentado, estoy seguro: has arrastrado los antebrazos sobre la superficie de otros pechos ásperos, cuerpos ardientes incapaces de perderse la oportunidad de poblar tu historia. Pero siempre te quedas dormida por el fastidio de escuchar palabras hechas, facilismos del amor y los jadeos monótonos, sin emoción que te arañe las sombras de la espalda, el increíble trébol que forman tus omóplatos. Por eso continúas anhelando el opio de mi canto, el rencor de mi boca sobre tu cuello, la espina de mi lengua, y dejas al sueño de mis labios mordisquear el amarillo de tus dedos. El tatuaje siguió gritando esa madrugada como tantas otras desde que te supe lejos. Expandió el dardo de su lengua para atrapar mis ojos y ver el desesperante recorrido de tus piernas entre los dedos de otro. Mientras yo trato de consolarme arriba del sexo de otras hembras, o tal vez (ya nada parece tener importancia) estirando los miembros endurecidos de aquellos mariquitas necesitados de afecto, que no me aburro de gigolear cuando me levantan por las avenidas inundadas por la permanente lluvia a

el hijo del diablo

sofía yolanda camacho padilla

N

o había visto nunca unos ojos similares. Sólo con mirarlos se había apoderado de ella un calor que le hacía olvidarse de sí misma. Esos grandes ojos fijos no le dejaron escapatoria. Lo vio por primera vez en una cantina. De mayor, la mujer pocas veces se acercaba ahí, era un lugar ajeno, un misterio con olor a tabaco y orina. Cuando era niña, miraba aquel lugar como hipnotizada; repasaba sus espejos humeados y en sus pupilas dilatadas se reflejaban los colores brillantes de los anuncios de neón. Aún tirada por el brazo firme de su madre, sus ojos infantiles se aferraban a aquella puerta desafiante y siniestra. Aquella noche, tanto tiempo después una fuerza desde la tierra le había enredado los pies para arrastrarla, por el camino polvoso, hacia la luz roja del bar. Dentro había mujeres como nunca había visto, fumaban con largas boquillas y sus cortas faldas presagiaban pudores ahuyentados hacía ya mucho tiempo. Al fondo, recargado en el extremo de la barra y bañado con una luz amarilla, se encontraba él. Parecía estar viendo sus botas de piel de serpiente y por momentos escupía humo, llamarada blanca, que rebasaba luego las alas negras de su sombrero. Su camisa dejaba entrever un pecho lleno de pelo, donde se incrustaban un rosario sin cruz y una placa sin nombre. Desde que lo vio, la mujer permaneció parada y con la mueca cuajada. El corazón desbocado le hacía temblar los labios y por debajo del vestido parecían revolotear mil mariposas calladas. Del ruido de la noche explotó de repente un silencio luctuoso. La gente de alrededor se redujo a sombras. Al suelo cayó la mitad de un cigarro encendido y la suela de su bota se aseguró de inhumarlo. Por debajo del sombrero, él levantó la vista hacia ella. La

animalia iván trejo

¿Qué clase de animal es el poeta?

Alfredo Fressia (Uruguay, 1948) Los poetas podríamos ser pulpos, con esos tentáculos para sorprender el mundo desde ángulos inesperados, listos para ver lo que nadie ve, lo invisible (y decir lo indecible). Bernardo Ruiz (México, 1953) Un devorador de vida, tragedia, belleza, luz e intuiciones. Entre otras dietas. Su imagen es proteica. Puede ser un tiburón (Baudelaire) o un delfín (Homero) o una lechuza (Nerval, T.S. E.). Carmen Boullosa (México, 1954) El poeta es como el búho: no sigue al llamado del sol, despierta con la luz de la noche. Dana Gelinas (México, 1962) El poeta es un animal que no cupo en el Arca de Noé.

