Biografía de Jesucristo el Hijo de Dios, Primera Parte: "El Año de la Buena Voluntad del Señor"

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BIOGRAFÍA DE JESUCRISTO EL HIJO DE DIOS

J.R. Morales

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Copyright © 2012 por José Rubén Morales. Todos los derechos reservados. Se prohíbe la reproducción total o parcial de esta obra sin la autorización expresa del autor por escrito, con excepción de citas breves para una crítica literaria en medios de comunicación. All rights reserved. This book or any portion thereof may not be reproduced or used in any manner whatsoever without the express written permission of the publisher except for the use of brief quotations in a book review or scholarly journal Primera impresión: junio 2015 Primera revisión: octubre 2015 Segunda revisión: marzo 2017 Tercera revisión: junio 2021 Registro Público del Derecho de Autor No. 03-2011-120812515400-01 ISBN: Pendiente. joserubenmorales@gmail.com

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Dedicado a mi Padre Celestial, a mi Señor y Salvador Jesucristo y al Espíritu Santo. A mi amada esposa. A todos mis hermanos en Cristo. A tí, que lo lees por vez primera. Deseo que transforme tu vida, como transformó la mía.

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ÍNDICE

EL PROPÓSITO DE ESTE LIBRO

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I.

PRÓLOGO: EL VERBO DE DIOS

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II. LOS PRIMEROS AÑOS DE JESÚS

NACIMIENTO DE JUAN EL BAUTISTA NACIMIENTO E INFANCIA DE JESÚS

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III. INICIO DEL MINISTERIO DE JESÚS

MINISTERIO DE JUAN EL BAUTISTA JESÚS Y SUS DISCÍPULOS I: PESCADORES DE HOMBRES MILAGROS Y SEÑALES I MINISTERIO DE JESÚS EN SAMARIA

36 44 51 57

IV. MINISTERIO DE JESÚS EN GALILEA

MILAGROS Y SEÑALES II JESÚS Y LOS FARISEOS I EL SERMÓN DEL MONTE MILAGROS Y SEÑALES III JESÚS Y SUS DISCÍPULOS II: MISIÓN DE LOS DOCE LAS PARÁBOLAS DE JESÚS I JESÚS, EL PAN DE VIDA JESÚS Y LOS FARISEOS II

62 71 77 87 95 112 117 127

V. MINISTERIO DE JESÚS EN FENICIA, TRACONITE Y DECÁPOLIS

MILAGROS Y SEÑALES IV LA TRANSFIGURACIÓN

132 140

VI. MINISTERIO DE JESÚS EN JUDEA

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JESÚS Y LOS FARISEOS III JESÚS Y SUS DISCÍPULOS III: MISIÓN DE LOS SETENTA

146 163


VII. MINISTERIO DE JESÚS EN PEREA

MILAGROS Y SEÑALES V JESÚS Y LOS FARISEOS IV LAS PARÁBOLAS DE JESÚS II

168 170 175

VIII. MINISTERIO DE JESÚS EN BETANIA Y EFRAÍN

MILAGROS Y SEÑALES VI

185

IX. EL ÚLTIMO VIAJE A JERUSALÉN

MILAGROS Y SEÑALES VII LA ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN JESÚS Y LOS FARISEOS V JESÚS EN EL MONTE DE LOS OLIVOS

191 196 200 216

X. LA PASIÓN DE CRISTO

LA ÚLTIMA PASCUA EL HALLEL LÁGRIMAS DE SANGRE: JESÚS EN GETSEMANÍ ARRESTO Y JUICIO DE JESÚS CRUCIFIXIÓN Y MUERTE DE JESÚS JESÚS EN EL SEOL

227 241 247 253 268 278

XI. LA RESURRECCIÓN

LA TUMBA VACÍA LA ASCENSIÓN AL CIELO

281 294

XII. EPÍLOGO

DERRAMAMIENTO DEL ESPÍRITU SANTO LA CONVERSIÓN DE PABLO LA REVELACIÓN DE JUAN

BIBLIOGRAFÍA

300 302 312 323

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EL PROPÓSITO DE ESTE LIBRO Este libro apunta directamente al centro de nuestra fe: el mensaje de Jesús. Es absolutamente necesario para todo cristiano conocer primero el fundamento que es Cristo, y a partir de ahí estudiar el resto de la Biblia, a la luz de ese conocimiento. La “Biografía de Jesucristo, el Hijo de Dios”, es una compilación y una armonía de todos los hechos y dichos de nuestro Señor Jesucristo contenidos en los Evangelios de los apóstoles Mateo, Marcos, Lucas y Juan, más el inicio del libro de los Hechos, con algunas citas de las cartas de los apóstoles Pablo, Pedro, Judas, del libro a los Hebreos y del Apocalipsis. Incorpora las citas de todas las profecías del Antiguo Testamento, del pentateuco y de los Salmos, cumplidas en diferentes momentos de la vida de Jesús, mencionando el autor de la profecía. Está escrita en idioma castellano moderno, pero preservando cuidadosamente el sentido de lo dicho por el Señor según lo narra la Biblia. La versión bíblica en que se basa este libro es la Reina–Valera. Para lograr un relato más fluido, este relato no se encuentra dividido en versículos, sino que tiene una redacción a texto seguido, con un estilo de novela. Los sucesos de la vida de Jesús relatados en la Biblia, están escritos principalmente por cuatro testigos diferentes. Dos de primera mano: Mateo y Juan, discípulos y apóstoles de Jesús que presenciaron los milagros y enseñanzas de Cristo. Y dos de segunda mano: Marcos, que según los expertos, pudo haber obtenido mucha de su información por relatos del apóstol Pedro. Y Lucas, ayudante del apóstol Pablo en sus viajes misioneros e investigador de diversos testimonios, muy probablemente incluyendo el de María la madre de Jesús, acerca de la vida del Señor. Por esta razón, cada Evangelio aporta detalles diferentes acerca de un mismo hecho. Algunos narran episodios que otros no, y en general ninguno de los Evangelios sigue un orden cronológico estricto en la narración. Un mismo hecho suele ser descrito con gran minuciosidad en un Evangelio, y en 9


otro ser completamente sintetizado. Un Evangelio puede ubicar un discurso de Jesús en un momento o lugar diferente de los otros Evangelios (lo más probable es que el Señor Jesucristo repitiera sus mensajes muchas veces en lugares diferentes para que la gente los escuchara y aprendiera). Esto representa todo un desafío para una compilación, pues para lograr mantener el dinamismo en la narración es necesario procurar repetir lo menos posible discursos o situaciones, así como también es muy difícil ubicar los sucesos en el tiempo, respetando siempre el orden de los Evangelios. Sin embargo, eruditos en las escrituras coinciden en ordenar cronológicamente los hechos de nuestro Señor en etapas más o menos definidas, las cuales se encuentran ubicadas en ese mismo orden en este relato. A pesar de todos estos inconvenientes, es altamente gratificante encontrar que un detalle narrado en un Evangelio aclara todo el contexto del pasaje de otro, de modo que tener el panorama completo de la historia del Salvador de la humanidad, ha sido una experiencia increíble para el compilador de esta biografía. Como Jesucristo nació como un judío hace poco más de dos mil años, existen en esta historia muchas palabras, costumbres, ritos, lugares y nombres que pueden resultar extraños para un lector que apenas está conociendo acerca de la vida del Señor. Este relato incorpora directamente las explicaciones pertinentes a sucesos o costumbres en la narración misma, además de las referencias hacia pasajes del Antiguo Testamento, de modo que le sea sencillo al lector enterarse de qué se tratan sin tener que pasar a ninguna otra página. Los comentarios explicativos están diferenciados de lo escrito en la Biblia por medio de guiones, paréntesis o en forma de párrafos completos. Algunos de los Evangelios presentan citas acerca de profecías del Tanaj (el Antiguo Testamento de la Biblia) sin decir específicamente el autor. En esta biografía sí se encuentra especificado el autor de cada profecía. También hay otras profecías que, de acuerdo a los expertos en las Escrituras, se cumplieron en diferentes momentos de la vida del Señor, que no se mencionan en los Evangelios y que sí están mencionadas en esta biografía.

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El hecho es que aquí se encuentra todo, ¡absolutamente todo lo que dijo e hizo nuestro señor Jesucristo, mencionado en la Biblia, en un solo y apasionante relato! No hay hecho o dicho de Jesús narrado en la Biblia que no se encuentre en esta biografía. Tampoco hay hecho o dicho de Jesús narrado en esta biografía que no se encuentre en la Biblia. La vida de Jesús es única. No hay otra historia de la vida de un ser humano que tenga una preexistencia y una post–existencia de su vida en la tierra. Esta biografía comienza con un prólogo que narra su preexistencia, y termina con un epílogo que cuenta sus apariciones después de su ascensión al cielo, y presenta una introducción a la Revelación de Cristo al apóstol Juan acerca de su regreso en gloria y poder. Esta revelación, por ser tan profunda, importante y extensa, será desarrollada en la novela que servirá como continuación de esta Biografía: “El Día del Juicio de Dios”. Este libro no es un nuevo Evangelio, ni un sustituto del Nuevo Testamento. Es sencillamente la compilación y armonía de las cuatro principales biografías del Señor: los Evangelios, en una sola narración, de la manera más completa y fácil de entender posible. Ha sido realizado con “temor y temblor”, basado en comentarios, referencias y datos contenidos en diferentes Biblias de estudio de la Antigua Versión de Casiodoro de Reina, revisada por Cipriano de Valera, de distintas editoriales. Revisado extensamente, teniendo siempre en cuenta que lo más importante es que la Escritura no sea tergiversada. Por esta misma razón se aconseja leer la Biblia en conjunto con esta Biografía para comprobar si estas cosas son así. Lo que sí es esta biografía es una ayuda para el aprendizaje de quienes son nuevos en el conocimiento de Jesucristo, de una manera más fácil. Y también es un medio para que todos aquellos que no lo conocen y lleguen a leer este libro, puedan decir como aquel centurión, que al ver las cosas que habían ocurrido, dio gloria a Dios y dijo: “Verdaderamente este hombre era Hijo de Dios”.

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Como lo explicó también el apóstol Juan: “Jesús hizo además muchas otras señales y milagros en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Pero estas se han escrito para que todos crean que Jesús es el Mesías, el Hijo de Dios, y para que creyendo, tengan vida en su nombre”. Por esa misma razón existe esta compilación: para que todos los que la lean, crean en él y tengan vida eterna. En el inicio de su ministerio, nuestro Señor Jesucristo leyó el pasaje del profeta Isaías que dice: “El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para dar buenas noticias (el Evangelio) a los pobres. Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el Año de la Buena Voluntad del Señor.” Lo siguiente que menciona el pasaje de Isaías es: “Y el Día del Juicio del Dios nuestro”. Aquel día terrible del juicio de Dios aún no llega. Aún nos encontramos en el Año de la Buena Voluntad del Señor. Todavía existe la oportunidad de buscar su rostro y obtener el regalo más preciado de toda nuestra existencia: la Vida Eterna. Cuando llegue el Día del Juicio de Dios, ya no habrá oportunidad. Por eso es tan apremiante que la gente conozca y acepte a su Salvador, y obtenga, mediante su fe en él, la dádiva eterna.

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I. PRÓLOGO

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EL VERBO DE DIOS En el principio era el Verbo, el Verbo estaba con Dios y el Verbo era Dios. El Verbo, la Palabra Divina de Dios, estaba en el principio con Dios. Todas las cosas fueron hechas por medio de él, y sin él no fue hecho nada de lo que ha sido hecho. En él estaba la vida, y la vida era la luz de los hombres. La luz resplandece en las tinieblas, y las tinieblas no la dominaron. La luz verdadera que alumbra a todo hombre vino a este mundo. En el mundo estaba, y el mundo fue hecho por medio de él, pero el mundo no lo reconoció. A su pueblo vino, pero los suyos no lo recibieron. Pero a todos los que lo recibieron, a quienes creen en su nombre, les dio la autoridad de ser hijos de Dios. Ellos no nacieron de sangre, ni por voluntad de carne, ni por voluntad de ningún hombre, sino de Dios. El Verbo se hizo carne, y habitó entre nosotros lleno de gracia y de verdad, y vimos su gloria, gloria como del único Hijo del Padre. Todos recibimos de su plenitud, y recibimos gracia sobre gracia, porque la Ley fue entregada por medio de Moisés, pero la Gracia y la verdad vinieron por medio de Jesucristo. A Dios nadie lo ha visto jamás. Su único Hijo, que está a la derecha del Padre, él nos lo ha dado a conocer.

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Puesto que ya muchos han tratado de poner en orden la historia de las cosas que para nosotros han sido totalmente ciertas, tal como nos las enseñaron quienes desde el principio las vieron con sus ojos y fueron ministros de la palabra, me ha parecido también a mí, después de haber investigado con diligencia todas las cosas desde su origen, escribirlas por orden, para darte a conocer bien la verdad de las cosas que has aprendido. Este es el origen. Este es el principio: En el principio creó Dios los cielos y la tierra. Lo celestial y lo terrenal. Y lo hizo por medio de su Palabra. Dios habló y dijo: “Sea la luz”, y de la boca de Dios salió aquella manifestación creadora que dio la existencia a todo: su Divina Palabra. Y fue hecha la luz. Esa Palabra, el Verbo de Dios, que salió de él la primera vez para crear todo en el universo, salió de nuevo de la boca de Dios para hacerse carne, para nacer como un ser humano, habitar entre los hombres y mostrarles al Padre Celestial. Dios, después de haber hablado a su pueblo muchas veces y de muchas maneras, por medio de los profetas en tiempos antiguos, finalmente nos habló por medio de su Hijo, el Verbo de Dios, a quien hizo heredero de todo y por quien hizo el universo. Este Hijo es el resplandor de la gloria de Dios, la imagen misma de su esencia y el sustento de todas las cosas con la Palabra de su poder. Es la imagen del Dios invisible, el principio de toda creación, porque mediante él (la Palabra de Dios) fueron creadas todas las cosas, las que hay en los cielos y las que hay en la tierra, visibles e invisibles. Ya sean tronos, dominios, principados o potestades, todo fue creado por medio de él y para él. Y él es antes que todas las cosas, y todas las cosas subsisten en él. El Verbo, teniendo la forma, la característica gloriosa de Dios, no estimó su deidad como algo a qué aferrarse, sino que se despojó de sí mismo, tomó la forma de siervo y se hizo semejante a los hombres. Fue hecho un poco menor que los ángeles y vino al mundo como uno más de nosotros, porque debía ser en todo semejante a sus hermanos para poder convertirse en misericordioso y fiel Sumo Sacerdote en lo que a Dios se refiere, para expiar los pecados del pueblo. Como juró Dios en el Salmo 110:

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“Juró Dios y no se arrepentirá: Tú eres sacerdote para siempre, según el orden de Melquisedec”. Y aún más: hallándose en la condición de hombre, se humilló a sí mismo, haciéndose obediente hasta la muerte. Así como los hombres fueron hechos de carne y sangre, él también fue hecho de lo mismo para destruir por medio de la muerte al que tenía el imperio de la muerte, es decir al diablo, y librar a todos los que, por el temor de la muerte, estaban durante toda la vida sujetos a servidumbre. Él mismo padeció tentación en todo, por lo cual es poderoso para socorrer a los que son tentados. Él limpió nuestros pecados por medio de su propio sacrificio en la cruz. Venció a la muerte y resucitó al tercer día. Él es el primogénito de entre los muertos, para que en todo tenga la preeminencia, porque al Padre le agradó que en él habitara toda la plenitud, y por medio de él reconciliar con Dios todas las cosas, tanto las que están en la tierra como las que están en los cielos, haciendo la paz mediante la sangre de su cruz. Por eso Dios también lo exaltó sobre todas las cosas, y al ascender al cielo le hizo sentar a la derecha de la Majestad de Dios en las alturas. Fue declarado superior a los ángeles y heredó un nombre más excelente que todos ellos. Un nombre que es sobre todo nombre, para que ante el nombre de Jesús se arrodillen todos los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre. Como lo dijo el salmista en el Salmo 8: “¿Qué es el hombre para que tengas de él memoria, y el Hijo del Hombre para que lo visites? Lo has hecho poco menor que los ángeles y lo coronaste de gloria y de honra. Lo hiciste señorear sobre las obras de tus manos, todo lo pusiste debajo de sus pies”. Esta es su historia. 16


II. LOS PRIMEROS AÑOS DE JESÚS

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NACIMIENTO DE JUAN EL BAUTISTA Principio del evangelio de Jesucristo, el Hijo de Dios: hace un poco más de dos mil años, la nación de Israel se encontraba invadida por el Imperio romano. El emperador Augusto César había designado un gobernador para aquella tierra, al cual estaban sujetos los reyes de Israel. Durante cuatrocientos años no se había levantado ningún profeta, y parecía que Dios había decidido guardar silencio. El pueblo, cansado de la tiranía romana, esperaba al Mesías, al Ungido de Dios que vendría a salvar a Israel, como lo habían profetizado los siervos de Dios en las Escrituras. En el reinado de Herodes el Grande, rey de Judea, existió un sacerdote llamado Zacarías, de la clase sacerdotal de Abías. Su mujer era descendiente del patriarca Aarón y se llamaba Elisabeth. Ambos eran personas justas en su proceder de acuerdo con la Ley de Dios y cumplían todos los mandamientos y leyes del Señor. Pero no tenían hijos, porque Elisabeth era estéril. Ambos eran ya de edad avanzada. Mientras Zacarías ejercía el sacerdocio del Templo de Dios, según el orden de su clase sacerdotal le tocó entrar en el santuario para ofrecer incienso, conforme a la costumbre del sacerdocio. Toda la multitud del pueblo estaba afuera orando a la hora del incienso. En ese momento se le apareció de pie un ángel enviado por Dios a la derecha del altar del incienso. Al verlo, Zacarías se sorprendió y se llenó de temor. Pero el ángel le dijo: –Zacarías, no temas, porque Dios oyó tu oración y tu mujer Elisabeth dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Juan. Te llenará de alegría y muchos se alegrarán por su nacimiento, porque será un gran hombre de Dios. No beberá vino ni sidra, y el Espíritu de Dios habitará en él aún desde el vientre de su madre. Él hará que muchos de los descendientes de Israel se reconcilien con su Dios, e irá delante del Señor con el espíritu y el poder de Elías, para reconciliar los corazones de los padres con sus hijos, y a los rebeldes les devolverá la prudencia de los justos, para preparar al Señor un pueblo bien dispuesto.

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Esto ocurrió para que se cumpliera lo escrito por el profeta Malaquías en las Sagradas Escrituras: “He aquí yo envío al profeta Elías, antes que venga el día grande y terrible de Dios. Él hará volver el corazón de los padres hacia los hijos, y el corazón de los hijos hacia los padres. No sea que yo venga y hiera la tierra con maldición”. Zacarías le preguntó al ángel: –¿Con qué señal milagrosa sabré que ocurrirá esto? Porque ya soy viejo y mi mujer es de edad avanzada. El ángel le respondió: –Yo soy Gabriel, el que habita ante la presencia de Dios, y he sido enviado para hablarte y darte estas buenas noticias. Ahora, por no haber creído a mis palabras, las cuales se cumplirán a su debido tiempo, quedarás mudo y no podrás hablar hasta el día en que suceda lo que te dije. Mientras tanto, afuera el pueblo estaba esperando a Zacarías y se extrañaba de su demora en el santuario. Cuando salió, no les podía hablar. Entonces comprendieron que había tenido una visión en el santuario. Él les hablaba por señas pues estaba mudo. Al terminar el período en que debía efectuar su labor sacerdotal, se fue a su casa. Tiempo después su mujer Elisabeth quedó embarazada y se recluyó en su hogar por cinco meses. Les decía a quienes la iban a ver: –Miren lo que Dios hizo conmigo cuando se dignó quitar el motivo de mi vergüenza pública (se refería a su infertilidad).

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Al sexto mes del embarazo de Elisabeth, el ángel Gabriel fue enviado por Dios a una ciudad de Galilea llamada Nazaret, a ver a una parienta de ella, una joven virgen llamada María que estaba comprometida en matrimonio con un hombre llamado José, descendiente del rey David. El ángel entró al lugar donde ella estaba y le dijo: –¡Saludos, mujer muy favorecida! Dios el Señor está contigo, bendita eres entre todas las mujeres. Pero ella, cuando lo vio, se espantó por esas palabras, y no sabía qué pensar acerca de ese extraño saludo. El ángel le dijo: –María, no temas porque Dios se agradó de ti. Quedarás embarazada y darás a luz un hijo, y llamarás su nombre Jesús. Él será un gran hombre y será llamado Hijo del Dios Altísimo. El Señor Dios le dará el trono de David su ancestro, reinará sobre Israel para siempre y su Reinado nunca terminará. María preguntó al ángel: –¿Cómo puede ser esto?, pues soy virgen. El ángel le dijo: –El Espíritu Santo entrará en ti y el poder del Dios Altísimo te cubrirá con su sombra, por lo cual también el Santo ser que va a nacer de ti será llamado Hijo de Dios. Y también tu parienta Elisabeth, la que era estéril, ha quedado embarazada en su vejez. Ella está en su sexto mes de embarazo, pues no hay nada imposible para Dios. María dijo al ángel: –Aquí está la sierva del Señor, que Dios haga conmigo conforme tú has dicho. Y el ángel se fue de ahí.

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Esto ocurrió para que se cumpliera lo escrito por el profeta Isaías: “Porque un niño nos ha nacido, un hijo nos ha sido entregado, y el principado está sobre sus hombros. Se llamará su nombre ‘Admirable consejero’, ‘Dios fuerte’, ‘Padre eterno’, ‘Príncipe de paz’. Lo vasto de su imperio y la paz que habrá no tendrán límite sobre el trono de David y sobre su reino, disponiéndolo y confirmándolo en juicio y en justicia desde ahora y para siempre”. Unos días después, María se levantó y se fue de prisa a una ciudad en la región montañosa de Judea, a visitar a su parienta. Llegó a casa de Zacarías y saludó a Elisabeth. Y cuando oyó el saludo de María, el bebé de Elisabeth saltó en su vientre y ella, llena del Espíritu de Dios, gritó: –¡Bendita tú entre todas las mujeres y bendito el fruto de tu vientre! ¡Qué privilegio para mí, que la madre de mi Señor venga a visitarme! ¿Qué hice para que se me conceda esto? Cuando llegó la voz de tu saludo a mis oídos, mi criatura saltó de alegría en mi vientre. Qué afortunada es la que le creyó al Señor, porque se le cumplirá lo que fue dicho de parte de Él. María dijo esta oración: “Exalta mi alma al Señor y mi espíritu se alegra en Dios mi Salvador, porque ha mirado la bajeza de su sierva, pues desde ahora me dirán bienaventurada todas las generaciones, porque me ha hecho grandes cosas el Dios Poderoso. ¡Santo es su nombre, y su misericordia permanece por generaciones a los que le reverencian!

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Hizo proezas con su brazo, dispersó a los soberbios en el pensamiento de sus corazones. Quitó a los poderosos de sus tronos y exaltó a los humildes. A los hambrientos llenó de bondades y a los ricos los envió sin nada. Socorrió a su siervo el pueblo de Israel, acordándose de su promesa de misericordia que había prometido a nuestros antepasados, hacia Abraham y sus descendientes para siempre”. María se quedó con Elisabeth unos tres meses, hasta que Elisabeth parió. Llegado el tiempo en que Elisabeth debía dar a luz, tuvo a su hijo. Al oír los vecinos y los parientes que Dios había tenido tanta misericordia de ella, se llenaron de alegría. Al octavo día de su nacimiento, vinieron para circuncidar al niño conforme a la Ley de Moisés, y lo llamaban Zacarías como su padre. Pero su mamá dijo: –¡No! Se llamará Juan. Le dijeron: –¿Por qué? No hay nadie en tu familia que se llame con ese nombre. Le preguntaron por señas a su padre cómo lo quería llamar. Zacarías, pidiendo una tablilla, escribió: “Su nombre es Juan”. Y todos se asombraron. En ese momento pudo hablar y comenzó a bendecir a Dios. Todos sus vecinos se llenaron de temor y divulgaron todas estas cosas por todas las montañas de Judea. Los que las oían quedaban muy interesados y pensaban: ¿Quién será este niño? Y Dios estaba con él.

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Zacarías su padre, lleno del Espíritu de Dios, profetizó: “Bendito el Señor Dios de Israel, que ha visitado y redimido a su pueblo, y nos levantó un poderoso Salvador de la familia de David, su siervo, como lo había anunciado por medio de sus santos profetas desde el principio, que nos salvaría de nuestros enemigos y de todos los que nos odiaron, teniendo misericordia de nuestros antepasados y cumpliendo su santo pacto, y el juramento que hizo a Abraham, nuestro patriarca, que nos concedería poder servirle sin temor, libres de nuestros enemigos, en santidad y en justicia delante de él todos los días de nuestras vidas. Y tú, niño, serás llamado ‘profeta del Dios Altísimo’, porque irás delante del Señor para preparar su camino, para dar a conocer la salvación a su pueblo, para perdón de sus pecados, por la gran misericordia de nuestro Dios, con la que llegó a nosotros la aurora desde lo alto, para alumbrar a los que habitan en tinieblas y en sombra de muerte, para encaminar nuestros pies por el camino de la paz”. El niño Juan creció y se fortaleció espiritualmente, y habitó en lugares desiertos hasta el día en que se presentó al pueblo de Israel.

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NACIMIENTO E INFANCIA DE JESÚS El nacimiento de Jesucristo fue así: después del nacimiento de Juan, María regresó a su casa. Mientras tanto José, el prometido de María, al enterase de que su prometida estaba embarazada antes de que vivieran juntos, como era un hombre recto y justo y no quería acusarla públicamente, pensaba abandonar su compromiso en secreto. Meditando él en esto, antes de que pudiera hacerlo, un ángel del Señor se le apareció en sueños y le dijo: –José, hijo de David, no tengas miedo de recibir a María por esposa, porque el niño que se está gestando en ella es del Espíritu Santo. Ella dará a luz un hijo y le pondrás por nombre YESHÚA (que significa “salvación” en hebreo, y se traduce como “Jesús”), porque él salvará a su pueblo de sus pecados. Todo esto ocurrió para que se cumpliera lo que dijo Dios por medio del profeta Isaías: “Por tanto, el Señor mismo os dará señal: la virgen concebirá y dará a luz un hijo, y le pondrás por nombre Emanuel (que significa: Dios con nosotros)”. Cuando despertó José del sueño, hizo lo que el ángel de Dios le había ordenado y recibió a María por esposa. Pero no tuvo intimidad conyugal con ella hasta que ella dio a luz a su hijo primogénito. En ese tiempo se promulgó un decreto de parte del primer emperador romano Augusto César, cuyo Imperio había invadido la nación de Israel, que todo el mundo fuera empadronado. Este primer censo se hizo siendo Cirenio gobernador de Siria (muchas veces en los Evangelios se nombraban hechos o personajes históricos importantes para que el lector ubicara de qué época se trataba). Todos debían ir cada uno a su ciudad para ser empadronados. José también viajó desde la región de Galilea, de la ciudad de Nazaret, a la región de Judea, a la ciudad de David que se llama Belén, pues él era descendiente de la familia del rey David, para ser empadronado con María su mujer, que estaba embarazada. 24


Estando ellos allí, se cumplieron los días en que debía dar a luz y nació su hijo primogénito. Ella lo envolvió en pañales y lo acostó en un pesebre (donde se guardaba al ganado), porque no había lugar para ellos en el mesón. Había en esa región pastores que velaban en la noche cuidando su rebaño. Un ángel de Dios se les presentó y la gloria del Señor los rodeó de resplandor. Los pastores se llenaron de temor, pero el ángel les dijo: –No tengan miedo, porque vengo a darles noticias de gran alegría para todo el pueblo de Israel: que ha nacido hoy en Belén, la ciudad de David, un Salvador que es Cristo el Señor. Esto les servirá de señal: hallarán al niño envuelto en pañales, acostado en un pesebre. De pronto apareció junto con el ángel una multitud de ejércitos celestiales, que alababan a Dios y decían: –¡Gloria a Dios en las alturas y en la tierra paz, buena voluntad para los hombres! Los ángeles volvieron al cielo, y los pastores se dijeron unos a otros: –Vamos a Belén, a ver esto que ha sucedido y que el Señor nos ha anunciado. Llegaron de prisa y hallaron a José con su esposa María, y al niño acostado en el pesebre. Al verlo, les dijeron lo que el ángel les había dicho acerca del niño. Todos los que los oyeron, se maravillaron de lo que los pastores les decían. Pero María guardaba todas estas cosas para sí misma, meditándolas en su corazón. Luego los pastores regresaron a su lugar glorificando y alabando a Dios por todas las cosas que habían visto y escuchado, que eran tal como se les había dicho. Cumplidos los ocho días de nacido, circuncidaron al niño según la Ley de Moisés y le pusieron por nombre JESÚS (se dice Yeshúa en hebreo y significa: “Dios es Salvación”), nombre que le había sido puesto por el ángel antes de que fuera concebido. Y cuando se cumplieron los días de la purificación de 25


José y María conforme a la Ley de Moisés (debían ser cuarenta días después de dar a luz), lo trajeron a Jerusalén para presentarlo a Dios, como está escrito en la Ley del Señor: “Todo varón que nazca en Israel será llamado santo para Dios”. y para ofrecer la ofrenda que indica en la Torá, la Ley del Moisés: un par de tórtolas o dos palominos. Vivía en Jerusalén un hombre llamado Simeón. Este hombre justo y piadoso, esperaba la consolación prometida al pueblo de Israel. El Espíritu de Dios siempre estaba en él, y le había revelado que no moriría sin ver antes al Cristo (al Mesías, al Ungido de Dios). Y cuando los padres del niño Jesús lo llevaron para cumplir el rito que establecía la Ley, Simeón fue al Templo de Jerusalén guiado por el Espíritu Santo, lo tomó en sus brazos y bendijo a Dios. Dijo: “Ahora Señor, despides a tu siervo en paz, conforme a tu promesa, porque han visto mis ojos tu salvación, la cual has preparado en presencia de todos los pueblos. Luz para revelación a los gentiles y gloria de tu pueblo Israel”. José y su madre estaban asombrados de todo lo que se decía del niño. Simeón los bendijo y dijo a su madre María: –Este niño ha sido puesto para caída y para levantamiento de muchos en Israel, y para ser una señal que será contradicha, que generará gran oposición (y una espada traspasará tu misma alma), para sacar a la luz los pensamientos de muchos corazones. Estaba también allí Ana, hija de Fanuel, de la familia de Aser, que era una profetisa de edad muy avanzada. Había vivido con su marido siete años desde que se casó, y era viuda hacía ochenta y cuatro años. No se apartaba del Templo de Jerusalén, sirviendo a Dios de noche y de día con ayunos y oraciones. Ella se presentó en aquel momento a conocer al niño, dio gracias 26


a Dios, y les habló del niño a todos los que esperaban ver la salvación en Jerusalén y en todo Israel. José y María regresaron con el niño Jesús a Belén de Judea. Tiempo después, llegaron a Jerusalén unos hombres sabios provenientes del oriente, preguntando: –¿Dónde está el rey de los judíos que ha nacido? Porque hemos visto su estrella en el oriente y venimos a adorarlo. Al enterarse de esto, el rey Herodes el Grande se alarmó, y también toda la ciudad de Jerusalén. Herodes era rey de Judea (en realidad de todo el pueblo de Israel). Aunque estaba sujeto al imperio romano, tenía en lo demás todas las facultades de un rey sobre aquella nación. Herodes convocó a todos los principales sacerdotes y escribas del pueblo y les preguntó dónde decían las profecías que nacería el Cristo, el Mesías. Ellos le respondieron: –En Belén de Judea, porque fue escrito por el profeta Miqueas: “Pero tú, Belén Efrata, tan pequeña entre las familias de Judea, de ti ha de salir el que será Señor en Israel, sus orígenes se remontan al inicio de los tiempos, a los días de la eternidad. Pero los dejará hasta el tiempo que dé a luz la que ha de dar a luz, y el resto de sus hermanos volverá junto a los hijos de Israel. Y él se levantará y los apacentará con el poder y la grandeza del nombre del Señor, su Dios”. Herodes llamó en secreto a los sabios de oriente que habían llegado y averiguó la fecha exacta en que había aparecido la estrella. Y los envió a Belén, diciéndoles: –Vayan allá y averigüen muy bien acerca del niño, y cuando lo encuentren háganmelo saber, para que yo también vaya a adorarlo. 27


Ellos, habiendo oído al rey, se fueron. La estrella que habían visto en el oriente iba delante de ellos y se detuvo sobre el lugar donde estaba el niño. Al ver la estrella sobre aquella casa, se emocionaron mucho y se llenaron de alegría. Al entrar en la casa, vieron al niño con María su madre, se postraron y lo adoraron. Luego abrieron sus arcones y le ofrecieron regalos: oro, incienso y mirra. Esa noche los sabios fueron avisados en sueños que no regresaran con Herodes, y la mañana siguiente regresaron a su tierra por otro camino. Después que partieron ellos, un ángel de Dios se le apareció a José en sueños y le dijo: –Levántate, toma al niño y a su madre, y huye a Egipto. Permanece allá hasta que yo te diga, porque Herodes buscará al niño para matarlo. Él despertó esa noche, tomó al niño y a su madre, y se fueron en ese momento hacia Egipto. Estuvo allí hasta la muerte de Herodes, para que se cumpliera lo que dijo Dios por medio del profeta Oseas, cuando dijo: “De Egipto llamé a mi Hijo”. Herodes, al verse burlado por los sabios, se enojó muchísimo y mandó matar a todos los niños menores de dos años que había en Belén y en todos sus alrededores, calculando el tiempo que le habían indicado los sabios. Así se cumplió lo escrito por el profeta Jeremías, cuando dijo: “Voz fue oída en Ramá, grande lamentación, lloro y gemido, Es Raquel que llora a sus hijos y no quiso ser consolada, porque murieron”. A la muerte de Herodes el Grande, su reinado se dividió entre sus hijos: Arquelao fue tetrarca de Judea, Idumea y Samaria. Herodes Antipa fue tetrarca de Galilea y Perea. Herodes Felipe II fue tetrarca de Iturea y la provincia de Traconite. Lisanias fue tetrarca de Abilinia.

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Después que murió Herodes el Grande, un ángel de Dios se le apareció en sueños a José en Egipto, y le dijo: –Levántate, toma al niño y a su madre y regresa a la tierra de Israel, porque han muerto los que procuraban la muerte del niño. José se levantó, tomó al niño y a su madre, y viajó a tierra de Israel. Pero cuando se enteró de que Arquelao reinaba en Judea en lugar de su padre Herodes, tuvo miedo de ir allá. Y avisado por revelación en sueños, se dirigió a la región de Galilea, a fin de establecerse en la ciudad que se llama Nazaret, para que se cumpliera lo que fue dicho en las escrituras, que habría de ser llamado nazareno. Después de haber cumplido con todo lo establecido en la Ley del Señor, llegaron a Galilea, a su ciudad de Nazaret. El niño Jesús creció, se fortaleció y se llenó de sabiduría, y la gracia de Dios estaba en él. Viviendo en Nazaret, los padres de Jesús iban todos los años a Jerusalén para la fiesta de la Pascua. Cuando Jesús cumplió doce años, viajaron a Jerusalén conforme a la costumbre de la Fiesta. Al término de la festividad regresaron a su hogar, pero el niño Jesús se quedó en Jerusalén sin que José y María lo supieran. Pensaron que estaba entre la compañía, y habían caminado durante todo un día cuando se dieron cuenta que no estaba. Lo buscaron entre los parientes y los conocidos, y como no lo hallaron, volvieron a Jerusalén buscándolo. Tres días después lo hallaron en el Templo de Jerusalén. El Templo de Jerusalén era una extraordinaria, majestuosa construcción, alrededor de la cual funcionaba toda la vida de la nación de Israel. El rey Herodes el Grande se había dedicado a su reconstrucción, luego de que el primer templo hecho por el rey Salomón fuera destruido hacía muchos años, y la reconstrucción hecha por Esdras y Nehemías al regresar de Babilonia no había alcanzado el esplendor del de Salomón. El templo hecho por Herodes era impresionante.

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Había también desde aquel tiempo casas llamadas sinagogas, donde se estudiaban la Torá (la Torá, también llamada Pentateuco, contiene la Ley de Moisés, compuesta por los libros: Génesis, Éxodo, Levítico, Números y Deuteronomio de la Biblia) y las Escrituras de los Profetas, los Salmos y otros libros (el Tanaj: el Antiguo Testamento de la Biblia) y donde también se oraba, las cuales existen hasta el día de hoy. Las sinagogas habían surgido como una forma de preservar el servicio a Dios durante el exilio de los judíos a Babilonia en ausencia del Templo. Pero a las sinagogas no se les llamaba templos. El Templo era uno solo, y era allí donde los sacerdotes efectuaban el servicio a Dios como lo mandaba la Torá. Ahí estaba Jesús, en el Templo, sentado entre los doctores estudiosos de la Torá, oyéndolos y preguntándoles. Y todos los que lo oían se asombraban de su inteligencia y de sus respuestas. Cuando sus padres lo vieron ahí, se sorprendieron. Su madre le dijo: –Hijo, ¿por qué nos hiciste esto? Tu padre y yo hemos estado angustiados buscándote. Jesús les dijo: –¿Por qué me buscaban? ¿No saben que necesito estar en los asuntos de mi Padre? Pero ellos no entendieron a qué se refería. Jesús regresó con ellos a Nazaret y les obedeció en todo lo que le decían. Su madre guardaba todas estas cosas en su corazón. Y el joven Jesús creció en estatura, se fortaleció, se llenó de sabiduría, de la gracia de Dios y de la admiración de la gente. Esta es la genealogía de Jesucristo, hijo de David, hijo de Abraham (hijo, según se creía, de José, el marido de María):

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Dios engendró a Adán Adán engendró a Set Set engendró a Enós Enós engendró a Cainán Cainán engendró a Mahalaleel Mahalaleel engendró a Jared Jared engendró a Enoc Enoc engendró a Matusalén Matusalén engendró a Lamec Lamec engendró a Noé Noé engendró a Sem Sem engendró a Arfaxad Arfaxad engendró a Cainán Cainán engendró a Sala Sala engendró a Heber Heber engendró a Peleg Peleg engendró a Ragau Ragau engendró a Serug Serug engendró a Nacor Nacor engendró a Taré Taré engendró a Abraham Abraham engendró a Isaac Isaac engendró a Jacob Jacob engendró a Judá y a sus hermanos Judá engendró de Tamar, a Fares y a Zara Fares engendró a Esrom Esrom engendró a Aram Aram engendró a Aminadab Aminadab engendró a Naasón Naasón engendró a Salmón Salmón engendró de Rahab, a Booz Booz engendró de Ruth a Obed Obed engendró a Isaí Isaí engendró al rey David 31


LÍNEA BIOLÓGICA (por parte de María) El rey David engendró a Natán, Natán engendró a Matata, Matata engendró a Mainán, Mainán engendró a Melea, Melea engendró a Eliaquim, Eliaquim engendró a Jonán, Jonán engendró a José, José engendró a Judá, Judá engendró a Simeón, Simeón engendró a Leví, Leví engendró a Matat, Matat engendró a Jorim, Jorim engendró a Eliezer, Eliezer engendró a Josué, Josué engendró a Er, Er engendró a Elmodam, Elmodam engendró a Cosam, Cosam engendró a Adi, Adi engendró a Melqui, Melqui engendró a Neri, Neri engendró a Salatiel, Salatiel engendró a Zorobabel, Zorobabel engendró a Resa, Resa engendró a Joana, Joana engendró a Judá, Judá engendró a José, José engendró a Semei, Semei engendró a Matatías, Matatías engendró a Maat, Maat engendró a Nagai, Nagai engendró a Esli, Esli engendró a Nahúm, 32


Nahúm engendró a Amós, Amós engendró a Matatías, Matatías engendró a José, José engendró a Jana, Jana engendró a Melqui, Melqui engendró a Leví, Leví engendró a Matat, Matat engendró a Elí, Elí engendró a María la esposa de José, y madre de Jesús. (El Evangelio de Lucas se apega a la costumbre judía de mencionar la genealogía de la mujer como si fuera del varón, de José, aunque en realidad es la de María.) LÍNEA LEGAL (Por parte de José) El rey David engendró de Betsabé, la que fue mujer de Urías, a Salomón Salomón engendró a Roboam Roboam engendró a Abías Abías engendró a Asa Asa engendró a Josafat Josafat engendró a Joram Joram engendró a Uzías Uzías engendró a Jotam Jotam engendró a Acaz Acaz engendró a Ezequías Ezequías engendró a Manasés Manasés engendró a Amón Amón engendró a Josías Josías engendró a Eliaquim, llamado también Joacim, y a sus hermanos.

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Joacim engendró a Jeconías en el tiempo de la deportación a Babilonia Después de la deportación a Babilonia, Jeconías engendró a Salatiel Salatiel engendró a Zorobabel Zorobabel engendró a Abiud Abiud engendró a Eliaquim Eliaquim engendró a Azor Azor engendró a Sadoc Sadoc engendró a Aquim Aquim engendró a Eliud Eliud engendró a Eleazar Eleazar engendró a Matán Matán engendró a Jacob Jacob engendró a José, marido de María, de la cual nació Jesús, llamado el Cristo. De manera que todas las generaciones desde Abraham hasta David son catorce, desde David hasta la deportación a Babilonia, catorce, y desde la deportación a Babilonia hasta Cristo, catorce.

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III. INICIO DEL MINISTERIO DE JESÚS

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MINISTERIO DE JUAN EL BAUTISTA En el año quince del reinado del emperador romano Tiberio César, siendo Poncio Pilato gobernador romano de Judea, Herodes Antipa el tetrarca de Galilea, su hermano Felipe el tetrarca de Iturea y de la provincia de Traconite, y Lisanias el tetrarca de Abilinia, y siendo sumos sacerdotes Anás y su yerno Caifás, Dios le habló a Juan hijo de Zacarías, en el desierto. Juan fue enviado por Dios como testigo de la luz de Cristo, para testificar de la luz, a fin de que todos creyeran en Jesús por medio de él. Él no era la luz, sino un testigo de la luz. Obedeciendo la orden de Dios, Juan iba por todo el desierto de Judea, en la región que está al lado oriental del río Jordán, llamada Perea, predicando el bautismo (el sumergimiento en agua), y el arrepentimiento para perdón de pecados, diciendo: –¡Arrepiéntanse, porque el Reino de Dios se ha acercado a ustedes! Él era de quien escribió el profeta Malaquías: “Yo envío mi mensajero delante de ti, el cual preparará tu camino”. Y el profeta Isaías: “Voz del que clama en el desierto: Preparad el camino del Señor, enderezad sus veredas. Todo valle será rellenado y todo monte y collado será achicado, los caminos torcidos serán enderezados, y los caminos ásperos allanados, y verá todo ser vivo la salvación de Dios”. Juan se vestía de piel de camello, tenía un cinturón de cuero alrededor de su cintura (tal como el profeta Elías), y comía langostas y miel silvestre. Todo 36


el pueblo de Jerusalén, de toda la región de Judea y toda la provincia de alrededor del Jordán acudían a él para ser bautizados en el río Jordán, confesando sus pecados. Al ver él que muchos de los fariseos y de los saduceos estaban ahí, seguramente para investigarlo, y a las multitudes que salían para ser bautizadas por él, Juan les decía: –¡Generación de víboras! ¿Quién les enseñó a huir de la ira de Dios que vendrá? Demuestren con hechos que están arrepentidos y no se ufanen pensando: “Somos hijos de Abraham”, porque les digo que Dios puede convertir aún a estas piedras en descendientes de Abraham. Además, el hacha ya está dispuesta a cortar la raíz de los árboles. Por tanto, todo árbol que no da buen fruto será cortado y echado al fuego. La gente le preguntaba: –Entonces, ¿qué debemos hacer? Él les decía: –El que tiene dos ropas, dé una al que no tiene, y el que tiene qué comer, haga lo mismo. Llegaron también unos cobradores de impuestos para ser bautizados y le dijeron: –Maestro, ¿qué debemos hacer? Él les dijo: –No exijan más de lo que les han ordenado. También le preguntaron unos soldados de la guardia del rey Herodes:

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–Y nosotros, ¿qué debemos hacer? Juan el Bautista les dijo: –No extorsionen ni calumnien a nadie, y confórmense con su salario. Como el pueblo estaba a la expectativa, preguntándose todos en sus corazones si acaso Juan sería el Mesías, los líderes judíos habían enviado desde Jerusalén sacerdotes y levitas (los levitas eran los descendientes de Leví hijo de Jacob, que estaban encargados del servicio del Templo) a preguntarle: ¿Quién eres tú? Juan confesó, y no negó. Les respondió a todos: –Yo no soy el Cristo. (Se refería a la profecía del profeta Isaías, acerca de que vendría un Mesías, Ungido de Dios, cuyo reino no tendría fin. Cristo y Mesías significan: “ungido”. Se ungía a alguien al verter aceite en su cabeza, ya fuera para el sacerdocio, para ser profeta o para ser rey.) Y le preguntaron: –¿Entonces? ¿Eres tú Elías? (Se referían a la profecía de Malaquías, de que Elías vendría antes que el Señor, a restaurar todas las cosas.) Juan dijo: –No soy Elías. Le dijeron: –¿Eres tú el Profeta? (Se referían a la profecía que dijo el patriarca Moisés antes de morir, de que vendría un gran Profeta, mayor que todos los anteriores.) Y respondió: 38


–Tampoco. Ellos le dijeron: –¿Quién eres? Tenemos que dar una respuesta a los que nos enviaron. ¿Qué dices de ti mismo? Dijo: –Yo soy “la voz de aquel que clama en el desierto: Enderezad el camino del Señor”, como dijo el profeta Isaías. Los que habían sido enviados a investigarlo eran fariseos. Los fariseos eran un grupo influyente en la sociedad judía. Tenían una posición económica y política importante en Israel y eran letrados, estudiosos y celosos en el cumplimiento de la Torá, la Ley de Moisés. (El apóstol Pablo, muchos años después, describió a los fariseos como: “la más rigurosa secta de nuestra religión judía”.) Ellos le preguntaron: –¿Por qué entonces bautizas, si tú no eres el Cristo, ni Elías, ni el Profeta? Juan les dijo: –Es cierto que yo los bautizo en agua para su arrepentimiento, pero ya está entre nosotros alguien a quien ustedes no conocen. Viene después de mí alguien que es más poderoso que yo, de quien no soy digno de desatar agachado, la correa de su calzado. Él los bautizará con el Espíritu Santo y fuego. Él tiene el azadón en su mano, listo para limpiar su granero. Él recogerá el trigo en su granero, y quemará la paja en un fuego que nunca se apagará. Con estas y otras muchas palabras anunciaba las buenas noticias al pueblo. Todo esto sucedió en Betábara, al lado oriental del Jordán, en la región llamada Perea, donde Juan estaba bautizando.

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Uno de esos días, cuando todo el pueblo se bautizaba con Juan, Jesús vino desde Nazaret de Galilea hasta el Jordán, y Juan exclamó: –¡Él es el Cordero de Dios, que quita el pecado del mundo! Él es de quien yo les dije: “Después de mí viene un hombre que es más poderoso que yo, porque existía antes que yo”. Yo no lo conocía, pero por este motivo vine bautizando con agua: para que él fuera manifestado a Israel. Al decir “Cordero de Dios”, Juan muy probablemente estaba haciendo referencia al sacrificio de los corderos para expiar el pecado del pueblo, contenido en la Torá. Un ejemplo de este sacrificio se encuentra en el libro del profeta Samuel: “Tomó Samuel un cordero de leche y lo sacrificó entero en holocausto a Dios, y clamó Samuel a Dios por Israel, y el Señor lo escuchó”. Jesús llegó donde estaba Juan, para ser bautizado por él. Pero Juan se le oponía: –Yo soy quien necesito ser bautizado por ti, ¿y tú acudes a mí? Jesús le respondió: –Permíteme bautizarme ahora, porque nos conviene que cumplamos toda justicia (todas las cosas como Dios manda). Juan accedió. Después de que Jesús fue bautizado, salió del agua enseguida, y mientras oraba, los cielos se abrieron en aquel momento, y vio al Espíritu de Dios que descendía en forma corporal como una paloma y se posaba sobre él (Jesús fue ungido en ese momento, no por manos humanas, sino por Dios mismo. No con aceite, sino con el Espíritu Santo). Y se oyó una voz desde el cielo que dijo: “Este es mi Hijo amado, en quien se agrada mi alma”. 40


Cumpliéndose así lo que había profetizado el profeta Isaías: “Este es mi siervo, yo lo sostendré, mi escogido, en quien mi alma tiene contentamiento”. Y en el Salmo 2: “Yo publicaré el decreto, Dios me ha dicho: Mi hijo eres tú”. Al día siguiente, estaba otra vez Juan el Bautista predicando, y junto con él estaban dos de sus discípulos. Uno de ellos era Andrés, hermano de Simón e hijo de Jonás. El otro es muy probable que fuera Juan, hijo de Zebedeo. Mirando el Bautista que Jesús estaba por allí, dijo: –¡Este es el Cordero de Dios! Juan el Bautista testificó una vez más de él: –Vi que el Espíritu Santo descendió del cielo como paloma y permaneció sobre él. Yo no lo conocía, pero el que me envió a bautizar con agua, me dijo: “Sobre quien veas descender el Espíritu y permanecer sobre él, él es quien bautizará con el Espíritu Santo”. Y hoy lo he visto y testifico que este es el Hijo de Dios. Los dos discípulos de Juan lo oyeron hablar y siguieron a Jesús. Él se dio vuelta, al ver que lo seguían, y les dijo: –¿Qué buscan? Ellos le dijeron: –Rabí (que significa: “Maestro”), ¿dónde vives? Les dijo:

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–Vengan a ver. Fueron y vieron dónde se alojaba Jesús, y se quedaron aquel día con él, porque eran como las cuatro de la tarde.

Lleno del Espíritu de Dios, Jesús salió de la región del Jordán y fue llevado por el mismo Espíritu al desierto de Judea, para ser puesto a prueba por el diablo. Ayunó durante cuarenta días y cuarenta noches, y pasado ese tiempo sintió hambre. En ese momento se le acercó el tentador: el diablo, y le dijo: –Si eres Hijo de Dios, dile a estas piedras que se conviertan en pan. Jesús le respondió: –Escrito está en la Torá: “No solo de pan vivirá el hombre, sino de toda palabra que sale de la boca de Dios”. Después el diablo lo llevó a la ciudad santa, lo puso en la parte más alta, en el Pináculo del Templo de Jerusalén y le dijo: –Si eres Hijo de Dios, tírate hacia abajo, pues está escrito –en el Salmo 91–: “A sus ángeles mandará cerca de ti, para que te cuiden”, y “En sus manos te sostendrán, para que no tropieces con tu pie en piedra”. Jesús le dijo: –Escrito está también en la Torá:

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“No tentarás al Señor tu Dios”. Luego el diablo lo llevó a un monte muy alto y le mostró en ese momento todos los reinos de la tierra, con toda su gloria, y le dijo: –A ti te daré todo el poder de estos reinos y su gloria, porque a mí me ha sido entregada y yo se la doy a quien yo quiero. Todos serán tuyos, si tú te postras y me adoras. Jesús le respondió: –Vete de aquí, Satanás, porque está escrito en la Torá: “Al Señor tu Dios adorarás y solo a él servirás”. Cuando el diablo acabó de intentar toda tentación, se apartó de él por un tiempo. Jesús quedó ahí solo en el desierto, junto con las fieras. Llegaron ángeles y le sirvieron. Jesús, a lo largo de su vida, realizó simbólicamente el mismo peregrinaje que el pueblo de Israel: vivió un tiempo en Egipto, luego estuvo en el desierto, un día por cada año que estuvo el pueblo de Israel, ahí fue alimentado por Dios y finalmente anduvo en su ministerio por la tierra prometida por Dios a Israel.

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JESÚS Y SUS DISCÍPULOS I: PESCADORES DE HOMBRES Poco tiempo después, Herodes Antipa el tetrarca de Galilea y Perea, hijo de Herodes el Grande, al ser reprendido por Juan el Bautista por causa de Herodías la mujer de Felipe su hermano (Herodes Antipa se enamoró de su cuñada Herodías y le propuso que se divorciara de su marido para casarse con él, y él a su vez repudió a su esposa, a lo cual Herodías accedió) y por todas las maldades que Herodes había hecho, añadió una maldad más sobre las otras: encerró a Juan en la cárcel. Cuando Jesús se enteró de que Juan había sido apresado por Herodes Antipa, regresó, llevado por el poder del Espíritu Santo, a Galilea. Desde entonces Jesús comenzó a predicar el Evangelio (que significa: “las buenas noticias”) del Reino de Dios: –¡Arrepiéntanse y crean en el Evangelio, porque ya se cumplió el tiempo y el Reino de Dios se ha acercado a ustedes! Y se empezó a difundir su fama por toda aquella tierra. Los sábados les enseñaba en las sinagogas (los lugares donde se estudiaban las Escrituras) y era alabado por todos. Asombraba a toda la gente con su doctrina, pues su palabra tenía autoridad. Al comenzar su ministerio (que significa: “servicio” o “misión”), Jesús era como de treinta años. Llegó a Nazaret, donde se había criado. Un sábado, día de reposo, entró en la sinagoga (de acuerdo a la Torá, también llamada Ley de Moisés, el sábado, llamado en hebreo shabat, es considerado el día de reposo de Dios y en ese día no debe efectuarse ninguna actividad productiva, sino que está dedicado para meditar en la Palabra de Dios y estar quietos, lo cual aún en la actualidad es una costumbre del pueblo judío). Ese día Jesús entró en la sinagoga como solía hacerlo y se levantó a leer. Se le dio a leer el libro del profeta Isaías, y habiendo abierto el libro, encontró el pasaje donde está escrito:

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“El Espíritu del Señor está sobre mí, porque me ha ungido para dar buenas noticias a los pobres. Me ha enviado a sanar a los quebrantados de corazón, a pregonar libertad a los cautivos y vista a los ciegos, a poner en libertad a los oprimidos y a predicar el Año de la Buena Voluntad del Señor”. Este pasaje de Isaías hacía referencia directa al Mesías prometido. Enrollando el libro (los libros se escribían en rollos), Jesús se lo dio al ministro y se sentó. Los ojos de todos en la sinagoga estaban fijos en él. Jesús comenzó a decirles: –Hoy se ha cumplido esta Escritura delante de ustedes. Todos sabían de su buen testimonio y estaban asombrados de las palabras de gracia que salían de su boca. Y decían: –¿No es este el carpintero, el hijo de José? Y muchos se escandalizaron de él. Pero Jesús les dijo: –De verdad les digo que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra. Y añadió: – Y les diré que había muchas viudas en Israel en los tiempos de Elías, cuando el cielo no llovió por tres años y seis meses y hubo una gran hambre en toda la tierra. Pero Elías no fue enviado con ninguna de ellas, sino a una extranjera, una mujer viuda en la ciudad de Sarepta, de la región de Sidón. Y había también muchos leprosos en Israel en tiempo del profeta Eliseo, pero no fue limpiado ninguno de ellos, sino solamente Naamán el sirio. Al oír esto, todos en la sinagoga se llenaron de ira (era una gran ofensa para ellos escuchar que Dios prefería enviarles profetas a los extranjeros que a 45


los israelitas). Se levantaron, lo agarraron, lo echaron fuera de la ciudad y lo llevaron hasta la cumbre del monte sobre el cual estaba edificada, para tirarlo al despeñadero. Pero él pasó entre ellos sin que pudieran retenerlo y se fue. Se mudó entonces de Nazaret y habitó en Capernaúm, ciudad marítima en la región de Zabulón y de Neftalí, para que se cumpliera lo que dijo el profeta Isaías: “¡Tierra de Zabulón y tierra de Neftalí, camino del mar, al otro lado del río Jordán, Galilea de los gentiles! El pueblo que habitaba en tinieblas vio gran luz, y a los que habitaban en región de sombra de muerte, luz les resplandeció”. Históricamente, los judíos hacen una distinción entre los descendientes de Jacob, bajo la Ley de Moisés, y los demás pueblos o individuos. A los no judíos, a los extranjeros, les llaman gentiles. Allí en Capernaúm, pasando un día junto al Mar de Galilea, también llamado lago de Genesaret o Mar de Tiberias, la gente se agolpó alrededor de Jesús para oír la palabra de Dios. El Señor vio dos barcas que estaban cerca de la orilla del mar. Los pescadores habían desembarcado de ellas y estaban lavando sus redes. Una de aquellas barcas pertenecía a los pescadores Simón y su hermano Andrés. Andrés, hermano de Simón Pedro, era uno de los dos que habían oído a Juan el Bautista testificar acerca de Jesús en el Jordán y le habían seguido. En el tiempo en que Jesús fue llevado al desierto, Andrés había regresado a Galilea para darle la noticia a su hermano Simón y le había dicho: –Hemos encontrado al Mesías (que significa: “el Cristo”, el “Ungido de Dios”). Lo primero que hizo Andrés al ver que el Señor se acercaba a la barca, fue llevar a su hermano adonde estaba Jesús. Mirando Jesús a Simón, le dijo:

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–Tú eres Simón hijo de Jonás, pero serás llamado Cefas (que quiere decir: Pedro). Jesús subió a la barca de Simón y le rogó que la apartara un poco de la orilla. Luego se sentó a enseñar a la multitud desde la barca. Cuando terminó de hablar a la gente, Jesús le dijo a Simón: –Navega mar adentro y echa tus redes para pescar. Simón le respondió: –Maestro, hemos estado trabajando toda la noche y no hemos pescado nada, pero echaré la red confiando en tu palabra. Así lo hicieron y para su sorpresa, recogieron en sus redes tal cantidad de peces, que casi se rompieron. Hicieron señas a los compañeros que estaban en la otra barca, Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, para que acudieran a ayudarlos, de modo que los otros vinieron y llenaron ambas barcas de tal manera, que por poco se hundían. Al ver esto, Simón cayó de rodillas frente a Jesús y dijo: –¡Apártate de mí, Señor!, porque yo soy un hombre pecador. Por la pesca milagrosa que habían hecho, un profundo temor se había apoderado de él y de todos los que estaban con él: su hermano Andrés, Jacobo y Juan hijos de Zebedeo, quienes los ayudaron desde la otra barca, y otros pescadores. Pero Jesús le dijo a Simón: –No temas. Vengan, síganme. Desde ahora los convertiré en pescadores de hombres. Simón y Andrés llevaron a tierra la barca. Dejando las redes y todo lo demás, lo siguieron.

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Jesús caminó un poco más adelante y llegó a donde estaba la barca del pescador Zebedeo y vio a Jacobo y a su hermano Juan, junto con su padre remendando las redes (que casi se rompieron por la gran pesca que habían realizado) y también los llamó. Ellos, dejando a su padre Zebedeo en la barca con los otros pescadores, lo siguieron. Al día siguiente, Jesús quiso ir a la ciudad de Betsaida, en la región de Galilea. Allí encontró a Felipe y le dijo: –Sígueme. Felipe era originario de Betsaida. Andrés y Pedro también eran de ahí, pero por ser pescadores tenían su casa en la portuaria ciudad de Capernaúm. Felipe fue a la ciudad de Caná de Galilea, a contarle a su amigo Natanael, llamado también Bartolomé, y le dijo: –Hemos encontrado a aquel de quien profetizaron Moisés en la Torá y también los Profetas: a Jesús hijo de José de Nazaret. Natanael le dijo con incredulidad: –¿De Nazaret puede salir algo bueno? Felipe le respondió: –Ven a ver. Al llegar Natanael junto con Felipe, Jesús lo vio y le dijo: –¡Aquí está un verdadero israelita en quien no hay engaño! Natanael le dijo: –¿De dónde me conoces?

