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UN INGLÉS VINO A

BILBAO otros relatos y


UN INGLÉS VINO A

BILBAO otros relatos y

Edición: 2015 © Ayuntamiento de Bilbao Edita y coordina: Ayuntamiento de Bilbao Plaza Ernesto Erkoreka, 1 48007 Bilbao Textos: Jon Uriarte Lauzirika Ilustraciones: Iratxe González Villaluenga Impresión: Grafo, S.A. D.L.: BI-442-2015 INFORMACIÓN PRÁCTICA Bilbao Turismo: www.bilbaoturismo.net Turismo Bizkaia: www.mybilbaobizkaia.net Euskadi Turismo: www.turismo.euskadi.eus OFICINAS DE TURISMO Bilbao Turismo Plaza Circular, 1 Edificio Terminus 48001 Bilbao Teléfono: 944 795 760 Bilbao Turismo. Museo Guggenheim Alameda Mazarredo, 66 (Guggenheim) 48009 Bilbao Oficina de Turismo del aeropuerto de Bilbao Aeropuerto de Bilbao Planta de Llegadas Teléfono: 944 031 444

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Un inglés vino a Bilbao (02) Bilbao, señor del anillo (04) A toda vela (06) Banderas de nuestras madres (08) Leyendas de dos orillas (11) Una isla cercana (12) Sobre raíles infinitos (14) ‘La Bilbaina’ que soñó Phileas Fogg (18) Tumbas en inglés (22) Unidos por la guerra (24) We are football (27) El cable entre Londres y Bilbao (30)


«Un inglés vino a Bilbao / por ver la Ría y el mar / y al ver a las bilbainitas / ya no se quiso marchar. / Y dijo... vale más una bilbainita / con su cara bonita / con su grasia y su sal / que todas las americanas / con su inmenso caudal...».

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Las bilbainadas vienen a ser

páginas cantadas de la vida del viejo Bilbao. Nacieron con alma botxera y aire de habanera, por esas mezclas que gustan al mundo portuario. Y las llevaban, de taberna en taberna y de txakoli en txakoli, txikiteros y cuadrillas de hombres que, txapela en cabeza y vaso en mano, las cantaban entre sorbo y sorbo. Pero más allá de los ríos de la uva, la bilbainada tuvo su recorrido y asentamiento. Sobre todo desde 1898 hasta 1917, años en los que se componían para el Carnaval canciones basadas en «susedidos» de la Villa. Una especie de repaso a los hechos más singulares. De ahí que siempre nos quede la duda del origen de esta, dedicada a un misterioso inglés. Recordemos que, viniendo la cosa de antes, los siglos XVIII, XIX y XX confirmaron que la relación entre Bilbao y los británicos tenía algo especial. Tanto, que en el Lexicón bilbaino o, como nos gusta llamarlo, el «idioma del Botxo», aquellos visitantes que venían a explotar nuestras minas o por asuntos navales eran conocidos como «yonis». Y algo bueno verían los armadores vascos que decidieron mandar a sus hijos a estudiar a aquellas islas del norte. Sobre el nombre de aquel «yoni» nada se sabe. Unos dicen que fue ingeniero de minas y otros que un

marino al servicio de una empresa naval bilbaina. Lo único cierto es que muchos han querido encontrar huellas de su identidad en las estrofas de la vieja bilbainada. De hecho existe otra versión en la que se apunta oficio y localización.

«Un inglés vino a Bilbao / para comprar mineral / y al ver a las bilbainitas / ya no se quiso marchar / (estribillo) vale más... etc. / Dos veces al día sube / por Olabeaga la mar / a echar a las bilbainitas / dos puñaditos de sal / (estribillo) vale más... etc. / Este viajero lord de Inglaterra / vio tantas tierras, vino a Bilbao / nuestro comersio, nuestra riquesa / nuestra grandesa, tiene espantao!». Verán que lo de ser farolines, es decir «orgullosos de lo propio hasta el extremo» viene de lejos. Solo así se explica que cantemos que un inglés quedó impactado ante nuestra grandeza. Pero hay algo más que convierte esta bilbainada en única. Si piden a alguien de nuestra Villa que se arranque con

una, lo hará con la del Athletic Club o con la del inglés enamorado. Curiosamente ambas hablan de nuestra relación con las islas británicas. Por algo será. De hecho, tanto la capital de Bizkaia como toda Euskal Herria comparten rasgos folclóricos con Gran Bretaña e Irlanda. Empezando por dos villancicos vascos que adoptaron como propios en Inglaterra. Y todo por el pastor protestante Sabine Baring-Gould. Además de religioso era hombre docto en Historia y Literatura. Tras escuchar un villancico nuestro, lo transformó en su Gabriel’s Message y, con la base musical de otro, creó The Infant King. Si preguntan en Inglaterra les dirán que son autóctonos de las islas. Y puede que así sea. Al fin y al cabo, las aguas tocan ambas orillas uniendo tierras. Esta guía no es sino una pincelada de lo mucho que nos unió y, aún hoy, nos une. Hay algo misterioso en la relación entre este orgulloso agujero con alma de isla y esas islas con espíritu de agujero que se resisten a dejar de ser lo que fueron. Quizá la clave esté en que, como dijo Sherlock Holmes «Cuando todo aquello que es imposible ha sido eliminado, lo que quede, por muy improbable que parezca, es la verdad». Y a veces, la verdad, se viste de leyenda. O de bilbainada. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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BILBAO, SENOR DEL ANILLO

«Cuando el señor Bilbo Bolsón de Bolsón Cerrado anunció que muy pronto celebraría su cumpleaños centésimo decimoprimero con una fiesta de especial magnificencia, hubo muchos comentarios y excitación en Hobbiton». Así arranca el primer capítulo de la mítica obra de

Tolkien, El Señor de los anillos. Y ese nombre, Bilbo, trae de cabeza a filólogos, historiadores y fanáticos del padre del anillo de la Tierra Media. Cada cual tiene su teoría. Pero casi todas concluyen que Bilbo, el hobbit con el que todo comienza, debe su nombre a Bilbao.


No es conclusión propia, sino ajena. Y tiene sentido. John Ronald Reuel Tolkien fue un británico que nació en Sudáfrica. Esto lo sabe toda persona que tenga ojos, vista o tacto, porque su nombre ya es universal gracias, más allá de la literatura, al mundo del cine. Quizá también sepan que, hasta 1945, fue profesor de anglosajón en la Universidad de Oxford y, desde entonces hasta 1959, dio lengua y literatura inglesa en Merton. Vamos que era hombre ilustrado y docto en lenguas propias y ajenas. Y hay otro detalle que no debemos obviar. Huérfano de padre primero y de madre después, fue educado en la religión católica por Francis Xavier Morgan. Jesuita nacido en Cádiz y de origen galés. Hablamos de tiempos en los que las relaciones entre Inglaterra y Bilbao eran más que evidentes. Los lazos comerciales y la siderometalurgia unían ambas tierras. Es este uno de los argumentos a los que se aferran los defensores de que Bilbo se llama así en honor a la daga vizcaína o Biscayne daga. Forma, esta última, de referirse en inglés a una espada que se fabricaba en Bilbao y su entorno, muy popular tanto en Inglaterra como en América. Habitual en el siglo XVI era una espada corta, admirada por sus opciones de manejo. Venía a ser un recurso ante el poderío del enemigo y una forma ágil de sorprenderle. Pero Bilbo también aparece, como tal, en espadas fabricadas en otros lugares. De hecho existen espadas Bilbo en museos de San Petersburgo, de Milán, de Torino, en la Royal Armouries de Leeds o en la enigmática Torre de Londres. No es descabellado, por tanto, que Tolkien denominara así a su personaje. Un hobbit, por cierto, que encuentra una espada similar en un momento clave de la narración. Y por si fuera poco, también hay referencias a esta espada en algunas obras de William Shakespeare. En Las alegres Comadres de Windsor, por ejemplo, se habla de una espada Bilbo. También en Hamlet, solo que en este caso la palabra es «Bilboes» y se refiere a unos grilletes fabricados con un excelente metal que los hacía poderosos. Que fuera Bilbo y no Bilbao puede responder a que el topónimo en euskera era muy frecuente en los textos, sobre todo religiosos, hasta

