WILLIAM
DE LA RELACIÓN ENTRE LOS TRAGASAPOS Y LOS TIRANOS
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WILLIAM HAZLITT (Maidstone, Kent, 1778 – 1830) Ensayista, crítico literario y polemista inglés. Sostuvo ideales revolucionarios y un pensamiento político radical que lo empujaron al aislamiento. Una de sus obras más destacadas es The Spirit of the Age (1825), serie de retratos de sus contemporáneos, entre los que se encuentran Byron, Coleridge, Wordsworth y Walter Scott.
DE LA RELACIÓN ENTRE LOS TRAGASAPOS Y LOS TIRANOS WILLIAM HAZLITT
COLECCIÓN DEL SEMÁFORO
(Traducción Jesús Silva-Herzog Márquez)
DITORIA HORMIGA 2011
Sin duda, el placer de ser engañado es tan grande como el de engañar1
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12 de enero de 1817
esde hace tiempo le había prometido a mi amigo Robert Owen una explicación sobre las causas que detienen el progreso natural de la libertad y de la felicidad del hombre. He cumplido parcialmente la oferta en lo que escribí sobre Coriolano y trataré de concluirla aquí, de mejor manera. Estoy de acuerdo con mi amigo en que el progreso del conocimiento favorece la libertad y a la igualdad. El pensamiento avanza hasta que el poder se percata de que la ola de la razón empieza a minar sus columnas y a corroer los muros de su castillo. Entonces se las ingenia para voltear la marea en sentido contrario y sobornar a la inteligencia. 1
El epígrafe proviene del Hudibras de Samuel Butler. 3
Mientras en 1792, el señor Burke se jubilaba escribiendo contra la Revolución Francesa, Thomas Paine era proscrito por sus Derechos del hombre. Desde entonces, la prensa se ha convertido en la gran enemiga de la libertad. Toda esa poderosa maquinaria, doblegada por los tornillos del miedo y el lucro. Cuando el poder descubre que la libertad de opinión obstruye el trote de su arbitrariedad, exprime las cuatro debilidades del intelecto: la seducción de las apariencias; la golosina de los sofismas; el soborno del egoísmo y, finalmente, los pleitos y envidias de los hombres de letras. No hay clase tan indispuesta a actuar como cuerpo como la de los hombres de letras. Todas sus opiniones son solitarias y desarticuladas. El peso de los argumentos nunca es suficiente cuando impera el ánimo individual. Los propósitos del hombre de letras son siempre personales; su vanidad es descomunal mientras su apego a la verdad es francamente remoto. No vive para la preservación de la especie sino, en algún
sentido, para su destrucción. No lo gobierna la búsqueda del consenso sino el apetito de contradicción. Sólo admitiría que algo está bien o mal en el mundo si ha sido él quien lo detectó. Incluso, por amargura o simplemente por hacerse el interesante (sobre todo, si recibe un buen pago), está dispuesto a probar que las mejores cosas del planeta son las peores y las más detestables son ideales. No es que lo domine abiertamente la codicia; es que ésta se filtra en él silenciosa e invisiblemente al cortejar su vanidad. Este rasgo del hombre de letras es tan bien conocido que Shakespeare hace que Bruto rechace a Cicerón como aliado de su causa:
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¡Oh, no le nombréis! ¡No nos comuniquemos con él! ¡Jamás se adherirá a cosa alguna que otro empiece! Las Reflexiones de Burke sobre la Revolución Francesa no son más que un co-
mentario minucioso sobre este apunte. Su pleito con la Revolución nació de su aversión a Rousseau, esa chispa genial que prendió la llama de la libertad en una nación. Por eso se propuso ahogar el fuego y apagar su luz. Fue exitoso porque hubo otros como él, dispuestos a sacrificar todo principio digno y amable al morboso, enfermizo, afeminado, minúsculo, egoísta, irascible y sucio espíritu de autoridad. De acuerdo al valioso testimonio de Coleridge, esas personas convirtieron en pasatiempo las distinciones entre el ateísmo y la fe. Más aún: supeditaron a su envidia literaria la diferencia entre libertad y esclavitud; los derechos del hombre y el derecho divino de los reyes para que millones les sirvieran como esclavos para siempre. No pretendo hacer una lista de ejemplos, pero tampoco pretendo olvidarlos. Casi cualquiera preferiría un plato de lentejas al tenue halo del respeto. No sobrevivirían sin el patrocinio de los grandes ni serían capaces de mantener su floreciente hacienda si en verdad les im-
portara su reputación. ¡En lugar de dedicarse a un negocio provechoso, en lugar de canjear los cuentos por las cuentas, la pluma por la pala (dignos medios para formar un patrimonio) prefirieron prostituir su palabra a la hipócrita defensa de una farsa: la pretendida alianza de los reyes y el pueblo! Vaya personajes que han resultado estos compañeros de Ulises, estos conversos al despotismo, estas panzonas víctimas de los encantos borbónicos que, a la sombra de sus laureles, se acomodan entre los fraudes de la corrupción. Esa es la historia y el misterio de la prostitución literaria en los últimos veinte años. El poder no tiene desventajas. Es uno y compacto; se centra en sí mismo y existe sólo para sí. Incorregible. No lo alteran la tentación ni las súplicas. El interés está siempre de su lado; las pasiones están de su lado; el prejuicio está de su lado; el nombre de la religión está de su lado. El látigo de la conciencia no hace mella en sus escrúpulos de hierro. Se coloca por encima de la humanidad; la razón
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no lo convence, a menos de que halague su orgullo y se pliegue a sus caprichos. Avanza tercamente. Sin desviarse de su ruta, aplasta poetas, patriotas, filósofos y a todas las generaciones de tontos y canallas. La humanidad inclina dócilmente el cuello para el yugo, entregando voluntariamente a sus hijos y a los hijos de sus hijos para que sean cercenados por su guadaña, o aplastados hasta la muerte por las ruedas sangrantes del ídolo del poder.