que me sometes. Permanezco encerrado en el rincón de mi covacha, preso en la soberbia, mirando tus ojos que continúan recorriendo las paredes de esta habitación abandonada, triste y rebosante de cinismo. Por eso introduje el filo de la navaja en la piel: para arrancarme el tatuaje y tus recuerdos. Para dejar de soñarte. Más el rostro de tinta movía los labios en el bla bla bla de siempre. Puse en la palma de la mano ese pedazo de carne con tu rostro desfigurado, enrojecido por la sangre aún sin coagular. Lo acerqué a mis labios y le recordé mis infidelidades, los insultos y humillaciones que provoqué a tu sentimiento. Le hablé de cada golpe a tus heridas, aún sobre las cicatrices, y de la risa que me causaba tu pena por ese martirio en el que, ahora lo comprendo, sólo yo creía que disfrutabas. Era la burla bailando sobre el pensamiento que, con ternura, intentabas regalarle a mi vida. Cerré los sentidos arrastrado por el desenfreno de tenerlo todo, de sentirme dueño del mundo, dueño de tu carne, de tu vida: — Su piel es costra de mi piel, que se desprenderá con el mar y las ráfagas de viento—, alcancé a decir, mientras vi su mirada vidriosa opacarse, clausurando el día. El orgullo se comió a pedazos el despertar que teníamos bajo sábanas y los restos de historia en los amaneceres. Fue cuando comprendí las noches. Comí el pedazo de carne ensangrentada que palpitaba en la mano. Una brisa tenue trajo (de nuevo) tus ojos grises hasta mi habitación. Empujé el cuerpo desnudo de la hembra sin nombre que tenía encima. Te miré, por última vez, sentada con la cabeza recargada en las rodillas; dejabas al manso mar hurgarte los dedos. Quise acercarme pero descubrí que tu cintura la rodeaban otros brazos. Aviento el periódico con la nota social que me anunció tu matrimonio. Miro junto a mí el cadáver de esa ramera a la que le faltan pedazos de carne en la mejilla y los pechos, y me doy cuenta que afuera ha dejado de llover.

mujer sintió una mano invisible en la cintura y luego por dentro del vestido. El pecho y el vientre comenzaron a quemarle cada vez más fuerte; el ardor se le pasó a la garganta. La mujer se llevó las manos al cuello, cerró los ojos y soltó algo parecido a un gemido ahogado. Al abrir los ojos, los hombres y las mujeres del bar la miraban, pero ella lo ignoraba todo. Con la respiración agitada y las manos todavía en el cuello, a través del cuarto, miró directamente al hombre, quien le respondió con una sonrisa. Las calles nunca le habían parecido tan largas. Las banquetas estaban alumbradas por resecas luces de farol. Con los pies arrastrándose en el polvo la mujer recorrió la noche hasta llegar a su casa. Dentro se cambió la ropa, se metió en la cama y se tranquilizó finalmente. Con las luces encendidas, repasando las grietas del techo de la habitación y el constante arrullo del silencio fijo, poco a poco se fue quedando dormida. La noche comenzó a acumularse entre sus senos. La luz blanca de la habitación después de un tiempo comenzó a tintarse amarilla y finalmente a desvanecerse hasta que el foco se fundió en silencio. De estar dormida, la mujer se despertó con la exaltación de un jadeo acelerado y ruidoso. Sus ropas de dormir se fueron consumiendo a pedazos por un fuego invisible. Unas manos grandes la repasaron toda, mientras un aliento de calor la envolvía. Se agitó y al moverse para intentar escapar, únicamente consiguió que él le sometiera de las muñecas y le lamiera el rostro. Unas uñas se le encajaron en la cintura y un rasguño largo le abrió las piernas. Un ardor la sofocó, mientras unas garras en su interior labraron su alma, hasta conseguir que ella se entregara totalmente. La mujer alcanzó a vislumbrar unos ojos amarillos, antes de perderse en un delirio de amor y de fantasmas. Cuando despertó, él no estaba. Se había ido dejando un olor a macho y a azufre. Nueve meses después un grito desgarró un grupo de nubes rojas que anunciaban el atardecer. Eduardo Zambrano (México, 1960) El poeta es su propio depredador o no es. Y paradójicamente, es el animal que mejor intuye la autotomía para mantenerse a salvo de sí mismo. Indran Amirthanayagam (Sri Lanka, 1960) El poeta es el mono al punto de saltar para tomar azúcar en la mesa. José Emilio Pacheco (México, 1939) Topo. Está siempre en tinieblas. No sabe lo que hace ni para qué sirve. Pero sus túneles airean la tierra y permiten que dé sus frutos y sus flores. Lucía Estrada (Colombia, 1980) El poeta es un animal que vive de su propia sombra, pero corre tras ella sin darle alcance. Marco Antonio Campos (México, 1949) El animal no es poeta y el poeta es un verdadero animal. Otoniel Guevara (El Salvador, 1967) El poeta es todos los animales, toda la creación y exactitud del instinto, que es intuición de la verdadera naturaleza de la existencia.


