Libro alternativas salirse del tiesto

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Colecci贸n Alternativas, 40

Salirse del tiesto: Ensayistas espa帽olas, feminismo y emancipaci贸n (1861-1923)


Colección Alternativas Consejo editorial

Margarita Blanco Hölscher Isabel Carrera Suárez Rosa M. Cid López Sandra Dema Moreno Amparo Pedregal Rodríguez María Socorro Suárez Lafuente Comité científico Christine Arkinstall (U. Auckland), Esther Barberá (U. Valencia), Luisa Campuzano (U. de La Habana), Eva Cantarella (U. Milán), Marián Cao (U. Complutense), Rosa Cobo (U. Coruña), Ángeles de la Concha (uned), Catherine Davies (U. Manchester), María Donapetry (U. Oxford), María Luisa Femenías (U. La Plata), Ivonne Knibiehler (U. Aix-en-Provence), Marcela Lagarde (U. Autónoma México), Mary Nash (U. Barcelona), Teresa Ortiz (U. Granada), Luisa Passerini (U. Torino), Elizabeth Russell (U. Rovira i Virgili), Saskia Sassen (U. Chicago), Cristina Segura (U. Complutense), Marisa Siguán (U. Barcelona), Francoise Thebaud (U. Avignon), Viviane Zelizer (U. Princeton).

Consejo asesor en la Universidad de Oviedo M. Ángeles Alcedo Rodríguez, Carmen Alfonso García, Esther Álvarez López, Ana Rosa Argüelles Blanco, Capitolina Díaz Martínez, Liamar Durán Almarza, Carolina Fernández Rodríguez, Luis A. Fernández Villazón, Yolanda Fontanil Gómez, M. Aquilina Fueyo Gutiérrez, Isabel García Espejo, Luz Mar González Arias, Christina Jurcic, Eva Menéndez Sebastián, Paz Menéndez Sebastián, Alejandra Moreno Álvarez, Lourdes Pérez González, Carmen Pérez Ríu, Carla Rodríguez González, Carmen Rodríguez Menéndez.


Ana María Díaz Marcos

Salirse del tiesto: Ensayistas españolas, feminismo y emancipación (1861-1923)

krk ediciones · 2012


© Ana María Díaz Marcos © de la ilustración de cubierta: Mar Rodríguez Fernández KRK Ediciones. Álvarez Lorenzana, 27. Oviedo www.krkediciones.com isbn: 978-84-8367-379-9 d.l.: as-31/2012 Grafinsa. Oviedo


Índice

Agradecimientos........................................................... 11 Nota editorial............................................................... 13 1.

Las mujeres oscuras............................................ 15

1.1. La mujer escritora............................................... 24 1.2. Las mujeres y los ángeles.................................... 35 1.3. Los feminismos posibles: la ensayística de Rosario de Acuña, Concepción Arenal y

2.

Concepción Gimeno de Flaquer......................... 48 Hacia la igualdad de sexos: la mujer de su casa y la mujer del porvenir de

Concepción Arenal............................................. 57

2.1. La “razón” y la “verdad” arenalianas..................... 67 2.2. ¿Un pueblo de hombres libres con mujeres

esclavas?: el problema de la emancipación.......... 76

2.3. No hay sexo débil: la supuesta inferioridad

femenina............................................................. 97

2.3.1. ¿Inferioridad intelectual, moral o física?............. 99 2.3.2. El tema de la igualdad........................................ 115 2.3.3. La esfera femenina: bajo el yugo de las cosas

pequeñas............................................................. 131 [ 7 ]


2.4. La educación y el trabajo: la mujer 3.

de su casa como ideal erróneo............................. 142 Hacia un feminismo hispánico: la Eva moderna y la mujer intelectual de

Concepción Gimeno de Flaquer......................... 161

3.1. La Cantora de la Mujer........................................ 170 3.2. Un feminismo conservador y cristiano................ 191 3.3. La “raza”: mujer, religión y cultura...................... 207 3.4. Las mujeres han tenido su epopeya:

contra la invisibilidad histórica del sexo.............. 233

3.4.1. Una historia para las mujeres: la doble 4.

heroicidad........................................................... 250 Hacia el matriarcado positivo:

la mujer agrícola y la nueva Minerva

de Rosario de Acuña........................................... 261

4.1. El país de las quimeras: el largo camino hacia la

emancipación...................................................... 274

4.1.1. La mujer natural y agrícola................................. 288 4.1.2. “Creada para toda clase de maternidades”........... 303 4.2. El cuerpo y la mente ante el espejo..................... 313 4.3. La más propia morada del hombre..................... 336 4.3.1. La casa de campo: el hogar racional.................... 340

4.3.2. Volviendo habitable el espacio: dicterio contra el 5.

exceso y apología de la higiene............................ 351

Epílogo............................................................... 361

Obras citadas................................................................ 367 [ 8 ]


A las mujeres de mi familia.

A mis abuelas Nieves y María Santos y a mis tías Carmen, María Olvido y Petra, que fueron mujeres excepcionales fuera y dentro de sus casas (s.t.t.l.).

A Déborah González por su coraje y entereza. Y a sus hijas Adria y Sofía.

A mi madre, Francisca Marcos, por el espíritu de lucha.

A mi hija Amelia, que aprendió a leer mientras se escribía este libro.

[ 9 ]



Agradecimientos

Este libro guarda una enorme deuda con numerosas

personas e instituciones que me han ayudado en los úl-

timos años. La Universidad de Connecticut hizo posible buena parte de la investigación de archivo con una beca de

verano ( Junior Faculty Summer Fellowship). El excelente servicio de préstamo interbibliotecario de UConn me

ha permitido trabajar ininterrumpidamente tanto en España como en Estados Unidos y su personal ha hecho mu-

chas veces lo que parecía imposible para facilitarme acceso a diferentes documentos. Quiero resaltar especialmente la profesionalidad y el buen hacer de Marisol Ramos, bibliotecaria de mi área de estudio. Ángeles Llavona y María

José Ferrer, de la Biblioteca Universitaria de Oviedo, tu-

vieron la amabilidad de enviarme textos imprescindibles. Mi maestro Antonio Fernández Insuela (Universidad de Oviedo) me facilitó una copia del ensayo Mujeres de regia

estirpe de Concepción Gimeno de Flaquer. Nunca podré

pagar la enorme generosidad de José Bolado, que puso a

mi disposición sus amplios conocimientos sobre la vida y obra de Rosario de Acuña, me prestó material original e [ 11 ]


hizo comentarios al borrador del capítulo sobre esta autora. Mi agradecimiento también a Sindo y al personal de préstamo interbibliotecario de la Biblioteca Universitaria

de Santiago de Compostela, quienes me enviaron valiosas

reproducciones de textos de Arenal y Flaquer. Mónica Bo-

lufer Peruga (Universidad de Valencia) y Gloria Espigado Tocino (Universidad de Cádiz) respondieron con diligen-

cia a mi petición de algunos de sus extraordinarios trabajos. Ramiro González Delgado (Universidad de Extremadura)

atendió todas mis dudas sobre cultura y mitología clásica. Álvaro Goñi Alegre me escaneó sus sellos de la Segunda

República con el retrato de Concepción Arenal. Nina Scott (Universidad de Massachusetts) aportó, como siempre, sabiduría y visión de conjunto y Mercedes Arriaga (Universi-

dad de Sevilla) contribuyó con su inextinguible entusiasmo. Tras un inesperado y feliz reencuentro, Ana Sánchez

Catena tuvo la deferencia de revisar el manuscrito para

hacer valiosos comentarios y numerosas correcciones. Mi

agradecimiento a Isabel Carrera y al consejo editorial de

la colección Alternativas por el interés tomado en esta

obra y la capacidad para trabajar desde la distancia. Estoy en deuda también con las profesoras María Socorro Lafuente y Carmen Alfonso (Universidad de Oviedo) por

sus lecturas y sugerencias al manuscrito final. Por último, este libro no habría sido posible sin mis compañeros de bote, Santiago y Amelia.

[ 12 ]


Nota editorial

Varias páginas del capítulo 2 dedicado a Concepción

Arenal aparecieron publicadas previamente en mi artí-

culo “¿Dónde están las mujeres?: Concepción Arenal y

el debate emancipista”, en Corrientes. Revista noruega de estudios hispánicos. Vol. 1 (2011): 112-134.

Algunas partes del último capítulo se publicaron

anteriormente en el artículo “La mujer agrícola y la

‘emancipación justa’ de Rosario de Acuña: la colección

de artículos En el campo (1882-1885)”, en Revista Digital

Destiempos. Dossier: Mujeres en la literatura. Escritoras. Año 4, núm. 19, marzo-abril de 2009: 168-187. Unos párrafos sobre Acuña aparecieron también en el capítulo

“¿Qué es la emancipación para quien se tiene por libre?: Rosario de Acuña ante la cuestión femenina” que forma parte de la obra Las revolucionarias: Literatura e insumisión femenina. Sevilla: Arcibel, 2009: 205-219.

[ 13 ]



1. Las mujeres oscuras

[ 15 ]


INTRODUCCIÓN

[ 16 ]


Nunca hubo en España nada que pueda compararse

al impulso agresivo y heroico de las sufragistas británicas. Nuestro feminismo no llegó nunca a formar lo que se llama un movimiento y tuvo siempre un carácter vergonzante.

María Campo Alange

Ha de serme permitido protestar siquiera contra esa

desigualdad irritante que atrae las iras de los más sobre la

cabeza de aquellas mujeres de espíritu fuerte que, rompien-

do las trabas que el convencionalismo les impone, piensan por cuenta propia, sublevándose contra el privilegio de los hombres por tener talento y manifestarlo públicamente.

Luis París y Zejín

El controvertido debate decimonónico sobre la emancipación de la mujer se gesta sobre los cimientos de una Ilustración que no había cumplido del todo sus promesas al no reconocer otra razón que la masculina.1 La representación de Sofía en el trata1   Horkheimer y Adorno sugieren que la visión de la Ilustración como liberadora del hombre a través de la “Razón” es errónea y pro-

[ 17 ]


do filosófico y pedagógico Emilio (1762) probaba que la “preciosa mitad de la República” (Rousseau, 1998: 217) quedaba fuera de todo contrato social y debía permanecer en casa engendrando ciudadanos, de modo que el precio a pagar para que éstos existieran era que las mujeres renunciaran a ese estatus cediéndoselo a los hombres (Molina Petit, 1994: 128). En este sentido la Ilustración aportó las premisas igualitarias que hicieron posible el surgimiento de la reivindicación feminista pero, a cambio, el feminismo pone en evidencia los puntos vulnerables del pensamiento ilustrado (Amorós, 2008: 142). La Revolución Francesa trajo promesas de libertad, igualdad y fraternidad, pero no se produjeron cambios significativos en la situación de la mujer. En 1789 la Asamblea Nacional había proclamado los derechos del hombre en vez de los derechos universales y por eso la activista francesa Olimpia de Gouges2 redactó dos años más tarponen una interpretación basada en principios autoritarios de dominación. Para estos autores el “conocimiento” se hizo sinónimo del “poder”, creándose una relación patriarcal entre el hombre y las cosas que aspiraba al dominio de la naturaleza y de otros hombres (1988: 4). Esta situación afectaba doblemente a la mujer que estaba sometida no sólo a ese “Poder” sino a una “Razón” marcadamente masculina. 2   Gouges (¿1748?-1793) fue una dramaturga y mujer de letras que defendió la igualdad de derechos de la mujer y también la causa abolicionista, aspecto que se hace patente en su obra teatral La [ 18 ]


de un texto paralelo, la Declaración de los derechos de la mujer y la ciudadana, donde postulaba que la mujer había quedado al margen de los objetivos generales del movimiento revolucionario, por lo que era necesario reivindicar sus derechos e incluirla en esa agenda, proclamando que la igualdad de ambos sexos ante la ley debía garantizar “el acceso en condiciones de igualdad a todos los puestos públicos, espacios y profesiones según sus capacidades y sin otra distinción que sus virtudes y talentos” (Gouges, 2000: 151).3 En el ámbito español Josefa Amar y Borbón4 publicó en 1786 su Discurso en defensa del talento de las mujeres, donde denunciaba la posición subalterna de éstas, sub­rayando la paradoja de que eran idolatradas por los mismos hombres que las consideraban seres irracionales y mostraban un desinterés absoluto por educarlas: esclavitud de los negros (1789). Fue ejecutada durante el régimen de Robespierre. 3   Son mías todas las traducciones de los textos que aparecen en la lista de obras citadas en inglés o francés. 4   Amar y Borbón (1749-1833) pertenecía a una familia de la nobleza zaragozana y su padre fue uno de los médicos de cámara de Fernando VI. Tuvo una educación inusual para una mujer de la época, siendo tutorada por Rafael Casalbón, el bibliotecario del rey (Sullivan, 1993: 32-33). Su Discurso sobre la educación física y moral de las mujeres (1790) es un texto clave para entender cómo se van fraguando los ideales del feminismo en la España del último tercio del siglo xviii. [ 19 ]


En una parte del mundo son esclavas, en la otra dependientes […]. Los hombres instruidos y civiles no se atre-

ven a oprimir tan a las claras a la otra mitad del género humano, porque no hallan insinuada semejante escla-

vitud en las leyes de la creación. Pero como el mandar es gustoso, han sabido arrogarse cierta superioridad de talento, o yo diría de ilustración, que por faltarle a las

mujeres, parecen éstas sus inferiores. Hay pocos que, en tocándose el punto de la aptitud y disposición intelec-

tual, concedan a éstas la que se requiere para ilustración del entendimiento. Saben ellas que no pueden aspirar a

ningún empleo, ni recompensa pública; que sus ideas no tienen más extensión que las paredes de una casa o de un convento (1980: 146-147).

Ya en el siglo xix existía una aguda conciencia de que el debate sobre la emancipación femenina era heredero directo de las controvertidas Luces que habían alumbrado el “turbulento y malhadado siglo xviii” (Casaus Torres, 1800: 22). La situación resulta especialmente complicada en la Península, donde la Ilustración fue peculiar, más tibia o insuficiente, como la describe Eduardo Subirats: … tímida en sus posiciones, poco decidida en sus críticas

y respuestas, diletante en su actividad investigadora […] [ 20 ]


nunca supo definir con el suficiente vigor la misma idea de la modernidad por ella inaugurada (1981: 24).

Las indignadas palabras del jesuita Alarcón y Meléndez a principios del siglo xx muestran que un sector intelectual veía con horror el progresivo “deterioro” de la humanidad a través de diversas etapas en las que se había sustituido un orden cristiano por otro laico y racionalista en el que campeaba a su vez la terrible amenaza del pensamiento igualitario y el fantasma del feminismo inaceptable: La declaración de los derechos de Dios, o más bien su aca-

tamiento sin declaración previa, fue la característica de los

siglos medios: la declaración de los derechos del hombre, aunque aborto del siglo xviii, tiene su fatal crecimiento en el siglo xix, y la declaración de los derechos de la mujer abre con inusitado estruendo el siglo xx (1908: 17).

La polémica sobre los sexos que tuvo lugar en el mismo seno de la Ilustración (Puleo, 1993: 11) dio impulso a una visión crítica del agravio hecho a la mujer que en España fue tomando forma en textos como la “Defensa de la mujer” del padre Feijoo,5 los discursos 5   Esta apología constituye el Discurso xvi del tomo i de su Teatro crítico universal, publicado en 1726. El benedictino comenzó su

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de Josefa Amar y Borbón o la “Apología de las mujeres” de Inés Joyes y Blake,6 en la que se denuncia que la mujer está condenada a amoldarse a dos papeles antitéticos, debiendo escoger entre ser la esclava del hombre o un engendro que encarna todo tipo de peligros para la humanidad: “nos tratan muchos hombres o como criaturitas destinadas únicamente a su recreo y a servirlos como esclavas, o como monstruos engañosos7 que existen en el mundo para ruina y castigo del argumentación reconociendo la controversia que iba a despertar: “En grave empeño me pongo. No es ya sólo un vulgo ignorante con quien entro en la contienda: defender a todas las mujeres viene a ser lo mismo que ofender a casi todos los hombres […] A tanto se ha extendido la opinión común en vilipendio de las mujeres, que apenas admite en ellas cosas buenas. En lo moral las llena de defectos, y en lo físico de imperfecciones. Pero donde más fuerza hace es en la limitación de sus entendimientos. Por esta razón […] discurriré más largamente sobre su aptitud para todo género de ciencias y conocimientos sublimes” (1985: 15). 6   Inés Joyes y Blake (1731-1808) pertenecía a una familia acomodada de origen irlandés asentada en Málaga. El trabajo de Mónica Bolufer Peruga (2008) ofrece un estudio biográfico y una edición anotada del texto “Apología de las mujeres”. 7   Esta díada sierva/monstruo evidencia una temprana conciencia del proceso de conversión de aquellos que no se amoldaban a los estereotipos de género en monstruos culturales. Cohen ha subrayado que las identidades de género eran especialmente susceptibles de demonización y así se han generado abundantes figuras femeninas monstruosas como Lilith, las furias, escilas, gorgonas o viragos caracterizadas por su transgresión de las fronteras y papeles de género (1996: 9). A finales del xix y principios del xx la iconografía de la feminista o la sufragista constituye un buen ejemplo de esa demo[ 22 ]


género humano” (1798: 180, mi énfasis). Joyes y Blake también proclamaba la igualdad de las almas y sobre esas premisas de paridad espiritual se asentaron todas las esperanzas emancipatorias.

nización y fueron el objeto predilecto de caricaturas que insistían en su anormalidad. [ 23 ]


1.1. La mujer escritora

Una voz indignada que encuentra su raíz y antecedente en autoras como Joyes o Amar y Borbón irá adquiriendo fuerza de forma progresiva en el siglo xix, un periodo en el que la autoría femenina pierde su rasgo de excepcionalidad en tanto que muchas mujeres adoptan la pluma y se convierten en escritoras profesionales. En el ámbito español, el extensivo catálogo biobibliográfico de Simón Palmer (1991) documenta la abundancia de nombres de mujer en el mundo literario decimonónico. No obstante, es preciso interpretar con cautela ese panorama que parece sugerir un verdadero boom de literatura femenina, pues, a pesar de que un buen número de mujeres se ejercitaba en tareas literarias, la escritora todavía era considerada un personaje extravagante. Faustina Sáez de Melgar pone de manifiesto en un texto de 1860 titulado “La literatura y la mujer” los problemas a los que se enfrentaban aquellas que se interesaban en la práctica literaria en tanto que sus pretensiones eran recibidas mayormente con rechazo o suspicacia: [ 24 ]


No hace mucho que nuestros padres miraban con marca-

do disgusto la afición de las mujeres a las letras. ¡Error!, ¡triste error! que aún hoy todavía por desgracia ofusca los

claros entendimientos de personas dignísimas y coarta el noble impulso de muchos espíritus tímidos y apocados […]. Apenas hace media docena de años, era escasísimo el número de señoras que tenían el suficiente valor

para luchar con las preocupaciones del siglo oponiendo su inquebrantable firmeza a la tenaz y sistemática oposición

de sus familias, que preferían verlas con la aguja o la plan-

cha, mejor que permitir esclareciesen sus entendimientos con la hermosa antorcha de la ilustración (2001: 147).

La “Carta a Eduarda” escrita por Rosalía de Castro en 1866 comenta la compleja situación en que se encontraba la mujer escritora o —utilizando el término al uso— la literata de quien se mofaban los que opinaban que “las mujeres deben dejar la pluma y repasar los calcetines de sus maridos, si lo tienen, y si no, aunque sean los del criado” (1972: 1529). Estas figuras de la literata y la poetisa8 contribuyeron a reforzar la imagen 8   En este contexto de minoría intelectual debemos encuadrar el poema titulado “¡Poetisa!” que se publicó en el poemario Ecos del alma (1876) de Rosario de Acuña, donde la autora reniega de ese apelativo con el que se negaba a identificarse: “No me cuadra / tal palabra /[…] / Si han de ponerme nombre tan feo / todos mis versos he de romper” (5: 71).

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de la escritora decimonónica como autora de poesía o novela sentimental y no de géneros considerados más serios e inapropiados para la pluma femenina. Así lo manifestaba Criado y Domínguez en su obra Literatas españolas del siglo xix, donde vinculaba a éstas con un proyecto literario centrado en ideales de emotividad asociados a lo femenino: Con particular esmero y marcada predilección se han dedicado las literatas españolas de este siglo a la poesía sub-

jetiva y a la novela, bien que ambos géneros, prestándose, como pocos otros, a la manifestación de los más delica-

dos sentimientos del alma, armonizan por modo maravilloso con la manera de ser de la mujer meridional, cuya

imaginación soñadora, cuyas nobles pero fogosas pasio-

nes y cuyos idealismos ingénitos encuentran allí su más

natural y apropiada satisfacción y desahogo (1889: 16-17).

En este sentido Leopoldo Alas, en su prólogo al controvertido ensayo de Pardo Bazán La cuestión palpitante, reconocía un estatus de “escritora” —y, por consiguiente, de igual intelectual— sólo a esta autora y a Concepción Arenal, mientras que condenaba al resto de sus contemporáneas a ser simplemente literatas, relegándolas al puesto de segundonas en el parnaso literario: [ 26 ]


En España, es preciso confesarlo, las señoras que publican versos y prosa suelen hacerlo bastante mal. Hoy mismo escriben para el público muchas damas, que son otras tantas

calamidades de las letras, a pesar de lo cual yo beso sus pies. Aun de las que alaba cierta parte del público, yo no diría

sino pestes una vez puesto a ello. Hay, en mi opinión, dos

escritoras españolas que son la excepción gloriosa de esa deplorable regla general; me refiero a la ilustre y nunca bastante alabada doña Concepción Arenal y a la señora que

escribe La cuestión palpitante. La literata española no suele

ser más instruida que la mujer española que se deja de letras: todo lo fía a la imaginación y al sentimiento, y quiere suplir con ternura el ingenio (1989: 129-130, mi énfasis).

Aunque María Campo Alange consideraba que el feminismo español había sido un empeño muy inferior al anglosajón y apuntaba que el rasgo dominante de las mujeres españolas era la resignación (1964: 9), ella misma reconocía que hubo voces femeninas discrepantes, pero la mayor parte de ellas —con la excepción de Pardo Bazán—9 han quedado relegadas a los márgenes 9   La notoriedad alcanzada por Pardo Bazán se vincula sobre todo con el hecho de que fue una prolífica novelista y cuentista, además de ser la instigadora del debate en torno al naturalismo en España. La escritora defendía su posición ante la cuestión femenina en términos inequívocos: “Yo soy una radical feminista. Creo que todos los derechos que tiene el hombre debe tenerlos la mujer […]

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del canon literario. En las últimas décadas se ha realizado un esfuerzo creciente de recuperación de estas “rebeldes periféricas”10 (Muiña, 2008: 22) que “pusieron su coraje y su vida al servicio del mejoramiento de la situación de sus congéneres” (Regás, 2008: 14). Michael Ugarte ha subrayado que los patrones impuestos en disciplinas como los estudios hispánicos han dificultado la incorporación de escritoras de finales del siglo xix y principios del xx al canon literario, puesto que no encajan en la estructura convencional de la historia de la literatura y la cultura españolas (1996: 80). Si el canon se ha centrado históricamente en la producción masculina, es preciso conceder también que éste se modifica y enriquece considerablemente cuando utilizamos una perspectiva “pluriliteraria y multicultural” que incluya la práctica cultural y literaria de las mujeres (Urioste, 1993: 527). En este contexto siguen siendo absolutamente necesarios nuevos estudios que la clave de nuestra regeneración está en la mujer, en su instrucción, en su personalidad, en su conciencia. España se explica por la situación de sus mujeres, por el sarracenismo de sus hombres” (Bravo Villasante, 1962: 287-288). 10   En el campo de estudio de las intelectuales radicales son relevantes las monografías de Ana Muiña y Estrella Cibreiro. Es preciso citar también los estudios de Espigado Tocino, Lacalzada Mateo (2006b), Simón Palmer (2002) y María Dolores Ramos. Estos trabajos versan sobre mujeres e intelectuales heterodoxas, masonas, espiritistas, utopistas, anarquistas o republicanas. [ 28 ]


hagan presente la voz de aquellas que, durante décadas, han estado ausentes de los anales y repertorios y, a este respecto, es preciso admitir que nuestro conocimiento de numerosas autoras españolas decimonónicas es todavía muy incompleto. No sólo el tiempo ha pasado sobre ellas, sino que su olvido tiene que ver en buena medida con la marginalidad intelectual que enfrentaron incluso en pleno auge de su actividad literaria. Estas escritoras del xix se encontraron ante una situación particularmente difícil por ser literatas en un mundo que hasta entonces había sido exclusivamente masculino en el que muchas veces se sentían divididas entre el deseo y el deber (Hibbs-Lissorgues, 2008: 326). En este contexto la mujer que osaba empuñar la pluma tenía que decidir si se amoldaba a la ideología dominante, lo que hacía posible una carrera literaria respetable o si cuestionaba activamente esa ideología (Davies, 1998: 25) para emprender una forma de escritura subversiva. Si hacia la mitad de siglo dominan el panorama autoras como Pilar Sinués, Ángela Grassi o Faustina Sáez de Melgar, que han sido con frecuencia agrupadas bajo la etiqueta de “escritoras de la domesticidad” porque promovieron el ideal de la misión abnegada de la mujer en la familia, lo cierto es que otras autoras optaron por abordar de forma muy distinta esas expectativas y crearon arquetipos feme[ 29 ]


ninos sediciosos que no han sido analizados de forma consistente. Esta interpretación no debe llevar a equívoco haciéndonos pensar que existieron “dos bandos” de intelectuales —las conservadoras y las rebeldes— ya que es posible establecer un vínculo ideológico entre las escritoras de la domesticidad y toda una serie de intelectuales adelantadas que muestran una conciencia feminista más marcada pues todas ellas insistieron en asuntos como la necesidad de educar a la mujer. Anna Caballé ha explicado esta situación como una coexistencia de dos actitudes: una armónicomoderada y otra más radical (2004: 25), pero lo cierto es que la crítica posterior ha prestado bastante menos atención a la segunda. Es preciso subrayar que no sólo existían vínculos de amistad y relaciones literarias entre estas escritoras,11 sino que todas ellas eran conscientes del papel que la escritura y la lectura jugaban en ese proceso de alfabetización simbólica de la mujer y se esforzaron por impulsar el desarrollo intelectual de las lectoras que se convertían al mismo tiempo en educandas (a través de sus lecturas) y educadoras (de sus hijos), aspectos que contrastan fuertemente con la 11   Susan Kirkpatrick ha apuntado estas relaciones de amistad e intercambio intelectual entre una “hermandad lírica” de poetas románticas que se definía bajo términos de solidaridad en vez de rivalidad literaria, y existe documentación que acredita que intercambiaron abundante correspondencia (1989: 88).

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realidad del momento, pues en 1887 todavía el 81  % de las mujeres españolas eran analfabetas frente a un 62 % de los hombres (Enríquez de Salamanca, 1989: 86). La estrategia de muchas de estas autoras consistió precisamente en resaltar que la función maternal exigía una correcta preparación de la mujer para ejercer no sólo su papel de madre, sino también una tarea social vinculada al “magisterio moral”. Esta preocupación por la educación femenina es común prácticamente a todas estas escritoras —unas más conservadoras y otras más rebeldes— a pesar de que mantuvieran ideas diversas en materia de género y promovieran proyectos literarios y culturales disímiles, lo que contribuye a ilustrar la heterogeneidad de un panorama cultural y literario que no era en absoluto monolítico. Este ensayo analiza el pensamiento y la obra de tres intelectuales que no se resignaron y decidieron salirse del tiesto, una actitud que molestaba a muchos que se sentían incómodos ante el hecho de que las mujeres se enfrascaran en la erudición y la escritura. Las literatas constituían un notorio ejemplo del peligro que suponía para el sistema el marimachismo, pues como tal se interpretó con frecuencia la transgresión de las expectativas de género que implicaba la integración del sexo femenino al espacio intelectual, filosófico y literario a través de la escritura y, en este sentido, las palabras de [ 31 ]


Pascual Santacruz muestran una actitud defensiva ante la osadía de las mujeres letradas: Como la creación del marimacho es el ideal que persigue

el feminismo radical, y este marimacho que tira más a natura de varón que de mujer, como diría Alfonso X, es

cosa en sí grotesca, sólo en broma puede ser tratada […]. Comienzo por declarar que me revientan las heroínas, las vengadoras, las eruditas de acarreo, las doctoras en amor y pensamiento libres; en una palabra, todas las que se salen del tiesto (1907: 83).

Concepción Arenal, Concepción Gimeno de Flaquer y Rosario de Acuña forman parte del pequeño grupo de intelectuales que en el siglo xix lucharon “en solitario por defender sus ideas feministas” (Cabrera Bosch, 2007: 29) teniendo la valentía de constituirse en voces que clamaron en el desierto, frase bíblica que utilizó Arenal para titular uno de sus ensayos. Estas autoras concibieron la escritura como una herramienta política que utilizaron para denunciar el sometimiento del sexo, reclamar sus derechos y lanzar propuestas de mejora de la situación social de la mujer. Dominaba en ellas una poderosa conciencia de hallarse ante una oportunidad única por considerar que su contexto histórico era un momento especialmente propicio [ 32 ]


para avanzar en materia de igualdad sexual y por ello dedicaron buena parte de su esfuerzo intelectual y de su producción literaria a abogar por la mejora de la condición de la mujer y liberarla de su secular sometimiento, como expresa sin ambages la segunda de ellas, Concepción Gimeno de Flaquer: “Nuestro siglo es favorable cual ninguno a la causa de la mujer: él romperá todas las cadenas de su esclavitud moral” (1893: 183). Ese compromiso intelectual se inserta dentro del apasionado debate en torno a la “emancipación de la mujer” y, a este respecto, Rosario de Acuña apuntaba que esa ardua cuestión no era un tema secundario sino que constituía precisamente la “médula del siglo” (3: 510) y Adolfo Posada12 subrayaba la centralidad del feminismo para el debate social en su conjunto: … una de las revoluciones más grandes que en este siglo han empezado a cumplirse es la que el cambio de la con-

dición política, doméstica, económica, educativa y moral de la mujer supone (1899: 8).

Sin embargo, a pesar de que a finales del siglo xix numerosos intelectuales europeos habían dado su opinión sobre el tema, autores como Unamuno, Macha12   Fue discípulo de Giner de los Ríos, krausista y catedrático de Derecho Político en la Universidad de Oviedo.

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do, Azorín y otros vinculados a la Generación del 98 ignoraron la materia. Esta tendencia propició que los acalorados debates en torno a temas como el divorcio, el sufragio femenino o la incorporación de la mujer al mundo laboral se hayan soslayado en los estudios clásicos de historia, cultura o literatura hispánica. Esta ausencia es especialmente llamativa pues esas cuestiones habían sido analizadas en profundidad desde el siglo xix por el feminismo emergente (Cruz-Cámara, 2004: 7). El olvido de la “cuestión femenina” por las grandes figuras del noventayocho (Ugarte, 1994: 264) marcará la tendencia a ignorar el tema en el siglo xx,13 propiciando el olvido y la amnesia con respecto al activismo político e intelectual y a la producción literaria feminista decimonónica.

13   Theodore Roszak puso de manifiesto en los años setenta del siglo xx la negligencia con que la mayoría de los historiadores habían tratado a posteriori el fenómeno emancipista sin prestarle apenas atención, por considerar que no era un movimiento social significativo, marginalizando así una cuestión que había sido absolutamente trascendental en el mundo occidental (1969: 88).

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1.2. Las mujeres y los ángeles

Mientras se iba caldeando el debate sobre la cuestión femenina —o precisamente por eso mismo—, se agudizó el interés en torno a la categoría “mujer”, sobre la que se discute y prescribe desde todos los ángulos posibles a lo largo del siglo xix mientras se publican cientos de obras que incorporan esa palabra en su título. Se intentaba de modo obsesivo aislar la esencia de lo femenino desde infinidad de discursos —científicos, legales, médicos, sociales, literarios— que trataban de definir la naturaleza de la mujer, establecer su (des)igualdad o diferencia y prescribir sus funciones. La mujer se había convertido en un tema que … fascinaba y preocupaba a su vez a una abigarrada mul-

titud de ambos sexos: alienistas, higienistas, religiosos, políticos, filósofos, docentes, sociólogos, literatos y literatas, conservadores y radicales, periodistas y novelistas ( Jagoe, Blanco et al., 1998: 23).

Las disquisiciones sobre el sexo considerado alternativamente bello, débil, fuerte, filantrópico, piadoso o moral[ 35 ]


mente superior proliferan a lo largo de la centuria y muestran un interés pertinaz por diseccionar lo femenino que se mantiene vivo hasta bien entrado el siglo xx, generando distintas visiones que conviven, alternan y pugnan por imponerse. No obstante, la imagen decimonónica de la mujer que ha prevalecido en el imaginario cultural fue promovida desde la mentalidad burguesa que colocó en un trono doméstico al ángel del hogar. Mary Nash ha subrayado que esta ideología de la domesticidad funciona como un mecanismo de protección del sistema que se constituye sobre valores burgueses masculinos apoyándose en tres pilares básicos: la separación de esferas que permite la participación del hombre en la vida pública y restringe a la mujer a la doméstica, la idealización de la mujer-madre y una moral estricta basada en el doble estándar (1983: 41). Numerosos autores definieron a la mujer una y otra vez bajo esas coordenadas: … este es el destino que trazó a la mujer la naturaleza

[…] la vida de la familia, el amor del esposo, el cuidado

de los hijos, el gobierno del hogar. Para el hogar nació; en él están su principio y su fin (Revilla, 1878: 455).

Estos discursos no sólo promocionaban la imagen angelical sino que amonestaban con dureza a la mujer si no acataba ese ideal. En este sentido Eduardo Es[ 36 ]


cartín y Lartiga denunciaba que uno de los grandes problemas que contribuía a sembrar el caos en la sociedad moderna era precisamente el feminismo, interpretado como un impulso anárquico que atentaba contra la familia y la sociedad: La mujer es, por esencia, el ángel del hogar. Y ¡ay!, de la Humanidad, y ¡ay!, de la mujer, si un día el ángel deja

abrasar sus tenues alas en el fuego destructor de la soberbia y abandona el oculto y amoroso albergue donde

siempre viviera, para lanzarse locamente en el raudo torbellino de esa vida pública en medio de la cual el hom-

bre tiene que reñir las más violentas y terribles batallas (1922: 73-74).

Los estudios críticos que abordan temas de género y sexualidad subrayan que el ángel constituía la representación cultural dominante de las mujeres españolas (Nash, 2000: 28), un prototipo representado incansablemente en novelas, revistas femeninas y manuales de conducta. Pilar Sinués (1835-1893) es considerada la “ideóloga fundamental de la feminidad doméstica decimonónica” (Kirkpatrick, 2003: 34) y su obra El ángel del hogar (1859),14 un híbrido entre novela y 14   Sinués fundó también una revista femenina con el mismo título que se editó durante los años 1864 y 1869 (García Maldonado, 2003: 3).

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manual de conducta, fue un auténtico bestseller que se reeditó ampliamente en España e Hispanoamérica. Este producto literario denominado “novela doméstica sentimental” delineaba una imagen femenina sumisa asociada a la mística de la maternidad triunfante que actuaba también como promotora de valores patrióticos y ultracatólicos. Obras como ésta hacían propaganda del modelo doméstico pero también contribuían a afianzar la idea de una “comunidad” femenina de lectoras y escritoras. Según esto Pilar Sinués al tiempo que hacía apología de la domesticidad planteaba que la mujer estaba necesitada de educación y lectura y esa idea de alfabetización literal y simbólica aporta un impulso clave para la creación de una subjetividad doméstica pero también intelectual. Alda Blanco ha subrayado que aunque estas novelas parecen amoldarse sin problemas a las necesidades de la sociedad burguesa afianzando el prototipo de la madre abnegada también recalcaban la necesidad de instruirla de forma que “la educación y la escritura funcionan como espacios contestatarios a mediados del xix” (1993: 100). Pilar Sinués intuyó con lucidez que la escritura era un signo poderoso que denotaba capacidad intelectual y vida inteligente (Caballé, 2004: 16) y el mero hecho de favorecer e instigar los procesos de lectoescritura implicaba un paso adelante, [ 38 ]


inhabilitando —al menos parcialmente— la imagen ultraconservadora de la mujer reflejada en sus novelas: No quiero a la mujer varonil. Quiero a la mujer enteramen-

te femenina, con su llanto, su graciosa risa, sus coqueterías; en una palabra, quiero que sepa zurcir y tejer bien un par de medias, y bordar con gracia una flor, y que no deje de saber esto por aprender el inglés y el alemán (1881, 1: 219).

La retórica de la escritora doméstica reflejaba, no obstante, una situación contradictoria, porque su actividad literaria implicaba que el único espacio posible para la mujer no era el hogar, incluso cuando dijera justamente lo contrario. La imagen del ángel de la casa no era un modelo novedoso, puesto que existía toda una tradición que adoctrinaba a la mujer para que fuera doméstica y pudorosa y viviera volcada en los otros, cualidades que habían ensalzado textos clásicos que todavía en el siglo xix gozaban de amplia difusión, como la Instrucción de la mujer cristiana (1524) de Luis Vives o La perfecta casada (1583) de fray Luis de León.15 Nan15   En La Regenta de Clarín se menciona hasta tres veces la obra de fray Luis. Ana Ozores hace referencia a esta lectura en una carta al magistral: “Fray Luis de León me enseñó en su Perfecta casada que en cada estado la obligación es diferente” (Alas, 2006: 687).

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cy Armstrong ha subrayado que la novela doméstica inglesa se anticipó y fue antecedente del tipo de vida que representaba y que contribuyó a asentar (1987: 9), es decir, no constituía tanto una realidad como una aspiración. Si se representa aquello que es deseable es preciso conceder que los prototipos femeninos domésticos diseminados por textos decimonónicos más que evidenciar una “realidad” documentarían el esfuerzo por adiestrar a la mujer para que fuera angelical y hogareña en un momento en que participaba más de la vida social y de las oportunidades de acceso al espacio público características de la experiencia urbana. El hecho de que se insistiera tanto en la condición seráfica del sexo era un indicador de que ni siquiera las mujeres burguesas se comportaban de esa forma y toda la enfática narrativa de la domesticidad podría interpretarse como un nostálgico intento de adoctrinar a la mujer en lo que no era. La peculiaridad del panorama español ha llevado a Nerea Aresti a considerar que se ha aplicado el modelo anglosajón como herramienta de estudio para decodificar el valor del ángel del hogar en un país que posee una realidad histórica, política y religiosa diferente, y esta autora sugiere que tal vez el objetivo en la Península no obedecía tanto al deseo de apuntalar e impulsar el proyecto burgués como al de “perpetuar la secular segregación de las mujeres en el [ 40 ]


ámbito familiar” (2000: 369), es decir, la propaganda española sobre el modelo angelical estaría orientada más bien a reforzar contenidos de género que de clase. En esta narrativa doméstica con frecuencia se presenta la imagen de la madre y esposa abnegada como antítesis de la “mujer emancipada” y puede afirmarse que el modelo de la feminidad angelical no sólo funcionaba como un remedio contra el cambio social democrático sino como un “antídoto contra los peligros del socialismo y el feminismo […] presentando la imagen angelical y virtuosa como revulsivo frente a la mujer emancipada” ( Jagoe, 1994: 29), como reflejan muy bien las palabras de Sinués: Creo haber demostrado con ejemplos vivos y enérgicos que no es posible la emancipación de la mujer, la cual nece-

sita para todo del amparo del hombre. Que el matrimo-

nio es lo que enaltece y protege al sexo débil. Y que la mujer sencilla y modesta que sólo sabe amar y cuidar a su familia es el verdadero ángel del hogar… La ciencia no conviene a la mujer, como las faenas domésticas no con-

vienen al hombre. A cada uno ha señalado la religión y la

sociedad sus atribuciones, y es una locura querer trocarlas o violentarlas. […] Y olvidad, pobres mujeres, vuestros sue-

ños de libertad y de emancipación. Esas son teorías de cabezas enfermas, que jamás se podrán practicar, porque la mujer [ 41 ]


ha nacido para ser amparada y protegida por el hombre (1859: 464-465, mi énfasis).

En estas circunstancias muchos consideraron que la emancipación de la mujer y la agitación feminista suponían un atentado contra la familia y, por extensión, contra el bienestar y el orden de la sociedad al completo. Si la familia humana era “la sociedad misma en miniatura” (Alonso y Rubio, 1863: 86) en estos momentos la función de la mujer como madre se carga de contenido simbólico en tanto que se empieza a considerar que el sexo ostentaba una moralidad superior y se la percibe como madre de la sociedad al completo, tal como subrayaba Gimeno de Flaquer: “la mujer moderna, sacerdotisa de las ideas redentoras, apóstol de la regeneración, tiene una maternidad moral, ilimitada e infinita” (1901: 10). La mujer, además de ser el ángel protector de los miembros de su familia, era también la educadora de las nuevas generaciones y constituía un potente motor de filantropía y caridad. Si ella no acataba ese papel en la familia y la sociedad su actitud se interpretaba como una rebelión contra el orden natural sancionado por Dios: Al tratar del feminismo sin Dios vinimos a decir, aunque

muy de pasada, que no era aceptable de ningún modo la [ 42 ]


emancipación absoluta de la mujer que sacude el yugo

de Dios, de las leyes humanas, de las mismas leyes de la

naturaleza, que no reconoce más ley que su capricho, sus pasiones, su libertad animalesca y salvaje. A esas Eumé-

nides hay que encerrarlas o en casas de corrección o en los manicomios (Alarcón y Meléndez, 1908: 317).

Dado que la mujer se concebía como un enigma16 era posible descifrarla de infinitas formas y se abrió así un amplio espacio de teorización y polémica que se hace patente en la pluralidad de discursos que abordan el tema de su identidad. No obstante, al observar las múltiples perspectivas que ofrecen los textos decimonónicos surge una paradoja: por un lado el arraigo de la imagen del ángel del hogar en el imaginario cultural parece sugerir que se caía en la tentación de creer que una mujer “podría representarlas a todas” (Fraisse, 2003: 59) pero otros textos muestran que además de ser ángel o demonio también había opciones intermedias más ambiguas. Pilar Sinués, por ejemplo, ponía en evidencia la actitud de disidencia implícita en el hecho de sustraerse al estricto paradigma binario establecido: 16   Nietzsche, por ejemplo, la representaba en Así habló Zaratustra como un “acertijo” que sólo se resolvía con el embarazo (1966: 66), mientras que Freud la describió como el “continente oscuro” para la psicología (1950: 61).

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… esa condición en que puede convertirse una mujer en ángel o demonio del hogar doméstico, y en la que muchas veces, sin embargo, no son ni uno ni otro, lo cual es mil veces peor (1859: 28).

Gimeno de Flaquer expresó en su obra Evangelios de la mujer el deseo de superar definitivamente la dicotomía entre ángel y demonio proponiendo una salida a esa encrucijada que resaltaba la individualidad frente a los estereotipos de género: “realmente no es ni diablo ni ángel […] y quiere ser considerada únicamente como mujer” (1900: 95). Este énfasis en la distinción binaria (Eva o María) propició que la crítica la adoptara a posteriori como eje axiomático en el análisis de los papeles de género en el siglo xix.17 Sin embargo lo cierto es que cualquier identidad de género se consolida a través de imágenes variadas y discordantes que batallan y tratan de imponerse (Nash, 2000: 27) y, en este 17   Colette Rabaté lleva a cabo un documentado estudio partiendo de la premisa del parámetro binario subyacente en la mentalidad isabelina: “La imagen de la mujer no puede deshacerse de la condición original de Eva, a la vez seductora, pecadora y tentadora; por lo tanto, la educación y la moral deben encaminarla hacia el bien y la redención. Pero también la asimilación al ‘ángel’ conllevada por el romanticismo se apodera poco a poco no sólo de la literatura sino de las mentalidades y enlaza con los modelos cristianos desde la ‘mujer fuerte’ ponderada por la Biblia hasta la Virgen María, exaltada por sus virtudes morales y, sobre todo, por su papel de madre” (2007: 21).

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sentido, el discurso de la domesticidad siempre entró en diálogo y competición con otros más contestatarios ( Jagoe, 1994: 11). En el siglo decimonono la ideología en torno a la supuesta “esencia” de la mujer no era en absoluto monolítica pero el elevado poder de sugestión de la ubicua imagen del “ángel” oscureció la existencia de otros modelos femeninos menos aquiescentes con el patriarcado que también circularon ampliamente en el último tercio del siglo y que se impusieron cada vez con más fuerza con la entrada del siglo xx. El análisis de estos patrones alternativos ha sido escaso y disperso pues incluso la crítica feminista ha prestado en general más atención al tropo del ángel que a los esquemas de feminidad más rebeldes y conflictivos. Podría decirse a este respecto que también hemos sucumbido al hechizo de la imagen del ángel que ha sido (de)construida, diseccionada y analizada con extraordinario detalle18 mientras que se ha reflexionado bastante menos sobre otros

18   Son claves en este sentido los trabajos de Aldaraca, Andreu, Aresti, Blanco (2001), Charnon-Deutsch (1994), Jagoe (1994) y Nash (2000). Buena parte de la crítica ha interpretado la narrativa doméstica como “una (sub)literatura basada en la servidumbre al varón” (Caballé, 2004: 11). Alda Blanco subraya que en estas novelas operan fuerzas opuestas en tanto que al mismo tiempo que se ensalza y construye al ángel se promueve un programa educativo para él (1993: 100). Charnon-Deutsch, por su parte, analiza la forma en que estas obras articulan el deseo de la mujer destacando la capacidad de las protagonistas para sublimarlo y propone que el masoquismo social de la novela doméstica es reflejo de la adaptación femenina

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prototipos más radicales. Sin embargo, estos discursos contestatarios son cruciales para entender la complejidad del debate emancipista y la transformación progresiva de los papeles de género en tanto que esa disidencia fue la que permitió renegociar, problematizar y desmantelar el ideal de la mujer de su casa. Este libro examina la arena sobre la que se debate y negocia a finales del xix y principios del siglo xx la categoría mujer y las formas que adopta el pensamiento feminista más temprano en nuestro país. Se pretende no sólo reinsertar a las autoras y sus obras en el panorama literario sino ampliar este ámbito para incluir las fuerzas sociales y culturales que lo formaron (Ugarte, 1994: 274). El análisis de la abundante y variada producción de estas tres escritoras viene a demostrar que el feminismo decimonónico español tiene su propia especificidad —es diferente del anglosajón pero no por ello menos heroico— y se caracteriza por la “robustez y el dinamismo intelectual” (Cibreiro, 2007: 32) que se hace patente, por ejemplo, en el esfuerzo que realiza Concepción Gimeno de Flaquer para definir un modelo de feminismo femenino autóctono que se separa del radicalizado feminismo anglosajón al tiempo que resalta la especificidad de la mujer latina y de su contexal peligro, una forma de practicar dolor y sacrificio en un entorno controlado (1994: 58-59). [ 46 ]


to histórico y cultural. Acuña, Arenal y Gimeno fueron pioneras de la conciencia feminista en España y cada una elaboró un intenso programa intelectual en esa dirección.

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1.3. Los feminismos posibles: la ensayística de Rosario de Acuña, Concepción Arenal y Concepción Gimeno de Flaquer A lo largo del siglo xix, al mismo tiempo que se difundía el proyecto doméstico del ángel del hogar la posición subalterna del sexo fue denunciada por escritores e intelectuales afines al feminismo decimonónico que se caracterizó por el cuestionamiento filosófico de valores e ideas tradicionales sobre la capacidad emocional e intelectual de la mujer y las relaciones entre los sexos (Rubinow, 1992: 1). Lasso de la Vega consideraba en 1904 que el feminismo era una de las tesis más apremiantes de la cuestión social y lo definía como “el problema de la reivindicación de los derechos femeninos en su aspecto pedagógico, económico, social, jurídico y político; el problema de la igualdad de los sexos” (2010:12). Estas cuestiones tuvieron una singular efervescencia a finales del siglo xix y las primeras décadas del siglo xx y las reacciones y respuestas fueron exaltadas y fogosas. Era una polémica tan compleja que autores de ideología dispar parecían coincidir y disentir al mismo tiempo en algunos puntos. Es revelador, por ejemplo, que Manuel de Revilla —quien no dudaba en afirmar [ 48 ]


que la mujer era un ser inferior— proclamara que ésta no necesitaba emanciparse porque eso suponía aceptar la existencia de una servidumbre y negaba tajantemente que se diera esa circunstancia al tratarse simplemente de “una posición social inferior” del sexo (1878: 450). Tres años más tarde, Rosario de Acuña —firme defensora de la igualdad perfecta de los sexos— adoptaba una postura contraria recurriendo a una retórica similar al lanzar una pregunta irreverente y ambigua: “¿Qué es emancipación para quien se tiene por libre?: un mito irrisorio”, cuya polisemia se analizará en el último capítulo. Los ensayos de Concepción Arenal, Rosario de Acuña y Concepción Gimeno de Flaquer abordaron repetidas veces el tema del sometimiento de la mujer y su falta de derechos, negociaron con la figura del ángel y propusieron arriesgados modelos alternativos que enriquecieron y alimentaron el debate. Sus obras constituyen poderosas manifestaciones de las corrientes contraculturales y subversivas que operan desde los márgenes del canon (Charnon-Deutsch, 1994: 4). Es significativo, además, que todas ellas hayan elegido el periodismo y el ensayo como vehículos para articular sus planteamientos. Gimeno de Flaquer escribió sólo cuatro novelas frente a multitud de ensayos, Rosario de Acuña además de ejercer como dramaturga culti[ 49 ]


vó mayoritariamente el artículo, el ensayo y el relato breve y la abundante producción de Concepción Arenal es exclusivamente ensayística y periodística aunque publicó algunas fábulas en verso al principio de su carrera. Esta preferencia por el género ensayístico resulta arriesgada a nivel formal pues se trataba de un género viril, dirigido en principio a los hombres y que se hacía eco de las ideas, ámbito considerado tradicionalmente una prerrogativa masculina (Glenn, Mazquiarán de Rodríguez, 1998: 1). Sin embargo, estas tres escritoras utilizaron con éxito ese género literario como molde para su proyecto reivindicativo. Acuña y Gimeno, además, dirigían su voz específicamente a una lectora femenina y esa exhortación que se repite constantemente en sus obras permite definir su quehacer literario como “escritura feminocéntrica” en tanto que solicita un lector femenino a través de un texto que se centra en definir la experiencia de ese sexo (Miller, 1980: x) como pregona Gimeno en su obra La mujer juzgada por una mujer: “Vuestros son mis pensamientos. Para vosotras escribo. No trazo una línea que no os la dedique” (1887: 5). La producción de estas tres escritoras documenta toda una vital tradición ensayística escrita por mujeres que en el siglo xix continúa la línea de trabajo inaugurada por Amar y Borbón e Inés Joyes y Blake. Aun[ 50 ]


que las tres cultivaron el ensayo con maestría ninguna de ellas ha pasado a ocupar un lugar relevante en la historia literaria en general ni en el análisis del ensayo en particular. Su obra aún permanece dispersa y sólo en las últimas décadas se han recuperado parcialmente los escritos de Arenal y, más recientemente, la ingente obra de Acuña, pero no existe ninguna edición moderna de los ensayos feministas de Gimeno de Flaquer. Las tres gozaron de considerable fama y reconocimiento entre sus coetáneos pero pasaron pronto a ejemplificar el fenómeno de la “transitoriedad de la fama literaria femenina” (Greer, 1974: 784) que se explica por un fenómeno de “amnesia recurrente” que históricamente ha atenuado la voz feminista impidiendo establecer una tradición literaria escrita por mujeres (Alexander, 1984: 128). Éste es, sin duda, el caso de estas intelectuales cuya ensayística es notoriamente desconocida probablemente debido a la “invisibilidad” de este género que comparte con la escritura femenina la condición de marginalidad al carecer, como sugiere Doris Meyer, del rigor del discurso académico o del atractivo que encarna la ficción (1995: 1). Pesó sobre estas autoras, por tanto, un doble prejuicio de género: de género sexual, porque el hecho de que fueran mujeres propició un olvido casi inmediato de su obra tras su muerte y de género literario porque cultivaron una [ 51 ]


forma que ha sido desatendida por la crítica y que se ha considerado exclusivamente masculina hasta hace unas pocas décadas:19 “la mayor parte de los ensayos de los dos últimos siglos, como las partidas de dominó en los casinos y cantinas del mundo Hispánico son una actividad masculina” (Earle, 1985: 79). Lo cierto es que Acuña, Arenal y Gimeno reconocieron en el ensayo el enorme potencial crítico y antisistema sugerido por Adorno: “El ensayo no obedece a la regla del juego de la ciencia […] no apunta a una construcción cerrada […]. Se yergue sobre todo contra la doctrina” (1962: 19). El ensayo se convirtió en una herramienta textual que les permitía abordar la situación de la mujer y construir un tejido discursivo que refleja una subjetividad femenina y unos arquetipos que contribuían a reforzar posiciones de dignidad personal e independencia. La producción de estas autoras demuestra que en la España del último tercio del siglo xix y a principios del siglo xx el ensayo feminista era un género pujante. Esto constituye una poderosa evidencia de que existía también una conciencia feminista que ha sido con frecuencia subestimada porque 19   Es preciso subrayar dos obras claves que han abierto la brecha al analizar y recuperar el ensayo escrito por mujeres en el mundo hispánico: la antología editada por Doris Meyer Reinterpreting the Spanish American Essay (1995) y la de Glenn y Mazquiarán Spanish Women Writers and the Essay (1998).