el siglo XVIII. Y recordemos la educación y la orden religiosa a la que pertenecía el profesor de Tolkien. Pero ya que lo contamos todo, añadamos que existió un juego en Francia llamado «Bilboquet», allá por el XV y el XVI, al que también se conocía como «Juego del Anillo». Aunque, por algún motivo, los estudiosos del creador de El hobbit, y de sus posteriores andanzas, apuntan hacia nuestra Villa como origen del nombre. De hecho, hay un detalle que apenas se subraya pero que resulta interesante. En el prólogo, Tolkien habla de los Hobbit y de su aldea. Y la describe como un pueblo sencillo y antiguo. No había para ellos paraje mejor que un campo bien aprovechado y ordenado. Reían, comían y bebían, a menudo, de buena gana. Tenían una lengua propia, varias en realidad, pero acabaron hablando la llamada Lengua Común, lo que no impidió que mantuvieran nombres y vocablos de la vernácula, para designar a personas y cosas, como los meses o los días. Llevaban buena cuenta de sus parientes y estaban orgullosos de sus orígenes y familia. Pero todo eso fue cambiando cuando Bilbo se perdió un tiempo «en las profundas y negras minas de los Orcos». Porque fue allí donde posó una mano sobre el piso de un túnel... y encontró un anillo. Así, la tierra verde de un pueblo agrícola y ganadero veía cambiar su vida y su futuro por las minas y los hornos que transformaban el subsuelo en poderosos y deseados «tesoros». Y, lo que es más curioso, Bilbo se salva finalmente de morir a manos del horrendo y condenado Gollum, gracias a que lleva una poderosa daga de los Elfos que le sirve de espada. No me digan que no ven más de un paralelismo con esta Villa, la famosa arma y sus gentes. Si hoy les traemos esta teoría es porque hay voces desde Inglaterra que investigan, preguntan y debaten sobre el origen del nombre del famoso hobbit. Y puede que la clave siempre estuviera en Bilbao. Al fin y al cabo la obra de Tolkien, El Hobbit, arranca diciendo «En un agujero vivía un hobbit...». Quién sabe si ese agujero no es una metáfora de cierto «botxo» horadadado en una Comarca al noroeste de la Tierra Media. Ese que llaman Bilbo, también conocido como Bilbao. Quizá sea solo una loca teoría, pero merece la pena tenerla en cuenta. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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A TODA VELA El Titanic guarda en el fondo

del mar un tesoro de Bilbao. Pero antes de sumergirnos para buscarlo, vamos a hacer un poco de Historia. La que encontramos en las páginas que se escribieron desde uno y otro lado del Golfo de Bizkaia y el Canal de la Mancha. Newport y Bilbao, por ejemplo, comparten varias. Por un lado, ambos tienen puentes transbordadores. El de la ría bilbaina, llamado Puente Bizkaia, fue pionero y visitarlo siempre resulta placentero porque, generoso, deja que nos subamos a él para contemplar las aguas que van y vienen y el mundo que la rodea. Pero hay más. En la mencionada ciudad galesa se encuentra el pecio de un barco vasco. Es la forma que tiene el mar de recordarnos que velas y hélices viajaron de una a otra orilla durante siglos. De hecho, el término Golfo de Bizkaia tiene entre sus máximos defensores a las gentes británicas del mar. Por ejemplo, la máxima autoridad internacional en materia de delimitación de mares, la International Hydrographic Organization, considera el Golfo de Bizkaia, al que se refieren como Bay of Biscay, como un mar. En su publicación Limits of oceans and seas, que viene a ser la Biblia de los mares y océanos, le asigna el número de identificación 22. Y lo define así: «Una línea que une el cabo Ortegal con el extremo occidental de Ouessant (punta de Pern) a través de

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esta isla al extremo oriental del mismo (Lédénès) y desde allí, hacia el Este, sobre el paralelo 48º 28’ N hasta la costa de Bretaña». Vamos que, nuestras aguas merecen respeto. No lo decimos nosotros, sino quienes saben de ellas. Piénsenlo, cuando se acerquen a nuestras playas y acantilados y miren hacia las olas. Ese mar tiene un nombre: Golfo de Bizkaia. Que quede claro. Dicho lo cual, cumplamos con nuestro viaje hasta los restos del Titanic. Para ello viajaremos en el tiempo hasta el año 1912.

De Bilbao al ‘Titanic’ El Campo Volantín lucía hermoso aquella mañana de marzo. Pero el traicionero viento a punto estuvo de hacerle perder su sombrero. Tras acceder a la Gran Vía, aceleró el paso y surcó el agitado mar de tranvías y peatones hasta lograr llegar a su destino. Al entrar en la pastelería, miradas y voces se detuvieron. Primero, por su elegancia. Después, por su extraño pedido. Un kilo de toffees. Mucho para una dama. Pero, lo más sorprendente, era su enigmático destino. Alguien lo recogería en Madrid, para llevarlo después a América, «en un largo viaje por mar». Semanas después la familia Arrese descubrió que aquella caja era para uno de los pasajeros del Titanic. Ramón Arteagaveytia. Hijo y


Piénsenlo, cuando se acerquen a nuestras playas y acantilados y miren hacia las olas. Ese mar tiene un nombre: Golfo de Bizkaia. Que quede claro.

nieto de Santurtzi y Barakaldo. Así se lo contaron a Concepción Arrese y esta, después, a su nieto Gonzalo. La clienta que realizó el encargo era la abuela de un amigo suyo, Patrick Marcuartu. Existen textos y hasta un libro sobre el viaje de Arteagaveytia en el Titanic. Cierto que no está confirmado que fuera el receptor de los toffees, pero todo apunta a que fue así. Además, su viaje tuvo un prefacio singular. Ramón Bernardo, su padre, nació en el barrio de El Mello, en Santurtzi, en 1796. Quedándose huérfano emigró a América y en 1814 llegó a Uruguay. Trabajó primero de remero y después en una imprenta, hasta que logró crear la primera empresa de transporte marítimo Montevideo-Buenos Aires. En 1826 se casó con Mª Josefa Gómez y tuvieron diez hijos. El quinto, nació el siete de julio de 1840. Le llamaron Ramón Fermín. El hombre que, siendo ya septuagenario, acabaría embarcando en el Titanic. Y eso que siempre sufrió pesadillas por algo sucedido en 1871. Cruzando el Mar de la Plata, en el transbordador América, se declaró un incendio. La decisión de lanzarse al agua y nadar durante horas le salvó de morir abrasado o ahogado. Esta experiencia le marcaría de por vida, pero no le impidió seguir navegando. Y aun menos, que comprara un billete para el viaje inaugural de un barco que decían era «insumergible». Arteagaveytia pretendía dirigirse a Cherburgo, Normandía, a tiempo de embarcar en

el Titanic y llegar a EE.UU. Lo sabemos porque envió una última carta antes de partir. En ella habla de asuntos familiares y del tamaño y los grandes lujos del imponente trasatlántico. Viajaba en primera, no podía ser de otra manera, codeándose con magnates como Benjamín Guggenheim, los Astor, Strauss o el mismísimo Bruce Ismay, director de la compañía. Pero hubo otros. Como Manuel Urrutxurtu, mexicano de origen vasco, con quien compartió mesa y travesía. Este hombre valiente acabó cediendo su sitio a una mujer en el bote salvavidas. A cambio, le pidió que contara a su viuda lo sucedido. Años después, la pasajera, entre sollozos, cumplió la promesa y confesó a la mujer de Urrutxurtu que le mintió sobre su vida y circunstancias a este para enternecerlo y lograr que le cediera el sitio. En realidad no hacía falta. Urrutxurtu, como Arteagaveytia eran caballeros de principios. Y eligieron sacrificarse. El segundo, pese a sus 71 años, aguantó durante horas sobre una hamaca que hizo funciones de balsa. Hay un testigo que lo demuestra: su reloj. Fue rescatado junto al cuerpo y señalaba las 4 horas y 53 minutos. El momento en que se detuvieron maquinaria y corazón. Pero no dejó de ser un punto y seguido. Porque su vida y muerte sigue hoy presente en la memoria del naufragio más legendario y famoso de la historia de la humanidad. Ese que guarda entre los restos del mítico trasatlántico una pequeña y oxidada caja de toffees. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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Banderas de nuestras

madres

Con frecuencia muchos visitantes, sobre todo anglosajones, preguntan por el origen de la bandera de los vascos. Y es que raro es encontrar una que, representando a un país, región o ciudad no recuerde a otra. Pero la ikurriña evoca, inevitablemente, a la ‘Union Jack’, o deberíamos decir, quizá,‘Union Flag’. Su diseño no fue casual y, si bien no hay datos concretos, resulta evidente la influencia de la enseña del Reino Unido en la del pueblo vasco. Una bandera, la ikurriña, que nació, precisamente, en Bilbao. Para situarnos en el lugar exacto bajaremos hasta las Siete Calles. Pero antes, vamos a pasar por el Ensanche y a parar en cierto lugar. La actual sede del PNV, que antaño fue la casa de los Arana.


Luis y Sabino Arana Goiri nacieron en el

seno de una familia de ideología carlista a mediados del siglo XIX. Sabino lo hizo el 26 de enero de 1865, siendo el menor de los ocho hermanos. Su educación fue, en gran parte, adquirida en Francia. Para ser exactos en Baiona, dentro del denominado Pays Basque, y años más tarde regresaría con su familia a Bilbao, siendo ingresado como interno en el colegio de la orden de los jesuitas en Orduña. Sobre su figura, legado y debates sobre ambos asuntos hablaremos en otro momento. Incluido el movimiento nacionalista vasco que lideró. Porque hoy vamos a centrarnos en el asunto de la bandera. Aunque deberíamos decir ikurriña, dado que coloquialmente este último término es utilizado únicamente para designar a la enseña del pueblo vasco. Y para el resto se utiliza el término bandera. No siempre fue así. De hecho, nació para representar solo al territorio de Bizkaia. Aunque no nos adelantemos y hablemos de las viejas banderas de nuestras madres. Si bien ya los romanos utilizaban los vexilla, unos estandartes a modo de pequeña vela, fue en la Edad Media cuando comenzaron a usarse las banderas en Europa. Su utilización era sobre todo de carácter naval o militar y en forma de pendón, emblema real o divisa. Hasta que, entre los siglos XVIII y XIX, naciones y regiones del viejo continente las convirtieron, poco a poco, en habituales. Pero cambiaban de forma y significado a la par que los reyes, la extensión de los países o la política de los mismos. Algo que también suUN INGLÉS VINO A BILBAO