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Jesús le respondió: –Antes de que Felipe te llamara para que vinieras a verme, cuando estabas debajo de la higuera, yo te vi. Natanael exclamó: –¡Rabí, tú eres el Hijo de Dios! ¡Tú eres el rey de Israel! El motivo por el cual Natanael (también conocido en algunos Evangelios como Bartolomé, por ser hijo de Tolomé) exclamó con tanta vehemencia su fe en Jesús como el hijo de Dios, es el siguiente: Jesús encontró a Felipe en la ciudad de Betsaida. Felipe viajó posteriormente a la ciudad de Caná, de donde era Natanael y en donde vivía. Natanael regresó junto con Felipe a Betsaida a conocer a Jesús. Allí Jesús le dijo que lo vio, desde la ciudad de Betsaida, hasta la ciudad de Caná donde él estaba, bajo una higuera: Jesús lo vio desde una ciudad hasta la otra. Pero lo verdaderamente extraordinario fue que Jesús le dijo esto para que Natanael supiera que también vio su interior y que por eso le dijo que era un verdadero israelita en quien no había engaño. Natanael comprendió que Jesús realmente conocía su interior, al comprobar que también había visto su exterior sin importar la distancia. Pero esta no fue la única ocasión en la cual Jesús demostró conocer a una persona de manera sobrenatural. Jesús le contestó a Natanael: –¿Porque te dije que te vi debajo de la higuera, creíste? Cosas mucho mayores que estas verás. Y agregó:

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–De verdad les digo que desde ahora verán abrirse el cielo, y a los ángeles de Dios subiendo y bajando sobre el Hijo del Hombre. El Señor comenzó a referirse a sí mismo en muchas ocasiones como el “Hijo del Hombre”, haciendo una clara referencia a la profecía del profeta Daniel: “Miraba yo en la visión de la noche, y vi que con las nubes del cielo venía uno que era como un Hijo de Hombre. Llegó hasta el Anciano de días, y lo hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado todo dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieran. Su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino es uno que nunca será destruido”.

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MILAGROS Y SEÑALES I Tres días después se celebró una boda en la ciudad de Caná de Galilea y se encontraba allí la madre de Jesús. También fueron invitados a la boda Jesús y sus discípulos. Y durante la boda comenzó a faltar el vino. La madre de Jesús le dijo: –No tienen vino. Jesús le contestó: –¿Qué tiene que ver eso con nosotros, mujer? Aún no ha llegado mi hora. Su madre les dijo a los que servían: –Hagan todo lo que él les diga. Había allí seis tinajas de piedra para el agua, dispuestas para el rito de purificación de los judíos. En cada una de ellas cabían dos o tres cántaros. Jesús les dijo: –Llenen de agua estas tinajas. Y las llenaron hasta arriba. Jesús les dijo: –Ahora saquen un poco y llévenselo al encargado del banquete. Así lo hicieron. Cuando el encargado del banquete lo probó, sin saber de dónde era (aunque sí lo sabían los sirvientes que habían sacado el agua, la cual se había transformado en vino), llamó al esposo y le dijo: –Siempre se sirve primero el mejor vino, y cuando los invitados han bebido mucho, el de menor calidad. ¡Pero tú reservaste el buen vino hasta ahora!

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Este fue el primer milagro que hizo Jesús en Caná de Galilea. Así demostró su gloria y sus discípulos creyeron en él. Después viajaron a Capernaúm, él, su madre, sus hermanos y sus discípulos, pero se quedaron allí pocos días, muy probablemente en casa de Pedro. Jesús viajó luego de Capernaúm a Jerusalén, pues se acercaba la fiesta de la Pascua. La Pascua es la fiesta judía más importante, pues se conmemora el día en que Dios sacó a Israel de la esclavitud de Egipto, guiados por Moisés. Las otras fiestas judías importantes son: de los Panes sin Levadura, de las Primicias, Pentecostés, de las Trompetas (Rosh Hashanah), de la Expiación (Yom Kippur) y de los Tabernáculos. Al llegar a Jerusalén, Jesús encontró en el Templo a los que vendían bueyes, ovejas, palomas y a los cambistas que estaban allí sentados. Al ver esto, hizo un azote de cuerdas y echó fuera del Templo a todos, junto con las ovejas y los bueyes. Desparramó las monedas de los cambistas, volcó las mesas y dijo a los que vendían palomas: –¡Quiten esto de aquí! ¡No conviertan la casa de mi Padre en un mercado! Entonces recordaron sus discípulos que estaba escrito acerca de él –en el Salmo 69–: “El celo de tu Casa me consumió”. Los líderes judíos le respondieron: –Ya que haces estas cosas, ¿qué señal milagrosa nos muestras? Jesús respondió: –Destruyan este templo y en tres días lo levantaré. Ellos dijeron:

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–Este Templo fue edificado en cuarenta y seis años, ¿y tú lo levantarás en tres días? Pero él hablaba del templo de su cuerpo. Por eso, cuando resucitó de entre los muertos, sus discípulos recordaron que había dicho esto y creyeron en la Escritura y en las palabras que Jesús había dicho. Mientras estaba allí en Jerusalén para la fiesta de la Pascua, muchos creyeron en él al ver las señales milagrosas que realizaba. Pero Jesús mismo no se fiaba de ellos, pues los conocía a todos y no tenía necesidad de que nadie le explicara nada acerca de la naturaleza del hombre, pues él sabía muy bien lo que hay en el corazón de los hombres. El profeta Isaías había escrito de él: “Saldrá una vara del tronco de Isaí. Un vástago retoñará de sus raíces y reposará sobre él el Espíritu de Dios: espíritu de sabiduría y de inteligencia, espíritu de consejo y de poder, espíritu de conocimiento y de temor de Dios Y le hará entender diligente en el temor de Dios. No juzgará según la vista de sus ojos ni resolverá por lo que oigan sus oídos, sino que juzgará con justicia a los pobres y resolverá con equidad a favor de los mansos de la tierra”. Había en Jerusalén un hombre del grupo de los fariseos que se llamaba Nicodemo, dignatario de los judíos. Él fue a ver a Jesús de noche (es probable que haya ido a esa hora para que ninguno de los otros fariseos supiera que se había reunido con él) y le dijo: –Rabí, sabemos que has venido de parte de Dios como maestro, porque nadie puede hacer los milagros que tú haces, si no está Dios con él.

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Jesús le respondió: –De verdad te digo que el que no nace de nuevo, no puede ver el Reino de Dios. Nicodemo le preguntó: –¿Cómo puede un hombre volver a nacer siendo viejo? ¿Puede acaso entrar por segunda vez en el vientre de su madre y nacer? Jesús le dijo: –De verdad te digo que el que no nace de agua y del Espíritu Santo (el bautismo en agua y en Espíritu Santo fueron los dos tipos de bautismos mencionados por Juan el Bautista al anunciar la llegada del Mesías) no puede entrar en el Reino de Dios. Lo que nace de la carne, carne es, y lo que nace del Espíritu Santo, espíritu es. No te asombres de que te dije que necesitas nacer de nuevo. El viento –el Espíritu– sopla de donde quiere y oyes su sonido, pero no sabes de dónde viene ni a dónde va. Así es todo aquel que nace del Espíritu Santo. Nicodemo le preguntó: –¿Cómo se puede hacer esto? Jesús le respondió: –Tú, que eres el maestro de Israel, ¿no sabes esto? De verdad te digo que hablamos de lo que sabemos, y testificamos de lo que hemos visto, pero ustedes los fariseos no reciben nuestro testimonio. Si les he dicho cosas terrenales y no creen, ¿cómo creerán si les digo las celestiales? Nadie ha subido al cielo sino el que descendió del cielo: el Hijo del Hombre, que está en el cielo. Y así como Moisés levantó la serpiente en el desierto, así es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado, para que todo aquel que en él cree no se pierda, sino que tenga vida eterna. 54


Al decirle Jesús que sería levantado, le estaba indicando de qué muerte moriría: así como Moisés levantó en un madero la serpiente de bronce para salvación del pueblo, así también Cristo sería levantado en un madero para salvar al mundo de sus pecados, aunque Nicodemo no lo entendió. Jesús le dijo: –De tal manera amó Dios al mundo, que le ha enviado a su único Hijo, para que todo aquel que cree en él, no se pierda, sino que tenga vida eterna. Dios no envió a su Hijo al mundo para condenar al mundo, sino para que el mundo sea salvo por él. El que cree en él no será condenado, pero el que no cree, ya ha sido condenado, porque no ha creído en el nombre del único Hijo de Dios. Y la condenación es esta: que la luz vino al mundo, pero los hombres amaron más las tinieblas que la luz, porque sus obras eran malas, pues todo aquel que hace lo malo detesta la luz y no se acerca a la luz, para que sus obras no sean puestas al descubierto. Pero el que practica la verdad se acerca a la luz, para que se ponga de manifiesto que sus obras son hechas en Dios. Después de la fiesta de la Pascua, Jesús anduvo por la región de Judea y comenzó a bautizar allí con sus discípulos (aunque Jesús no bautizaba personalmente, sino solo sus discípulos). También Juan el Bautista bautizaba en la ciudad de Enón, junto a Salem, porque había allí muchos ríos. La gente llegaba y se bautizaba con Juan cuando aún no lo habían encarcelado, y por lo que leemos en el Evangelio de Juan, sus discípulos siguieron bautizando allí aunque él estaba en la cárcel. Entonces se produjo una discusión entre los discípulos de Juan el Bautista y algunos judíos acerca de la purificación. Sus discípulos fueron a donde Juan estaba preso y le dijeron: –Rabí, el que estaba contigo al otro lado del Jordán, de quien tú testificaste, también bautiza y todos acuden a él. Juan el Bautista les respondió:

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–Ningún hombre puede recibir nada a menos que le sea otorgado por Dios. Ustedes mismos son testigos de que dije: “Yo no soy el Cristo, sino que soy enviado delante de él para anunciarlo”. Es al esposo a quien le corresponde tener a la esposa. Pero el amigo del esposo, que está a su lado y lo oye, también se alegra mucho al oír la voz del esposo. Por eso, mi felicidad está completa. Es necesario que él crezca y que yo disminuya. El que viene de lo alto está por encima de todos. El que pertenece a la tierra es terrenal y habla de cosas terrenales, pero el que viene del cielo está por encima de todos, y testifica acerca de lo que ha visto y oído, aunque nadie reciba su testimonio. El que recibe su testimonio, ese atestigua que Dios es veraz, porque aquel a quien Dios envió, ese habla las palabras de Dios, pues Dios no da el Espíritu Santo por medida (es decir limitadamente, sino que lo da sin restricciones). El Padre ama al Hijo y le ha entregado todas las cosas en su mano. El que cree en el Hijo tiene vida eterna, pero el que se niega a creer en el Hijo no entrará a la vida eterna, sino que la ira de Dios vendrá sobre él.

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MINISTERIO DE JESÚS EN SAMARIA Jesús se enteró de que los fariseos habían escuchado a la gente decir: “Jesús hace y bautiza más discípulos que Juan”, aunque Jesús no bautizaba sino sus discípulos (su éxito en Judea comenzó a atraer la atención de los fariseos demasiado pronto), por lo cual se fue de Judea para ir otra vez a Galilea. En el camino a Galilea, tenía que pasar por la región de Samaria. Llegó a una ciudad de Samaria llamada Sicar, junto a la tierra que Jacob heredó a su hijo José. Y estaba allí el pozo de Jacob. Jesús, cansado del viaje, se sentó junto al pozo. Era como la una de la tarde, la hora de mayor calor. Llegó una mujer habitante de Samaria a sacar agua al pozo (probablemente ella fue a esa hora al pozo para evitar a las demás mujeres, que por su pasado seguramente no la toleraban). Jesús le dijo: –Dame de beber (pues sus discípulos habían ido a la ciudad a comprar alimentos). La mujer samaritana le dijo: –¿Cómo es que tú, siendo judío, me pides a mí de beber, que soy una mujer samaritana? (Porque judíos y samaritanos no se hablaban entre sí.) Jesús le respondió: –Si reconocieras el don, la gracia de Dios, y supieras quién es el que te dice: “Dame de beber”, tú le pedirías agua, y él te daría agua viva. La mujer le dijo: –Señor, no tienes con qué sacarla y el pozo es hondo. ¿De dónde entonces, tienes el agua viva? ¿Acaso eres tú mayor que nuestro patriarca Jacob, que nos dio este pozo, del cual bebieron él, sus hijos y sus ganados?

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Jesús le contestó: –Cualquiera que beba del agua de este pozo, volverá a tener sed después. Pero el que beba del agua que yo le daré no tendrá sed jamás, pues el agua que le daré será en él una fuente que brote para vida eterna. La mujer le dijo: –Señor, dame de esa agua para que ya no tenga sed, ni venga hasta aquí a sacarla. Jesús le dijo: –Ve, llama a tu marido y ven acá. La mujer le respondió (quizá con cierta coquetería): –No tengo marido. Jesús le dijo: –Has dicho bien al decir “no tengo marido”, porque has tenido cinco maridos, y el que tienes ahora no es tu marido. En esto has dicho la verdad. La mujer le dijo: –¡Señor! Me parece que tú eres profeta... Nuestros antepasados samaritanos adoraron a Dios en este monte Gerizim, pero en cambio ustedes los judíos dicen que es en Jerusalén el lugar donde se le debe adorar. Jesús le dijo: –Mujer, créeme que llegará la hora cuando ni en este monte ni en Jerusalén adorarán al Padre. Ustedes adoran lo que no saben. Nosotros adoramos lo que sabemos, porque la salvación viene de los judíos. Pero la hora está cerca 58


y es ahora mismo, cuando los verdaderos adoradores adorarán al Padre en espíritu y en verdad, porque también el Padre busca que tales adoradores lo adoren. Dios es Espíritu, y aquellos que lo adoran, es necesario que lo adoren en espíritu y en verdad. La mujer le replicó: –Bueno, sé que el Mesías, llamado el Cristo, vendrá y cuando él venga nos aclarará todas estas cosas. Jesús le dijo: –Yo Soy. El que habla contigo. (Esta es la primera ocasión en que Jesús dice: “Yo Soy”, en clara referencia al pasaje bíblico en el que Moisés pregunta a Dios con qué nombre debe llamarle y Dios le responde: “Yo Soy el que Soy”) En eso llegaron sus discípulos y se asombraron de que hablara con una mujer. Sin embargo, ninguno le dijo: ¿Qué preguntas? o ¿qué hablas con ella? La mujer dejó su cántaro, fue a la ciudad y dijo a los hombres: –Vengan a ver a un hombre que me ha dicho todo lo he hecho en mi vida. ¿No será este el Mesías, el Cristo? Los hombres salieron de la ciudad y llegaron donde estaba Jesús. Mientras tanto, los discípulos le rogaron: –Rabí, come. Él les dijo: –Yo tengo que comer una comida que ustedes no conocen. 59


Los discípulos se decían entre sí: –¿Le habrá traído alguien de comer? Jesús les dijo: –Mi alimento es hacer la voluntad de quien me envió y terminar su obra. Ustedes dicen que aún faltan cuatro meses para que llegue la época de la siega, ¿no? Pues yo les digo que alcen los ojos y miren los campos, porque ya están listos para la siega. Y el que siega recibe salario y recoge el fruto para vida eterna, para que quien sembró se alegre junto con el que siega. En esto tiene razón el dicho: “Uno es el que siembra y otro es el que siega”. Yo los he enviado a segar lo que ustedes no labraron. Otros labraron y ustedes han entrado en sus lugares de labranza. Muchos de los samaritanos de aquella ciudad creyeron en él por lo que les contó la mujer, que testificaba: “Me dijo todo lo que he hecho en mi vida”. Llegaron los samaritanos y le rogaron que se quedara con ellos, y se quedó allí dos días. Y muchos más creyeron en él al oír su palabra, y le dijeron a la mujer: –Ya no solamente creemos en él por lo que has dicho. Nosotros mismos lo hemos oído y sabemos que verdaderamente este es el Mesías, el Salvador del mundo.

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IV. MINISTERIO DE JESÚS EN GALILEA

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MILAGROS Y SEÑALES II Pasados los dos días, Jesús salió de Samaria y fue rumbo a Galilea, pues él mismo había testificado que ningún profeta es bien recibido en su propia tierra. Cuando llegó, los galileos lo recibieron bien, pues habían visto todas las cosas que había hecho en Jerusalén, en la fiesta de la Pascua, porque también ellos habían ido a la fiesta. Jesús llegó otra vez a la ciudad de Caná de Galilea, donde había convertido el agua en vino. En Capernaúm vivía un hombre noble, oficial del rey Herodes Antipa, cuyo hijo estaba enfermo. Cuando oyó aquel hombre que Jesús había llegado de Judea a la región de Galilea, viajó desde Capernaúm hasta Caná, la ciudad donde se encontraba el Señor, y le rogó que fuera y sanara a su hijo que estaba a punto de morir. Jesús le dijo: –Si no ven milagros y prodigios, no creerán. El oficial del rey le dijo: –Señor, ve antes que mi hijo muera. Jesús le dijo: –Vete, tu hijo vive. El hombre creyó en la palabra que Jesús le dijo y se fue. Cuando ya estaba llegando a su casa, sus siervos salieron a recibirlo y le informaron: –¡Tu hijo vive! Él les preguntó a qué hora había comenzado a mejorar. Le dijeron: –Ayer a la una de la tarde se le pasó la fiebre.

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El padre entonces comprendió que a esa hora Jesús le había dicho: “Tu hijo vive”. Y creyó en él junto con toda su familia. Este es el segundo milagro que hizo Jesús cuando fue de Judea a Galilea. Jesús llegó a Capernaúm, ciudad de Galilea, y el sábado entró en la sinagoga de ellos y comenzó a enseñar. Los que estaban presentes se admiraban de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no como lo hacían los escribas. (Los escribas eran los maestros de la Torá. Eran personas letradas, lo cual estaba reservado para muy pocos en esa época. Ellos podían desempeñar diversas funciones, efectuar actos notariales, registrar transacciones, transcribir las Escrituras e interpretar la Torá y las demás Escrituras hebreas.) Estando en la sinagoga, un hombre que tenía un demonio exclamó a gritos: –¡Déjanos! ¿Qué tienes contra nosotros, Jesús nazareno? ¿Has venido para destruirnos? Yo sé quién eres. ¡Tú eres el Santo de Dios! Jesús lo reprendió: –¡Cállate y sal de él! El demonio, derribando violentamente al hombre enfrente de ellos y dando un alarido, salió de él pero sin hacerle daño alguno. Todos estaban asombrados, discutían entre sí y se decían unos a otros: –¿Qué es esto? ¿Qué nueva doctrina es esta, que con autoridad y poder le ordena aún a los demonios, y ellos lo obedecen y salen? Saliendo de la sinagoga, Jesús fue a casa de Simón Pedro junto con Andrés, Jacobo, Juan, Felipe y Natanael. Al entrar, vio que la suegra de Pedro estaba enferma en cama, con una fiebre muy alta, y en seguida sus discípulos le rogaron que hiciera algo por ella. Él se acercó, se inclinó hacia ella, la tomó

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de la mano y reprendió la fiebre, la cual se le pasó inmediatamente. Luego la ayudó a levantarse de la cama y ella les sirvió. Al caer la noche, luego de la puesta del sol, todos los que tenían enfermos de diversas enfermedades fueron llevados a donde estaba él (al anochecer termina el shabat, y probablemente por eso fueron llevados a esa hora, pues ya les estaba permitido a los judíos cargar a sus enfermos). Habitantes de toda la ciudad se agolparon a la puerta de la casa, y él, poniendo las manos sobre cada uno de ellos, los sanaba. También salían demonios de muchos de ellos, dando gritos y diciendo: –¡Tú eres el Hijo de Dios! Pero él los reprendía y no dejaba que los demonios hablaran, porque lo conocían y sabían que él era el Mesías, el Cristo. Con la Palabra echó fuera a los demonios y sanó a todos los enfermos, para que se cumpliera lo dicho por el profeta Isaías: “Ciertamente él mismo llevó nuestras enfermedades y tomó nuestras dolencias”. Al día siguiente, levantándose Jesús muy de mañana, siendo aún muy oscuro, salió y se fue a un lugar desierto a orar allí. Simón lo fue a buscar, junto con los habitantes de Capernaúm que habían estado con él. Al encontrarlo le dijeron: –Señor, todos te buscan. Y lo trataban de detener para que no se alejara de ellos. Pero él les dijo: –Es necesario que vaya también a otras ciudades y lugares vecinos, y anuncie el Evangelio del Reino de Dios, porque para esto he sido enviado. Muy pronto se difundió su fama por toda la provincia alrededor de Galilea.

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Jesús recorrió toda esa región, enseñando en las sinagogas de ellos, predicando el Evangelio del Reino de Dios y sanando toda enfermedad y toda dolencia en el pueblo. Y también se difundió su fama por toda Siria, y le trajeron a todos los que tenían malestares, los afligidos por diversas enfermedades y tormentos, los endemoniados, locos y paralíticos, y los sanó. Lo siguió mucha gente de Galilea, de Decápolis, de Jerusalén, de Judea y del otro lado del Jordán, la región llamada Perea. Estando él en una de aquellas ciudades, se presentó un hombre lleno de lepra, el cual cuando vio a Jesús se postró delante de él con el rostro en tierra y le rogó: –Señor, si quieres, puedes limpiarme. Jesús sintió misericordia por él. Extendió su mano, lo tocó y dijo: –Quiero. Sé limpio de tu lepra. Tan pronto terminó de hablar, la lepra desapareció del hombre y quedó limpio. Jesús lo despidió enseguida y le ordenó estrictamente que no se lo dijera a nadie. Le dijo: –Mira, no le digas nada a nadie. Solo ve y muéstrate al sacerdote, y ofrece por tu purificación la ofrenda que ordenó Moisés en la Ley, para que esto sea un testimonio para ellos. Pero el leproso salió y comenzó a publicar y a divulgar mucho ese hecho milagroso, de manera que su fama se extendía más y más. En un momento dado, ya Jesús no podía entrar abiertamente en una ciudad sin que se reuniera mucha gente para oírlo y para que los sanara de sus enfermedades. Por esta razón, él se quedaba fuera de las ciudades y se apartaba a lugares desiertos para orar. Y venían a verlo de todas partes. Luego de enseñar su Palabra al pueblo que lo oía, Jesús entró de nuevo en la ciudad de Capernaúm. El siervo de un centurión romano, a quien ese hombre 65


quería mucho, estaba enfermo y a punto de morir. Cuando el centurión oyó hablar de Jesús, le envió unos Ancianos de los judíos, rogándole que viniera y sanara a su siervo. Ellos se acercaron a Jesús y le rogaron mucho, diciéndole: –Señor, su criado está postrado en casa, paralítico, gravemente atormentado. Él es digno de que le concedas esta sanidad, porque ama a nuestra nación y nos edificó una sinagoga. Jesús les dijo: –Yo iré y lo sanaré. Y fue con ellos. Pero cuando ya estaban cerca de la casa, el centurión envió a él unos amigos, que le dijeron: –Dice nuestro amigo el Centurión: “Señor, no te molestes, pues no soy digno de que entres bajo mi techo, por lo que ni siquiera me sentí digno de ir donde estás. Solamente di la palabra y mi criado sanará, pues también yo soy hombre al que se le ha dado autoridad, y tengo soldados bajo mis órdenes, y le digo a aquel: ‘Ve’, y aquel va, y al otro: ‘Ven’, y viene, y le digo a mi siervo: ‘Haz esto’, y lo hace”. Al oír esto Jesús se asombró de él, y volviéndose, le dijo a la gente que lo seguía: –¡De verdad les digo que ni aún en Israel he encontrado tanta fe! Y vendrán muchos habitantes del oriente y del occidente, y se sentarán junto con Abraham, Isaac y Jacob en el Reino de Dios. Pero los hijos del reino serán echados a la oscuridad de afuera, y allí habrá llanto y crujir de dientes. Luego Jesús mandó decir al centurión: –Tal como creíste, así mismo te será hecho. Y su criado quedó sano en aquel mismo momento. Al regresar a casa los que habían sido enviados, hallaron sano al siervo que había estado enfermo. 66


Jesús se dirigió después a la ciudad que se llama Naín, e iban con él muchos de sus discípulos y una gran multitud. Cuando llegó cerca de la puerta de la ciudad, vio que llevaban a enterrar a un difunto, hijo único de una mujer que era viuda, y había con ella mucha gente de la ciudad. Cuando el Señor Jesús la vio, se compadeció de ella y le dijo: –No llores. Se acercó al féretro y lo tocó. Y se detuvieron los que lo llevaban. Jesús dijo: –¡Joven, a ti te digo: levántate! El que había muerto se incorporó y comenzó a hablar. Jesús se lo entregó a su madre. Todos tuvieron miedo y alababan a Dios diciendo: –¡Un gran profeta se ha levantado entre nosotros! Dios ha visitado a su pueblo. Este joven fue la primera persona resucitada por Jesús que menciona la Biblia. Este milagro extendió su fama por toda Judea y sus alrededores. Jesús regresó a Capernaúm, y la gente se enteró de que estaba en casa de Pedro. De inmediato se juntó la muchedumbre, de modo que no cabían ni aún a la entrada de la puerta. Jesús comenzó a enseñar, y se sentaron ahí con él los fariseos y doctores de la Ley, los cuales habían venido de todas las aldeas de Galilea, de Judea y Jerusalén. Dada la creciente popularidad del Señor, seguramente había atraído la curiosidad y tal vez incluso la preocupación de los fariseos. Dios le había dado el poder para sanar, y unos hombres le trajeron en una camilla a uno que estaba paralítico, cargado por cuatro de ellos. Trataron de entrar y ponerlo delante de él, pero al no encontrar la forma de entrar a causa de la multitud, subieron al techo de la casa de Pedro, quitaron parte del tejado y por la abertura lo bajaron en la camilla y lo pusieron en medio de la habitación, delante de Jesús. Al ver él la fe de ellos, le dijo al paralítico: 67


–Ten ánimo hijo, tus pecados te son perdonados. Los escribas y los fariseos comenzaron a pensar en su interior: “¿Quién es este? ¿Por qué habla de ese modo? Este hombre blasfema (blasfemia significa un insulto o una irreverencia a Dios, algo que era severamente castigado por la ley judía). ¿Quién puede perdonar pecados sino sólo Dios?” Jesús, conociendo en su espíritu los pensamientos de ellos, les preguntó: –¿Por qué piensan mal en sus corazones? ¿Qué es más fácil? ¿Decir al paralítico: “Tus pecados te son perdonados”, o decir: “Levántate y anda”? Pues para que sepan que el Hijo del Hombre tiene el poder en la tierra para perdonar pecados… Dijo al paralítico: –A ti te digo: levántate, toma tu camilla y vete a tu casa. Al instante el hombre se levantó en presencia de ellos, tomó la camilla en que estaba acostado y se fue a su casa dando gloria a Dios. Y todos los presentes, sorprendidos y llenos de asombro, alababan a Dios, porque había dado tal poder a los hombres. Decían: –Nunca habíamos visto algo así. ¡Hoy hemos visto maravillas! Jesús salió de la casa de Pedro y mucha gente le siguió. Vio en la calle a Leví hijo de Alfeo, también llamado Mateo, que estaba sentado en el escritorio de cobranza de los impuestos públicos, y le dijo: –Sígueme. Él, dejándolo todo, se levantó y lo siguió. Ese día, Mateo le hizo un gran banquete en su casa. Y estando Jesús sentado a la mesa en la casa, muchos cobradores de impuestos y gente pecadora que habían llegado ahí, se sentaron juntamente a la mesa con Jesús y sus discípulos, porque 68


eran muchos los que lo habían seguido. Cuando vieron esto los escribas y fariseos, murmuraron contra los discípulos: –¿Qué es esto? ¿Por qué comen y beben ustedes con su Maestro al lado de cobradores de impuestos y de pecadores? Los cobradores de impuestos, llamados publicanos tenían uno de los empleos más despreciables entre los judíos, tan denigrante como la prostitución, pues los publicanos eran judíos que trabajaban cobrando los tributos a sus mismos compatriotas para darlos al imperio romano, que tenía invadido Israel, y además cobraban una cantidad extra de impuestos como sueldo. Por eso eran considerados traidores y viles entre el pueblo de Israel. Al oír que los fariseos decían esto a sus discípulos, Jesús les dijo: –Los que están sanos no tienen necesidad de médico, sino los enfermos. Vayan y aprendan lo que significa lo dicho por Dios al profeta Oseas: “Misericordia quiero y no sacrificios”, porque no he venido a llamar a los justos, sino a los pecadores al arrepentimiento. Como los discípulos de Juan el Bautista estaban ayunando (probablemente ayunaban porque Juan estaba en la cárcel), y los de los fariseos también ayunaban, algunos le preguntaron a Jesús: –¿Por qué los discípulos de Juan ayunan muchas veces y hacen oraciones, y también los de los fariseos, pero tus discípulos comen y beben, y no ayunan? Él les dijo: –¿Acaso ustedes pueden lograr que los que tienen fiesta de bodas, muestren luto y ayunen mientras el esposo está con ellos? No. Mientras está el esposo

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no podrían ayunar. Pero vendrá el día cuando el esposo les será quitado. Entonces, en aquellos días, ayunarán. Les dijo también una parábola: –Nadie corta un pedazo de un vestido nuevo y lo pone en un vestido viejo, pues si lo hace no solamente echa a perder el nuevo, sino que el remiendo sacado de él no armoniza con el viejo. Nadie pone paño nuevo en vestido viejo, porque además el paño tira del vestido y la rotura se hace peor. Y nadie echa vino nuevo en odres viejos, pues el vino nuevo romperá los odres y se derramará, y los odres se perderán. Se echa el vino nuevo en odres nuevos, y lo uno y lo otro se conservan mutuamente. Y nadie que haya bebido del añejo querrá luego el nuevo, porque dirá: “El añejo es mejor”.

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JESÚS Y LOS FARISEOS I Estaba cercana una fiesta de los judíos, y Jesús viajó a Jerusalén. En la ciudad de Jerusalén existía un estanque cerca de la Puerta de las Ovejas, llamado en hebreo Betesda, que tenía cinco portales. En estos portales había una gran multitud de enfermos, ciegos, cojos y paralíticos que esperaban el movimiento del agua, porque un ángel bajaba de tiempo en tiempo al estanque y agitaba el agua. El que entraba primero al estanque después del movimiento del agua, quedaba sano de cualquier enfermedad que tuviera. Había allí un hombre que estaba enfermo hacía treinta y ocho años. Cuando Jesús lo vio acostado y supo que llevaba ya mucho tiempo así, le dijo: –¿Quieres ser sano? El enfermo le respondió: –Señor, no tengo quién me meta en el estanque cuando se agita el agua. Cuando yo voy a meterme, otro entra siempre antes que yo. Jesús le dijo: –Levántate, toma tu camilla y anda. Aquel hombre fue sanado al instante, tomó su camilla y se fue. Aquel día era sábado. Los líderes judíos le dijeron al que había sido sanado: –Es shabat, no te está permitido cargar tu camilla. Él les respondió: –El que me sanó, él mismo me dijo: “Toma tu camilla y anda”. Ellos le preguntaron: –¿Quién te dijo: “Toma tu camilla y anda”? 71


Pero el que fue sanado no sabía quién era, porque Jesús se había apartado de la gente que estaba en aquel lugar. Jesús lo encontró después en el Templo y le dijo: –Mira, fuiste sanado. No peques más, para que no te suceda algo peor. El hombre se fue y le contó a los líderes judíos que Jesús era quien lo había sanado. Por esta causa siguieron a Jesús con la intención de matarlo, porque hacía todas estas cosas en shabat. Jesús les dijo: –Mi Padre trabaja hasta ahora, y yo también trabajo. Y añadió: –De verdad les digo: el Hijo no puede hacer nada por sí mismo, sino que hace lo que ve hacer al Padre. Todo lo que el Padre hace, también lo hace el Hijo igualmente, porque el Padre ama al Hijo y le muestra todas las cosas que él hace, y le mostrará mayores obras que estas, para que ustedes se asombren. Así como el Padre levanta a los muertos y les da vida, así también el Hijo da vida a los que quiere, porque el Padre no juzga a nadie, sino que le dio toda la facultad de juzgar al Hijo, para que todos honren al Hijo como honran al Padre. El que no honra al Hijo no honra al Padre, que fue quien lo envió. De verdad les digo: el que oye mi palabra y le cree a quien me envió, tiene vida eterna y no tendrá condenación, sino que ha pasado de muerte a vida. Verdaderamente viene la hora y es ahora mismo, cuando los muertos oirán la voz del Hijo de Dios, y los que la oigan vivirán. Así como el Padre tiene vida por sí mismo, así también le ha concedido al Hijo el tener vida por sí mismo. Y además le dio autoridad de juzgar, por ser el Hijo del Hombre. No se escandalicen de esto, porque llegará la hora cuando todos los que están en los sepulcros oirán su voz, y los que hicieron el bien resucitarán para vida eterna, pero los que hicieron lo malo, resucitarán para ser condenados. 72


Yo no puedo hacer nada por mí mismo. Según lo que escucho, así también juzgo, y mi juicio es justo porque no busco hacer mi voluntad, sino la voluntad del Padre que me envió. Si yo testificara acerca de mí mismo, mi testimonio no sería verdadero. Pero quien da testimonio acerca de mí es otro, y sé que el testimonio que él da acerca de mí es verdadero. Ustedes enviaron mensajeros a Juan y él testificó de la verdad, aunque yo no recibo testimonio de ningún hombre. Sin embargo, digo esto para que ustedes se salven. Él era antorcha que ardía y alumbraba, y ustedes quisieron alegrarse por un tiempo en su luz. Pero yo tengo un testimonio mayor que el de Juan: las obras que el Padre me mandó que cumpliera. Las mismas obras que yo hago, son las que dan testimonio de mí, de que fue el Padre quien me envió. También el Padre que me envió ha dado testimonio de mí. Ustedes nunca han oído su voz, ni han visto su aspecto, ni tienen su palabra viviendo en ustedes porque no le creen a quien él envió. Ustedes estudian las Escrituras porque a ustedes les parece que en ellas tienen la vida eterna, y ellas son precisamente las que testifican acerca de mí. Pero ustedes no quieren venir a mí para obtener la vida. Yo no quiero recibir gloria de los hombres. Pero yo a ustedes los conozco, que no tienen el amor de Dios en ustedes. Yo he venido en nombre de mi Padre y no me reciben. Si viene otro en su propio nombre, a ese sí lo recibirán. ¿Cómo podrían ustedes creer, ya que ustedes reciben gloria y se alaban los unos a los otros, y no buscan la gloria que viene del único Dios? No piensen que voy a acusarlos delante del Padre. Moisés, en quien ustedes tienen sus esperanzas, es quien los acusa, porque si le creyeran a Moisés, me creerían a mí, porque él escribió acerca de mí. Pero si no le creen a sus escritos, ¿cómo creerán en mis palabras? Jesús se refería muy probablemente a la profecía de Moisés antes de morir, acerca de la promesa que hizo Dios a Israel, de enviarles un profeta como él: “Un profeta como yo te levantará el Señor tu Dios, de en medio de ti, de tus hermanos. A él oirás. Conforme pediste al Señor tu Dios, en el monte Horeb, 73


el día de la asamblea, cuando dijiste: No vuelva yo a oír la voz del Señor mi Dios, ni vea yo más este gran fuego, para que no muera. Y El Señor me dijo: –Está bien eso que han dicho. Un profeta como tú les levantaré en medio de sus hermanos. Pondré mis palabras en su boca y él les dirá todo lo que yo le mande. Pero a cualquiera que no oiga las palabras que él pronuncie en mi nombre, yo le pediré cuenta. Todo profeta que tenga la presunción de pronunciar en mi nombre una palabra que yo no le haya mandado pronunciar, o que hable en nombre de dioses ajenos, ese profeta morirá. Tal vez digas en tu corazón: ¿Cómo sabremos que esta no es palabra de Dios? Si el profeta habla en nombre de Dios, y no se cumple ni sucede lo que dijo, esa palabra no es del Señor. Tal profeta habló por presunción. No tengas temor de él”. Estando en Jerusalén para la fiesta, Jesús caminaba un día por los sembrados en sábado, y mientras andaban, sus discípulos sintieron hambre. Comenzaron a arrancar espigas y, luego de restregarlas con las manos, se las comían. Algunos de los fariseos, al verlo, le dijeron: –Mira, tus discípulos hacen lo que no está permitido hacer en shabat. ¿Por qué hacen lo que no deben? Pero él les dijo: –¿Ni aún esto han leído, lo que hizo el rey David cuando él y los que iban con él sintieron hambre, y cómo entró en la casa de Dios, siendo Abiatar el Sumo Sacerdote, y comió David los panes de la proposición que no le estaba permitido comer, sino solamente a los sacerdotes, y les dio también a los que estaban con él? ¿O no han leído en la Torá cómo en sábado los sacerdotes en el Templo profanan el shabat al efectuar sus labores y quedan sin culpa? Pues yo les digo que aquí está uno que es mayor que el Templo. Si supieran qué significa: “Misericordia quiero y no sacrificios”, no condenarían a los inocentes. El sábado fue hecho día de reposo por causa del hombre, y no el hombre por causa del sábado. Por tanto, el Hijo del Hombre es Señor aún del shabat. 74


Sucedió también en otra ocasión, que Jesús entró en una sinagoga en shabat a enseñar, y había allí un hombre que tenía seca la mano derecha (la biblia no menciona qué tipo de enfermedad era, pero por sus características le impedía la movilidad de los dedos y de la mano en general). Los escribas, los maestros de la Torá y los fariseos lo acechaban para ver si lo sanaría en shabat, a fin de encontrar de qué acusarlo. Le preguntaron: –¿Está permitido sanar en sábado? Pero Jesús, que conocía sus pensamientos, le dijo al hombre que tenía la mano seca: –Levántate y ponte en medio. Él se levantó y se quedó en pie. Jesús les dijo: –Les preguntaré algo: en shabat, ¿es correcto hacer el bien o hacer el mal? ¿Salvar la vida o quitarla? ¿Qué hombre de ustedes, si tiene una oveja y esta se le cae en un hoyo en sábado, no la agarra y la saca? ¿Cuánto más vale un hombre que una oveja? Por tanto, está permitido hacer el bien en sábado. Pero ellos callaban. Jesús, mirándolos seriamente, entristecido por la dureza de sus corazones, le dijo al hombre: –Extiende tu mano. Él la extendió y fue restaurada. Quedó sana como la otra. Por esto los líderes judíos se llenaron de furor, y aún más insistentemente deseaban matarlo, porque no solo no guardaba el shabat de acuerdo a sus tradiciones, sino que también decía que Dios era su propio Padre, igualándose a Dios. Se confabularon para destruirlo, consultándose entre sí qué podrían hacer contra él. 75


Cuando Jesús se enteró, se retiró de Jerusalén. Lo siguió mucha gente. Sanaba a todos y les encargaba rigurosamente que no le dijeran a nadie lo que les había hecho ni lo descubrieran, para que se cumpliera lo que dijo el profeta Isaías: “Este es mi siervo, a quien he escogido. Mi amado, en quien se agrada mi alma. Pondré mi Espíritu sobre él, y a los gentiles anunciará juicio. No contenderá, ni voceará, ni nadie oirá en las calles su voz. La caña cascada no quebrará y el pábilo que humea no apagará, hasta que haga triunfar el juicio. En su nombre esperarán los gentiles”.

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EL SERMÓN DEL MONTE Jesús volvió a la orilla del mar de Galilea junto con sus discípulos, pues no quería andar en Judea porque las autoridades judías intentaban matarlo. Y toda la gente venía a verlo en gran multitud. Les dijo a sus discípulos que le tuvieran siempre lista la barca, para evitar que la multitud lo oprimiera, pues como había sanado a muchos, todos los que tenían plagas se echaban sobre él para tocarlo, porque salía poder de él y sanaba a todos. En una ocasión bajó de la barca para estar con ellos y se detuvo en un lugar llano (probablemente en la planicie de Genesaret, que está cerca de Capernaúm) en compañía de sus discípulos y de una gran multitud de gente de toda Judea, de Jerusalén, de Idumea, del otro lado del Jordán (la región llamada Perea), de la costa de Tiro y Sidón y sus alrededores, quienes al oír las grandes cosas que hacía, vinieron para escucharle y para ser sanados de sus enfermedades y de los espíritus malignos que los atormentaban. Los demonios al verlo se postraban delante de él y gritaban: “¡Tú eres el Hijo de Dios!” Pero él los reprendía para que no descubrieran su identidad, porque ellos sabían que él era el Cristo. Y los endemoniados eran sanados. Viendo que la multitud era tan grande y tenía tanta necesidad, se apartó y subió a la ladera de un monte cercano y se sentó. Se acercaron a él sus discípulos, y abriendo su boca, les comenzó a enseñar: –Bienaventurados los pobres en espíritu, porque de ellos es el Reino de Dios. Bienaventurados los que hoy lloran, porque reirán y recibirán consolación. Bienaventurados los mansos, porque recibirán por herencia la tierra. Bienaventurados los que tienen hambre y sed de justicia 77


(de ser considerados justos delante de Dios), porque serán saciados. Bienaventurados los misericordiosos, porque obtendrán misericordia. Bienaventurados los de corazón limpio, porque ellos verán a Dios. Bienaventurados los que promueven la paz, porque serán llamados hijos de Dios. Bienaventurados los que son perseguidos por ser justos, porque de ellos es el Reino de Dios. (Ser bienaventurado significa ser bendito, muy privilegiado, muy afortunado, dichoso, o que tiene un estado especial de bienestar sin importar las circunstancias.) Ustedes serán bienaventurados cuando por causa mía los odien, los discriminen, los insulten, los persigan, les digan toda clase de improperios contra ustedes, mintiendo, y menosprecien su nombre como malo por causa del Hijo del Hombre. Alégrense y siéntanse dichosos en aquel día, porque la recompensa de ustedes es grande en el Cielo, pues igualmente persiguieron sus antecesores a los profetas que vivieron antes que ustedes. Pero, ¡ay de ustedes los ricos! Porque ya tienen su consuelo. ¡Ay de ustedes, los que ahora están satisfechos! Porque padecerán hambre. ¡Ay de ustedes, los que ahora ríen! Porque se lamentarán y llorarán. ¡Ay de ustedes, cuando todos los hombres hablen bien de ustedes! Porque también así hacían sus antecesores con los falsos profetas.

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Podría parecer ilógica la manera en que reaccionó Jesús al ver a tantas personas necesitadas de él. En lugar de redoblar sus esfuerzos por estar con la gente, se apartó hacia un monte y allí enseñó a unos pocos seguidores. Sin embargo, Jesús sabía que su tiempo entre los hombres sería corto. Sabía que por más tiempo que les dedicara, no alcanzaría para que toda la gente fuera salvada por él en persona (aún siendo el Hijo de Dios, estaba confinado a su cuerpo natural, y por lo tanto sujeto a las limitaciones de tiempo y espacio que tenemos todos los seres vivos). Lo que hizo entonces fue algo muy sencillo y efectivo: hacer discípulos y enseñarles a obedecer las cosas que él había ordenado, para que ellos a su vez hicieran lo mismo. Este sencillo método hizo que su iglesia perdurara hasta nuestros días. El Señor siguió diciendo: –Ustedes son la sal de la tierra. La sal es buena, pero si pierde su sabor, ¿cómo podrá salar? No es ya útil ni para la tierra ni para el muladar. Ya no sirve para nada, sino para ser desechada, arrojada fuera y pisoteada por los hombres. El que tenga los oídos atentos para oír esto, escuche. Todos los hombres serán salados con fuego, y todo sacrificio será salado con sal. Tengan sal en su interior, y vivan en paz los unos con los otros. Ustedes son la luz del mundo. Una ciudad edificada sobre un monte no se puede esconder. Ni tampoco se enciende una luz para cubrirla con una vasija, ni para ponerla en lo oculto, debajo de la cama, sino que se pone sobre el candelero, para que alumbre a todos los que están en casa y los que entren vean la luz. Así debe alumbrar la luz de ustedes frente a los hombres, para que vean las buenas obras de ustedes y den gloria a su Padre Dios que está en el Cielo. Pues no hay nada que esté oculto que no vaya a ser descubierto, ni hay nada escondido que no se conozca y salga a la luz. Los ojos son la lámpara del cuerpo. Así es que, si tu ojo mira sin malicia, todo tu cuerpo estará lleno de luz. Pero si tu ojo mira maliciosamente, todo tu cuerpo estará en tinieblas. De manera que, si la luz dentro de ti son en realidad tinieblas, ¿cuánto más oscuras serán tus mismas tinieblas? Ten cuidado, no sea que la luz que hay en ti no sea en realidad luz, sino tinieblas. 79


Si todo tu cuerpo está lleno de luz, sin porción alguna de tinieblas, será todo luminoso, como cuando una lámpara te alumbra con su resplandor. Los que tengan oídos atentos para oír esto, escuchen. Tengan cuidado de cómo escuchan, porque con la medida con que miden, los medirán, y aún más se les demandará a ustedes que han oído, pues al que tiene, se le dará más. Pero al que no tiene, aún lo poco que tiene o piensa tener se le quitará. No piensen que he venido a abolir la Ley de Moisés o los Profetas (la Torá o el Tanaj). No he venido a abolirla, sino a cumplirla, porque de verdad les digo que antes de que el cielo y la tierra terminen, ni una jota ni un acento de la Torá pasarán hasta que todo se haya cumplido. Es más fácil que terminen el cielo y la tierra, a que se frustre un acento siquiera de la Torá. De manera que cualquiera que desobedezca uno de estos mandamientos muy pequeños y enseñe a los hombres a hacerlo, será llamado muy pequeño en el Reino de Dios, pero cualquiera que los cumpla y los enseñe, será llamado grande en el Reino de Dios. Por lo tanto, les digo que si su rectitud no es mayor que la de los escribas y fariseos, no entrarán ustedes al Reino de Dios. Han oído que fue ordenado a sus antepasados en la Torá: “No matarás”, y cualquiera que mate será culpable en el juicio. Pero yo les digo que cualquiera que se enoje contra su hermano será culpable en el juicio, y cualquiera que le diga “necio” a su hermano será culpable ante el jurado, y cualquiera que le diga “tonto” quedará expuesto al fuego del infierno. Por lo tanto, si traes tu ofrenda al altar y allí te acuerdas de que tu hermano tiene algo contra ti, deja allí tu ofrenda, delante del altar y ve a reconciliarte primero con tu hermano, y después vuelve y presenta tu ofrenda. ¿Por qué no te das cuenta por ti mismo de que esto es justo? Cuando vayas con tu adversario a ver al magistrado, mejor ponte de acuerdo con él mientras que van los dos en el camino. No sea que tu enemigo te entregue al juez y el juez al guardia, y te echen a la cárcel. De verdad te digo que no saldrás de ahí hasta que pagues el último centavo. 80


Han oído también que fue ordenado en la Torá: “No cometerás adulterio”. Pero yo les digo que cualquiera que mira a una mujer ajena para desearla, ya adulteró con ella en su corazón. Por lo tanto, si tu ojo derecho te hace caer en pecado, sácalo y échalo fuera de ti, pues es mejor que se pierda uno de tus miembros, y no que todo tu cuerpo sea arrojado al infierno. Es mejor entrar en la vida eterna con un solo ojo, que ser echado en el lago de fuego teniendo dos ojos. Si tu mano derecha te hace caer, córtala y échala fuera de ti, porque es mejor entrar en la vida eterna manco, que ir al infierno teniendo las dos manos. Y si tu pie te hace caer, córtalo, porque es mejor entrar en la vida eterna cojo, que ser arrojado al infierno teniendo los dos pies, al fuego que no puede ser apagado nunca, donde el gusano no muere. Aquí Jesús estaba citando al profeta Isaías, cuando dijo: “Saldrán y verán los cadáveres de los hombres que se rebelaron contra mí, porque su gusano nunca morirá, ni su fuego se apagará, y serán abominables a todo hombre”. Dijo además el Señor: –También fue dicho en la Torá: “Cualquiera que quiera separarse de su mujer, dele carta de divorcio”. Pero yo les digo que quien repudia a su mujer, a no ser por causa de fornicación (es decir, por infidelidad conyugal de ella) y se casa con otra, comete adulterio. Y el que se casa con la repudiada, también comete adulterio. Además han oído en la Torá que Moisés dijo a nuestros antepasados: “No jurarás falsamente, sino cumplirás a Dios tus juramentos”. Pero yo les digo: no juren de ninguna manera: ni por el cielo, porque es el trono de Dios. Ni por la tierra, porque es el estrado de sus pies. Ni por Jerusalén, porque es la ciudad del gran rey. Ni por tu misma cabeza jurarás, porque no tienes el poder de volver blanco o negro ni uno solo de tus cabellos. Pero que tu forma de hablar sea: “Sí, sí” o “No, no”, porque agregar algo más que eso, es un mal proceder.

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Oyeron que fue dicho en la Torá: “Ojo por ojo y diente por diente”. Pero yo les digo: no se enemisten con los malvados. Antes, a cualquiera que te hiera en la mejilla derecha, preséntale también la otra. Al que quiera echarte pleito y quitarte la túnica, déjale también la capa. A cualquiera que te obligue a llevar una carga por una milla, ve con él dos millas. Al que te pida, dale, y al que quiera tomar prestado algo tuyo, no se lo niegues ni pidas que te lo devuelva. También oyeron que fue dicho: “Amarás a tu prójimo y odiarás a tu enemigo”. Pero yo les digo a ustedes que me oyen: amen a sus enemigos, hagan el bien a los que los odian, bendigan a los que los maldicen y oren por los que los calumnian, los ultrajan y los persiguen. Así como quieren que los demás los traten, así también ustedes traten a los demás, para que sean hijos de su Padre Dios que está en el cielo, que hace salir el sol sobre los buenos y también sobre los malos, y hace llover sobre los justos y también sobre los injustos. Si aman a aquellos que les aman, ¿qué mérito tienen? También los pecadores aman a los que los aman. Y si hacen el bien a los que les hacen bien a ustedes, ¿qué mérito tienen? También los pecadores hacen lo mismo. Y si les prestan a aquellos de quienes esperan recibir algo, ¿qué mérito tienen? También los pecadores prestan a los pecadores para recibir otro tanto. Y si saludan a sus hermanos solamente, ¿qué hacen de meritorio? ¿No hacen lo mismo los gentiles? Sean pues ustedes perfectos, como su Padre que está en los Cielos es perfecto. Amen a sus enemigos, hagan el bien y presten sin esperar de vuelta lo prestado, y su recompensa será grande. Y serán hijos del Dios Altísimo, porque él también es benigno con los ingratos y los malos. Sean pues misericordiosos, como también su Padre Dios es misericordioso. Cuídense de no hacer sus buenas acciones delante de las personas para ser admirados por ellos, porque de esa manera no tendrán recompensa de su Padre que está en los Cielos. Cuando den limosna, no hagan aspavientos ni lo anuncien con trompeta como hacen los hipócritas en las sinagogas y en las calles, para ser alabados por los hombres. De verdad les digo que 82


ellos ya tienen su recompensa (los hipócritas no buscaban la recompensa de Dios, sino la alabanza de los hombres, y esa es la única recompensa que obtendrán). Pero cuando tú des limosna, que no sepa ni tu mano izquierda lo que hace tu derecha, para que tu limosna sea secreta. Y tu Padre Dios, que ve lo secreto de ti, te recompensará en público. Cuando hagan ayuno, no pongan cara triste como los hipócritas que desfiguran sus rostros para mostrar a los hombres que ayunan. De verdad les digo que ellos ya tienen su recompensa (la que deseaban: el reconocimiento de los hombres). Pero tú, cuando ayunes, pon loción en tu cabello y lava tu rostro para no mostrar a la gente que ayunas, sino solo a tu Padre Dios en secreto. Y tu Padre, que ve lo secreto de ti, te recompensará en público. Vendan lo que poseen y denlo como limosna. Y hagan así bolsas que no envejezcan (en ese tiempo, quien estaba encargado del dinero lo guardaba en una especie de cinturón hecho de paño cosido. A eso le llamaban “la bolsa”, la cual debía ser nueva pues con el uso se gastaba y rompía, y el portador corría el riesgo de tirar y perder el dinero en un descuido). No se hagan tesoros aquí en la tierra, donde la polilla y el moho los destruyen, y donde los ladrones entran y se los roban. Háganse riquezas y tesoros en el cielo que no se agoten, donde ni la polilla ni el moho los destruyen, y donde no entran ladrones a robar. Porque donde esté su tesoro, allí estará también su corazón. Ningún siervo puede servir a dos amos, sino que odiará a uno y amará al otro, o estimará a uno y menospreciará al otro. Así es que ustedes no pueden servir a Dios y a las riquezas. Por lo tanto les digo: no se angustien por su vida, qué comerán o qué beberán. Ni por su cuerpo, qué vestirán. ¿No es la vida mucho más que el alimento, y el cuerpo más que el vestido? Miren a los cuervos y a las demás aves del cielo, que no siembran ni siegan, ni tienen despensa ni la recogen en graneros, y sin embargo nuestro Padre celestial las alimenta. ¿No valen ustedes mucho más que las aves? ¿Y quién de ustedes podrá, por mucho que se angustie, añadir unos centímetros a su estatura? Pues si no pueden controlar ni aún lo que es mínimo, ¿por qué se angustian por lo demás?

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Y por el vestido, ¿por qué se angustian? Fíjense cómo crecen los lirios del campo: no trabajan ni hilan, pero ni aún Salomón con toda su majestad se vistió como uno de ellos. Y si a la hierba del campo, que florece un día y al otro se quema en el horno, Dios la viste así, ¿no hará mucho más por ustedes, hombres de poca fe? No se angustien pensando: ¿Qué comeremos, o qué beberemos, o qué vestiremos? Ni estén ansiosos ni inquietos, porque los gentiles (los no judíos) y la gente del mundo se angustian por todas estas cosas, pero nuestro Padre celestial sabe que ustedes tienen necesidad de todas ellas. Busquen primeramente el Reino de Dios y su justicia, y todas estas cosas les serán añadidas. Así es que no se angustien por el día de mañana, porque el día de mañana traerá su propia preocupación. A cada día le basta su propio afán. No tengan miedo, mi pequeña manada, porque al Padre Celestial le ha agradado darles el Reino. No juzguen a otros para que no sean ustedes juzgados. No condenen y no serán condenados. Perdonen y serán perdonados. Den y se les dará, una muy buena porción, apretada, remecida y rebosando darán en su regazo. Porque con el mismo juicio con que juzguen serán juzgados, y con la medida con que midan a otros, se les medirá también a ustedes. ¿Por qué miras la paja que está en el ojo de tu hermano y no te pones a ver la viga que está en tu propio ojo? ¿Cómo podrías decir a tu hermano: “Déjame sacar la paja de tu ojo”, si tú no ves la viga que tienes en el tuyo? ¡Hipócrita! saca primero la viga de tu propio ojo y entonces verás bien para sacar la paja del ojo de tu hermano. No des lo santo a los perros, ni eches tus perlas delante de los cerdos, no sea que las pisoteen, y se vuelvan y te despedacen. Alguien le preguntó: –Señor, ¿son pocos los que se salvan? Jesús dijo:

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–Esfuércense por entrar por la puerta angosta. Porque es muy ancha la puerta y muy espacioso el camino que lleva a la perdición, y son muchos los que entran por ella. Pero es angosta la puerta y angosto el camino que lleva a la vida eterna, y son pocos los que la hallan. Porque muchos intentarán entrar y no podrán. No todo el que me dice: “¡Señor, Señor!”, entrará en el Reino de Dios, sino solamente el que hace la voluntad de mi Padre Dios que está en los Cielos. Después de que el padre de familia se haya levantado y cerrado la puerta, y estando ustedes afuera empiecen a llamar a la puerta y a decir: “Señor, Señor, ábrenos”, él les dirá: “No sé de dónde son ustedes”. Ustedes dirán: “Frente a ti comimos y bebimos, y enseñaste en nuestras plazas”. Pero él les dirá: “Les digo que no sé de dónde son, apártense de mí todos ustedes, malhechores”. Muchos me dirán en aquel día: “Señor, Señor, ¿no profetizamos en tu nombre, y en tu nombre echamos fuera demonios, y en tu nombre hicimos muchos milagros?” Entonces yo les aclararé: “Nunca los conocí. ¡Apártense de mí, obradores de maldad! –Jesús estaba citando el salmo 6.– Allí llorarán y crujirán los dientes cuando vean a Abraham, a Isaac, a Jacob y a todos los profetas en el Reino de Dios, y ustedes estén excluidos. Vendrán gentes del oriente y del occidente, del norte y del sur –de todo el mundo–, y se sentarán a la mesa en el Reino de Dios. Hay últimos que serán primeros, y primeros que serán últimos. Cuídense de los falsos profetas que vendrán a ustedes vestidos de ovejas, pero por dentro son lobos rapaces. Por sus frutos los conocerán. ¿O acaso se recogen higos de las zarzas o uvas de los espinos? Así también todos los árboles buenos dan frutos buenos, pero el árbol malo da frutos malos. No puede el buen árbol dar frutos malos, ni el árbol malo dar frutos buenos, pues a todo árbol se le conoce por su fruto.

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Todo árbol que no da buen fruto, es cortado y echado en el fuego. Así es que por sus frutos los conocerán. El hombre bueno, del buen tesoro de su corazón saca lo bueno, y el hombre malo, del mal tesoro de su corazón saca lo malo, porque la boca de las personas habla de lo que abunda en su corazón. Jesús prosiguió diciendo: –¿Por qué me llaman “Señor, Señor” y no hacen lo que yo les digo? Todo aquel que se acerca a mí, oye mis palabras, las obedece y las pone en práctica, es comparable a un hombre prudente que al edificar una casa, cavó la tierra, ahondó y puso el fundamento sobre la roca. Cuando cayó la lluvia y llegó la inundación, se hicieron ríos, soplaron los vientos y golpearon con ímpetu contra aquella casa, pero no se movió porque estaba fundada sobre la roca. Pero cualquiera que oye mis palabras y no las practica, es como el hombre insensato que edificó su casa sobre la arena, sin fundamento. Cayó la lluvia, se hicieron ríos, soplaron los vientos y dieron con ímpetu contra aquella casa y se cayó pronto, quedando completamente arruinada. Cuando terminó Jesús de hablarles, los presentes estaban admirados de su enseñanza, porque les enseñaba como quien tiene autoridad, y no de la manera en que lo hacían los escribas (quienes probablemente lo hacían como repitiendo algo largamente memorizado).