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se ha identificado erróneamente el feminismo con el sufragismo —conseguir el voto para la mujer, como se verá, no fue una prioridad para las feministas españolas— o con el activismo político en las calles y no con un proyecto humanista-emancipista mucho más complejo y heterogéneo, es decir, estamos ante un ideal feminista de distinto calibre y complejidad pero no por ello menos audaz. En este sentido se hace preciso sustituir la expresión “feminismo” por la de “feminismos” como propone Alda Blanco ( Jagoe; Blanco et al., 1998: 453) y este libro aborda precisamente las aportaciones de Arenal, Acuña y Gimeno a los feminismos decimonónicos ilustrando la coexistencia de argumentaciones y estrategias dispares con un poderoso objetivo único: la dignificación de la mujer, el mejoramiento de su posición y la consecución de derechos. Al poner a estas autoras en el contexto de los debates intelectuales del momento se hace palpable que ésta no es la historia aislada y heroica de tres mujeres sino que su obra nos ayuda a entender un debate trascendental en el proceso de modernización nacional. La producción de estas ensayistas ilustra la existencia de una pluralidad de discursos de género en la segunda mitad del xix y principios del xx,20 un periodo 20   Las fechas que aparecen en el título de este libro (1861-1923) no aspiran a constituir una acotación temporal sino más bien a de-

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en el que las mujeres fueron representadas mayoritariamente como ángeles pero también como minervas, mujeres agrícolas e intelectuales, Evas del futuro y mujeres del porvenir. Carmen de Burgos21 narra en sus Memorias que asistió a la conferencia de Gimeno de Flaquer El problema feminista en el Ateneo de Madrid en 1903 definiendo ese evento cultural con expresiones entusiastas (Utrera, 1998: 31) que ilustran hasta qué punto las feministas decimonónicas fueron precursoras y modelos para los movimientos de mujeres del siglo xx. Aunque Rosario de Acuña se autodefine en una carta como “una mujer oscura, humilde y desvalida” (Domingo Soler, 1976: 235) lo cierto es que estas intelectuales fueron cualquier cosa excepto mujeres oscuras, aunque el paso del tiempo haya oscurecido su protagonismo y su quehacer literario. Sus ensayos muestran el esfuerlimitar el contexto cultural en el que se escriben y publican los ensayos feministas de Concepción Arenal, Concepción Gimeno de Flaquer y Rosario de Acuña. En 1861 Arenal escribe La mujer de su casa y en 1923 se publica póstumamente el artículo “Ni instinto, ni entendimiento” de Rosario de Acuña. 21   Conocida con el pseudónimo de Colombine (1867-1932). Trabajó como profesora, traductora, periodista y reportera, viajando por Francia, Alemania, Portugal y el norte de África durante la Primera Guerra Mundial. Escribió artículos, relatos, ensayos, traducciones, libros de viajes y novelas. Su papel como activista por los derechos de la mujer la llevó a presidir la Cruzada de Mujeres Españolas y la Liga Internacional de Mujeres Ibéricas e Hispanoamericanas. [ 54 ]


zo por crear una identidad moderna para la mujer española, otorgándole derechos al sexo y sacándolo de su exclusión.

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2. Hacia la igualdad de sexos: la mujer de su casa y la mujer del porvenir de Concepción Arenal

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[ 58 ] Retrato cortesía de California State University. San Bernardino Center for the Study of Correctional Education, Special Collection


“En tratándose de mujeres, los mayores absurdos se sientan como axiomas que no necesitan demostración.”

Concepción Arenal (El Ferrol, 1820-Vigo, 1893) era hija de un militar que fue sometido a expediente por sus ideas liberales y condenado a prisión, una dolorosa experiencia que pudo ser la causa de su prematura muerte (Campo de Alange, 1975: 9). La vivencia paterna marcó a la autora de forma determinante pues en su pensamiento sobresalen la defensa de la libertad y la justicia, el interés por la reforma penitenciaria y una abierta hostilidad a la política, ámbito que Arenal califica como “campo de confusión, de mentira y muchas veces de iniquidad” (1974d: 63). Todos sus biógrafos coinciden en subrayar que probablemente Arenal asistió como oyente a clases en la Universidad Central de Madrid (Campo de Alange, 1973: 64) pero en esos momentos no se permitía la presencia de mujeres en los claustros por lo que adoptó el atuendo masculino para pasar desapercibida. Después de casarse con un compañero de clase [ 59 ]


vivió en Asturias y Madrid con su marido y, cuando éste enfermó de tuberculosis, ella escribió los artículos que, firmados por él, se publicaron en el periódico liberal La Iberia y al quedarse viuda continuó haciéndolo anónimamente hasta que una ley prohibió editar artículos sin firma (Irizarry, 1993: 45). En 1860 Arenal obtuvo un premio por su ensayo Beneficencia, filantropía y caridad y salió a la luz su manual El visitador del pobre y desde ese momento su actividad como escritora fue incansable, publicando más de cuatrocientos ensayos y libros (Charnon-Deutsch, 2005: 187). Sus Obras Completas (1894-1913) constan de veintitrés volúmenes que evidencian su prolífica tarea en el ámbito del periodismo y del ensayo, siendo sus temas predilectos la educación, el feminismo, los derechos humanos, la ley internacional, los problemas sociales y la jurisprudencia (Irizarri, 1998: 7). Además de esta ingente tarea intelectual Arenal fue una activista esforzada que creó en Potes (Santander) una rama de la asociación de caridad Conferencias de San Vicente de Paul, fue inspectora de cárceles de mujeres en Galicia, fundadora de Las Magdalenas —visitadoras que ayudaban a la reinserción social de las presas—, organizó los servicios de la Cruz Roja durante la guerra carlista de 1872 y fue cofundadora del periódico La Voz de la Caridad. [ 60 ]


A la vista de su esfuerzo como intelectual, activista y luchadora por los derechos humanos en general y por los de las mujeres y los marginados en particular, no es sorprendente que Mañach la definiera como “la mujer más grande del siglo xix” y Pascual Santacruz dijera de ella que era “una mujer que valía por una generación de hombres” (1907: 87). Existe una ambivalente y temprana reivindicación de su figura por parte del jesuita Alarcón y Meléndez que escribió a principios del siglo pasado dos obras destinadas a validar la figura de Arenal como exponente del “feminismo aceptable” (cristiano y católico en este caso) tratando de sustraerla de la lista de escritores heterodoxos, reivindicándola como personalidad afín a las filas del catolicismo para evitar que otros autores de ideología opuesta se apropiaran indebidamente de su figura (Alarcón y Meléndez, 1908: 56). Lo cierto es que Arenal era difícil de encasillar a nivel ideológico porque publicaba por igual en la prensa liberal y conservadora (Santalla, 1995: 33), mantenía relaciones intelectuales con personas de ideología dispar y su voluntad a un tiempo crítica, reformista y moderada la ubica en una posición decididamente “marginal a las estructuras del poder dominante” (Lacalzada de Mateo, 1994: 17). Sus vínculos estrechos con los reformadores krausistas22 22   El krausismo es un movimiento intelectual de finales del xix que representa la particular adaptación española de la filosofía del

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la convertían en sospechosa para el sector más conservador porque esa afinidad se podía interpretar como indicio de una orientación “sectaria, o impía o heterodoxa,” como negaba Alarcón y Meléndez que fuera el caso (1914: 43). Amalia Martín Gamero subraya como rasgo más destacable de la personalidad intelectual de Arenal el inconformismo (1975: 125) y es cierto que su actitud compleja —moralista laica, crítica con el catolicismo pero defensora de la necesidad de la misa en las prisiones— contribuyó a exasperar a algunos críticos e intelectuales coetáneos y a marginalizar su obra. Criado y Domínguez, por ejemplo, reconocía en 1889 que sus trabajos jurídicos eran muy notables aunque contuvieran “extravagancias” (1889: 14), aludiendo casi con total certeza a la crítica demoledora a la imagen del ángel del pensador alemán Krause, cuyas ideas trajo a España Julián Sanz del Río tras viajar a Alemania con una beca e incorporarse luego a la docencia universitaria. Sánchez Ortiz de Urbina lo define así: “El krausismo español no fue una escuela estrictamente filosófica, sino un complejo movimiento intelectual, religioso y político que agrupó a la izquierda burguesa liberal y propugnó la racionalización de la cultura española. Sus partidarios cultivaron con especialidad los temas de ética, derecho, sociología y pedagogía” (1966: 825). José Luis Abellán considera que “el krausismo constituye la auténtica revolución liberal española” (1998: 87) y describe un clima intelectual marcado por el desarrollo de la ciencia y la transformación de la enseñanza. Es preciso insistir en la fuerte influencia del krausismo en el panorama educativo con la creación de la Institución Libre de Enseñanza, la Junta para Ampliación de Estudios e Investigaciones Científicas y la Residencia de Estudiantes. [ 62 ]


hogar presente en La mujer de su casa, que se había publicado ocho años antes. Lo cierto es que Arenal exhibía una compleja ideología antihegemónica y sabía negociar sus planteamientos, por lo que cualquier intento de catalogar su ensayística se enfrentaba al serio obstáculo de su pluralidad: radical y antirrevolucionaria, feminista pero contraria al sufragio femenino en España, denunciante de la opresión de la mujer pero incómoda con el término “emancipación”. Nilita Vientos Gascón subraya que su actitud era radical en la teoría y conservadora en el procedimiento para ponerla en práctica (1976: 59) pero esa aparente paradoja puede explicarse como un esfuerzo “posibilista” en la coyuntura histórica que le tocó vivir, como ejemplifica muy bien su postura a un tiempo drástica y conciliadora en lo referente al debate emancipista y la cuestión femenina. Semejante proceder resultaba marcadamente contestatario si tenemos en cuenta su lúcida conciencia de que las propuestas de elevación de la mujer eran proyectos que resultaban “subversivos del orden moral, cuyos cimientos conmueven” (1974e: 197). Toda la ensayística arenaliana aspira a avanzar en la lucha por la igualdad y el progreso pero su retórica la convierte también en una autora enigmática en tanto que no se la podía ubicar cómodamente en ningún sitio pero tampoco se podía negar su celebridad ni su magisterio. Su producción presenta peculiaridades que la hacen sobresalir [ 63 ]


en su contexto al cultivar materias consideradas atípicas para una mujer como sociología, criminología o derecho penal, disciplinas en las que era una autoridad y, por eso mismo, Gumersindo de Azcárate al prologar su Ensayo sobre el derecho de gentes destacaba que la escritora hacía literatura seria … sobre materias de esas en que nos ocupamos los varones, que ha vencido a éstos en público certamen una

y otra vez, y que han merecido sus obras un juicio tan favorable a distinguidos escritores extranjeros (1893: 7).

Aunque sus contemporáneos la consideraban una intelectual de peso lo cierto es que la producción ensayística arenaliana no ha recibido toda la atención crítica que merece y el extenso estudio de su obra realizado por René Vaillant que se publicó en francés en 1926 no se ha reeditado ni traducido. La crítica feminista ha reivindicado tempranamente la figura de Concepción Arenal destacando su lucha por la dignificación y los derechos de la mujer. Concepción Gimeno de Flaquer la describía como “nuestro Pascal español, un nuevo Catón, un gran pensador” (1877: 151) y Emilia Pardo Bazán la consideraba una intelectual excepcional y una pensadora muy superior a la mayor parte de sus contemporáneos: [ 64 ]


Si el espíritu de doña Concepción Arenal lo hubiese en-

cerrado la naturaleza en un cuerpo varonil a los cuarenta años sería doña Concepción catedrático, diputado varias veces, director general (por lo menos), académico de varias academias y personaje influyentísimo y renombrado […]. Mujer, reducida por la situación de nuestro sexo a vegetar solitaria […] es una voz que se alza aislada y

meditabunda, pronunciando un monólogo que pocos oyeron (1999: 207-208).

En lo referente a la proyección de su obra existen algunas ediciones de la primera mitad del siglo xx, especialmente de sus textos filantrópicos. En 1974 Mauro Armiño editó una antología titulada La emancipación de la mujer23 y posteriormente se han publicado varias ediciones de La mujer del porvenir, mientras que de La mujer de su casa —un libro indispensable para entender el desarrollo del debate emancipista y del feminismo en España— se han recogido unos fragmentos en la antología de Jagoe, Blanco y Enríquez de Salamanca, pero no existe una edición crítica moderna del texto. 23   En esta antología se recogen la mayoría de los textos básicos para comprender el pensamiento feminista de esta autora: los ensayos breves “Estado actual de la mujer en España” (1884), “La educación de la mujer” (1892) y “El trabajo de las mujeres” (1891) y las dos obras extensas dedicadas al tema de la cuestión femenina tituladas La mujer del porvenir (1868) y La mujer de su casa (1881).

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En la última década han aparecido ediciones de otras obras suyas como El pauperismo (1895), La instrucción del pueblo (1878), Ensayo sobre el derecho de gentes (1879), Memoria sobre la igualdad (1898) o Cuadros de la guerra carlista (1874) y existe también una antología editada por Lacalzada de Mateo (2006a) lo que constituye un indicio del interés que forzosamente despierta su abundante producción y la necesidad de estudios críticos como éste que contribuyan a situar a la autora en el lugar que le corresponde en el ámbito del derecho, la cultura y las letras.

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2.1. La “razón” y la “verdad” arenalianas

Arenal ejemplifica a la perfección el continuum ideológico que atraviesa todo el siglo xix desde los ilustrados a los krausistas (Graham y Labanyi, 1995: 2). La búsqueda ilustrada de la “verdad” fue la tarea central de pensadores que trataron de desvanecer la falsedad pues los errores resultantes de los prejuicios impedían al hombre aspirar a un conocimiento verdadero de las cosas.24 Esta impronta ilustrada se hace patente en Arenal quien, consciente de que su ensayística proponía ideales atrevidos e innovaciones radicales, recurre una y otra vez al razonamiento lógico, utilizando una poderosa argumentación que le permite desterrar errores, refutar creencias y promover cambios. En este sentido Irizarry apunta que existe un énfasis en la razón y la lógica que lleva a la escritora a hacer constan24   Holbach hace referencia a esta cuestión desde la primera página de su Sistema de la naturaleza (1770): “La infelicidad del hombre procede de su ignorancia de la Naturaleza. La pertinaz adhesión a los prejuicios aprendidos en la infancia se entrelaza con su propia existencia, esa obcecación lo atenaza y hace imposible su avance, esclavizándolo a una ficción que parece inducirle a errar continuamente” (1999: 3).

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tes referencias a términos como “razón”, “raciocinio”, “razonable” o “contradicción” (1998: 17). La producción arenaliana ilustra el esfuerzo que se realiza desde finales del siglo xviii y a lo largo de todo el xix por utilizar la razón y la ciencia como bases de un orden social que hasta ahora se venía construyendo sobre la tradición (Boudon, 1989: 24) y esta ruptura con el hábito y la costumbre constituye el motor que impulsa el feminismo decimonónico. Los ensayos de Arenal privilegian la noción de progreso social hacia un horizonte más igualitario, moral y armónico. El acceso a ese nuevo mundo implicaba una posición social distinta para la mujer, un ser que había sido descrito y representado erróneamente y cuyo desenvolvimiento en el futuro era decisivo para el proyecto nacional, como evidencian las palabras de la escritora: “¿Quién sabe lo que es la mujer, ni menos lo que será?” (1974b: 64). La razón y la lógica van a ser herramientas propicias para el discurso de Arenal que aspira a mostrar la falsedad y los prejuicios que fomentan la desigualdad sexual que se considera el mayor obstáculo para la armonía social y el progreso. Sus textos proponen una crítica rotunda a la ideología patriarcal entendida como sistema de ideas y representaciones que alimenta la conciencia social pero que es al mismo tiempo profundamente inconsciente, es decir, “invisible” para los [ 68 ]


ciudadanos, como sugiere al denunciar que “los grandes males de los pueblos vienen menos de las injusticias que persiguen que de las que toleran y, sobre todo, de las que ignoran” (1974e: 194). Esta idea de la invisibilidad de la ideología prevalente puede interpretarse en los términos en que lo hace Althusser al proponer que ésta es profundamente inconsciente y se relaciona con sistemas de representación impuestos a los individuos (Eagleton, 1994: 88). En este sentido Arenal defiende la importancia de los ideales e insiste en que éstos constituyen un modelo que, cuando es deforme, genera copias anómalas por lo que las injusticias de la historia tienen su filiación en ideas equivocadas. Este reconocimiento del poder invisible permite a la pensadora actuar sobre esa ideología para transformarla elaborando un discurso que aspira a cambiar el sistema mediante una propuesta de igualdad sexual. Los ensayos feministas de Arenal denuncian que los errores que se han venido planteando como verdades incuestionables sobre la mujer han generado injusticias y sus textos establecen las bases para una transformación significativa que pretende instaurar un mundo más armónico. La moralista no dudó en utilizar argumentos teológicos para defender su postura ante la cuestión femenina, subrayando el irrefutable hecho de que Dios había concebido a los dos sexos co[ 69 ]


mo iguales por lo que la oposición a los esfuerzos para dignificar a la mujer constituía una destrucción de “… la obra de Dios, prohibiendo a la mujer el uso de las facultades que de Él ha recibido” (1974d: 171). De hecho, el final de La mujer de su casa presenta un argumento de fraternidad e igualdad sexual procedente del designio divino y advierte a los hombres que el creador no les ha dado la fuerza para que “desfigure y mutile sus obras” (1974e: 283). El sometimiento de la mujer es para Arenal un ejercicio de violencia que desnaturaliza y falsea, idea que se refuerza al sustituir la imagen de los esposos Adán y Eva por la de los hermanos Caín y Abel para apuntalar así un argumento de fraternidad entre los sexos: “Aquella voz que preguntaba a Caín: ‘¿Qué has hecho de tu hermano?’, podría resonar en la conciencia del hombre diciéndole: ‘¿Qué has hecho de la fuerza de la mujer?’  ” (1974e: 284). La crítica de Arenal al discurso desigualitario trata de destruir las representaciones misóginas que supuestamente proceden de la sagrada razón masculina pero que ella considera resultado de la equivocación y la irracionalidad, lo que implica un ataque frontal al logos masculino que se define como incorrecto y desatinado: El error, tarde o temprano, acaba por limitarse a sí mismo, y la primera forma de su impotencia es la contra[ 70 ]


dicción: si quisiera ser lógico sería imposible. La humanidad, que puede ser bastante ciega para dejarle sentar

sus premisas, no es nunca bastante perversa o insensata

para permitirle que saque todas sus consecuencias: le

opone su razón, sus afectos o sus instintos, y él transige;

podemos estar seguros de que donde hay contradicción, hay error o impotencia. Aplicando esta regla al papel

que la mujer representa en la sociedad, por la falta de

lógica del hombre, vendremos a convencernos de su falta de razón, primero, y de justicia, después (1974d: 101, mi énfasis).

Si numerosos escritores y artistas insistían en representar en este mismo momento a la mujer como encarnación de las fuerzas irracionales (Tollinchi, 2004: 545) asociando a su vez al sexo femenino con “los nervios”, Arenal opta por mostrar que el sistema patriarcal atenta contra la lógica e incurre en numerosas contradicciones como prueba el hecho de que se considere a la mujer inferior o menor de edad ante la ley civil mientras que el código penal le impone idénticas penas cuando delinque (1974d: 102-104). La escritora trata de desvanecer prejuicios arraigados denunciando que el logos patriarcal ha errado históricamente y esos fallos generan injusticias derivadas de la insensatez: [ 71 ]


Los problemas de la mujer en sus relaciones con el hombre y con la sociedad, están siempre más o menos fuera

de la ley lógica. ¿Es esto razonable?, ¿es racional siquiera? (1974d: 105).

Ese mismo temor a errar —como había sucedido históricamente al rebajar a la mujer— llevaba a la escritora a argumentar apoyándose siempre en datos, evitando afirmaciones categóricas, revisando continuamente sus textos e incluso haciendo pública su retractación de algunas ideas previas, como ocurre en La mujer de su casa.25 Esta conducta pone de manifiesto que la autora privilegia el razonamiento y su escritura expresa una intensa preocupación por trasmitir la verdad al tiempo que reconoce el valor sustancial de los ideales.26 Arenal, en este sentido, es consciente de mo25   La “Introducción” escrita por su hijo Fernando García Arenal a la edición de la obra La igualdad social y política y sus relaciones con la libertad ilustra muy bien la preocupación de la autora por revisar sus argumentaciones: “Este trabajo fue hecho en 1862, y revisado por primera vez en 1876. No debió mi madre darlo por terminado en esa fecha, cuando en 1892 volvió otra vez a repasar lo hecho en 1862 y 1876” (2000: 7). 26   Arenal rechaza la interpretación peyorativa de la palabra “ideología” y la acusación de “ideólogos” dirigida a quienes adoptan una postura reformista y son vistos como “subversivos del orden moral” (1974e: 197) porque proponen innovaciones drásticas. La ensayista defiende su proyecto reformista amparándose en el derecho a cuestionar lo establecido frente a aquellos que se aferran a lo in-

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verse en un terreno a la vez moral e ideológico desde el que trata de demostrar que su posición se alinea con lo verdadero y moralmente justificable frente a la tradición establecida —y represiva— que no tiene derecho a reclamar ningún reconocimiento universal porque es “ilógica” y no resiste el análisis: Nótese que los auxiliares más poderosos de los verdade-

ros soñadores son los que llaman así a todo el que propone una innovación radical, y no distinguen lo imposible

de lo prematuro ni lo absurdo de lo dificultoso. Si en vez de anatema se empleara el análisis, se distinguiría lo cierto de lo falso, los reformadores de los charlatanes o de los fanáticos (1974e: 196).

La ensayística arenaliana recurre a la práctica de la moderación y a la negociación discursiva y semántica como herramientas para lograr una escritura eficiente, mutable negando toda posibilidad de transformación histórica: “Se comprende la importancia de los ideales, de que tanto se burlan los que califican de ‘ideólogos’ a todo el que no llama definitivo a lo pasajero, absoluto a lo relativo, perfecto a lo acostumbrado y justo a lo que es cómodo para los pocos y tolerado por los muchos […]. Ya sabemos que los ideales pueden ser sueños irrealizables, y lo son algunas veces; pero otras se califican así las aspiraciones más justas y más nobles, a que la pasión, el interés y la ignorancia oponen obstáculos poderosos, pero no insuperables, puesto que con el tiempo se han vencido unos, y en buena lógica debe suponerse que se vencerán otros” (1974e: 196). [ 73 ]


apoyándose en datos a la hora de hacer afirmaciones y haciendo un esfuerzo por distinguir lo imposible de lo prematuro, priorizando el análisis crítico con el objeto de convencer a la opinión pública en esa compleja coyuntura. La prudencia prima en sus ensayos que combinan ideas radicales con un lenguaje moderado, actitud que fue bastante común en el feminismo europeo del momento pues la mayoría de los defensores de los derechos de la mujer trataron de evitar el tono revolucionario en sus propuestas esforzándose por no parecer enemigos del orden existente (Offen, 1987: 341). Estas negociaciones llevadas a cabo por la escritora y la palpable evolución de su pensamiento son aspectos decisivos que obligan a reconsiderar lo que algunos críticos han interpretado como un feminismo notablemente “conservador” (Cambria, 1977: 8). La actitud y la posición adoptadas por la ensayista reflejan en realidad un esfuerzo sutil y productivo que consigue trasmitir una compleja propuesta de cambios y hacerla viable ante la opinión pública, como demuestra su manejo de la tensión entre la denuncia y el mantenimiento del statu quo que le permite avanzar en su proyecto de reforma moral, social y feminista, como ella misma confesaba en Cartas a un señor: … siendo yo radicalmente reformista, soy resueltamente antirrevolucionaria, o lo que es lo mismo, condeno en [ 74 ]


absoluto la apelación a la fuerza para derribar el poder constituido hoy en España (1895: 394).

Esta aparente paradoja del radicalismo antirrevolucionario constituye, en realidad, el marco de toda su ensayística en la que adopta una postura a un tiempo drástica y conciliadora ante los temas más controvertidos ligados a la cuestión femenina.

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2.2. ¿Un pueblo de hombres libres con mujeres esclavas?: el problema de la emancipación En el siglo xix se agudiza la tensión en torno a los conceptos de tradición y progreso27 en tanto que se pretendía aspirar al desarrollo y mejora de la nación pero en una coyuntura bastante más compleja porque el debate sobre la cuestión femenina vino a confluir con esa discusión previa. Mónica Bolufer Peruga subraya que paralelamente al discurso dominante que vinculaba a las mujeres al orden de la naturaleza había surgido en el siglo xviii una corriente de pensamiento que la identificaba con la civilización de modo que “la figura de la mujer se utilizó como símbolo, positivo o negativo, de la civilización de las costumbres y los nuevos valores del capitalismo comercial” (2003: 277). Existía, además, una poderosa conciencia de que el avance y el desarrollo serían impracticables si se ignoraba a uno 27   A finales del siglo xviii se habían incorporado al diccionario español los términos “civilización” y “barbarie” (Neyret) que reflejaban la obsesión discursiva del momento ante esa oposición binaria muy relacionada con la visión de una España atrasada —la idea de que África empezaba en los Pirineos— frente a otros países europeos como Francia que se proponían como modelos de progreso y modernidad.

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de los sexos ya que, en palabras de la propia Arenal, “el hombre no puede progresar dejando a la mujer estacionaria” (1974d: 151). Arenal aspiraba a la prosperidad, el desarrollo y el perfeccionamiento humano28 aunque admitía lo dificultoso de la tarea porque “la civilización, que es muy preferible a la barbarie, constituye un organismo social más complicado, y ha menester más inteligencia y más virtud” (1974e: 229). Según esto la mujer debía ser un auxiliar poderoso del progreso y en “El trabajo de las mujeres” se pone de manifiesto que la esclavitud del sexo es un obstáculo porque la desigualdad sólo conlleva caos e incoherencia: ¿Se quiere hacer un pueblo de hombres libres con mujeres esclavas? ¿Se quiere que la mujer disfrute realmente

de libertad, mientras tenga la argolla de la miseria y de la ignorancia, mientras no mejore su condición económica

e intelectual? […] Se quiere que haya equilibrios estables, orden económico, ni orden alguno, mientras la mitad del

28   La autora suscribe varias veces en sus ensayos la idea de que la tendencia imparable hacia el progreso y la modernización hacía necesario que se produjera una transformación esencial de la sociedad: “Tan grandes cambios como se realizan en los pueblos modernos, su movimiento rápido, vertiginoso, la febril actividad de los espíritus, los progresos materiales, el hervir de las ideas y de las aspiraciones: toda esta gran suma, inmensa, de males y de bienes, exige para que éstos preponderen, cambios y transformaciones de todos los elementos sociales” (1974c: 92).

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género humano, si no hereda, o es sostenida por la familia, o recibe limosna, o don pecaminoso, tiene hambre? (1974c: 94, mi énfasis).

La revolución liberal29 propicia la apertura de un espacio para la sociedad civil y en este momento se afianza la idea de que el ciudadano debe tener protagonismo y por eso Arenal reclama el activismo como ejercicio apremiante para hombres y mujeres pues es necesario que “las fuerzas vivas de la sociedad cooperen con perseverante eficacia, que el ojo de la opinión penetre donde quiera” (1974e: 221). Esta sociedad civil se identifica en buena medida con valores democráticos e igualitarios decimonónicos prevaleciendo ideales de prosperidad, compañerismo y armonía social. La ensayista deploraba que las personas no ejercieran una ciudadanía activa tomando parte en la obra social, tarea que resultaba indispensable para el desarrollo de la nación pues los ciudadanos mecánicos no 29   El proceso revolucionario liberal español supone la crisis del Antiguo Régimen y se inaugura en España con la Constitución de Cádiz de 1812. Otra fecha clave es el año 1820 cuando se produce el alzamiento del general Riego que restauró la constitución gaditana e inició el Trienio Liberal que irá seguido por la Década Ominosa absolutista. José Luis Abellán destaca que “La Revolución de 1868 representa en España la cristalización del liberalismo político” (1998: 87) y vincula ese éxito al hecho de que representa el triunfo del krausismo.

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contribuían al progreso y toda sociedad “necesita el concurso eficaz, activo (no exigible legalmente, pero debido moralmente) de los gobernados” (1974e: 218). Esta idea implicaba tácitamente contenidos igualitarios pues Arenal consideraba que las mujeres debían participar plenamente en esas actividades y criticaba la reticencia de muchas de ellas a asociarse, una postura que podía explicarse por indolencia pero también por las cortapisas de maridos o padres temerosos de la implicación femenina en causas benéficas o por la frecuente ridiculización de la que eran víctimas aquellas que se embarcaban en algún proyecto que entrañaba activismo social o filantropía. Esta pasividad femenina lleva a la autora a hacer en 1892 una pregunta vehemente al hilo de la cuestión social: “¿Dónde están las mujeres?” (1974b: 70) que alude a la invisibilidad del sexo ya que la mayoría de ellas —por voluntad propia o por presiones familiares— renunciaban a ser ciudadanas activas. A este respecto Arenal comentaba con pesimismo que “algunas están donde deben, pero son pocas; tan pocas, que su actividad benéfica se pierde en la inercia general” (ibídem) mientras que encomiaba el activismo social de un puñado de mujeres del pueblo y de la clase media que llevaban a cabo un arduo trabajo para sanear la atmósfera moral (1974a: 50). [ 79 ]


En la obra arenaliana se establece un vínculo poderoso entre feminismo, virtud moral y responsabilidad humana pues el reformismo de su proyecto social es inseparable de su feminismo (Cibreiro, 2007: 34). Emilia Pardo Bazán subrayaba que las ideas de Arenal sobre la cuestión femenina habían sido minusvaloradas por la mayoría de sus contemporáneos y documentaba su opinión argumentando que las conferencias impartidas en el Ateneo de Madrid como homenaje tras su muerte analizaban sus ideas penitenciarias, sociales y literarias pero no sus ideas sobre la mujer, probando así la resistencia de sus coetáneos a valorar esta faceta tan relevante de su pensamiento. Pardo Bazán sugirió que la fría acogida a su ideario feminista se debe a que esa temática era la que tenía en aquel momento menos posibilidades de “captarse la benevolencia y el asentimiento de la muchedumbre” (1999: 199) por lo que los panegiristas de la autora optaron por destacar otros aspectos menos espinosos al analizar su producción y ello contribuyó a desplazar aquellos textos más comprometidos con la causa de su sexo. Para Arenal, no obstante, el compromiso feminista resultaba inseparable de su vocación progresista y reformista radical. La cuestión social y la cuestión feminista se convertían así en temas inseparables que se reforzaban mutuamente dado que la exigencia de una participación [ 80 ]


civil en el proyecto nacional suponía la implicación directa de ambos sexos, reconociendo de forma implícita su igualdad. En este sentido Pardo Bazán reivindicaba el programa feminista de Arenal por entender que si se dejaba de lado ese aspecto era imposible aspirar a una comprensión total de su visión social y de su proyecto humanista. Un texto de Juan Valera titulado “Meditaciones sobre la educación humana” (1902) invitaba a los ciudadanos precisamente a adoptar la opción contraria, renunciando a las obligaciones civiles al considerar que se trataba de un deber que atañía exclusivamente a los políticos. El novelista opinaba que tanto hombres como mujeres debían ocuparse más de su casa y dejar el trabajo de gobierno para los políticos, es decir, para el novelista el activismo civil era una forma de intrusismo especialmente preocupante en el caso de la mujer ya que ésta debía concentrarse en su labor al frente del gobierno doméstico. La insistencia de Arenal en relacionar la responsabilidad individual con la moral pública y lo feminista con lo social (feminismo y activismo) constituye uno de los rasgos más llamativos de su ensayística en la que prepondera la idea de que los pueblos deben esperar la salud “del empleo racional y armónico de todas sus fuerzas (de todas)” (1974e: 200). Esta alusión a la armonía de todas las fuerzas encaminadas hacia un pro[ 81 ]


yecto común es similar al planteamiento hecho unos años más tarde por el francés Léopold Lacour quien proponía sustituir la palabra “feminismo” por la expresión “humanismo integral” (1897: vii) por considerar que la condición primera para una revolución humana era la liberación de la mujer. Arenal se mueve en esas mismas coordenadas que ponen el acento en la doble obligación moral del ser humano de ambos sexos que se debe tanto a su familia como a la sociedad, una visión opuesta a la de Valera, quien propugnaba que el ciudadano debía permanecer en el espacio privado y ceder los asuntos de estado a los gobernantes: Basta y sobra con la ilustración suficiente para confiar en el hombre político honrado que sepa defendernos, hacer que se cumpla la ley, que se conserve el orden […] no

vale para que cada hombre o cada mujer se empeñe en gobernar a todos y deje de gobernar su casa (1958: 1426).

Arenal, por el contrario, lamentaba que en España escasearan las virtudes sociales en ambos sexos (1974e: 205) y consideraba que el retraimiento social de la mujer de su casa no sólo era dañino para ella misma sino que perjudicaba a la sociedad al entibiar también las virtudes de los hombres que vivían bajo su mismo techo. [ 82 ]


Las ideas renovadoras de Arenal se relacionan con el proyecto de reforma cultural llevado a cabo por los krausistas a finales del siglo xix.30 Para estos intelectuales la educación era el motor del progreso y la emancipación de la mujer el “nudo central de cualquier hipotética renovación civil del país” (Santalla, 1995: 147). En este sentido la emancipación de la mujer constituía una idea-fuerza que aspiraba a la “recomposición y elevación de la sociedad” (Di Febo, 1976: 80) y, en cierta manera, a la creación de una “ciudad futura” con ciudadanos de ambos sexos viviendo en armonía, como proponía Lacour. Si la relación entre iguales y compañeros implicaba armonía y progreso, el sometimiento femenino suponía el estancamiento de la humanidad y Arenal consideraba imprescindible liberar al sexo de esa esclavitud, denunciando su opresión y reivindicando los derechos que le correspondían para poder rescatarla de la “argolla de la miseria y de la 30   Arenal mantuvo relaciones de amistad con Giner de los Ríos, Gumersindo de Azcárate y Fernando de Castro, con quien colaboró en la creación del Ateneo Artístico y Literario de Señoras (1869) dedicándole unas palabras de homenaje en su artículo “Estado actual de la mujer en España”: “… fundador de la Escuela de Institutrices, don Fernando de Castro, de bendita memoria. Aunque no escribo para su patria y la mía, séame permitido consagrar este recuerdo al hombre más humano que he conocido: quien amó tanto a todos los hombres bien merece no ser considerado como extranjero en ningún país” (1974a: 54-55).

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ignorancia” (1974c: 93). Esta idea muestra un considerable esfuerzo por crear realidades alternativas anticipando el advenimiento de una sociedad más igualitaria y armoniosa. En La mujer del porvenir se aclara el sentido otorgado a la idea de “emancipación” insistiendo en los derechos civiles, el derecho al trabajo y la independencia moral pero supeditándola todavía a la autoridad patriarcal del varón dentro de la familia, una idea que matizará en escritos posteriores. La escritora llevó a cabo una compleja pirueta retórica para evitar que sus esfuerzos fueran recibidos con desaprobación y por eso mismo definió a la mujer del porvenir destinada a habitar nuevos espacios evitando cuidadosamente identificarla con la mujer emancipada: ¿Defendemos lo que se ha llamado emancipación de la mujer? No está muy bien definido lo que con estas pala-

bras se quiere dar a entender, y nosotros deseamos consignar con claridad nuestro pensamiento.

Queremos para la mujer todos los derechos civiles.

Queremos que tenga derecho a ejercer todas las pro-

fesiones y oficios que no repugnen a su natural dulzura.

Nada más. Nada menos […]. Queremos la indepen-

dencia de la dignidad, la independencia moral de un ser racional y responsable; pero estamos persuadidos de que la felicidad de la mujer no está en la independencia sino [ 84 ]


en el cariño, y que como ame y sea amada, cederá sin esfuerzo por complacer a su marido, a su padre, a su hermano y a su hijo (1974d: 185).

La ensayista utiliza estratégicamente la noción de “cariño” y enfatiza la capacidad de la mujer para ceder, amoldándose a las expectativas masculinas y sometiéndose a la autoridad patriarcal. En su obra de 1862 La igualdad social y política la autora baraja también estos mismos conceptos de emancipación y de independencia, rechazando la primera a favor de la segunda con objeto de limar las inevitables asperezas que surgían en torno al debate sobre la emancipación, tomando distancia con respecto a una expresión que despertaba dudas, cuando no abierto rechazo.31 No obstante, es obvio que como intelectual y activista Arenal perseveraba en su lucha a favor de la independencia de la mujer y su progresiva adquisición de derechos: “No queremos lo que se entiende por la mujer emancipada, sino lo que debe entenderse por la mujer independiente” 31   Como ella misma manifiesta al establecer que el valor de la expresión era conflictivo y existía confusión sobre el término: “La emancipación de la mujer ¿no se toma en mala parte? Podrá decirse que es porque no se fija bien el valor de las palabras; y aunque haya en esto algo o mucho de cierto, tampoco cabe duda de que la confusión de las palabras corresponde a la de las ideas, y que a lo poco definido hay que añadir lo mal definido” (1974e: 198).

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(2000: 136). Cuando la escritora privilegia la noción de “independencia” frente a la idea de “emancipación” elude utilizar el término controvertido y estigmatizado y esa negociación semántica obedece a un esfuerzo para eliminar la sensación de ruptura privilegiando la continuidad de un sistema que debía perfeccionarse para aspirar a la armonía sin alterar bases sustanciales como la paz familiar o los vínculos sentimentales. Arenal era consciente de vivir un momento de cambio y controversia en que la familia y la sociedad se estaban transformando ya que la mujer del presente era … una mujer de transición, con todos los defectos y las desdichas de quien vive en medio de la lucha del pasado

y del porvenir, marchando por el caos a la luz de los relámpagos (1974d: 148).

Esta referencia a la tormenta remite también al agrio debate en torno a la cuestión femenina, haciendo patente el temor de la ensayista a que la polémica pudiera ralentizar la consecución de dos derechos inalienables de la mujer —la educación y el acceso a las profesiones— que ella consideraba esenciales para alzarla de su rebajamiento. En La mujer del porvenir declara que la felicidad femenina la proporciona el cariño (y no la independencia) y por eso defiende la “depen[ 86 ]


dencia del cariño” al tiempo que exige la “independencia moral” en tanto que ser racional y responsable (1974d: 185). Con esta argumentación Arenal rechazaba una postura controvertida que podía levantar ampollas pero sin renunciar a exponer un mensaje radical (educación de la mujer, independencia moral, dignidad, igualdad legal) que se endulzaba con una narrativa que insistía en los vínculos del cariño familiar y la capacidad de la mujer para resignarse. En La mujer del porvenir su propuesta es muy mesurada y, aunque critica la tiranía y el despotismo, considera axiomática la autoridad masculina y el hombre permanece al mando como indisputable pater familiæ: … ¿quién mandará en casa, quién será el jefe de la fa-

milia? Mandar despóticamente, no debe mandar nadie;

tener fuero privilegiado, no debe tenerle ninguno […]. Pero el hombre es físicamente más fuerte que la mujer;

es menos impresionable; menos sensible, menos sufrido, lo cual le hace más firme, más egoísta, y le da una superioridad jerárquica natural, y por consiguiente eterna, en

el hogar doméstico […]. La mujer, que ha de ser madre, ha recibido de la naturaleza una paciencia casi infinita, y debiendo por su organización sufrir más, es más sufrida que el hombre […]. Por más derechos que le concedan

las leyes, la mujer, a impulsos del cariño, cederá siempre [ 87 ]


de su derecho; callará sus dolores para ocuparse en los de

su padre, su marido o sus hijos; la abnegación será uno de sus mayores goces […]. No queremos ni tememos con-

flictos de autoridad en la familia bien ordenada, de que el

hombre será siempre el jefe, no el tirano (1974d: 168-169).

Esta cita que insiste en un carácter femenino naturalmente paciente y abnegado constituye un buen ejemplo del esfuerzo de Arenal por templar su primer discurso feminista rehuyendo el uso de un tono rebelde que perjudicaría su difusión. De hecho, ella misma revisa la noción de “naturaleza” femenina en su ensayo “La educación de la mujer” donde proclama —para defender a la mujer de la acusación de ser naturalmente frívola— que es imposible conocer cuál es su personalidad en tanto que el sexo siempre ha estado sometido y se ha prescrito constantemente sobre su carácter. Según esto Arenal define la esencia femenina como “un laberinto, cuyo hilo no tenemos” (1974b: 64) idea en la que coincide con su contemporáneo Stuart Mill para quien la naturaleza femenina era, en realidad, una creación artificial y masculina: … niego que nadie conozca o pueda conocer la natura-

leza de los dos sexos, puesto que sólo se han visto en su

relación mutua actual […]. Lo que ahora se denomina [ 88 ]


la naturaleza de las mujeres es algo eminentemente artificial, el resultado de una represión obligada en unas direcciones y una estimulación innatural en otras […] en

el caso de las mujeres, se ha empleado siempre el cultivo

de invernadero para algunas de las capacidades de su naturaleza, en beneficio y placer de sus señores (2001: 171).

La retórica de Arenal conciliaba la demanda feminista con el talante moderado, suavizando el tono con alusiones a la virtud femenina y a la sagrada figura de la madre para demostrar que tanto su escritura como la representación de la mujer del porvenir eran absolutamente inofensivas para el sistema vigente porque “hay mucho que esperar y nada que temer para la armonía y paz doméstica de la educación intelectual de la mujer” (1974d: 171). La ensayista alude indirectamente a esta forzosa cautela al insistir en que escribe “para la España de hoy” (1974e: 185), lo que implica que reconoce la necesidad de adaptar el texto a las circunstancias dado que la cuestión femenina levantaba ampollas en la sociedad decimonónica. Sus objetivos, no obstante, eran poderosamente reformistas porque abogaba por otorgar educación, derechos y dignidad a la mujer, abrirle el acceso a las profesiones y convertirla en compañera del hombre para constituir una nueva sociedad marcada por el bienestar social y doméstico. [ 89 ]


Esta maniobra narrativa sutil y compleja logra armonizar dos formas aparentemente opuestas de entender el feminismo, una postura tan sofisticada que algunos autores veían a Arenal como una feminista radical mientras que otros como Alarcón y Meléndez la ponían como modelo de un feminismo sensato y cristiano (Cibreiro, 2007: 56). Las propuestas de Arenal muestran la interacción entre lo que se ha dado en llamar feminismo relacional y feminismo individualista. Estos dos argumentos o modos de ser del feminismo estaban con frecuencia más vinculados de lo que su carácter aparentemente opuesto deja suponer. El feminismo relacional defendía “la primacía de una pareja, hombre/mujer, no jerárquica y sustentada en el compañerismo” (Offen, 1991: 117) mientras que el feminismo individualista presentaba al individuo como unidad básica con independencia del sexo pero, sin embargo, ambos principios argumentativos (relacionales e individualistas) coexistieron en la obra de autoras tan significativas como Mary Wollstonecraft o Elizabeth Cady Stanton. Arenal reconocía explícitamente la desventaja de las mujeres españolas: “… son el niño oprimido a quien se hace siempre guardar silencio, o el niño mimado que impone su voluntad” (1974d: 103) y esta situación impidió que se fraguara en un primer momento un discurso destinado a examinar a la mu[ 90 ]


jer como ser independiente. Esto explica la convivencia de mensajes que parecen antitéticos en La mujer del porvenir como es el énfasis simultáneo en la “independencia de la dignidad” y la “dependencia del cariño” (ibídem), vinculándola con los otros a nivel afectivo y familiar al tiempo que subrayaba su dignidad personal inalienable. En 1892, en cambio, cuando Arenal escribe su artículo “La educación de la mujer” no solo su pensamiento ha evolucionado sino que también el debate emancipista ha ido dando sus frutos,32 es decir, la coyuntura histórica es distinta y por ello la escritora plantea no sólo la dignidad de persona y la entidad moral e intelectual del sexo sino que el ensayo constituye un excelente ejemplo de argumentación individualista al sustituir la etiqueta de “compañera” por la de “persona”, rechazando que la única misión de la mujer esté asociada a su función maternal y familiar, privilegiando sus derechos y su estatus de sujeto independiente. Todos estos argumentos se relacionan íntimamente con la arriesgada desmitificación de la figura del ángel del hogar que toma cuerpo en La mu32   Es preciso tener en cuenta que entre una y otra obra median veinte años pues La mujer del porvenir se escribió en 1861, siete años antes de publicarse. Su obra La mujer de su casa viene precedida por una “Advertencia” en la que comenta que este segundo libro pretendía llenar los vacíos del primero reconociendo que había modificado su opinión sobre algunos temas (1974d: 192).

[ 91 ]


jer de su casa, ensayo en el que se proclama la necesidad de que la mujer extienda su esfera de acción fuera del hogar doméstico: Es un error grave, y de los más perjudiciales, inculcar a la

mujer que su misión única es la de esposa y madre; equivale a decirle que por sí no puede ser nada, y aniquilar en

ella su yo moral e intelectual […]. Lo primero que nece-

sita la mujer es afirmar su personalidad, independiente

de su estado, y persuadirse de que, soltera, casada o viuda, tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie (1974b: 67).

Lo cierto es que Arenal se apoyó alternativamente en argumentos relacionales e individualistas pero todos sus ensayos de temática feminista llevan a cabo una valiente denuncia de la opresión de la mujer. La autora era consciente de que la estructura económica e intelectual del sistema patriarcal funcionaba como un yugo que producía el rebajamiento del sexo y denunció esa situación a nivel internacional en su ensayo “Estado actual de la mujer en España”: … el hombre se encuentra con superioridades que exagera, y que, si no son naturales, son positivas. Armado con ellas, arroja a la mujer de casi todos los trabajos inteli[ 92 ]


gentes y lucrativos; y, degradada en la esfera económica y

rebajada en la intelectual, puede inspirar cariño, interés, compasión, pero no respeto. Como tratándose de grandes colectividades no hay afecto, ni generosidad, ni nada que pueda suplir a la justicia, el que la niega de un modo

permanente oprime, por más que barnice y dore y cubra de flores el yugo (1974a: 40).

Según esto las desventajas intelectuales y económicas colocan a las mujeres en una posición de sometimiento que determina que estén embrutecidas por su escasa educación y que sean económicamente dependientes y, por eso mismo, Arenal reconocía que cualquier referencia a la “emancipación” de las mujeres se cargaba de amarga ironía en un contexto donde la mayoría de ellas vivía en situación de exclusión e inferioridad: … la condición de la mujer española en la esfera econó-

mica es deplorable y, si no fuera triste, sería ridículo hablar

de su emancipación, cuando el estómago la sujeta a todo género de esclavitudes (1974a: 32, mi énfasis).

A lo largo de más de treinta años Arenal escribió ensayos que censuraban esta situación y exigían soluciones, volviendo una y otra vez a insistir en el tema, [ 93 ]


modificando y revisando sus planteamientos porque era consciente de que … la verdad moral no surge repentinamente, como una

luz que hace desaparecer las tinieblas, sino que se va infiltrando por el cuerpo social a través de numerosos obstáculos (1974e: 195).

El punto de partida de sus dos textos más extensos La mujer del porvenir y La mujer de su casa ilustra a la perfección su empeño reformista pues comienza la primera de estas obras expresando su deseo de “desvanecer los errores que existen con respecto a la mujer” (1974d: 105), cuestionando así los pilares mismos del pensamiento hegemónico, mientras que en la segunda manifiesta su convicción de que a la mujer se le ha impuesto un modelo de perfección equivocado que insiste en su domesticidad para mantenerla sometida al tiempo que se impide su acción social benéfica, una idea que la llevará a desmantelar enérgicamente la imagen del ángel del hogar. Estas reivindicaciones generan una argumentación innovadora sobre la posición de la mujer en la sociedad. La propia Arenal conocía la dificultad de semejante empresa intelectual y sabía que se encontraba en una posición desfavorable en tanto que sus ideas radicales podían percibirse co[ 94 ]


mo subversivas para el sistema. Conociendo perfectamente la enorme controversia sobre el tema dedicó muchas páginas a defender los derechos de su sexo, poniendo en evidencia la opresión de la mujer, señalando innumerables errores en la imagen de ella que se promocionaba y dispersaba en el imaginario cultural, probando que su inferioridad no era tal, sino consecuencia de la desigualdad instituida y denunciando el modelo cultural deforme que aspiraba a producir copias de una feminidad inadecuada. Arenal se convierte así en uno de aquellos reformistas que ella definía como “apóstoles de realidades que se tuvieron por sueños” (1974e: 196) al apoyar fervorosamente la causa de la emancipación femenina al mismo tiempo que renunciaba a utilizar esa polémica expresión y arropaba su esfuerzo bajo otros términos menos beligerantes que, no obstante, conservaban una vocación marcadamente feminista. Semejante táctica respondía a una compleja negociación con el contexto histórico y sociopolítico, como ella misma manifestaba en una carta escrita desde Gijón en 1880 en la que confesaba a la feminista inglesa Josephine Butler33 que el trabajo refor33   Butler (1823-1906) llevó a cabo una ardorosa campaña a nivel internacional en la que se oponía a la regulación de la prostitución por parte del estado mediante la legislación ligada a las Leyes de Prevención de las Enfermedades Venéreas (Contagious Diseases Acts) en el Reino Unido.

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mista que se estaba llevando a cabo en España en favor de la recuperación moral de la mujer se parecía al de los obreros que trabajaban sin descanso colocando cimientos bajo las aguas del mar sin ver su obra concluida pero sabiendo que avanzaban de una manera invisible (Arenal, 1880: 88). La lucidez y la destreza narrativa de Arenal para exponer sus planteamientos, junto con la capacidad para velar aquellos aspectos de la lucha que pudieran comprometer sus objetivos prioritarios, son un perfecto ejemplo de esa labor sumergida que en la siguiente centuria empezaría a dar sus frutos.