número equivocado edgar omar avilés

pajarismo

U

L

os cinco años de Carlitos se estremecen bajo las cobijas; sus desesperados manoteos tejen telarañas de angustia con los hilos del llanto... Pero el furioso timbre del teléfono lo despierta. Asustado, volteaba a todas direcciones, asimilando el mundo más allá de la pesadilla. Luego, al dirigirse a contestar, se tambalea a cada paso, porque su cuerpecillo, enfundado en pijama con motivos de Star Wars, carga el plomo del sueño fundido por la adrenalina. —Bueno —dice Carlitos entre un tímido sollozo, tomando el auricular con las dos manos—, ¿mamá? —No, niño. Pero justamente la busco a ella. ¿Me la pasas? —responde una voz ronca de hombre. —No, no está… —al comprender que aquella es información peligrosa, añade, sorbiendo el alma del llanto— Pero no tarda en llegar —aunque sabe bien que su madre regresará hasta la mañana, pues todos los sábados cubre jornada nocturna en el hospital. — ¿Y por qué lloras? ¿Te doy miedo? —Soñé que me mataban… Señor… —responde entre atropellados balbuceos, mientras apoya el auricular en su hombro para liberar una mano y enredar los dedos en el cordón. —Los sueños nos juegan malos ratos, hijo. A todos nos pasa. —Sí, pero llegaban dos hombres y... y… y me daban de balazos… —Carlitos desata un espeso llanto cuajado de sentimiento. —Un mal sueño, sólo fue eso —la poderosa voz se dulcifica, como si el aguardiente se convirtiera en chocolate. Carlitos sorbe las raíces del llanto, pero no consigue arrancarlas. —No te preocupes. Yo he soñado cosas aún peores y nunca pasan —el hombre esboza una sonrisa torcida que Carlitos siente como una caricia en la oreja—. ¿Está tú papá? —No tengo papá… —Tu mamá se llama Maricela, ¿verdad? —frunce su ya cuarteado entrecejo. —No, señor... Así no se llama... Extrañado, el hombre carraspea.

leonardo teja

na tarde antes, Francisco había comprado un helado color amarillo canario. Sabor de alguna fruta exótica y de moda; ya se sabe que entre más lejano y absurdo sea el origen de las frutas que uno come, más en contacto nos sentimos con nuestro lado natural, exótico y absurdo. De ninguna otra forma se explica el hecho de que por la noche, Francisco disparara el mercurio del termómetro hasta niveles que preocuparían a cualquier neurona periférica. Tampoco tendrían explicación las plumas amarillas en la sábana y las pequeñas pero potentes alas que le nacieron en la espalda. Pudo haber sido el tan canario tono del amarillo de aquel helado. Al igual que cuando uno se acuesta sobre un brazo o una mano y el f lujo sanguíneo se interrumpe en el miembro aplastado: se duerme. Igual a Francisco se le adormecieron las alas por la postura boca arriba del sueño. Sintió un hormigueo ajeno. Lo cual debe ser una de las razones por las que las criaturas aladas, o la mayoría, duermen en vertical. Pero él era primerizo y rápido las agitó para dejar correr la sangre con el mismo flujo. De agitarlas, después de un rato, su cuerpo quedó suspendido unos centímetros; esto lo espantó un poco y dejó de aletear. Cayó. Ese día, Francisco no se bañó, ni desayunó, ni dejó de ver sus alas canarias. Llamó al trabajo y fingiendo voz constipada dijo que se encontraba enfermo y no iría. Llamó a su madre y fingiendo voz emocionada dijo que no iría a comer como lo había prometido, porque iba a festejar con su novia una promoción del trabajo. De supervisor a supervisor senior. Llamó a su novia y fingiendo voz acongojada dijo que su madre había enfermado, que no era nada grave, pero no podrían salir al cine por la noche. Ya se pondría de acuerdo con su madre, por si el afán policiaco de su novia la llevaba por una investigación inútil. Cuando colgó la bocina, Francisco se puso a planear entre el espacio del pasillo y los cuartos. Con un tanto de miedo, eso sí. Mueve que mueve los muebles estorbosos atrincherándolos cerca de la ventana. La tele y la radio y la mesa de centro, lo que interfiriera a su emplumado y canario propósito. Y como cuando niño aprendiera a usar los patines en línea con ayuda de mechudos y demás artilugios de limpieza, tomó sus escobas para tener el suelo bien seguro, mientras hacía negocios con el aire. El viento, otro escondrijo inaccesible como el mar o el fuego, viajó de la manera menos artificial permitida por las aspas del ventilador en la sala. La sensación de