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Las banderas, como las gentes que las agitan, tienen su vida propia. Y de la misma forma que el viento nunca sopla igual, ni sabemos hacia dónde nos llevará, la ikurriña siguió ondeando al margen del camino marcado por los hombres.

cedió con la ikurriña. Nació y convivió con otras banderas, hasta convertirse en la definitiva. Y ahora, sí que tenemos que viajar hasta las Siete Calles. En concreto al número 22 de la calle Correo. La bandera vasca se izó por primera vez en Bilbao el día 14 de julio de 1894 con motivo de la inauguración del «Euskaldun Batzokija», en el balcón del que fuera primer centro del Partido Nacionalista Vasco. Estaba situado en la calle Correo, esquina del antiguo Boulevard. Y fue izada por el socio de más edad, Ciriaco de Iturri. Desde entonces su presencia fue cada vez más habitual y tanto su diseño como su contenido fueron modificándose. En la manifestación cívica celebrada en París el 27 de febrero de 1881, entre los 324 estandartes y banderas llamó la atención la de los vascos, según lo manifiesta el mismísimo Víctor Hugo. Dicha bandera tenía estas características: «Dos partes: colores verticales; rojo, junto al palo representando a Navarra y blanco, el resto, representando a las restantes regiones vascas. En cada ángulo, una estrella dorada, una por cada región. En el centro un escudo con cuatro cabezas de reyes moros sobre fondo de oro. La divisa Laurak-Bat sobre una cinta con los colores rojo y amarillo». Años más tarde, el 18 de febrero de 1894 una comisión vizcaína acudía a Castejón, Navarra, para formar parte de la manifestación contra el intento de abolir los fueros del ministro Gamazo. Fue allí y entonces cuando los representantes de Bizkaia 10

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hicieron ondear una bandera en la que se podía leer: Jaun-Goikua eta Lege-Zarra. Bizkaitarrak agur eiten deutse Naparrei. [Dios y Ley Vieja. Bizkaia saluda a los Navarros]. ¿Pero por qué esos diseños y esa elección de colores? Si observan atentamente una ikurriña, verán que posee un fondo rojo con una cruz blanca y un aspa verde superpuestas. Y según contaron sus creadores, los hermanos Arana, está basada en el escudo de Bizkaia. Así, el fondo rojo se tomó del fondo del escudo vizcaíno. El aspa verde representa a la Cruz de San Andrés. Que también aparece en dicho escudo del territorio. Y por último la cruz blanca, sería el símbolo del cristianismo que formaba parte intrínseca de los principios del nacionalismo vasco. Lo que a nadie se le escapó ni entonces ni ahora, sobre todo por la estrecha relación entre vascos y británicos, fue la semejanza en el diseño con la Union Jack. ¿Pero qué pasó con aquella bandera izada en Bilbao? Cuentan que la popa de un balandro de Bermeo llamado Aketxe acogió una ikurriña poco después. También se vio dicha enseña en las fiestas de Legendika el 9 de septiembre de 1897, cerca del caserío Kafranga, en un mástil colocado a tal efecto. No sería la última vez que montes o plazas la vieran ondear. Hasta que en 1931 adquiere categoría de bandera de todos los vascos. Curiosamente los hermanos Arana, y en especial Luís, insistían en la necesidad de crear otra bandera que representara a todo el pueblo vasco y a su territorio, ya que la ikurriña había nacido para ser únicamente símbolo de Bizkaia. De hecho en 1912 se intentó adoptar otra de fondo rojo con seis rayas horizontales con la idea nacionalista de aglutinar los seis estados históricos vascos. Pero no cuajó. Las banderas, como las gentes que las agitan, tienen su vida propia. Y de la misma forma que el viento nunca sopla igual, ni sabemos hacia dónde nos llevará, la ikurriña siguió ondeando al margen del camino marcado por los hombres. Como si tuviera vida propia. Solo así se entiende que sobreviviera a los deseos de sus creadores, al paso del tiempo y a quienes, durante años, intentaron vetarla y hacerla desaparecer. Quizá todo se deba a que la ikurriña carga con tanta historia como enigmas. Algo que, por cierto, también sucede con la «Union Jack».


LEYENDAS DE DOS ORILLAS Ya que hay elementos comunes en el pasado

entre británicos y vascos, resulta obligado hablar del lauburu. Este símbolo tan utilizado en Euskal Herria tiene origen indoeuropeo. Existe en otras civilizaciones y ha sido utilizado tanto para el bien como para el mal y guarda tanto simbolismos como misterio. No es raro pues, que gentes llegadas del norte se sorprendan al ver el lauburu en puertas, telas o dibujos. Sobre todo quienes conocen un petroglifo de Woodhouse Crag, en el norte de Ilkley Moor, en West Yorkshire. Se le conoce como «La Swastika de Ilkley». Pero es idéntico al lauburu. Por ello, sería bueno viajar a los años pretéritos para comprender el ayer. Bastará con acercarnos al Museo Vasco de Bilbao. Se encuentra en las Siete Calles y ocupa un edificio que, en sí mismo, es un tesoro. Data del siglo XVII y fue «Iglesia y Colegio San Andrés» de la Compañía de Jesús. Allí descubrirán nuestro «Mikeldi». Una escultura de origen incierto, vinculado a la mitología vasca. Quizá tenga que ver con la delimitación de terrenos o con ritos funerarios. Pero es uno de los misterios que guarda este museo. Realidades y leyendas, tan entrelazadas, que comparten espacio en la cultura popular. Como la relativa al primer señor de Bizkaia. Un hombre de origen... ¿escocés? Las primeras noticias sobre los señores de Bizkaia las encontramos a partir de 1040, con Iñigo López. Un noble a las órdenes del Rey de Pamplona, que en 1076 pasó a depender del monarca castellano Alfonso VI. Aunque hay quien apunta a que en el siglo X existió un conde de Bizkaia, llamado Momo, a las órdenes del reino de Navarra. Pero la leyenda es más hermosa. Y tiene que ver con alguien de habla inglesa. Una mujer llegada de tierras escocesas.

Su padre, Rey de Escocia, la envió para que no cayera en manos enemigas. Y la bella princesa llegó a Mundaka, bordeando la Isla de Ízaro. Aquella en la que, en 1422, unos franciscanos construyeron su convento buscando una soledad que nunca fue completa. Hasta el mismísimo Drake desembarcó en ella y mató a los monjes. Ya en 1596, volvió a ser asaltada y quemada por unos convictos de La Rochelle. Pero esa es otra historia. Y antes tuvo lugar la que nos ocupa. Cuentan que la princesa se instaló en otra isla. Txatxarramendi, en Sukarrieta. Puede que fuera un joven o, como cuenta la memoria oral, un diablo llamado Culebro. Pero, durante su primera noche, sucedió algo. Fruto de ello nació Zurian, al que conocían como Zuria, «Blanco». Los años pasaron y se hizo hombre. Por entonces, Alfonso III de León exigió un pago anual a Bizkaia. Un buey, una vaca y un caballo blanco. Y como esta se negó, envió a su hijo Ordoño a reclamarlo. Pero un hijo de rey debía batirse con un igual. Así que los bizkainos recurrieron a Zuria. Este les guió en la batalla, cuyo culmen tuvo lugar cerca de Bilbao, en Padura. La victoria fue para Bizkaia, cuyos habitantes persiguieron a los derrotados hasta el árbol de Luyando. La sangre vertida fue tanta que llamaron al lugar Arrigorriaga, que se derivaría de las palabras «Piedra y roja». Y tras ganar, proclamaron a Jaun Zuria su Señor. Hay otras versiones, pero esta es la más extendida. Y pensar que todo comenzó con una princesa escocesa... Lo curioso es que la historiadora Mairin Mitchell cuenta que el primer rey de Kerry, en Irlanda, fue Eber. Un hombre llegado por mar «desde el norte de la Península Ibérica». Lo que vuelve a demostrar que las leyendas también tienen dos orillas. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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UNA ISLA CERCANA En línea recta, incluyendo el paso por el Golfo de Bizkaia, oeste de Francia y Canal de la Mancha, entre Londres y Bilbao hay 941,35 kilómetros. Menos que, por ejemplo, hasta Cádiz. Quizá por ello hay mucho de común entre una y otra tierra. A veces son pequeños detalles o casualidades. De ahí que resulte curioso y revelador hacer juegos de paralelismos.

EL CLIMA

EL TE

«Todo el mundo habla del tiempo pero nadie hace nada para arreglarlo». Es una vieja frase que se podría aplicar en Gran Bretaña... y en Bilbao. Los ingleses, por ejemplo, tienen una típica lluvia fina.

165 millones de tazas de té se beben cada día en Gran Bretaña.

En Euskadi, y sobre todo en Bilbao, hay una lluvia fina de nombre Xirimiri. Y como la de las islas, moja al foráneo que se confía ante su suave caer.

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Poca gente sabe que en Bilbao el té tuvo mucho predicamento hasta el siglo XX. Sobre todo se consumía en los hogares de familias de clase alta, pero también se tomaba en los cafés y las llamadas degustaciones, hasta que el propio café y el chocolate fueron ganándole la partida. Eso sí, en Bilbao se tomaba a las seis «o´clock».