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2.3. No hay sexo débil: la supuesta inferioridad femenina Geraldine Scanlon ha subrayado que la religión y la ciencia funcionaron como fuentes de autoridad que trasmitían discursos antifeministas que insistían en la inferioridad y el sometimiento de la mujer (1986: 159). La narración del Génesis definía a la mujer como pecadora por excelencia, colocándola en una posición subordinada ya que debía parir con dolor y estar sometida a su marido. El mito fundacional apoyaba así la idea de que el sometimiento de la mujer derivaba de la voluntad divina y la exigencia de igualdad con el hombre se interpretaba como un ataque contra esa voluntad, una posición que Alarcón y Meléndez calificaba de “feminismo inaceptable”, por considerar gravísimo que la mujer se apartara del catolicismo y de la autoridad masculina para convertirse en un monstruo que atentaba contra los designios del creador: El movimiento feminista, que no obedece al impulso de

Dios, sino de Satanás, empieza por causar risa y acaba por causar asco y espanto […] ellas quieren también que-

dar sin Dios y sin amo, sin ley y freno de sus vehementísimas pasiones (1908: 38).

[ 97 ]


Posteriormente, cuando la explicación creacionista empezó a desacreditarse al ser refutada por la teoría de la evolución se hizo necesario sustituir un discurso antifeminista por otro y entonces se empezaron a utilizar argumentos científicos (Scanlon, 1986: 161-162) que, apoyándose en el concepto de debilidad física o en el menor tamaño del cerebro, deducían la menor capacidad intelectual de la mujer. Arenal se esforzó en rebatir la extendida creencia en la inferioridad de la mujer y la opresión derivada de dicha ideología que implicaba un estatus de ciudadana de segunda fila o menor de edad permanente. Sus ensayos feministas llevan a cabo un proyecto de dignificación de la mujer incidiendo en las consecuencias legales, físicas, intelectuales y morales que se derivan de un sometimiento injusto: Pensadores, filántropos, hombres ilustrados y caritativos, amantes de la ciencia y de la humanidad, no compren-

den cómo ésta no va más deprisa por las vías del progreso […]. ¿Cuál será la causa? Muchas puede haber; pero

una, y muy poderosa, es sin duda la ignorancia de la mu-

jer, punto de apoyo para el error, obstáculo para la difusión de la verdad (2000: 128).

Arenal creyó conveniente espantar esos prejuicios refutando los argumentos que insistían en la inferio[ 98 ]


ridad intelectual, moral y física del sexo femenino para mostrar que semejantes juicios no sólo eran injustos sino también incorrectos por ser el resultado de aplicar exclusivamente una razón patriarcal desatinada. 2.3.1. ¿Inferioridad intelectual, moral o física? La misoginia abundaba en el discurso científico decimonónico que insistía en establecer paralelos entre las mujeres, los niños y las tribus primitivas insistiendo en su menor inteligencia como consecuencia de la pequeñez de sus cráneos ( Jagoe, Blanco et al., 1998: 313). Arenal elige comenzar La mujer de porvenir rebatiendo ese discurso científico al poner de manifiesto que es preciso investigar si la inferioridad social de la mujer es … consecuencia de su inferioridad orgánica; si así como su sistema muscular es más débil, su sistema nervioso es

también más imperfecto; si hay en ella una desigualdad congénita que la rebaja (1974d: 106).

Se hacía necesario, por tanto, refutar la narrativa sobre la desigualdad intelectual que con frecuencia servía para apoyar una visión de la mujer como ser irracional. En este ensayo Arenal impugna los argumentos del doctor Franz Joseph Gall (1758-1828) en el ámbito de la frenología, una pseudociencia muy popular [ 99 ]


en el siglo xix.34 Gall en su obra Physiologie du cerveau (1808) había planteado que la distinta forma y tamaño del cráneo femenino daba cuenta de la inferioridad intelectual de la mujer pero Arenal en el segundo capítulo de La mujer del porvenir llevó a cabo una vigorosa impugnación de esas teorías citando ampliamente el texto del frenólogo alemán y concluyendo que para este autor “la inferioridad intelectual de la mujer es orgánica” (1974d: 108). La ensayista aduce que esas ideas se contradicen con lo expuesto en otras partes del libro porque Gall da por sentada la inferioridad intelectual de la mujer pero plantea a su vez que la perfección no depende de la cantidad de masa cerebral sino de la organización más o menos perfecta del cerebro. Arenal rebate de forma concluyente el argumento del tamaño al apuntar que esta tesis implicaría reconocer que todos los animales grandes serían más inteligentes que el hombre. Al mismo tiempo la escritora expone objeciones a la argumentación de Gall sugiriendo que este autor, “tan circunspecto casi siempre, resolvió 34   Definida por Hartzenbusch en el Diccionario Enciclopédico Hispano-Americano de 1891 como la “hipótesis fisiológica de Gall, que considera el cerebro como una agregación de órganos, correspondiendo a cada uno de ellos diversa facultad intelectual, instinto o afecto, gozando estos instintos, afectos o facultades mayor energía según el mayor desarrollo de la parte cerebral que les corresponde” (1891: 735).

[ 100 ]


esta cuestión sin meditarla bastante” (1974d: 107) pues era posible sostener sin mucho esfuerzo cualquier representación cultural misógina sin necesidad de aportar datos empíricos porque tradicionalmente se había representado a la mujer como un ser inferior. Una vez descartada la tesis que iguala el menor tamaño del cráneo con una capacidad intelectual inferior Arenal refuta las teorías de Gall utilizando los argumentos de éste sobre la “irritabilidad” del cerebro según los cuales la energía de sus funciones no depende únicamente del tamaño sino de esa irritabilidad. Arenal se apropia aquí de una evidencia que se utilizaba también con frecuencia contra las mujeres: la idea de que eran más nerviosas, sensibles y emotivas, lo que las hacía también más propensas al desequilibrio mental. Showalter apunta que la crítica feminista contemporánea ha relacionado esa identificación entre mujer y locura con una tendencia de nuestro sistema binario de pensamiento a vincular de forma acrítica “irracionalidad”, “silencio”, “naturaleza” y “cuerpo” con la mujer al tiempo que se identifica al hombre con las nociones de “razón”, “discurso”, “cultura” y “mente” (1985: 3-4) pero Arenal fue capaz de darle la vuelta al argumento al utilizar con astucia la idea de una “mayor actividad nerviosa” femenina uniéndola a la noción de “irritabilidad” de Gall para exponer la hipótesis de que probablemen[ 101 ]


te la mujer podía hacer mayor trabajo intelectual con menor volumen cerebral en virtud de la mayor irritabilidad de su cerebro: Gall dice, y todo el mundo sabe, que el sistema nervioso

de la mujer es más irritable […]. Siendo, pues, más activo, ¿no podrá hacer el mismo trabajo intelectual con menor volumen? (1974d: 109).

Al refutar a Gall Arenal demuestra que la inferioridad intelectual de la mujer no obedece a motivos orgánicos y expone que el trabajo de la inteligencia no es una actividad espontánea del hombre sino que necesita de ejercicio continuado. Semejante entrenamiento no se producía en el caso de la mujer porque no sólo se la disuadía cuando trataba de ejercitar su talento sino que se la imposibilitaba materialmente para ello porque apenas se instruía a las jóvenes. En La mujer del porvenir se plantea que todas las diferencias provienen de esa falta de instrucción y se establece que el escaso ejercicio mental era la verdadera causa de que las facultades intelectuales de las mujeres no se revelaran ya que no habían podido ejercitarse. Esta reflexión sobre la igualdad intelectual de la mujer abre paso a otro argumento que en el siglo xix empezó a ser bastante vigoroso: la idea de su superioridad en ciertas esfe[ 102 ]


ras. Arenal consideraba que la mujer era más paciente, sensible y compasiva, lo que la hacía moralmente mejor y la convertía en el sexo piadoso por excelencia. Esas cualidades que se establecen como virtudes femeninas innatas responden también a las expectativas culturales sobre el carácter femenino pues se esperaba que las mujeres se comportaran de esa forma. Arenal alude a esta cuestión exponiendo que “el deseo de agradar […] la hace muy sensible a la reprobación” (1974d: 116), sugiriendo que se la instaba a ser de esa manera: resignada, compasiva e incapaz de delinquir y de todo esto se deducía que la mujer hacía más bien a la sociedad y era mejor que el hombre (1974d: 114-116). En el capítulo 3 de La mujer del porvenir titulado precisamente “Inferioridad moral de la mujer” aparece una argumentación que trata de demostrar con datos que la mujer no es moralmente inferior al hombre sino todo lo contrario. Esta idea de la victoria moral femenina se relaciona con una tendencia creciente a considerar al sexo como depositario de una virtud más firme y elevada. Históricamente se veía a la mujer como pecadora por excelencia y por ello se la debía vigilar para evitar que atentara contra la autoridad del padre o el marido, pero a partir del siglo xix se empieza a ver al hombre como criatura caída y a la mujer como el ser investido de una moralidad superior que no está corrompida [ 103 ]


por el comercio o la política ( Jagoe, 1994: 17). El padre Claret, uno de los moralistas españoles más destacados del siglo, expresaba claramente su fe en la preeminencia moral de la mujer: “en el mundo moral el trono es de la mujer, como en el físico es del hombre” (1860: 6), una idea que la convertía en garante y eje de la moralidad familiar y pública (Blanco, 1993: 92). En La mujer del porvenir se menciona que la mujer es más compasiva, sensible y paciente y por tanto se preocupa más por los otros encargándose de atender a aquellos que están en una posición desfavorecida: “¿quién padece con los que sufren y es compasiva como la mujer?” (1974d: 114). La ensayista aporta una serie de datos “empíricos” que pretenden demostrar esa superioridad moral al exponer que la mujer soporta mejor los vaivenes de la vida, su fe religiosa es más fuerte y comete menos delitos y crímenes, lo que la hace moralmente mejor (1974e: 117).35 Rosario Cambria ha interpretado esa visión arenaliana de la superioridad moral femenina como un estereotipo sexista según el cual la ensayista en su deseo de refutar los estereotipos femeninos creados 35   Como ella misma subraya en su carta “A las corrigendas”: “… el mal en la mujer choca, sorprende, asombra; los mismos vicios y crímenes son en ella más repugnantes y odiosos que en el hombre, y por eso cuando llega a ser tan mala como él parece infinitamente peor” (1894: 50).

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por el hombre inventó los suyos propios que pueden parecer positivos pero que se revelan igualmente erróneos (1977: 14). En realidad esa creación de estereotipos favorables a la mujer forma parte de una estrategia de refutación del statu quo que elimina o sustituye progresivamente todas las caracterizaciones de la mujer que la colocan en una posición desventajosa. La táctica narrativa de Arenal consistió en replicar a los autores que insistían en la inferioridad orgánica y moral de la mujer colocándola en un plano más elevado: el de la igualdad intelectual y la superioridad moral con respecto al hombre. Esa preocupación por la situación moral en España es una constante en su obra donde se critica la “grandísima depravación de costumbres” (1974a:50) y esa denuncia de una coyuntura moral nociva permitía generar una imagen de la mujer como estandarte de ideales de integridad y moralidad. Esa fuerza moral femenina se revelaba en el cumplimiento del deber a pesar de no gozar del mismo reconocimiento que se le otorgaba al hombre cuando éste hacía ejercicio ostensible de virtud: Cuando el hombre cumple un deber difícil, recibe aplauso por su virtud; los de las mujeres se ignoran: sin más

impulso que el corazón, sin más aplauso que el de la con[ 105 ]


ciencia, se quedan en el hogar, donde el mundo no pe-

netra más que para infamar; si hay allí sacrificio, abnegación sublime, constancia heroica, pasa de largo: sólo entra cuando hay escándalo (1974b: 64).

Arenal incorporó una serie de matices en su discurso sobre la victoria moral del sexo pues era consciente de que existía también una “honda perturbación del sentido moral de la mujer” (1974a: 44) dado que a veces se hacía cómplice de la inmoralidad de los hombres. Esta idea supone una alusión al doble estándar, es decir, a la existencia de una moral masculina y otra moral femenina marcadas por raseros diferentes.36 En este sentido el yerro moral de la mujer muchas veces se estigmatizaba porque se daba por sentada su vir36   Actitud justificada por Manuel de la Revilla basándose en la diferente “naturaleza” de los sexos: “No es, pues, fruto exclusivo de una preocupación absurda el riguroso fallo que la moral social dicta contra la mujer que cae y que tanto contrasta con la benevolencia que al hombre otorga. Hay en ese fallo un reconocimiento tácito de la diversidad de naturalezas que entre el hombre y la mujer existe y que impone a ésta mayores trabas que a aquél. Hay, sobre todo, la conciencia de una necesidad social ineludible: la de que la mujer se destine únicamente a la vida conyugal y posea todas las condiciones que esta vida requiere, harto distintas de las que se exigen en el hombre. Esta legislación social, nacida de la opinión y de la costumbre más que de la ley, podrá contradecir las leyes de la moral teórica, pero es la que mejor se adapta a la realidad de las cosas, y, sobre todo, la única posible en la actual organización de la sociedad” (1879: 170-171).

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tud intachable mientras que en el caso de los hombres su vida escandalosa era recibida con complacencia, lo que contribuía a desequilibrar aún más las relaciones entre los sexos: La conducta de éstos, la más escandalosa, la más pervertida, no les perjudica, antes les favorece para hallar facilidad en galanteos y ventajas en el matrimonio. Un calavera cuyas aventuras con mujeres casadas haya pregonado

el escándalo agrada más, tiene más partido, se casa mejor, que un joven de buenas costumbres, que emplease en trabajar el tiempo que el otro dedicó a la disipación y a los vicios […] esta complaciente tolerancia para los vicios de

los hombres, va muchas veces unida a maligna severidad respecto a las personas de su sexo (1974a: 44-45).

Esta cita hace referencia al hecho de que la sociedad condenaba solamente las relaciones sexuales femeninas antes o fuera del matrimonio.37 En todo caso la 37   Juan Valera reflexionó sobre la doble moral que permitía que las acciones que convertían a la mujer en una perdida se consideraran casi necesarias para un hombre: “Si al llegar, pongamos por caso, a la edad de veinticuatro años, una muchacha soltera ha tenido un desliz, esta muchacha está perdida. Y, en cambio, si un hombre, al llegar a los veinticuatro años, no siendo un venerable santo o no siendo por lo menos un Newton o un Leopardi, conserva incólume y sin ningún menoscabo su pureza, la rechifla, la burla, la chacota, es el premio de su virtud; apenas queda alguien que no la suponga

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garante de la nueva moralidad era la mujer puesto que la esfera doméstica se instalaba sobre su virtud. Arenal, en cambio, rechazaba esa distinción y exigía una moral universal al tiempo que abominaba de la “complaciente tolerancia para los vicios de los hombres” (1974a: 45), postura que se refleja poderosamente en su abierto rechazo a la prostitución.38 La escritora llevó a cabo también una intensa labor para desvanecer los prejuicios que contribuían a generar una visión de la mujer como ser débil apoyándose en su inferior fortaleza física y rebatió esos argumentos desde distintas posiciones: insistiendo en rechazar la fuerza bruta como prueba de superioridad y estableciendo que la mujer es fuerte de una forma distinta a la del hombre. Según esto una sociedad no debe medirse hipocresía, o que no la atribuya a deplorable defecto físico, o que no la mire como falta grotesca y risible” (1958: 1416). 38   La opinión pública tendía en general a considerar a las prostitutas un “mal necesario” para canalizar los impulsos sexuales de los hombres. Para Arenal era inaceptable admitir la prostitución o reglamentarla porque legitimaba una práctica que constituía un foco de infección y peligro para toda la sociedad y por eso apoyó desde su revista La Voz de la Caridad la causa de la Federación Abolicionista Internacional fundada en 1875 por Josephine Butler aunque tuvo luego que abandonar su implicación por las presiones recibidas (Guereña, 2003: 353). Arenal denunció que la desigualdad económica, la miseria y la ignorancia eran las que empujaban a la mujer a tener que comerciar con su cuerpo y se negó a culpabilizar a las prostitutas al verlas como víctimas del sistema. [ 108 ]


exclusivamente por la idea de potencia pues el excesivo apego a la fuerza muscular muestra más bien la rudeza y el atraso en que se encuentra sumida la nación: En un país en que la fuerza bruta tiene todavía una gran preponderancia, la debilidad muscular ha de ser conside-

rada como una gran imperfección, y en la mayor y más ruda parte del pueblo; tal es, si bien se mira, el origen

de la superioridad que el hombre se atribuye en todo (1974a: 40).

Esta idea se relaciona con ideales antiautoritarios y antiviolentos expresados a través del desprecio de la fuerza como único aval de supremacía. La escritora revisa ampliamente esta cuestión apuntando que la fuerza bruta es propia de tiempos de barbarie y de muchedumbres ignorantes que sólo prestan atención a las potencias “instantáneas y ostensibles” (1974e: 261) pero son incapaces de considerar las acciones químicas, fisiológicas o psicológicas, es decir, se propone que hay otro tipo de fuerzas —y otras formas de vigor— que no tienen que ver con la robustez que permite levantar un peso enorme o correr más rápido. Arenal considera que es una equivocación identificar superioridad con “fuerza bruta” porque perpetúa una visión arcaica que sienta sus bases sobre relaciones jerárquicas en[ 109 ]


tre los sexos y de dominio por la fuerza de unos pueblos sobre otros. Este planteamiento sugiere, por tanto, un ideal de energía pacifista y antiautoritaria39 que denuncia el abuso de la fuerza masculina al considerar que muchos hombres “no comprenden energías físicas ni morales sino bajo la forma de grandes poderes musculares o autoritarios, dando bofetadas u órdenes” (1974e: 266). Esta actitud crítica implica una relación entre ideales de maternidad social y pacifismo, justicia social y humanitarismo al destacar que el hogar es un refugio de paz sagrado y neutral vinculado a lo femenino mientras que la violencia y el belicismo se identifican con lo masculino: “quédele al hombre el desdichado monopolio de todas las luchas, de todas las guerras, de todas las iras; la misión de la mujer sea de paz” (1974d: 164). Esta visión de la mujer como depositaria de una energía moral pacificadora deriva, a su vez, del papel redentor concedido al sexo, tal y como apunta Gloria Espigado Tocino: 39   Jaclard apunta que la identificación tradicional de la mujer con el pacifismo se apoya en una visión esencialista del sexo como sujeto biológico capaz de dar vida y nutrir. Esas mismas capacidades harían a la mujer aborrecer la guerra, un tema que aparece ya en la comedia Lisístrata de Aristófanes. Esther Zaplana ha estudiado en profundidad la crítica a la guerra y la militarización en la obra de Carmen de Burgos, Rosario de Acuña y Emilia Pardo Bazán cuyas elocuentes respuestas al discurso belicista son un ejemplo más de resistencia a la cultura dominante (2005: 58).

[ 110 ]


La cualidad peculiar e intransferible de las mujeres es la de dar y conservar la vida, en virtud del desempeño de

esta función, las mujeres tienen competencia en las decisiones sociales que repercuten en el progreso de la huma-

nidad, entendido dicho progreso en claves de desarrollo material y distribución equitativa de los recursos. Todo

ello conduce a un pronunciamiento inequívocamente pacifista y antibelicista, achacando a las guerras y al afán

de conquista de los hombres los grandes males que perturban el desarrollo armónico de los pueblos (2005: 29).

Arenal es consciente de que se hace necesaria una transformación que implica convertir a la mujer de su casa en mujer fuerte y sus ensayos promueven esa metamorfosis aportando argumentos en favor de una fuerza femenina que es poderosa pero que funciona de forma distinta a la masculina, lo que la lleva a afirmar que la fuerza de la mujer no es igual pero sí equivalente a la del hombre o incluso mayor (1974e: 264), una tesis que utiliza la noción de “diferencia” para promover la igualdad entre los sexos. Arenal cuestiona la idea de debilidad pues piensa que para entender la fuerza es preciso considerar otras variantes que las de “empuje” y “carga” que remiten al aspecto animal de la existencia. Uno de los argumentos utilizados por la escritora es precisamente la maternidad que se relacionaba con [ 111 ]


la “función natural” reproductora de la mujer y le permitía minar la idea de su supuesta debilidad pues la propia naturaleza le había otorgado la capacidad y el vigor necesarios para multiplicarse y conservar la especie. Arenal insistía en que la mujer daba vida a otros seres, realizaba un enorme esfuerzo durante el embarazo y el parto y la dureza de esta tarea no era reconocida por la cultura masculina a pesar de que en muchos casos debía compatibilizarla con trabajos duros y una alimentación escasa: … no puede menos de admirar la fuerza que emplea aquella criatura, calificada de débil por el que no podría

resistir tan grande y continuo esfuerzo, y cuyo dinamómetro es tan burdo, que acusa mayor poder en labrar la

piedra que con otras construirá un edificio, que en dar

vida y alimento a la criatura que ha de formar parte de la humanidad (1974e: 262).

En este sentido cualquier trabajo que requiere cierto brío se considera más duro que el esfuerzo femenino en el embarazo y la lactancia porque no se reconoce la energía extraordinaria de esa tarea. Arenal considera también que el organismo femenino sufre más padecimientos pero lo hace “sin quejarse ni interrumpir sus trabajos, ni alterar el orden de sus ocupaciones” (ibí[ 112 ]


dem) lo que es debido a una mayor resistencia física y tolerancia al dolor. La escritora recurre aquí de nuevo a un estereotipo de género (el del hombre “quejica”) representando al varón como un mal enfermo para establecer que la mujer afronta con más entereza el sufrimiento, lo que se hace evidente en el embarazo y el parto. Esta argumentación abre paso a un ejemplo emblemático propuesto por la ensayista —la religiosa que atiende a los enfermos— que hace referencia a una mujer con proyección social en vez de exclusivamente doméstica. Para Arenal esa hermana representa a la mujer activa y comprometida ejemplificando a su vez la resistencia física femenina ante el esfuerzo incesante, frente a la fuerza intensa y puntual que caracteriza al hombre: En un hospital, la hermana llama al mozo para que mueva

un peso que no puede levantar; pero el mozo no podrá estar tanto tiempo sin dormir y sin sentarse como la hermana; se rendirá antes que ella […] en igualdad de todas

las demás circunstancias, una enfermera resiste mejor que un enfermero la falta de sueño y los esfuerzos, no violentos, pero incesantes (1974e: 262-263).

Además de este ejemplo tomado del medio hospitalario la autora recalca la tarea extenuante de las cam[ 113 ]


pesinas que no terminan nunca sus tareas ya que, a diferencia de los hombres, deben seguir trabajando en la casa incluso cuando están embarazadas o criando a sus hijos. Esta argumentación establece, por tanto, varios frentes íntimamente relacionados que reivindican la imparable labor femenina incluso en aquellos periodos en los que la mujer se encuentra llevando a cabo la tarea de reproducir la especie. Se cuestiona, además, la idea de la fuerza instantánea o enérgica para privilegiar la noción de resistencia física y tesón porque “el hombre es siempre vencido por la mujer en toda lucha que exige una serie de esfuerzos incesantes” (1974e: 266). Este razonamiento, sumado a la negación de la inferioridad intelectual y a la defensa de la superioridad moral, lleva a la autora a concluir que “no hay sexo débil, y en caso de que alguno mereciese ese nombre, sería el que hoy se llama fuerte” (1974e: 267) porque la energía masculina no supera la perseverancia femenina lo que contribuye a demostrar de manera definitiva que “la calificación de débil es efecto de la ignorancia” (1974e: 263) ya que la fortaleza del hombre es más imponente pero el vigor, la tenacidad y la fuerza moral de la mujer salen triunfantes. Con esta compleja argumentación la autora refutó uno por uno todos los niveles de supuesta inferioridad de la mujer para modificar radicalmente esa imagen al concluir que no es débil si[ 114 ]


no que la debilita el exceso de trabajo (en la clase trabajadora) y de ociosidad (en la clase burguesa), lo que se une a la falta de higiene, ejercicio físico y educación y esto hace que no pueda contribuir a la regeneración nacional criando hijos sanos y robustos. Arenal expuso que era necesario “transformar a la mujer de su casa en mujer fuerte” (1974e: 283) y sus escritos contribuyeron enormemente a esa metamorfosis. 2.3.2. El tema de la igualdad El razonamiento de Arenal sobre las representaciones de la mujer como ser inferior implica sustituir la noción de inferioridad por la de desventaja natural al considerar que la mujer está especialmente necesitada de fuerza y carácter para sobrevivir a la existencia y esto determina que necesite ser “más persona que el hombre” (1974b: 63). En La mujer de su casa Arenal dibuja un futuro en el que los dos sexos serán iguales en la esfera jurídica, económica, intelectual y artística pero todavía considera que esa igualdad —instaurada con la ayuda del progreso y la justicia— no podrá eliminar las desventajas: Que la mujer esté más días inhabilitada para el trabajo. Que el embarazo, con tanta propiedad nombrado en

nuestra lengua, lo sea. Que la lactancia no ponga trabas [ 115 ]


a la aptitud para trabajar. Que la maternidad no lleve

consigo dolores fisiológicos, y predisponga, haciéndolas inevitables en muchos casos, a gran número de enferme-

dades […]. Que la mujer no ame con mayor vehemencia, y por consiguiente sufra y goce más. Estas circunstancias

[…] constituirán siempre una desventaja para la mujer en la esfera económica y como trabajadora; desventaja que

llevará consigo más privaciones y sufrimientos y mayor necesidad de fuerza para soportarlos (1974e: 268).

Esta extensa cita pone de manifiesto que las desventajas naturales de la mujer sientan sus bases en la fisiología (la reproducción) y el carácter femenino (emotividad y vehemencia), permitiendo contextualizar el feminismo arenaliano dentro de las corrientes del feminismo europeo del momento. La propuesta de Arenal no sólo incide en la denuncia de la desigualdad sino que reconoce las diferencias entre los sexos de forma que la especificidad de lo femenino se convierte en argumento para reclamar educación, derechos y salidas profesionales para el sexo. Este énfasis en las desventajas basadas en diferencias biológicas y de la personalidad se relacionan con el concepto de igualdad en la diferencia pues las distinciones entre el hombre y la mujer “están en la naturaleza de las cosas; son leyes fisiológicas y psicológicas, cuyos efectos agravados, has[ 116 ]


ta aquí injusta y cruelmente, pueden acentuarse, pero no suprimirse” (ibídem), es decir, la opresión y la desigualdad injustas han agravado esa situación separando a los sexos e impidiendo una relación de complementariedad y compañerismo. Karen Offen ha estudiado esta noción de “igualdad en la diferencia” que tuvo gran difusión en Francia tras la revolución de 1848 con la publicación de la obra Historia moral de las mujeres del dramaturgo y pensador Ernest Legouvé (1807-1903) que se tradujo al español en 1860. Concepción Arenal revisó el paradigma de la igualdad sexual que había expuesto en La mujer del porvenir en su ensayo posterior La mujer de su casa donde considera que la mujer no es inferior al hombre pero admite que existen unas desventajas naturales (y unas diferencias de carácter) que la sociedad y el sistema no hacen sino acentuar. La ensayista se apoya en las coordenadas de igualdad en la diferencia rechazando las relaciones jerárquicas entre los sexos, coincidiendo con Legouvé en que esa diferencia no implica subordinación porque la relación que debe establecerse en un matrimonio está basada en el compañerismo (Offen, 1986: 474). En La mujer del porvenir se establece que ambos sexos son “diferentes, pero armónicos” (1974d: 150) y tienen la misma inteligencia pues la diferencia intelectual “sólo empieza donde empieza la de la educación” [ 117 ]


(1974d: 110) dando así un salto que superaba la esfera biológica para centrarse en el ámbito intelectual estableciendo que toda distinción era resultado de las distintas expectativas en torno a hombres y mujeres. Arenal exigió también cambios determinantes en materia de instrucción por considerar que esas diferencias educativas fomentaban la desigualdad sexual dado que el hombre y la mujer estaban “separados por la diferencia esencial que existe entre quien sabe lo necesario y quien lo ignora todo” (2000: 121). La escritora constata que la supuesta superioridad intelectual del hombre empieza en el momento en que recibe instrucción y deriva directamente de ese privilegio. Esta circunstancia hace que una obrera sin formación tenga siempre muchos menos conocimientos que el obrero y, por consiguiente, su salario es inferior, creándose un círculo vicioso que propicia que las mujeres siempre sean más ignorantes y más pobres. Existe un aspecto llamativo en el pensamiento arenaliano en materia de igualdad pues la autora —que en La mujer del porvenir proclamaba que las facultades intelectuales de ambos sexos eran idénticas— modificó su opinión posteriormente en La mujer de su casa, sustituyendo el término “iguales” por el de “equivalentes”. Emilia Pardo Bazán hizo una lúcida referencia a la nula atención crítica que había recibido ese cambio de ideas: [ 118 ]


Aquí donde la menor desviación de la aguja de marear de un político da ocasión a que se hable y escriba un mes, el

cambio de criterio de una mujer reflexiva, de una socióloga, de una pensadora superior a la mayor parte de sus contemporáneos, apenas fue advertido por algún lector

de esos que todo lo leen, agazapados en los rincones de España o de la América latina (1999: 208).

La ironía de Pardo Bazán es significativa y esta mudanza en el pensamiento de Arenal no ha sido analizada en profundidad a pesar de que contribuye notablemente a iluminar su posicionamiento filosófico marcado por una actitud que defiende el derecho a la duda y reniega de los extremismos, proclamando que “las convicciones firmes están en los extremos, y en medio la duda” (1974e: 269). La ensayista rechazó cualquier pretensión de infalibilidad al reconocer abiertamente en La mujer de su casa que ya no tenía el íntimo convencimiento en la igualdad de la inteligencia de los dos sexos. Pardo Bazán explica esta evolución en virtud de la posición de Arenal como mujer filósofa y pensadora que lleva a cabo su tarea intelectual “en la soledad lejos de exteriores influencias y de estímulos de interés personal y ambición” (1999: 207) y esta situación de marginalidad en un ámbito intelectual abrumadoramente masculino habría permitido que su [ 119 ]


pensamiento crítico no sucumbiera a la presión de sus reflexiones previas y que se atreviera a discrepar consigo misma. Pardo Bazán entiende que la postura intelectualmente solitaria y anómala de Arenal hizo posible que tuviera un margen más amplio para dudar y modificar sus ideas y su honradez intelectual derivaba directamente de esa capacidad para pensar en libertad, transformarse o retractarse mientras que un hombre en idéntica posición estaría obligado a adaptar sus opiniones a su fama y prestigio evitando cualquier vacilación que pudiera interpretarse como flaqueza. A la ensayista ferrolana le preocupaba ante todo reflejar la verdad y, en este sentido, la “Advertencia” que antepone a La mujer de su casa refleja una poderosa autocrítica y un ejercicio de escepticismo que prepara al lector para abordar la lectura de la obra como una revisión de La mujer del porvenir y un texto donde se corrigen algunas de sus ideas fundamentales sobre la igualdad al tiempo que se destruye el mito del ángel doméstico: La mujer del porvenir se ha escrito deprisa, se ha impre-

so inmediatamente después que se escribió, y se resiente

de ambas cosas […]. La sinceridad con que escribimos

siempre no nos permite sostener afirmaciones cuando hemos concebido dudas. Que otros se envanezcan con el [ 120 ]


título de infalibles; nosotros nos contentamos con el de honrados y sinceros (1974e: 192).

Al escribir La mujer de su casa Arenal desvela que alberga dudas sobre la igualdad intelectual de los sexos y las expone abiertamente en su ensayo comentando que su falta de convencimiento sobre la igualdad de inteligencia de los sexos obedece a “nuevos hechos observados y una reflexión más detenida” (1974e: 269). Nerea Aresti propone que esa vacilación puede haber tenido que ver con los debates en torno al positivismo que tuvieron lugar en los años 1875-1876 en el Ateneo de Madrid y sugiere que los argumentos positivistas que tendían a relacionar directamente los fenómenos naturales con los sociales tal vez despertaron dudas en Arenal (2000: 379). Lo cierto es que en La mujer de su casa no aparece ninguna referencia a la superioridad de la inteligencia masculina sino que se subraya que ambos sexos tienen inteligencias diferentes y equivalentes, definiendo a la mujer como más espontánea, intuitiva, perseverante y receptiva que el varón, pero nunca inferior a él (1974e: 269). Lo cierto es que Arenal aclaró este punto en las últimas páginas de La mujer de su casa estableciendo que esas dudas … no se refieren a la inteligencia vulgar ni común, ni al

talento, cuando no es muy superior, sino a éste y al genio; [ 121 ]


y como estos casos son excepcionales […] no hay que te-

nerlos en cuenta para la práctica y para la regla de la vida social (1974e: 277-278).40

La escritora consideraba que la fuerza intelectual de los sexos era al mismo tiempo equivalente y diferente porque la acción de la mujer es más extensa y perseverante mientras que la del hombre es más intensa y fogosa (1974e: 269). Esta noción de la inteligencia equivalente se opone frontalmente a múltiples discursos médicos y científicos que en esta misma época insistían en su inferioridad, como afirmaba por ejemplo Pedro Felipe Monlau en su Higiene del matrimonio: … las mujeres no han creado religión alguna, ni com-

puesto ningún poema épico, ni hecho grandes descubrimientos. Su destino es fundar las delicias y el amor de la familia. El amor es la pasión dominante de la mujer, así

como la ambición es la dominante del hombre (1858: 390). 40   Pardo Bazán hizo un análisis impecable de esta cuestión al subrayar que la pensadora ferrolana se estaba refiriendo a la noción de “genio” y no a la de “inteligencia” ya que el primero, de acuerdo con las teorías de la escuela de Lombroso, se interpretaba como una especie de psicosis degenerativa. Pardo Bazán concluye que “si la mujer no suele ser genio, en cambio, es tipo normal casi siempre” (1999: 209) y eso explicaría que su fortaleza mental fuera un impedimento para alcanzar la genialidad.

[ 122 ]


La visión de los dos sexos como “equivalentes” permitía a Arenal reclamar una educación para ambos como personas, modelando a su vez un ideal de mujer fuerte y en sus obras se reitera esa noción del matrimonio entre compañeros: Queremos que la mujer sea la compañera del hombre. Pudo serlo, sin educar, del hombre ignorante de los pa-

sados siglos; no lo será del hombre moderno mientras no

exista entre sus ideas la misma armonía que hay entre sus sentimientos (1974d: 186).

Este paradigma de “compañerismo” circulaba ampliamente en estos momentos en toda Europa41 pero presentaba ciertas fisuras para una crítica feminista 41   Fernando de Castro inauguró en 1869 sus Conferencias Dominicales sobre la Educación de la Mujer con un discurso en el que define a la mujer como “compañera del hombre, alma y vida de la familia, maestra de las costumbres, la más suave y más íntima influencia” (1869: 3). La visión del matrimonio como camaradería aparece también en el inglés John Stuart Mill que proponía que con este tipo de unión se podía conseguir la regeneración moral del género humano: “No trataré de describir lo que podría ser el matrimonio en el caso de dos personas de facultades cultivadas, idénticas en opiniones y objetivos, entre quienes existe el mejor tipo de igualdad: la similitud de facultades y capacidades con una superioridad recíproca, de tal modo que cada uno puede disfrutar del lujo de respetar al otro y puede tener el placer alternativo de dirigir y ser dirigido en la senda del desarrollo […] éste, y sólo éste, es el ideal de matrimonio” (2001: 252).

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más radical como había puesto en evidencia Harriet Taylor Mill al exigir la educación de las mujeres para sí mismas y no solamente en relación con las necesidades del otro sexo, lo que suponía un ataque al tibio reformismo que no se encaminaba a modificar la situación de la mujer sino que trataba de añadir adornos intelectuales que la volvieran una compañía más apetecible para el varón sin transformar significativamente las jerarquías: Afirman que las mujeres no deben ser esclavas ni siervas, sino compañeras; y educadas para ese puesto (no dicen que los hombres deben ser educados para ser los compañeros de las mujeres) (2001: 139).

Las reflexiones de Arenal, por su parte, contribuían a limar considerablemente el desnivel existente entre los sexos, anulando la desigualdad intelectual mediante un proyecto educativo que reconocía las cualidades de ambos y allanaba el camino para la igualdad suficiente: La igualdad no es en los sexos, ni en nada, la identidad; no queremos entre la mujer y el hombre la igualdad ab-

soluta, sino la suficiente para la armonía que hoy no existe, que no puede existir por desigualdades excesivas […]. No [ 124 ]


queremos lo que se entiende por la mujer emancipada, sino lo que debe entenderse por la mujer independiente; no queremos el amor libre, sino el matrimonio contraído con

libertad, y en él, con las diferencias naturales y convenientes, las semejanzas necesarias para que sean la base firme de la virtud y prosperidad de los pueblos (2000: 136).

El proyecto arenaliano insistía en la equivalencia, la independencia y la unión entre iguales, al tiempo que la sustitución de la expresión “emancipada” por la de “independiente” permitía eliminar los aspectos más conflictivos del debate en favor de los derechos de la mujer. La defensa de los valores del matrimonio y la familia junto con la alusión a la igualdad en la diferencia constituían argumentos convincentes a favor de los derechos de la mujer en una sociedad donde el matrimonio y la maternidad eran considerados los momentos cumbres de la experiencia femenina, haciendo posible la aceptación social del mensaje porque esa actitud templada podía convencer a muchos de que las reformas podían lograrse sin destruir las bases del orden social burgués (Offen, 1986: 45). A este respecto el rechazo de Arenal del concepto de “amor libre” que sustituye por el de “matrimonio contraído con libertad” (2000: 136) se relaciona directamente con las tesis utopistas de las primeras décadas del siglo. Fourier (1772-1837) propuso es[ 125 ]


tablecer otro tipo de relación entre los sexos, liberando a la mujer económica y sexualmente. Enfantin, discípulo y divulgador del conde de Saint-Simon, llevó a cabo una reivindicación de la carne a través de su doctrina de la “mujer libre” en la que sugería que las parejas debían formarse siguiendo la inclinación erótica y no los dictados familiares o de clase. Estas teorías despertaron indignación entre muchos sectores, no sólo porque contradecían a la Iglesia católica sino porque se percibían como una invitación a la promiscuidad sexual y un atentado contra el matrimonio monógamo y muchos las consideraron escandalosas —incluso los miembros de los mismos grupos fourieristas y sansimonianos— y fueron objeto de persecución por atacar a la moral pública (Offen, 1987: 345). Esta polémica explica el manejo sutil de la terminología por parte de Arenal que cuida especialmente de separarse de cualquier referencia al “amor libre”, reivindicando la familia y evitando cualquier remoto parecido etimológico con los planteamientos de Enfantin en tanto que el proyecto arenaliano se basa en una moral ortodoxa ya que “las costumbres y la moralidad son la piedra angular de todo bien en un pueblo” (2000: 135). Esta misma idea la lleva a defender la institución familiar y el matrimonio desde una visión reformista, definiéndolo como la unión libre de seres iguales pero diferentes (“equivalentes”) de [ 126 ]


forma que en la familia prime la armonía y unidad de pensamiento (1974d: 129) y por eso se hacía preciso perfeccionar el matrimonio en tanto que en esos momentos implicaba una unión desigual: Si la ignorancia es un mal en la madre, lo es también para la esposa, que no será la compañera de su marido siem-

pre que entre ellos haya una gran desigualdad intelectual. Cuando el amor ha dejado ya de dar importancia a todas

las fruslerías, ¿qué es el trato entre una persona instruida, seria, y otra ignorante y frívola? No puede tener aquella intimidad constante, resultado de una armonía que no

existe, y el hombre busca la compañía de sus amigos, la mujer de las amigas, porque es natural complacerse en la sociedad con sus iguales (2000: 135).

Arenal denunció que los sexos vivían separados y que el amor o la atracción no eran suficientes para crear una relación de pareja armónica. Por si esto fuera poco, a la inferioridad intelectual y social de la mujer se añadía la cuestión monetaria porque la imposibilidad de acceder a las profesiones la hacía absolutamente dependiente en el terreno económico dejándole únicamente dos caminos: la prostitución o el matrimonio prematuro. La pluma de la pensadora resulta implacable cuando aborda este problema pues no duda en aso[ 127 ]


ciar ambos elementos exponiendo una visión del matrimonio como una forma de prostitución legal porque la futura esposa no tiene voz ni elección y el casamiento toma visos de transacción comercial: “la prostitución y los matrimonios prematuros o hijos del miserable cálculo y triste necesidad, porque el matrimonio es la única carrera de la mujer” (1974d: 129). Según esto una joven se veía obligada a casarse en cuanto se le presentaba la ocasión para asegurarse la supervivencia ya que era incapaz de mantenerse a sí misma y esto contribuía a bodas precipitadas, perjudicando moralmente a la sociedad y a la institución matrimonial. El acervo reproche que lleva a vincular prostitución y matrimonio tiene como objetivo regenerar éste y favorecer la paz doméstica al tiempo que atenuaba el impacto de estas drásticas acusaciones dejando claro que sus propuestas de cambio no atentaban contra el estado de las cosas pues, en realidad, la institución familiar estaba debilitada por falta de armonía. Esta idea constituye la base de la tajante crítica arenaliana al matrimonio prematuro visto como una forma de prostitución moral de la mujer: … la desigualdad social de la mujer tiene consecuencias

deplorables. Es una de ellas el matrimonio prematuro, que si tiene inconvenientes físicos, también morales, ha[ 128 ]


ciendo esposas, madres, amas de casa, a criaturas sin la

circunspección y la experiencia que no pueden tener los pocos años […]. Las mujeres no sólo se casan pronto por

tener prisa de casarse, sino que muchas veces se casan mal […] por considerar solamente la necesidad de tener

una posición social, un sostén, una persona que provea al sustento de la que por sí no puede ganarle, y evitar la

situación precaria y tal vez aflictiva de la mujer soltera cuando sus padres han muerto y se han casado sus hermanos (2000: 133-134).

Arenal creía que el hecho de que las mujeres tuvieran que casarse para poder comer mientras que los hombres podían hacer su elección con libertad (1974d: 149) representaba un profundo peligro para la familia y la sociedad y por ello se hacía preciso apoyar la institución matrimonial pero también rehabilitarla. La ensayista ponderaba el matrimonio y consideraba que éste favorecía a las mujeres pero la desventaja con que ellas accedían a él generaba serios problemas. Se conciliaba así la defensa del matrimonio con la censura de una cultura que impedía la concordia porque “no puede llamarse armonía al silencio de la mujer” (1974d: 170). Esta visión se hace palpable en su ensayística que utiliza con frecuencia símbolos de peligro y riesgo para subrayar la crisis prevalente en las relaciones de pareja. Esta [ 129 ]


coyuntura se representa a través de imágenes de parálisis que reflejan los obstáculos que impiden el progreso mediante una “red invisible para muchos, pero tupida y resistente, en que se aprisiona el pensamiento, resultando que la civilización camina como un cojo” (2000: 130). Por tanto la apariencia de normalidad encubre una profunda crisis de la que la humanidad logrará salir dignificando a la mujer y regenerando a la familia. Según esto el silencio o la aparente quietud velan un conflicto oculto sobre el que es preciso actuar para acabar con una situación en la que palpitan todo tipo de peligros latentes: Muchos hombres, a la manera de los déspotas, llaman

orden al silencio, y se congratulan de la quietud que hay

en su casa, calma aparente parecida unas veces a la que

precede a las tempestades, y otras a la que se disfruta a la orilla de los pantanos cuyas emanaciones son pestilentes […] las actividades comprimidas se acumulan y

dan lugar a explosiones, como el vapor comprimido en

una caldera sin válvula. La inacción intelectual, y aun material, de la mujer no puede ser de paz, porque no es

la armonía; y el hombre, engañado por aparente sosie-

go, siente escozores y picaduras de insectos invisibles, o dormido sobre un oasis despierta sobre un abismo (1974e: 257).

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El presente se interpretaba como un momento de aparente sosiego, dominado por una inercia que era resultado de la pasividad y suponía un obstáculo para el progreso, la fraternidad y la concordia porque se quería presumir de normalidad mientras reinaba la anomalía. La solución consistía precisamente en asegurar la igualdad suficiente, promover el matrimonio entre compañeros y fundar familias comprometidas con el proyecto de regeneración social. 2.3.3. La esfera femenina: bajo el yugo de las cosas pequeñas Amanda Vickery subraya que existe toda una tradición moralista que ha identificado al hombre con el mundo espiritual y a la mujer con el material, idea que corre paralela al análisis socioeconómico que opone una cultura productiva masculina, creativa y útil frente a otra cultura consumista que es vista como femenina, ociosa y pueril (1993: 274). Esta vinculación de la mujer con la frivolidad y la vanidad responde a una preocupación por la belleza corporal y a la escasa dedicación a tareas consideradas espirituales, artísticas o elevadas y, por tanto, masculinas. Arenal presenta en La mujer de su casa un provocativo análisis de estos dogmas para negar que la frivolidad y la vanidad femeninas sean características “naturales” del sexo, argumento manejado [ 131 ]


con frecuencia en el debate sobre la educación femenina pues se exponía que su frivolidad innata era un obstáculo para que consiguiera desarrollar su personalidad aunque recibiera la instrucción adecuada. La ensayista expone, por el contrario, que no existen datos que puedan probar esa “frivolidad natural” y subraya que el hombre y la mujer son igualmente mundanos, aclarando que los objetos de la vanidad masculina se han dignificado y en el caso de la mujer ha sucedido lo contrario. La autora ofrece el llamativo ejemplo del atuendo que visten hombres y mujeres en las recepciones de palacio donde la frivolidad de ambos se pone en evidencia en las bandas y condecoraciones de los hombres y los encajes y cintas de las mujeres pero la interpretación de esos emblemas es dispar: la versión masculina se identifica con honores y méritos mientras que la femenina se interpreta como moda y elegancia (1974b: 65). Arenal descarta que exista una subjetividad femenina predispuesta a lo baladí y explica la situación como una consecuencia directa de la exclusión de la mujer de la esfera de la producción, la creación y la trascendencia para relegarla al ámbito de lo privado, lo doméstico y lo que se considera insustancial y secundario: … la actividad de la mujer, imposibilitada de emplearse

en cosas grandes, se emplea en las pequeñas, sin que tal [ 132 ]


vez éstas tengan para ella un atractivo especial; juzgando

por el resultado, se hace subjetivo lo que es objetivo, y no se ve que lo pueril no está exclusivamente en la cosa que halaga la vanidad, sino en la vanidad misma, que puede ser tan frívola buscando aplausos para un discurso en

el parlamento, como para un rico traje de última moda (ibídem).

Esta cita ilustra la negativa a reconocer la vanidad y la frivolidad como rasgos innatos del carácter femenino por considerar que esas distinciones son resultado de haber relegado a la mujer a un segundo plano reprimiendo cualquier afán de trascendencia, argumentos que se relacionan directamente con el concepto de “cultura de la mujer” que se constituye en oposición a la cultura masculina dominante. George Simmel en su ensayo “Cultura femenina” (1911)42 destacaba el carácter masculino de la cultura objetiva subrayando que existían únicamente dos ámbitos que implicaban formas de productividad femenina capaces de generar cultura: la casa y la influencia del sexo sobre los hombres (1941: 38-39). Simmel reconocía que la cultura humana era masculina pues “son los hombres los que han 42   Fue publicado originariamente en alemán con el título “Phylosophische Cultur” y apareció pronto traducido al español en la Revista de Occidente (Osborne, 1987: 97).

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creado el arte y la industria, la ciencia y el comercio, el Estado y la religión” (1941: 11) lo que implicaba una dimensión pública de los actos masculinos mientras que la mujer quedaba relegada al espacio doméstico. El término “cultura femenina” resulta complejo y existen diversas formulaciones43 pero resulta especialmente útil la propuesta de Gerda Lerner que hace hincapié en la centralidad de lo femenino describiendo esa cultura como “lo que las mujeres hacen y la forma en que lo hacen” (Dubois, Buhle et al., 1980: 52). Ahora bien, en el siglo xix, lo que las mujeres hacían y la forma en que lo hacían se relacionaba estrechamente con la doctrina de las “esferas separadas,” hasta el punto de que historiadores como Dubois han utilizado el término “cultura de la mujer” para referirse a valores asociados a la moralidad y la domesticidad, considerándola una parte del sistema dominante que funciona de forma análoga a la cultura del esclavo (ibídem 29-30). El riesgo de interpretar la “cultura de la mujer” en ese sentido restrictivo es que niega cualquier tipo de rebeldía femenina. Lerner, en cambio, propone ideales de 43   El término “subcultura” que utilizan algunos autores para incidir en la subordinación femenina respecto a la cultura dominante ha sido rechazado por estudiosas como Nash, quien argumenta que la cultura femenina representa a la mayoría de la humanidad por lo que no se puede sostener que esa experiencia constituya una “subcultura” (1984: 37).

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negociación y resistencia y establece que la cultura de la mujer es el podio sobre el que se coloca el sexo para resistir la dominación patriarcal afirmando su propia creatividad y recursos a la hora de moldear la sociedad (ibídem 53). Esta discusión resulta especialmente valiosa a la hora de interpretar los planteamientos de Arenal con respecto a las esferas separadas y la supuesta inferioridad de las actividades desarrolladas por la mujer. En este sentido la ensayista refuta que existan diferencias entre el elevado trabajo masculino y las prosaicas labores femeninas: ¿Es más espiritual comer y beber que prepararse la co-

mida? ¿Comprar una corbata que una perdiz? ¿Lavarse

las manos que coser un guante? ¿Afeitarse que barrer y limpiar el polvo? (1974e: 240).

La cita revela un rechazo del antagonismo entre los trabajos del espíritu y los materiales, suprimiendo la distinción entre las grandes empresas (masculinas) y las pequeñas tareas (femeninas) al considerar que con frecuencia se ignora el mérito de cualquier actividad asociada al ámbito en que se circunscribe a la mujer: … la calificación de cosas grandes y pequeñas suele ser bastante imperfecta, como hecha por los hombres que se atri[ 135 ]


buyen grandezas que no tienen […]. Hay, pues, que suprimir en gran parte la distinción de cosas grandes, en que se

ocupan los hombres, y pequeñas, reservadas a las mujeres, porque una cosa es el provecho que se saca de la obra, y otra su magnitud en el sentido del mérito y de la necesidad, para

realizarla, de ejercitar facultades superiores (1974e: 238-239).

