ENRIQUE IV DE CASTILLA. (1425-1474)
El escritor Juan Eslava Galán, un maestro del relato histórico que fabula de cine, tiene entre sus muchos libros uno titulado En busca del unicornio, en el que dice que en el sepulcro de Enrique IV de Castilla se depositó junto al cuerpo del rey un trozo de un cuerno de unicornio. El argumento gira en torno a la supuesta y nunca demostrada impotencia de Enrique IV y a cómo el rey envío a África un escuadrón de ballesteros para que cazaran un unicornio con cuyo cuerno pretendía recuperar su masculinidad. En el libro, este escuadrón regresa cuando el rey ya ha muerto y no les queda otra que meter el cuerno en la tumba. Vale, pero no; esto forma parte de la trama, pero en la tumba de Enrique IV lo único que había era una momia hecha polvo que llevaba en la misma postura casi cinco siglos. Ni cuernos, ni nada que se le pareciera.
A Enrique IV no le enterraron con cuerno de unicornio alguno, primero, porque los unicornios no existen, y segundo, porque él murió seguro de que su hija Juana, la que debió reinar en Castilla, era suya y más que legítima. La revisión de la Historia parece demostrar que aquello de tachar al rey de impotente perdido y de señalar que su hija Juana no era suya fue una maniobra perfectamente orquestada para que Isabel la Católica se hiciera con el trono a base de participar en el desprestigio de su propio hermano.
¿Y cómo estar tan seguros de que en la tumba no había un cuerno? Porque hay que fiarse de Gregorio Marañón. Fue él quien participó directamente en la exhumación de Enrique IV cuando se localizó su sepulcro en 1946, escondido detrás del retablo del monasterio de Guadalupe (Cáceres).
Durante muchos años se estuvo buscando el féretro del rey, porque se suponía que debía de estar allí, en Guadalupe. El traslado estaba documentado, pero, como antes tenían esa manía de no apuntar dónde dejaban a los muertos, el rey no aparecía por ninguna parte. Y además se sabía que tenía que estar debajo de su madre, la reina María de Portugal. Cuando se especifica «debajo», entiéndase literalmente: con el ataúd de su madre en contacto y encima del suyo. Enrique IV no murió en su mejor momento político, y por eso, pobre, no le hicieron mucho caso. Falleció en diciembre de 1474 después de un intento de cabalgada a los montes de El Pardo. Ya estaba muy perjudicado, así que sin terminar aquel paseo a caballo, volvió a su casa de Madrid, se echó en la cama y se acabó. No hubo ceremonia, ni cortejos fúnebres, ni nobles agradecidos que acarrearan con su señor... ni siquiera una mínima preparación del cuerpo para que aguantara tiempo de buen ver. Lo enterraron provisionalmente en el camino de El Pardo, en el convento de San Jerónimo del Paso, pero su deseo era que lo sepultaran junto a su madre, la que nunca le falló, en Guadalupe. Y quiso estar tan cerca de ella que pidió que su féretro quedara colocado justo debajo y en contacto suyo.
El traslado se hizo, pero ni se documentó la fecha, ni cómo ni en qué condiciones. Hay noticias del traslado a Guadalupe en 1618; es decir, ciento cuarenta y cuatro años después de la muerte del rey y aprovechando una remodelación del monasterio. A los lados de la capilla mayor, en alto, se colocaron las estatuas orantes de la reina María y de su hijo Enrique IV a modo de sepulcros, y la lógica decía que allí debían estar los restos. Pero de haberse hecho así no se habría cumplido el deseo del rey de estar sujetando con su ataúd el ataúd de su madre. Sea como fuere, el caso es que pasó el tiempo... mucho tiempo, más de tres siglos, y no había criatura capaz de encontrar a los reales muertos. Pero, caramba, si allí habían sido enterrados, en algún sitio tendrían que estar... Pero no hubo forma.
Un día de 1946 hubo que arreglar algo detrás del retablo del altar, para lo cual descolgaron a un zagal con unas cuerdas. Y fue entonces cuando se oyó la voz del mozo diciendo algo así como: «¡¡Ehhhh!! ¡¡Que aquí hay dos muertos... uno encima del otro!!». ¡Ya está! ¿a que van a ser los que llevamos buscando cinco siglos?... El hallazgo se comunicó a la Real Academia de la Historia, y uno de los designados para el reconocimiento de restos fue Gregorio Marañón. Es decir, que los datos que siguen a continuación se conocen gracias a que él sí que lo apuntó todo y luego lo trasladó a su obra Ensayo biológico sobre Enrique IV de Castilla y su tiempo. El esqueleto de la reina medía 120 centímetros, y no porque fuera así de bajita, sino porque le faltaban huesos de rodilla para abajo. Al parecer, a la mujer la trasladaron a esta segunda caja tiempo después de la muerte, y dado que no acertaron con las medidas del ataúd, hicieron que entrara por las bravas. El rey estaba más entero, momificado, «apergaminado», tal como reflejó Marañón, pero vestido de forma muy desastrada, porque lo enterraron con la misma ropa con la que murió, sin amortajar. Al menos se libró de que le cortaran nada.