— ¡Joder...! Sabes, mi celular está fallando. Ayer marqué para pedir unas tortas y me contestaron de Japón o de un lugar parecido... — ¡Ah! —exclama Carlitos, porque nunca había escuchado la palabra “celular”. —Bueno, niño, tengo que colgar —la voz del hombre delata urgencia, pero no quiere ser grosero— ¿Sabes?, mi mamá también me dejaba solo... — ¿Los hombres malos van a regresar…? —pregunta con labios temblorosos. —Luego de quedarme muchas veces solo, aprendí a ser fuerte, y las pesadillas se fueron. ¿Tú serás fuerte? —Seré fuerte, señor —los nerviosos dedos de Carlitos giran el disco marcador del teléfono, reconociendo algunos de los números que le han enseñado en el jardín de niños. —Duérmete, ya es muy noche. Y no le abras a extraños. Tampoco platiques con ellos… —Sí, sí... El hombre termina la llamada, contrariado. Nunca había sido paciente con los niños, pero aquél le recordó que a esa edad las pesadillas son terribles cuando mamá está trabajando y papá no existe. Para su fortuna, el tono del celular lo espabila justo a tiempo, antes de que los ojos se le ahoguen en lágrimas. — ¡Sal por la ventana! —Te estaba llamando, Maricela, pero me equivoque de... —el hombre está aturdido. — ¡Sal por la ventana! No hay tiempo: te encontraron… —la mujer lo interrumpe con la urgencia de un avión en picada. —Lo del decomiso no fue mi culpa… —el vértigo de su corazón le ensancha las venas de las sienes. — ¡Sal por la ventana! Ellos no lo van a entender… ¡Por qué no contestaste antes...! —la mujer aprieta y agita el celular, como si lo exprimiera para hacer jugo. — ¡Cómo chingados iba a saber que...! —lo interrumpe la puerta de su apartamento que de súbito se abre tras un golpe que rompe la cerradura. — ¿Carlos?, contéstame, ¡Carlos…! Pero no puede contestarle, dos hombres le firman la muerte con ráfagas de metralleta.

éste cuando pasa entre las plumas recrearía, con gran exactitud, a la de aporrear un manojo de hierbabuena en contra de una herida hecha por navaja, o hasta cuchillo de cocina, si se quiere. Pero, la época en la que vive Francisco no soportaría el espectáculo de ver a un hijo de la tierra despegarse del suelo, porque el sueño manoseado por los hermanos Wright estuvo siempre destinado a cumplirse en el f lyer I de la manera más mecánica posible. Y en la época en la que vive el joven al que le han crecido alas, las personas prefieren la comodidad de los aviones, con las etiquetas identificativas de aerolíneas colgando en sus maletas. La idea de que un empresario de altos vuelos realice un viaje de negocios al Japón, a cuestas de unas alas propias dañaría cualquier concepto de modernidad y progreso. Francisco estaba consciente de aquello, así que declinó su idea de salir volando hasta el supermercado para hacer la despensa. No volaría fuera del departamento. Cerró las cortinas de modo que ningún ojo vecino lo pudiera espiar. La paranoia dinamitaba la carretera entre la sensatez y su cabeza. Pensó en los circos de fenómenos que nunca había visto, pero que son tan socorridos en los chismes de la gente, temía que esos circos no contaran con sistema de retiro y pensiones vitalicias, que no pudiera llamar un día, fingir enfermedad y tomarse la tarde para comprar un helado del color más humano posible. Aterróle enmarañarse con el cableado público, una persecución helicóptera y elíptica por la ciudad. A últimas, el terror vino hasta de las resorteras de los niños, sin estar seguro de que todavía jugaran con ellas. Los niños de ahora tendrían pistolas de perdigones, por lo menos. Jamás se preocupó en el club de tiro local. La semana anterior el dentista había felicitado a Francisco por no tener muelas del juicio, como si hubiese dependido de él y de algún esfuerzo conciente. Le dijo lo del dolor ahorrado, que a veces esas muelas salían acostadas, de modo que la única forma de sacarlas era abriendo las encías en canal durante cuatro horas de procedimiento, a lo menos. Mes y medio de recuperación, el zurcido de cáñamo de dos pulgadas, el naproxeno cada ocho horas y los buches con antiséptico cada dos. La maravilla de la evolución, comentó su dentista. Pero qué cara pondría éste, si para la próxima cita Francisco aterrizase frente al consultorio, acabado de bajar del cielo y sin quejarse del tráfico, pero sí de los papalotes que volasen ese día en el parque cercano. De qué se le llenaría la cabeza al de bata y cubrebocas cuando viese tanto salto evolutivo. Se le pondría la piel de gallina, de gallina desplumada, por supuesto. Francisco pasó tres horas en un separo de la delegación antes de que lo trasladaran a un edificio de inteligencia gubernamental. Cuatro horas atrás, había