Esta negación de la oposición binaria entre lo masculino e “importante” y lo femenino “intrascendente” pone de manifiesto una postura escéptica que se niega a aceptar de forma acrítica la superioridad de la actividad varonil por considerar que el número de hombres que se ocupan de cosas verdaderamente grandes es muy reducido, ofreciendo una visión suspicaz de la tarea masculina llevada a cabo en oficinas y despachos al considerar que “mucho de lo que allí se hace tiene tan poco de intelectual como cambiar el cuello y puños a una camisa o tomar la cuenta a la lavandera” (1974e: 238). De todo esto se deduce que la experiencia cotidiana de hombres y mujeres (las profesiones masculinas frente a la vida doméstica femenina) no era en realidad tan distinta, aspecto que se ilustra con la anécdota del administrador que realiza exactamente las mismas funciones que la mujer cuando maneja la economía hogareña. Estas cuestiones se relacionan con el papel que desempeña la mujer burguesa en ese ho[ 136 ]


gar donde el hombre ya no vive ocioso y, en este sentido, Veblen difundía en su Teoría de la clase ociosa (1899) la imagen de la mujer de clase media como consumidora ceremonial de los bienes del esposo, practicando un ocio vicario y sirviendo de escaparate del poder adquisitivo familiar (2004: 90).44 Semejante representación no vinculaba a la mujer exclusivamente a la vida doméstica sino también a actividades relacionadas con el consumo ostensible y la adquisición de bienes. Esa visión de la burguesa como mujer ociosa suponía que no realizaba ningún trabajo remunerado pero se encargaba de exhibir el estatus de la familia, incidiendo así en ideales de inacción y ociosidad, dando pie a toda una visión de la cultura femenina doméstica como espacio para la vanidad femenina y la pasividad (un entorno de reproducción frente al espacio masculino productivo), de modo que la relación de la mujer con los objetos se describía como una forma de ocio favoreciendo así que los estudios históricos hasta fecha re44   Veblen enfatiza ese rasgo de la ociosidad femenina y la exclusión del trabajo como marca indeleble de pertenencia a la clase media: “La ociosidad practicada por la esposa en tales casos no es, desde luego, una simple manifestación de vagancia o indolencia. Casi invariablemente tiene lugar bajo el disfraz de alguna forma de trabajo, o de deberes domésticos, o de fiesta de sociedad. Analizadas estas actividades, prueban que no sirven más fin que el de mostrar que el ama de casa ni se ocupa ni tiene necesidad de ocuparse en ninguna labor que implique ganancia o que tenga alguna utilidad sustancial” (2004: 102).

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ciente hayan ignorado las negociaciones de la mujer con el mundo material (Vickery, 1993: 277). El modelo arenaliano de “la mujer del porvenir” supone, por el contrario, la participación activa de la mujer en la sociedad, ofreciendo una interpretación del tedio como un enemigo terrible al que es preciso combatir elevando y educando a la mujer. El trabajo, se percibe como un derecho y una obligación, mientras que el tedio es una enfermedad y un peligro para la virtud: … no se crea que el tedio es un mal de poca importancia y que no puede influir poderosamente en la felicidad do-

méstica y poner en riesgo la virtud: tal vez es un enemigo más terrible que el dolor (1974d: 135).

Ese tedio era resultado de la falta de actividad y se relaciona intensamente con la ociosidad concebida como un riesgo moral que hace estragos en la paz doméstica. Arenal considera que las mujeres de clase media en muchos casos vivían en una “ociosidad más o menos disimulada o confesada” (1974d: 232) mientras que otras que se consideraban “mujeres de su casa” trabajaban demasiado pero “sin buen cálculo ni buen método” (ibídem) añadiendo ocupaciones pueriles al trabajo necesario dado que su actividad se concentra[ 138 ]


ba exclusivamente en el hogar. Esta situación implicaba que las mujeres, al ser excluidas de cualquier forma de expresión, quedaban sometidas al yugo de las cosas pequeñas. Se sugiere así que la frivolidad es culturalmente inducida, como propone Silvia Bovenschen al establecer que las mujeres han tenido que utilizar sus cuerpos como espacio de expresión artística ya que se les negaban otras herramientas y recursos (1977: 129), ideas que aparecen esbozadas en La mujer del porvenir: Otro inconveniente de no levantar el espíritu de la mu-

jer a las cosas grandes es hacerla esclava de las pequeñas. Las minuciosidades inútiles y enojosas, los caprichos, la

idolatría de la moda, la vanidad pueril, todo esto viene de que su actividad, su amor propio, tiene que colocarse donde puede, y hallando cerrados los caminos que con-

ducen a altos fines, desciende por senderos tortuosos a perderse en un intrincado laberinto (1974d: 136).

Al rechazar la distinción entre cosas grandes y cosas pequeñas proclamando que la mujer se somete al imperio de las segundas por no tener otra opción, la ensayista diluye las fronteras entre la alta y la baja cultura, entre el arte y la experiencia cotidiana, subrayando la dignidad de las cosas pequeñas y rechazando el prejuicio materialista que lleva a derogar la materia (fe[ 139 ]


menina) en favor del trabajo del espíritu (masculino) estableciendo que domesticidad e intelectualidad no son incompatibles como tampoco lo son los trabajos del cuerpo y de la mente. La esfera de la mujer no es sólo la de las fruslerías sino que puede y debe aspirar a la trascendencia filosófica y artística y por eso Arenal concluye que se equivocan quienes “afirman como un axioma la incompatibilidad entre coser calcetines y meditar sobre asuntos graves” (1974d: 243). La pensadora refutaba así los argumentos que se oponían a la activa participación ciudadana de las mujeres por considerar que si se ocupaban de la cosa pública descuidarían lo doméstico y negaba que existiera antagonismo entre las cosas pequeñas y los “grandes hechos” y estas ideas legitiman una visión no sexuada de la cultura. La ensayista denuncia que sólo los prejuicios que tienden a considerar lo masculino como una forma de vida superior hacen que se interprete como “honorable” lo realizado por los hombres y como “degradante” la tarea femenina. Esto implicaba también un reconocimiento explícito del mérito de lo pequeño al deducir que no todo lo que se hace en un despacho es necesariamente importante, dignificando el ámbito material frente a los prejuicios idealistas y difuminando la distinción entre la alta cultura masculina y la baja cultura femenina para proponer una visión alternativa de la [ 140 ]


“cultura” que resulta antielitista y antijerárquica y rechaza cualquier tipo de remilgo intelectual.

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2.4. La educación y el trabajo: la mujer de su casa como ideal erróneo El debate sobre la educación femenina se había vuelto especialmente intenso desde el siglo xvii (Whaley, 2003: 61) y en el siglo ilustrado se siguió discutiendo ampliamente sobre el asunto como ejemplifican los capítulos dedicados a la educación de Sofía en el Emilio (1762) de Rousseau, el ensayo “Sobre la educación de la mujer” (1783) de Choderlos de Laclos o las Reflexiones sobre la educación de las hijas (1787) de Mary Wollstonecraft. En el ámbito español Amar y Borbón había destacado también la necesidad de que las mujeres cultivaran el entendimiento para que pudieran desempeñar mejor sus funciones como gobernadoras de la casa (1994: 170). Se empiezan así a modificar ligeramente las expectativas con respecto a la función que debía desempeñar la mujer, iniciándose un proceso de transformación que rechaza la educación femenina al uso —cuyo contenido intelectual era prácticamente nulo— para aspirar a una instrucción más amplia con el fin de que la mujer pudiera realizar su tarea como educadora de los hijos y moralizadora de la sociedad. Aunque históricamente se había puesto el acento en la [ 142 ]


ignorancia45 de la mujer —estableciendo que feminidad y conocimiento eran incompatibles— poco a poco se fue imponiendo la idea de que la educación femenina debía ser más amplia precisamente para favorecer a la institución familiar y frenar el avance del laicismo percibido como “un acelerado proceso de descristianización en algunos sectores” (Lopez-Cordón, 1982: 91) y esta situación generaba una honda preocupación social ante la que se proponía la acción femenina. En este sentido en La mujer de su casa Arenal expone que el saber —y no la ignorancia— era el mejor guardián de la virtud y por eso la instrucción y la educación sólo podían hacer a las mujeres mejores. Muchos textos de la segunda mitad del siglo xix dejan traslucir que se sentía una necesidad acuciante de educar a la mujer no tanto por el inherente beneficio individual sino por el bien de la pareja, la familia y la nación. Esto hacía preciso distinguir entre dos términos que no se consideraban en absoluto sinóni45   Un texto costumbrista de la época ilustra muy bien esta idealización de la incultura femenina: “Las mancheguitas no salen del poder de su señora madre para volver a casa con una enciclopedia en la cabeza y la anarquía en el corazón. Leer de corrido en el Catón cristiano, en El amigo de los niños, y aun en los Avisos de santa Teresa o en La perfecta casada de fray Luis de León […]. En cuanto a geografía, ya saben que Inglaterra está lejos y que se va por mar, que de ahí vienen las buenas agujas y las planchas de patent; que Francia es la tierra de las modas bonitas y de los libros malos” (Molins, 1874: 240).

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mos: “educación” e “instrucción”. La idea de instruir a la mujer para adaptarla al nuevo modelo de esposa y madre que se estaba imponiendo insistía en la primera más que en la segunda como pone de manifiesto Severo Catalina —que fue director de Instrucción Pública— en su obra La mujer (1858) donde establece que el propósito principal no consistía en formar mujeres sabias sino modestas, haciendo hincapié en la educación más que en la enseñanza, una educación absolutamente sexuada basada en los principios de modestia y virtud femeninas y en la función maternal de la mujer: La educación es más importante que la instrucción. La pri-

mera se dirige principalmente al corazón; la segunda a la

inteligencia. Eduquemos a las mujeres, e instruyámoslas después, si queda tiempo (1954: 27).

Concepción Arenal también reconocía la distinción entre ambos términos y veía la educación como un proyecto más amplio dirigido a “hacer del sujeto una persona con cualidades esenciales generales” (1974b: 61) estableciendo claramente que entre la educación del hombre y de la mujer no debía haber diferencias y reclamando “instrucción igual para todos” (1974c: 90) al tiempo que denunciaba el escaso énfasis prestado a los contenidos en los centros educativos destinados a las mujeres: [ 144 ]


En las escuelas de niñas (donde las hay), la mayor parte del tiempo se invierte en labores, y sólo por excepción la maes-

tra sabe hablar con sentido, escribir con ortografía y lo más elemental de la aritmética. En los colegios a donde asiste la

clase más acomodada y la rica, se da alguna más extensión

a la enseñanza, añadiendo un poco de geografía, de historia, de francés, todo muy superficial, y que no constituye nada

parecido a la instrucción sólida […] las mujeres, por lo común, no leen más que novelas y libros devotos (1974a: 36).

En estos momentos se empezó a considerar que la ignorancia impedía a la mujer ejercer plenamente sus funciones de maternidad moral y, por consiguiente, se fueron alzando voces que denunciaban las cortapisas a la educación femenina. En principio esa preocupación por la incultura de la mujer obedecía al temor a que tal desventaja perjudicara a la prole y el proyecto educativo se centró más bien en el entrenamiento para las labores propias de su sexo, relegando la faceta intelectual de la instrucción femenina. Concepción Arenal se hizo eco de esa insuficiencia y del poco rigor en la instrucción de la mujer a quien se le enseñaban habilidades en vez de verdaderos conocimientos: Aprender a leer, escribir y contar mal o bien, y lo que se llaman las labores propias del sexo: costura, borda[ 145 ]


do […]. Si la educación es esmerada, se agrega un poco

de geografía, historia y música; en algunos casos, dibujo

y francés: entonces ya son jóvenes instruidas (1974d: 132).

En esa coyuntura la prioridad era hacer cambios para reclamar una educación idéntica y una instrucción sólida para ambos sexos. La llamada Ley Moyano de 1857 hizo obligatoria la asistencia a la escuela de los niños de seis a nueve años estipulando también la obligación de crear escuelas primarias para niñas en las poblaciones de más de quinientas personas, lo que supuso un paso importante al crear un concepto de educación universal. No obstante, se daba prioridad al estudio de las “labores propias del sexo”, consagrando así un modelo de instrucción diferente46 porque sólo se exigía impartir a ambos sexos primeras letras, ma46   Ésta era la propuesta que hacía Clarín en sus artículos sobre la “Psicología del sexo” (1894): “Que hace falta educar más y mejor a la mujer es indudable; que en esta educación han de entrar elementos instructivos es evidente. Pero no se deduzca de esto que hay que instruir a la mujer… como a los hombres […]. Enviar a las mujeres a las universidades, a las aulas de los hombres a estudiar lo que ellos, como ellos y para lo que ellos es absurdo; es un caos […]. No se confunda con los reaccionarios que quieren que la mujer sea ignorante […] a los que quieren progreso, mucho progreso para la mujer, educación, mucha educación, espontaneidad, aplicación social de sus facultades, oficios remunerados propios de su sexo, pero no igualdad, no confusión con lo varonil, con lo hombruno” (González Molina, 1987: 494).

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temáticas y religión mientras que el resto del plan de estudios era distinto. Arenal rechazaba esa solución y cuestionó la decisión del Ayuntamiento de Madrid de establecer un centro para la enseñanza superior de la mujer cuyo programa se centraba exclusivamente en impartir conocimientos prácticos como medicina doméstica o elementos de botánica con aplicación a la agricultura. La escritora interpretaba este plan de estudios como muestra de cambios positivos pero insuficientes pues se había pasado de no instruir en absoluto a la mujer a ofrecerle solamente “conocimientos susceptibles de aplicarse inmediatamente” (1974e: 247) obviando la instrucción teórica o las asignaturas áridas consideradas apropiadas únicamente para el cerebro masculino. Para la ensayista, en cambio, era indispensable educarla como persona con el fin de otorgarle dignidad individual, es decir, se hacía preciso reconocer su entidad moral e intelectual en vez de encadenarla a su destino familiar y relacional. La idea central consistía en que la mujer debía ser en primer lugar buena persona sin olvidar que lo era independientemente de su estado porque la maternidad no constituía la misión exclusiva de su existencia: La mujer vive sesenta o setenta años; según su fecundidad, tiene hijos pequeños, cuatro, seis, ocho, diez o doce [ 147 ]


años. ¿Es esto la vida? Aunque en este período tuviera que dedicarse al cuidado exclusivo de sus hijos y no pu-

diera hacer otra cosa; aunque no estuviera a su lado madre o tía anciana que la ayudase, o hermana que le diera

auxilio, antes y después de este período, y aun en el mismo, ¿no tiene la mujer tiempo y necesidad de cultivar sus facultades para que su trabajo sea más útil y más lucrativo y para perfeccionarse? (1974d: 177).

Esta cita da cuenta de una experiencia compartida por las mujeres en la que se destacan los lazos de solidaridad, sostén mutuo y colaboración en la crianza de los hijos al tiempo que se renuncia a identificar al sexo con la reproducción asignándole a todas las mujeres un papel de protectoras de la especie, incluyendo a aquellas que no tenían hijos e insistiendo en la amplitud de la labor femenina al proclamar que es el momento de que “no se trate sólo de la madre cuando se habla de la mujer” (1974d: 183). Arenal retomará esta idea en su ensayo “La educación de la mujer” donde resalta el valor moral de la mujer como persona y como ciudadana útil y, sin excluir su papel de esposa y madre, proclama que ésa no es la única misión de la mujer: Es un error grave, y de los más perjudiciales, inculcar a la mujer que su misión única es la de esposa y madre; equi[ 148 ]


vale a decirle que por sí no puede ser nada, y aniquilar en ella su yo moral e intelectual […]. Lo primero que necesita una mujer es afirmar su personalidad, independien-

te de su estado, y persuadirse de que, soltera,47 casada o

viuda, tiene deberes que cumplir, derechos que reclamar, dignidad que no depende de nadie, un trabajo que realizar e idea de que la vida es una cosa seria, grave (1974b: 67).

Una vez que se empiezan a producir cambios tímidos en lo que respecta a la educación femenina se abre también lentamente el debate en torno al acceso de la mujer a las profesiones. En el último tercio del siglo xix se realizan esfuerzos orientados a ofrecer a las mujeres una instrucción más amplia preparándola no sólo para el hogar sino también para el trabajo. Surgen así bajo la iniciativa de Fernando de Castro la Escue47   Arenal destacó el papel trascendente que debía desempeñar la soltera contribuyendo a mejorar la sociedad aunque no colaborase en la multiplicación de la especie. En La mujer del porvenir se ofrece un retrato de esa mujer soltera casta e instruida como prototipo de trabajadora social, lo que se relaciona con la preocupación por la comunidad en conjunto por encima de motivaciones individualistas y constituye un buen ejemplo del “humanismo feminista” de la autora: “Hay un tipo de mujer soltera, ciertamente poco recomendable. Egoísta, extravagante […]. La mujer soltera casta, si tiene un poco de pan y un poco de educación, no es, como el hombre célibe, un elemento de vicios, desórdenes y males […]. La mujer soltera, que caritativa e ilustrada se dedica al consuelo de sus semejantes, es un elemento social de bien y prosperidad que no tiene precio” (1974d: 180-182).

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la de Institutrices (1869), la Asociación para la Enseñanza de la Mujer (1871), la Escuela de Comercio para Señoras (1878) y la Escuela de Correos y Telégrafos (1882). Arenal vinculaba poderosamente la identidad laboral a la persona: “ninguno que no trabaja es persona; es cosa” (1974a: 69) interpretando el trabajo como una obligación del individuo que lo hacía feliz y digno y por eso mismo reivindicó el derecho de la mujer a ejercer “todas las profesiones que no repugnen a su natural dulzura” (1974d: 185) y a recibir una formación adecuada que la capacitara para el ejercicio de éstas. Esta apología del trabajo supone una crítica a la situación laboral del momento e ilustra su aguda conciencia de una realidad que había sido una y otra vez oscurecida por la imagen del “ángel del hogar” que se ofrecía como representación exclusiva de la mujer, dejando en la sombra a toda una clase social que constituía la abrumadora mayoría —las trabajadoras del ámbito rural y urbano— al tiempo que se difuminaba la realidad histórica del trabajo femenino. En este sentido resulta de sumo interés el texto de Arenal titulado “El trabajo de las mujeres” que cuestiona la ubicuidad de esa representación del ángel hogareño sacando a la luz un panorama muy distinto para reivindicar el derecho y la necesidad que tiene la mujer de trabajar y recibir un salario justo: [ 150 ]


Y a esta realidad, a esta prosa, no se opongan sueños vanos: el idilio económico-social de la mujer ocupada tan

sólo en los quehaceres del hogar, provisto por el hombre de todo lo necesario: lo cual, como hecho, es falso, como discurso, erróneo, como esperanza, vana. La mujer ha trabajado siempre fuera del hogar […]. Es, pues, imaginaria o excepcional la situación que como regla y realidad se

supone, y o a que se aspira, de la mujer en el hogar sin más cuidado que él (1974c: 87).

Arenal niega que el ángel del hogar sea un modelo asequible a la mayoría de las mujeres destacando que constituye más bien la excepción e insiste en la importancia del trabajo femenino a lo largo de la historia al tiempo que reconoce la existencia de un número inmenso de obreras para quienes la imagen amable de la reina de la casa era una falacia48: 48   El carmelita Santa Teresa en su libro de 1931 orientado a dar impulso al feminismo cristiano coincide con Arenal en este planteamiento: “Es cómodo, cuando se tiene la despensa repleta, recriminar a la mujer porque sale demasiado a la calle. Es fácil cantar las excelencias del hogar y del amor a la familia; pero cuando hay hambre en el hogar tales excelencias se amenguan mucho, y por derecho natural, por instinto de conservación, han de procurarse un honrado y suficiente vivir […]. ¿No es mejor que se metan a telefonistas, a mecanógrafas, a oficinistas, en general, que no que arrastren una vida de miseria y de desdichas, expuesta a mil peligros?” (1931: 46-47).

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… la inmensa mayoría, compuesta de mujeres pobres, no puede dedicarse al cuidado asiduo e incesante de sus

hijos pequeñuelos, porque necesitan trabajar para darles pan (1974d: 176).

Este planteamiento constituye una réplica poderosa al discurso de las esferas separadas al proponer que se está partiendo de presupuestos falsos que ignoran la agencia de la mujer y su papel en el ámbito laboral, realizando múltiples tareas mientras deja a los hijos al cuidado de otras mujeres o llevándolos consigo como ocurría tradicionalmente en el campo. La dedicación asidua y en exclusiva a tareas maternales era el modo de vida de “un corto número de mujeres de la clase media” (1974d: 177) por lo que el discurso que privilegiaba esta imagen prescindía absolutamente de una inmensa mayoría de mujeres económicamente desfavorecidas y también de las obreras, campesinas y trabajadoras en general que compatibilizaban el trabajo con la crianza de los hijos. En “El trabajo de las mujeres” se critica la escasa retribución que recibían éstas y que las condenaba “a trabajar casi de balde” (1974c: 94) exigiendo la formación profesional para ellas dado que no se les enseñaban los oficios y su falta de aptitud industrial justificaba sueldos muy inferiores. La escritora defendía [ 152 ]


ardorosamente el trabajo como medio de alcanzar dignidad y felicidad pero denunciaba que el sistema fabril era abusivo y sexista en tanto que la misma labor estaba peor remunerada si la llevaba a cabo una mujer y eso explicaría que muchas de ellas rechazaran el trabajo por ser repulsivo (1974c: 84). A la desventaja económica por el salario insuficiente se unían las jornadas laborales extenuantes en el taller o la fábrica que hacían del trabajo algo patológico en vez de higiénico, lo que llevaba a Arenal a concluir que un buen número de obreras “mueren de trabajo” (1974c: 85) dadas las insanas condiciones laborales unidas a la vida en la pobreza y la mala alimentación.49 La ensayista creía que la solución estaba en la conciliación de la vida laboral con la actividad doméstica, formando profesionalmente a la mujer para que no se viera obligada a estar tantas horas 49   Arenal denunció las condiciones de trabajo fabril en términos muy duros: “El médico del hospital o de los socorros domiciliarios certifica de la muerte o da cuenta de tal o cual enfermedad […] pero si en vez de hacer constar los efectos se buscara la causa del mal, resultaría que una enferma estaba doce o catorce horas doblada sobre la costura o dando a la máquina y comiendo mal; que la otra se levantó y trabajó antes de tiempo, recién parida, o criando y comiendo mal tenía que desempeñar una ruda tarea […] estuvo en el taller o en la fábrica, respirando una atmósfera infecta, sentada siempre o siempre de pie, con posturas y esfuerzos antihigiénicos, humedad, mucho frío o mucho calor, etc. Centenares, miles, muchos miles de mujeres, para la ciencia médica, sucumben de esta o de la otra enfermedad; pero la ciencia social sabe que mueren de trabajo” (1974c: 85).

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fuera de casa y creando leyes que protegieran especialmente a las madres lactantes o con hijos pequeños y, en este sentido, ofrecía el ejemplo de las cigarreras de Gijón que habían conseguido negociar salidas para la lactancia y podían compatibilizar el cuidado de los hijos con el trabajo en la empresa (1974c: 93). Era preciso reivindicar la igualdad ante el trabajo porque la rebaja en el salario de las mujeres influía negativamente en los sueldos en general y afectaba a toda la clase trabajadora que veía acrecentada su penuria económica como consecuencia de esa situación ya que “el padre y el marido gana poco, la esposa y el hijo van a la fábrica, e influyen para que gane aún menos” (1974c: 90). Arenal cifra toda su esperanza en una enseñanza femenina orientada a facilitar la práctica de profesiones sencillas y oficios lucrativos para que no tuviera que depender forzosamente del matrimonio y pudiera ganarse la vida independientemente y por eso proponía sustituir la tradicional “enseñanza de la señorita” (1974b: 77) por una educación profesional que enseñara a las jóvenes oficios al tiempo que se creaban las condiciones para que pudieran acceder a los estudios superiores en un ámbito de enseñanza mixta: … esperemos que los hombres se irán civilizando lo bastante para tener orden y compostura en las clases a que [ 154 ]


asistan mujeres, como la tienen en los templos, en los

teatros, en todas las reuniones honestas […]. ¡Sería fuerte cosa que los señoritos respetasen a las mujeres que

van a los toros y faltaran a las que entran en las aulas! (1974b: 77).

Estos cambios iban destinados a acabar con la opresión económica de la mujer que carecía de recursos propios porque la burguesa no tenía otra carrera que el matrimonio y la obrera se dejaba la salud en jornadas laborales de doce o catorce horas (Arenal, 2000: 126). Se plasma así una visión de la esposa de clase media como mantenida del marido y de la mujer trabajadora como esclava y ambos retratos suponen un ataque frontal a la imagen de la reina de la casa y al matrimonio burgués que eran los pilares centrales del discurso de género prevalente en el siglo xix. La ensayística arenaliana reivindicaba así que el patriarcado había colocado a la mujer en un “reino” ficticio para mantenerla sometida y por eso mismo se esfuerza en destruir el mito de la mujer de su casa demostrando que esa situación que se tomaba como regla era en realidad “imaginaria y excepcional” (1974c: 87) ya que falseaba la realidad social de una época en la que “sólo unas pocas privilegiadas podían permitirse ese lujo” (Molina-Petit, 1994: 134). La escritora rechaza también [ 155 ]


el egoísmo de la unidad familiar que no se preocupa por el bien común estableciendo que una madre demasiado solícita podía perjudicar la virtud pública, idea que constituirá el pilar de la rotunda crítica arenaliana al ángel del hogar como ideal erróneo reclamando para el sexo, en cambio, … una educación que contribuya a que conozca y cumpla

su deber, a que conozca y reclame su derecho, a dignificar su existencia y dilatar sus afectos para que traspasen los límites del hogar doméstico (1974b: 63).

La mujer del porvenir mostraba todavía cierto apego al esquema de la domesticidad pero La mujer de su casa, publicada veinte años más tarde, supone un esfuerzo consciente de revisión de sus ideas anteriores y afirma desde las primeras páginas que no se puede considerar a la “buena mujer de su casa” como tipo de perfección porque ese ideal respondía a las necesidades del mundo feudal pero no del mundo moderno, por lo que constituye un “anacronismo” (1974e: 200) y un modelo deforme del que saldrán copias igualmente defectuosas. La tacha principal de Arenal al ideal de la buena mujer de su casa es que deriva de un concepto equivocado de perfección “que es para todos progreso, y que se pretende sea para ella inmovilidad” (1974e: [ 156 ]


202) lo que alude nuevamente al doble rasero y a la paradoja de un mundo que aspira a mejorar al tiempo que divide a los dos sexos identificando al hombre con el avance y a la mujer con la parálisis. Estos planteamientos demuestran que el prototipo angelical era un sofisma que no respondía más que a la situación de un pequeño número de mujeres burguesas para quienes tampoco era positivo. Arenal considera que la mujer que permanece en casa, sin preocuparse nada más que por aquello que sucede dentro de ella y afecta a los suyos, es en realidad un ser humano egoísta e irresponsable, de modo que no es un ángel porque se comporta como una mera espectadora de la cuestión social sin ejercer ninguna acción directa fuera del espacio doméstico y, por eso, la escritora considera que el hogar no tiene connotaciones de albergue y refugio sino que es un “centro de abnegación y núcleo del egoísmo” (1974e: 206) porque constituye una célula impermeable y aislada que no contribuye al perfeccionamiento de la comunidad ni aporta nada al conjunto de la nación. Según esto, el amor maternal ostentaba rasgos perturbadores al aflojar los lazos entre la familia y la comunidad: La mujer de su casa, que vive sólo en ella y para ella, no entiende ni le interesa nada de lo que pasa fuera, y juz[ 157 ]


ga imprudencia, absurdo, quijotismo, disparate, tontería, según los casos, el trabajo, los desvelos y los sacrificios

que por la obra social están dispuestos a hacer el padre, el esposo o el hijo […]. ¿A qué fastidiarse y matarse por cosas que no son obligatorias ni producen honra ni provecho? (1974e: 207).

Arenal propone que es preciso armonizar el bien de la casa y el bien público y explica que ese egoísmo doméstico interesado únicamente en lo que pasa de puertas adentro es un reflejo instintivo pues la organización social le ha sido siempre desfavorable a la mujer ubicándola en una posición marginal. Ese “sentimiento egoísta del provecho de la familia” (1974e: 212) obedecería, por tanto, a la antipatía natural de la mujer hacia un sistema que históricamente la había oprimido, haciéndole privilegiar las ventajas propias sobre todo lo demás convirtiéndola en “una víctima que, en vez de redimir, contribuye a inmolar a los que la sacrifican” (1974e: 260). Todo esto lleva a la ensayista a concluir que “la mujer de su casa pudo ser un tipo de perfección en otros siglos” (1974e: 215) pero ese modelo no era válido para el presente pues no se podía prescindir de la acción pública femenina. Este desmantelamiento de la figura de la mujer de su casa refleja una postura rotundamente insumi[ 158 ]


sa. El novelista Valera reflexionó sobre el tema en sus “Meditaciones sobre la educación humana” enfatizando la obligación de la mujer de ser agradable (recomendando a este efecto la obra de Concepción Gimeno de Flaquer En el salón y en el tocador) y mostró su sorpresa ante el hecho de que Arenal, “una discretísima, verdadera gloria literaria y científica de nuestro país” (1958: 1424) se enfrentara al sistema de una forma que al escritor le parecía inaceptable. La argumentación de Valera demuestra que el ideal de la “muy mujer de su casa” todavía era tremendamente poderoso y contaba con adeptos fieles en el momento en que Arenal lo denuncia como erróneo. Este autor, a pesar de reconocer la discreción de su colega, se sintió obligado a enmendarle la plana por considerar que … si doña Concepción Arenal considera mezquino y vicioso el concepto de mujer de su casa suponiendo que de-

bilita, humilla, esclaviza y pervierte a la mujer es porque su concepto de la mujer de su casa no es legítimo y bien formado concepto (1958: 1425).

Estas meditaciones de Valera, que en ese mismo texto responsabilizaba del bienestar de la comunidad al político honrado en vez de al ciudadano, ilustran [ 159 ]


una postura completamente opuesta al llamamiento al activismo civil y al humanismo feminista de Arenal. Toda la reflexión arenaliana sobre la mujer de su casa como ideal erróneo supone no sólo que las pocas mujeres que lo abrazan no están llevando a cabo su función social sino que dejan traslucir una condición egoísta en vez de seráfica. En este sentido La mujer de su casa es un texto radical y subversivo que ataca el dogma decimonónico prevalente sobre la mujer ofreciendo una representación alternativa de feminidad. Los ensayos de Arenal denuncian la desigualdad a todos los niveles —educativo, laboral, social, de clase y género— proponiendo un mundo mejor construido sobre ideales de equivalencia, armonía y progreso. Esta armonía no puede conseguirse sin elevar al sexo sometido pero necesita también del compromiso social y del trabajo de las mujeres que están en posición de llevarlo a cabo. Sus textos recogen reivindicaciones que incluyen a solteras y casadas, madres y mujeres sin hijos, mujeres de clase media y obreras, campesinas y ciudadanas, prostitutas y mujeres honradas, analfabetas y mujeres educadas. Su esfuerzo no sólo era antihegemónico en el sentido de que se preocupaba especialmente de los desfavorecidos y marginados —mujeres, niños, pobres, presos— sino que estaba dominado por una vocación universalista que no dejaba a nadie fuera de su proyecto de mejora. [ 160 ]


3. Hacia un feminismo hispánico: la Eva moderna y la mujer intelectual de Concepción Gimeno de Flaquer

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[ 162 ] Retrato cortesía de la Universidad de Texas en Austin. The Benson Latin American Collection


“Los feministas son adalides del altruismo, campeones

del oprimido, heraldos de la justicia, paladines de la moral, redentoristas.”

Concepción Gimeno de Flaquer50 (Alcañiz, ¿1850?51Madrid, 1919) se inició temprano en el periodismo con la publicación de un artículo titulado “A los impugnadores del bello sexo” marcado por el tono combativo con que denunciaba los discursos misóginos y las injusticias que se cometían contra la mujer. La preocu50   La grafía moderna es “Jimeno” pero ella firmaba con la “G” como puede verse en el autógrafo de Una Eva moderna. Críticos como Bianchi, Bieder y Sánchez Llama mantienen la grafía decimonónica. La segunda parte del apellido la toma de su esposo, como era práctica común en la época. 51   Bieder y Bianchi coinciden en subrayar la confusión sobre su fecha de nacimiento. Parece casi seguro que Gimeno alimentó la duda mintiendo sobre su edad. La crítica maneja diferentes fechas que oscilan entre 1850, 1852 y 1860 siendo esta última la más improbable pues entonces habría escrito el artículo “A los impugnadores del bello sexo” a la edad de nueve años (Bianchi, 2007: 92). Su fecha de nacimiento sería más bien 1852 —como sugiere el prólogo de Leopoldo Augusto Cueto a La mujer española— o incluso 1850, como apunta Bianchi al calcular que la autora quizás se quitaba diez años.

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pación por su sexo y el deseo de refutar la propaganda negativa vertida por sus detractores constituyen los pilares centrales de su programa literario y ese empeño justificó que Juan Tomás Salvany la bautizara con el apelativo de la Cantora de la Mujer (1885: 5). Gimeno se mudó luego a Madrid donde se movió en círculos literarios, asistiendo a la tertulia de la duquesa de la Torre donde habría conocido a personalidades del mundo literario como Carolina Coronado o Juan Valera (Bieder, 1993: 220). Fundó en la capital en 1873 el periódico La Ilustración de la Mujer y a partir de ese momento combinó la publicación de ensayos y novelas con la actividad periodística y las conferencias sobre sus temas predilectos: apología y defensa de la mujer, denuncia de la misoginia y reclamación del derecho a la educación y el trabajo. Sus ensayos resultan contundentes y reivindicativos, expresión de una ideología que ella define como “feminismo moderado” (1900: 118) mientras que las novelas se caracterizan por mostrar una subordinación del proyecto feminista a las convenciones de la ficción romántica (Bieder, 1990: 474).52 Bianchi divi52   Este capítulo se centra específicamente en su extensa producción ensayística que ha recibido poca atención crítica a pesar de la contundencia del proyecto feminista presente en estos textos. Se manejan aquí los ensayos La mujer española. Estudios acerca de su educación (1877), La mujer juzgada por una mujer (1882), Madres de hombres célebres (1884), Civilización de los antiguos pueblos mexicanos

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de la producción ensayística de Gimeno en dos grupos de textos: aquellos dedicados al pensamiento y la teoría feminista y otros donde narra biografías y compilaciones sobre mujeres ejemplares, pero lo cierto es que ambas categorías están íntimamente relacionadas pues la indagación en la historia de las mujeres y la recopilación de esas enciclopédicas “galerías de damas ilustres” es una estrategia más de su programa feminista. Gimeno desempeñó una intensa labor como ensayista, intelectual, activista y periodista a ambos lados del Atlántico ya que en 1883 se mudó a México con su marido, el periodista Francisco de Paula Flaquer. Al poco de instalarse fundó allí el periódico El Álbum de la Mujer que se publicó semanalmente hasta 1889, poco después el matrimonio regresó a Madrid y Gimeno se hizo cargo de la dirección de El Álbum IberoAmericano. Una carta de Juan Valera escrita en 1886 a Menéndez Pelayo documenta el hecho de que era un personaje influyente que desplegaba una intensa actividad literaria en México: “Se ha ganado las volunta(1890), Mujeres de la Revolución Francesa (1891), Mujeres. Vidas paralelas (1893), Evangelios de la mujer (1900), La mujer intelectual (1901), El problema feminista (1903), Mujeres de raza latina (1904), La Virgen Madre y sus advocaciones (1907), Mujeres de regia estirpe (1907) e Iniciativas de la mujer en higiene moral social (1908). Se alude también al manual de etiqueta titulado En el salón y en el tocador (1899) y a su última novela Una Eva moderna (1909) que aborda específicamente la cuestión del voto y la emancipación femenina. [ 165 ]


des; es admirada e influye y puede influir más aún en la divulgación allí de nuestra cultura y en que muchos libros se vendan y se lean” (Valera, 1946: 272). A este respecto Ramos-Escandón considera que su larga experiencia en México y su actividad como promotora de la cultura hispánica la convierten en una intermediaria cultural por excelencia entre la Península y América Latina (2002: 120). Un buen ejemplo de esta actividad lo constituye su conferencia de 1890 en el Ateneo de Madrid que era un recinto intelectual históricamente masculino. Para esa ocasión eligió un tema que muestra una vocación intelectual trasatlántica al hablar de las culturas indígenas mexicanas ante el público madrileño ofreciendo una interpretación de la cultura azteca que insiste en su sofisticación y su carácter civilizado en vez de bárbaro. Esta tarea de difusión cultural le valió la Medalla de Honor concedida por el gobierno de Venezuela para premiar su labor como propagadora de la instrucción pública, sus trabajos de tema americanista fueron galardonados por el gobierno mexicano (Ramírez Gómez, 2000: 165) y recibió diversas condecoraciones en Argentina, Colombia, Ecuador, Cuba, Chile y Perú (Díaz Pérez, 1988: 60). A pesar de la fama alcanzada en su época esta autora no ha recibido excesiva atención crítica. Existen algunos excelentes estudios sobre aspectos específicos [ 166 ]


de su producción siendo especialmente destacables los de Bianchi (2007), Bieder (1990, 1992, 1993), Hibbs (2006), Ramos-Escandón (2001, 2002) y Sánchez Llama (2004) pero no se ha publicado hasta ahora ningún estudio comprensivo de su obra. No existe ninguna reedición moderna de su elocuente ensayo Evangelios de la mujer (1900) en el que ofrece una documentada panorámica de los progresos del movimiento feminista en Europa y América analizando en profundidad la situación española, ni tampoco de El problema feminista (1903), un breve texto que resulta clave para entender el desarrollo del movimiento de mujeres en la Península a principios del siglo xx. Gimeno utiliza en ocasiones un lenguaje crudo para referirse a la explotación sexual de la mujer y a la necesidad de mantenerla simbólicamente ciega para que no pueda ser testigo de las iniquidades de los hombres a quienes dedica una extensa serie de epítetos peyorativos como “pedantes”, “aturdidos” o “insensatos” al tiempo que los acusa de haber impedido el desarrollo intelectual y personal de la mujer. La ensayista se querella reiteradamente en sus textos contra esa tiranía masculina recurriendo a la forma del femenino plural para mostrar la necesidad de una comprensión y solidaridad femeninas que alude constantemente al nosotras y vosotras sugiriendo ideales de camaradería al [ 167 ]


tiempo que articula una apasionada denuncia contra los hombres sin tratar de suavizar en ningún momento un tono indignado que incide en la incapacidad del varón para ser imparcial. El vehemente acento de Gimeno es bastante singular en el contexto decimonónico y es preciso subrayar su habilidad para mantener el prestigio intelectual como escritora y periodista manejando con destreza un discurso que incrimina a los hombres y transpira desobediencia. El sexo fuerte es visto por la autora como una “rémora” histórica de la mujer y un tirano que abusa de su autoridad y esta idea resulta especialmente llamativa porque le da la vuelta a la visión prevalente de la mujer como un ente obstructor del progreso. Gimeno, por el contrario, dibuja al hombre como un lastre que ha obstaculizado el desarrollo intelectual de su compañera por tener poderosos intereses para supeditarla y la crudeza de esta denuncia confiere una relevancia singular a su voz feminista: El hombre ha querido ciega a su compañera para que

no le viese caminar por sendas cubiertas de fango vil, la ha querido sin criterio para que no le pidiera cuenta de su conducta ligera, y para subyugarla sin razonamiento de ninguna especie ante las despóticas leyes de

su caprichosa fantasía […] ha mutilado sus facultades intelectuales y la ha sepultado en las tinieblas, sumién[ 168 ]


dola en la más oscura ignorancia, para que se estrellara

indefensa y sola en los escollos de la vida. Sola, repito; la ha dejado sola […] para ejercer en su hogar un predominio tiránico, que le permita calmar, ya que no ex-

tinguir, la ardiente sed que siente de una dominación

más vasta sobre el universo […] para hacerla su juguete, para explotar su debilidad; permítasenos esta frase que se escapa a nuestra indignación y que repugna a nues-

tra delicadeza, frase que no borramos por no encontrar

otra más gráfica para lo que queremos expresar (1877: 144-145).

Este tono insumiso que no se retracta a la hora de tocar temas absolutamente tabú para la sociedad decimonónica —en este caso la visión de la mujer como objeto sexual del hombre— caracterizó toda la producción ensayística de esta escritora cuya voz airada descuella en el cambio de siglo, atreviéndose a disputar con el hombre al tiempo que intenta demostrar la agencia femenina en la historia arrojando luz sobre las acciones del sexo.

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3.1. La Cantora de la Mujer

El ensayo de Gimeno de Flaquer La mujer juzgada por una mujer fue publicado en 1882 y alcanzó nueve ediciones (Simón Palmer, 1991: 363). Sus “Dos palabras” escritas a modo de prefacio y dirigidas explícitamente a un público lector femenino constituyen un buen ejemplo de la forma en que la autora vincula el género con su voz autorial para hablar como mujer a favor de su sexo representándolo y juzgándolo “desde dentro” frente a la imagen tergiversada que ha venido ofreciendo la cultura patriarcal. Para esta escritora la mujer es su lectora ideal y su “heroína” y sus palabras se dirigen directamente a ella por considerar que “una mujer observadora es más apta para juzgar a la mujer, que un hombre de gran talento. Nunca nos juzgan los hombres con serenidad” (1887: 7) y en sus ensayos trata de poner en evidencia esa parcialidad. La ensayista considera que ella es la persona idónea para representar al sexo de una manera veraz desde la posición de una igual que comparte su experiencia y por ello dedica su producción ensayística a rebatir el discurso histórico que la representa erróneamente ofreciendo bosquejos deformes: [ 170 ]


Me creo autorizada a decir estas verdades a la mujer, por-

que he consagrado un libro de más de doscientas páginas a enaltecerla, a la reivindicación de sus derechos, a contestar a las impugnaciones que se le han dirigido, cuando éstas han sido injustas (1997: 132).

En La mujer española la autora incluye dos llamativos apéndices, un “Catálogo de las escritoras y artistas más reputadas españolas y extranjeras” que recoge casi trescientos nombres (la inmensa mayoría hijas del siglo xix) y un apéndice de veintiséis páginas de aforismos y citas que lleva por título “Pensamientos de hombres eminentes en pro de la mujer”. Su intención era ilustrar el debate entre detractores y aduladores de la mujer insistiendo en el derecho de ésta a representarse a sí misma frente a lo que han dicho sobre ella los hombres que, divididos en dos bandos como ginecómanos o misóginos (1899: 203), se demostraban incapaces de comprender su naturaleza, dejando un considerable espacio en blanco donde se podía inscribir a la inmensa mayoría de las mujeres: Como si la mujer fuera de naturaleza enigmática, incomprensible, los pueblos antiguos vacilan entre su menos-

precio y glorificación, entre el vilipendio y la apoteosis. No aciertan a explicarse si es sirena peligrosa o genio [ 171 ]


del bien, la rebajan hasta la vil condición de esclava y le

confieren la muy alta misión de profetisa, la denominan inferior y la declaran musa inspiradora (1907a: 7).

En este sentido la ausencia de una visión ecuánime constituía una de las causas de la invisibilidad histórica del sexo, una situación que la escritora trató de solventar con sus numerosas galerías de mujeres que recuperan a esas protagonistas de la historia al tiempo que declaraba abiertamente su pretensión de ofrecer una visión objetiva: “para definiros debo ser imparcial: si no lo fuera, mis opiniones no tendrían fuerza” (1887: 7). Gimeno expone la imposibilidad de capturar la esencia femenina a través de la lente patriarcal y subraya que la mujer ha constituido un enigma para los hombres53 que han tratado de describirla y analizarla sin éxito, escarneciéndola con epigramas o elevándola a un estatus casi sobrenatural sin conseguir nunca llevar a cabo una descripción objetiva: El corazón de la mujer es para el hombre un jeroglífico

indescifrable, un insondable arcano, un enigma de problemática solución […]. Los escritores de todas las épo-

cas, los filósofos antiguos y modernos han pretendido describirla; mas al retratar su fisonomía moral, han pin  Cfr. nota 16.

53

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tado una ridícula caricatura que no ha tenido semejanza

alguna con el original […]. Porque la mujer se escapa a la investigadora mirada del observador, al minucioso examen del sabio y al escrutador escalpelo del filósofo. No digáis

nunca que la conocéis, si no queréis exponeros a llevar un mentís terrible (1887: 150-151, mi énfasis).

Gimeno justifica su papel como estudiosa y defensora de la mujer basándose en la idea de que el pudor impide al sexo mostrarse abiertamente a los ojos de un hombre y utiliza para ello la metáfora del escalpelo quirúrgico que ha sido analizada con enorme lucidez por Bieder en su estudio sobre la complicada integración de la autora al modelo realista. En La mujer española se interpreta el bisturí como destructor, vinculándolo al frío análisis científico ya que “descompone el cuerpo de la luciérnaga, reduce la bella mariposa a mísero esqueleto” (1877: 117), quehacer opuesto al del poeta que reproduce e imita la vida plasmando el batir de las alas y los colores de esa mariposa en pleno vuelo. Esa fuerza creativa del poeta se asocia con lo femenino puesto que “el poeta y la mujer se asimilan en su fisonomía moral” (1877: 109) y esto capacita a la mujer para ser una perfecta fotógrafa de la creación. Bieder sugiere que el bisturí destruye y el lápiz crea (1992: 210) y, en este sentido, Gimeno propone que la mujer [ 173 ]


utiliza una mirada y un lenguaje propios de forma que cuando analiza a sus congéneres es capaz de capturar detalles que escaparían al ojo masculino porque ambos miran a la mujer desde posiciones radicalmente opuestas: una mirada analítica y escrutadora característica del hombre, ante la cual ella se repliega y esconde sus secretos por pudor, y una mirada delicada de una mujer hacia otra que justifica su convicción de que sólo ella puede cantar las excelencias de su propio sexo y llegar a conocerlo porque éste se resiste el análisis y se oculta “si pretende estudiarla una mirada masculina” (1887: 164). Esta cita sugiere que ambos sexos articulan una mirada diferente sobre las cosas, una “mirada clínica” masculina desvinculada del objeto y que opera de una forma similar a la manera en que el médico explora el cuerpo y los síntomas de un paciente (Foucault, 1973: 107-108) y una mirada más fluida, delicada y sutil procedente de otra mujer que realizará su retrato de forma más eficiente y será capaz de narrar su experiencia de otra forma. Según esto, la mirada está fuertemente marcada por el género sexual, tal y como ha subrayado Berger: “Los hombres miran a las mujeres. Las mujeres se contemplan a sí mismas mientras son admiradas […]. El que inspecciona a la mujer es siempre un hombre” (1988: 47). Gimeno establece además que la distinta percepción de ambos sexos genera interpre[ 174 ]


taciones diferentes de la realidad ya que “el hombre sintetiza las cosas, la mujer las detalla; a la mirada del hombre se escapan muchos perfiles que la mujer distingue claramente” (1887: 62) porque los procesos cognitivos también difieren ya que la mujer llega con el instinto y la perspicacia a las mismas conclusiones que el hombre con la razón (1908).54 Esta percepción singular que Gimeno atribuye a la mujer está directamente vinculada con una mirada distintiva55 que le permite crear obras grandiosas que poseen atributos diferentes a las masculinas, primando el principio de armonía sobre la simetría perfecta con el fin de provocar una reacción estética que se vincula con el “verdadero genio” 54   Una idea que ya había sido sugerida por Arenal en La mujer de su casa: “¿Será la mujer más espontánea y menos reflexiva; adivinará más y observará menos; su acción será más extensa y menos intensa, más perseverante y menos fogosa, con más facultades receptivas y menos poder creador…?” (1974e: 269). Clarín se expresaba de una manera similar al apuntar la naturaleza complementaria y opuesta de los sexos reforzando la creencia de que éstos no sólo eran distintos en su fisiología sino en su forma de conocimiento y su visión del mundo: “La mujer siente más; el hombre, activo, rico de experiencia, piensa, sabe más; pero no sabe mejor, porque la mujer sabe amando, penetra más sutilmente en la naturaleza de las cosas” (González Molina, 1987: 492). 55   Una visión que no difiere mucho de la hipótesis psicoanalítica propuesta por Lichtenberg que plantea la existencia de una mirada matricial que se define como antítesis de la visión fálica, asociada a las sensaciones táctiles y de movimiento y a la unión con la madre en vez de la castración (1995: 7).

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mientras que el academicismo masculino se identifica con el dominio de la geometría y la técnica: No os hablamos de una simetría perfecta, que resultaría

dura, fría y monótona, sino de una unidad de armonía, envuelta en el esplendor de sensibilidad, que irradian los

destellos del verdadero genio […]. La mujer tiene idoneidad para obras grandiosas: nos referimos a la gran-

diosidad estética que depende de las relaciones ópticas, que hieren los sentidos y el espíritu, pues la grandiosidad geométrica supone muy poco (1877: 65).

A través de esa visión esencialista de la mujer basada en la idea de la diferencia Gimeno sugiere que la peculiar forma de mirar femenina le proporciona las herramientas para representar la especificidad de su sexo, convirtiéndola en la intérprete por excelencia de la experiencia de sus semejantes, la única persona capaz de acceder a su intimidad y conocer sus misterios: Yo me propongo levantar una punta del misterioso cendal en que se envuelve la mujer mexicana; yo intentaré traspasar los muros alzados por su modestia; yo cantaré

sus virtudes, no con trompetas y clarines, no con brioso acento, no con vigor viril, pues ella no toleraría tan es[ 176 ]


tridentes sones: cantaré sus méritos con suaves notas de cítara femenina (1887: 165).

Esta cita recurre a la imagen musical de la suavidad de la cítara frente al ímpetu del clarín y la trompeta que transmiten poderosas connotaciones de batalla y conquista y hace referencia al estado subalterno de la mujer cuyos méritos sólo pueden ser reconocidos y cantados por aquella que entiende su pudor y no hará revelaciones indiscretas que pudieran comprometer a sus compañeras. Gimeno declara poseer un conocimiento profundo de los engaños sutiles que la mujer ha fabricado para defenderse y que constituyen una forma de escudo frente a la tiranía misógina. Pero esta misma idea evidencia que también en su representación existe parcialidad y favoritismo pues siente que debe proteger al sexo de las asechanzas de los hombres por lo que elude revelar cuáles son las armas de la mujer. La utilización de símbolos bélicos muestra una visión crítica de la cultura patriarcal que pone todo tipo de obstáculos e impedimentos al desarrollo de la mujer: “alza ante su paso lazos infames, abre abismos y cloacas inmundas, y luego, en vez de tenderle una mano cuando ella implora caridad, le arroja despiadadamente guijarros al rostro” (1877: 120). Ese recelo hacia los hombres impide a la autora adherirse plena[ 177 ]


mente a su propósito de neutralidad precisamente porque su profunda vocación como defensora de la mujer la obliga a adoptar una posición más defensiva que ecuánime: “¡Mujeres, protejámonos y cubramos nuestras imperfecciones con el manto de la benevolencia y la caridad!” (1877: 227). Semejante actitud explica que Cansinos Assens la considerara una figura señera de la “apologética feminista” (1925: 272) dada la convicción de la autora de que las mujeres debían defenderse entre sí porque el sometimiento se veía agravado por la inexistencia de una solidaridad femenina. Gimeno consideraba que la amistad femenina sólo sería posible cuando éstas se educaran: La mujer de los feministas es culta, y la cultura despoja

de toda puerilidad o necia preocupación. Cuanto más se

eleve la mujer, más benigna será para su sexo […] y podrá ser leal amiga de otra mujer (1900: 200).

La mujer feminista sería la encarnación de esos ideales y esto permite a la autora presentarse como paladín por excelencia de su sexo al que dirige su voz amiga en calidad de mujer intelectual, feminista y culta: Las mujeres debiéramos aliarnos en vez de hacernos la

guerra, y seríamos más fuertes contra el enemigo común. [ 178 ]


Nos herimos delante de ellos; las armas que usamos en tal combate son nuestras pequeñas pasiones […]. ¿Por

qué nos hemos de querer mal? Unámonos, que la unión

es la fuerza. Nosotras tenemos secretos que estamos interesadas en guardar, porque convienen a nuestros propios planes (1899: 202-203).