¿Por qué no empezamos buscando información de los escritores Nieves Concostrina y Juan Eslava Galán? ¿Quién era Enrique IV? ¿Y esa Juana que nombra el texto? ¿Qué problema existió entre ellos e Isabel la católica? Investiga lo que ocurrió en Castilla a la muerte de Enrique IV
El rico heredero Carlos, nieto de los Reyes Católicos, tendría que haber adornado su nombre, además de con los cien mil títulos que ostentaba, con un apodo: «el Indeciso». No ha habido monarca con más dudas sobre su enterramiento que Carlos V. La última vez que mudó su idea fue catorce días antes de morir. Y afortunadamente se despidió un 21 de septiembre de 1558, porque de no haber sido así, no existiría el monasterio de El Escorial. Al parecer, el primer deseo del emperador fue ser enterrado en Innsbruck, Austria, porque allí es donde estaba sepultado su abuelito paterno, Maximiliano, quien casi merece historia aparte porque viajó durante los últimos años de su vida con el ataúd en el que quería ser enterrado y al que llamaba «mi tesoro». Sin embargo, Carlos cambió de idea. Mejor en Dijon, en el corazón de la Borgoña. Claro que también se pensó mejor lo de Dijon y decidió que Granada estaría bien, cerquita de sus padres, Juana la Loca y Felipe el Hermoso, y de sus abuelos, los Reyes Católicos. Cerquita, pero no con ellos, porque Carlos V pretendió en un principio ser enterrado en un espacio diferenciado del de sus padres y abuelos. Su argumento estaba en que él, el gran Carlos I de España y V de Alemania, era, además de rey, emperador, y quería dejarlo claro. Nada de estar mezclado con reyes castellanos y aragoneses.
El caso es que tampoco Granada fue la decisión definitiva del rey. Como se retiró al monasterio de Yuste, en Cáceres, para sufrir sus numerosas enfermedades, decidió que allí quería ser sepultado, justo debajo del altar mayor y no de cualquier manera. Dejó dicho que la mitad de su cuerpo, desde los pies hasta el pecho, estuviera debajo del altar; y la otra mitad, del pecho a la cabeza, fuera de él. Pero ni siquiera Yuste fue el lugar definitivo, porque en el testamento que cambió dos semanas antes de morir acabó dejando en manos de su hijo Felipe II su sepultura definitiva. Eso sí, con unas claves fundamentales: tenía que ser nueva, enorme y espectacular. Helo ahí: el monasterio de San Lorenzo de El Escorial.
La momia de Carlos I de España y V de Alemania (porque el emperador no está en los huesos, está momificado) ha salido varias veces de su tumba. Una, cuando lo trasladaron desde Yuste a El Escorial. Otra, cuando su hijo Felipe II quiso ver cómo estaba amortajado para quedar él exactamente igual. Otra en el siglo XVII, cuando un fraile cotilla avisó a Felipe IV de que el emperador continuaba con buen cutis, y el rey organizó una especie de peregrinación para que la corte y unos cuantos embajadores contemplaran momia tan maja. Una más en 1868, durante la revolución en la que fue destronada Isabel II. Otra ocasión se dio en 1872, momento que se aprovechó para hacer el único retrato oficial que existe de la momia. La última fue en 1936, durante los asaltos republicanos a edificios religiosos. A algún miliciano le debió de hacer gracia profanar la tumba del rey-emperador y se hizo una foto abrazado a la momia. Esta imagen salió publicada en un periódico francés, y este periódico lo vio, siendo un adolescente, el ahora médico Julián de Zulueta.
La imagen quedó en la retina del joven Zulueta, y cuando se convirtió en especialista en medicina tropical pidió permiso para estudiar la momia de Carlos V y saber si, como él sospechaba, además de la gota, la malaria había sido otro de los males del emperador. La Casa Real negó los permisos porque consideraron que ya había tenido bastante ajetreo. Según relató Zulueta al diario La Voz de Asturias, la respuesta del rey Juan Carlos I fue amable pero contundente: prefería que se dejaran tranquilos los restos de su «augusto antepasado». No sé... Colega de profesión de Juan Carlos I sí fue Carlos V, pero no ascendente. Sea como fuere, ahí quedó la cosa hasta que tiempo después se descubrió, casi por casualidad, que en una sacristía del monasterio de El Escorial existe una urna que guarda parte de un meñique, una pequeña falange del emperador Carlos V. Al parecer le cortaron el dedo en 1868, en la tercera de sus exhumaciones. Esta vez la Casa Real sí dio permiso para estudiarlo. El médico Zulueta entró en contacto con investigadores catalanes para realizar un estudio a fondo del meñique. Resultado: efectivamente, el emperador Carlos V debió de pasarlo fatal, porque la falange ha contado que sufrió unos terribles ataques de gota y una artritis severa a más no poder. Y no ha terminado de hablar, porque los investigadores biomédicos del hospital August Pi i Sunyer siguen a vueltas con el dedo para saber si, además, el Habsburgo padeció malaria, diabetes y asma.
