Canadografía - Antología Narrativa Latinocanadiense

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Jorge Etcheverry Antologador

CANADOGRAFÍA

ANTOLOGÍA NARRATIVA LATINOCANADIENSE

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Canadografía. Antología Narrativa Latinocanadiense Jorge Etcheverry (Antologador) Montecristo Cartonero 2017 Diagramación a cargo de Juan Cifuentes Diseño por Juan Cifuentes Pintura portada: Tributo a Canadá, Estefanía Sánchez, 2017. Impreso en los talleres de Montecristo Cartonero Corregidor Fernando de Alvarado 8, Hacienda Los Fundadores, Chillán Viejo, Chile Esta obra está licenciada bajo la Licencia Creative Commons Atribución-NoComercial-CompartirIgual 4.0 Internacional.

Se permite la reproducción parcial o total de la obra sin fines de lucro y con autorización previa del autor.

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CANADOGRAFÍA

ANTOLOGÍA NARRATIVA LATINOCANADIENSE

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A MANERA DE PRÓLOGO Canadá celebra 150 años de existencia independiente en 2017. Se puede decir que la literatura latina en el país ha estado presente en los últimos 45 años. Fue a inicios o mediados de los setenta que esta literatura se inició como tal, con algunos precedentes y básicamente debido a los exilios resultantes de golpes militares, luchas revolucionarias abortadas u otras disidencias. La escritura latina en Canadá ha ido creciendo, se ha diversificado, podríamos decir reciclado y ha ido logrando mayor reconocimiento. Esto último está sujeto al crecimiento de la población de habla hispana, actualmente el tercer idioma no oficial hablado en el país, cuyas lenguas oficiales son el inglés y el francés. A eso se suma el interés que despierta América Latina en sus aspectos históricos y culturales, además de su creciente cercanía con Canadá en lo que respecta a la integración económica en el marco de una subglobalización regional. Los vínculos son mayores con Quebec, la provincia francófona, dadas las afinidades culturales e idiomáticas entre la cultura francesa, incluso la francoamericana, y la latinoamericana. En Montreal, la ciudad más grande de la provincia de Quebec, hubo y hay participación y temática latina en la industria cinematográfica y el teatro, y con cierta frecuencia se publican a autores de origen latino. La abundante presencia chilena en la literatura canadiense escrita en español, o castellanógrafa, sobre todo en sus inicios, se explica por la presencia de un grupo relativamente numeroso de autores, intelectuales y docentes, en el seno de la comunidad chilena exilada y por el papel que desempeñó la cultura en la denuncia del régimen militar chileno y la solidaridad con las víctimas. De hecho, fueron integrantes de este grupo, siguiendo la iniciativa del narrador José Leandro Urbina ya de regreso en Chile, los que a fines

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de los setenta en Ottawa fundaron Cordillera, la primera editorial hispánica en Canadá. Las temáticas y la forma de la narrativa chilenocanadiense o chilena en Canadá seguían las vicisitudes del trasplante de los narradores, su aculturación, la nostalgia y la comparación con el nuevo hábitat, su gestión de la inserción en medios no hispánicos, los problemas de la identidad social y cultural y el compromiso político. Todos estos elementos, menos quizás un cierto componente experimental, también se encuentran en diversa proporción en los otros autores latinocanadienses. Canadá es un territorio demográfico cambiante, en permanente proceso de documentación y registro, lo que se ve reflejado en su literatura predominante, anglocanadiense y francocanadiense, y por supuesto en las literaturas minoritarias escritas en los idiomas trasplantados. Sus representantes, con cada nueva oleada que llega, tienden a repetir esa exploración e incorporación inicial del territorio y la resolución, o intento, del problema identitario, en el nuevo hábitat. Por supuesto que la combinación, preponderancia y factura formal de estas versiones cambia con cada nuevo replanteo, e incluso con cada nueva generación, pasando del modernismo humanista, vanguardista, complejo y canónico a la facilidad, pluralidad, inclusividad y soltura postmodernas. Tomada en su conjunto, sin embargo, podemos ver cómo se desarrolla en esa literatura la problemática del género a la vez que la autobiografía, la crónica y el testimonio, cómo esta escritura acoge el cosmopolitismo, el urbanismo McOndiano, así como la adscripción a diversos territorios nacionales y culturales. En el mosaico etnocultural canadiense, los latinoamericanos representan un microcosmos que abarca culturas, razas y estructuras ideológicas y religiosas diversas. Incluso los investigadores sociales y económicos podrían

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tener problemas para ubicar por completo a América Latina en lo que se denomina el Hemisferio Sur. Esto se ve reflejado, por ejemplo, no solo en la pluralidad de los autores que conforman esta compilación, sino en los mismos escritores en forma individual. Pablo Urbanyi, por ejemplo, es argentino, canadiense y húngaro y, de una manera u otra, su obra se inserta en esos tres espacios. Las indagaciones identitarias y territoriales de Alejandro Saravia aparecen marcadas por una estadía anterior en Chile y su vida y ejercicio de la escritura pluri-idiomática en un medio anglófono y francófono. La narrativa de Juan Guillermo Sánchez transita de Bogotá a Toronto, “lugar de encuentro”, ejerciendo simultáneamente la poesía y el ensayo, explorando la cultura indígena y la megaurbana. Debido a las limitaciones del acceso a lectores en un medio alófono en que el español es un lenguaje minoritario junto a diversos otros, el público lector se limita principalmente a los escasos interesados latinos, entre ellos algunos miembros de la élite o intelligentsia latina local en cada caso, a estudiantes del idioma español, mediante recomendaciones o lecturas, o supervisiones de tesis sobre autores latinocanadienses según preferencias o elecciones de sus profesores de idioma español o literatura y, por supuesto, a los canadienses aficionados a la cultura hispánica y el idioma español. Esto pone límites al nivel del idioma de los textos latinocanadienses, con la posibilidad de privilegiar obras de más fácil lectura y en estilos y lenguaje que podríamos llamar “tradicionales”. Este panorama está cambiando con la diversificación de la población latina que llega al país, la conexión o reconexión de los autores con instancias literarias y culturales del mundo de habla hispana, resultado de la globalización, pero también por el crecimiento indudable del interés por la literatura en español producida en

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Canadá, producto en parte de la aparición de autores latinos de segunda generación que escriben y publican en inglés y francés y suelen privilegiar géneros como el testimonio, la autobiografía y el teatro. Además se puede señalar el hecho de la irrupción de la virtualidad y sus características de comunicación a distancia, que crea un público virtual local pero también ubicuo, que libera a los autores de las limitaciones locales y los vincula o revincula con el ámbito de la literatura hispánica per se. Esto va paralelo a la presencia binacional o plurinacional de los autores latinocanadienses. La última novela de Jocy Medina, escrita en Canadá, es clasificada como una de las novelas importante a leer sobre Cuba. La primera novela de Ángel Mota, obra que sondea la realidad mexicana, aparece en México pero él a la vez publica en Canadá, como es el caso de Marta Bátiz, también mexicana, que además difunde la prosa canadiense en México. El último libro de poemas de Julio Torres Recinos se publicó en España, así como un volumen de cuentos de Camila Reimers. Gabriela Etcheverry ha publicado cuentos en un periódico de La Serena, Chile, y, casi simultáneamente, otro de Canadá. Gloria Macher publica en Perú y Canadá, al igual que la autora y artista visual Borka Satler. Alberto Quero publica en revistas de Venezuela y en el Canadá inglés y francés. Mi último libro de poesía aparece en Chile y mi último volumen de cuentos en Canadá. Anabelle Aguilar publica en Costa Rica, Venezuela y España y la crónica de Marcelo Donato, incluida en este volumen, fue publicada originalmente en Francia. Así vemos cómo la literatura y la prosa latinocanadiense se diversifican, o quizás manifiestan su diversidad originaria. Como decíamos, lo latino encierra muy diversas nacionalidades y filiaciones etnoculturales unidas por la zona de América de procedencia y el idioma español. Pero el

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nombre mismo, literatura latinocanadiense, está sujeto a discusión, ya que los españoles, los lusoparlantes y francófonos también hablan idiomas latinos e incluso se ha llegado a incluir a Quebec en la América Latina. Esta literatura ha transcendido su origen como grupo de autores exilados y uno que otro inmigrante para abarcar la gama de escritores castellanógrafos activos y en diferentes etapas y versiones de su carrera literaria en todos los centros urbanos importantes de Canadá, al punto que compilar una antología que incluya a todos los autores o a la gran mayoría sería casi como hacer una antología nacional de cualquier género de un país, no necesariamente de habla hispana. A la postre siempre hay que hacer una muestra de lo más representativo o destacado, sin que parezca posible una compilación totalmente abarcadora, además de que ya no hablamos de una literatura en español exclusivamente. Muchos de estos autores publican en inglés y francés, además del español, ya sea que lo escriban directamente y lo autotraduzcan o manden a traducir. Un ejemplo es la novela Retribution de Carmen Rodríguez, que fue un éxito de ventas. Por otro lado, tampoco es extraño que estos autores frecuenten diversos géneros literarios o compartan su creatividad entre varias musas, por ejemplo el cine y la plástica en Jorge Cancino; la música como vocación apasionada en Cristián Rosemary del Pedregal; el teatro y la música en Marcelo Donato y la plástica en el caso de Borka Satler. Un elemento que ha acompañado a la literatura hispanocanadiense desde sus orígenes exilados ha sido que los autores funcionaban como promotores culturales en las diversas instancias de la difusión de las obras. Había cierto apoyo institucional, ya que Canadá alentaba de alguna manera las manifestaciones culturales de los sectores así llamados étnicos, pero más bien como proyectos de base

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comunitaria y no como producción de obras artísticas individuales más sofisticadas, aunque en principio cualquier ciudadano canadiense puede postular a becas de creación literaria. Así, muchas veces los autores devenían editores y organizadores de eventos, incluso activistas políticos y comunitarios, ya que hasta hoy y en cierta medida se mantienen la vigencia de los aspectos políticos que originaron el exilio latinoamericano que produjo una gran parte de estos autores y existen condiciones que hacen posible el traspaso de este estado de cosas a la escena local. Por ejemplo, Carlos Angulo Rivas hermana su producción literaria con la militancia social progresista y el periodismo de avanzada y Carmen Rodríguez sigue impulsando la equidad y la igualdad social desde sus inicios como activista cultural en la revista Aquelarre. En general, en el relativamente reciente surgimiento de una industria editorial hispánica, aún confluyen el editor, el promotor cultural y el autor, quien muchas veces sigue arraigado, de manera diversa según los casos, en su comunidad originaria inmigrante o local. Ramón Sepúlveda y Camila Reimers comparten sus esfuerzos entre su producción literaria y el periodismo comunitario en diversos medios, lo que no significa que el aspecto por así decir “académico” esté ausente, ya que diversos autores tienen una fuerte formación académica y/o ejercen la docencia en planteles de estudios superiores, como Marta Bátiz, Julio Torres Recinos y Ángel Mota. . Algunas instancias en el registro y la promoción de la prosa latinocanadiense son, por ejemplo, mi antología en lengua inglesa Northern Cronopios, que agrupa a prosistas chilenos en Canadá; Latinocanadá, de Hugh Hazelton, autor, traductor y académico cuya tesis de doctorado, que lleva ese título, fue una antología comentada que incluía a varios prosistas latinos y que fue publicada en inglés por una

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importante editorial canadiense; Retrato de una nube: primera antología del cuento hispanocanadiense, de Luis Molina Lora y Julio Torres Recinos; Guillermo Rose, prosista peruano avecindado en Canadá, estimuló la producción de la prosa literaria en español en Canadá mediante el concurso de cuentos “Nuestra palabra”, que se llevó a cabo durante diez años y que pasó a convertirse en parte del horizonte de expectativas del prosista hispánico activo o en ciernes. La revista Alter Vox, de Ottawa, publicó alguna prosa latinocanadiense, y la revista The Apostles Review de Montreal, financiada en parte por los mismos autores mediante un ingenioso sistema de prorrateo, ha publicado a gran parte de los prosistas hispanos que producen actualmente. En el campo editorial, Antares Publishing House of Spanish Culture, que dirige en Toronto la poeta y académica Margarita Feliciano, ha agregado algunas obras de prosa latinocanadiense contemporánea a su lista de publicaciones. Mapalé, que dirige en Ottawa Silvia Alfaro, ha publicado algunas obras de prosa creativa y testimonial de esta literatura. En Ottawa está también Lugar Común, empresa conjunta del narrador y poeta de origen salvadoreño Julio Torres Recinos y el narrador Luis Molina Lora de origen colombiano. Es la editorial que más seriamente ha emprendido la tarea de publicar prosa de autores latinos en Canadá. En resumen y para terminar de presentar esta muestra, importa reconocer la variedad microcósmica de esta literatura castellanógrafa en un país alófono, así como su relevancia para el proyecto nacional canadiense (inferido por quien escribe pero no evidente como declaración de principios). Canadá se debate entre su posición como uno de los países capitalistas más ricos y desarrollados y un proyecto socialdemócrata fuertemente arraigado en su tradición

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política. Una situación como expresión cultural de una minoría etnolingüística con cierta relevancia cultural y en aumento, ha puesto a la literatura hispanocanadiense en una encrucijada de categorías como el género y sus interrelaciones económicas y políticas, la subordinación de las minorías, la racialización del otro, la identidad individual, cultural y social, la descolonización, la apropiación cultural etc., que además de vincular a las minorías etnoculturales con el mundo no occidental, abren oportunidades de promoción y estudio para la academia progresista canadiense y favorecen ciertos tipos de escritura. Por otro lado, esta literatura ha dejado de ser una literatura de exilados para convertirse cada vez más en una literatura castellanógrafa por derecho propio, producida por el segmento hispanófono de Canadá. Los autores tienden a publicar en medios hispánicos en el extranjero y no faltan los casos en que se los reconoce en su respectivo país de origen y se los publica en antologías u otros medios. Así esta literatura, por su carácter multifacético y potencialmente internacional, representa lo global dentro de lo local, un calidoscopio cuyos colores y formas se iluminan según la caída de los rayos de luz, la mirada del observador.

Jorge Etcheverry Arcaya Mayo de 2017

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JOCY MEDINA Jocy Medina nació en Buena Vista, un palpitante barrio de la Habana, Cuba (1974). Salió de Cuba a los veinte años, y sus aventuras la llevaron a vivir en Kenia, China, México, antes de asentarse en Canadá. Analista Política de profesión y escritora de corazón, Jocy es la autora del blog Un Pedacito de Cuba y de la novela cubana Habana dura, publicada en Ottawa en el 2016. Su escritura tiene un tono erótico-poético y su arte siempre lleva a Cuba entre las líneas. Jocy estudió Microbiología (Universidad de la Habana) y una Maestría en Administración de Negocios (Rutgers University, New Jersey). Vive en Ottawa, con su madre y su hijo adolescente, y habla cuatro idiomas: español, francés, inglés y mandarín.

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HOJA DE VIDA

Mark listo para salir a resolver el último trámite de su lista, y yo loca por dormir la mañana. ¿Para qué tantos papeles? Llevaba siete días en Ottawa. Ya tenía la residencia, el carnet de salud. Sabía dónde comprar un café cuando tuviera ganas, y dónde tomar un helado cuando el país se descongelara. ─ Mi casa y mi pensión un día irán a tus manos, mi amor. Lo menos que debes hacer es acompañarme... —insistía Mark. A mí no se me había ocurrido matarlo. Por eso, ir a firmar un testamento no me resultaba ni urgente, ni digno de un domingo. ─

¡Ese es papel importante! —voceaba él desde la cocina.

El frío no respetaba las ventanas de doble cristales y entraba por rajaduras, para mí, invisibles. Mark protestaba porque con la calefacción al máximo, faltaba poco para que en las esquinas de la casa empezaran a nacer palmas. Un súbito alón de colcha desvistió mi cuerpo, y hasta la celulitis más recóndita de mis piernas, temblaba. ─

¡Devuélvemela! —le grité a Mark.

El tiró la colcha en dirección a la sala. A veces parecía que la de sesenta años era yo y él, el de treinta. Oriné histérica. Me vestí de mala gana. La cantidad de abrigos causó carcajadas en Mark. En ese instante, la idea de matarlo, no sonaba mala. ─

Pero Yuni, ¡Es la primavera! -me dijo.

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Ese día no rodé escaleras abajo, ni me caí de nalgas frente al carro. Mark había picoteado el hielo que cubría los escalones con un pincho largo. La escarcha no resbalaba. El paisaje ni se veía de lo rápido que Mark iba. La cita con el abogado era a las once y dios perdone llegar tarde. Ya pronto me retiro. Gozamos la vida. Y cuando yo me muera… -dijo Mark -

¡Ya para de hablar de muertos, que es domingo!

-

A ver, y ¿de qué hablan ustedes allá? ¿De Fidel Castro?

En primera, en Cuba nadie trabaja el fin de semana. En segunda, los domingos hablamos poco, porque todavía estamos borrachos. La inercia confirmó que el carro había frenado, pero en mi mente yo daba una vuelta en U para regresarme a la cama. Entramos a una lujosa mansión que parecía cualquier cosa menos una oficina. Mark abrazó a su abogado, como si fueran viejos amigos. La alegría del hombre mermó cuando Mark dijo: “McGill, te presento a mi esposa”. A pesar de los cuarentitantos años, el tipo lucía aires de: “a mí no me han cogido bien jamás en mi vida”. Su porte de Ricky Martin me despertaba las ganas de cruzar por encima de su bureau y sentármele encima. Mark no titubeó cuando pidió que borrara a sus hijos del testamento, y me convirtiera en su heredera. Sacó el certificado de matrimonio para que McGill leyera mi nombre porque ni deletreándoselo lograba escribirlo. El apellido, aunque mucho más raro, como era el de su cliente, lo escribió sin mirar la hoja. El hombre me miraba como con desprecio. Quizás pensaba que yo había obligado a mi marido a hacer eso.

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Mark contaba que cuando él tuvo cáncer sus hijos ni le mandaron una postal de Vancouver. Así todo, la vista del abogado me acusaba de cualquier cosa. O quizás me miraba porque le gustaban mis tetas. Para salir de la duda, crucé los brazos, obligando a mis senos a desbordarse del escote. Cuando mis melones aparecieron en el campo de su vista, dejó de mirar. Me abalancé para tomar una tarjeta de su escritorio, y también ignoró eso. No eran las tetas. ¿Qué sería? ¿Por qué me acusaba de esa manera? Una mujer, que en edad parecía más cercana a Mark que a McGill, salía de mansión justo cuando nosotros nos íbamos. Detrás de ella salieron dos niños bellos, pero de esa edad insoportable en la que sólo saludan si los padres los obligan. Mark la saludó con cariño, pero cuando me presentó como su esposa, a ella también se le desmoronó la sonrisa. La indolencia corría en el ADN de esa familia. Yo tenía que regresar a casa de ese abogado a decirle todo lo que se merecía. Hice un mapa mental con la ruta que Mark tomó para irnos casa. La calle de la mansión salió a un río azul negruzco que corría en la misma dirección en que Mark manejaba. Pasamos por debajo de una ruidosa autopista, por la cual, en vez de carros parecía que corrían toros. Doblamos en una esquina donde un Tim Hortons color tierra se camuflaba perfecto con su panorama. Allí había un cartel que decía: “Se busca personal”. Unas cuadras después llegamos a casa. Con mis botas, les caí a patadas a los pedazos de hielo acumulados en la escalera. Con ganas de hacerle lo mismo a la cabeza del abogado.

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Al día siguiente, en cuanto Mark salió a trabajar, yo me aventé en contra de la corriente del río, para llegar a casa de McGill. Era lejos, pero como en Canadá los zapatos los hizo la Cadillac y el sol cruza los dedos cuando jura que calienta, llegué intacta. Una rubia abrió la puerta. Sus ojos parecían que se habían robado todo el verde que le faltaban a la ciudad. -

El señor McGill está en la corte. ¿Tú tienes cita?

-

No. Pero dígale que la señora D´Oust está en su oficina.

Yo no sé si McGill dejó el juicio a medias, o ya venía en camino, pero llegó minutos después de escuchar la noticia. Le pidió privacidad a joven y cerró la puerta de su despacho, como quien no quiere que alguien escuche la charla. No sé a qué viniste, ni cuánto quieres, pero te advierto, de aquella noche no quedan pruebas – me dijo antes siquiera decir “buenos días”. Mi seño, más fruncido, no pudo haber quedado. ¿De qué hablaba él? ¿De qué noche? ¿De qué pruebas? Yo había ido a aclararle que, de los bienes de Mark, yo no quería nada. De hecho, quería pedirle que demorara lo del testamento, porque yo pensaba divorciarme, y así Mark no tendría que pagar otra vez para revertir lo que había hecho con ese documento. Mira que le advertí que no fuera a esa isla. Y no puedo creer que se apareció en mi casa contigo. La chica del billar… Yo, que había ido dispuesta a dar gritos, cuando escuché eso, quedé sin palabras. La lógica no conectaba a McGill con aquella casa de juegos clandestina que mi primo Ernesto instaló en su destartalada casa en la Habana Vieja. Yo dormían en el cuarto de arriba. Ernesto entregaba la llave de mi cuarto a sus clientes como quien entrega la llave del

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baño. Quien subiera con esa llave tenía luz verde para hacer lo que quisiera conmigo. Yo di dos pasos hacia atrás y me recosté a la puerta. De eso hace quince años —prosiguió él— No estaba ni casado. Yo viajaba por el mundo en busca de la cerveza nacional y la carne fresca local. McGill miró a mis pelvis cuando dijo eso. Hasta que fui a la Habana y después de las mohosas y oscuras escaleras, aparecías tú. Dejabas de leer para ir a desnudarme. Sudábamos como perros en aquel horno. Nunca te interesó mi nombre, ni saber si yo regresaba. No hablabas inglés, pero siempre que me iba, decías “thank you”. Nadie jamás agradeció mi sexo. McGill fue a su escritorio. De la última gaveta sacó una foto. Una foto mía. Vestida. Lo cual me sorprendió, porque los clientes de Ernesto siempre las pedían denuda. Ese año fui a Cuba cinco veces. Dejé de ir cuando mi mujer amenazó con cancelar la boda si volvía a viajar solo a tu isla. Yo regresé, pero la llevé conmigo. Y aun así, fui a verte... Yo jamás miraba al cliente, pues si le veía los ojos, no contaba como persona. Por eso no recordaba a McGill, ni a ningún otro. Mi tiempo en casa de Ernesto fue un lienzo sobre el cual yo pinté una mujer fuerte. Y en Canadá esperaba cualquier cosa, menos volver a tropezar con esa pintura. ¡Qué casualidad tan deprimente! Perdóname. Si no es por eso… ¿a qué viniste? —me preguntó. -

A insultarte, creo. Y a decirte que pienso divorciarme.

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¿Divorciarte? Si el hombre te acaba de regalar su fortuna. Yo subí los hombros, y asentí con media sonrisa. Yo no soy médico, pero no creo que al señor D´Oust le quede mucho. A todos nos queda poco. Lo que no sabemos es, cuan poco. Pero, filosofía aparte, ¿cómo piensas vivir, recién llegada, sin un sustento? Hay un Tim Horton en la esquina de mi casa. Pagan doce dólares la hora. -

¿Doce dólares? ¡Eso es tremenda miseria!

¡Qué curioso! Eso costaba una noche conmigo en la Habana Vieja. El puñetazo en su mandíbula fue evidente. Así como lo fue su defensiva: “Y entonces, te casaste con mi cliente para que te sacara de Cuba” No, él se casó conmigo para llevarme a Canadá. Para comer carne fresca durante los años que le quedan. No pellejo. -

Tú marido te quiere. No digas eso.

Ah, claro. Está bien que él me use, pero que él sea mi ticket para salir de la miseria… Eso no, ¡Mujer maldita! Por primera vez, el pulsante laser incriminante en la mirada perdió un poco su lustre. Y por curiosidad, ¿con cuánto uno sobrevive en Ottawa? –le pregunté. Él no dijo si con cien, si con mil, pero por el gesto que hizo, hacía falta bastado. Guardó mi foto y fue a su silla,

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como si de atrás de ese bureau sus consejos gozaran de más credibilidad. -

Uno de mis clientes es dueño del Barefax —me dijo.

Yo puse cara de “¿y eso qué cosa es?” Él me entregó un panfleto. Ese bar emplea como cincuenta chicas. Todas ganan casi o tanto como un abogado, tan solo por desnudarse. ¿“Tan sólo”? McGill hablaba como si bailar en cueros no tomara más cojones y destreza que hablar porquería detrás de su bureau. Él señaló el teléfono al cual yo debía llamar si quería ganar lo que un abogado. Según la foto, las chicas bailaban sujetando unos tubos. Muchos espejos convertían a cinco culos perfectos, en cincuenta. -

Preciosas ellas… –le dije.

Allí las he visto tan bellas como tú, Yuniesky, pero más que tú todavía. Tanta bondad causó terremoto bajo el suelo de mi autoestima y para calmar aquello me dije: “si el supiera los campos de celulitis que cubren mis muslos”. ¿Nunca te preguntaste que hubiese de ti, si yo, en vez de con la cabeza, hubiese actuado con el corazón, y me hubiese casado contigo? —me preguntó. La respuesta era “no”. Pero no dije más. Salí corriendo de allí, y o por miedo, sino porque el azul río se había tornado gris negruzco, como si quisiera llover. Dejé de correr cuando llegué al Tim Horton. Entré. No para comprar algo, pues allí no vendían café, sino agua con cafeína. Pedí hablar con el gerente, un chiquillo mocoso que me había informado que, para aplicar hacía falta una hoja de vida. Se la entregué. Y,

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¿quién sabe cuál fue el detalle que pintó tanto horror en su rostro, mientras la leía? HOJA DE VIDA Yuniesky D´Oust Objetivo Trabajar, para cuando me divorcie no serle una carga al gobierno. Experiencia laboral Esposa, del hombre que me sacó de Cuba Bailarina, del hotel donde lo conocí Prostituta, en el Billar de mi primo Habilidades Años de experiencia sirviendo a clientes canadienses. Gentil, hasta con los más odiosos. Pasiones El café, lo cual explica la celulitis. Los domingos, que ni aunque me paguen doble, trabajo ese día. Nunca me llamaron para una entrevista. Pero no me hizo falta. McGill procesó el testamento. Mark murió el día que yo presenté el divorcio. Añadí “viuda” a mi hoja de vida.

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MARCELO DONATO Marcelo Donato es arquitecto y escenógrafo. Si bien el espacio en su sentido más amplio y en particular el del teatro, representan su preocupación primaria, también se ha acercado a la literatura, el cine, la música y la pintura. Nacido en Argentina, lleva más de 25 años fuera de su país entre México, Italia, Francia y Canadá, donde reside actualmente. Aquí se desempeña como operador en la Radio Multicultural Chin, donde conduce un programa de tango: Perspectango, lunes por medio a las 8 de la noche. Desde octubre de 2016 se desempeña también como Supervisor del Área de Teatro de la UNAM Canadá situada en Gatineau. En el año 2016 publicó Entre bambalinas, memorias de un realizador teatral, biografía de Héctor Pascual y en este momento trabaja sobre una escenografía realizada por Pablo Picasso. En estas obras reflexiona acerca del teatro, principalmente en las áreas de su competencia, la escenografía y el vestuario y su devenir en el tiempo. El texto publicado en esta antología surge como homenaje a la coreógrafa argentina Sara Pardo, con la que colaboró en diversos espectáculos. Forma parte de una recopilación de textos publicada en Francia en noviembre del año 2011 en castellano, francés e italiano.

