Julio Saura Juan Manuel Jurado
El lado oculto La reina del tiempo
EL LADO OCULTO LA REINA DEL TIEMPO
Mandalas y esculturas de
Julio Saura
Textos de
Juan Manuel Jurado
Probablemente, muchas de las cosas que atraviesan nuestras vidas suceden, simplemente, porque han de suceder. Algunos le llaman destino, otros prefieren señalar a la casualidad y unos cuantos deseamos creer en una atracción invisible, acompañante silenciosa de los días, que se manifiesta incontrolable al sentir que lo que ha de ocurrir, debe ocurrir. El encuentro que no se produjo a los trece años y media vida después sobreviene como una aparición siempre ansiada. O ese camino tomado cuando nos pusieron en la encrucijada, preguntándonos sobre lo que dejábamos en el que no escogimos. Vivimos en la incógnita. Y las repuestas, en ocasiones, llegan en forma de emoción, de alteración de los horizontes y de un profundo sentimiento que nos dice que estamos donde debemos estar. Es la atracción revelándose ante nosotros. Hace tiempo que entre Julio y yo esa maquinaria se puso en marcha. Su rotunda presencia convive con la dulzura de quien se hospeda en el tiempo con la mano tendida y, quizá por eso, es un ejercicio inútil no dejarse envolver por sus entusiasmadas propuestas. De ahí, de la atracción por él y su obra, nacen estas palabras.
Las Negras 1 de noviembre de 2013
EL LADO OCULTO
ASIMETRÍA
Parecemos tan iguales que confundo tus ojos con los míos y a través de tu mirada yo conozco el mundo. Pero somos tan diferentes… Hablas cuando callo, entras cuando yo salgo y al cruzarnos las paredes se arquean pues estando juntos el espacio se cierra elevando sus almenas. Iguales y diferentes, asimétricamente complementarios.
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LA VIDA EMPUJA Me dejaste entrar en tu esfera azul y abrir las cremalleras de tu tiempo. Me dejaste descubrir tras ellas la piel de tu biografĂa celeste escrita en el atlas de tu cuerpo, lugar donde los puntos cardinales pierden su sentido. Me dejaste ser parte de tus horas reinventando mis calendarios. La vida empuja, dijiste, con suaves brisas o huracanes arrasadores. Tanto da‌ Es la vida.
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TRAS EL ANTIFAZ
No siempre el antifaz nos resguarda y nos protege de las miradas ensombrecidas, de esas que viven dispuestas para la inquisiciรณn. No siempre la mรกscara logra esconder todas las intenciones, las palabras mudas se nos escapan mientras los ojos huyen de los pรกrpados y en el reloj del tiempo futuro las horas se agolpan buscando el presente. Es entonces cuando el rostro limpio nos delata.
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MIEDOS NOCTURNOS
Los miedos ocultos por las luces del día abren sus ojos en las noches insomnes. Dejan su rostro en mi almohada abriendo su boca oscura como abismos hipnóticos a los que asomarme, fijando su mirada trágica en el escenario de mis sueños. Miedos sin luz que oscurecen mi alma.
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RENACER
Arañando la tierra con los dedos multiplicados por la angustia dejo surcos vacíos y estériles, esperando encontrar en el fondo el reflejo opaco de un cielo que ya no me alumbra. Si en ellos creciera la vida… Si en ellos germinara el rastro de mis huellas… Si en ellos renaciera…
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CORRIENTES CIRCULARES
Desde que perdí mis aletas de pez seguidor de tu estela, quedé apresado en la turbulencia de tus corrientes circulares intentando alcanzarte. Aguas en las que navego errante girando alrededor de tu encarnada pasión, de tu serena quietud centro de mis ansias, esa escondida residencia que me regalaste.
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TUS RAÍCES Nunca sabré si son tus raíces las que alimentan mi luz, tu savia elemental la que salpica mi firmamento en el que habitan los extraños seres de mis días. Incógnita que busca respuesta en esas noches azules donde tu ausencia lo llena todo como un vacío impenetrable.