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MILAGROS Y SEÑALES III Cuando Jesús bajó del monte, le siguió mucha gente. Al verse rodeado de la multitud, dio la orden de cruzar el mar. Les dijo a sus discípulos: –Pasemos al otro lado del mar de Galilea. Se le acercó un escriba (un estudioso de la Torá y las demás Sagradas Escrituras, que conocemos como el Antiguo Testamento de la Biblia) y le dijo: –Maestro, te seguiré adondequiera que vayas. Pero Jesús le dijo: –Las zorras tienen guaridas y las aves del cielo tienen nidos, pero el Hijo del Hombre no tiene ni dónde recostar su cabeza. Jesús le dijo a otro de sus discípulos: –Sígueme. Él respondió: –Señor, permíteme que vaya y entierre a mi padre (probablemente se refería a estar con él sus últimos años hasta su muerte, para poder enterrarlo), antes de seguirte. Pero Jesús le dijo: –Deja que los muertos entierren a sus muertos, pero tú ve a anunciar el Reino de Dios. También le dijo otro:

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–Te seguiré Señor, pero déjame que me despida primero de los que están en mi casa. Jesús le contestó: –Ninguno que después de poner su mano en el arado mira hacia atrás, es apto para el Reino de Dios. Una vez que se despidió de la multitud, Jesús entró en la barca y sus discípulos lo siguieron. Había también otras barcas que zarparon. Pero en el mar de Galilea se levantó una tempestad y unos vientos tan grandes que las olas cubrían la barca, de tal manera que entró demasiada agua dentro de la nave y estaba en peligro de hundirse. Sin embargo Jesús estaba durmiendo en la popa, apoyado en un cabezal (una almohada pequeña para recostar la cabeza). Sus discípulos se acercaron a él, lo despertaron y le dijeron: –¡Señor! ¡Maestro! ¿Acaso no tienes cuidado de nosotros? ¡Sálvanos, que nos morimos! Él se despertó y les dijo: –¿Por qué tienen tanto miedo, hombres de poca fe? Se levantó y reprendió a los vientos y al mar: –¡Calla, enmudece! Entonces cesó el viento y vino una gran bonanza, una gran calma en el mar. Jesús les dijo: –¿Por qué estaban así? ¿Dónde está su fe? Los hombres sintieron gran temor, y asombrados se decían:

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–¿Quién es este hombre, que aún le ordena a los vientos y al mar, y lo obedecen? Arribaron con la barca a Gadara, la tierra de los gadarenos, que está en la ribera opuesta del mar de Galilea. Al llegar Jesús a la orilla, le salieron al encuentro desde los sepulcros dos hombres originarios de la ciudad de Decápolis, endemoniados desde hacía mucho tiempo, tan violentos y feroces que nadie podía pasar por aquel camino. No vestían ropa ni habitaban en ninguna casa, sino que vivían en los sepulcros. Al ver a Jesús de lejos, lanzaron un gran alarido, corrieron y postrándose a sus pies gritaron: –¿Qué tienes contra nosotros Jesús, Hijo del Dios Altísimo? ¿Has venido acá para atormentarnos antes de tiempo? ¡Te rogamos por Dios que no nos atormentes! Hacía mucho tiempo que los demonios se habían apoderado de ellos y nadie podía mantenerlos atados, ni aún con cadenas. Muchas veces habían sido atados con cadenas y grilletes, pero habían hecho pedazos las cadenas y desmenuzado los grilletes, y eran llevados por los demonios a los desiertos. Nadie los podía dominar, y siempre, de día y de noche andaban gritando en los montes y en los sepulcros, e hiriéndose con piedras. Jesús le preguntó a uno de los hombres: –¿Cómo te llamas? El demonio le dijo: –Me llamo Legión, porque somos muchos. Muchos demonios habían entrado en ellos y le rogaban que no los enviara fuera de aquella región, ni los mandara al abismo. Jesús les ordenó a los demonios que salieran de los hombres. Les dijo: –¡Salgan de estos hombres, espíritus malignos! 89


Estaba lejos de ellos un gran hato o manada de cerdos pastando en el monte, eran como dos mil, y todos los demonios le rogaron que los dejara entrar en ellos: –Si nos echas fuera, permítenos ir a aquel hato de cerdos para entrar en ellos. Él les dio permiso. Les dijo: –Vayan. Aquellos demonios salieron de los hombres y entraron en los cerdos. Todo el hato de cerdos se lanzó al mar de Galilea por un despeñadero, se ahogaron y murieron en el agua. Los que pastoreaban los cerdos, cuando vieron lo que había sucedido, huyeron y dieron aviso en la ciudad de Gadara y por los campos, contando todas las cosas que habían pasado con los endemoniados. Toda la ciudad salió a ver lo ocurrido. Llegaron a donde estaba Jesús y encontraron a los hombres de quienes habían salido los demonios, sentados a los pies de Jesús, vestidos y en su cabal juicio, y tuvieron mucho miedo. Los que habían visto lo sucedido les contaron cómo habían sido salvados los endemoniados, y lo de los cerdos. Entonces toda la multitud de los gadarenos le rogó a Jesús que se alejara de ellos y se fuera de sus alrededores pues tenían mucho temor. La reacción de los habitantes de Gadara fue la misma que tuvo Simón Pedro ante el primer milagro que presenció de Jesús: pedirle que se alejara, pues tenía miedo. Sintiéndose pecador, Pedro no se sintió digno de estar cerca de la santidad de Jesús, luego de la pesca milagrosa. Pero a diferencia de los gadarenos, Jesús no permitió que Pedro lo alejara, pues ya lo había elegido de antemano como instrumento de su misión de salvación. Jesús subió en la barca y pasó al otro lado pues quería ir a la ciudad de Capernaúm. Los hombres de quienes habían salido los demonios le rogaban que los dejara ir con él, pero Jesús no se los permitió. Los despidió y les dijo: 90


–Vuélvanse a su casa, a los suyos, y cuenten cuán grandes cosas ha hecho Dios con ustedes y cómo les ha tenido misericordia. Ellos se fueron a su tierra, pregonando en Decápolis el milagro que Jesús había hecho con ellos. Y todos se asombraban al oírlos. Al llegar Jesús en la barca a la otra orilla, se reunió a su alrededor una gran multitud y lo recibieron con gozo, pues todos lo esperaban. Él estaba todavía a la orilla del mar cuando llegó a verlo un alto dignatario de la sinagoga, llamado Jairo. Se postró a sus pies y le rogó que fuera a su casa. Le dijo: –¡Mi única hija está agonizando, ven y pon las manos sobre ella para que sane y pueda vivir! Su hija era como de doce años. Jesús lo siguió, junto con sus discípulos. Iba tras ellos una gran multitud, y se apretaban contra Jesús porque eran muchos. Pero había ahí una mujer que desde hacía doce años padecía de flujo de sangre. Había sufrido mucho por tratamientos de muchos médicos y ninguno había podido curarla. Había gastado todo lo que tenía y de nada le había servido, sino que cada vez le iba peor. Cuando oyó que Jesús estaba ahí, fue y se acercó por detrás entre la multitud y tocó su manto, pensando: “Si tan sólo toco su manto, seré salvada”. Esta enfermedad le impedía por Ley, acercarse a la gente. Tampoco debía tocar a nadie pues era considerada impura de acuerdo a la Torá, la Ley de Moisés. Ella no debería ni acercarse a las poblaciones hasta que el flujo de sangre terminara. Por lo tanto, probablemente ella estaría arriesgando incluso su propia vida si la descubrían entre la multitud. Fue un acto de enorme valentía, o quizá de profunda desesperación. Pero sin lugar a dudas, un acto de fe. Al tocar el manto de Jesús, inmediatamente la fuente de su flujo de sangre se secó, y sintió en el cuerpo que estaba sana de su enfermedad. 91


Jesús, dándose cuenta de que había salido poder de él, se dio vuelta hacia a la multitud y preguntó: –¿Quién ha tocado mi ropa? ¿Quién es el que me ha tocado? Todos lo negaban. Pedro y los demás que estaban con él le dijeron: –¡Maestro! Ves que la multitud te aprieta y te oprime, y todavía preguntas: “¿Quién me ha tocado?” Pero Jesús dijo: –Alguien me ha tocado, porque yo sentí que salió poder de mí. Él miraba alrededor para ver quién lo había hecho. Cuando la mujer vio que había sido descubierta, se acercó temblando de miedo, sabiendo el milagro que había sido hecho en ella, y se postró frente a él. Le contó delante de todo el pueblo por qué razón lo había tocado y cómo al instante había sido sanada. Jesús, mirándola profundamente le dijo: –Hija ten ánimo, tu fe te ha salvado. Vete en paz y queda sana de tu enfermedad. Y la mujer fue salvada desde aquel momento. Mientras él aún hablaba, vinieron personas de la casa de Jairo, el alto dignatario de la sinagoga, y le dijeron: –Tu hija ha muerto, ya no molestes más al Maestro. Pero Jesús oyó lo que decían y le dijo a Jairo: –No tengas miedo, solamente cree y será salvada. Siguió hacia la casa de Jairo y no permitió que nadie lo siguiera sino Pedro, Jacobo y Juan el hermano de Jacobo, junto con el padre y la madre de la 92


niña. Llegó a la casa y vio que tocaban flautas y que las personas hacían alboroto, lloraban y se lamentaban mucho por ella. El Señor entró y les dijo: –¿Por qué gimen y lloran? Apártense, porque la niña no está muerta, sino dormida. Y se burlaron de él, porque sabían que estaba muerta. Pero él echó fuera a todos y entró, junto con los discípulos que estaban con él y los papás de la niña, a la habitación donde estaba la jovencita. Tomó la mano de la niña y le dijo: –¡Talita cumi! (Vocablo arameo que significa: “Niña, a ti te digo: levántate”.) Al momento le volvió la vida, e inmediatamente la niña se levantó y caminó, pues tenía doce años. Jesús les dijo que le dieran de comer. Al verla salir caminando de su cuarto, la gente se llenó de asombro. Sus padres estaban atónitos, pero Jesús les ordenó que no dijeran a nadie lo que había sucedido. Y se difundió la noticia por toda aquella región. Cuando Jesús salió de la casa de Jairo, lo siguieron dos ciegos diciéndole a gritos: –¡Ten misericordia de nosotros, Hijo de David! Después de haber entrado en la casa de Pedro, se le acercaron los ciegos y Jesús les preguntó: –¿Creen que puedo hacer eso? Ellos dijeron: –Sí, Señor.

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Jesús les tocó los ojos y les dijo: –Conforme a su fe les será hecho. Y en seguida fueron sanados sus ojos. Jesús les encargó rigurosamente: –Que nadie lo sepa. Pero ellos salieron a divulgar su fama por toda aquella tierra. Jesús recorría todas las ciudades y aldeas, enseñando en las sinagogas, predicando el Evangelio del Reino de Dios y sanando toda enfermedad y todo malestar en el pueblo.

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JESÚS Y SUS DISCÍPULOS II: MISIÓN DE LOS DOCE En una ocasión Jesús fue al monte y pasó la noche orando a Dios. Al día siguiente, cuando terminó de orar, designó a doce de sus discípulos para que estuvieran con él y fueran más cercanos, a los cuales llamó apóstoles (apóstol quiere decir enviado). Los nombres de los doce apóstoles son: 1. Simón hijo de Jonás, a quien puso por sobrenombre Cefas (es decir Pedro) 2. y su hermano Andrés. 3. Jacobo hijo de Zebedeo 4. y su hermano Juan (a quienes apellidó Boanerges, que significa: “Hijos del trueno”, probablemente por su fuerte temperamento). 5. Felipe, el de la ciudad de Betsaida, 6. Natanael (también llamado Bartolomé por ser hijo de Tolomé) de Caná de Galilea, 7. Leví (llamado también Mateo) hijo de Alfeo, que era cobrador de impuestos, 8. su hermano Jacobo hijo de Alfeo y 9. Judas Lebeo hijo de Alfeo (que tenía por sobrenombre Tadeo), hermano de Jacobo y de Mateo. 10. Tomás, llamado Dídimo (que significa: “gemelo” en arameo), 11. Simón el Zelote (también llamado el cananista), 12. y Judas Iscariote hijo de Simón (no Simón Pedro, ni Simón Zelote), el que llegó a ser el traidor. Él era el único de los doce que provenía de la región de Judea, de la ciudad de Queriot. Los demás eran galileos. Uno de sus discípulos le dijo: –Señor, enséñanos a orar, así como también Juan el Bautista le enseñó a sus discípulos. Jesús le respondió: –Cuando ores no seas como los hipócritas, porque ellos aman orar de pie en las sinagogas y en las esquinas de las calles, para ser vistos por la gente. De verdad te digo que ellos ya obtuvieron la recompensa que buscaban. Pero tú, 95


cuando ores, entra en tu cuarto, cierra la puerta y habla con tu Padre Dios allí en secreto. Y tu Padre, que ve lo secreto de ti, te recompensará en público. Y al orar no uses repeticiones vanas como los gentiles, que piensan que por su palabrería serán oídos. No hagas como ellos, porque tu Padre sabe de qué cosas tienes necesidad antes que tú le pidas. Ustedes orarán así: “Padre nuestro que estás en los cielos, tu nombre sea santificado. Venga tu Reino y se haga tu voluntad, así como se hace en el cielo, así también aquí en la tierra. Nuestro pan de cada día, dánoslo hoy. Perdónanos nuestras deudas y nuestros pecados, así como también nosotros perdonamos a todos nuestros deudores y a quienes nos ofenden. No nos metas en tentación, sino líbranos del mal, porque tuyo es el Reino, el poder y la gloria, por todos los siglos. Amén”. (Amén significa: “así sea”, “así es” o “sea hecho”.) Si ustedes les perdonan sus ofensas a los hombres, su Padre celestial los perdonará también a ustedes. Pero si no perdonan sus ofensas a los hombres, tampoco el Padre les perdonará las ofensas. Por lo tanto, si tu hermano peca contra ti y te ofende, ve y repréndelo, estando tú y él solos. Si te hace caso, has recuperado a tu hermano. Pero si no, ve todavía con uno o dos testigos y repréndelo, para que en boca de dos o tres testigos conste todo lo que hablen. Si no los escucha a ellos, dilo a la iglesia, y si no oye a la iglesia, trátalo como gentil y pecador. De verdad les digo que todo lo que aten en la tierra será atado en el cielo, y todo lo que desaten en la tierra será desatado en el cielo. También les digo que si dos de ustedes se ponen de acuerdo en la tierra acerca de cualquier cosa que pidan, les será concedido por mi Padre Dios que está en el cielo, 96


porque donde estén dos o tres congregados en mi nombre, allí estoy yo en medio de ellos. Pedro se le acercó y le dijo: –Señor, ¿cuántas veces debo perdonar a mi hermano que haga algo malo contra mí? ¿Hasta siete? Jesús le dijo: –No te diré que hasta siete, sino que aún hasta setenta veces siete. Porque el Reino de Dios es semejante a un rey que quiso hacer cuentas con sus súbditos. Cuando comenzó a hacer cuentas, le fue presentado un hombre que le debía diez mil talentos (haciendo la conversión a moneda actual, aproximadamente 6 mil millones de dólares americanos, una suma prácticamente impagable). A este hombre, como no pudo pagarle, ordenó que lo vendieran como esclavo junto con su mujer e hijos y todo lo que tenía, para que se le saldara la deuda. Entonces aquel súbdito, arrodillado, le suplicó: “Señor, ten paciencia conmigo y yo te lo pagaré todo”. El rey, conmovido de misericordia, lo soltó y le perdonó toda la deuda. Pero aquel súbdito saliendo de ahí halló a uno de sus compañeros que le debía cien denarios (unos diez mil dólares americanos) y agarrándolo, comenzó a ahorcarlo y le dijo: “¡Págame lo que me debes!” Su compañero, arrodillándose a sus pies, le rogó: “Ten paciencia conmigo y yo te lo pagaré todo”. Pero él no quiso, sino que lo metió a la cárcel hasta que pagara la deuda. Viendo sus otros compañeros lo que sucedió, se entristecieron mucho y fueron a contarle al rey todo lo que había pasado. Entonces el rey llamó al súbdito y le dijo: “Siervo malvado, toda aquella deuda enorme te perdoné porque me rogaste. ¿No debías tú también tener misericordia de tu compañero, así como yo tuve misericordia de ti?” El rey, enojado, lo hizo azotar hasta que pagara todo lo que le debía. Así también mi Padre celestial hará con ustedes, si no perdonan cada uno de todo corazón las ofensas de su hermano.

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¡Cuídense a sí mismos! Si tu hermano te ofende repréndelo, y si se arrepiente, perdónalo. Y si siete veces al día te ofende, y siete veces al día regresa y dice: “Me arrepiento”, perdónalo. También les refirió Jesús una parábola (un ejemplo o alegoría) sobre la necesidad de orar siempre y no desmayar. Dijo: –¿Quién de ustedes que tenga un amigo, lo visita a medianoche y le dice: “Amigo, préstame tres panes, porque un amigo mío ha venido a verme de viaje y no tengo qué ofrecerle”. Y aquel, desde adentro, les responde: “No me molestes, la puerta ya está cerrada y mis niños están conmigo en cama. No puedo levantarme y dártelos”? Les digo que, si no se levanta a dárselo por ser su amigo, al menos por ser tan inoportuno se levantará y le dará todo lo que necesite. Por eso les digo: pidan y se les dará, busquen y hallarán, llamen y se les abrirá, porque todo aquel que pide, recibe. Y el que busca, encuentra, y al que llama se le abrirá. ¿Qué padre de ustedes, si su hijo le pide pan, le da una piedra? ¿O si le pide un pescado, en lugar de pescado le da una serpiente? ¿O si le pide un huevo, le da un escorpión? Pues si ustedes siendo malos, saben dar buenos regalos a sus hijos, ¿cuánto más nuestro Padre que está en el cielo les dará el Espíritu Santo y muchas cosas buenas a los que se lo pidan? Así es que todas las cosas que quieran que las personas hagan con ustedes, así también hagan ustedes con ellos, pues en esto se cumple toda la Ley y los Profetas (es decir toda la Torá y el Tanaj, las Escrituras bíblicas de aquel tiempo). Les dijo también: –Vivía en una ciudad un juez que ni temía a Dios ni respetaba a los hombres. En esa ciudad también vivía una viuda, la cual lo visitaba y le decía: “Hazme justicia con respecto a mi enemigo”. Él no quiso por algún tiempo, pero después pensó: “Aunque ni temo a Dios ni tengo respeto a los hombres, sin embargo para que esta viuda ya no me moleste, le haré justicia, no sea que venga a cada rato y me agote la paciencia”. 98


Oigan lo que dijo el juez injusto. ¿Y acaso Dios no hará justicia a sus elegidos, que le ruegan de día y de noche? ¿Se tardará en responderles? Les digo que les hará justicia pronto. Pero cuando venga el Hijo del Hombre, ¿hallará fe en la tierra? Al ver a las multitudes que se le acercaban, Jesús tuvo compasión de ellas, porque estaban desamparadas y dispersas, como ovejas que no tienen pastor. Mandó llamar a los discípulos que él había elegido, y cuando llegaron les dijo: –Verdaderamente es mucha la cosecha, pero los obreros son pocos. Rueguen al Señor de la cosecha, que envíe obreros a su mies, a hacer su labor. Y habiendo reunido a sus doce discípulos, les dio poder y autoridad sobre todos los demonios, para echarlos fuera y para sanar todas las enfermedades y malestares. Y comenzó a enviarlos de dos en dos a las aldeas a anunciar el Reino de Dios. A ellos les dio instrucciones, diciéndoles: –No vayan por los caminos de los gentiles, ni entren en las ciudades de samaritanos, sino que antes vayan a ver a las ovejas perdidas de la nación de Israel. Y vayan predicando así: “El Reino de Dios se ha acercado a ustedes”. Sanen enfermos, limpien a los leprosos de su lepra, resuciten muertos, echen fuera a los demonios. De gracia recibieron, den de gracia. Lo que han recibido sin pagar por ello, denlo sin cobrar por ello. Pero no lleven nada para el camino. Ni oro, ni plata, ni cobre en sus bolsillos, ni despensa para el camino, ni pan, ni dinero, ni dos mudas de ropa, ni bastón (aunque el Evangelio de Marcos menciona que solamente el bastón podían llevar de todo esto), ni alforja, ni otros zapatos, y a nadie saluden por el camino. Solamente lleven sandalias y la ropa que traen puesta, porque el obrero es digno de su salario. Pero en cualquier ciudad o aldea donde entren, infórmense primero acerca de cuál habitante de ahí es recto y justo y quédense en su casa hasta que salgan de esa población, comiendo y bebiendo lo que les den, porque el 99


obrero es digno de su alimento. No se paseen de casa en casa. Al entrar en aquella casa, primero saluden diciendo: “La paz sea en esta casa”. Si la casa es digna, si ahí hay un hijo de paz, la paz de ustedes permanecerá en la casa, y si no, su paz volverá a ustedes. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les pongan enfrente y sanen a los enfermos que haya en ella, diciéndoles: “Se ha acercado a ustedes el Reino de Dios”. Si alguien no los recibe ni quiere oír sus palabras, salgan de aquella casa o ciudad y sacudan el polvo de sus pies, para que quede como testimonio contra ellos. Salgan de sus calles y digan: “¡Aún el polvo de su ciudad, que se ha pegado a nuestros pies, lo sacudimos contra ustedes! Pero sepan que el Reino de Dios se ha acercado a ustedes”. De verdad les digo que en el día del juicio, el castigo será más tolerable para la tierra de Sodoma y de Gomorra que para aquella ciudad. Yo los envío como corderos en medio de lobos. Sean pues, prudentes como serpientes y sencillos como palomas. Cuídense de los hombres, porque los entregarán a los tribunales y en sus sinagogas los azotarán, y serán llevados aún frente a gobernadores y reyes por causa mía, para testificarles a ellos y a los gentiles. Pero cuando los presenten en las sinagogas, ante los magistrados y las autoridades, no se preocupen por qué dirán o cómo lo dirán, porque en aquel momento Dios les revelará por medio del Espíritu Santo lo que deberán decir, pues no son ustedes los que hablan, sino el Espíritu del Padre Dios que habla en ustedes. El hermano entregará a muerte a su hermano, y el padre a su hijo. Los hijos se enemistarán contra los padres y los llevarán a morir. Ustedes serán odiados por todos a causa de mi nombre, pero el que permanezca hasta el fin, ese será salvo. Cuando los persigan en una ciudad, huyan a otra. De verdad les digo que no terminarán de recorrer todas las ciudades de Israel antes que venga el Hijo del hombre. El discípulo no es superior a su maestro, ni el siervo es mayor que su señor, pero todo el que se perfeccione, será como su maestro. Al discípulo le debe

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bastar ser como su maestro, y al siervo como su señor. Si al padre de familia lo llamaron Beelzebú (que quiere decir diablo), ¡cuánto más a los de su familia! ¿Quién de ustedes, teniendo un siervo que ara o apacienta ganado, al volver él del campo le dice: “Pasa, siéntate a la mesa”? ¿No le dice más bien: “Prepárame la cena, cíñete y sírveme hasta que yo haya comido y bebido, y después de esto, come y bebe tú”? ¿Acaso le da gracias al siervo porque hizo lo que se le había mandado? Pienso que no. Así también ustedes, cuando hayan hecho todo lo que les fue ordenado, digan: “Siervos inútiles somos, pues lo que debíamos hacer, eso hicimos”. Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Así que no les tengan miedo, porque no hay nada encubierto que no vaya a ser descubierto, ni oculto que no vaya a saberse. Lo que les digo en penumbras, díganlo a plena luz, y lo que escuchen al oído, grítenlo desde los balcones. Todo lo que hayan dicho ustedes en la oscuridad se oirá a la luz del día, y lo que hayan hablado al oído en sus recámaras se anunciará en las azoteas. Amigos míos, no tengan miedo de los que matan el cuerpo pero no pueden matar el alma, ni pueden hacer nada más. Les enseñaré a quién deben temer: teman a aquel que después de haber quitado la vida, tiene el poder de echarla en el infierno. Sí, les digo que a él sí ténganle temor y reverencia. ¿No se venden cinco pajaritos por dos monedas? Aún así, ni uno de ellos es olvidado por Dios. Ni uno solo de ellos cae a tierra y muere sin el permiso del Padre. Pues bien, aún los cabellos de nuestra cabeza están todos contados. Así es que no teman: ustedes valen más que muchos pajaritos. A cualquiera que confiese que cree en mí delante de las personas, yo también lo confirmaré delante de mi Padre que está en el cielo y de sus ángeles. Y a cualquiera que me niegue delante de las personas, yo también lo negaré delante de mi Padre que está en el cielo y de sus ángeles. ¿Piensan que he venido a traer paz a la tierra? No he venido a traer paz, sino enemistad y espada, porque he venido a poner en enemistad al padre contra

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el hijo y al hijo contra el padre, a la madre contra la hija y a la hija contra la madre, a la suegra contra su nuera y a la nuera contra su suegra. Así es que los enemigos de ustedes serán los de su misma casa. De aquí en adelante, cinco en una familia estarán divididos: tres contra dos y dos contra tres. Aquel que ama a su padre o a su madre más que a mí, no es digno de mí. El que ama a su hijo o hija más que a mí, no es digno de mí. Y el que no toma su cruz y me sigue, no es digno de mí. El que quiera salvar su vida, la perderá, y el que pierda su vida por causa mía, la salvará. Vine a echar fuego en la tierra. ¿Y qué más quiero, si ya se ha encendido? De un bautismo tengo que ser bautizado, ¡y cómo me angustio hasta que esto se cumpla! El que los escucha a ustedes me escucha a mí, y el que los desprecia a ustedes me desprecia a mí. Y el que me desprecia a mí, desprecia a quien me envió. El que los recibe a ustedes me recibe a mí, y el que me recibe, recibe también a quien me envió. Quien recibe a un profeta por ser profeta, recibirá recompensa de profeta, y quien recibe a un justo por ser justo, recibirá recompensa de justo. Y cualquiera que dé a uno de estos pequeños aunque sea un vaso de agua fría porque son mis discípulos, de verdad les digo que no perderá su recompensa. Cuando Jesús terminó de dar instrucciones a sus doce discípulos, ellos salieron. Fueron por todas las aldeas de la región de Galilea, anunciando el Evangelio y sanando enfermos por todas partes. Predicaban que los hombres se arrepintieran y echaban fuera muchos demonios. Ungían con aceite la cabeza de muchos enfermos y los sanaban. Mientras ellos iban a predicar por toda Galilea, Jesús se fue a enseñar y a predicar en las ciudades de donde sus discípulos eran originarios. Al volver, comenzó a amonestar a las ciudades en las cuales había hecho muchos de sus milagros, y que no se habían arrepentido, diciendo:

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–¡Ay de ti, Corazín! ¡Ay de ti, Betsaida! Porque si en las ciudades de Tiro y Sidón se hubieran hecho los milagros que en ustedes se hicieron, hace tiempo que sus habitantes se habrían arrepentido, rogando con vestidos ásperos y sentados sobre ceniza. Por lo tanto les digo que en el día del juicio final, el castigo será más tolerable para Tiro y para Sidón que para ustedes. Y tú, Capernaúm, que te levantas hasta el cielo, caerás hasta el Hades, porque si en Sodoma se hubieran hecho los milagros que han sido hechos en ti, Sodoma habría permanecido hasta el día de hoy. Por lo tanto te digo que en el día del juicio, será más tolerable el castigo para la tierra de Sodoma que para ti. Los apóstoles regresaron, se reunieron con Jesús y le contaron todo lo que habían hecho y lo que habían enseñado. Los discípulos de Juan el Bautista le fueron a contar acerca de todas estas cosas. Al oír Juan en la cárcel los hechos de Cristo, llamó a dos de sus discípulos y los envió a donde estaba Jesús para preguntarle: –¿Eres tú el Mesías que debía de venir o debemos esperar a otro? Ese día Jesús sanó a muchos de enfermedades, plagas y demonios, y les dio la vista a muchos ciegos, para que se cumpliera la profecía del profeta Isaías: “¡Esforzaos, no temáis! He aquí que vuestro Dios viene con retribución, con pago, Dios mismo vendrá y los salvará. Entonces los ojos de los ciegos serán abiertos y destapados los oídos de los sordos. Entonces el cojo saltará como un ciervo y cantará la lengua del mudo”. Jesús les dijo a los discípulos de Juan:

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–Vayan y hagan saber a Juan las cosas que han visto y oído: los ciegos ven, los cojos andan, los leprosos son limpiados de su lepra, los sordos oyen, los muertos vuelven a la vida y el Evangelio es anunciado a los pobres. Y bendito es todo aquel que no duda de mí. Este pasaje del profeta Isaías es clave para entender la respuesta de Jesús a Juan el Bautista. Juan, quien había testificado que Jesús era el Mesías, estaba ahora preso y abatido en su ánimo, desesperado por el sufrimiento de su prisión y anhelando que Jesús lo salvara, pero comenzando a dudar que fuera el Mesías. Jesús le recuerda ese pasaje, donde Isaías habla específicamente de las señales del salvador prometido por Dios: los ciegos verían, los sordos oirían, los cojos saltarían y los mudos cantarían. La razón de la importancia de estas señales es la siguiente: en toda la Torá y el Tanaj (todo el Antiguo Testamento), aún con los milagros tan espectaculares que Dios realizó a través de diversas personas, no encontramos ni una sola vez que un ciego haya recuperado la vista, ni que un sordo volviera a escuchar, ningún cojo saltando, ni un mudo cantando. Esos milagros estaban reservados como señales del Mesías prometido por Dios. Cuando se fueron los mensajeros de Juan el Bautista, Jesús comenzó a hablarle de Juan a la gente: –¿Qué salieron ustedes a ver al desierto? ¿Una caña sacudida por el viento? ¿O qué salieron a ver? ¿A un hombre cubierto de ropa delicada? Los que llevan ropas finas y delicadas y viven cómodamente en sus deleites, se encuentran en los palacios de los reyes. Entonces, ¿qué salieron a ver? ¿A un profeta? Sí, les digo que sí, y aún más que un profeta, porque él es de quien está escrito por Malaquías: “Yo envío a mi mensajero, para que prepare el camino delante de mí”. De verdad les digo que entre los que nacen de mujer no se ha levantado otro profeta mayor que Juan el Bautista. Y sin embargo, el más pequeño en el Reino de Dios es mayor que él, pues la Ley y los Profetas llegan hasta 104


Juan el Bautista. Desde entonces es anunciado el Reino de Dios y todos se esfuerzan por entrar en él. Desde los días en que bautizaba Juan el Bautista hasta ahora, el Reino de Dios sufre violencia y los violentos lo arrebatan. Todos los Profetas y la Ley profetizaron hasta Juan, y si quieren saberlo, él es aquél Elías que vendría. El que tenga los oídos atentos para oír esto, escuche, pues el pueblo entero que lo oyó, incluso los cobradores de impuestos, justificaron a Dios bautizándose con el bautismo de Juan. Pero los fariseos y los intérpretes de la Ley desecharon lo que Dios había planeado con respecto a ellos y no quisieron ser bautizados por Juan. Agregó el Señor: –Pero entonces, ¿a qué compararé a esta gente, a esta generación? ¿A qué son semejantes? Son como los muchachos que se sientan en las plazas con sus compañeros y se gritan unos a otros: “Si les tocamos flauta no bailan, y si les entonamos canciones tristes, tampoco lloran”, porque vino Juan el Bautista, que ni comía pan ni bebía vino y le dicen: “Está endemoniado”. Y vino el Hijo del Hombre, que come pan y bebe vino, y dicen: “Este es un hombre comilón y bebedor de vino, amigo de cobradores de impuestos y de pecadores”. Pero la sabiduría es justificada por todos sus hijos. Después de este discurso, Jesús se fue con sus discípulos a Capernaúm. Cuando entraron en casa de Pedro, les preguntó: –¿Qué discutían entre ustedes por el camino? Pero ellos callaron, porque al ir por el camino, probablemente recordando que Jesús dijo que Juan el Bautista había sido el mayor profeta de todos, habían discutido sobre quién de ellos doce sería el mayor, preguntándose entre sí: ¿Quién de nosotros es el mayor en el Reino de Dios? Jesús, percibiendo los pensamientos de sus corazones, llamó a los doce. Se sentó en medio de ellos, tomó a un niño en sus brazos, lo sentó en su regazo y les dijo: 105


–Si alguno quiere ser el primero, será el último de todos y el servidor de todos. Y de verdad les digo que si no se vuelven como niños, no entrarán en el Reino de Dios. Así es que cualquiera que se humille como este niño, ese es el mayor en el Reino de Dios. Y cualquiera que reciba a un niño como este en mi nombre, me recibe a mí. Y cualquiera que me recibe, recibe también al que me envió, porque el más pequeño entre todos ustedes, ese es el más grande. Y a cualquiera que haga que alguno de estos pequeños que creen en mí, abandone su fe, le sería mejor colgarse al cuello una piedra de molino de asno y hundirse en lo profundo del mar. ¡Ay del mundo por quienes abandonan su fe! Es imposible que no ocurra esto, pero ¡ay de aquel hombre por quien esto ocurra! Mejor le fuera que le ataran al cuello una piedra de molino y lo arrojaran al mar, que hacer caer a uno de estos pequeñitos. Cuídense de no menospreciar a uno de estos pequeños, porque les digo que sus ángeles guardianes en el cielo siempre tienen acceso a mi Padre celestial, porque el Hijo del Hombre vino para salvar lo que se había perdido. De la misma manera, no es la voluntad de nuestro Padre que está en el cielo, que se pierda uno de estos pequeños. Juan, hijo de Zebedeo, le dijo: –Maestro, hemos visto a un hombre que echaba fuera demonios en tu nombre, pero él no nos sigue ni anda con nosotros, y se lo prohibimos porque no nos seguía. Pero Jesús le dijo: –No se lo prohíban, porque quien no está contra nosotros, está por nosotros. No hay nadie que haga milagros en mi nombre, que pueda después hablar mal de mí. Y cualquiera que les dé a ustedes un vaso de agua en mi nombre porque son de Cristo, de verdad les digo que no perderá su recompensa. Un fariseo llamado Simón fue a casa de Pedro a ver a Jesús y le rogó que comiera con él. Al entrar en casa del fariseo, el Señor se sentó a la mesa. Una

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mujer de la ciudad, que era pecadora, al saber que Jesús estaba sentado a la mesa en casa del fariseo, trajo un frasco de alabastro con perfume. Se acercó detrás de él, se echó a sus pies llorando, comenzó a regar los pies del Señor con sus lágrimas y los secó con sus cabellos. Besaba sus pies y los ungía con el perfume. Cuando vio esto el fariseo que lo había invitado, pensó: –Si este hombre fuera profeta, sabría quién y qué clase de mujer es la que lo está tocando, pues ella es una pecadora. Jesús le dijo: –Simón, tengo que decirte una cosa. Él le dijo: –Di, Maestro. –Un acreedor tenía dos deudores: uno le debía quinientos denarios y el otro cincuenta. Al no tener ellos con qué pagarle, los perdonó a ambos. Dime entonces, ¿cuál de ellos lo amará más? Simón le respondió: –Pienso que aquel a quien le perdonó más. Jesús le dijo: –Has juzgado correctamente. Mirando a la mujer, Jesús le dijo a Simón: –¿Ves a esta mujer? Entré en tu casa y no me diste agua para mis pies, pero ella los ha regado con lágrimas y los ha secado con sus cabellos. No me saludaste de beso, pero ella desde que entré no ha cesado de besar mis pies.

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No ungiste mi cabeza con aceite, pero ella ha ungido con perfume mis pies. Por lo tanto te digo que sus muchos pecados le son perdonados, porque amó mucho. Pero aquel a quien se le perdona poco, ama poco. Y a ella le dijo: –Tus pecados te son perdonados. Los que estaban sentados con él a la mesa, comenzaron a decir entre sí: –¿Quién es este, que también perdona pecados? Pero él le dijo a la mujer: –Tu fe te ha salvado, vete en paz. Mientras tanto en Nazaret, sus familiares se enteraron de que estaba en Capernaúm y se dirigieron a esa ciudad para tratar de llevárselo de vuelta a casa, pues pensaban que estaba trastornado, que estaba fuera de sí. La gente se agolpó de nuevo alrededor de Jesús y sus discípulos, de tal modo que no los dejaban ni comer pan. Le llevaron un hombre endemoniado, ciego y mudo, que estaba entre la multitud. Jesús echó fuera al demonio del hombre y lo sanó. Una vez expulsado el demonio, el ciego y mudo recuperó la vista y el habla. La gente quedó atónita y decían: –Nunca se ha visto nada semejante en Israel. ¿Será este aquel Mesías, Hijo de David? Pero los fariseos que habían venido desde Jerusalén a la casa del fariseo Simón (seguramente venían comisionados para comprobar personalmente el motivo de su fama y cuál era su doctrina, su enseñanza), al oírlo decían: –Este no echa fuera demonios más que por Beelzebú, el príncipe de los demonios. 108


Sabiendo Jesús lo que pensaban, les dijo: –¡Generación de víboras! ¿Cómo pueden hablar lo bueno, siendo malos?, porque la boca habla lo que existe en abundancia en su corazón. El hombre bueno, del buen tesoro del corazón saca cosas buenas, y el hombre malo, del mal tesoro saca cosas malas. Si el árbol es bueno, su fruto es bueno. Si el árbol es malo, su fruto es malo. No puede el buen árbol dar frutos malos, ni el árbol malo dar frutos buenos, pues a todo árbol se le conoce por su fruto. Pero yo les digo que de toda palabra ociosa que hablen los hombres, de ella darán cuenta en el día del juicio final, pues por tus palabras serás justificado y por tus palabras serás condenado. De verdad les digo que todos los pecados y las blasfemias, cualesquiera que sean, les serán perdonados a los hijos de los hombres, pero el que blasfeme contra el Espíritu Santo no tiene jamás perdón, sino que será culpable en el juicio eterno. Cualquiera que diga alguna palabra contra el Hijo del Hombre, será perdonado, pero el que hable contra el Espíritu Santo no será perdonado, ni en este mundo ni en el que habrá. El que no está conmigo, está contra mí y el que no cosecha conmigo, desparrama. Es que ellos habían dicho: “Está endemoniado”. Jesús añadió: –¿Cómo puede Satanás echar fuera a Satanás? Todo reino dividido contra sí mismo es derrotado, toda casa dividida entre sí caerá, y ninguna ciudad dividida permanecerá. Si Satanás echa fuera a Satanás, estaría dividido contra sí mismo. ¿Cómo entonces permanecería su reino? No puede permanecer, sino que ha llegado su fin. Nadie puede entrar en la casa de un hombre fuerte y saquear sus bienes, si antes no lo ata. Solamente así podrá saquear su casa. Mientras el hombre fuerte y armado protege su palacio, lo que posee está en paz. Pero cuando viene otro más fuerte que él y lo vence, le quita todas las armas en que confiaba y reparte el botín.

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Cuando el demonio sale de la persona, vaga por lugares secos buscando descanso. Pero al no hallarlo, dice: “Volveré a mi casa, de donde salí”. Cuando llega, la encuentra desocupada, barrida y adornada. Entonces trae consigo otros siete demonios peores que él, y entran en la persona y viven ahí, y la condición final de aquel hombre viene a ser peor que al principio. Así también le sucederá a esta generación mala. Les digo esto porque dicen que echo fuera los demonios por Beelzebú. Y si yo echo fuera los demonios por Beelzebú, ¿los hijos de ustedes por quién los echan? Por lo tanto, ellos serán los que los juzguen a ustedes. Pero si yo echo fuera los demonios por el Espíritu de Dios, verdaderamente ha llegado a ustedes el Reino de Dios. Mientras él decía todas estas cosas, una mujer de entre la multitud le dijo en voz alta: –¡Bienaventurada la mujer cuyo vientre te llevó y cuyos senos mamaste! Pero él dijo: –¡Antes bien, bienaventurados los que oyen la palabra de Dios y la obedecen! Jesús estaba hablando aún con la gente cuando llegaron sus familiares, pero no podían llegar hasta él por causa de la multitud y enviaron a llamarlo. La gente que estaba sentada alrededor de él, le avisó que estaban ahí. Le dijeron: –Tu madre y tus hermanos están allá afuera y te quieren hablar. Jesús respondió al que le dijo esto: –¿Quién es mi madre y quiénes son mis hermanos? Mirando alrededor, extendió su mano hacia sus discípulos que estaban sentados alrededor de él y dijo: 110


–Estos son mi madre y mis hermanos, pues todo aquel que oye la Palabra de Dios y la obedece, el que hace la voluntad de mi Padre que está en los cielos, ese es mi hermano, mi hermana y mi madre. Es importante meditar en la respuesta de Jesús, tanto en relación al comentario adulador de la mujer, como al hecho de que su madre y sus hermanos lo buscaban. En Jesús se cumplieron todos los mandamientos de la Torá, incluyendo el de honrar a su padre y a su madre. El Señor amaba y honraba a su madre María, pero a lo largo de su vida terrenal nos damos cuenta de que el Señor nunca permitió que a María se le diera una excesiva alabanza por el hecho de ser su madre. Jesús conocía y conoce el corazón de los hombres y probablemente sabía que el amor de sus seguidores por su madre podría ser malentendido hasta el punto de convertirse, en la práctica, en idolatría. Jesús viajaba por todas las ciudades y aldeas, predicando y anunciando el Evangelio del Reino de Dios. Lo acompañaban los doce discípulos, llamados apóstoles, y algunas mujeres que habían sido sanadas de espíritus malignos y de enfermedades: María Magdalena, de la que Jesús había sacado siete demonios; Juana, mujer de Chuza el intendente de Herodes, Susana y otras muchas que ayudaban al Señor económicamente con sus bienes.

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LAS PARÁBOLAS DE JESÚS I Jesús regresó a enseñar junto al mar de Galilea. De cada ciudad de la región venían a escucharle. Se reunió alrededor de él tanta gente, que tuvo que subir a la barca de Pedro, la cual estaba lista a la orilla del mar, y se sentó ahí mientras toda la gente se quedaba en la playa. Sentado en la barca, Jesús les enseñó muchas cosas por medio de parábolas. Las parábolas (también llamadas alegorías) son historias cortas que ilustran o sirven de ejemplo para comprender una enseñanza. A veces hacen una comparación muy sencilla acerca de un tema espiritual, profundo o confuso, para su mejor entendimiento. Jesús les decía en su enseñanza: –El sembrador salió a sembrar sus semillas. Mientras sembraba, parte de las semillas cayó junto al camino, fue pisoteada, vinieron las aves y se la comieron. Otra parte cayó en pedregales, donde no había mucha tierra y la semilla brotó pronto, porque la tierra no era profunda. Pero al salir el sol se quemó, y como no tenía raíz ni humedad, se secó. Otra parte cayó entre espinos, y los espinos que nacieron junto con ella crecieron y la ahogaron, de manera que no dio fruto. Pero otra parte cayó en buena tierra. Brotó, creció y dio fruto a treinta, a sesenta y a cien frutos por cada semilla. Así es el Reino de Dios: como cuando un hombre siembra semilla en la tierra. Aunque duerma o vele de día y de noche, la semilla brota y crece sin que él sepa cómo, porque por sí misma la tierra es buena para dar fruto: primero hierba, luego espiga, después el grano lleno en la espiga. Y cuando el fruto está maduro, en seguida mete la hoz, porque el tiempo de la cosecha ha llegado. Aquí Jesús estaba citando al profeta Joel, cuando dijo: “Echad la hoz, porque la mies ya está madura”. Jesús añadió con voz fuerte: 112


–El que tenga los oídos atentos para oír esto, escuche. Dijo además otra parábola: –El reino de los cielos es semejante también a un hombre que sembró buena semilla en su campo, pero mientras dormían los cuidadores, vino su enemigo y sembró cizaña entre el trigo, y se fue. Cuando brotó la hierba y dio fruto, apareció también la cizaña. Los siervos del padre de familia fueron y le dijeron: “Señor, ¿no sembraste buena semilla en tu campo? ¿Cómo es que tiene cizaña?” Él les dijo: “Un enemigo ha hecho esto”. Y los siervos le dijeron: “¿Quieres que vayamos y la arranquemos?” Él les dijo: “No, no sea que al arrancar la cizaña arranquen también el trigo junto con ella. Dejen crecer juntos lo uno y lo otro hasta el tiempo de la cosecha, y yo diré a los segadores: ‘Recojan primero la cizaña y átenla en manojos para quemarla, pero el trigo recójanlo y pónganlo en mi granero”. Después de despedirse de la gente, Jesús se fue a casa de Pedro. Al entrar, los doce apóstoles y los otros discípulos que eran cercanos a él, se aproximaron y le preguntaron: –¿Por qué les hablas por parábolas? Y él respondió: –Porque solo a ustedes les está reservado saber los misterios del Reino de Dios, pero a los que están fuera, no. Pues a cualquiera que tiene, se le dará más y tendrá más. Pero al que no tiene, aún lo poco que tiene se le quitará. Por eso les hablo por parábolas: para que viendo no vean, y oyendo, no oigan ni entiendan. Para que no se conviertan y no les sean perdonados los pecados. De manera que se cumpla en ellos la profecía de Isaías, que dijo: “De oído oiréis, y no entenderéis, y viendo veréis, y no percibiréis, porque el corazón de este pueblo se ha entorpecido, y con los oídos oyen pesadamente, 113


y han cerrado sus ojos, para que no vean con los ojos, ni oigan con los oídos, ni con el corazón entiendan, ni se conviertan, ni yo los salve”. Pero los ojos de ustedes son privilegiados porque ven, y sus oídos porque oyen. De verdad les digo que muchos profetas y hombres justos desearon ver lo que ustedes y no lo vieron, y oír lo que ustedes y no lo oyeron. Sus discípulos le preguntaron: –¿Qué significa la parábola del sembrador? El Señor les dijo: –¿No entienden esa parábola? ¿Entonces cómo entenderán todas las demás parábolas? Esto es lo que significa la parábola: La semilla es la palabra de Dios. El sembrador es el que siembra la palabra. Los que cayeron junto al camino son aquellos en quienes se siembra la palabra y la oyen pero no la entienden. Entonces viene Satanás y arrebata la palabra que se sembró en sus corazones, para que no crean ni se salven. De igual modo, los que fueron sembrados en pedregales son los que al oír la palabra, al momento la reciben con agrado. Pero como no tienen raíz en sí mismos, son de corta duración. Creen por algún tiempo, pero no se mantienen firmes y al llegar el tiempo de la prueba y experimentar la aflicción, los problemas, y la persecución por causa de la palabra, dejan de creer y se apartan. Los que fueron sembrados entre espinos son los que oyen la palabra, pero luego se van y las preocupaciones, los afanes de este mundo, el engaño de las riquezas, los placeres de la vida y las codicias de otras cosas, entran y ahogan la palabra y ésta no produce frutos u obras. 114


Pero los que fueron sembrados en buena tierra, son los que escuchan con corazón bueno y recto, entienden y retienen la palabra. La reciben y dan buen fruto, con hechos, con perseverancia, a treinta, a sesenta y a cien por uno. Los discípulos le dijeron: –Explícanos la parábola de la cizaña del campo. Jesús les dijo: –El que siembra la buena semilla es Cristo, el Hijo del Hombre. El campo es el mundo, la buena semilla son los hijos del Reino de Dios y la cizaña son los hijos del diablo. El enemigo que la sembró es el diablo. La siega o cosecha es el fin del mundo y los segadores son los ángeles. De manera que así como se arranca la cizaña y se quema en el fuego, así será en el fin de este mundo: el Hijo del Hombre enviará a sus ángeles y apartarán de su Reino a todos los que sirven de tropiezo y a los malhechores, y los arrojarán en el horno de fuego. Allí habrá llanto y crujir de dientes. Entonces los justos resplandecerán como el sol en el reino de su Padre. Los que tienen los oídos atentos para oír esto, escuchen. De igual manera, el Reino de Dios es parecido a una red que al echarla al mar, recoge toda clase de peces. Cuando está llena, los pescadores la sacan a la orilla, se sientan y recogen lo bueno en cestas y echan fuera lo malo. Así será en el día del fin del mundo: saldrán los ángeles y apartarán a los malos de los justos y los echarán en el horno de fuego, allí será el llanto y el dolor. Los apóstoles le dijeron: –Señor, auméntanos la fe. Él les dijo: –Si tuvieran fe del tamaño de un grano de mostaza, podrían decirle a este árbol sicómoro: “Desarráigate y plántate en el mar” y los obedecería. 115


El Reino de Dios entonces es semejante al grano de mostaza que sembró un hombre en el huerto de su campo. La semilla de mostaza es la más pequeña de todas las semillas que hay en la tierra, pero después de sembrada, crece, y cuando ha crecido es la mayor de las hortalizas. Se convierte en un gran árbol y echa ramas muy grandes, de manera que vienen las aves y hacen sus nidos en sus ramas y pueden habitar bajo su sombra. El reino de los cielos también es semejante a la levadura que una mujer tomó y la escondió mezclada con tres medidas de harina, hasta que hubo fermentado y todo quedó leudado. Jesús les preguntó a sus discípulos: –¿Entendieron todas estas cosas? Ellos respondieron: –Sí, Señor. Él les dijo: –Por eso es que todo el que es entendido y docto en el Reino de Dios, es parecido a un padre de familia que saca de su tesoro cosas nuevas y cosas viejas. Jesús habló todas estas cosas por medio de parábolas a la gente. Les hablaba la Palabra con muchos ejemplos como estos, conforme a lo que podían oír y entender (aunque a sus discípulos se los explicaba todo en privado) y sin parábolas no les hablaba, para que se cumpliera lo que dijo el profeta en el Salmo 78: “Abriré en parábolas mi boca, declararé cosas escondidas desde la fundación del mundo”.

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JESÚS, EL PAN DE VIDA Cuando Jesús terminó de enseñar estas parábolas, se fue de Capernaúm. Regresó a su tierra Nazaret, y lo siguieron sus discípulos. Al llegar el sábado, volvió a entrar en la sinagoga de ellos, y comenzó a enseñar, de tal manera que muchos al oírlo se admiraban y preguntaban: –¿De dónde saca éste estas cosas? ¿Qué sabiduría es esta que se le concedió, y esos milagros que son hechos por sus manos? ¿No es este el hijo de José el carpintero? ¿No se llama su madre María, y sus hermanos Jacobo (llamado Santiago), José, Simón y Judas? ¿No están también aquí con nosotros todas sus hermanas? ¿De dónde pues, saca éste todas estas cosas? Y aún dudaban de él. Jesús les dijo: –Sin duda me dirán el refrán: “Médico, cúrate a ti mismo. De tantas cosas que hemos oído que se han hecho en Capernaúm, haz también aquí en tu tierra”. Y añadió: –Verdaderamente no hay profeta más despreciado que en su propia tierra, entre sus mismos parientes y en su casa. Y no pudo hacer en su tierra casi ningún milagro debido a su incredulidad, excepto que sanó a unos pocos enfermos poniendo sobre ellos las manos. Y estaba asombrado de la incredulidad de sus coterráneos (en su anterior visita lo habían querido despeñar. Esta vez simplemente le habían mostrado su desdén). Jesús recorrió las aldeas de alrededor, enseñando. Herodes Antipa, el tetrarca, se enteró de todas las cosas que Jesús hacía, pues su nombre había adquirido popularidad, y estaba perplejo, porque algunos de sus criados decían: “Este es Juan el Bautista, que revivió de los muertos y por eso actúan en él estos poderes”. Otros decían: “Elías ha aparecido” y otros: “Algún profeta de los antiguos ha resucitado”.

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Herodes dijo: –Yo hice decapitar a Juan. Entonces, ¿quién es este hombre de quien oigo estas cosas? ¿Será que Juan el Bautista ha resucitado? Y tenía mucho interés en verlo. Herodes había ordenado hace tiempo arrestar a Juan, y lo había metido a la cárcel encadenado por causa de Herodías, la mujer de su hermano Felipe, pues la tomó como esposa y Juan le había dicho a Herodes: “No te está permitido tener a la mujer de tu hermano”. Por ese motivo Herodías deseaba matarlo, pero no podía por causa del pueblo, pues creían en Juan como profeta, y porque Herodes le temía y lo protegía, sabiendo que era un hombre justo y santo. Cuando Herodes lo oía, se quedaba muy perplejo, pero lo escuchaba de buena gana. Pero el momento oportuno llegó cuando Herodes, en la fiesta de su cumpleaños, dio una cena a sus príncipes, a los senadores y a los altos dignatarios de Galilea. Salomé, la hija de Herodías, entró y danzó en medio del banquete y agradó mucho a Herodes y a los que estaban con él a la mesa, por lo cual el rey le dijo a la muchacha: –Pídeme lo que quieras y yo te lo daré. Y le juró: –Te daré todo lo que me pidas, aún si es la mitad de mi reino. Ella al salir, le dijo a su madre: –¿Qué pediré? Y Herodías le dijo: –Pide la cabeza de Juan el Bautista.

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Salomé, instruida por su madre, entró apresuradamente ante Herodes y le pidió: –Quiero que ahora mismo me des en un plato, la cabeza de Juan el Bautista. El rey se sorprendió y se entristeció mucho, pero a causa del juramento y de los que estaban con él a la mesa, no quiso desairarla. Envió enseguida a un guardia y ordenó que fuera traída la cabeza de Juan. El guarda fue y lo decapitó en la cárcel. Trajo su cabeza en un plato y se la dio a la muchacha, y la muchacha se la entregó a su madre. Cuando los discípulos de Juan se enteraron de esto, fueron y recuperaron su cuerpo, lo pusieron en un sepulcro y fueron a darle la noticia a Jesús. Al oír Jesús que Juan estaba muerto, les dijo a sus discípulos: –Vengan, vamos a retirarnos a un lugar desierto a descansar un poco. Y se fue solo con los doce apóstoles en la barca al otro lado del Mar de Galilea, llamado también mar de Tiberias, para ir a un lugar desierto y apartado, cercano a la ciudad de Betsaida. Pero muchos al verlo partir lo reconocieron y se fueron siguiéndolo a pie desde las ciudades, porque veían los milagros que hacía en los enfermos, y llegaron antes que él, de manera que cuando llegó la barca a tierra, ellos se juntaron a su alrededor. Al salir Jesús de la barca vio una gran multitud y sintió compasión de ellos porque eran como ovejas que no tenían pastor. Subió a la ladera de un monte y se sentó allí con sus discípulos. Estaba cerca la Pascua, la fiesta de los judíos. Los recibió, les habló del Reino de Dios, comenzó a enseñarles muchas cosas y sanó a los que estaban enfermos. El día comenzó a declinar. Eran muchos los que iban y venían, de manera que no tenían tiempo ni aún para comer. Cuando ya era muy avanzada la hora y anochecía, Jesús le dijo a Felipe, pues Felipe era oriundo de aquella región: 119


–¿Dónde compraremos pan para que coman todos estos? Pero le dijo esto para probarlo, porque Jesús sabía muy bien lo que iba a hacer. Felipe le respondió: –El lugar es desierto y la hora ya muy avanzada. Despide a la gente para que vayan a los campos y aldeas de alrededor, se alojen y compren pan y alimentos, pues no tienen qué comer. Jesús le dijo: –No tienen necesidad de irse, denles ustedes de comer. Sus discípulos le dijeron extrañados: –¿Quieres que vayamos a comprar doscientos denarios (equivalente a unos 20 mil dólares americanos, cantidad que ellos no tenían) de pan y les demos de comer? No bastarían para que cada uno de ellos comiera un poco. Él les preguntó: –¿Cuántos panes tienen? Vayan a ver. Andrés, el hermano de Simón Pedro, le dijo: –Aquí hay un muchacho que tiene cinco panes de cebada y dos pescados, pero ¿qué es esto para tanta gente? A no ser que vayamos nosotros a comprar alimentos para toda esta multitud. Jesús les dijo: –Tráiganmelos acá. Eran como cinco mil hombres. El Señor les dijo a sus discípulos:

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–Hagan recostar a la gente en grupos de cincuenta, sobre la hierba verde. Había mucha hierba en aquel lugar, y se recostaron por grupos de cien en cien y de cincuenta en cincuenta. Jesús tomó los cinco panes y los dos peces. Levantó los ojos al cielo, los bendijo y después de dar gracias, partió los panes y los repartió entre sus discípulos para que los pusieran delante de la gente. Los discípulos los repartieron entre los que estaban recostados. También repartieron los dos peces entre todos, dándoles cuanto querían. Comieron todos y cuando se saciaron, Jesús dijo a sus discípulos: –Recojan los pedazos que sobraron, para que no se pierda nada. Juntaron, de los pedazos de pan y de lo que sobró de los peces, doce cestas llenas. Los que comieron fueron como cinco mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. Aquellos hombres, al ver la señal milagrosa que Jesús había hecho, dijeron: –¡Verdaderamente este es el Profeta que vendría al mundo! (Refiriéndose al profeta que Moisés había prometido al pueblo de Israel antes de morir.) Jesús se dio cuenta de que intentarían apoderarse de él y llevárselo a la fuerza para hacerlo rey, y decidió retirarse a un monte él solo. Les ordenó a sus discípulos que entraran en la barca mientras él despedía a la multitud, para que llegaran primero que él a la otra ribera. Después de despedida la gente, subió al monte a orar aparte. Cuando llegó la noche, estaba allí solo. El mar estaba agitado, porque soplaba un viento fuerte. La barca donde iban los discípulos ya estaba en medio del mar, azotada por las olas porque el viento era contrario. Había oscurecido y Jesús no estaba con ellos. A las tres de la mañana, cuando habían avanzado como diez kilómetros, Jesús los vio remar con gran esfuerzo y fatiga pues iban contra el viento, y fue hacia ellos caminando sobre el mar con la intención de adelantárseles. Los discípulos, al ver que se acercaba a la barca andando sobre el mar, se espantaron y gritaron llenos de miedo:

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–¡Un fantasma! Pero en seguida Jesús les habló: –¡Tengan ánimo! Yo Soy. No teman. Pedro le dijo: –¡Señor, si eres tú, manda que yo vaya donde estás, caminando sobre las aguas! Jesús le dijo: –¡Ven! Pedro saltó de la barca y comenzó a caminar sobre el agua para ir a encontrarse con Jesús. Pero al ver el fuerte viento, tuvo miedo y comenzó a hundirse. Gritó: –¡Señor, sálvame! Al momento Jesús extendió la mano, lo sostuvo y le dijo: –¡Hombre de poca fe! ¿Por qué dudaste? En cuanto ellos subieron a la barca, el viento se calmó y los discípulos lo recibieron con gran alegría. Ellos se habían asustado mucho y seguían asombrados pues aún no habían asimilado lo de los panes, porque sus corazones estaban cerrados para creer. Todos los que estaban en la barca se acercaron y adoraron a Jesús, diciéndole: –¡Verdaderamente eres Hijo de Dios! La barca llegó pronto a tierra. Terminada la travesía, arribaron a la orilla y llegaron a la tierra de Genesaret, que se encuentra al lado occidental del 122


mar de Galilea (Genesaret es una planicie que se localiza alrededor de la ciudad de Capernaúm). Al salir ellos de la barca, los hombres de aquel lugar reconocieron a Jesús y dieron aviso por toda la región y sus alrededores. Mientras Jesús recorría toda aquella tierra, le traían todos los enfermos en camillas, dondequiera que oían que estaba. Donde entrara, ya fuera en aldeas, en ciudades o en campos, ponían en la calle a los que estaban enfermos, rogándole que los dejara tocar siquiera el borde de su manto. Y todos los que lo tocaban quedaban sanos. Al día siguiente, la gente que se había quedado al otro lado del mar se dio cuenta de que solamente había una barca, y que Jesús no había subido a ella, sino que sus discípulos se habían ido solos, sin su maestro. Pero llegaron otras barcas de la ciudad de Tiberias y anclaron junto al lugar donde todos habían comido el pan multiplicado. Entonces, como la gente vio que Jesús no estaba allí ni sus discípulos, subieron a aquellas barcas y se fueron a Capernaúm buscándolo. Al encontrarlo allí, le preguntaron: –Rabí, ¿cuándo llegaste acá? (Aunque en realidad querían saber cómo es que llegó, pues la única barca que zarpó el día anterior era la de Pedro, y había partido sin Jesús.) Jesús, en lugar de vanagloriarse de haber caminado sobre el mar, les respondió: –De verdad les digo que ustedes me buscan, no por haber visto los milagros, sino porque comieron pan y se saciaron. Trabajen, no por la comida que se echa a perder, sino por la comida que permanece para vida eterna, la cual el Hijo del Hombre se las dará, porque a él lo designó el Padre Dios. Ellos le preguntaron: –¿Qué debemos hacer para poner en práctica las obras de Dios? Jesús les dijo:

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–La obra de Dios es esta: que crean en aquel a quien él ha enviado. Le dijeron: –¿Qué señal milagrosa harás, para que veamos y te creamos? ¿Qué obras haces? Nuestros padres comieron el maná en el desierto, como está escrito en la Torá: “Les dio a comer pan del cielo”. Ellos acababan de presenciar el milagro de la multiplicación de los panes, y sospechaban que había hecho otro milagro en el trayecto del mar de Galilea, pero querían seguir viendo cómo Jesús multiplicaba el alimento. Por eso insistían en el tema del pan. Jesús les dijo: –De verdad les digo que Moisés no les dio el pan del cielo, pero mi Padre sí les da el verdadero pan del cielo, porque el pan de Dios es aquel que descendió del cielo y que da vida al mundo. Le dijeron: –Señor, danos siempre ese pan. Jesús les respondió: –Yo Soy el pan de vida. El que viene a mí nunca tendrá hambre, y el que cree en mí no tendrá sed jamás. Pero ya les dije que, aunque me han visto, no creen. Todo lo que el Padre me da, llegará a mí. Y el que viene a mí, yo no lo echo fuera. Descendí del cielo, no para hacer mi voluntad, sino la voluntad de quien me envió. Y la voluntad de mi Padre que me envió es que yo no pierda nada de lo que él me da, sino que los resucite en el día final. Esa es la voluntad de quien me ha enviado: que todo el que mira al Hijo y cree en él, tenga vida eterna. Y yo lo resucitaré en el día final. 124


Los Ancianos (las autoridades) de los judíos comenzaron a murmurar en contra de él, porque había dicho: “Yo Soy el pan que descendió del cielo” y dijeron: –¿No es este Jesús el hijo de José, cuyo padre y madre nosotros conocemos? ¿Cómo dice entonces: “He descendido del cielo”? Jesús les respondió: –No murmuren entre ustedes. Nadie puede acercarse a mí, si el Padre que me envió, no lo atrae, y yo lo resucitaré en el día final. Escrito está por el profeta Isaías: “Y todos serán enseñados por Dios”. Así es que, todo aquel que oye al Padre y aprende de él, ese viene a mí. No es que alguien haya visto al Padre. Solamente aquel que proviene de Dios, ese ha visto al Padre. De verdad les digo: el que cree en mí tiene vida eterna. Yo Soy el pan de vida. Los antecesores de ustedes comieron el maná en el desierto y aún así murieron. Pero este es el pan que desciende del cielo, para que no muera quien coma de él: Yo Soy el pan vivo que descendió del cielo. Si alguien come de este pan, vivirá para siempre, y el pan que yo daré es mi carne, la cual daré por la vida del mundo. Los judíos discutieron entre sí: –¿Cómo puede este hombre darnos a comer su carne? Jesús les dijo: –De verdad les digo: si no comen la carne del Hijo del Hombre y beben su sangre, no tendrán vida eterna en ustedes. El que come mi carne y bebe mi sangre tiene vida eterna, y yo lo resucitaré en el día final, porque mi carne es comida verdadera y mi sangre es bebida verdadera. El que come mi carne y bebe mi sangre permanece en mí y yo en él. Así como me envió el Padre 125


viviente, y yo vivo por el Padre, también el que me come a mí, vivirá por mí. Este es el pan que descendió del cielo, no como sus antepasados, que comieron el maná y murieron. El que come este pan, vivirá eternamente. Jesús les dijo estas cosas en la sinagoga, enseñando en Capernaúm. Al oír esto, muchos de sus discípulos dijeron: –Esta palabra es muy dura, muy difícil de asimilar, ¿quién puede oírla? Sabiendo Jesús en su interior que sus discípulos murmuraban acerca de esto, les dijo: –¿Esto les escandaliza? ¿Entonces qué harían si vieran al Hijo del Hombre subir a donde estaba antes? El espíritu es el que da vida. La carne no aprovecha para nada. Las palabras que yo les he hablado son espíritu y son vida. Pero hay algunos de ustedes que no creen (porque Jesús sabía desde el principio quiénes eran los que no creían y quién lo iba a traicionar). Por eso les dije que ninguno puede venir a mí, si el Padre no se lo concede. Desde aquel discurso, muchos de sus seguidores volvieron atrás y ya no anduvieron con él. Jesús les dijo a los doce: –¿Quizá ustedes también quieren irse? Simón Pedro le respondió: –Señor, ¿a quién más iremos? Tú tienes palabras de vida eterna, y nosotros hemos creído y reconocido que tú eres el Cristo, el Hijo del Dios viviente. Jesús les respondió: –¿Acaso no los elegí yo a ustedes doce, y uno de ustedes es del diablo? Se refería a Judas Iscariote hijo de Simón, porque él era el que lo habría de entregar y era uno de los doce. 126


JESÚS Y LOS FARISEOS II Tan pronto terminó de hablar, un fariseo le rogó que comiera con él. Entrando Jesús en la casa, se sentó a la mesa. El fariseo, cuando lo vio, le extrañó que no se hubiera lavado las manos antes de comer. Se acercaron también otros fariseos y algunos de los escribas, que habían venido desde Jerusalén hasta Capernaúm a verlo. Ellos, al ver a Jesús y algunos de sus discípulos comer pan con las manos impuras, sin lavar, los criticaron. Porque los fariseos y todos los judíos, aferrándose a la tradición de los Ancianos (en esa época les llamaban Ancianos, no a las personas de edad avanzada, sino a las autoridades judías), no comían si no se lavaban muchas veces las manos. Y cuando regresaban de la plaza, si no se lavaban no comían. Y había otras muchas cosas que se aferraban en guardar, como lavar los vasos de beber, los jarros, los utensilios de metal y las camas. Al parecer esta tradición se debía más a la pureza ritual que a la higiene, pues al tener contacto en la plaza con gentiles y pecadores, los fariseos pensaban que quedaban ritualmente contaminados. Le preguntaron pues los fariseos y los escribas de Jerusalén: –¿Por qué tus discípulos no hacen conforme a la tradición de los Ancianos? Pues no se lavan las manos sino que comen pan con manos impuras. Pero el Señor les respondió: –¿Por qué ustedes también desobedecen el mandamiento de Dios por seguir su propia tradición? Dios mandó en la Torá, la Ley de Moisés: “Honra a tu padre y a tu madre” y “El que maldiga al padre o a la madre sea condenado a muerte irremisiblemente”, pero ustedes dicen: “Basta que un hombre le diga al padre o a la madre: ‘Todo aquello con que pudiera ayudarte es Corbán (que significa: “mi ofrenda para Dios”), y no lo dejan ustedes ayudar ni hacer más por su padre o por su madre, invalidando la palabra de Dios con la tradición que le han transmitido. Y hacen muchas cosas semejantes a estas.

