REVISTA BLACK&WINE

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Black &

Wine

Periodismo&Vino Arte&GastronomĂ­a 1


DIVINIUM...

Un espacio de comunicación artística y creativa sobre vinos, gastronomía y enoturismo. Una mirada alternativa de este universo gourmet que bucea en un mar de sensaciones a través de la literatura, la fotografía y el periodismo de autor. Sumérgete en este océano evocador degustando esta cata visual y narrativa.

BLACK&WINE...

Una revista digital en donde podrás encontrar una selección de textos inéditos, diseños innovadores e imágenes sugerentes que conforman una explosión de emociones para deleitar nuestros sentidos más atávicos. Un terruño impregnado de sabores y aromas con un estilo original, plural e independiente.

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BARES, QUÉ LUGARES...

FÚTBOL&VINO vs CERVEZA&RUGBY 19 VINOS Y 500 TAPAS

ENTREMESES VARIADOS. UNA COMEDIA EN TRES ACTOS DÍAS DE VINO Y TOROS EL SANTO APERITIVO

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Divinium Dv

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Web: www.divinium.es e-mail: prensa@divinium.es

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Textos, diseños y fotografías: José Mª González de Diego Todos los derchos reservados ©divinium 5


BARES, QUÉ LUGARES...

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ares hay muchos. Pero no me refiero a un bar cualquiera. Hablo de nuestros bares. Esos terruños que sentimos como nuestra patria chica. Donde conversamos y escuchamos salpicando nuestra alegría con pociones y raciones, que a veces son también nuestras razones. No hablo de esos bares de compromiso al que dispensamos nuestra indulgencia por sus sublimes pinchos. Tampoco de esos bares de paso que frecuen­tamos por rutina o cercanía. Ni siquiera de esos bares de confianza al que conferimos nuestra bendi­ción, pero no siempre nuestra devoción. Me refiero a esos orfeones profanos donde la música acompa­ña, pero no incomoda. Donde se escuchan esos himnos venerados de nuestro acervo popular: “oído cocina, marchando una de bravas, al fondo hay si­tio” y demás hits que forman parte de nuestra cultura popular. Esos lares gastronómicos que cincelan identidades y fraguan amistades. Esos santuarios de tertulias y fran­cachelas, de risas y desconsuelos, de andanzas y des­venturas, de confidencias y complicidades. Nuestros bares. Esos en los que el camarero ejerce su sacerdocio con oficio, ministerio y rigor cartujano. Esos diáconos laicos obligados por secreto de confesión que pudiera parecer que ni oyen ni ven, pero vigilantes y comprensi­vos todo lo escuchan y observan, mas cuando se les pide consejo, sentencian sin pontificar. Esos camareros a los que les reconocemos una autoridad regia para ejercer su mando en plaza. Cuántas veces han prolongado su in­terminable horario de trabajo para que disfrutáramos de otra ronda clandestina. Y cuántas veces han sucumbido a nuestros ruegos sin una mala palabra. Esos camareros a los que hacemos partícipes de mu­chos retazos de nuestra vida. Los que han conocido a novios y novias de ocasión, que luego nunca volvieron. Los que distinguen entre amigos y conocidos, los que sufren en silencio nuestros interminables monólogos de fútbol o política… Esos bares, donde se riegan sueños de adoles­cencia, proyectos de juventud, rutinas del presente e ilusiones de futuro. Donde se alumbran amistades indestructi­bles y amoríos pasajeros. Lugares donde las muje­res escuchan y conversan sobre los hombres, sobre la vida, sobre el amor… queriendo entender el mundo… Lugares donde los hombres discuten y debaten sobre las mujeres, sobre política, so-

bre el fútbol… intentando arreglar el mundo. Esos bares que apadrinamos para siempre y que nos bendicen con sus vinos y sus caldos. Donde las penas del alma se curan con hombros fraternales y monólogos reparadores, sí. Pero también con el venerado elixir de unas copas amigas. Donde se destierra la tristeza, pero no siempre la melan­colía. Donde embriagamos nuestras derrotas y ce­ lebramos nuestras victorias junto a los nuestros con el sagrado néctar. “Bares, que lugares tan gratos para conversar… no hay como el calor del amor en un bar”. Esos bares a los que convertimos en nuestra fortaleza inex­pugnable, testigo de amistades inciertas, escar­ceos prometedores o amoríos ilusorios. Esos bares donde aprendimos aquellas ignotas artes de la seducción furtiva y los sinsabores de aquellos amores no correspon­didos. Quién no ha consolado alguna vez a curti­dos compañeros de batalla derrotados cruelmente en la fragua de nuestra personalidad. Y quién no ha brindado, suspirado o llorado en nuestra fla­grante ingenuidad, al calor de aquellos templos de la camaradería. Aquellos lugares que siempre han sido nuestros cuarteles de invierno. Quién no ha contemplado desde la barrera o desde el mismo ruedo del bar, esa farándula de extraños personajes que forman parte de nuestro cuadro costumbrista. Individuos que desplegaban sus encantos con la maestría de los buenos toreros. Quién no ha confirmado alternativa alguna vez en compañía de testigos de cargo. Cuántas veces hemos sido testigos de los triunfos de otros, ob­servando la faena desde el burladero, apostados sin disimulo en esa querencia natural que es la barra del bar. Cuántas veces hemos visto como otros, más gallardos o más temerarios, han salido a hombros en plazas de segunda o de tercera. Muchos han recreado ese toreo de salón, con esa pose marcial, con el codo reposando sobre la tarima, dando el medio pecho al respetable, con apostura bizarra, cigarrillo encendido –eran otros tiempos-, apurando un vino, una caña, un botellín o un tercio, y en fin, con una conversación distendida y alegre, que forjaron a esos aspirantes a golfos simpáticos o mataharis de ocasión entre el bullicio del bar. Bares hay muchos, pero sólo unos pocos merecen nues­tro favor y nuestro fervor. Por eso, cuando cierran nuestro bar, algo se nos muere en el alma. 7