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CUANDO EL PAVIMENTO DE LA VUCCERÍA ESTÉ SECO…

En 1985 llegué por primera vez a París. Había salido de México con unas pocas valijas, dispuesto a instalarme un tiempo en Italia, patria de mis abuelos. Tenía 29 años, quería trabajar como escenógrafo y había programado pasar un mes en París, único punto del continente en el que conocía a alguien que me podía alojar, antes de establecerme en Roma. Entre mis efectos traía una carta para una coreógrafa que Lucille, mi profesora de vestuario en la Escuela Nacional de Arte Teatral, me había dado con dos fines: enviarle sus noticias y ponernos en contacto. En las relaciones interpersonales el afecto muchas veces suele entrelazarse con la admiración por el trabajo del otro. Al oir a Sara, la coreógrafa en cuestión, hablar de Lucille (y recordar lo que esta última me había a su vez dicho de su amiga), me di cuenta que la amistad que las unía estaba basada en un gran cariño y un enorme respeto por la obra del otro. Y me animo a creer que, sin intentar ponerme a la altura de Lucille, mi amistad con Sara creció en esa dirección…Compartíamos un pasado escindido, entre Argentina, nuestro país de nacimiento y México, nuestra patria por elección; y tanta negligencia por el primero como atracción por el segundo. Teníamos afinidades en nuestras elecciones; tanto en las artes plásticas y en la música, como en el cine, el teatro, la danza y la literatura. Y además, desde que yo me trasladé a Italia, nos volvimos en cierto modo complementarios: ella vivía en Paris, esperando impaciente una llamada para ir a trabajar a Italia y yo vivía en Roma,

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buscando cualquier excusa para viajar a París; éramos dos eternos disconformes. El vínculo de Sara con París se podría definir como una relación amor-odio en la que este último fue ganando posiciones con el tiempo, hasta desplazar completamente a su opuesto. Hoy podríamos decir que su amor por la ciudad era virtual, provenía del sentimiento idealizado, compartido por todos los jóvenes intelectuales y artistas de Buenos Aires de su generación, que veían a la capital de Francia como la meca por donde pasaba todo lo que era importante. Pero para algunos de ellos, una vez que París pasaba a ser la ciudad de residencia, el entusiasmo inicial comenzaba a declinar a medida que se iban descubriendo ciertos imponderables. Y si bien para mí sigue siendo la ciudad ideal, algunas cosas no eran exactamente como Sara las hubiera deseado. La temperatura era una de ellas, y fue tan importante que la hizo emigrar dentro del mismo país buscando el sol de la costa mediterránea. La burocracia fue otra, que la alentó a ir a buscar otros sitios para expresarse, lugares tan disímiles como Polonia, Malta e Italia. Este último país se acercaba más a sus gustos que a sus exigencias; la Italia del sur, con sus temperaturas moderadas y su cálida gente, siempre dispuesta a darle la bienvenida al extranjero que, como ella, traía las enseñanzas de técnicas y movimientos de vanguardia. II En el verano de ese mismo año nos volvimos a encontrar, esta vez para trabajar juntos en Italia. Me invitó a realizar los trajes y las luces de un espectáculo que iba a

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montar en Palermo con bailarines sicilianos. Luego íbamos a hacer una gira por la isla. Viajé de Roma a Nápoles en tren. Allí tomé la nave hacia Palermo y recuerdo aún ese viaje, en el que una tormenta columpió la embarcación durante toda la noche. Por la madrugada llegamos a Palermo. Sara estaba ya instalada en el centro de la ciudad, en el corazón del más popular de los mercados palermitanos: la Vuccería. Nos despertábamos con los gritos de los vendedores, los intensos aromas que penetraban a través de las ventanas abiertas de par en par y las veredas mojadas de los puestos de venta de pescado. Por las calles de la Vuccería salíamos cada mañana, abriéndonos paso entre la muchedumbre del mercado, rechazando con gentileza las insistentes invitaciones a adquirir las mercancías. Nos deleitábamos con la rima fácil, las frases armadas de los comerciantes acompañadas de gestos grandilocuentes que eran más atrayentes que carteles luminosos. Teníamos que caminar varias cuadras para salir de ese campo de batalla llamado Vuccería. En todo el trayecto chapoteábamos en el agua arrojada por los vendedores sobre los frutos de mar para refrescarlos, o mejor dicho para evitar que se pudran en el calor palermitano. Volvíamos tarde en la noche, después de cenar; el silencio ya se había acomodado entre le bancarelle del mercado pero los marciapiedi de la Vuccería seguían mojados. A medida que penetraba en el mundo de Sara, asistiendo a sus clases por la mañana y luego al montaje de las coreografías por la tarde, mi admiración por su trabajo fue creciendo. Podía permanecer una entera clase contemplando los sutiles movimientos de cada una de las extremidades de los bailarines y las bailarinas. Quedaba extasiado frente a esa extraña disciplina que entrelaza un movimiento con el siguiente en un sinfín de giros y desplazamientos,

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contracciones y dilataciones de cuerpos, saltos, abrazos, sutiles roces y enérgicas elongaciones. Sara permanecía de pie frente a los bailarines, con los brazos plegados y los puños cerrados apoyados en el talle, el torso inclinado hacia delante, con una mirada penetrante que se posaba aquí y allá, siguiendo con atención los movimientos marcados. Lanzaba enérgicas observaciones, y entre sus pautas se deslizaban nombres de pasos de danza en francés, frases en italiano y algún comentario en español. Nunca voy a olvidar los movimientos lentos y relajados, de una elegancia única, que creó para las Ginmopedies de Satie, ni los repentinos saltos que sus bailarines, convertidos en aves, ejecutaban para Los pájaros de Messiaen. Una vez montado el espectáculo, listos los trajes y las luces diseñadas, salimos de gira a diversos lugares de la isla: San Vito lo Capo, Cefalú, Tindarys, Siracusa, Agrigento. Cada lugar era una nueva aventura. Llegábamos por la tarde y en el transcurso de unas horas, ayudados por algunos parroquianos, debíamos dejar todo listo para la performance. Los problemas técnicos nos entretenían gran parte del día, pero así como el fuerte sol del mediodía revelaba las falencias organizativas de una de las regiones menos favorecidas del país, la noche cubría de sortilegios nuestro soggiorno, con los ensayos y las representaciones. Sin duda alguna la noche más extraordinaria fue la del ensayo en el teatro de Tyndaris. Esta ciudad fue fundada por los griegos en la costa norte de Sicilia, muy cerca de la actual Mesina, en el año 395 AC. Fue un importante núcleo urbano hasta que, según Plinio, una catástrofe natural hizo que parte de la ciudad desapareciera bajo el agua. A la luz de la luna recorrimos en silencio los majestuosos vestigios hasta llegar al foro. Corría el mes de agosto y

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todavía recuerdo el momento en que, por primera y única vez en mi vida, vi caer una estrella de la bóveda celeste en la solemne arquitectura del teatro. El día de la función se levantó un gran viento y las enormes esferas que acompañaban los movimientos de los bailarines salieron volando entre el público. Las improvisaciones de los intérpretes sobre la coreografía marcada hicieron del espectáculo una creación absoluta. Sara y yo, frente a la consola de las luces, tratábamos en vano de no reírnos, moviendo nuestras cabezas según los vaivenes del viento para evitar de perder nuestras lentes de contacto…Porque la risa siempre la acompañaba, hasta en esos momentos de confusión. De la sonrisa amplia unida a un movimiento descendente de la cabeza para denotar aprobación, que repetía cuando un ensayo andava liscio, a la carcajada fresca ante situaciones grotescas, acompañadas por un “¿Pero te das cuenta?”, pasando por un sinnúmero de matices, entre los cuales se destacaba una risa nerviosa, señal de que algo non andava liscio…. Cuando acabó el verano nuestro trabajo llegó a su fin; Sara volvió a Paris, yo a Roma. Luego siguieron otros destinos, primero Catania con las hermanitas Campione, luego Malta con Tanya. Nunca supimos que la de Malta, ese terreno neutro que nos recibió con tanta afabilidad, sería nuestra última colaboración. Quizás fue por nuestra imposibilidad de negociar sobre ciertos principios estéticos y artísticos a los que nos aferrábamos con tesón: no estábamos dispuestos a renunciar a ellos solo por lograr un contrato… En todo caso, Interchangeable galaxies fue el más logrado de nuestros espectáculos. Siguiendo la música de Charles Camilleri, Sara había pasmado en el escenario imágenes de caos que culminaban con la instauración del orden en la escena final. Por mi parte,

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ideé un telón negro muy ligero sobre el cual dispuse piedras facetadas. La incidencia de la luz, unida a los suaves desplazamientos del telón generados por los movimientos de los bailarines, hacía que pequeños destellos se encendieran y desaparecieran aleatoriamente. Al final una esfera de luz descendía lenta y solemnemente en el centro de la escena. Fue un gran trabajo para ambos, a pesar de su simplicidad, ya que coreografía y escenografía se mancomunaban para reforzar el discurso: Sara hacía danzar hasta los elementos de la escenografía. No lo sabíamos, pero este espectáculo, que se repitió en Saint Gaudens, marcó nuestra sobria despedida. III Después de vivir cinco años en Italia, en 1990 finalmente pude instalarme en Paris. Por única vez Sara y yo coincidíamos en un lugar por un período de cinco años. Yo empecé a trabajar para la Maison Saint Laurent; a ella nunca le gustó demasiado pero se abstuvo de decírmelo. En realidad, le gustaba más tenerme en Italia, disponible a nuevas aventuras y hubiese preferido verme en un teatro…Pero yo estaba trabajando otra vez gracias a ella, ya que por una cadena de relaciones, llegué a otro argentino con el que trabajé en el montaje de dos grandes exposiciones. Si Interchangeable galaxies marcó mi más grande satisfacción como escenógrafo, el trabajo en Saint Laurent representa hasta hoy día mi pasaje más logrado por una empresa privada. Le debo a Sara más de lo que suponía: había conocido a Héctor a través de un regisseur conocido de unos diseñadores de vestuario amigos de ella. Héctor nunca la conoció personalmente, pero ambos seguían mis avatares

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con interés y yo los mantenía informados sobre la suerte del otro. Fue en esa época que Sara montó la coreografía de Operette. Nuestros encuentros se desplazaron al Theatre de la Colline, donde se estrenó la obra. Después de Saint Laurent vino el chomage y la escuela de video y, cuando la terminé, volví a Italia con mi Diploma de la ESEC. Nos seguimos viendo con frecuencia durante otros dos años, cuando ella iba a dar clases a Italia o yo iba de paseo a Paris…Pero en 1997 volví a Buenos Aires, con intenciones de establecerme, y nuestra relación se restringió a mis cartas y sus llamadas telefónicas. Fueron años difíciles en Argentina, los del fin de la convertibilidad y la crisis económica del 2001; el viaje a Europa volvió a ser, como antes, un sueño burgués. Recién en junio de 2007 volví a verla, esta vez en la Costa Azul. Los dos habíamos cambiado de paradero, ella estaba en Mentón, con un pie en Italia y otro en Francia, yo nuevamente en México. Como siempre, ella soñaba con viajes a México y una nueva vida más cerca de los trópicos. También nos vimos el año siguiente, siempre en junio. Pero nuestro rendez-vous anual se frustró en el 2009. Cuando llegué ya no estaba y no habíamos podido saludarnos como merecíamos. Dicen en Sicilia, cuando algún hecho es muy improbable que ocurra, que se hará realidad el día que el pavimento de la Vuccería esté seco. Esto, traducido en dialecto, suena así: “quannu e balati ra Vucciria s´asciucanu”. Nos agradaba la tonada del dialecto siciliano, tratábamos de aprender nuevas palabras y de integrarnos a la sociedad, como la gente que viaja en exceso y que, en cada lugar, quiere sentirse como en casa. Ella eligió para irse el día de mi cumpleaños. Yo la imaginé como una bailarina desorientada que, al olvidar repentinamente su coreografía y sin ganas de improvisar, se

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mete entre coulises y ya no quiere volver a salir. Así terminó su representación, sin la inclinación del saludo final, sin los aplausos merecidos ni las ovaciones encendidas. Yo solamente podré olvidarla el día que el pavimento de la Vuccería esté seco.

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CARMEN RODRÍGUEZ La educadora, periodista y escritora bilingüe chilena-canadiense Carmen Rodríguez llegó a Vancouver en 1974 como exiliada política. Ha practicado la docencia en los campos de la literatura, los estudios culturales, la escritura creativa, la enseñanza de idiomas, la alfabetización y las ciencias de la educación. Además, es la autora de estudios investigativos y libros sobre la educación de adultos y la educación popular. Fue fundadora y miembro del comité editorial de la revista bilingüe Aquelarre, publicada entre 1989 y 1998; y entre 1990 y 2012 fue corresponsal en Vancouver de la Radio Canadá Internacional. Rodríguez es la autora de tres libros: Guerra prolongada / Protracted War, un volumen bilingüe de poesía; la colección de cuentos De cuerpo entero/and a body to remember with (Mención del Premio municipal de literatura de Santiago/finalista de los Vancouver Book Awards); y Retribution, una novela (segundo lugar, género novela, International Latino Book Awards). Retribution fue traducida al noruego y publicada en Oslo bajo el título de Chiles Dotre. El desquite, su versión en español, será lanzada próximamente en Cuba.

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LEGADO

El Sr. Chanchín no puede ocultar su regocijo al escuchar que en Belice el castigo físico de los niños no sólo es legal, sino también una fuente de orgullo para los habitantes del país. “¡Cállate ahora mismo o te voy a cachetear hasta no dar más!” le advierte a la niñita Chanchín, extendiendo las salchichas que rematan el mazacote rosáceo de su mano derecha. “Ya escuchaste lo que dijo la señorita. Aquí te puedo pegar cuántas veces quiera y nadie me va a denunciar a la policía” agrega, mientras le guiña el ojo a la guía turística y tuerce la boca en una mueca ponzoñosa que pretende hacerse pasar por sonrisa. El Sr. Chanchín, la Sra. Chanchín, la pequeña Chanchín y otros treinta y tantos turistas se encuentran a bordo de un bus jubilado por la compañía Greyhound, camino a las ruinas mayas de Altun Ha, cincuenta kilómetros al norte de la Ciudad de Belice. Los dioses lloran. Torrentes de agua azotan el parabrisas y las ventanillas del destartalado vehículo. La pequeña Chanchín chilla en la falda de su madre. La guía -- el cabello planchado en un afán por esconder su origen africano – se pavonea, repitiendo en un inglés rubricado por el acento del lugar: “El castigo físico de los niños cuando se comportan mal es la única manera de asegurarse de que no lo vuelvan a

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hacer. No más berrinches sin causa alguna, no más chiquillos malcriados. Punto. Éste es el mejor legado que nos dejó la civilización británica”. La chiquita Chanchín llora aún más fuerte. El Sr. Chanchín, granate de vergüenza, saca de su bolsillo izquierdo un pañuelo blanco perfectamente planchado y se enjuga la transpiración que le ensopa la frente. “Ya te lo advertí. Si no te callas ahora mismo, te voy a dar un palmetazo tal que vas a terminar como estampilla contra el parabrisas”, proclama con estridencia. El berrinche de la niña evoca ahora los graznidos de un cuervo. La Sra. Chanchín, quien hasta el momento se ha limitado a mecer a su hija y a hacer una inspección minuciosa de su ventanilla, comienza a susurrarle cositas al oído. La Gigantona, sentada al otro lado del pasillo, ha escuchado al Sr. Chanchín y a la guía con creciente indignación, su metro-ochenta de estatura -- plegado como un fuelle de acordeón –- revolviéndose en el asiento, y su mirada encendida buscando complicidad en el Gigantón sentado a su lado. Pero éste no se da por aludido y hunde aún más la cabeza en el National Geographic con el artículo sobre los mayas que ha estado estudiando desde que tomó el avión a Belice. La Gigantona voltea entonces su cabeza pelirroja y busca con ansiedad los ojos del resto de los turistas. Algunos dormitan; otros contemplan catatónicos las cataratas de agua que caen por el exterior de las ventanillas. La pequeña Chanchín sigue llorando.

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La Sra. Chanchín la sigue meciendo y musitándole cositas al oído. El Sr. Chanchín sigue resoplando y secándose la transpiración con su ya-no-tan-impecable pañuelo blanco. La guía continúa su apología del abuso infantil: “Afortunadamente, en nuestro país, podemos darle una buena paliza a los hijos que se portan mal, sin temor a las consecuencias. Y los padres no son los únicos responsables de la disciplina de los niños. No-se-ñor. Los maestros de escuela no sólo tienen el derecho, sino el deber de no dejar pasar las malas acciones de sus alumnos. Si un niño no estudió su lección, no prestó atención en clase, se puso a conversar con su compañero de banco, faltó a la escuela sin justificación, en fin, ese maestro tiene el deber i-na-lie-na-ble de disciplinar a ese niño. A las niñas-mujeres se les propinan golpes en las manos y a los niños-varones, en el trasero”. La niña Chanchín lanza un chirrido en el tono exacto de una sierra eléctrica. El Sr. Chanchín -- ya casi morado -- bufa, sus ojillos fijos en la tutuma que descansa entre la nuca y el cuello de la camisa caqui del chofer. La Sra. Chanchín ya no mece a su hija; más bien, la zarandea con convulsiones de brazos y piernas. La Gigantona se sigue revolviendo en el asiento y buscando infructuosamente las miradas de su marido y el resto de los pasajeros. La voz de la guía ha subido una octava y es ahora acompañada de desplazamientos de manos que terminan en largas uñas de acrílico escarlata.

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“La técnica más eficaz es la de los latigazos con un cinturón de cuero con una buena hebilla. Dependiendo de la gravedad del delito, se puede usar sólo la parte de cuero, o la parte con la hebilla”. Entonces, con el orgullo de un soldado que despliega ante el mundo sus heridas de guerra, la mujer – con su pelo planchado, boca carnosa y piel atezada, cuerpo anoréxico y uñas postizas – extiende primero la mano izquierda mientras que con las uñas de la mano derecha apunta a una maraña de gusanitos blanquecinos que resalta sobre su oscuro dorso. Luego revierte la operación para exhibir la mano derecha. “Nunca me voy a olvidar de esta paliza”, medio ríe, medio chilla. “Me la merecí porque en vez de ir a la escuela, fui al Hotel Imperio. Con mi amiga Priscilla queríamos ver a la Reina Isabel que se encontraba de visita oficial en Belice por solamente dos días. La verdad es que más que verla queríamos tocarla; asegurarnos de que era de carne y hueso, como nosotras. Cada mañana cantábamos “Dios salve a la Reina” en el patio de la escuela; su retrato estaba en todas partes – en cada aula y oficina pública, en nuestras propias casas... La veíamos en la tele, observándonos con sus ojos tranquilos y hablándonos con esa voz tan distinguida que tiene... Ahora estaba aquí mismo, en Belice, respirando nuestro aire, contemplando el mismo paisaje que nosotros mirábamos a diario. ¿Le gustaría Belice? ¡Qué ganas de preguntarle! Pero más que nada, queríamos tocarla; comprobar que su piel y su pelo eran suaves como la seda; soñábamos con colocar un dedo, un solo dedo en su corona real; palpar el encaje esponjoso de su traje de gala...” Los ojos resignados de la guía se pierden en el espacio vacío entre las dos filas de asientos, sus manos huesudas suspendidas en el aire.

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“¿A quién se le podría haber ocurrido una idea tan estúpida?” se pregunta ahora, recuperando la voz y meneando la cabeza. “Sólo a dos loquitas de doce años, por supuesto” concluye, las manos todavía estiradas como esperando otra ronda de latigazos. “Ni bien cruzamos el umbral del hotel, los guardias nos tomaron presas y un carro policial nos llevó derechito a la escuela” explica, lanzando una carcajada estilo hiena. Ahora, un par de lagrimones le corre cara abajo. “Nunca me olvidaré de ese día. Nos golpearon con el lado de la hebilla del cinturón y las manos no nos paraban de sangrar”. La niñita Chanchín ya no chilla. La Sra. Chanchín ha dejado de zarandear a su hija. El Sr. Chanchín se examina los zapatos. El bus entero se ha sumido en un silencio espeso, mientras las miradas se concentran en las cicatrices que surcan las manos de la guía. “La disciplina a través del castigo físico fue el mejor legado que nos dejó la civilización británica”, repite ella mientras recoge las manos con rapidez y se las pasa por la cara. “Hemos llegado”, entona ahora, su voz animada al punto de la histeria. “Por favor síganme” agrega, volteando la cabeza y ofreciéndole sus dientes de conejo a la niñita Chanchín. Los dioses han dejado de llorar. Una luz anodina se esfuerza por atravesar las ventanillas.

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Mรกs allรก del parabrisas, las pirรกmides de Altun Ha se elevan hacia el capote algodonado que ennegrece el cielo.

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ÁNGEL MOTA BERRIOZÁBAL Ciudad de México, 1970. Desde 1992 reside en Montreal. Doctorado en literatura comparada, en la Universidad de Montreal. Co-editó la revista de poesía Helios (2000-2008) y dirigió la revista cultural y política Énfasis (2000-2005). Ahora es miembro del consejo editorial de la revista Viceversa (Montreal-París). Imparte conferencias y charlas en festivales de literatura y en universidades de Canadá. Como ensayista sus trabajos se enfocan al estudio del arte y la literatura universal, .Publica regularmente poemas y cuentos en diversas revistas y libros colectivos de Canadá, España, EEUU, México e Italia. En el 2010 aparece su libro de cuentos: La casa de Nadie, editorial Lugar Común, Ottawa. La confesión en el paraíso, ediciones Milenio, Lleida, España, 2014, es su primera novela.

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LA SUITE DE HANNA FUCHS Nueva York, 1976 De pie, junto a un piano, George Perle, fijó sus ávidos ojos sobre los óleos en los muros. Luego, como buscando algo sin saber bien qué, posó su interés en los vasos de cristal cortado sobre una cómoda y en el bargueño laqueado con ébano, donde oteó la foto de un niño, kipá en la nuca y leyendo la Tora, en lo que parecía la celebración de su Bar Mitzvá. Se sentó el hombre, de gran vientre y camisa blanca con corbata azul, en el taburete. Comenzó a recorrer toda la estancia, mudo, sopesando el silencio de la mansión. Y así, como guiado por instinto, como en búsqueda de algo que le hablase más de la difunta, el hombre se atrevió a entrar a la recámara. Todavía, pese al tiempo, emanaba ese olor de perfume, de polvos cosméticos, y, como estática en el tiempo, la cama y cómoda lucían intactas. Con cuidado, casi como si temiese que un espíritu algo apareciese o lo regañase por intruso, Perle comenzó a abrir cajones, uno y otro, de la cómoda. Ropas y collares de la anciana. Y así, miró, justo por encima del mueble, la foto de una mujer muy bella de cabellos largos, negros, sonrisa jovial más en cuyos ojos se leía temor. Observó por largo espacio de tiempo el cuadro. −Doce años, ya –se dijo− doce años ya que te fuiste. Caminó al ropero, a un costado de la cama. Vestidos y abajo zapatos y cajas. Curioso, como niño en busca de tesoros, abrió una cajita. Adentro cartas y postales. Afanado colocó los sobres en la cama. Comenzó a observarlos. Le sorprendió que no tuviesen ni remitente ni destinatario. Abrió los sobres. Desplegó las hojas. Todo estaba escrito en

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alemán. No entendió nada. Como para conocer más sobre las misivas, buscó el nombre del remitente. Se estremeció. Con todo afán quiso descifrar algo de lo escrito. La letra era mala y la lengua una enorme frontera. Emocionado quiso descubrir algo más. Abandonó de momento las cartas y, en el ropero, dio con un sobre enorme, en cuyo papel leyó: Du bist mein Eigen, mein Eigen (Eres mía, mía). Temblando abrió el papel. Pasó los ojos sobre una partitura con numerosas notas por todo espacio en blanco. Quedó boca abierto. Fue de inmediato al piano, enrojecido de gusto, y ahí, comenzó a poner uno y otro dedo en las teclas, con la intriga entre los ojos pasmados.

Praga, 16 de mayo de 1925 −Me ha sorprendido mucho el guión de su ópera, señor Berg –comentó Herbert Fuchs Robettin, sentado en un sofá, cigarro en mano, con el tono amable de quien, a pesar de poseer millones y millones de marcos, se muestra amigable ante una obra de arte−. Mas hay algo aquí que puede perturbar el nacionalismo checo y… el austríaco… −Es usted de lo más amable, señor Fuchs, −replicó Alban Berg, fijándolo a él y de reojo a su esposa, a su lado−, mas es sólo reflejo de lo que pienso, de lo tonta que fue esa guerra, de lo mucho que odié el servicio militar –Berg se rascó la cabeza. Apuró una copa con tinto, y, posó los ojos en el piso, al tiempo que recorrió los zapatos y algo de las piernas descubiertas de Hanna Fuchs, sentada justo enfrente de él, cigarro en mano, sombrero corto como bonete y largo collar sobre el pecho−. Todos esos años de guerra tuvieron un

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efecto horrible en mí. No pude soportar la idea de ser testigo toda esa cantidad de austríacos que cayeron en Flandes y en Croacia, y todo por… −No siga, señor Berg, se lo ruego –interrumpió Hanna Fuchs, con una expresión del rostro tan cautivante como bella. De sus ojos brillaba un coqueteo humilde y su vestido, negro, era sencillo pero de él se adivinaban las formas del gracioso cuerpo−. Han pesado siempre en mí las muertes de diez millones de seres. Cómo cree usted que puedo vivir con ello. Es como si la muerte me acompañara siempre, como si yo la crease. −¡Hanna! –interrumpió el marido−, no creo que el señor Berg venga a oír esto… −No al contrario, se lo suplicó –se animaron más los ojos del compositor−. Es muy conmovedor lo que me cuenta y todo este sentimiento es muy legítimo. −Pensar…, señor Berg −retomó Hanna−, que por culpa de mi padre se desató este genocidio –inclinó el rostro la mujer, moviendo el vino entre sus dedos. −No fue culpa de tu padre –rio el empresario−, el serbio ese estúpido mató a su hijo en Sarajevo, y el imperio… −La guerra es infame –intervino, Alban Berg, con tono diplomático, sin desprender los ojos de la anfitriona y, por cortesía, de su esposo− mas, creo yo, que no debe usted cargar con eso, señora Fuchs. Soy de los que piensan que la historia no debe tener peso sobre nosotros, la historia no debe hacernos sus esclavos. Por “la razón en la historia” prusiana y la nuestra en Austria se hizo esta guerra atroz. Eso es mi ópera Wozzeck: lo patético de la guerra, el que los pobres sean usados, el que sean conejillos de indias, lo

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absurdo de las órdenes militares, y todo por unos metros de lodo y trincheras. −Será encantador escuchar los fragmentos de su Wozzeck en el Teatro Nacional –se animó Hanna Fuchs, con un oteo en estallido a lo nervioso del músico−. Seguro su obra hará euforia en el festival de la Nueva Música.

Ciudad de Nueva York, 1976 Perle tocó el Allegretto gioviale con cierta torpeza. Como si oyese por vez primera la obra. Entre las notas había explicaciones, flechas y palabras. Esas palabras lo animaron. Era un canto de cuatro sonidos de cuerdas. Siguió con estupor la entrada del violoncelo, luego el alto. Como la euforia de un encuentro.

Praga, 18 de mayo de 1925 Un tráfico caótico por la calle Holeckova se avecinaba como amenaza a todo peatón y caballo, nada acostumbrados a estos “nuevos monstruos de hierro.” En uno de ellos, Alban Berg oía a su anfitrión en el asiento trasero, junto a Munzo y Dodo, un niño y una niña como de ocho años. Herbert Fuchs daba vuelta al volante, sombrero sobre los cabellos. Su esposa seguía la conversación con hermosa sonrisa, entreviendo a Berg por el espejo retrovisor.

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−Admito que me es difícil entender o gustar la música de Shoenberg –declaró el empresario−, pero usted y el señor Theodore Adorno me han aclarado tantas cosas. −Sí, Teddie, es tan sencillo. Tiene esa forma de explicar que deslumbra, como usted, Alban –se atrevió Hanna. −Nuestra música es sólo tomar lo mejor de lo polifónico de Bach, de Wagner, aún de Mozart. Cuando la crítica nos tacha de inaudibles, de carecer de melodía o de tono, es sólo que se esperan repeticiones, juegos monótonos de una melodía. Nosotros: mi maestro Shoenberg, Malher, Debussy o Stravisnky, componemos con más libertad melódica, diversidad métrica y rítmica. La Nueva Música no es ruido, gritos o desacordes, como nos llama la prensa en Berlín, sino el uso de toda la riqueza de la historia de la música por el valor de la música. No componemos al servicio de una nación.

Nueva York, 1976 Perle posó sus dedos con emoción al Andante Amoroso. Le costó algo de empeño expresar con el piano el encuentro entre el violín 1 y el violín 2. Un encuentro a tientos. Con el mismo empeño esbozó el alto y el violoncelo. Como sonidos joviales se acercaban, se alejaban, como si se abrazasen y luego se soltasen. Un juego entre el violín 1 y el 2 era como el amor de niños al encuentro del violoncelo; la madre.

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Praga, 19 de mayo de 1925 −Por fin puedo a verte a los ojos sin que nos miren −sostuvo el regazo de sus pupilas Hanna en los de Berg, sentada en una de las butacas del Teatro Nacional de Praga. −Es el momento más preciado de mi vida, Hanna −replicó el austriaco, con el gesto puesto en la práctica de su ópera sobre el escenario.

Nueva York, 1976 Siguiendo el Allegro misterioso, Perle se dejó sumergir por lo estático del trío de cuerdas, como el inicio de una reticencia, como una erupción que empieza a nacer lenta y va a exaltarse en el pulso fuerte de las teclas.

22 de mayo del 1925 Los brazos de Alban Berg tomaron todo el cuerpo de Hanna Fuchs. Sólo se oía el silencio de la biblioteca de Herbert. La boca de Alban rozó la de la mujer, y así se buscaron los labios, una y otra vez, en una arrojo ciego, con el roce cada vez más estrecho de los cuerpos.

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Ciudad de Nueva York 1976 Con el Adagio affettuoso, Perle notó que las notas se acercaban con frenesí, como en pasión amorosa, casi en estridencia. Y así, vio que se repetían las mismas notas en una y otra frase, en el diálogo del celo con el violín y se separaban a la intervención del alto y del otro violín. Leyó, como alquimista que halla la fórmula deseada, que estaba escrito: Hanna y luego Alban en el pentagrama, y entonces entendió que las notas, en su nomenclatura en alemán, reproducían los nombres de los dos amantes en su encuentro y separación.

Praga, diciembre 1934 Alban Berg evocó, con los ojos puestos sobre el rio Vlatva, su carrera en automóvil, el desenfreno de su rodar ebrio por las calles de Praga hasta el suburbio de Bubeneč, hacía 8 años. A la vista de la corriente del río, se recordó asomándose a la villa de los Fuschs a horas de dormir. Casi toca a la puerta, casi grita el nombre de Hanna. Sólo lo detuvo el darse cuenta a tiempo de su estupidez. Desesperado, ya no se contentaba con las cartas que enviaba a la mujer por medio de Theodore Adorno o de Alma Mahler. Theodore era muy torpe y Alma no soportaba a Hanna. La consideraba una mujer vacua. Herbert Fuchs ya se había dado cuenta de todo, y por ello las visitas sociales de Berg a los Fuschs −único modo ver a la amante−, habían cesado para siempre. Ahora, en Praga, al estreno oficial de su ópera Wozzeck en el Smetana Hall, la vio algunas horas

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en encuentro formal, entre el público. Ya no vendría más a Bohemia. Su esposa Helene, bien sabida del romance, perdía los sentidos. Lo instigaba a visitar un sicoanalista, tal y como Herbert había obligado a Hanna a hacerlo. “No era normal que esos dos quisiesen romper el matrimonio por una locura.” −Patrañas, el sicoanálisis es una patraña, artimaña de charlatanes –gritaba Berg, borracho, a su esposa en Viena. −Mi doctor me ha ayudado mucho, Alban −lloraba Helene−. Puedes incluso ir a ver al doctor Freud, estoy segura de que te ayudará. Es judío como tu Hanna… −¿Y para qué?, ¿para que me diga que tengo una sexualidad reprimida, como a ti te dijeron que eres una mujer insatisfecha, y que por tal razón eres tan depresiva? No carajo, no. Con los ojos sobre el Vlatva, Alban Beg recordó cuando Alma Malher, cuñada de Hanna, le dijo que la amante estalló en lágrimas al espiarlo, mientras se ensayaba la Suite Lírica en Viena. Oyó su Suite en la memoria por lo que despejó sus ojos del agua, volviendo su mirada al Teatro Nacional, erigido a la orilla del río, y así, volvió a él la manifestación de la ultra derecha checa que había irrumpido la noche anterior en la ópera de Wozzeck, “por atentar contra el orgullo nacional y el honor de los caídos en combate contra el acérrimo enemigo”.