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Ustedes los fariseos limpian el vaso y el plato por fuera, pero por dentro están llenos de rapacidad y de maldad. ¡Necios! El que hizo lo de afuera, ¿no hizo también lo de dentro? Den limosna de lo que tienen y todo les será limpio. Pero ¡ay de ustedes, fariseos!, que siguiendo la Ley de Moisés dan la décima parte de su menta, de la ruda y de toda hortaliza, pero pasan por alto la justicia y el amor de Dios. Esto es lo que ustedes deberían practicar, sin dejar de hacer aquello. ¡Ay de ustedes, fariseos!, que aman las primeras sillas en las sinagogas y la pleitesía en las plazas. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas!, que son como sepulcros que no se ven, y los hombres que andan por encima de ellos no lo saben. ¡Hipócritas! Bien profetizó acerca de ustedes Isaías, como está escrito: “Este pueblo de labios me honra, pero su corazón está lejos de mí, pues en vano me honran, enseñando como doctrinas de Dios, mandamientos de hombres”, porque dejando el mandamiento de Dios, se aferran a la tradición de los hombres: el lavado de los jarros y de los vasos de beber. Y hacen otras muchas cosas semejantes. Uno de los intérpretes de la Ley, le dijo: –Maestro, cuando dices estas cosas, también nos ofendes a nosotros. Jesús le dijo: –¡Ay de ustedes también, intérpretes de la Ley!, porque imponen a los hombres cargas que ellos no pueden llevar, pero que ustedes no las tocan ni aún con un dedo. 128


¡Ay de ustedes, que edifican los sepulcros de los profetas a quienes los padres de ustedes mataron! De manera que son testigos y consentidores de los hechos de sus padres. Es cierto que ellos los mataron, pero ustedes edifican sus sepulcros. Por eso Dios en su sabiduría también dijo: “Les enviaré profetas y apóstoles, y de ellos, a unos matarán y a otros perseguirán”, para que se les demande a esta generación la sangre de todos los profetas que se ha derramado desde la creación del mundo, desde la sangre de Abel hasta la sangre de Zacarías, que murió entre el altar y el Templo. Sí, les digo que se le demandará a esta generación. ¡Ay de ustedes, intérpretes de la Ley!, porque han quitado la llave de la ciencia. Ustedes mismos no entran, y a los que entraban se los impidieron. Y saliendo a la entrada de la casa del fariseo, Jesús llamó a la gente y les dijo una parábola: –Óiganme todos y entiendan: nada que esté fuera del hombre y entre por su boca, lo puede contaminar. No es eso lo que lo contamina. Pero lo que sale de la boca del hombre, eso es lo que lo contamina. Si alguien tiene los oídos atentos para oír esto, escuche. Cuando Jesús dejó a la gente y entró de nuevo en la casa, se acercaron sus discípulos y le dijeron: –¿Sabes que los fariseos se ofendieron cuando oyeron estas palabras? Pero él dijo: –Toda planta que mi Padre celestial no plantó, será desarraigada. Déjenlos, son ciegos guías de ciegos. ¿Acaso puede un ciego guiar a otro ciego? ¿No caerán ambos en el hoyo? Pedro le dijo: 129


–Explícanos esta parábola de lo que contamina. Jesús dijo: –¿También ustedes están faltos de entendimiento? ¿No entienden que nada de lo que hay afuera que entra en el hombre lo puede contaminar, porque no entra en su corazón? Todo lo que entra en la boca va al vientre y sale a la letrina. Pero lo que sale de la boca, sale del corazón. Y eso sí contamina al hombre. Dijo esto para declarar limpios todos los alimentos. Pero se refería a que del corazón de los hombres salen los malos pensamientos, los adulterios, las fornicaciones, los homicidios, los hurtos, las avaricias, las maldades, el engaño, la lujuria, la envidia, la calumnia, el orgullo, los falsos testimonios, las blasfemias y la insensatez. Todas estas maldades son las que salen de dentro y contaminan al hombre, pero el comer con las manos sin lavar no contamina al hombre. Por haberles dicho lo que les dijo, los escribas y los fariseos comenzaron a acosarlo mucho y a provocarlo para que hablara de muchas cosas, procurando cazar alguna palabra blasfema de su boca para tener de qué acusarlo.

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V. MINISTERIO DE JESÚS EN FENICIA, TRACONITE Y DECÁPOLIS

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MILAGROS Y SEÑALES IV Saliendo de Capernaúm, Jesús se fue a la región de Fenicia, a las ciudades de Tiro y de Sidón. Allí se alojó en una casa y no quería que nadie lo supiera, pero no pudo esconderse pues la gente se enteró y le pidieron que saliera. Entre la gente había una mujer que había salido de aquella región, cuya hija estaba endemoniada. La mujer era de ascendencia griega, y de nacionalidad siro–fenicia (el Evangelio de Mateo la llamó “cananea” pues la Fenicia que conocemos en los libros de historia se identifica con la Canaán que relata la Biblia). Tan pronto escuchó que Jesús estaba ahí, fue, y al ver salir a Jesús de la casa comenzó a gritar y a decirle: –¡Señor, Hijo de David, ten misericordia de mí! Mi hija ha sido gravemente atormentada por un demonio. Pero Jesús no le respondió nada. Sus discípulos se le acercaron y le rogaron: –Despídela, pues está gritando detrás de nosotros. Jesús le respondió a la mujer: –No he sido enviado a ustedes, sino a las ovejas perdidas de la nación de Israel. Pero ella fue y se postró a sus pies, rogándole que echara al demonio fuera de su hija. Le dijo: –¡Señor, ayúdame! Jesús le dijo: –Deja primero que se sacien los hijos de Israel, porque no está bien tomar el pan de los hijos y echarlo a los perros.

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Ella dijo: –Sí Señor, pero aún los perros, debajo de la mesa, comen de las migajas que caen de la mesa de sus amos. El Señor le dijo: –¡Mujer, tu fe es grande! Haré lo que quieres por causa de lo que me dijiste. Vete, el demonio ha salido de tu hija. Y en ese momento su hija fue sanada. Cuando la mujer llegó a su casa, encontró a su hija acostada en la cama y el demonio había salido de ella. Jesús salió de la región de Tiro y viajó por Sidón al Mar de Galilea, pasando por la región de Decápolis. Subió a un monte y se sentó allí. Se le acercó mucha gente trayéndole cojos, ciegos, mudos, mancos y otros muchos enfermos. Los pusieron a los pies de Jesús y los sanó a todos, de manera que la multitud se maravillaba al ver que los mudos hablaban, los mancos quedaban sanos, los cojos andaban y los ciegos veían. Le trajeron un sordo y tartamudo, y le rogaron que pusiera la mano sobre él. El Señor lo apartó de la gente, le metió los dedos en los oídos, escupió y tocó su lengua. Luego, levantando los ojos al cielo, gritó: –¡Efata! (que en arameo significa: “ábrete”). El hombre pudo escuchar al instante, se destrabó su lengua y comenzó a hablar bien. Jesús le ordenó a la gente que no se lo dijeran a nadie, pero cuanto más les decía, más y más lo divulgaban. Se asombraban mucho y decían: –Todo lo ha hecho bien: hace a los sordos oír y a los mudos hablar. Y daban gloria al Dios de Israel.

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Como era una gran multitud y no tenían qué comer, Jesús llamó a sus discípulos y les dijo: –Tengo compasión de esta gente, porque hace ya tres días que están conmigo y no tienen qué comer. Y no quiero enviarlos en ayunas a sus casas, no sea que se desmayen en el camino, pues algunos de ellos han venido de lejos. Sus discípulos le dijeron: –¿De dónde podrá alguien sacar tantos panes en el desierto para saciar a una multitud tan grande? Jesús les preguntó: –¿Cuántos panes tienen ustedes? Y ellos dijeron: –Siete panes, y tenemos además unos pocos pececillos. El Señor ordenó a la gente que se recostara en tierra. Tomó los siete panes, dio gracias, los partió y se los dio a sus discípulos para que los pusieran delante de la multitud. Tomó además los peces, los bendijo y mandó que también los pusieran delante. Todos los presentes comieron, se saciaron, y de los pedazos sobrantes recogieron siete canastas llenas. Los que comieron eran como cuatro mil hombres, sin contar las mujeres y los niños. Después de despedir a la gente, entró en la barca con sus discípulos y fue a la región de Magdala (llamada también Dalmanuta). Al llegar ahí, fueron a verlo los fariseos y saduceos para tenderle una trampa. Le pidieron que les mostrara una señal del cielo de que él era el Mesías. Algunos de los escribas y de los fariseos le dijeron: –Maestro, queremos ver una señal acerca de ti. 134


Jesús, gritando por dentro en su espíritu, respondió: –Cuando ustedes ven la nube que sale del poniente, inmediatamente dicen: “Viene el agua” y así sucede. Y cuando sopla el viento del sur, dicen: “Hará calor” y lo hace. Cuando anochece, dicen: “Hará buen tiempo, porque el cielo está rojo”. Y por la mañana dicen: “Hoy habrá tempestad, porque el cielo está rojo y nublado”. ¡Hipócritas!, que saben distinguir el aspecto del cielo y de la tierra, pero no pueden distinguir las señales de los tiempos. ¿Cómo no distinguen este tiempo? La generación mala y adúltera me exige señal, pero no le será dada ninguna señal, excepto la señal del profeta Jonás. Porque así como Jonás fue señal para los habitantes de la ciudad de Nínive (los ninivitas), así también el Hijo del Hombre será señal para esta generación. Así como estuvo Jonás en el vientre del gran pez tres días y tres noches, así estará el Hijo del Hombre en el corazón de la tierra tres días y tres noches. Los hombres de Nínive se levantarán en el juicio final contra esta generación y la condenarán, porque ellos se arrepintieron por la predicación de Jonás, y en este mismo lugar hay alguien que es mayor que Jonás. La reina del Sur (también llamada reina de Saba), se levantará en el juicio final contra los hombres de esta generación y los condenará, porque ella vino desde los confines de la tierra para oír la sabiduría de Salomón, y aquí, en este lugar, frente a ustedes hay alguien que es mayor que Salomón. Volvió a subir en la barca y se fue a la otra ribera, dejándolos ahí. Llegando al otro lado, los discípulos se dieron cuenta de que habían olvidado llevar el pan de las cestas que habían sobrado de la multiplicación, y no tenían más que un pan consigo en la barca. Jesús les dijo: –Miren, cuídense de la levadura de los fariseos, de los saduceos y de la levadura de Herodes. Ellos extrañados, discutían entre sí: –¿Dirá eso porque no trajimos el pan? 135


El Señor se dio cuenta y les dijo: –¿Por qué discuten entre ustedes, hombres de poca fe, porque no tienen pan? ¿No entienden ni comprenden aún? ¿Aún tienen endurecido su corazón? ¿Teniendo ojos no ven y teniendo oídos no oyen? ¿No recuerdan? Cuando partí los cinco panes entre cinco mil, ¿cuántas cestas llenas de pedazos sobrantes recogieron? Ellos le dijeron: –Doce. –Y cuando repartí los siete panes entre cuatro mil, ¿cuántas cestas llenas recogieron? Y ellos dijeron: –Siete. Jesús les dijo: –¿Cómo es que aún no entienden que no fue por el pan, que les dije que se cuidaran de la levadura de los fariseos y de los saduceos? Cuídense de la levadura de los fariseos, que es la hipocresía. Entonces entendieron que no les había dicho que se cuidaran de la levadura del pan, sino de la doctrina, de las enseñanzas y los hechos de los fariseos y de los saduceos (la cuales, tal como en una parábola que había dado en una ocasión anterior, podrían infectar a muchos). Jesús se dirigió a la ciudad de Betsaida, y llegando ahí, le llevaron a un ciego y le rogaron que lo tocara. Él, tomando la mano del ciego, lo sacó fuera de la aldea. Ahí escupió en sus ojos, puso sus manos sobre él y le preguntó si veía algo. El ciego dijo:

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–Veo a los hombres como si fueran árboles, pero los veo que andan. Jesús le puso otra vez las manos sobre los ojos y le hizo que mirara, y fue restablecida completamente su vista. Vio de lejos y claramente a todos. Jesús lo envió a su casa y le dijo: –No entres en la aldea, ni se lo digas a nadie. El término “como árboles que andan” muy probablemente se refiera a un raro tipo de astigmatismo que provoca la distorsión vertical de la visión de objetos y personas, y hace que se vean muy alargados, como árboles que caminan. Después Jesús se fue por las aldeas de la región de Cesarea de Filipo. Un día, andando por el camino, Jesús se apartó para orar. Estaban con él sus discípulos, y al terminar de orar les preguntó: –¿Quién dice la gente que soy yo? Ellos dijeron: –Unos dicen que eres Juan el Bautista. Otros, que eres Elías. Y otros, Jeremías o alguno de los profetas antiguos que ha resucitado. El Señor les preguntó: –Y ustedes, ¿quién dicen que soy yo? Simón Pedro le dijo: –Tú eres el Cristo, el Mesías, el Hijo del Dios viviente. Jesús le respondió: –Eres bienaventurado, Simón, hijo de Jonás, porque esto no te lo reveló ninguna persona, sino mi Padre Dios que está en el cielo. Y yo también te 137


digo que tú eres Pedro, y sobre esta piedra (sobre esa sólida verdad de que Jesús es el Mesías) edificaré mi iglesia, y las puertas del Hades, del lugar de los muertos, no resistirán contra ella. Y a ti te daré las llaves del Reino de Dios: todo lo que ates en la tierra será atado en los cielos, y todo lo que desates en la tierra será desatado en los cielos. Con la frase: “Sobre esta piedra edificaré mi iglesia” Jesús se refería a sí mismo. Jesús hizo un juego de palabras, como solía hacerlo muchas veces, usando la palabra “Pedro” para referirse a Simón, y “piedra”, para explicar que edificaría su iglesia sobre la piedra que Dios puso por fundamento para salvar al mundo: Jesucristo mismo. Como lo escribió el profeta Isaías: “Por eso, Dios el Señor dice así: He aquí que yo he puesto en Sion por fundamento una piedra, piedra aprobada, angular, preciosa, de cimiento estable. El que cree en él, no será avergonzado”. Su siguiente frase: “Y las puertas del Hades no resistirán contra ella” lo confirma, pues se refiere a que las puertas del lugar de los muertos no resistirían contra esa piedra que es Cristo, ni podrían retenerlo. En otras palabras, estaba confirmando que él resucitaría de entre los muertos. Pero Jesús les ordenó a sus discípulos que no le dijeran a nadie que él era el Mesías, el Cristo. Se los encargó rigurosamente y les dijo: –Es necesario que el Hijo del Hombre sufra muchas cosas y que sea despreciado por los Ancianos, por los principales sacerdotes y por los escribas, que lo maten y resucite al tercer día. Desde entonces Jesús comenzó a enseñarles a sus discípulos que era necesario que el Hijo del Hombre fuera a Jerusalén para ser desechado y padecer mucho a manos de los Ancianos, de los principales sacerdotes y de los escribas, morir y resucitar al tercer día. Les decía esto con toda claridad. Como lo profetizó el profeta Isaías:

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“No hay hermosura en él, ni esplendor. Lo veremos, pero sin atractivo alguno para que lo apreciemos. Despreciado y desechado entre los hombres, varón de dolores, experimentado en sufrimiento, y como que escondimos de él el rostro. Fue menospreciado y no lo estimamos”. Pedro, al oírlo, lo llevó aparte y comenzó a amonestarlo: –Señor, ten compasión de ti mismo. ¡De ninguna manera te ocurra esto! Pero Jesús, volviéndose y mirando a los discípulos, reprendió a Pedro: –¡Apártate de mí, Satanás! Me quieres hacer caer, porque no pones la mira en las cosas de Dios, sino en las de los hombres. Y llamando a la gente y a sus discípulos, les dijo: –Si alguien quiere seguirme, niéguese a sí mismo, tome su cruz cada día y sígame, porque todo el que quiera salvar su vida la perderá, y todo el que pierda su vida por causa de mí y del Evangelio, la salvará. Porque, ¿de qué le servirá al hombre ganar todo el mundo, si pierde su alma? ¿O qué recompensa podrá dar el hombre a cambio de su alma? El Hijo del Hombre vendrá en la gloria de su Padre con sus ángeles y pagará a cada uno conforme a sus acciones. Por lo tanto, el que se avergüence de mí y de mis palabras en esta generación adúltera y pecadora, también el Hijo del Hombre se avergonzará de él cuando venga en su gloria y en la del Padre con los santos ángeles. De verdad les digo que hay algunos de los que están aquí que no probarán la muerte hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo con poder en su Reino. Esta profecía se cumplió cuando Jesús le mostró al anciano apóstol Juan, cómo sería su regreso en gloria y poder, el cual Juan describió en el libro del Apocalipsis.

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LA TRANSFIGURACIÓN Una semana después de estas palabras, Jesús llevó aparte a Pedro, a Jacobo y a su hermano Juan, a un monte alto para orar (probablemente el monte Hermón). Mientras oraba allí, se transfiguró delante de ellos: la apariencia de su cara cambió y su rostro resplandeció como el sol. Sus ropas se volvieron muy blancas, resplandecientes como la luz, como la nieve. Tanto, que ningún lavador en la tierra las puede dejar tan blancas. Y se les aparecieron dos hombres, los cuales hablaban con Jesús. Eran Moisés y Elías. Ellos aparecieron rodeados de gloria, y hablaban con Jesús de su partida, que el Señor iba a cumplir en Jerusalén (Moisés recibió de Dios la Ley que regía a Israel, y Elías fue la figura emblemática de los profetas de Dios. La Ley y Los profetas, la Escritura toda, estaba pues representada en estos dos personajes). Pedro y los otros dos apóstoles estaban rendidos de sueño, pero permanecieron despiertos y vieron la gloria de Jesús y a los dos hombres que estaban con él. Y mientras estos varones se alejaban de Jesús, Pedro le dijo: –¡Maestro, qué bueno es para nosotros que estemos aquí! Si quieres, hagamos tres enramadas: una para ti, otra para Moisés y otra para Elías. Pero Pedro no sabía ni lo que decía, pues estaban muy asustados. Mientras él aún hablaba, apareció una nube de luz que los cubrió, y desde la nube se oyó una voz que decía: “Este es mi Hijo amado, en quien tengo mi agrado. Óiganlo a él”. Al oír esto, los discípulos se postraron sobre sus rostros y tuvieron mucho temor al sentir que entraban en la nube. Jesús se acercó, los tocó y dijo: –Levántense, no tengan miedo. Y cuando ellos alzaron la mirada, no vieron a nadie más, sino a Jesús que estaba solo. Al descender del monte, Jesús les ordenó: 140


–No le digan a nadie lo que han visto, hasta que el Hijo del Hombre haya resucitado de los muertos. Por eso guardaron entre ellos el secreto, discutiendo qué significaba aquello de resucitar de los muertos. Le preguntaron: –¿Por qué entonces dicen los expertos en la Torá que Dios le dijo al profeta Malaquías: “Es necesario que Elías venga primero”? Jesús les dijo: –Es verdad que Elías vendría primero y restauraría todas las cosas. Pero les digo que Elías ya vino y no lo reconocieron, sino que hicieron con él todo lo que quisieron, tal como está escrito acerca de él. Así también el Hijo del Hombre sufrirá a manos de ellos. Pero, ¿no dice la Escritura que el Hijo del Hombre debe padecer mucho y ser despreciado? Entonces los discípulos comprendieron que se refería a Juan el Bautista. Ellos callaron, y por aquellos días no le dijeron nada a nadie de lo que vieron. Al día siguiente, cuando descendieron del monte y llegaron donde estaban los otros nueve discípulos, Jesús vio una gran multitud alrededor de ellos y varios escribas que discutían con los discípulos. Al ver llegar a Jesús, la gente se asombró. Todos corrieron a donde estaba él y lo saludaron. Jesús le preguntó a la gente: –¿Qué discuten con ellos? (Refiriéndose a sus discípulos.) Un hombre de la multitud se le acercó, se arrodilló delante de él y le imploró: –Maestro, te traje a mi hijo, que es lunático y está endemoniado. Ten misericordia, te ruego que lo veas, pues es el único que tengo. Tiene un espíritu mudo que lo lleva a la locura y él sufre muchísimo, pues el demonio lo toma y de repente lo hace gritar. Lo sacude con violencia, lo hace echar espuma y estropeándolo, a duras penas se aparta de él. Mi hijo cruje los 141


dientes y se va secando poco a poco. Se lo traje a tus discípulos y les rogué que lo echaran fuera, pero no pudieron. Jesús, visiblemente molesto, respondió: –¡Generación incrédula y perversa! ¿Hasta cuándo tengo que estar con ustedes? ¿Hasta cuándo los debo soportar? Trae acá a tu hijo. Mientras el muchacho se acercaba a Jesús, el demonio lo derribó y lo sacudió con tanta violencia que cayó al suelo revolcándose y echando espumarajos. Jesús le preguntó al padre: –¿Cuánto tiempo hace que le sucede esto? Él dijo: –Desde niño. Y muchas veces el demonio lo arroja al fuego o al agua, para matarlo. Pero si puedes hacer algo, ten misericordia de nosotros y ayúdanos. Jesús le dijo: –Si puedes creer, al que cree todo le es posible. Inmediatamente el padre del muchacho exclamó: –Creo. Ayuda a mi incredulidad. Como Jesús vio que la multitud se agolpaba, reprendió al espíritu maligno: –¡Espíritu mudo y sordo, yo te ordeno que salgas de él, y no entres más en él! El demonio, gritando y sacudiéndolo con violencia, salió del joven y éste quedó como muerto, de modo que muchos decían: “Se murió”. Pero Jesús lo enderezó tomándolo de la mano. El joven se levantó y quedó sano desde aquel momento. Jesús se lo devolvió a su padre y todos se admiraban de la grandeza de Dios. 142


Cuando se fueron de ahí, se acercaron los discípulos a Jesús y le preguntaron aparte: –¿Por qué nosotros no pudimos echarlo fuera? El Señor les dijo: –Por la poca fe que tienen. De verdad les digo que si tienen fe del tamaño de un grano de mostaza, dirán a este monte: “Pásate de aquí allá” y se pasará, y nada les será imposible. Pero esta clase de demonio no sale con nada más que con oración y ayuno. Después de haber estado rodeado de la gloria de su Padre Dios, transfigurado en su cuerpo glorificado (el mismo que vio el profeta Daniel junto al río Tigris y el apóstol Juan en Apocalipsis) y acompañado de Moisés y Elías, hablando con ellos cosas de la mayor trascendencia para el Reino de los Cielos y para la humanidad, tales como el cumplimiento de las Escrituras acerca de su sacrificio, debió ser tremendamente frustrante para Jesús bajar del monte y encontrarse con la ineptitud de los nueve discípulos que habían quedado abajo, quienes no acertaban a echar fuera un demonio y peor aún, estaban indefensos ante la ira de la multitud y de las acusaciones de los escribas. Después de un momento sublime, la frustración de tener que regresar a lidiar con las nimiedades de la vida cotidiana, es algo que enfatiza el carácter profundamente humano del Hijo de Dios. Llegando a la región de Galilea, Jesús les dijo: –El Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres y lo matarán, pero al tercer día resucitará. Y ellos se entristecieron mucho. Cuando llegaron a casa de Pedro en Capernaúm, se acercaron a Pedro los que cobraban dos monedas para el impuesto del Templo y le preguntaron:

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–¿Su Maestro no paga las dos monedas? Pedro dijo: –Sí. Al entrar Pedro en casa, antes de que pudiera decirle nada al Señor, Jesús le habló enseguida y le dijo: –¿Qué te parece, Simón? Los reyes de la tierra, ¿de quiénes cobran los tributos y los impuestos? ¿De sus propios hijos o de los extraños? Pedro le respondió: –De los extraños. Jesús le dijo: –Entonces los hijos están exentos. Sin embargo, para no ofenderlos, ve al mar, echa el anzuelo y toma el primer pez que saques. Ábrele la boca y hallarás una moneda. Tómala y dásela por mí y por ti. Y así lo hizo. Poco después salieron de allí y caminaron por la región de Galilea, y Jesús no quería que nadie supiera de su presencia, pues todos estaban asombrados de todas las cosas que hacía. Jesús les enseñaba a sus discípulos y les decía: –Hagan que les entren bien en los oídos estas palabras: el Hijo del Hombre será entregado en manos de los hombres y lo matarán. Pero después de muerto, al tercer día resucitará. Ellos se entristecían, pero no entendían en realidad estas palabras, pues su significado les fue ocultado para que aún no las entendieran, y temían preguntarle sobre ese asunto. 144


VI. MINISTERIO DE JESÚS EN JUDEA

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JESÚS Y LOS FARISEOS III Estaba cercana otra fiesta ceremonial de los judíos, la de los Tabernáculos, y sus hermanos le dijeron: –Sal de aquí, y vete a Judea para que tus discípulos allá también vean las obras milagrosas que haces, porque nadie que quiera darse a conocer hace las cosas en secreto. Si haces todas estas cosas, manifiéstate al mundo. Porque ni aún sus hermanos biológicos creían en él. Jesús les dijo: –Mi tiempo aún no ha llegado, pero el tiempo de ustedes siempre está preparado. El mundo no puede odiarlos a ustedes, pero a mí me odian porque yo testifico que sus acciones de ellos son malas. Vayan ustedes a la fiesta. Yo todavía no voy a esa fiesta, porque mi tiempo aún no se ha cumplido. Y luego de decirles esto, se quedó en Galilea. Pero después que sus hermanos fueron, el Señor decidió ir también a Jerusalén. Envió mensajeros antes que él, los cuales fueron y entraron en una aldea de Samaria para tratar de hacer los preparativos de su alojamiento (el viaje desde Galilea hasta Jerusalén duraba unos tres días a pie y Samaria estaba a la mitad del trayecto). Pero los samaritanos dijeron que no lo recibirían, porque su intención también era ir a Jerusalén. Al enterarse sus discípulos Jacobo y Juan, con su temperamento que les caracterizaba, le dijeron: –Señor, ¿quieres que mandemos que descienda fuego del cielo, como hizo Elías, y los consuma? Jesús volvió su vista hacia ellos y los reprendió: –Ustedes no saben de qué espíritu son, porque el Hijo del Hombre no ha venido para perder las almas de los hombres, sino para salvarlas. Y se fueron de ahí. 146


Jesús y sus discípulos pasaban por una aldea entre Galilea y Samaria, y al entrar en la aldea les salieron al encuentro diez hombres leprosos, quienes se detuvieron a lo lejos y gritaron: –¡Jesús, Maestro, ten misericordia de nosotros! Cuando él los vio, les dijo: –Vayan y muéstrense a los sacerdotes. Ellos obedecieron. Y mientras iban en el camino para mostrarse a los sacerdotes, quedaron limpios de su lepra. Uno de esos diez, al ver que había sido sanado, volvió dando gloria a Dios a gritos. Se arrodilló con su rostro en la tierra a los pies de Jesús, dándole gracias. Él era samaritano. Jesús le preguntó: –¿No son diez los que han quedado limpios de su enfermedad? Y los otros nueve, ¿dónde están? ¿No hubo de los nueve quién volviera y diera gloria a Dios, más que este extranjero? Y le dijo al samaritano: –Levántate, vete. Tu fe te ha salvado. Jesús llegó a Jerusalén para la fiesta de los Tabernáculos, no abiertamente sino en secreto. Los líderes judíos lo buscaban en la fiesta y decían: –¿Dónde estará aquel? Había mucha murmuración acerca de él entre la multitud, pues unos decían: “Él es bueno”, pero otros decían: “No, sólo engaña al pueblo”. Sin embargo, ninguno hablaba abiertamente de él por miedo a las autoridades judías. Pero a la mitad de la fiesta Jesús entró al Templo y comenzó a enseñar. Los principales de los judíos se admiraron y dijeron:

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–¿Cómo sabe este de letras, sin haber estudiado? Jesús les respondió: –Mi enseñanza no es mía, sino de aquel que me envió. Todo el que quiere hacer la voluntad de Dios, reconocerá si mi enseñanza es de Dios o si hablo por mi propia cuenta. Quien habla por su propia cuenta, busca su propia gloria y reconocimiento, pero el que busca la gloria de quien lo envió, ese es verdadero y no hay en él injusticia. ¿No les dio Moisés la Torá, la Ley? Sin embargo, ninguno de ustedes la cumple. ¿Por qué intentan matarme? Respondieron ellos: –Estás endemoniado, ¿quién intenta matarte? Jesús respondió: –Hice una obra milagrosa aquí (refiriéndose a la sanidad de un paralítico de Betesda en shabat, al comienzo de su ministerio, por la cual quisieron matarlo) y todos ustedes se escandalizaron. Por cierto, Moisés les dio la orden de la circuncisión, no porque sea de Moisés, sino de los patriarcas, y en sábado ustedes circuncidan a las personas. Si el hombre recibe la circuncisión en shabat, para que la Ley de Moisés no sea quebrantada, ¿por qué se enojan conmigo porque sané completamente a un hombre en sábado? No juzguen según las apariencias, sino juzguen con juicio justo. Algunos de los habitantes de Jerusalén decían: –¿No es a este a quien buscan para matarlo? Mírenlo, habla en público y no le dicen nada. ¿Habrán reconocido las autoridades que él es el Mesías, el Cristo? Pero nosotros sabemos de dónde es este. Sin embargo, cuando venga el Mesías, nadie sabrá de dónde es. Jesús, enseñando en el Templo, dijo en voz alta:

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–A mí me conocen y saben de dónde soy. No he venido por mí mismo, pero el que me envió, a quien ustedes no conocen, es verdadero. Pero yo lo conozco porque procedo de él, y él me envió. Ellos intentaron arrestarlo, pero nadie lo pudo aprehender porque aún no había llegado su hora. Y muchos de la multitud creyeron en él y decían: –Cuando venga el Mesías, ¿hará más milagros que los que hace este? Los fariseos oyeron que la gente murmuraba estas cosas acerca de él. Los principales sacerdotes y los fariseos enviaron guardias para que lo arrestaran. Jesús siguió diciendo en el Templo: –Estaré con ustedes todavía algún tiempo y luego regresaré al que me envió. Ustedes me buscarán, pero no me encontrarán, y donde yo estaré, ustedes no podrán ir. Los judíos dijeron entre sí: –¿Adónde se irá este, que no lo encontraremos? ¿Se irá a ver a los judíos que están dispersos entre los griegos y enseñará a los griegos? ¿Qué significa esto que dijo: “Me buscarán, pero no me encontrarán, y donde yo estaré ustedes no pueden ir”? En el último y gran día de la fiesta, Jesús se puso de pie y dijo en voz alta: –Si alguien tiene sed, acérquese a mí y beba. El que cree en mí, como dice la Escritura, de su interior brotarán ríos de agua viva. Dijo esto hablando acerca del Espíritu Santo, el cual recibirían los que creyeran en él, pues aún no había venido sobre ellos el Espíritu Santo, porque Jesús aún no había sido glorificado. Algunos de la multitud, oyendo estas palabras, decían: “Verdaderamente este es el Profeta”. Otros decían: “Él es el Mesías, el Cristo”. Pero algunos decían: 149


“¿El Cristo vendría de Galilea? ¿No dice la Escritura que de la descendencia de David, y de la aldea de Belén, de donde era David, vendría el Cristo?” Hubo entonces división entre la gente a causa de él. Y algunos de ellos querían apresarlo, pero ninguno pudo. Los guardias regresaron donde estaban los principales sacerdotes y los fariseos. Ellos les preguntaron: –¿Por qué no lo trajeron? Los guardias respondieron: –¡Ningún hombre ha hablado jamás como este hombre! Los fariseos les preguntaron: –¿También ustedes han sido engañados? ¿Acaso ha creído en él alguno de los gobernantes o de los fariseos? Pero esta gente que no sabe la Torá, está maldita. Nicodemo, el fariseo que había ido a ver a Jesús de noche, les dijo a sus compañeros fariseos: –¿Acaso nuestra Ley juzga a un hombre si no lo oye primero y sabe lo que ha hecho? Le respondieron: –¿Acaso tú también eres galileo? Estudia la Torá y verás que de Galilea nunca se ha levantado un profeta. Y cada uno se fue a su casa, pero Jesús se fue al Monte de los Olivos. Por la mañana volvió al Templo. Todo el pueblo vino a escucharlo y Jesús se sentó a enseñarles.

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Los escribas y los fariseos le trajeron una mujer sorprendida en adulterio y la pusieron en medio. Le dijeron: –Maestro, esta mujer fue sorprendida en el acto mismo del adulterio, y en la Torá Moisés nos ordenó apedrear a tales mujeres. ¿Qué dices tú de esto? Le dijeron esto para probarlo, para tener de qué acusarlo. Pero Jesús, inclinándose hacia el suelo, escribió algo en tierra con el dedo. Y como insistieron en preguntarle, se enderezó y les dijo: –El que de ustedes esté libre de pecado, que sea el primero en arrojar la piedra contra ella. Se inclinó de nuevo hacia el suelo y siguió escribiendo en la tierra. Pero ellos al oír esto, acusados por su propia conciencia, se fueron saliendo uno por uno, comenzando desde los más viejos hasta los más jóvenes. Solo quedaron Jesús y la mujer que estaba ahí en medio. Jesús se enderezó, y al no ver a nadie más que a la mujer, le dijo: –Mujer, ¿dónde están los que te acusaban? ¿Ninguno te condenó? Ella dijo: –Ninguno, Señor. Jesús le dijo: –Ni yo te condeno. Vete y no peques más. Los fariseos habían creído que con esta trampa tendrían la excusa perfecta para acusar a Jesús de desacato a la Ley. Si Jesús impedía la aplicación de la Ley podrían arrestarlo con causa probada, y si accedía a que se aplicara, lo expondrían ante el pueblo como un hipócrita, que predica el amor y el perdón de pecados, pero no lo cumple. La respuesta del Señor los tomó por sorpresa. Pero la parte más destacable fue lo que le dijo a la adúltera. Jesús, 151


aún sin solapar el pecado, jamás profirió palabras condenatorias contra ningún pecador, sino que los llamó a arrepentirse de su proceder. A los únicos a quienes les dijo palabras muy duras fue a los fariseos. Más tarde, Jesús fue otra vez con los fariseos y les dijo: –Yo Soy la luz del mundo. El que me sigue no estará en tinieblas, sino que tendrá la luz de la vida. Los fariseos le dijeron: –Tú te anuncias a ti mismo. Tu testimonio no es válido. Jesús les respondió: –Aunque yo testifico acerca de mí mismo, mi testimonio sí es válido, porque sé de dónde vine y a dónde voy. Pero ustedes no saben de dónde vengo ni a dónde voy. Ustedes juzgan según la carne. Yo no juzgo a nadie. Y si juzgo, mi juicio es de acuerdo a la verdad, porque no soy solo yo, sino yo y el Padre que me envió. Y en la Ley está escrito que el testimonio de dos hombres es válido. Yo Soy el que doy testimonio de mí mismo, pero también el Padre que me envió, da testimonio de mí. Ellos le dijeron: –¿Dónde está tu padre? Jesús les dijo: –Ustedes no me conocen a mí, ni a mi Padre. Si me reconocieran, también conocerían a mi Padre. Jesús les dijo estas palabras en el lugar de las ofrendas, enseñando en el Templo. Y nadie lo apresó, porque aún no había llegado su hora. Jesús les dijo de nuevo a los líderes judíos: 152


–Yo me voy y ustedes me buscarán, pero morirán en su pecado. A donde yo voy, ustedes no podrán ir. Ellos decían: –¿Acaso pensará matarse, que dice: “A donde yo voy, ustedes no pueden ir”? El Señor les dijo: –Ustedes son de abajo. Yo Soy de arriba. Ustedes son de este mundo, yo no soy de este mundo. Por eso les dije que morirán en sus pecados. Si no creen que Yo Soy, en sus pecados morirán. Le dijeron: –Tú, ¿quién eres? Jesús les dijo: –Lo que les dije desde el principio. Muchas cosas tengo que decir y juzgar de ustedes. Pero el que me envió es verdadero. Y yo, lo que le he oído a él, eso es lo que hablo al mundo. Pero ellos no entendieron que les hablaba del Padre Dios. Jesús les dijo: –Cuando hayan levantado al Hijo del Hombre, entonces conocerán que Yo Soy, y que no hago nada de mí mismo, sino que, según me enseñó el Padre, así mismo hablo. Porque el que me envió está conmigo. El Padre no me ha dejado solo, porque yo siempre hago lo que le agrada. Al decirles “Yo Soy”, Jesús los enfurecía, pues estaba infiriendo que él era Dios, haciendo referencia al pasaje en el que Dios se le aparece a Moisés en la zarza para ordenarle que saque al pueblo de Egipto y le dice: 153


“Yo Soy el que soy. Y así dirás al pueblo de Israel: ‘Yo Soy’ me envió a ustedes”. Por haber hablado Jesús estas cosas, muchos creyeron en él. El Señor les dijo a los judíos que habían creído en él: –Si ustedes permanecen en mi palabra, serán verdaderamente mis discípulos, y conocerán la verdad y la verdad los hará libres. Le respondieron algunos de los líderes judíos: –Somos descendientes de Abraham y jamás hemos sido esclavos de nadie. ¿Cómo dices tú que seremos libres? Jesús les respondió: –De verdad les digo que todo el que practica el pecado, es esclavo del pecado. Y el esclavo no se queda en la casa para siempre. El hijo sí se queda para siempre. Así es que, si el Hijo les da libertad, serán ustedes verdaderamente libres. Sé que son descendientes de Abraham. Sin embargo intentan matarme, porque mi palabra no encuentra cabida en ustedes. Yo hablo lo que he visto al estar junto a mi Padre, y ustedes hacen lo que han oído, al estar junto al suyo. Ellos le respondieron: –Nuestro padre es Abraham. Jesús les dijo: –Si fueran hijos de Abraham, harían las cosas como Abraham. Pero ahora intentan matarme a mí, que les he hablado la verdad, la cual yo he oído de Dios. Abraham no hizo esto. Ustedes hacen las obras de su verdadero padre.

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Le dijeron: –¡Nosotros no nacimos de fornicación! ¡Tenemos un solo padre: Dios! Jesús les dijo: –Si el padre de ustedes fuera Dios, me amarían, porque yo he salido y he venido de Dios, pues no vine por mí mismo, sino que él me envió. ¿Por qué no entienden mi lenguaje? Porque no pueden escuchar mi palabra. Ustedes son hijos de su padre el diablo, y los deseos de su padre quieren hacer. Él ha sido homicida desde el principio y no ha permanecido en la verdad, porque no hay verdad en él. Cuando habla mentira, de lo suyo habla, pues es mentiroso y padre de mentira. Pero a mí, que digo la verdad, ustedes no me creen. ¿Quién de ustedes puede acusarme de pecado? Y si digo la verdad, ¿por qué ustedes no me creen? El que pertenece a Dios, ese sí oye las palabras de Dios. Por eso ustedes no las oyen, porque no son de Dios. Los principales de los judíos le respondieron: –¿No decíamos bien nosotros, que tú eres samaritano y estás endemoniado? Jesús les dijo: –Yo no estoy endemoniado, sino que honro a mi Padre. Y ustedes no me honran, pero yo no busco mi gloria personal. Hay uno que busca mi gloria, y ese es quien juzga. De verdad les digo que quien obedece mis palabras nunca verá la muerte. Los líderes judíos le dijeron: –Ahora nos convencemos de que tienes demonio. Abraham murió, y los profetas también, y tú dices: “El que obedece mis palabras nunca sufrirá muerte”. ¿Eres tú acaso mayor que nuestro padre Abraham, que murió? ¡También los profetas murieron! ¿Quién te crees que eres? 155


Jesús respondió: –Si yo me alabo a mí mismo, mi gloria nada significaría. Mi Padre es quien me glorifica, el que ustedes dicen que es su Dios. Ustedes no lo conocen. Yo sí lo conozco, y si dijera que no lo conozco sería un mentiroso como ustedes. Pero sí lo conozco y obedezco su palabra. Abraham, su patriarca, se alegró de que vería mi día, y lo vio y se gozó. Los principales de los judíos le dijeron: –Aún no tienes cincuenta años, ¿y has visto a Abraham? Jesús les dijo: –De verdad les digo: antes de que Abraham existiera, Yo Soy. Los principales de los judíos tomaron piedras para arrojárselas, pero Jesús se escondió y salió del Templo, y atravesando por en medio de ellos, se fue. Caminando por la ciudad de Jerusalén, Jesús vio a un hombre ciego de nacimiento. Sus discípulos le preguntaron: –Rabí, ¿quién pecó, este o sus padres, para que haya nacido ciego? Jesús respondió: –No pecó él ni sus padres, sino que está así para que las obras milagrosas de Dios se manifiesten en él. Es necesario que yo haga las obras del que me envió, mientras dura el día. Vendrá la noche cuando nadie podrá trabajar. Mientras yo estoy en el mundo, soy la luz del mundo. Después de decirles que él era la luz del mundo, escupió en la tierra e hizo lodo con su saliva. Untó con el lodo los ojos del ciego y le dijo: –Ve a lavarte en el estanque de Siloé (que significa: “enviado”). 156


El ciego fue, se lavó y recuperó la vista. Todos sus vecinos y los que antes habían visto que era ciego, decían: –¿No es este el que se sentaba a mendigar? Unos decían: “Él es”. Otros: “Se parece a él”. Él decía: “Soy yo”. Le preguntaron: –¿Cómo recuperaste la vista? Él les respondió: –Aquel hombre que se llama Jesús hizo lodo, me untó los ojos y me dijo: “Ve al estanque Siloé y lávate”. Fui, me lavé y recibí la vista. Le dijeron: –¿Dónde está él? Él dijo: –No sé. Llevaron al que había sido ciego ante los fariseos. Era sábado cuando Jesús había hecho el lodo y le había devuelto la vista. Los fariseos también le preguntaron cómo había recibido la vista. Él les dijo: –Me puso lodo sobre los ojos, me lavé y ahora veo. Algunos de los fariseos decían: –Ese hombre no procede de Dios, porque no guarda el shabat. Otros decían: 157


–¿Pero cómo puede un hombre pecador hacer estas señales milagrosas? Y había división entre ellos. Le preguntaron otra vez al ciego: –¿Qué crees tú con respecto al que te abrió los ojos? Él contestó: –Que es profeta. Pero las autoridades judías no creían que él había sido ciego y que había recibido la vista, hasta que llamaron a sus padres y les preguntaron: –¿Es este su hijo, el que ustedes dicen que nació ciego? ¿Cómo es que ve ahora? Sus padres respondieron: –Sabemos que este es nuestro hijo y que nació ciego. Pero cómo es que ve ahora, no lo sabemos. Ni quién le dio la vista, nosotros tampoco lo sabemos. Ya tiene edad suficiente, pregúntenle a él, que él hable por sí mismo. Sus padres dijeron eso porque tenían miedo de los líderes judíos, porque ellos ya habían acordado que si alguno confesaba que Jesús era el Mesías, fuera expulsado de la sinagoga. Por eso sus padres dijeron: “Ya está grande, pregúntenle a él”. Los fariseos llamaron nuevamente al hombre que había sido ciego y le dijeron: –¡Dale la gloria a Dios! Nosotros sabemos que aquel hombre es pecador. Él respondió: –Si es pecador, no lo sé. Una cosa sé: que yo era ciego y ahora veo.

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Le volvieron a decir: –¿Qué te hizo? ¿Cómo te abrió los ojos? Él les respondió: –Ya se los dije y no me escucharon, ¿por qué lo quieren oír otra vez? ¿Ustedes también quieren hacerse sus discípulos? Ellos lo insultaron y le dijeron: –Tú eres su discípulo, pero nosotros somos discípulos de Moisés. Nosotros sabemos que Dios le habló a Moisés, pero con respecto a ese, no sabemos de dónde ha salido. El hombre les dijo: –Pues eso es lo asombroso, que ustedes no sepan de dónde ha salido, y a mí me abrió los ojos. Y sabemos que Dios no escucha a los pecadores, pero si alguno es temeroso de Dios y hace su voluntad, a ese escucha. Nunca se había sabido que alguien abriera los ojos de un ciego de nacimiento. Si él no proviniera de Dios, no podría hacer nada. Respondieron: –Tú naciste completamente en pecado, ¿y nos quieres enseñar a nosotros? Y lo expulsaron de la sinagoga. Jesús se enteró de que lo habían expulsado de la sinagoga, y cuando lo encontró le dijo: –¿Crees en el Hijo de Dios? Él respondió: 159


–¿Quién es, Señor, para que crea en él? Jesús le dijo: –Pues lo estás viendo: el que habla contigo, ese es. Y él dijo: –Creo, Señor. Y lo adoró. Jesús le dijo: –He venido a este mundo para hacer juicio: para que los que no ven, vean, y los que ven, sean cegados. Algunos de los fariseos que estaban con Jesús, al oír esto le dijeron: –¿Acaso también nosotros somos ciegos? Jesús les respondió: –Si fueran ciegos no tendrían pecado, pero ahora por decir ustedes: “Vemos”, su pecado permanece. Y añadió: –De verdad les digo: el que no entra por la puerta en el redil de las ovejas, sino que sube por otra parte, es ladrón y asaltante. Pero el que entra por la puerta, ese es el pastor de las ovejas. A él es al que le abre el portero y las ovejas oyen su voz, llama a sus ovejas por su nombre y las saca. Y cuando ha sacado fuera todas las ovejas de su propiedad, camina delante de ellas y las ovejas lo siguen porque conocen su voz. Pero no seguirán a ningún extraño, sino que huirán de él, porque no conocen la voz de los extraños.

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Jesús les dijo esta alegoría, esta parábola, pero ellos no entendieron qué era lo que les quería decir. Volvió a decirles: –De verdad les digo: Yo Soy la Puerta de las Ovejas. Todos los que vinieron antes de mí, son ladrones y asaltantes, pero las ovejas no los oyeron. (La Puerta de las Ovejas era una de las doce puertas de entrada a la ciudad de Jerusalén. Jesús tomó el nombre de esta puerta para enseñar que solo a través de él puede el hombre acceder a Dios.) Yo Soy la puerta. El que entre por mí será salvo. Entrará y saldrá, y encontrará pastos verdes. El ladrón no viene más que para robar, matar y destruir. Yo he venido para que tengan vida, y para que la tengan en abundancia. Yo Soy el buen pastor. El buen pastor da su vida por las ovejas. Pero el asalariado, que no es el pastor, de quien no son propias las ovejas, ve venir al lobo y deja las ovejas. Huye, y el lobo arrebata a las ovejas y las dispersa. Así es que el asalariado huye porque es asalariado y no le importan las ovejas. Yo Soy el buen pastor y conozco mis ovejas, y mis ovejas me conocen, así como el Padre me conoce y yo conozco a mi Padre. Y yo doy mi vida por las ovejas. Tengo además otras ovejas que no son de este redil (los gentiles). A esas también debo atraer, y ellas oirán mi voz y habrá un solo rebaño y un pastor. Por eso me ama mi Padre, porque yo doy mi vida para volverla a tomar. Nadie me la quita, sino que yo la doy por mí mismo, por mi propia voluntad. Tengo el poder para darla y tengo el poder para volverla a tomar. Este es el mandamiento que recibí de mi Padre. Como había profetizado acerca de él, el profeta Ezequiel: “Yo salvaré a mis ovejas y nunca más serán objeto de rapiña, y juzgaré entre oveja y oveja. Yo levantaré sobre ellas a un pastor que las apaciente”. Volvió a haber división entre los líderes judíos por estas palabras de Jesús. Muchos de ellos decían: 161


–Está endemoniado y fuera de sí. ¿Por qué lo escuchan? Otros decían: –Estas palabras no son de un endemoniado. ¿Puede acaso un demonio devolver la vista a los ciegos? Saliendo de Jerusalén, yendo de camino, Jesús entró en la aldea de Betania y lo recibió en su casa una mujer llamada Marta, que era hermana de María. María se sentó a los pies de Jesús, a oír su palabra. Marta en cambio, se preocupaba con sus muchos quehaceres. Marta se acercó a Jesús y le dijo: –Señor, ¿no te importa que mi hermana me deje servir sola? Dile por favor que me ayude. Jesús le dijo: –Marta, Marta, estás afanada y preocupada con muchas cosas, pero solo una cosa era necesaria, y María eligió la parte buena, la que nadie le podrá quitar.

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JESÚS Y SUS DISCÍPULOS III: MISIÓN DE LOS SETENTA Jesús se quedó un tiempo en la región de Judea, para predicar el Evangelio, las buenas noticias del Reino de Dios, en las ciudades y aldeas de esa región (probablemente utilizaba la casa de María y Marta en Betania como lugar fijo para hospedarse en Judea mientras predicaba ahí, tal como lo había hecho con la casa de Pedro en Capernaúm cuando predicaba en la región de Galilea). El Señor designó también a otros setenta discípulos, a quienes envió de dos en dos, delante de él, a todas las ciudades y lugares de Judea adonde él debía ir. Les dio las mismas instrucciones que les había dado a los doce apóstoles en su misión en Galilea: –No lleven bolsa, ni alforja, ni calzado, y no se detengan a saludar a nadie por el camino. En cualquier casa donde entren, primeramente digan: “Haya paz en esta casa”. Si hay allí algún hijo de paz, la paz de ustedes reposará sobre él. Y si no, la paz volverá con ustedes. Quédense en aquella misma casa, comiendo y bebiendo lo que les den, porque el obrero es digno de su salario. No se paseen de casa en casa. En cualquier ciudad donde entren y los reciban, coman lo que les pongan delante y sanen a los enfermos que haya en ella, y díganles: “El Reino de Dios se ha acercado a ustedes”. Pero en cualquier ciudad donde entren y no los reciban, salgan por sus calles y digan: “¡Aún el polvo de su ciudad, que se ha pegado a nuestros pies, lo sacudimos contra ustedes! Pero sepan que el Reino de Dios se ha acercado a ustedes”. Les digo que en el día del juicio será más tolerable el castigo para Sodoma que para aquella ciudad. Los setenta discípulos fueron e hicieron conforme Jesús les había ordenado. Cuando regresaron, le dijeron llenos de gozo: –¡Señor, hasta los demonios se nos sujetan en tu nombre! Jesús les dijo: 163


–Sí. Yo veía a Satanás caer del cielo como un rayo. Les he dado autoridad de pisotear serpientes y escorpiones y sobre todas las fuerzas del enemigo, del diablo, y nada los dañará. Pero no se alegren de que los espíritus se les sujeten. ¡Sientan felicidad porque sus nombres están escritos en el Cielo! En aquel momento Jesús se llenó de alegría en el Espíritu y dijo: –¡Yo te alabo, Padre, Señor del cielo y de la tierra, porque escondiste estas cosas de los sabios y entendidos y las has revelado a los niños! ¡Sí, Padre, porque así te agradó! Como estaba escrito acerca de él en el Salmo 45: “Has amado la justicia y aborrecido la maldad, por tanto te ungió Dios, el Dios tuyo, con óleo de alegría más que a tus compañeros”. Y volteando a ver a los discípulos, Jesús les dijo aparte: –Todas las cosas me fueron entregadas por mi Padre Dios, y nadie conoce quién es el Hijo, más que el Padre. Y nadie conoce quién es el Padre, más que el Hijo, y también aquel a quien el Hijo se lo quiera revelar. Vengan a mí todos los que están cansados y cargados, y yo los haré descansar. Lleven mi yugo sobre ustedes y aprendan de mí, que soy manso y humilde de corazón, y hallarán descanso en sus almas, porque mi yugo es fácil y mi carga es ligera. Como había escrito de él el profeta Isaías: “Dios el Señor me dio lengua de sabios, para saber hablar palabras al cansado”. Y también les dijo:

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–Ustedes son muy afortunados por ver lo que ahora ven, pues muchos profetas y reyes desearon ver lo que ustedes y no lo vieron, y oír lo que ustedes y no lo oyeron. Después de escuchar y alegrarse de que sus discípulos echaban fuera demonios, vemos que Jesús les dice la famosa frase: “vengan a mí todos los cansados y los haré descansar, tomen mi yugo porque es fácil y ligera mi carga”. Ellos, que venían cansados pero muy felices del viaje, de realizar la misión que él les encomendó, llegaban a Jesús para recibir descanso en él, en su presencia. El yugo, la carga de Jesús era la misión de predicar el Evangelio. Al tomar ellos la carga del Señor, cualquier problema o circunstancia difícil que tuvieran, Cristo lo tomaría en sus manos y les daría el descanso que necesitaban. Tiempo después se celebró en Jerusalén la fiesta de la Dedicación, llamada Jánuka. Era invierno y Jesús andaba en el Templo por el pórtico de Salomón. Los líderes judíos lo rodearon y le dijeron: –¿Hasta cuándo nos tendrás en suspenso? Si tú eres el Mesías, el Cristo, dínoslo abiertamente. Jesús les respondió: –Se los he dicho y no creen. Las acciones que yo realizo en nombre de mi Padre, ellas dan testimonio de mí, pero ustedes no creen, porque no son de mi rebaño, como ya les he dicho. Mis ovejas oyen mi voz y yo las conozco, y me siguen. Yo les doy vida eterna y no morirán jamás, ni nadie las arrebatará de mi mano. Mi Padre, que me las dio, es mayor que todos y nadie las puede arrebatar de la mano de mi Padre. El Padre y yo somos uno. Ellos volvieron a tomar piedras para apedrearlo. Jesús les respondió: –Muchas buenas obras les he mostrado de mi Padre, ¿por cuál de ellas me apedrearán?

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Los judíos le respondieron: –Por buenas acciones no te apedreamos, sino por la blasfemia. Porque tú, siendo hombre, te haces como Dios. Jesús les respondió: –¿No está escrito en su Tanaj, –en el Salmo 82–: “Yo dije, dioses sois”? Si llamó dioses a aquellos por quienes vino la palabra de Dios (y la Escritura no puede ser quebrantada), ¿por qué ustedes le dicen “Tú blasfemas” al que el Padre santificó y a quien envió al mundo, solo porque dije: “Soy Hijo de Dios”? Si no hago las obras de mi Padre, no me crean. Pero si las hago, aunque no me crean a mí, créanles a las obras, para que reconozcan y crean que el Padre está en mí y yo en el Padre. De nuevo intentaron apresarlo, pero él escapó de sus manos y salió de Jerusalén.

