Mis falsos cripipastas

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Mis falsos cripipastas José Manuel Murillo Miranda


José Manuel Murillo Miranda

Mis falsos cripipastas

Imagen de portada: http://www.taringa.net/posts/imagenes/8683134/Megapost-Kerias-Dormir-Ya-noCreepy-Pictures-On-Google.html


La maldición del pueblo sumergido Hay momentos cuando las buenas intenciones tienen un final desastroso o, por lo menos, efectos indeseados cuya solución no es buena, sino que es el menor de los males posibles. Es sabio el dicho que reza que precisamente de buenas intensiones está lleno el infierno. Esto calza perfectamente con lo sucedido a un grupo de arqueólogos e historiadores canadienses, quienes aprendieron, de la peor manera, que en ciertas ocasiones es mejor dejar al pasado olvidado y enterrado. Esta es la historia de la maldición del pueblo sumergido. La historia que nos concierne tuvo lugar en los alrededores del lago Cuddle, en la región minera de Manitoba, Canadá. La compañía minera local había quebrado hacía 10 años y sus instalaciones se encontraban abandonadas, en espera de ser vendidas al mejor postor. Como parte de su polvoriento inventario había una laguna artificial que sirvió como depósito de los desperdicios mineros y sobre la cual se tejían muchas leyendas macabras. Algunos trabajadores y vecinos de los alrededores juraban haber visto fantasmales presencias sobre el lago y sus orillas, y que en el fondo de la laguna había un pueblo maldito. Los archivos de la compañia registraban la existencia de un pequeño, más bien diminuto, y antiguo asentamiento de primitivos colonos, el cual fue desalojado cuando la compañía se fundó, allá por los años 50 del siglo 19. Los archivos de la compañía registraban también, con pelos y señales, que cada colono fue generosamente recompensado por la expropiación de su tierra. Después de mucho ir y venir, de muchas protestas en la calle y de mucho, mucho papelo, un grupo de arqueólogos e historiadores locales logró el permiso para desaguar la laguna de la antigua compañía minera.

El desaguado fue largo, complicado e involucró a cuanta agencia ambiental,

gubernamental o privada, existiera en Canadá. El proceso fue transmitido por la televisión a nivel nacional y generó mucha polémica: que si se iban a afectar los mantos acuíferos, que qué iba a pasar con el agua contaminada, que qué harían después con el lodo y los sedimentos, etc. La verdad es que los promotores de la iniciativa, aparte de arqueología e historia, tuvieron que aprender, de una manera inmisericorde, mucho de relaciones públicas. Pero todo ese calvario mediático y burocrático rindió sus frutos: al final del cuarto día de desaguado llegaron al fondo. No había peces ni plantas acuáticas. Ni soñarlo. Todo estaba lleno, hasta donde la vista alcanzaba, de un lodo denso, a veces grisáseo y a veces herrumbroso, y hediondo. Tuvieron que esperar dos semanas a que se formara una costra media seca y delgada para que se pudieran iniciar los trabajos de excavación. Tomó todo el verano y medio otoño, pero para inicios de la primavera siguiente finalmente llegaron hasta los restos del pueblo sumergido. Debido a la ausencia


de oxígeno, muchas de las paredes y techos de las antiguas casas de madera estaban bien conservados. También encontraron algunas carretas abandonadas y alguno que otro bebedero para caballos. Una vez terminada la labor de excavar en los exteriores de las construcciones, con muchas espectativas e ilusiones, el grupo de investigadores empezó a excavar en el interior. Entonces algo les llamó la atención: la tierra que estaba en el interior de las casas y demás edificios no era el mismo lodo que por tantos años los cubrió. Y para ahondar el misterio, muchas construcciones tenían evidencias clarísimas de haber sufrido la acción del fuego. Pero eso era solo el comienzo de una larga lista de sopresas. Lo realmente mayúsculo quedó revelado cuando limpiaron el interior de las construcciones: en todas y cada una de ellas había esqueletos humanos de diferentes edades, desde bebés hasta adultos, y todos, absolutamente todos y sin excepción, tenían un disparo en la cabeza. Los análisis forenses demostraron que, en la mayoría de los individuos adultos, el disparo en la cabeza no era el único presente en los cuerpos y que probablemente era el tiro de gracia. Entonces todo se aclaró: no era cierto que los antiguos colonos fueron desalojados e indemnizados por la compañía minera, sino que fueron masacrados en un ataque sorpresa, rematados con un tiro a boca de jarro y enterrados en su propio pueblo, para luego caer en el olvido bajo el lodo de una laguna artificial. Cuando los medios se enteraron de los hallazgos, el escándalo fue tal, que hasta los descendientes de los dueños originales de la minera salieron a defenderse lo mejor que pudieron. Envalentonados por su éxito, los historiadores y arqueólogos prometieron reconstruir el pueblo y darle vida nuevamente como un lugar turistico, en homenaje a sus habitantes asesinados. Los cuarenta y ocho cuerpos rescatados fueron sepultados con gran pompa y boato en un cementerio creado ex profeso a un par de millas del asentamiento original. Cuando el trabajo de reconstrucción estuvo terminado, algunos de los miembros del equipo decidieron vivir allí con sus parejas e hijos. Las calles del pueblo bautizado como Hope (esperanza en inglés) se vieron llenas del bullicio de la gente, de las carretas y caballos, de los turistas, pero sobre todo de la risa de los niños. Lastimosamente este no fue el final feliz que todos querían. Cayó el telón de la rutina. Los días eran ajetreados y las noches estrelladas. Cosas extrañas empezaron en el peor lugar posible: los sueños de los niños. Si bien no es extraño que un niño tenga amigos imaginarios, lo perturbador era que todos los niños de Hope tenían los mismos amigos: John, Anna, Claire... Al principio ningún adulto prestó atención y supusieron que era algún tipo de juego colectivo. Los niños decía que sus nuevos amigos vivían en sus sueños y que les contaban cosas. "¿Qué cosas?", preguntaban los padres. "Anna quiere jugar todo el día conmigo", "John habla mucho", "Claire está triste porque su papá no la deja ser mi amiga". "¿Por qué no le permite ser tu amiga, cariño?". "Porque unas personas malvadas y tontas los echaron de su pueblo y los llevaron a un lugar que no les