decidido salir al banco por dinero para alguna emergencia, después de vencer la paranoia y ponerse una camisa holgada. En la fila del banco se le vino un estornudo que terminó por abrir las alas de par en par; al parecer es imposible estornudar con los ojos abiertos y las alas cerradas. Y como nadie cree en los milagros estando dentro de una institución bancaria —habría que ver el tipo de cambio para esa tarde— la policía llegó en incontables patrullas provenientes de incontables rutas y llamadas de emergencia. A Francisco le dispararon tranquilizante para avestruz y anafranil en dosis para adulto, después lo metieron en una ambulancia. La normalidad del pánico retornó al banco y a sus filas. La dosis de anafranil había pasado su efecto cuando los tranquilizantes de avestruz a penas iban por la primera migración al Serengeti. Francisco ya estaba en las oficinas de inteligencia del gobierno, y dentro de su pajarismo consideró que sería visitado por el mismísimo presidente de la república, porque a esos asuntos de estado había que tratarlos con el protocolo correcto. Y si no el presidente, de menos algún discípulo de Oparin que aún quedara vivo, esas noticias corren como pólvora y en silencio entre los círculos de élite. Pero cuando por fin se le pasó lo del avestruz y el Serengeti ese con el que lo habían dormido tan inteligentemente, Francisco se vio en un cuarto equipado con un columpio, una tina y una charola de semillas sobre el buró de noche. El edificio de inteligencia tenía un área enjaulada donde llevaban a los que la evolución les ha regalado su vuelo, y se habían negado a aplicarlo. Eran bastantes individuos ahí, todos alados y de corral. Kg1 Ne2+ Kf1 Nxd4+

te seguí

moisés ortega

T

e seguí en un sueño borrosito, como esos sueños de los gatos recién nacidos, no como sus sueños, más bien como sus ojillos. Ibas en una bicicleta parecida a la de mi abuelo, vestías pantalones cortos, playera anaranjada con cuello polo y una sonriente sonrisa. Te seguí con mis piernecillas frágiles de niño de ocho años que corre tras una bicicleta sin saber que se ha enamorado del cometa de los ojos fugaces del chiquillo despeinado que la conduce. Sospecho que fue en un sueño porque yo llevaba puestos los aretes verdes largos de mi madre. Estaba afuera de la finca aquella donde papá vendía forrajes. Había llovido. La jardinera de afuera, en la que los demás apoyaban sus patines, aquella en la que chocaban los balones, estaba repleta de tierra mojada. Y ahí estaba yo: gris y pequeño, con pendientes verdes y labial carmín, como el que usaban las cantantes de las películas. Nunca quise patear el balón, menos aprendí a soltarme de las paredes al montarme en los patines, así que salí a la calle donde mis hermanos correteaban y se aventaban agua con botellas de refresco y me quedé ahí sentadito en la jardinera. Metí mis dedos delgados en la tierra sintiendo que pertenecía a ella. Como si el agua tuviera capilaridad a través de la piel me deje humedecer de a poco y cerré los ojos por un momento. De pronto oí un ruido como de motocicleta, eras tú, habías robado una de las botellas y aplastada entre las llantas de tu bicicleta antigua, sonaba como un motor. El viento metía sus manitas desesperadas para no chocar de lleno con tu cabello opaco y lo revolvía. Tus dientes grandotes brillaban entre tus labiecitos gruesos y el agua brincaba renegando por tu paso y se pegaba a tus piernas salpicándolas, dejándolas chorreadas, como luego dicen. En ese momento mi cuerpo supo lo que era suspirar, suspiré largamente. Me paré de la jardinera, me sacudí las manos y también me chorreé las piernas y corrí tras ese ruido de tu inocencia que se confundía con el de la tarde lloviznosa. Ahora estoy seguro de que fue en un sueño grisáceo, por aquello de los aretes, y porque las bicicletas viejitas, montadas por niños que sonríen como tú no se detienen a subir en la parrilla a niños que usan calcetas como las mías, para después empezar a pedalear y pedalear hasta llegar a un cuerno de la luna sin saber que pronto descubrirán lo que es besar.

malapata

vap

larga distancia

A

raquel castro

veces, mi madre me llama sólo para saludar: me dice que se acordó de mí por una canción que escuchó en el micro o por una fotografía en una revista (ella insiste en que me parezco a cierto actor de moda), me cuenta en pocos minutos cómo le ha ido, cómo está la familia y entonces se despide. En estos casos me da gusto que me busque; tanto, que ni siquiera le comento que su llamada siempre me despierta y que tardo mucho en volver a conciliar el sueño. Realmente me hace feliz saber que me quiere pese a todo. Pero hay otras veces en que llama para quejarse: de mi ausencia, de su soledad, de lo frío que me he vuelto con ella, de mis visitas cada vez más espaciadas, sin que le valgan las razones (bien que sabe que no es tan sencillo que yo haga el viaje). Llora, grita que no pongo nada de mi parte... ¡Cómo reprocha! Y me acusa de que de un tiempo a la fecha me he vuelto de lo más egoísta e indiferente. También se pone sentenciosa y me sale con que un accidente –lo dice así, con desprecio, en vez de decir EL accidente– no es justificación para haberme alejado tanto. En esos casos yo me enojo, la verdad. Se me hace muy injusto que se ponga en ese plan, así que mejor opto por no responderle. Y claro, entonces ella se pone furiosa y me manda al diablo... Al rato se calma y vuelve a llamarme, me pide perdón, dice que me extraña, que la entienda, que le duele que me haya ido así; pero yo, haciéndome el digno, muevo tercamente el puntero a la palabra “adiós”.