En La mujer española aparece la sugerente imagen del hijo varón que se rebela contra su madre después de que ella le ha otorgado vida y palabra, utilizando el lenguaje que acaba de enseñarle para injuriarla (1877: 35). Esta idea de un aprendizaje de la palabra a través de la mujer, representada como educadora y “maestra del género humano” (1899: 18) se transforma aquí en la historia de una traición: la de los hijos hacia sus madres al despreciar al sexo que les ha dado la vida y enseñado la lengua materna.56 De esta forma la ensayista acusa a los impugnadores de la mujer no sólo de perfidia sino también de cobardía por considerar que el hombre le niega el derecho a acceder a la cultura y la educación porque tiene miedo de que se le dispute “la hoja de laurel para nuestras frentes” (1877: 43). Gime56   Así lo percibe también Luisa Muraro al considerar que “el origen de la vida no es separable del origen del lenguaje” (1994: 49) porque éste último procede de un pacto con lo real que se contrata a través de la madre.

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no expone que ese recelo sería la causa de que el hombre haya monopolizado el acceso a la cultura y el saber, cerrándole a las mujeres todas las puertas y negándoles su papel en la historia por temor a que pueda convertirse en una rival para la trayectoria masculina. Este sentimiento de amenaza se ilustra con otro símbolo infantil que refuerza la visión del hombre como “niño” que no puede resolver sus emociones ambivalentes ante una madre universal y poderosa: “Yo pienso que muchos, al referirse a la mujer, les ocurre lo que a los niños cuando se ven solos: cantan de miedo” (1900: 95). En La mujer juzgada por la mujer se proclamaba esa aprensión conminando al hombre a utilizar su poder de forma adecuada y cuestionando su capacidad de mando dado que la distinción entre sexo débil y sexo fuerte estaba cambiando de signo y los papeles de género se hallaban en proceso de negociación: Hombres, no os disputamos el cetro; pero advertid que si

no lo empuñáis bien, nos veremos obligadas a tomarlo para que no se os caiga de las manos. Ya no es exacto el calificativo de fuerte, aplicado al sexo masculino, ni el de

débil al femenino, porque a medida que los hombres se han hecho débiles, las mujeres se han hecho fuertes. Los

hombres de hoy son varones-hembras: observad que no

hay exageración en este aserto […]. Cuando veo a los [ 180 ]


hombres reclinados muellemente sobre los almohadones

de raso, y enervados en el más voluptuoso sibaritismo, pienso con dolor que desaparece el sexo fuerte […]. La

degeneración de la raza masculina no es solamente física, también es moral (1887: 76, mi énfasis).

Esta reflexión sobre el papel de la mujer fuerte e influyente, la madre dadora del lenguaje o el “eterno femenino” (1907a: 7) se vincula también con el elogio del potencial creativo de la mujer subrayado por Gimeno en numerosos ensayos que destacan su capacidad como hacedora de vida, palabra y belleza: “La mujer ama lo bello, y no lo destruye, cual el hombre, con el cuchillo anatómico” (1877: 65). Esta idea choca con la visión prevalente del varón como demiurgo propuesta por la mayoría de sus colegas masculinos que estaban convencidos de la centralidad del hombre en la creación y lo consideraban el sujeto innovador por excelencia mientras que la mujer era vista como una fuerza pasiva (musa y objeto en vez de sujeto), una especie de útero universal, sin capacidad creativa autónoma, asociado a posiciones retrógradas, como exponía Clarín: El macho es reformista, innovador, las variaciones en la especie se le deben a él. La hembra es más misoneísta [ 181 ]


[…] tiende a conservar, el macho a renovar, a inventar y a ensayar (González Molina, 1987: 491-492).

Esta visión del poder agente del macho creador estaba firmemente asentada y procedía ya del mundo clásico pues Aristóteles definía el cuerpo materno como “una suerte de taller o de receptáculo que sólo alberga y nutre al embrión, una sustancia inerte a la espera de ser activada” (Adrián Escudero, 2004: 281). La implantación del pensamiento positivista a finales del xix no supuso un rechazo de estas ideas sino que las reforzó convirtiendo la biología en destino (Aresti Esteban, 2000: 378). Gimeno, en cambio, toma distancia con respecto a esos motivos de pasividad e inercia y acumula imágenes que enfatizan el poder creativo y el genio de la mujer como generadora de vida, palabra y conocimiento, cuestionando su supuesta apatía fisiológica para privilegiar su función creadora. En la conferencia “Iniciativas de la mujer en higiene moral social” la ensayista refuta la extendida creencia en una paternidad exclusivamente masculina, un mito que seguía circulando a pesar de los avances científicos. Karl Ernst von Baer había descubierto el óvulo en los mamíferos en 1827 pero a lo largo del xix se debatió ampliamente en círculos médicos y científicos cuál era la verdadera naturaleza y función de éste [ 182 ]


(Tubert, 1999: 73) y, en muchos casos, se sostenía que estaba formado principalmente de componentes nutritivos. En sus artículos “Psicología del sexo” (1894) Clarín expone que el hombre y la mujer hacen idéntica aportación al embrión que recibe “una porción matemáticamente igual de sustancia del padre y de sustancia de la madre” (González Molina, 1987: 489) pero esa igualdad embriológica originaria quedaba parcialmente inhabilitada como consecuencia de una definición de las células en términos de diferencia sexual que destacan la función nutricia de una célula femenina pasiva frente a la actividad celular masculina. Este sugerente planteamiento fue utilizado en la controversia sobre la educación y la emancipación femenina porque permitía resaltar la diferencia entre los sexos transformando lo fisiológico en marca psíquica indeleble, tal y como subrayaba el antifeminista González Serrano en una carta a Adolfo Posada: “No lo dude usted: el calor del ovario enfría el cerebro” (1897: 383). La conferencia de Gimeno en marzo de 1908 “Iniciativas de la mujer en higiene moral social” resulta provocativa porque tocaba estos temas controvertidos ya que en el imaginario cultural perduraba la idea de que lo masculino tenía una función más relevante en la procreación. La ensayista no duda en refutar la teoría aristotélica revisando el mito del parricidio perpetrado por [ 183 ]


parte de Orestes en la figura de su madre Clitemnestra, asesinato del que fue absuelto por no considerar que hubiera parricidio: “la madre no crea al hijo, ya que el claustro materno no es más que un receptáculo inerte” (1908: 12) y esta teoría remite a los versos de la tragedia clásica Las Euménides: No es la que llaman madre la que engendra al hijo, sino

que es sólo la nodriza del embrión recién sembrado. Engendra el que fecunda, mientras que ella sólo conserva el brote (Esquilo, 1986: 523).

Frente a esta creencia basada en el mito del cuerpo materno como mero receptáculo de la semilla creadora masculina Gimeno opone el discurso científico moderno de la embriología para afianzar la idea de que son tan necesarios el óvulo como el espermatozoide pero, además, subraya que es la madre quien gesta al hijo en su seno y, por tanto, reivindica una superior influencia maternal en la generación de la prole: Respecto a que solo el padre sea creador, se carece de datos

indiscutibles, modernas teorías científicas están destruyen-

do arraigadas convicciones y en este asunto todavía no ha

dicho la ciencia su última palabra. Estudios embriogénicos llevados a cabo en el Laboratorio de Zoología Marítima [ 184 ]


de Nápoles han descubierto que la célula que aporta el

macho a la generación tiene la misma importancia que la célula de la hembra. Es lógico que en la morfología del ser humano ejerza más influencia la madre (1908: 12).

Gimeno maneja hábilmente la argumentación cien­ tífica para desacreditar las teorías misóginas basadas en el principio de la pasividad fisiológica oponiendo unos postulados que subrayan el valor de lo “científico” y “moderno” con el fin de sostener la tesis de que ambos sexos poseen idéntico potencial creador a nivel genético pero, además, se propone que la mujer influye activamente en la morfología del ser en tanto que lo gesta en su vientre, lo nutre y ejerce una tarea de “lactancia moral” (Monlau, 1858: 416). Frente a la visión de la mujer como ser pasivo incapaz de creación autónoma Gimeno destaca el ejercicio trascendental de la madre como formadora de la familia, de la patria y del alma masculina, tal y como expone en su llamativo recuento de la maternidad en la obra Madres de hombres célebres donde se refuerza el protagonismo materno que logra dar vida y forjar conciencia, crear subjetividad e inspirar la trayectoria de hombres y mujeres: … me propongo demostrar en este libro que las ideas y costumbres de la madre influyen en el carácter, en los [ 185 ]


sentimientos, en la educación de los hijos, en sus apreciaciones políticas y religiosas, y hasta en el género artístico o literario que cultivan (1885: 15).

Este planteamiento es muy sofisticado pues retoma la figura central de la madre para definir una fuerza vital creativa femenina identificada no sólo con la reproducción de la especie y la constitución de la familia sino con la conformación del estado (a nivel político) y con la forma literaria (a nivel intelectual) de forma que la mujer moderna puede afirmar que su poder es “más fuerte que el estado” (1885: 16) y, además, propone que el estilo literario procede de la madre en tanto que ella forja la inteligencia, alimenta el espíritu e instila subjetividad: “Se ha dicho que el estilo es el hombre, yo me permitiría decir, ahondando más en tal pensamiento que “el estilo es la madre”, porque el estilo de cada autor refleja la fisionomía moral de la que le dio el ser” (1885: 15). La frase alude a la conocida cita del naturalista francés Buffon (1707-1788) “le style c’est l’homme même” (1872: 24) quien, dirigiéndose al público conservador de la Academia Francesa, se refería al hecho de escribir como un “hombre de bien” (en el sentido ilustrado del término) primando la racionalidad y el conocimiento (Saisselin, 1958: 357) pero Gimeno le da la vuelta al argumento para lanzar la arriesgada pro[ 186 ]


puesta de que el estilo literario no se define en función de lo masculino sino de una fuerza primaria femenina que deja su impronta en las creaciones de los hombres, una especie de soplo demiúrgico maternal que coloca a la mujer en una posición privilegiada como creadora de conciencia. Según esto existe una “fuerza pasiva engendradora” de naturaleza femenina (1900: 264), cuya complejidad se materializa en el notable oxímoron de esa expresión que alude al mismo tiempo a la pasividad y la creación, identificando esa fuerza indefinible con el eterno femenino que posee un valor de principio engendrador absoluto: El eterno femenino, símbolo sintético de atracción e in-

fluencia, elemento moral moderador del poder dinámico, encarnación de una fuerza pasiva engendradora de todas

las actividades, es, como principio, a la vez que mítico real (ibídem).

Esta reflexión sobre la misión de la mujer en la sociedad aparece obsesivamente en casi todos los textos de Gimeno donde se cuestiona de manera explícita el discurso de las esferas separadas y la insistencia en confinar a la mujer en el hogar, empeño que se asocia con la idea de esclavitud y restricción: “¡No encerréis a la mujer en un estrecho círculo de hierro! ¡No [ 187 ]


le impongáis su misión, que se la imponga ella espontáneamente!” (1877: 59). Esta idea de que la mujer debe imponerse su misión es significativa porque alude a toda una serie de discursos prescriptivos que relegan al sexo al ámbito doméstico cerrando su conexión con el mundo y, en este sentido, en el artículo “La misión de la mujer” la escritora planteaba una actitud conciliadora al considerar el hogar como un espacio lleno de ramificaciones, lo que venía a negar que pudiera existir una separación radical entre lo público-masculino y lo privado-femenino: La misión de la mujer radica en el hogar, es cierto, pero

en él puede tener mil ramificaciones esa misión, sin que

sean incompatibles con los deberes de la familia (1883: 35).

En los Evangelios, en cambio, se produce una ruptura absoluta con los aspectos opresivos del modelo doméstico al proclamar que “la misión de la mujer es aquella hacia la que se siente inclinada” (1900: 65) lo que implica que cada mujer tiene una misión distinta, tratando de impedir que los prejuicios en torno al sexo en general se convirtieran en obstáculos para las mujeres como individuos al ser percibidas como un grupo homogéneo. Es preciso subrayar, no obstante, que las novelas de Gimeno exhiben un discurso que difie[ 188 ]


re del compromiso feminista planteado en los ensayos (Bieder, 1990) y las heroínas de estas obras renuncian al amor o al deseo cuando se ven forzadas a elegir entre lo que quieren y lo que deben hacer, como le sucede a Luisa, protagonista de Una Eva moderna que huye de la tentación de adulterio y permanece con el esposo sin amarlo para seguir encargándose de la educación de su hija. Esa sumisión a los valores de la tradición, el honor y la rectitud moral muestra la difícil posición de Gimeno que aplica la teoría feminista en sus ensayos al tiempo que expone la vivencia práctica en sus novelas reflejando una dinámica compleja que no ofrece resolución. La ensayista exigirá que se abra “plaza a la mujer” y que no se le imponga una misión porque ella misma sabrá hacerlo pero esa responsabilidad supone acatar la autoridad patriarcal que sus mismos escritos resisten. Por eso mismo las protagonistas de sus novelas se muestran capaces de asumir sus obligaciones y llevar a cabo su “misión” vital —como hace Luisa— pero deben pagar el precio y demostrar su “heroísmo del corazón”57 que implica renunciar al deseo privilegiando ideales de sacrificio sobre cualquier búsqueda de realización personal. La voz feminista inscrita en los ensayos de Gimeno exige que no 57   Subtítulo de su primera novela Victorina o el heroísmo del corazón.

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se obligue a la mujer a llevar a cabo una misión prefijada, pero cuando personajes como Victorina o Luisa se la asignan a sí mismas ponen de manifiesto que siguen insertas dentro del mismo sistema opresivo y, aunque actúen de forma autónoma, lo hacen respondiendo a lo que la sociedad espera de ellas. Esta alternancia de discursos ilustra muy bien el desequilibrio existente entre los pequeños avances del feminismo a nivel teórico, político y de derechos y la dificultad para que la sociedad finisecular absorbiera y aceptara esos cambios. En este sentido la querella constante de Gimeno contra los hombres contrasta con la sumisión de estos personajes novelescos que acatan ideales de abnegación y sufrimiento como única forma posible de goce y trascendencia, temática que ilustra a la perfección el masoquismo presente en muchos textos escritos por mujeres en este período y que ha sido interpretado por Charnon-Deustch como una especie de conciencia colectiva femenina que trata de negociar con la experiencia de la opresión (1994: 11).

[ 190 ]


3.2. Un feminismo conservador y cristiano

En 1900 Gimeno publica los Evangelios de la mujer, un ambicioso ensayo feminista que consta de tres partes: la primera está dedicada a demostrar la igualdad moral e intelectual de los sexos, la segunda analiza el movimiento feminista, sus conquistas y su fortuna en diferentes naciones europeas y en América Latina y el último apartado reitera el tema de la necesidad de la educación e instrucción femeninas. En la segunda parte se ofrece un documentado estudio y análisis del movimiento feminista decimonónico y en esa coyuntura Gimeno exhibe una ideología que ella define como feminismo moderado o feminismo conservador caracterizado por una actitud pacífica que concuerda mucho con el ideal antirrevolucionario que había expuesto Concepción Arenal unas décadas antes. Gimeno aboga aquí por la emancipación parcial de la mujer que atiende al ámbito intelectual y económico pero todavía no pide derechos políticos. Uno de los caballos de batalla que genera la distinción entre el feminismo conservador y el radical gira precisamente en torno al sufragio femenino que Gimeno considera en princi[ 191 ]


pio una demanda propia del movimiento más extremista. En su libro de etiqueta En el salón y en el tocador planteó una visión antisufragio que luego modificó sensiblemente: La mujer española debe la consideración que inspira a que es muy mujer, el día en que pidiera derecho electo-

ral […] el día en que se masculinizara, perdería todos sus encantos, y con ellos, todas las adoraciones del sexo

dominador, al que sabemos vencer con una sonrisa (1899: 296).

Otros planteamientos posteriores son muy distintos como se hace patente en su última novela Una Eva moderna (1909) y en el ensayo “Iniciativas de la mujer en higiene moral social” (1908). Hacia 1900 Gimeno se veía a sí misma todavía como una feminista templada y definía sus ideales centrándose en el derecho a la educación, el trabajo y las profesiones, la independencia económica y la protección laboral: El feminismo moderado o conservador no es, como el

radical, partidario de las soluciones violentas, no desqui-

cia ni descoyunta, no es demoledor ni alza barricadas; es, como ha dicho un feminista, una revolución sin R. Las

exageraciones y excentricidades de algunos desprestigian [ 192 ]


la nueva doctrina […]. He aquí los ideales del feminismo moderado:

1.º Evitar todo obstáculo a las manifestaciones de las

facultades intelectuales de la mujer.

2.º Educar esas facultades para que puedan utilizarse,

teniendo en cuenta que las mentales, como las musculares, se atrofian si no se ejercitan.

3.º Darle trabajo bien remunerado que la defienda de

toda inmoralidad.

4.º Concederle la libre disposición del capital adqui-

rido con su trabajo, por dote o herencia.

5.º Favorecer al sexo femenino en los talleres y fábri-

cas, teniendo en cuenta que la mujer está más condenada por la naturaleza al dolor físico que el hombre.

6.º Destruir la trata de blancas, tan punible como lo

fue en otros tiempos la trata de negros.

7.º Permitirle el derecho a ejercer las profesiones y

cargos dignos de sus aptitudes, muy especialmente la me-

dicina, para curar las enfermedades de las mujeres y las de los niños (1900: 117-119).

Esta teorización no resulta excesivamente novedosa aunque es preciso destacar que la autora maneja con soltura temas y términos que en la España del momento poseían una enorme carga negativa. En sus Evangelios denuncia el misoneísmo que lleva al recha[ 193 ]


zo del feminismo, una palabra que despertaba recelo por lo novedoso del término y el ideal implícitos, hasta el punto de que en 1908 Gimeno todavía se sentía obligada a aclarar que el vocablo no implica ni la guerra de los sexos ni la masculinización de la mujer, estableciendo que se trata únicamente de un movimiento social vinculado al progreso humano: … el feminismo, equivalencia natural e igualdad social de

los dos factores del género humano, es un efecto del progreso

indefinido, que no es guerra al hombre, liga de odio, ni masculinización (1908: 21).

Esta referencia a la mujer masculina responde al empeño de la escritora en destacar el “aroma femenil” de la mujer feminista frente a la monstruosidad del “ser insexuado” (ibídem), aspecto que se pone también de manifiesto en su definición del feminismo conservador como feminismo femenino frente al feminismo masculino (en el sentido de “radical”) que, a decir de la ensayista, “no se aclimata en nuestra raza” (1904: 241) lo que supone una alusión directa a la especificidad de un feminismo latino frente al feminismo anglosajón (Bianchi, 2007: 104). Estas ideas toman cuerpo en su última novela Una Eva moderna donde a través del diálogo entre la pareja protagonista Luisa y Carlos, cu[ 194 ]


yas opiniones son favorables a la causa de la mujer, se critica la rebeldía y el activismo de las sufragistas inglesas que en aquellos años protagonizaron altercados del orden público:58 —Procurad que no ocurra aquí lo que cuentan los pe-

riódicos de las sufragistas inglesas.

—Aquello fue espantoso. Nos ha hecho retroceder en

la opinión. La violencia no es buena para nada. Hay que ir lentamente a las reformas. Para que se acepten los nuevos ideales deben rodearse de respeto.

—Se pusieron muy en ridículo aquellas mujeres en

Londres.

—Eso es lo grave: chillaron como furias, parecían

euménides […]. Eso no es feminismo, es histerismo (1909: 7).

La postura de Gimeno, tal y como refleja la novela, supone que ese feminismo inglés vinculado al escándalo, la protesta pública y la insumisión podía “desacreditar la más sacrosanta de las causas” (ibídem) y lo consideraba una imprudencia porque reforzaba imá58   Emmeline Pankhurst fue la fundadora del Women’s Social and Political Union y en 1905 ella y otros miembros de la asociación llevaron a cabo una sonora protesta frente al parlamento inglés. Fueron detenidas y sometidas a juicio y algunas iniciaron una huelga de hambre en prisión siendo alimentadas a la fuerza.

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genes asociadas a la mujer histérica decimonónica y a la furia desmelenada mitológica que constituían representaciones de lo femenino interpretado como encarnación de fuerzas irracionales. Si en la literatura finisecular los términos “histeria” y “femenino” se habían vuelto intercambiables por identificarse con la emotividad del sexo (Showalter, 1985: 129) lo cierto es que la histeria también podía convertirse en arma arrojadiza y por eso la protesta histérica de las sufragistas es susceptible de interpretarse como “una forma genuina de resistencia al orden patriarcal” (Showalter, 1985: 161). Gimeno decide tomar distancia con respecto a esa imagen de la sufragista histérica porque la relaciona con ciertos ademanes ajenos al modelo de mujer intelectual, polifacética y mentalmente equilibrada que ella proponía y que se caracterizaba por una “existencia psíquica halagüeña” (1904: 252). Con estas críticas la ensayista desvinculaba su proyecto del británico o norteamericano, distanciándose de la controversia suscitada por la acción política directa de las suffragettes59 en las calles que se agudiza a partir de 1905, momento en que empiezan a utilizar tácticas más violentas para lla59   La palabra suffragette apareció por primera vez en el Daily Mail el 10 de enero de 1906 para distinguir a las mujeres militantes que utilizaban la acción directa para hacer campaña por el voto frente a las “sufragistas” más pacíficas que preferían utilizar los métodos legales a su alcance (Rosen, 1974: 65).

[ 196 ]


mar la atención del público como el intento de tomar la Casa de los Comunes en 1908, que es probablemente el episodio de “histerismo” que están comentando Luisa y Carlos en la novela. Las declaraciones de los protagonistas de Una Eva moderna poseen un notable interés porque la escritora se distancia del activismo y la visibilidad de las suffragettes al considerar —como hacía la prensa del momento—60 que esta rebeldía era contraproducente y creaba antipatía hacia la causa. Los “excesos” de las sufragistas se interpretaban como muestra de irracionalidad e inmadurez y era un argumento al que los misóginos le podían dar fácilmente la vuelta utilizándolo para demostrar que las mujeres eran “naturalmente” exaltadas y por eso mismo estaban incapacitadas para ejercer el voto. Si Emmeline Pankhurst manifestaba en 1911 que romper cristales era el mejor argumento que se podía esgrimir en la política moderna lo cierto es que otras compatriotas que eran sufragistas moderadas valoraban la visibilidad conseguida mediante ese activismo directo. Gimeno, en cambio, transformó su visión inicialmente positiva del feminismo anglosajón en el momento en que éste 60   Sonia García Galán subraya que las sufragistas británicas y norteamericanas eran representadas “como mujeres exaltadas, varoniles, dotadas de mucho pelo y feas, mascando tabaco y tratando de aplastarse el pecho, como modernas amazonas, para no dejar ver sus curvas” (2009: 442).

[ 197 ]


se radicalizó. Es preciso recordar que en los Evangelios y en La mujer intelectual se valoraba intensamente la trayectoria de las feministas angloamericanas por considerar que la semilla del movimiento había fructificado en Inglaterra y Norteamérica y sus ciudadanas eran la encarnación de la mujer moderna: Hay que buscar el génesis del feminismo en la raza angloamericana. Cábele la gloria de haber trabajado con

gran actividad y perseverancia por la causa de la mujer. Desde mitad de siglo no ha cedido un instante en sus

propósitos, marchando siempre a la vanguardia de la

moderna cruzada […]. Las mujeres de esas naciones son

más prácticas que nosotras; no viven del hoy, viven del mañana (1900: 135-142).

Unos pocos años más tarde Gimeno reconsideró su postura al hilo de los acontecimientos porque la escritora no simpatizaba con los excesos de las suffragettes y sentía que ese giro de tendencia radical suponía un peligro para una causa por la que ella había abogado portando el estandarte de la moderación y por eso mismo rechazó los nuevos derroteros que estaba tomando el sufragismo. Semejante cambio de actitud no sólo estaba motivado por los sucesos en Londres ya que en España también se había producido un acontecimien[ 198 ]


to político relevante: la petición de una enmienda que permitiera el voto administrativo para las mujeres que cumplieran los requisitos de estar emancipadas y no sujetas a autoridad marital.61 A pesar de que la enmienda no fue aprobada lo cierto es que el fenómeno tuvo una notable repercusión y Gimeno aludió explícitamente a esos sucesos políticos en la conferencia “Iniciativas de la mujer en higiene moral social” dedicada precisamente “A los señores senadores y diputados que han pedido en las Cámaras la concesión del voto administrativo para la mujer” para luego retomar el tema de forma ficcional en Una Eva moderna.62 Lo llamativo del caso es que esta anécdota política genera una doble respuesta en la autora: por un lado ella misma se vuelve en este momento favorable al voto femeni61   Fagoaga documenta la enmienda presentada por Odón de Buen en 1907 en el debate correspondiente a la ley electoral. Posteriormente Francisco Pi y Arsuaga (hijo de Pi y Margall) presentó una enmienda similar en 1908. En ambos casos se trataba solamente de conceder el voto a un reducido número de mujeres emancipadas. En 1907 sólo nueve parlamentarios votaron a favor mientras que en 1908 se perdió esa oportunidad de aprobar la enmienda a favor del voto femenino restringido por sólo veinte votos de diferencia (1985: 95-103). 62   En la novela Carlos es uno de los políticos que presenta enmiendas a los artículos del código que son desfavorables a la mujer. En una conversación entre Luisa y su prima Mercedes se habla del suceso mencionando que “un grupo de liberales pidió el derecho de la mujer al voto […]. Se denegó por gran mayoría. Pero sólo el que haya sido propuesto es un avance” (1909: 7).

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no porque sólo así se conseguirá “llevar a las Cámaras defensores de nuestros intereses” (1909: 7) y por otro rechaza el modelo del feminismo anglosajón que hasta entonces le había parecido una inspiración positiva y lo hace por considerar que se acerca peligrosamente al feminismo entendido más como “revolución” que como “evolución” con todos los riesgos implícitos en un proyecto insurgente que ella había rechazado siempre. De hecho, el tono de la dedicatoria de su ensayo “Influencia” y la dinámica de la relación entre Luisa y Carlos en Una Eva moderna vienen a destacar que la mujer en vez de luchar directamente debe apoyarse en paladines políticos masculinos que logren cambiar las leyes, es decir, debe ser liberada por los hombres que simpatizan ideológicamente con la causa aunque para ello se vean inspirados por las mujeres que abrazan el ideal del feminismo moderado. En 1899 Gimeno consideraba que era más práctico incitar a los hombres a llevar a cabo la tarea en nombre de las mujeres “haciendo uso de la indiscutible influencia que sobre ellos ejercemos” (1899: 205). A pesar del fuerte compromiso ideológico de los Evangelios la autora no pidió en 1900 ni el voto ni los puestos políticos para las mujeres sino su “emancipación intelectual y económica” (1900: 191-192), pero a partir de los debates políticos de 1907 Gimeno empe[ 200 ]


zará a considerar que la situación es injuriosa para el sexo y defenderá el sufragio femenino descartando el temor de muchos progresistas a concedérselo por miedo a que su voto fuera reaccionario.63 Con este cambio de actitud esta autora se convierte en la única intelectual española de su generación que se atrevió a pedir el sufragio femenino.64 Pienso que la mujer tiene derecho al voto, porque paga a la patria con la maternidad el impuesto de sangre, y con la contribución el impuesto económico. Existe el temor

de que la española vota a los reaccionarios. No lo creáis, ella anhela llevar al Congreso defensores de sus intere-

ses, que reformen las leyes que tanto la perjudican, y sabe muy bien que los hombres regresivos, fosilizados, no son los que reforman los Códigos (1908: 22).

63   Una idea que estará muy viva durante la Segunda República cuando de las tres diputadas Clara Campoamor, Margarita Nelken y Victoria Kent sólo la primera se atrevió a exigir el voto para la mujer mientras que las otras dos no eran partidarias de aprobar inmediatamente el sufragio femenino. Se temía que el voto de la mujer fuera unánimemente reaccionario pues se creía que votarían como un cuerpo único y de acuerdo con un punto de vista íntimamente relacionado con su género sexual, idea que ni siquiera las propias sufragistas cuestionaron en ningún momento (Riley, 1988: 72). 64   Sus contemporáneas nacidas a mitad de siglo Arenal, Pardo Bazán y Acuña no lo hicieron y la primera mujer con relevancia pública que llevó a cabo una reivindicación activa en España fue Carmen de Burgos.

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Frente a la visión negativa de las enardecidas sufragistas inglesas Gimeno propone en su ensayo Mujeres de raza latina el “feminismo femenino” de la mujer francesa, aprovechando así el potencial simbólico del país vecino que tenía una arraigada tradición feminista. Después de rechazar los excesos de las feministas angloamericanas, la escritora elige a la mujer francesa y su feminismo histórico como modelos a seguir por considerarla “la mujer de raza latina que más ha luchado por la dignificación de su sexo” (1904: 293) y ese modelo de feminista femenina alejaba toda sospecha de androginia eliminando cualquier acusación de transgredir las fronteras sexuales y los códigos de género en un contexto sumamente hostil como muestra el hecho de que Pascual Santacruz en la Revista Ilustrada lo denominara con la provocativa expresión de “siglo de los marimachos” (1907: 79), ilustrando así los recelos que despertaba la idea de la mujer asexuada o masculinizada vista como una amenaza vinculada a la aberración, la esterilidad y la homosexualidad (Mangini, 2001: 101): ¡Lejos de mí las librepensadoras que se burlan del sen-

timiento religioso, de Dios y del Estado, y llaman tirano al hombre porque no supieron hacerse amar de él! ¡Lejos

de mí las contrahechas, los viragos, los marimachos de alquiler! Venga a mí la hembra dulce y piadosa que cree [ 202 ]


con intrépida ceguera en el cielo y en su marido (Santacruz, 1907: 82).

Si el modelo del feminismo radical fue identificado por muchos con la “machorra” que violaba todas las expectativas de género, el feminismo propuesto por Gimeno rechaza abiertamente la solución “nórdica” adoptada por Nora, la protagonista de Ibsen que abandona el hogar al final de la obra Casa de muñecas (1879) y abraza en cambio modelos propuestos desde la literatura ibérica como los que aparecen en Electra (1905) de Galdós o la comedia de Benavente Rosas de otoño donde “el feminismo no derrumba el hogar ni desquicia católicos principios, ni convierte a la mujer en virago o en culta latiniparla” (1908: 21) proponiendo un ideal que busca aplacar los miedos que despierta la feminista al ser percibida como ser disidente y masculinizado por ese proceso reivindicativo. Frente al monstruo foráneo simbolizado por la Nora de Ibsen o las beligerantes suffragettes Gimeno esboza un feminismo autóctono no agresivo asociado a una feminidad española ortodoxa:65 65   Al volver su mirada hacia personajes literarios femeninos patrios Gimeno coincide plenamente con la propuesta del feminismo aceptable de Alarcón y Meléndez que giraba sobre esos ideales

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Convencida está de que su poder radica en su aroma femenil y por nada renunciaría a los encantos femeninos

[…] segura se halla de que al masculinizarse cual Tiresias echaría de menos el poético encanto de la perdida femineidad (ibídem).

El feminismo francés podía funcionar como prototipo para la España de principios del siglo xx donde no existía un verdadero “movimiento” ni proyecto coherente en esa dirección: Poca parte ha tomado nuestra nación hasta hoy en el movimiento feminista. No existe en España ninguna agru-

pación que sostenga su bandera, ningún partido militante, programa alguno oficial (1900: 157).

Frente al radicalismo de las suffragettes inglesas, Gimeno veía a la española encadenada a ideales de abne-

castizos rechazando de lleno todo delirio foráneo y muy especialmente a la controvertida Nora de Ibsen: “… caso de buscar modelos que proponer a la imitación, se los pediríamos a nuestra historia patria, a nuestra literatura, no a la novela o al teatro extranjero […]. ¿Qué hay de común, por ejemplo, entre las mujeres de Lope, de Calderón, y aun de Alarcón […] y las mujeres de Goethe, las de D’Annunzio y, sobre todo, las de Ibsen? Sea dicho, en defensa del sexo débil, esas creaciones, sobre todo las del último dramaturgo citado, no existen más que en su cerebro o, como un caso patológico, en algún manicomio del Septentrión” (1908: 52). [ 204 ]


gación y obediencia y sometida por un código caballeresco que permitía que se le profesara verbalmente “idolátrico entusiasmo” (1900: 158) al tiempo que se la menospreciaba en la vida real. La ensayista se rebela contra esa caballerosidad que interpreta como una estrategia para subyugar a la mujer con la excusa de elevarla simbólicamente, dándole todo tipo de prebendas ficticias para negarle los derechos más básicos, con lo que estaba cuestionando el discurso de la galantería y su capacidad para someter a la mujer. Con ello la escritora condenaba la manipulación a la que se sometía a la española cuando se la instaba a renunciar a los avances para poder seguir conservando los supuestos privilegios que le aportaba la proverbial galantería: Se nos dice que, aun cuando las leyes no nos sean favo-

rables, contamos con los sentimientos caballerescos de nuestros hombres; pero no hay que fiarse en tal compensación, porque las ideas caballerescas van desapareciendo y el Código queda (1900: 168).

España se dibuja así como una tierra de la galantería donde la mujer vive sometida sin atreverse a tomar parte del movimiento universal que en otros países va alcanzando logros notables y por eso Gimeno [ 205 ]


la exhorta a la acción política pacífica considerando que la española debería dirigir peticiones al Parlamento “como lo han hecho sus hermanas de raza latina” (ibídem). Ante ese vacío programático el “feminismo sensato” francés podía convertirse en un buen modelo porque era posible vincularlo con el catolicismo alejando cualquier tipo de temor ante posibles “huracanes anárquicos” (1904: 244) al tiempo que ahuyentaba la sombra del librepensamiento, como ella misma reconocía: “el feminismo de la francesa no es el demoledor feminismo librepensante; es una doctrina que enlaza el progreso a la religión católica” (1904: 242) lo que permitía acortar distancias con los sectores más conservadores entre los que el prejuicio antifeminista estaba muy extendido.

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3.3. La “raza”: mujer, religión y cultura

Ramos-Escandón ha subrayado que en los ensayos de Gimeno “la cultura femenina en general y las mujeres en particular se convierten en las grandes constructoras de la nacionalidad” (2001: 374) y, en este sentido, su obra Mujeres de raza latina ofrece un retrato costumbrista de las mujeres de las distintas regiones de la Península y de América Latina incluyendo también a la francesa, italiana, rumana, portuguesa o la filipina descendiente de españoles. La autora maneja un criterio de “raza” de carácter estrictamente cultural relacionado con un sustrato común que hace referencia al ámbito románico y al parentesco lingüístico en tanto que esas lenguas nacionales proceden del latín, como ella misma propone al incluir a Rumanía entre las naciones latinas “por su origen romano” (1907a: 171). La “raza” remite también a la controversia finisecular sobre la oposición entre la raza germánica y la raza latina y la especificidad de ambas en relación con su temperamento.66 Rafael María Labra en un artículo publi66   En este sentido Gimeno considera imposible que el flirt —que ella define como un inocente deseo de agradar— pueda fruc-

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cado en la Revista Contemporánea comenta que en el año 1871 tuvo lugar en el Ateneo de Madrid una conferencia que llevó el significativo título de “Caracteres distintivos de las razas latina y germánica. Causas de su oposición histórica. ¿Es de tal manera inherente la idea católica a la raza latina, que la actual decadencia de ésta pueda explicarse por la de aquélla?” (1878: 343).67 Este llamativo título muestra que esa visión de la “raza” está íntimamente vinculada al catolicismo y, de hecho, el feminismo de Gimeno encuentra un albergue propicio bajo el paraguas del pensamiento cristiano que resulta un vehículo capaz de autorizar su proyecto intelectual y darle visibilidad esbozando los caracteres básicos de un “feminismo latino” vinculado a un pro-

tificar entre los meridionales sino que surge al calor de las “razas del norte, es decir, al calor de las razas sin calor” (1901: 39), relacionando así la latinidad con los sentimientos exaltados y la pasión y también con la pereza y la indolencia. 67   A lo largo de todo el siglo xix se publican numerosas obras que analizan el tema de las razas y la supuesta superioridad de unas sobre otras. Algunos textos representativos son el Viaje a las regiones equinocciales del nuevo mundo (1799-1804) de Humboldt o el ensayo La desigualdad de las razas humanas (1853-1855) de Gobienau que avivaron esta controversia. En el ámbito español el krausista Adolfo Posada identifica históricamente a la raza germánica con el liberalismo y la democracia mientras los celtas de la Península se vinculan a la religión y la dominación patriarcal y jerárquica de una nobleza tiránica que esclaviza al pueblo (1884: 69). [ 208 ]


yecto moderado, apegado a la familia y el catolicismo y opuesto a las barricadas y los extremismos.68 A finales del xix tiene lugar en España lo que Lannon denomina un “renacimiento católico” (1987: 81) vinculado a la vitalidad de las congregaciones religiosas que coincide con la Restauración monárquica. Los abundantes esbozos biográficos de las reinas de España ilustran que el análisis histórico de Gimeno se asienta en buena medida sobre los pilares centrales de religión y monarquía asociados a ideales de progreso y civilización para la patria: … la mujer medieval coadyuvó a la Iglesia en la funda-

ción de las monarquías, transformando los pueblos bár-

baros establecidos sobre las ruinas del Imperio romano, cristianizando el poder (1907a: 15).

Ambos ideales —religión y monarquía— aparecen en su argumentación feminista a través de imágenes de poder espiritual femenino (la Virgen María) y de po68   Gimeno comparte con la escritora colombiana Soledad Acosta de Samper (1833-1913) una misma vocación de armonizar fuertes convicciones religiosas con propuestas en favor de los derechos de la mujer: “La misión de la mujer hispanoamericana, repetimos, es cristianizar, moralizar y suavizar las costumbres, y la escritora debe morir sobre la brecha si es preciso, más bien que hacer parte del ejército ateo que procura, inspirado por el genio del mal, destruir las sociedades de que ella hace parte” (1895: 410).

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der mundano y político: las reinas de España que han dejado una huella en la historia. La estrategia de identificar a la mujer con la maternidad, la familia y el sentimiento religioso resultaba muy rentable y permite caracterizar el feminismo de Gimeno no sólo como un proyecto conservador sino también ostensiblemente cristiano. El mismo título de la obra Evangelios de la mujer implica una amplia gama de connotaciones asociadas al juego de palabras en tanto que se presenta el cristianismo como la religión de la mujer y ambos movimientos (cristianismo y feminismo) se relacionan a su vez con el concepto del “evangelio” entendido como texto prestigioso y doctrinario, estableciendo así paralelos entre la narración de los cuatro evangelistas y el texto de Gimeno que aspira a erigirse en una especie de “biblia feminista”. Una breve cita que antecede a este ensayo pone de manifiesto la doble lectura del título: ¡Evangelios! Hermosa palabra que nos revela verdad, doctrina, buena nueva. Sí, buena nueva para la mujer es la esperanza de que en breve se realizarán los ideales acariciados por tanto tiempo (1900: 11).

El cristianismo y el feminismo se interpretan como narraciones de una doctrina liberadora que ha su[ 210 ]


puesto una redención para comunidades (cristianos y mujeres) que se han visto marginadas y sometidas, estableciendo un lazo simbólico entre ambas: “esa nueva religión denominada feminismo, en la que se encuentran altruismos cristianos” (1907a: 210). Este vínculo persistente entre el cristianismo y el feminismo tiene como objeto hacer viables sus reivindicaciones en torno a la cuestión femenina al contar con el apoyo del sector católico conservador que podía convertirse en su más duro detractor pero que también podía apoyar enormemente la causa de la mujer. La ensayista avala su “feminismo sensato” proponiendo que Jesucristo había sido precursor de ese mensaje (1900: 107) lo que privilegia una visión del feminismo y el cristianismo como redentores, moralizantes y defensores de una minoría oprimida: No podían ser antitéticos el cristianismo y la doctrina

feminista. El cristianismo es la religión de los débiles, de los oprimidos, del infortunado, lo mismo que el feminismo.

Esta doctrina se propone redimir del cautiverio social

a la mujer, dándole derecho a las profesiones liberales, industriales y científicas, para que la liberten de la miseria […]. Como el cristianismo, el evangelio feminista es redentor; no quiere a la mujer esclava o cortesana cual lo [ 211 ]


fue en las sociedades antiguas […]. El feminismo es mo-

ralizador; por eso no es extraño que sea protegido por el clero (1900: 128, mi énfasis).

Se establece así una intensa vinculación de la Iglesia y el cristianismo con la mujer considerando que la primera ha enaltecido y dignificado al sexo (1900: 24) y que el cristianismo la redime y favorece hasta el punto de que “algunos sectarios de otras religiones han apellidado al cristianismo la religión de las mujeres” (1885: 44, mi énfasis). Detrás de estos planteamientos palpitaba la retórica bíblica que subraya que ambos sexos habían sido fabricados a imagen y semejanza de Dios por lo que su alma era idéntica. En el siglo xix se produce una feminización de la religiosidad que tiene lugar tanto en el mundo católico como en el protestante69 y este proceso obedecía a un “alejamiento progresivo de los hombres con respecto a la Iglesia” (Aresti Esteban, 2000: 387). Esta actitud generaba recelo ante lo que se percibía como un enfriamiento de la fe y una pérdida de espiritualidad que se reflejaba en la relajación de costumbres que debía ser contrarrestada con una fuerza benéfica que forzosa69   Barbara Welter analiza este proceso en el ámbito protestante americano (1976: 83-102). Para el mundo católico español resultan de sumo interés los trabajos de Aresti Esteban y Blanco Herranz.

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mente tenía que ser femenina (Santa Teresa, 1931: 5). Concepción Arenal en La mujer del porvenir había subrayado esta tendencia destacando que la mujer era “la que conserva en el hogar el fuego sagrado de los sentimientos religiosos” (1974d: 145). Esta idea concuerda con la interpretación que ofrece Gimeno del cristianismo como religión basada en el principio de amor al prójimo que la hace especialmente atractiva para las mujeres. Se describe así el cristianismo como una religión humana, dulce, compasiva —rasgos que se identifican también con la mujer— y sin pompa mundana, es decir, es una religión más “espiritual” —valga la redundancia— y por eso ha tenido en el sexo un valedor dado que “las mujeres son espiritualistas” (Gimeno, 1885: 40), lo que ejemplifica la filiación progresiva de la mujer con la religión y la espiritualidad que se interpretan como atributos de la feminidad (Blasco Herranz, 2005: 123). Se consideraba que el descreimiento masculino sólo podía ser neutralizado mediante la devoción y la piedad femenina. Esto implica una escisión ideológica cada vez más marcada que identifica a los hombres con el progreso, la ciencia y el laicismo y a las mujeres con la espiritualidad, la tradición y la religión. Cabrera Bosch considera que la Iglesia contribuyó a retrasar el avance del feminismo en España porque el catolicismo percibía este movimiento como [ 213 ]


un atentado contra la institución familiar (2007: 50). Al mismo tiempo, la Iglesia católica vio en esta coyuntura una oportunidad de acercamiento a las mujeres y acuñó un concepto de “feminismo católico” que podía hacer frente al fantasma del feminismo beligerante y radical de la misma forma en que se pretendía que el sindicato católico aplacara los odios de clase, tal y como declara el arzobispo de Montevideo en 1906 en su carta de apoyo al discurso de Laura Carreras de Bastos sobre el “Feminismo cristiano” entendiendo éste como feminismo verdadero, sano y legítimo frente al falso feminismo que es visto como radical, subversivo, libertario y dañino para el orden y la moral pública: Hay, pues, que defender al verdadero y sano feminismo; lo que es hoy más necesario que nunca, para salvar la sociedad actual, tan amenazada por las teorías disolventes

del socialismo y del anticristianismo con sus ideas libertarias y anárquicas de la mujer libre (1907: 10).

Por esta razón se desarrolló una pastoral específica con el objeto de reconquistar a los hombres a través de las mujeres para devolver a la nación “la moralidad y la dicha que le arrebataron las malas doctrinas, el abandono de la fe y el desprecio de la religión” (Lopez-Cordón Cortezo, 1982: 91). Esta imagen de la mujer como [ 214 ]


propagadora activa de la fe católica (Gimeno, 1907b: 156) la convirtió en el sexo devoto por excelencia, considerado instintivamente inclinado al fervor religioso: “La Iglesia llama al femenino el sexo pío, y en efecto, es la mujer más propensa a la piedad que el varón” (Ruiz Amado, 1929: 113). En este sentido el ateísmo femenino se interpretaba como una anomalía y la propia Concepción Arenal en su carta “A las corrigendas” manifestaba que la falta absoluta de fe no era común entre las internas y cuando se encontraba excepcionalmente alguno de estos casos se consideraba como deformidad o locura, una desviación contraria a su naturaleza: La mujer que no ama y que no cree, la que no tiene algún afecto en este mundo y alguna idea del otro, es un ser

tan extraño y tan monstruoso, que casi siempre me pa-

rece ver allí algún trastorno físico, algún estado nervioso

semejante a una enfermedad, y tengo impulsos de decir: “Hay que llamar al médico para esta mujer que no cree en Dios” (1894: 52).

Esta estrecha vinculación entre la mujer y la religiosidad en el ámbito decimonónico propicia que el renacimiento católico finisecular que afectó especialmente a Francia y España —y del que Gimeno constituye una buena exponente— fuera un fenómeno fun[ 215 ]


damentalmente femenino (Blasco Herranz, 2005: 122). El lazo mujer-religión se fue estrechando y era susceptible de interpretarse desde posturas irreconciliables.70 Gimeno de Flaquer optó por articular en sus textos una defensa vigorosa del catolicismo, del matrimonio y de la Iglesia considerando que el cristianismo había nivelado a los sexos en tanto que el matrimonio suponía una unión entre iguales que reposa sobre un lazo indisoluble que protege a la mujer para que no sea víctima del repudio como ocurría en las sociedades paganas. Para la ensayista la fe constituye un aspecto crucial de la cultura de la mujer y defiende los beneficios del cristianismo para el sexo aportando ejemplos de marginación y sometimiento en otras culturas donde la mujer era menospreciada o repudiada y el nacimiento de una niña se consideraba una maldición (1907b: 70   La anarquista norteamericana Emma Goldman en un ensayo de 1910 culpaba a la religión de someter a la mujer y subyugarla: “La religión, especialmente la cristiana, condenó a la mujer a la inferioridad y la esclavitud. Torció su naturaleza y reprimió los impulsos de su alma pero, sin embargo, la religión cristiana no posee otro sostén más devoto que la mujer. Podría decirse que la religión habría cesado hace tiempo de ser un factor en la vida de las personas si no fuera por el continuo apoyo que recibe de las mujeres. Las más fervientes devotas, los más incansables misioneros que viajan por el mundo, son mujeres siempre haciendo sacrificios en el altar de unos dioses que han encadenado su espíritu y esclavizado su cuerpo” (1969: 196). Rosario de Acuña adoptó en España una postura rotundamente anticlerical.

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151-154). Resulta de sumo interés recordar que en 1907 —sólo un año antes de producirse el cambio de opinión que la hace mostrarse favorable al sufragio femenino— la ensayista publica su libro devoto La Virgen Madre y sus advocaciones y la coincidencia cronológica muestra que para ella el ideario feminista y la devoción mariana no eran incompatibles y la imagen de la Virgen o de la esposa-compañera del Evangelio se ve como un acicate y no como un obstáculo para el desarrollo de una conciencia feminista. Se hace preciso, por tanto, considerar hasta qué punto el catolicismo pudo servir también de motor para la causa feminista y reflexionar sobre el significado global del “feminismo católico”. Adolfo Posada consideraba que el alto clero francés era muy favorable a mejorar la educación y la instrucción femeninas y lo mismo podría decirse que sucedía en la jerarquía eclesiástica en general. De hecho, el papa Pío XI fue quien empezó a utilizar la expresión “militante” para referirse a la activa mujer católica ya que la Iglesia era consciente de su potencial proselitista (Davies, 1998: 100-102). Sin embargo, un sector de la crítica feminista más reciente ha interpretado esta estrategia para promover la militancia femenina como una actitud oportunista y manipuladora que se hace palpable, por ejemplo, en el entusiasta llamamiento del jesuita Julio Alarcón y Meléndez que [ 217 ]


alude a la necesidad de encauzar la energía femenina antes de que otros se adelanten: Sí, la mujer todavía puede salvar a España, salvar al mundo; pero la mujer con Dios, la mujer sin Dios acabará de perder

al mundo y a España, sin remedio […] es imperdonable

dejar que los enemigos de la Iglesia nos tomen la delantera, como se puede decir que la van tomando en la cuestión del

proletariado. Por eso hay que defender la causa de la mujer, como la ha defendido siempre, y ahora está más dispuesta que nunca a defenderla la Iglesia (1908: 36-37).

Según esto la Iglesia aprovechó la oportunidad para promocionar el feminismo católico que supuestamente era el único válido, sensato y aceptable frente al feminismo radical que se interpretaba como una fuerza que desmoronaría la institución familiar justamente en el momento en que más necesitada estaba de una influencia benigna. No obstante, esta maniobra no implica que el activismo femenino y las organizaciones de mujeres vinculadas a los ideales del feminismo católico fueran resultado exclusivo de las maquinaciones de sus padres espirituales ni permite negar a priori que estas mujeres pudieran ser feministas.71 Esa visión 71   Pedersen, por ejemplo, propone en su trabajo sobre las organizaciones femeninas católicas francesas que éstas no pueden en rea-

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de las mujeres como instrumentos del clero niega protagonismo no sólo a las activistas sino también a los adelantos derivados de ese movimiento concreto porque se insiste en considerarlas únicamente como títeres de la Iglesia mientras que la posición adoptada por ellas —y el esfuerzo intelectual de Gimeno constituye un buen ejemplo— muestra una situación mucho más compleja. En este sentido Geraldine Scanlon considera que la palabrería pro mujer procedente de la jerarquía eclesiástica no es más que papel mojado, una especie de versión modernizada de la perfecta casada que no aspiraba a modificar seriamente las relaciones entre sexos y obedecía a la intención de frenar el avance de ideologías consideradas disolventes y no a un deseo real de mejorar la posición de la mujer (1986: 221-222). No obstante, es preciso considerar que estas lecturas se centran exclusivamente en uno de los agentes, la institución eclesiástica, mientras que las mujeres quedan fuera del análisis y su militancia y esfuerzos de movilización se han interpretado con frecuencia como obediencia ciega a la Iglesia. A este respecto el movimiento de mujeres en España a principios del silidad calificarse de “feministas” y por ello renuncia a utilizar el término para referirse a asociaciones católicas como la Union Féminine Civique et Sociale (fundada en Francia en 1925) y aplica el término “feminista” únicamente a aquellas organizaciones no confesionales que lucharon por el voto femenino y los derechos civiles (1993: 270). [ 219 ]


glo xx muestra que en ocasiones las militantes católicas no estuvieron dispuestas a ser manejadas. Fagoaga comenta, por ejemplo, el activismo de Consuelo González Ramos72 que trató sin éxito de organizar un grupo que uniera a “todas las mujeres que de algún modo se habían significado a favor de la mujer” (1985: 123) bajo la bandera de un feminismo conservador y apolítico pero lo hizo desde presupuestos de aconfesionalidad, obstaculizando la participación de la Iglesia no para defender el laicismo sino para evitar “la injerencia de los hombres en las organizaciones de nuestros ideales, que dentro de las doctrinas cristianas, seguíamos y aconsejábamos” (ibídem), actitud que ilustra el empeño de las mujeres en organizarse y tener autonomía frente a la institución eclesiástica. No obstante, la propia Fagoaga rechaza las expresiones “feminismo católico” o “feminismo conservador”73 remitiendo a una 72   Maestra de ideología conservadora que fundó el periódico madrileño La Voz de la Mujer en 1917. 73   Resulta llamativo que las organizaciones femeninas católicas de los setenta confluyeran de alguna manera con el feminismo laico y compartieran “prácticamente todas sus reivindicaciones, con excepción del aborto y la concepción de la familia” (Moreno Seco, 2005: 138). Esta evolución histórica posterior viene a apoyar la tesis de que la línea de acción del feminismo católico evolucionó en paralelo —y no en oposición— al feminismo histórico, algo que resulta más fácil de comprender cuando se centra la atención en las acciones de las activistas. A este respecto María Salas (escritora y periodista que fue dirigente de Acción Católica, presidenta de Ma-

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visión de éste como una ideología estrechamente identificada con la lucha por el sufragio: La claridad con que se plantea desde los medios católicos la no aceptación de la igualdad de derechos resulta

útil para rechazar falsas categorías, como pudiera ser la de dar aceptación a un feminismo católico o feminismo conservador, ya que la igualdad ante las leyes como rei-

vindicación que da origen a un movimiento social que

se extiende internacionalmente con el nombre de movimiento feminista o, en sus orígenes, movimiento sufragista es lo que da entidad a esta acción colectiva y a esta corriente de pensamiento (1985: 176).