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AVE QUE ME HABITA
Anidaste en mĂ sin pedirme permiso, cerrando tus alas alrededor de mis pensamientos descuidados. Te posaste con la calma de tu sonrisa sobre mi pecho desnudo, multiplicando tu presencia en abrazos sin tiempo y susurros como trinos lejanos. Ave que me habitas, llĂŠvame en tu vuelo hacia el amanecer.
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AL AMANECER
En tu vida caleidoscópica siempre encuentro un hueco en el que acoplar mi forma. En el perfil de tu boca o en una duna de tu cadera el sitio parece estar esperándome. Como los anillos celosamente guardados en el interior del árbol los círculos de tus edades me acogen con las respuestas luminosas a esas preguntas nacidas en mi viaje por tu cuerpo al amanecer.
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EL ORIGEN
En el origen fue el asombro ante los mágicos cielos exaltados por la ira de los dioses atronadores. En el principio fue el gesto fascinado contemplando a la vida dando vida, al tiempo modificando noches y días. De todo aquello se nos quedó el hechizo de creer que no todo ha de ser comprendido. Vivimos fruto del misterio y sólo en él nos reencontraremos.
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LA REINA DEL TIEMPO
En el reino de aquella reina los días sólo tenían dieciocho horas. Por eso, a veces se almorzaba por la noche o se dormía a plena luz, pues las vidas no atendían al paso del sol y de la luna, sino a la hora marcada por el reloj que la soberana portaba, el único que funcionaba en toda la tierra bajo su dominio. Orgullosa, queriéndose hacerse notar entre sus súbditos desde el principio, cuando llegó al trono tras morir su padre, el rey de las olas, decretó el cambio en el transcurrir de las jornadas. Así, se proclamó reina del tiempo e hizo fabricar el único reloj, el suyo, ordenando que todos los demás fueran detenidos. Un capricho con el que ella se sentía tremendamente original y única. Y poderosa.
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Pero los habitantes del reino no tenían tan claro que aquella nueva forma de contar los días fuera útil. A veces, por ejemplo, el cortesano más presumido de todos los que rodeaban a la reina sufría auténticos despistes. Creyendo que era el momento de acudir a una recepción regia, se ponía ilusionado sus más brillantes joyas, sus mejores adornos y pintaba con esmero sus ojos negros y saltones. Cuando llegaba a palacio y encontraba que todos dormían a pesar de alzarse un brillante sol iluminando el cielo, terminaba regresando afligido a su residencia, desconsolado por no haber podido mostrar sus galas con orgullo. Él, que siempre recibía los halagos y la admiración de los demás…
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Algo parecido le sucedía al sátiro del lugar, pues también se confundía. Sí, en este reino había un sátiro, conocido por todos, pero que, pobre de él, en la actualidad vivía la etapa de su decadencia. Ya no era lo que antes fue asustando a las damas o ruborizándolas en la penumbra. Nunca llegó a ser peligroso, es cierto, pero su prolongado desenfreno llegó a trastocarle el entendimiento y, con los años, la cordura le abandonó. Ahora su mirada era más alocada que lasciva y se dedicaba a mostrar la lengua más que otras partes de su anatomía, aunque conservaba indemne aquello que le otorgó fama. Al sátiro, el decreto real sólo vino a complicarle su ya difícil existencia pues entorpeció sus incursiones en la sombra. El trastorno horario hacía imprevisible la presencia de posibles víctimas de su procacidad.