Nueva York, 1976 Silencioso, con los dedos todavía fijos sobre las teclas, Perle meditó, con sonrisa ligera, que había encontrado lo que había buscado por años, la razón del silencio de Hanna

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Fuchs, la razón de la distancia y relación tosca con su esposo, y el porqué, siempre, desde que se refugiaron en Nueva York huyendo de la entrada del ejército alemán a Praga, en 1939, y sobre todo desde la muerte de Herbert, todos los años que le sobrevivió, Hanna tocaba la Suite Lírica de Alban Berg, con un vestido negro, uno de los años veinte, sin que nadie supiese porqué.

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GLORIA MACHER Gloria Macher es una escritora latinoamericana originaria de Perú que vive en Montreal. La autora es una exponente de la literatura humanista contemporánea. Explora temas sociales, políticos, ecológicos y existenciales que alimentan la reflexión de nuestra condición humana. Gloria Macher ha publicado con la editorial Verbum de Madrid las novelas: Las arterias de don Fernando (2013), Mi reina (2014), La gringa del parque (2015) y un compendium de relatos Viajando por precipicios (2016). Las arterias de don Fernando, obtuvo el premio “The International Latino Book Award 2014” en la categoría eBook de ficción, otorgado por la organización estadounidense Latin Literacy Now. Sus novelas fueron presentadas en las ciudades de México, Guadalajara, Lima, Montreal y en el Círculo de Bellas Artes de Madrid. Sus relatos y poesías han sido publicados en diversas antologías y revistas literarias. Gloria es miembro de la Comisión de Escritoras del PEN Internacional, de la UNEQ, Union des écrivaines et des écrivains du Quebec, Quebec Writer's Federation y de la Asociación Canadiense de Hispanistas.

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FLOR DE MIEL

Se preparaba para salir a dar su palestra semanal a un grupo de interesados en botánica, sabiendo que ella iba a estar allí, llena de vida desbordante, lujuriante, pétalos abiertos sobre un río tranquilo de nenúfares acorazonados encharcados de sol, aguas transparentes flotando por madrigales exaltados de vida que le rebalsaba en cada gesto, movimiento de cuerpo arrebatador, hojas perfumadas de frutos comidos por los cuculíes y armadillos. Delineaba su rostro, picoteado y arrugado por el sol, con la máquina de afeitar que usaba desde varios decenios, sin duda, uno y medio más que los de su musa prohibida y jadeante, dejando caer finos pedazos aleatorios de vellosidades platinas usadas por el tiempo, afanadas durante su vida, preocupadas ahora con los fríos del intemperie. Su mirada no había cambiado, sus ojos, sí; mostrando el peso cansado de tanto mirar, leer, escribir, acumulado en sus ojeras de piel fina rajada, deshidratada, abultada. Ordenando sus cabellos platinos, observaba que el contorno desnudo de su cuerpo se mantenía rígido como siempre: fuerte, imperioso, sano, musculoso, capaz de sostener la piel cansada, árida, rugosa que regaba todo su cuerpo de minúsculas grietas donde albergaba en cada poro escondido su deseo por ella. Quería sumergirla entre los precipicios y recovecos de vivencias miles escondidas en esa piel todavía avivada por las lluvias y caprichos de los vientos, pero se llenaba de miedo como un puma perdido en una selva urbana, sin brújula, sin saberse capaz de dar el placer

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querido. Su ombligo sonreía con recuerdos ardientes en mares epicúreos de mujeres envueltas en orgías de mangos sabrosos, espaldas sinuosas recorriendo plácidamente el juego delineado entre espumas de mar y la suavidad de la piel, entre las piernas, entre los senos, entre él, entre ella. Paró en su ombligo, al sentir que el miedo lo remecía de ansiedad. Además, todo no pasaba de una ilusión pasajera sin consecuencia, se decía, escondiendo el temor de no estar a la altura, de no poder, de no ser capaz. Se vistió de azul, sabiendo que le asentaba bien y al entrar a dar su palestra, se llenó de esa excitación que remueve lo imposible para asfixiarse en la espera de lo posible. Su flor estaba sentada como siempre en la segunda fila a la izquierda, un poco ausente, pero resuelta a escucharlo atentamente cuando lo vio llegar. Entre las descripciones de las características físicas, químicas y organolépticas de la miel multifloral, la suya secretaba el néctar de insectos, las salivas azucaradas de las abejas, los panales transformados en verdaderos castillos, olvidados en sierras adormecidas, montañas inalcanzables, desiertos solidificados, perennes, inmóviles, en el espacio hueco que produce la muerte, en su cuerpo viejo. Cada gesto, movimiento de cuerpo, brazos extendidos, piernas replegadas, tez cobriza, sonrisa fácil, ojos de miel, boca de frutos generosos, lo intoxicaban de olores dulces, gustos agrios de saliva vertiéndose en el manantial untado de miel, untado de ella. La interrupción de una asidua oyente, proponiendo la degustación de la miel multifloral que había traído para la ocasión, lo sacó abruptamente de estas turbulentas asociaciones entre lo científico y su flor. Organizando las

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sillas alrededor de su mesa, se percató instintivamente del aroma de su flor que alegremente se sentaba frente a él para untar su dedo con un poco de miel e introducirlo en su boca, volcándolo en ese delirio que ya se volvía tenebroso. Riendo, jubilosa, segura de su presencia, tomando el espacio sin timidez, sin miedo, su flor propuso organizar un encuentro en su casa donde cada uno llevaría un tipo de miel. Incómodo, desnortado, cerrando el frasco de miel con sus manos gastadas de lunares solares y venas salientes, declinó la invitación, sintiendo que su presencia solo iría agravar más la brecha insoportable que la distanciaba de ella. Renunció muy cordialmente, sin querer ofenderla. Sin querer exponer sus miedos. Sin querer romper la brujería de este deleite floral. Sin darse cuenta de que ella se inventaba cualquier excusa solo para estar cerca de él.

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JORGE CANCINO Jorge Cancino (Viña del Mar) Poeta, escritor, cineasta. Residió en Argentina entre los años 1973-1977,fecha en que se establece en Montreal, Canadá. Ha publicado: Juglario (1985), poemas, español-francés. Éditons Omelic, Montreal. 13 Opus 13, poemas (1986) Les éditions Omelic, Montreal. Exilium Tremens (1981) cuentos, Narcoses (1996), guión de cine. Les éditions Omelic, Montreal. El Disco duro de la memoria, Montreal Tango,(cine-video) 2003. Miramar-MiramorMiramar (2008) Les édition Omelic Montreal, Piratadumarga ediciones. Marginales (cuentos) (2011) Lumiéres, peintture, texture et paroles (2014) Piratadumarga ediciones Viña del Mar, Chile.

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OTROS TIEMPOS

Todos los jueves a la una de la tarde en punto nos reuníamos en el Florida Chico una barra de amigos, pintores, actores de teatro, cineastas, libretistas de radio y televisión, periodistas y unos cuantos diletantes que se venían al humo, porque era un grupo entretenido, interesante, solidario, un tanto surrealista, y además, siempre había algo para tomar y entretener al diente. Paraguay y Maipú, la esquina de las tardes nostálgicas que se alargaban hasta bien entrado el atardecer. Después cada uno se iba para su casa y hasta el próximo jueves. Era otoño, mayo del setenta y seis, el tiempo de la “guerra sucia”, comenzaban los años de plomo. La magia de las tardecitas en el Florida Chico se acabaron un día equis cuando clausuraron el boliche por orden del Poder Ejecutivo (dictadura) “demasiada gente reunida en el mismo lugar y por muchas horas” decía el bando. Todo era parte de la mierda que se traían entre manos los “demócratas” del Proceso de Restauración Nacional. Al final, la mayoría rajó para donde pudo y sólo algunos de los integrantes del grupo memorable se quedaron añorando las novelas y poemas inéditos, las exposiciones, los filmes, los artículos, las caricaturas que se olvidaron del tintero en las libretas de apuntes varios o en las servilletas de papel del prescripto bar social en pleno corazón de Buenos Aires. “Ese tiempo feliz ya nada importa, no está de moda, hoy no es ayer, y tú

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ya no soplas como mujer…” Pero la parte más sensacional, donde nos matábamos de risa, era cuando el flaco Marín, uno de los tantos actores que figuraban en las listas negras de la televisión, hacía una imitación de Viva contando a la periodista del New Yorker: “Amé mucho a una chica y seguimos siendo amigas, pero me gustan de veras los hombres y cuando me acostaba con Elsie queríamos tener siempre un hombre al lado, sólo para mirar y esas cosas. Sabes, si alguien es hermoso de verdad, realmente me vuela…” “¿Cómo uno puede olvidarse de todo eso? Todas esas historias habían ocurrido muchos años atrás. Lo cierto es que todos estábamos atrasados en el tiempo.” Ernesto era un poeta más amalditado que comprometido con las luchas sociales y todo eso. El más tranquilo del grupo del Florida, pero también tenía mucho que contar, sobre todo historias con mujeres. Mientras hablaba fumaba y bebía ginebra La Llave. Una vez en París, tomando vermouth caliente en el Deux Magots, contaba Ernesto, una mujer de unos veinticinco años, sin decir agua va se sentó a mi lado y me pidió que me fuera a acostar con ella. Debí haberla mirado con cara de idiota porque me largó un rollo…que Mama mía! - Pensarás que soy una prostituta o cosa por el estilo, lo cierto es que tengo pesadillas, odio dormir sola y me gusta tener a quien abrazar en la cama. -Decime, a cuántos les has hecho el mismo verso y con cuántos te ha resultado? le pregunté a la rubia exuberante. Ella, sin inmutarse y bebiendo un poco de mi vermouth un tanto tibio, contestó sin ambages : - Llegué esta mañana de

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Roma donde pasé largas horas frente a la mítica Fontana de Trevi, como los hoteles cerca de la estación Termini son generalmente muy caros, me fui a un hotelito cerca de la Plaza España como el D’Inghiltenn. No dormí casi nada. Por esas cosas de la vida encontré a mi ex-marido y pasamos la noche juntos. Bueno, por seguridad personal las cuatro noches romanas fueron con uno distinto. Finalmente, anoche encontré a dos pintores amigos y como empezaron a disputarse por mí, nos fuimos a dormir los tres y asunto terminado. Yo la miraba boquiabierto por tanto desparpajo, decía Ernesto apurando la ginebra. Ella rápida, advirtió mi asombro y me dijo sin más: - No pensarás que soy ninfómana, soy como cualquiera persona y no tengo pelos en la lengua. Las increíbles anécdotas de viaje del tranquilo Ernesto siempre dejaban por largo rato a todo el grupo en silencio. Sólo se escuchaba el escanciar Borgoña Orfila en las copas que eran muy vistosas pero de cristal tenían poco. Paco Encina, viudo, cuarentón, periodista de hablar pausado era otro que tenía una bitácora repleta de cosas vividas en su larga carrera de corresponsal. Cigarrillos Parisien y unas copas de Norton reserva (tinto) era el combustible necesario para que comenzara a narrar sus experiencias periodísticas vividas a lo largo del ancho planeta. Allá por el 66 había estado en Vietnam como reportero de la revista Gente y había conocido al general James F Hollingworth, el Halcón rojo que llegó a Ki-Na exactamente a 32 kilómetros de Saigón y también al general Collin I. Powell, conocido como el “Eisenhower negro”. -Este es un negro raro, decía Paco, casi todos los negros americanos son boxeadores como Joe Louis, Cassius Clay o

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tantos otros que son jazzistas como Louis Armstrong, Ella Fitzgerald, Sara Vaughan, Billie Holliday, Miles Davis, Bud Powell, John Coltrane, sin contar a los atletas. Pero a este Collins Powell se le dio por ser milico; la madre era costurera y el padre capataz de una fábrica, llegaron a la “tierra prometida” muy jóvenes, procedentes de Jamaica. Es decir, continuaba Paco, el negrito General, es hijo como yo o como cualquiera de ustedes, de inmigrantes. Se crió en los barrios de Harlem y el Bronx de New York. De estos lares neoyorquinos ha salido cada “figurita” bastante respetable en el mundo del hampa, pero sin ofender a nadie, este oscurito Powell es ahora Presidente de la Junta de Jefes del Alto Estado Mayor de los Estados Unidos. Nunca se sabe…¿vio? Decía Paco con cierta ironía mientras sorbía de un trago el resto del tinto que lo esperaba hacía rato. En algunas ocasiones caía por el Florida Chico un extraño personaje, le decíamos el Cochero de la Chacarita, debido a su rara manera de vestir y su semblante cadavérico. Parado frente a nuestra mesa saludaba con una larga reverencia y con voz de barítono decía: Caballeros, vuestras manos son el espejo de vuestras almas, si alguno de ustedes padece de timidez, depresión, angustia, si tiene problemas familiares, conyugales o desilusiones amorosas, engaños, problemas económicos que no sabe cómo resolver o padece de tensión nerviosa, ideas obsesivas, problemas de concentración, alguna enfermedad extraña, impotencia sexual, etc., etc. Consulte hoy mismo a madame Corine, experta en Quiromancia, Astrología y Cartomancia. La consulta cuesta seiscientos pesos y la consulta Tarot mil pesos. Todo bajo absoluta reserva. Madame Corine lo espera en su estudio ubicado en Jean Jaures 69. Ella atiende de lunes a sábado de 10 a 13 horas y de 15 a 20 horas.

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Y algo muy importante, se respeta la ciencia médica, todos los credos, como también las orientaciones sexuales. Señores, tengan ustedes muy buenas tardes y gracias por vuestra amable atención. Después de dejar varias tarjetas amarillas sobre la mesa, el Cochero hacía una reverencia, giraba sobre sus talones marcialmente y salía del bar a tranco largo para entreverarse con los transeúntes de Paraguay y Maipú. Las estruendosas risotadas nuestras no se hacían esperar. Una vez que el extraño personaje desaparecía de nuestra vista, Floridor, el mozo, más de una vez se acercó a la mesa para pedirnos que nos comportáramos como adultos. Pero no faltó alguien del grupo que dudara de la identidad de este singular personaje que nos semblanteó durante los cinco minutos que durara su discurso destacando los poderes de Madame Corine para arreglarnos la existencia que ya se nos venía muy mala. - Y si este boludo es un botón? De qué nos disfrazamos? Nadie dijo nada, pero esas palabras quedaron dando vueltas en nuestras mentes. Floridor vino a decirnos que eran las ocho y que había que pagar el festín, como decía el viejo con mucha ironía. Nos saludábamos con un “hasta el jueves, salvo error u omisión” y salíamos cada uno para su cucha. “Te acordás hermano qué tiempos aquellos eran otros tiempos que no volverán”

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MARTHA BÁTIZ Originaria de la Ciudad de México, Martha Bátiz vive en Toronto desde 2003. Sus artículos, crónicas, reseñas, ensayos y cuentos han aparecido en medios diversos no solo en su país natal sino en Estados Unidos, Canadá, Inglaterra, Irlanda, España, Rep. Dominicana, Perú y Puerto Rico. Es autora de dos colecciones de cuentos A todos los voy a matar, con prólogo de Daniel Sada, y De tránsito, ganador de un reconocimiento en International Latino Book Awards en San Francisco). Boca de lobo, es una novela corta premiada en Casa de Teatro en Santo Domingo, Rep. Dominicana, y que cuenta con ediciones en aquel país, en México y fue publicada en inglés como The Wolf’s Mouth, en Canadá. Es autora también de las coplas para el juego La Lotería Opina, con imágenes de la artista mexicana Patricia Espinosa. Es Doctora en literatura latinoamericana por la Universidad de Toronto y profesora en esta casa de estudios y en la Universidad de York, así como traductora certificada por la ATA. Martha además coordinó el volumen Narrativa Canadiense Contemporánea, editado en 2015 por la Universidad Autónoma Metropolitana en México. En 2014 fue seleccionada entre los Top 10 Most Successful Mexicans in Canada, y en 2015 entre los Top Ten Most Influential Hispanic-Canadians.

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MONÓLOGO SOBRE MAMUT Lo bueno es que aquí nadie lo ve feo a uno. Digo, nadie se le queda a uno mirando, es de mala educación y la gente en esta ciudad es muy discreta. Cuando alguien se sube al tranvía con un perro caliente en la mano y todo el carro empieza a oler a cebolla, nadie protesta; cuando entra uno que parece que no se ha bañado en tres meses, los más sensibles, a lo mucho, se cambian de asiento, pero no pasa de ahí. Yo no puedo. Me quito, me bajo de plano a esperar el tranvía que sigue, que normalmente viene pegadito atrás, porque en vez de coordinarse para pasar con regularidad y espacio, a los choferes parece que les gusta jugar a los elefantes y que los tranvías vayan uno atrás del otro en grupos de dos o de tres como si fueran agarrándose las colas con las trompas. Ándele, los tranvías aquí son como elefantes, así, lentos, grandotes, pesados. Estorbosos, pues. Por lo viejos, a veces se me figura que fueran mamuts. Pero bueno, en ciudades como ésta donde uno sale a trabajar a treinta grados abajo de cero, a todo se acostumbra uno, hasta a viajar en mamut. Le voy a confesar que a lo que sí he visto que le ponen cara de disgusto es a los bebés llorando, como si fuera culpa de ellos ir todos apretados ahí cuando eso está que no cabe ni el aire para respirar, o en uno de esos rebozos modernos donde ahora las mamás se cuelgan a los niños como accesorio que hace juego con la bolsa y los zapatos. En estos tranvías ni cabe una carreola, qué bueno que no tengo hijos ni quiero tener, sería una pesadilla vivir aquí y necesitar ir a alguna parte. Para eso mejor un perro. A los perros hasta les sonríen y los apapachan. La gente que no habla nunca de pronto se pone a preguntar cosas, “cómo se llama” o “qué liiiindo”, dicen así, estirando la vocal, con una dulzura y voz chillona que ni quien los aguante. Ni que los

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perros fueran la gran cosa, la verdad. Aunque a veces pienso que en mi próxima vida quiero ser uno de esos perrillos consentidos que usan botas en invierno. Ha de ser a todo dar, seguro comen mejor que mucha gente que conozco acá y allá en mi pueblo y en muchos otros lados. No, no me estoy quejando, es bonita la ciudad. Tiene su torrezota que siempre me gusta mirar en la noche, se ve tan bonita. El lago que parece mar. Está padre, pues. Pero no sé si sepa usted de la plaga. Ni pareciera que hubiera problemas aquí, ¿no? Eso siempre pasa en estos países donde abunda de todo: uno se fija en lo bueno y lo malo ni lo siente hasta que lo muerde a uno. Tal cual. Mi papá la única vez que me vino a visitar de México me dijo “ay, mija, este lugar está muy limpio, no puede ser sano. Te vas a enfermar”. Y claro, yo que llevaba aquí poco tiempo lo traté como si fuera ignorante, como si no tuviera razón. Pero sí la tenía. Ahora ya vi que la gente aquí tiene alergias a todo, hay cantidad de cosas que no pueden comer. Uno consigue trabajo y para pronto le advierten que no lleve tal o cual cosa de almuerzo porque alguien se puede morir hasta de oler un cacahuate. A ver, ¿en qué país pobre alguien se muere de oler un cacahuate? Nadie. Entre el hambre y el terregal, nadie puede darse semejantes lujos. Luego también cuando fui al mercado con mi papá para hacer la compra y estuvimos viendo las charolas de las carnes, buscando un bistec para freír, me dijo “mira, mija, nomás venden la mitad de la vaca aquí, ¿qué le hacen a la otra mitad? ¿Dónde está lo mero bueno?” Yo no sabía en ese momento y no pude contestarle. Más tarde averigüé que la otra mitad de la vaca se la reparten entre los mercados asiáticos y los que hacen comida para perros. ¿No le digo que ser perro aquí es a todo dar? Ah, pero me distraje, estaba con lo de la plaga. Nadie habla de eso, les da vergüenza. Se llaman bedbugs, o chinches, pues. Y hay un

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montón. Yo nunca de los nuncas he visto una chinche, pero sí pulgas y piojos y con eso tengo, gracias. Mi mamá se la pasaba recogiendo animalitos de la calle cerca de la casa y siempre venían llenos de pulgas y ella los cubría de detergente y les iba sacando las pulgas una por una. Las partía en dos con las uñas haciéndolas crujir y las juntaba en montoncitos de diez en diez, porque le gustaba contarlas y luego platicarnos “el pobre gatito tenía setenta y ocho pulgas”. Y luego una vez a uno de mis hermanos le pegaron los piojos y nos raparon la cabeza y nunca se me va a olvidar el frío que me dio durante semanas y además lo fea que me sentí hasta que mi pelo dejó de parecer cactus espantado y volvió a crecer. No, yo a esos bichos les tengo no solo respeto, sino pavor. Y las chinches son igualitas que las cucarachas de resistentes, solo que en miniatura. No las mata nada. Ha salido en todos los periódicos, pero parece que a nadie le importa porque todos siguen como si nada. Las chinches son contagiosas. Uno puede estar así nomás parado junto a alguien que las tiene, y ¡zás! Brincan las malvadas y lo agarran a uno de fonda vitalicia. Se adueñan del colchón de la cama, de los sillones y sofás, vaya, hasta en los libros se meten y sobreviven. Una vez una señora que trabajaba en el mismo lugar que yo atendiendo mesas me contó que la invadieron y que tuvo que pasar la aspiradora hasta en el techo todos los días y fumigar cuatro o cinco veces y ni así. Ella pensaba que las había agarrado en el metro o en el tranvía, porque también pueden esconderse en la tela de los asientos y luego pegársele a uno en la ropa. Casi brinqué del susto cuando me dijo. Qué va. De inmediato renuncié a ese trabajo, no me despedí de nadie. La ropa que traía puesta ese último día la herví al llegar a mi casa y me estuve en la regadera con el agua bien caliente hasta que me

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arrugué de las manos. Y entonces fue que se me ocurrió esta idea. La verdad, usted es la primera persona que me lo pregunta. De cuando vino mi papá y fuimos juntos a Niágara yo tenía guardado este impermeable amarillo. No lo quise tirar porque me recordaba a mi papá y cómo nos divertimos mojándonos atrás de las cataratas, viendo caer toda esa agua interminable, y qué bueno que no lo tiré, porque ahora siempre que salgo lo uso. Y tengo otros, porque volví a ir nada más para pedirles a los turistas que entraban al barquito que me regalaran los suyos y muchos me hicieron caso. Tengo como quince de esos azules, pero mi favorito es este amarillo. Es el que me pongo en ocasiones especiales. Siempre que ando por la calle traigo un impermeable puesto, sin importar si hace calor o frío. Escondo bien mi pelo bajo la capucha, para que ni chinches ni piojos se me puedan trepar, y tapo mi ropa con el plástico lo mejor que puedo. Las botas de hule son para proteger la tela de los pantalones, por si de otros pantalones me quiere brincar una chinche. En estos tranvías donde en horas pico uno va tan apretado, ninguna precaución es mucha. No es que quiera darle un susto, usted acaba de llegar y cómo va a saber esto si nadie se lo dice. Ahora ya lo sabe, y ya sabe también por qué con este calorón de agosto estoy vestida así. Hoy es un día especial, por eso ando de amarillo. Empiezo un trabajo nuevo, limpiando vestidores y albercas. A propósito busqué un trabajo donde hubiera agua y cloro para protegerme mejor de la plaga. ¿Ya le dio comezón? Sí, ¿verdad? A veces da comezón cuando uno piensa en estos bichos, qué bárbaro. ¿Sabe de qué me acabo de acordar? ¡La siguiente parada es la mía!

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Me voy a ir acercando a la puerta, Âżeh? Con permisito. Ah, y ÂĄbienvenido a Toronto!

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ALEJANDRO SARAVIA Alejandro Saravia. Autor bolivianocanadiense. Desde 1986 vive en Quebec. Ha publicado la novela Rojo, amarillo y verde (2003). Entre sus poemarios figuran Lettres de Nootka (2008), Jaguar con corazón en la mano (2010), Cuarenta momentos chilenos (2013) y L’homme polyphonique (2014). Algunos de sus textos han sido publicados en periódicos, revistas y antologías en Montreal, Toronto y Ottawa. Ha participado en publicaciones electrónicas en Ciudad de México, Boston y Caracas, y también en eventos como el Festival Literario Internacional de Montreal, Metropolis Bleu. Actualmente codirige en Montreal la revista literaria hispano-canadiense Apostles Review.

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LA TIGRESA

En las cálidas noches de Valparaíso la Tigresa se ponía un traje de baño hecho con una tela imitación de piel del leopardo y en medio de los aplausos de la gallada de marineros y estibadores, como saliendo de una cortina de humo de tabaco, subía al escenario del cabaret. Cantaba tangos y boleros mientras su cuerpo ejecutaba lentos movimientos, recorriendo el escenario de un lado a otro, ante un público que, entre largos sorbos de cerveza, a ratos contenía la respiración. Los senos turgentes bajo el apretado corpiño, la cintura ajustada, las caderas sosteniendo una tanga, las largas piernas girando lentamente en el aire. La tersura de sus muslos. El magnetismo de su personaje era demasiado intenso para los marineros más jóvenes. Le llamaban, y ella lo cuenta, la Tigresa. De niña, comenzó a cantar para tener un pan en la mesa. Al crecer le pidieron que se desnudara, o que por lo menos atraiga la atención de los clientes cantando y mostrando algo de teta y poto, como se dice en chileno. Se mordió la lengua y se juró que a la primera oportunidad se mandaría a mudar lo más lejos posible. Un día, en medio del humo del tabaco, la música y las cervezas, un marinero que sólo hablaba inglés le pidió casarse. Al menos eso le tradujeron en tonos pícaros. Ella se rió sin comprender palabra y le aconsejó al inglesito que no beba tanto pisco. Más tarde la Tigresa subió al escenario, cantó, bailó y volvió a casa de madrugada, molida tras otra noche de trabajo.

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Dos días más tarde, cuando vio de nuevo en el cabaret al marinero que le pidió casarse, de golpe la Tigresa se preguntó si realmente quería continuar llevando esa vida de artista, por lo menos así la imaginaba ella, aunque sabía que era una ocupación mal vista en Valparaíso, siempre estirando la plata en aquellos años 50. No duraría mucho tiempo en el escenario y en el mejor de los casos acabaría casándose con algún mentecato de palabras dulzonas, para después verse abrumada por un ejército de niños siempre con hambre, por un marido que le exigiría la comida caliente en la mesa y las atenciones debidas en la cama si no quería recibir una bofetada. El marinero que sólo hablaba inglés se encontraba sentado en un taburete alto junto a la barra del bar conversando con el barman. El extranjero no era guapo pero tampoco era un monstruo. Se veía fuerte, sano y trabajador. Al verla, le sonrió con todo su entusiasmo. I'm sober now and I still want to marry you. Ella no entendió ni jota. Debe ser americano y allá se vive mejor, pensó la Tigresa. El marinero llamó al barman y le pidió que le tradujera lo que iba a decir. Le murmuró algo al oído mientras le alcanzaba discretamente algunos billetes. El barman lo miró con los ojos grandes y luego observó a la Tigresa mientras se le escapaba una sonrisa pícara. ¡Miiiira poh, chiquilla!, ¡este gringo chanta quiere casarse contiiiigo, poh!, le dijo riendo el improvisado traductor. Pregúntale sólo una cosa, le pidió la Tigresa al barman, sólo una cosa... Si me va a tratar bien. - Jey, míster!, la Tigresa jas a cueschon for yu, ¿uil yu trit jer uel? Ella cuenta que en ese momento los ojos del hombre se iluminaron como dos faros en la noche. Yes, of course! dijo el

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rubio. Ella no necesitó traducción para saber su respuesta. Al día siguiente, juntando algo de plata, un par de amigas como testigos y prestándose ropa para la ocasión, la Tigresa se casó con el marinero que sólo hablaba inglés y fue así que desde la popa del mismo barco que le trajo al novio, ella vio perderse a la distancia las casitas, el puerto, el cielo de Valparaíso. No volvería nunca más. Cuando llegó al pequeño puerto de Prince Rupert, tras una escala en Seattle, la Tigresa, que hasta ese momento había estado tratando de conversar con su flamante cónyuge mediante gestos, se dio cuenta de algo terrible. Estaba en Columbia Británica y no en California. Tampoco estaba Estados Unidos sino en Canadá. Y lo más grave de todo era que en realidad su marido no era estadounidense sino canadiense. De Prince Rupert empezó un largo camino por tierra, kilómetros y kilómetros de bosque hasta Old Crow, al norte, en el Territorio de Yukón. Allí vivían unas cien personas, casi todas indígenas vuntut gwitchin. Su marido era uno de los cinco blancos que vivían en medio del gran bosque. Allí conoció ese animal inmenso, blanco, infinito y aterrador que es el invierno. Allí aguantó todas las brutalidades del frío y la nieve. Y por diez años no intercambió con nadie ni una sola palabra en español. ¿Por qué aguantó semejante exilio?, le preguntaban sus nietos. Porque John, su marido, era un hombre de veras bueno. Construyó una casa, tuvimos tres hijos, todos profesionales y ya tengo cinco nietos. Diez años más tarde, por los chicos, bajaron desde el Territorio de Yukon hasta la pequeña ciudad de Prince George, en Columbia Británica, donde instalaron sus penates. Un día, en el supermercado, chocó sin querer su carrito con

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el de una mujer guatemalteca que llevaba en la mano su lista de compras. ¡Ay señora, disculpe!, le dijo la mujer maya. Al escuchar esas tres palabras la Tigresa se puso a llorar inconteniblemente. Eran las primeras palabras en castellano que escuchaba en más de diez años. Tras un buen rato tratando de secarse las lágrimas y contener su emoción, por fin pudo hablar la chilena. Se hicieron amigas y fue así que su círculo de amistades empezó a crecer. John recibía a los nuevos amigos en casa. Hacían parrilladas en verano, bebían cerveza, aparecía un poco de pisco, que dicen que no es peruano, y a veces la Tigresa cantaba un tango o un bolero y a John le brillaban los ojos con el fulgor de su antigua juventud en un cabaret perdido en Chile. En las largas noches de invierno, él le confesó que nunca fue marinero. Que la había conocido durante un viaje al que se lanzó con la locura de un joven que se ofrece como grumete porque quiere conocer los cuatro puntos cardinales y los siete mares. Y desde aquel viaje a Valparaíso, nunca había vuelto a poner los pies en un gran navío. Algunos años más tarde murió John. Vinieron sus hijos junto con los pequeños, sus nietos que todavía no comprendían el misterio de la muerte ni las canciones en español que brotaba de los labios de la abuela. Tras el entierro y el último adiós la Tigresa se quedó sola en la gran casa. Caía la tarde y se preguntó qué haría ahora con su vida, a los 70 años. Se sirvió un whisky, escuchó algunos boleros de Los Panchos y se fue a dormir. Dos meses más tarde, con la ayuda de su amiga guatemalteca, ella inauguró en el sótano de su casa la primera escuela de bailes latinoamericanos de Prince George, en la provincia de Columbia Británica.