hacer los sueños realidad

E

salma anjana

l hombre de cerca de cuarenta años estaba sentado, la cabeza bien suelta en el respaldo, las manos palma abajo agarrando los brazos de la silla y los ojos cerrados mientras contaba: “Siempre tuve sueños lúcidos, pero algún día empezaron a ser más que eso. Me acuerdo que hace mucho soñé que una rata me mordía la espalda y desperté con un moretón ahí mismo. Se me ocurrió que a lo mejor me había golpeado con algo y mi mente dormida se explicó el dolor con una mordedura. Luego se fueron volviendo peores las pesadillas. Soñé una noche que les rompía el cuello a unas ardillas que habían llegado a invadir el jardín. El día siguiente me sentí muy mal porque aún me cosquilleaban las manos por la sensación de los pelos y de los huesos que se les rompían a los animalitos. Apenas hace poco fue el peor: soñé a Cecilia y su cuello hermoso, blanquito y terso, tendido sobre la almohada. Dormía como la princesa que es. No sé, uno no sabe por qué sueña lo que sueña. Casi no he vuelto a dormir por miedo a que se repita la pesadilla de ver mis manos empuñando un cuchillo que le atraviesa la garganta, y luego las almohadas blancas teñirse de un carmín cada vez más profundo. Alguien me dijo alguna vez, no me acuerdo quién, que si en tu sueño logras ver las palmas de tus manos tendrás control sobre lo que sucede y podrás cambiarlo todo a tu antojo. Lo he intentado siempre; ahora mucho más, pero siempre hay algo que me lo impide… ¡Ey, espérate! ¡Suéltame! ¿Qué haces?” Un hombre más joven le acomodaba a la fuerza el electrodo sobre la cabeza, sin inmutarse ante los gritos y esfuerzos del otro que, mientras intentaba zafarse de las cintas que le sujetaban las muñecas a la silla, gritaba “¡Mis manos! ¡Sólo déjame ver mis palmas! ¡Sólo las palmas!”. 0-q.blogspot.com

nogeen.tekenaar@gmail.com


intermitencia

tripulación sofía ramírez. poeta, licenciada en Letras Hispánicas y maestra en Literatura Mexicana. La sonrisa de un condenado a muerte y La casa callada, son dos de sus libros. / arturo vallejo. narrador, divulgador y museógrafo de la ciencia. Autor de la novela No tengo tiempo y ganador del segundo premio Caza de Letras. ciencia-vudu.blogspot.com / javier moro. poeta y periodista cultural, columnista de palabrasmalditas.net y colaborador del programa de radio por Internet Tripulación Nocturna. javiermoroh.confabularia.org / perla holguín. norteña desde 1987. Lic. en Letras Hispánicas y becaria del FECA. Ha publicado en antologías literarias. Escribe cuando puede y cuando no también. adán echeverría . escribe poesía y cuento. biólogo con maestría en Producción Animal Tropical. Integrante del Centro Yucateco de Escritores, A.C. / sofía yolanda camacho padilla. licenciada en Humanidades. Autora de textos de crítica teatral, ensayos y cuentos cortos. Responsable del taller de Cine y Literatura en el CIELA. www. heterodoxa.com /iván trejo. autor de los poemarios Silencios y Los tantos días, este año se publica Memorias colombianas en la UASLP. / edgar omar avilés. premio nacional de cuento San Luis Potosí 2008, es autor de La noche es luz de un sol negro y Guiichi. / leonardo teja. matriculado en Letras Hispánicas por la Universidad Autónoma Metropolitana. Ha colaborado en revistas y antologías desde 2007. Aún vive. / raquel castro. guionista de televisión y profesora de guión y creación literaria. Ha publicado artículos y cuentos en revistas y suplementos. Actualmente gusta de los zombis, los gatos y el humor. Publica con frecuencia en twitter.com/ raxxie_ / moisés ortega. estudiante de Letras y planeador de momentos, escribe porque cree que el escritor puede tener dos vidas o las que quiera. Obtuvo mención honorífica en el concurso de narrativa “Elena Poniatowska” en 2008. salma anjana. matemática y escribidora. Actualmente se dedica a la docencia. elvuelodelosmurcielagos.blogspot.com jeanne karen. poeta, editora, activista cultural y tallerista. Canto de una mujer en tierra, Cuaderno de Ariadna son algunos de sus libros publicados. Y para el futuro, el presente. / aehécatl muñoz gonzález. estudiante de la UAA y músico. Actualmente cursa el Diplomado en Dirección Coral en Voce in Tempore. fotografía de portada: elisabeth skene ilustración interiores: einar salcedo