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Quien parecía no haber sufrido excesivamente las consecuencias del capricho de la reina era la bailarina principal de la compañía palatina. Grácil, esbelta y elegante, era llamada “La luminosa” pues siempre llevaba consigo una luz que encendía o apagaba a su voluntad. Ella dijo a todos que eso le servía para dar a sus danzas mayores efectos, más brillo, más viveza. Pero la realidad era que la bailarina, que cuando no estaba ofreciendo su arte a los demás apenas salía de sus aposentos, había logrado crear sus propios días y noches con aquella luz. Encerrada entre las paredes de las salas, la cadencia de su tiempo obedecía, más que a los apremios reales, a su deseo de hacer la noche día y día la noche con el manejo de su propia luz. Aún así, a veces se sentía incapaz de escapar a la trastocada realidad impuesta por el único reloj del reino…
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El que, sin duda, sí se vio afectado por esta chifladura de los días acortados fue el bufón de palacio. Tanto, que terminó viéndose obligado a tomar un complejo vitamínico para poder recuperar las fuerzas que los antojos de la reina le hacían perder. Que el día tuviera sólo dieciocho horas significaron más trabajo, más representaciones, más divertimentos para la orgullosa majestad y, por lo tanto, menos descanso para él. Cada vez hacía más bromas, daba más saltos, más piruetas, que solían terminar con algún golpe intencionado sobre sus costillas, mientras hacía sonar los cascabeles de su sombrero, que ya tenía un poco estropeado. Y su delgado cuerpecito pronto sufrió las penurias de un ejercicio que se le empezó a antojar agotador. No, para el bufón el nuevo sistema no era nada bueno.
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Pero la cosa llegó a ser verdaderamente preocupante cuando el monstruo oficial del reino se quejó abiertamente. Habitante de las profundidades marinas, a sus doscientos cuarenta y dos años de edad nunca había visto algo igual. Había vivido el reinado de siete reyes y jamás tuvo las complicaciones que ahora tenía para asustar a los niños, sobrecoger a los mayores o provocar olas enormes que dieran la vuelta a los bañistas o arrasaran las toallas y los castillos de arena de la playa. Menos aún con el padre de esta reina, el rey del mar, que siempre lo tuvo en muy alta estima y consideración: “Un reino sin monstruo, no es un reino”, le decía. Ahora, se sentía perdido, sin el control de la hora en la que mayores y niños iban a la playa. Tal disgusto tenía, que los afilados colmillos de su enorme boca se habían empezado a redondear por falta de uso.
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Parecía haber llegado el tiempo de actuar. Así pensó el hechicero que, hasta entonces, había soportado respetuosamente las frivolidades de esta reina tan voluble. Él sabía que el tiempo no nos pertenece, que si la luna y el sol se persiguen eternamente sin nunca alcanzarse es por algo, que si los árboles se desprenden de sus hojas en otoño y nos regalan otras nuevas en primavera es por una magia que sólo el tiempo es capaz de controlar. Nadie podía cambiarlo, ni siquiera debía intentarlo. Una de sus primeras lecciones, siendo aún aprendiz de hechicero, fue reconocer que para todo hay un tiempo. Y esta reina parecía no saberlo, empeñada en un control absurdo que únicamente producía quebrantos. Sabía que debía hacer algo. Porque al tiempo, sólo hay que darle tiempo… El suyo.
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Recogió los restos del desconsuelo del cortesano presumido, recuperó la cordura abandonada del sátiro, las perdidas fuerzas del bufón las volvió a reunir con mimo, aplacó la irritación del monstruo y entró en el aposento de la bailarina luminosa. Dormía, descansaba dulcemente tras ensayar una nueva danza. Su llama permanecía encendida. Él siempre supo que ella respetó el ritmo que la melodía del tiempo nos propone. Se lo enseñaron las músicas con las que bailaba, la armonía de sus movimientos, la claridad que la acompañaba… El fuego de su luz ardía. Sobre él fueron cayendo los pesares engendrados en los tiempos que no debieron ser tiempo… La reina, al despertar a media tarde, hora que en ese día había impuesto como instante para iniciar la jornada, buscó a tientas su reloj. Sólo encontró una ceniza gris que voló con un soplo de viento. Aturdida, oyó que por la ventana entraban ruidos y voces. Al asomarse, contempló la vida en movimiento. Los habitantes del reino paseaban, trabajaban, reían mientras los niños jugaban. Era la hora de hacerlo, era el tiempo de cada tiempo.
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La vida empuja, dijiste, con suaves brisas o huracanes arrasadores.
Tanto da‌ Es la vida.