AUTOBUSES DE DOS PISOS El double-decker bus, el famoso y popular autobús inglés, nació rojo para parecerse a buzones y cabinas y con dos pisos para llevar más viajeros con un solo conductor. Se empezaron a utilizar desde el final de la II Guerra Mundial y en 1956 adquirieron su diseño más famoso. En Bilbao llegaron desde Londres en los años 60. Y al igual que sucedió en la capital inglesa, hubo que retirarlos con gran disgusto de usuarios y ciudadanos en general. Por eso, tanto allí como aquí nacieron otros autobuses de dos pisos que, siendo diferentes, evocan al viejo doubledecker.


EL VESTIR

ENTRE RIO Y RIA

REGATA EN PRIMAVERA

Beau Brummel y el propio Windsor nunca imaginaron que su forma de entender las maneras y el vestir fuera a marcar el estilo inglés en cuestión de moda y estilo.

Por el Támesis han bogado las gabarras de los reyes y ha sido río de comercio, vida y muerte.

La Regata Cambridge-Oxford es una competición anual de remo entre las universidades de ambas localidades que se celebra cada primavera en el río Támesis en Londres.

Pero aún menos soñaron con que ese estilo inglés acabara convirtiéndose en estilo bilbaino. El vestir de nuestra villa siempre siguió los patrones de la City.

EL PARAGUAS Cuentan que los reyes de Asiria ya cubrían sus cabezas con algo que podría denominarse un antepasado del paraguas. Y otras culturas de Asia o África también contaron con objetos similares. Pero cuando llegó a Inglaterra en 1750 fue para mejorar su diseño y quedarse. Bilbao sin paraguas no sería Bilbao. De ahí que ocupe manos y bolsos pese a que el cielo luzca despejado. Nunca se sabe. A finales del siglo XVIII ya existían ocho paragüeros en nuestra Villa. Más que veterinarios o tapiceros y el mismo número que herreros.

El Nervión, tanto siendo masculino como cuando se viste de ría, ha sido camino fluvial de ida y vuelta y sus gabarras han llevado desde carbón hasta glorias deportivas con valor de rey.

EL JABON El jabón Pears, de olor inconfundible y forma ovalada, forma parte de los hogares ingleses, como los cepillos de Kent o las aguas aromáticas de Mayfair. El Chimbo es tan de Bilbao como difícil de doblegar. Una pastilla puede durar más que las manos que la utilizan. Víctor Tapia fundó la fábrica en 1863 en la Ribera de Deusto, en 1988 se trasladó a Zorroza hasta que en 1996 fue derribada. Aun así, actualmente sigue viva en la vecina Getxo demostrando que no hay quien pueda con este jabón con aspecto de toffee y múltiples propiedades.

Inspirado en ello, y en su honor, desde el 16 de mayo de 1981, se celebra en la ría de Bilbao la regata entre la Universidad de Deusto y la Escuela de Ingenieros. Solo hay una condición: que sea en primavera.

LA CERVEZA Thwaites, Adnams, Everards... en Inglaterra cada localidad o barrio tenía y tiene su propia fábrica y marca. En Bilbao, con permiso del vino y los populares txakolis, la cerveza es y será reina de las barras. Ahora por la cantidad. Antaño por su origen. Los navíos que llegaban del norte de Europa desde el siglo XVI ya traían barriles de cerveza. Y en el XVIII ya existían dos fábricas de cerveza en Bilbao, regentadas por los holandeses Pedro Beekvelt y Gullermo Volt. Llegado el XIX la cantidad de fábricas y marcas autóctonas, además de las cerveceras donde se podía degustar la cerveza de la casa y la gastronomía local, se multiplica. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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sobre

Ra les i infinitos


Dicen que las vías son dos vidas condenadas a viajar eternamente juntas sin posibilidad de unirse. Quizá por ello dedican su existencia a acercar lugares y personas. Lo mismo sucede con las ruedas. Y se da la circunstancia de que nuestra tierra y la de Shakespeare saben algo de ese compartir mismos horizontes sin necesidad de unirse. Porque Bilbao y Bizkaia siempre tuvieron aire ‘british’ en asuntos de transportes pese a no compartir bandera o isla. Sobre todo la capital. De ahí que las viejas fotografías del ‘Botxo’ luzcan calles plagadas de taxis negros y autobuses rojos de dos pisos. Como si fuera Londres, pero sin serlo. Siendo Bilbao, sin parecerlo. Y tal pasado tiene su explicación.

Siempre fuimos más de ruedas que de zapatos. La TUB, Tranvías Urbanos de Bilbao, se creó a finales del XIX y se convirtió en la segunda empresa en la Península, tras Oporto, en contar con tranvía eléctrico: la línea Bilbao-Santurce de 1896. Tras ellos llegaría el trolebús. En este caso, fuimos los primeros. Fue el 20 de junio de 1940. Su recorrido, Santiago-Misericordia. Toda una aventura. Desapareció en 1976 y hoy solo sobrevive en viejas fotografías. Imágenes que guardan historias y lo que nosotros llamamos «sucedidos botxeros». Como los que vivió la famosa Línea 1. La primera con mayúsculas. La que mostró nuestra modernidad.

Salía de la Plaza Circular y tardaba hora y media en llegar a Santurtzi. Nunca fue un viaje sencillo. Sobre todo, los días de invierno en las heladas cuestas. El cobrador tenía que salir con su saco de arena y vaciarla en los carriles para que no patinasen las ruedas. Además, era habitual que conductores y cobradores estuvieran pendientes de las salidas del trolebús. Para que luego digan que lo de Fernando Alonso o Hamilton es difícil. En cuanto al pasaje, ¿recuerda la canción «Desde Santurce a Bilbao vengo por toda la orilla»? Pues la larga caminata quedó inmortalizada en la famosa bilbainada, mientras las sardineras decidieron poner raíles a sus viajes. De ahí que su presencia marcara UN INGLÉS VINO A BILBAO

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los tiempos. Dependía de la carga. Si olía a pescado era que el tren iba hacia Bilbao y si la nariz no detectaba aroma a mar, el destino era Santurtzi. Pero si olía a puro... es que había partido. Los domingos de fútbol aquello era una locura. Mucha gente para poco cobrador. Así que no pagaba nadie. Aunque se necesitaba de pericia para cogerlo y dejarlo en marcha. Había un personaje en Zorroza que portaba una pata de palo. Las tardes que caían muchas rondas de vinos y acababa bebido, o como nosotros decimos «iba perfumado», la armaba poniendo la prótesis bajo las ruedas y descarrilando el tranvía. Imaginen la escena. De alguna manera, transportes y viandantes se trataban de tú a tú en aquél Bilbao que jamás imaginó que sería un día peatonal. Por entonces, su empeño era otro. Ser la capital de Europa, junto a Londres, con más variado tipo de transportes recorriendo sus calles. A veces, con los mismos personajes. Como aquél autobús rojo de dos pisos de nuestros años british, cuya versión moderna viaja hoy desde la Peña al Sagrado Corazón. Con suerte, podrán verlo. Los primigenios llegaron de las islas británicas y decidieron quedarse entre nosotros. Como si bajo la lluvia de la Villa revivieran sus días por Oxford Street. Imposible olvidar su puerta. Siendo inglés, aparecía ante nuestros ojos «colocada al revés». Y también recordamos su sonido. Una melodía nacida de sus motores diesel, aire comprimido, puertas y frenos, que envolvía y arropaba a la vieja Villa. La banda sonora de un mundo en rojo autobús, gris asfalto y negro taxi. Los tres colores con los que aparece Bilbao en la memoria. Solo hay un elemento discordante. Un punto azul. Llamarle autobús casi produce risa. Pero lo fue. Y muy querido, además. El azulito. Nacido en los 60, vivió los 70 y los 80. El azulito tenía el encanto de las cosas pequeñas. También era conocido como cielito. Porque era azul y solo entraban «los justos». En él, la tertulia era algo natural. Y era el favorito de los niños. Quizá por ser diferente. No se podía ir de pie, paraba donde querías, si iba lleno pasaba de 16