editores: edilberto aldán, joel grijalva consejo: adán brand, beto buzali, alberto chimal, luis cortés, juan carlos gonzález, rodolfo jm, paloma mora, josé ricardo pérez ávila, norma pezadilla, jorge terrones, gustavo vázquez lozano

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jeanne karen Había otro poema con la palabra desgastando los ojos en la noche mientras la espera del café era frío en las extremidades y alguno de los besos sueltos que habitaban una bolsa de papel Temblaban los dedos sobre la hoja y todo mi discernimiento atrofiado lo sabía nunca pude relacionarme mientras a veces decía luna es noche es una plaga de insectos salía de mi boca si deseaba un abrazo el deseo corría hasta las estepas sexuales un contacto era y nada más Entonces lo preferible tener las postales de coitos interrumpidos no míos sino de lo aparente vacío y las líneas de Kirkergaard dando vueltas en la noria de la cabeza Lo mejor era correr romper los huesos de la penumbra en movimiento rápido igual a una película que irrumpe en la sala lo mejor era guardarse quitar los pensamientos y echar a andar la máquina de sonido y luz otra clase de intermitencia

la pasión según latinoamérica

U

aehécatl muñoz

na de las más grandes fiestas religiosas que hay en América Latina es, sin duda, la representación de la pasión de Cristo. Viviendo en un país como México, he acudido a diversas puestas en escena de la muerte y resurrección de Jesús, he estado presente en la procesión del silencio en San Luis Potosí, un evento tan solemne y magnífico que muestra la devoción y fe en el pueblo católico mexicano. Tampoco se puede olvidar a los hombres que, en procesiones semejantes, realmente se crucifican mientras otros se azotan con látigos. La quema de Judas en Semana Santa es un evento donde los fieles buscan asegurar de qué lado están. Pero no sólo en México se dan tales representaciones, están en cualquier ciudad latinoamericana. Sólo en Latinoamérica se da este colorido que busca recordar los últimos días en la tierra de Jesús de Nazaret. No hablaré aquí de cada una de esas presentaciones, daré por supuesto que todos las conocemos si no de manera vivencial, por lo menos las hemos leído en algún diario o visto por televisión. ¿A qué podría llegar el entendimiento de la Pasión en Latinoamérica? ¿Podría acaso dar un fruto artístico? Claro, muestra de ellos ha sido por ejemplo la novela Las buenas conciencias de Carlos Fuentes y, recientemente, Abril rojo de Santiago Rocangliolo. La lista de trabajos en el campo de la pintura es muy extensa y valiosa. Por otra parte, encontramos escultura en casi todas las catedrales que muestra el sufrimiento, la muerte y la resurrección de Jesús. ¿Y en la música? Hablando de la Pasión en música, hasta hace una década se resumía y se centraba en un solo nombre, en un solo hombre: Johann Sebastian Bach (1685–1750). Bach compuso, según la necrología de su hijo Carl Philipp Emmanuel, cinco Pasiones de las cuales de una no se sabe nada, de otra sólo se conoce parte de la música, una más es apócrifa y dos que se han mantenido: Johannes-Passion (La Pasión según San Juan) y Matthäus-Passion (La Pasión según San Mateo). Una Pasión es una obra coral compuesta siguiendo el orden de los sucesos del evangelio que lleva su nombre, no obstante, también se agregan diversos textos de otros autores que pueden seguir o no el evangelio. Por supuesto que existen más compositores que hicieron Pasiones: Ludovico da Viadana (1560-1627), Orlando di Lasso (1532-1594), Georg Friedrich Händel (1685-1759), entre otros, sin embargo, es Bach quien construyó monumentales Pasiones, obras maestras indiscutibles que dejan en claro el sentimiento europeo al respecto del sufrimiento de Jesús.