Es obvio que no es lo mismo beber que ingerir. Cuestionar esta primera apreciación nos conduciría a debates estériles. Es la afición por estos néctares exquisitos la que nos lleva a confrontarlos con los arcanos axiomas deportivos. ¿Es hoy la cerveza un brebaje mun8

CERVEZA FÚTBOL&VINO

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n célebre aforismo perdido ya en la memoria de los viejos aficionados consideraba el rugby como un deporte de villanos jugado por caballeros, mientras que el fútbol se significaba por ser un deporte noble practicado por truhanes. Frente al origen tosco y popular del primero, el deporte rey tuvo desde sus inicios un ascendiente mucho más ilustre. Pero eran otros tiempos. Muy, muy lejanos. Cambió la sociedad y con ella mudaron los hábitos y las costumbres. El deporte derivó en un lucrativo negocio y el juego se transformó en un espectáculo mediático. Se renovaron las modas y se reciclaron los gustos, pero en esencia, aunque sólo perviva aquel simbolismo originario, aquellas sentencias consuetudinarias aún mantienen cierta vigencia. Aquel proverbio deportivo bien podría aplicarse al culto del vino y la cerveza. Los anales de la antigüedad ya constataban que el vino era considerado como la bebida de las élites mientras que la cerveza se degradaba a una condición menos distinguida. Con temeraria audacia me lanzo a escribir esta crónica lúdica siempre sujeta a querencias incondicionales, a interpretaciones interesadas o a polémicas inspiradoras. Se podría discutir cuál de estos elixires tiene el honor de figurar como el más antiguo en la historia de la humanidad. Controvertido asunto cuya querella nos llevaría a otros derroteros que nada aporta al asunto en cuestión. Se plantea un debate subversivo, provocador, encendido… trufado de ingredientes que acompañen al placer de saborear esas sensaciones y emociones que sólo nos producen nuestras pasiones más atávicas. Fútbol y vino, rugby y cerveza, comparten interesantes semejanzas y curiosas paradojas que nos invitan a degustar esta insolente cata narrativa.


A&RUGBY

dano destinado a gustos refinados? ¿Se ha convertido el vino en un alimento selecto predestinado a paladares gentiles? Cualquier ciudadano curioso que decidiese investigar el asunto de marras sin prejuicio impostado y con juicio razonable, debería iniciar sus pesquisas visitando ese elenco de templos sagrados (bares, mesones, restaurantes, fondas, tabernas, tascas, bodegas, cantinas, figones…) y santuarios laicos (pubs, discotecas, cabarets, boîtes, salas de fiesta, cafeterías, coctelerías…) donde los sacros licores actúan como intérpretes sociales en nuestras relaciones de convivencia o de connivencia. Ese fedatario de la actualidad comprobaría que los jóvenes apuestan abrumadoramente por el zumo de cebada siendo sin duda la más consumida. No deriva de una cuestión social, ni siquiera de una educación formal. Pero como en el rugby, la cerveza iguala las diferencias conformando un equipo multidisciplinar en el que todos tiene cabida: altos, bajos, gordos, delgados, guapos, feos, hábiles, bisoños, diestros, zurdos, ágiles, torpes… Hombres y mujeres, damas y caballeros, que participan por igual de esta convención social que conlleva un ritual obligado. La cerveza exige una liturgia menos ortodoxa que el vino, pero tiene sus propias reglas de juego. Aunque más laxas y sin un protocolo obligado, seducen por su cercanía. Permite un formato muy variado (caña, corto, doble, pinta, botellín, tercio, lata…), dentro de una elección menos selectiva (rubia, tostada o negra). La cerveza invita a compartir y exige siempre una última ronda. Se consume en compañía y su ingesta reclama sorbos sobrios que empapen los labios con una espuma delatora. Quienes se decantan por ese líquido ámbar que amarga el gusto, pero endulza el carácter, empatizan con sus semejantes sin importar raza, sexo o condición. En el rugby, tanto en el deporte amateur como en el profesional, tras finalizar el partido aún es costumbre celebrar lo que se denomina el tercer tiempo; una ceremonia festiva en el que ambos equipos confraternizan al calor de infinitas pintas de 9