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VII. MINISTERIO DE JESÚS EN PEREA

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MILAGROS Y SEÑALES V Jesús se fue a la región de Perea, en el lado oriental del río Jordán, al lugar donde primero había estado bautizando Juan (en las cercanías de Betábara) y se quedó allí. El pueblo volvió a juntarse alrededor de él, y de nuevo les enseñaba como solía hacerlo. Lo siguieron grandes multitudes y los sanó allí. En una ocasión, Jesús enseñaba en una sinagoga en sábado, como era su costumbre (por los Evangelios nos damos cuenta que Jesús ocupaba los días entre semana para enseñar y sanar a las multitudes en lugares abiertos, y los sábados enseñaba en las casas o en las sinagogas) y había allí una mujer que desde hacía dieciocho años tenía un espíritu de enfermedad. Andaba encorvada y no se podía enderezar de ninguna manera. Cuando Jesús la vio, la llamó y le dijo: –Mujer, eres libre de tu enfermedad. Puso las manos sobre ella, y al momento ella se enderezó y le dio gloria a Dios. Pero el alto dignatario de la sinagoga, enojado de que Jesús hubiera sanado en sábado, le dijo a la gente: –Seis días de la semana se debe trabajar. En estos días vengan a ser sanados, y no en shabat. El Señor le respondió: –¡Hipócrita! ¿Acaso no desatan ustedes su buey o su asno del establo, y lo llevan a beber en sábado? Y a esta descendiente de Abraham, a la que Satanás había atado hacía dieciocho años, ¿no se le debía desatar de esa ligadura en sábado? Al decirles él estas cosas, todos sus adversarios vieron que habían sido avergonzados, pero todo el pueblo se alegraba por todas las cosas gloriosas hechas por él. Los fariseos salieron de ahí y se aliaron con los herodianos para intentar matarlo. Estos dos grupos eran enemigos, pues los herodianos 168


eran judíos influyentes simpatizantes de la dinastía de Herodes (que no era judío sino idumeo y había sido impuesto como rey de Judea por los romanos) y leales al César, lo cual los hacía detestables para los fariseos. Pero en esta ocasión se unieron con ellos en contra de Jesús. En ese momento llegaron unos fariseos, junto con los herodianos, diciéndole: –Sal de aquí y vete, porque Herodes te quiere matar (lo cual era una mentira, pues Herodes había expresado gran interés en verlo hacer algún milagro). Jesús les dijo: –Vayan y díganle a aquella zorra: “Echo fuera demonios y hago curaciones hoy y mañana, y al tercer día termino mi obra”. Sin embargo es necesario que hoy, mañana y pasado mañana siga mi camino, porque no es posible que un profeta muera fuera de Jerusalén (al decirles esto, les estaba anunciando que moriría en Jerusalén, pero aún no era su tiempo de ir a morir allá). Muchos acudían a él, y decían: –Es cierto que Juan el Bautista no hizo ninguna señal milagrosa, pero todo lo que Juan dijo de este hombre era verdad. Y muchos creyeron en él allí.

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JESÚS Y LOS FARISEOS IV Jesús viajaba por ciudades y aldeas de la región de Perea, enseñando. En una de estas ciudades se le acercaron unos fariseos y le preguntaron, para ver si le hacían caer en alguna blasfemia (blasfemia era todo dicho o hecho que ofendiera a Dios, o fuera una afrenta a su divinidad, autoridad o majestad), diciéndole: –¿Está permitido al marido repudiar a su mujer por cualquier causa? Él les respondió: –¿No han leído en Génesis que quien los creó al principio, “hombre y mujer los hizo” y dijo: “Por tanto el hombre dejará padre y madre, y se unirá a su mujer, y los dos serán una sola carne”? Así es que ya no son dos, sino que son una sola carne. Por lo tanto, lo que Dios unió, que no lo separe el hombre. Le dijeron: –¿Por qué entonces mandó Moisés darle carta de divorcio y repudiarla? Él les dijo: –Por la dureza de sus corazones Moisés les permitió repudiar a sus mujeres. Pero al principio de la creación no fue así. Dios los hizo hombre y mujer. Y yo les digo que cualquiera que repudia a su mujer, excepto por causa de fornicación (es decir, de infidelidad de su cónyuge) y se casa con otra, comete adulterio. Y el que se casa con la repudiada, también adultera. Y si la mujer repudia a su marido y se casa con otro, también comete adulterio. Cuando llegaron a casa, le dijeron sus discípulos: –Si esa es la condición del hombre con su mujer, ¡no conviene casarse! Jesús les dijo: 170


–El celibato no es para todos, sino para aquellos a quienes les está otorgado. Hay célibes que nacieron así desde el vientre de su madre, hay otros que fueron hechos célibes a la fuerza (los eunucos) por los hombres, y hay quienes a sí mismos se hicieron célibes, por causa del Reino de Dios. El que sea capaz de recibir esta condición, que la reciba. Unas personas fueron a ver al Señor y le presentaron unos niños para que pusiera las manos sobre ellos y orara. Al verlo los discípulos, reprendieron a esas personas. Pero Jesús se indignó, y llamándolos aparte, les dijo: –Dejen a los niños acercarse a mí y no se los impidan, porque de ellos y de los que son como ellos, es el Reino de Dios. De verdad les digo que quien no reciba el Reino de Dios como un niño, no entrará en él. Y tomándolos en los brazos, puso las manos sobre los niños y los bendijo. Y se fue de allí. Después llegó un intérprete de la Ley y le dijo, para probarlo: –Maestro, ¿qué cosa debo hacer para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: –¿Qué está escrito en la Torá, en la Ley de Moisés? ¿Cómo lees? Aquel respondió: –Amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con todas tus fuerzas y con toda tu mente, y a tus semejantes como a ti mismo. El Señor le dijo: –Has respondido bien. Haz esto y vivirás. Pero él, queriendo justificarse (quizá sabiendo que no había cumplido estos mandamientos de forma satisfactoria), le dijo a Jesús:

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–¿Y quién es mi semejante? Jesús respondió: –Un hombre que viajaba de Jerusalén a Jericó, fue asaltado por unos ladrones. Lo despojaron de sus pertenencias, lo hirieron y se fueron, dejándolo medio muerto. Un sacerdote transitaba por aquel camino, y al verlo, pasó de largo (la Torá prohibía a los sacerdotes tocar un cadáver, y por tanto un sacerdote no se le acercaría ante la más leve sospecha de que el hombre estuviera muerto, para no contaminarse ritualmente). También pasó un levita, y al llegar cerca de aquel lugar, pasó de largo al verlo. Pero un samaritano que iba de camino se acercó, y al verlo, se conmovió y le tuvo misericordia. Vendó sus heridas echándoles vino y aceite. Lo puso sobre su caballo, lo llevó al hostal donde se alojaba y allí lo cuidó. Al día siguiente al partir, sacó dos denarios (equivalente a unos 200 dólares americanos), se los dio al mesonero y le dijo: “Cuídamelo, y todo lo que gastes de más yo te lo pagaré cuando regrese”. ¿Quién de estos tres crees que fue el semejante del asaltado por los ladrones? El intérprete de la Ley dijo: –El que tuvo misericordia de él. Jesús le dijo: –Ve y haz tú lo mismo. Jesús, al contar sus parábolas, con mucha frecuencia se refería a sí mismo. En el relato anterior, Cristo se asemeja a aquel samaritano, pues él vino a vendar, a sanar, a restaurar y a pagar con su vida por aquellos heridos que éramos todos los seres humanos. Por eso, cuando Jesús enseña que el prójimo del herido es el que tuvo misericordia de él, en realidad está infiriendo: “Ama a Jesucristo como a ti mismo”. Al salir Jesús para seguir su camino, llegó corriendo un joven dignatario y arrodillándose delante de él, le preguntó: 172


–Maestro bueno, ¿qué buena obra debo hacer para heredar la vida eterna? Jesús le dijo: –¿Por qué me llamas bueno? Nadie es bueno, sino solamente uno: Dios. Si quieres entrar en la vida eterna, conoces los mandamientos de la Ley de Moisés. Obedécelos. El joven le preguntó: –¿Cuáles? Y Jesús le contestó: –“No adulteres. No mates. No hurtes. No calumnies. No defraudes. Honra a tu padre y a tu madre, y amarás a tu prójimo como a ti mismo”. El joven le respondió: –Maestro, todo esto lo he obedecido desde mi niñez. ¿Qué más me falta? Jesús, mirándolo, sintió un profundo amor por él y le dijo: –Si quieres ser perfecto, aún te falta una cosa: ve y vende todo lo que tienes. Dalo a los pobres y tendrás tesoro en el cielo. Y luego ven y sígueme, tomando tu cruz. Al oír el joven estas palabras, se puso muy triste y se alejó muy afligido de ahí, porque era muy rico y tenía muchas posesiones. Al ver Jesús que se había entristecido mucho, miró alrededor y les dijo a sus discípulos: –¡Qué difícil es que entren en el Reino de Dios los que tienen riquezas! Los discípulos se asombraron de sus palabras, pero Jesús volvió a decirles:

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–Hijos, ¡qué difícil es entrar en el Reino de Dios para los que confían en las riquezas! Es más fácil que pase un camello por el ojo de una aguja, que un rico entre en el Reino de Dios. Ellos se asombraban aún más, y decían entre sí: –¿Entonces quién podrá ser salvo? Jesús, mirándolos, exclamó: –Para los hombres esto es imposible, pero no para Dios. Porque para Dios todo es posible. Pedro le dijo: –Nosotros lo hemos dejado todo y te hemos seguido. ¿Qué pues, nos toca heredar a nosotros? Jesús respondió: –De verdad les digo que en la regeneración, cuando el Hijo del Hombre se siente en el trono de su gloria, ustedes que me siguieron también se sentarán sobre doce tronos, para juzgar a las doce tribus de Israel. Y no hay nadie que haya dejado su casa, o hermanos, o hermanas, o padre, o madre, o mujer, o hijos, o tierras, por causa de mi nombre, del Evangelio y del Reino de Dios, que no reciba cien veces más ahora en este tiempo: casas, hermanos, hermanas, madres, hijos y tierras, aunque con persecuciones. Y en el mundo venidero heredará la vida eterna. Pero muchos primeros serán últimos, y los últimos serán primeros.

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LAS PARÁBOLAS DE JESÚS II Jesús les refirió entonces una parábola a sus discípulos: –¿A qué pues compararemos el Reino de Dios? ¿A qué es semejante? ¿Qué parábola nos servirá para representarlo? El reino de los cielos es semejante a un hombre, padre de familia, que salió temprano por la mañana a contratar obreros para su viña. Y habiendo negociado con los obreros en un salario de un denario al día (unos 100 dólares americanos), los envió a trabajar en su viña. Al salir cerca del mediodía, vio a otros hombres que estaban en la plaza desocupados y les dijo: “Vayan también ustedes a mi viña, y les daré lo que sea justo”. Y ellos fueron. Salió otra vez cerca de las tres de la tarde e hizo lo mismo. Y por último salió cerca de las seis de la tarde, halló a otros que estaban desocupados y les dijo: “¿Por qué están aquí todo el día desocupados?” Le dijeron: “Porque nadie nos ha contratado”. Él les dijo: “Vayan también ustedes a trabajar en la viña, y recibirán lo justo”. Cuando llegó la noche, el dueño de la viña dijo a su mayordomo: “Llama a los obreros y págales el salario, comenzando desde los últimos hasta los primeros”. Llegaron los que habían ido cerca de las seis de la tarde y recibieron cada uno un denario. Cuando vieron esto los que habían trabajado desde la mañana, pensaron que recibirían más, pero también ellos recibieron cada uno el mismo sueldo de un denario. Y al recibirlo, protestaron contra el padre de familia: “Estos últimos han trabajado una sola hora y los has tratado igual que a nosotros, que hemos soportado toda la carga y el calor del día”. El dueño le respondió a uno de ellos: “Amigo, no hice nada injusto contigo. ¿No conviniste conmigo en ese salario? Toma lo que te corresponde y vete, pero si yo quiero darle a este último lo mismo que a ti, ¿acaso no puedo hacer lo que yo quiera con lo que es mío? ¿O tienes envidia porque Yo Soy bueno?” Así es que los primeros serán últimos y los últimos serán primeros, porque muchos son llamados, pero pocos son los elegidos.

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Grandes multitudes iban con Jesús. Se habían reunido millares de personas, hasta el punto que unos a otros se atropellaban. Y él, volteando a verlos, les decía: –Si alguno me sigue y no renuncia a su padre, madre, mujer, hijos, hermanos, hermanas y hasta a su propia vida, no puede ser mi discípulo. El que no lleva su cruz y viene tras de mí, no puede ser mi discípulo. Porque, ¿quién de ustedes, al querer edificar una torre, no se sienta primero y calcula los gastos, a ver si tiene lo que necesita para terminarla? No sea que después de haber puesto el cimiento, no pueda acabarla y todos los que lo vean comiencen a burlarse de él y digan: “Este hombre comenzó a edificar y no pudo acabar”. ¿O qué rey, al ir a la guerra contra otro rey, no se sienta primero y considera si puede hacerle frente con diez mil soldados al que viene contra él con veinte mil? Y si no puede, cuando el otro está todavía lejos le envía una embajada y le pide acuerdos de paz. Así también, cualquiera de ustedes que no renuncie a todo lo que posee, no puede ser mi discípulo. Un hombre de la multitud le dijo a Jesús: –Maestro, dile a mi hermano que reparta conmigo la herencia. Pero él le dijo: –Hombre, ¿quién me ha puesto a mí como juez o repartidor sobre ustedes? Y les dijo a los dos hermanos: –Miren, cuídense de la avaricia, porque la vida de un hombre no consiste en la abundancia de los bienes que posee. Les contó también unas parábolas: –La hacienda de un hombre rico había producido mucho. Y él pensaba: “¿Qué haré, porque no tengo dónde guardar mis frutos? Ah, ya sé que haré: 176


derribaré mis graneros y los edificaré más grandes, y allí guardaré todos mis frutos y mis bienes, y diré a mi alma: Alma mía, muchos bienes tienes guardados para muchos años. Descansa, come, bebe y diviértete”. Pero Dios le dijo: “Necio, esta misma noche vienen a llevarse tu alma. Y lo que has guardado, ¿de quién será?” Así es quien genera riqueza para sí mismo y no es rico en riquezas de Dios. Porque el Reino de Dios es comparable a un tesoro escondido en un campo, el cual un hombre lo encuentra y lo esconde de nuevo ahí mismo. Muy feliz va y vende todo lo que tiene y compra aquel campo. El Reino de Dios también es parecido a un comerciante que busca buenas perlas, y cuando encuentra una perla preciosa, va y vende todo lo que tiene y la compra. Dijo también Jesús: –Un hombre tenía una higuera plantada en su viña y vino a buscar en ella frutos, pero no había nada en ella. Y le dijo al trabajador de la viña: “Ya hace tres años que vengo a buscar fruto en esta higuera y no lo encuentro. ¡Córtala! ¿Para qué desaprovechar también la tierra?” Entonces el trabajador le respondió: “Señor, déjala todavía este año, hasta que yo cave alrededor de ella y la abone. Si da fruto, bien, y si no, la cortarás después”. Un sábado, Jesús entró a la casa de un gobernante fariseo que lo invitó a comer (era evidente que los fariseos no lo invitaban a comer para convivir ni para aprender de él, sino para encontrar de qué palabra acusarlo) y el grupo de fariseos lo acechaban continuamente. Estaba sentado frente a él un hombre que sufría de hidropesía. Jesús les dijo a los intérpretes de la Ley y a los fariseos: –¿Está permitido sanar en shabat? Pero ellos callaron. Él puso las manos sobre el hombre, lo sanó y lo despidió. Y dirigiéndose a ellos, dijo: 177


–¿Quién de ustedes, si su asno o su buey cae en algún pozo, no lo saca inmediatamente, aunque sea sábado? Y no le podían replicar estas cosas. Observando cómo los invitados del gobernante fariseo elegían los primeros asientos a la mesa, Jesús les dijo una parábola: –Cuando seas invitado por alguien a una boda, no te sientes en el primer lugar, no sea que otro más distinguido que tú haya sido invitado por él, y venga el que te invitó y te diga: “Dale el lugar a él” y tengas que ocupar avergonzado el último lugar. Mejor cuando seas invitado, siéntate en el último lugar, para que cuando venga el que te invitó, te diga: “Amigo, siéntate más arriba”. Entonces tendrás el reconocimiento de los que se sientan contigo a la mesa. Cualquiera que se exalta a sí mismo, será humillado, y el que se humilla será exaltado. Le dijo también al fariseo que lo había invitado: –Cuando hagas comida o cena, no llames a tus amigos, ni a tus hermanos, ni a tus parientes, ni a tus vecinos ricos. No sea que ellos a su vez te vuelvan a invitar y seas recompensado. Cuando hagas un banquete, llama a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos, y serás afortunado, porque ellos no te pueden recompensar, pero tendrás tu recompensa cuando sea la resurrección de los justos. Uno de los que estaban sentados con él a la mesa oyó esto y le dijo: –¡Bendito el que coma pan en el Reino de Dios! Jesús le dijo: –Un hombre, padre de familia, hizo una gran cena e invitó a muchos. A la hora de la cena envió a su siervo a decirle a los invitados: “Vengan, que ya todo está listo”. Pero todos comenzaron a excusarse. El primero dijo: “Compré una 178


hacienda y necesito ir a verla. Te ruego que me excuses”. Otro dijo: “Compré cinco yuntas de bueyes y voy a probarlos. Te ruego que me disculpes”. Y otro dijo: “Acabo de casarme y por lo tanto no puedo ir”. El siervo regresó y le contó al hombre estas cosas. Enojado, el padre de familia le dijo a su siervo: “Vete rápido por las plazas y las calles de la ciudad, y trae acá a los pobres, a los mancos, a los cojos y a los ciegos”. Regresando, el siervo le dijo: “Señor, hice lo que me mandaste y aún hay lugar”. El hombre le dijo al siervo: “Ve por los caminos y por los vallados, y fuerza a la gente a entrar para que se llene mi casa, pues ninguno de aquellos que fueron invitados probará mi cena”. Se acercaron a Jesús todos los pecadores y cobradores de impuestos para oírlo, y los fariseos y los escribas murmuraban: –¡Este hombre recibe a los pecadores y come con ellos! Jesús les refirió esta parábola: –¿Qué hombre de ustedes, si tiene cien ovejas y una de ellas se descarría y se le pierde, no deja las noventa y nueve en el desierto y va por los montes a buscar la que se perdió, hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, la pone feliz sobre sus hombros, y al llegar a casa reúne a sus amigos y vecinos, y les dice: “Alégrense y festejen conmigo, porque encontré mi oveja que se había perdido”, y se alegra más por aquella, que por las noventa y nueve que no se descarriaron. Les digo que así también habrá más felicidad en el cielo por un pecador que se arrepiente, que por noventa y nueve justos que no necesitan de arrepentimiento. ¿O qué mujer que tiene diez monedas, si pierde una, no enciende la lámpara, barre la casa y busca con esmero hasta encontrarla? Y cuando la encuentra, reúne a sus amigas y vecinas, y les dice: “Alégrense y festejen conmigo, porque encontré la moneda que se me había perdido”. Así también les digo que hay gran alegría entre los ángeles de Dios por un pecador que se arrepiente. 179


También dijo: –Un hombre tenía dos hijos, y el menor de ellos le dijo a su padre: “Papá, dame la parte de mi herencia que me corresponde”. Y el hombre les repartió sus bienes. Pocos días después, el hijo menor juntó toda su herencia y se fue lejos, a una provincia apartada y allí desperdició sus bienes viviendo perdidamente. Cuando terminó de malgastarlo todo, hubo una gran hambruna en aquella provincia y él comenzó a pasar necesidad. Entonces, el hijo fue y se arrimó a uno de los ciudadanos de aquella tierra, para que lo enviara a su hacienda a pastorear cerdos. El hijo deseaba llenar su estómago con las algarrobas que comían los cerdos, pero nadie le daba. Volviendo en sí, pensó: “¡Cuántos trabajadores empleados en la casa de mi papá tienen pan en abundancia, y yo aquí muero de hambre! Iré a la casa de mi padre y le diré: Padre, he pecado contra el cielo y contra ti. Ya no soy digno de que me llames hijo. Hazme uno de tus trabajadores”. Se levantó y fue a ver a su padre. Cuando aún estaba lejos de la casa, su padre lo vio, y lleno de misericordia corrió, lo abrazó y lo besó. El hijo le dijo: “Padre, he pecado contra el cielo y contra ti, ya no soy digno de ser llamado tu hijo”. Pero el padre le dijo a sus siervos: “Saquen la mejor ropa y vístanlo. Pongan un anillo en su dedo y calzado en sus pies. Traigan el becerro gordo y mátenlo, y comamos y hagamos fiesta, porque mi hijo estaba muerto y ha revivido, se había perdido y lo he encontrado”. Y se llenaron de alegría. El hijo mayor estaba en el campo. Al regresar, ya muy cerca de la casa, oyó la música y las danzas. Llamó a uno de los criados y le preguntó qué era eso. El criado le dijo: “Tu hermano ha regresado y tu padre ha hecho matar el becerro gordo, para celebrar que llegó bueno y sano”. Entonces el mayor se enojó y no quería entrar en la casa. Su padre salió y le rogó que entrara. Pero él respondió al padre: “Tantos años hace que trabajo para ti, jamás te he desobedecido, y nunca me has dado ni un cabrito para

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festejar con mis amigos. Pero llegó este hijo tuyo, que ha malgastado tus bienes con prostitutas, e hiciste matar el becerro gordo para él”. El padre le dijo: “Hijo, tú siempre estás conmigo y todas mis cosas son tuyas. Pero era necesario que hiciéramos fiesta y nos alegráramos, porque tu hermano estaba muerto y ha revivido. Se había perdido y lo hemos encontrado”. Jesús les dijo entonces una parábola a sus discípulos: –Había un hombre rico que tenía un mayordomo. Este fue acusado ante el rico de ser derrochador de sus bienes. Su patrón lo llamó y le dijo: “¿Qué es esto que oigo acerca de ti? Entrega cuentas de tu mayordomía, porque ya no podrás ser mayordomo”. El mayordomo pensó: “¿Qué haré?, porque mi patrón me va a quitar mi empleo. No puedo cavar ni trabajar la tierra, y me da vergüenza mendigar. ¡Ah! Ya sé lo que haré para que cuando me quede sin empleo, me reciban en sus casas”. Llamó a cada uno de los deudores de su patrón y le dijo al primero: “¿Cuánto le debes a mi patrón?” Él dijo: “Cien barriles de aceite”. El mayordomo le contestó: “Toma tu boleta, siéntate rápido y escribe que debes cincuenta”. Después le dijo a otro: “Y tú, ¿cuánto debes?” Este contestó: “Cien sacos de trigo”. Él le dijo: “Toma tu boleta y escribe que debes ochenta”. Al final, el patrón felicitó al mal mayordomo por haber actuado con astucia, porque los hijos de este mundo son más sagaces en el trato con sus semejantes que los hijos de luz. Y yo les digo: ganen amigos (para el Reino de Dios) por medio de las riquezas injustas (las riquezas materiales), para que cuando les falten, los reciban en las moradas eternas. El que es fiel en las cosas muy sencillas, también es fiel en las más importantes, y el que es injusto en lo poquito, también en lo mucho será injusto. Si en las riquezas injustas no han sido honestos, ¿quién les confiará lo verdadero? Y si en lo ajeno no son honestos, ¿quién les dará lo que es de ustedes?

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Los fariseos oyeron todas estas cosas que Jesús decía y se burlaron de él. (Pues los fariseos confiaban en sí mismos como justos, menospreciaban a los otros y eran avaros.) Jesús les dijo: –Ustedes se justifican a sí mismos delante de los hombres, pero Dios conoce los corazones de ustedes. Y lo que para los hombres es sublime, para Dios es algo repulsivo. Es abominación. Y les contó otra parábola: –Dos hombres subieron al Templo a orar. Uno era fariseo y el otro un publicano, cobrador de impuestos. El fariseo, puesto de pie, oraba para sí mismo de esta manera: “Dios, te doy gracias porque no soy como los otros hombres: ladrones, injustos, adúlteros, ni aún como este cobrador de impuestos. Ayuno dos veces a la semana y diezmo de todo lo que gano”. Pero el cobrador de impuestos, quedándose lejos, no quería ni aún alzar los ojos al cielo, sino que se golpeaba el pecho y decía: “Dios, apiádate de mí, porque soy pecador”. Les digo que este cobrador regresó a su casa justificado (reconocido como justo) por Dios, antes que el fariseo, porque cualquiera que se ensalza será humillado y el que se humilla será ensalzado. También les dijo: –Había un hombre rico, que se vestía de tela púrpura y de lino fino, y cada día hacía banquetes espléndidos. Había también un mendigo llamado Lázaro, lleno de llagas, que se sentaba a la puerta de la casa de aquel y ansiaba comer de las migajas que caían de la mesa del rico, y aún los perros venían y le lamían las llagas. Murió el mendigo y fue llevado por los ángeles hasta el regazo de Abraham. Y el rico también murió y fue sepultado. En el Hades, el rico alzó sus ojos y se vio siendo atormentado. Vio de lejos a Abraham y a Lázaro en su regazo. Gritó: “Padre Abraham, ten misericordia de mí y envía a Lázaro para que moje la punta de su dedo en agua y refresque mi lengua, porque estoy atormentado en estas llamas”.

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El Hades es una palabra griega que significa “infierno”. Su equivalente hebreo es la palabra Seol. También tiene otros nombres, como Gehena (“basurero”), o Tártaro (“abismo sin fondo”). De acuerdo a la parábola de Jesús, es el lugar de tormento en el cual despierta el rico, junto con los pecadores que han fallecido sin el perdón de Dios, a una vida eterna de tormentos sin fin. Algunos pasajes de la Biblia nos indican que este lugar está abajo en la tierra. En otros, leemos que ha sido destinado para encarcelar a los ángeles que en tiempos de Noé fueron arrojados encadenados por haber pecado contra Dios, los cuales, según el libro de Apocalipsis, serán liberados durante la Gran Tribulación para matar a muchos seres humanos. Refiere también que la entrada de este horrible lugar se encuentra junto al gran río Éufrates, y que la autoridad demoniaca que reina sobre el Hades es el ángel de la Muerte. En la novela “El Día del Juicio de Dios” que sirve de continuación a esta biografía, se explica más detalladamente este lugar. Jesús siguió diciendo: –Pero Abraham le dijo al rico: “Hijo, acuérdate de que recibiste tus recompensas en vida, y Lázaro solamente cosas malas, pero ahora él es consolado aquí, y tú atormentado. Y además, hay un gran abismo entre ustedes y nosotros, de manera que quienes quieran pasar de aquí allá no pueden, ni tampoco pueden pasar de allá para acá”. El rico le dijo: “Te ruego entonces, padre Abraham, que lo envíes a la casa de mi padre, porque tengo cinco hermanos, para que les testifique a fin de que no vengan ellos también a este lugar de tormento”. Abraham le dijo: “Ellos tienen a Moisés y a los Profetas (es decir, todo el Antiguo Testamento), ¡que los oigan a ellos!” Él dijo: “No, padre Abraham, pero si alguno de los muertos va y se presenta a ellos, se arrepentirán”. Pero Abraham le dijo: “Si no oyen a Moisés y a los Profetas, tampoco se arrepentirán aunque alguien resucite de los muertos”. Jesús muy probablemente se refería a que los fariseos tampoco creerían en él cuando él resucitara.

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VIII. MINISTERIO DE JESÚS EN BETANIA Y EFRAÍN

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MILAGROS Y SEÑALES VI Lázaro de Betania, hermano de María y de Marta, enfermó gravemente (María, cuyo hermano Lázaro estaba enfermo, es la que posteriormente ungiría al Señor con un perfume muy caro, secando sus pies con sus cabellos). Las hermanas enviaron a decir a Jesús: –Señor, nuestro hermano que tanto amas está enfermo. Jesús al enterarse, dijo: –Esta enfermedad no le ha venido para muerte, sino para la gloria de Dios, para que el Hijo de Dios sea glorificado por medio de ella. Jesús amaba mucho a Marta, a su hermana María y a Lázaro, pero cuando supo que él estaba enfermo, no fue a verlo inmediatamente, sino que se quedó dos días más en el lugar donde estaba. Pasados esos dos días, el Señor les dijo a los discípulos: –Vamos de nuevo a Judea. Los discípulos le dijeron: –Rabí, hace poco los judíos intentaron apedrearte, ¿y otra vez vas allá? Jesús les respondió: –¿Acaso no tiene el día doce horas? El que anda de día no tropieza, porque ve la luz de este mundo, pero el que anda de noche tropieza, porque no hay luz en él. Dicho esto, agregó: –Nuestro amigo Lázaro duerme, pero voy a ir a despertarlo.

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Sus discípulos le dijeron: –Señor, si duerme, entonces sanará. Jesús se refería a la muerte de Lázaro, pero ellos pensaron que hablaba del reposar del sueño. Jesús les dijo claramente: –Lázaro ha muerto, y me alegro por ustedes de no haber estado allí, para que crean en mí, pero vamos a verlo. Tomás, llamado Dídimo, les comentó a sus condiscípulos: –Vamos también nosotros, para que muramos junto con él. Cuando Jesús llegó a Betania, hacía ya cuatro días que Lázaro estaba en el sepulcro. Betania estaba cerca de Jerusalén, como a tres kilómetros, y muchos judíos de la ciudad habían ido a visitar a Marta y a María para consolarlas por la muerte de su hermano. Cuando Marta se enteró de que Jesús había llegado, salió a encontrarlo fuera de la aldea, pero María se quedó en casa. Marta le dijo a Jesús: –Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Pero también ahora sé que todo lo que pidas a Dios, Dios te lo dará. Jesús le dijo: –Tu hermano resucitará. Marta le dijo: –Yo sé que resucitará, en la resurrección del día final. Jesús le respondió:

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–Yo Soy la resurrección y la vida. El que cree en mí, aunque esté muerto, vivirá. Y todo aquel que vive y cree en mí, no morirá eternamente. ¿Crees esto? Marta le dijo: –Sí, Señor, yo he creído que tú eres el Mesías, el Hijo de Dios que has venido al mundo. Habiendo dicho esto, fue y llamó a su hermana María, diciéndole en secreto: –El Maestro está aquí, y te llama. Cuando María lo supo, se levantó de prisa y fue a recibirlo. Jesús todavía no había entrado en la aldea, sino que estaba en el lugar donde Marta lo había encontrado. Los judíos que estaban en casa con ella para consolarla, cuando vieron que María se había levantado de prisa y había salido, la siguieron, pues pensaron: “Va al sepulcro a llorar allí”. María llegó a donde estaba Jesús, se postró a sus pies al verlo y le dijo: –Señor, si hubieras estado aquí, mi hermano no habría muerto. Jesús, al verla llorando y a los judíos que la acompañaban también llorando, se estremeció en su espíritu. Se conmovió mucho y preguntó: –¿Dónde lo pusieron? Le dijeron: –Señor, ven a ver. Jesús lloró. Los judíos dijeron: 187


–¡Miren cuánto lo amaba! Pero algunos de ellos también dijeron: –¿No podía este, que le devolvió la vista al ciego, haber hecho también que Lázaro no muriera? Jesús, profundamente conmovido, fue al sepulcro. Era una cueva y tenía una piedra puesta encima. Jesús dijo: –Quiten la piedra. Marta, la hermana del que había muerto, le dijo: –Señor, ya apesta, porque lleva cuatro días de muerto. Jesús le dijo: –¿No te dije que si crees verás la gloria de Dios? Entonces quitaron la piedra de la tumba donde había sido puesto el muerto. Y Jesús, alzando los ojos, dijo: –Padre, te doy gracias por haberme oído. Yo sé que siempre me oyes, pero lo dije en voz alta por causa de la multitud que está aquí, para que me crean que tú me has enviado. Y habiendo dicho esto, gritó fuerte: –¡Lázaro, ven acá afuera! Y el que había muerto salió, con las manos atadas y los pies vendados, y con el rostro envuelto en un sudario. Jesús les dijo a los que estaban ahí: –Desátenlo y déjenlo ir. 188


Muchos de los judíos que habían ido para acompañar a María, vieron el milagro que Jesús hizo y creyeron en él. Pero algunos de ellos fueron a Jerusalén a contarles a los fariseos lo que Jesús había hecho. Los principales sacerdotes y los fariseos reunieron al Concilio y dijeron: –¿Qué haremos?, porque este hombre hace muchas señales milagrosas. Si lo dejamos así, todos creerán en él, y vendrán los romanos y destruirán nuestro Lugar Santo y nuestra nación. Caifás, uno de ellos, que era Sumo Sacerdote en aquel año, les dijo: –Ustedes no saben nada, ni se dan cuenta de que nos conviene que un hombre muera por el pueblo, y no que toda la nación muera. Esto no lo dijo de sí mismo, sino que como era el Sumo Sacerdote aquel año, profetizó sin saberlo que Jesús moriría por la nación. Y no solamente por la nación de Israel, sino también para congregar en un solo pueblo a los hijos de Dios que estaban dispersos. Así es que desde aquel día acordaron matarlo. Por eso Jesús ya no anduvo abiertamente entre los judíos, sino que se alejó de allí a la región contigua al desierto, a una ciudad llamada Efraín, y se quedó allí con sus discípulos. Pero cuando se cumplió el tiempo en que Jesús sería recibido arriba en el cielo, afirmó su rostro para ir a Jerusalén (es decir, manifestando en su rostro la firmeza de su decisión). Se acercaba la Pascua de los judíos, y muchos viajaron de aquella región hacia Jerusalén antes de la Pascua para purificarse. Buscaban a Jesús y se preguntaban unos a otros en el Templo de Jerusalén: –¿Qué les parece? ¿No vendrá Jesús a la fiesta?

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IX. EL ÚLTIMO VIAJE A JERUSALÉN

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MILAGROS Y SEÑALES VII El Señor se dirigió a la santa ciudad. Los principales sacerdotes y los fariseos habían dado la orden de que si alguno se enteraba de dónde estaba Jesús, les informara, para apresarlo. Al ir subiendo a Jerusalén, volvió a apartar a los doce discípulos y les comenzó a decir las cosas que le ocurrirían: –Ahora subimos a Jerusalén. Cuando lleguemos, se cumplirán todas las cosas escritas por los profetas acerca del Hijo del Hombre, pues será entregado a los principales sacerdotes y a los escribas. Ellos lo condenarán a muerte y lo entregarán a los gentiles. Se burlarán de él, lo insultarán y le escupirán. Y después de que lo hayan azotado, lo crucificarán y lo matarán. Pero al tercer día resucitará. Sin embargo, ellos no comprendieron nada de estas cosas. Luego de decirles esto, Jesús se fue delante de ellos rumbo a Jerusalén. Sus discípulos, asombrados, lo seguían con miedo. Jacobo y Juan, hijos de Zebedeo, junto con la madre de ambos, se acercaron y arrodillándose ante él, le suplicaron: –Maestro, queremos que nos concedas lo que vamos a pedirte. Él les preguntó: –¿Qué quieren que les conceda? La madre le dijo: –Concédenos que en tu reino de gloria, estos dos hijos míos se sienten uno a tu derecha y el otro a tu izquierda. Jesús les dijo: 191


–No saben lo que piden. ¿Pueden ustedes beber de la copa que yo beberé, y ser bautizados con el bautismo con el que yo seré bautizado? Ellos respondieron: –Podemos. Jesús les dijo: –Es verdad: ustedes también beberán de la copa que yo beba, y con el bautismo con el que Yo Soy bautizado, ustedes también serán bautizados. Pero el sentarse a mi derecha y a mi izquierda no me corresponde a mí otorgárselos, sino a aquellos a quienes les fue dado por mi Padre (la identidad de aquellos a quienes se refiere Jesús, se explica en la novela “El Día del Juicio de Dios”). Cuando los otros diez apóstoles oyeron esto, se enojaron contra Jacobo y Juan. Pero Jesús los llamó y les dijo: –Ustedes saben que los grandes gobernantes de las naciones ejercen su gobierno sobre ellas. Los que son autoridades ejercen sobre ellas su autoridad, y los que poseen influencia sobre ellas son alabados como bienhechores. Pero entre ustedes no será así: quien quiera hacerse el más grande entre ustedes será su servidor, y el que quiera ser el primero entre ustedes será el siervo de todos. Quiero que el mayor entre ustedes sea como el más joven, y quien dirige sea como el que sirve. Pues también el Hijo del Hombre no vino al mundo para ser servido, sino para servir y para dar su vida en rescate por todos. Llegaron a la ciudad de Jericó. Al ir pasando por la ciudad, un hombre llamado Zaqueo, jefe de los cobradores de impuestos y hombre muy rico, procuraba ver quién era Jesús, pero no podía a causa de la multitud, pues Zaqueo era pequeño de estatura. Corrió delante de la gente y se subió a un árbol sicómoro para verlo, porque sabía que tendría que pasar por allí. Cuando Jesús llegó a aquel lugar, alzando la vista, lo vio y le dijo: 192


–¡Zaqueo, date prisa! Baja de ahí, porque hoy es necesario que me hospede en tu casa. Zaqueo descendió rápidamente y lo recibió feliz en su casa. Al ver lo ocurrido, todos murmuraban porque Jesús había entrado a hospedarse en casa de un hombre pecador. Zaqueo, puesto de pie, le dijo al Señor: –Señor, daré la mitad de mis bienes a los pobres, y si en algo he defraudado a alguien, le devolveré cuatro veces esa cantidad. Jesús le dijo: –Hoy ha venido la salvación a esta casa, porque él también es hijo de Abraham, pues el Hijo del Hombre vino a buscar y a salvar lo que se había perdido. Jesús se hospedó en casa de Zaqueo aquel día. Al día siguiente, Jesús salió de Jericó con sus discípulos y los siguió una gran multitud. Afuera de la ciudad se encontraron con un ciego que estaba sentado junto al camino, mendigando. El ciego se llamaba Bartimeo, hijo de Timeo. Al oír que pasaba la multitud, preguntó qué era aquel barullo. Le dijeron que pasaba Jesús nazareno. Bartimeo comenzó a gritar mientras Jesús pasaba: –¡Señor Jesús, Hijo de David, ten compasión de mí! La gente lo reprendía para que se callara, pero él gritaba más fuerte: –¡Hijo de David, ten compasión de mí! Jesús se detuvo y lo mandó llamar. Unas personas le dijeron a Bartimeo: –Ten confianza. Levántate, el Señor te llama.

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Bartimeo arrojó su capa, se levantó y fue a donde estaba Jesús. El Señor le preguntó: –¿Qué quieres que haga por ti? Él le dijo: –Señor, quiero que se abran mis ojos y recobrar la vista. Jesús, sintiendo compasión, le tocó los ojos y le dijo: –Recibe la vista. Vete, tu fe te ha salvado. En seguida fueron abiertos sus ojos y recibió la vista. Pero no se fue como Jesús le había pedido, sino que le siguió por el camino glorificando a Dios. Y todo el pueblo, cuando vio aquello, dio alabanza a Dios. Seis días antes de la Pascua, Jesús llegó a Betania, la ciudad donde vivía Lázaro, el que había estado muerto y a quien él había resucitado. Y al llegar Jesús, le hicieron allí una cena en casa de Simón el leproso (probablemente aquel Simón habría sido uno de los tantos leprosos que Jesús sanó, pero le había quedado el apodo, y es posible además que haya sido pariente de Lázaro, Marta y María). Marta servía y Lázaro era uno de los que estaban sentados a la mesa con el Señor. En ese momento, María tomó un vaso de alabastro (un material muy blanco, parecido al mármol) que contenía una libra de perfume de nardo puro, muy costoso. Quebrando el vaso de alabastro, lo derramó sobre la cabeza de Jesús, que estaba sentado a la mesa. La casa se llenó del olor del perfume. Luego ungió los pies de Jesús con el resto del perfume, secándolos con sus cabellos. Al ver esto, los discípulos se asombraron, y uno de sus doce apóstoles, Judas Iscariote hijo de Simón (el que lo traicionaría después) se enojó y dijo:

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–¿Para qué hizo ella este desperdicio? ¿Por qué no se vendió este perfume por más de trescientos denarios (unos 30 mil dólares americanos) y se les dio a los pobres? Y murmuraba contra ella. Pero esto no lo dijo porque se preocupara por los pobres, sino porque era ladrón. Como era el tesorero del grupo, estaba a cargo de la bolsa del dinero y robaba de lo que se echaba en ella, de las ofrendas que le daban al Señor (habría podido sustraer mucho dinero de una cantidad como esa). Al darse cuenta Jesús, le dijo: –¿Por qué molestas a María? Ella ha hecho lo único que podía hacer. Lo que ha hecho conmigo es una buena y hermosa acción, porque siempre habrá pobres con ustedes y cuando quieran les pueden hacer el bien, pero a mí no siempre me tendrán. Déjala, pues ella guardó este perfume para el día de mi sepultura. Al derramarlo sobre mí, ha ungido mi cuerpo preparándome anticipadamente para ese momento. De verdad les digo que dondequiera que se predique este Evangelio, en todo el mundo, también se contará lo que esta mujer ha hecho, para que siempre la recuerden. Probablemente la amonestación de Jesús a Judas por causa del perfume (la cual es la única conversación que registra la Biblia entre el Señor y Judas Iscariote antes de la última cena), dejó muy molesto a Judas, pues en tres de los Evangelios se narra inmediatamente después de este episodio, la negociación entre el traidor y los sacerdotes para entregarles a Cristo. Los judíos se enteraron que Jesús estaba en Betania, y fueron en gran multitud, no solamente por causa de Jesús, sino también para ver a Lázaro, a quien él había resucitado de entre los muertos. Pero los principales sacerdotes acordaron matar también a Lázaro, porque a causa de él muchos de los judíos se apartaban de la tradición y creían en Jesús. Saliendo de Betania, Jesús y sus discípulos se fueron por el camino subiendo a la ciudad de Jerusalén.

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LA ENTRADA TRIUNFAL EN JERUSALÉN Cuando se acercaron a Jerusalén y llegaron a Betfagé, junto a Betania, en el Monte de los Olivos, Jesús envió antes que él a dos discípulos, diciéndoles: –Vayan a la aldea que está frente a ustedes, y al entrar en ella inmediatamente encontrarán una asna atada y un pollino atado junto con ella, en el cual ningún hombre ha montado. Desátenlos y tráiganmelos. Si alguien les pregunta: “¿Por qué hacen eso? ¿Por qué los desatan?”, díganle: “El Señor los necesita ahora, pero después los devolverá”. Los discípulos que habían sido enviados hicieron lo que Jesús les ordenó. Fueron y hallaron el asna y el pollino atados afuera a la entrada de la aldea, en el recodo del camino, y los desataron. Cuando lo hacían, sus dueños y otros que estaban allí les preguntaron: –¿Qué hacen? ¿Por qué están desatando el asna y el pollino? Ellos les dijeron, tal como Jesús había dicho: –Porque el Señor los necesita y luego los devolverá. Los dejaron ir. Se llevaron el asna y el pollino y los trajeron ante Jesús. Luego pusieron sobre ellos sus mantos. Jesús se sentó encima del pollino y se dirigió a la entrada de Jerusalén. Esto sucedió para que se cumpliera lo que dijo el patriarca Jacob acerca del mesías: “No será quitado el cetro de Judá ni el bastón de mando de entre sus pies, hasta que llegue Siloh (el dueño del cetro); a él se congregarán los pueblos. Atando a la vid su pollino y a la cepa el hijo de su asna”. Las grandes multitudes que habían ido a la fiesta, al enterarse que Jesús venía llegando a la ciudad, tendieron también sus mantos en el camino. Otros 196


cortaron ramas de árboles y palmeras, las tendieron por el camino y salieron a recibirlo. Cuando ya se acercaba Jesús a la bajada del Monte de los Olivos, toda la multitud de los discípulos, llena de alegría, comenzó a alabar a Dios en voz alta por todas las maravillas que habían visto. La gente que iba delante y la que iba detrás lo aclamaba: –¡Hosana al Hijo de David! ¡Bendito el que viene en el nombre del Señor, el rey de Israel! ¡Bendito sea el reino de nuestro padre David que viene! ¡Paz en el cielo! ¡Hosana en las alturas! (Hosana es una palabra hebrea que significa: “salva ahora” o “sálvanos ahora”, pero en este caso se estaba empleando como una alabanza.) Algunos de los fariseos que llegaron entre la multitud le dijeron a Jesús: –¡Maestro, reprende a tus discípulos! Jesús les dijo: –¡Les digo que si ellos callaran, aún las piedras gritarían! Con la entrada de Jesús a Jerusalén aclamado como rey, se cumplió el plazo anunciado al profeta Daniel: “Desde la salida de la orden para restaurar y edificar a Jerusalén hasta el Mesías Príncipe, habrá siete semanas y sesenta y dos semanas. Se volverán a edificar la plaza y el muro en tiempos angustiosos”. Cada uno de los días de la semana de la profecía de Daniel corresponde a un año judío (llamado año lunar, de 360 días). 7 semanas de años son 49 años judíos (17,640 días), y 62 semanas de años son 434 años judíos (156,240 días). Por lo tanto las 69 semanas que mencionó Daniel son 483 años judíos (173,880 días) correspondientes a 476 años gregorianos de 365 días, que son los que usamos en occidente.

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La orden de reconstrucción de Jerusalén la dio el rey Artajerjes en el año 444 a.C. (los tiempos angustiosos de la reconstrucción, que culminó en el año 395 a.C., podemos leerlos en el libro del profeta Nehemías). Si al año 444 a.C. le añadimos 476 años, encontramos que la profecía del Mesías Príncipe se refiere al año 32 d.C. El año en el cual Jesucristo entró en la ciudad de Jerusalén, montado en aquel pollino de asna. Cuando Jesús iba llegando a la ciudad, al verla, lloró por ella y dijo: –¡Si también tú reconocieras, al menos en este tu día, lo que llega para tu paz! Pero por ahora está oculto a tus ojos. Vendrán días cuando tus enemigos te rodearán con rejas, te sitiarán y te acecharán por todas partes. Te derribarán en la tierra junto con tus hijos que habitan dentro de ti, y no dejarán en ti piedra sobre piedra, porque no reconociste los tiempos de tu visitación. Esta profecía de Jesús se cumplió en el año 70 d.C., cuando los romanos sitiaron la ciudad y quemaron el Templo. Así también lo había anunciado el profeta Daniel, en su profecía de las 70 semanas, que ocurriría después de la muerte del Mesías Príncipe: “El pueblo de un príncipe que ha de venir destruirá la ciudad y el santuario, su final llegará como una inundación, y hasta el fin de la guerra durarán las devastaciones”. Al entrar Jesús en Jerusalén, toda la ciudad se alborotó y dijeron: –¿Quién es ese? Y la gente que llegaba decía: –Él es Jesús el profeta, el de Nazaret de Galilea. Para que se cumpliera lo que dijo el profeta Zacarías:

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“¡Alégrate mucho, hija de Sion! ¡Da voces de júbilo, hija de Jerusalén! Mira que tu rey vendrá a ti, justo y salvador, pero humilde, cabalgando sobre un asno, sobre un pollino hijo de asna”. Sus discípulos no entendieron estas cosas en un principio, pero cuando Jesús fue glorificado, se acordaron de que esto estaba escrito acerca de él y de que todo se había cumplido. La gente que venía con Jesús les contaba a todos los de la ciudad de cómo el Señor llamó a Lázaro del sepulcro y lo resucitó de entre los muertos, por lo cual también había salido la gente a recibirlo, porque se había enterado que él hizo esta señal milagrosa. Pero los fariseos se dijeron unos a otros: –¿Ya vieron? No hemos logrado nada. Miren, ¡todo el mundo se va tras él! Al entrar Jesús en el atrio del Templo de Jerusalén, comenzó a echar fuera a todos los que vendían y compraban en el Templo, como lo había hecho al inicio de su ministerio. Volcó las mesas de los cambistas y las sillas de los que vendían palomas. Y no dejó que nadie atravesara el Templo llevando ningún utensilio. Les dijo a los que vendían: –Está escrito en las Escrituras por el profeta Isaías: “Mi casa será llamada casa de oración para todas las naciones”. ¡Pero ustedes la han convertido en cueva de ladrones!

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JESÚS Y LOS FARISEOS V En el Templo se le acercaron ciegos y cojos y los sanó. Los principales sacerdotes y los escribas, al ver las maravillas que hacía y a los muchachos aclamándolo en el Templo, diciendo: ¡Hosana al Hijo de David!, se enojaron y le dijeron: –¿Oyes lo que dicen estos? Jesús les dijo: –Sí. ¿Nunca han leído en los Salmos –Salmo 8–: “De la boca de los niños y de los que aún maman, fundaste la fortaleza”? Cuando lo oyeron, los escribas, los principales sacerdotes y los altos dignatarios del pueblo procuraron matarlo. Pero no hallaban nada que pudieran hacerle porque le tenían miedo, pues todo el pueblo estaba en suspenso oyéndolo, admirado de su enseñanza y pendiente de sus palabras. Estando Jesús en el Templo, mientras les enseñaba y anunciaba el Evangelio a las personas, llegaron ante él los principales sacerdotes, junto con los Ancianos y los escribas y le dijeron: –Dinos, ¿con qué autoridad haces estas cosas? ¿Quién te ha dado esa autoridad? Jesús les dijo: –Yo también les haré una pregunta, y si me la contestan, también yo les diré con qué autoridad hago estas cosas. Respóndanme: el bautismo de Juan, ¿de dónde era? ¿De Dios o de los hombres? Ellos comenzaron a discutir entre sí:

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–Si decimos “de Dios”, dirá: “¿Por qué entonces no le creyeron?” Y si decimos “de los hombres”, el pueblo nos apedreará, porque están convencidos de que Juan era profeta. Le dijeron a Jesús: –No sabemos de dónde era. El Señor les dijo: –Yo tampoco les diré con qué autoridad hago estas cosas. Jesús comenzó entonces a decirles unas parábolas a los fariseos:

–¿Qué les parece esto? Un hombre tenía dos hijos. Se acercó al primero y le dijo: “Hijo, vete hoy mismo a trabajar en mi viña”. Él respondió: “¡No quiero!” Pero después, arrepentido, fue a la viña. El padre se acercó al otro hijo y le dijo lo mismo, y el hijo le contestó: “Sí, señor, voy”. Pero no fue. ¿Cuál de los dos hizo la voluntad de su padre? Ellos le dijeron: –El primero. Jesús les dijo: –De verdad les digo que los cobradores de impuestos y las prostitutas van delante de ustedes al Reino de Dios, porque vino Juan en camino de justicia y ustedes no le creyeron. En cambio, los recaudadores y las prostitutas sí le creyeron. Pero ustedes, aunque vieron esto, no se arrepintieron después para creerle. Les contó otra parábola:

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–El Reino de Dios es parecido a un rey que le hizo una fiesta de boda a su hijo. Envió a sus siervos a llamar a los invitados a la boda, pero ellos no quisieron asistir. Volvió a enviar otros siervos con este encargo: “Digan a los invitados que ya he preparado mi comida. He hecho matar mis bueyes y mis animales engordados y todo está dispuesto. Que vengan a la boda”. Pero los invitados, sin hacer caso, se fueron: uno a su labranza, otro a sus negocios, y otros golpearon a los siervos y los mataron. Al enterarse el rey, se enojó. Envió a sus ejércitos y mató a aquellos homicidas y quemó su ciudad. Después le dijo a sus siervos: “La boda verdaderamente está preparada, pero los que fueron invitados no eran dignos de venir. Vayan a las salidas de los caminos e inviten a la boda a cuantos encuentren”. Los siervos salieron por los caminos y reunieron a todos los que hallaron, tanto malos como buenos, y la boda se llenó de invitados. Cuando entró el rey para ver a los invitados, vio allí a un hombre que no estaba vestido de boda y le dijo: “Amigo, ¿cómo entraste aquí sin estar vestido de boda?” Pero él guardó silencio. El rey les dijo a los que servían: “Átenlo de pies y manos y échenlo a la oscuridad de afuera. Allí habrá llanto y un dolor tal, que les hará crujir los dientes”. Porque muchos son los llamados, pero pocos los elegidos. Y les dijo una parábola más: –Un hombre, padre de familia, plantó una viña. La rodeó con una cerca, cavó en ella un lagar (un lugar para moler la uva), le edificó una torre, la arrendó a unos labradores y se fue lejos, ausentándose por mucho tiempo. Cuando se acercó el tiempo de la cosecha de las uvas, envió a un siervo a donde estaban los labradores para que le dieran del fruto de su viña, pero los labradores golpearon al siervo y lo enviaron con las manos vacías. Volvió a enviar a otro siervo, pero ellos también lo golpearon, lo insultaron y lo enviaron con las manos vacías. Volvió a enviar un tercer siervo, pero ellos también a este lo apedrearon, hiriéndolo en la cabeza y lo echaron fuera, herido. Después envió muchos otros, pero a unos los golpearon y a otros los mataron.

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Entonces el señor de la viña, teniendo aún un hijo suyo, dijo: “¿Qué haré? Enviaré a mi hijo amado. Quizás cuando lo vean a él, le tendrán respeto”. Y finalmente les envió a su hijo, pero cuando los labradores vieron que venía el hijo, discutieron entre sí: “Este es el heredero. Vamos, matémoslo y apoderémonos de su propiedad”. Lo tomaron, lo echaron fuera de la viña y lo mataron. Cuando venga el señor de la viña, ¿qué les hará a aquellos labradores? A los labradores malos los destruirá sin misericordia, y arrendará su viña a otros labradores que le paguen el fruto a su tiempo. Cuando oyeron esto, todos ellos dijeron: –¡Dios nos libre! Pero Jesús, mirándolos, les preguntó: –¿Entonces qué es lo que está escrito? ¿Nunca leyeron en las Escrituras, en el libro de los Salmos –Salmo 118–: “La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser cabeza del ángulo. El Señor ha hecho esto, y es cosa maravillosa a nuestros ojos”? Por lo tanto, les digo que el Reino de Dios les será quitado a ustedes y será dado a gente que produzca los frutos de él. Todo el que caiga sobre aquella piedra será quebrantado, pero aquel sobre quien ella caiga, será despedazado. Al oír sus parábolas, los principales sacerdotes, los fariseos y los escribas se consultaron cómo apresarlo, porque comprendieron que había dicho estas parábolas contra ellos. Pero no sabían cómo, pues le temían al pueblo, porque el pueblo lo consideraba un profeta. Se fueron, dejándolo ahí en el Templo. 203


Al llegar la noche, Jesús salió de la ciudad. Después de observarla, como ya anochecía, se fue a Betania junto con los doce apóstoles. Viendo a lo lejos una higuera cerca del camino, fue a ver si tal vez hallaba en ella higos, pero cuando llegó, no halló nada más que hojas, pues no era temporada de higos. Jesús le dijo a la higuera: –¡Nunca jamás nazca fruto de ti, ni coma nadie de ti! Y sus discípulos lo oyeron. La higuera se secó al instante. Al día siguiente por la mañana, se dirigieron de nuevo a Jerusalén (durante todos los días de aquella Pascua, Jesús enseñaba de día en el Templo y por la noche salía de la ciudad y se quedaba en la aldea de Betania, seguramente en casa de María y Marta). Dos días después sería la Pascua, la fiesta de los panes sin levadura. Al pasar junto a la higuera, los discípulos vieron que se había secado desde las raíces y quedaron asombrados. Pedro se acordó de las palabras de la noche anterior y le dijo a Jesús: –Maestro, mira, la higuera que maldijiste se ha secado ¿Cómo es que se secó en seguida? Jesús les dijo: –Tengan fe en Dios. De verdad les digo que si tienen fe y no dudan, no solo harán esto de la higuera. Cualquiera que le diga a este monte: “Quítate y arrójate en el mar” y no duda en su corazón, sino que cree que será hecho lo que dijo, se cumplirá todo lo que diga. Por eso les reitero que todo lo que pidan orando, tengan fe que lo recibirán, y les llegará. Y cuando estén orando, perdonen si tienen algo contra alguien, para que también el Padre que está en el cielo les perdone a ustedes sus ofensas. Porque si ustedes no perdonan, tampoco el Padre que está en el cielo les perdonará sus ofensas.

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A llegar a la ciudad, encontraron allí algunas personas que les contaron acerca de los galileos cuya sangre el gobernador romano Poncio Pilato había mezclado con sus mismos sacrificios (al parecer los soldados romanos habían matado a estos hombres mientras efectuaban el sacrificio y su sangre se mezcló con la sangre de los animales ofrendados, lo cual era una atrocidad espantosa para el pueblo de Israel). Jesús les dijo: –¿Piensan que esos galileos por sufrir tales cosas, eran más pecadores que los demás galileos? Les digo que no. Antes, si no se arrepienten, todos morirán igualmente. O aquellos dieciocho sobre los cuales cayó la torre en Siloé y los mató, ¿piensan acaso que eran más culpables que todos los hombres que habitan en Jerusalén? Les digo que no. Antes, si no se arrepienten, todos morirán de igual manera. Jesús fue a sentarse delante del arca de la ofrenda, y levantando los ojos miraba cómo el pueblo echaba dinero en el arca. Muchos ricos echaban mucho. Llegó después una viuda muy pobre y echó allí solo dos monedas. El Señor llamó a sus discípulos y les dijo: –De verdad les digo que esta viuda pobre echó más que todos los que han echado en el arca, porque todos aquellos echaron para las ofrendas de Dios de lo que les sobra, pero esta mujer, de su pobreza echó todo lo que tenía para su sustento. Después entró al Templo y comenzó a enseñar a la multitud. Estaban reunidos ahí los fariseos y Jesús les preguntó: –¿Qué piensan ustedes del Mesías, del Cristo? ¿De quién es hijo? Le dijeron: –De David. Jesús preguntó a la multitud:

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–¿Cómo es que dicen los escribas que el Cristo es hijo de David?, pues el mismo David lo llama Señor, cuando dijo por inspiración del Espíritu Santo, en el libro de los Salmos –Salmo 110–: “Dijo el Señor a mi Señor: Siéntate a mi derecha, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. Si David mismo lo llama Señor, ¿cómo entonces es su hijo? Mucha gente del pueblo lo oía de buena gana. Y nadie le podía replicar ninguna palabra, ni se atrevió ninguno a preguntarle. Los fariseos en conjunto con los herodianos consultaron cómo apresarlo, y le enviaron discípulos de ellos como espías, para que simularan ser hombres justos, a fin de sorprenderlo en alguna palabra para poder entregarlo al poder y autoridad del gobernador. Los espías llegaron y le dijeron: –Maestro, sabemos que eres un hombre veraz, amante de la verdad, que hablas y enseñas la rectitud pues enseñas verdaderamente el camino de Dios. Y también sabemos que no haces acepción de persona pues no miras la apariencia de los hombres. Dinos qué te parece: ¿Está permitido dar el tributo, el impuesto al emperador romano César, o no? ¿Daremos o no daremos? Pero Jesús, conociendo la malicia e hipocresía de ellos, les dijo: –¿Por qué me ponen trampas, hipócritas? Muéstrenme la moneda del tributo, para que yo la vea. Ellos le presentaron un denario. Jesús les preguntó: –¿De quién es esta imagen y la inscripción?