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Cuando conocí a la Tigresa ella ya tenía 75 años y le habían operado de las dos rodillas. Aunque los médicos le habían recomendado que ya no baile, ella todavía daba clases. Es que por un tango, ¡mato!, me dijo seriamente. Y yo le creí. Se levantó de la silla en medio de la velada en su casa y se metió girando entre sus estudiantes que bailaban con sus parejas. Ella levantó un brazo, rodeando un cuello y estiró la otra mano como tomando la mano de alguien que la guiaba en un tango y allí se puso a bailar la Tigresa, con su marinero invisible. Poco antes de irme me entregó una foto suya de recuerdo. En ella, una joven Tigresa posaba sensual, su cuerpo pleno, hermoso, luciendo un atrevido bikini de piel de leopardo. Ésta soy yo en Valparaíso, me dijo al despedirme.

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JULIO TORRES-RECINOS Julio Torres-Recinos (El Salvador-Canadá) escribe poesía y cuento. Ha publicado los libros de poesía Crisol del tiempo, Nosotros, Fronteras, Una tierra extraña, Hojas de aire, Entonces, Noventa poemas de amor y The Faces of Fear (Los rostros del miedo), su último libro, publicado en 2017, en edición bilingüe español-inglés; en cuento ha publicado Con Aurora después y otros cuentos, en dos ediciones, una en España en 2013 y otra en Canadá en 2017. Ha leído su poesía en diversos países como los Estados Unidos, Canadá, España, Alemania, Italia, Costa Rica, Nicaragua, El Salvador y Australia. Su poesía y sus cuentos han aparecido en revistas, periódicos y antologías, así como en varios sitios de Internet. La poesía de TorresRecinos ha sido traducida al inglés, el italiano y el francés. En 2004 la Editorial L’Harmattan de Francia publicó Crisol del tiempo y Nosotros, en un libro bilingüe titulado Creuset du temps et Nous autres, en traducción de Marie-C. Seguin. En 1992 obtuvo el Primer Premio de Poesía en el certamen literario convocado por la Celebración Cultural del Idioma Español en Toronto. Completó un Doctorado en Literaturas Hispánicas en la Universidad de Toronto y es Profesor titular de la Universidad de Saskatchewan, donde enseña lengua y literatura. Reside en Canadá desde 1988.

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LAS CENIZAS MÁGICAS

Solíamos pasar las noches sentados alrededor de una fogata escuchando cuentos, leyendas --y muchas, sencillamente, verdaderas mentiras descaradas--sobre máquinas voladoras que viajaban a través del tiempo, sobre marineros que llegaban a tierras maravillosas, sobre serpientes enormes que se tragaban a toros enteros. Así, muchas veces a la luz de la luna, perdía el tiempo soñando, imaginando que yo también tenía poderes especiales, que yo podía ser Superman o el Hombre Araña, o por lo menos Don Quijote, quien, aunque sin ningún poder mágico –y el deseo de ayudar--, se convertía en un ideal. De niño siempre tuve mucha suerte: no sé por qué le caía bien a la gente, y me daban regalos. Una vez alguien me regaló un caballo, que conservé por muchos años; otra vez un amigo de mis padres me regaló un perro, que también me acompañó por mucho tiempo; otra vez me dieron un gato, y hasta pollos y patos me regalaban unas señoras vecinas. Fuimos un domingo mi padre y yo a visitar a un amigo de la familia que vivía bastante lejos. Después de caminar unas cuatro horas por subidas, bajadas, vueltas y más vueltas por aquellos cerros llegamos a un paraíso entre los árboles enormes, las flores y muchos animales domésticos por todas partes. Desde que me vio don Alfonso Quezada, me vio primero a mí, mientras mi padre se demoraba conversando con una señora que él conocía, me dijo que yo era biznieto de don Ismael González, que no había duda. Me sorprendió y le pregunté si quería decir que yo era nieto, claro, no de Ismael sino de Manuel González, mi abuelo. No -- me dijo--, eres biznieto de Ismael

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González, él y yo fuimos muy buenos amigos. Tienes sus mismos ojos y la manera de andar –me dijo--. Después llegó mi padre y cuando se saludaron con tanta confianza me quedó claro que don Alfonso sabía que yo era el biznieto y no el nieto de Ismael González. Creo que no he mencionado que don Alonso tenía fama de brujo, aunque mi padre no creía en esas cosas, que eran cuentos, decía. Sí, don Alfonso tenía una fama practicar la brujería que se había propagado por todos los pueblos. Se sabía que la gente lo buscaba, eso sí, muy discretamente, para curar males, para expulsar animales del cuerpo –desde cangrejos a reptiles y otras alimañas que se decía que le había sido puestos a la gente por otro brujo. Mientras mi padre fue a ver unos animales que estaban en el corral, que a eso habíamos ido, me quedé en el corredor de la casa con don Alfonso, quien sacó una bolsita de tela un poco sucia, que contenía más o menos media libra de ceniza. Me dijo que era una ceniza muy especial de un árbol milenario con poderes mágicos que se había caído por un rayo. Tiene el poder de volver invisible a la persona –me dijo mientras me miraba a los ojos—sólo funciona en la noche. Haces una cruz en la tierra con la ceniza, luego te tiras sobre la cruz y ya eres invisible. Pero este estado no dura mucho tiempo, cuatro horas solamente, y debes volver a la cruz de ceniza antes de las doce de la noche y revolcarte en ella o te quedarás invisible para siempre. Creo que se lo agradecí, ya no recuerdo claramente, eso fue hace mucho tiempo. Mi padre regresó del corral, hicieron el trato sobre los animales, y nos fuimos a casa. Ya en el camino, le pregunté a mi padre que cuántos años tenía don Alfonso entonces, ya que había sido amigo de mi bisabuelo. Bueno –me respondió--, es extraño que no aparente la edad que tiene, pero debe tener entre 115 a 120 años.

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No le conté nada a mi padre sobre el saquito con ceniza porque al final es normal que los hijos no les cuenten todo a los padres. Los años vinieron y se fueron y con ellos se fueron sueños de chico y llegaron realidades. No le puse mucha atención al saquito de ceniza, aunque tampoco lo olvidé. Lo mantuve bien guardado siempre. Me decía, un tanto en serio y un tanto en broma, porque no hay que creer ni dejar de creer, que si algún día usaba mis poderes especiales, que tenía que ser en un momento crítico. Había que ser serio. Tuve la buena intención de ser serio, pero ya sabemos qué pasa con las buenas intenciones, y ya uno siempre quiere jugar de chico malo y de pícaro (hay en mí algo de Pedro de Urdemalas, de Lazarillo de Tormes y del Diablo Cojuelo), no me pude contener y usé mis poderes de súper héroe para hacer algo que lindaba con la justicia y la picardía. Gastón Ramírez, el más rico del pueblo, que no el más generoso, tenía fama de tacaño: de no pagar buenos salarios, de ser infiel a su esposa y de no dejar que los terneros mamaran para aprovechar la leche él y venderla. Decidí tomar cartas en el asunto. Los terneritos daban lástima cuando berreaban queriendo acercarse a las vacas para alimentarse. Me acordé de la ceniza y como no perdía nada con probar, esperé a que llegara la noche, oscura esa vez; me fui al campo y sin que nadie me viera saqué ceniza del saquito y dibujé una cruz, muy débil para no malgastar la preciosa sustancia. Me tiré encima de ella y me levanté. No sabía si había funcionado porque la noche era muy negra. Caminé y ya en el pueblo, a la luz de una lámpara pude darme cuenta de que no me podía ver: había funcionado. Era invisible. Me fui a la hacienda de Gastón Ramírez: tenía tiempo suficiente para hacer un par de bromas. Lo primero que hice fue abrirles las puertas a los terneros para que fueran a

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saciarse de leche en la vacas; después abrí las puertas a los corrales donde estaban los caballos y los otros animales; luego abrí las puertas donde estaban almacenados el maíz, el arroz y el zacate seco. Los animales comieron toda la noche. Nadie me vio, ningún guarda se dio cuenta de nada porque todo lo hice en silencio. Regresé al lugar donde había hecho la cruz y volví a mi estado normal. Al día siguiente nadie se podía explicar qué había pasado. Por mi parte, pensaba que había algo de justicia poética en lo que había hecho, y aunque no me arrepentía, debía controlarme y no volver a hacerlo. Mi propuesta de enmienda no funcionó. Ya había ayudado a los indefensos animales y ahora el famoso súper héroe tenía otra hazaña que realizar: José Burgos, el dueño de la empresa de autobuses, había decidido aumentar de manera exagerada el precio a los pasajes a pesar de que eso iba en contra de las disposiciones del Ministerio de Transporte y de las protestas de la gente. Burgos sabía que, a través de mordidas, más la lentitud e inacción del Ministerio, se podría salir con la suya por mucho tiempo. Decidí tomar cartas en el asunto, para qué están los héroes. Me vestí de hombre invisible una noche y fui a la galera donde estaban guardados los autobuses. Decidí que quemar un autobús sería una manera de mandar un buen mensaje. Hice eso y dejé una nota diciendo que si no les bajaba el precio a los pasajes, que eso les iba a pasar a otros buses. Funcionó. Se puede ver el poder de persuasión de la palabra, escrita, en este caso. Burgos no pudo averiguar quién le había prendido fuego al bus ni de quién era la nota y como no se puede luchar contra algo que no se ve, les tuvo que bajar el precio a los pasajes. Me estaba convirtiendo en un héroe popular a lo Santo, el Enmascarado de Plata. Hice otros sabotajes así, todos un éxito siempre.

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Una vez me encontré a mi tía Amparo, quien venía casi llorando. Le pregunté qué le pasaba. Me dijo que la policía se había llevado a Felipe, que sabía dónde estaba pero que negaban que lo tuvieran o que supieran algo. Me preocupaba sumamente la situación de Felipe porque en esos días si las autoridades se llevaban a alguien y si no se actuaba de inmediato, esa persona terminaría desaparecida, es decir, muerta. Le dije a mi tía que sentía lo que pasaba y que vería qué podía hacer. Eso fue en la tarde. Después de que me despedí de mi tía caminaba por aquella calle sola bajo el sol que quemaba. Estaba bastante preocupado. Felipe era un primo de mi edad y con él habíamos vivido muchas aventuras de chiquillo, y habíamos escuchado muchos cuentos maravillosos que ahora me parecían distantes e inútiles ante la realidad que se vivía. Era una aventura que le venía como anillo al dedo al hombre invisible. Esa noche hice la cruz sin que nadie me viera, caminé al edificio donde tenían a Felipe, subí por unos tubos y a como pude logré saltar al otro lado. Caminando sigilosamente para no despertar a nadie, llegué a donde estaba Felipe. Abrí la puerta y allí estaba: lo habían comenzado a torturar pero estaba bien. No le dije nada. Lo tomé del brazo y le ayudé a levantarse. Así lo hizo. Lo guie, siempre sin pronunciar palabra, e hice que caminara pegado a la pared, protegiéndose en la sombra, y luego subió por donde yo había descendido y después de varios minutos estábamos afuera. Nunca pronuncié ninguna palabra. Lo llevé hasta su casa y allí él mismo tomó la decisión de irse del pueblo inmediatamente, llevándose también a sus padres. La operación había sido un éxito. Realicé otras operaciones similares y me convertí en un súper héroe invisible y sin palabras. Pero como dice el refrán que el cántaro de tanto ir al río se rompe, la suerte se me tenía que terminar – y la bendita ceniza también.

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Un día supe que Priscilla, una amiga y compañera de escuela, también había corrido la misma suerte que Felipe. Estaba secuestrada –así se le llama en estos tiempos, creo – en el mismo lugar. Creo que Felipe nunca anduvo metido en nada, aunque no puedo decir lo mismo de Priscilla de mis pesares, quien sí tenía cierta conexión con algunas organizaciones de izquierda. Nada serio, pero sí andaba con algunos tipos de reputación dudosa que la podían comprometer. Priscilla de mis anhelos nunca había sido nada mío. La verdad es que ni en sueños, pero como hay que hacer el bien sin mirar a quien, vi aquí una fantástica oportunidad para prestar auxilio a una dama en apuros – dama, no princesa, que vivimos otros tiempos. Me quedaba muy poca ceniza y con las justas logré hacer la cruz. Fui al pueblo y rescaté a Priscilla. El héroe había salvado a la doncella y se dispuso a volver al lugar donde había dejado la cruz. No había problema, porque todavía eran las once de la noche. Todo iba perfecto. Pero el héroe no había consultado el pronóstico del tiempo para esa noche y de repente lo sorprendieron los relámpagos que cegaban y hasta algunos rayos se oyeron a lo lejos. Casi sin darse cuenta de qué ocurría, comenzó a llover. Corrió el héroe todo lo que pudo, empapándose todo porque la invisibilidad te protege de las miradas, no de la lluvia, bruto. Cuando llegué al claro donde había hecho la cruz no había nada. El agua se había llevado hasta el último rastro de ceniza. Entonces pensé que mi último acto como héroe sería que esa ceniza sirviera de fertilizante a alguna planta. Qué consuelo, me dije. Pensé entonces en lo que me había dicho don Alfonso, el brujo que hacía años había muerto. Piensa, héroe, piensa. Pensé en ir a su casa, y lo hice. Después de no sé cuántas horas y cansado llegué a la que fue su casa. No había nada. Nunca me dijo tampoco dónde estuvo el árbol porque

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tampoco eso tenía importancia: ya no quedaba ceniza. Piensa, piensa. Debe haber una solución. Y no la había. ¿Debería contarle a mi familia el secreto? No, para qué, si ya casi ni familia me quedaba. Y para qué preocuparlos. Hay que hacer de tripas corazón, me dije. Ya que no podía volver a mi realidad corporal, utilicé mis poderes de hombre invisible para ayudar a los necesitados, y por qué no, para hacer algunas bromas bien intencionadas por varios años. En mis últimos años, porque yo también tengo que morir, la ceniza me hizo invisible no inmortal, más bien soy como un viento que saluda o molesta a la gente cuando les tira el sombrero, les lleva la sombrilla o el paraguas, o intenta levantarle la enagua a una viejita –sin querer, se entiende--, porque ya no me quedan muchas fuerzas para realizar hazañas o sabotajes.

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Borka Satler Borka Satler, pintora y escritora peruana. Ha publicado las novelas La galería (1990), Doña Tránsito Abril (1997), Mitococha (2009), Sarah Ellen Q.E.P.D. (2013), El retrato (2014) y los libros de cuentos El enigma de las plumas (1994), La cama verde. Recuerdos, reflexiones y relatos (2003) y Diez relatos de mujeres y una araña (2014). Ha realizado exposiciones individuales y colectivas de su pintura en el Perú y la mayoría de países de Latinoamérica y Europa, así como en Estados Unidos, Canadá y Japón. Artículos y relatos suyos han sido recogidos en la revista cultural Motivos (1990-1998), que dirigió. Fue directora de la galería de arte Borkas y de la Escuela Superior de Bellas Artes Hispano Latinoamericana. Actualmente reside en el Perú, después de desempeñarse entre 1999 y 2009 como agregada cultural en la Embajada del Perú en Canadá.

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LA CAMISA AZUL

La madre le había planchado la camisa azul. La plancha a carbón cumplió plenamente su función. Hacía un año, en un almacén del centro de Lima, él compró esa camisa azul después de haberla contemplado día a día cada vez que pasaba por allí. José Luis Guerrero Sinchi había adquirido toda una profesión; los autos que limpiaba quedaban siempre radiantes. Un señor muy encumbrado le pagó por la limpieza de su automóvil lo que José Luis no ganaba en un mes; y el joven llegó esa noche a su casa en Ventanilla con bolsas de arroz, frijoles, un pollito a la brasa, dos botellas de Inca Cola, tres tarros de lecha Gloria y en una caja envuelta su camisa azul. El pueblo de Ventanilla está asentado entre los cerros al norte de Lima y llega hasta el mar. En las faldas del arenal se levantan infinidad de precarias viviendas que con las justas se defienden de la intemperie. El fenómeno de la migración del interior del país hacía la capital que dio por resultado la creación de esos inmensos pueblos jóvenes, se desarrolló en el período en que el Perú estuvo abatido por luchas armadas que llevaron al país a la hecatombe de casi setenta mil muertes. La familia Guerrero Sinchi, huyendo de la guerra irracional, llegó a Lima en un camión. Habían dejado su casa, su parcela sembrada y los pocos animales que no se

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llevaron los terroristas y los soldados. El padre había muerto al respirar la humedad del clima de Lima. Ayudados por vecinos construyeron lo que sería su casa. En su pueblo José Luis solamente terminó la primaria, pero aprendió a no lamentarse. Su frágil vivienda era limpia y ordenada y hasta tenía macetas con geranios que José Luis regaba cuando llegaba de Ancón. Tenía otro trabajo en ese balneario. Manejaba un triciclo para pasear veraneantes. La camisa azul colgaba del gancho. Estaba limpia y bien planchada y José Luis la observaba memorizando las tres ocasiones en que la había usado. La primera fue al día siguiente que la compró. Orgulloso se la puso no si antes darse un baño en la batea con jabón de olor. Los chicos del barrio al verlo así acicalado le gritaron “maricón”. “Allí no estaba ni Felipe ni Juan, ellos no hablan por envidia,” pensó José Luis rumbo a la panadería. Se vería de cuerpo entero en la vitrina donde don Amadeo exhibía los pasteles. La segunda vez se la puso cuando a una vecinita quiso decirle que la amaba. Esa chica lo traía enamorado. La chica no entendió las palabras rebuscadas con que el muchacho se dirigió a ella y dio gritos exagerados. “Nunca más la miraré”. La tercera fue distinto. La camisa azul lo acompañó a presentarse a estudiar computación. Fue aceptado en el curso de la noche.

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“Esta será la cuarta vez que la uso y tendrá que darme suerte”. Fue un pedazo de espejo que le sirvió para verse elegante. –“Anda con Dios, hijo mío, y que la pases muy bien”, le dijo la madre. En la calle aspiró el aire y olió el aroma del mar que ocultaba la miseria. Un microbús, luego otro, una calle del Rímac. Palomillas habían apedreado los focos convirtiendo el barrio en una boca de lobo. Oyó música y ruido. Dio unos golpes a la puerta y le abrió una mujer. - “¿Viene usted a la pollada?, tiene que pagar un sol. Su papelito, es para una rifa”. La gente se divertía. Unos bailaban, otros hablaban y muchas chicas esperaban a los muchachos, empleando las mañas de la coquetería. José Luis compró una cerveza y se dedicó a observar. Una morena lo miraba sonriendo, cuando sus dos mejores amigos lo abordaron. -¿Cuál de ellas te gusta?” preguntó Felipe. -¿A cuál sacarás a bailar?”, atropelló Juan. -“Es difícil decidir, todas son lindas”. De pronto se oyó un murmullo de voces, luego unos gritos desde la calle, y de un poderoso golpe se abrió la puerta. Como poseídos por el demonio, una fila de soldados irrumpió en el local tomando diferentes posiciones y armados con metralletas comenzaron a disparar a la gente que caía dando gritos de horror entre chorros de sangre.

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Un espectáculo dantesco con olor a pólvora vieron los tres amigos que atinaron a esconderse debajo del mostrador y se arrastraron hasta llegar a una puerta interior que abría a un solar. Bolsas de basura apiladas los escondieron y pasaron muchas horas inmóviles, callados, viendo a los roedores que merodeaban. Ya no oían ningún ruido. Era un silencio de muerte, cuando decidieron asomarse. Muy despacio y ayudados por la oscuridad salieron de aquel solar, saltando por una tapia que daba a la calle de atrás. Caminando casi pegados a la pared avanzaban mudos por el espanto. Sus rostros lucían blancos como si estuvieran muertos. Las gotas de un sudor frío les coronaban las sienes. Por fin divisaron un paradero. Casi al instante se detuvo un microbús que no tenía pasajeros. Entre un estridente suspiro Felipe con voz entrecortada preguntó: “¿A quién buscaban esos soldados?”. -“A terroristas”, contestó Juan; y José Luis entre dientes balbuceó: “Quiénes son ellos para matar a tanta gente inocente”. Los tres amigos no hablaron más, estaban derrotados por un hachazo invisible de angustia. Felipe y Juan bajaron antes, en el primer paradero de Ventanilla. José Luis se quedó en el otro, de la carretera debía caminar un buen trecho hasta su casa en medio del arenal. Las imágenes lo perseguían: Las botas de los soldados agarradas al suelo. Las manos de los soldados en las

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metralletas. Los rostros de los soldados cubiertos con trapos negros y la gente saltando tras el impacto de las balas. La imagen de la guapa morena estaba sobre todas, con su sonrisa, con sus ojos vivaces, con su cabello suelto y su vestido rojo. No, no, su vestido no era rojo, era de un blanco cremoso pero se tiñó de sangre en una danza macabra y ardiente, como si bailara en el aire al compás de los proyectiles para caer encima de los cadáveres de las otras chicas que ya no mostraban su coquetería. Hasta la mujer que le abrió la puerta estaba en ese montón de cuerpos. Había soltado todos los papeles para la rifa. Sí, fue una lotería de la muerte y la vida, pues él estaba allí caminando hacia su casa. Su boca se llenó de una saliva densa, asquerosa y devolvió vinagre sobre la arena. Un gallo madrugador conversaba con el viento. Miró su choza de lejos. Los geranios que cuidaba estaban todos en flor. Se detuvo en la puerta. ¿Cómo entraría a su hogar con el horror de lo vivido? Se sentía sucio, asqueado, debía tomar otro rumbo. Su camisa azul ya no era color cielo se había vuelto granate salpicada por la sangre. La madre no estaba dormida, lo esperaba en silencio, tratando que el hijo no note sus desvelos. Ya en su habitación miró a su alrededor y se sintió protegido. Se quitó la camisa azul, que le estorbaba, no la volvería a usar y no contaría a nadie lo que había vivido esa noche. Cuando despertó ya era la tarde, la casa estaba en silencio y su camisa azul descansaba allí muy bien doblada. Su madre la había lavado y planchado.

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-“Qué noche habrás pasado que tu camisa estaba hecha una mugre”. -“Sí, mugre fue lo que tu hijo vio”. La madre no comprendió esas palabras y guardó la camisa azul. Pasaron algunos meses y una tarde llegaron a la casa cuatro policías en un carro blindado. Tenían el rostro muy serio, impenetrable y casi no hablaron. Con gestos bruscos pidieron a la madre a ir con ellos. La anciana cogió su manto y pálida como la cera los obedeció en silencio. Un dolor brutal le golpeó el pecho. Ninguno la miró de frente, como si ella fuera invisible se miraban entre sí. En la morgue de Lima la mujer reconoció el cadáver su hijo, su adorado José Luis, a pesar del rostro amoratado que mostraba. Fue conducida a ese lugar lúgubre y frío donde se siente el zumbido del silencio. Entre muchos otros cuerpos, cubierto con una sábana reposaba como dormido el que era parte de su propio ser. Estaba en la penumbra, en el misterio, en la niebla del invierno eterno. Ninguno de los policías la sostuvo cuando su cuerpo se quebró, parecían tan muertos, como todos los muertos, y la anciana tuvo que asirse a la tarima del yaciente con sus manos manchadas por el tiempo. Lo habían matado. No dijeron quién le disparó, ni dónde, ni cómo, ni las circunstancias. Lo mismo había ocurrido con Felipe y con Juan dos meses atrás, pues murieron en un accidente del que no dieron ninguna explicación.

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Lo velaron en su choza, donde los geranios ya no tenían flores y todo el barrio lloró. En su entierro José Luis lucía, elegante, su camisa azul.

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JUAN GUILLERMO SÁNCHEZ M. Juan nació en 1980 en Bakatá-Andes. Es poeta, narrador y ensayista. Ha publicado los libros de poesía Río (2010) y Salvia (2014); el libro de cuentos Diarios de nada (2011); las novelas Balada/Track (2012) y Elevador (2015); la antología Mensaje Indígena de Agua (2014); y el ensayo Memoria e Invención en la Poesía de Humberto Ak’abal (2011). En el año 2016 ganó el Premio Nacional de Literatura en Colombia, concedido por la Universidad de Antioquia, con Altamar. Actualmente es profesor en la Universidad de Carolina del Norte – Asheville.

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DUNDAS 11

¿Qué es un libro de pequeño formato?, le pregunta Kazbek al señor Peer. Éste le responde punto por punto con un total de nueve aproximaciones. Dice que es: 1.

Un libro corto que parece no agotarse nunca.

2.

Un libro que puede perderse porque no se olvidará.

3. Un libro que, como una navaja, entra y sale cortante en el cuerpo cerrado de la biblioteca. 4. Un libro que no tiene pretensión de dar el Gran Golpe Definitivo. 5. Un libro que despierta en el lector curiosidad por el autor que lo ha escrito, hasta ese momento absolutamente desconocido. 6.

Un libro que el lector no tenía previsto encontrar.

7. Un libro del que nadie sabe a qué género pertenece ni qué ha dicho la crítica ni en qué editorial ha sido publicado. 8. Un libro que el lector no sabe ni quiere resumir sin que se subvierta y destruya su contenido. 9. Un libro que crea silencio para escuchar cómo fluye la fuente. Kazbek Leonardo Valencia TENDRÍA QUE CONTARLOS ALGUNA VEZ

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Este, oeste, Dundas Avenue. Dodgy área el oeste, casas abandonadas, compraventas de ropa, ¡quick money!, carros pinchados en la acera, fantasmas desocupados en el patio, callejones para un thriller, iglesias con los vidrios rotos, ese Kentucky Fried Chicken como una mansión decimonónica. Boring área el oeste, centros comerciales, suburbios, casas que se repiten junto a las avenidas desiertas, parques helados que ya ni siquiera visitan los patos, praderas de nadie. Me quedo con el downtown. Bajamos por William Street y justo en el cruce de Queens: ¡un asilo! Amigos extranjeros, los locos caminan en círculo y sonríen con los skunk. William hacia el sur y ya estamos en Dundas: ¡centro de rehabilitación! ¡Hey guys! Hombres y mujeres de todas las edades, flacos, ojerosos, sonríen sin dientes, fuman, saltan, se despeinan, se abotonan la chamarra, el chaleco de jean, intercambian papelitos, monedas, ojos. Este, oeste, Dundas Avenue. Nos detenemos unos pasos antes de Colborne en el Latino Market. Una paisa me saluda y me dice Cómo está, vecino… Está sonando Joe Arroyo: ¡en los años 1600, tan, tan, tan, cuando el tirano mandó…! Emma pide dos empanadas y una manzana postobón. Yo pido una arepa rellena con pollo y una pony malta. Este, oeste, Dundas Avenue: una puerta es a veces un puente en el que el tiempo se quiebra y justo ahora estamos en la 45 con Caracas en plena Bogotá echándole ají a la empanada, salsa rosada a la arepa, escuchando los pitos allá afuera en este sábado lluvioso. Al final, compramos unos plátanos maduros, una

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libra de chocolate sol, una olleta que nos hacía falta, y hasta nos alcanza para comprar el molinillo. Directo Dundas Avenue. Hilton Hotel, Delta Hotel, Holiday Inn Express, Joe’s Grill, Scotch Corner Pub, Coffee Culture y la Public Library con mall incluido. ¿Escampamos en la biblioteca? ¡Vale! Busco La tentación del fracaso pero está prestado. Opto por los cuentos completos de Onetti. Leo el de siempre: …sonrío, fumo, tomo café. Todo el tiempo pensando en Bob, en su pureza, su fe, en la audacia de sus pasados sueños. Pensando en el Bob que amaba la música, en el Bob que planeaba ennoblecer la vida de los hombres construyendo una ciudad de enceguecedora belleza para cinco millones de habitantes, a lo largo de la costa del río; el Bob que no podía mentir nunca; el Bob que proclamaba la lucha de jóvenes contra viejos, el Bob dueño del futuro y del mundo. Pensando minucioso y plácido en todo eso frente al hombre de dedos sucios de tabaco llamado Roberto, que lleva una vida grotesca, trabajando en cualquier hedionda oficina, casado con una mujer a quien nombra "mi señora"; el hombre que se pasa estos largos domingos hundido en el asiento del café, examinando diarios y jugando a las carreras por teléfono. Ese Onetti es cosa seria, Emma... Nos quedamos en silencio. De pronto caemos en cuenta de que la biblioteca pública de L… también está llena de locos. Cuántos locos, Emma…, tendría que contarlos alguna vez, ¿no? Oeste, Este, Dundas Avenue, como si el tiempo fuera una zancadilla, recogemos nuestros pasos, desparchados, patéticos, ¡felices!