gusta". Con el tiempo, lo que empezó como unos inocentes amiguitos imaginarios fue tomando un cariz más tenebroso. Los niños empezaron a tener pesadillas y algunos aseguraban que los padres de sus amigos los visitaban por las noches para molestarlos y decirles cosas feas. "¿Qué dice la mamá de John?". "Que no nos quieren aquí", "La abuela de Anna nos odia","Papi, ¿qué signfica usurpadores?". Una noche, todos los niños despertaron en medio de unos alaridos terribles. Les costaba respirar y su sudor era gélido. Los adultos, ahora sí preocupados, pudieron calmarlos con un gran esfuerzo y paciencia. Con sus mejillitas húmedas por las lágrimas y con los ojitos hinchados, los pobres inocentes dijeron estas terribles palabras: nos quieren muertos a todos. Hope se quedó sin sus habitantes, más por la insistencia de los psicopedgogos que por el temor a las advertencias del más allá. Todavía quedaba el negocio turístico y fue necesario contratar guardias nocturos. De todas maneras, un par de voluntarios pernoctaban en el lugar una que otra noche a la semana para apoyar a los vigilantes. Y los vigilantes de verdad ocupaban apoyo porque la vida nocturna de Hope nunca había estado más movida. El incidente con los niños se había filtrado al mundo exterior, lo que provocó la migración de una variopinta colección de mediums, parapsicólogos tecnificados, ufólogos antireptilianos, francos morbosos, miembros de fraternidades universitarias, facilitadores del camino hacia la luz, historiadores heterodoxos, etc., etc., etc. Lejos de ese circo inverosímil, el drama de horror que acosaba a los exrenovadores de Hope no terminó con su salida del pueblo, porque los "amigos" invisibles de los niños y sus "padres" los siguieron hasta sus nuevos hogares. El acoso fue tan persistente y tan salvaje que dos de los arqueólogos no hallaron más salida que el suicido. Uno de ellos, Gerarld, dejó una nota muy extraña, ya que era una página entera que repetía, casi en garabatos, la siguiente frase: "Déjennos como estábamos". Llegados a este colmo, el resto del equipo original y algunos voluntarios desenterraron secretamente las osamentas del cementerio nuevo y las volvieron a inhumar en el lugar donde las encontraron originalmente. Eso les llevó un par de noches. Nadie más se enteró del cambio. Finalmente, rompieron cualquier vínculo con Hope y lo dejaron a su suerte. El pueblo quedó abandonado y en paz.