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Ellos le dijeron: –De César, el Emperador romano. Jesús les respondió: –Pues den a César lo que es de César, y a Dios, lo que es de Dios. Al oír esto quedaron asombrados, pues no pudieron sorprenderlo en ninguna palabra incorrecta delante del pueblo. Admirados de su respuesta, se quedaron callados. Y dejándolo, se fueron. Después se acercaron a él algunos del grupo de los saduceos, que dicen que no hay resurrección (los saduceos eran un grupo político/religioso al igual que los fariseos, con la misma influencia e importancia en el Concilio que ellos, pero se diferenciaban en que solamente creían lo que decía la Torá y negaban que hubiera espíritus o vida más allá de la muerte). Los saduceos le preguntaron: –Maestro, Moisés nos escribió que: “Si el hermano de alguien muere y deja esposa, pero no deja hijos, su hermano debe casarse con ella y levantarle descendencia a su hermano” (esta práctica se debía a que los bienes materiales se heredaban solamente a los varones; las mujeres no podían heredar, por lo que debían tener un hijo varón para poder traspasarle los bienes). Hubo entre nosotros siete hermanos: el primero se casó, y como murió sin dejar descendencia, le dejó su mujer a su segundo hermano, el cual se casó con ella pero él también murió sin dejar descendencia. Lo mismo pasó con el tercero, y así con los siete hermanos: ninguno dejó descendencia. Finalmente, después de todos ellos murió también la mujer. En la resurrección, cuando vuelvan a la vida, ¿de cuál de los siete será ella mujer, ya que todos la tuvieron por esposa? Jesús les respondió:

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–En esto ustedes también están equivocados, porque ignoran las Escrituras y el poder de Dios, pues los hijos de este mundo se casan y se comprometen en casamiento, pero los que son dignos de alcanzar el mundo futuro y la resurrección de entre los muertos, ni se casarán ni se comprometerán para casarse cuando resuciten, porque ya no pueden morir, sino que serán iguales a los ángeles que están en el cielo. Y serán hijos de Dios, al ser hijos de la resurrección. Pero con respecto a que los muertos van a resucitar, aún Moisés lo enseñó. ¿No han leído ustedes en la Torá cómo Dios le habló a Moisés en la zarza y le dijo: “Yo Soy el Dios de Abraham, el Dios de Isaac y el Dios de Jacob”? ¡Dios no es Dios de muertos, sino de vivos, pues para él todos viven! Así es que ustedes están muy equivocados. Al oír esto, la gente se asombraba de su enseñanza. Algunos de los escribas le dijeron: –Maestro, has dicho bien. Pues ellos en este asunto en particular concordaban con Jesús. Y no se atrevieron a preguntarle nada más. Cuando los fariseos se enteraron que Jesús también había dejado callados a los saduceos, se reunieron. Mientras tanto, uno de los escribas, intérprete de la Ley, que los había oído discutir y sabía que les había respondido bien, le preguntó a Jesús para probarlo: –Maestro, ¿cuál es el gran mandamiento en la Torá? ¿Cuál es el primer mandamiento de todos? Jesús le dijo: –El primero de todos los mandamientos es: “Oye, Israel: el Señor nuestro Dios, el Señor uno es. Y amarás al Señor tu Dios con todo tu corazón, con toda tu alma, con toda tu mente y con todas tus fuerzas”. Este es el mandamiento 208


principal y el más grande. Y el segundo es parecido: “Amarás a tu semejante como a ti mismo”. No hay otro mandamiento mayor que estos. De estos dos mandamientos dependen toda la Ley y los Profetas (toda la Torá y el Tanaj, es decir toda la Escritura que hoy se conoce como el Antiguo Testamento). El escriba le dijo: –Bien, Maestro, has dicho la verdad: que solo hay un Dios y no hay otro fuera de él, y amarlo con todo el corazón, con todo el entendimiento, con toda el alma y con todas las fuerzas, y amar al prójimo como a uno mismo, es mejor que todos los holocaustos y sacrificios. Jesús, viendo que había respondido sabiamente, le dijo: –No estás lejos del Reino de Dios. Y ya nadie se atrevió a preguntarle. Entonces Jesús les dijo a la gente y a sus discípulos: –En la cátedra de Moisés se sientan los escribas y los fariseos. Así es que, todo lo que les digan que hagan, háganlo. Pero no hagan como ellos hacen, porque ellos dicen pero no hacen. Ellos atan cargas pesadas y difíciles de llevar, y las ponen sobre los hombros de los hombres. Pero ellos ni con un dedo quieren moverlas. Antes bien, hacen todas sus buenas obras para ser admirados por los hombres, pues ensanchan sus filacterias (pequeñas envolturas de cuero que guardaban pasajes de la Torá) y extienden los flecos de sus mantos. Gustan de andar con ropas largas, aman los primeros asientos en las cenas, las primeras sillas en las sinagogas, que los saluden en las plazas y que los hombres los llamen: “Rabí, Rabí” (que significa: “maestro”). Pero ustedes no pretendan que los llamen “Rabí”, porque uno es su Maestro: el Cristo, y todos ustedes son hermanos. Y no llamen “padre nuestro” a nadie en la tierra, porque uno es su Padre: el que está en el cielo. El que sea el mayor de ustedes sea el que les sirve, porque el que se enaltece será humillado, y el que se humilla será ensalzado. 209


Pero, ¡ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Porque cierran el Reino de Dios delante de los hombres, pues ni entran ustedes, ni dejan entrar a los que están entrando. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Porque devoran la comida de las casas de las viudas, y como pretexto les hacen largas oraciones. Por esto recibirán mayor condenación. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Porque recorren mar y tierra para hacer un discípulo, y cuando lo consiguen, lo convierten en doblemente hijo del infierno que ustedes. ¡Ay de ustedes, guías ciegos! Que dicen: “Si alguien jura por el Templo no es nada, pero si alguien jura por el oro del Templo, es deudor”. ¡Insensatos y ciegos! Porque, ¿cuál es mayor: el oro o el Templo que santifica al oro? También dicen: “Si alguien jura por el altar no es nada, pero si alguien jura por la ofrenda que está sobre él, es deudor”. ¡Necios y ciegos! Porque, ¿cuál es mayor, la ofrenda o el altar que santifica la ofrenda? El que jura por el altar, jura por él y por todo lo que está sobre él, y el que jura por el Templo, jura por él y por el que lo habita, y el que jura por el cielo, jura por el trono de Dios y por aquel que está sentado en él. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Porque siguiendo la Ley de Moisés diezman la menta, el anís y el comino, y dejan de hacer lo más importante de la Ley: la justicia, la misericordia y la fe. Esto es lo que deberían hacer, sin dejar de hacer aquello. ¡Guías ciegos, que cuelan el mosquito y se tragan el camello! ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Porque limpian lo de fuera del vaso y del plato, pero por dentro están llenos de robo y de injusticia. ¡Fariseo ciego! Limpia primero lo de dentro del vaso y del plato, para que también lo de fuera quede limpio. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Porque son semejantes a sepulcros blanqueados, que ciertamente por fuera se ven hermosos, pero 210


por dentro están llenos de huesos de muertos y de toda podredumbre. Así también ustedes por fuera se muestran justos a los hombres, pero por dentro están llenos de hipocresía e impiedad. ¡Ay de ustedes, escribas y fariseos hipócritas! Porque edifican los sepulcros de los profetas y adornan los monumentos de los justos, y dicen: “Si hubiéramos vivido en los días de nuestros padres, no habríamos sido sus cómplices en la sangre de los profetas”. Con esto testifican contra ustedes mismos de que son hijos de aquellos que mataron a los profetas. ¡Ustedes también pues, alcancen la medida de sus padres! ¡Serpientes, generación de víboras! ¿Cómo escaparán de la condenación del infierno? Por lo tanto, yo les envío profetas, sabios y escribas. De ellos, a unos matarán y crucificarán, y a otros los azotarán en sus sinagogas y los perseguirán de ciudad en ciudad. Así recaerá sobre ustedes toda la sangre justa que se ha derramado sobre la tierra, desde la sangre de Abel el justo, hasta la sangre de Zacarías hijo de Berequías, a quien mataron entre el Templo y el altar. De verdad les digo que todo esto le ocurrirá a esta generación. Después de decirles estas palabras, Jesús salió del Templo. Los principales sacerdotes, los escribas y los Ancianos del pueblo se reunieron en el patio del Sumo Sacerdote Caifás, y se confabularon para apresar con engaño a Jesús y matarlo. Pero decían: –No durante la fiesta, para que el pueblo no haga alboroto. En ese momento, Satanás entró en Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles. Él se apartó del grupo y fue a hablar con los principales sacerdotes y con los jefes de la guardia. Les dijo: –¿Cuánto me quieren dar para que yo se los entregue? Ellos se alegraron al oír a Judas y acordaron darle una cantidad de dinero. Le asignaron treinta monedas de plata. Judas aceptó y desde aquel momento buscó una oportunidad para entregar al Señor a espaldas del pueblo. 211


Saliendo del Templo de Jerusalén, se le acercaron a Jesús sus discípulos para mostrarle los edificios del Templo, el cual estaba adornado de hermosas piedras preciosas y ofrendas votivas. Uno de sus discípulos le dijo: –Maestro, ¡mira qué piedras y qué edificios! Jesús les dijo: –¿Ven todos estos grandes edificios? De verdad les digo que llegará el día en que no quedará aquí piedra sobre piedra, que no sea derribada y destruida. Esta profecía de Jesús se cumplió en el año 70 d.C. aproximadamente, cuando los ejércitos romanos comandados por el emperador Tito, destruyeron el Templo de Jerusalén, quedando de él solo una pared del muro exterior, que actualmente se conoce como el Muro de las Lamentaciones. Luego de decir estas palabras, Jesús les anunció a sus discípulos: –Saben que dentro de dos días se celebra la Pascua, y el Hijo del Hombre será entregado para ser crucificado. Al siguiente día, muy temprano, Jesús enseñó en el Templo y todo el pueblo acudió a él por la mañana para oírlo. Habían unos griegos entre la gente que había subido a Jerusalén a adorar en la fiesta. Ellos se acercaron a Felipe, que era de Betsaida de Galilea y le rogaron: –Señor, queremos ver a Jesús. Es muy probable que Jesús se encontrara en un área del Templo en la cual no estaba permitido que entraran extranjeros, y por eso los griegos no habían podido acceder a él personalmente, por lo que buscaron la ayuda de Felipe.

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Felipe fue y se lo dijo a Andrés, y luego ambos se lo dijeron a Jesús. Pero Jesús les contestó: –Llegó la hora de que sea glorificado el Hijo del Hombre. De verdad les digo que si el grano de trigo que cae en la tierra no muere, se queda solo. Pero si muere, produce mucho fruto. El que ame su vida, la perderá, y el que odie su vida en este mundo, la guardará para la vida eterna. Si alguno me sirve, sígame, y donde yo esté, allí también estará mi servidor. Si alguno me sirve, mi Padre lo honrará. Mientras él hablaba, la gente se reunió allí para oír sus palabras (seguramente todos ellos judíos, por el área del Templo en la que se encontraba). Al saber que estaba cercana su hora, Jesús exclamó: –Ahora está perturbada mi alma, ¿y qué puedo decir? ¿Padre, sálvame de esta hora? Pero si para esto he llegado a este momento. Padre, glorifica tu nombre. En ese momento se escuchó una voz del cielo: “Lo he glorificado, y lo glorificaré otra vez”. La multitud que estaba allí y había oído la voz, creía que había sido un trueno. Otros decían: –Un ángel le ha hablado. Jesús dijo: –No se ha oído esta voz por causa mía, sino por causa de ustedes. Ahora viene el juicio de este mundo. Ahora el príncipe de este mundo será echado fuera. Y cuando yo sea levantado de la tierra, los atraeré a todos hacia mí mismo.

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Dijo esto, dando a entender de qué muerte iba a morir (levantado en un madero, crucificado). La gente le respondió: –Nosotros hemos oído que según la Torá, el Mesías permanece para siempre. ¿Cómo entonces dices tú que es necesario que el Hijo del Hombre sea levantado? ¿Quién es este Hijo del Hombre? Jesús les dijo: –Todavía está entre ustedes la luz por un poco más de tiempo. Caminen, ahora que tienen la luz, para que no los sorprendan las tinieblas, porque el que anda en la oscuridad no sabe a dónde va. Mientras tienen la luz con ustedes, crean en la luz, para que sean hijos de luz. Jesús exclamó en voz alta: –El que cree en mí, no solo cree en mí sino en quien me envió. Y el que me ve, ve al que me envió. Yo, la luz, he venido al mundo para que todo aquel que cree en mí, no permanezca en tinieblas. Al que oye mis palabras pero no las obedece, yo no lo juzgo porque no he venido a juzgar al mundo, sino a salvar al mundo. El que me rechaza y no recibe mis palabras, ya tiene quién lo juzgue: las palabras que he hablado. Ellas lo juzgarán en el día final. Yo no he hablado por mi propia cuenta. El Padre, que es quien me envió, él me dio el mandamiento de lo que debo decir y de lo que debo hablar. Y sé que su mandamiento es vida eterna. Así pues, lo que yo hablo, lo hablo tal como el Padre me lo ha dicho. Habiendo dicho Jesús esto, se fue del templo y se ocultó de ellos. A pesar de que había hecho tantas señales milagrosas delante del pueblo, ellos aún no creían realmente en él, para que se cumpliera la palabra del profeta Isaías, que dijo:

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“¿Quién ha creído a nuestro anuncio? ¿Y a quién se ha revelado el brazo del Señor?” Por eso no podían creer, porque también dijo Isaías: “Cegó los ojos de ellos y endureció su corazón, para que no vean con los ojos, ni entiendan con el corazón, ni se conviertan, ni yo los salve”. Isaías dijo esto cuando vio su gloria, y habló acerca de él. Aún así muchos, incluso de los gobernantes judíos sí creyeron en él, pero no lo confesaban por temor a los fariseos, para no ser expulsados de la sinagoga, porque amaban más la gloria de los hombres que la gloria de Dios. Por la noche, Jesús salió de la ciudad y se quedó en el monte que se llama de los Olivos. Al salir de Jerusalén, dijo al verla: ¡Jerusalén, Jerusalén, que matas a los profetas y apedreas a los que son enviados a ti! ¡Cuántas veces quise juntar a tus hijos, como la gallina a sus polluelos debajo de sus alas, pero no quisiste! Ahora tu casa queda desierta, pues les digo que no me volverán a ver hasta que llegue el tiempo en que digan –como David en el Salmo 118–: “Bendito el que viene en nombre del Señor”.

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JESÚS EN EL MONTE DE LOS OLIVOS El Señor Jesús subió al Monte de los Olivos, y se sentó en una ladera mirando de frente al Templo. Pedro, Jacobo, Juan y Andrés, sus discípulos más cercanos, se le acercaron para preguntarle: –Dinos, ¿cuándo serán cumplidas estas cosas? ¿Cuál será la señal de tu regreso y del fin del mundo? ¿Cómo se sabrá cuando todas estas cosas estén por suceder? Jesús comenzó a decirles: –El Reino de Dios no vendrá con advertencia, ni dirán: “Aquí está”, o “Allí está”, porque el Reino de Dios está entre ustedes. Cuídense de no ser engañados por nadie, porque vendrán muchos en mi nombre y dirán: “Yo soy el Cristo” y “El tiempo está cerca”, y engañarán a muchos, pero ustedes no los sigan. Se levantarán muchos falsos profetas y engañarán a mucha gente, y por haberse multiplicado la maldad, el amor de muchos se enfriará. Pero el que permanezca hasta el fin, ese será salvo. Llegará el día cuando ustedes desearán ver uno de los días del Hijo del Hombre, y no lo verán. Y les dirán: “Míralo aquí” ó “Míralo allí”. No vayan ni los sigan. Si les dicen: “Miren, está en el desierto”, no salgan a ver. O “Miren, está en las habitaciones”, no les crean, porque al igual que el relámpago que al fulgurar resplandece desde el oriente y se muestra hasta el occidente, así será también la llegada del Hijo del Hombre, cuando venga en su día. Pero primero es necesario que sufra mucho y sea desechado por esta generación. En esos días, si alguno les dice: “Miren, aquí está el Cristo” o “Miren, allí está”, no le crean, porque se levantarán falsos cristos y falsos profetas, y harán grandes señales y prodigios, de tal manera que engañarán, si fuera posible, aún a los elegidos. Pero ustedes, ¡tengan cuidado! Ya les dije todo de antemano.

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Jesús les dijo además: –Oirán de guerras, revueltas y rumores de guerras, pero no se asusten ni se alarmen, porque es necesario que sucedan todas estas cosas primero, pero aún no será inmediatamente el fin. Pues se levantará nación contra nación y reino contra reino, y habrá pestes, hambres, grandes terremotos y alborotos en muchos lugares diferentes. Habrá terror y grandes señales en el cielo. Pero todo esto es solamente el principio de los dolores. Pero antes de que sucedan todas estas cosas cuídense ustedes mismos, porque los perseguirán, los atraparán, los entregarán para sufrir tribulación en los concilios, los azotarán en las sinagogas y en las cárceles, y a algunos de ustedes los matarán. Muchos entonces renegarán de su fe y se traicionarán unos a otros, y unos a otros se odiarán. Serán ustedes entregados aún por sus padres, hermanos, parientes y amigos. El hermano entregará a la muerte al hermano, y el padre al hijo. Se levantarán los hijos en contra de los padres y los matarán. Y serán ustedes odiados por todos por causa de mi nombre, pero ni un cabello de su cabeza morirá. Con su paciencia ganarán ustedes sus almas. Serán llevados ante reyes y ante gobernadores por causa de mi nombre. Pero esto les servirá para poder testificar de mí ante ellos. Pero cuando los lleven para entregarlos, propónganse en sus corazones que no se preocuparán por pensar antes cómo responder en su defensa, ni lo que van a decir, porque yo les mostraré en aquel momento palabra y sabiduría, la cual no podrán resistir ni contradecir todos los que se opongan. Lo que les sea revelado en aquella hora, eso hablen, porque no son ustedes los que hablan, sino el Espíritu Santo. Y será predicado el Evangelio del Reino de Dios en todo el mundo para dar testimonio a todas las naciones, y después vendrá el fin. Añadió: –Por lo tanto, cuando vean a Jerusalén rodeada de ejércitos, cuando vean en el Lugar Santo la abominación desoladora de la que habló el profeta Daniel puesta donde no debe estar, sepan entonces que ha llegado su destrucción. 217


En ese momento, los que estén en Judea, huyan a los montes, y los que estén en medio de ella váyanse. Los que estén en los campos no entren en ella. El que esté en la azotea no baje a la casa, ni entre para tomar algo de su hogar, y el que esté en el campo no vuelva atrás para tomar su capa, porque aquellos serán días de retribución, de castigo, para que se cumplan todas las cosas que están escritas. (La profecía de la abominación desoladora recuerda al rey invasor Antíoco Epífanes, que en el año 167 antes de Cristo cometió sacrilegio en el Templo de Jerusalén, pero el levantamiento judío liderado por los Macabeos logró la independencia de Israel y el Templo fue recuperado y purificado, dando lugar a la fiesta de la Dedicación, llamada Jánuka. Antíoco es un arquetipo del Anticristo –al cual se refiere la otra parte de la profecía de Daniel– que en el tiempo final hará un pacto de paz para Israel, logrará la reconstrucción del Templo y la restauración del sacrificio continuo, pero luego se volverá en su contra y cometerá sacrilegio en el Lugar Santo, instalándose allí como si fuera Dios, y que finalmente será destruido por Jesucristo, lo cual se narra en la novela “El Día del Juicio de Dios”.) Pero ¡ay de las que estén embarazadas y de las que críen en aquellos tiempos! Porque habrá grandes calamidades en la tierra, y violencia sobre este pueblo. Caerán a filo de espada y serán llevados cautivos a todas las naciones, y Jerusalén será pisoteada por los gentiles hasta que los tiempos de los gentiles se cumplan (parte de esta profecía de Jesús se cumplió cuando Jerusalén fue destruida por los romanos en el año 70 d.C., pero también se refiere al fin de los tiempos, como veremos en la novela “El Día del Juicio de Dios”). Oren porque su huida no sea en invierno ni en shabat, porque en aquellos días habrá una Gran Tribulación, como no la ha habido nunca ni la habrá, desde la creación de Dios y desde el principio del mundo hasta ese momento. Y si Dios el Señor no hubiera decidido acortar aquel período de tiempo, nadie se salvaría, pero por causa de los que él eligió, aquel período será acortado.

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El Señor agregó: –Inmediatamente después de aquella tribulación de esos días, habrá señales impresionantes en el sol, en la luna y en las estrellas: el sol se oscurecerá, la luna no dará su resplandor, las estrellas caerán del cielo y habrá en la tierra mucha angustia en la gente, confundidos a causa del bramido del mar y de las olas. Los hombres quedarán sin aliento por el temor y la expectación de las cosas que le ocurrirán a la tierra, porque las potencias que están en los cielos serán conmovidas. Entonces aparecerá la señal del Hijo del Hombre en el cielo, y todas las familias de la tierra se lamentarán cuando vean al Hijo del Hombre venir sobre las nubes del cielo, con poder y gran gloria. Enviará a sus ángeles con un gran estruendo de trompeta y ellos juntarán a sus elegidos de los cuatro vientos, desde un extremo de la tierra hasta el otro, y de un extremo del cielo al otro. Cuando estas cosas comiencen a suceder, enderécense y levanten la cabeza, porque su redención está cerca. También les dijo una parábola: –Miren a la higuera y a todos los árboles. Cuando ven que ya su rama está tierna y brotan las hojas, ustedes mismos saben que el verano está cerca. Así también cuando vean ustedes que suceden estas cosas, sepan que el Reino de Dios está cerca, a las puertas. De verdad les digo que esta generación no pasará (en otras palabras, esta humanidad no se acabará) sin que todo esto ocurra. El cielo y la tierra podrán terminar, pero mis palabras no. Pero de aquel día y la hora nadie sabe, ni aún los ángeles del cielo, ni el Hijo siquiera, sino solo mi Padre. Sin embargo, tal como ocurrió en los días de Noé, así será en los días del regreso del Hijo del Hombre, pues así como en los días antes del diluvio estaban comiendo y bebiendo, casándose y comprometiéndose en casamiento hasta el día en que Noé entró en el arca, y no entendieron hasta que vino el diluvio y se los llevó a todos, así será también la venida del Hijo del Hombre.

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De igual manera, así como sucedió en los días de Lot, cuando comían, bebían, compraban, vendían, plantaban, edificaban, pero el día en que Lot salió de Sodoma llovió fuego y azufre del cielo y los destruyó a todos, así será el día en que el Hijo del Hombre se manifieste. Ese día, el que esté en la azotea y tenga sus bienes en casa no baje a tomarlos, y el que esté en el campo no vuelva atrás. Acuérdense de la mujer de Lot. Todo el que procure salvar su vida la perderá, y todo el que la pierda, la salvará. Les digo que en aquella noche estarán dos personas en una cama. Una será llevada y la otra será dejada. Dos mujeres estarán moliendo juntas en un molino: una será llevada y la otra dejada. Dos hombres estarán en el campo: uno será llevado y el otro dejado. Estén atentos, no se duerman y oren, porque no sabrán cuándo será el tiempo. Será como el hombre que al irse lejos, dejó su casa y les dio autoridad a sus siervos, a cada uno le dio un trabajo y al portero le ordenó que velara. Velen pues, porque no saben a qué hora vendrá su Señor, el Señor de la casa: si al anochecer, a la medianoche, al canto del gallo o en la mañana, para que cuando venga de repente, no los encuentre durmiendo. Pero sepan esto: si el padre de familia supiera a qué hora vendrá el ladrón, velaría y no lo dejaría entrar en su casa. Por lo tanto, también ustedes estén preparados, porque el Hijo del Hombre vendrá a la hora menos pensada. Sus discípulos le dijeron: –¿Adónde vendrá, Señor? Él les dijo: –Dondequiera que esté el cuerpo muerto, allí se juntarán también las águilas. Y añadió: –Cuiden también que sus corazones no se llenen de glotonería, de embriaguez y de las preocupaciones de esta vida, y venga de repente sobre 220


ustedes aquel día, porque como un lazo vendrá sobre todos los que habitan la faz de la tierra. Velen pues, orando todo el tiempo para que sean dignos de escapar de todas estas cosas que sucederán, y de estar de pie ante el Hijo del Hombre. Y lo que les digo a ustedes, se los digo también a todos: ¡Velen! Les dijo otra parábola: –Tengan ceñida su cintura y sus lámparas encendidas (ceñirse la cintura era ajustar los bordes de la túnica en el cinto, para tener mayor libertad de acción cuando se realizaba un trabajo físico). Sean como los hombres que esperan a que su Señor regrese de la boda, para que, cuando llegue y llame, le abran en seguida. Benditos son aquellos siervos a los cuales, cuando venga su señor, los encuentre velando. De verdad les digo que se ceñirá y hará que se sienten a la mesa y vendrá a servirles. Y aunque venga a la medianoche o a las tres de la madrugada, si los encuentra velando, bienaventurados son aquellos siervos. Pedro le dijo: –Señor, ¿nos dices esta parábola solo a nosotros o también a todos? El Señor le dijo: –¿Quién será entonces el siervo fiel y prudente, al cual su señor lo puso a regir sobre su casa para que les dé el alimento a tiempo? Bienaventurado será aquel siervo al cual, cuando su señor venga, lo encuentre haciendo esto. De verdad les digo que lo pondrá sobre todos sus bienes. Pero si aquel siervo malo piensa en su corazón: “Mi señor tarda en venir”, y comienza a golpear a sus compañeros, a los criados y criadas, y aún a comer, beber y embriagarse con los borrachos, vendrá el patrón de aquel siervo en el día que él no espera y a la hora que él no sabe, y lo castigará duramente y lo echará con los infieles y los hipócritas. Allí será el llanto y el crujir de dientes. Aquel siervo que conociendo la voluntad de su señor no se preparó ni hizo conforme a su voluntad, recibirá muchos azotes. Pero el que sin conocerla 221


hizo cosas dignas de azotes, será azotado poco, porque a todo aquel a quien se le haya dado mucho, mucho se le pedirá, y al que se le haya confiado mucho, más se le demandará. Luego les dijo otra parábola: –Porque el Reino de Dios será semejante a diez damas vírgenes (damas de honor de una ceremonia matrimonial) que, tomando sus lámparas, salieron a recibir al novio. Cinco de ellas eran prudentes y cinco insensatas. Las insensatas tomaron sus lámparas pero no tuvieron la prudencia de tomar aceite. Las prudentes tomaron aceite en sus vasijas, junto con sus lámparas. Como el novio tardaba en venir, todas cabecearon y se durmieron. Y a la medianoche se oyó a alguien gritar: “¡Ahí viene el novio, salgan a recibirlo!” Todas aquellas vírgenes se levantaron y arreglaron sus lámparas. Y las insensatas dijeron a las prudentes: “Dennos de su aceite, porque nuestras lámparas se apagan”. Pero las prudentes respondieron: “Para que no nos falte tanto a nosotras como a ustedes, mejor vayan a comprar aceite para ustedes”. Mientras aquellas iban a comprar, llegó el novio, y las que estaban preparadas entraron con él a la boda y se cerró la puerta. Después llegaron también las otras vírgenes y dijeron: “¡Señor, señor, ábrenos!” Pero él les dijo: “De verdad les digo que no las conozco”. Velen pues, porque no se sabe el día ni la hora en que vendrá el Hijo del Hombre. Mientras sus discípulos asimilaban estas cosas, Jesús prosiguió y les dijo otra parábola, pues estaban cerca de Jerusalén y los discípulos pensaban que el Reino de Dios se manifestaría inmediatamente: –El Reino de Dios es como un hombre noble que se fue a un país lejano para recibir un reino y volver. Antes de irse llamó a diez de sus siervos y les entregó sus bienes en diferentes porciones. A cada uno de los diez le dio una mina (unos 400 gr. de plata, equivalentes a unos 10 mil dólares americanos). Y a algunos les dio también talentos (cada uno de estos talentos equivaldría 222


a más de cuatro años de salario de un trabajador, unos 600 mil dólares americanos). A uno le dio cinco talentos, a otro dos y a otro uno, a cada quien conforme a su capacidad. Les dijo: “Negocien mientras regreso” y se fue lejos. Pero sus conciudadanos lo odiaban y enviaron tras él una embajada, diciendo: “No queremos que este hombre reine sobre nosotros”. El que recibió cinco talentos fue y negoció con ellos, y ganó otros cinco. Negoció además con su mina y ganó otras diez minas. De igual manera el que recibió dos talentos, ganó también otros dos, y al negociar con su mina, ganó otras cinco. Pero el que recibió un talento, cavó un hoyo en la tierra y escondió el dinero de su señor, y la mina la guardó en un pañuelo. Después de mucho tiempo, al regresar el Señor luego de recibir el reino, mandó llamar ante él a aquellos siervos a los cuales les había dado el dinero, para saber lo que había negociado cada uno, y arregló cuentas con ellos. Se acercó el que había recibido cinco talentos y le dijo: “Señor, cinco talentos me entregaste. Aquí tienes, he ganado otros cinco sobre ellos. Y tu mina ha ganado diez minas”. Su señor le dijo: “Bien, buen siervo fiel, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Tendrás autoridad sobre diez ciudades. Entra en el gozo de tu señor”. Se acercó también el que había recibido dos talentos y dijo: “Señor, dos talentos me entregaste. Aquí tienes, he ganado otros dos además de ellos, y tu mina ha producido cinco minas”. Su señor le dijo: “Bien, buen siervo fiel, sobre poco has sido fiel, sobre mucho te pondré. Tú también tendrás autoridad sobre cinco ciudades. Entra en el gozo de tu señor”. Se acercó también el que había recibido un talento y dijo: “Señor, te conocía que eres hombre duro, severo, que tomas lo que no pusiste, siegas donde no sembraste y recoges donde no esparciste, por lo cual tuve miedo de ti y fui a esconder tu talento en la tierra. Aquí tienes lo que es tuyo. Y aquí está también tu mina, la cual he tenido guardada en un pañuelo”.

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Entonces su señor le dijo: “Siervo malo y negligente, por tu propia boca te juzgo. Sabías que Yo Soy un hombre severo, que tomo lo que no puse, que siego donde no sembré y que recojo donde no esparcí. Por lo tanto, debiste dar mi dinero a los banqueros, y al venir yo, habría recibido lo que es mío con los intereses. ¿Por qué no lo hiciste?” Y les dijo a los que estaban presentes: “Quítenle el talento y la mina, y dénselos al que tiene diez”. Ellos le dijeron: “Señor, ya tiene diez”. El Señor dijo: “Pues yo les digo que al que tiene, se le dará y tendrá más, pero al que no tiene, aún lo poco que tiene se le quitará. Y al siervo inútil, échenlo en la oscuridad de afuera. Allí habrá llanto y crujir de dientes. Y también a aquellos mis enemigos que no querían que yo reinara sobre ellos, tráiganlos acá y decapítenlos delante de mí”. Jesús prosiguió hablando: –Cuando el Hijo del hombre venga en su gloria y todos los santos ángeles con él, se sentará en su trono de gloria y serán reunidas delante de él todas las naciones. El apartará los unos de los otros, como aparta el pastor las ovejas de los cabritos. Y pondrá las ovejas a su derecha y los cabritos a su izquierda. El rey dirá a los de su derecha: “Vengan, benditos de mi Padre, a heredar el Reino preparado para ustedes desde la creación del mundo, porque tuve hambre y me dieron de comer, tuve sed y me dieron de beber, fui extranjero y me hospedaron, estuve desnudo y me vistieron, estuve enfermo y me visitaron, estuve en la cárcel y fueron a verme”. Los justos le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento y te alimentamos, o sediento y te dimos de beber? ¿Y cuándo te vimos extranjero y te hospedamos, o desnudo y te vestimos? ¿O cuándo te vimos enfermo o en la cárcel y fuimos a verte?” El rey les dirá: “De verdad les digo que al hacerlo a uno de estos mis hermanos más pequeños, me lo hicieron a mí”. Dirá también a los de la izquierda: “Apártense de mí, malditos, al fuego eterno preparado para el diablo y sus ángeles caídos, porque tuve hambre y no me 224


dieron de comer, tuve sed y no me dieron de beber, fui extranjero y no me acogieron, estuve desnudo y no me vistieron, estuve enfermo y en la cárcel y no me visitaron”. Ellos también le responderán: “Señor, ¿cuándo te vimos hambriento, sediento, forastero, desnudo, enfermo o en la cárcel, y no te servimos?” Él les responderá: “De verdad les digo que, como no lo hicieron a uno de estos pequeños, tampoco me lo hicieron a mí”. Ellos irán al castigo eterno, y los justos a la vida eterna. Cuando Jesús decía “estos pequeñitos” la mayoría de las veces se refería a sus discípulos, a sus seguidores, pero otras veces también se refería a los niños y a los desamparados.

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X. LA PASIÓN DE CRISTO

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LA ÚLTIMA PASCUA Llegó el primer día de la fiesta de los Panes sin Levadura, en el cual era necesario sacrificar el cordero de la Pascua. La fiesta de la Pascua es la más importante de todas las festividades religiosas judías. Se instituyó el día anterior a la salida de Israel de la esclavitud en Egipto: el día que Dios exterminó a todos los primogénitos de Egipto. La Biblia relata en Éxodo que Dios le habló a Moisés y Aarón en la tierra de Egipto y les dijo: “Este mes será para ustedes el mes más importante. Será el primero de los meses del año. El día diez de este mes tomará cada uno un cordero por familia. El cordero será un joven macho sin defecto. Lo guardarán hasta el día catorce y lo sacrificará toda la congregación del pueblo de Israel entre las dos tardes. Tomarán la sangre y la pondrán en los postes y en el dintel de sus casas. Esa noche comerán la carne del cordero asada al fuego, con hierbas amargas y panes sin levadura. Solo comerán eso y no desperdiciarán nada del cordero hasta la mañana siguiente. Lo que quede en la mañana, lo quemarán en el fuego. Lo comerán vestidos, con sus pies calzados y con el bastón en la mano, y lo comerán de prisa. Es la Pascua del Señor. Porque yo pasaré aquella noche por la tierra de Egipto y heriré a todos los primogénitos de esa tierra, tanto personas como animales, y ejecutaré mi juicio sobre todos los ídolos de Egipto. En las casas donde ustedes estén, veré la sangre y pasaré de largo, y no habrá mortandad entre ustedes. Ese día será memorable y lo celebrarán como fiesta a Dios por todas las generaciones. Y cuando sus hijos les pregunten: “¿Qué significa este rito?”, ustedes dirán: “Es la víctima de la Pascua de Dios, quien pasó sobre las casas del pueblo de Israel en Egipto, cuando hirió a los egipcios y libró de la muerte nuestras casas”. 227


Antes de celebrar la Pascua, sabiendo Jesús que su hora había llegado para que pasara de este mundo hacia el Padre, tal como había amado a los suyos que estaban en el mundo, así los amó hasta el fin. Jesús envió a Jerusalén a Pedro y a Juan, diciéndoles: –Vayan a preparar la Pascua para que la comamos. Ellos le preguntaron: –¿Dónde quieres que la preparemos? Él les dijo: –Vayan a la ciudad. Al entrar en ella, les saldrá al encuentro un hombre que lleva un cántaro de agua. Síganlo hasta la casa donde él entre, y díganle al padre de familia de esa casa: “El Maestro te dice: Mi tiempo está cerca, celebraré la Pascua en tu casa. ¿Dónde está la habitación donde comeré la Pascua con mis discípulos?” Él les mostrará un gran aposento alto (que era un salón amplio en el piso de arriba de la casa) ya preparado. Hagan allí los preparativos para nosotros. Pedro y Juan hicieron lo que Jesús les ordenó. Fueron, entraron en la ciudad, hallaron tal como les había dicho y prepararon la Pascua. Cuando llegó la noche, Jesús llegó al aposento alto junto con los doce apóstoles y se sentó a la mesa con ellos. Mientras cenaban, hubo de nuevo entre los discípulos una discusión acerca de quién de ellos sería el mayor en el Reino de Dios (al parecer, aún no les había quedado claro cuando Jesús les dijo que si querían ser grandes en el reino fueran como niños, ni la ocasión en que les explicó a los hermanos Jacobo y Juan que solo Dios decidiría quién se sentaría a los lados de Cristo en su trono). Como el diablo ya había puesto en el corazón de Judas Iscariote hijo de Simón la decisión de entregarlo, y sabiendo Jesús que el Padre Dios le había 228


entregado todas las cosas en sus manos, y que había salido de Dios y a Dios regresaría, el Señor se levantó de la cena. Se quitó su manto, tomó una toalla y se la ciñó. Luego puso agua en una vasija y comenzó a lavar los pies de sus discípulos, secándolos con la toalla con la que estaba ceñido. Cuando llegó donde estaba Simón Pedro, él le dijo a Jesús: –Señor, ¿tú me lavarás los pies? Jesús le dijo: –Tú no comprendes ahora lo que hago, pero lo entenderás después. Pedro le dijo: –No me lavarás los pies jamás. Jesús le respondió: –Si no te lavo, no tendrás parte conmigo. Simón Pedro le dijo: –¡Señor, entonces no solo mis pies, sino también las manos y la cabeza! Jesús le dijo: –El que ya está lavado no necesita sino lavarse los pies, pues está todo limpio, y ustedes están limpios, aunque no todos. Él sabía quién lo iba a entregar, por eso dijo: “No todos están limpios”. Después que les lavó los pies, tomó su manto, volvió a la mesa y les dijo: –¿Saben qué es lo que les he hecho? Ustedes me llaman Maestro y Señor, y dicen bien, porque lo soy. Pues si yo, el Señor y el Maestro, les he lavado 229


los pies, ustedes también deben lavarse los pies los unos a los otros, porque les di este ejemplo para que, así como yo lo hice, ustedes también lo hagan. De verdad les digo: el siervo no es mayor que su señor, ni el enviado (apóstol significa: “enviado”) es mayor que el que lo envió. Si saben estas cosas, son bienaventurados si además las hacen. Así también ustedes: que el mayor de ustedes sea como el más joven, y el que dirige sea como el que sirve. Porque, ¿cuál es mayor, el que se sienta a la mesa o el que sirve? ¿No es mayor el que se sienta a la mesa? Pero yo estoy entre ustedes como el que sirve. Y ustedes son los que han permanecido conmigo en mis pruebas. Yo entonces les asigno un Reino, así como mi Padre me lo asignó a mí, para que coman y beban en mi mesa en mi Reino y se sienten en tronos para juzgar a las doce tribus de Israel. No hablo de todos ustedes, yo sé a quiénes he elegido. Pero debe cumplirse la Escritura del libro de los Salmos –Salmo 41–: “El que come pan conmigo, alzó el pie contra mí”. Desde ahora se los digo, antes de que ocurra, para que cuando suceda crean que Yo Soy. De verdad les digo: el que reciba al que yo envíe, me recibe a mí, y el que me recibe a mí, recibe al que me envió. Habiendo Jesús dicho esto, se conmovió en su espíritu y declaró: –De verdad les digo que uno de ustedes me va a entregar. Los discípulos se pusieron muy tristes y se miraron unos a otros, dudando de quién hablaba. Cada uno de ellos comenzó a preguntarle: –¿Seré yo, Señor? Jesús respondió: –La mano del que me entregará está conmigo en la mesa. Es uno de los doce, uno de los que mete la mano conmigo en el plato. Es cierto que el Hijo 230


del Hombre debe ir a la muerte, tal como está determinado y escrito acerca de él, pero, ¡ay de aquel hombre por quien es entregado el Hijo del Hombre! Habría sido mejor para ese hombre no haber nacido. Uno de sus discípulos, Juan, al cual Jesús amaba mucho, estaba recostado al lado de Jesús. Simón Pedro le hizo señas a él para que preguntara quién era aquel de quien hablaba Jesús. Juan, recostándose sobre el pecho de Jesús, le preguntó: –Señor, ¿quién es? Jesús le dijo: –A quien yo le dé el pan mojado, ese es. Ese me va a entregar. Mojó el pan y se lo dio a Judas Iscariote hijo de Simón. Judas, el que lo iba a entregar, dijo: –¿Seré yo, Maestro? Jesús le dijo: –Tú lo has dicho. Cuando Judas comió el bocado, Satanás entró en él. Jesús le dijo: –Lo que vas a hacer, hazlo pronto. Pero ninguno de los que estaban sentados a la mesa entendió por qué le dijo eso. Quizá Juan, por decirle a Pedro lo del pan mojado, se distrajo. Y los demás, probablemente por estarse preguntando entre ellos quién sería el traidor, no se habían percatado de que Jesús le dio el pan a Judas. Algunos pensaban, puesto que Judas tenía a cargo la bolsa de los dineros, que Jesús le dijo: “Compra lo que necesitamos para la fiesta” o que diera algo a los pobres.

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Después de que Judas tomó el bocado, salió en seguida. Era ya de noche. Luego de que Judas salió, Jesús dijo: –Ahora es glorificado el Hijo del Hombre, y Dios es glorificado en él. Si Dios es glorificado en él, Dios también lo glorificará en sí mismo, y lo hará en seguida. Hijitos, aún estaré con ustedes un poco más. Me buscarán, pero así como les dije a los principales de los judíos, así les digo ahora a ustedes: a donde yo voy, ustedes no pueden ir. Un mandamiento nuevo les doy: que se amen unos a otros. Tal como yo los he amado, que así también se amen unos a otros. Con esto sabrán todos que ustedes son mis discípulos: si tienen amor los unos por los otros. Además les dijo: –¡Cuánto he deseado comer con ustedes esta Pascua, antes de padecer! Porque les digo que no la comeré más hasta que se cumpla en el Reino de Dios. Tomó el pan y dio gracias. Lo bendijo, lo partió y les dio, diciéndoles: –Tomen, coman, esto es mi cuerpo que por ustedes es partido. Hagan esto en memoria de mí. De igual manera tomó la copa, y habiendo dado gracias, les dio para que bebieran de ella todos. Les dijo: –Tomen esto y repártanlo entre ustedes. Esta copa es el Nuevo Pacto en mi sangre, que por ustedes y por todos es derramada para perdón de los pecados. Beban de ella todos. Hagan esto en recuerdo de mí, todas las veces que la beban. De verdad les digo que desde este momento no beberé más del fruto de la vid hasta aquel día en que venga el Reino de mi Padre Dios, y la beba de nuevo con ustedes en su Reino.

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Es importante aclarar aquí a qué se refiere la sangre del nuevo pacto que mencionó Jesús. En el libro de Éxodo de la Torá, Dios le dio a Moisés todas las leyes para Israel, y pactó con el pueblo que él sería su Dios y ellos serían su pueblo. Y el pueblo de Israel pactó con Dios que ellos obedecerían todo lo que él había ordenado. Moisés tomó la sangre, la roció sobre el pueblo y dijo: ”Esta es la sangre del pacto que Dios ha hecho con ustedes sobre todas estas cosas”. Ese fue el antiguo pacto de Dios con Israel. Mucho tiempo después, el profeta Jeremías anunció que Dios haría un nuevo pacto con su pueblo: “Vienen días, dice Dios, en los cuales haré un nuevo pacto con la casa de Israel y con la casa de Judá. No como el pacto que hice con sus padres el día en que tomé su mano para sacarlos de la tierra de Egipto, porque ellos invalidaron mi pacto, aunque yo fui un marido para ellos, dice Dios. Pero este es el pacto que haré con la casa de Israel después de aquellos días, dice el Señor: Pondré mi Ley en su mente y la escribiré en su corazón, yo seré su Dios y ellos serán mi pueblo. Y nunca más enseñará ninguno a su prójimo, ni dirá ninguno a su hermano: “Conoce a Dios”, porque todos me conocerán, desde el más pequeño de ellos hasta el más grande, dice el Señor. Porque perdonaré la maldad de ellos y no me acordaré más de su pecado”. Por eso la Biblia está compuesta por dos partes: el Antiguo Testamento (Antiguo Pacto), que contiene la Ley y los profetas (la Torá y el Tanaj), y el Nuevo Testamento (Nuevo Pacto), que contiene el cumplimiento del pacto antiguo y el establecimiento del nuevo pacto, al que se refiere este pasaje de Jeremías, a través del Hijo de Dios. 233


Después de que comieron el pan y tomaron la copa, Jesús comenzó a darles instrucciones: –No se turben sus corazones. Si creen en Dios, crean también en mí. En la casa de mi Padre hay muchas habitaciones. Si no fuera así, yo se los hubiera dicho. Voy pues a preparar lugar para ustedes. Y si me voy y les preparo lugar, vendré otra vez y los tomaré para mí mismo, para que donde yo esté, también estén ustedes. Y ustedes saben a dónde voy, y saben el camino. Tomás le dijo: –Señor, no sabemos a dónde vas, ¿entonces cómo podremos saber el camino? Jesús le dijo: –Yo Soy el camino, la verdad y la vida. Nadie viene al Padre sino por mí. Si me conocieran, también conocerían a mi Padre, y desde ahora lo conocen y lo han visto. Felipe le dijo: –Señor, muéstranos al Padre y nos basta. Jesús le dijo: –¿Hace tanto tiempo que estoy con ustedes y no me has reconocido, Felipe? El que me ha visto a mí, ha visto al Padre. ¿Cómo entonces dices tú: “Muéstranos al Padre”? ¿No crees que Yo Soy en el Padre y el Padre en mí? Las palabras que yo les hablo, no las hablo por mi propia cuenta, sino que el Padre, que vive en mí, él hace los milagros. Créanme que Yo Soy en el Padre y el Padre en mí. De otra manera, créanme por mis mismas obras milagrosas. De verdad les digo: el que cree en mí, él también hará los milagros que yo hago, y los hará aún mayores, porque yo ya voy a regresar al Padre. Todo lo que pidan al Padre en mi nombre, lo haré, para que el Padre sea glorificado en el Hijo. Si piden algo en mi nombre, yo lo haré. 234


Si me aman, obedezcan mis mandamientos, y yo rogaré al Padre y él les dará otro Consolador para que esté con ustedes para siempre: el Espíritu de Verdad, al cual el mundo no puede recibir porque no lo ve, ni lo conoce. Pero ustedes lo conocen, porque vive con ustedes y estará en ustedes. No los dejaré huérfanos. Volveré a ustedes. Todavía falta un poco y el mundo no me verá más, pero ustedes me verán. Porque yo vivo, ustedes también vivirán. En aquel día ustedes reconocerán que yo estoy en mi Padre, y ustedes en mí y yo en ustedes. El que tiene mis mandamientos y los obedece, ese es el que me ama. Y el que me ama, será amado por mi Padre y yo lo amaré y me manifestaré a él. Judas Tadeo le dijo: –Señor, ¿cómo es que te manifestarás a nosotros y no al mundo? Jesús respondió: –El que me ama, obedecerá mi palabra y mi Padre lo amará, y vendremos a él y habitaremos con él. El que no me ama, no obedece mis palabras. Y las palabras que han oído no son mías, sino del Padre que me envió. Les he dicho estas cosas estando aún con ustedes. Pero el Consolador, el Espíritu Santo, a quien el Padre enviará en mi nombre, él les enseñará todas las cosas y les recordará todo lo que yo les he dicho. La paz les dejo, mi paz les doy. Yo no la doy como el mundo la da. No se perturbe su corazón ni tenga miedo. Oyeron que les dije: “Voy y vuelvo a ustedes”. Si me amaran, se habrían alegrado mucho porque les dije que voy al Padre, porque el Padre es mayor que yo. Y ahora se los he dicho antes que suceda, para que cuando ocurra me crean. No hablaré ya mucho tiempo más con ustedes, porque se acerca el príncipe de este mundo, el diablo, y él no tiene ningún dominio sobre mí, pero para que el mundo sepa que yo amo al Padre, tal como el Padre me ordenó, así actúo.

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Yo Soy la vid verdadera y mi Padre es el que labra la vid. Todo pámpano o sarmiento que no tiene fruto en mí, él lo quitará, y todo aquel que da fruto, lo limpiará para que lleve más fruto. Ustedes ya están limpios por la palabra que les he hablado. Permanezcan en mí y yo en ustedes. Así como el pámpano no puede llevar fruto por sí mismo si no permanece ligado a la vid, así tampoco ustedes podrán, si no permanecen en mí. Yo Soy la vid y ustedes los pámpanos. El que permanece en mí y yo en él, ese lleva mucho fruto, porque nada pueden hacer ustedes separados de mí. El que no permanece en mí, será echado fuera como pámpano malo y se secará, y los recogerán, los echarán en el fuego y arderán. Si permanecen en mí y mis palabras permanecen en ustedes, pidan todo lo que quieran y les será concedido. En esto es glorificado mi Padre: en que ustedes lleven mucho fruto y sean así mis discípulos. Así como el Padre me ha amado, así también yo los he amado. Permanezcan en mi amor. Si obedecen mis mandamientos, permanecerán en mi amor, así como yo he obedecido los mandamientos de mi Padre y permanezco en su amor. Les he dicho estas cosas para que mi gozo esté en ustedes, y así su alegría sea completa. Este es mi mandamiento: que se amen unos a otros, como yo los he amado. Nadie tiene mayor amor que este: que uno dé su vida por sus amigos. Ustedes son mis amigos si hacen lo que yo les mando. Ya no les llamaré siervos, porque el siervo no sabe lo que hace su señor, pero les he llamado amigos, porque todas las cosas que escuché de mi Padre se las di a conocer. Ustedes no me eligieron a mí, sino yo a ustedes, y los he puesto para que vayan y lleven fruto, y su fruto permanezca. Para que todo lo que pidan al Padre en mi nombre, él se los dé. Esto es lo que les mando: que se amen unos a otros. Si el mundo los odia, sepan que a mí me ha odiado antes que a ustedes. Si fueran del mundo, el mundo amaría lo suyo, pero como no son del mundo, sino que yo los elegí del mundo, por eso el mundo los odia. Acuérdense que les dije: “El siervo no es mayor que su señor”. Si a mí me han perseguido, también a ustedes los perseguirán. Y si han obedecido mi palabra, también obedecerán la de ustedes. Pero les harán todo esto por causa de mi nombre, porque ellos no conocen al que me ha enviado. Si yo no hubiera venido ni 236


les hubiera hablado, ellos no tendrían condena de su pecado, pero ahora ellos no tienen excusa por su pecado. El que me odia a mí, también odia a mi Padre. Si yo no hubiera hecho entre ellos milagros que ningún otro ha hecho, no tendrían pecado. Pero ahora ya ellos los han visto y me han odiado a mí y a mi Padre. Pero esto sucede para que se cumpla la palabra que está escrita en los Salmos –Salmo 35–: “Sin causa me odian”. Pero cuando venga el Consolador, a quien yo les enviaré de parte del Padre, el Espíritu de Verdad, el cual procede del Padre, él testificará acerca de mí. Y ustedes testificarán también, porque han estado conmigo desde el principio. Les he dicho estas cosas para que no decaigan ni abandonen su fe. Los expulsarán de las sinagogas, y aún llegará el momento en que cualquiera que los mate pensará que está rindiendo servicio a Dios. Y harán esto porque no conocen al Padre ni a mí. Pero les he dicho estas cosas para que, cuando llegue la hora, se acuerden de que ya se los había dicho. No les dije esto al principio, porque yo aún estaba con ustedes. Pero ahora regreso a quien me envió, y ninguno de ustedes me pregunta: “¿A dónde vas?” Sino que, como les he dicho estas cosas, la tristeza ha llenado sus corazones. Pero yo les digo la verdad: les conviene que yo me vaya, porque si no me voy, el Consolador no vendrá a ustedes. Pero si me voy, se los enviaré. Y cuando él venga, convencerá al mundo de su pecado, de justicia y de juicio. De su pecado, porque no creen en mí. De justicia, porque yo voy al Padre y no me verán más. Y de juicio, porque el príncipe de este mundo, el diablo, ya ha sido juzgado. Aún tengo muchas cosas que decirles, pero en este momento no las podrían asimilar. Pero cuando venga el Espíritu de Verdad, él los guiará a toda la verdad, porque no hablará por su propia cuenta, sino que hablará todo lo que oiga del Padre y les hará saber las cosas que están por ocurrir. Él me glorificará, porque tomará de lo mío y se los hará saber. Todo lo que tiene el Padre es mío, por eso dije que tomará de lo mío y se los hará saber.

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Todavía falta un poco y no me verán, y de nuevo pasará un poco y me verán, porque yo voy al Padre. Algunos de sus discípulos se dijeron entre sí: –¿Qué significa esto que nos dice: “Todavía falta un poco y no me verán, y de nuevo pasará un poco y me verán, porque yo voy al Padre”? Decían también: –¿Qué quiere decir con: “Todavía un poco”? No entendemos lo que dice. Jesús comprendió que querían preguntarle eso y les dijo: –¿Se preguntan entre ustedes acerca de esto que dije: “Todavía un poco y no me verán, y de nuevo un poco y me verán”? De verdad les digo que ustedes llorarán y se lamentarán, y en cambio el mundo se alegrará. Pero aunque ustedes estén tristes, su tristeza se convertirá en gozo. Cuando la mujer da a luz tiene dolor, porque ha llegado su hora de parir, pero después que ha dado a luz a un niño, ya no se acuerda de la angustia, por el gozo de que haya nacido un hombre en el mundo. También ustedes ahora tienen tristeza, pero los volveré a ver y se alegrarán sus corazones, y nadie les quitará su felicidad. En aquel día no me preguntarán nada. De verdad les digo que todo lo que pidan al Padre en mi nombre, se los dará. Hasta ahora no han pedido nada en mi nombre. Pidan y recibirán, para que su felicidad sea completa. Les he dicho todas estas cosas en alegorías, en parábolas. Llegará la hora cuando ya no les hablaré en parábolas, sino que les anunciaré claramente acerca del Padre. En aquel día pedirán en mi nombre, y no les digo que rogaré al Padre por ustedes, pues el Padre mismo les ama, porque ustedes me han amado y han creído que yo salí de Dios. Salí del Padre y vine al mundo. Otra vez dejo este mundo y regreso al Padre.

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Sus discípulos le dijeron: –Ahora hablas claramente y no dices ninguna alegoría, ninguna parábola. Ahora entendemos que sabes todas las cosas y no necesitas que nadie te pregunte, por esto creemos que has salido de Dios. Jesús les respondió: –¿Ahora creen? Viene la hora y ya ha llegado, en que serán dispersados cada uno por su lado y me dejarán solo. Pero no estoy solo, porque el Padre está conmigo. Les he dicho estas cosas para que en mí tengan paz. En el mundo tendrán aflicción, pero confíen: yo he vencido al mundo. Luego de decirles esto, Jesús levantó los ojos al cielo y dijo: –Padre, ha llegado la hora: glorifica a tu Hijo, para que también tu Hijo te glorifique a ti, pues le has dado autoridad sobre toda carne para que les dé vida eterna a todos los que le diste. Y esta es la vida eterna: que te conozcan a ti, el único Dios verdadero, y a Jesucristo, a quien has enviado. Yo te he glorificado en la tierra: he terminado la obra que me mandaste que hiciera. Ahora Padre, glorifícame tú al lado tuyo, con aquella gloria que tuve contigo antes de que el mundo existiera. He manifestado tu nombre a estos hombres del mundo que me diste. Eran tuyos y tú me los diste, y han obedecido tu palabra. Ahora han reconocido que todas las cosas que me diste proceden de ti, porque las palabras que me diste, se las he dado, y ellos las recibieron y reconocieron verdaderamente que salí de ti, y han creído que tú me enviaste. Yo te ruego por ellos. No ruego por el mundo, sino por los que me diste, porque son tuyos, y todo lo mío es tuyo y lo tuyo mío, y he sido glorificado en ellos. Yo ya no estoy en el mundo. Pero ellos están en el mundo, y yo voy hacia ti. Padre santo, cuida a los que me has dado. Resguárdalos en tu nombre, para que sean uno, así como nosotros. Cuando estaba con ellos en el mundo, yo los resguardaba en tu nombre. A los que me diste, yo los cuidé y ninguno de 239


ellos se perdió, salvo el hijo de perdición, para que se cumpliera la Escritura. Pero ahora regreso a ti, y hablo esto en el mundo para que tengan mi gozo completo dentro de sí mismos. Yo les he dado tu Palabra, y el mundo los odió porque no son del mundo, así como tampoco Yo Soy del mundo. No ruego que los quites del mundo, sino que los resguardes del mal. No son del mundo, como tampoco Yo Soy del mundo. Santifícalos en tu verdad: tu palabra es verdad. Así como tú me enviaste al mundo, así yo los he enviado al mundo. Por ellos yo me santifico a mí mismo, para que también ellos sean santificados en la verdad. Pero no te ruego solamente por estos, sino también por los que creerán en mí por la palabra de ellos, para que todos sean uno, como tú, Padre, eres en mí y yo en ti, que también ellos sean uno en nosotros, para que el mundo crea que tú me enviaste. Yo les he dado la gloria que me diste, para que sean uno, así como nosotros somos uno. Yo en ellos y tú en mí, para que sean perfectos en unidad. Para que el mundo conozca que tú me enviaste, y que los has amado a ellos como también a mí me has amado. Padre, aquellos que me has dado, quiero que donde yo esté, ellos también estén conmigo, para que vean mi gloria que me diste, pues me has amado desde antes de la creación del mundo. Padre justo, el mundo no te ha conocido, pero yo te he conocido y estos han reconocido que tú me enviaste. Les di a conocer tu nombre y lo daré a conocer aún más, para que el amor con que me has amado esté en ellos, y yo también esté en ellos. Habiendo orado Jesús, cantaron el himno. En la fiesta de la Pascua se acostumbra cantar los Salmos 113 al 118, llamados “Pequeño Hallel”, seguidos por el Salmo 136, llamado “Gran Hallel”. Lo más probable es que Jesús y sus discípulos hayan cantado estos Salmos.