El problema de estas interpretaciones es que silencian la voz y el esfuerzo de numerosas escritoras y activistas, contribuyendo a marginar a las intelectuales esnos Unidas y del Foro de Estudios de la Mujer de orientación ecuménica) niega también la necesidad de la etiqueta “feminismo cristiano” pero lo hace desde una perspectiva distinta a la de Fagoaga o Pedersen al considerar que se trata simplemente de una tendencia más del movimiento feminista, es decir, que todas se consideraban feministas dentro de un proyecto global de mejora de la situación de la mujer: “Llegamos a la conclusión de que lo mismo que no es conveniente un partido político o sindicatos cristianos, tampoco debe haber un feminismo cristiano. Existe un movimiento feminista con diferentes tendencias, de las cuales unas son más compatibles con el mensaje cristiano y otras menos, pero ninguna se identifica plenamente con él” (1993: 81-82). [ 221 ]


pañolas del siglo xix que no reclamaron el sufragio en su momento pero cuya intensa labor a favor de la dignificación de la mujer y su posición crítica e insumisa frente al patriarcado las convierte por derecho propio en figuras relevantes del feminismo histórico en la España del xix. En este sentido el análisis del elemento cristiano presente en el discurso de Gimeno de Flaquer resulta ilustrativo pues permite establecer hasta qué punto la religión estimuló su argumentación en vez de limitarla. A este respecto la ensayista articuló un vibrante discurso que logró conjugar la ortodoxia religiosa con la heterodoxia feminista. En sus ensayos está presente una defensa del cristianismo y de la Iglesia como redentores de la mujer pero se lleva a cabo también un cuidadoso proceso de selección de imágenes de una feminidad poderosa y consciente tomadas de esa historia religiosa, recogiendo una iconografía específica que se utiliza en favor de su evangelio feminista. Gimeno destaca en las Advocaciones que es una injusticia afirmar que “la Iglesia ha tratado mal a la mujer” (1907b: 155) y proclama que el cristianismo la ha beneficiado colocándola en posición de compañera del hombre, reconociéndole un alma igual e idéntica posibilidad de salvación. Según esto Jesucristo fue el primer feminista al rodearse de mujeres y proclamar la religión del amor y, por consiguiente, esa Iglesia de Jesús se perci[ 222 ]


be como más humana, simpatizante con los marginados y altamente positiva para la mujer (1907b: 152). El carmelita Santa Teresa proponía en este sentido que la mujer debía todo lo que era a la Iglesia … que ha sostenido, con firmeza de titán, luchas secula-

res por hacerla libre; a esa Iglesia que comenzó por poner sobre la cúspide de la sociedad cristiana a una mujer y reconocerle realeza divina (1931: 6).

El proyecto feminista de Gimeno adopta una posición leal a la Iglesia y recurre al simbolismo religioso para promover la causa de la mujer: Siempre la religión ha prestado su apoyo, ha enalteci-

do, ha dignificado a nuestro sexo. Con los albores del cristianismo fue redimido, levantado de la abyección en

que yacía, y desde entonces la Iglesia viene protegiéndolo (1900: 24).

La escritora maneja con soltura un campo semántico relacionado con la devoción y el dogma religioso utilizando en sus Evangelios expresiones y palabras con un poderoso contenido devoto y por eso califica al feminismo como una “moderna cruzada” (1900: 134) considerando que “el evangelio feminista es redentor” [ 223 ]


(1900: 128) y define su imagen de la Eva moderna en términos de sacerdocio y apostolado: “La Eva moderna dignifica a los sexos y es la sacerdotisa de las ideas redentoras y el apóstol de la regeneración” (1901: 10). Esta idea resultaba especialmente atractiva y permitía, además, revisar el mito del Génesis tomando distancia de la Eva antigua (que simbolizaba el germen del pecado y también el sometimiento) para presentar una Eva moderna identificada con la mujer fuerte y comprometida frente a la “neurótica” que es producto del medio ambiguo en el que ha vivido la mujer convertida a un tiempo en ídolo trovadoresco y en esclava: “La Eva antigua, caprichosa, tímida, llorona, neurótica, mimada y adulada no valió lo que vale la mujer moderna, que lucha, resiste y vence” (1901: 14). Esa nueva mujer moderna se identifica con la civilización y con virtudes activas que sustituyen a la abnegación y es retratada como una personalidad robusta, moralizadora, científica, activa, emancipada e intelectual, capaz de redimir a la sociedad, militante a favor de causas nobles pero nunca como una virago pues posee la notable capacidad de compatibilizar diferentes funciones sin desnaturalizarse ya que sigue siendo aún una madre solícita: Los enemigos de la Eva científica se reconciliarían con ella si conocieran a Helina, mujer casera a quien no es[ 224 ]


torbó la muceta para amamantar a su hija, el escalpelo para manejar la aguja, ni el latín para distinguir las faenas domésticas (1901: 252).

Esta imagen de la Eva moderna vista como sacerdotisa y mujer de ciencia se relaciona con otras imágenes asociadas a ideales de sabiduría, renovación y profecía al sugerir que esa nueva mujer es una “sibila cristiana” (1887: 125) y una “nueva pitonisa” (1908: 27), prototipos que ilustran una meticulosa selección del material por parte de la autora en lo que respecta a las referencias religiosas utilizadas. Resulta llamativo que Gimeno al tiempo que proclama su acatamiento de la pastoral eclesiástica adopta una de las tácticas que ha sido utilizada posteriormente por la teología feminista al “recoger tradiciones olvidadas de mayor igualitarismo sexual dentro de la Iglesia” (Tarducci, 1992: 107). La autora presta relieve a figuras y momentos históricos que pueden servir de apoyo a su causa feminista y, en este sentido, es revelador su análisis del sacerdocio femenino a lo largo de la historia, la preeminencia concedida a las mujeres que acompañaron a Jesús y la representación de la Virgen y algunas santas como modelos de una feminidad devota y enérgica. Gimeno comenta, por ejemplo, el poder que tuvieron los conventos femeninos durante la época de las cruzadas [ 225 ]


haciendo referencia a la superioridad de las congregaciones religiosas femeninas que … en todos los grados eran superiores a los monjes. Hu-

bo conventos en los cuales las abadesas disfrutaban tan alto poderío, que hasta fueron mitradas, teniendo casi todas las atribuciones del obispo (1887: 139).

En su artículo sobre las “Sacerdotisas cristianas y paganas” la escritora toca un asunto que resultaba bastante espinoso porque había despertado el interés de los grupos espiritistas considerados heréticos (Lacalzada Mateo, 2005: 377) pero que le permitía reivindicar el poder que la mujer había ostentado en distintos momentos dentro de la Iglesia. En este sentido Gimeno destaca la importancia del sacerdocio femenino en Grecia y en Asia mencionando los casos de las druidesas en la sociedad celta y las pitonisas, sibilas y vestales en el mundo clásico. Además de estas tradiciones paganas la ensayista hurga en los cimientos de la primitiva Iglesia cristiana para restaurar la importancia del sector femenino destacando que hubo un cuerpo de diaconisas que “formaron parte del clero y eran ordenadas de un modo semejante a los diáconos” (1893: 144). Aunque la autora no defiende directamente el derecho al sacerdocio femenino —como había hecho [ 226 ]


Concepción Arenal— la figura de la diaconisa opone una imagen de experiencia y autoridad femenina dentro de la Iglesia que cuestiona indirectamente la exclusión de la mujer del sacerdocio, un planteamiento que resulta notablemente heterodoxo. Gimeno alude también al hecho de que hubo mayor número de mujeres mártires que hombres (1907b: 150), aporta una nómina extensa de santas (1900: 129-130) y aborda específicamente la personalidad de Juana de Arco que representaba un ideal militante (la mujer soldado) inseparable de la piedad religiosa y, de hecho, la doncella de Orleans era una figura de actualidad con notable potencial simbólico pues fue beatificada en 1908. Este discurso viene a reforzar el protagonismo femenino en la formación del cristianismo y en la propagación de la doctrina al ofrecer una imagen de Jesús acompañado y apoyado constantemente por mujeres, deformando de alguna manera la imagen más popular de Cristo rodeado de los apóstoles y en este proceso de recontar la historia bíblica se da realce a figuras como las de María Magdalena o María Egipciaca: Desde que Jesucristo aparece predicando su doctrina hasta que se levanta de su tumba para remontarse al cielo, no se vio ni un momento abandonado por las

mujeres. Durante su pasión le acompañaron su Madre, [ 227 ]


María de Cleofás, María Salomé, María de Bethania y

María Magdalena […]. Las mujeres prestaron al Sal-

vador importantes servicios durante su Pasión […]. Distinguidas concesiones hizo Jesucristo a las mujeres (1885: 41-42).

Gimeno caracteriza a la mujer española por su devoción mariana conectándola así con la figura de la Virgen que es la protagonista indiscutible del ensayo dedicado a sus Advocaciones74 recogiendo veinte de ellas que incluyen a la mexicana Virgen de Guadalupe, lo que le permitía asignar esa piedad no sólo a la mujer española sino también a la hispanoamericana reforzando su caracterización de la “mujer de raza latina” al identificarla no sólo con la religiosidad sino con el culto mariano: La mujer americana, con un esplendor que corresponde a su fe católica, ha contribuido a que este culto sea uno

de los más grandiosos que el orbe cristiano tributa a la Virgen (1907b: 72).

74   El Diccionario de la Real Academia de la Lengua Española define “advocación” como la “Denominación complementaria que se aplica al nombre de una persona divina o santa y que se refiere a determinado misterio, virtud o atributo suyos, a momentos especiales de su vida, a lugares vinculados a su presencia o al hallazgo de una imagen suya”.

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La madre de Jesús se describe en esta obra como pura y sencilla, patrocinadora del hombre y madre universal75 pero no se la presenta exclusivamente como progenitora sino como mujer ilustrada creando una imagen en la que confluyen religión y cultura al comentar que se hallaba instruida en las Sagradas Escrituras (1907b: 23). El capítulo xvii de esta obra se dedica a la “Presentación de Nuestra Señora”, una festividad que celebra la presentación de la Virgen niña en el templo a la edad de tres años. Esta historia en particular permite hacer un retrato de la Virgen que enfatiza el hecho de que era culta e instruida, destacando no sólo su fe sino su instrucción religiosa. Este episodio no se narra en los Evangelios canónicos sino que procede de un Evangelio apócrifo que podría datar del siglo ii, el Protoevangelio de Santiago, una especie de leyenda hagiográfica sobre la Virgen María que gozó de gran popularidad entre los escritores católicos y devotos marianos. En esta narración Gimeno destaca que María fue educada en el templo junto 75   Esta obra de Gimeno es un ejemplo más de la devoción mariana en el xix, a lo largo del cual se publicaron numerosas obras dedicadas a la Virgen. Es preciso recordar que en 1854 se reconoce el dogma de la Inmaculada Concepción y en 1862 Pío IX autoriza la veneración de la Virgen María en Lourdes reconociendo así indirectamente las apariciones que se habían producido en el lugar en 1858.

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con una élite de niñas hebreas,76 sorprendiendo a los sabios por su precocidad y recibiendo una educación “profundamente religiosa” (1907b: 121), lo que permite vincular la fe con la cultura para proponer un ideal de piedad ilustrada en consonancia con su propio posicionamiento intelectual: Si la mujer posee una piedad ilustrada no caerá en estúpidos fanatismos: la ignorancia para nada es buena y para todo perjudica. No son incompatibles la práctica de la virtud

y la religión con la cultura del espíritu femenino (1907b: 10).

En este sentido figuras como santa Teresa, la Virgen María y otras como santa Paula, santa Marcela o santa Catalina de Siena77 constituyen un excelente ejemplo del intento de armonizar la devoción con la adquisición de cultura: “Sin fe y sin piedad no hay educación posible. La cultura de la mujer debe acrecentarse en ambas como rocas inamovibles de la civilización 76   Rougier en su libro devoto María menciona también este episodio en la vida de la Virgen y comenta que vivió doce años en el templo (1953: 106) basándose en una fuente que probablemente manejaba también Gimeno, la obra del cardenal Alexis Lépicier (1901) titulada Tractatus de beatissima virgine Maria, matre Dei. 77   Santa Catalina de Siena es la segunda doctora de la Iglesia después de santa Teresa y las santas Marcela y Paula fueron discípulas de san Jerónimo y se describen como mujeres estudiosas y conocedoras de las Sagradas Escrituras.

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cristiana en el planeta” (1907b: 122). Este énfasis en las mujeres fuertes y poderosas en el ámbito de la religión en general y la Iglesia católica en particular ayuda a interpretar el cierre apoteósico del ensayo Mujeres de raza latina que culmina con un discurso de alabanza de la mujer nueva a la que se le otorga el nombre de Eva futura que posee un marcado valor redentor al subrayarse que ha llegado el momento del “advenimiento de la mujer” (1904: 251-252). Esta imagen de la “mujer mesías” enlaza de alguna manera con la propuesta de Enfantin, seguidor de Saint-Simon78 que había hecho circular la idea de que la mujer-mesías daría a luz a un nuevo salvador pero Gimeno menciona otra fuente para este concepto: el escritor ocultista francés Jules Bois (1868-1943) que expuso la idea de que la supermujer engendraría al superhombre, coincidiendo con el planteamiento de la ensayista que insistía en que las madres emancipadas traerían al mundo “hombres libres” (1908: 21), poniendo de relieve el motivo de la heroicidad maternal y trascendente.79 La escritora no 78   Gimeno estaba familiarizada con la obra de los socialistas utópicos y en El problema feminista valoraba que el pensamiento sansimoniano igualaba a los sexos en derechos políticos, morales y sociales y en Mujeres de la Revolución Francesa rechazaba la propuesta del discípulo Enfantin a favor del amor libre. 79   Estas representaciones de una fuerza matriarcal omnipotente debieron de circular ampliamente entre pensadores heterodoxos tanto en Europa como en Estados Unidos. Jules Bois identificaba

[ 231 ]


considera que el advenimiento de una mujer sea un suceso extraordinario sino que se extraña de que ese momento haya tardado tanto y justifica esta visión realizando un extenso recorrido histórico del devenir del sexo a través de ciertos momentos cumbres: el martirio de las primeras cristianas, la mujer poderosa de las Cruzadas, la culta del Renacimiento o la que sube al cadalso en la Francia de la Revolución. De este modo la fe, la religiosidad y la militancia de la mujer han hecho posible su elevación desde la “Eva caída” por el pecado a la “Eva futura” que se constituirá en mesías de la humanidad.

a la supermujer con las pioneras norteamericanas del pasado y con las estadounidenses del porvenir (“Ways”). Existe un curioso texto publicado en Chicago en 1916 y firmado por A. S. Raleigh titulado Mujer y supermujer, que lleva el llamativo subtítulo de “Un toque de corneta a las mujeres de la presente generación para que salgan de su caparazón y creen la humanidad del futuro”. [ 232 ]


3.4. Las mujeres han tenido su epopeya: contra la invisibilidad histórica del sexo El ensayista e historiador escocés Thomas Carlyle en un ensayo titulado “El héroe como divinidad” (1840) establecía que “la historia universal, la historia de lo que el hombre ha logrado en este mundo es, en el fondo, la historia de los grandes hombres que han trabajado en él” (1897: 1). Un siglo más tarde la escritora mexicana Rosario Castellanos reflexionaba sobre esa naturaleza patriarcal del archivo histórico considerando que La historia es el archivo de los hechos cumplidos por el hombre y todo lo que queda fuera de él pertenece al reino

de la conjetura, de la fábula, de la leyenda, de la mentira (1973: 7).

La experiencia de la mujer ha sido relegada por los historiadores que, interesados en la esfera de los poderosos, han practicado una historia sin mujeres (Gordon, Buhle et al., 1971: 3) centrándose en los héroes y las batallas para obviar toda posible heroicidad femenina, ignorando también una experiencia cotidia[ 233 ]


na o intrahistórica que no se considera digna de pasar a los anales de grandes hechos. En este sentido la historia ha sido un campo de reflexión para la crítica feminista desde mucho antes de que floreciera el área de estudio de “Historia de las Mujeres” que ha adquirido gran relevancia en las últimas décadas. Virginia Woolf en Una habitación propia (1929) establecía que las mujeres ocupaban los libros de poesía de la primera a la última página pero estaban, en cambio, totalmente ausentes de la historia (1957: 43). Simone de Beauvoir, por su parte, expuso una idea similar en El segundo sexo considerando que la mujer había sido relegada al papel de espectadora pasiva, convertida en “el otro” que no merecía siquiera la dignidad de persona sino que constituía un patrimonio más del hombre (1974: 93). Las visiones de Beauvoir y Woolf contrastan vivamente con la postura intelectual adoptada por Mary Beard en su obra La mujer como fuerza histórica al subrayar el dinamismo histórico de las mujeres retratadas como “combatientes intransigentes” (1946: 1) que han superado todo tipo de obstáculos. Gimeno de Flaquer percibe también a la mujer como una fuerza histórica y propone la agencia femenina en vez de su pasividad para llevar a cabo una importante tarea historiográfica que busca elaborar “un suplemento” a esa historia al uso. Sus ensayos se esfuerzan por [ 234 ]


rellenar los espacios en blanco del discurso histórico tradicional que ha soslayado la experiencia femenina, empeñándose en un quehacer que podría describirse como una forma de “historia compensatoria” (Lerner, 1975: 5) al ofrecer numerosos estudios, retratos y bosquejos en una serie de “galerías de mujeres” que, aunque no permiten conocer la experiencia global del sexo, consiguen revelar historias de mujeres excepcionales cuyos logros han sido muchas veces olvidados. En este sentido los ensayos Mujeres de la Revolución Francesa, Mujeres: vidas paralelas, La mujer juzgada por una mujer, Madres de hombres célebres y Mujeres de regia estirpe evidencian no sólo un excelente manejo del “telescopio de la historia” (1885: 75) sino un esfuerzo por rescatar una extensa lista de mujeres notables de todos los tiempos para reclamar su puesto en la historia, llevando a cabo una empresa intelectual comprometida que se centra en la existencia de la mujer con el objeto de reclamar un espacio en esa narración que la ha relegado a los márgenes y al silencio. Esta tarea “compensatoria” supone un primer paso para un futuro intento de reescritura de la historia en otros términos como la propia Gimeno parece sugerir al proponer otra denominación para esa realidad que enfatice la colaboración de ambos sexos en vez de recoger exclusivamente la agencia masculina: [ 235 ]


Los historiadores han cometido una omisión denomi-

nando siglo de Pericles a la época más notable de Grecia, debieron denominarla siglo de Pericles y Aspasia, ya que

ésta fue la inspiradora del restaurador de Atenas (1893: 158).

Esta reivindicación de la figura de Aspasia hace hincapié en la relevancia histórica del personaje al reconocer su celebridad y su habilidad en los campos de la oratoria, la política y la estética. Frente a la mujer encerrada en el gineceo Gimeno subraya la condición de Aspasia como hetaira80 dando relieve a este prototipo de feminidad marcado por la elevada educación, la independencia y una posición cultural privilegiada: Se educaba a la hetaira en el colegio, enseñándosele mú-

sica, poesía y todas las hechicerías que encierra el arte de

agradar […]. La hetaira no aceptaba más que un amante: al hastiarse de él, le sustituía por otro. La hetaira visitaba

80   Las hetairas eran cortesanas de alto nivel, normalmente se trataba de mujeres cultas que eran famosas por su belleza y talentos musicales. La palabra significa literalmente “compañera” y con frecuencia estaban unidas a un único hombre de buena posición (“Hetairai”, 2009: 45). Aspasia no era griega y esa situación es crucial para entender su estatus como hetaira o compañera de Pericles ya que no podía casarse con un ciudadano ateniense por su condición de extranjera.

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el taller del artista y servía a éste de modelo, conversaba con los filósofos y discutía con los polemistas (1893: 161).

Esa representación de Aspasia permite a la ensayista adentrarse en el campo de la historia cotidiana de esta élite femenina para contrastarla con las escasas posibilidades de independencia y poder para la mujer en una sociedad donde permanecía recluida en el gineceo sin acceso a la vida pública. Al ensalzar el papel protagonista del personaje histórico y su derecho a compartir una parte de la fama de Pericles se pone de manifiesto la necesidad de reconocer la tarea desempeñada no sólo por hombres ilustres sino también por mujeres notables. La reivindicación de la hetaira Aspasia como ejemplo de una feminidad culta, poderosa e independiente y el énfasis en recuperar figuras históricas sacándolas del limbo de la existencia mítica constituye un buen ejemplo de la tarea intelectual de Gimeno como historiadora empeñada en dar visibilidad y protagonismo al sexo confirmando una genealogía de reinas, madres, guerrilleras y heroínas. Es preciso destacar también el esfuerzo de la autora por denunciar un discurso filosófico, histórico y literario que insiste obsesivamente en recordar y convertir en memoria la experiencia masculina al tiempo que transforma lo femenino en leyenda o mito, con[ 237 ]


denándolo a no existir, como Gimeno deduce que es la intención que mueve al filósofo Proudhon al negar la capacidad de la mujer para el pensamiento convirtiéndola en un ser primario y negándole cualquier razón de ser: Fáltale al espíritu de la mujer, según Proudhon, la capacidad de producir gérmenes, es decir, ideas […]. Esto es

negarle a la mujer de forma vergonzante la capacidad de pensar. Según el aforismo de Descartes “pienso, luego

soy”, el pensamiento es lo que revela nuestra existencia; si

la mujer no piensa (según Proudhon), la mujer no existe, es un ser mítico que ha forjado la fantasía […]. ¡Hasta

qué dislates conducen las alambicaciones de los que se creen pensadores, por haber descubierto que la mujer no piensa, que la mujer no es! (1891: 4).

Frente al esfuerzo de muchos autores por ocultar a la mujer convirtiéndola en mito o leyenda, la Cantora de la Mujer insiste en celebrar sus biografías y logros históricos en todos sus ensayos. Gimeno se define a sí misma como una historiadora centrada específicamente en la trayectoria universal femenina: Me he deleitado recorriendo la historia de todos los paí-

ses, para buscar en ella los nombres de mujeres célebres, y [ 238 ]


recordarles a los hombres de hoy que en todas las épocas han brillado mujeres eminentes (1887: 6).

La autora acota así su campo de estudio y subraya la crucial especificidad de género en tanto que se trata de recuperar una memoria de mujer que había sido encubierta. Frente a esa invisibilidad ya en el primer ensayo La mujer española se establece que Las mujeres han tenido su epopeya: si existió un Pelayo, Temístocles, Alejandro […] y otros muchos, contamos con una Semíramis, Artemisa, Juana de Monford, María

la Valiente, Agustina de Aragón, María Pacheco, […] la interesante e inspirada Juana de Arco (1877: 148).

Se delimita así un espacio para la mujer en la historia exigiendo su derecho a disfrutar de una parte de los laureles del triunfo que se le ha negado tradicionalmente a las hazañas femeninas que han sido omitidas como consecuencia de la primacía concedida a las acciones de los grandes hombres. Gimeno, por el contrario, se constituye en historiadora que produce textos apologéticos centrados en la epopeya ignota de las mujeres y en su heroicidad en los momentos supremos estableciendo que “el valor también es patrimonio de las mujeres” (1893: 127) para ofrecer un argu[ 239 ]


mento que resulta marcadamente feminista en tanto que busca conscientemente individualizar a la mujer y darle relieve: La filosofía de la historia al presentar a la mujer desem-

peñando heroico papel en momentos épicos, elevándose a las más altas cimas del pensamiento humano, colaborando con el hombre en la obra del progreso, es dato an-

tropológico importantísimo que presta gran relieve a su individualidad mental y psicológica (1907a: 213).

Carlyle había subrayado la divinidad del héroe digno de aplauso y Gimeno, a su vez, proclama que la heroína lo es con más razón por desafiar múltiples obstáculos añadidos siendo capaz de igualarse a los héroes en las grandes ocasiones por lo que su acción era doblemente heroica (1887: 314). Se pone así de relieve la obligación moral de la historiadora empeñada en pregonar las hazañas de esas esforzadas protagonistas para reclamar la porción de gloria que le había sido negada al sexo: Y los héroes contaban con el premio: para ellos había

charreteras, bandas, fajas, condecoraciones; para ellos ha-

bía historiadores y vates, que con cien trompetas pro-

clamarían sus hazañas y sus nombres inmortalizándolos, [ 240 ]


mientras la mujer, si perecía en la lucha, había de quedar sepultada entre las ruinas, olvidada y desconocida; y si se salvaba milagrosamente de las balas enemigas, se retira-

ría a su hogar donde no la buscaría ningún cronista para pedirle datos y presentarla ante el mundo como actriz de la cruenta tragedia, como heroína de la espantosa catástrofe (1887: 306).

Gimeno se acredita así como cronista de esa experiencia femenina denunciando la omisión y el descuido inmemorial en lo que respecta a los nombres de mujer que no pasan a formar parte de anales ni archivos. Las heroínas, reinas y mujeres ilustres se convierten así en protagonistas por excelencia de su narrativa histórica. La ensayista se esfuerza en dar credibilidad a su voz distinguiendo su investigación por el uso de estrategias como la observación directa y la utilización de fuentes alternativas que le permiten llevar a cabo su tarea de integrar un nuevo sujeto dentro de la narración. Si antes defendía la idoneidad de la mujer escritora para definir a otra mujer, proclama ahora que corresponde también a su sexo rescatar el nombre de sus hermanas para otorgarles la gloria ya que no hay “nada tan satisfactorio para una mujer, como ensalzar los esclarecidos talentos de otras mujeres” (1887: 129). Esa especificidad de género y objetivo supone también una [ 241 ]


metodología distinta que enfatiza la experiencia y el trabajo de campo frente al academicismo de los historiadores masculinos. A la hora de distinguir su quehacer como historiadora en el ámbito americano Gimeno privilegia su trabajo sobre el terreno, la vocación arqueológica y el manejo de distintos tipos de fuentes que le permiten un conocimiento singular a partir de su experiencia personal como residente en México, que le habría dado acceso a fuentes y testimonios directos. Esta experiencia le confería una posición excepcional a la hora de hablar de los pueblos aztecas, como hizo en el Ateneo de Madrid en 1890 proponiendo que esa cultura era sofisticada y altamente civilizada en vez de bárbara como planteaban otros historiadores: … tanto los tolteca, como los acolhua, cholulteca, maya y zapoteca, han dejado claros testimonios de sus aptitu-

des para el cultivo de las ciencias y las artes, como pienso demostrar, no fiándome de historiadores de gabinete que es-

criben la historia de los pueblos americanos sin haber salido de Berlín, Roma o Viena, sino valiéndome de opiniones pro-

pias cimentadas en mis observaciones, al visitar las ruinas, archivos y museos de México. Para determinar la civilización de los pueblos, deben conocerse sus monumentos arquitectónicos, las representaciones de sus dioses, artes

decorativas, estatuaria, alfarería, amuletos, joyas y toda [ 242 ]


clase de utensilios empleados en la vida doméstica, a cuyo

estudio me han llevado mis aficiones arqueológicas (1890: 114-115, mi énfasis).

El trabajo investigador de Gimeno privilegia la experiencia directa, el trabajo arqueológico y la utilización de fuentes variadas que prestan atención a lo cotidiano. Su énfasis en analizar las artes decorativas, la alfarería o los artículos domésticos implica también un acercamiento a la “historia” que no se centra exclusivamente en las manifestaciones sublimes y las hazañas memorables sino también en la vida diaria, haciendo posible documentar la cultura de esos pueblos vinculada intensamente a la intrahistoria y la experiencia femenina y no exclusivamente a manifestaciones artísticas elitistas. Según esto su experiencia personal en México la capacitaría para hablar de los pueblos aztecas con más autoridad que los académicos de gabinete que recurrían exclusivamente a fuentes bibliográficas a la hora de articular sus narraciones. La ensayista examina también la historia nacional contemporánea y en el discurso-ensayo “Heroínas catalanas” se analiza la agencia femenina durante el sitio de Gerona en la guerra de la Independencia, realizando un esfuerzo propio del historicismo feminista para recuperar los nombres

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de las valientes que tomaron parte en esa gesta pero no estaban presentes en ninguna de las crónicas al uso: He leído varias historias de la guerra de la Independen-

cia […]; mas en ninguna se ha consagrado una página

a las famosas mujeres del sitio de Gerona. A excepción de Adolfo Blanch que les dedica un artículo, los demás historiadores han guardado un silencio censurable acerca de las valientes mujeres de aquella época […]. A las accio-

nes dignas de loa, conviene darles gran propaganda para que

tengan imitadores. Hoy los rasgos sublimes, las acciones

delicadas que a cada paso pueden admirarse en la mujer, pasan inadvertidas porque no tenemos apologistas, sino detractores (1887: 308-309, mi énfasis).

Esta cita muestra una conciencia del inmenso valor del ejemplo histórico pero también de la propaganda positiva que puede derivarse de la utilización estratégica de ese discurso para apoyar la causa feminista demostrando el valor de las mujeres y desmintiendo las representaciones misóginas. Al otorgarle a la mujer el espacio que le corresponde por derecho en el pasado se crea una tradición que no sólo justifica el feminismo del presente sino que constituye una herramienta de cambio para el futuro. En este sentido las fuentes históricas tienen un valor transcendental para Gimeno ya [ 244 ]


que muchas de esas crónicas escritas por historiadores han olvidado a las mujeres valientes y por ello se hace preciso indagar en otras fuentes alternativas para recuperar la memoria extraviada inaugurando un espacio discursivo nuevo que hable de lo que se ha silenciado. En el caso de las heroínas gerundenses la autora refuerza su crédito como historiadora recurriendo a una fuente alternativa que le permite rescatar los nombres de mujeres valerosas a través de cartas privadas, sacando a la luz a personajes sumidos en el anonimato por el olvido premeditado de los historiadores y por el énfasis en analizar exclusivamente textos canónicos masculinos. Su tarea como historiadora implicaba, según esto, no sólo la observación directa de fuentes arqueológicas sino la recuperación de textos privados que permitían aportar nuevos datos sobre la experiencia histórica de la mujer en España. La historiografía feminista del siglo xx encontró especialmente útil este tipo de indagación que recurre a fuentes alternativas y, en este sentido, Lerner subraya que en los años setenta del siglo pasado —con el auge del feminismo y los estudios de la historia de las mujeres— estos cambios de métodos y fuentes dieron paso a nuevas interpretaciones al sustituir las fuentes literarias “canónicas” masculinas por la indagación en cartas, diarios, autobiografías e historias orales (1975: 10), estrategia y métodos que utilizó [ 245 ]


Gimeno de Flaquer al elaborar su estudio sobre “Las heroínas catalanas”: Puedo consignar muchos nombres de mujeres que dispararon un cañón, nombres que ningún cronista menciona, pero que conozco, debido a la feliz casualidad de

hallarse en mi poder cartas particulares que no han visto la luz pública, y que fueron escritas después del sitio, por una heroína gerundense, dirigidas a una amiga ausente (1887: 313).

Existe, por tanto, una historia íntima que circula entre mujeres o reposa en ciertos archivos no convencionales y debe ser recobrada para aspirar a una historia universal que permita elevar de su estado subalterno demostrando su agencia y valor a la mujer en lugar de definirla como mera espectadora. En los últimos cuarenta años se ha llevado a cabo un proceso de recuperación de la historia femenina y ese procedimiento cuenta con el precedente de la labor historiográfica llevada a cabo por autoras como Gimeno que fueron pioneras en sus esfuerzos. La historia hasta ese momento había sido contada mayoritariamente por los poderosos con el fin de justificar y perpetuar su posición pero también podía ser un instrumento sumamente útil para aquellos individuos privados de la ca[ 246 ]


pacidad de contar por su estado subalterno, como era el caso de las mujeres (Alberti, 2002: 2). La tradición apologética de las mujeres resultaba valiosa en ese sentido pues se remontaba a Plutarco y a la querella de las mujeres en Europa81 de modo que la referencia incesante a esa “gran turba de las que merecieron nombres” —como denominó sor Juana Inés de la Cruz a su propia lista de mujeres notables (78)— constituirá un excelente método para impulsar el proyecto feminista dando a conocer una genealogía matriarcal y una saga inmemorial de mujeres ejemplares. Las galerías de mujeres notables constituyen un género en auge en la Europa del momento y existen ejemplos tan notorios como las Mujeres de la Revolución Francesa de Michelet (1855), Les etoiles du monde de Eugène D’Araquy (1858), Memoirs of Queens de Mary Hay (1821), los nueve volúmenes de la Galería de mujeres célebres (1864-1869) de Pilar Sinués o los ocho de la Galería histórica de mujeres célebres de Emilio Castelar (1886). Autoras como Sinués y Gimeno se esforzaron 81   Rivera Garretas define la querella como “… un complejo debate filosófico, político y literario que se desarrolló en Europa durante parte de la Edad Media y a lo largo de la Edad Moderna, hasta la Revolución Francesa, es decir, hasta finales del siglo xviii. Fue un debate filosófico y político en el que se discutió y muchos trataron de demostrar la ‘inferioridad natural’ de las mujeres y la ‘superioridad natural’ de los hombres” (1996: 27).

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por dar relieve a las personalidades literarias e intelectuales que permitían proyectar imágenes de una feminidad ilustrada presentando a protagonistas de la historia identificadas con ideales de poder y heroicidad. Esta predilección de las escritoras decimonónicas por las vidas de mujeres célebres obedece al hecho de que estas narraciones permitían establecer conexiones explícitas entre las vidas de las protagonistas del pasado y el movimiento de las mujeres en el presente, mostrando los cambios que era preciso implantar para alterar de forma positiva la vida de las mujeres (Gordon, Buhle et al., 1971: 4). El énfasis de estas autoras que en el siglo xix dedican su pluma a la biografía y la historiografía constituye una estrategia que ya había sido expuesta por el propio Feijoo cuando proponía que era preciso sustituir la fisiología por la historia para así convencer de la capacidad de las mujeres mediante el ejemplo: Ya es tiempo de salir de las asperezas de la Física a las

amenidades de la Historia, y persuadir con ejemplos, que no es menos hábil el entendimiento de las mujeres

que el de los hombres, aun para las ciencias más difíciles (1997: 59).

Narraciones como las de Gimeno suponen una contraargumentación que rebate con ejemplos histó[ 248 ]


ricos los discursos misóginos basados en la idea de la inferioridad fisiológica o el menor tamaño del cerebro femenino para exponer en cambio el heroísmo y las hazañas de la mujer otorgándole no sólo un papel como agente histórico sino también una caracterización psicológica vinculada al valor. Esto no implica en absoluto que todos los textos apologéticos tuvieran una orientación feminista, como prueba el hecho de que Maulde-la-Clavière en su ensayo sobre las mujeres del Renacimiento alabara la fuerza, bondad y dulzura de personajes históricos de ese período recalcando, no obstante, su renuncia a vivir como hombres dejándoles a ellos las actividades más intensas como las leyes, la política y las cuestiones militares (1900: 311) para subrayar finalmente que las mujeres debían renunciar a la vida pública. Otro texto llamativo en este sentido es el ensayo de Armando Palacio Valdés El gobierno de las mujeres que lleva el subtítulo de “Ensayo histórico de política femenina” donde plantea que “los historiadores en general son misóginos” (1931: 99) y viene a proponer la idea de que las mujeres, por su moralidad superior, eran las gobernantes idóneas, como se esfuerza en probar a través de las biografías de distintas reinas para sostener que “la política debe ser confiada íntegramente al sexo femenino” (1931: 5) aunque fuera a cambio de renunciar a formar parte de otras esferas [ 249 ]


que se consideran patrimonio del hombre: la religión, la ciencia, el arte y la industria. De esta forma con la excusa de otorgarle el cetro de la política se la excluye de todo ámbito, espacio y actividad, lo que viene a probar que las propuestas de autores como Palacio Valdés o Maulde-la-Clavière ensalzan a la mujer del pasado pero todavía la constriñen en el presente. Gimeno, en cambio, trata de inspirar a las lectoras mediante modelos de mujeres ejemplares inscritas en ensayos de difusión de contenido histórico. Este tipo de narraciones además de seducir con una trama histórica contada con recursos novelescos permitían recalcar el hecho de que siempre habían existido mujeres ilustres y poderosas que podían servir de inspiración para las lectoras promoviendo el cambio feminista y creando un paradigma diferente para el porvenir. 3.4.1. Una historia para las mujeres: la doble heroicidad Los ensayos de Gimeno demostraban la agencia de la mujer poniendo de relieve ciertos períodos históricos que ella consideraba que habían sido más favorables al sexo como la época de las Cruzadas, el Renacimiento o la Revolución Francesa. La historiadora hereda la periodización masculina y adopta de forma acrítica las etapas ya establecidas pero se centra [ 250 ]


en analizar aquellas que han sido más positivas para la mujer con el objeto de trazar un hilo histórico progresivo que va desde su sometimiento (la barbarie) hasta su emancipación (la civilización). Gimeno explora momentos cumbres de esa evolución histórica que pueden contribuir a una nueva comprensión de la actividad femenina. Para la escritora las Cruzadas constituyen una época memorable por la oportunidad que representaron para las mujeres que pudieron verse, hasta cierto punto, libres y dueñas de su destino, acumulando autoridad, tareas y derechos y ejerciendo todo tipo de funciones de rango político y económico en ausencia de los hombres que se habían incorporado como combatientes a la guerra santa (1887: 137-141). El Renacimiento se considera también un momento relevante dado que algunas damas ejercieron su mecenazgo y la mujer “comprendió el Renacimiento y lo alentó con todas sus fuerzas” (1900: 113) para lograr salir de la noche oscura de la Edad Media en la que sobresalían únicamente unos pocos personajes eminentes como la reina María de Molina que se dibuja como un “astro refulgente que ilumina la prolongada y tenebrosa noche del sexo femenino en la Edad Media” (1907a: 31), sugiriendo así que incluso en períodos históricamente adversos, han sobresalido figuras femeninas relevantes. La revolución de 1789 en Francia supone también [ 251 ]


un momento emblemático ya que inaugura la historia moderna y, por esa razón, Gimeno dedicó un ensayo completo a narrar la experiencia de la mujer durante la Revolución Francesa, subrayando las acciones de realistas y republicanas de distintas clases sociales con el fin de resaltar la masiva participación femenina en el proceso revolucionario: Las mujeres crean en Francia las revoluciones y contra-

rrevoluciones. ¿Quién hizo pedir al grave Condorcet, al último filósofo del siglo xviii, el derecho de ciudadanía para el sexo femenino? Las mujeres. ¿Quién dictó a Ro-

bert el acta primitiva de la República para no reconocer

ni a Luis XVI ni a otro rey? Su esposa. ¿Quién alentó las

sociedades secretas de las mujeres? Olimpia de Gouges, con esta frase: “Las mujeres tienen derecho a subir a la tribuna, ya que suben al cadalso”. ¿Quién destruyó La Bastilla? Mme. Legros (1891: 151).

Estos textos documentan no sólo una búsqueda de la genealogía femenina sino un intento de recuperar su experiencia con el fin de mostrar la individualidad de las mujeres y sus acciones. La historiadora no reevalúa la cronología establecida sino que incorpora a la mujer a las categorías históricas preexistentes —Renacimiento, Reconquista, conquista de Améri[ 252 ]


ca— pero otorgándole el espacio que le pertenece por derecho. Se integra así a la mujer como heroína en el tiempo de la historia subrayando su papel y hablando desde su perspectiva, lo que implica una vocación instintiva de contar lo que la crítica feminista anglosajona ha denominado herstory:82 la historia específica de la mujer y de su experiencia (Wallach Scott, 1983: 147). Gimeno consideraba que la historia podía proporcionar herramientas para la regeneración nacional, un proyecto en el cual la mujer tendría un papel protagonista dado que su energía y vigor permanecían intactos: El ideal femenino no se ha encarnado todavía en España, sigue inédito, virgen […]. Aprovéchese la acción femenina, sea su influencia en la vida nacional un antiséptico

contra toda corrupción […]. No alcanzaréis la deseada regeneración de la patria mientras no contéis con la in-

fluencia femenina. La mujer es la más poderosa palanca, el más fuerte motor (1900: 262-265).

82   El neologismo juega con la sustitución de la primera sílaba de la palabra “history” (historia) que coincide con el pronombre posesivo masculino aunque no existe ninguna vinculación etimológica, de esta forma se genera un juego de palabras que contrasta la idea de “su historia (de él)” a “su historia (de ella)”. El término se acuña a finales de los años sesenta para articular una categoría crítica feminista frente a la historiografía tradicional.

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Según esto la fuerza del “eterno femenino” no era un mito sino un poder real y activo que representaba la única esperanza para la regeneración patria, de manera que las lecciones de la historia y el programa feminista constituían los motores esenciales para salir de la postración y, por eso mismo, en El problema feminista se exigía la asociación de la mujer a la vida nacional para que no se perdiera su acción regeneradora sin la cual no se podría levantar a España del letargo. El discurso de Gimeno se inserta aquí dentro de la corriente regeneracionista finisecular,83 coincidiendo con Rosario de Acuña en su visión del papel decisivo de la mujer en ese proyecto de rehabilitación nacional: “La mujer ha de ser la vestal que no deje extinguir el entusiasmo y la fe […] ha de borrar epitafios puestos a la patria” (1908: 83   Abellán comenta que el positivismo constituyó el caldo de cultivo del movimiento regeneracionista que parte de la idea de que la sociedad es un organismo vivo y, en el caso de España, estaba enfermo de forma que “… se busca la regeneración de la patria mediantes los diagnósticos precisos que permite el incipiente desarrollo de las ciencias sociales: sociología, demografía, antropología, estadística” (1998: 91). Esta situación propicia el surgimiento de toda una literatura regeneracionista. En 1860 se publica la obra de Fernando Garrido La regeneración de España seguida de otros textos como Los males de la patria (1890) de Lucas Mallada o El problema nacional (1899) de Macías Picavea de forma que “… en los cincuenta años siguientes, todo un género literario se desarrollaría sobre el problema de España” (Álvarez Junco, 2001: 588). Es indispensable mencionar también la obra Oligarquía y caciquismo (1901) de Joaquín Costa.

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27). Con estas ideas la autora se rebela a la visión de España como un pueblo en decadencia, aludiendo al discurso pronunciado por el primer ministro británico Lord Salisbury en 1898 en el que establecía una distinción radical entre las grandes naciones y las “sociedades que podemos llamar moribundas” (dying nations) en alusión indirecta a España (Álvarez Junco, 2001: 586). Gimeno rechaza esa visión para privilegiar la idea de una patria española nueva y poderosa mediante metáforas de gestación y crianza que aluden explícitamente a la influencia de la mujer y su vigor inextinguible capaz de dar nuevo aliento a la nación: La mujer ha de corregir al hombre su desmayado gesto, ha de hacer que acabe la detestable canturía de nuestra degeneración, la soporífera salmodia por la pasada catástrofe

[…] ha de borrar epitafios puestos a la patria […]. Se ha dicho que España es un pueblo agónico: esos antropólogos de ocasión no han sabido tomarle el pulso. La patria

se halla en un momento crepuscular, pero no es el que precede a la noche sino el que anuncia la alborada. España

está en período de gestación, incubando vida nueva: que no se tome por sepulcro lo que es cuna (1908: 27).

Con este discurso Gimeno sustituye la imagen de una nación moribunda por la de una España en pro[ 255 ]


ceso de renacimiento gracias a las fuerzas vivas, sanas y nunca gastadas de la mujer española ejerciendo su acción social. Esa mujer maternal, comprometida, culta y valerosa, científica e intelectual se ensalza como el individuo que alberga toda la vitalidad necesaria para salir del agotamiento. Los modelos para el activismo social de esa mujer contemporánea regeneradora los proporcionaban precisamente las mujeres notables y valientes del pasado nacional. Los ensayos históricos de Gimeno se esfuerzan en recuperar y celebrar la memoria de una multitud de mujeres singulares al tiempo que inciden en las acciones colectivas femeninas como las emprendidas por las mujeres españolas durante la Conquista y por las mexicanas durante la guerra de Independencia que se narran en el capítulo titulado “Heroínas mexicanas y españolas” en la obra Mujeres: vidas paralelas. En sus ensayos históricos aparecen una multitud de protagonistas individuales: reinas y princesas, algunas santas como Teresa de Ávila o Juana de Arco, escritoras como María de Zayas, Fernán Caballero o Madame de Staël, mujeres cultas e intelectuales como Beatriz de Galindo o Isidra de Guzmán, heroínas como Agustina de Aragón, revolucionarias, sacerdotisas, feministas y un largo etcétera que incluye personajes míticos e históricos de multitud de culturas y orígenes. Gimeno estudia di[ 256 ]


ferentes mujeres de todas las épocas y países pero hay un predominio abrumador de europeas y, además, se encomia especialmente el “heroísmo de las mujeres de raza latina” (1900: 79) lo que le hace trabajar con singular ahínco en una narración de la historia de España que desdeña los prejuicios misóginos: España es la patria de Ximena, la viuda del Cid, que pe-

leó contra los moros, cual Isabel la Católica;84 la patria de

Berenguela, defensora de Toledo; la patria de Catalina

Erauso, de María Estrada, María Pita y Mariana Pineda, la cual subió al cadalso valerosamente por no revelar

los nombres de los que proyectaban enarbolar la bandera 84   Gimeno realizó varios esbozos biográficos encomiásticos de Isabel la Católica, un personaje que le permitía subrayar la unión entre religión y monarquía para ofrecer un retrato histórico que aunaba ideales de progreso, imperio y religiosidad. Se hace palpable en los textos una visión nostálgica de este periodo interpretado como una época de despegue nacional que evidencia cierta añoranza de la pasada grandeza imperial: “Inconmensurable es el pedestal histórico sobre el que grandiosos sucesos sincrónicos colocaron a esta reina, encarnación de nuestro glorioso pasado. Pertenece a esa época en que, cayendo desmoronado todo lo caduco, se abrió senda al progreso, desenvolviéndose el espíritu nacional en importantes conquistas científicas, políticas y navales” (1907a: 36). Esta actitud no es atípica en su contexto histórico y literario pues en ese momento se ensalza con frecuencia la figura de la reina Isabel y autores como Modesto Lafuente en su Historia general de España la interpretan en términos idénticos, lo que demuestra el atractivo simbólico que poseía en una época marcada por la crisis y los resquemores asociados al desastre noventayochista.

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de la libertad […]. Algunos extranjeros no saben el lugar geográfico que ocupa Aragón, pero todos conocen el nombre de Agustina (1900: 73-74).

Los ensayos feministas de Gimeno de Flaquer se apoyan en narrativas dispares como el discurso histórico encomiástico de las mujeres célebres y otros más ortodoxos como la pastoral católica y la retórica monárquica85 pero todos ellos sirven de estímulo y soporte 85   La ideología monárquica de Gimeno se hace presente en su reiterada alusión a miembros de la familia real borbónica. El ensayo La mujer española está dedicado al rey Alfonso XII, de quien la autora dice haber recibido “halagadores elogios” (1877: 7). Para Gimeno los sentimientos monárquicos y el proyecto feminista eran perfectamente compatibles y, en este sentido, se manifestaba contraria a la Ley Sálica que hacía prevalecer los derechos hereditarios de los hombres (1891: 20). En Mujeres de regia estirpe aparece una semblanza de las mujeres de la monarquía española del período: las infantas Isabel, Paz, Eulalia y María Teresa de Borbón, así como las reinas María Cristina y Victoria Eugenia. Todas ellas están retratadas como mujeres inteligentes destacándose tanto el talento de las infantas como su labor de apoyo a la cultura. La escritora dedica a la infanta Eulalia de Borbón su breve ensayo El problema feminista y la identifica con los ideales del feminismo y la modernidad, una estrategia textual que le permitía afianzar su proyecto feminista al presentarse éste auspiciado y favorecido por una mujer de la realeza española: “Al tener s.a. la feliz idea de honrar con su presencia mi disertación en el Ateneo, asociándose entusiásticamente a la manifestación feminista, demostró que su elevado espíritu se halla abierto a los modernos ideales” (1903: 4), lo que evidencia su capacidad para encontrar apoyos prestigiosos que pudieran impulsar la causa de la mujer.

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para su proyecto feminista que se apoya en la revalorización de la agencia femenina en la historia. Su revisión del papel de la mujer en la Iglesia le permitió esbozar un programa feminista que no se enfrenta a la doctrina católica y que podía contar con el apoyo de los sectores más conservadores. El mérito de Gimeno consiste precisamente en que su vehemente proyecto feminista se establece sobre las coordenadas de religión y monarquía interpretadas desde una perspectiva progresista por considerar que ambas instituciones podían aportar un impulso decisivo al proceso de modernización. Las reinas, gobernantes, santas y mujeres notables servían de musas para la mujer moderna: la Eva futura, científica e intelectual que sabría ser valiente y dinámica se inspiraba en mujeres del pasado que habían sido poderosas y cultas.

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4. Hacia el matriarcado positivo: la mujer agrícola y la nueva Minerva de Rosario de Acuña

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[ 262 ] Retrato cortesía de la Biblioteca Central, Universidad de Oviedo


“Esta hora nuestra es la hora del sufrimiento; la hora de

nuestras descendientes será la hora de la emancipación.”

Rosario de Acuña (Madrid, 1850-Gijón, 1923) fue una intelectual heterodoxa y controvertida que llevó a cabo una destacable labor como dramaturga86 y publicó también numerosos cuentos, artículos y discursos. Fue la segunda escritora española después de Gertrudis Gómez de Avellaneda que estrenó en el prestigioso teatro Español (Sánchez Llama, 2004: 121) y la primera que leyó en una velada poética en el Ateneo de Madrid pero, a pesar de sus méritos, hasta hace pocos años su obra seguía siendo desconocida e inaccesible.87 Acuña es “la pionera de la literatura femenina del librepensamiento español” (Simón Pal86   Acuña alcanzó el éxito en 1876 con el estreno de Rienzi el Tribuno y después escribió al menos otras cuatro obras teatrales: Amor a la patria (1877), Tribunales de venganza (1880), El padre Juan (1891) y La voz de la patria (1893). 87   En este sentido la reciente publicación de los cinco volúmenes de sus Obras Reunidas, editadas por José Bolado, resulta un acto de justicia y aporta el impulso definitivo para la recuperación de esta autora.