* El hombre es un animal que traga sapos. La admiración del poder ajeno es tan común en el hombre como el amor al poder propio. Uno lo convierte en esclavo, el otro en tirano. Quien porta la corona de oro no está solo en sus alardes: el miserable encadenado que sufre en un calabozo se deslumbra con ella. Si pudiera arrancarse los grilletes, se olvidaría de inmediato de los prisioneros que deja atrás, por tener tan sólo la oportunidad de 8
contemplar a lo lejos, en un desfile, ese trasto brillante. Un esclavo sin esperanza ni consuelo se aferra a esa quimera de majestad que insulta su miseria y su desesperación. Con los ojos huecos del hambre, mira con fervor el lujo insolente que la provoca. Abraza sus cadenas porque nada le queda. Bajo el Antiguo Régimen, los franceses cultivaron la gloria de su Gran Monarca como si esa admiración compensara todas las ofensas y hambrunas. Los pobres españoles, cocidos por la opresión, veneran aún las benditas torres de la Santa Inquisición. Mientras el rebaño humano es desposeído en cuerpo y alma de todo, agradece cualquier cosa que pudiera quedarle. Sobre la desolación de sus corazones y la devastación de sus pequeñas cosas, se levanta un esplendor. Ellos, servilmente, lo admiran. He oído de corazones rudos, amables actos con frialdad aún correspondidos. 9
¡Ah, la gratitud del hombre me ha dejado habitualmente en el lamento!2 La mente del hombre necesita reposar en un objeto. Si le arrebatan las fuentes de dignidad o de placer, termina enamorándose de la miseria y la opresión. Contempla la libertad, la tranquilidad, el conocimiento que el dinero y el poder le han arrancado, como el indigente observa con envidia y emoción un desfile fastuoso. El mundo queda reducido así a un leprosario, donde los enfermos soportan carencias y sufrimientos, agradecidos si tan sólo se les permite arrastrarse hacia su tumba. Simetría perfecta: a una tiranía que despoja todo sentido de libertad a los hombres y barre cualquier impulso de resistencia, se corresponde con lealtad. Al más terrible despotismo corresponde la sumisión más abyecta. Los 2
El verso proviene de Simon Lee, el viejo cazador, de William Wordsworth. 10
esclavos más miserables terminan siendo los más fieles. El lacayo que se acomoda detrás del sillón del amo mira con desprecio a la gente. Contrasta su origen y su realidad con la majestad que tiene frente al ojo. Prefiere entonces olvidar su cuna y su presente. La prensa asalariada (un esclavo aún más perverso) ostenta su sometimiento y aún parece orgullosa de él. Enaltece la divinidad del poder para cubrir su indignidad. Sacrifica su humanidad al lustre de una corona. Los sonsonetes del poder tapan por siempre su oído a la voz de la libertad; el tacto aterciopelado petrifica su corazón ante el sufrimiento del pueblo. Es el padrote intelectual del poder. Otros lo son también, pero en un sentido más ordinario. Por cada tirano hay mil esclavos dispuestos. El hombre es, naturalmente un adorador de ídolos y un amante de reyes. Son los excesos del poder lo que hechiza su imaginación. La razón humana, lenta, floja, divagante e imperfecta, nada puede hacer contra la miseria y la degradación que provoca el poder. Sus 11