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EL HALLEL (Pequeño Hallel. Salmos 113 al 118) “Alabad, siervos de Dios, alabad el nombre de Dios. Bendito sea el nombre del Señor, desde ahora y para siempre. Desde el nacimiento del sol hasta donde se pone, sea alabado el nombre de Dios. Excelso sobre todas las naciones es Dios, sobre los cielos su gloria. ¿Quién como nuestro Dios, que se sienta en las alturas, que se humilla a mirar en el cielo y en la tierra? Él levanta del polvo al pobre, y al menesteroso alza de su miseria, para hacerlos sentar con los príncipes, con los príncipes de su pueblo. Él hace habitar en familia a la estéril, que se goza en ser madre de hijos. ¡Aleluya! (significa: “alabado sea Dios”) Cuando salió Israel de Egipto, la casa de Jacob de un pueblo extranjero, Judá vino a ser su santuario, e Israel su señorío. El mar lo vio y huyó, el Jordán se volvió atrás. Los montes saltaron como carneros, los collados como corderitos. ¿Qué sucedió, mar, que huiste? ¿Y tú, Jordán, que te volviste atrás? Montes, ¿por qué saltaron como carneros, y ustedes collados, como corderitos? A la presencia de Dios tiembla la tierra, a la presencia del Dios de Jacob, el cual cambió la peña en estanque de aguas, en fuente de aguas la roca. No a nosotros, Dios, no a nosotros, sino a tu nombre da gloria, por tu misericordia, por tu verdad. ¿Por qué han de decir las gentes: Dónde está ahora su Dios? ¡Nuestro Dios está en los cielos, todo lo que quiso ha hecho! Los ídolos de ellos son plata y oro, obra de manos de hombres. Tienen boca pero no hablan, tienen ojos pero no ven, 241


tienen orejas pero no oyen, tienen narices pero no huelen, tienen manos pero no palpan, tienen pies pero no andan, ni hablan con su garganta. Semejantes a ellos son los que los hacen y cualquiera que confía en ellos. Israel, ¡confía en Dios! Él es tu ayuda y tu escudo. Casa de Aarón, ¡confíen en Dios! Él es su ayuda y su escudo. Los que temen a Dios, ¡confíen en Dios! Él es su ayuda y su escudo. El Señor se ha acordado de nosotros y nos bendecirá. Bendecirá a la casa de Israel, bendecirá a la casa de Aarón. Bendecirá a los que temen a Dios, a pequeños y a grandes. Aumentará Dios bendición sobre ustedes, sobre ustedes y sobre sus hijos. ¡Benditos ustedes de Dios, que hizo los cielos y la tierra! Los cielos son los cielos de Dios, y ha dado la tierra a los hijos de los hombres. No alabarán los muertos a Dios, ni cuantos descienden al silencio, pero nosotros bendeciremos a Dios desde ahora y para siempre. ¡Aleluya! Amo a Dios, pues ha oído mi voz y mis súplicas, porque ha inclinado a mí su oído. Por tanto, lo invocaré en todos mis días. Me rodearon ligaduras de muerte, me encontraron las angustias del sepulcro, angustia y dolor había yo hallado. Entonces invoqué el nombre de Dios, diciendo: ¡Dios, libra ahora mi alma! Clemente es Dios, y justo. Sí, misericordioso es nuestro Dios. Dios resguarda a los sencillos, estaba yo postrado y me salvó. ¡Vuelve, alma mía, a tu reposo, porque Dios te ha hecho bien! Pues tú has librado mi alma de la muerte, mis ojos de lágrimas y mis pies de resbalar. 242


Andaré delante de Dios en la tierra de los vivientes. Creí, por tanto hablé, estando afligido en gran manera. Y dije en mi apresuramiento: Todo hombre es mentiroso. ¿Qué pagaré a Dios por todos sus beneficios para conmigo? Tomaré la copa de la salvación e invocaré el nombre de Dios. Ahora pagaré mis votos a Dios delante de todo su pueblo. Estimada es, a los ojos de Dios, la muerte de sus santos. Dios, verdaderamente Yo Soy tu siervo, siervo tuyo soy, hijo de tu sierva. Tú has roto mis prisiones. Te ofreceré sacrificio de alabanza e invocaré el nombre de Dios. A Dios pagaré ahora mis votos delante de todo su pueblo, en los atrios de la casa de Dios, en medio de ti, Jerusalén. ¡Aleluya! Alaben a Dios, naciones todas, pueblos todos, alábenlo, porque ha exaltado sobre nosotros su misericordia, y la fidelidad de Dios es para siempre. ¡Aleluya! Alaben a Dios, porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia. Diga ahora Israel que para siempre es su misericordia. Diga ahora la casa de Aarón que para siempre es su misericordia. Digan ahora los que temen a Dios que para siempre es su misericordia. Desde la angustia invoqué a Dios, y Dios me respondió, poniéndome en lugar espacioso. Dios está conmigo, no temeré lo que me pueda hacer el hombre. Dios está conmigo entre los que me ayudan. Por tanto, yo veré mi deseo en los que me aborrecen. Mejor es confiar en Dios que confiar en el hombre. Mejor es confiar en Dios que confiar en príncipes.

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Todas las naciones me rodean, mas en el nombre de Dios yo las destruiré. Me rodean y me asedian, mas en el nombre de Dios yo las destruiré. Me rodean como abejas, se enardecen contra mí como fuego entre espinos, mas en el nombre de Dios yo las destruiré. Me empujaste con violencia para que cayera, pero me ayudó Dios. Mi fortaleza y mi cántico es Dios, y él ha sido salvación para mí. Voz de júbilo y de salvación hay en las tiendas de los justos, la diestra de Dios hace proezas. La diestra de Dios es sublime, la diestra de Dios hace valentías. ¡No moriré, sino que viviré y contaré las obras de Dios! Me castigó gravemente Dios, pero no me entregó a la muerte. ¡Ábranme las puertas de la justicia, entraré por ellas, alabaré a Dios, esta es la Puerta del Señor, por ella entrarán los justos! Te alabaré porque me has oído y fuiste salvación para mí. La piedra que desecharon los edificadores ha venido a ser la cabeza del ángulo. De parte de Dios es esto y es cosa maravillosa a nuestros ojos. Este es el día que hizo Dios, ¡nos gozaremos y alegraremos en él! Dios, sálvanos ahora, te ruego, te ruego, Dios, que nos hagas prosperar ahora. ¡Bendito el que viene en el nombre de Dios! Desde la casa de Dios os bendecimos. Dios es Dios y nos ha dado luz, atad víctimas con cuerdas a los cuernos del altar. Mi Dios eres tú y te alabaré. Dios mío, te exaltaré. Alabad a Dios, porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia”.

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(Gran Hallel. Salmo 136) Alabad a Dios, porque él es bueno, porque para siempre es su misericordia. Alabad al Dios de los dioses, porque para siempre es su misericordia. Alabad al Señor de los señores, porque para siempre es su misericordia. Al único que hace grandes maravillas, porque para siempre es su misericordia. Al que hizo los cielos con entendimiento, porque para siempre es su misericordia. Al que extendió la tierra sobre las aguas, porque para siempre es su misericordia. Al que hizo las grandes lumbreras, porque para siempre es su misericordia: El sol para que señoree en el día, porque para siempre es su misericordia. La luna y las estrellas para que señoreen en la noche, porque para siempre es su misericordia. Al que hirió a Egipto en sus primogénitos, porque para siempre es su misericordia. Al que sacó a Israel de en medio de ellos, porque para siempre es su misericordia, con mano fuerte y brazo extendido, porque para siempre es su misericordia. Al que dividió el Mar Rojo en partes, porque para siempre es su misericordia; e hizo pasar a Israel por en medio de él, porque para siempre es su misericordia; y arrojó al faraón y a su ejército en el Mar Rojo, porque para siempre es su misericordia. Al que pastoreó a su pueblo por el desierto, porque para siempre es su misericordia. 245


Al que hirió a grandes reyes, porque para siempre es su misericordia; y mató a reyes poderosos, porque para siempre es su misericordia; a Sehón, rey amorreo, porque para siempre es su misericordia: y a Og, rey de Basán, porque para siempre es su misericordia. Y dio la tierra de ellos en heredad, porque para siempre es su misericordia. En heredad a Israel su siervo, porque para siempre es su misericordia. Al que en nuestro abatimiento se acordó de nosotros, porque para siempre es su misericordia; y nos rescató de nuestros enemigos, porque para siempre es su misericordia. Al que da alimento a todo ser viviente, porque para siempre es su misericordia. ¡Alabad al Dios de los cielos, porque para siempre es su misericordia!

Al terminar de cantar, Jesús les dijo a sus discípulos: –Levántense, vámonos de aquí.

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LÁGRIMAS DE SANGRE: JESÚS EN GETSEMANÍ Después de haber cantado el himno, salieron rumbo al Monte de los Olivos, al otro lado del torrente Cedrón, donde había un huerto llamado Getsemaní, al cual Jesús iría como solía hacerlo, con sus discípulos. También Judas Iscariote, el que lo habría de entregar, conocía aquel lugar, porque muchas veces Jesús se había reunido allí con ellos. Simón Pedro le dijo: –Señor, ¿a dónde vas? Jesús le respondió: –A donde voy no me puedes seguir ahora, pero me seguirás después. Pedro le dijo: –Señor, ¿por qué no te puedo seguir ahora? Estoy dispuesto a ir contigo no sólo a la cárcel, sino también a la muerte. Jesús les dijo: –Todos ustedes me abandonarán esta noche, pues está escrito, por boca del profeta Zacarías: “Hiere al pastor y serán dispersadas las ovejas del rebaño”. Pero después que haya resucitado, iré delante de ustedes a Galilea. Pedro le respondió: –Aunque todos se aparten de ti, yo nunca te abandonaré. El Señor dijo:

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–Simón, Simón, Satanás ha pedido permiso para zarandearte como al trigo, pero yo he rogado por ti, para que no te falte la fe. Y tú, una vez que seas restaurado, afirma a tus hermanos. Pedro le dijo: –Señor, ¡mi vida daré por ti! Jesús le dijo: –¿Tu vida darás por mí? De verdad te digo que tú hoy, esta noche, antes que el gallo haya cantado dos veces, negarás tres veces que me conoces. Pero él decía con mayor insistencia: –¡Aunque tuviera que morir contigo, aún así no te negaré! Y todos los discípulos dijeron lo mismo. Jesús les dijo: –Cuando los envié sin bolsa, ni alforja ni calzado, ¿les faltó algo? Ellos dijeron: –Nada. Él les dijo: –Pues ahora el que tiene bolsa tómela, y también la alforja. Y el que no tiene espada, venda su capa y compre una. Les digo que es necesario que se cumpla todavía en mí aquello que está escrito por el profeta Isaías: “Y fue contado con los pecadores”, porque lo que está escrito acerca de mí, se va a cumplir. Ellos dijeron: 248


–Señor, aquí hay dos espadas (una de esas espadas la llevaba Pedro). Jesús les dijo: –Ya basta. Entrando Jesús con ellos en el lugar llamado Getsemaní, les dijo a sus discípulos: –Siéntense aquí, mientras que voy allá a orar. Tomó a Pedro, a Jacobo y a Juan, los dos hijos de Zebedeo, y los llevó más adelante con él. De pronto empezó a entristecerse y a angustiarse mucho. Jesús les dijo: –Mi alma está muy triste, hasta la muerte. Quédense aquí y velen conmigo. Oren para que no entren en tentación. Fue un poco más adelante, se apartó de ellos a una distancia como de un tiro de piedra, y arrodillándose, se postró con su rostro en tierra y oró: –¡Padre mío, si fuera posible, líbrame de tomar esta copa! Pero no sea como yo quiero, sino como tú quieres. La copa a la que Jesús se refería, era la terrible Copa de la Ira del Dios Todopoderoso, destinada para todos los impíos. Lleno de angustia, Jesús oraba más intensamente, y su sudor era como grandes gotas de sangre que caían hasta la tierra. Un ángel del cielo se le apareció para fortalecerlo. Cuando se levantó de la oración, regresó de inmediato a donde estaban sus discípulos y los encontró durmiendo a causa de la tristeza. Le dijo a Pedro: –Simón, ¿duermes? ¿Así es que no has podido velar conmigo una hora? Levántate y ora para que no entres en tentación. Es verdad que el espíritu está dispuesto, pero la carne es débil.

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Jesús fue a orar por segunda vez: –¡Abba Padre! (Que significa: “papá” o “papacito”.) Todas las cosas son posibles para ti. ¡Padre mío, aparta de mí esta copa! Pero no se haga lo que yo quiero, sino lo que tú quieres. Si no puede pasar de mí esta copa sin que yo la beba, que se haga tu voluntad. Regresó otra vez y los encontró durmiendo, porque los ojos de ellos estaban cargados de sueño, y no sabían qué responderle. Los dejó y se fue de nuevo a orar por tercera vez, diciendo las mismas palabras. Luego regresó, se acercó a sus discípulos y al encontrarlos durmiendo les dijo: –¡Duerman ya y descansen! Pero luego dijo: –¡Basta, la hora ha llegado! El Hijo del Hombre es entregado en manos de los pecadores. ¡Levántense, vamos! Miren, ya se acerca el que viene a entregarme. Judas Iscariote, uno de los doce apóstoles, tomando una compañía de soldados y guardias de los principales sacerdotes, de los fariseos, escribas y Ancianos, había llegado allí. Llevaban con ellos linternas, antorchas y armas. Y fue con ellos mucha gente que traía espadas y palos. Mientras Jesús aún hablaba, la turba se presentó, con Judas al frente de ellos, de parte de los principales sacerdotes. El que lo entregaría les había dado una señal: –Al que yo bese, ese es. Arréstenlo y llévenselo asegurado. Cuando Judas llegó, se acercó en seguida a Jesús y le dijo: –¡Saludos, Maestro! Y lo besó. Jesús le dijo:

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–Amigo Judas, ¿a qué vienes? ¿Con un beso entregas al Hijo del Hombre? Los guardias se acercaron para arrestarlo. Pero Jesús, sabiendo todas las cosas que le sucederían, se adelantó y les preguntó: –¿A quién buscan? Le respondieron: –A Jesús nazareno. Jesús les dijo: –Yo Soy. Estaba también con ellos Judas. Cuando Jesús les dijo: “Yo Soy”, retrocedieron y se cayeron en la tierra. Volvió a preguntarles: –¿A quién buscan? Ellos dijeron: –A Jesús nazareno. Jesús respondió: –Ya les dije que Yo Soy. Si me buscan a mí, dejen ir a estos. Dijo esto para que se cumpliera lo que había dicho: “De los que me diste, no perdí ninguno”. Cuando los discípulos que estaban con él se dieron cuenta de lo que ocurriría, le dijeron: –Señor, ¿los herimos a espada?

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Los guardias lo agarraron, y enseguida Simón Pedro, que tenía una de las espadas, la desenvainó e hirió a un siervo del Sumo Sacerdote, cortándole la oreja derecha. El siervo se llamaba Malco. Jesús le dijo a Pedro: –¡Basta ya, deja eso! Vuelve a meter tu espada en la vaina, porque todos los que tomen la espada, morirán por la espada. ¿O acaso piensas que no puedo ahora orar a mi Padre, y que él no me daría más de doce legiones de ángeles? ¿Pero cómo entonces se cumplirían las Escrituras que dicen que es necesario que así se haga? La copa que el Padre me ha dado, ¿acaso no la beberé? Es extraño que Jesús mencionara lo de las legiones de ángeles, apenas minutos después de haber orado al Padre (sin obtener otra respuesta que el silencio de Dios) para ver si existía alguna posibilidad de que la salvación de la humanidad no incluyera todo el quebranto que él sabía que debía padecer. Pero hay que poner atención a un detalle: Jesús en ningún momento pidió que el Padre hiciera la voluntad del hijo (lo cual, como afirma Jesús, el padre habría hecho de habérselo pedido), sino que preguntó si existía la posibilidad de que, dentro de la soberana voluntad del Padre, hubiera una forma diferente de llegar al mismo resultado. El silencio del Padre fue su respuesta: no había otra opción. Era necesario que así se hiciera. Tocando la oreja de Malco, Jesús lo sanó. Luego les dijo a los principales sacerdotes, a los jefes de la guardia del Templo y a los Ancianos que habían venido contra él: –¿Como si vinieran a atrapar a un ladrón, han salido con espadas y con palos para arrestarme? Todos los días me senté con ustedes enseñando en el Templo, y no extendieron sus manos contra mí para apresarme. Pero esta es la hora de ustedes y de la autoridad de las tinieblas. Todo esto sucede para que se cumplan las Escrituras de los profetas. Aprehendieron a Jesús y todos los discípulos huyeron, dejándolo solo. Un joven de sus seguidores (probablemente Marcos, el escritor de uno de los Evangelios), que tenía el cuerpo cubierto con una sábana, cuando lo agarraron dejó la sábana y huyó desnudo. 252


ARRESTO Y JUICIO DE JESÚS La compañía de soldados, el comandante y los guardias de los Ancianos judíos arrestaron a Jesús, lo ataron y lo llevaron primero ante Anás, porque era suegro de Caifás, quien era Sumo Sacerdote en aquel año (Anás había sido Sumo Sacerdote, pero fue depuesto por el emperador romano, aunque tuvo la fortuna de que sus cinco hijos y su yerno José Caifás le sucedieran en el sumo sacerdocio. Probablemente siguió ejerciendo el poder detrás del sumo sacerdocio de su yerno Caifás). Caifás había sido quien explicó a los líderes judíos que convenía que un solo hombre muriera por el pueblo. Trajeron pues a Jesús ante Anás. Pedro y otro discípulo los siguieron de lejos hasta el patio del Sumo Sacerdote. Este discípulo, que probablemente era miembro del Concilio, era conocido de Anás (al cual la gente lo seguía considerando Sumo Sacerdote) y entró detrás de Jesús al patio de la casa de Anás. Pedro se quedó afuera, a la puerta. El discípulo que era conocido del Sumo Sacerdote salió, le habló a la portera e hizo entrar a Pedro. La criada portera, al ver a Pedro, se fijó en él y le dijo: –También este estaba con Jesús, el nazareno. ¿No eres tú de los discípulos de este hombre? Pero él lo negó delante de todos: –¡No lo soy, mujer! No lo conozco, ni sé lo que dices. Y cantó el gallo. Dentro de la casa, Anás le preguntó a Jesús acerca de sus discípulos y de su enseñanza. Jesús le respondió: –Yo he hablado públicamente al mundo. Siempre he enseñado en la sinagoga y en el Templo, donde se reúnen todos los judíos, y no he dicho nada en oculto. ¿Por qué me preguntas a mí? Pregunta a los que me han oído, de qué les he hablado. Ellos saben lo que yo he dicho. 253


Cuando Jesús le dijo esto a Anás, uno de los guardias que estaba allí le dio una bofetada y le dijo: –¿Así le respondes al Sumo Sacerdote? Jesús le respondió: –Si hablé mal, dime en qué consistió el mal. Pero si hablé bien, ¿por qué me golpeas? Anás envió a Jesús atado a Caifás el Sumo Sacerdote, donde también estaban reunidos todos los principales sacerdotes, los escribas y los Ancianos. Pedro los siguió de lejos hasta el patio, y al entrar se acercó a los siervos y a los guardias, los cuales estaban de pie y habían encendido un fuego en medio del patio, porque hacía frío. Pedro también estaba de pie junto a ellos, pero luego los guardias se sentaron alrededor de la fogata, y Pedro se sentó entre ellos para calentarse mientras observaba el fin. Los principales sacerdotes, los Ancianos y todo el Concilio, buscaban levantar falso testimonio contra Jesús para entregarlo a la muerte. Pero no hallaban cómo, aunque le presentaron muchos testigos falsos que lo acusaban falsamente, pero sus testimonios no concordaban. Pero al fin se presentaron dos testigos falsos y lo difamaron: –Nosotros le hemos oído decir a este: “Yo derribaré el Templo de Dios hecho a mano, y en tres días reedificaré otro no hecho a mano”. Pero ni aún así concordaban en el testimonio. Para que se cumpliera lo escrito en el Salmo 27: “Se han levantado contra mí testigos falsos, y los que respiran crueldad”. El Sumo Sacerdote Caifás, de pie en medio de la sala, le preguntó a Jesús: –¿No respondes nada? ¿Qué testifican estos contra ti? 254


Pero Jesús guardó silencio y no respondió palabra. El Sumo Sacerdote le volvió a preguntar: –Te exijo por el Dios viviente que nos digas si tú eres el Mesías, el Hijo del Bendito Dios. Jesús le dijo: –Si se los digo, no me creerán, y si también les pregunto, ni me responderán ni me soltarán. Pero desde ahora el Hijo del Hombre se sentará a la derecha del poder de Dios. Caifás dijo: –Entonces, ¿tú eres el Hijo de Dios? Jesús le respondió: –Yo Soy. Ustedes lo han dicho. Y además les digo que desde ahora verán al Hijo del Hombre sentado a la derecha del poder de Dios y llegando en las nubes del cielo. Al oír esto, el Sumo Sacerdote rasgó sus vestiduras y dijo: –¡Ha blasfemado! ¿Qué más necesidad tenemos de testigos? ¡Ahora mismo hemos oído de su propia boca su blasfemia, su sacrilegio! ¿Qué les parece? Ellos le dijeron: –¡Es digno de muerte! Y todos ellos lo condenaron, sentenciándolo a morir. Los hombres que vigilaban a Jesús se burlaron de él. Algunos comenzaron a escupirlo y le cubrieron el rostro con una venda mientras le daban puñetazos, diciéndole:

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–¡Profetízanos, Cristo, quién es el que te golpeó! Para que se cumpliera lo que dijo el profeta Isaías: “Di mi cuerpo a los heridores y mis mejillas a los que me arrancaban la barba. No aparté mi rostro de injurias y escupitajos”. También los alguaciles le daban bofetadas y lo insultaban, diciéndole muchas otras cosas. Afuera en el patio, cerca de la puerta de la entrada, como una hora después de haber llegado allí, Pedro seguía sentado calentándose. Otra mujer de las criadas del Sumo Sacerdote lo vio junto al fuego y les dijo a todos los que estaban allí: –Este es uno de ellos. También él estaba con Jesús el nazareno. ¿No eres tú de sus discípulos? Él lo negó otra vez jurándoles: –¡No lo soy! ¡Les juro que no conozco al hombre! Un poco después, uno de los siervos del Sumo Sacerdote, pariente de Malco, a quien Pedro le había cortado la oreja, se acercó a los que estaban allí y le dijo a Pedro: –¿No te vi yo en el huerto con él? Seguro que tú también eres de ellos, porque eres galileo. Y aún tu manera de hablar te delata, pues es muy parecida a la de ellos. Pedro comenzó a maldecir y a jurar otra vez: –¡Hombre, no lo soy! ¡No conozco a este hombre de quien hablan!

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Mientras él todavía hablaba, cantó el gallo por segunda vez. En ese momento salió Jesús atado y volviendo la vista, miró a Pedro. Él se acordó de las palabras que Jesús le había dicho: “Antes de que el gallo cante dos veces, me negarás tres veces”. Pedro salió corriendo de aquel lugar, y al pensar en esas palabras, lloró amargamente. Estaba ya amaneciendo. Los principales sacerdotes junto con los Ancianos del pueblo, los escribas y con todo el Concilio (el pleno del Sanedrín) celebraron la reunión del consejo. Condenaron a Jesús e idearon un plan para entregarlo a muerte. Judas Iscariote, el que lo había entregado, viendo que había sido condenado, sintió remordimiento y devolvió las treinta piezas de plata a los principales sacerdotes y a los Ancianos, y dijo: –Yo he pecado, entregando sangre inocente. Pero ellos dijeron: –¿Qué nos importa a nosotros? ¡Allá tú! Judas fue al Templo y arrojó ahí las monedas de plata. Después salió y se ahorcó, atándose a un árbol en el precipicio de un barranco. La rama no lo soportó y Judas cayó de cabeza. Se reventó por la mitad y todas sus entrañas se desparramaron. Los principales sacerdotes tomaron las treinta piezas de plata y dijeron: –No está permitido echarlas en el tesoro de las ofrendas, porque son pago por sangre. Así se cumplió lo dicho por el profeta Zacarías, cuando dijo: “Yo les dije: si os parece bien, dadme mi salario, y si no, dejadlo. Entonces pesaron mi salario: treinta piezas de plata. 257


Dios me dijo: ‘Échalo al tesoro. ¡Hermoso precio con que me han apreciado!’ Tomé entonces las treinta piezas de plata y las eché en el tesoro de la casa de Dios”. Después de celebrado el consejo, los sacerdotes compraron con esas treinta monedas el campo del alfarero para sepultar a los extranjeros. Por lo cual aquel campo se llama hasta el día de hoy, Acéldama, que significa: “Campo de sangre”. Los principales sacerdotes y los Ancianos llevaron atado a Jesús hasta el pretorio, que era la residencia oficial del gobernador romano Poncio Pilato, para entregarlo. Ellos no entraron en el pretorio para no contaminarse y así poder comer la Pascua. Pilato salió a donde ellos estaban y les dijo: –¿Qué acusación traen contra este hombre? Le respondieron: –Si este hombre no fuera malhechor, no te lo habríamos entregado. Pilato les dijo: –Entonces tómenlo ustedes y júzguenlo según su Ley. Las autoridades judías le dijeron: –A nosotros no nos está permitido dar muerte a nadie. Dijeron esto para que se cumpliera la palabra que Jesús había dicho de que sería levantado, dando a entender de qué muerte iba a morir. La crucifixión era una forma de muerte practicada por los romanos con aquellos criminales que no eran ciudadanos de Roma. Los judíos no crucificaban, apedreaban de acuerdo a lo que mandaba la Torá. 258


Comenzaron a acusarlo: –Hemos encontrado que este hombre pervierte a la nación y que prohíbe dar tributo a César, afirmando que él mismo es el Mesías, un rey. Jesús estaba de pie ante el gobernador. Pilato volvió a entrar en el pretorio, llamó aparte a Jesús y le dijo: –¿Eres tú el rey de los judíos? Jesús le respondió: –¿Dices tú esto por ti mismo o te lo han dicho otros acerca de mí? Pilato le dijo: –¿Soy yo judío acaso? Tu nación y los principales sacerdotes te han entregado a mí. ¿Qué has hecho? Jesús dijo: –Mi Reino no es de este mundo. Si mi Reino fuera de este mundo, mis servidores pelearían para que yo no fuera entregado a los judíos. Pero mi Reino no es de aquí. Pilato le preguntó: –Entonces, ¿tú eres rey? Jesús le dijo: –Tú dices que Yo Soy rey. Yo para esto he nacido y para esto he venido al mundo: para dar testimonio de la verdad. Todo aquel que es de la verdad, oye mi voz.

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Pilato le preguntó –aunque probablemente se trataba de una pregunta retórica–: –¿Qué es la verdad? Pero Jesús no respondió nada más. Pilato salió otra vez a donde estaban los principales sacerdotes y le dijo a la gente: –No encuentro ningún delito en este hombre. Pero ellos insistían en condenarlo. Al ser acusado cada vez más por los principales sacerdotes y los Ancianos, Pilato le insistió a Jesús: –¿No respondes nada? Mira de cuántas cosas te acusan. ¿No oyes cuántas cosas testifican contra ti? Pero él tampoco le respondió ni una palabra, de manera que el gobernador estaba muy asombrado. Para que se cumpliera lo dicho por Dios a Isaías: “Angustiado él, y afligido, no abrió su boca. Como un cordero fue llevado al matadero, como una oveja delante de sus trasquiladores. Enmudeció, no abrió su boca”. Las autoridades de los judíos le dijeron a Pilato: –Él alborota al pueblo, enseñando por toda Judea, comenzando desde Galilea hasta aquí. Cuando Pilato oyó decir “Galilea”, preguntó si el hombre era galileo. Y al saber que era de la jurisdicción de Herodes Antipa, lo remitió a Herodes, pues en aquellos días también estaba en Jerusalén. Herodes, al ver a Jesús, se alegró mucho porque hacía mucho tiempo que deseaba verlo, pues había oído hablar muchas cosas acerca de él y esperaba verle hacer alguna señal milagrosa. 260


Herodes le hizo muchas preguntas, pero Jesús no le respondió nada. Los principales sacerdotes y los escribas lo acusaban con gran insistencia. Herodes, junto con sus soldados, lo menospreciaron y se burlaron de él, vistiéndolo con una ropa espléndida. Herodes volvió a enviarlo a Pilato. Y aquel día, Pilato y Herodes, que estaban enemistados, se hicieron amigos. Como estaba escrito en el Salmo 2: “¿Por qué se amotinan las gentes y los pueblos piensan cosas vanas? Se levantarán los reyes de la tierra, y príncipes conspirarán contra Dios y contra su ungido”. Pilato se sentó en el tribunal, en el lugar llamado “El Enlosado” (en hebreo se dice Gábata). Era la preparación de la Pascua y eran alrededor de las seis de la mañana. Convocó a los principales sacerdotes, a los gobernantes y al pueblo, y les dijo: –Me presentaron a este hombre como alguien que perturba al pueblo, pero habiéndolo interrogado yo delante de ustedes, no encontré en él ningún delito de aquellos de que lo acusan. Ni tampoco Herodes, porque lo remití a él. Nada digno de muerte ha hecho este hombre, así es que lo castigaré y lo soltaré. Pilato tomó a Jesús y lo mandó azotar. La Torá ordenaba que un malhechor no debería recibir más de treinta y nueve azotes, y probablemente ese fue el número de azotes que le dieron a Jesús, aunque la Biblia no lo especifica. Muchas veces los azotados no sobrevivían este castigo, debido a las múltiples heridas que causaban los trozos de metal y hueso incrustados en los cueros de los látigos romanos. Después de azotarlo, los soldados lo desnudaron y le echaron encima un manto púrpura escarlata de los utilizados en las capas de los soldados romanos. Entretejieron una corona de espinas y la pusieron sobre su cabeza.

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Esa corona de espinas era, sin que los soldados romanos lo supieran, un símbolo de la maldición que había caído sobre la Tierra por el pecado de Adán. En Génesis Dios le dijo a Adán: “Maldita será la tierra por tu causa. Con dolor comerás de ella todos los días de tu vida, espinos y cardos te producirá”. Esos espinos y esa maldición estaban ahora sobre la cabeza de Jesús. Los soldados pusieron un bastón de caña en su mano derecha a modo de cetro. Arrodillándose delante de él, se burlaron y comenzaron a saludarlo: –¡Salve, rey de los judíos! Le escupían, tomaban la caña y lo golpeaban en la cabeza. De nuevo le hacían reverencias de rodillas y le decían: –¡Saludos, rey de los judíos! y le daban bofetadas. Habiendo azotado a Jesús, Pilato salió otra vez y les dijo: –Miren, se los traigo fuera para que entiendan que ningún delito encuentro en él. Jesús salió herido, llevando la corona de espinas y el manto de color púrpura. Pilato les dijo: –¡Este es el hombre! Cuando lo vieron, los sacerdotes y los guardias comenzaron a gritar y a alborotar a la gente.

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Pilato recordó que en el día de la Fiesta se acostumbraba soltar al pueblo un preso, cualquiera que le pidieran. La multitud había comenzado a pedir que procediera como siempre les había hecho. Tenían en ese momento a un reo famoso que se llamaba Barrabás, preso junto con sus compañeros por participar en una revuelta contra el Imperio en la ciudad de Jerusalén, y por haber cometido robo y homicidio durante ese motín. Pilato mandó que los pusieran a ambos ante el pueblo. Reunidos ellos, Pilato les preguntó: –Ustedes tienen la costumbre de que se les suelte a un preso en la Pascua. ¿Quieren que les suelte al rey de los judíos? Porque sabía que los principales sacerdotes lo habían entregado por envidia. Estando Pilato en el tribunal, su mujer le había mandado a decir: –No tengas nada que ver con la muerte de ese hombre justo, porque hoy he sufrido mucho en sueños por causa de él. Pero los sacerdotes incitaron a la multitud para que pidieran que mejor les soltara a Barrabás. Toda la multitud gritó a una: –¡A éste no! ¡Fuera con ese, suéltanos a Barrabás! Pilato les habló otra vez, queriendo soltar a Jesús: –¿A quién quieren que les suelte: a Barrabás o a Jesús, llamado el Cristo? Por los hechos de Barrabás, es muy probable que perteneciera a la secta de los Zelotes o Cananistas, un grupo revolucionario que deseaba la liberación de Israel del dominio romano por medio de la violencia. Muchos judíos tenían también la idea de que el Mesías prometido vendría a liberar al pueblo de Israel por medio de las armas. El mismo nombre de Barrabás (que significa: “Hijo del Padre”) tiene un aire mesiánico. Por tanto resulta muy interesante ver cómo en aquel momento les fueron presentadas a los judíos dos versiones mesiánicas distintas: el Mesías enviado por Dios para salvarlos de sus pecados (motivo por el cual estaban presos de un Imperio enemigo) 263


por medio de la verdad, la cual “los hará libres”, y una versión mesiánica semejante a la que ya tenían históricamente grabada en la mente: alguien que por medio de la violencia los guiaría a la libertad. Los principales sacerdotes y los Ancianos persuadieron a la multitud que pidiera a Barrabás y que se diera muerte a Jesús. Ellos dijeron: –¡A Barrabás! ¡Suelta a Barrabás! Pilato les preguntó: –¿Entonces qué haré con Jesús llamado el Cristo, el rey de los judíos? Los principales sacerdotes y los guardias gritaron: –¡Que sea crucificado! ¡Crucifícalo, crucifícalo! El gobernador les dijo por tercera vez: –¿Pues qué mal ha hecho este? No he hallado en él ningún delito digno de muerte. Pero ellos gritaban aún más: –¡Que sea crucificado! Pilato les dijo: –Tómenlo ustedes y crucifíquenlo, porque yo no encuentro delito en él. Los líderes judíos le respondieron: –Nosotros tenemos una Ley, y según nuestra Ley él debe morir, porque se hizo a sí mismo Hijo de Dios.

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Los fariseos se referían a la ley sobre la blasfemia. Ciertamente ellos tenían una Ley, pero curiosamente, su Ley ordenaba que el transgresor de esa ley fuera apedreado por toda la congregación, como lo dice el libro de Levítico: “El que blasfeme contra el Nombre de Dios ha de ser muerto. Toda la congregación lo apedreará. Tanto el extranjero como el natural, si blasfema contra el Nombre, que muera”. Los fariseos invocaban la ley contra la blasfemia para matar a Jesús. Sin embargo, el castigo que pedían no era el que dictaba la Ley. Pero lo estaban pidiendo por otra razón que sí tenía que ver con su Ley. En el libro de Deuteronomio dice la Torá: “Si alguien ha cometido algún crimen digno de muerte, y lo hacéis morir colgado en un madero, no dejaréis que su cuerpo pase la noche sobre el madero. Sin falta lo enterraréis el mismo día, porque maldito por Dios es el colgado”. En otras palabras: si alguien, mientras era apedreado, suplicaba perdón a Dios por sus faltas, todavía tenía la esperanza de encontrar misericordia divina después de la muerte. Pero los que morían colgados eran malditos por Dios, destinados al tormento eterno, sin posibilidad de perdón. Eso es lo que estaban pidiendo los fariseos: no solo matar su cuerpo, sino su eternidad sin Dios. Querían que Jesús fuera maldito por Dios. Así lo expresó el apóstol Pablo mucho tiempo después en su carta a los Gálatas: “Cristo nos redimió de la maldición de la Ley, haciéndose maldición por nosotros, pues está escrito: Maldito es todo el que es colgado en un madero”.

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Cuando Pilato les oyó decir esto a los fariseos, tuvo más temor. Entró otra vez en el pretorio junto con Jesús y le dijo: –¿De dónde eres tú? Pero Jesús no le respondió. Pilato le dijo: –¿No me hablas a mí? ¿No sabes que tengo autoridad para crucificarte y autoridad para soltarte? Jesús respondió: –Ninguna autoridad tendrías contra mí, si no te fuera otorgada de arriba. Por lo tanto, el que me ha entregado a ti, tiene aún mayor pecado. Pilato procuraba soltarlo, pero los líderes judíos gritaban: –Si sueltas a este, no eres amigo de César. Todo el que se hace rey, se opone a César. Al oír esto, Pilato llevó fuera a Jesús y se sentó en el tribunal. Pilato dijo a los principales de los judíos: –¡Aquí tienen a su rey! Pero ellos insistían a gritos, pidiendo que fuera crucificado, y las voces de ellos y de los principales sacerdotes se impusieron: –¡Fuera! ¡Fuera! ¡Crucifícalo! Pilato les dijo: –¿A su rey debo crucificar? Los principales sacerdotes respondieron: 266


–¡No tenemos más rey que el emperador César! Viendo Pilato que no lograba nada, sino que se hacía más alboroto, tomó agua y se lavó las manos delante del pueblo. Les dijo: –Soy inocente de la sangre de este justo. Allá ustedes. El pueblo respondió: –Su sangre recaiga sobre nosotros y sobre nuestros hijos. Para aplacar al pueblo, Pilato sentenció que se hiciera lo que ellos pedían. Entregó a Jesús a merced de ellos para que fuera crucificado, y les soltó a aquel que había sido echado en la cárcel por rebelión y homicidio: a Barrabás. Este hombre Barrabás es el ejemplo perfecto del sacrificio de Jesucristo por la humanidad: un hombre que por sus múltiples faltas (justificadas o no ante sus propios ojos) era acreedor a la muerte, milagrosamente obtuvo su libertad en el último momento, gracias a que otro hombre tomó su lugar. Jesucristo pagó con la muerte en lugar de Barrabás (llamado el “Hijo del Padre”), como también pagó por todos los demás seres humanos, para que tuviéramos la posibilidad de ser adoptados por Dios como “hijos del Padre”. Como dijo el apóstol Juan: “Pero a todos los que le recibieron, a los que creen en su nombre, les dio la autoridad de ser hijos de Dios”.

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CRUCIFIXIÓN Y MUERTE DE JESÚS Los soldados del gobernador llevaron a Jesús dentro del atrio, al pretorio, y reunieron alrededor de él a toda la compañía. Después de haberse burlado de él, le quitaron el manto púrpura, le pusieron sus propias ropas y lo sacaron para crucificarlo. Esto sucedió para que se cumpliera la profecía del profeta Isaías: “Pero nosotros lo tuvimos por azotado, por herido y afligido por Dios. Mas él fue herido por nuestras rebeliones, molido por nuestros pecados. Por darnos la paz, fue puesto sobre él nuestro castigo, y por sus llagas fuimos nosotros curados”. Jesús, cargando su cruz, salió al lugar llamado Gólgota, que en hebreo significa: “Lugar de la Calavera”. Cuando lo llevaban, viendo que Jesús ya no podía cargarla más, tomaron a un hombre que era de la ciudad de Cirene (ciudad de Libia, en el norte de África) y que se llamaba Simón. Venía del campo y era padre de Alejandro y de Rufo (quienes probablemente serían futuros creyentes de la iglesia de Cristo). A Simón de Cirene le pusieron encima la cruz y le obligaron a que la llevara detrás de Jesús. Lo seguía una gran multitud del pueblo y de mujeres que lloraban y se lamentaban por él. Pero Jesús volvió el rostro hacia ellas y les dijo: –Hijas de Jerusalén, no lloren por mí. Lloren por ustedes mismas y por sus hijos, porque vendrán días en que dirán: “Dichosas las estériles, los vientres que no concibieron y los pechos que no criaron”. En ese tiempo dirán a los montes: “Caigan sobre nosotros”, y a los collados: “Cúbrannos”, (Jesús estaba citando al profeta Oseas), porque si en el árbol que está verde hacen estas cosas, en el seco, ¿qué no harán? Llevaban también junto con Jesús a otros dos hombres, los cuales eran malhechores, para ser ejecutados. 268


Al llegar al Gólgota, le ofrecieron a beber vino mezclado con hiel (el Evangelio de Marcos dice que fue vino y mirra, aunque lo más probable es que fuera vino y hiel, pues esa mezcla embotaba los sentidos y servía para mitigar un poco el dolor que sentirían los crucificados), pero él, después de haberlo probado, no quiso beberlo. Allí lo crucificaron, para que se cumpliera lo dicho por Isaías: “Todos nosotros nos descarriamos como ovejas. Cada cual se apartó por su camino, pero Dios cargó en él el pecado de todos nosotros”. La crucifixión es una de las formas de morir más crueles que existen. El crucificado experimentaba una agonía que podría durar desde varias horas hasta varios días. El condenado era obligado a llevar la pesada viga de la cruz, de unos 45 kilos, hasta el lugar de crucifixión, por lo que su fuerza mermaba bastante. El sufrimiento iniciaba con unos clavos de 20 cm de largo y 1 cm de diámetro aproximadamente, que eran clavados en sus manos y pies. Al penetrar en la carne, los clavos atravesaban el área de los nervios, causando que ondas de intenso dolor corrieran desde sus extremidades hasta su cabeza. La sangre corría lenta pero constante. Una vez clavado y amarrado a la cruz, era levantado y su cuerpo desnudo quedaba expuesto a la intemperie, provocando que su salud se deteriorara muy pronto. El crucificado era expuesto a vergüenza pública, pues era desnudado por completo. Al quedar en posición vertical, la gravedad hacía que sus hombros y codos se dislocaran, y el peso de su cuerpo provocaba una presión inmediata sobre su tórax, impidiéndole respirar (de hecho, los crucificados generalmente morían de asfixia cuando no era agilizada su muerte). Las infecciones en las heridas daban lugar a la gangrena. La persona experimentaba severos calambres y contracciones espasmódicas. Los pulmones comenzaban a colapsar y a llenarse de líquido. El gran esfuerzo para mantenerse erguido pese al dolor, junto con la pérdida de sangre por las heridas, provocaban que el corazón latiera cada vez más rápido. A causa de la hipoxia y la acidosis, el corazón finalmente dejaba de latir. Cuando era necesario apresurar la muerte del 269


crucificado, les rompían los huesos de las piernas para que no pudieran quedar erguidos, y la muerte por sofocación ocurriera más pronto. Al ser crucificado, Jesús oró a Dios: –¡Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen! Así se cumplió lo dicho por Dios a Isaías: “Derramó su vida hasta la muerte, y fue contado con los pecadores, habiendo él llevado el pecado de muchos y orado por los transgresores”. Eran como las nueve de la mañana cuando lo crucificaron junto a los dos ladrones, uno a su derecha y otro a su izquierda, y Jesús en medio. Pilato escribió también su causa de crucifixión con un título, el cual pusieron sobre su cabeza en la cruz, que decía: “ESTE ES JESÚS NAZARENO, EL REY DE LOS JUDÍOS”. Muchos judíos leyeron este título, porque el lugar donde Jesús fue crucificado estaba cerca de la ciudad y el título estaba escrito en hebreo, en griego y en latín. Los principales sacerdotes de los judíos le dijeron a Pilato: –No escribas: “Rey de los judíos”, sino: “Este dijo: Soy rey de los judíos”. Pilato les respondió: –Lo que he escrito, he escrito. Cuando los soldados hubieron crucificado a Jesús, tomaron sus vestidos y los repartieron entre ellos en cuatro partes, una para cada soldado. Tomaron también su túnica, la cual no tenía costura. Era de un solo tejido de arriba abajo. Dijeron: 270


–No la partamos, mejor echémosla a la suerte, a ver de quién será. Esto sucedió para que se cumpliera lo dicho por el rey David en el Salmo 22, que dice: “Repartieron entre sí mis vestidos, y sobre mi ropa echaron suertes”. Los soldados lo custodiaban allí sentados. El pueblo lo estaba mirando, y aún los gobernantes, los principales sacerdotes, junto con los escribas, los fariseos y los Ancianos, se burlaban de él y decían: –Salvó a otros, pero no se puede salvar a sí mismo. ¡El Cristo! ¡Rey de Israel! Si es el Rey de Israel, el Mesías, el escogido de Dios, que se salve a sí mismo. Que baje ahora de la cruz para que lo veamos y creamos en él. Confió en Dios, que lo libre ahora si lo quiere, porque él dijo: “soy Hijo de Dios”. Los que pasaban, lo insultaban meneando la cabeza y decían: –¡Bah! Tú, el que derribas el Templo de Dios y en tres días lo reedificas, sálvate a ti mismo. ¡Si eres Hijo de Dios, baja de la cruz! Así se cumplió lo dicho acerca de él en el Salmo 22: “Todos los que me ven se burlan de mí, tuercen la boca y menean la cabeza, diciendo: Se encomendó a Dios, líbrelo él. Sálvelo, puesto que en él se complacía”. Los soldados también se burlaban de él. Se acercaban ofreciéndole vinagre y le decían: –¡Si tú eres el rey de los judíos, sálvate a ti mismo! Del mismo modo, uno de los malhechores que habían sido crucificados con él lo insultaba y decía: 271


–Si tú eres el Mesías, sálvate a ti mismo y también a nosotros. Pero el otro lo reprendió y le dijo: –¿Ni siquiera estando en la misma condenación temes tú a Dios? Nosotros realmente estamos sufriendo de manera justa, porque recibimos lo que merecieron nuestros hechos. Pero este hombre no hizo ningún mal. Y luego le dijo a Jesús: –Acuérdate de mí, cuando regreses en tu Reino. Jesús le dijo: –De verdad te digo hoy que estarás conmigo en el paraíso. Estaban junto a la cruz de Jesús, su madre y la hermana de su madre, María mujer de Cleofás, y María Magdalena. Cuando Jesús vio a su madre y a Juan, el discípulo a quien él amaba tanto, que estaba presente, dijo a su madre: –Mujer, ahí está tu hijo. Después dijo a Juan: –Ahí está tu madre. Y desde aquel momento Juan la recibió en su casa. Cerca del mediodía, comenzó a oscurecerse el cielo. Desde esa hora hasta las tres de la tarde hubo una gran oscuridad en toda la tierra. A esa hora – alrededor de las 3 de la tarde– Jesús exclamó: –Elí, Elí, ¿lama sabactani? Que en arameo significa: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?” 272


Algunos de los que estaban allí decían al oírlo: –Miren, este está llamando a Elías. Pero los otros decían: –Déjalo, vamos a ver si viene Elías a librarlo. Esta frase: “Dios mío, Dios mío, ¿por qué me has desamparado?”, es el inicio del Salmo 22, escrito por el rey David, el cual narra muchos detalles de lo que fue el sacrificio de Cristo en la cruz y que es considerado un salmo profético acerca del Mesías. Jesús seguramente lo dijo para anunciar a los presentes que se estaba cumpliendo lo que estaba escrito. Pero también es muy probable que Jesús lo haya dicho porque realmente en ese instante se supo desamparado, abandonado por Dios. Porque en el momento de la crucifixión el Padre cargó sobre su hijo el pecado de toda la humanidad, y él se hizo maldito de Dios al colgar en aquel madero. Por lo cual Dios, su Padre amado, se apartó de él. Jesús experimentó como nunca nadie la separación de Dios (él la experimentó por todos nosotros). La totalidad de la ira de Dios que merecíamos todos, recayó sobre su hijo amado. El castigo de la ley del pecado que separa a la humanidad de la comunión con Dios, debía ser cumplido con toda justicia. Dios lo había dejado claro en Levítico: “Sin derramamiento de sangre no hay remisión de pecados”. El castigo debía ser ejecutado, pagado. Y Jesús lo pagó. Siendo él sin pecado, se hizo pecado por amor a la humanidad. Solo, herido y abandonado incluso por su Padre Dios, Cristo pronunció esas palabras y cumplió así también la profecía. Después, sabiendo Jesús que ya todo estaba consumado, y para que la Escritura se cumpliera en el Salmo 69: “Me pusieron además hiel por comida, y en mi sed me dieron a beber vinagre”. Dijo el Señor:

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–¡Tengo sed! Habían puesto allí cerca la vasija llena del vinagre mezclado con hiel que él había rehusado beber al inicio. Uno de los soldados tomó una esponja, la empapó del vinagre, la puso en un hisopo, se la acercó a la boca y le dio a beber. Cuando Jesús tomó del vinagre, dijo: –¡Consumado es! Y exclamando otra vez con sus últimas fuerzas, entregó el espíritu. Dijo: –¡Padre, en tus manos encomiendo mi espíritu! Este verso del Salmo 31 fueron las últimas palabras de Jesús en la cruz. Habiendo dicho esto, inclinó la cabeza y expiró. En ese momento el sol se oscureció por completo. La tierra tembló, las rocas se partieron, los sepulcros se abrieron y muchos cuerpos de santos que habían muerto, se levantaron. Y después que él resucitó, salieron de los sepulcros, entraron en la ciudad santa y se les aparecieron a muchos. Con la muerte de Jesús se cumplió el siguiente plazo de la profecía de las 70 semanas de Daniel: “Después de las sesenta y dos semanas se le quitará la vida al Mesías, mas no por sí mismo”. 62 semanas de años judíos (o sea 434 años judíos, que son 428 años gregorianos) después del fin de la reconstrucción de Jerusalén en el 395 a.C., Jesús hizo su entrada triunfal en Jerusalén, en el año 32 d.C. Esa misma semana, el Mesías Príncipe Jesucristo moría en la cruz para la remisión del pecado de toda la humanidad. Al morir Jesús, el velo del Templo se rasgó por la mitad, de arriba abajo.

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El Templo de Jerusalén se dividía en tres partes: el atrio, donde podía entrar todo el pueblo. El Lugar Santo, donde solamente entraban los sacerdotes diariamente, y el Lugar Santísimo, donde estaba la presencia de Dios y solamente podía entrar ahí el Sumo Sacerdote una vez al año. El velo era una enorme y pesada cortina de tela que dividía el Lugar Santo y el Lugar Santísimo. Al rasgarse el velo, el acceso a Dios quedó abierto para todos. El centurión que estaba frente a Jesús y los que estaban con él custodiándolo (los cuales lo vieron morir después de entregar el espíritu), al ver el terremoto y las cosas que habían ocurrido, se llenaron de miedo y dieron gloria a Dios. Dijeron: –¡Verdaderamente este hombre justo era Hijo de Dios! Toda la multitud de los que estaban presentes en ese espectáculo, al ver lo que había sucedido se arrepentían, golpeándose el pecho. Todos los conocidos de Jesús estaban allí también mirando estas cosas de lejos, y también muchas mujeres de las que habían seguido a Jesús desde Galilea y lo habían servido. Entre ellas estaban María Magdalena, María la madre de Jacobo el menor y de José, la madre de los hijos de Zebedeo, Salomé y muchas otras de las que habían subido con él a Jerusalén. Los líderes judíos, por ser la preparación de la Pascua, es decir la víspera del shabat, para que los cuerpos no quedaran en la cruz el sábado (pues aquel shabat era de gran solemnidad) le rogaron a Pilato que se les quebraran las piernas y fueran removidos de allí. Los soldados fueron y le quebraron las piernas al primero y también al otro hombre de los que habían sido crucificados con Jesús. Pero cuando llegaron a él, como lo vieron ya muerto, no le quebraron las piernas. Pero uno de los soldados le abrió el costado con una lanza, y al instante salió sangre y agua. Juan lo vio y dio testimonio de esto, sabiendo que es verdad y su testimonio es cierto.

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Él dijo la verdad para que todos crean en Cristo, pues estas cosas sucedieron para que se cumpliera la Escritura en el Salmo 34: “No será quebrado hueso suyo”. Y también otra Escritura por boca del profeta Zacarías, que dice: “Mirarán hacia mí, a quien traspasaron, y llorarán como se llora por el hijo único”. Después de todos estos acontecimientos, al caer la noche llegó un hombre rico, miembro noble del Concilio: José de Arimatea, ciudad de Judea (de la zona montañosa de Efraín), hombre bueno y justo que era discípulo de Jesús y también esperaba el Reino de Dios, pero secretamente por miedo de los Ancianos de los judíos. Él no había consentido en el acuerdo ni en los hechos de ellos. José de Arimatea fue pues y rogó valientemente a Pilato que le permitiera llevarse el cuerpo de Jesús. Pilato se sorprendió de que ya hubiera muerto. Llamó al centurión y le preguntó si ya estaba muerto. Informado por el centurión que efectivamente había fallecido, Pilato se lo concedió y ordenó que se le diera el cuerpo. José de Arimatea fue a comprar una sábana nueva y limpia, lo bajó de la cruz y se llevó el cuerpo de Jesús, para que se cumpliera lo dicho por Dios a Isaías: “Con los ricos fue en su muerte”. Llegó también Nicodemo (el fariseo que había visitado a Jesús una noche en la Pascua tres años atrás, cuando Jesús comenzó su ministerio), trayendo un compuesto de mirra y de áloes, aproximadamente unos treinta kilos. Tomaron el cuerpo y lo envolvieron en la sábana con especias aromáticas, según la costumbre judía para sepultar. En el lugar donde Jesús fue crucificado había un huerto, y en el huerto un sepulcro nuevo que José de Arimatea había labrado en la peña, en el cual 276


aún no se había puesto a nadie. Allí pusieron a Jesús, porque aquel sepulcro era el más cercano y ya era la preparación de la Pascua, es decir, la víspera del sábado día de reposo (en shabat no se debía efectuar trabajo y mucho menos ungir un cadáver). Después de hacer rodar una gran piedra a la entrada del sepulcro, se fueron. Las mujeres que habían acompañado a Jesús desde Galilea los siguieron y vieron el sepulcro y cómo fue puesto su cuerpo. Allí se quedaron María Magdalena y María madre de José, sentadas delante del sepulcro, mirando dónde lo ponían. Luego las mujeres se fueron, prepararon las especias aromáticas y ungüentos y descansaron el sábado, conforme al mandamiento de la Torá. Al día siguiente, después de la preparación, se reunieron los principales sacerdotes y los fariseos ante Pilato y le dijeron: –Señor, nos acordamos de que aquel mentiroso, estando en vida dijo: “Después de tres días resucitaré”. Ordena pues, que se asegure el sepulcro hasta el tercer día, no sea que vayan sus discípulos de noche, lo roben y le digan al pueblo: “resucitó de entre los muertos” y ese último engaño será peor que el primero. Pilato les dijo: –Ahí tienen una guardia. Vayan y asegúrenlo como ustedes saben. Ellos fueron y aseguraron el sepulcro, sellando la piedra y poniendo ahí la guardia de soldados romanos.

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JESÚS EN EL SEOL La Biblia no cuenta casi nada acerca de lo que ocurrió con Jesús en el tiempo en que su cuerpo estuvo en la tumba. Solamente encontramos una referencia a lo que pasó con su espíritu en la primera carta del apóstol Pedro: “Cristo padeció una sola vez por los pecados, el justo por los injustos, para llevarnos a Dios, estando verdaderamente muerto en la carne, pero vivificado en espíritu. Es muy probable que fuera ahí, durante su tiempo en el Seol, cuando el Señor experimentó la Copa de la Ira de Dios que merecíamos todos los seres humanos. Lo siguiente que relata Pedro es: Y en espíritu fue y predicó a los espíritus encarcelados, los que en otro tiempo desobedecieron, cuando una vez esperaba la paciencia de Dios en los días de Noé, mientras se preparaba el arca en la cual pocas personas, es decir, ocho, fueron salvadas por agua”. Los seres espirituales encarcelados a los que se refiere Pedro, son aquellos que describe el libro de Génesis: “Sucedió que cuando comenzaron los hombres a multiplicarse sobre la faz de la tierra y les nacieron hijas, al ver los hijos de Dios (los seres espirituales llamados ángeles) que las hijas de los hombres eran hermosas, tomaron para sí mujeres, escogiendo entre todas. Entonces Dios dijo: No contenderá mi espíritu con la humanidad para siempre… Pero Noé fue considerado grato ante los ojos de Dios”. En su segunda carta, Pedro vuelve a mencionarlos:

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“Dios no perdonó a los ángeles que pecaron, sino que los arrojó al abismo y los entregó a prisiones de oscuridad, donde están reservados para el Juicio”. Y el apóstol Judas también habla de ellos en su carta: “Y a los ángeles que no guardaron su dignidad, sino que abandonaron su propio hogar, los ha guardado bajo oscuridad, en prisiones eternas, para el Juicio del gran día”. A estos ángeles caídos, que pecaron contra Dios al unirse carnalmente con mujeres en tiempos de Noé, y que están encarcelados en prisiones eternas, esperando el “Día del Juicio de Dios”, fue a quienes Cristo les predicó en espíritu cuando estuvo en el Seol, llamado también Hades.

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XI. LA RESURRECCIÓN

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LA TUMBA VACÍA Pasó el shabat. Al amanecer del domingo, primer día de la semana, cuando aún estaba muy oscuro, María Magdalena, María la madre de Jacobo, Juana, Salomé y algunas otras mujeres más salieron rumbo al sepulcro llevando las especias aromáticas que habían preparado para ir a ungir a Jesús. Mientras ellas iban de camino, de pronto hubo un gran terremoto, porque un ángel del Señor descendió del cielo, se acercó, removió la piedra y se sentó sobre ella. Su aspecto era como un relámpago y su vestido era blanco como la nieve. Del miedo que sintieron de él, los guardias temblaron y se quedaron como muertos. Luego volvieron en sí y huyeron. Recién salía el sol cuando ellas iban llegando al sepulcro. Venían pensando: –¿Quién nos removerá la piedra de la entrada del sepulcro? Las mujeres llegaron a la tumba y encontraron que había sido removida la piedra del sepulcro, aunque era muy grande. Ellas quedaron asombradas al ver quitada la enorme piedra y no ver ninguna guardia de soldados. Al asomarse y ver la tumba vacía, María Magdalena se fue corriendo enseguida adonde estaban escondidos Simón Pedro y Juan, para avisarles lo ocurrido. Las demás mujeres entraron en la tumba y buscaron el cuerpo del Señor Jesús, pero no hallaron. De pronto vieron a un joven sentado al lado derecho de ellas (a la cabecera de donde había estado el cuerpo), cubierto de una larga ropa blanca como la nieve, y se asustaron mucho. El ángel les dijo a las mujeres: –No tengan miedo, porque yo sé que buscan a Jesús nazareno, el que fue crucificado. No está aquí, pues ha resucitado, tal como lo dijo. Vean el lugar donde fue puesto el Señor. Esto ocurrió para que se cumpliera la Escritura en el Salmo 16:

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“No dejarás mi alma en el Seol, ni permitirás que tu santo vea corrupción”. Ellas estaban perplejas por esto, cuando de pronto se paró junto a ellas (a los pies de donde había estado el cuerpo, es decir al otro lado de donde estaba el primer ángel) otro varón con vestiduras muy blancas, resplandecientes. Era el ángel que había removido la piedra. Como ellas tuvieron gran temor y bajaron el rostro a tierra, él les dijo: –¿Por qué buscan entre los muertos al que vive? No está aquí. Ha resucitado. Acuérdense de lo que les habló cuando aún estaba en Galilea. Les dijo: “Es necesario que el Hijo del Hombre sea entregado en manos de hombres pecadores, y que sea crucificado y resucite al tercer día”. Vayan pronto, díganles a los discípulos y a Pedro que él ha resucitado de los muertos y que va delante de ustedes a Galilea. Allí lo verán, como ya se los había dicho. Las mujeres salieron corriendo de allí, espantadas. María Magdalena llegó donde estaba Simón Pedro, Juan (a quien Jesús amaba mucho) y los demás apóstoles, y les dijo: –¡Se han llevado del sepulcro al Señor y no sabemos dónde lo han puesto! Pero a ellos les parecían locuras las palabras de ella y no le creyeron. Sin embargo, Pedro y Juan se levantaron, salieron de su escondite y fueron corriendo al sepulcro junto con María Magdalena. Los dos apóstoles corrieron juntos, pero Juan corrió más aprisa que Pedro y llegó primero al sepulcro. Al asomarse a mirar, vio solo los lienzos puestos allí, pero no entró. Luego llegó tras él Simón Pedro, entró en el sepulcro y vio los lienzos puestos allí, y el sudario que había estado sobre la cabeza de Jesús, el cual no estaba puesto con los lienzos, sino enrollado en un lugar aparte. Después entró también Juan, y vio y creyó, pues ellos aún no habían entendido la Escritura, de que era necesario que él resucitara de los muertos. Y los dos discípulos se fueron a casa con los suyos, asombrados de lo que había sucedido. 282


Pero María Magdalena se quedó afuera y comenzó a llorar junto al sepulcro. Mientras lloraba, se inclinó para mirar dentro del sepulcro y vio a los dos ángeles con vestiduras blancas, que estaban sentados uno a la cabecera y el otro a los pies de donde había sido puesto el cuerpo de Jesús. Los ángeles le dijeron: –Mujer, ¿por qué lloras? Ella, sin saber que eran ángeles, les dijo: –Porque se han llevado a mi Señor y no sé dónde lo han puesto. Al decir esto, volteó y vio a Jesús que estaba allí afuera, pero ella no sabía que era Jesús. El Señor le dijo: –Mujer, ¿por qué lloras? ¿A quién buscas? Ella, pensando que era el jardinero, le dijo: –Señor, si tú te lo has llevado, dime dónde lo has puesto y yo me lo llevaré. Jesús le dijo: –¡María! Volviendo ella la vista, le dijo: –¡Raboni! (Que significa: “Maestro”.) Y se acercó a él llena de gozo. Jesús le dijo: –No me toques, porque aún no he ascendido a mi Padre, pero ve a donde están mis hermanos y diles: “subo a mi Padre y a su Padre, a mi Dios y a su Dios”.