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UNO El señor que organiza las cuentas es un ser florido. Una vez al año, justo en el mes en que las lámparas persisten más allá de la medianoche, el señor que organiza las cuentas alista su vestido marrón, sus lápices recién tajados y su cuaderno con tablas donde guarda celoso ciertos números. Entonces, solo y feliz, con un pañuelo amarillo en la solapa, se sienta en la esquina del café a llenar formularios y casillas como si estuviera contando estambres, sépalos, pistilos. DOS En las ciudades que no fueron inventadas para los peatones, cualquier tipo de máquina con ruedas resulta útil. Ante esta circunstancia, el hombre alto que toca la guitarra ha decidido comprar a box, un pequeño automóvil con el cual viaja todos los días de su casa-trailer al bar-gipsy donde canta ronco y golpea furioso con el dedo gordo los trastes rotos de su guitarra. Como el sueldo no le ha alcanzado para comprar una máquina mejor, digamos un barrilete o un escarabajo, el hombre alto que toca la guitarra se ha tenido que conformar con este box sin reversa... Porque sin reversa parquea, sin reversa arranca, si va a recoger a Helena en casa de sus padres, acaso sea mejor dejar a box estacionado en la subida. A veces por las noches, cuando la ciudad está helada y los hombres con bigote cierran las rejas de los bares, el hombre alto que toca la guitarra se despide entonces sin reversa, en silencio, y arranca así no más con box por la avenida como si derecho derecho, sin doblar, sin frenar, sin detenerse, pudiera seguir toda la vida.

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TRES En el marasmo de la tarde, las pelirrojas que hablan demasiado caminan humeantes y, como los árboles sin hojas, mecen bermejas su pelo con el viento. Todo el mundo sabe en el andén que sus cejas finísimas y sus botas con tacón desafinan con el cielo inmóvil, pero las pelirrojas que hablan demasiado conocen de sobra esos rumores y prefieren zumbar, susurrar, chillar nerviosas en la tarde hasta embriagarlo todo con sus voces pletóricas de luz. CUATRO Cuando el tablero de luces marca la hora del próximo tren, el hombre viejo que espera en la estación abandona la cabina de teléfonos, se asoma nervioso al río de los rieles, empina el mentón sobre la baranda del verano y estira los ojos limpios con la certeza de que alguien o algo tiene que llegar. Y habrá que quedarse viendo al viejo para saber que no es el tren lo que espera, no, sino eso que no llega y que oxida la tarde. CINCO El niño de rasgos asiáticos que cabecea en el bus a toda hora está quedándose dormido. No hay trayecto que no le pese la cabeza ni viaje que no lo engañen los párpados. Desde su testa ojerosa, descuelga furioso su rostro ensimismado, se zambulle en el agua de los sueños y, mientras endereza su espalda acongojada, justo antes de regresar con el cuello adolorido a la superficie de su asiento, pasa saliva y se rasca la nariz. Seguro que cada vez que se lanza en el vacío, el niño de rasgos asiáticos que cabecea en el bus pesca pequeños trozos de la nada.

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SEIS De cuando en cuando, en los sistemas de transporte de las pequeñas ciudades, los conductores roncos que mastican semillas se dejan crecer la barba. Como los usuarios del servicio no han establecido con claridad si existe un previo acuerdo entre los conductores/una señal en la esquina/un chasquido en la radio, han empezado a comentar que acaso sea un complot, el gesto decisivo de una revolución, el homenaje a algún líder antiguo. Frente a tal incertidumbre y bajo la luz del semáforo, los usuarios han empezado a afeitarse la cabeza como respuesta contundente ante las barbas. Habrá que admirar entonces, de cuando en cuando, esos buses en la noche con cabezas brillantes en el fondo y conductores roncos y barbudos masticando semillas. SIETE En los desiertos en que los charcos se congelan, los hombres de arena que se la pasan tiritando acostumbran salir de noche con sus perros. Después de un día entero acurrucados, envueltos en plumas que conservan el canto de sus patos, los hombres de arena que se la pasan tiritando salen a recorrer los surcos que el sol ha arado. Como en las noches sin luna sólo el viento los ve, su existencia se ha puesto en duda en constantes ocasiones, pero un rastro o un ladrido, sin embargo, han bastado para desmontar tales blasfemias. OCHO El señor que suda y aprieta la maleta tiene las gafas empañadas. Enterrado en la silla más incómoda, no da señas de desabotonar, ya casi, ya pronto, la chamarra. Todo lo

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contrario…, enceguecido por lo lentes humeantes (todo es humeante últimamente), el señor que suda y aprieta la maleta parece cocinar un pensamiento. NUEVE La mona que fuma por los ojos casi nunca parpadea. Hinchada de plones y suspiros recorre los andenes olfateando colillas mientras salta distraída, una por una, las líneas de las losas uniformes. Casi nunca porque a veces, sobre todo en las mañanas de marzo, cuando los charcos emborronan las líneas en el fondo, la mona que fuma por los ojos arropa celosa sus esferas grana y, de la primavera, respira entonces profundo sus vapores. DIEZ La señorita que se sienta al lado cruza resignada la pierna más larga. ONCE El hombre que se enreda con el viento evita siempre los largos callejones. Convencido de que la brisa dulce que sopla desde el lago ha terminado por arruinar su ánimo, pasa como borracho junto a los fríos rascacielos. Despelucado, trastabillando, el hombre que se enreda con el viento, no necesita beber para embriagarse.

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ALBERTO QUERO Nació en Maracaibo, Venezuela. Es Licenciado en Letras, Magister en Literatura Venezolana y Doctor en Ciencias Humanas por la Universidad del Zulia. Miembro de la Sociedad Iberoamericana de Escritores, el Parlamento Internacional de Escritores de Barranquilla y la Asociación Venezolana de Semiótica. Ha publicado cinco cuentarios: Dorso (1997), Esfera (1999), Fogaje (2000), Giroscopio (2004), Aeromancia, (2006) y Borde (2016) y un poemario: Los que vinieron (2014). Ha recibido varios premios literarios y ha aparecido en antologías en Venezuela, Estados Unidos, Canadá e Inglaterra. Es autor de diversos artículos académicos publicados en revistas internacionales. Ha sido incluido en tres diccionarios de personalidades: “Diccionario General del Zulia” (1999) en “Quiénes escriben en Venezuela” (2005) y “Diccionario General de la Literatura Venezolana” (2013). Desde 2014 es corresponsal para América Latina en “Literary News”, transmitido por la CKCU 93.1 FM, en Ottawa. Ha sido Escritor residente en la Casa de la poesía de Trois-Rivières y poeta invitado en la Semana de la francofonía de la Mauricie.

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TÍA E All the lonely people, Where do they all come from? All the lonely people, Where do they all belong? Lennon-Mc Cartney Eleanor Rigby

Siempre se la veía con su paso exánime. Lento, menudo, lleno de cansancio. Pero ese cansancio no era el que habitualmente tendría una anciana como ella, sino otro, uno que denotaba una tristeza profunda, una melancolía que se había hecho piedra. Y que de alguna manera se transparentaba, se hacía evidente no sólo a sí mismo sino que también delataba su origen. Iba lentamente a la iglesia. Todas las tardes, a las seis en punto se la encontraba en San Vicente. Todo el mundo sabía que iba a estar allí. De hecho, Ariel, un muchacho medio retrasado mental que hacía las veces de monaguillo, la llamaba la reina. Acaso había sido instruido por los mismos sacerdotes para que se dirigiera a ella de esa forma. ¿De qué otra forma se puede llamara a una anciana fantasmal que aparece invariablemente a las seis de la tarde en una iglesia oscura y solitaria? Ella se arrodillaba ante el altar de la Virgen. El ambiente penumbroso y el olor a cera derretida probablemente le importaban poco, es más, casi con seguridad lo disfrutaba. También su vida era opaca y mustia, como las misas vespertinas en San Vicente.

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También ella había sido joven. Y ésa la raíz de la melancolía. En algún momento apareció un tal Rivera. Nunca se supo bien de dónde había venido ni por qué. Parece que era un simple chofer de bus. Y el problema no era que fuera chofer de bus, que es un trabajo como cualquiera, sino que Rivera era uno de esos vividores que toman cualquier empleo, el más fácil, el que sea, con tal que les depare un par de centavos con los cuales sobrevivir un poco. Un día cualquiera se conocieron en Los Puertos. Aparentemente, por entonces él todavía era marino en uno de los ferryboats que atravesaban el Lago hasta Maracaibo. Él tenía planes de quedarse allí, no pensaba en vivir en Los Puertos para siempre; un pequeño pueblo rural de la Costa Oriental no resultaba demasiado atractivo para él; mucho más tentador se le hacía Maracaibo; con toda seguridad allí encontraría más garitos y más billares en los cuales gastar lo que hiciera en el trabajo. Finalmente lo contrataron en una línea de buses. Ella se ilusionó con él. La chica fea y pueblerina de pronto pensó que podría tener una suerte distinta a la que se le avizoraba en el horizonte, la misma de la que sus propias hermanas habían escapado ya. Por un momento pensó que podría ser como sus hermanas, todas casadas. Y en cierto modo fue así, porque Rita se había casado con Lorenzo, un hombre inmejorable. Guadalupe con Eduardo, de ciertas posibilidades, que se la llevó a vivir a Caracas y después a Mérida. Alba se casó con Víctor, que no era un dechado de perfección pero tampoco era mala persona. Aunque era una de las menores, Iris se había casado con Manuelito. Nunca se refería a él por su nombre de pila. Lo llamaba el pobre hombre. Y a pesar del mote, no lo pronunciaba con desprecio, ni siquiera con sarcasmo, sino con ese ácido sentido del humor de los campesinos.

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Finalmente se casó con Rivera. A pesar de la oposición de todos sus familiares. Se lo previnieron sus hermanos Federico y Lionel. Incluso, tuvieron unas palabras con el tal Rivera, porque al parecer intuían que se trataba de un sablista. Pero fue peor. Ella se molestó cuando lo supo y les reclamó que no debían meterse en esos asuntos, que ella también tenía derecho a vivir y a buscar su felicidad. Rivera no calentó la cama. Nunca convivieron, nunca nada. Apenas se hubieron casado, aprovechó para desplumarla. Se las ingenió para que su ingenua esposa le entregara todo su dinero y todas sus propiedades, que no eran muchas, pero eran. Y desapareció Rivera; nunca más se le volvió a ver. Un día como tantos, ella emigró a Maracaibo. Ya allí vivían casi todos sus hermanos y hermanas con sus familias. Y ella recaló en la ciudad también. Nadie sabe si escapaba de los recuerdos de Los Puertos, o si secretamente pretendía coincidir con Rivera en alguna de las estrechas calles de Las Veritas. Si ése era su deseo, nunca sucedió. Siempre había sido maestra. Y era muy hábil, especialmente con las matemáticas. Nadie como ella para hacer que los niños entendieran la división con dos decimales. Explicaba sencillamente cuántos espacios había que correr la coma o cuántos ceros había que agregar en el cociente. Cuando llegó a Maracaibo pasó toda la vida dando tercer grado en el Joaquín Piña. Usaba unos anteojos gruesísimos, de patas marrones, probablemente de carey, y unos cristales así como verdosos. Fumaba a escondidas y ninguno de sus familiares se lo reprochaba. Todos la llamaban Tía. Tía E. Incluso los hijos de sus sobrinos, que no lo eran suyos directamente sino sobrinos nietos. Para todos era una tía. Sus alumnos también

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la llamaban Tía. Nunca la llamaron maestra ni señorita ni profesora, sino Tía. Tía E. La tía de todo el mundo, la madre de nadie, la esposa de nadie. Solamente la tía. Y probablemente eso le dolería terriblemente. Nunca iba a ser madre, siempre tía. Por supuesto que había deseado tener hijos con el tal Rivera, pero nunca sucedió. Él solamente era un petardista que aprovechó una oportunidad facilísima para hacerse con un dinero fácil. Ésa era la pena honda y pertinaz que la había acompañado toda su vida y que se agazapaba detrás de todo. Su cabeza no siempre estuvo llena de canas, pero un buen día no le quedó un solo cabello negro que peinar. Y al final de todo ese ahogo sordo y violento. Finalmente se hizo tan costumbre. Finalmente terminó siendo una cosa tan respiratoria, que terminó por desalojar del todo a Tía E. Realmente no era ella la dueña de su propia vida sino ese dolor absorbente y silencioso. Finalmente ese pesar, esa soledad se hizo fastidio. Se hizo vida y rutina, se hizo cotidianidad. Hasta que esa cotidianidad dejó de serlo en sí misma. Durante un tiempo, Tía E. fue militante del MIR. Nadie sabe si era por genuina convicción o porque eran los sesenta y estaba de moda ser un poco rebelde y contestatario con todo. Por entonces, Tía E. solía andar en compañía de unos tipos barbudos y desgarbados o de unas mujeres de cabello largo y desarreglado que vestían anchísimos vestidos hippie. Nunca se trataban por el nombre, sino que usaban la palabra combatiente como único apelativo. Pero eso también terminó rápidamente. Como en todo lo relativo a la vida de Tía E., todo se podía definir fugaz, momentáneo, precario. A la hora de la verdad, nadie supo por qué había dejado de militar en el partido. Tal vez porque un grupo de izquierda radical era

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incompatible con el Cristianismo de Tía E. Sin embargo, también esto era hipótesis, realmente todo fue una incógnita; así como un día comenzó a militar, un día dejó de hacerlo. Después se inscribió en el MEP, tal vez porque le parecía un partido un poco más moderado, si bien también tenía cierta orientación hacia la izquierda. Muchos educadores militaban allí y, con veneración, llamaban Maestro Prieto al fundador del partido. Al poco tiempo, lo mismo; un día cualquiera quiso dejar de militar allí. Igual que la otra vez, igual que siempre, todo fue de pronto, así como así. Fue también una cosa efímera, como todo en su vida. Luego de cuatro décadas trabajando en el Joaquín Piña, recibió su jubilación. No la solicitó, simplemente le llegó. Aunque sin demasiada puntualidad, todos los meses recibía un cheque emitido por el Ministerio de Educación. Con eso sobrevivía, seguía sobreviviendo. Así pagaba los gastos de su pequeño apartamento, y el magro salario de Betty, la joven que le servía de mucama. En su habitación, justo frente de la cama, tenía una foto de su padre, que murió nonagenario. En la pared derecha, una estampa de la Milagrosa. En los ratos de desesperación, Tía E miraba la foto de su padre y le pedía que intercediera ante Dios para que se la llevara. Tía E sabía muchos versos. En realidad casi todas eran cuartetas que venían en algunos de los libros de lecturas escolares. Otras veces eran las coplas repentistas de Rafael Ávila, el sepulturero de Los Puertos. Y allá en Los Puertos la gente llamaba verso a cualquier cosa que rimara, sin importar la extensión ni la forma. Lo cierto es que Tía E había memorizado muchas de esas estrofas. Especialmente gustaba de una de Bécquer, una que decía algo así como que qué los muertos se quedan solos. Sin embargo, al estar delante de la tumba de Tía E,

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nadie sabe cómo se quedan los que ya desde que estaban vivos estaban solos. Publicado en “Borde” (2016). Dirección de cultura de la Universidad del Zulia. Maracaibo.

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CRISTIÁN ROSEMARY DEL PEDREGAL Santiago, 1958. Estudia pedagogía en castellano en 1977. Participa en el Concurso Literario de la Universidad Católica de Chile. Algunos de sus poemas y cuentos con menciones honrosas se publican desde aquel año en la edición anual del certamen (1977, 1978, 1979). En 1981 obtiene el primer premio con el cuento Raquel. En 1982, Ventana con Reja obtiene otra mención honrosa. Es profesor de castellano hasta 1986, cuando pasa a ser publicista y funda su propia agencia (1997 a 2002). Entre 2003 y 2004 es profesor de publicidad en la Universidad del Desarrollo y en la Escuela de Comunicación Duoc-UC. Emigra a Montreal, Canadá, donde enseña español como lengua extranjera. Es corresponsal para Canadá de la revista de cultura española Ómnibus. Como músico, y desde 1976, es autor de unas 250 canciones y miembro desde 1992 de la Sociedad Chilena del Derecho de Autor. Se presentó en circuitos universitarios y escenarios conocidos de la época, como el Café del Cerro. Ha adaptado al español Eleanor Rigby y Julia (The Beatles), y I’ve got you under my Skin (Cole Porter). Realizó en Radio Universidad de Chile el programa Musiclaje (1986 a 1992). Entrevistó a Gilberto Gil, Milton Nascimento, Egberto Gismonti, Hermeto Paschoal y Luis Alberto Spinetta, para revistas como Adagio, Bajo Cuerdas, Visa, Master Card. En 2009, realiza un año del doctorado en literatura (Universidad de Montreal).

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CASTING

Hacía bastante calor en aquella mañana de octubre. Apoyado en un pupitre del Liceo A37 de La Paz, Gastón Uribe desatendió las explicaciones del profesor de matemáticas para sumergirse en sus adolescentes pensamientos en torno a los maestros de escuela. Su mano, temblorosa por la emoción, transcribió sus ideas: “Ese pequeño y omnipotente dios que tenemos delante, aquel tirano de ojos inquisidores, cuervo sediento de errores, esperando el traspié de sus oprimidos. Aquél que autoriza y prohíbe sin más apoyo que el orden establecido. El ser acartonado que no es más que una estatua, sin otra sonrisa que la del patio, sin familia, sin alma, aburrido voluntario, sádico con los que transgreden el equilibrio. Aquel ente sin vitalidad al que ansiamos arrojarle un escupitajo a la cara, después de ensuciar su tonta moralidad con palabras obscenas y, como dice Neruda, “asustar a un notario con un lirio cortado”. Inocentemente, aunque presa de un subliminal miedo, Uribe entregó sus reflexiones a la revista del Centro de Alumnos, ignorando que se avecinaba una dictadura, y que su escrito sería parte importante de la génesis de aquella revolución. II Sucedió en el Impelido por una Mardones ignoró arrebatándole con

acto cívico de aquel lunes en la mañana. recóndita ambición política, el “Negro” su estado de alumno condicional y, violencia el micrófono al prefecto de

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disciplina, pronunció un encendido discurso en el que propuso el derrocamiento de la casta profesoral y el comienzo de un nuevo régimen: la Dictadura del No Saber. A partir de aquel momento, dijo, perderían todo poder quienes detentaban el conocimiento y el orden establecido. En los momentos en que, puño en alto, Mardones lanzaba su consigna revolucionaria, fue repartido por todo el Liceo A37 un panfleto con el texto de Uribe, que terminó por convertir a la muchedumbre en una sola voz que repetía una y otra vez: “¡cuervo sediento de errores!”. Mientras los profesores permanecían aún inmovilizados por el temor, una Junta conformada por el Negro Mardones y nueve de los peores alumnos de secundaria, dictaminó que el oficialismo debería ser decapitado, comenzando por el director del liceo, un profesor de castellano llamado Pedro Soto, mojigato y remilgado solterón de cuarenta y tantos años. Conscientes de la pacata personalidad de Soto, se lo sometió a un padecimiento para él horrible: expuesto a la burla pública sólo en calzoncillos y amordazado y atado de pies y manos, recibió los insultos sexuales del más grueso calibre y luego una tibia, densa y resbalosa flema en el rostro. Media hora después, el abatido maestro decidió terminar con sus días, arrojándose por el barranco de la ignorancia. Fue el propio Gastón Uribe –desde el principio un soterrado disidente de la revolución- quien, por consideración a la literatura, persuadió a Soto para que se dejara encarcelar en la Torre de Babel. III Pizarrones plagados de erectos falos de tiza vaticinaron que el caos era ya inevitable. Varios directores de escuela, incluso algunos catedráticos de reconocidas universidades de

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La Paz sufrieron el escarnio, antes de ser azotados en medio de la cancha de fútbol. Las profesoras fueron violadas por adolescentes de los cursos superiores de secundaria, aunque hubo también más de algún ganoso púber que aprovechó la ocasión para desvirgarse. En el curso de una semana, quince bibliotecas fueron incendiadas, y veinte librerías sufrieron el saqueo y la destrucción a manos de desconocidos vestidos de uniforme escolar. Los profesores de castellano fueron amenazados de muerte, si no cooperaban con la propagación del caos lingüístico y no deponían sus diccionarios. Aquéllos que enseñaban religión se vieron forzados a invocar a Satanás y a escupir sobre biblias y crucifijos. Quienes trabajaban con las artes fueron bañados en litros de pintura y obligados a presenciar la quema de Botticellis, Picassos, Mattas o Fuenzalidas, que ardieron con infamia junto a violines Stradivarius y partituras musicales de obras clásicas. Sin embargo, algunos profesores de filosofía partidarios de Nietzsche no sólo salieron indemnes, sino que además fueron incorporados a las filas de la Revolución, integrándose al naciente C.A.B., el implacable Círculo de Amigos de la Barbarie. IV Gastón Uribe se resistía a creer que fuera cierto tanto caos y desorden en las calles de La Paz. Era verdad que, en un arranque de locura, él había formado parte del grupo de insurgentes que, por humor, había orinado el escritorio del prefecto de disciplina, pero no estaba de acuerdo con que las cosas pasaran a mayores. Después del encarcelamiento de Pedro Soto, su relación con Mardones se había quebrantado, presumiblemente porque Uribe no habría accedido al ofrecimiento que le hiciera la Junta, para que –dadas sus

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dotes literarias- se hiciera cargo de la redacción del Manifiesto del No Saber. Adicionalmente, algunos sectores más exaltados del nuevo régimen no confiaban del todo en Uribe, y lo hicieron saber. Así, éste decidió esconderse durante un tiempo en un cercano pero aislado refugio cordillerano, y salió repentinamente de La Paz, una calurosa noche de diciembre. Desde la clandestinidad, Gastón Uribe se fue enterando de las aberraciones cometidas. El CAB había prohibido celebrar la Navidad a los habitantes de la sitiada ciudad, excepto a aquellas familias que se hubiesen comprometido a regalar juguetes bélicos a sus hijos, gesto que fue interpretado por el nuevo Partido Ignorante como una inversión ideológica en su proyecto caótico. Las escuelas y universidades habían sido tomadas por los revolucionarios, y los profesores eran el blanco de la sorna, antes de ser ejecutados. Mercados y ferias de verduras se habían instalado en las iglesias, donde los pocos religiosos que habían sobrevivido a la masacre eran obligados a multiplicar los peces y los panes; todo para que el producto del milagro fuera degustado después en pantagruélicos y báquicos banquetes de las máximas autoridades del Partido Ignorante. En cuanto a Pedro Soto, después de once meses de encierro en la Torre de Babel, había sido abandonado en una esquina de la periferia, transformado en un analfabeto. Cuando su anciana madre lo halló, Soto balbuceaba incongruencias y ya no recordaba ni su nombre. Una amilanada Comisión del Derecho al Conocimiento, la CDC, denunció tímidamente el caso del ex director, aunque sin resultados. Pese a todo, Gastón Uribe no perdió las esperanzas. El caos no podía durar mucho, y era necesario estar alerta.

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V Al cabo de tres años de exilio cordillerano, Uribe determinó que asumiría el riesgo y regresaría a La Paz, a combatir junto a los contrarrevolucionarios. En su repentina huida, había logrado salvar algunas obras de arte. De modo que, armado de El Quijote, un diccionario de español, la Biblia, un par de óleos de Roberto Matta y una partitura de la Pequeña Serenata Nocturna, de Mozart, ingresó a la ciudad, sirviéndose de las tinieblas de una noche sin luna. Lo que vio al amanecer lo dejó pasmado: La Paz era un desastre. La principal afición de muchos revolucionarios eran las demoliciones, acorde a la inspiración destructiva del Partido Ignorante, de modo que no había casi edificios en pie. El nombre de Nietzsche tapizaba todas las pintarrajeadas murallas. La gente se había olvidado casi totalmente de hablar y escribir, y muchos parecían bárbaros, emitiendo palabras ininteligibles. Sus familiares habían escapado a la capital, y muy pocos de sus amigos y correligionarios se encontraban aún en su sano juicio. Pese al deplorable panorama, Gastón Uribe comenzó a combatir en la periferia, como un guerrillero atávico, acercándose paulatinamente al centro de la ciudad. En sólo once meses, la Contrarrevolución –finalmente al mando de Uribe- alfabetizó a más de mil personas; devolvió las iglesias a veinte religiosos de diferentes confesiones; liberó cuarenta escuelas y las tres universidades de la ciudad; y restauró tres museos de La Paz. El analfabetismo, el principal estandarte de la Dictadura del No Saber, comenzó a socavar la existencia del propio Partido Ignorante. Todos sus miembros se habían olvidado ya de leer y escribir y, sin que pudiesen entenderse entre sí, sus

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reuniones se desarrollaban mediante ineficaces intercambios de sonidos guturales y pugilatos de bárbaros. Semanas después, el Negro Mardones y los principales cabecillas de la Dictadura del No Saber fueron apresados por las tropas de Uribe, mientras quemaban una colección privada de pinturas. Juzgados por un tribunal de intelectuales, fueron condenados, un año después, a estudiar perpetuamente la historia de la Humanidad.

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CAMILA REIMERS Camila Reimers, canadiense de origen chileno, es autora de novelas, y de cuentos para adultos y para niños. La novela De conventos, cárceles y castillos, recibió el primer premio en The International Latino Book Award de Estados Unidos en 2016, donde también fue premiado el mismo año su cuento infantil bilingüe El cóndor pasa sobre el norte/ When the Condor Meets the Eagle. Ha escrito numerosos cuentos en español e inglés, destacando las colecciones Cuentos de autoamor y de autopistas traducido al inglés como Chakra Number Eight: Tales of Humour and Soul. Ganadora en varios concursos nacionales e internacionales, en 2015, su cuento Los tulipanes de Cloe, fue publicado en español, inglés y francés en la colección The Best of All Worlds, auspiciada por la UNESCO para celebrar el Día internacional de la lengua materna. Por su programa en radio CHIN Ottawa 97.9 FM La onda infantil, Camila ganó en 2013 el premio al mejor programa radial étnico ofrecido en Canadá otorgado por Canadian Ethnic Media Association. www.camilareimers.com

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EL DOMINIO ANGLOSAJÓN

“Birdssss can’t talk”, “Birdssss can’t talk”, repetía Arthur mientras volaba por la casa para terminar encaramado en la lámpara del comedor. Por su parte, Condorito seguía inmutable y aunque la puerta de la jaula estaba abierta, la libertad le importaba un bledo, en su mundo lo elemental era englutir semillas que junto al agua del bebedero, resbalaban del pico al buche. Los niños habían insistido que deseaban tener una mascota en el departamento y como los perros y gatos estaban prohibidos por el dueño del condominio, terminé comprándoles un loro con la promesa que ellos se harían cargo de limpiar la jaula y llenar los comederos con alpiste. Pedrito y Cecilia, saltaban de alegría –un loro –decían–por fin vamos a tener un animalito en casa. El día que fuimos a la tienda de animales, el dueño nos mostró un desaliñado pájaro verde de mirada indiferente. –¿Habla?– pregunté. –No señor, los que han aprendido a hablar son más caros, si usted quiere…. –No se preocupe, gracias– respondí, sabiendo que el loro mudo ya sobrepasaba mi presupuesto y mi trabajo de chofer de taxi no me permitía el lujo de un loro parlanchín. Lo llevamos al departamento junto con el libro ‘Cómo hacer hablar a loros y cacatúas’. La idea era repetir una palabra, la misma palabra hasta el cansancio.