efectos se esparcen tan extensamente, se implantan tan profundamente, pesan tanto que poco puede hacerse. La causa de la libertad se pierde mientras el despotismo florece. La Belle Alliance de orgullo e ignorancia triunfa irresistible. El poder es un ídolo sucio que el mundo venera. Constituido para la destrucción, reina por terror el cobarde corazón del hombre. El poder se monta en la ambición del súbdito y aprovechando su debilidad, deslumbra sus sentidos, hechiza su imaginación, enmaraña su entendimiento, domestica su voluntad. Mientras más perversa y extensa sea la tiranía, mientras más haya durado y más duradera parezca, tanto más poderoso será el control sobre sus víctimas. La devoción al poder aumenta con el terror. El inmenso apetito de servidumbre no se saciará hasta haber aniquilado la mente de una nación y convertirse en la perversa máxima universal: la regla inescapable. Hay países que adoran a las bestias más
destructivas. La desesperación y el terror arrasan con la inteligencia. Los prejuicios de la superstición (la religión es otro nombre del miedo) favorecen siempre los sacrificios más sangrientos; los ídolos más repugnantes son los que más nos intimidan. Tal parece que las cosas más repulsivas a la razón y al sentido común son las más veneradas por la pasión y la fantasía. No es raro que el editor del Times incline su cabeza ante el ídolo del Derecho Divino o el de la Legitimidad (como él la llama) que han sacrificado más vidas a su ridículas pretensiones en los últimos veinticinco años que lo que han ofrendado a cualquier otra efigie en toda la historia previa. Nunca se había inventado algo tan conveniente a los rufianes modernos como esta ficción de la Legitimidad. La mentira da en el clavo: justamente entre el servilismo y la pedantería. Los escultores de este ídolo han superado a todos los traficantes de amuletos, sean judíos, gentiles, cristianos. El principio de la idolatría es siempre idéntico: necesidad de encon-
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En esta lógica torcida, los impostores de otros tiempos y de naciones menos refinadas no llegaron más lejos de los palos y las
piedras: su afición por el absurdo se limitó a escoger animales perniciosos u objetos insignificantes para ser entregados al culto de la devoción estúpida. Pero los creadores de esta nueva ficción legal de la Legitimidad han inventado una nada. Los antiguos a veces adoraban el sol o las estrellas; sacralizaron héroes y grandes hombres. Los modernos han encontrado la imagen de la divinidad… ¡en Luis XVIII! Todos se reirían del objeto que han colocado en el altar si no tomaran la hipocresía como lo más serio en el mundo. Ofrecen treinta millones de personas al ídolo, sabiendo que no es más que un espantapájaros para mantener al mundo sometido a sus caprichos y a su odio por la libertad y la felicidad. No creen que los dioses sean dioses pero hacen creer que lo creen, degradando a sus iguales a la categoría de imbéciles. La Legitimidad responde a esa perversidad. Esta falsa doctrina jorobada que los miembros de la Sociedad Humanitaria del Derecho Divino han sobrepuesto al altar de
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trar algo venerable, sin saber qué es o por qué se le admira; amor a un efecto sin comprensión de la causa; admiración que no deshonra nuestra vanidad; elevar algo a los cielos para envanecernos de que fuimos nosotros quienes lo alzaron. Mientras más retorcidas sean las formas de adoración, más nos halagamos. Mientras más innoble sea el objeto de culto, más esplendorosos serán sus atributos. Mientras mayor sea la mentira, mayor entusiasmo habrá al creer en ella y mayor codicia al tragársela. Sea cual sea la raza de su dios de palos, piedras o alguna otra nobleza doméstica en su defensa sus sirvientes son tan bravos como si de oro estuvieran hechos.