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largo y sus asientos de skay estaban siempre fríos. Quizá lo vean por otras tierras. Porque hubo, y hay, microbuses y midibuses en medio mundo. Como el llamado liebre en Chile, el custer en El Salvador y Perú, el buseta en Ecuador y Colombia, la camionetica y el autobusete en Venezuela, el combi en Argentina o el pesero y la ruta en México. Y si bien Bilbao fue pionera, ciudades o villas como Madrid también los tuvieron y mantienen. No gozaron de la misma suerte los autobuses de dos pisos o los taxis ingleses que recorrieron las calles del viejo Bilbao. Todo aquello es pasado. Aunque se resiste a partir. De hecho, el ayer sigue en algunos lugares. Como la Estación de Indalecio Prieto, bautizada como Estación de Bilbao y que popularmente es conocida como Estación de Abando. Por nombres que no quede. Comenzó a construirse un 18 de septiembre de 1859 y fue terminada cuatro años más tarde. Siendo décadas en las que Inglaterra era, más que nunca, referente, nombraron ingeniero jefe a Charles Blacker Vignoles, que le dio el aire british que aún conserva. Era soberbia. Incluso tenía rampas de acceso para los carruajes más poderosos. Pero, tras una suspensión de pagos, acabó siendo absorbida por la Norte, empresa ferroviaria que fue nacionalizada en 1941. Ya ven que los años pasaron como las estaciones, con poco tiempo para bajarse o cambiar de vía. De ahí que fuera perdiendo esplendor. En 1940 se demolía y ocho años más tarde erigían un edificio clasicista al que, en los 80 y a finales de los 90, le hicieron sendos liftings. Todo fuera por la modernidad y el progreso. Perdió encanto, pero ganó en vías y pasajeros. Bien lo sabe la vidriera que vigila desde lo alto. 251 metros cuadrados y 14,59 metros de altura. Un gigante de 301 paneles creado en 1948 por el taller Unión de Artistas Vidrieros de Irún. La que aún hoy despide y recibe al visitante que viene y va, o al pródigo que parte soñando con regresar. Pero hay otra huella británica. Y está bajo tierra. Podría haber nacido en 1920. O en 1970. Porque hubo propuesta e intento. Pero no vio la luz hasta 1995. La


excelente red de transporte de la Villa y sus dimensiones convertían la idea de construir un suburbano en poco más que una extravagancia. Pero el camino hacia la modernidad y la necesidad de convertir Bilbao en una completa ciudad de servicios provocaron que el metro naciera a mediados de los 90. Y como todo lo que ve la luz en el Botxo, y lo merece, acabó adquiriendo el título «De Bilbao de toda la vida». Un honor que no está al alcance de cualquiera. Pero nadie dijo que este sea un metro común. Empezando por sus caracolas. Quizá no permitan escuchar el mar, pero le llevará hasta él. Son las bocas que conducen hasta el mundo subterráneo donde el gusano de hierro recorre las vías. Otra vez raíles. Y otra vez con aire inglés. Porque su padre se llama Norman Foster. Y bien sabe que no fue fácil traerlo a este mundo. En su construcción había dos puntos clave. Así que vamos a visitarlos. Uno estaba en la ribera de Deusto, frente a la calle Iruña, donde hoy se encuentra el Puente de Euskalduna. El otro, en la plaza del Arenal, frente al Arriaga. La ría, la eterna lengua de agua, volvía a representar todo un reto. Para atravesarla necesitaron de un monstruo llamado Hidrofresa. Una máquina de 70 toneladas que perfora el terreno como un topo, pero en vertical. Si viajan de Deusto a San Mamés o de Abando al Casco Viejo piensen que tienen la ría sobre sus cabezas. Y ella, empeñada en ser protagonista, impregna el aire de su inconfundible olor. Es la única deferencia que permite un metro que sorprende por su limpieza y la elegancia de las estaciones. Viene a ser como el tren de juguete de un niño afortunado. Y de la misma forma que Austerlitz, personaje de la novela de W.G Sebald, intentaba encontrar pistas sobre su identidad en las estaciones de tren, les animo a que busquen en el metro, paradas en las vías del tiempo. De hecho, son muchas las historias de amor que nacieron durante su construcción entre trabajadores y ciudadanía. Y a veces, ese querer apasionado tiene como destino un objeto. La mencionada caracola. Esas que sirven para entrar y salir. Las que en Bilbao bautizamos como Fosteritos. Uno de los últimos en llegar al mundo de los

símbolos de la Villa. El de una tierra que siempre tuvo un hueco para el ferrocarril ingles... y para sus más elegantes volantes. ¿Sabían que una de las colecciones privadas más espectaculares y grandes de Rolls Royce está en Bizkaia? Exactamente a 31 kilómetros del centro de Bilbao. Viajar a este extraño lugar resulta una aventura cargada de sorpresas. El monte y la tierra dieron todo a un hombre encartado y él se lo devolvió creando un sueño sobre una colina. Se llamaba Miguel de la Vía y fue un emprendedor de las Encartaciones, cuyo instinto empresarial le otorgó grandes éxitos y fortuna. Pero además, era pintor, pianista y acordeonista de talento. Un hombre con inquietudes. Y quizá por ello decidió construir un lugar único y dotarlo de un contenido insólito. En el evocador paraje de Concejuelo de Galdames se alza una torre de defensa que hunde sus cimientos en una época en la que nobles hidalgos se disputaban el poder en las denominadas «Guerras Banderizas» del territorio de Bizkaia. De aquellos años quedan algunas torres como la de los Ochoa García de Loyzaga. Don Miguel diseñó unos bocetos que, en manos de artesanos y canteros, hizo que aquella construcción alcanzara un esplendor que supera, incluso, el que tuvo la original. De manera paralela, dado que De la Vía tenía un hobby singular, creó la «Colección de Coches Antiguos y Clásicos». Y, entre ellos, destaca la «Colección Rolls-Royce», compuesta por cuarenta y cinco vehículos. Hablamos de los primeros modelos de la firma hasta los últimos, pasando por algunos coches que pertenecieron a importantes personajes de la Historia. Algo que pudieron comprobar los representantes del Rolls-Royce Enthusiasts Club, que otorgaron en su visita el título vitalicio de Miembro Honorífico del Club a Miguel de la Vía. Si quieren ver los motivos de tal galardón, recorran los pabellones del museo. Después, miren hacia los árboles y montes. Ellos les contarán secretos de esos coches que viajaron por el mundo, hasta que decidieron que sus ruedas se detuvieran en este hermoso lugar. Un mundo dentro de otro mundo. El que recorren los coches cada vez que los arrancan para que sus motores sigan rugiendo, por los siglos de los siglos. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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La Bilbaina’ que soñó PHILEAS FOGG

En 1872, cuando Julio Verne escribió ‘La vuelta al Mundo en 80 días’ y la publicó por entregas, faltaban 38 años para que se colocara la primera piedra de un edificio que podría haber frecuentado Phileas Fogg. De hecho, ese arrebato en forma de apuesta para demostrar su teoría, le convierte en un ‘bilbaino’ que no sabía que lo era. 18

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Recordemos que en Bilbao se hizo una película en los inicios del cine por una apuesta con una cazuela de angulas por medio. Y se ha cruzado el Atlántico en un velero construido para tal misión, con nueve hombres a bordo que huyeron de los grises años de la posguerra convirtiendo el viaje en una gesta sin precedentes. Hablamos de Barinagarrementeria y sus ocho compañeros del velero Montserrat. Y podríamos seguir con otras aventuras, desventuras y apuestas dignas del señor Fogg. Pero hoy tenemos que visitar el edificio y el tiempo apremia. Nos espera «La Bilbaina». Comenzó a levantarse en 1910. Nació de la necesidad de ciertos bilbainos con poder, posición y posibles, de contar con un lugar como los clubes que habían conocido en sus viajes a Paris y, sobre todo, a Londres. Hasta ese momento sus casas y mansiones acogían reuniones, acontecimientos sociales y cenas de sociedad. Pero faltaba algo. Un lugar exclusivo y compuesto por socios. Dada nuestra afición ancestral por el txoko, como punto de encuentro para hombres unidos por la gastronomía y el ocio, resultaba algo natural dar un paso en este sentido. Su primera sede estuvo en la Plaza Nueva. Pero años más tarde, unos terrenos propiedad del Banco de Bilbao y un solar de 2.000 metros cuadrados quedaron a disposición 20

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de quien quisiera hacerse con ellos. Y los miembros de la Sociedad Bilbaina los compraron. De la obra se encargó Emiliano Amann. Su resultado se encuentra en la calle Navarra, junto al puente del Arenal. Tres millones y medio de pesetas y dos años de trabajo lograron que se inaugurara con pompa y circustancia en 1913. Desde entonces su puerta giratoria ha recibido a ilustres miembros y visitantes de postín. Las elegantes escaleras o el viejo ascensor, con aspecto de pararse tanto en pisos como en décadas, les llevarán a cada uno de los rincones del edificio. Entre ellos, a una biblioteca que podría habitar en Hogwarts, acogiendo a magos en ciernes buscando su destino. 40.000 obras con tesoros propios de un museo. Incunables que dormitan en sus vitrinas esperando a ser despertados. Entre ellos una completa e impecable colección de literatura vasca y una hemeroteca que nos retrotrae a otros tiempos. De hecho, existe una serie de libros que permanecen guardados en una cámara acorazada. Se trata de seis incunables, obras impresas desde 1450 a 1500, como las Tablas Astronómicas de Alfonso X El Sabio, impresa en Venecia en 1483, o la mítica, y dicen que mejor obra de su tiempo, Crónica de Nuremberg, con cerca de 2.000 grabados. También está en esa caja la primera edición del Fuero de Bizkaia, de 1528,


‘La Bilbaina’ es una de esas extravagancias de la Villa que le otorgan la categoría de lugar único. Una especie de club inglés con alma de Bilbao. Ese que habría adorado frecuentar Phileas Fogg.