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cerveza. Representa una cultura de camaradería poco habitual en estos tiempos. Es ese otro partido, donde la acción deja paso a la afición elevando a la cerveza como la gran protagonista de ese encuentro oficioso. El campo de juego se traslada a la barra de un bar donde los cánticos y el parlamento se tornan en himnos de hermanamiento. Ese ambiente de mágica complicidad solo puede oficiarse con una bebida como la cerveza. La razón es simple. No se debe sólo a la tradición, que también, sino a esa cultura popular en torno a la cerveza que aglutina ese componente tribal que no consiguen transmitir otras bebidas. El vino en cambio, como el fútbol, deviene de orígenes menos profanos. Es esencia elitista lo que le concede un aire distinguido, aunque no por ello superior. Singular, que no exclusivo. Para su consideración se requiere una dosis extra de aptitud… y de actitud. Nada tiene que ver el nivel amateur del profesional. Un océano desconocido se interpone entre ambas orillas. Mas quien emprende esa travesía de iniciación descubre sensaciones que ninguna otra afición es capaz de transmitir. Sin embargo, para poder competir en las grandes ligas profesionales es necesario cierto nivel adquisitivo. Es cierto que hoy en día existen otras divisiones intermedias que ofrecen una calidad excepcional, pero no podemos obviar que el mundo del vino, como en el deporte rey, existen escalafones, grados y jerarquías. Para acceder a ese olimpo profesional es necesario además una instrucción sacrificada, un entrenamiento riguroso y un aprendizaje paciente, donde la preparación previa condicionará el comportamiento futuro. Fútbol y vino, tienen un componente ególatra e individualista que no se da en otros ámbitos. Las diferentes personalidades que conforman esta selección natural producen resultados absolutamente originales. Pero cabe preguntarse si toda esa industria, cada vez menos artesana, aunque más profesional, es extensible a todo el firmamento vinícola.

Se dan ciertas contradicciones. Veamos… Beber no siempre conlleva degustar. Existe un ámbito aficionado y otro para la excelencia. Lo cierto es que para educar el paladar a las diferentes gradaciones que nos provoca el vino son necesarios años de entrenamiento sensitivo hasta que uno aprende a saborear sus esencias. Requiere tiempo y constancia, pues tarda en provocarnos esos efectos placenteros. El vino sabe mejor en compañía, pero admite también el disfrute en soledad. Curiosamente, cuánto más digno es el vino, menos son los invitados a su cata. Conviene recordar que el genuino goce de sentir los efluvios de esta ambrosía terrenal, obliga a un consumo moderado, que no frugal. Los vinos blancos, bebidos con deleite, para disfrutar entre risas y alegrías con adictos a la causa o con amigos de ocasión. Los vinos tintos, degustados con templanza, para compartirlos con nuestras gentes excitando diálogos inteligentes y conversaciones profundas. Aunque exista una excepción a la regla del sentido común. El champán, del que hay que beber mucho y del bueno… porque invita a hacer locuras. Volviendo a nuestro notario de la actualidad, su observación minuciosa constataría que, pasado el Rubicón de los cuarenta, hombres y mujeres tienden a relegar al banquillo su afición cervecera en beneficio del vino. Una evolución natural que no significa necesariamente una devoción incondicional. Aunque hay también un sector joven, una hinchada cada vez más ruidosa y atrevida, que empieza a cosechar sus propias añadas de manera más selectiva y exigente. En cualquier caso, el perfil del consumidor medio delata un poso de veteranía innegable. Esta pauta, no obstante, se quiebra cuando el envite se juega en torno a un mantel. Comidas, cenas, almuerzos, pinchos, celebraciones… donde el convite se riega obligatoriamente con caldos, independientemente de la condición de los comen-


Cerveza&Rugby

sales. Toda bebida ajena al vino, que ha de solicitarse de manera casi clandestina, tendrá siempre la consideración de lujo innecesario.

precisión, toque y sutileza. Y es en el gol, cuando toda esa elaboración previa concluye con éxito, donde se refleja la actitud del protagonista. La celebración del tanto evidencia ese componente vanidoso y engreído que curiosamente La esencia del rugby condensa una contradicción aparen- genera una empatía colectiva. Lo mismo que ocurre con los te. Requiere avanzar hacia campo contrario sorteando ri- vinos o los cavas, que precisan olfato y finura para sorprenvales pasando el balón de mano en mano, siempre hacia der. Y es curiosamente, en ese instante previo a su cata, atrás. Una danza tribal que pudiera parecer contra natura cuando se escenifica esa parafernalia ritual, donde se pery que sin embargo se convierte en una coreografía artística ciben esos paralelismos balompédicos. El vino es también perfectamente coordinada. Como aquel que, pidiendo una individualista, aunque necesita de una compañía cómplironda de cervezas, va esquivando clientes hasta llegar a la ce para su prestigio. Los vinos se piden tras una reflexión barra del bar. Y sin más terreno que ganar, va pasando las obligada. Permite la sugerencia de otros y se particulariza pintas a esos compañeros que escoltan su avance desde la para cada consumidor. El brindis, a su vez, exige templanretaguardia, dando el medio pecho al respetable, aunque za, armonía y contención. Admite discursos previos, mirasin perder nunca de vista su campo de acción. Luego llega das furtivas, gestos de complicidad, invitaciones tácitas e la mêlée. Una conjunción de fuerza y vigor donde ambos incluso proposiciones indiscretas. Pero no invita a celebraequipos pugnan por un balón que yace huérfano en el suelo. ciones impulsivas ni compulsivas, porque rompe ese vínculo Una lucha ruda pero noble en el que chocan hombros ami- intimista. El rugby, como la cerveza, es un ejercicio que regos en una gallarda batalla con el objetivo de ganar cancha quiere contacto, aproximación y cierta conexión tribal. El al adversario. Los brindis con cerveza se asemejan a esas vino, como el fútbol, demanda en cambio tacto, discreción melés en el que las consumiciones se chocan con enérgi- y cierta reserva. Como nada es permanente, y más en estos ca bizarría sin temor a resquebrajar ese círculo mágico de tiempos en que todo cambia de forma vertiginosa, deberíaconnivencia en torno a un terreno regado con el ímpetu de mos preguntarnos, tal como entonces lo hicieron aquellos esa batalla fraternal. El momento cumbre llega cuando un viejos aficionados, si hoy día es la cerveza un néctar divino jugador deposita con sus manos el balón tras la línea de gol consumido por la canalla o es el vino una pócima terrenal del equipo contrario, ejecutando una épica atlética para reservada a gustos refinados. Tal vez la evolución nos haya lograr un ensayo redentor. De la misma forma que un clien- llevado a mutar nuestros gustos y a mudar nuestras costumte golpea su jarra contra el mostrador tras haber saciado bres. Quién sabe si la revolución tecnológica nos llevará el líquido elixir de un trago glorioso. El tanto conlleva un a olvidar las esencias de antaño y los que antes se hacían golpe de castigo o una última ronda, que no siempre se llamar artesanos en el futuro serán meros alquimistas. consuma con éxito. O quizás haya que regresar a los clásicos, y recordar las paEl fútbol en cambio demanda otro ritmo diferente. Se sirve labras del gran Humphrey Bogart: “El mundo entero tiene de otras maneras más sutiles. Profundidad, espacios libres, más o menos tres vasos de vino de retraso.”. Y además, una improvisación… un dominio del juego que lleve aparejado ronda de cervezas pendiente. 11