la libertad, no es solamente un espectro: es una farsa. Es un prejuicio, pero un prejuicio consumado; es una impostura que a nadie engaña. Es poderoso sólo por la impotencia; su resguardo es absurdo y su raíz son el temor y el odio. Ideas muertas incrustadas en una mente viva; el fregadero del honor, la tumba de la libertad, un infarto al corazón nacional. Reclama a la especie como su propiedad. No deriva su derecho de Dios ni del hombre; no lo funda en la autoridad de la Iglesia y desprecia la voluntad del pueblo que anticipa radicalmente opuesta a la suya. Sus defensores son la espada del Duque de Wellington ¡y la pluma del editor del Times! Este último creo, le acaba de fallar. Le había dado al editor del Times una definición de un jacobino auténtico: aquél “que intuye la felicidad humana al ver la noche caer sobre la casa del pobre.” El político se carcajeó de esta definición romántica y se burló de quien la había formulado con toda inocencia. Desde entonces mi imaginación se ha vuelto
menos romántica, así que le ofrezco otra, una que podría masticar cuando tenga tiempo. Un jacobino auténtico es quien no cree en el derecho divino de los reyes ni en ninguno de sus sobrenombres que implique que puede gobernarse en desprecio de la voluntad del pueblo. Un jacobino auténtico sabe que esos reyes son tiranos y sus súbditos esclavos. Para ser un verdadero jacobino el hombre tiene que ser un buen odiador; pero ésa es la más difícil y la menos amable de las virtudes; la tarea más exigente y la más ingrata. El amor a la libertad es el odio a los tiranos. Un verdadero jacobino odia con todo su corazón y toda su alma a los enemigos de la libertad tanto como ellos odian la libertad. Su memoria es tan larga y su voluntad es tan fuerte como las de ellos aunque sus manos sean más cortas. No olvida ni perdona una ofensa al pueblo tal y como el tirano nunca borra ni absuelve a quien lo ataca. Entre ellos no puede haber amor perdido. No les da siquiera el beneficio de su viejo lema, Odia in longum jaciens
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que conderet auetaque promeret3. No busca la paz ni la tregua. Su odio de la injusticia sólo termina con la injusticia. La experiencia del abuso le estanca la sangre y le arranca todo lo demás. Le carga el corazón de ponzoña contra las plumas sobornables. Se asienta en su cerebro y lo saca de quicio. ¿Quién no sentiría eso por una niña, por un juguete, por una palabra, por el soplo del viento, por cualquier cosa entrañable? ¿No sentiría lo mismo por la humanidad quien fuera en verdad amigo de la libertad? El amor a la verdad es una pasión mental. El amor al poder es una pasión en la mente de otros. La razón abstracta, despojada de emoción, no es capaz de resistir el poder y el prejuicio, armados como están de fuerza y malicia. El amor a la libertad es el amor a otros; el amor al poder es el amor a nosotros mismos. Uno es real, el otro es sólo un sueño vacío. De ahí viene la deserción 3
La expresión es de Tácito: “Siembra odios para el futuro, guárdalos y auméntalos.” 18
de nuestros modernos apóstatas. Mientras deambulan tambaleantes y distraídos en busca del bien universal o de la fama universal, el ojo del Poder los contempla como la mirada de la Providencia que no duerme y que vigila con un solo propósito: su propio beneficio. No se percatan al principio, aunque esté siempre presente y no los suelte nunca. Finalmente lo reconocen y se inclinan ante su luz sagrada. Y como un pobre pajarucho que aletea, se acobardan. Poseídos por el vértigo, se entregan a sus fauces. La quijada se cierra y no volvemos a verlos. “Y vimos a tres poetas en un sueño, caminando de arriba abajo por la Tierra, sosteniendo en sus manos un corazón humano. Elevando sus ojos al cielo lo besaban y adoraban. Entonces un estruendo poderoso sacudió los aires: las torres de la Bastilla habían caído. Una nación de esclavos se había convertido en una nación de hombres libres. Los tres poetas, al escuchar el sonido brincaron, gritaron con júbilo y su voz derramó lágrimas de 19
alegría que rociaron al corazón humano que besaban y adoraban. No pasó mucho tiempo y vimos a los mismos poetas. Uno llevaba un recibo en la mano, el otro presumía laureles sobre su cabeza, el tercero mostraba un símbolo que nadie entendía. ¡Siguiendo los pasos del Papa, la Inquisición y los Borbones, adorando la marca de la Bestia, tiraron el corazón al suelo, lo pisotearon y le escupieron!” La fábula no merece acabar, ni la gente a la que se refiere amerita ser nombrada. Hemos roto con ellos.
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TALLLER DITORIA GUADALAJARA, JALISCO, MÉXICO. DE LA RELACIÓN ENTRE LOS TRAGASAPOS Y LOS TIRANOS DE WILLIAM HAZLITT NOVIEMBRE 2011 EDICIÓN: ROBERTO RÉBORA, J. CLEMENTE OROZCO FARÍAS, HELENA ALDANA M CUIDADO DE LA EDICIÓN: ALEXIA HALTEMAN FORMACIÓN ORIGINAL EN INTERTYPO: RAFAEL ALBERTO VILLEGAS LUNA DISEÑO: TALLER DITORIA GUADALAJARA Y GUILLERMO ESCÁRCEGA IMPRESOS SELECTOS GUADALAJARA, JALISCO MÉXICO TALLERDITORIA.COM.MX
ENSAYO
CUENTO
POESÍA
D I TO R I A
H O R M I G A
COLECCIÓN DEL SEMÁFORO