y el primer libro que se imprimió en Bilbao, De gloria libri, de 1578. Letras que pueden ser recorridas, nunca mejor dicho, en el Tranvía. Una estancia de lectura llamada así por la distribución de las butacas. Pero si son dados al deporte de salón, hay uno dedicado al billar. Sus tapetes han vivido veladas que pasaron a la historia de esta disciplina. Como también lo hicieron las partidas del Salón del Ajedréz, donde el maestro Anatoli Karpov disputó 20 partidas simultáneas. De hecho, su firma permanece en una de las mesas, desafiando el paso de los años cual rey que se resiste a ser vencido. Y todo, rodeado de pinturas y esculturas de artistas de renombre. A veces, más que obras parecen testimonios. Fragmentos de la vida del Bilbao que fue. El que escucharon y guardan las paredes de los salones Bailén o el Senado, donde la tertulia se convierte en arte, para acabar comiendo con la boca y con los ojos en el Salón Arenal. La primera para degustar una gastronomía que asentó, como pocas cocinas, las bases de la restauración en la Villa. La segunda, para disfrutar de sus vistas. En esta singular sociedad, que tiene vinculaciones y acuerdos con las más prestigiosas del planeta, se forjaron negocios y todo acuerdo de alto nivel que tuvo lugar a lo

largo del pasado siglo. Los hombres cuyos retratos ocupan las paredes resultaron determinantes en el caminar del Bilbao industrial, social, político y comercial. Sin olvidar, por cierto, la parte deportiva. En la última planta, la Sociedad guarda otro tesoro. Junto a un coqueto gimnasio se encuentra el que es, posiblemente el frontón más extraño y pequeño del mundo. Una de esas extravagancias que otorgan a «La Bilbaina» categoría de lugar único. Una especie de club inglés con alma de Bilbao. Ese que habría adorado frecuentar Phileas Fogg. El que nació en los tiempos en que el Botxo iba pasando del té al café. Han leído bien. La capital de Bizkaia envió a muchos de sus hijos a cursar estudios en la vieja y señorial Inglaterra. Y al regresar se trajeron el gusto por la especia y la liturgia de las tardes británicas. La hora del té. Y así fue durante siglos, hasta que arrancando el siglo XX el café fue desbancando al chocolate y al té. Y aúnque el primero aún resiste, el segundo intenta hoy regresar en nuevos salones y locales. Lugares donde podría tomar una taza a la temperatura exacta Phileas Fogg antes de emprender el viaje de su vida. Aunque, quizá, querría parar antes en el Club Deportivo. Al fin y al cabo, la mayoría de los deportes que allí se practicaron o practican llegaron desde las islas que hablan inglés. O visitar un cementerio que guarda tantas tumbas como secretos. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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TUMBAS EN INGLÉS

Le llamaban el «Cementerio de los Siete Árboles».

Como si en nuestra tierra todo tuviera que medirse y regirse por los gigantes de madera. Olía a salitre, fango y arrabales. Cuando Horace Young, Cónsul británico, llegó a Bilbao quiso ver el lugar donde dormían el sueño eterno sus compatriotas. La lluvia racheada que entraba por el Oeste subrayaba la imágen fantasmagórica del abandonado lugar. El Cementerio Británico de Bilbao. Aquel que acogió a las gentes de las islas del norte desde el siglo XVIII. Se encuentra a escasos metros del Guggenheim, camino de la pasarela del Padre Arrupe que les lleva hasta la Universidad de Deusto. Una placa así lo recuerda. Y también que fue el lugar en que se empezaron a dar patadas a un balón, germen del Athletic Club, que se utilizó como campo de aterrizaje y que fue solar para paisanos y foráneos dedicados a variados asuntos. Pero hoy vamos a recordar los tiempos en que fue un campo santo cargado de historias. Cuando Young arribó al puerto de Bilbao, el cementerio británico llevaba años a merced de las inundaciones y del paso del tiempo. Para conocer la razón de su existencia hay que viajar hasta los tiempos en que ingleses, galeses, escoceses e irlandeses acudían a la Villa para comerciar o trabajar. Cuando fallecían surgía un problema, sobre todo con los tres primeros, ya que en su mayoría no profesaban la religión cátólica. La necesidad de contar con un lugar adecuado a su doctrina provocó la creación de un cementerio para ellos junto a la ría de Bilbao. Si su aspecto era ruinoso cuando Young llegó, se debía a que los británicos residentes en la Villa no contaban con dinero


para mantenerlo ni la seguridad de que sería suyo por muchos años. Así que, aprovechando la llegada de más gentes de su tierra para la construcción del ferrocarril Bilbao-Tudela, el cónsul británico asístió a un momento clave. La concesión del solar a perpetuidad, desde el 31 de diciembre de 1860. Aprovechando la decisión recaudó dinero para que fuera restaurado. Parecía que ya nada perturbaría la paz de los difuntos. Pero llegó el siglo XX. Cambiaron los tiempos y también las leyes. Algo que afectó a oriundos y visitantes. Empezando por los cementerios. Bilbao ya no veía con buenos ojos que los que se fueron compartieran espacio con los que se quedaban. Y las tumbas pasaron a cavarse fuera del centro primero y en localidades cercanas como Derio, después. Así que el cementerio británico tenía los días contados. Viendo sus propietarios que era imposible mantenerlo en su primigenio lugar, al llegar 1926 adquieren, tras un acuerdo no exento de sudores, un terreno en Loiu. Para otorgarle mayor operatividad, construyeron una capilla protestante y otra católico-romana. Fueron consagradas por el obispo anglicano de Gibraltar y el párroco de Loiu, en mayo de 1929, y los restos fueron trasladados a lo largo de los cuatro meses siguientes. Allí están. Junto a otros que fueron incorporándose y cuyas vidas cargaron tantas historias como aventuras y desventuras. Hay soldados enterrados que cayeron en combate durante la Segunda Guerra Mundial. No todos son británicos. También de otras nacionalidades. Dada la dificultad de encontrar un lugar adecuado, miembros de la Commonwealth y de países aliados lo eligieron para enterrar a los suyos. Incluso hay siete tumbas de combatientes caídos en la Primera Guerra. Actualmente se mantiene, sobre todo, gracias a inversiones privadas. El Cónsul británico actúa como presidente extraoficial del Comité del Cementerio. Para encontrar este singular campo santo deben salir de Bilbao y llegar hasta Loiu, cerca del lugar en el que se sitúa la Torre del aeropuerto. Si buscan por la zona, una placa negra les recibirá con elegante sobriedad. Desde hace unos años se admiten las visitas. Y merece la pena. Recorrer sus angostos caminos permite descubrir tumbas de ingleses, escoceses, galeses, algún irlandés, más de un alemán, escandinavos y hasta de algún chino de los tiempos en que Hong Kong era colonia británica. A veces son solo nombres. Otras, les acompañan palomas o las siglas MN. Las primeras indican que el difunto era aviador. Las segundas, que pertenecía a la marina. Pero hay más. Así que les animo a que vayan hasta allí. No será tan famoso como el de Praga o el de la Recoleta de Buenos Aires. Ni tan laureado como el de Paris. Pero es tan coqueto como enigmático. De hecho, como decíamos, el

fútbol compartió espacios cercanos con los muertos cuando bajó de un barco británico. Y hoy en día, muy cerca del cementerio de Loiu, hay un campo de fútbol y un pequeño parque. Quizá sea para recordarnos que otras generaciones vendrán y que la vida, como si fuera un balón, seguirá girando, por siempre jamás. Unas veces perderemos y otras, ganaremos. El tiempo lo dirá. A veces sobrevivir ya es una victoria. Sobre todo en tiempos difíciles. Como los que vivió alguien que evitó que muchas de esas tumbas fueran ocupadas. Se llamaba Andrée de Jongh.

La Red Comète El de 1941 fue un agosto de esos en los que cada día contiene las cuatro estaciones. El clásico cambiante y loco tiempo estival del Botxo. Y fue en una mañana de aquellas cuando una enfermera belga se presentaba en el Consulado británico de Bilbao. Le acompañaban un piloto de la RAF y dos belgas, a los que había sacado de una Bélgica herida y ocupada por los nazis. Porque aquella mujer guardaba un secreto. Pertenecía a la resistencia. A la misma que su padre, que acabaría detenido y ejecutado por la Gestapo dos años después. Incluso su madre fue condenada a muerte por un tribunal alemán durante la Primera Guerra Mundial. De ahí que su destino pareciera marcado. Y por ello, decidió viajar a Bilbao. La decisión tuvo mucho que ver con la cantidad de soldados aliados que eran detenidos en los Pirineos, mientras intentaban huir de la Francia ocupada, y acababan siendo devueltos a los nazis de manos de las autoridades franquistas, cuando no eran enviados a cárceles españolas. Así que Andrée decidió crear una ruta de evacuación hasta Gibraltar, y desde allí hasta Inglaterra. Para ello realiza otro viaje a Bilbao en octubre. Los gastos correrían a cargo de los británicos y el MI9 coordinaría y supervisaría la evacuación. En dos años 118 pilotos fueron evacuados. Y habrían sido más si no fuera porque fue detenida en 1943 en Donibane Garazi. Tras ser condenada a muerte fue «hospedada» en los campos de concentración de Ravensbrück y Mauthausen. Pero el sistema de evacuación siguió adelante. La Red Comète o Red Cometa, llegó a contar con 1.700 personas. 216 de aquellos valientes murieron. Tres eran vascos. Y consiguieron sacar a 770 personas entre 1941 y 1944. Hablamos de la acción de escape más exitosa de la Resistencia durante la II Guerra Mundial. Puede que no conozcan este capítulo de la triste y famosa contienda, pero nació en Bilbao y por eso se la contamos. Y no fue la única vez que estuvimos unidos por la guerra. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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UnidoS por lA GuErra


—Cuanto más atrás puedas mirar, más adelante verás—. Cada vez que Ane observa la vieja fotografía color sepia, recuerda la frase. La decía su padre y creía que era suya. Hasta que descubrió que pertenecía a un tal Winston Churchill y, por lo tanto, era universal. Las frases, como todo, acaban perdiendo dueño y ganando sentido. De ahí que también la recordemos hoy, antes de iniciar un recorrido por nuestra tierra, ría y golfo siguiendo las huellas que dejó la Guerra Civil.