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Mi esposa insistió que si queríamos integrarlo a la familia debíamos darle un nombre e ignorando a los niños que propusieron llamarlo Justin Bieber, lo bautizamos Condorito. Ahora a enfrentar el desafío y convertir a nuestra mascota en un Demóstenes. Les prohibí terminantemente a los niños meterse en el proceso de aprendizaje, yo sería el encargado de la instrucción, mal que mal en mi país había sido profesor universitario. Es verdad que en Ottawa no había podido ejercer pues no tenía experiencia canadiense y terminé de chofer, no es que tenga nada en contra de los taxis, pero esa es otra historia, volvamos a Condorito. Elegí la palabra ‘HOLA’ por su simpleza de dicción y si consideramos que la hache es muda, en el fondo estamos enseñando tres letras y dos simples fonemas: O-LA, cualquier pájaro que se respete podría aprenderla. Todas las mañanas antes de partir, mientras saboreaba el café con leche, me acercaba a la jaula y repetía –hola, hola, hola. La indiferencia de Condorito era insultante, no respondía ni ‘pío’ y yo partía descorazonado buscando a mis primeros clientes en el taxi. Optimista por naturaleza, no me iba a dejar abatir por un pájaro testarudo, mi vida de inmigrante me había traído desafíos peores y enseñado a no descorazonarme por pequeños fracasos. A la hora de almuerzo volvía a empezar y retomábamos las lecciones después de comida. Mi mujer me observaba con aburrimiento, mirando al cielo en busca de ayuda y los niños se encogían de hombros con un “qué le vamos a hacer”. Las cosas habrían continuado al mismo ritmo si no es por un vecino que un día golpeó a nuestra puerta. –Vecino, quiero pedirle un favor, fíjese usted que mis niños me contaron que sus hijos tienen un loro y usted lo cuida maravillosamente. Resulta que nosotros también tenemos un

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loro, pero aunque lo adoramos, no tenemos más remedio que deshacernos de él porque Susan es alérgica a las plumas, entonces yo me preguntaba vecino, si usted estaría interesado en tener dos loros en vez de uno. –¿Habla su loro?– pregunté recordando los precios de la tienda de animales. –Por supuesto– dijo el vecino y con una sonrisa irónica añadió –porque todos los loros hablan, ¿verdad? –Pssh! Claro –respondí– el Condorito sabe decir: Buenos días y los nombres de todos los habitantes de esta casa. –¡Vaya!, mis hijos me habían dicho que su loro no decía palabra. –Lo que pasa es que Condorito sólo habla en español. –Arthur habla en inglés –respondió el vecino mirándome con aire de superioridad– además le permitimos volar dentro de la casa porque pensamos que la libertad es fundamental en el desarrollo psicológico de los pájaros. Esa misma tarde, al volver del trabajo fui recibido por un loro que volaba por la sala diciendo “welcome home”, “welcome home”. Por su parte, Condorito no tenía la menor intención de abandonar la jaula abierta porque quería asegurarse que Arthur no le robaría ni las semillas ni el agua. Me acerqué a Condorito e insistí : “hola, holaaa, hooolaa”, pero nada. Esa noche, decidí darle clases extras, poner mayor esfuerzo en la enseñanza de mi discípulo y en vez de los usuales 15 minutos, me quedé dos horas al lado de la jaula. A la mañana siguiente me levanté antes y continué las lecciones. A la hora de almuerzo hice lo mismo, decidí volver a casa a las once de la mañana y empecé a manejar el taxi, tipo dos de la tarde. A los tres días, con este ritmo intensivo

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de lecciones, Arthur en perfecto castellano y sin ningún acento había agregado la palabra “hola” a su vocabulario. De todas las frases que repetía el loro miserable, la que me indignaba era cuando decía “Birds can’t talk”, era tan simpático que el Condorito quedaba por el suelo. Esto se había convertido en un desafío, si el loro inglés podía lucirse diciendo ‘los pájaros no hablan’, Condorito, contra viento y marea tenía que aprender que más no fuera un simple ‘hola’ en español. Ahora me levantaba a las cuatro de la mañana y no iba a trabajar hasta medio día. Mis hijos me ignoraban y mi mujer amenazó con irse de la casa. –No es por mí, mujer, es por la raza– le explicaba, pero ella me ignoraba y partía furiosa al trabajo. A estas alturas yo había abandonado el taxi y le dedicaba tiempo completo a Condorito, pero éste seguía sin mostrar el más mínimo interés ni en hablar ni en abandonar la jaula. La situación no podía seguir así, tenía los nervios de punta y una angustia existencial empeorada con el invierno más frío de los últimos años. Poco a poco empecé a formar un plan que no compartí para que nadie me aconsejara desistir. Había llegado al límite, la vida no podía continuar así. El día del asesinato, actúe normalmente, es decir me levante a las cuatro e insulté a Condorito hasta que el bus escolar paso por los niños y mi esposa partió después de una mirada de furia capaz de deshacer un témpano. Cuando me encontré solo, abrí la ventana del comedor, dejando entrar los menos cuarenta bajo cero, me dirigí a la jaula y abrí la pequeña puerta que mantenía cerrada durante la noche. Arthur, siguiendo su rutina, salió a volar por la casa, sorprendido al darse cuenta que había más espacio que de

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costumbre y sin pensarlo dos veces, se lanzó derechito al aire libre. Yo, cerré la ventana, puse la tetera para un chocolate caliente y me acerqué a Condorito que seguía comiendo. -A ver compadre- le dije -ya sé que no querís decir ‘hola’, pero hazle un empeñito con ‘Birds can’t talk’.

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CARLOS ANGULO-RIVAS Carlos Angulo-Rivas (Lima, Perú). Poeta, escritor, crítico literario y periodista; residente en Canadá desde 1987. Entre sus obras se encuentran los libros de poemas Palabras que el viento ha de llevar (2005), Poemas color de guerra (2007), Palabras Mayores (2011), Testimoniales (2014) y Hogueras (2017); así como las novelas Norte siempre Norte (2007) y la Danza del “chino” Kenya (2009); además conserva una recopilación de cuentos aún sin publicar.

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SUSANA

El sol sobre la cancha de béisbol del Club Unión, institución exclusiva de la colonia japonesa en Lima, proyectaba sombras caprichosas declinando lento con brillante resplandor. Serían como las tres de la tarde de un domingo veraniego y Susana, vestida de blanco con adornos floridos color violeta, lucía sus veintidós años recién cumplidos mientras veía distraída un partido de la liga interna. A la joven y sus amigas les causaba gracia las miradas indiscretas, las indecisiones y la timidez de los hombres de acercarse a ellas. Pero ese día, Alberto interrumpió el encanto de la vergüenza seductora para culminar un propósito bastante bien elaborado, ya que perteneciendo él a la familia de un reparador de llantas de autos y camiones quería enamorar a la estudiante de ingeniería civil e hija predilecta de un empresario inmobiliario de apreciable fortuna. No le fue mal. A partir de aquella tarde persiguió a Susana con la persistencia propia de un empecinado. A tal punto que terminó casado después de un año de tempestuosos amoríos. Ella, sin medir las consecuencias, había tomado una decisión precipitada propia de la pasión mujeril. El matrimonio consolidó la posición económica de Alberto, un diminuto profesor de matemáticas en la universidad, insignificante en el mundo académico especializado, sin embargo, útil para sus ansias de mando en ese centro de trabajo donde con mucha maña, poca honestidad y decencia, llegó a ser autoridad administrativa con aspiraciones políticas. Su carrera fue vertiginosa

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ofreciendo ascensos e ingresos extras a los profesores contratados en su academia de preparación para el ingreso a la universidad, por supuesto a cambio de votos. Con Susana, en el intervalo de esa parte de su vida, tuvo cuatro hijos, dos mujeres y dos varones, en lo que parecía ser una pareja ilusionada, acomodada en la clase media y muy feliz; aunque una manifiesta introspección se podía observar en el comportamiento de Alberto; las sombras de un pasado de deudas sociales contraídas durante su etapa de pobreza y necesidad se hacían flagrantes. Carecía, ni más ni menos, de los valores elementales del espíritu humanitario y fraterno, sobre todo cuando se trataba de buscar fortuna y ventajas por cualquier medio. A los años, un inesperado golpe de suerte catapultó al matrimonio a las alturas del poder político y de la noche a la mañana Alberto, todavía sin creerlo, era el manda-más de un país desmoralizado y de pobre gente saltando al vacío por desesperación. Aparecía en el horizonte un personaje producto de la traición de la socialdemocracia deformada, siendo el entusiasmo tropical del populacho por él una especie de alboroto surrealista de una época que pocos entendían. Pero, en el día a día, el clima de beneplácito se fue enrareciendo hasta límites inconcebibles e inaceptables, donde también la esposa y el matrimonio se vieron envueltos en el mismo temporal. En esa vorágine, uno de los remolinos cogió a Susana y un día la pobre mujer enmudeció de puro miedo. Quería hablar pero no articulaba palabra después de haber sido desnudada y golpeada por orden de su marido en una barraca militar. “Ella sabía a lo que se exponía” había comentado el cónyuge Alberto desde la cumbre del impensado poder adquirido, “se lo advertí más de una vez” se justificaba este hombre criado en el seno de una humilde familia patriarcal de origen japonés. “A mí no me va a faltar el

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respeto, menos cuando la sumisión, el maltrato físico y psicológico, la violencia contra las mujeres y hasta el abuso sexual, son una costumbre tradicional en todos los sectores sociales. Soy un hombre público en un país dominado por la cultura machista, algo natural, para las autoridades policiales y judiciales, suficiente motivo para no dejarme tomar el pelo con los atrevimientos de mi mujer.” La situación marital entre ambos venía mal. El carácter arbitrario e impositivo de Alberto había dejado huellas profundas en una relación nacida de interesado olfato y empeoró cuando él se constituyó, por sí y ante sí, en dictador supremo de la nación. Los cuatro hijos de la pareja escuchaban las discusiones diarias sin inmutarse, aceptaban los excesos de papá, pensando que no eran de su responsabilidad las desavenencias hogareñas, pero llegó la hora donde tenían que optar y no fue nada extraño a la conciencia de ellos que se hicieran de la vista gorda frente a los enormes abusos y desmanes decretados por el padre tratando de someter a la esposa. Así cuando llegó el momento de la determinación final, sin pensarlo dos veces, los vástagos pasaron de la aparente apatía a la elección, quedándose desde luego con Alberto. Habían tanteado y valorado las bonificaciones alrededor de él, las gollerías del lujo, las prebendas del poder y las relaciones personales rentables que la sufrida madre no les podía otorgar. La madre parecía no darse cuenta de lo sucedido, porque al enterarse de esta preferencia todavía anduvo cavilando sin poder admitirlo. Echada a ese destino la atmósfera matrimonial, un día el clima se volvió explosivo. El marido le había dejado de hablar a Susana cerca de un mes y además, la mantenía encerrada en un dormitorio bajo llave sin darle explicación alguna. Y cuando los periodistas comenzaron a preguntarse e indagar

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por la desaparición pública de la esposa del dictador, un escueto comunicado oficial habló de un delicado estado de salud, de una enfermedad de los nervios y de ciertas visitas psiquiátricas reservadas. Aquello fue suficiente. La alarma creció y las especulaciones, los chismes limeños, a partir de la burda mentira elaborada se derramaron quebrando los controles informativos, tanto que Alberto de muy mal humor esperó paciente el fin de semana. Entonces el sábado, temprano por la mañana, este marido ofuscado ingresó como una tromba al encierro de Susana a fin de desfogar la cólera con sus propias manos, y ante los gritos desesperados de ella se lanzó encima con una batahola de cachetadas, puntapiés y trompadas, propinándole una paliza de padre y señor mío; la mujer exhausta y llorando indefensa recibió luego amenazas de muerte en tanto Alberto blandía un machete en el aire. El dictador después de una larga reunión con su abogado-asesor, surtida de alcoholes, no pudo pegar pestaña el resto de la noche y fuera de sitio, iracundo, había irrumpido en la habitación de su esposa minutos antes de ir a desayunar, los alaridos de la mujer no tuvieron eco ni en los hijos ni en el personal de servicio. A los gritos desesperados pidiendo auxilio se sumaron los gemidos de la mujer como un remolino de voces lánguidas, como si llegasen de muy lejos los jadeos de unas mulas haciendo ruido. ¿Qué está pasando allí? preguntó conmovido uno de los mayordomos. “Nada que nos incumba” respondió el jefe de ellos, “el señor le está dando un merecido a su mujer, qué más; ella se metió con la familia de él y ahí tiene la respuesta”. A los veinte minutos Alberto salió fatigado, con saliva seca en la boca y comisura de los labios, la camisa afuera y la correa en la mano. Los verdugos también se agotan, pensaron al verle. De contiguo hizo una seña al jefe de los mayordomos para que abriera la puerta de

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acceso a una amplia sala de estar y de repente aparecieron ocho sujetos vestidos de mameluco blanco y botas negras quienes dirigiéndose a la habitación de Susana se encargaron de sacarla en vilo luego de vendarle los ojos, amarrarla y ponerle una capucha oscura. Afuera esperaba una camioneta celular del ejército a donde la introdujeron cargándola de brazos y piernas, luego un supuesto enfermero le inyectó un somnífero para llevársela totalmente dormida. Aquellos clamorosos bramidos en queja de Susana se perdieron en un rebote de silencio. Nadie hablaba nada, nadie sabía nada. Ni el marido ni los hijos ni los empleados del servicio, hicieron mención a lo sucedido. Después de ese secuestro, ella despertó aturdida en un siniestro cuarto oscuro sin ventanas, la rodeaban, en un espacio de cuatro metros cuadrados, un camastro, una mesita y un silo, unas paredes altas de cemento sin revestir. Era un frío sótano de celdas del cuartel general del ejército, usado para los prisioneros considerados terroristas de la guerra interna, donde se habían instalado macabros hornos de cremación. Cada vez que despertaba, Susana era golpeada e inyectada con una sustancia somnífera y narcótica, mientras seguía atada, semidesnuda y con los ojos vendados; en tales condiciones permaneció un tiempo sin tiempo, pues perdió la noción de esa horrible fase de su existencia. Fue cuando entonces los carceleros asustados del empeoramiento de la agraviada, al descubrir hematomas sangrantes en las partes occipital y parietal de la cabeza y sus balbuceos incoherentes, que pusieron en conocimiento de sus superiores esta situación inmediatamente informada a Alberto quien comentó riéndose “no le hagan caso, ella padece de alucinaciones y acostumbra a confundir sus sueños con la realidad; que la revise un médico y le apliquen unas cuantas

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sesiones de electroshock” concluyó lacónico sin prestar mayor importancia. Susana, en lejanía, comenzó a distinguir que su infancia llena de felicidad se plagaba de cacatúas chillonas convertidas en buitres y luego en dulces palomas; veía monstruos de enormes pies, largas uñas y dientes filudos, apareciendo como fantasmas nebulosos en medio de la nada; sentía a los truenos hacer temblar la tierra; y ella gritaba en sueños aprisionada y sin escape. Estuvo delirando mientras dormía durante cuatro meses. El plan era causarle serios daños cerebrales y declararla demente o con un cuadro amnésico a fin de eliminarla de palabra y obra. La mujer del presidente nunca imaginó semejantes castigos morales y corporales por haber denunciado a los hermanos y hermanas de Alberto de estar vendiendo los vestidos y alimentos regalados por el gobierno de Japón; y por haberse apropiado, además, del dinero donado para atender a los damnificados del norte del país. La familia de Alberto nunca había pasado a Susana, le daba guerra a menudo buscando la ocasión propicia, pues debido a su estrato social la consideraban vanidosa y engreída, pero en realidad era una mujer profesional difícil de relacionarse con gente de baja estofa cuyos complejos de inferioridad eran notorios y casi imposibles de superar. Ya con el poder dictatorial el choque familiar fue brutal y despiadado. Alberto sacó a relucir su perfil machista capaz, si fuese necesario, de hacer sufrir hasta la muerte a la esposa; gratificaba de este modo el apetito de ser reconocido como un ser supremo infalible, perturbación y psicosis alimentada por la numerosa corte de adulones a su disposición. Después del tratamiento médico inducido por los sicarios del régimen, Susana recibió la amigable visita del abogadoasesor de Alberto quien, elegantemente vestido y perfumado,

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imitó la sonrisa sardónica de su jefe para comunicarle su traslado a una clínica especializada; “allí usted será rehabilitada del lamentable estado en que se encuentra y cuando le den el alta irá camino a su domicilio sin chistar, debe permanecer en absoluto silencio político porque de lo contrario puede fallecer en un grave accidente o quedar idiota de por vida.” “Lo que le digo es un encargo del señor presidente, usted ahora sabe que con él no se juega, yo nada más puedo agregar” finalizó manteniendo el mismo tono de amenaza llevado todo el tiempo. “Dígale que es una bestia brutal y vacía, nada es eterno, ya le llegará su turno” respondió la malherida mujer haciendo un extremo esfuerzo. Susana desapareció del escenario social y político hasta cuando el dictador huyó del país. Durante cinco años nunca recibió la visita de sus hijos.

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JORGE ETCHEVERRY Nacido en Chile en 1975. Poeta, prosista y crítico. Cronipoemas, su sexto libro de poemas fue publicado en Canadá en 2010. Clorodiaxepóxido, acaba de ser publicado por Montecristo/Cartonero. En 1993 apareció su novela De chácharas y largavistas. Su antología de narradores chilenos en Canadá, Northern Cronopios, también fue publicada en 1993. Ha publicado prosa, poesía y crítica en Chile, Canadá, , Francia, México, Cuba, Estados Unidos y otros países. Escritos suyos aparecen en antologías como Cien microcuentos chilenos, Armando Epple, Chile, 2002; Los poetas y el general, Eva Goldschmidt, Chile, 2002; Anaconda, Antología di Poeti Americani, Elías Letelier, Canadá, 2003; Latinocanadá, Hugh Hazelton, 2008 y The Changing Faces of Chilean Poetry. A Translation of Avant Garde, Women’s, and Protest Poetry, Sandra E.Aravena de Herron, USA., 2008. Es embajador en Canadá de Poetas del Mundo. Su antología Chilean Poets: A New Anthology fue publicada por Marick Press, USA, 2011. Fue antologado en la Antología de poesía chilena I. La generación de los 60 o la dolorosa diáspora, de Teresa Calderón, Lila Calderón y Tomás Harris, 2012 y en Alquimia de la tierra, de Santiago Aguaded Landero, Dante Medina y Sarah Schbabel, España, 2013. Su último libro de prosa es Apocalipsis con amazonas, Toronto, 2015.

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LA ESCRITURA DE MARI

Por lo que supe más tarde, Egiarte Echegoyen no había conseguido organizar esa conferencia de prensa en la que tenía tantas esperanzas. Los únicos interesados fueron dos periódicos pequeños, más bien tabloides, con vinculaciones con el Bildu, la coalición soberanista vasca de izquierda. No había mucho respecto a medios de comunicación para ese partido chico, refugio de lo que quedaba del nacionalismo vasco militante y que era tolerado a regañadientes por las autoridades españolas, más preocupadas con el despertar de los catalanes, que aparte de ser moderados, tienen vínculos con la Unión Europea. Pero eso no quiere decir que los españoles fueran a hacer totalmente la vista gorda en materia de religión y antropología. La segunda es sobre todo un terreno bastante escabroso, incluso después de la desaparición de los etarras. Si ahora se daba a la luz pública que Mari, la divinidad prehistórica correspondiente a Gea, pero bastante más antigua, había sido objeto de un texto sagrado, inmemorial y escrito en idioma vasco, o en su precursor, hacía miles de años, eso podía volver a despertar las aspiraciones territoriales nacionalistas. Bastante había costado demostrar, o tratar de hacerlo, que las cuevas de Altamira y Lascaux no habían sido habitadas por los protovascos hacía 30.000 años. Por otro lado, dada la cosa política de la Unión Europea, siempre en crisis, pocas instituciones académicas iban a permitir que su gente se dedicara o tan solo reconociera una línea de investigación que pudiera respaldar aspiraciones secesionistas, bastante a mal traer, pero que podían afectar a dos miembros principales

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de esa importante comunidad económica, política y estratégica. Estamos hablando de España y Francia. Además de que podría haber un escándalo—real o fingido—-en los medios interesados, por las afirmaciones de esta reputada arqueóloga y antropóloga, pero que hacía unos quince años y siendo estudiante y militante Batasuna, había sido propuesta para reina de la belleza del país vasco por grupos nacionalistas. Además, sus tendencias feministas extremas trascendían a los medios profesionales en que se desenvolvía y le daban a la antropóloga un carácter semipolítico. Pero yo, en realidad, y pese a los argumentos de Carlos, y a lo que la misma Egiarte me dijo con su intensa manera de hablar aquella vez en Ottawa, no creo que haya nada nuevo en esta versión vasca de Gea. Una diosa terrestre aparece en la historia de casi todas las culturas. En mi opinión, pero reconociendo ser un lego en la materia, si esta entidad no existe documentada en la historia cultural o hagiográfica de algunos pueblos, es porque todavía no ha sido descubierta. Pero si se escarba es seguro que va a aparecer. No hay que desconocer el enorme valor de la versión castellana de ese antiquísimo texto en paleovasco de la ya mencionada antropóloga y especialista en estudios culturales y del joven lingüista Carlos Exaitía, que recién se iniciaba, quizás desafortunadamente para él, en las lides académicas. El texto, que tengo a la vista, comienza así: “Mari yacía en el centro de la montaña que es el centro de lo que existe arriba, abajo y alrededor, esa montaña era su morada desde siempre desde que existe eso que existe cuando cerramos los ojos, cuando los abrimos.

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Mari dormía en el centro de esa montaña que es el centro de eso que se viste de negro cada noche y se cubre de luz blanca o amarilla todas las mañanas. Pero el sueño de Mari era y es más vigilia que la que asoma en la mente y los ojos de nosotros, sus creaturas, cuando estamos despiertos, que la vela de las sorguiñas sus acólitas y damas, cuya mente se enciende después de bailar frente a las montañas en que Mari habita, Que son todas las montañas en que duerme Mari, cuidada de sorguines y sorguiñas, que son sus congéneres, parejas y siervos. Pero Mari no siempre duerme y sueña”. Eran los primeros párrafos de este breve texto, que parece que al fin que va a ser publicado por la Fundación Caro Baroja, uno de cuyos investigadores afiliados afirmó que “el trabajo conjunto del joven lingüista y la antropóloga ha logrado en la versión castellana la bella cadencia rítmica del paleovasco, tarea nada fácil, pero que se puede achacar a la indudable vena poética del poeta y lingüista Carlos Exaitía”. Que, dicho entre paréntesis, había publicado un par de poemarios, el más reciente de los cuales me regaló y dedicó durante su visita a Ottawa. Pero casi al mismo tiempo, seguramente promovido por grupos interesados, apareció en los medios virtuales peninsulares un rumor: el joven, romántico e impresionable poeta se habría involucrado en esta empresa subyugado por la belleza madura y la vitalidad y magnetismo de la Echegoyen. Hay que mencionar que la investigadora más de una vez había concitado la furia en ciertos medios católicos por sus comentarios sobre la mentalidad colonizada de muchos vascos, que aún celebran el rito anual de la quema de la sorguiña, costumbre bárbara de origen inquisitorial que victimizaría a las mujeres chamanes de la mitología prehispánica vasca. Cosa que no

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es tan extraordinaria, argumentaban otros, la quema de brujas tuvo lugar en toda Europa y también en América. Además, esa teoría de que la persecución y exterminio de las brujas había sido para erradicar la religión primigenia de una diosa terrestre, adelantada por ejemplo por Margaret Murray, ya está desacreditada. Los temas de la vigilia y el sueño, también inmemoriales, aparecían en esta versión EchegoyenExaitía de la escritura de Mari, así como su carácter de divinidad cosmogénica, que en general comparten todas las divinidades en la geografía mítica de los pueblos: “A veces despierta y vuela y su vigilia es un sueño más profundo que el sueño de la muerte y su vuelo es pesado como la tierra oscura y húmeda apenas seca donde brotan los bosques que son la falda y la túnica de Mari que sueña en su montaña que son todas las montañas y su sueño somos nosotros sus creaturas. El sueño de Mari lo velan sorguiñas y sorguines que ayudan a Mari a hilar y sostener el tejido de lo que existe y sus tres capas, la del vellón fino y claro sobre nuestras cabezas, la del vello oscuro y denso sobre el que caminamos y el cabello delgado que se teje y desteje en los senderos que son nuestras vidas desde que brotamos desde el vientre de nuestras madres hasta que desaparecemos en el vientre de la tierra oscura por la que caminamos”. Pero a fin de cuentas, fue la pareja la que desapareció de mi círculo de relaciones cuando volvieron a España después del congreso. Volví a ver al joven Carlos dos años después, durante un viaje a España. Lo vi cuando llegó esa noche bastante agitado a esa herriko taberna que frecuentaba en esa Donostia de calles angostas y empedradas. Era un local con aura histórica, ya que hacía un par de décadas dio refugio, camaradería y conversación a los jóvenes pro o futuros etarras, y donde ahora uno todavía podía escuchar las actuales e infaltables teorías conspirativas

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de la izquierda; el autoatentado de las torres el 11/9, o si no, cómo Rotschild controlaba el mundo y Soros planeaba implantar un nuevo orden mundial. Pude oír cómo unos españoles en otra mesa comentaban, “es una pelea de vascos”, en un momento álgido de una discusión. Yo me encontraba allí porque en Ottawa, y después de unas copas y de presentar un libro de poemas en un taller literario en español que se reúne periódicamente, me dijo que si alguna vez visitaba San Sebastián (Donostia), tenía que ir a verlo a esa taberna en cuestión, que era su segunda casa, prácticamente su oficina. Yo andaba por ahí a medias de vacaciones y a medias en una empresa quizás un poco cursi de conectarme con mis orígenes, ya que mis ancestros son de Vitoria. Carlos llegó por fin, echándose hacia atrás un mechón de pelo que le colgaba sobre la frente alta y pálida, por la que corrían gotas de sudor. Me saludó efusivamente, refirió agitadamente a sus contertulios las alternativas de su visita a Ottawa, donde habían ido con Egiarte a participar en un panel sobre diosas terrestres en un congreso internacional de antropología en la Universidad de Ottawa. Se quejó de que a la conferencia solo hubiera asistido un puñado de personas. Yo, que como digo estaba de paso por San Sebastián (Donostia), con Sharon, además de mis razones anteriores, porque ella había decidido que “hay que ir a Europa antes que se acabe”, le dije que no fuera paranoico, que eso es lo habitual, que salvo que uno sea una estrella académica nunca asisten a esas cosas más de cuatro gatos, algunos colegas y algunos estudiantes y pare de contar. Yo lo había conocido, como repito, en ese congreso en Ottawa, donde resido, ya que mi hija estaba presentando ahí mismo algo sobre la santería. Me había llamado la atención el nombre del panel y sobre todo la exposición de Egiarte y de él. Nos pudimos conocer en la conversación de pasillo que

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siguió a la conferencia y después cuando nos fumábamos un par de cigarrillos en la vereda—los tres fumábamos—. Pero ahora, en la taberna, el joven, agitado y nervioso, prosiguió diciendo que a Egiarte se la había tragado la tierra, que él tenía profundas sospechas de los grupos de detractores y fanáticos, de los sectores oficiales opuestos a la causa vasca y al renacimiento de su cultura, que en general sospechaba del alcance y la influencia de una misoginia renaciente que se cobijaba bajo diversas banderas. Parece que sus amigos conocían su exuberancia. No se mostraban sorprendidos. Pero yo tenía barruntos de que ella, la investigadora, como la divinidad objeto de su trabajo, era movediza e inubicable, ya que como dice la escritura de Mari, en ese universo ya existía esa oposición, por lo demás universal, entre un principio que podríamos llamar “bueno” y uno malo. “Mari velaba en el seno de esa montaña que cambia de lugar y que es todas las montañas. El color de su vestimenta es el color de lo que brota de la tierra. El color de su cabello que peina incesante es el de la luz que fecunda y hace brotar todo lo verde desde la humedad. A su diestra discurre su progénito Atagorri el bueno, envuelto también en luz y a su siniestra bulle Mikelatz el malo, engendro de sombras, ambos hijos, ambos amados y albergados y criados en su seno por igual como la noche y el día se suceden sobre los mismos campos, al invierno sigue el verano y a la vida la muerte en la vida de los hombres”. Pero a mí me brotaban en la memoria otros datos: la exuberancia vital de Egiarte, su rostro expresivo, de facciones quizás un poco demasiado acentuadas, su estatura, sus formas voluptuosas, su mirada que automáticamente cataba a los hombres, de una manera ora furtiva ora abierta, cosas que Carlos, en su indudable—para mí—fascinación de amante, no veía o no quería ver. Me acordé de esa noche en

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Ottawa, cuando Carlos, en el café, después de la presentación de su libro y quizás excitado por un público entusiasmado y atento que compensaba al escaso y poco entusiasta de la conferencia, se explayaba sobre la poesía vasca, su mitología y orígenes, sus principales representantes contemporáneos. Absorto, no se había dado cuenta de que Egiarte salía acompañada de un habitué del café, Hendrick, ya entrado en años pero muy guapo de una manera nórdica, y que se rumoreaba que en su momento en los Estados Unidos de los setenta, y siendo solo un adolescente, le había conquistado una niña a Abbie Hoffman. Ambos habían salido por una puerta lateral. Estoy seguro que Egiarte me hizo con la mano un vago ademán de despedida. Yo los había visto por el rabillo del ojo. No he encontrado en la versión manuscrita que poseo de ese importante aunque marginal trabajo de fijación y traducción textual de la Escritura de Mari, obra de Echegoyen y Exaitía, ninguna mención al personaje del vate, del poeta, de su trágica devoción a su amada, ese impertérrito y cruel objeto de sus desvelos. Esa trágica figura del poeta amante y despechado, presente en incontables mitologías y escrituras, pero que parece haber estado ausente en la mitología paleovasca.

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PABLO URBANYI Pablo Urbanyi escritor y periodista nacido en Hungría, vivió en la Argentina desde los 7 años. Fue redactor en el suplemento cultural del diario La Opinión hasta 1977 cuando los acontecimientos políticos lo obligaron a emigrar a Canadá. Dentro de sus publicaciones están, la novela En ninguna parte (1981), Un revólver para Mack (1992), Una epopeya de nuestros tiempos (2004), El zoológico de Dios (2006), Silver (2008), El número 125 (2008), Puesta de sol (2009), Un revólver para Mack (2010), El zoológico de Dios II (2010), La palabra (2013). Tiene cuatro libros de cuentos y algunas de sus novelas han sido traducidas al inglés, francés y húngaro. Fue finalista del Planeta Argentino (1994) y ha recibido otros premios y menciones literarias. Ha dado conferencias en Hungría, Estados Unidos, España, Argentina, Canadá y Alemania. Es miembro del PEN.