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REGIONES VINÍCOLAS DEL MUNDO EUROPA

Arco mediterráneo - Portugal, España, Francia, Italia, Grecia y Chipre Zona centro-europea - Alemania, Austria, Eslovenia, Eslovaquia y Hungría Zona Mar Negro - Bulgaria, Rumanía y Moldavia PRÓXIMO ORIENTE Líbano, Israel, Siria y Turquía AMÉRICA DEL NORTE Estados Unidos - California, Pennsylvania, Virginia y Oregón Canadá - Ontario, Columbia y Quebec AMÉRICA DEL SUR México - Aguascalientes, baja California, Durango, Coahuila y Zacatecas Argentina - Mendoza, La Rioja, San Juan, Salta y Catamarca Chile - Atacama, Coquimbo, Aconcagua y Valle Central Brasil, Uruguay, Perú y Bolivia ASIA Japón - Fuji y Yamanashi India - Punjab y Maharashtra China - Manchuria ÁFRICA Sudáfrica - Ciudad del Cabo Magreb - Marruecos, Túnez, Argelia y Egipto OCEANÍA Australia - Adelaida, Queensland y Melbourne Nueva Zelanda - Marlborough y Hawke

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19 VINOS...

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l tapeo, esa tradición secular que une y reúne a los españoles más que cualquier otra manifestación pública, conlleva ese soplo tribal que tanto nos delata, pero que conserva ese espíritu festivo que tanto nos identifica. El aperitivo, esa sagrada romería matutina a la que acudimos con obediencia ciega, o la ronda de bares, esa bulliciosa procesión vespertina que frecuentamos con desmedida devoción, requieren un estado de ánimo de absoluta camaradería. Sin esta premisa de obligado cumplimiento, se rompe ese hechizo fraternal que envuelve a los cofrades presentes para convertirse en un cenáculo informal, frío y anodino. Siendo esencial la compañía elegida, no lo es menos el lugar de encuentro. El tapeo prescinde de rígidas formalidades, aunque necesita ambientarse en un escenario adecuado donde los comensales puedan representar su ceremonial sin demasiadas interferencias. El público, ese corifeo de fondo que pasa a formar parte muchas veces de la trama principal, interactúa en ocasiones con los propios actores, logrando entre unos y otros inesperados giros de guion en nuestras improvisadas funciones. El tapeo cautiva por su mágica simbiosis, seduce por su fascinante cercanía y embruja por su prodigiosa naturalidad. Pero hay más, mucho más. Compartir inquietudes o alegrías obligan a brindarlas con sagrados elixires y manducarlos con exquisitos bocados. Cervezas, vinos, vermús… toda una selección de bebidas y licores cuya elección no compromete, pero sí condiciona. Pinchos, tapas, raciones… todo un repertorio de viandas y manjares, los cuales serán objeto de juicio inquisitivo por los clientes que ejercerán como supremos magistrados gastronómicos dictando una sentencia firme e implacable. Estos veredictos populares y sumarísimos a los que se someten a diario todos los bares, restaurantes, cantinas o figones de nuestra geografía, suponen un efectivo filtro de calidad y excelencia para nuestra hostelería, lo que conlleva que los españoles seguramente seamos los más doctos consumidores de todo el orbe.

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y 500 TAPAS Nuestro gastronómico ardor guerrero, inveterado celo heredado de nuestra cultura mediterránea, nos exige casi siempre adscripción a bandos irreconciliables que el placer de los sentidos a veces mitiga, pero nunca resuelve. Cada brebaje tiene diferentes fundamentos con los que maridarlos. Hay tapas que hermanan, matrimonian o amanceban, pero otras por el contrario consuman un divorcio anunciado. La cerveza huye de fritangas, aunque consiente gustosa los rebozados. El jugo de cebada combina a la perfección con gambas, bravas y calamares, pero repudian caldos, dulces o ensaladas. Tolera las aceitunas y los frutos secos, aunque casa mejor con encurtidos, conservas y salazones. Por lo general, el amargor del lúpulo desposa mejor con lo salado, si bien hay infidelidades consentidas que transgreden sabores prohibidos que destilan ciertas hortalizas. Hay infinidad de mixturas para disfrutar la cerveza con deleite, pero la tapa perfecta es sin duda alguna, el pincho de tortilla; con cebolla o sin ella, cuajada o maciza, templada o caliente, este invento tan español es ya patrimonio de la humanidad. Pero, ¿ocurre lo mismo con los vinos? Debido a su notable gradación y para complementar su acidez, las raciones que mejor armonizan con su ingesta son las elaboradas con carmes o pescados, admitiendo sensaciones dulces en función del tipo de caldo elegido. Por lo general, las tapas con vino precisan un emboque bizarro que integre los sabores sin que anulen su buqué. Esta adúltera pócima seduce con arroces, verduras e incluso frutas y marisco, mas el manjar divino, ese cortejo platónico que nos conduce al éxtasis más sublime se logra uniendo en matrimonio vino y queso. Quesos que se comportan como consortes ideales, aunque siempre rondará en el ambiente ese amante bandido que nos hace soñar y salivar; el jamón.