—Estamos unidos por ella— le decía a Ane su padre las pocas veces que hablaba de la cruel contienda. Y ella le miraba sin comprender que un conflicto bélico de otro país pudiera ser tan cercano. Hasta que descubrió la fotografía. Su padre fue un niño de la Guerra. El relato de hoy podría tener sentido en cualquier lugar de nuestra tierra. Porque toda ella vivió el drama de la Guerra Civil. Pero siendo Gernika el símbolo obligado de visitar, para sentir lo que supuso, en el propio Bilbao hay rincones que recuerdan lo sucedido. Incluidos los cruentos bombardeos sobre la población civil. Como los del año 1937. El primer bombardeo sobre la Villa tuvo lugar el 25 de septiembre de 1936. Y de la zozobra inicial ante este ataque, se pasó a una indignación, aún mayor, tras el sufrido el 4 de enero de 1937. Su beligerancia fue tal, que algunos se tomaron la justicia por su mano y ajusticiaron a los presos no afines a la República, encerrados en las cárceles. Aquellos bombardeos provocaron el éxodo de niños y niñas, sobre todo hacia Francia y el Reino Unido. Como el del padre de Ane. Poco podía imaginar, aquel 18

de abril del 37, que sus días en Bilbao estaban contados. Esa mañana la Legión Condor surcó los cielos buscando destruir la capital de Bizkaia. Eran aviones Heinkel He 111 y tres Dornier Do 17. Pero el niño no lo supo hasta años más tarde. En Southampton. El lugar al que fue enviado por su madre cuando su padre murió en una trinchera y no vio otra forma de salvarle. Lo decidió aquel día, bajo las bombas de los aviones del III Reich. Había ido con su hijo a visitar a un familiar y, de paso, buscar algo que engañara al hambre. Cuando las sirenas sonaron sintió que su mente se paralizaba, pero sus piernas corrían. Y así, en la calle Prim, encontró un lugar para refugiarse. La fábrica de goma y calzado «Cotorruelo». En su sótano, bajo las máquinas, se agolparon mujeres, niños y ancianos, en su mayoría, que se abrazaban rezando en un aterrador silencio. Los dueños de la fábrica cerraron las puertas, pero eso no impidió que se escucharan las explosiones y los gritos de los caídos. Aunque lo peor era el olor a quemado. No quisieron saber de qué se trataba, porque ya lo intuían. Cuando los aviones atravesaron la Villa y salieron por Begoña, dejaron un reguero de drama y destrucción. Mientras, en aquel sótano, el aire era irrespirable y las llamas de la planta superor UN INGLÉS VINO A BILBAO

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amenazaban con extenderse. Entre los que lograron salir de este y otros refugios, estaba el padre de Ane que seguía aferrado a la falda de su progenitora. De alguna manera, sabía que estaba cerca el día en que dejaría de hacerlo.

Siempre creyeron que les llevaría más allá del corazón de las tinieblas. Pero, hasta el drama, tiene a veces final feliz.

Su padre fue uno de los 32.000 niños de la guerra. Su viaje tuvo lugar el 6 de junio de 1937, a bordo del Habana. Una nave requisada en el puerto de Bilbao, meses antes, con la idea de convertirlo en barco hospital. Pero la guerra mostraba cada vez peor cara y argumentos suficientes como para evacuar a los niños. Ane recuerda cómo su padre le contaba la historia de una pequeña de ojos grises que no soltó la mano de su hermano en todo el viaje. Un recorrido de dos días sobre unas agitadas aguas y en la cubierta de un barco con capacidad para medio millar de pasajeros, que llevaba 4.251 almas. De ellas, 2.337 eran niños y niñas que ya nunca más volverían a serlo. Porque aquel viaje lo cambió todo. Ane vive a las afueras de Edimburgo, donde le llevaron el amor y el destino. Y ahora ha vuelto de vacaciones. Y Al igual que otros viajeros buscará lugares, sabores y costumbres. Pero también fragmentos de esa vida compartida, a veces sin saberlo. En esos mismos muelles donde hoy atracan los cruceros hubo manos hacia el cielo despidiendo a los pequeños argonautas. No era solo partir hacia otras tierras. Sino hacia otro tiempo. Hacia una «situación temporal» que se convirtió en toda una vida. —Mi padre fue uno de los 250—. Ane recuerda la cifra de los documentos de entonces. Hace referencia a quienes nunca fueron reclamados. Sus familias desaparecieron en la contienda. Unos iban en el Habana. Otros en el Goizeko Izarra de Don Ramón de la Sota, en el Carimare, el Château Margaux, el Châteu Palmer, el Paquillac, La Pallice o en el Cabo Corona. Los viajes tuvieron lugar entre mayo y junio de 1937. A los niños les acompañaban ancianos y algún adulto. Profesoras, 26

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médicos y enfermeras. Su segunda familia. La tercera la encontrarían o la crearían después, con años y esfuerzo. Con razón llamaron a la operación «Expedición». Siempre creyeron que les llevaría más allá del corazón de las tinieblas. Pero, hasta el drama, tiene a veces final feliz.

Una parte de esos niños de la guerra fueron acogidos en Cambria House, al sur de Gales, en Caerleon, cerca de Cardiff. Y decidieron crear un equipo de fútbol, «The Basque Boys AFC». De sus gestas y su hacer existen crónicas a uno y otro lado del Golfo de Bizkaia. Como también sobre un hombre que revolucionó el puesto de portero. Raimundo Lezama. Nacido en Barakaldo, fue un niño de la guerra enviado a Inglaterra. A Southampton. Llegó el 23 de mayo de 1937 y su destino fue el colegio Nazareth School. Con apenas 15 años, uno de los responsables del centro, comandante de la RAF, le nombró conductor personal. Tras la entrada de los británicos en la Segunda Guerra Mundial, primero con la «phoney war» y después con la Batalla de Inglaterra sobre el Canal de la Mancha, había escasez de hombres y acabó con un volante entre manos. El Comandante era directivo del Southampton y le animó a probar como jugador. Pero viendo su envergadura, le pusieron bajo los palos. A los 16 años debutó frente al Arsenal. Ese año ganaron el campeonato. En 1940 regresó a Bilbao trayendo en el zurrón un jersey verde de portero, un juego de pies inusual, el golpeo de balón a bote pronto para enviarlo lejos y el saque largo con la mano. Cuentan que un árbitro llegó a parar un partido tras verle sacar así y enviar el balón a un jugador. No fue fácil convencer en la Liga Española de que aquello era legal. Con el tiempo se convirtió en uno de los legendarios porteros del equipo de fútbol más antiguo de la Primera División. Pero esa es otra historia. La de un equipo que es toda una religión. Y tiene nombre en inglés. El Athletic Club.


Un balón que hablaba inglés

WE ARE

FOOTBALL Pongamos que era una tarde de cielo gris y muelles tranquilos. Uno de esos fragmentos de tregua que nos concede la vida para no hacer nada y en los que, paradójicamente, acabamos haciendo las cosas más trascendentes. Nadie nos contó si era inglés, escocés, galés o irlandés. Tan solo que hablaba en lengua inglesa, que era marinero y que bajó a tierra con una desgastada esfera de cuero bajo el brazo. Sentados entre la mercancía bajada a

puerto, una cuadrilla autóctona le miraba sorprendida ante su hábil conducción de la esfera con los pies. Y entonces, sucedió algo que cambió el curso del destino. Quizá fuera un golpeo errado o, por qué no, algo intencionado buscando complicidad. Pero la pelota acabó en las cercanías de la cuadrilla. Uno de sus

miembros la devolvió torpemente. Aunque muchos de los hijos de familias pudientes, que habían estudiado en Gran Bretaña, conocían aquel juego, para ellos era algo extraño. Pero, tras aquel inicial contacto y animados por el placer de los retos, alguien decidió proponer a aquellos marineros un partido. Una osadía, dirán. Cierto. Pero así somos por estos lares cuando se trata de apuestas,


No se extrañen de que miremos con complicidad a los equipos con acento inglés. O que sean muchos los entrenadores británicos que han dirigido nuestro equipo. Como

Mister Pentland,

que rompía su bombín cada vez que ganábamos un título o una copa.

lleven dinero, bienes u honor. La cita llegó el 3 de mayo de 1894. El lugar, las campas de Lamiako. Y el resultado un contundente 0-6, a favor de los extranjeros. Alguien pudo pensar entonces que esto desmoralizaría a los oriundos. Pero nada más lejos de la realidad. Cuatro años después nacía un equipo de fútbol en aquel rincón de la vieja Europa. El Athletic Club. Muchas son las teorías sobre el origen de este juego. Pero todas llevan al mismo lugar. Unas islas donde el cuero habla inglés. Y aunque ahora frecuenta con éxito otras lenguas, encontró en Bilbao un lugar para volver a nacer en su idioma primigenio. Porque el Athletic Club quiso, y quiere, ser fiel a la idea que lo creó. Por eso nos llamamos así. Por respeto a quienes trajeron a nuestros muelles un 28