Ahora bien, finalmente Bach expresa la muerte y resurrección de Cristo según la interpretación y el sentir del pueblo europeo, específicamente de Alemania. La pregunta es: ¿Acaso un latinoamericano se sentiría identificado escuchando las Pasiones de Bach? No estoy menospreciando las obras, pues ambas son bellísimas, sino simplemente busco cómo contextualizar la Pasión en el pensamiento latinoamericano. Osvaldo Golijov se preguntó lo mismo, ¿acaso pudiera haber una obra musical que manifestara la fe en América Latina? En mis últimas vacaciones tuve la oportunidad de visitar Los Ángeles. Anduve por el camino de la fama, tomé tours por los estudios cinematográficos, pasé la tarde en el puerto de Santa Mónica, pero lo mejor, lo que nunca se me va a olvidar fue visitar el hermoso Walt Disney Concert Hall, llegué al lugar sin la intención de entrar y sólo a tomarme alguna foto junto al edificio, pero algo me atrajo ese día: se presentaba La Pasión según San Marcos de Osvaldo Golijov. ¿Quién es Golijov? ¿Por qué el título de la obra en español? ¿Por qué en el Walt Disney Concert Hall casa del más grande director de orquesta latinoamericano en nuestros días: Gustavo Dudamel? Todas estas preguntas asaltaron mi mente, no podía sólo tomarme una foto, tenía que entrar. No poseía mucho dinero, si el boleto costaba más de diez dólares sería imposible entrar. Llegué a la taquilla y los boletos a 40 dólares, pero no hay nada que una credencial de estudiantes no pueda hacer, la presenté con el anhelo de que bajara el costo y sí, se redujo treinta dólares. Excitado, compré el boleto, tomé mi programa de mano e ingresé al lugar. Algunas personas dicen que la fortuna o la suerte los favorecen. En mi caso, esa tarde, fue Dios mismo quién me condujo a la sala de conciertos. La Pasión según San Marcos es, sin duda alguna, la obra latinoamericana más grande en estos últimos diez años. Compuesta por el argentino Osvaldo Golijov (1960) esta obra habla del sentimiento latinoamericano en torno a la Pasión de Cristo. Es una obra que conjuga elementos de la música judía, del tango, del son cubano, de la samba brasileña, del jazz de América Latina, del mambo, la salsa, la música negra latinoamericana. No es una obra que utiliza la misma técnica vocal que las pasiones de Bach, es una obra cuyos cantantes tienen la misma técnica vocal que un grupo de salsa y sí, no está en alemán, salvo el final que junta español, latín y arameo, toda la obra está en español. La Pasión según san Marcos es una obra que presenta formas musicales latinoamericanas, sus instrumentos son los apropiados: trompetas, trombones, violines y cellos, piano, shekeres, quitiplas, maracas, conchas marinas, quinto, itótele, caxixi, okónkolo, güiro, guataca, entre otros. La obra es la visión de cómo un latinoamericano judío (Golijov) ve el ritual cristiano, acaso esto pueda ser una ironía, pero el hecho de profesar diferentes religiones no suprime el entendimiento y sentir latinoamericano. Golijov compuso está obra bajo el encargo del director y experto en Bach, Helmuth Rilling, y de la Academia Bach de Stuttgart. Ésta y otras tres Pasiones se hicieron con el fin de conmemorar el 250 aniversario de la muerte de Bach. Siendo que Bach iba a ser conmemorado, Golijov sigue una estructura similar, pues no deja de usar la sucesión de coros intercalados con palabras del evangelista, recitativos y arias. Sin embargo, Golijov, en su búsqueda por no copiar a Bach totalmente, tomó la decisión de no mostrar al Jesús europeo, sino al Jesús latinoamericano. Golijov mostró la fe como se manifiesta en la Latinoamérica católica. Bach acostumbró en sus pasiones a que Jesús era representado por un solista de voz grave, Golijov, por otra parte, encarna al nazareno en el coro, en diversos hombres y mujeres solistas, incluso hay una parte que un solista interpreta a Pedro y a Jesús al mismo tiempo. Así pues Golijov busca a un Jesús que habite en todos los hombres y no sólo en uno. El Jesús que presenta Golijov muestra diversas facetas: enojado, misericordioso, con miedo a la muerte y el que acepta el mandato del Padre. Pero no sólo Jesús está en la obra, Golijov también encarna al pueblo en cantos que recuerdan las peregrinaciones latinoamericanas de las mujeres católicas. Por otra parte, Golijov muestra, al situar a Judas en cada miembro del coro, que también en todos está el pecado, respecto a Judas, usted puede encontrar en la página de internet www.youtube.com está porción de la que hablo, basta con que escriba “El cordero pascual” y el primer video en la lista le recomiendo escucharlo. Una vez que usted escuche esta sugerencia musical, concordará conmigo, que Golijov no escribió La Pasión según San Marcos, sino La Pasión según Latinoamérica.


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