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Estos maridajes gastronómicos se cortejan de muy diferentes maneras en función del terruño donde se ronde. Así, ir de vinos por León o Granada acontece como una boda gitana. Un festival de condumio y bebercio sin parangón en nuestro suelo patrio. Una explosión de aromas y sabores en los que la recia tinta de Toro, los estimulantes vinos del Bierzo o los sorprendentes moscateles de las Alpujarras combinan a la perfección con la variada manduca autóctona. Hay otros lugares donde el “sí quiero” demanda pompa y boato, engalanando las tapas y raciones de una suntuosidad incomparable. Pongamos que hablo de… San Sebastián, Logroño o Bilbao, donde celebran el chiquiteo cual boda de postín, aunque a veces el bolsillo se resienta. Pinchos sofisticados para consumir con vinos de Rioja o para consumar con vascongados txacolís. Si queremos empaparnos de un tapeo saleroso y jaranero, Sevilla, Málaga o Cádiz son los clásicos referentes. Finos, vinos de Jerez o vinos dulces de Málaga, desatan en los comensales una especie de catarsis colectiva, prolongando el ágape hasta que el cuerpo aguante. En Galicia se ofician los casamientos en tabernas porticadas que aroman a mar. Ribeiros que presagian un amor incondi-

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cional al maridarlos con mariscos, pulpos, ostras o empanadas. Asturias es otro mundo; sidra y fabes se sacramentan conformando un vínculo milagroso que reconquistan estómagos agradecidos y recobran recuerdos de infancia. Cataluña empareja a sus esponsales cruzando mar y montaña y los desposa en la intimidad con extraordinarios cavas y elegantes prioratos que espuman su bravura mediterránea. En Canarias no se tapea, se jala o se papea. Gofios y papas arrugadas sacian ese aliño tan isleño conformando un concubinato fogoso junto a las prodigiosas malvasías que producen sus viñedos volcánicos. Levante arroja el arroz casamentero regando con caldos de Utiel-Requena o con vinos de Alicante esos templos culinarios que salpican toda la costa valenciana. En la vieja Castilla, alma mater de esta España tan diversa y compleja, encontramos el equilibrio perfecto. Es ese primer amor que siempre queda, al que siempre se vuelve. El respeto que suscitan sus vinos, esos venerados riberas que justifican nuestros excesos y esos blancos de rueda que amparan nuestras debilidades, se complementan con las sobrias pitanzas de su cocina tradicional. Toledo también enamora con sus tintos manchegos y

sus tapas imperiales. Pistos, pipirranas, atascaburras, zarajos, calderetas… platos potentes ligados siempre a los valdepeñas inmemoriales. La huerta murciana nos ofrece un portentoso cóctel nupcial de verduras y hortalizas (zarangollos, pistos, paparajotes…) que casan bien con los caldos de la región, el vino de Jumilla. Y terminamos en Aragón, degustando sus somontanos que marcan carácter y abren fronteras a nuevas sensaciones, como esos recién casados que, en su noche de bodas, se van descubriendo poco a poco. Hay también rincones en esta piel de toro donde estos esponsales culinarios quedan reducidos a tristes ceremonias en las que la calidad del producto ni place ni satisface, comportándose como esos matrimonios de conveniencia cuya fecha de caducidad se adivinan a primera vista. A todos nos ha pasado que cuando no sentimos ese flechazo instantáneo, cuando ese amor a primera vista no aparece delante de nuestros ojos, nos acordamos de la célebre canción del mejor Sabina que glosó con tanto arte… “Lo nuestro duró, lo que duran dos peces de hielo… en un whisky on the rocks”. Pero eso, es otro cantar.


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Se levanta el telón en el preciso instante en que empiezan a desfilar entre bastidores los primeros comensales refugiados al fragor del bullicio de la barra del bar. Un decorado provisto con toda clase de viandas y pitanzas que da paso al restaurante, ese teatro de la gastronomía donde interpretamos con naturalidad nuestros propios personajes. Bajo una atmósfera íntima y cercana, esa camaradería empapada en la euforia del aperitivo previo, suele desatar excesos, evidenciar carencias y delatar ardores. Pero, aunque el reparto se repita una y mil veces, nunca hay dos convites iguales. El desenlace del mismo siempre queda al albur de esa trama que improvisamos sin seguir un guion establecido. Es entonces cuando la función cobra vida propia. En ese escenario gastronómico, los camareros inician su cotidiana representación sorteando mesas y clientes a ritmo vertiginoso. La frenética actividad que desarrolla ese preámbulo tan solemne convierte a los actores principales de la obra en meros comparsas. El personal de hostelería interpreta con oficio su encomienda ambientando la escena como figurantes de postín. Con impecable reserva acomodan al gentío alrededor de los altares culinarios aún sin servir. Ese ritual, tan cotidiano como inexcusable, es el que acompaña a los protagonistas durante todo el ágape. A veces, interfiriendo en el enredo de forma inesperada. En ocasiones, convirtiéndose en actores principales de una trama ajena. Ya sentados, por fin, comienza la verdadera acción.