EXPRESIÓN ORAL
Pregunta al compañero que tienes al lado: ¿Qué dinastía entra a reinar en España con el rey Carlos V? ¿Por qué en el texto lo llaman emperador? Nombra 5 territorios en los que gobernó este rey ¿Por qué crees que se planteó ser enterrado en Borgoña? ¿Y en Yuste? ¿Por qué la escritora dice en el texto de Carlos V que “era colega del rey Juan Carlos I pero no ascendiente”?
D. JUAN DE AUSTRIA (1545-1578)
Quién no conoce a don Juan de Austria, uno de los bastardos más famosos de la monarquía española, hijo extramatrimonial del emperador Carlos V y hermano de Felipe II. Bastardos reales ha habido muchos, pero casi ninguno cuenta con el honor de haber visto reconocidos sus antecedentes reales, pero Juan de Austria tuvo suerte, y precisamente por ello sufrió un periplo póstumo que, si lo llega a saber, lo mismo hubiera preferido renunciar a su padre. Siempre se ha dicho que su muerte no estuvo clara, porque falleció con poco más de 30 años y en el punto de mira de Felipe II. Pero parece que esto es sólo sospechar por sospechar. Murió de un tifus como una catedral, y al ocurrir en Flandes hubo que trasladarlo a España. Eso sí, troceado. Don Juan de Austria murió el 1 de octubre de 1578 en Namur, ahora Bélgica y entonces Flandes. Cumpliendo con el arte del bien morir, dejó todo atado: pidió en testamento que, como hijo reconocido del emperador, lo enterraran junto a su padre. Felipe II tomó nota y dijo, vale, pero sin prisas. Había que organizar muy bien el viaje, y para no tener mientras el muerto al retortero, se preparó el primer entierro allí mismo, en la catedral de Namur.
Previamente se realizó la autopsia, y el doctor Ramírez, uno de los tres médicos que hizo la disección, reflejó en su informe que «nos encontramos con el cuerpo color negro y verde, con manchas azules en pies y brazos». Lo que se llama una muerte policromada. El cerebro estaba seco, y el corazón, arrugado y marchito como un paño mojado, respetando siempre los términos del doctor Ramírez. Ese corazón encogido es el que aún hoy se guarda en la catedral de Namur. Don Juan de Austria fue embalsamado antes de recibir sepultura en la catedral, aunque no se entiende por qué se tomaron tantas molestias, dado que cinco meses después, cuando se le exhumó para trasladarlo a España, se decidió que, para que el viaje fuera disimulado, es decir, para que no se notara que llevaban a un muerto ilustre, el cuerpo fuera troceado en tres partes. Tronco, cabeza y brazos viajaron en un saco. Las piernas hasta las rodillas, en otro. Y de las rodillas para arriba, en otro.
Y así, en este plan y por partes, don Juan de Austria, el héroe de Lepanto, llegó a París, continuó luego a Nantes, allí embarcó hacia Santander y luego siguió caminito de El Escorial, no sin antes realizar una parada en la abadía de Santa María de Párraces, cerca de Segovia, porque había que recomponerlo. El rumor de que a don Juan de Austria lo habían troceado en Flandes era un secreto a voces, así que para acallar los cotilleos volvieron a encajar cada cosa en su sitio para que llegara a El Escorial como debe de llegar un muerto decente, con los pies por delante y dentro de un féretro. Cuentan algunas fuentes que lo cosieron con hilo de oro, pero esto no está contrastado, como tampoco lo está esa leyenda que dice que el duque de Feria forzó el sepulcro a escondidas para colocar en el dedo del muerto un anillo de boda. Así se lo había encargado Blanca de Vargas, su hermana, porque don Juan le prometió matrimonio y se murió sin cumplir. Lo único que le faltaba al bastardo real: troceado primero y luego casado a la fuerza.
INVESTIGAMOS Recoge
información acerca de la historia de D. Juan de Austria y explica por qué dice el texto que vio reconocidos sus antecedentes reales. Averigua qué hechos importantes protagonizó D. Juan de Austria Resuelve: ¿Por qué murió en Flandes? Amplía: Explica quiénes fueron Juan Escobedo y Antonio Pérez.
TEXTOS: CONCOSTRINA, N. (2009). Polvo eres. Madrid: La esfera de los libros. CONCOSTRINA, N. (2011). Polvo eres 2. Madrid: La esfera de los libros.