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mer, 1989: 7) y su obra constituye un perfecto ejemplo de escritura insumisa. Iris Zavala la define como una “terrorista de las ideas” (2004: 78) coincidiendo con Maryellen Bieder que la considera una de las escritoras más iconoclastas de las últimas décadas del siglo xix (1995: 109). Así la veían ya sus coetáneos y la periodista Consuelo Álvarez Pool comentaba que Acuña era una intelectual “demoledora de todo lo existente, radical destructora de todo lo actual” (Domingo Soler, 1976: 247). Lo cierto es que sus textos, comentarios, artículos y obras teatrales no pasaron desapercibidos y muchas veces su voz despertó indignación entre sus contemporáneos. La tragedia El padre Juan, ambientada en Asturias y poderosamente anticlerical, se estrenó el 3 de abril de 1891 para ser prohibida por una orden verbal del gobernador la misma noche del estreno. El 22 de noviembre de 1911 publicó un apasionado artículo en el que denunciaba la agresión sufrida por unas alumnas norteamericanas por parte de otros estudiantes varones en la Universidad Central de Madrid. El artículo provocó algaradas y huelgas estudiantiles y supuso uno de los incidentes más amargos de su vida pues se vio obligada a huir a Portugal para evitar el ingreso en prisión. El texto de ese artículo plantea su enorme preocupación por la posición de la mujer en una sociedad que [ 264 ]


le veda el acceso a la educación, abocada a una vida vacua, recluida en el ámbito doméstico y subyugada por sus obligaciones y por la religión:88 … ¿qué van a ser ellos?, ¿amas de cría? No, no, los des-

tinos hay que separarlos, los hombres a los doctorados, a los tribunales, a las cátedras, a las timbas […] las mujeres a la parroquia, o al locutorio, a comerse o ama-

sar el pan de san Antonio, y luego las de clase media, a soltar el gorro y la escarcela, a ponerse el mandil de

tela de colchón, y aliñar las alubias de la cena, a echar culeras a los calzoncillos, o a curarse las llagas impuestas por la sanidad marital. Si son de clase alta, a cam-

biarle, semanalmente, de cuernos al marido, unas veces con los lacayos y otras con los obispos […]. Este, este es el camino verdaderamente derechito y ejemplar de las mujeres (2: 1613).89

88   En esta cuestión la visión de Acuña es radicalmente opuesta al “feminismo cristiano” propuesto por Gimeno. La librepensadora considera que la doctrina de la Iglesia católica se basa en el desprecio a la mujer: “… montón de carne inmunda, cieno asqueroso, que es necesario sufrir en el hogar por la triste necesidad de reproducirse […]. La mujer, en la comunión de la Iglesia, es sólo la hembra del hombre” (2: 1227). 89   Todas las citas de las obras de Rosario de Acuña provienen de sus Obras Reunidas. En las referencias se consigna volumen y número de página.

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Arkinstall subraya que, a diferencia de su contemporánea Emilia Pardo Bazán, Rosario de Acuña no ha obtenido la atención crítica que merece precisamente por la polémica que tanto ella como sus obras generaron (2005: 294).90 La escritora procedía de una familia de linaje aristocrático pero evolucionó hacia ideales republicanos y socialistas91 y fue una figura muy respetada 90   Pardo Bazán y Acuña dedicaron muchas páginas a la cuestión femenina pero la primera mantuvo y acrecentó su prestigio literario mientras que a la segunda se la demonizó muy pronto. El dramaturgo y ensayista Luis París y Zejín estableció en la época una comparación entre ambas autoras que ayuda a esclarecer el proceso de canonización de la primera frente al silenciamiento y la marginación de la segunda por sus ideales heterodoxos: “No trato de hacer un paralelo entre Rosario de Acuña y Emilia Pardo, porque no creo que pueda establecerse fundadamente paralelismo alguno entre dos personalidades literarias tan diferentes, que únicamente tienen en común el ser ambas escritoras y no comerciantes o telefonistas; por lo demás, ¿qué paralelo puede existir entre una escritora católica, presidente de asociaciones piadosas, biógrafa de un santo, monárquica y repleta de todas las ideas de la sociedad vieja, escritora al gusto académico, enamorada de la forma, con alardes de erudición a la violeta y traductora de las costumbres rusas del francés al castellano, con otra racionalista, hermana honoraria de logias masónicas, panegirista de las víctimas del fanatismo católico, republicana, sencilla en su estilo, genial en el procedimiento y apasionada de todo cuanto significa progreso nacional? […] Emilia Pardo representa el pasado, y Rosario de Acuña el porvenir” (78-79). La cita evidencia que muchos coetáneos consideraban que la ideología de Acuña era mucho más subversiva que la de Pardo Bazán. 91   Ella misma declara en una carta de 1915: “No soy socialista en el sentido dogmático, ni científico de la palabra, pero mi corazón y mi conciencia han sabido sobreponerse a las preocupaciones de ra-

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por los grupos obreros y anarquistas de la ciudad que la visitaban cada Primero de Mayo (Simón-Palmer, 1989: 19). Se enfrentó con vehemencia al sistema establecido (el catolicismo, la monarquía92 y la desigualdad de clase) y todos estos factores —unidos al hecho de ser masona y librepensadora—93 contribuyen a explicar la pérdida de prestigio de su obra, el ostracismo social que padeció en las últimas décadas de su vida y su pronta exclusión de la historia literaria. Ella misma reconocía los complejos dilemas morales y las batallas de conciencia que su evolución intelectual le había planteado: Supones que yo, nacida en el catolicismo, criada en un hogar con ciertos ribetes de carlista, como los tenían todos

za y a los convencionalismos de las costumbres, y han saltado sobre los preceptos en que me eduqué […] y no hay, desde entonces, ni un solo latido de mi alma que no pida al destino la hora solemne en que a las cumbres suban los miserables y bajen a las honduras los ensoberbecidos” (Bolado, 2007: 344). 92   En este sentido media un abismo entre sus ingenuos ideales de juventud y su obra posterior. Durante la Primera República y con sólo veintitrés años Acuña le dedica un mensaje de simpatía a la reina Isabel II, exiliada en Francia, aludiendo al día “en que vuestra patria y la mía vislumbre la aurora de la felicidad en medio de la oscura noche que la envuelve” (3: 29) pero en sus textos de madurez se pone de manifiesto su afinidad con la causa republicana y de izquierdas. 93   En 1884 se decide a participar en la publicación Las Dominicales del Libre Pensamiento y en 1886 firmó la solicitud de ingreso en la logia Constante Alona de Alicante adoptando el nombre simbólico de Hipatia (Bolado, 2007: 146). [ 267 ]


los hogares de antiguo abolengo, acostumbrada durante mi

primera edad al “todo fiel cristiano”, rezadora en mi infancia de aquello de “cuatro esquinitas tiene mi cama”, he en-

trado en lo que llamas “camino de perdición”, y denominan

por ahí fuera “libertad de pensamiento”, sin que se librasen titánicas batallas en el fondo de mi conciencia (2: 983).

La rebeldía de sus textos hizo de ella una figura incómoda a quien los grupos católicos y conservadores hostigaron con frecuencia. Un periodista que firma con el pseudónimo de K. Sabal publicó en 1884 en El Salón de la Moda un artículo donde pone de manifiesto la compleja y difícil posición de esta autora que “era para los hombres una literata y para las mujeres una librepensadora, y no inspiró entre unos y otros simpatías” (Bolado, 2007: 111). La Historia de la Literatura de Cejador y Frauca, publicada a principios del siglo xx, ilustra la marginación intelectual de quien fuera una joven promesa y la breve entrada que se le dedica evidencia la animadversión hacia su figura: … dio buenas esperanzas con el estreno de su primer

drama, mudó de rumbo y se dio a filosofar con escasa suerte, menos por falta de talento que de suficiente cultura, por lo cual sus ideas librepensadoras la hicieron malquista para con casi todos (1918: 205). [ 268 ]


Los que compartían su ideología, en cambio, veían en ella un modelo a seguir como acredita el artículo firmado con el nombre de Roxana en el periódico gijonés El Noroeste alabando su heterodoxia y talante insumiso para considerarla ejemplo de “mujer moderna” de espíritu luchador: Jamás las adversidades sufridas en su vida la hicieron des-

viarse del camino recto que su espíritu se había trazado: la línea recta del genio. Nació para la lucha y morirá para ella, siempre inexorable. La heterodoxia debe mucho a esta viejecita […] que ni un solo día guardó la pluma en

el dorado estuche del miedo. Combatió con toda energía

y supo ser valiente cuando sintió la necesidad de retirar-

se del mundo “sociable” […]. Y esto es lo que Rosario de Acuña ha defendido toda su vida: la verdad (1917: 3).

Acuña evitó siempre ser encasillada, prefiriendo una existencia apacible en su casa de Pinto al ajetreo de la capital y en las últimas décadas de su vida estuvo retirada del bullicio público en su casa de Gijón construida junto a los acantilados. Este retraimiento contribuyó también a un proceso de satanización de la escritora en ciertos círculos donde su anticlericalismo se interpretaba como ateísmo, dando pie incluso a supersticiosas acusaciones de brujería (Bolado, 2007: [ 269 ]


327). Lo cierto es que Acuña gustaba de la soledad, el retiro, el estudio y la vida en contacto con la naturaleza y, además, su personalidad dinámica y sus inquietudes intelectuales la hacían reticente al asociacionismo. En este sentido resultan excepcionales —obedeciendo a un fuerte compromiso ideológico— su ingreso en la masonería y su adscripción pública a la causa librepensadora porque, salvo en esas dos ocasiones, su voluntad se resiste a “encajar” y descartó siempre afiliarse a ningún grupo. Lo cierto es que una librepensadora, por definición, no armoniza bien con el relato dominante de la historia literaria y por eso mismo su obra resulta anómala e indefinible. En una carta a Amalia Domingo Soler se pone de manifiesto la tenacidad con que defiende su derecho a cambiar de posición y evolucionar ideológicamente rechazando el sectarismo y la clasificación para reclamar una voluntad insumisa de pensar verdaderamente en libertad al tiempo que subraya la necesidad de sustituir la reflexión intelectual por la acción política y civil: La era de las revelaciones ha pasado ya, y aunque no hubiera

pasado, Rosario de Acuña no puede ni quiere ser revelador. “¿Qué se intenta de mí, señores indagadores de lo más

recóndito de mi pensamiento? ¿Por qué se me acosa, si bien noblemente, con perseverancia inflexible, para que [ 270 ]


me aliste bajo una bandera, profese en una doctrina o

fundamente una secta? […] ‘¿Cuáles son sus creencias?’ se me pregunta. ¿Cuáles son? ¿Con qué derecho se me hace tal interrogación? ‘Queremos seguirla’, se me dice

desde muchos sitios. ¡Ay del pensamiento que reclama para guía y mentor a una mujer oscura, humilde y desvalida! […] ¿Qué sería de la libertad de pensar si se realizase el empeño de hacer agrupaciones, escuelas o sectas?

[…] Hoy aún no estoy terminada, y mientras el aliento vital conmueve nuestros sentidos, actúa en nuestro cere-

bro, rige nuestros músculos, caldea nuestra sangre […] toda afirmación radical que se lance con ínfulas de inamovible es un conato de suicidio; aún vivo; aún no re-

maté de sentir, de pensar, ni de saber” (Domingo Soler, 1976: 234-239).

Muchos de los textos de esta prolífica autora demuestran su intensa preocupación por la “cuestión femenina”.94 Acuña explicó públicamente en su con94   Es relevante en este sentido la colección de artículos “En el campo” que aparecieron en El Correo de la Moda entre 1882 y 1885 y la titulada “Conversaciones femeninas”, compuesta por artículos publicados en 1902 en el periódico santanderino El Cantábrico. Otros escritos destacables son los artículos “Algo sobre la mujer” (1881), “A las mujeres del siglo xix” (1887), “El Primero de Mayo. La fiesta del trabajo” (1916), “Para Acción Fabril en el Primero de Mayo de 1916”, “Ni instinto ni entendimiento” (1923). Poseen notable interés los discursos “Consecuencias de la degeneración femenina” (1888),

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ferencia “Consecuencias de la degeneración femenina” su interés específico por la situación de la mujer y lo hizo de una manera singular que conforma una definición de “feminismo” sui géneris que ilustra muy bien la heterodoxia de una autora que no duda en calificar de “egoísmo” su batalla en favor de la dignificación del sexo: ¿Quién duda que hay egoísmo en mí, que soy mujer, al querer la justificación y el engrandecimiento de la mujer?

Pero este egoísmo, por una derivación del alma femenina, destinada a no ser egoísta […] que me hace privilegiar a

la mujer en mis pensamientos, palabras y acciones, busca su finalidad, su terminación en el bien humano, en el bien

de la especie, en el bien sintético que ha de formarse de

las dos dichas, de las dos felicidades, de la masculina y de la femenina (3: 508).

De este modo el “egoísmo” feminista de Acuña constituye la base de una postura radical que la convierte en una pionera de la conciencia feminista española que evolucionó hacia posturas cada vez más “A Jaime Febré y Vicente Delgado, presidente y secretario de la comisión organizadora del mitin femenino de la Unión Republicana Graciense” (1917) y el “Discurso pronunciado en el acto de instalación de la logia femenina Hijas del Progreso” (1888). [ 272 ]


combativas que reconocían la necesidad de un activismo por partida triple (intelectual, político y civil) que permitiera al mismo tiempo la construcción de un estado liberal y la emancipación de la mujer, como pone de manifiesto su artículo dirigido “A las mujeres del siglo xix” (1887) en el que exhorta al sexo a unirse al … grito varonil que la patria liberal va a levantar en son

de protesta contra el mundo católico […]. Luchemos en el seno de nuestra sociedad con nuestra pluma, en el fon-

do de nuestro hogar con nuestra perseverancia, y abra-

mos el camino de la victoria a nuestras descendientes (2: 1230-1239).

Con estas palabras la librepensadora afirma que la mujer debe tomar parte en los procesos políticos, que la escritora está obligada a utilizar su pluma públicamente y que la esposa y la madre promueven el cambio y la regeneración social desde el ámbito doméstico.

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4.1. El país de las quimeras: el largo camino hacia la emancipación Los textos de Acuña llevan a cabo lo que Tompkins denomina un “trabajo cultural” que tiene por objeto crear un orden social alternativo y su escritura funciona como agente de formación cultural que alimenta y promueve el cambio (1985: xi-xvii). Esto explica el enfoque utópico95 de textos como La casa de muñecas que proponen un ideario (coeducación, regeneración, igualdad de sexos) orientado hacia el progreso y el futuro realizando un esfuerzo por diseñar otro mundo posible alterando las representaciones existentes. Desde sus primeros ensayos la autora afirmaba la igualdad como apriorismo absoluto considerando que los dos sexos estaban marcados por “la igualdad más perfecta como equivalentes en nuestro común origen” (3: 168) y toda diferencia era resultado de la falta de educación que había obligado a vivir a la mujer en “condiciones de ignorancia y de ofuscación” (1: 660). 95   Las teorías del socialismo utópico se habían difundido en España desde los años treinta del siglo xix con una clara relevancia de utopistas franceses como Fourier y Cabet (Elorza, 1970: 8) que habían ideado sus propios proyectos utópicos del Falansterio e Icaria respectivamente.

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Ante esta situación Acuña optó por problematizar la definición de “mujer” subrayando que las aptitudes del sexo eran infinitas: … puede serlo todo, pero debe ser primero mujer, y la realidad es bien manifiesta, todavía no sabe lo que es ser mujer; ¡có-

mo, pues, enseñarla a ser hombre! […] Hacer que se posea bien de su misión actual es el único medio de que avance

en la senda de la perfección y el engrandecimiento (1: 660).

La escritora incidía así en el hecho de que la mujer no recibía formación intelectual, estaba sometida a una educación física errónea y pesaban sobre ella “siglos y siglos de opresión y de violencia” (3: 563) que la habían sumido en las tinieblas de las que debía salir para transformarse en un individuo con todos los derechos y obligaciones. Acuña define la emancipación de la mujer como un “concierto en que a voz en grito se trata de las facultades, condiciones y fines de la mujer” (3: 165) y percibía esa controversia como el tema más complejo y decisivo de todos los que se debatieron a lo largo de la centuria. Anne-Marie Käppeli, al discutir las dos posiciones teóricas que sostienen los feminismos decimonónicos, habla de una corriente igualitaria representada por autores como Stuart Mill y Mary Wolls[ 275 ]


tonecraft que exigen el reconocimiento de la mujer como ciudadana, frente a una corriente dualista que convierte a la familia en la unidad sociopolítica fundamental (1998: 498-499). Esa unidad familiar protagoniza toda la ensayística de Acuña, que coloca a la mujer como figura visible de mando, otorgándole potestad plena con el objeto de establecer un ideal femenino alternativo. Las colecciones de artículos “En el campo”, “Conversaciones femeninas” o “Avicultura femenina” y el ensayo La casa de muñecas dibujan una utopía rural donde la casa de campo habitada por una familia ilustrada encarna el modelo a seguir para perfeccionar la especie regenerando a la patria y la humanidad en general. Estos textos inciden en el papel central que la mujer agrícola desempeña en esa familia que no se considera una estructura inamovible y restrictiva sino el motor por excelencia del progreso. La conciencia femenina96 de la escritora tenía implicaciones radicales y revolucionarias para la familia y la sociedad (Kaplan, 1982: 545) y su obra exhibe una compleja negociación con la imagen al uso de la mujer y la ideología de la domesticidad para mostrar que 96   Definida por Kaplan como el reconocimiento de lo que una clase, cultura o período histórico esperan de las mujeres, creando una sensación de derechos y obligaciones que generan una fuerza motriz para las acciones (1982: 545).

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esas categorías resultaban problemáticas y estaban redefiniéndose al mismo tiempo que se debatía intensamente sobre ellas. La escritora proponía que la misión de la mujer en el hogar la preparaba para una emancipación justa y razonable: … todo cuanto se relacione con la mujer gira al presente, y girará mientras no cambien los principios sociales, sobre su

misión de hija, esposa y madre; todo cuanto de ella trate estará ligado al recinto familiar (1: 661, mi énfasis).

Resulta clave aquí la referencia a la futura mudanza de las bases sociales porque ése es el objetivo central de la ensayística de Acuña y, de hecho, la mujer agrícola que ejerce su imperio en el hogar campesino está adquiriendo los medios y la fortaleza necesarios para alterar completamente el sistema, como se pone de manifiesto al subrayar que la mujer no debe precipitarse en su camino hacia la emancipación porque el presente es una experiencia preparatoria imprescindible: … encerrarse en la oscuridad y armarse en el silencio de armas invencibles […] tejer como el gusano de seda

un recinto aislado donde adquirir nueva vida y brillantes alas (1: 662).

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Estos planteamientos no hacen sino confirmar la propuesta de Alda Blanco de que en el siglo xix ser “feminista” no implicaba obligatoriamente reivindicar la autonomía de la mujer, independencia que será un requisito indispensable para el feminismo del siglo xx ( Jagoe, Blanco et al., 1998: 453). Esta idea permite aclarar algunas de las paradojas presentes en los ensayos de Acuña quien en 1883 proclamaba que “no se ve otra cosa para la mujer que la familia y el hogar” (1: 661) para dar luego un salto ideológico que toma cuerpo en un combativo discurso donde reclama que la misión del sexo es paralela a la del hombre, rechazando que su función sea exclusivamente la de hembra destinada a la reproducción al tiempo que proclama su estatus como persona, “maestra” de sus hijos y estandarte de la nueva era: El amor sexual no es tu único destino; antes de ser hija, esposa y madre, eres criatura racional, y a tu alcance está lo mismo criar hijos que criar pueblos […]. Hija, no se

te educará para una venta infame, sino para una exis-

tencia independiente. Esposa, serás considerada como

la mitad del hombre […]. Madre, no abarcarás más fin que el mayor bien de tus hijos […] viniendo a ser para

ellos el tipo sublime de la dignidad femenina (2: 1234, mi énfasis).

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La narrativa que gira en torno a la figura de la mujer agrícola en la serie “En el campo” propone el desarrollo integral de ésta sin verla exclusivamente como ser relacional o dependiente de otros y por eso Acuña planteaba que la meta exclusiva de la mujer no tenía que ser únicamente casarse: … ¿el destino de la vida de la mujer no es más que el ca-

samiento?, ¿es alma antes que hembra, o es antes y después

y únicamente hembra […] el casamiento no es un fin, es

un medio para cumplir el destino de la mujer (2: 1404).

Con estas palabras rechaza que el proyecto vital de la mujer gire exclusivamente en torno al matrimonio97 cuestionando al mismo tiempo los discursos que insistían en anclar a la mujer a su cuerpo y a sus funciones reproductivas como hembra. Acuña propone que la mujer lleva en el cerebro “el resplandor de la futura 97   Coincide en esto con el krausista Adolfo Posada: “Concedido que la mujer ha nacido para la maternidad; perfectamente: el papel de la mujer, papel admirable, casi divino, es el de esposa, reina del hogar, ángel de la familia, es aquel que se resume en la fórmula tradicional de la mujer de su casa; todo está muy bien, pero ¿y si la mujer no se casa, porque no hay quien la quiera como ángel, reina y encanto del hogar? ¿Y si tiene que vivir siempre soltera? Y lo que es más grave, ¿si después de casada se queda viuda con hijos, y el marido al morirse se llevó consigo la única o principal fuente de ingresos de la familia?” (1899: 71-72, mi énfasis).

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sociedad” (2: 1230), lo que la convierte en un agente de cambio que aspira no sólo a la libertad y la emancipación para sí misma sino a construir una nueva sociedad “sobre otras bases constituida y hacia otros fines encaminada” (ibídem), es decir, ansía un cambio concluyente en el sistema. Acuña —al igual que había hecho Arenal— parte de una posición cautelosa para llegar a otra de activa combatiente intelectual en su lucha por la dignificación de la mujer. En su artículo “Algo sobre la mujer” (1881) manifiesta su incomodidad ante la polémica que despertaba la cuestión femenina por considerar que existía un error de base y que esa inferioridad era producto de la fantasía: Júzguese, pues, de mi asombro y estupor al ver a los defensores de la emancipación abogar con el más encar-

nizado entusiasmo por manumitirnos de una esclavitud

que no existe más que en su fantasía, luchando a brazo partido con esa otra parte de batalladores que quieren suprimir a la mujer, haciendo lado en su lugar a una máquina portátil que, a más de servir para el placer del sexto

sentido, guise bien, planche bien y tome con exactitud la cuenta de la lavandera (3: 168-169).

La librepensadora argumenta que la palabra “emancipación” está vacía de significado “para quien se tiene [ 280 ]


por libre” (3: 169), lo que constituye un inusitado grito de rebeldía y una firme defensa de la libertad inalienable de la mujer como individuo. Con estas provocativas declaraciones la autora subraya que la emancipación femenina es “tan ridícula en la forma como innecesaria en el fondo” (3: 172), comentario que conforma un buen ejemplo de escritura paradójica porque el rechazo de la emancipación femenina convive con la defensa de la igualdad absoluta de los sexos y la escritora expresa su temor ante la posibilidad de que la emancipación pudiera quitarle libertad de acción a la mujer al “aflojar los hilos invisibles del avasallador poder femenino” (3: 172, mi énfasis). La ensayista defiende aquí la noción del poder solapado de la mujer, dando ejemplos que aluden a la tradicional percepción del imperio femenino oculto que se ilustra con la anécdota del médico que comenta con su mujer los casos clínicos o el juez que sigue los consejos legales de la esposa. En este momento la escritora se mostraba tan recelosa que llegaba a advertir a las mujeres de los “peligros” de esa emancipación: “Para vosotras también, mujeres, hermanas mías, se levanta mi voz: huid de la emancipación porque es la ruina de nuestro poder” (3: 173). Estas primeras declaraciones llevan a Enríquez de Salamanca a considerar que “sus ideas acerca de la cuestión femenina son desconcertantes” (1989: 90) pero lo cier[ 281 ]


to es que ese primer artículo sobre el tema adquiere nuevos matices si se lo compara con otros posteriores, ilustrando el sofisticado “trabajo cultural” de la autora. La actitud precavida de Acuña ante la cuestión femenina evidencia una poderosa conciencia de que la ruptura con el orden habitual no se logra de repente sino que es resultado de un proceso que debe ser retomado constantemente para que surta efecto y por eso mismo volvía una y otra vez a reflexionar sobre el asunto mientras iba definiendo su postura orientada a dignificar a la mujer. En uno de los artículos de la serie “En el campo” Acuña subraya que es preciso admitir con respecto a la mujer “su inferioridad real y positiva, con respecto a condiciones intelectuales en el seno de las presentes generaciones” (1: 792-793) por lo que era apremiante garantizar una instrucción más amplia (3: 175-176). La autora, al denunciar la desigualdad educativa, establecía que las armas que se le entregaran a la mujer en ese momento servirían para su suicidio y no para su defensa (2: 954-955). Esa explicación ilumina considerablemente sus reparos iniciales pues estaba convencida de que era perjudicial emancipar al sexo a marchas forzadas, sin instrucción ni formación previa y por eso criticó a aquellos “emancipadores” que pretendían llevar a la mujer a la cátedra y la academia sin haberla [ 282 ]


instruido, especialmente teniendo en cuenta su atrofia tras siglos de dominación masculina (3: 523). Esa situación justificaba su temor a una emancipación apresurada llevada adelante por los hombres sin consultar con las mujeres y sin que éstas hubieran alcanzado una conciencia colectiva: … entonces disfrutaréis de las prerrogativas que hoy, casi a la fuerza, quieren regalarnos nuestros entusiasmados

defensores, sin meditar que, sin la conciencia del propio

mérito, nunca habrá emancipados. Procurad, mujeres, la íntima seguridad de vuestro valer […]. El que otra cosa

os haga ambicionar os lanzará de lleno en el país de las quimeras (3: 179).

Cuando Acuña plantea que “la mujer es lo que se quiere que sea” (1: 658) lo hace a sabiendas de que es preciso preparar las condiciones para que pueda desempeñar la misión trascendente que le está encomendada y, en este sentido, la autora utilizó con maestría su prototipo de la mujer agricultora como herramienta ideológica. Al proclamar que la emancipación de la mujer era “un completo absurdo” (1: 660) no estaba negando que ésta fuera posible sino que no había llegado aún el momento de exigirla porque la mujer del presente “todavía no sabe lo que es ser mujer” (1: 661), es [ 283 ]


decir, todavía no tenía conciencia de sí misma ni había aprendido a representarse como sujeto y tampoco estaba educada para caminar a la par del hombre. En la conferencia “Consecuencias de la degeneración femenina” (1888) se hace patente su feminismo combativo: … sólo en virtud de sus propios esfuerzos ha de reconquistar su sitio en el concurso social […]. Todo lo que vive en la pasividad expectante de ajena determinación que le

entregue el beneficio jamás obtendrá sitio seguro en los

banquetes de la vida […] así todo engrandecimiento que le llegue a la mujer en el orden social por determinación del

hombre sólo servirá para especificar más claramente su inferioridad, verificándose de este modo una apariencia de

regeneración, espejismo esplendoroso por el cual adquirirá

nuestro sexo más privilegios, pero también más dolores

[…] la reacción de este engrandecimiento ficticio atraído, no por el íntimo valor, sino por la clemencia masculina, pudiera llevarnos a un nuevo gineceo […]. Nosotras no

debemos esperar nada sino de nosotras mismas, no por terquedad de rebeldía orgullosa, sino por convencimiento de razones deductivas (3: 515-516, el énfasis mío).

Este planteamiento rechaza la galantería de la “secta farisaica” que se proclama emancipadora de la mujer (2: 1009) respondiendo con idéntico encono a dos ac[ 284 ]


titudes opuestas que contribuían por igual a la degradación del sexo: los que encumbraban a la mujer para convertirla en ángel y los que la consideraban un ser inferior y la veían como una bestia (2: 166). A Acuña le preocupaba ese choque entre dos bandos igualmente extremistas y encarnizados —pero masculinos98 en cualquier caso— que debatían sobre la posición de la mujer porque consideraba que la clave de la cuestión estaba en la actitud que ella adoptara frente a esa disputa: Vosotras, mujeres, sólo vosotras podéis contrarrestar esas

impetuosas corrientes que amenazan vuestro porvenir, bien con una exuberancia dañosa de libertades ilógicas y

98   Acuña denunció con singular lucidez la manipulación y el desprecio de la mujer tanto por parte de los hombres de derechas como de los de izquierdas: “Que el reaccionario, el dogmático, el conservador trate a la mujer como hembra u objeto nada tiene de extraño; pero que los hombres llamados liberales, librepensadores, progresistas y positivistas tomen a la mujer como hembra de animal, sólo destinada a la reproducción o para encargarse de las tareas domésticas […] esto es lo que no tiene explicación posible” [sic] (3: 885). En este sentido Luis Pereira, que fue vocal del Comité Nacional del psoe en 1915, publicó en El Socialista un artículo antifeminista con el sonoro título“¿Quién nos coserá los calcetines?” donde argumentaba que si las mujeres se dedican al trabajo intelectual “¿Quién coserá y fregará para el hombre?, ¿dónde estará la mujer sumisa, la verdadera poesía de nuestra vida?” (Velázquez Bonilla, 1994: 69).

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extemporáneas, bien con una asoladora granizada de restricciones sistemáticamente necias (2: 956-957).

La ensayista hizo patente su convencimiento de que la emancipación debía ser tarea exclusiva de las mujeres después de adquirir conciencia de tales, por lo que era preciso rechazar la clemencia masculina. Con esto rechazaba tajantemente la propuesta de otros contemporáneos suyos para quienes la emancipación de la mujer debía ser una empresa masculina porque “no son ellas, seres débiles y apasionados, las que han de corregir tales errores” (Nacente, 1890: 69). Acuña creía firmemente que la mujer debía ser el agente de ese proceso, un sujeto activo que no se dejara seducir por aquellos que pretendían hacer el trabajo por ella y exponía la necesidad de prepararse para esa emancipación verdadera que sólo podrían llevar a cabo las futuras mujeres ilustradas y no los varones porque “jamás seremos su mitad siendo sus libertas” (3: 530). La autora era consciente de que su presente era un momento de sufrimiento y sacrificio que permitiría la liberación de sus descendientes y consideraba que la historia reconocería el siglo xix como “el siglo de la emancipación de la mujer” (2: 1240). Lo cierto es que en España sólo con la II República (1931-1939) se consiguió lo que Davies denomina una [ 286 ]


emancipación “desde arriba”, es decir, sin que existiera todavía una verdadera demanda popular femenina (1998: 106). En este sentido Acuña fue visionaria pues reconocía que para que el feminismo se impusiese era imprescindible que el compromiso se generalizara y fuera reclamado por la masa femenina pues mientras la controversia se mantuviera a nivel abstracto estaba condenada al fracaso: En cuanto al problema feminista, que hoy empieza a de-

batirse en España […] hay que dejarle andar su camino, ayudando sabiamente a que tomen interés por él el mayor número de mujeres (3: 890).

Si Concepción Arenal había puesto de manifiesto que el prototipo de la mujer de su casa era un bulo inalcanzable para la inmensa mayoría de las mujeres, Acuña, por su parte, se apoya en esa imagen para desmantelar el entramado de la domesticidad desde dentro. Si el ángel del hogar se identificaba con ideales conservadores e inmovilistas su propuesta exigía que fueran las mismas mujeres las que con su esfuerzo y desde su propio hogar liberaran a la nación: … vosotras, todas las que en el silencioso retiro del hogar, de

donde ha de surgir la nueva era, sentís en vuestras almas el [ 287 ]


latido de este siglo y respiráis esta atmósfera regenerado-

ra que comienza a estremecer las sociedades, anuncian-

do a la mujer que su sitio está al lado de la libertad y del progreso (2007.2: 1226, mi énfasis).

La escritora acomete con empeño la tarea de construir textualmente a esa nueva mujer cuestionando la categoría de la “madre amantísima”, redefiniendo la figura del ángel del hogar y apropiándose de la identificación tradicional de la mujer con la naturaleza para crear otros prototipos de feminidad combativa que resultaban revolucionarios en ese momento: la mujer agrícola y la nueva Minerva. 4.1.1. La mujer natural y agrícola El texto clásico de Sherry Ortner “¿Es la mujer al hombre como la naturaleza a la cultura?” expone que el ámbito de la cultura se ha considerado históricamente dominio masculino frente a la identificación de la mujer con lo natural que la vincula con la reproducción de la especie, argumento que se ha utilizado para adjudicarle un papel específico adscrito a la esfera doméstica (1974: 71). Esa faceta “biológica” propicia que numerosos textos literarios, científicos, médicos y filosóficos la hayan definido como un sexo más próximo a la naturaleza: [ 288 ]


… la mujer vive más para la especie que para sí misma: la serie de funciones que le están impuestas para los fines de la propagación humana, como la menstruación, la preñez, la parturición y la lactación, atestiguan sin cesar

aquella dirección primordial de su organismo (Monlau, 1858: 116).

Estas ideas explican la exaltación decimonónica de la “naturalidad” femenina en imágenes que asociaban con frecuencia a la mujer con los animales y las plantas pues supuestamente todos ellos formaban parte del mundo natural y de la existencia irracional (CharnonDeustch, 2000: 13). Acuña aprovecha esa vinculación de la mujer con la naturaleza y el espacio doméstico para crear a su mujer agrícola que protagoniza su proyecto regenerador subrayando “la necesidad eminente de la mujer agrícola, acaso la primera condición para el enaltecimiento de la mujer” (1: 663). Esta representación femenina supone el punto de partida para elevar al sexo de su sometimiento. La naturaleza y la agricultura son herramientas útiles para Acuña, que consigue subvertir una tradición arraigada que emparenta a la mujer con lo telúrico ampliando su papel y su horizonte vital. La escritora demuestra que esa poderosa imagen de la feminidad “natural” es una construcción y prueba fehacientemente que el supuesto vínculo in[ 289 ]


destructible de la mujer con la naturaleza que genera tantas ilustraciones de ésta en escenarios idílicos no sólo es cuestionable sino que podría muy bien haberse explotado de forma completamente distinta, creando imágenes opuestas a las de la doméstica mujer “natural”. Eso es precisamente lo que hace al retratar a su mujer científica y agrícola apoyándose en toda una tradición que enfatiza la biología y lo maternal —la visión de la naturaleza como madre y de toda mujer como potencialmente maternal— para sentar las bases de una visión revolucionaria: la propuesta de un orden social fundado en el matriarcado. La mujer agrícola aparece en los textos de Acuña cosechando el campo, reparando un arado, investigando sobre los abonos, recogiendo los frutos con sus manos, atendiendo a los animales y no sólo oliendo flores o acariciando gatos y ovejas como la representa el imaginario cultural prevalente en estos momentos (Charnon-Deutsch, 2000: 26-51). Si la época isabelina gustaba de las representaciones femeninas de rostros de mujer engarzados en flores o elementos vegetales lo cierto es que Acuña toma distancia de esa imagen de la mujer-flor para proponer que la mujer no es una flor sino una agricultora fuerte y capaz y las “flores” o adornos que mejor le sientan son sus ideas: [ 290 ]


¿Habrá, para el adorno de vuestras frentes, flores más

bellas que esas luminosísimas ideas que, como cerco de preciosas piedras, brillan en vuestro cerebro por el trabajo indagador que habéis realizado en vuestros corrales? (1: 715).

De esta forma se le da la vuelta al argumento que relaciona a la mujer con la naturaleza para anclarla a su fisiología y sus funciones reproductivas, denunciando que la unión primigenia de la mujer con la tierra se ha viciado, por lo que es preciso que regrese a ella y se convierta en agricultora: Progreso, elevación, todo puede lograrse por medio de la

agricultura, y nada es posible conseguir sin su valiosa in-

tervención. Pues bien; la mujer, esa criatura tan semejan-

te a la Naturaleza, como ella madre y como ella hermosa, vive ignorando completamente los ritos de ese culto que tal vez sea el mejor recibido en los reinos de Dios. Nada de común quiere tener la mujer con la Naturaleza y con tenacidad pasmosa se opone a todo aquello que se relaciona con ella (1: 664).

En la serie de artículos “En el campo” Acuña anima a las mujeres a llevar a cabo su misión en el hogar concebido como “paraíso de la tierra donde los ánge[ 291 ]


les de la vida han establecido su santuario” (1: 643) y las exhorta a centrar su radio de influencia en la casa concebida como piedra angular de la sociedad. Hasta aquí, sin duda, la autora se acomoda al ideal prevalente de domesticidad y reinado omnipotente de la mujer en el hogar, dejando al hombre las tareas mundanas y sociales, los quehaceres políticos y públicos. Este discurso se podría interpretar como convencional pero, no obstante, el prototipo de hogar y de familia presente en estos artículos es notablemente insólito. La familia constituye aquí un ámbito idóneo de libertad, un recinto ajeno a las leyes sociales y refractario a los mecanismos de poder donde “cada cual puede ser, y es, como quiere y puede ser, sin que haya derecho en nadie para dictar reglas o imponer costumbres” (1: 751). Acuña, al establecer los parámetros del hogar campesino gobernado por la mujer, realiza un notable esfuerzo de redefinición del orden social porque ese territorio le permite a su sexo realizarse en plenitud, adquiriendo el vigor y la preparación intelectual que permitirán su emancipación definitiva. Con este programa la autora ejecuta una arriesgada pirueta intelectual al conciliar la imagen angelical con la propuesta de la emancipación posible que le permite forjar un prototipo femenino que es tradicional y revolucionario al mismo tiempo. El bello sexo sigue aparentemente vinculado a la represen[ 292 ]


tación del ángel del hogar —y eso hace que el texto parezca inocuo— pero esa imagen constituye el punto de partida desde el que su escritura toma impulso. La autora es consciente de que su visión de un hogar rural contrasta poderosamente con una sociedad urbana entumecida que necesita desesperadamente regenerarse: … hay muchos miembros enfermos en el cuerpo social; se cercenan, se cortan, pero el mal tiene sus raíces en el mismo cuerpo, y va infiltrando constantemente la gangrena (1: 754).

El cuerpo enfermo se constituye así en símbolo poderoso de falta de salud del organismo social y la única posibilidad de purificación requiere la vuelta a la tierra y las raíces. No obstante, Acuña sabe que esa propuesta del modélico hogar campesino es transgresora e intuye que su voluntad de cambio y su esfuerzo intelectual le valdrán numerosas críticas “por antisocial y descentralizadora, y perturbadora” (1: 738) y se reconoce subversiva en sus planteamientos porque, en realidad, la píldora endulzada de la domesticidad hogareña de su mujer agrícola encerraba un poderoso llamamiento al cambio social y de los papeles de género. La casa de campo es un espacio notablemente utópico y como tal se define como una ficción geográfica aislada: “Nada [ 293 ]


de pueblos, nada de aldea; la casa de campo sola, aislada” (3: 290) y, además, la escritora declara explícitamente que está ofreciendo un modelo de feminidad anómala que en ese momento aún no existe o constituye una rareza: Bien fácil es pasar una ligera revista a las mujeres españolas. ¿Dónde está la agrícola? En ninguna parte […] parece

ser que la mujer no puede subsistir sino en la ciudad (1: 664-665, mi énfasis).

Esa mujer actúa como pieza clave de un engranaje en movimiento imparable hacia un futuro distinto porque “la regeneración social vendrá del individuo, y el individuo se regenerará en la familia; y de la familia sois vosotras el único motor” (1: 785) con lo que adquiere una posición privilegiada como agente de superación humana y desarrollo social. Los ensayos de Acuña sugieren que la mujer debe partir del hogar como zona primaria de influencia para lograr paulatinamente la transformación social que hará posible la emancipación completa del sexo y la reforma social y del sistema: … vosotras podéis mantener el fuego sagrado de la libertad en el tabernáculo de la familia, y disipar la noche de la ignorancia en las profundidades del hogar; fuera de él [ 294 ]


nada podéis y a nada llegaréis; y sin ser en él las reinas absolutas, las dictadoras responsables, las árbitras ilimi-

tadas; sin ejercer en el hogar un gobierno eminentemente racional noble y precavido; sin dominarlo con vuestra inteligencia, guiarlo con vuestro sentimiento y adornarlo con vuestras bellezas (2: 957, mi énfasis).

Los términos con que se describe la actividad femenina hogareña se encuadran dentro de un campo semántico asociado a la libertad, el poder, la autoridad y la inteligencia. La figura del ángel del hogar se diluye al vincularse a imágenes que subrayan la sabiduría y autoridad de la mujer agrícola al frente del hogar campesino. Esa mujer impera, rige y domina en el espacio doméstico y lo hace hasta tal punto que la figura masculina se presenta ausente, alejada del hogar, suponemos que peleando en la “batalla de la vida” mientras que el trabajo diario de la mujer en la casa va minando poco a poco el orden social y demoliendo estructuras. El “hogar” no es sólo un entorno de placer y refugio sino un espacio no convencional que impulsa dinámicas de cambio, propiciando la salud social, la búsqueda intelectual y el acceso de la mujer a la esfera de las artes y las ciencias: … un hogar que posea atractivos, serios, científicos, dig-

nos, amenos; un hogar donde haya elementos de obser[ 295 ]


vación, de salud, de alegría, de sosiego y recreación, pero

elementos positivos no convencionales […]. Hogar donde arda la luz de la sabiduría, donde brille el fuego de

la caridad, donde se acumulen los reflejos del arte […]. Tal puede ser el hogar en el campo […]. El libro, el cua-

dro, la partitura, la estatua, el artefacto, todo esto podéis mandarlo al concurso general de la vida sin abandonar un punto vuestros hogares (2: 958-959).

Acuña no aceptaba un reformismo tibio sino que reclamaba la educación y la formación profesional femenina con el objeto de crear una mujer “científicamente agrícola” con conocimientos y técnicas que la capacitasen para dirigir no sólo la casa de campo sino la explotación agrícola y ganadera adyacente y por eso planteó que se debía educar a la mujer en la ciencia agrícola, formándola en disciplinas como biología, botánica, meteorología, astrología y ciencias naturales. Su proyecto resulta audaz al proponer un plan de estudios teórico y hacerlo en el ámbito de la ciencia, un espacio tradicionalmente masculino para dar forma a una “agricultora científica” que resultaba iconoclasta porque conciliaba unos términos que no solían aparecer asociados como eran “mujer”, “agronomía” y “cientificismo”:99 99   Criado y Domínguez comentaba que los estudios agronómicos no se adaptaban “a las facultades intelectuales de la mujer, ávida

[ 296 ]


Primero enseñar a la niña la agricultura teóricamente. Nada se opone a ello. Dénsele tratados claros y compendiosos sobre las plantas, sobre los riegos, sobre la produc-

ción del calor y de la luz, sobre la influencia del clima en

el vegetal y el animal; hágasele conocer la constitución física de nuestro planeta, sus relaciones con los astros del

sistema, y las consecuencias que de ellas se derivan para la reproducción de la semilla; enséñesele los principios de

todo aquello que se relaciona con la naturaleza; hágasele comprender cómo se transforman todos los productos de

la tierra en riquezas del Estado […] enséñesele la cría de animales domésticos (1: 676).

Acuña propuso un plan de estudios para completar la educación de la joven con conocimientos prácticos adquiridos en la “escuela o colegio agrícola” (1: 677) definiendo un nuevo espacio educativo que no era ni el colegio de señoritas ni el aula académica en un sentido estricto. Esta actitud muestra su recelo hacia el recinto escolar tradicional que tendía a fomentar la desigualdad entre los sexos y por eso proponía en el ensayo siempre de esquivar los inflexibles rigorismos científicos y la, hasta cierto punto, prosaica calma que requiere todo lo experimental” (1889: 43). Esta cita ilustra muy bien la arraigada creencia de que los términos “mujer” y “agronomía” no casaban bien subrayando, al mismo tiempo, la supuesta incapacidad del sexo para cualquier tarea “científica”. [ 297 ]


La casa de muñecas que los padres fueran los responsables primarios de la educación de los hijos en el recinto doméstico: El niño tenía nueve años, la niña ocho; sus almas gemelas

en sentimientos y en inteligencia habían sufrido una lamen-

table desviación en los colegios a donde los habían llevado sus padres, que por sus muchos quehaceres, no pudieron de-

dicarse exclusivamente a la educación de sus hijos, pero la suerte había cambiado, y por lo tanto, dueños ya de todo su tiempo, resolvieron sacar a sus hijos del colegio y terminar

su educación en casa, y bajo su exclusiva dirección (4: 87-88).

La escritora cuestionaba el ámbito escolar por considerar que “aquellas manifestaciones de la comunidad de origen son violentamente combatidas por el medio educativo” (3: 513) lo que explicaría su proyecto de educar a los hijos en casa o en una “granja modelo” como expone en el artículo “La educación agrícola de la mujer” (1883). Estos ideales resaltan su visión de la familia como un entorno liberador frente a las instituciones educativas tradicionales que se interpretan como escenarios de poder y opresión. La “granja modelo” se presenta también como un espacio alternativo que permite a las alumnas llevar a cabo investigación y manejarse de forma autodidacta. Esta jo[ 298 ]


ven estudiante de agronomía encarna la esperanza en el progreso, evocando una feminidad activa que aspira a alterar estructuras de desigualdad socioeconómica, como pone de manifiesto su propuesta de que las jóvenes económicamente desfavorecidas asistan a la misma granja modelo para ser alfabetizadas en pago a sus servicios. Ese plan permitía que mujeres de distintas clases se ayudaran mutuamente y esa colaboración preparaba el camino para eliminar la servidumbre, alterando la dinámica entre clases y sentando las bases para la revolución social: El colegio de agricultura práctica podría ser una granja

modelo donde cada alumna dispusiera de un radio de te-

rreno que le permitiese estudiar, por sí misma, y resolver, por sí misma, los problemas expuestos por los profesores. Los trabajos manuales, aquellos que su fuerza no le per-

mitiese ejecutar (y estos habrían de ser muy pocos, pues a la par que el alma llegaría a desarrollarse su cuerpo con el ejercicio de la fuerza y de la agilidad), esos trabajos podrían

estar a cargo de jóvenes sirvientas, hijas de los campos, pobres mujeres que hoy ejecutan, automáticamente y al par

de la bestia, las más rudas faenas, y que se darían por muy contentas al ir a esos colegios a ganarse la subsistencia y a recoger lo que muy bien pudieran darles las mismas pen-

sionistas, esto es, instrucción elemental de primeras letras, [ 299 ]


consiguiéndose de este modo un cambio recíproco de relaciones entre el ama y la doméstica, preludio de otro cambio más trascendental entre el capital y el trabajo (2: 678).

La granja modelo permite una educación integral (cultivo de la mente y del espíritu) y una formación teórica y práctica. Ese espacio constituye, junto con la casa de campo, un entorno que promueve simultáneamente la emancipación femenina y el cambio social, limando desigualdades al favorecer el compañerismo entre los sexos y establecerse otras relaciones entre la burguesía y los campesinos. La mujer se dibuja como agente redentor de la patria y la agricultura funciona como un balón de oxígeno para esa nación enferma que necesita restablecerse: La educación agrícola de la mujer repoblará los campos

de nuestra patria, levantando en ellos multitud de caseríos, cortijos, granjas, alquerías y quintas, en ellas se alzará, con

toda la solidez de la virtud, el templo de la familia (1: 682).

En este sentido la única esperanza para la mujer y para la patria consiste en un ideal agrario que busca establecer un paraíso en la tierra, lo que implica poblar el campo, escapar de las insanas ciudades y reconectarse con la ciencia de la tierra. Estas ideas se en[ 300 ]


cuentran muy extendidas entre los escritores y artistas finiseculares que “empezaron a ver en estas ciudades modernas no belleza, sino caos […]. El alma humana se desperdiciaba en lupanares y madrigueras de espantosos arrabales y chabolas urbanas” (Litvak, 1980: 73). Acuña, hereda la preocupación de ilustrados interesados en la reforma de la agricultura —como Campomanes o Jovellanos— y sus propuestas coinciden plenamente con los planteamientos del norteamericano Jefferson que en una carta de 1785 subrayaba que “los que cultivan la tierra son los ciudadanos más valiosos, los más vigorosos, independientes y virtuosos” (Boyd, 1950: 426) y por eso lamentaba el desprestigio del trabajo rural que iba dejando los pueblos vacíos. Autores como Azorín,100 Baroja o Unamuno manifestaron su preocupación por el problema agrario, criticaron la ciudad moderna y también propusieron el retorno a una naturaleza cargada de valores morales pero lo cierto es que Acuña venía proponiendo esos patrones des100   La novela La voluntad (1902) expresaba idénticas preocupaciones: “Yo no sé […] cuál será el porvenir de toda esta clase labradora, que es el sostén del Estado, y ha sido, en realidad, la base de la civilización occidental […] la emigración del campo a la ciudad es cada vez mayor: la ciudad se nos lleva todo lo más sano, lo más fuerte, lo más inteligente del campo […]. Así, dentro de treinta, cuarenta, cien años, si se quiere, no quedará en el campo más que una masa de hombres ininteligentes, automáticos, incapaces de un trabajo reflexivo” (Martínez Ruiz, 1972: 174-175).

[ 301 ]


de sus primeros artículos “En el campo”, aspecto que permite vincularla ideológicamente —al menos en lo que respecta a su filosofía antiurbana y la reflexión sobre el impacto de la industria en la sociedad agraria— con los autores de la denominada Generación del 98, evidenciando así que las razones de su exclusión del canon literario finisecular obedecen más a su género sexual que a la rareza de un ideario que en el cambio de siglo gozaba de amplia aceptación entre sectores intelectuales y literarios. La ensayista era consciente de que la mujer agricultora, avicultora o fabricante de quesos que abundaba en países como Francia o Suiza no existía en España donde la burguesía tenía una escasa presencia en el mundo rural y esto explica su entusiasmo al conocer en uno de sus viajes a dos jóvenes campesinas que constituyen un ejemplo vivo del “tipo perfecto de la mujer agrícola” (2: 1379) siendo capaces de compaginar actividades como hacer pan, criar cerdos, administrar viñedos, ordeñar vacas y cocinar, sin dejar por ello de leer en la biblioteca e investigar remedios para las plagas agrícolas. Esta narración documenta su esfuerzo por “fotografiar” ejemplares de esa mujer agrícola que las colecciones de artículos describían reiteradamente con el propósito de seducir a la burguesa urbana para encaminarla hacia el paraíso rural. Ese prototipo de mu[ 302 ]


jer terrateniente con sus manos curtidas por el trabajo, cuidando del ganado y encargándose de una explotación agrícola resultaría inaudito incluso para las clases medias que pudieran residir en el campo. Los ensayos de Acuña refuerzan así una imagen de feminidad laboriosa cuya agencia genera un sistema novedoso que es a un tiempo agrícola, laico e igualitario y se orienta hacia el bienestar de la comunidad. Según esto la mujer agrícola resulta perfectamente subversiva no a pesar de su domesticidad sino precisamente gracias a esas complejas cualidades domésticas que permiten insertarla en el discurso como generadora de un orden alternativo al engendrar generaciones futuras que se dedicarán a la vida agrícola para llevar a cabo la tarea de repoblar los campos, acabar con el caciquismo e instaurar un orden basado en ideales progresistas (2: 961). 4.1.2. “Creada para toda clase de maternidades” La capacidad de la mujer para parir y criar ha dado pie históricamente a una traslación cultural y social según la cual se asume que es la responsable primaria de los hijos (Chodorow, 1984: 3). Badinter ha estudiado el cambio ideológico que se produce en el último cuarto del siglo xviii, momento en que la demografía genera una conciencia de que es preciso aumentar la “producción” de seres humanos, lo que conlleva una preocupa[ 303 ]


ción por la supervivencia de los hijos que hasta entonces no se había planteado (1981: 117-118). El emblema de lo maternal empieza en ese momento a arraigar con fuerza en el imaginario cultural y numerosos autores insistieron en la necesidad de que las madres cuidaran personalmente de los hijos, los educaran y amamantaran, promoviendo así el modelo de madre abnegada, amorosa y solícita que fue dominante a partir del siglo xix. Esta ubicua imagen de la madre solícita ejercía un peso enorme sobre las escritoras decimonónicas y cada una de ellas trató de resolverla y negociarla a su modo e incluso autoras que no tuvieron hijos y eran defensoras acérrimas de los derechos de las mujeres muestran una internalización de esas expectativas que testimonia las fisuras por las que se cuela la presión patriarcal obstinada en identificar lo femenino con lo maternal. Acuña en su “Carta a un soldado español voluntario en el ejército francés durante la Gran Guerra” (1917) propone una interpretación de la mujer estéril como ejemplo de trayectoria femenina truncada, confesando con amarga honestidad su frustración por no haber tenido descendencia: “No tuvimos hijos. Al principio lloré el fracaso de mi feminidad” (2: 1686). La imagen de la mujer-madre que ofrecen sucesivamente los textos de Acuña resulta extremadamente compleja y pone en evidencia una ardua negociación del [ 304 ]


emblema de la maternidad en el contexto del debate emancipista. Sus palabras dejan traslucir que la escritora interpretaba la maternidad como una forma de inmortalidad y trascendencia femeninas porque “toda mujer-madre es inmortal” (2: 1686) pero reconocía también la inadecuación de la mayoría de las mujeres para esa magna tarea porque consideraba que sólo la educación en igualdad en el seno del hogar propiciaría un cambio revolucionario en materia de género: Los hijos son nuestros en la edad más esencial […] afirmaros en vuestra convicción de nuestro poder sobre el

hijo y la hija; igualad sus cerebros; rebajad la fatuidad del

hombre, elevad la dignidad de la mujer; enseñadlos a pen-

sar en la misma escala, a sentir en el mismo tono […]. Habladles de este modo a vuestras hijas y entrarán en las

nuevas generaciones como la Minerva de la mitología,101 armadas de todas las armas (3: 532, mi énfasis).