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La bebida. Un camarero toma nota con esa mirada veterana que presiente la elección. Comprometida decisión que ponderará el devenir de la trama posterior. Alguien pide cerveza. Está en su derecho, pero romperá el hechizo si se toma más de una. Admisible en mesa excepcionalmente antes de servirse los entrantes. El agua, nunca estorba. Los refrescos… mal augurio cuando de adultos se trata. Al fin alguno reclama vino. Buena elección, pero veamos el proceder inmediato, que nos dictará si vamos a presenciar una comedia, un drama o una tragedia. O las tres cosas a la vez. Se escucha a lo lejos a un figurante con ínfulas de actor -¡Y una botella de gaseosa!-. Si hubiera justicia, ese comensal debería ser desalojado sin miramientos. Pero en toda función aparecen estos personajes anacrónicos capaces de llevarnos al llanto o a la risa floja. Ya llega el vino. Descorchan la botella delante del comensal –comme il faut-, al que se le otorga confianza mas no obediencia debida, aunque a veces hay quien se erige en experto sumiller demandando el derecho de gracia que nos casca un vino argentino o australiano… de dudosa reputación. Esa primera cata debiera condicionar toda la acción postrera. Pero suele dar igual. Ya le pueden servir vinagre o algún otro brebaje infecto, que el docto perito dará su bendición asintiendo con ademán pretencioso y gesto aprobatorio. El ambiente festivo que comportan estas liturgias profanas suelen regarse con generosas cosechas que proporcionan esos grados extra de decibelios alentando la declamación de monólogos provocadores, tertulias intempestivas o diálogos pendencieros. Esa incontinencia verbal producida por los efluvios del sagrado elixir excita a menudo hilarantes soliloquios anegados de balbuceos, farfulla y susurros que desdibuja la perfecta dicción de curtidos actores en ininteligibles parlamentos. Se masca la tragedia. Porque aunque el jurado popular compuesto por los amigos de francachelas le absuelva, la fiscalía de familia le condenará sin contemplaciones. 19


La comida. No se trata de experimentar nuevas sensaciones gastronómicas que anulen nuestras papilas o nublen nuestros sentidos. Se trata de disfrutar de una velada placentera comiendo bien y en buena compañía. Un encuentro donde el saber sí ocupa lugar. Yantar, ingerir, deglutir, engullir, manducar, almorzar, ayunar, devorar…, por exceso o por defecto, pueden malograr el convite. Por no hablar de esa nueva religión dietética que han puesto de moda influencers, youtubers y celebrities… y otras chicas del montón. No sólo te dan la chapa, sino que incluso pueden acusarte de un delito de maltrato animal por comerte un solomillo. Aún son minoría, permíteme que insista, pero no es extraño encontrarse ya entre nuestros círculos de amistades a algunos de estos popes de la vida ¿sana? que pueden arruinar una celebración con sus exigencias porculinarias. Sumos sacerdotes de la dieta vegetariana como los veganos, los frugívoros o los crudívoros… apóstoles del ayuno y del desayuno como los eubióticos, los lactocerelianos o los ovovegetarianos… o predicadores del evangelio del hambre como los macrobióticos o los pescetarianos. Todo tan estrambótico y prosaico, tan psicótico y quimérico, tan insípido y excéntrico… El caso es que esos primeros o entrantes en el que las ensaladas siguen reinando por eso del qué dirán, nos permiten comprobar cómo, salvo contadas excepciones, los tomates siguen sin saber a tomate, las lechugas van perdiendo su tonalidad verdosa, y las cebollas… heredarán la tierra. Los segundos, carne o pescado. Todo un clásico. Por lo general, los hombres se decantan por un buen chuletón, que excusa ante la parienta la ingestión de tres lingotazos de tinto y el posterior gintonic de la sobremesa. Las mujeres, con un gusto más refinado, suelen decantarse por el pescado, más liviano y digestivo y con menos calorías. Pero como todo en la vida, para gustos los sabores. Llegados los postres, las conversaciones se vuelven más íntimas y las retóricas más burdas. Si la velada se ha conducido por buenos derroteros, la sobremesa se alargará. Si por el contrario los efectos del alcohol han sucumbido a discusiones tabernarias, se bajará el telón de la función definitivamente. 20

La sobremesa. Llegan los cafés, los chupitos y los copazos. Los primeros reducen las tensiones y reconducen los ánimos. Los segundos emponzoñan los talantes y ofuscan los talentos. Y los terceros, como en los toros, o excitan la bravura del comensal o ahorman su casta torera. Un convite entre amigos casi siempre derivará en risas, buen humor y compadreo. Una celebración familiar, normalmente comportará una declaración de buenas intenciones y reproches consentidos en un ambiente cordial. Pero entre compañeros de trabajo, ya sean éstos, inocentes, sospechosos o presuntos, las probabilidades de que el ágape acabe en fiasco son altamente probables cuando abandonando el uniforme laboral, se destapan las verdaderas personalidades de cada personaje. En cualquier caso, el show siempre debe continuar. La sobremesa retrata a la perfección el carácter de esta obra en verso libre en el que quedan nominados todos los actores participantes. Y aunque nadie se libra de esas etiquetas casuales que nos encasillan por errores imprevisibles, borracheras inapropiadas, procederes inesperados o conductas inadecuadas, siempre volvemos a subir a este monumental escenario gastronómico para interpretar de nuevo nuestras propias recetas vitales. Y la función concluye con el pago de la dolorosa, instante sublime donde queda retratada la genuina naturaleza humana de cada cual. Desde el desprendido comensal que apoquina sin reserva ni reparo hasta el desahogado convidado que se acoquina en el tumulto para escurrir el bulto. Y cuando el último actor hace mutis por el foro, el telón se cierra definitivamente. FIN