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DE CÓMO ME ENAMORÉ DE LA LENGUA ESPAÑOLA

Me llamo Jane Austin y soy de Texas que según dice papá, es una provincia más grande que el mundo. Soy del sexo femenino, linda, dicen, y muy rubia de ojos azules, 28 y madre de dos, quizás tres, depende del resultado del test que estoy esperando. Un día, cuando tenía cinco años, jugaba en el jardín frente a mi casa haciendo pompas de jabón con un líquido preparado por mí misma, señal de iniciativa precoz. Estaba en esa tarea, cuando un hombre bronceado y de pelo muy oscuro, con un sombrero en la cabeza que por mi corta edad me pareció muy grande, me habló desde la vereda. Yo no lo entendí; me acerqué y el hombre, sacándose el sombrero con un ademán inolvidable, sonrió entrecerrando sus bellos ojos negros y brillantes. Apenas me había acercado, mi papá salió corriendo de la casa y gritando “¡Fuera! ¡Fuera! ¡No molestar!”, me alzó con un brazo protector y el hombre, con el sombrero en la mano, después de inclinarse y repetir varias veces “Señor, pero señor, por amor de Dios”, asustado, se alejó. Mi papá me explicó que el hombre era un “espalda mojada”, uno de esos mejicanos que cruzan el Río Grande y que no comprenden que Texas ya no es de ellos. Un vagabundo que no quería trabajar y muy peligroso. Pero el hombre de ojos negros y brillantes, suave, dulce y romántico acento, así como sus palabras (puedo considerarlas como mi primera lección de español) quedaron grabadas para siempre en mi cabeza. Es más, me

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acompañaron toda la vida; cada vez que me siento triste, cosa poco frecuente, o por casualidad pienso en la muerte, cosa menos frecuente aún, esas tiernas palabras me reconfortan y me alientan. Después de la primaria, ingresé en la secundaria en donde empecé a estudiar español sistemáticamente, tratando siempre de imitar esa profunda dulzura que nos conmueve el alma y nos despierta el amor. Me juntaba con gente de esa lengua y coleccionaba cosas de países hispanoamericanos, cosas como tarjetas postales, quenas, ponchos, abanicos, un torito y un muñeco torerito, ay qué lindo que era. Durante la noche dormía con el torerito y lo utilizaba como Teddy Bear. Mi iniciativa le molestaba mucho a mi Daddy (papá) que además de la palabra “fuera” y “molestar”, conocía otras como “mañana” o “gringo” y me llamaba “Stupid gringo de…”, Yo no quiero hablar mal de mi papá que al fin y al cabo después de texano era un gran norteamericano. Nos educaba a mí y a mi hermano mayor sobre la base de sus principios. No quiero llamarlo racista, era un vecino muy apreciado y querido por todos y ocupaba un puesto prominente en el KuKlux-Klan y sus intenciones siempre fueron las mejores del mundo. Era sí, quizás un poco anticuado. Yo, al graduarme en la secundaria de la que egresé con honores, me había convertido en un ser independiente capaz de valerme por mí misma y mi sueño y mi meta era casarme con un latino de ojos brillantes y negros, romántico y dulce, y vivir en un país latinoamericano. No por nada a los cinco años hacía pompas de jabón en casa; las cosas caseras, la creatividad, son muy apreciados por los americanos gringos. No fui una gran deportista en la secundaria, pero la receta de mis pompas de jabón,

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desarrollada en fórmulas complicadas, me dieron una verdadera popularidad; mis pompas de jabón eran imbatibles y siempre ganaban en las competiciones intercolegiales dando fama a nuestro colegio. Finalmente, una industria me compró las fórmulas y el líquido se podía encontrar en todos los supermercados, negocios de hobby, y en las mejores casas del ramo como “Jane’s liquid, fórmula casera original de Jane Austin”. Gané mucho dinero y lo seguiría ganando mientras el producto se vendiera. Mi papá, a pesar de ser yo del sexo femenino, estaba orgullosísimo de mi éxito y dijo que al fin resulté ser una norteamericana como Dios manda. Me ofreció poner un laboratorio en sociedad para perfeccionar mis fórmulas y adelantándose al futuro, descubrir nuevas. Estaba convencido de que por la capacidad de disfrute del pueblo norteamericano y su ansia de perseguir constantemente la felicidad, con fórmulas siempre nuevas, nuestro éxito estaba asegurado. Sin embargo, y que me perdone mi papá, yo ya estaba harta. Los ojos negros y brillantes y el sonido fascinante del español, me perseguían día y noche. Hice mis valijas y me lancé a la gran aventura. ¿Qué mejor que “México, the país amigo”? Estaba cerca y tenía, según los últimos datos, sesenta millones de habitantes la mitad de los cuales eran “machos”. Empecé con un descanso muy merecido en Acapulco. Allí, tirada en una reposera en la playa, disfrutando del sol cálido de México, tan distinto al de Texas, tomando gin-tonic, medité sobre mi vida pasada, mi presente y mi futuro. Así como había aprendido en mis clases de español que Texas había pertenecido a México, también había aprendido mucho sobre la cultura y la mentalidad de ese pueblo. Sabía

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que sus hombres eran machistas, la quinta esencia del machismo, prepotentes y agresivos, cosas que no me disgustaban, pero en el momento adecuado, como la música clásica. Conocía también el carácter de la mujer mejicana que, salvo la liberada, era sumisa y obediente y no como yo, rebelde y pujante. Me asaltaron algunas dudas. Estaba consciente de que tenía otra gran desventaja frente a las latinas; los hombres de ojos negros y brillantes como el sol encima de mí, lo había leído, las preferían vírgenes y yo, desgraciadamente, como todas las norteamericanas que se consideren dignas, por una u otra razón, madurez, experiencia, curiosidad, pierden su virginidad entre los catorce y dieciséis años; yo también, justo en el límite, casi sin darme cuenta, la había perdido. En consecuencia, no siendo virgen y sólo sumisa y obediente dentro de lo razonable y bajo ciertas condiciones, veía algunas dificultades para encontrar al hombre que me amara. De cualquier manera, tendida allí en la reposera, tomando mis gin-tonics, estaba segura que encontraría entre treinta millones de mejicanos, un mercado amplio diría mi papá, al hombre de ojos negros y brillantes como el sol que me doraba en ese momento, y que me aceptara tal como yo era; un poquitito independiente, carente de himen, pero rubia y de ojos azules, valores éstos universales y muy codiciados, y con la conciencia y el dominio de las imágenes que la hacían fascinante; la rubia en un descapotado con el pelo al viento; en un yate tomando Coca-Cola; en un monopatín con la pollerita corta, alzando la pierna congracia y bajándola lentamente. Por otra parte, las fórmulas me daban mucho dinero del verdadero y gracias al cambio favorable, yo tenía muchos pesitos mejicanos.

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Además, había algo mucho más importante, estaba segura de que el amor lo puede todo. En fin, condénselo lo más posible, me habían escrito de la redacción del Digest, y así lo haré con buen sentido común. Cinco años deambulé por México buscando y perfeccionando mi español. Conocí los monumentos mayas y aztecas, disfruté de los paisajes, tomé fotos como para toda la vida. En la Universidad de la ciudad de México, estudié arqueología en español. En yates, autos y otros lugares, durante las siestas y a otras horas, muchos soles negros brillaron sobre mi cara y mi vocabulario enriqueció con expresiones locales como “gringa chingada” o “chíngale a la gringa” o más generales como “muñequita rubia”, o científicos como “frígida” o “fiebre uterina”, sin que encontrara a mi ideal; hasta la experiencia de vivir un año con un estudiante universitario fracasó. Es que treinta millones de mejicanos son demasiados y el dinero tiene límites. Un día no recibí más por mis fórmulas hechas en casa, que para decirlo de una manera poética, reventaron como pompas de jabón. Mis fórmulas fueron superadas por otras más modernas de colores más actuales y formas nuevas, oblongas y cuadradas. Ay, Daddy tenía razón. Terminado el dólar se terminaron los pesitos. No pude conseguir trabajo y volví a Texas. Mis padres no me esperaron en el aeropuerto; no querían saber nada con mi hija de un año que había tenido con el estudiante universitario a pesar de haberles asegurado que era rubia y de ojos azules. Eso no tiene importancia; tampoco esperaron a mi hermano cuando volvió de Vietnam por haber perdido la guerra. Ahora está mucho mejor en un Sanatorio con una generosa pensión de por vida.

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Ya era tarde para ocuparme nuevamente de las fórmulas; hubiera necesitado dos o tres años para ponerme al día con el progreso y yo no disponía de capital. Me establecí en Dallas, cerca del lugar donde balearon a Kennedy, y no mataron como cree erróneamente la mayoría. Pasé dos años terribles; temía que los restos de mi belleza se esfumaran y se descoloraría mis ojos y mi pelo con los trabajos de lavanderías, tintorerías, supermercados, mientras mi hija está en una guardería. Eso sí, seguía siendo independiente y me valía por mí misma. Yo creo que la vida nos prueba; no desesperé y finalmente, en uno de los tantos lugares de trabajo, en un restaurante, ocurrió el milagro. Un día, mientras le servía, un cliente me preguntó si yo era mejicana o americana. Casi me caigo de espaldas. Me explicó que mi acento sureño inglés, tenía resonancias españolas que lo fascinaban, que a él, hijo de gringo y una mejicana, no le gustaban mucho las “muñequitas rubias” y que yo parecía ser una gran excepción. Hablamos en español; el suyo era malísimo, pero era español. Nos casamos. El era camionero y vivía en Boston en donde vivo ahora. Era divorciado y como yo a mi hija, aportó al matrimonio a su hijo. Sus ojos eran negros y brillantes, apenas ligeramente oscuros pero brillaban con dos cervezas. Al año tuvimos un hijo. Nunca más me volvió a hablar en español. No sé por qué, le molesta y se enoja cuando insisto o hablo con otros latinos a los que parece despreciar. Viaja constantemente y nunca está en casa. El psicoanalista me explicó que el problema de los ojos negros y azules, los azules de mi hija, color culpable del rechazo del estudiante universitario, así como su sexo, no era mi culpa ni del padre, sino un problema científico de genes

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recesivos y dominantes, en que los azules, por lo menos en este caso, resultaron más fuertes que los negros y que nada había que hacerle, por lo menos mientras la ciencia no pueda intervenir. En cuanto a la vida y a la búsqueda de mi ideal, después de contarle el episodio del jardín, que utilizaba un torerito como Teddy Bear, y de preguntarme cómo había perdido mi virginidad y de relatarle que fue en una fiesta sorpresa que habían organizado unos adolescentes hijos de petroleros y que yo estuve sorprendida, choqueada y borracha que no sentí nada, me explicó claramente que los ojos negros fueron una fijación temprana, reforzada por el torerito de plástico y mis juegos solitarios con ensoñaciones con el ideal; y que más que un ideal, debido a inhibiciones de mi formación puritana, no me atrevía a confesar que en México buscaba el orgasmo que nunca tuve. Como prueba de esto, señaló que no era casualidad que viviera en Boston, la provincia más puritana de los Estados Unidos. Y sigo viviendo en Boston con el torerito en la mesa de luz. Para no olvidarlo, enseño español en una academia particular y mi actual marido que se había enojado mucho, se calló después del primer cheque. En mis momentos solitarios que son muchos, miro las fotos que había tomado en México, suspiro y digo en voz alta: “Por amor de Dios”. El amor a la lengua española es el único que me queda y no dejo de hablarlo con mis dos hijos y a veces con mi hijastro. El test que esperaba por suerte resultó negativo, quizás pueda aumentar mis horas de enseñanza. Creo que lo he dicho todo. Adiós.

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ANABELLE AGUILAR BREALEY Nació en San José de Costa Rica. Es Bióloga. Reside en Canadá. Entre sus libros se cuentan, en narrativa, Los conservacionistas traviesos. Gremeica Editores, Caracas (1989), Los cuentos del mago Michú, Euroamericana de Ediciones, San José (1993), Poeta menor con petirrojo, Ediciones Torremozas, Madrid (2001), Laberintitis, Editorial de la Universidad de Costa Rica (2009), y El caballo Grillo, Editorial Lector Cómplice, Caracas (2014). En poesía, Orugario, Editorial Costa Rica (1998), Todopoderosa, Ediciones Torremozas, Madrid (2000), Hornacina, Taller Editorial el Pez Soluble, Caracas (2001), Climaterio, Ediciones Perro Azul, San José (2003). Herbario, junto a Márgara Russotto, Ediciones Torremozas (2005), Consumidas por fuego, Uruk Editores, San José (2011). Profanación del huerto, Editorial Costa Rica (2016) En ensayo, La cebolla del Arcángel, Eunice Odio. Taller Editorial El Pez Soluble, Caracas (2002). Tiene poemas en Poesía erótica costarricense. Antología. Ediciones Perro Azul, San José (2003) y en Antología poética del Círculo de Escritores de Venezuela (2005). Aparece en Muestrario de amores y desamores, de poetas costarricenses (2006), composición musical de Luis Diego Solórzano, Dirección de María Bonilla entre otras publicaciones.

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LANZALLAMAS “Todo es orilla. Eterno llama el mar” Gottfried Benn

Me ardían los pies. El asfalto estaba caliente. Pensaba en frases cortas. Quizá me maten, quizá no. Me tienen en la mira. No, es que estoy paranoica. Llegamos a la Plaza, sonaban los pitos de disconformidad a todo volumen. Levantamos los brazos, solo para que vieran que no íbamos armados. Me sentí humillada, como si me hubiera rendido, jamás lo haría. Todos callados, como en misa. Se complacían de vernos así. De un lado los guardias y los policías, del otro los paramilitares, motorizados armados. Miré adelante. Ellos tienen órdenes de los superiores, todos las tienen. Saben el momento. Quizá no sea este. Las banderas y las pancartas de protesta recibían el sol ardiente. Tantos sátrapas en el pasado en este trópico y todavía andamos en lo mismo. Ahora disimulan como los escorpiones, acuden a la legalidad, aunque ellos saben que todos saben. Pero nadie acude a la mayor necesidad. No se pueden quitar las medias de seda del interés y el miedo. Pasamos la Plaza, aliviados bajamos los brazos, la sangre me circuló veloz. Yo que había marchado al principio con la foto de Ghandi y flores, sentía ira. Mi cara era una amapola de venas y arterias cubiertas por piel. Tenía ira de la ira. No era más yo, era un calco del terror y de la imposibilidad. Comenzó la carrera en retroceso y en la primera bocacalle me metí, nos abrieron un portón. Un motorizado oficialista, amedrentaba a la gente, riéndose a carcajadas. Pensé- Esto no es una crónica, en una crónica no se suda ni

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te pican los ojos, estoy en vivo. No tenemos miedo, no tenemos miedo, gritábamos. Oí una detonación más adelante y vi caer a la joven que un rato antes estuvo a mi lado con la que intercambié una sonrisa. Un grupo la rodeó y rápidamente un joven la condujo en una moto. Su blusa blanca, su pantalón azul, sus zapatos azul con rojo de cordones blancos, había detallado en ellos minutos antes, porque me gustaron. Su cabello rubio ondeando al viento, toda ella parecía una estatua vestida. Se veía tan hermosa, desgonzada, dormida. Ella no sabía, que yo jamás me enteraría de su muerte en el quirófano. Disparo “medido” en el cráneo a dos pasos. Sangre en el asfalto. El día antes el mandamás de la región había dictaminado “contraofensiva fulminante” y más tarde “darán órdenes”. De inmediato comenzaron a lanzar gases que hicieron llorar y asfixiar a muchos. Perdigones dieron en las piernas de otros, que cayeron como naipes. Corrí sin rumbo, tratando de salir de ese patíbulo. Llegué a la primera calle estrecha y corrí sin saber adónde. Era una callejuela de arena, extraña, nueva. Temía que me emboscara la guardia, que podía venir en dirección contraria. En la esquina tomé otra callejuela sentí que me perseguían pero no me atrevía a voltear, el suelo era igual, singular, arenoso, el polvo se levantaba al correr, parecía que corría con otras piernas, tan rápidas, tan entrenadas. Volví a doblar, la esquina, sentí más cerca los pasos, las botas malvadas que hacían un ruido radical, aterrorizante. Agárrala, que esta es una espía, una terrorista. No se nos puede escapar. Está en la lista, nos la encargaron-gritaron los guardias. Pero parecía que yo tenía alas en los pies. A mi izquierda vi una casa en lo alto, pintada con colores vivos. Desesperada toqué el timbre y de inmediato me abrió una señora de pelo revuelto y vestido sencillo. Casi a gritos le dije- déjeme entrar por favor. Entré a

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la fuerza y subí las escaleras. ¿Puede quedarse? le preguntó la señora a un señor más o menos de su edad. Claro mujer. Pase rápido que ahí vienen. Entré a la casa, me faltaba el aire. Respiré profundo mientras tomaba a sorbos un vaso de agua. Sentí un gran alivio. Miré hacia arriba y a mi izquierda vi un jardín hermosísimo no había flores, había mucho follaje y unas enormes mariposas de brillantes colores que volaban tranquilamente, con la inocencia de las mariposas. Me quedé prendada del paisaje sin decir palabra, sin pensar en nada, sin recordar que afuera había una guerra asimétrica de piedras contra balas. Miraba desde arriba grupos de guardias que pasaban de un lado a otro de la callejuela, iban de dos en dos. No parecía que buscaban a nadie, como yo iban sin rumbo fijo. Después de un rato dije a mis protectores que debía irme. La acompañaremos-dijeron. Bajamos las escaleras caminamos dos cuadras. El paisaje era desértico, rocoso, gris. No veía casas, todo era una ruina. Miré alrededor, mis protectores ya no estaban. No había nadie. Era yo sola en un lugar destruido. Era yo sola, mientras tanto, en un bosque de zarzas donde no había piedra sobre piedra, donde solo aullaban las hienas sedientas. Me senté en el suelo y acaricié la destrucción, la compadecía, llené mis manos de gris. Pasaron horas como días y me levanté para seguir mi paso. Sentí a alguien detrás, como Lot, no me quería voltear, pero fue más fuerte que yo el impulso. Detrás un guardia nacional usó su lanzallamas, un fluido de fuego lento, controlado. Cada vez más controlado, alargando la agonía. Mi cuerpo abrasado, me sentí ardiendo y como metal fundido no llegué al estado de ceniza. Me querían viva, pero así fue mejor para todos. Un brazo arriba, el otro abajo, las piernas medio separadas, restos de tela colgando de mi cuello, de mis brazos, telas que el viento movía según

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el tiempo. Algo de materia sin sometimiento. Altiva, como en una danza inmóvil, tenue, ondulante. Mucho después germinaron tímidamente semillas de mostaza, que llenaron los campos y cubrieron los cuerpos de los muertos. No faltaron las flores venidas de otros lados, porque eso le ocurre a los suelos cuando renace la esperanza. Tardaron mucho en llegar las mariposas de brillantes colores, que yo podía ver desde un extremo. Yo, una escultura de carbón con brillo apenas. Muertos que quedamos como recuerdo de una resistencia sin nombre, que jamás se rindió porque la indiferencia es degradante ante la injusticia.

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RAMÓN SEPÚLVEDA Ramón Sepúlveda nació en Santiago de Chile y vive en Canadá desde 1974. Miembro fundador de Ediciones Cordillera y de varios talleres literarios. Colaborador de diarios y revistas canadienses. Sus textos han formado parte de diversas antologías, entre otras: Literatura Chilena en Canadá, Cruzando la Cordillera, México, Retrato de una Nube y Las imposturas de Eros, Ottawa, Canadá. Tiene además poemas publicados en varios números de las revistas Alter Vox y The Apostles Review en Ottawa y Montreal respectivamente. Publicó en inglés el libro Red Rock en Ottawa, y su versión en castellano en Chile. Su relato The Reception figura en el texto de enseñanza del idioma inglés: Pens of Many Colours, publicado por Seneca College. Es uno de los autores del libro de relatos entrelazados A tres manos. Es conductor del programa de televisión Revista latinoamericana de la red Rogers, Canadá y actualmente codirector de la Red Cultural Hispánica en Ottawa.

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LA LEONA DEL MUSEO

Las casualidades no existían, pensé, mientras observaba la salida de los funcionarios en la antesala del museo. Todo obedecía a cierta voluntad o imposición, nada era al azar. Ella, por ejemplo, nunca pensaría que mi presencia en ese hall de altos vitrales correspondía a una visita casual a los dinosaurios, a las abejas o a los pájaros embalsamados del segundo piso. A decir verdad, yo tampoco. Esa antesala era el paso obligado de la Leona. Así, me oculté tras una de las columnas para verla antes de que ella me viera. Apenas descubrí su perfil perfecto, salté a su lado: —Hey, Lioness, what a coincidence! How you doin'? —Please don't call me that. I have a name. —Lo siento, Carole, era solo en honor a otros tiempos, otros años mejor dicho. —No me digas que vienes por mí. No pierdas el tiempo, lo sabes bien: no tengo nada que hablar contigo. —Carole, solo vine a ver los búfalos momificados, pero una vez aquí se me ocurrió que quizás podríamos tomar un cafecito, alguna golosina, que sé yo, un yogur. Todavía eres vegetariana ¿no? —No hay nada que discutir —repitió la Leona e intentó seguir caminando.

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—Te pregunté si todavía eras vegetariana, porque si no, entonces podríamos ir a la Maison du Churrasco. ¿Qué me dices? —Soy vegetariana y tengo que hacer. —Ah, bien, entonces podemos ir al Wild Carrot que está aquí a la vuelta nomás. —Óyeme Roberto: no tengo ni tiempo ni deseos de salir contigo. No insistas. Ten la bondad, suéltame el brazo. Alguien me espera en el auto. —Tengo una idea genial: llámalo al celular y deshazte de él. Salimos por la puerta del fondo y asunto arreglado. C’mon Lioness. Habría que decir que ella y yo nunca fuimos pareja. La Leona era amiga de Françine, que sí fue mi pareja por unos años locos. Los tres nos hicimos hedonistas. Françine me había hablado de ella a susurros, lo que nunca dejaba de seducirme; digo, hasta que caí imaginariamente en los brazos de la Leona que me había engatusado con sus ojos felinos. Carole tenía gusto para vestirse, para moverse y lo más atrayente: esa mirada verde, intensa. Cuando hablaba no me sacaba los ojos de encima, luego me contradecía solo para estimularme. Su entonación no era ni sarcástica ni agresiva, sino de sorpresa, el inicio de una grata conversación. Por esas fechas Françine y la Leona ya habían tenido intimidad sexual, Françine me lo contó sin gran lujo de detalles, quizá las dos y el vendedor de vitaminas aquel. Esto último no me constaba, pero tampoco iba a preguntarlo. Era la noche de San Valentín, creo, porque había nieve y hielo en las calles. La Leona llegó a la casa de Françine y se quitó el abrigo, quedando en jeans ajustados y polera color

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cereza. Traía una botella de vino del mismo tono y que puse junto a otra sobre la mesa. Cenamos frugalmente y sin hablar del tema, bien sabíamos el propósito de la noche. No me acuerdo cómo fue que el aliento vinoso de ella se mezcló con el de Françine y el mío para luego perderse entre labios, vellosidades, recodos y recovecos de la piel de los tres. La Leona se divertía sin timidez desde que se quitó la polera. En un momento le ordenó a Françine que arrastrara la punta de sus tetas desnudas y erguidas sobre mi pecho de lobo, tal como ella lo hacía por los senos de Françine. Como Françine no paraba de reírse, Carole se irguió sobre mí y desdibujó mi vello pectoral con sus pezones que semejaban dos semillas de eucalipto pendiendo de sus pechos. Adiviné el peligro a partir de ese momento. Aquel arrojo alentaba mi imaginación inquieta, y gradualmente —lo digo así para no herir a Françine, porque lo que debería decir es estrepitosamente— quedé prendado de ella. Lo que hiciera era gracioso, cuanto hablara era ingenioso. Sus ojos frescos me llenaban de fantasía. ¿Qué hace un hombre ante tamaña fiera? Me enamoré perdidamente de la Leona. Era un adicto, quería más de ella, de sus risas, de su humor, de su aliento, de su aroma, de esa voz, que a veces era la de una niña y enseguida era el grave y seductor rezongo de una leona. ¿Por qué razón había un trasfondo político en todo lo que hablaban? me dijo una vez refiriéndose a mi grupo de entonces, el de los chilenos exiliados; ¿no creías que ya era hora de pasar a lo de uno? A las razones del individuo, a la búsqueda de las respuestas en el yo y no en una sociedad como el forro... «Escuchame, vos seguro te identificás con la Maga de Rayuela», contesté, imitando malamente el acento argentino, pero tocándole la novela en español que ella más

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apreciaba. «Tanto, que tenés que bancarte dos años para leer todo lo que no has leído». Por esos días Carole había encontrado pareja y no era el vendedor de vitaminas, solo que no me iba a decir quién era. Justo en ese tiempo también, Françine y yo nos separamos. Lo cierto es que yo abrigué esperanzas con la Leona, pero ella no respondía mis llamados ni se alegraba cuando fortuitamente la encontraba en la health food store o aquí mismo en la entrada del museo. Su trato frío no terminaba por desanimarme. Nunca olvidé como olía, así, sin perfume, ni menos sus ojos durante aquellos encuentros amatorios. Encuentros que ciertamente no duraron mucho. Ya Françine se cansaba de la experimentación y lo mismo le pasaba a la Leona, creía yo. Lo nuestro había sido algo lúdico, sin complicaciones; no era sino sorpresitas y curiosidades, juegos casi infantiles. Pero ni Françine ni Carole conferían mucho valor sentimental a ello. Fueron encuentros inocuos, parecidos a las partidas de bridge o de scrabble. Salvo que a mí, el menos maduro emocionalmente, me parecía algo tan sublime, tan especial, y era incapaz de reconocerlo por lo que era: un juego. —Arrestaron a Pinochet en Inglaterra —me dijo un día la Leona por teléfono, hace ya tantos años. Siempre me gustaron esas erres tan francesas que tenía en castellano—. Estarás feliz, supongo. Era una llamada de cortesía. La voz distante, cumpliendo con lo que ella creía era una obligación, como un saludo de Navidad o de cumpleaños. Yo quise transformar esto en una ocasión para acercarnos y mentí, le dije que recién me enteraba gracias a ella, que no había visto las noticias.

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—¿Por qué no nos juntamos en el Second Cup y te cuento lo que esto significa para mí? Sentí su ausencia en la respuesta. No quería involucrarse, dijo, seguro pensando en inglés, pero haciendo valer la ambigüedad, porque no quedaba claro si get involved era con la noticia o conmigo. Cuando insistí repetidamente fue mucho más explícita: —No quiero terminar en la cama contigo —dijo. No hubo café, ni volvió a contestar mis mensajes telefónicos. Françine no podía ser mi consuelo porque, aunque parezca mentira, nunca tuve la entereza de contarle que estaba enamorado de la Leona. Pero debo insistir en esto: nuestro ménage à trois no fue una forma de vida ni ocupaba todas nuestras horas. Era una diversión, al menos para ellas; para mí era otra cosa. Carole, Françine y yo no vivíamos juntos; teníamos, eso sí, una amistad más íntima que con el resto, amparada en la aromaterapia, el yoga, un poquitín de yerba, pero más vino tinto. La ingenuidad pura. Nos juntábamos los viernes y conversábamos de la paz, del individuo, de la sociedad, ocasionalmente de las canalladas del mundo y de que se debería hacer y no hacíamos para repararlas, pero ya casi nunca terminábamos en la cama. Años habían pasado y nunca dejé de merodear los lugares que ella frecuentaba, claro con muy poca suerte. Hoy, en el umbral del museo asía a la Leona del brazo para que no se fuera, para verle los ojos felinos de cerca. —Let me go, Roberto.

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—Te pido solo un momento, Carole. Apenas unos minutos de tu vida —suplicaba. —Quiero contarte cómo me hice vegetariano —ensayaba el humor. Carole finalmente se deshizo de mi mano y partió rápidamente hacia la salida. Yo intenté seguirla, pero nuestro forcejeo ya había alertado a los guardias del museo. Solo atiné a mirarle la espalda perfecta alejándose hacia las puertas de cristal. Disimuladamente miré a los guardias y apuré mis pasos tras ella. Afuera había un sol otoñal que anaranjaba los árboles. Reconocí el coche de Françine —vaya casualidad— y vi a la Leona subirse ágilmente. Una vez adentro la besó en los labios detenidamente como en la intimidad de a tres, pero hoy no era lujuria sino el encuentro con su pareja. La puerta del coche aún no cerraba, yo me apuré para abrirla y decirles que ahora sí sabía que el único engañado era yo, no Françine. Que habían sido unas zorras conmigo. Pero no alcancé. Recuerdo el golpe de la puerta y el coche alejándose por la calle Metcalfe bajo arces y abedules. Los guardias rodeándome prudentemente: "easy, man... calm down", decían. Más allá, el semáforo en rojo detuvo al coche de Françine. Aunque me zafara de los guardias no llegaría hasta ellas a tiempo. A la distancia, creí distinguir la silueta a contrasol de las amantes riendo.

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GABRIELA ETCHEVERRY Gabriela Etcheverry es escritora y crítica literaria chileno-canadiense, doctorada en literatura en la Universidad Laval, Quebec. Es cofundadora de Qantati Junior, editorial especializada en literatura infantil y juvenil y cofundadora de la Red Cultural Hispánica, organismo sin fines de lucro creado con el fin de mantener y promover la cultura hispánica en Canadá. Publicó su novela Latitudes en español (Editorial Split Quotation) en 2007. La versión francesa fue publicada por Antares en 2011. Añañuca, libro ilustrado bilingüe inglés-español para niños, apareció en 2010. Su colección El árbol del pan y otros cuentos apareció en 2011 en español en formato impreso y electrónico. Uno de los cuentos de esta colección ganó el primer premio en el concurso nacional Nuestra Palabra 2008 (Toronto). En 2012 Antares publicó la versión inglesa, The Breadfruit Tree and Other Stories, y la versión francesa L’arbre à pain et autres contes. Ambas obras fueron publicadas paralelamente en formato electrónico por Qantati e-Books. Ha publicado cuentos en varias revistas. Tiene una novela inédita en inglés, “Gravenhurst”, ambientada en la región de Muskoka, Canadá. En la revista electrónica “La Cita Trunca” han aparecido poemas, ensayos, reseñas y crónicas, así como extractos de su novela inédita “Guayacán: tesoro y lujuria”.