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deporte que llaman espectáculo y nosotros consideramos religión. Esto es algo conocido por el mundo futbolístico, pero pocos saben que el origen de nuestra filosofía tiene que ver con un delantero inglés. Hasta 1911, el Athletic se componía de jugadores locales y algún refuerzo foráneo, sobre todo ingleses residentes en Bilbao. Su inclusión era práctica habitual en aquellos años y en todos los clubes. No eran profesionales, pues las normas en la liga inglesa no les permitía jugar fuera de su país. A los extranjeros les exigían certificar que vivían un mínimo de 6 meses en la localidad para poder participar. Así, en 1910, el Athletic contó en sus filas con tres ingleses. Otros, como la vecina Real Sociedad, sumó otros tres británicos, un francés y dos madrileños. El resto de los equipos también. Pero en 1911, el Athletic fichó a tres ingleses para un partido y la Real no lo logró. Tras una agria discusión, los rojiblancos aceptaron retirar a dos, dejando a Martyn Veitch, delantero, que ya había sido campeón con el Athletic el año anterior y que consideraban un bilbaino más. Y ganó 3-0. Pero tanto la Real como otros rivales insistieron en la irregularidad en la alineación. Además añadieron que el inglés había abierto el marcador. Así que, herido en el orgullo, aquel día y año, el Athletic Club proclamó que siempre jugaría sin extranjeros, hicieran lo que hicieran los demás. Y nació nuestra filosofía. Esa que dice: «Para jugar en el Athletic se precisa desarrollar la formación futbolística en su seno o en un equipo vasco o en un club concertado o haber nacido en nuestra tierra». Esa es la máxima. Y también mantener el nombre original, pese a que no siempre fue fácil. Tras la Guerra Civil, la dictadura franquista prohibió la utilización de nombres y términos en otra lengua que no fuera la española. Perdimos la «H» y añadieron una «O» para convertirnos en Atlético de Bilbao. Hasta que, llegada la democracia, recuperamos el nombre original. Pero siempre fue el Athletic para nosotros. Porque así fue fundado en 1898 por un grupo de 33 deportistas que se reunían en el Gimnasio Zamacois para practicar y hablar de fútbol. Los que, de manera espontánea, antes incluso de otorgarle forma legal, lo denominaron así. Existió otro equipo. El Bilbao FC, que en 1903 se disolvió y tanto los jugadores como la directiva se integraron en el Athletic Club. De ahí que insistamos en que adoramos a nuestra Villa pero no somos «el Bilbao» sino el «Athletic». Y no acaba aquí la relación con Gran Bretaña. ¿Saben que


nuestro uniforme nació dos veces, que las dos fue en tierra inglesa y que tienen que ver con dos clubes de la Premier? Pues sigan leyendo.

La procedencia rojiblanca Un 9 de enero de 1910 tuvo lugar un encuentro muy especial frente al Sporting de Irún en el campo de Amute. Fue la primera vez que jugamos con camiseta rojiblanca y pantalón negro. El culpable: Juan Elorduy, bilbaino y estudiante de Ingeniería de Minas. Por entonces, jugaba en el Athletic Club sucursal de Madrid. Han leído bien. El actual Atlético de Madrid fue fundado por aficionados del Athletic que estudiaban en la capital de España. De ahí que compartieran uniforme y jugadores. El caso es que Elorduy se fue a Londres para pasar las Navidades y la directiva bilbaína le pidió que comprara más camisetas. Las inglesas eran las mejores porque no desteñían. Y querían las del Blackburn Rovers, azules y blancas, nuestros colores entonces. Dicen que las primeras habían sido donadas por Moser, ex-jugador irlandés del Athletic. Pero algo le sucedió a Elorduy. Cuentan que le perdió la noche londinense. Y acabó comprándolas a última hora, en algún lugar entre Portsmouth y Bournemouth. Pero ya no había azules y blancas. Y pilló las del Southampton. Rojas y blancas. Como coincidía con la bandera de la Villa de Bilbao, no le pareció un dislate. Por eso nuestro primer uniforme es como el de los Saints y más de una vez nuestro segundo o tercer uniforme sigue llevando los colores de los Rovers. No se extrañen por tanto de que miremos con complicidad a los equipos con acento inglés. O que sean muchos los entrenadores británicos que han dirigido a nuestro equipo. Como Mister Pentland, que rompía su bombín cada vez que ganábamos un título o una copa. Lo que no impide que siempre nos batiéramos con ellos, como si no hubiera mañana. El 5 de noviembre de 1959 el Athletic se convirtió en el primer club continental en vencer a uno británico en sus islas. No fueron el Real Madrid, Barcelona, Juventus, Milán, Bayern, Borussia, Ajax, Feyenoord, Dínamo, Oporto, Benfica, Steaua o el Estrella Roja. Fue el Athletic. Su rival, el West Bromwich Albion. El resultado, 1-2. Pues bien, allí y entonces, también jugamos con nuestra camiseta roja y blanca. La que llegó desde la costa inglesa. Y lo hicimos con nuestro nombre. Por eso decimos con orgullo por el mundo «We are Athletic, we are football». UN INGLÉS VINO A BILBAO

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EL CABLE ENTRE LONDRES Y BILBAO


«El Lord Alcalde de Londres se congratula con el Alcalde de Bilbao de las facilidades que proporciona la nueva comunicación directa por el cable, y confía en que aumentará las relaciones mercantiles y la amistad entre los dos países».

Este texto que encontrarán en Internet, y que en la vecina Getxo conocen bien, documenta una vieja historia que me contó en su día un Jefe de Máquinas de la Marina Mercante, mientras paseábamos con los perros por los acantilados de Arrigunaga. —Por ahí pasaba el cable— comentó, mientras su setter olisqueaba huellas invisibles en el viento. Después me contó la historia. El mensaje enviado por el mandatario londinense no llegó por telégrafo, sino por una revista. La dedicada a este gremio y que plasmaba así, en enero de 1873, tras terminar las obras el 16 de diciembre y concluir las pruebas el 24. La gesta había sido realizada por la Compañía «India-rubber, Gutta-percha and Telegraph Works». No era la primera. Ya que el uso de la telegrafía eléctrica fue un hecho a partir de la segunda Guerra Carlista. Incluso en 1852, fue tirado un cable submarino entre Bilbao y Portugalete convirtiendo aquella modalidad y vía de telegrafía en la primera llevada a cabo en el Estado. Su destino era dar servicio al puerto de Bilbao. Pero lo de atravesar las aguas hasta la vieja Inglaterra, eran palabras mayores. De ahí que se subrayara la cosa por parte de las autoridades. Las tarifas oscilaban según el país. Un despacho de veinte palabras a Inglaterra, Escocia e Irlanda costaba once pesetas. Y parecido para el resto, rubia arriba o abajo, salvo los enviados a Alemania y

Austria que salían a 18,50 pesetas. Y como siempre debe existir un emisor y un receptor, dos fueron los puntos elegidos. Por un lado Arrigunaga, desde la cual salía un cable hacia Bilbao. Y por el otro Porthcurno. Un lugar donde aún hoy existe un museo dedicado a la telegrafía, dada la importancia de este lugar como receptor de cables submarinos. Está en la punta más al suroeste de Inglaterra. Y allí guardan parte de nuestra historia compartida. Incluido un hecho singular relacionado con el cable Bilbao-Londres. Fue el primero cuya explotación cambió, en su momento, de orilla y de mano. En 1947 el Régimen franquista se colgaba una medalla tras adquirir soberanía sobre el amarre del cable submarino. Y se contó a través de los periódicos de la época con todo lujo de detalles. Subrayando, más allá de sus cualidades técnicas, el regreso a una conexión con Inglaterra y el resto de un mundo que evitaba relacionarse en lo posible con la dictadura. Además estaba el hito tecnológico. Porque el cable, los cables habría que decir, habían quedado inutilizados durante la Guerra Mundial. Era por lo tanto, de interés para ambas partes. Y gracias a ello, Bilbao y Londres estaban a cinco minutos de distancia telegráfica. No se detuvo aquí la cosa. En la década de los 70 se puso otro cable en marcha entre Algorta y Goonhilly, en Inglaterra, amén de otras que se centralizaron en Uribe Kosta. Pero aquel cable entre la húmeda bruma de Londres y el engañoso sirimiri de Bilbao, siempre provocó el interés de quien teclea estas líneas. Por eso, años después de aquel paseo, sin la compañía del vecino y sin perros que pasear, bajé a la playa de Arrigunaga. Buscaba una pista. Retales de aquella bandera británica que ondeó hasta que la quitaron en el 47. O restos de la caseta desde la que salía el cable. Pero nada de aquello encontré. Así que recorrí con los ojos de la imaginación el cable que surca el mar bajo las aguas. Atravesando el Golfo de Bizkaia y adentrándose en el Canal de la Mancha tras dejar a su derecha la Isla de Ouessant, a la que los bretones llaman Eusa. Y así, poco a poco, llegar hasta las arenas del Condado de Cornwall para entregar y recibir. Ahora todo es más sencillo. Pero hubo un tiempo en que el ingenio de unos pocos asentó las bases de la comunicación. Como aquel cable que no solo unía dos orillas. También acercaba el ayer y el hoy, al que entonces llamaban mañana. Y así, unió dos tierras que siempre tuvieron muchas cosas que contarse. UN INGLÉS VINO A BILBAO

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