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DÍAS DE VINO Y TOROS

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l saber sí ocupa lugar, por mucho que el dicho popular reniegue de esta sentencia. Y aunque no sea patrimonio exclusivo de los adultos, salvo flagrantes excepciones, la cultura y el conocimiento, o al menos ese sedimento erudito que nos otorga la experiencia, nos permite convertirnos en doctos ciudadanos una vez que iniciamos la segunda parte de nuestro partido vital. Ello conduce a una oportuna reflexión en este tránsito existencial en el que los años actúan como bruñidores de nuestra personalidad. De los veinte a los treinta, uno no sabe ni lo que quiere ni lo que no quiere. De los treinta a los cuarenta, se va tomando conciencia de lo que no se desea. Y es a partir de los cincuenta, cuando se llega a la convicción de lo que realmente se espera. Es obvio que es ésta una generalización accidental, aunque todos necesitamos un periodo de aprendizaje para forjar y fraguar nuestra identidad hasta llegar a ese punto de excelencia vital. El vino y la tauromaquia guardan una interesante analogía. El final de la adolescencia lleva aparejado ese sentimiento tribal que nos conduce a descubrir ese mundo desconocido que se abre ante nuestros ojos. La juventud, ese océano de sensaciones inexploradas, nos convierte en pronistas de una historia jalonada de tropiezos y oportunidades que marcarán nuestro devenir futuro. Es entonces cuando comenzamos a desplegar nuestras querencias compartiendo aficiones y aflicciones. Nos comportamos como esos toros bravucones que saltan al ruedo exhibiendo su poderío al respetable e invadiendo jactanciosos los terrenos del torero. Recorremos impetuosamente el albero de la vida embistiendo con gallardía, sin fijar aún la mirada en esos capotes con que intentan sosegar nuestra embestida. Así ocurre también con el vino en esos primeros años de aproximación al sagrado elixir, que acometemos sin humillar en un arranque de atrevimiento y osadía a veces de forma temeraria. Probamos, injerimos, a veces hasta bebemos, pero no degustamos sus esencias. Necesitamos aún recibir muchos capotazos para templar ese gusto aun núbil. Ya suenan los clarines y timbales de la juventud. Se impone el cambio de tercio. En el tercio de varas, los picadores, como esos actores de reparto que se cruzan casualmente en nuestra vida cotidiana, irrumpen en el coso para ahormar nuestra fiereza, midiendo la bravura o comprobando la

mansedumbre de nuestros actos. Este correctivo conlleva una selección definitiva para determinar nuestra casta y nuestra personalidad. Cuando nos crecemos ante el castigo, demostramos hechuras y raza. Si por el contrario lo rehuimos, estamos evitando la pendencia o excusando la confrontación. Algo parecido acontece con la afición al vino. Si pasados los sinsabores de esas primeras catas que diezman nuestros sentidos y nublan nuestras conciencias nos enfrentamos a ese nuevo mundo de sensaciones con inquietud y curiosidad, habremos madurado ese poso de experiencia imprescindible para una crianza futura. En cambio, si la aflicción inicial no supera la afición posterior, difícilmente habrá reconciliación. Entramos en la treintena, y se torna pertinente el cambio de tercio. El tercio de banderillas tiene su sentido en la lidia, ya que está orientado a recuperar y recrear la embestida del toro una vez sometido en varas. Pasada esa primera juventud, uno ya ha consolidado un bagaje y una rutina que le permite rechazar lo que le incomoda y desechar lo que le desagrada. En la búsqueda de ese bienestar íntimo, nos deleitamos en la aventura con juicio razonable. Acometemos los problemas sin perder la perspectiva de lo que ha de llegar. Entonces llegan esos vinos que nos producen intensas emociones. Sabores que nos distraen, que nos van etiquetando. Resolvemos los conflictos sin complejos a pesar de recibir rejones de castigo. Son las añadas que se comparten en camaradería, las que se placen en furtivo galanteo o las que se gozan en cómplice compañía. Banderillas que nos espolean, nos provocan, nos invitan a seguir soñando. El pañuelo blanco anuncia el último tercio de esta lidia terrenal. En estos tiempos de vino y toros, llegamos a nuestra plenitud no exenta de desconfianzas sobrevenidas y querencias adquiridas. Se sabe lo que se quiere y lo que no se quiere. Y eso nos hace más sabios, pero también más selectivos. Degustamos esos Reservas que se saborean sólo con los amigos del alma pero que también admite su disfrute en soledad. Un arte que conlleva pellizco y duende, donde cada muletazo atesora un retazo de vitalidad, experiencia y sabiduría. Ese toreo donde se aparecen los sueños de gloria, pero también los presagios de tragedia. Esa faena ligada, profunda, emotiva… Si los hombres son como los vinos, que con la edad agria los malos y mejora los buenos, esos mismos hombres, como los toros bravos, deben también señorear su mando en plaza desde el centro del ruedo, con la boca cerrada y los ojos bien abiertos. 25


EL SANTO esulta curioso comprobar como un ritual tan profano como es el aperitivo, revela una seña identitaria tan sagrada en nuestra cultura autóctona. Hacemos patria sin proponérnoslo, reivindicando esta forma de empatizar nuestros afectos y compartir nuestras querencias en todos y cada uno de los diversos terruños de nuestra geografía con idéntica pasión. La esencia de esta liturgia social imprime carácter y nos distingue de cualquier otro lugar allende nuestras fronteras. Cierto es, que en todos los rincones del orbe existen establecimientos donde se alternan ocio y bebida, a menudo por simple recreo, en ocasiones por mero compromiso y a veces en refugio de soledades compartidas.