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Resucitado Jesús por la mañana, el primer día de la semana, se le apareció primeramente a María Magdalena (de quien había echado fuera siete demonios, cuando ella lo conoció por primera vez). María Magdalena fue entonces con gran alegría para dar la noticia a los discípulos de que había visto al Señor, y que él le había dicho estas cosas. Se lo hizo saber a aquellos que habían estado con él, los cuales estaban tristes y llorando. Ellos, cuando oyeron que vivía y que había sido visto por ella, no le creyeron. Las otras mujeres habían salido huyendo del sepulcro, porque les había entrado temblor y espanto, y no le dijeron nada a nadie pues tenían miedo. Pero luego se acordaron de las palabras que el Señor les había dicho (que sería entregado para ser crucificado y que resucitaría al tercer día), y volvieron llenas de temor y de gran gozo, para dar la noticia de todas estas cosas a los once y a todos los demás. Y mientras ellas iban a dar las noticias a los discípulos, Jesús les salió al encuentro y les dijo: –¡Shalom! ¡Saludos! Ellas se acercaron, abrazaron sus pies y lo adoraron. Jesús les dijo: –No teman, vayan a dar la noticia a mis hermanos para que vayan a Galilea, y allí me verán. Ellas fueron a decirles esto a los otros, pero a ellas tampoco les creyeron. Mientras ellas iban, los soldados de la guardia fueron a la ciudad y dieron aviso a los principales sacerdotes de todas las cosas que habían ocurrido. Ellos se reunieron con los Ancianos, y después de ponerse de acuerdo, les dieron mucho dinero a los soldados y les dijeron: –Ustedes digan: “sus discípulos llegaron de noche y lo robaron mientras nosotros estábamos dormidos”. Y si esto lo oye el gobernador Pilato, nosotros lo convenceremos y los pondremos a ustedes a salvo.

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Los soldados de la guardia tomaron el dinero y les dijeron a todos tal como se les había instruido. Y este dicho se ha divulgado entre los judíos hasta el día de hoy. Después Jesús se apareció en otra forma a dos de sus discípulos que iban de camino al campo ese mismo día, a una aldea llamada Emaús, situada a unos once kilómetros de Jerusalén. Platicaban entre ellos de todas aquellas cosas que habían pasado. Mientras hablaban y discutían entre sí, Jesús mismo se acercó a caminar con ellos. Pero Jesús veló sus ojos para que no lo reconocieran. Él les dijo: –¿Qué tanto platican entre ustedes mientras caminan y por qué están tristes? Uno de ellos, que se llamaba Cleofás, le dijo: –¿Eres tú el único forastero en Jerusalén que no se ha enterado de la cosas que ocurrieron allí en estos días? Jesús les preguntó: –¿Qué cosas? Ellos le dijeron: –Acerca de Jesús nazareno, que fue un hombre profeta, poderoso en milagros y en palabra delante de Dios y de todo el pueblo, y de cómo lo entregaron los principales sacerdotes y nuestros gobernantes a sentencia de muerte y lo crucificaron. Pero nosotros esperábamos que él fuera el que redimiría a Israel. Pero además de todo, hoy es ya el tercer día desde que sucedió esto. Aunque también nos han asombrado unas mujeres de nuestro grupo, las cuales fueron al sepulcro en la madrugada. Como no hallaron su cuerpo, volvieron diciendo que también habían tenido una visión de unos ángeles, 285


quienes les dijeron que él vive. Y algunos de los nuestros fueron al sepulcro y lo encontraron tal como las mujeres habían dicho, pero a él no lo vieron. Jesús les dijo: –¡Insensatos y lentos de corazón para creer todo lo que han dicho los profetas! ¿Acaso no era necesario que el Cristo padeciera estas cosas y que entrara en su gloria? Y les aclaró lo que decían de él en todas las Escrituras, comenzando desde Moisés y siguiendo por todos los profetas. Llegaron a la aldea donde iban, pero Jesús hizo como que iba más lejos. Ellos lo obligaron a quedarse. Le dijeron: –Quédate con nosotros, porque se hace tarde y el día ya ha declinado. Jesús entró para quedarse con ellos. Y estando sentado con ellos a la mesa, tomó el pan, lo bendijo, lo partió y les dio. Entonces sus ojos fueron abiertos y lo reconocieron, pero él desapareció de su vista. Y se dijeron el uno al otro: –¿No sentiste cómo ardía nuestro corazón en nuestro interior, mientras nos hablaba en el camino y cuando nos aclaraba las Escrituras? Inmediatamente se levantaron y regresaron a Jerusalén. Encontraron a los once apóstoles reunidos y a los que estaban con ellos, quienes les dijeron a estos dos: –¡El Señor verdaderamente resucitó, y se le apareció a Simón Pedro! Ellos les contaron las cosas que les habían ocurrido en el camino, y cómo habían reconocido al Señor al partir el pan. Finalmente Jesús se les apareció a los demás apóstoles juntos, para reprocharles su incredulidad y dureza de corazón, porque no habían creído a los que lo habían visto resucitado. Cuando llegó la noche de aquel día 286


domingo, el primer día de la semana, estaban ellos sentados a la mesa con las puertas cerradas en el lugar donde estaban escondidos por miedo de los líderes judíos. Mientras ellos platicaban de estas cosas, Jesús se apareció en medio de ellos y les dijo: –¡Shalom! ¡Paz a ustedes! Asustados y atemorizados, los discípulos pensaban que estaban viendo un espíritu. Pero él les dijo: –¿Por qué están espantados y vienen esos pensamientos a sus corazones? Miren mis manos y mis pies, vean que soy yo mismo. Palpen y miren, porque un espíritu no tiene carne ni huesos, como ustedes ven que yo tengo. Al decir esto, les mostró las marcas de los clavos en sus manos y sus pies, y de la lanza en su costado. En él se había cumplido lo escrito por el salmista en el Salmo 22: “Perros me han rodeado, me ha cercado una banda de malignos, horadaron mis manos y mis pies”. Sus discípulos se llenaron de felicidad al ver al Señor. Pero como todavía ellos, de tanto gozo, no lo creían y estaban maravillados, les dijo: –¿Tienen aquí algo de comer? Ellos le dieron un trozo de pescado asado y un poco de miel. Él los tomó y comió delante de ellos. Luego les dijo: –Estas son las palabras que les dije estando aún con ustedes: que era necesario que se cumpliera todo lo que está escrito de mí en la Ley de Moisés, en los Profetas y en los Salmos.

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Entonces les abrió el entendimiento para que comprendieran las Escrituras, y les dijo: –Así está escrito, y así era necesario que el Mesías padeciera y resucitara de los muertos al tercer día, y que se predicara en su nombre el arrepentimiento y el perdón de pecados en todas las naciones, comenzando desde Jerusalén. Ustedes son testigos de estas cosas. Habiendo dicho esto, sopló y les dijo: –Paz a ustedes. Así como me envió el Padre, así también yo los envío. Reciban el Espíritu Santo. A quienes ustedes les perdonen los pecados, les serán perdonados, y a quienes se los retengan, les serán retenidos. Y se fue de ellos. Tomás, uno de los doce, llamado Dídimo (que significa: “gemelo”), no estaba con ellos cuando Jesús se les presentó. Los otros discípulos fueron a decirle: –¡Hemos visto al Señor! Él les dijo: –Si no veo en sus manos la marca de los clavos, si no meto mi dedo en el hueco del clavo, y mi mano en su costado, no les creeré. Una semana después estaban otra vez sus discípulos dentro de la casa, y Tomás estaba con ellos. Estando cerradas las puertas llegó Jesús, se puso en medio y les dijo: –¡Paz a ustedes! Luego le dijo a Tomás: –Mira mis manos y pon aquí tu dedo. Acerca tu mano y métela en mi costado. Y no seas incrédulo, sino creyente. 288


Tomás le dijo: –¡Señor mío y Dios mío! Jesús le dijo: –Porque me has visto creíste, Tomás. Benditos los que no vieron y creyeron. Los discípulos se fueron a Galilea como se los había ordenado el Señor. Allí Jesús se apareció otra vez a siete de sus discípulos junto al Mar de Galilea, llamado también mar de Tiberias. Se les manifestó de esta manera: estaban juntos Simón Pedro, Tomás llamado el Dídimo, Natanael el de Caná de Galilea (llamado también Bartolomé), Juan y Jacobo hijos de Zebedeo, y otros dos de sus discípulos (posiblemente Andrés y Felipe, quienes eran originarios de esa zona). Simón Pedro les dijo: –Voy a pescar. Ellos le dijeron: –Nosotros también vamos contigo. Salieron de la casa y entraron en la barca, pero aquella noche no pescaron nada. Cuando ya iba amaneciendo, Jesús se presentó en la playa, pero los discípulos no sabían que era Jesús. Les gritó: –Hijitos, ¿tienen algo de comer? Ellos le respondieron desde la barca: –¡No! Él les dijo: –Echen la red a la derecha de la barca y lo hallarán. 289


Ellos la echaron, y ya casi no la podían sacar, por la gran cantidad de peces. Juan, el discípulo a quien Jesús tanto amaba, le dijo a Pedro: –¡Es el Señor! Simón Pedro, cuando oyó que era el Señor, se puso la ropa (porque se había despojado de ella para pescar) y se tiró al mar. Los otros discípulos fueron con la barca, arrastrando la red llena de peces pues no estaban lejos de tierra firme, estaban a unos cien metros. Al bajar a tierra, vieron que Jesús había hecho una fogata y puesto un pescado encima de ella, y pan. Jesús les dijo: –Traigan de los peces que acaban de sacar. Simón Pedro subió a la barca y sacó la red a tierra, llena de peces grandes: ciento cincuenta y tres peces contaron. Y aún siendo tantos, la red no se rompió. Jesús les dijo: –Vengan, coman. Y ninguno de los discípulos se atrevía a preguntarle: ¿tú quién eres?, sabiendo que era el Señor. Jesús se acercó, tomó el pan y les dio, y también del pescado. Esta era ya la tercera vez que Jesús se manifestaba a sus discípulos, después de haber resucitado de los muertos. Cuando terminaron de comer, Jesús le dijo a Simón Pedro: –Simón, hijo de Jonás, ¿me amas más que estos? Pedro le respondió: –Sí, Señor. Tú sabes que te amo. Él le dijo: –Apacienta mis corderos. 290


Jesús volvió a decirle una segunda vez: –Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro le respondió: –Sí, Señor, tú sabes que te amo. Jesús le dijo: –Pastorea mis ovejas. Le dijo la tercera vez: –Simón, hijo de Jonás, ¿me amas? Pedro se entristeció de que le dijera por tercera vez: “¿Me amas?” (Probablemente recordando las tres veces que le había negado) y le respondió: –Señor, tú lo sabes todo. Tú sabes que te amo. Jesús le dijo: –Apacienta mis ovejas. De verdad te digo: cuando eras más joven, te vestías e ibas a donde querías. Pero cuando ya seas viejo, extenderás tus manos y otro te vestirá, y te llevará a donde no quieras. Jesús le dijo esto, dándole a entender con qué muerte Pedro glorificaría a Dios. Y dicho esto, añadió: –Sígueme. Pedro volvió la vista y vio que también los seguía Juan, el discípulo a quien amaba tanto Jesús, el mismo que en la cena se había recostado al lado de él 291


y le había dicho: “Señor, ¿quién es el que te va a entregar?” Cuando Pedro lo vio, le dijo a Jesús: –Señor, ¿y qué le va a suceder a este? Jesús le dijo: –Si quiero que él quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué? Tú sígueme. Se extendió por ello entre los hermanos, el rumor de que aquel discípulo no moriría. Pero Jesús no le dijo que no moriría, solo dijo: “Si quiero que él quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?” Ese discípulo Juan, el “hijo del trueno”, el pescador testarudo con mal carácter transformado por Jesús en el discípulo amado, y posteriormente en el apóstol del Amor de Dios, dio testimonio de estas cosas y escribió lo ocurrido y su testimonio es verdadero. Los once discípulos se fueron a un monte en Galilea donde Jesús les había ordenado que fueran. Jesús se acercó y cuando lo vieron, lo adoraron, aunque algunos dudaban. El Señor les dijo: –Todo poder me ha sido otorgado en el Cielo y en la Tierra. Por lo tanto, vayan por todo el mundo y prediquen el Evangelio a toda criatura. Hagan discípulos en todas las naciones, bautizándolos en el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo, y enseñándoles que obedezcan todas las cosas que les he ordenado. El que crea y sea bautizado, será salvo, pero el que no crea, será condenado. Y estas señales milagrosas seguirán a los que creen: en mi nombre echarán fuera demonios, hablarán nuevas lenguas, tomarán serpientes en las manos y aunque beban alguna cosa venenosa o mortal, no les hará daño. Pondrán sus manos sobre los enfermos y ellos sanarán. A todos ellos, después de haber padecido la muerte, Jesús se les presentó vivo con muchas pruebas indudables, apareciéndoseles durante cuarenta días (en una ocasión se les apareció a más de quinientos hermanos a la vez, de acuerdo a lo que relata el apóstol Pablo, y en otra, a Jacobo el hermano de Jesús estando solo) y hablándoles acerca del Reino de Dios. 292


Aquí vale la pena hacer un alto para meditar: ¿Por qué era necesario que resucitara el Señor? Jesús dijo que era necesario que él muriera para cumplir la justicia de Dios en cuanto al castigo por el pecado de la humanidad. Pero su resurrección era necesaria para que se cumpliera la segunda parte de la justicia de Dios. Habiendo Jesús cumplido la primera parte, pagando con su vida por el pecado, él mismo era sin pecado, pues nunca pecó. Por lo tanto, por la misma justicia de Dios, él no merecía estar ahí y el Espíritu Santo le levantó de los muertos. Él fue el primero en resucitar para no morir nunca más. Cristo, la piedra desechada por los hombres, lo había anunciado: “Las puertas del Hades no resistirán contra ella”. ¡La muerte no pudo contra la Roca de Salvación! Por la resurrección de Jesús, toda la humanidad obtuvimos la posibilidad de resucitar junto con él a la vida eterna. Como dijo el apóstol Pablo en su carta a los romanos: “Si fuimos plantados juntamente con él en la semejanza de su muerte, así también lo seremos en la de su resurrección” Así como toda la humanidad se encontraba en Adán cuando cayó en pecado y toda la tierra fue maldita por su pecado, en Jesús toda la humanidad fue crucificada, y por su resurrección fue abierta la posibilidad a toda la humanidad de resucitar junto con él. Ahora, los que creemos en él, estamos aceptando el regalo, la Gracia de poder estar de nuevo en comunión con Dios y libres del castigo y de la maldición por el pecado. En él tenemos la promesa de resucitar cuando él vuelva, para pasar la eternidad con Dios. Pero todo el que no acepta a Jesús está negando ese regalo, esa Gracia, y se hace deliberadamente reo del castigo de la maldición del pecado, que es el tormento eterno, la eternidad sin Dios. Tal es el poder de la cruz de Jesús.

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LA ASCENSIÓN AL CIELO Finalmente, el Señor les ordenó que fueran a Jerusalén a esperar la promesa del Padre. Estando sus discípulos juntos en Jerusalén, Jesús se les presentó y los llevó fuera de la ciudad hasta Betania, en el Monte de los Olivos. Allí les dijo: –Verdaderamente yo les enviaré la promesa de mi Padre sobre ustedes, pero quédense en la ciudad de Jerusalén hasta que sean investidos de poder desde lo alto. No salgan de Jerusalén. Esperen la promesa del Padre, la cual oyeron de mí, porque Juan el Bautista ciertamente bautizó con agua, pero ustedes serán bautizados con el Espíritu Santo dentro de pocos días. Los que se habían reunido le preguntaron: –Señor, ¿le restaurarás el reino a Israel en estos tiempos? Jesús les dijo: –No les corresponde a ustedes saber los tiempos o las ocasiones que el Padre decidió en su sola autoridad, pero recibirán poder cuando haya venido sobre ustedes el Espíritu Santo, y serán mis testigos en Jerusalén, en toda Judea, en Samaria y hasta lo último de la tierra. Y por último les dijo: –¡Y yo estoy con ustedes todos los días, hasta el fin del mundo! Después de haber dado mandamientos por el Espíritu Santo a los apóstoles que él había escogido, alzó sus manos y los bendijo. Mientras los bendecía, delante de los ojos de todos, se separó de ellos y fue alzado y llevado arriba al cielo. Lo recibió una nube que lo ocultó de sus miradas. Fue recibido en el Cielo y se sentó a la derecha del trono de Dios.

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Estando ellos con los ojos puestos en el cielo mientras él se iba, dos varones con ropas blancas (los mismos ángeles que anunciaron a las mujeres la resurrección de Cristo en la tumba vacía) se pusieron junto a ellos y les dijeron: –Galileos, ¿por qué están mirando al cielo? Este mismo Jesús, que ha sido llevado de entre ustedes al cielo, así también vendrá como lo han visto irse. Así también lo profetizó el profeta Zacarías que regresará: “Saldrá Dios y peleará contra aquellas naciones, como peleó en el día de la batalla. Y se afirmarán sus pies en aquel día, sobre el Monte de los Olivos”. Lo que ocurrió en el Cielo cuando Jesús ascendió en la nube, es relatado por el profeta Daniel: “Miraba yo en la visión de la noche, y vi que con las nubes del cielo venía uno como un Hijo de Hombre. Vino hasta el Anciano de días (el Padre Dios), y lo hicieron acercarse delante de él. Y le fue dado dominio, gloria y reino, para que todos los pueblos, naciones y lenguas lo sirvieran. Su dominio es dominio eterno, que nunca pasará, y su reino es uno que nunca será destruido”. Por el rey David, en el salmo 110: “Dijo Dios a mi Señor: Siéntate a mi diestra, hasta que ponga a tus enemigos por estrado de tus pies”. Por el diácono Esteban, antes de morir: “Veo los cielos abiertos, y al Hijo del Hombre que está a la diestra de Dios”. Por el apóstol Pablo, en su carta a los filipenses: 295


“Dios lo exaltó sobre todas las cosas y le dio un nombre que es sobre todo nombre, para que en el nombre de Jesús se doble toda rodilla de los que están en los cielos, en la tierra y debajo de la tierra, y toda lengua confiese que Jesucristo es el Señor, para gloria de Dios Padre”. Y en su carta a los Efesios: “Subiendo a lo alto, llevó cautiva la cautividad y dio dones a los hombres. Y eso de que ‘subió’, ¿qué significa, sino que también había descendido primero a las partes más bajas de la tierra? El que descendió es el mismo que también subió por encima de todos los cielos, para llenarlo todo”. Y por el autor de la carta a los Hebreos, muy probablemente el mismo apóstol Pablo: “Jesús, que es el resplandor de la gloria de Dios, la imagen misma de su esencia y quien sustenta todas las cosas con la Palabra de su poder, habiendo purificado nuestros pecados por medio del sacrificio de sí mismo, se sentó a la diestra de la Majestad en las alturas, fue hecho superior a los ángeles y heredó un nombre más excelente que ellos”. Sus discípulos, después de haberle visto ascender al cielo en una nube y de haberlo adorado, volvieron a Jerusalén con gran alegría desde el Monte de los Olivos, el cual está cerca de Jerusalén, camino de un día de reposo (de acuerdo a la tradición judía, eso equivale más o menos a un kilómetro). Cuando entraron en la ciudad, subieron al aposento alto donde se alojaban Pedro y su hermano Andrés hijos de Jonás, Jacobo y su hermano Juan hijos de Zebedeo, Mateo, Judas Tadeo y Jacobo hijos de Alfeo, Felipe, Natanael 296


llamado Bartolomé, Tomás el Dídimo y Simón el Zelote, junto con las mujeres, con María la madre de Jesús, y con los hermanos de él, entre otras personas. Pedro se puso de pie en medio de los hermanos (los reunidos eran como ciento veinte personas), y dijo: –Hermanos, era necesario que se cumpliera la Escritura que el Espíritu Santo por boca de David, había anunciado acerca de Judas, que fue el guía de los que arrestaron a Jesús, y era del grupo de nosotros y tenía parte en este ministerio (ministerio significa: “servicio” o “misión”). Ese hombre Judas, fue y se ahorcó. Cayó de cabeza en un campo y se reventó por la mitad, y todas sus entrañas se derramaron. Con el salario de la iniquidad de este hombre fue comprado aquel mismo campo, para sepultar a los extranjeros. Y fue notorio a todos los habitantes de Jerusalén, de manera que aquel campo se llama en su propia lengua, Acéldama, que significa: “Campo de sangre”, para que se cumpliera lo que está escrito en el libro de los Salmos –69 y 109–: “Sea hecha desierta su habitación, y no haya quien more en ella”. Y “Tome otro su oficio”. Es necesario por lo tanto que de estos hombres que han estado juntos con nosotros todo el tiempo, cuando el Señor Jesús entraba y salía entre nosotros, comenzando desde el bautismo de Juan hasta el día en que fue recibido arriba, uno sea nombrado testigo de su resurrección junto con nosotros once. Los demás propusieron a dos: a José, llamado Barsabás, que tenía por sobrenombre Justo, y a Matías. Todos oraron: –Tú, Señor, que conoces los corazones de todos, muestra cuál de estos dos has elegido para tomar la parte de este ministerio y apostolado, del cual cayó Judas por su transgresión, para irse a su propio lugar. 297


Lo echaron a la suerte entre ellos dos, y la suerte cayó sobre Matías, y fue contado junto con los otros once apóstoles. Todos ellos permanecieron unánimes en oración y ruego, junto con las mujeres, con la madre de Jesús y con sus hermanos (finalmente los hermanos biológicos de Jesús creyeron en él y fueron parte importante de la iglesia de Cristo). Todos ellos se reunían en el Templo de Jerusalén, alabando y bendiciendo a Dios. Y después de recibir el Espíritu Santo, salieron a predicar el Evangelio en todas partes, ayudándolos el Señor y confirmando la verdad de la Palabra con las señales milagrosas que la acompañaban. Jesús hizo además muchas otras señales milagrosas en presencia de sus discípulos, las cuales no están escritas en este libro. Si se escribieran una por una, probablemente ni aún en el mundo cabrían los libros que se escribirían. Pero estas se han escrito para que todos crean que Jesús es el Cristo, el Hijo de Dios, y para que, al creer, tengan vida en su nombre. Amén.

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XII. EPÍLOGO

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DERRAMAMIENTO DEL ESPÍRITU SANTO “En ese tiempo existió un hombre de nombre Jesús. Su conducta era buena y era considerado virtuoso. Muchos judíos y gente de otras naciones se convirtieron en discípulos suyos. Los convertidos en sus discípulos no lo abandonaron. Relataron que se les había aparecido tres días después de su crucifixión y que estaba vivo. Según esto, fue quizá el Mesías de quien los profetas habían contado maravillas”. Así narra el historiador Flavio Josefo, un judío fariseo que vivió en aquella época, el comienzo de la iglesia de Cristo. La promesa de Jesús de enviar al Consolador, es decir al Espíritu Santo a sus discípulos, se cumplió cuando estaban reunidos en la Fiesta del Pentecostés. Estaban todos unánimes juntos. Los reunidos eran como ciento veinte en número, incluyendo a Pedro y los demás apóstoles, las mujeres que lo habían seguido, María la madre de Jesús y sus hermanos biológicos. De repente vino del cielo un estruendo como de un viento recio que soplaba, el cual llenó toda la casa donde estaban, y se les aparecieron lenguas como ardiendo en fuego repartidas sobre cada uno de ellos, y se asentaron sobre ellos. Todos fueron llenos del Espíritu Santo y comenzaron a hablar en otros idiomas, según el Espíritu les otorgaba que hablaran. Vivían en ese tiempo en Jerusalén judíos piadosos de todas las naciones bajo el cielo. Al oír este estruendo, se juntó la multitud, y estaban confusos porque cada uno los oía hablar en su propio idioma. Estaban atónitos y admirados, y decían: –Miren, ¿no son galileos todos estos que hablan? ¿Cómo entonces, los oímos nosotros hablar cada uno en nuestro idioma nativo? Partos, medos, elamitas, y los que habitamos en Mesopotamia, Judea, Capadocia, el Ponto y Asia, Frigia y Panfilia, Egipto y las regiones de África más allá de Cirene, y romanos aquí residentes, tanto judíos como prosélitos, cretenses y árabes, los oímos hablar en nuestros propios idiomas las maravillas de Dios. 300


Aquel día de Pentecostés se añadieron a la iglesia de Cristo como tres mil personas, las cuales permanecieron en la enseñanza de los apóstoles, en la comunión unos con otros, en el partimiento del pan y en las oraciones. Ese día se cumplió lo escrito por el profeta Joel: “Después de esto derramaré mi espíritu sobre todo ser humano, y profetizarán vuestros hijos y vuestras hijas. Vuestros ancianos soñarán sueños, y vuestros jóvenes verán visiones. También sobre los siervos y las siervas derramaré mi espíritu en aquellos días”. A partir de ese momento la iglesia de Cristo nunca fue la misma. El Evangelio de Jesucristo comenzó a expandirse rápidamente por toda aquella región. Todo lo ocurrido con la iglesia de Cristo después de su ascensión al cielo, se encuentra en el libro de los Hechos y en las cartas de los apóstoles de la Santa Biblia.

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LA CONVERSIÓN DE PABLO Al comienzo de la formación de la iglesia, el Señor Jesucristo también se le apareció en espíritu a un joven fariseo llamado Saulo, de la ciudad de Tarso. Saulo era un judío nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en Jerusalén. Saulo era un ardiente perseguidor de cristianos y consentía en su muerte. Asolaba a la iglesia: entraba casa por casa y arrastraba a hombres y mujeres para enviarlos a la cárcel. Él mismo se describió como un “hebreo de hebreos”: “circuncidado al octavo día, del linaje de Israel, de la tribu de Benjamín, instruido a los pies de Gamaliel (un reconocido doctor de la Ley de Moisés) desde la juventud, fariseo hijo de fariseo. En cuanto a celo, perseguidor de la iglesia. En cuanto a la justicia basada en la Torá, irreprochable”. En una ocasión Saulo, respirando amenazas de muerte contra los discípulos del Señor, se acercó al Sumo Sacerdote y le pidió cartas para las sinagogas de Damasco, a fin de que si hallaba algunos hombres o mujeres de ese Camino (así llamaban antes al cristianismo: el Camino), los trajera presos a Jerusalén. Pero mientras viajaba, al llegar cerca de Damasco, repentinamente lo rodeó un resplandor de luz del cielo. Saulo cayó en tierra y oyó una voz que le decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Él dijo: –¿Quién eres, Señor? La voz le dijo: “Yo Soy Jesús, a quien tú persigues. Mala cosa es para ti, dar patadas contra el aguijón”. Él, temblando y temeroso, dijo: 302


–Señor, ¿qué quieres que yo haga? El Señor le dijo: “Levántate y entra en la ciudad, y allí se te dirá lo que debes hacer”. Los hombres que iban con Saulo se levantaron atónitos, porque oían la voz pero no veían a nadie. Saulo se levantó del suelo y abrió los ojos, pero no veía nada. Así es que lo llevaron de la mano y lo metieron en la ciudad de Damasco, donde estuvo tres días sin ver, y no comió ni bebió. Había en ese momento en Damasco un discípulo llamado Ananías, a quien el Señor Jesucristo le dijo en visión: “Ananías”. Él respondió: –Aquí estoy, Señor. El Señor le dijo: “Levántate, ve a la calle llamada Derecha y busca en casa de Judas a un hombre llamado Saulo, originario de la ciudad de Tarso, porque él está orando y ha visto en visión a un hombre llamado Ananías que entra y pone las manos sobre él para que recobre la vista”. Ananías respondió: –Señor, he oído a muchos hermanos hablar acerca de este hombre, cuántos males ha hecho a tus santos en Jerusalén, y aún aquí tiene autoridad de los principales sacerdotes para arrestar a todos los que invocan tu nombre. El Señor le dijo:

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“Ve, porque he escogido a este hombre como instrumento para predicar mi nombre en presencia de los gentiles, de reyes y de los hijos de Israel, porque yo le mostraré cuánto es necesario que sufra por mi nombre”. Ananías fue y entró en la casa, puso las manos sobre Saulo y dijo: –Hermano Saulo, el Señor Jesús, que se te apareció en el camino por donde venías, me ha enviado para que recibas la vista y seas lleno del Espíritu Santo. Al instante cayeron de sus ojos unas como escamas y recobró la vista. Se levantó y fue bautizado. Y habiendo tomado alimento, recobró las fuerzas. Saulo se quedó por algunos días con los discípulos que estaban en Damasco. En seguida comenzó a predicar a Cristo en las sinagogas, afirmando que Jesús era el Hijo de Dios. Y todos los que lo oían estaban muy asombrados y decían: –¿No es este el que asolaba en Jerusalén a los que invocaban este nombre, y a eso vino acá, para llevarlos presos ante los principales sacerdotes? Pero Saulo se enardecía mucho más y confundía a los judíos que vivían en Damasco, demostrando que Jesús era el Cristo. Luego de su encuentro con Jesucristo, Saulo cambió su nombre a Pablo, y obedeciendo la voz del Señor salió a predicar por toda la región. Pablo estaba entregado por entero a la predicación de la palabra, testificando a los judíos que Jesús era el Cristo. Pero al oponerse ellos y blasfemar, les dijo, sacudiéndose los vestidos: –La sangre de ustedes recaiga sobre sus propias cabezas. Mi conciencia está limpia, desde ahora me iré a predicar a los gentiles. Pablo había sido elegido como apóstol por orden directa de Cristo, con la misión de predicar el Evangelio a los gentiles. Salió de allí y se fue a Corinto, 304


a la casa de un hermano llamado Justo, temeroso de Dios, la cual estaba junto a la sinagoga. Un alto dignatario de la sinagoga llamado Crispo creyó en el Señor junto con toda su familia, y muchos de los corintios al oír, creían y eran bautizados. Una noche el Señor Jesucristo dijo a Pablo en una visión: “No temas, tú habla y no calles, porque yo estoy contigo y nadie pondrá sobre ti la mano para hacerte mal, porque yo tengo mucho pueblo en esta ciudad”. Pablo se quedó allí un año y seis meses, enseñándoles la palabra de Dios. Después salió de allí y realizó viajes misioneros a distintas ciudades, levantando varias iglesias cristianas. Pablo acostumbraba escribir cartas a las iglesias que él fundó para dirimir conflictos, aclarar cuestiones de fe y guiar a los congregantes. En una de sus cartas, Pablo relató acerca de otra conversación que tuvo con el Señor Jesucristo: –En verdad no me conviene presumir, pero me referiré a las visiones y a las revelaciones del Señor: Conozco a un hombre de Cristo que hace catorce años fue arrebatado hasta el tercer cielo (cuando Pablo habla de ese “hombre de Cristo”, se refiere a sí mismo). Si fue físicamente o espiritualmente, no lo sé. Dios lo sabe. Y conozco a ese hombre de Cristo que fue arrebatado al paraíso (si fue físicamente o espiritualmente, tampoco lo sé, Dios lo sabe), donde oyó palabras inefables que no le es permitido al hombre expresar. De tal hombre presumiré, pero de mí mismo, de nada presumiré sino de mis debilidades. Aunque si quisiera presumir no sería insensato, porque diría la verdad. Pero lo dejo así, para que nadie piense de mí más de lo que ve u oye de mí. Y para que la grandeza de mis revelaciones no me llene de vanidad, me fue impuesto un aguijón en mi cuerpo, un mensajero de Satanás que me abofetee, para que no me enaltezca, respecto al cual he rogado tres veces al Señor que lo quite de mí, y me ha dicho:

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“Mi gracia te debe bastar, porque mi poder se perfecciona en la debilidad”. Por lo tanto, de buena gana presumiré más bien de mis debilidades, para que el poder de Cristo repose sobre mí. Por lo cual, por amor a Cristo me alegro en las debilidades, en insultos, en necesidades, en persecuciones, en angustias. Porque cuando soy débil, entonces soy fuerte. Pablo fue uno de los más esforzados predicadores del Evangelio y el fundador de muchas congregaciones cristianas entre los gentiles, desde Asia hasta Europa. Pero un día recibió el llamado del Señor para volver a Jerusalén. En su visita al templo de Jerusalén, Pablo fue arrestado. Al permitírsele hablar en su defensa, dijo: –Hermanos y padres, oigan ahora mi defensa ante ustedes. Al oír ellos que les hablaba en lengua hebrea, guardaron silencio. Él les dijo: –Yo verdaderamente soy judío, nacido en Tarso de Cilicia, pero criado en esta ciudad, instruido a los pies de Gamaliel, estrictamente conforme a la Torá, la Ley de nuestros padres, y celoso de Dios como hoy lo son todos ustedes. Yo perseguía a los de este Camino (a los cristianos) hasta la muerte, arrestando y entregando en cárceles a hombres y mujeres. Como el Sumo Sacerdote me es testigo, y todos los Ancianos de quienes también recibí cartas para arrestar a los hermanos, fui a Damasco para traer presos a Jerusalén también a los que estuvieran allí, para que fueran castigados. Pero al viajar, llegando cerca de Damasco, como a mediodía, de repente me rodeó mucha luz del cielo. Caí al suelo y oí una voz que me decía: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues?” Yo entonces respondí: “¿Quién eres, Señor?” Me dijo: 306


“Yo Soy Jesús de Nazaret, a quien tú persigues”. Los que estaban conmigo vieron la luz y se espantaron, pero no entendieron la voz del que hablaba conmigo. Yo dije: “¿Qué debo hacer, Señor?” Y el Señor me dijo: “Levántate y vete a Damasco, y allí se te dirá todo lo que he ordenado que hagas”. Como yo no veía nada a causa de aquella luz resplandeciente, llegué a Damasco llevado de la mano por los que estaban conmigo. Entonces un hombre llamado Ananías, hombre piadoso según la Torá, que tenía buen testimonio de todos los judíos que allí habitaban, vino a verme, se acercó y me dijo: “Hermano Saulo, recibe la vista”. Y yo en aquel momento recobré la vista y lo vi. Él dijo: “El Dios de nuestros padres te ha escogido para que conozcas su voluntad, veas al Justo y oigas la voz de su boca, porque serás testigo suyo ante todos los hombres, de lo que has visto y oído. Ahora, ¿por qué te detienes? Levántate, bautízate y lava tus pecados invocando su nombre”. Volví a Jerusalén, y mientras estaba orando en el Templo me vino una visión. Vi al Señor, que me decía: “Date prisa y sal rápido de Jerusalén, porque no recibirán tu testimonio acerca de mí”. Yo dije:

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“Señor, ellos saben que yo encarcelaba y azotaba en todas las sinagogas a los que creían en ti, y cuando se derramaba la sangre de Esteban tu testigo, yo mismo también estaba presente y consentía en su muerte, y cuidaba las ropas de los que lo mataban”. Pero el Señor me dijo: “Ve, porque yo te enviaré lejos, a los gentiles”. (Pablo se refería a un suceso en el que una turba de judíos habían apedreado hasta la muerte a Esteban, un griego que se convirtió al Camino de los santos, que creyó en Cristo. Esteban fue uno de los diáconos que ayudaban a servir las mesas en la congregación de los creyentes. Antes de morir, Esteban, lleno del Espíritu Santo, alzó los ojos al cielo y vio la gloria de Dios y a Jesús que estaba a la derecha de Dios. Al decirles lo que estaba viendo, los judíos se taparon los oídos y arremetieron todos contra él. Los que lo apedrearon, pusieron sus ropas a los pies de Saulo, ahora llamado Pablo, para que se las cuidara.) Este discurso de Pablo enardeció a los presentes, y lo habrían matado allí mismo, pero Pablo invocó su ciudadanía romana, y los soldados lo custodiaron de vuelta a su celda. La noche siguiente el Señor Jesucristo se le presentó a Pablo y le dijo: “Ánimo Pablo, porque así como has testificado acerca de mí en Jerusalén, así es necesario que testifiques también en Roma”. Enviaron a Pablo a Cesarea ante el gobernador Félix, quien lo mantuvo preso con ciertas comodidades por dos años. Pero cuando el gobernador romano Festo sucedió a Félix, Pablo solicitó ser juzgado en Roma, ante el César. El rey Agripa de Judea (Herodes Agripa II, quien era bisnieto de Herodes el grande), estaba de visita en Cesarea, y al enterarse del caso de Pablo sintió curiosidad de conocerlo. El gobernador Festo presentó pues a Pablo ante el rey Agripa, quien le dijo a Pablo: 308


–Se te permite hablar por ti mismo. Pablo, extendiendo la mano, comenzó así su defensa: –Estoy muy feliz, rey Agripa, de poder defenderme hoy delante de ti de todas las cosas de las que soy acusado por los judíos. Principalmente porque tú conoces todas las costumbres y cuestiones que hay entre los judíos, por lo cual te ruego que me oigas con paciencia. Mi vida, desde mi juventud, la cual desde el principio la pasé en mi nación, en Jerusalén, la conocen todos los judíos. Ellos también saben que yo, desde el principio, si quieren testificarlo, viví conforme a la más rigurosa secta de nuestra religión: como fariseo. Ahora, por la esperanza de la promesa que Dios hizo a nuestros padres, soy llevado a juicio. Promesa cuyo cumplimiento esperan alcanzar nuestras doce tribus, sirviendo constantemente a Dios de día y de noche. Por esta esperanza, rey Agripa, soy acusado por los judíos. ¡Qué! ¿Se juzga entre ustedes como algo increíble que Dios resucite a los muertos? Es cierto que yo había creído mi deber hacer muchas cosas contra el nombre de Jesús de Nazaret, lo cual también hice en Jerusalén. Yo encerré en cárceles a muchos de los santos, habiendo recibido poderes de los principales sacerdotes. Y cuando los mataron, yo di mi voto. Y muchas veces, castigándolos en todas las sinagogas, los forcé a blasfemar. Y sumamente enfurecido contra ellos, los perseguí hasta en las ciudades extranjeras. Ocupado en esto, iba yo a Damasco con poderes especiales y en comisión de los principales sacerdotes, cuando a mediodía, rey Agripa, yendo por el camino, vi una luz del cielo que sobrepasaba el resplandor del sol, que me rodeó a mí y a los que iban conmigo. Habiendo caído todos nosotros en tierra, oí una voz que me hablaba y decía en lengua hebrea: “Saulo, Saulo, ¿por qué me persigues? Dura cosa te es dar patadas contra el aguijón”. Yo entonces dije: 309


“¿Quién eres, Señor?” Y el Señor dijo: “Yo Soy Jesús, a quien tú persigues. Pero levántate y ponte de pie, porque para esto he aparecido a ti, para ponerte por ministro y testigo de las cosas que has visto y de aquellas en que me apareceré a ti, librándote de tu pueblo y de los gentiles, a quienes ahora te envío para que abras sus ojos, para que se conviertan de las tinieblas a la luz y del poder de Satanás al poder de Dios. Para que reciban, por la fe en mí, perdón de pecados y herencia entre los santificados”. Por lo cual, rey Agripa, no fui rebelde a la visión celestial, sino que anuncié primeramente a los que están en Damasco y Jerusalén, y por toda la tierra de Judea y a los gentiles, que se arrepintieran y se convirtieran a Dios, haciendo obras dignas de arrepentimiento. Por causa de esto los judíos, arrestándome en el Templo, intentaron matarme. Pero habiendo obtenido auxilio de Dios, permanezco hasta el día de hoy dando testimonio a pequeños y a grandes, no diciendo nada fuera de las cosas que los profetas y Moisés dijeron que sucederían: que el Mesías, el Cristo debía padecer, y ser el primero de la resurrección de los muertos, para anunciar luz al pueblo y a los gentiles. Al decir él estas cosas en su defensa, Festo el gobernador romano de Judea, gritó: –¡Estás loco, Pablo! ¡Las muchas letras te vuelven loco! Pero él dijo: –No estoy loco, excelentísimo Festo, sino que hablo palabras de verdad y de cordura. El rey, delante de quien también hablo con toda confianza, sabe estas cosas, pues no creo que ignore nada de esto, porque no se ha hecho esto en ningún oculto rincón. ¿Les crees, rey Agripa, a los profetas? Yo sé que crees.

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Agripa le dijo a Pablo: –¡Por poco me convences de hacerme cristiano! Pablo dijo: –¡Quisiera Dios que por poco o por mucho, no solamente tú, sino también todos los que hoy me oyen, fueran como yo soy, excepto por estas cadenas! A causa de esta conversación, tanto Festo como Agripa estuvieron de acuerdo en que lo habrían dejado libre al instante, si Pablo no hubiera solicitado ser juzgado por el César. Lo enviaron a Roma: así llegó el Evangelio del Reino de Dios hasta la capital misma del Imperio Romano. Pablo terminó sus días siendo sacrificado en Roma como mártir por Jesús, después de haber peleado la buena batalla de la fe. Es tal vez el mayor promotor del Evangelio que haya existido, y el Señor Jesucristo se le apareció en muchas ocasiones.

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LA REVELACIÓN DE JUAN El Evangelio de Jesucristo se extendió de manera muy rápida, sufriendo sus seguidores persecución y muerte, pero ganando grandes victorias en la fe. Los seguidores de Jesucristo hicieron grandes milagros, sanaron enfermos, cambiaron vidas, predicaron el Evangelio a judíos y gentiles, viajaron a muchas regiones, se enfrentaron a castigos, cárceles, azotes. La mayoría de los apóstoles murieron crucificados, decapitados, traspasados por lanzas, por flechas, apedreados, mártires de la fe en Cristo. El historiador Flavio Josefo escribió acerca de la muerte de Jacobo, llamado Santiago, el hermano del Señor Jesús (es pertinente recordar que su hermano biológico Jacobo no creyó en él durante su ministerio, pero Pablo relata que después de resucitar, Jesús se le apareció a Jacobo estando solo, y a partir de aquel encuentro llegó a convertirse en uno de los pilares de la iglesia de Cristo). Flavio Josefo escribió: “El rey privó del pontificado a José Caifás, y lo concedió a Ananías, hijo de Anás. Según se dice, Anás el mayor fue un hombre de muchísima suerte: tuvo cinco hijos, y dio la casualidad de que los cinco obtuvieran el pontificado, siendo el primero que por mucho tiempo disfrutó de esta dignidad. Tal caso no se dio anteriormente con ningún otro pontífice. El joven Ananías que, como dijimos, recibió el pontificado, era hombre de carácter severo y notable valor. Pertenecía a la secta de los saduceos, que comparados con los demás judíos son inflexibles en sus puntos de vista, como antes indicamos. Siendo Ananías de este carácter, aprovechándose de la oportunidad, pues Festo había fallecido y Albino todavía estaba en camino, reunió al Sanedrín (el concilio judío). Llamó a juicio a Jacobo, el hermano de Jesús a quien le llamaban Mesías. El nombre del hermano era Jacobo, también llamado Santiago, y con él hizo comparecer a varios otros. Los acusó de ser infractores a la ley y los condenó a ser apedreados.

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Los habitantes de la ciudad, más moderados y afectos a la Ley, se indignaron. A escondidas enviaron mensajeros al rey, pidiéndole que por carta exhortara a Ananías a que, en adelante, no hiciera tales cosas, pues lo realizado no estaba bien”. El único de los apóstoles que murió de causas naturales fue el apóstol Juan (de quien Jesús había dicho: “si yo quiero que él quede hasta que yo vuelva, ¿a ti qué?”). Siendo ya un anciano, estaba el apóstol Juan, el discípulo amado de Jesús, encarcelado en la isla de Patmos, cuando el Señor se le apareció en revelación para manifestar a sus santos las cosas que deberían suceder en los tiempos finales: el regreso del Hijo del Hombre y el Día del Juicio de Dios (de este acontecimiento escribiremos extensamente en la novela “El Día del Juicio de Dios” que sirve de continuación a esta Biografía de Jesucristo). El apóstol Juan escribió al respecto: –Yo Juan, escribo a las siete iglesias que están en Asia. Gracia y paz para ustedes, de parte del que es y que era y que vendrá. De los siete espíritus que están delante de su trono, y de Jesucristo, el testigo fiel, el primogénito de los muertos y soberano de los reyes de la tierra. El que nos ama, nos ha lavado de nuestros pecados con su sangre y nos hizo reyes y sacerdotes para Dios, su Padre. A él sea la gloria y el Imperio por los siglos de los siglos. Amén. Él viene con las nubes: Todo ojo lo verá, y los que lo traspasaron y todas las familias de la tierra se lamentarán por causa de él. Sí, amén. “Yo Soy el Alfa y la Omega, principio y fin”. dice el Señor, el que es y que era y que ha de venir, el Todopoderoso.

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Juan, hermano y compañero de todos los creyentes en la tribulación, en el reino y en la permanencia de la fe en Jesucristo, se encontraba preso en la isla llamada Patmos por causa de la palabra de Dios y del testimonio de Jesucristo. Allí vio en revelación del Espíritu el día del Señor, y oyó detrás de él una gran voz como de trompeta, que decía: “Yo Soy el Alfa y la Omega, el primero y el último. Escribe en un libro lo que ves y envíalo a las siete iglesias que están en Asia: a Éfeso, Esmirna, Pérgamo, Tiatira, Sardis, Filadelfia y Laodicea”. Se volvió para ver la voz que hablaba con él, y vio siete candelabros de oro, y en medio de los siete candelabros a alguien semejante al Hijo del Hombre, vestido de una ropa que llegaba hasta los pies, y tenía el pecho ceñido con un cinto de oro. Su cabeza y sus cabellos eran blancos como blanca lana, como nieve. Sus ojos, como llamas de fuego. Sus pies eran semejantes al bronce pulido, refulgente como en un horno, y su voz como el estruendo de muchas aguas. En su mano derecha tenía siete estrellas. De su boca salía una espada aguda de dos filos y su rostro era como el sol cuando resplandece con toda su fuerza. Cuando Juan lo vio, cayó a sus pies como muerto. Pero el Señor puso su mano derecha sobre Juan y le dijo: “No temas. Yo Soy el primero y el último. El que vive. Estuve muerto, pero vivo por los siglos de los siglos, amén. Y tengo las llaves de la Muerte y del Infierno. Escribe entonces las cosas que has visto, las que son y las que van a ocurrir después de estas. Respecto al misterio de las siete estrellas que has visto en mi mano derecha, y de los siete candelabros de oro: las siete estrellas son los ángeles de las siete iglesias, y los siete candelabros que has visto son las siete iglesias. Escribe al ángel de la iglesia en Éfeso: El que tiene las siete estrellas en su mano derecha, el que camina en medio de los siete candelabros de oro, dice esto: 314


Yo conozco tus acciones, tu arduo trabajo y tu constancia, y que no puedes soportar a los malos, has probado a los que se dicen ser apóstoles y no lo son, y has comprobado que son mentirosos. Has sufrido, has sido constante, has trabajado arduamente por amor de mi nombre y no has desmayado. Pero tengo en contra de ti que has dejado atrás el amor que tenías en un principio. Recuerda por lo tanto de dónde has caído, arrepiéntete y haz las obras que hacías al principio, pues si no te arrepientes, vendré pronto a ti y quitaré tu candelabro (es decir, tu iglesia) de su lugar. Pero tienes a tu favor esto: que aborreces las obras de los Nicolaítas (eran una secta que aunque pertenecía a la iglesia, su modo de vida era pagano, no cristiano. Practicaban y enseñaban un libertinaje espiritual), las cuales yo también aborrezco. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré a comer del árbol de la vida, que está en medio del paraíso de Dios. Escribe al ángel de la iglesia en Esmirna: El primero y el postrero, el que estuvo muerto y vivió, dice esto: Yo conozco tus acciones, tu aflicción, tu pobreza (aunque eres rico) y la blasfemia de los que dicen ser judíos y no lo son, sino que son sinagoga de Satanás. No temas por lo que vas a sufrir. El diablo echará a algunos de ustedes en la cárcel para ser probados y tendrán aflicción por diez días. ¡Sé fiel hasta la muerte y yo te daré la corona de la vida! El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. El vencedor no sufrirá el daño de la segunda muerte. Escribe al ángel de la iglesia en Pérgamo: El que tiene la espada aguda de dos filos dice esto: Yo conozco tus acciones y dónde habitas: donde está el trono de Satanás. Pero retienes mi nombre y no has negado mi fe ni aún en los días en que Antipa (no se refiere al rey, sino a un mártir cristiano con el mismo nombre) mi testigo fiel, fue asesinado entre ustedes, donde habita Satanás. Pero tengo unas pocas cosas en contra de ti: que tienes ahí en tu iglesia a los 315


que retienen la enseñanza de Balaam, que enseñaba a Balac a hacer caer a los hijos de Israel, a comer de cosas sacrificadas a los ídolos y a cometer fornicación (en lo físico se refiere a tener relaciones sexuales fuera del matrimonio, o al adulterio también; en lo espiritual se refiere a mezclar la fe con comportamientos inmorales). Y también tienes a los que retienen la doctrina de los Nicolaítas, la que yo aborrezco. Por tanto, arrepiéntete, pues si no, vendré pronto hasta ti y pelearé contra ellos con la espada de mi boca. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Al vencedor le daré de comer del maná escondido, y le daré una piedrecita blanca y en la piedrecita un nombre nuevo escrito, el cual nadie conoce sino el que lo recibe. Escribe al ángel de la iglesia en Tiatira: El Hijo de Dios, el que tiene ojos como llama de fuego y pies semejantes al bronce pulido, dice esto: Yo conozco tus acciones, tu amor, tu fe, tu servicio, tu constancia y que tus hechos últimos son superiores a los primeros. Pero tengo en contra de ti que toleras que esa mujer Jezabel, que se dice profetisa, enseñe y seduzca a mis siervos para fornicar y para comer cosas sacrificadas a los ídolos. Yo le he dado tiempo para que se arrepienta, pero no quiere arrepentirse de su fornicación. Por tanto, yo la arrojo enferma en cama, y en gran aflicción a los que adulteran con ella, si no se arrepienten de las obras de ella. A sus hijos los heriré de muerte y todas las iglesias sabrán que Yo Soy el que ve todo de la mente y el corazón. Le daré a cada uno según sus obras. Pero a los demás que están en Tiatira, a los que no tienen esa doctrina y no han conocido lo que ellos llaman “las profundidades de Satanás”, yo les digo: no les impongo ninguna otra carga, pero la que tienen, reténganla hasta que yo regrese. Al vencedor, al que haga mis obras hasta el fin, yo le daré autoridad sobre las naciones, como yo también la he recibido de mi Padre. Las regirá con vara de hierro y serán quebradas como un vaso de alfarero (aquí Jesús hizo una referencia a la señal de la vasija rota del profeta Jeremías). Y le daré la estrella de la mañana. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. 316


Escribe al ángel de la iglesia en Sardis: El que tiene los siete espíritus de Dios y las siete estrellas dice esto: Yo conozco tus acciones, que tienes nombre de que vives y en realidad estás muerto. Sé vigilante y sé firme en las otras cosas a las que debes morir, porque no he encontrado bien acabadas tus obras delante de Dios. Acuérdate pues, de lo que has recibido y oído. Obedécelo y arrepiéntete, pues si no velas, vendré sobre ti como ladrón y no sabrás a qué hora vendré por ti. Pero tienes unas pocas personas en Sardis que no han manchado sus ropas y andarán conmigo en vestiduras blancas, porque son dignas. El vencedor será vestido de vestiduras blancas, y no borraré su nombre del libro de la vida, y confesaré su nombre delante de mi Padre y delante de sus ángeles. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias. Escribe al ángel de la iglesia en Filadelfia: Esto dice el Santo, el Verdadero, el que tiene la llave de David, el que abre y ninguno cierra, y cierra y ninguno abre: Yo conozco tus acciones. Por eso, he puesto delante de ti una puerta abierta, la cual nadie puede cerrar, pues aunque tienes poca fuerza, has obedecido mi palabra y no has negado mi nombre. De la sinagoga de Satanás, de los que dicen ser judíos y no lo son, sino que mienten, te daré a algunos. Yo haré que vengan y se postren a tus pies reconociendo que yo te he amado. Porque has obedecido la palabra de mi paciencia, yo también te salvaré de la hora de la prueba, que vendrá sobre el mundo entero para probar a los que habitan sobre la tierra. Vengo pronto. Retén lo que tienes, para que ninguno tome tu corona. Al vencedor, yo lo haré columna en el templo de mi Dios y nunca más saldrá de allí. Escribiré sobre él el nombre de mi Dios y el nombre de la ciudad de mi Dios: la nueva Jerusalén, la cual desciende del cielo, con mi Dios y mi nombre nuevo. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias.

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Escribe al ángel de la iglesia en Laodicea: El Amén, el testigo fiel y verdadero, el Principio de la creación de Dios, dice esto: Yo conozco tus acciones, que ni eres frío ni caliente. ¡Ojalá fueras frío o caliente! Pero por ser tibio y no frío ni caliente, te vomitaré de mi boca. Tú dices: yo soy rico, me he enriquecido y de nada tengo necesidad. Pero no sabes que eres desdichado, miserable, pobre, ciego y estás desnudo. Por lo tanto, yo te aconsejo que compres de mí, oro refinado en el fuego para que seas rico, y ropas blancas para vestirte, para que no se descubra la vergüenza de tu desnudez. Y unge tus ojos con colirio para que veas. Yo reprendo y castigo a todos los que amo. Sé entonces, celoso y arrepiéntete. Yo estoy a la puerta y llamo. Si alguien oye mi voz y abre la puerta, entraré a él y cenaré con él y él conmigo. Al vencedor le concederé que se siente conmigo en mi trono, así como yo he vencido y me he sentado con mi Padre en su trono. El que tiene oído, oiga lo que el Espíritu dice a las iglesias”. Esas fueron las instrucciones que Jesucristo le dio en visión al apóstol Juan para que las trasmitiera a las iglesias. En seguida le mostró los acontecimientos por venir, los cuales Juan escribió en el libro de las Revelaciones, también llamado Apocalipsis. Jesús le dijo: “Yo vengo como ladrón. Bienaventurado el que vela y guarda sus vestiduras, no sea que ande desnudo y vean su vergüenza”. Una vez que le hubo revelado todas aquellas cosas, Juan vio el regreso de Cristo, la gloria de su aspecto y su nuevo nombre otorgado por Dios: Vio el cielo abierto y había un caballo blanco. El que lo montaba se llamaba Fiel y Verdadero, y juzgaba y peleaba con justicia. Sus ojos eran como llamas de fuego, en su cabeza tenía muchas diademas y tenía escrito un nombre que no conocía nadie sino él mismo. Estaba vestido de una ropa teñida en sangre y su nombre era: “EL VERBO DE DIOS” 318


Los ejércitos celestiales, vestidos de lino finísimo, blanco y limpio, lo siguieron en caballos blancos. De su boca salió una espada aguda para herir con ella a las naciones, y él reinó sobre ellas con vara de hierro. Él pisó el lagar del vino del furor y de la ira del Dios Todopoderoso. En su vestidura y en su muslo tenía escrito el nombre: “Rey de reyes y Señor de señores” (Aquí se cumplió la profecía de Jesús, cuando dijo: “hay algunos de los que están aquí que no probarán la muerte, hasta que hayan visto al Hijo del Hombre viniendo con poder en su Reino”. El apóstol Juan recibió antes de morir la visión de la segunda venida de Cristo en gloria y poder.) El apóstol narra que el jinete del caballo blanco exterminó a los ejércitos enemigos que se reunieron en el Valle del Armagedón. Juan vio además en su visión cómo el jinete apresó a sus líderes y los echó al infierno. Después un ángel ató al diablo y lo envió al abismo por mil años, los mismos que Cristo reinó en la tierra. Pasado ese tiempo, el diablo salió a guerrear pero Cristo lo arrojó al lago de fuego junto con sus demonios, para ser atormentado por toda la eternidad junto con la bestia (el anticristo), el falso profeta, la humanidad que fue condenada en el Juicio, el Hades y la Muerte. Y todas las cosas fueron hechas nuevas. Entonces Juan vio un cielo nuevo y una tierra nueva, porque el primer cielo y la primera tierra habían pasado y el mar ya no existía más. Y vio la ciudad santa: la nueva Jerusalén, descender del cielo, de parte de Dios, ataviada como una esposa hermoseada para su esposo. Y oyó una gran voz del cielo que decía: “El tabernáculo de Dios está ahora con los hombres. Él habitará con ellos, ellos serán su pueblo y Dios mismo estará con ellos como su Dios. Enjugará Dios toda lágrima de los ojos de ellos, y ya no habrá más muerte, ni habrá más llanto, ni gritos, ni dolor, porque las primeras cosas ya pasaron”. El que estaba sentado en el trono le dijo: 319


“Yo hago nuevas todas las cosas”. Aquí es pertinente hacer una observación: en el principio, el Verbo, la Palabra divina de Dios, creó todas las cosas. Después el Verbo se hizo carne y habitó entre los hombres, muriendo por todos para redimir al mundo de la esclavitud del pecado y reconciliar a la humanidad con Dios. Y en el final del tiempo que conocemos, el Verbo de Dios volverá a crear todas las cosas nuevas. En cierto sentido, el final del tiempo será el principio de algo mucho más glorioso. El que estaba sentado en el trono también le dijo al apóstol Juan: “Escribe, porque estas palabras son fieles y verdaderas”. “Hecho está (consumado es). Yo Soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin. Al que tiene sed, le daré gratuitamente de la fuente del agua de vida. El vencedor heredará todas las cosas, y yo seré su Dios y él será mi hijo. Pero los cobardes e incrédulos, los abominables y homicidas, los fornicarios y hechiceros, los idólatras y todos los mentirosos tendrán su parcela en el lago que arde con fuego y azufre, que es la muerte segunda”. Después le mostró un río limpio, de agua de vida, resplandeciente como cristal, que fluía del trono de Dios y del Cordero (Juan vio a Jesucristo como un Cordero y también con su aspecto humano glorificado). En medio de la calle de la ciudad, y a uno y otro lado del río, estaba el árbol de la vida, que produce doce frutos, dando cada mes su fruto, y las hojas del árbol eran para la sanidad de las naciones. Y no había más maldición. El trono de Dios y del Cordero estaba en ella, sus siervos lo servían, veían su rostro y su nombre estaba en sus frentes. Allí no había más noche, y nadie tenía necesidad de luz de lámpara ni de luz del sol, porque Dios el Señor los iluminaba y reinaron por los siglos de los siglos. El Señor le dijo: “Estas palabras son fieles y verdaderas. El Señor, el Dios de los espíritus de los profetas, ha enviado su ángel para mostrar a sus siervos las cosas que 320


deben suceder en breve. ¡Vengo pronto! Bienaventurado el que retiene las palabras de la profecía de este libro”. Al final del Apocalipsis, Juan relata las palabras de Jesucristo: “No selles las palabras de la profecía de este libro, porque el tiempo está cerca. El que es injusto, sea aún más injusto. El que es impuro, sea aún más impuro. El que es justo, practique aún más la justicia, y el que es santo, santifíquese más todavía. ¡Vengo pronto!, y mi galardón conmigo, para recompensar a cada uno según sean sus acciones. Yo Soy el Alfa y la Omega, el principio y el fin, el primero y el último. Bienaventurados los que lavan sus ropas para tener derecho al árbol de la vida y para entrar por las puertas en la ciudad. Pero los perros estarán afuera, y los hechiceros, los fornicarios, los homicidas, los idólatras y todo aquel que ama y practica la mentira. Yo, Jesús, he enviado mi ángel para darles testimonio de estas cosas en las iglesias. Yo Soy la raíz (‘el ancestro’) y el linaje (‘el descendiente’) de David, la estrella resplandeciente de la mañana. El Espíritu y la Esposa dicen: ¡Ven! El que oye, diga: ¡Ven! Y el que tiene sed, venga. El que quiera, tome gratuitamente del agua de la vida”. El Señor Jesucristo, que le dio testimonio de todas estas cosas, le dijo: “¡Ciertamente vengo en breve!” La respuesta de Juan, es la que todos los que amamos y servimos al Señor también decimos:

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¡AMÉN! ¡VEN, SEÑOR JESÚS!

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BIBLIOGRAFÍA Santa Biblia Versión Reina–Valera, revisión 1995 Biblia en español literario Edición básica Copyright © 1995 Sociedades Bíblicas Unidas Biblia de Estudio Versión Reina–Valera 1960 Copyright © 2007 Editorial Vida Biblia Edición Especial con referencias con MAXI Concordancia Versión Reina–Valera 1960 Copyright © 1994 Holman Bible Publishers Biblia Devocional de Estudio Antigua versión Reina–Valera Revisión de 1960 Copyright © 1991 Liga Bíblica Antigüedades de los judíos Historiador Flavio Josefo Traducción de Juan Martín Cordero Amberes, edición 1557 La Guerra de los Judíos Historiador Flavio Josefo Traducción de Juan Martín Cordero Amberes, edición 1557

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