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LOS CUERVOS

Hay hombres que dicen que las mujeres no piensan con la cabeza sino con el sexo. Un amigo mío incluso había desarrollado una extensa teoría al respecto que él llamaba “el pensamiento de concha”. En mi caso, siempre he tenido la cabeza conectada a las piernas, lo que no es lo mismo que meditar mientras se camina como hacen otras personas. Cuando mis piernas no podían mostrarme una ruta con claridad o se fastidiaban de mi ceguera o tozudez de tomar senderos errados me tiraban de bruces al suelo. Por eso las tengo llenas de cicatrices y costrones; siempre fiel a sí misma proclama cada marca su historia. De niña, mis piernas corrían para darme placer cuando las cosas iban bien y para librarme cuando iban mal. En la adolescencia fueron los anhelos insatisfechos que me quemaban el alma y el cuerpo los que las hicieron correr, incluso volar en arranques de euforia o para sacudirme del agobio que pugnaba por hundirme. Y cuando se cansaron de correr me enseñaron a caminar. Así recorrí los campos de la madurez, a veces enmarañados, otras floridos. Dejé atrás a mi primer novio porque se quejaba de que siempre andaba un paso adelante de él y, claro, cómo le iba a explicar que la decisión la habían tomado mis piernas. Fueron ellas las que me enseñaron las glorias del amor abriéndose de par en par a la pasión del amado o aprisionando con fuerza la calidez de su cuerpo. Hace me había cucharas, postor o

unos años me tocó desarmar la casa, el hogar que tomado décadas alhajar. Volaban platos, tazas y colchones, cuadros y escritorios, todo al mejor a quién eligieran mis deseos. La biblioteca

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especializada de mi esposo la ofrecí a la calle desierta. En el mundo de hoy, de páginas incorpóreas, a nadie más que a él le habría interesado. Dejé mi casa vacía sin mirar atrás y me eché a caminar, confiada en que mis piernas me irían mostrando paisajes de una nueva libertad. Vi cielos tan repletos en el silencio oscuro del desierto de Atacama, que las estrellas que no cabían en la bóveda azul se descolgaban en cascadas hacia los bordes. Me estremeció la intimidad misteriosa de las pampas argentinas de que me habían hablado cuentos y novelas. Así seguí hasta que me detuvo el potente brazo del Paraná corriendo henchido de orgullo y de aguas, arrastrando ramas que la tormenta en otras tierras había separado de sus raíces. ¿Cómo habrán quedado esos árboles lejanos después de haber perdido sus brazos? Pensando que quizá ellos mismos habrían sido arrancados del suelo sin que la corriente los llevara a conocer otros parajes, agradecí esa peculiar manera que tienen los árboles de comunicarse en susurros. Más que un hombre, en los últimos años mi amado se había convertido en la acacia frondosa de la plaza San Martín de la que se prendaron mis ojos. Percibía su copa liviana y fresca por encima de mi cabeza y el cálido vibrar de sus ramas cerca de mi cuerpo. No, no todo estaba perdido, donde hubiera árboles mi corazón estaría a salvo. Convencida de que las circunstancias habían ganado, mis piernas me trajeron a esta residencia de personas mayores. A decir verdad, la lista de posibilidades era bastante corta y por las fotos que había visto tuve la certeza de que aquí pasaría mis últimos días. Que la habitación fuera chica o grande, fea o bonita me daba lo mismo, lo único que me importaba era una ventana con vista a esos pinos y arces que se elevaban justo a este lado del edificio. No fue fácil. Cuando ya estaba a punto de rogar, me acordé que casi siempre es el

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dinero, no los ruegos, el que lleva la voz cantante y sonante y al final obtuve lo que quería. Los retratos encima del escritorio y esos pocos libros fueron lo único que traje. No quise contaminar los mejores años de mi vida acarreando hasta aquí las bellezas de espacios perdidos. Salía a caminar a diario por los alrededores para no perder la costumbre y, al principio, como una forma de mantenerme aparte, que se supiera que esa no era realmente mi vida, como si a alguien le hubiera importado. Todavía me quedaba la vana ilusión de que yo no era como ellos. Poco a poco aprendí a diferenciar entre lo que a simple vista me había parecido un atado de viejos que vivían al compás de las horas de comida, principalmente la cena, entre ansiosos y aliviados de ver concluida al menos una espera, la más inmediata. Había de todo y no era fácil abrirse camino a través de las primeras impresiones. Me parecía que los que estaban mejor de salud entraban al comedor echando miradas furtivas al asiento vacío del ocupante de ayer, saboreando la ambigua y secreta victoria de no haber sido ellos los que habían dejado ese puesto vacante. Los más afectados por dolencias físicas o mentales se mostraban asustados o tímidos y no quitaban los ojos del plato durante toda la cena. Yo acarreaba un libro conmigo, por si tuviera que esconderme, fingir interés en una trama archiconocida, pero no siempre era posible. Así me fui enterando que las debilidades del espíritu eran pocas comparadas con las fortalezas medidas en valentía, bondad y compasión. Había robles añosos que gustosos se hubieran convertido en la leña de un último fuego. Me afectaba la silenciosa frustración de los que todavía sentían fluir en su cuerpo savia joven que algún desperfecto impedía que llegara a sustentar sus ramas. Salvo unos pocos residentes que se mantenían aparte de todo, la mayoría encaminaban sus pasos a la sala de estar

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donde a media tarde ofrecían jugo y galletitas. La primera vez que fui me crucé con miradas expectantes. No era que objetaran mi presencia sino el haber usurpado el sitio de uno de los “antiguos”, un hombre siempre vestido de terno y corbata que daba la impresión de estar listo para irse a trabajar a su oficina. Hojeaba revistas y periódicos de negocios con la inquietud marcada en la cara. Día tras día en el mismo asiento, un par de mujeres tejiendo, un par de hombres jugando interminables partidas de damas mientras otros seguían el juego de cerca sin ningún atisbo de querer participar; otros permanecían sentados, casi inmóviles, al parecer perdidos en sus pensamientos. Aprendí a respetar tanto las ilusiones de los que habían sido traídos por familiares agobiados por el peso de los cuidados, aduciendo un arreglo temporal, como los esfuerzos de los que se aferraban a su vida anterior chapoteando a tientas en busca de cualquier objeto que pudieran rescatar del naufragio. Amistades no faltaban, incluso se habían formado nuevas parejas donde al menos uno de ellos no tenía memoria de su vida anterior. A una mujer que vivía pegada a la puerta de calle la dejé salir un día fingiendo que no sabía que se perdía. Una mañana al aire, perdida o encontrada, con el sol sobre su cabeza y los ruidos de la calle en sus oídos, era mil veces mejor que ese diario apegarse a una puerta cerrada. Ese era mi mundo visible. El otro, y para mí el verdadero, empezaba en ese sendero que se ve desde aquí, con árboles raleados que se van haciendo más tupidos hasta formar un minúsculo bosquecillo. Era ahí donde mis piernas me llevaban a la vida. A veces los árboles cercanos se llenaban de cuervos. Escuchaba sus graznidos desde la habitación y me fascinaba mirar cómo iban llegando. Casi siempre los primeros venían de a dos, a saltitos o volando tramos cortos a ras del suelo. Se posaban un instante en el

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árbol, desaparecían y volvían a juntarse con otros recién llegados hasta que todo el árbol se poblaba de graznidos. Se me encogió el corazón cuando descubrí la relación (real o imaginada) entre su presencia y el asiento vacío en el comedor, pero al poco tiempo me acostumbré a verlos como parte de la vida y de los árboles. Rara vez duraban más de un día esas aglomeraciones inusitadas. Sentada en un banco leía un poco de la revista o el libro que había llevado conmigo, pero eran los susurros de ramas y hojas cuando las tocaba el viento o una ligera brisa lo que me entretenía. Seguía los cambios de apariencia, de aroma y de color con las estaciones del año. Mis piernas corrían en círculo junto con las hojas que el viento arremolinaba en el otoño. Escogía las más hermosas y las ponía a secar en mis libros. Se me iluminaba el rostro de alegría al ver abrirse los primeros brotes que irían cubriendo las ramas despobladas por los fríos del invierno. En el verano me embriagaban los juegos del sol a través de las hojas. Volvía a mi habitación con las mejillas coloridas y el espíritu calmo y agradecido. El domingo pasado nos pidieron que nos quedáramos después de la cena, que la gerencia tenía que darnos información importante. Junto con dirigirnos la palabra hicieron circular una fotografía a colores, plastificada. Con alusiones veladas nos dieron a entender la conveniencia de eliminar la posible amenaza que significaba ese bosquecillo, donde jóvenes drogadictos desesperados de dinero podrían esconderse para atacar a ancianos débiles e indefensos como nosotros. ¿No era mejor reemplazar esos árboles ominosos por un edificio lujoso? Y apuntaron a la foto en un azul cielo. Los que quisiéramos podríamos postular a una unidad más grande y, por supuesto, nueva y hermosa. Los sueños siempre han sido los mejores aliados de mis piernas, mostrándome el camino a seguir incluso en mis

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peores impases, siempre y cuando acierte a recordarlos. Esa noche pasé de uno a otro y desperté cansada, con las manos vacías tratando de asir los rostros de personas amadas que ya no estaban conmigo y que estaba segura me habían visitado durante la noche. Desayuné en la habitación y me fui temprano a mi lugar preferido. Sentí el susurrar de las ramas moviéndose con la brisa, vi el tornasol cambiante de las hojas, sentí con mayor fuerza que nunca el respirar de la tierra en fragancias que venían de profundas raíces. Después me puse a leer decidida a regresar temprano para no perder el almuerzo. Miré la hora, doblé mi chaleco al brazo y me paré con las cosas en la mano pero no pude dar ni un solo paso. Mi pierna izquierda se negó a cooperar con la derecha y me mandó un ramalazo de dolor que me sacudió hasta la cabeza. Me senté de nuevo y después de varios intentos logré caminar, al principio con pasos inseguros. Ya en la tarde todo volvió a la normalidad y el incidente pasó a segundo plano, pero al día siguiente y por cinco días consecutivos se volvió a repetir con ligeras variaciones. Decidida a no darle importancia seguí con mi rutina de paseos diarios hasta hoy cuando la pierna derecha, sin duda confabulada con la izquierda, me impidió llegar a la ducha. Me bastó un par de horas de reflexión en el silencio de mi habitación para entender y aceptar el mensaje. Me invadió una calma que me había eludido la semana entera y fue entonces cuando tomé el teléfono y te llamé. Mis piernas querían que me fuera antes que mis árboles y deseaban hacerme entender que habría sido imposible privar a los cuervos de su encuentro. Lo único que te pido es que no se te ocurra llamar al cura, que el cielo me tiene sin cuidado. ¿De qué me sirve un cuerpo joven inmaterial que no me deje sentir el calor del cuerpo de mi hombre?, ¿de qué me sirven

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unas piernas que no sientan la irresistible tentaciรณn de volar, correr y abrirse contentas al deseo del amado?

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LUIS MOLINA LORA Luis Molina Lora nació en Barranquilla, Colombia. Es licenciado en letras de la Universidad del Valle. Obtuvo la maestría y el doctorado en la Universidad de Ottawa. Ha publicado la novela a cinco manos La sucursal del cielo (2002). También ha coeditado junto a Julio Cesar Pérez Méndez Doble E: nuevos escritores del Caribe colombiano (2015). Con Julio Torres-Recinos ha coeditado Retrato de una nube: primera antología del cuento hispanocanadiense (2008) y Las imposturas de eros: cuentos de amor en la postmodernidad (2009). Cloudburst, la versión al inglés de Retrato de una nube, ha sido publicada por University of Ottawa Press en el 2013. Dentro del trabajo académico, además de publicar media docena de artículos en revistas internacionales, coeditó con Shanna Lino el número monográfico “Tráfico y producción cultural: Trazas de una globalización fragmentada”, para la Revista Canadiense de Estudios Hispánicos (2013). En el año 2015 Artepoetica Press publicó para Estados Unidos el volumen de cuentos Las falsas mujeres de Gauguin.

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TARJETA DE PUNTOS

En español, me pidió un vaso de agua, de la llave, ¡que esté más fría que el Atlántico!, remató. En otras circunstancias la frase me hubiera gustado, pero no ahora en la escalada de aquella conversación incómoda. Para mí, tropicalísima de origen, había quedado claro desde la niñez que el Atlántico tenía innumerables costas y que la expresión le asignaba demasiada importancia al litoral Norte, dejando por fuera, por supuesto, el resto de cálidas costas azules. Abrí la llave con decisión, la dejé correr hasta que el maldito chorro atlántico saliera. Sin siquiera secar los excesos de humedad le alcancé el vaso hasta la mesa. Creo que lo que más me molestó es que me hubiera llegado a sentir incómoda por un detalle tan ínfimo, me fastidiaba que yo misma le estuviera dando argumentos para confirmarle la tonta hipótesis de que yo era una persona complicada, que no oía razones. Entre su mano y mi mano el vaso helado destilaba agua. También con la mirada contactamos, y me bastaron dos segundos y una incursión rápida al carácter en formación en los ojos transparentes de Evan para entender que los procesos en la vida son personales y dependen exclusivamente de la voluntad con que se pinten o del dolor del que se quiera escapar. El trucutru de la garganta ocupó algunos segundos porque se bebió el vaso de un tiro. Cuando terminó fue como si hubiéramos oído por primera vez el silencio. Debido a esa brecha existencial el eructo que salió de su boca fue una sacada de lengua a la tensa situación en la cocina. Sonreí. Él también. Entonces volví a decir: “reduciríamos los gastos

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hasta en mil dólares”. Él apretó los labios varias veces quizá para contener una imprudencia, pero yo esperé en silencio. “tengo un plan”, me dijo sin sobresalto. “dame un minuto”. Se levantó de la silla y salió de la cocina en dirección al lobby del apartamento. “¡tengo algo en el maletín!” le oí decir, casi gritando, “¡quizá te pueda parecer una buena noticia!”. Regresó con el bolso de cuero maltratado por el uso de varias generaciones. De uno de los bolsillos sin cremallera sacó un sobre blanco, me lo extendió y lo retiró tan pronto intenté tomarlo en mis manos, que fue de inmediato. “pero antes necesito explicarte algo”, dijo él cuando en realidad las palabras sobraban. Me lo quedé mirando como si nada. El suspenso era lo suyo, pero no lo mío, no es ese momento. Algunos meses atrás aún no había entendido, decodificado sería la palabra correcta, que a veces las medianas incompatibilidades son suficientes para entender que hay distancias absolutas. De todos modos, no era que lo entendiera íntegramente; todavía guardaba esperanzas de recomponerlo, ajustarlo a mi medida. Porque seamos claros, ver la experiencia de otros a la distancia o la nuestra misma hacia el pasado, no tiene nada que ver con el hundimiento que se padece durante la realidad de la vida cuando nos vemos inmersos en sus mareas. Hacia donde voy con esta reflexión que tiene tanto de ridícula como de profunda es que estamos llenos de errores, pero no nos los vemos. Me devolvió el sobre, también me pidió que no lo abriera. Asentí. Téngase en cuenta que soy una de esas personas que se deleita en el placer que da dibujar líneas y corazoncitos revoloteando alrededor de osesos y cachorros suplicantes, escribiendo frases edulcoradas, cartas de amor y de reconocimiento, esa soy yo enamorada. Él no hasta ese día. “es la primera vez que escribo algo para alguien”, me dijo. Entonces entendí que el sobre en mi mano era una carta de

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amor. Salté de la sorpresa, grité; le dije que me fascinaban las cartas, que gracias. Evan había dejado de hablar porque suponía que la elocuencia de las emociones era incongruente con el dialogo. Bajé el tono de mi euforia para escucharle decir “no sé si es lo que esperas de mí”. Gran parte de la felicidad inicial se escurrió por entre su última frase. Quedé fría, reducida en un zoom infinito. Yo esperaba de él mucho de esto, pero también esperaba que fuera iniciativa propia, el resultado de un proceso de reflexión que tuviera forma de un impulso alocado. No perdí el tiempo en explicárselo. Le devolví el sobre y le pedí que se lo guardara, que no lo quería. Contrarresté su intentona de dialogo con una de mis frases lapidarias: “las notas de amor lo son en realidad cuando salen de las venas de quien las escribe y no del sangrado del destinatario”. Ni los ingresos de él ni los míos nos alcanzaba, a cada uno, para cubrir nuestros gastos; vivir juntos era la mejor opción en la que podía pensar al menos hasta que termináramos la universidad. No sería sino esa la verdadera razón por la que acepté el empleo de cajera y promotora de tarjetas de puntos en la tienda de víveres RunStore. Quizá la cadena más grande del país. Lo hice por dinero, trabajo de verano. Cuando terminamos las vacaciones estivales la labor me pareció tan fácil que decidí sortear los estudios con cuatro horas diarias en el mundo real detrás de una caja de supermercado y algunas veces al lado opuesto del cliente en una mesa de tarjetas de fidelización. La labor, francamente, nunca fue fácil porque resultaba extenuante convencer a los visitantes acerca de las bondades de ganar puntos y descuentos con cada compra. Aunque mi trabajo era intenso, cada día en una tienda diferente intentando fidelizar a los visitantes, puedo decir que con la práctica empezó a quedarme tiempo para la reflexión.

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Me alcanzaba, incluso, para desnudar las tripas de los compradores al verlos salir con la dieta entre jaula de ruedas. De esa época surgió la idea de mejorar el modelo de fidelización, que es a final de cuentas, tener al cliente cerca de nuestra caja la mayor parte del tiempo de su integra existencia, pero su existencia misma no estaba garantizada, ni lo está ahora, con la dieta de cajas y procesados que llevan. Una soberbia idea se me ocurrió una tarde, consistía en colocar a un asesor de alimentos, nueva profesión, un alimentista como en las farmacias un farmacista que guía acerca del consumo adecuado de ciertas medicinas. O, simplemente, colocaría un dietista al que tendrían acceso sólo los socios. Lo propuse a los jefes, en realidad supervisores con nula capacidad de decisión, según entendería después. Pero entre que soy mujer y que, en esa época, tenía veintidós años, la idea se esfumó por entre los ridículos vahídos de sus sonrisas. Es muy caro contratar a una dietista para cada tienda fue el argumento mejor elaborado que uno de mis jefes me dio. En realidad, era el mismo argumento que siempre atravesaba a las buenas ideas, no hay presupuesto para tal cosa. Creo que he resumido bastante bien la razón por la cual después de mi segunda semana me acomodé a la rutina robótica de lograr la meta diaria de afiliados al tiempo que me entregué al ejercicio intelectual de descifrar las prácticas de consumo de nuestros clientes. El consorte, como le gustaba que lo llamara, tenía 26. No vivíamos juntos porque él decía que no estaba preparado. Yo tampoco, pero al menos financieramente podíamos compartir algunos de los gastos más apremiantes, el alquiler y la comida. Se lo indiqué de todas las formas y la verdad es que no valía la pena. Secretamente, le puse un límite de tiempo de tres meses. Es posible que él hubiera notado mi

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cambio de actitud porque empezó a preguntarme qué me pasaba. “nada”, decía yo, “todo está bien”. Pero no lo estaba y él no era tonto, “¿es porque no vivimos juntos?” Yo no decía si sí ni no, solo me quedaba callada, castigando su falta de visión. Entre su miopía financiera y su atolondramiento afectivo, yo, prácticamente, me había decidido, como he dicho, por una retirada lenta. Pero entonces sucedió un hecho extraordinario que aceleraría la ruptura. Sucedió en la cocina, habíamos terminado de preparar hamburguesas, nuestra especialidad en equipo. Me sorprendió que él no procediera a morder la mole de pan, queso, carne y vegetales bañados en salsa de piña. Por el contrario, me miraba con cara de travesura. Yo que siempre pensé que lo conocía bien, le pregunté qué era lo que pasaba. Él extendió la mano que hasta entonces noté había tenido escondida bajo el mantel. Dándome un nuevo sobre, me dijo: “puedes darme una a mí también, si quieres”. Continuó hablando, no tuvo el tino de dejarme disfrutar en silencio la maravillosa sorpresa que da abrir lentamente una carta que no se espera. No puse mucha atención a lo que sospechaba era la repetición de que yo podía darle una a él también. Saqué un cartón, también rectangular, pero significativamente más pequeño que el sobre. Lo puse a medio brazo frente a mí, lo leí. El objeto en si no era más que una tarjeta coloreada sin mucha gracia, simulando una American Express, de las azuladas, en la que rezaba: De todas las cosas que me han pasado en la vida, maravillosas, la mejor ha sido conocerte. Me molesta reconocer que me gustó el gesto, pero mi emoción solo alcanzó hasta que descubrí la trampa resumida en el título Puntos para el corazón, entonces sentí deseos de pasar el canto del grueso papel a lo largo de aquellos ojos tan

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miopes. Según entendí, la tarjeta tendría la dignísima función de acumular valores que definirían el éxito de nuestra relación. Es decir, en blanco y negro, lo que él hizo fue darme un objeto en forma de carta en la que se juntaban dos maneras de garantizarse que un cliente, yo, invirtiera buena parte de sus recursos en una sola tienda, él: la tarjeta de regalo y la de puntos, dos en uno. Lo miré con molestia, como diciendo ¡En serio! Él reaccionó solicito, señalándome con la mano que volteara la tarjeta y que leyera el resto. En todos esos meses la teoría se la había puesto yo en la cabeza, también la presión y ante eso sólo se le ocurrió entregarme un documento que no era más que una charada, un engaña bobos de tienda a quienes la manteca congelada les ha desactivado algunas neuronas. Todas esas semanas deshuesando la mecánica del negocio y a él lo único que se le ocurrió fue darme un espejito con el que pensaba que me bajaría de la montaña. Le dije que se fuera a freír espárragos. Básicamente, tendría que ganarme a base de puntos, el derecho a vivir con él, vaya proyecto. Es probable que hubiera anticipado mi reacción porque levantó las dos manos abiertas y las dejó flotando, cayendo levemente. Yo volví a sentarme y a recobrar la compostura, también el silencio. “no podemos vivir juntos todavía”, dijo como si lo llevara repitiendo muchas veces, “no me siento preparado”. Respiré profundo. Su mano en el aire atenuó el impulso que tenía de gritarle que dejara de ser imbécil. Respiré profundo. “mira por ejemplo esta conversación”, empezó a decir él en tono de predicador repartiendo subrepticiamente la ofrenda entre secuaces de sangre, “si se hubiera dado de una manera civilizada, sin furias ni gritos, habrías recibido de mi parte un punto en la sección de negociación”. Había caído en la trampa. Le devolví su tarjeta de puntos, le dije que era una pésima estrategia porque ni

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siquiera funcionaba en la tienda dado que muchos clientes tenían hasta siete tarjetas de compañías diferentes; le dije que la fidelidad no existía cuando los beneficios no eran reales. No sé por qué lo dije. Evan recogió el monacho recortado de la mesa, lo metió en el sobre de donde nunca debió haber salido, se levantó y ya de pie, cerca de la puerta de la cocina se volteó y dijo: “supongo que ninguno de los dos tiene interés en sumar puntos en esta relación”. No necesite decir No para que supiera que la puerta de salida era el final de este recorrido.

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ÍNDICE A manera de prólogo Jocy Medina

07

Hoja de vida

16

Marcelo Donato

Cuando el pavimento de la vucceria esté seco

26

Carmen Rodríguez

Legado

35

Ángel Mota Berriozábal

La suite de Hanna Fuchs

41

Gloria Macher

Flor de miel

51

Jorge Cancino

Otros tiempos

55

Martha Batiz

Monólogo sobre mamut

61

Alejandro Saravia

La tigresa

69

Julio Torres – Recinos

Las cenizas mágicas

73

Borka Satler

La camisa azul

81

Juan Guillermo Sánchez

Dundas 11

89

Alberto Quemo

Tía E

97

Cristian Rosemary del Pedregal

Casting

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Camila Reimers

El dominio anglosajón

111

Carlos Angulo – Rivas

Susana

117

Jorge Etcheverry

La escritura de Mari

125

Pablo Urbanyi

De cómo me enamoré de la lengua española

133

Anabelle Aguilar Brealey

Lanzallamas

141

Ramón Sepúlveda

La leona del museo

146

Gabriela Etcheverry

Los cuervos

153

Luis Molina Lora

Tarjeta de Puntos

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Canadografía Antología Narrativa Latinocanadiense Jorge Etcheverry (Antologador)

Se terminó de diseñar en el mes de mayo del 2017 En los talleres de Editorial Montecristo Cartonero

Tiraje según demanda

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EDITORIAL MONTECRISTO CARTONERO ESTÁ COMPROMETIDA CON EL DESARROLLO LIBRE DEL ESPÍRITU, LA CULTURA Y EL CONOCIMIENTO DEL SER HUMANO COMO BALUARTES DE NUESTRA SOCIEDAD. CADA LIBRO PUBLICADO POR NUESTRA EDITORIAL ES EN SÍ UNA OBRA DE ARTE CUYO TRABAJO ES MANTENER VIVA LA LLAMA DE LA SABIDURÍA.

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COLECCIÓN MONTECRISTO 2017

1- EL ATAÚD

Juan Pablo Cifuentes

2- EL ÚLTIMO QUE MUERA QUE APAGUE LA LUZ Juan Pablo Cifuentes

3- TERESA

Rosario Orrego

4- LOS PÁJAROS HUYERON DEL NIDO Los Señores Anónimos

5- DIARIO DEL PRIMER VIAJE Y OTRAS CARTAS Cristóbal Colón

6- TITIVILUS

Héctor Navarro Cabello

7- EL MAESTRO Y LAS MAGAS Alejandro Jodorowski

8- REVOLUCIÓN EN CHILE Sillie Utternut

9- TRISTÁN E ISOLDA Richard Wagner

10- WABI-SABI

Miriam Leiva Garrido

11- KARUKINKA

Relato de los selk´nam

12- CANTAR DE LOS CANTARES Salomón

13- CANTO A MI MISMO Walt Whitman

14- BICHO RARO

José Luis Escobar

15- EL EVANGELIO AMERICANO Francisco Bilbao

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COLECCIÓN MONTECRISTO 2017

16- BESTIA DAÑINA Marta Brunet

17- CANTO DEL MACHO CABRÍO Pablo de Rokha

18- EL CARTÓGRAFO: EL BARRIO DE LA GENTE MEDIANA Christian Gutiérrez

19- CLORODIAXEPÓXIDO Jorge Etcheverry

20- RELATOS DE INSANIA Daniela Páez Rueda

21- UNA NOCHE PINTADA EN LA ROCA Lila Calderón

22- SURCOS DE VENDAVAL Catalina Potocnjak

23- LA REINA DE RAPA NUI Pedro Prado

24- EL CURIOSO CASO DE BENJAMIN BUTTON F. Scott Fitzgerald

25- FUERA DE TIEMPO Lilian Elphick

26- DEL CUERPO DE TODAS Amanda Varín

27- MALDIGO EL PARAÍSO DE TU ABANDONO Margarita Bustos Castillo

28- EL FLAUTISTA DE HAMELIN Robert Browning

29- LOS LADRONES DE CADÁVERES Robert Louis Stevenson

30- BOLA DE SEBO

Guy de Maupassant

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COLECCIÓN MONTECRISTO 2017

31- CIUDAD PROHIBIDA Claudia Vila Molina

32- LA FAMILIA VURDALAK Aleksei Konstantínovich Tolstoi

33- EL EMISARIO SECRETO Jorge Calvo

34- MAL AGESTÁ MALA GESTA MAL GESTÁ Ingrid Escobar

35- HISTORIA DE UN MUERTO CONTADA POR EL MISMO Alejandro Dumas

36-MOSCA PULGA EN EL OÍDO Claudia Readi Silva

37- LA MUJER LOBA Frederick Marryat

38- POEMAS DE MEMORIA Juan Cameron

39- LOS CRÍMENES DE LA RUE MORGUE Edgar Allan Poe

40- TODAS ÍBAMOS A SER REINAS Gabriela Mistral

41- MONUMENTO AL MAR Vicente Huidobro

42- QUEDESHÍM QUEDESHÓT Gonzalo Rojas

43- PINTOR DE VIDRIOS ROTOS Carlos Leiton

44- EL REY RANA Hermanos Grimm

45- POEMAS BESTIALES Milko Cepeda Guerra

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COLECCIÓN MONTECRISTO 2017

46- IMÁGENES ROTAS Teresa Calderón

47- MIRANDO AL SUR Alejandra Basualto

48- SOLO LO QUE ME GUSTA EXISTE Giovanni Astengo

49- EL PERRO VAGABUNDO Carlos Pezoa Véliz

50- KARA Y EL PORTAL DE LAS HADAS Adelina Belmar

51- CADA OVEJA CON SU PAREJA Daniel Barros Grèz

52- DESARRAIGO Victoria R. Llera

53- LA DAMA DEL PERRITO Antón Chéjov

54- LAS CARTAS DE MI MADRE José Antonio Soffia

55- DAGÓN H.P. Lovecraft

56- CABEZA DE PESCADO Irvin S. Cobb

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La escritura latina en Canadá ha ido creciendo, se ha diversificado, podríamos decir reciclado y ha ido logrando mayor reconocimiento. Esto último está sujeto al crecimiento de la población de habla hispana, actualmente el tercer idioma no oficial hablado en el país, cuyas lenguas oficiales son el inglés y el francés. A eso se suma el interés que despierta América Latina en sus aspectos históricos y culturales, además de su creciente cercanía con Canadá en lo que respecta a la integración económica en el marco de una subglobalización regional. Esta antología se presenta como un punto de inicio para mostrar la riqueza cultural existente en el país norteamericano pero también la vigencia y el auge de la lengua en español que está trazando sus caminos con fuerzas insospechadas. Canadografía es un libro desde el cual el lector puede encontrar veintiuna concepciones de mundo que transitan de polo a polo y van configurando una nueva concepción de la literatura latinoamericana.

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