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La esencia de esta liturgia social imprime carácter y nos distingue de cualquier otro lugar allende nuestras fronteras. Cierto es, que en todos los rincones del orbe existen establecimientos donde se alternan ocio y bebida, a menudo por simple recreo,

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en ocasiones por mero compromiso y a veces en refugio de soledades compartidas. Pero en España esa plaza pública donde convergen camaradería y diversión es mucho más. No es un lugar de ocasión. Es el bar. Ese reducto mundano que, en función de su atrezzo, derivará en antro, garito, tasca, taberna o figón. Algo insólito para otras culturas o civilizaciones cuyo fragor les cautiva y su alboroto les aturde. Son esos santuarios laicos donde se come sin tiento, se bebe con fervor y se grita sin pudor. Vino, vermú, refrescos, cafés, combinados, licores… Pero entre ese amplio espectro de néctares y brebajes, la cerveza reina sin oposición. Barras alfombradas de viandas que recuerdan altares culinarios o tabernáculos gastronómicos, donde camareros curtidos ofician su ministerio con maestría torera. Y ahí la cerveza se consume y se consuma como el sacro elixir que expía nuestra devoción.Existen múltiples maneras de reclamar a nuestros cómplices cofrades para lanzarnos a la procesión terrenal del santo aperitivo. Ir de potes, tomar unos tragos,


APERITIVO chiquitear, ir de ronda… tiene sus reglas y sus tiempos. Por abrumadora mayoría, los feligreses prefieren regar sus humores y sus amores con el amargo lúpulo del jugo de cebada. Nos arrimamos a la barra del bar lenta, pausadamente. Sorteando pisadas ajenas para ganar la posición a otras hermandades que pujan y empujan con disimulo. Cual obedientes costaleros, arrastramos el palio de nuestro orgullo parapetando al nazareno mayor para que cante el pedido haciéndonos fuertes en algún rincón del paso. Es entonces cuando abrimos el grifo de nuestra bendita diversidad para beber o echar unas cervezas, unas birras, unos cortos, unos penaltis, unos zuritos, unas claras, unos botijos… ya que la medida es esencial. Unas pintas, unas copas, unos minis, unos cacharros… pueden malograr la solemnidad del evento transgrediendo la épica del momento. Una ceremonia que nos obligamos a compartir con los amigos, pero que también arbitra sim patías con los desconocidos. Comienza nuestro acto de fe, que no auto de fe, con un prólogo

donde se alternan cañas y tapas, botellines y raciones, dobles y bocatas, tercios y pinchos… Luego llega ese primer acto donde las risas, las bromas y los cotilleos de ocasión aderezan esos momentos de felicidad cotidiana. Las prisas nunca son bienvenidas. Una nueva ronda de cervezas da paso a la segunda escena, donde las confidencias y las confesiones se alternan con los efluvios ambientales. Siguiendo las tradiciones ancestrales continuamos la procesión por los diferentes bares del lugar. Una romería que a veces se convierte en un verdadero via crucis para los no iniciados. La penúltima ronda condiciona ya el tercer y último acto del aperitivo como tal, donde el peregrino ha de tomar una decisión fundamental. Retirarse con dignidad o embarcarse en una tentadora y embriagadora travesía hacia lo desconocido. Pero eso entonces, ya es otra historia.

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D.O.Ca. RIOJA D.O.Ca. PRIORAT D.O CAVA D.O LA MANCHA D.O RIBERA DEL DUERO D.O VALDEPEÑAS D.O RUEDA D.O CARIÑENA D.O NAVARRA D.O JEREZ-XÈRÉS-SHERRY D.O UTIEL-REQUENA D.O JUMILLA 28

D.O MONTILLA-MORILES D.O RÍAS BAIXAS D.O VINOS DE MADRID D.O PENEDÉS D.O ALICANTE D.O SOMONTANO D.O CONDADO DE HUELVA D.O BIERZO D.O CALATAYUD D.O CHACOLÍ DE GETARIA D.O CIGALES D.O CHACOLÍ DE VIZCAYA


D.O TORO D.O EMPORDÁ D.O LANZAROTE D.O MÁLAGA D.O MANZANILLA SANLÚCAR DE BARRAMEDA D.O RIBEIRO D.O CATALUÑA D.O CANGAS D.O CAMPO DE BORJA D.O RIBEIRA SACRA D.O BINISSALEM-MALLORCA D.O ARRIBES

D.O YECLA D.O ARLANZA D.O ALMANSA D.O RIBERA DEL JÚCAR D.O MÉNTRIDA D.O GRAN CANARIA D.O TARRAGONA D.O UCLÉS D.O VALENCIA D.O VALLE DE LA OROTAVA D O TIERRA DE LEÓN D.O RIBERA DEL GUADIANA 29


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