La horrorosa realidad de los tamagochis Hará cosa de unos años, allá por 1996, que una compañía juguetera japonesa llamada Bandai lanzó al mercado el invento de Aki Maita: el famoso tamagochi. Todos recordarán que un tamagochi es un juego electrónico cuyo objetivo es criar una mascota virtual que simulaba las necesidades de una mascota real, como un perro o un gato. Mediante el uso de una serie de tres pequeños botones, el jugador alimentaba al personaje electrónico si este, al sonido de un pitillo incorporado en el aparato con forma de huevo, indicaba que tenía hambre; el programa del juego también incorporaba el caso de que la mascota se enfermaba o que había que limpiarla de sus deposiciones. Para que la mascota creciera bien y fuera sana y fuerte, el dueño del tamagochi debía ser un amo dedicado y responsable, de lo contrario el personaje en el aparatito moría de hambre y enfermedad. Si bien la mayoría de los niños dueños de los tamagochis (y uno que otro adulto también) eran amos así, algunos otros niños (y uno que otro adulto también), por el contrario, daban muestras de un muy refinado sadismo virtual dejando que la mascota muriera, intencionalmente, de enfermedad o hambre. El que un niño haga semejante acto de crueldad con un personaje ficticio no deja de ser preocupante. Pero incluso ese sadismo infantil palidece, y por mucho, ante un acto de sadismo real perpetrado por un adulto al cual no hay otra forma de calificarlo sino como un desquiciado y barbárico sicópata. Me explico. En un pueblo recóndido y pintoresco de Noruega llamado Torhaug, vivía un individuo conocido como Anton Solberg. Anton era una persona tranquila, ayudaba a los vecinos y bebía moderadamente; en la comunidad era conocido por su afición a los artificios electrónicos y cuando una persona necesitaba reparar algún electrodoméstico, Anton era el indicado. Y debido a que trabajaba como enfermero en un hospital infantil cerca de la capital, este individuo no pasaba mucho tiempo en su casa. De un pronto a otro, Solberg empezó a acercarse a los niños del pueblo para regalarles tamagochis. Esto lo hacía, explicaba a los padres, porque un amigo había fracasado en un intento por venderlos al menudeo. Como no podía tener ganancias con ellos, su amigo se los dio para que hiciera con ellos lo que mejor le pareciera. Los padres se contentaron con esa explicación y permitieron que los niños conservaran el juguete. En total, Anton regaló 20 aparatitos. Debido a este acto generoso, los niños adquirieron cierta familiaridad con Anton y este frecuentemente les preguntaba cómo iba la crianza de la mascota virtual. Según el testimonio de los niños, Anton los animaba a que no fueran tan buenos amos para que probaran las posibilidades técnicas de los juguetes y algunos niños tomaron esta sugerencia muy en serio, hasta el punto de que sus padres tuvieron que llamarles la atención. Pero fuera de esos incidentes menores, las cosas transcurrian normalmente en la comunidad y Anton seguía


siendo el mismo de siempre. Pero eso iba a cambiar muy pronto. Una noche, y para asombro del pueblo, un grupo de policías, incluyendo un grupo de SWAT, rodeó la casa de Solberg, allanó la vivienda y sacó al dueño esposado. Los infaltables periodistas de los noticieros y periódicos de sucesos también se hicieron presentes y, de un pronto a otro, empezaron a preguntarles a los vecinos cosas sobre la vida de Anton. Y para más espanto, la policía decomisó todos los tamagochis obsequiados por el individuo en cuestión. Esto, por su puesto, provocó las protestas de los niños y la consternación de los padres. Pero ese circo era solo el principio del horror. Poco a poco, conforme los noticieros daban los terribles detalles, los consternados habitantes de Torhaug ataban los cabos de una historia acerca de los tamagochis obsequidados a los niños por Anton.

El horror y el

asco fue tanto, que muchos de los niños tuvieron que recibir atención psicológica profesional para poder superar la infame experiencia. Para no alargar más el cuento, diré que Anton Solberg era cómplice y el autor intelectual de un grupo secreto que hacía experimentos para la compañía de equipos médicos R.H. Pharmaceuticals. El trabajo de este grupo secreto era crear chips electrónicos que se implantarían en el cerebro con el objetivo de estimular ciertas zonas del cerebro y corregir ciertos padecimientos como la parálisis cerebral. Lo retorcido de los experimentos consistía en que, en lugar de seguir los procedimentos de experimentación en humanos reconocidos por la ciencia médica, tomaban a niños con parálisis cerebral que fueron abandonados en diversos hospitales de la península escandinava, simulaban su muerte, los llevaban a unas instalaciones especialmente acondicionadas y les implantaban los chips experimentales. Esos chips estaban conectados inalámbricamente a los tamagochis que Anton obsequió a los niños de Torhaug, por lo que, como el lector habrá deducido, lo que los inocentes niños le hicieran a la mascota electrónica en el tamagochi, también se lo estarían haciendo a un niño real. Comparado con Anton Solberg, Joseph Mengele era un simple aficionado. La compañia R.H. Pharmaceuticals tenia muy buenos abogados y apenas y se salvó de las acciones civiles y penales que toda Noruega demandaba; pero de todas maneras tuvo que cesar operaciones en Europa. Anton Solberg y toda su camarilla de criminales psicópatas fueron condenados a veinte cadenas perpetuas cada uno. Y los adultos y niños de Torhaug, después de quemar la casa de Anton hasta los cimientos y de haber arrojado los cimientos al mar, no quieren hablar del dolorosísimo suceso.


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