Sartori - En defensa de la representación política

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EN DEFENSA DE LA REPRESENTACIÓN POLITICA GIOVANNI SARTORI

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a representación está necesitada de defensa, y ésta es, ciertamente, mi hipótesis. Todas las democracias modernas son, sin duda y en la práctica, democracias representativas, es decir, sistemas políticos democráticos que giran en torno a la transmisión representativa del poder. Y, no obstante, hay una tendencia creciente de opinión (tanto de masas como entre los intelectuales) que postula lo que llamo (en italiano) “direttismo”, es decir, directismo, con la consiguiente relegación de la representación a un papel menor o, incluso, secundario. Ante ello, mi postura es que la representación es necesaria (no podemos prescindir de ella) y que las críticas de los directistas son en gran parte fruto de una combinación de ignorancia y primitivismo democrático. Ciertamente, la representación política ha tenido siempre detractores. Anteriormente, eran sobre todo los juristas constitucionales quienes la ponían en cuestión, rechazando casi unánimemente la posibilidad de extender los vínculos representativos del derecho privado al ámbito del derecho público y afirmando, en consecuencia, la improcedencia del concepto de representación política. En el decenio de 1960, en cambio, la crítica a la representación surgió, de forma casi independiente de la doctrina jurídica, de politólogos en el marco de la teoría de la democracia. Ya en 1970, Wolff, en En defensa de la anarquía, postulaba una “democracia directa instantánea” electrónica que implicaba desechar en bloque la democracia indirecta, es decir, representativa. Y aunque el cuestionamiento de la representación no ha tenido nunca éxito, forma parte del ambiente de las últimas décadas. En uno de los manifiestos más leídos de la década de 1990, Creating a New Civilization, Toffler escribe: 2

“Con los burdos instrumentos políticos actuales de segunda generación, los legisladores no pueden siquiera seguir la pista de los muchos pequeños grupos a los que nominalmente representan, y mucho menos interceder o influir en su favor. Y la situación empeora… a medida que aumenta la sobrecarga de trabajo (de los parlamentos)”.

Ciertamente, esta sobrecarga es innegable, y no tenemos respuestas definitivas a preguntas como a quién, qué y cómo se presenta. Pero, ¿qué podemos hacer al respecto? Es muy sencillo, afirma: “La parálisis cada vez mayor de las instituciones representativas supone… que muchas de las decisiones actualmente tomadas por un reducido grupo de seudorrepresentantes han de transferirse gradualmente al propio electorado. Si nuestros agentes electos no pueden mediar en defensa de nuestros intereses, habremos de hacerlo por nosotros mismos. Si las leyes que aprueban son cada vez más ajenas o no responden a nuestras necesidades, tendremos que adoptar nuestras propias normas”.

Es decir: si el cirujano es malo, operémonos nosotros mismos; si el profesor es malo, prescindamos de él. Como dijo Mencken, “para todo problema humano puede encontrarse una solución simple, clara y equivocada”. La postura de Toffler no representa, ciertamente, la última palabra de la doctrina. Pero es muy “representativa” de unos puntos de vista que invaden la opinión pública de forma mayoritariamente no cuestionada. Las instituciones representativas nos decepcionan, sin duda; pero estos fallos son en gran medida reflejo de nuestro propio desconocimiento de lo que la representación debe y puede hacer y, en contraposición, no puede hacer, como luego explicaré. Si esto es así, nos encontramos ante una cuestión altamente prioritaria sobre la cual hay buenas razones para llamar la atención, como en esta ocasión, a los órganos representativos. En primera instancia, el significado originario de la “representación” es la actuación en nombre de otro en defensa de sus

intereses. Las dos características definitorias de este concepto son, por tanto, a) una sustitución en la que una persona habla y actúa en nombre de otra; b) bajo la condición de hacerlo en interés del representado. Esta definición es aplicable tanto al concepto de representación jurídica como al de representación política. Pero existe también un uso sociológico (o existencial) del término que no puede dejarse aparte sin más como una acepción diferente. Cuando decimos que alguien o algo es “representativo de algo” estamos expresando una idea de similitud, de identificación, de características compartidas. La exigencia de que el Parlamento sea un reflejo del país y, en sentido contrario, las quejas por su falta de “representatividad” se basan en este significado del término “representación”. La representatividad es también el punto de referencia para definir la sobrerrepresentación y la infrarrepresentación. Y el voto a “alguien como yo” (un trabajador para los trabajadores, un negro para los negros) es la base del voto de clase, étnico, religioso y, en general, del voto por categorías. Por tanto, aunque representación y representatividad aluden a cuestiones diferentes y son conceptos distintos, la comprensión de la política representativa depende de ambos. Otra distinción importante es la que proviene de la diferencia entre representación jurídica (de derecho privado) y representación política (de derecho público). La representación se concibió y desarrolló en el ámbito del derecho privado como una relación bipersonal (o de un grupo de personas con otra persona) entre un cliente (o grupo de clientes concreto) y un agente designado por éste (el principal o dominus de la relación) con unas instrucciones generales. Dado que los actos del representante surten efecto para el principal, la sujeción de aquél a las instrucciones dictadas por éste era un elemento esencial de la relación CLAVES DE RAZÓN PRÁCTICA Nº 91 n


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