Telma Kaplan en su estudio sobre las movilizaciones femeninas en la Barcelona de principios del siglo xx explica que esos actos de insumisión que obedecían a una ideología conservadora tenían, sin embargo, 101   En la mitología romana esta hija de Júpiter era equivalente a la Atenea griega. Se la asocia con las artes, la sabiduría, la guerra y la estrategia militar.

[ 305 ]


consecuencias revolucionarias porque las mujeres se enfrentaban al Estado exigiendo sus derechos como madres y desafiando a la autoridad (1982: 566). En los ensayos de Acuña se establece una dialéctica similar al plantear el derecho de las mujeres como madres y su papel en la educación de la familia entendido como una forma de sublevación pacífica que engendra nuevas generaciones con una mentalidad distinta. La imagen de la Minerva del porvenir supone la elección consciente de un mito que se relaciona con la sabiduría y la intelectualidad y abre un espacio de disidencia frente al modelo de mujer doméstica y sacrificada poniendo de manifiesto el modo en que la autora socava las representaciones de género con modelos encadenados estableciendo un linaje femenino en el que la madre-agrícola engendra futuras Minervas. Este esfuerzo por ofrecer nuevos prototipos culmina con una propuesta revolucionaria que se plasma en un discurso escrito por Acuña en la última década de su vida donde se hace palpable que la mujer agrícola y la nueva Minerva implican un ideal matriarcal. Sus palabras, al hilo de las bajas masculinas producidas por la Primera Guerra Mundial, resultaban iconoclastas al exponer que el hombre ya no podía ser el cabeza de familia y sólo la mujer sería capaz de desarrollar esa función de forma eficiente y por esa razón planteaba una opción [ 306 ]


de futuro en la que la preeminencia de la mujer se volvía indiscutible. Según Acuña el hombre no iba a definir ni conformar la nueva sociedad sino que ésta sería creada por la agencia femenina: La progresión creciente de la mortalidad e invalidez en los

hombres europeos —tal vez de la Tierra entera— va a en-

tregar a la civilización futura a un matriarcado positivo, activo, consciente, que, bien sea reconocido por las legislaciones, o bien sea abominado por ellas, nada ha de importar

si se impone en los hechos […] de tal manera la escasez de

varones y la inutilidad de los más para sostener las necesidades familiares se va a imponer en la nueva edad que se avecina [en] que será la mujer una verdadera señora ama

del hogar, dirigiendo y dominando hijos y familia con soberanía indiscutible; siendo trascendental su responsabili-

dad como reformadora de generaciones (3: 891, mi énfasis).

Aunque la autora basaba buena parte de su proyecto literario en esta noción de maternidad regeneradora también cuestionó la validez de la representación de la madre amantísima diseminada hasta la saciedad en la prensa del momento (Charnon-Deustch, 2000: 53-84). En un artículo que lleva el llamativo título de “Ni instinto, ni entendimiento” plantea que hay mujeres que no sólo han perdido el instinto animal sino [ 307 ]


que les falta también el entendimiento para adquirir tales destrezas, es decir, cuestiona de manera concluyente el instinto maternal,102 que ella misma había caracterizado antes como ingrediente esencial de la feminidad y pilar central de su proyecto. La escritora lleva a cabo una arriesgada argumentación que aborda la existencia de mujeres que no se acomodan a la prescriptiva, las que no quieren ser madres, matan a los recién nacidos o ejercen un ejercicio maternal pésimo y este incisivo planteamiento se anticipa al provocativo argumento de Simone de Beauvoir en El segundo sexo donde afirma que “El amor materno no tiene nada de natural y precisamente por eso existen malas madres” (1974: 584). A este respecto Acuña propone que la mujer de su época no sólo “no sabe” ser mujer sino que en muchas ocasiones tampoco está preparada para ser una buena madre y se vuelve “peor que la de las fieras” (2: 1228) pues, por afán de proteger a los hijos, los daña con su exceso de celo: 102   Es indispensable subrayar la valentía de Acuña al tocar un tema que era absolutamente tabú. Un siglo más tarde el ensayo de Elizabeth Badinter ¿Existe el amor maternal? (1981) despertó una fuerte polémica en Europa al analizar en perspectiva histórica diferentes actitudes de las madres hacia sus hijos que iban desde la indiferencia al rechazo con el fin de demostrar que el concepto del amor maternal abnegado es, en realidad, una invención relativamente moderna, vinculada al siglo xix, el discurso de las dos esferas y, lógicamente, el ideal del ángel del hogar.

[ 308 ]


Porque no tiene que olvidar la madre —la verdadera madre, no el monstruo (mejor dicho, la enferma) de autoridad, de

soberbia, de lujuria, de doblez o de crueldad (excepciones que desdichadamente se hallan con frecuencia en nuestros

tiempos)—, la madre madre no debe olvidar jamás que en el

hijo se acumulan, hasta morir, todos los derechos […]. ¡Y es preciso que la madre salve a la cría sin pisotearla! (2: 1448).

Estas ideas constituyen todo un reto a la imagen hegemónica de la “madre amantísima” poniendo de manifiesto que no todas las mujeres exhibían ese instinto supuestamente femenino y universal. El fragmento de una obra suya —inédita y probablemente perdida— que llevaba por título Las madres (1900) utiliza imágenes poderosas y un lenguaje plagado de sarcasmo. En este fragmento se propone una representación que no concuerda con el retrato idílico de la familia feliz y la madre abnegada sino con la narrativa sórdida de la prensa sensacionalista, abordando los matices más oscuros de la maternidad abyecta: “Reconocido por el juzgado el retrete de la casa, se

encontró el cadáver de un niño recién nacido que, según dictamen facultativo, había sido introducido con vida en tan inmundo sitio. La joven infanticida es una distinguida señorita hija de un empleado del Estado.” [ 309 ]


“Envuelto en unos trapos medio quemados, enterrado

en un montón de estiércol, se encontró el cadáver de una niña que la pastora de la granja había dado a luz aquella noche, en perfecto estado de vitalidad según dictamen facultativo.” (Noticias de periódicos.)

¡Oh! ¡Las madres!, ¡las madres humanas… y cristia-

nas! ¡Qué edificantes!, ¡qué sublimes!, bien cuando que-

man o despedazan a sus hijos, bien cuando rellenan las inclusas a los nueve meses del carnaval o a los nueve meses de la feria del pueblo (3: 704).

Estos argumentos desmitifican la figura de la madre solícita igual que lo hace un escrito publicado póstumamente en el que narra un experimento personal mediante el cual la autora comprobó que algunos animales evitaron que sus crías comieran alimentos inapropiados para su aparato digestivo mientras que ella misma había sido testigo de cómo se alimentaba a los bebés con sopas de chorizo, galletas con vino, marisco o bolas de jamón. Esta anécdota gastronómica da pie a una reflexión sobre la falta de instinto de las madres humanas. Acuña consideraba que la mujer había perdido la capacidad instintiva (biológica) para cuidar de las crías nutriéndolas adecuadamente pero, además, su nula formación la incapacitaba para desempeñar la labor maternal como educadora: [ 310 ]


Es posible que la madre humana haya perdido el instin-

to animal: lo comprendo y, aunque no lo comprendie-

ra, lo creo porque lo he visto. Pero ¿y el entendimiento?, ¿por qué no lo adquirió la madre racional? […], ¿cómo se logrará desarrollar en la naturaleza de estas madres

ese quid divino que hace a la mona y a la gallina apartar

al hijo del alimento inadecuado […]? Es preciso, indis-

pensable, que las madres de España obtengan instinto o tengan entendimiento (2: 1828).

Se sugiere así que mientras se mantenga al sexo en una posición subalterna, negándole la instrucción, se contribuye a su degeneración e irracionalidad que revertirá negativamente también en los hijos que serán víctimas de innumerables errores en su crianza y heredarán las taras de una madre incapacitada para serlo. En los textos de Acuña se alternan, por tanto, dos formas opuestas de ejercicio maternal, una abyecta y otra idílica, pero ambas dirigen una mirada crítica hacia la glorificación decimonónica de la maternidad. En la madre abyecta ha desaparecido todo instinto natural innato y la mujer agrícola no es sino un espécimen utópico que trata de recuperar sus valores primarios. Esta visión sugiere que la mujer ha perdido la condición animal que permitía el instinto pero éste no se ha sustituido por la capacidad intelectual y, por eso mis[ 311 ]


mo, afirma que la mujer ya no es un animal pero todavía no es una persona. Si en este momento numerosos discursos insistían en convencer a la mujer de que la felicidad se obtenía ejerciendo con éxito la función maternal (Badinter, 1981: 119) estos ensayos apuntan insistentemente hacia el enorme abismo que media entre las madres “desnaturalizadas” que asesinan a sus hijos o se desentienden de ellos y el intangible ángel del hogar que dominaba la escena a nivel abstracto. La mujer agrícola, protagonista de una utopía familiar que todavía no había arraigado en ninguna parte, aspiraba a constituirse en un individuo progresista e ilustrado que ejercía un ejercicio maternal consciente volcándose en la educación en igualdad de los hijos.

[ 312 ]


4.2. El cuerpo y la mente ante el espejo

En la España del siglo xix circularon ampliamente las teorías del sociólogo francés Michelet para quien la mujer “es una enferma o, mejor dicho, una persona herida mensualmente, que sufre todo el tiempo a causa de esa herida y su curación” (1861: 335) como muestra el hecho de que esta idea sea citada entre otros por Clarín (Alas, 1973: 205) y por Urbano González Serrano (1897: 312). Foucault ha apuntado que en este momento la disciplina y vigilancia características del período intentan docilitar el cuerpo de la mujer y lo integran en el ámbito médico por lo que se considera su “patología intrínseca” (1998: 127). La visión de la mujer como “paciente” y eterna enferma se apoyaba en su fisiología cíclica (menstruación, ovulación, menopausia) y en narraciones que reforzaban la noción de debilidad, como muestran las palabras del reputado doctor Tomás Orduña en su Manual de higiene privada que reiteran esos argumentos fisiológicos para limitar la educación de la mujer a las labores del sexo: [ 313 ]


Las funciones de la mujer son: la ovulación, la menstruación, concepción, parto y lactancia […] su parte anímica

está subordinada al ejercicio de sus funciones […]. En cuanto a las facultades intelectuales, hemos visto que la

mujer no suele ser apta para los trabajos científicos, pues

no puede sostenerlos por mucho tiempo; pero para las artes es más que el hombre; luego ¿si la mujer no sirve

para cabeza de familia, ni para desempeñar trabajos científicos y mecánicos, a qué está llamada en la sociedad? A ser una máquina de producción de la familia; así desem-

peñando sus funciones como tal, está enferma cerca de la

mitad del año, e imposibilitada para los demás trabajos (1881: 40-45).

Todos estos discursos sobre la debilidad de la mujer apoyaban el culto estético que la época prodiga a la fragilidad femenina, generando una iconografía de la mujer enferma o agonizante y una fascinación por el tema de la dama flébil y moribunda, contribuyendo también a reforzar un canon estético que insistía en la palidez y la inmovilidad. En este sentido figuras como doña Beatriz de la novela romántica El señor de Bembibre (1843), Margarita de La dama de las camelias de Alejandro Dumas (1848), la enfermiza Beth de Mujercitas (1868) o, ya en el siglo xx, la desahuciada Concha de Sonata de otoño de Valle Inclán (1902) son pro[ 314 ]


yecciones del hechizo provocado por la enfermedad y agonía femeninas. En su discurso “Consecuencias de la degeneración femenina” Acuña polemizaba sobre esta cuestión al considerar que la educación física, moral e intelectual errónea violentaba a la mujer transformando lo que era una entidad femenina originalmente fuerte y sana en un ser degenerado, físicamente enfermo, intelectualmente incapacitado y dominado por los nervios: “masa deforme de músculos relajados, nervios vibrantes, cerebro empobrecido y formas angulosas […] una enferma con apariencia de sana” (3: 518-520). A este respecto Bourdieu ha subrayado que existe todo un programa social que construye el cuerpo mediante argumentos que buscan imponer una visión androcéntrica del mundo ejerciendo una violencia simbólica103 sobre las mujeres (2001: 9-11). Concepción Arenal atacó el mito de la debilidad femenina subrayando que la fuerza de la mujer no era inferior sino distinta. Acuña responde también a la representación del cuerpo femenino enclenque con una narrativa que insiste en crear una anatomía opuesta: reflejo de fortaleza, energía, dinamismo, salud y capacidad para el trabajo. La 103   Bourdieu la define como una forma de “violencia sutil, imperceptible e invisible incluso para las víctimas que se ejerce mayormente desde canales simbólicos relacionados con la comunicación, la cognición o los sentimientos” (2001: 1-2).

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escritora reniega de la imagen del cuerpo de la mujer como “máquina de producción” (Orduña, 1881: 45), instrumento de goce masculino o herramienta para la reproducción de la especie y se esfuerza en configurar otra forma de belleza que redefine toda una categoría en construcción: la del cuerpo femenino convertido, a su vez, en territorio generador de un nuevo modo de subjetividad (Zerilli, 1991: 3). Acuña reconoce que el cuerpo no es tanto una cosa como una situación, como sugerirá Simone de Beauvoir medio siglo más tarde (1974: 38) y lo percibe lúcidamente como una construcción que no sólo tiene una faceta biológica sino otra que se construye ideológicamente desde ámbitos como la política, la historia y la cultura (Scarlett, 1994: 1). Su proyecto gira en torno a la noción de un “cuerpo político” que se fabrica proponiendo un paradigma estético femenino inédito que implica también una nueva mentalidad y evidencia un destino activo para la mujer agrícola, vitalista y polifacética. Este modelo física y psíquicamente enérgico conlleva la creación de otra forma de subjetividad con esos mismos rasgos y esa identidad anulaba ideales estéticos caducos. El cuarto capítulo de la serie “En el campo” lleva por título “En el tocador” y en él se plasma una propuesta de lo que Acuña considera la “imagen prototípica de la hermosura femenina” (1: 654) que difiere [ 316 ]


notablemente del ideal estético al uso. Ese capítulo trasmite un mensaje liberador al romper con la obsesión por el espejo, destruyendo la identificación de la mujer con la belleza y documentando el esfuerzo de la autora por representarla de otro modo para invalidar las indagaciones efectuadas en otros textos más aquiescentes con el patriarcado. En este sentido la vinculación de la mujer con su cuerpo había propiciado una inmemorial identificación de ésta con la vanidad.104 El envanecimiento y el lujo fueron objeto de la ira de clérigos y moralistas a lo largo de toda 104   Una tradición rastreable en textos bíblicos, grecolatinos, medievales y que se ha mantenido viva hasta la actualidad. Es bien conocida la historia del Antiguo Testamento sobre la maldición de las presuntuosas mujeres de Sión: “El Señor afeitará la cabeza de las hijas de Sión, y decalvará Yavé sus frentes. Aquel día quitará el Señor todos sus atavíos, ajorcas, redecitas y lunetas, collares, pendientes, brazaletes […]. Y en vez de perfumes, habrá hediondez; y en vez de cinturón un cordel; y en vez de trenzas, calvicie, y en vez de vestido suntuoso, saco; y en vez de hermosura, vergüenza” (Isaías 4:4). Clemente de Alejandría en su obra del siglo ii titulada El pedagogo arremetía contra las mujeres vanidosas, la belleza adulterada, los cosméticos y el lujo excesivo estableciendo un estrecho lazo entre el exceso ornamental y la inmoralidad al considerar que la ropa llamativa delata a la adúltera y que se debe enfatizar siempre el adorno del alma y no la belleza externa ya que “este dragón corruptor convierte a las mujeres en prostitutas, pues el amor al adorno es propio de la hetera, no de la mujer” (1988: 265). Ya en el siglo xviii el Emilio de Rousseau, a pesar de todas sus propuestas de renovación pedagógica, seguía subrayando la tendencia innata de la niña al adorno y la coquetería destacando que ésta “tiene más hambre de adornos que de alimento” (1985: 423).

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la Edad Media y el tema de la presunción femenina puede rastrearse desde la mitología (el juicio de Paris) hasta la literatura infantil y en este sentido resulta especialmente relevante el relato Blancanieves de los hermanos Grimm que ha gozado de enorme popularidad a través de la versión cinematográfica de Walt Disney. La poderosa imagen del espejo mágico en el que la madrastra se mira embebida en sí misma y su reflejo ha sido estudiada por Gilbert y Gubar que subrayan que esta madrastra está enmarcada en ese espejo mágico “estudiando obsesivamente imágenes propias como si buscara un yo viable” (1998: 52), condenada a una búsqueda interior narcisista porque no se le permite ninguna perspectiva de vida externa, es decir, está anclada a su cuerpo, a su belleza y a la casa donde “reina” pero donde también está encerrada. Esa imagen del “espejo mágico” estaba perfectamente afincada en la imaginación colectiva decimonónica.105 Acuña poseía una aguda conciencia de las expectativas culturales que imponían a la mujer la obligación de ser hermosa y agradable, convirtiéndola en víctima del mito de la belleza, expresión acuñada por Naomi Wolf cien años más tarde. En ese contexto histó105   Existen traducciones al español de los cuentos de Grimm al menos desde 1870 y Fernán Caballero contribuyó a difundir en España la obra de estos autores.

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rico el valor de cambio de la mujer se vinculaba a su presencia física porque la belleza aumentaba las posibilidades de lograr un buen enlace matrimonial y éste era el único medio de adquirir prestigio social. La belleza, según esto, se asigna de forma asimétrica a las mujeres y al definirlas se prestaba especial atención a su aspecto físico (Freedman, 1986: 1) mientras que los hombres quedaban fuera del ámbito de acción de estos prejuicios en tanto que el ideal masculino privilegiaba cualidades como el talento o la inteligencia.106 Acuña critica la valoración de la mujer en términos exclusivos de atractivo físico denunciando que semejante actitud es una forma de dominación y propone, en cambio, que la belleza no debe ser su preocupación exclusiva y, por eso mismo, destruye el espejo y ensancha su marco para ampliar el horizonte de la mujer generando un ideal estético opuesto al predominante. La ensayista refiere con todo lujo de pormenores el momento en que las mujeres agrícolas entran en su tocador campestre para arreglarse y comenzar las tareas cotidianas enfatizando que el espejo no es el marco que las encuadra porque al ponerse frente a él no 106   Como postula Gimeno de Flaquer en su manual de etiqueta En el salón y en el tocador: “El hombre puede agradar siendo feo, si sabe hacerse simpático: la belleza del hombre es la inteligencia […]. El hombre ilustrado y fino, si es caballeroso, reúne todos los méritos de su sexo” (1899: 8).

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sólo ven su rostro sino también “la inmensidad de los espacios” (1: 651), es decir, que la cara no llena el espejo, lo que supone asumir que el mundo es más amplio y precisa de observación y reflexión, actividades considerablemente más complejas que el mero acicalamiento ante el tocador. Bonnie Smith ha subrayado que el ensimismamiento de la mujer frente al espejo se asociaba a la vanidad para connotar lo sensual en vez de lo racional y, de este modo, esa imagen iconográfica implicaba superficialidad e incapacidad para alcanzar las profundidades de la historia o del autoconocimiento (1998: 3). Si ese espejo esclavizaba a la mujer delatando una vanidad absorbente el nuevo espejo de la mujer agrícola de Acuña refleja el rostro como una parte más del universo cuyas fronteras son infinitas, es decir, el mundo exterior se presenta como accesible y deseable. Se anula así la idea de que la coquetería sea la única forma de definir la feminidad, tal y como proponía Pilar Sinués en estos mismos años al sugerir que era una herramienta indispensable para la felicidad femenina pues ésta dependía de la capacidad para hacerse agradable a los demás: La mujer necesita conservar la coquetería para su felicidad. Porque la coquetería es una especie de conocimien-

to de su propio mérito, que la induce a realzarlo cuando [ 320 ]


puede, y a aumentarlo con mil graciosos e inocentes recursos (1859: 218).

Frente a esa visión de la coquetería como una obligación femenina el rostro de Acuña no llena completamente el espejo ni agota la esencia de una mujer que no es objeto sino sujeto y por eso las mujeres agrícolas salen del tocador “libres de la tiranía de las puerilidades vanidosas, del coquetismo irrisorio, de la afección presumida y antipática” (1: 654). La escritora subraya que la joven agrícola que se arregla en su cuarto no está ensimismada en el atractivo de su rostro sino que admira toda la belleza del mundo circundante que la rodea y por eso el espejo ya no la aprisiona. Acuña invita a esta mujer a guiarse por la sencillez y la simplicidad, consejo que constituye el punto de partida para afianzar y promover un ideal de belleza diferente: Ya estáis delante del espejo; apenas os fijáis en la imagen que representa, ¡cómo, si enfrente veis la imagen hermosísima de Dios! El pabellón azul del cielo es marco de ho-

rizontes inmensos. A la vez que vuestros rizos se desatan sobre vuestro cuello, el fuego del día desata los capullos de las flores de vuestro jardín; y en tanto que se extien-

de sobre vuestras espaldas el revuelto cabello, la paloma, lanzando su primer arrullo, tiende las blancas alas por la [ 321 ]


extensa campiña, ávida de llevar a sus pequeñuelos el ali-

mento de la mañana, si al descuido fijáis una mirada en vosotras mismas, algo como vergüenza de la propia ado-

ración cruza por vuestra mente al contemplar enfrente de vosotras el santuario de la naturaleza […]. Si así empe-

záis vuestro tocado, no hay temor que la nimia pasión de vosotras mismas os convierta en irrisoria caricatura de la especie humana. Vuestro rostro, sin afeites ni aliños, al

ofrecerse a Dios puro y limpio, se iluminará con el suave fulgor de vuestro espíritu tranquilo y amoroso (1: 652).

En ese nuevo cuerpo se está forjando la mente emancipada de una mujer que no es esclava de su apariencia porque se ha liberado de la frivolidad. El texto opone la superficialidad y la ociosidad del mundo urbano decadente frente a una existencia ejemplar en el campo que ofrece a la mujer toda posibilidad de trascendencia, desligándola de la valoración frívola de su belleza corporal para mostrarle que existe otro universo superior a los adornos y a la vida trivial de la mujer elegante.107 La insistencia de Acuña en llevar ropa 107   Acuña arremetía contra la moda al uso por considerarla ridícula, antinatural y antihigiénica y criticaba el corsé, los zapatos de puntera o las faldas largas que marcaban la silueta del momento: “… esas modas de quebrarse en dos mitades el cuerpo con cintura de avispa, de estrujarse los pies en calzado con puntas de aguja, de entorpecer el paso con sayas de antihigiénica cola” (2: 1460). La es-

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holgada y calzado cómodo, evitando corsés y cosméticos, sugiere un ideario estético que se hace eco de los movimientos a favor de la reforma del vestido108 que se sucedieron a lo largo del siglo xix y que se habían convertido en símbolo externo de las primeras sufragistas que utilizaban los cómodos bloomers o pantalones turcos (Wilson, 1985: 209). La liberación de ese cuerpo para hacerlo ágil y dinámico, hace posible el advenimiento de una subjetividad femenina emancipada. La imagen de la mujer agrícola resulta la antítesis de la dama débil y enferma, oponiéndose a la delicritora prefería prendas funcionales que permitieran el movimiento y adoptó una postura crítica con las manufacturas textiles, denunciando la especulación y la explotación de las obreras: “¿Es bastante razón la tan manoseada del apoyo a la industria (apoyo ilusorio, pues el precio de estas prendas no se reparte equitativamente entre la obrera, la empresa fabril y el comercio, sino que va a parar a la sórdida especulación mercantil)? Y estas razones y otras de la misma calidad ¿son bastante poderosas para que se convierta nuestro cuerpo en una quisicosa de belleza convencional?” (1: 740-741). El ensayo La edad de seda analiza la visión que ofrecen Acuña y Arenal de la relación de la mujer con la moda (Díaz Marcos, 2006: 259-278). 108   Estas corrientes que abogan por una mayor comodidad, higiene o estética en el atuendo son comunes desde principios del siglo xix y al principio se asociaron a ciertas comunidades religiosas. En la Inglaterra de 1840 destaca el movimiento prerrafaelita que desarrolló un vestido femenino basado en una visión romántica de simplicidad medieval (Wilson, 1985: 208-209). La obra de Stella Mary Newton Health, Art and Reason analiza en profundidad estos movimientos. [ 323 ]


cadeza anémica que aparece en tantas novelas de esa misma época: Vuestro rostro, sin afeites ni aliños […]. Vuestros rizos, sencillamente trenzados alrededor de vuestra cabeza […] vuestro cuerpo, ceñido por sencillo y limpio vestido, medio cubierto con ancho delantal […] rodeará vuestro talle

holgadamente, sin que entorpezca la respiración, ni quite la flexibilidad para los movimientos rápidos y ligeros […]

vuestros pies holgados en su encierro de piel o de tela, asentados planamente sobre su planta, sin estar prisione-

ros en esos moldes estrambóticos que trituran los huesos, tuercen el centro de gravedad y acarrean a la mujer terri-

bles y funestas enfermedades, estarán siempre dispuestos a la marcha (1: 653).

Este retrato difiere notablemente del que se consideraba elegante entre las señoras de buena posición. La mujer agrícola no es forzosamente rubia ni lánguida, ni exhibe una “transparencia antinatural” (1: 645) porque hace ejercicio, respira, trabaja y no vive entregada a una vida blanda y ociosa que se percibe como insana. Los ensayos de Acuña ensalzaban la idea de laboriosidad continua y esa actividad infatigable se concibe como una aportación a la armonía universal pues el trabajo se considera una ley eterna y las arrugas de las [ 324 ]


manos constituyen un “sello de la grandeza humana” (ibídem, 653). En este sentido se considera que trabajar y madrugar embellecen y la imagen de esas manos rugosas resulta llamativa en tanto que el ideal al uso privilegiaba la mano diminuta y muy blanca que evidenciaba la nula exposición al sol, las faenas agrícolas o domésticas y era prueba contundente de una existencia cómoda en espacios interiores. El retrato que se ofrece en la serie “En el campo” propone la mano tostada como reflejo de una grandeza que se forja sobre el contacto con los instrumentos del trabajo y supone una glorificación de una ética del trabajo y la vida agrícola al aire libre: Todo os ofrece el trabajo: en todo está escrito el deber de

trabajar […]. ¡Vosotras, las que imagináis existir libres de

tales lazos, recapacitad un momento, y veréis las obligaciones de la vanidad ocupando el puesto de los deberes humanos, del trabajo diario…! (1: 650).

Rubinow ha subrayado esa importancia del trabajo concebido por la mentalidad burguesa como fuente de autoestima y motor del progreso (1992: 121) y el socialismo utópico lo concebía también como un “hecho generador del nuevo orden social” (Elorza, 1970: 34). Sin embargo, estaba muy difundida la idea de que el [ 325 ]


trabajo de la mujer era degradante y esta creencia tenía mucho arraigo entre la clase media109 pero, además, “la deshonra de tener que trabajar era aún mayor si la mujer estaba casada, pues no sólo se humillaba ella, sino también su marido” (Scanlon, 1986: 61). Según esto la identidad cultural de la mujer burguesa no se formulaba mediante el trabajo sino a través de servicios inherentes a la figura de esposa y madre (Nash, 2000: 28), lo que nos lleva de nuevo a la figura del ángel doméstico cuyo trabajo casero de “supervisión” no se consideraba un estigma en tanto que no estaba remunerado. Si Concepción Arenal había denunciado en 1881 en La mujer de su casa la ociosidad “más o menos disimulada o confesada” de la mujer burguesa (1974e: 232), Acuña propone en los artículos de la serie “En el campo” el ideal enérgico y activo de la atareada mujer agrícola. El trabajo era un aspecto clave del nuevo prototipo y esa imagen de una feminidad rural de clase media con manos curtidas la definía como una trabajadora incansable que era capaz de compatibilizar tareas do109   Estos prejuicios no eran exclusivos de la burguesía pues la publicación anarquista la Revista Blanca en un artículo de 1900 condena el trabajo impuesto a las mujeres: “Para que el trabajo de la mujer sea lo que debe ser, es menester que acabe la explotación del hombre por el hombre, que termine el predominio de la clase burguesa, que el cuarto estado se emancipe completamente para no tener necesidad de que su compañera salga del estado en que la naturaleza la colocó para ganarse un mendrugo de pan” (Andreu, 1982: 23).

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mésticas, agropecuarias, científicas e intelectuales. Esta visión cuestiona el modelo dominante de feminidad angelical al sugerir una identidad laboral asociada al mundo rural y campesino. La idea central en el discurso de Acuña es que el trabajo proporciona energía y vitalidad y es una obligación de esa mujer agrícola que va ampliando progresivamente su esfera de acción: Perseverad en el trabajo, y cumplid la parte que de él os toca […] nada es pequeño cuando tiende al cumplimiento de las leyes naturales […]. Todo se completa, todo se une en el conjunto universal (1: 801-802).

Esta apología del trabajo y del ejercicio físico frente a la molicie y el sedentarismo se relaciona con el concepto de “vigor”, una idea vinculada a ideales burgueses que proponen nociones de austeridad y energía frente a la delicadeza y la debilidad de los modelos aristocráticos (Vigarello, 1985: 155). Esa mujer agrícola se afana constantemente para cumplir sus tareas y en los ensayos que la retratan se la exhorta a terminar faenas que se multiplican. Acuña exalta, por ejemplo, los beneficios de lavar la ropa personalmente, una actividad concebida como ejercicio que proporciona energía y oxigena la sangre. Este planteamiento resultaba bastante atrevido porque las mujeres de clase media no [ 327 ]


realizaban esta tarea sino que delegaban en sus criados o pagaban a lavanderas especializadas en el lavado y planchado de ropa para terceros. La ensayista propone, en cambio, que es esta tarea una actividad saludable de gimnasia higiénica: … hundid vuestras manos en aquellos cestos, humean-

tes aún por la colada, y vigorizad vuestros miembros con un ejercicio verdaderamente sano y soberanamente hi-

giénico (si se hace de pie y en postura natural); aclarad aquellas ropas, a la par que hacen vuestras sirvientas; golpeadlas en el agua, ceñidlas con vuestros dedos […]. No

supongáis que se amengua ni un punto el brillo de vuestra belleza, la frescura de vuestra juventud; si dejáis repo-

sar un instante los claros regueros de aquella agua, veréis en ella vuestra imagen sonrosada, alegre, rebosando salud y frescura; el pulmón dilatado dejará entrar a torrentes el

aire en vuestra sangre, vivificándola, oxigenándola, haciéndola apta para el mejoramiento de vuestro organismo (1: 723-724).

Este alarde de agilidad y esfuerzo contrasta con la “inapetencia anémica que caracteriza a los tipos femeninos llamados “elegantes” (ibídem, 724) poniendo de manifiesto la conciencia de la autora de estar minando el “culto a la invalidez femenina” (Gilbert y Gu[ 328 ]


bar, 1998: 69) con la imagen de una mujer trabajadora, robusta, ágil y vital. La mujer agrícola supone una flamante antítesis de la visión ofrecida por Francisco Alonso y Rubio de una mujer campesina que se identifica con la pérdida de rasgos femeninos: La mujer perteneciente a las clases más humildes de la sociedad en los pueblos agrícolas comparte con el hombre su rudo y agreste trabajo, vive a la intemperie, emplea

sus fuerzas en las labores del campo o cuida de apacentar y guardar al ganado. Pierde la belleza de sus formas, la

frescura de su tez, la suavidad de su colorido: endurece

su cuerpo, desarrolla sus músculos, aumenta sus fuerzas, pero a expensas de dejar sus rasgos característicos, de adquirir dureza en sus contornos (1863: 142-143).

El novelista Valera en su argumentación contra la admisión de las mujeres en las academias masculinas planteaba argumentos similares al suponer que otras mujeres considerarían a esas académicas como extrañas a su sexo, “lo que dicen que ocurre con las abejas, donde las más se neutralizan con el trabajo, y quedan pocas para el amor y la maternidad” (1961: 860). La campesina de Alonso y Rubio o la académica de Valera se igualan con el animal asexuado al considerar que el aumento de fuerza implica la pérdida de [ 329 ]


rasgos femeninos, lo que deja trasmitir un enorme miedo a la androginia y a la “masculinización” de la mujer que explica la proliferación de múltiples discursos antifeministas que muestran los temores que despertaba cualquier propuesta de feminidad heterodoxa. En este sentido la imagen de la mujer inactiva e intelectualmente apática estaba asentada con tal firmeza que cualquier otro modelo se volvía, en cierto sentido, “antifemenino”. Urbano González Serrano, por ejemplo, consideraba que si la mujer reclamaba su emancipación corría el riesgo de convertirse en una amazona monstruosa y sus palabras ejemplifican a la perfección la amenaza que representaba la mujer deportiva y activa para las construcciones de género establecidas: Alpinismos, supresión de contrastes, agilidades de sport-

man, opresión de los pechos […] todo esto produce esterilidad, desencanto y hombres con faldas […]. No olvide usted que la mujer tiene toda su energía concentrada en

la maternidad. Amengüe esa energía, dedicándola a otras funciones, y la mujer llega a ser estéril (1897: 217).

La mujer agrícola, en cambio, se dibuja como una Ceres simbólica que encarna ideales de belleza, laboriosidad, amor maternal e inteligencia. La visión de la [ 330 ]


Minerva futura sugiere también que las mujeres han sido y pueden ser de otra forma cuando logren sacudirse el yugo que las mantiene en una posición de desigualdad que es contranatural y, por eso mismo, las dos jóvenes cántabras que ella retrata como perfectos modelos de su “mujer agrícola” son representadas en términos de fortaleza, lucha e insumisión, herederas de un pasado en el que la mujer se rebelaba contra el invasor. Estas imágenes se cargan de contenido simbólico en tanto que la “mujer guerrera” supone una postura beligerante y un llamamiento a la liberación porque las antiguas luchadoras funcionan como icono de la opresión femenina: … aquellas mujeres que, trazando su cabello como diadema sobre la altiva frente, calzada al cuerpo la alba túnica de lino de los valles, pendiente de su cintura la esculpida

rueca, empuñaban la maza de roble y corrían, en pos de

sus hombres, a defender valientemente la libertad de la tribu, sabiendo morir al pie de sus amados llares, antes que abrir sus brazos a los invasores (2: 1557).

Esta conversión de la mujer en guerrillera contribuye a forjar un modelo de firmeza femenina que va tomando distancia de la hogareña mujer agrícola. La poderosa Minerva que encarna al mismo tiempo el pa[ 331 ]


sado y el porvenir publicaba la falsedad del discurso de género prevalente: ¡Ellas sintetizan toda una hermosa serie de grandezas pasadas y futuras!; sobre sus hombros anchos y robustos

llevan la representación de un femenino potente y sano, capaz de encauzar hacia el abismo, de donde nunca de-

bió salir, toda esta inundación de flacideces, de miserias, de degeneraciones podridas y estériles (2: 1157-1558, mi énfasis).

Esta referencia al pasado y el futuro subraya el hecho de que ese cuerpo batallador no es una invención ni una “novedad” —aunque es obvio el esfuerzo de la escritora por afianzarlo— sino que ha existido en el pasado y debe volver a existir porque el presente promueve un modelo erróneo de feminidad anémica. El arquetipo de robustez y belleza propuesto por Acuña aúna sensibilidad y vigor, trabajo y domesticidad, ofreciendo una nueva figura de mujer y un nuevo cuerpo encarnados en una representación que rebusca en el pasado y se orienta hacia el porvenir para (re) crear una categoría inédita. La autora compara a esa mujer agrícola con un ave rapaz que es capaz de ascender a la cumbre y bajar al abismo: “como el águila, con rápido y firme vuelo, poderoso, desde las cum[ 332 ]


bres del pensamiento hasta la cumbre de los deberes” (1: 786) y se propone un proceso incesante de aprendizaje ligado a las tareas prácticas a través de la observación y el análisis: … retorciendo aquella ropa, viendo saltar aquella agua

cristalina y corriente, podréis ganar un grado más en el

título de inteligentes. Seguid el agua en sentido inverso; mientras ella sale por el caño, que vaya vuestro pensamiento por él hasta el mismo fondo de la noria; ¿es agua

cogada? [sic], ¿es agua viva? En ambos casos tendréis an-

cho campo donde extenderos: todas las leyes de la química pueden ser revisadas, mientras se termina vuestro humilde y regenerador trabajo (1: 724).

Esta mujer-águila es igualmente capaz de llevar a cabo las tareas más humildes y de alzarse a la cumbre del conocimiento porque las faenas domésticas no se conciben como degradantes. La escritora no pretende distraer a la mujer con tareas tediosas sino poner a su alcance todos los medios para que esas labores se realicen correcta y rápidamente, liberando tiempo para actividades de todo tipo y, en este sentido, el canastillo de labores de la mujer agrícola y científica que describe Acuña es mucho más variado que el tradicional costurero repleto de agujas e hilos: [ 333 ]


… la canastilla de labor, donde se vean en amigable consorcio la última obra de literatura, los sencillos trajes de sus hijos, el manual más completo de química y la fina

media ceñida todavía con las brillantes agujas que la están tejiendo (1: 673).

Esa canastilla de labor nos presenta un original e inusual revoltijo donde las “labores manuales” se unen a la literatura, la química o el prurito de elegancia, en alusión a la variedad de papeles que desempeña esa mujer doméstica y agrícola que también disfruta de la literatura y de las ciencias sin desdeñar por ello la costura o el gusto por las medias bonitas. La actividad permanente de la mujer agrícola se complementa con un tiempo dedicado al estudio, al manejo de artefactos como el telescopio y el microscopio, a la lectura y a una reflexión que tiene que ver con el pensamiento crítico y no con la dócil aceptación de los principios de autoridad: No elijáis, ni os apasionéis, ni os poseáis de la idea y del

pensar de los demás; buscad, buscad siempre; conoced y penetrad a los sabios, no para imitar (1: 778-779).

Con esa imagen de la mujer que busca penetrar la ciencia y la sabiduría, con su ciencia agrícola, su ecléc[ 334 ]


tico costurero y su formación intelectual, Acuña lograba conciliar intelectualidad y maternidad, hogar y cientificismo, oponiendo la actividad frívola de la burguesa del mundo urbano a la compleja misión que desempeñaba la mujer agrícola cuya misión era abrirle paso a la moderna mujer emancipada.

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4.3. La más propia morada del hombre

El discurso de la domesticidad femenina y de las esferas separadas predominante en el siglo xix insiste en que la mujer perfecta no sólo es … modesta, industriosa, frugal y, en el siglo diecinueve, ilustrada (educada), sino que debe representar todas esas

virtudes únicamente en la casa, de forma que ese ideal se

define no ontológicamente sino territorialmente, por el espacio que ocupa (Aldaraca, 1991: 27).

Acuña también sacraliza el hogar como espacio que permite a la mujer desarrollarse en plenitud: … la casa es vuestro Estado, ese recinto es vuestra nación

y vuestro pueblo, vuestro santuario, vuestra religión, vues-

tro pasado y vuestro porvenir […] desde esa vuestra casa todo os está permitido (1: 825).

El hogar se concibe no solamente como un “refugio” del hombre que busca solaz y descanso cuando vuel[ 336 ]


ve agotado de la lucha pública sino como escenario de revolución y espacio discrepante: ¡La lucha hay que empezarla en nuestro hogar! ¡La re-

belión hay que inaugurarla al lado de la cuna de nuestros hijos! […] El hogar, el hombre, el padre, el esposo, el hi-

jo, ahí está vuestro palenque; ahí está el hemiciclo donde

habéis de ejercitar vuestras fuerzas. No tenéis otro campo de batalla; hoy por hoy no tenéis otro sitio de mayor extensión para vuestra actividad organizada (2: 1236-1237).

La casa se convierte así en campo de batalla donde se disputa el destino de la sociedad y de las nuevas generaciones porque de ese retiro silencioso surgirá una nueva era que anuncia a la mujer “que su sitio está al lado de la libertad y del progreso” (2: 1226). Acuña configura así “una utopía social de mujeres hogareñas y simultáneamente implicadas en el tejido productivo del país” (Sánchez Llama, 2004: 123) al hacer que la domesticidad campestre no sea incompatible con el desarrollo de múltiples actividades productivas. La casa de sus escritos no es “privada” ni “cerrada” en un sentido estricto pues no sólo se trabaja al aire libre la mayor parte del tiempo sino que esa vivienda constituye un espacio integral de producción, un hogar trascendente que implica la autoridad y el prestigio femeninos [ 337 ]


constituyéndose simultáneamente en territorio agrícola, doméstico, cultural, de arte y conocimiento. Se preserva así la concepción de la casa como “arca sagrada donde se guarda una chispa de aquel fuego primero que iluminó el espíritu de los hombres” (1: 750) —una estrategia discursiva continuista que permite presentar el texto como “inofensivo”— pero al mismo tiempo se genera un espacio alterno. La casa de campo se carga de matices novedosos al negociar, por ejemplo, el cruce de fronteras constante entre lo público y lo privado,110 distinción que constituye uno de los pilares fundamentales del discurso de género decimonónico: … el campo de la actividad humana se reestructuró consecuentemente en dos áreas diferenciadas: la esfera pú-

110   En la “Conclusión” de la serie de artículos “En el campo” Acuña invita a sus lectoras a que dejen al hombre “cumplir con sus destinos” (1: 824) mientras que ellas toman para sí la responsabilidad del gobierno interior y esencial de la familia pero hay que tener en cuenta su aguda conciencia de que no se puede alcanzar un fin sin antes haber dado los primeros pasos y por eso propone que la mujer debe utilizar el hogar campesino como espacio de entrenamiento. En 1920 la autora veía ya a la mujer obrera preparada para el activismo feminista fuera del hogar. Entre ambos textos han pasado veintiséis años y la imagen de la “nueva mujer” viene a eclipsar al ángel decimonónico que reaparecerá luego en el siglo xx, siendo un caso ilustrativo la imagen femenina que promueven los fascismos y, en el caso español, la Sección Femenina de la falange (Martín Gaite, 1994: 59).

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blica de la producción, el mercado y el Estado, donde los seres humanos funcionaban como unidades equivalentes

interrelacionadas por el dinero y el trabajo; y el mundo privado de relaciones de parentesco y amor, que contenía esos aspectos de la experiencia humana que estaban apartados de los procesos políticos y productivos cada vez más racionalistas y materialistas (Kirkpatrick, 1989: 14).

Esos ámbitos escindidos de la esfera pública/privada permitían establecer una profunda diferenciación sexual ya que se adscribía la primera al hombre y la segunda a la mujer. No obstante, la identidad de la mujer agrícola diluye esas fronteras definiendo el hogar rural, campesino y matriarcal como unidad de producción e impulsor del cambio. Acuña plantea que es deseable que la mujer se instale en la casa de campo para ejercer desde allí su influencia sobre la familia y sobre la sociedad pero, además, desvela que el hogar urbano supuestamente idílico se encuentra, en realidad, vacío: “el hombre no está en el hogar porque vosotras no estáis; lo teme como caverna porque vosotras lo tomáis como cárcel” (2: 967). Esta cita evidencia que muchas mujeres no veían la casa como espacio de realización personal sino como prisión y, según esto, la imagen angelical y hogareña era un prototipo que intentaba imponerse en el mundo urbano capitalista precisamente [ 339 ]


porque los dos sexos de la clase burguesa vivían volcados en una vida social ajena al hogar. Frente a eso la ensayista insistió en la necesidad de alejarse del mundo urbano impuro para crear comunidades agrícolas lideradas por mujeres dado que la felicidad individual y comunitaria era posible sólo a través de la utopía rural del hogar en el campo. 4.3.1. La casa de campo: el hogar racional No resulta casual que “la casa” habitada por esa mujer agrícola en particular y por la familia campesina en general se convierta en un elemento central de la ensayística de Acuña que la describe como “la más propia morada del hombre de nuestro planeta, que no puede de modo alguno vivir sino dependiendo de la madre Tierra” (1: 805). El objetivo de la autora resulta transgresor en tanto que el centro neurálgico de la unidad doméstica (el dulce hogar) se sacraliza y redefine al mismo tiempo con el propósito de rebelarse contra la discriminación que sufre la mujer a quien se pretende encadenar a ese espacio y a su función reproductiva. Dado que la casa era el lugar donde la mujer reinaba por derecho propio y el territorio hacia donde se la quería reconducir a toda costa, Acuña aprovecha el potencial del hogar para convertirlo en escenario de dignificación de la mujer y punto de partida para su [ 340 ]


emancipación pues le permite instaurar un orden nuevo que altera los discursos de género —al educarse los hijos en igualdad— y propicia el cambio social estableciendo otro tipo de relaciones entre la familia, la servidumbre y la comunidad. La “casa de campo” consigue establecer un puente entre diversos campos que se aúnan y convergen en este espacio imaginado (Lefebvre, 1984: 12): lo natural y cósmico (el entorno rural y la insistencia en el regreso a la tierra), lo mental (el proyecto utópico) y lo social (el énfasis en el cambio de relaciones dentro de la casa). Acuña reestructura un espacio que muchas mujeres sentían como opresivo y por esa razón su hogar racional en vez de un territorio de discriminación se vuelve una bomba arrojadiza contra el pensamiento hegemónico. La ensayista destruye la imagen del idilio matrimonial111 al denunciar el estado de degeneración del hogar en el presente que se identifica en buena medi-

111   La escritora caricaturiza la imagen de empalagosa felicidad conyugal burlándose del retrato dulzón que “hace de la tierra una inmensa colmena, del hombre un zángano y de la mujer una fabricante de la empalagosa miel del amor imbécil” (2: 967). Acuña denunciaba así el imaginario cultural que convertía a la mujer en ídolo perpetuando estructuras de desigualdad e ironiza sobre su ceguera romántica estableciendo que la mente femenina está poseída por una escenografía novelesca que reposa sobre ensueños de corte sentimental: “Ellas siempre están viendo con su imaginación la apoteosis del amor, tal y como nos lo ofrecen los bailes de espectáculo, llenos de perlas, corales, gasas, perfumes, angelitos, ondinas, silfos y

[ 341 ]


da con la vivienda burguesa y urbana hacia la que se dirigen las críticas más acerbas porque la autora sentía que era responsabilidad de la clase media llevar a cabo la tarea de regeneración. La casa de campo conforma un espacio liberador para la mujer porque ese hogar posee atractivos “serios, científicos, dignos, amenos” (1: 957) y es un terreno donde hay conocimiento, ciencia y autoridad: Nada os impedirá que desde él luzca el fulgor de vuestra inteligencia; nada podrá oponerse a que desde él toméis parte en la vida intelectual colectiva […]. El libro, el cua-

dro, la partitura, la estatua, el artefacto, todo esto podéis mandarlo al concurso general de la vida sin abandonar un punto vuestros hogares (958-959).

Ideas como éstas sugieren la noción de autonomía intelectual femenina y, en este sentido, Sánchez Llama subraya que Acuña prefigura la imagen de la “habitación propia” que utilizará Woolf cuatro décadas más tarde (2004: 122) al plantear la necesidad de un espacio privado para la mujer donde cultivar su intelecto, dedicándole tiempo a la experimentación y la ciencia: lluvia de oro; poblado de mariposas, que son hombres, siempre revoloteando en torno de la flor-mujer” (2: 968). [ 342 ]


¡Felices, en verdad, si podéis, merced a los bienes de la

fortuna, apartaros a un camarín donde el microscopio fije

su cristal indagador sobre el mundo de lo infinitamente pequeño! (1: 777).

Lo cierto es que esta “casa de campo” simboliza en su totalidad el lugar propio donde la mujer domina, trabaja, reflexiona y se forma intelectualmente. Si, como subraya Susan Larson, los espacios son, sobre todo, expresión de una ideología (2011: 9) lo cierto es que esa casa se constituye en un entorno privilegiado para que la mujer se desarrolle no sólo como madre y ama de casa sino como agricultora, ganadera, estudiosa y científica porque se espera que sea en ese hogar “donde arda la luz de la sabiduría, donde brille el fuego de la caridad, donde se acumulen los reflejos del arte” (2: 958) permitiendo su actividad y su realización en todas las esferas y niveles. La autora considera que el único medio de que la mujer se perfeccione y prepare para su futura liberación es “hacer que se posea bien de su misión actual” (1: 661) adquiriendo las herramientas necesarias para conquistar el terreno perdido tras siglos de sometimiento. La casa de campo se convierte así en un ámbito que le otorga autonomía y esa mujer que cuida de su familia, cocina, trabaja, cultiva, cría ganado, lee, estudia e investiga lo hace preci[ 343 ]


samente porque ese entorno es favorable, su casa está abierta al mundo, es un espacio completamente puro y aislado que se entiende como una parte del ser (1: 806807), un territorio que propicia el trabajo y la acción donde “la mujer es verdadera mujer y no sierva ni objeto de adorno” (1: 704). Las complejas funciones que desempeña esa mujer agrícola en la casa de campo enlazan directamente con la tarea de la mujer en la sociedad preindustrial de forma que este paraíso del porvenir en realidad sienta sus bases sobre un esquema preburgués que concuerda con el amplio espectro de actividades que la mujer desempeñaba en las sociedades agrícolas tradicionales. En este sentido Capmany subraya que se olvida con demasiada frecuencia el papel crucial de la mujer en la sociedad agrícola al identificarla exclusivamente con el modelo capitalista e industrial posterior (1970: 59). Es preciso resaltar que el hogar de la sociedad preindustrial “constituía una unidad de reproducción y de producción con una amplia participación de la mujer en esta última” (Nash, 1983: 40) pero la urbanización y la consolidación del sistema fabril trastocaron completamente esta situación al separar a las mujeres de la producción transformando a la familia en “mera unidad de reproducción y consumo” (ibídem, 42). Davidoff y Hall han puesto de manifiesto la colaboración activa [ 344 ]


de la mujer burguesa en los negocios familiares (1987: 208) pero el énfasis reiterado en la ubicuidad del ángel contribuyó a opacar la agencia femenina en un tiempo pretérito, cuando la mujer desempeñaba un papel más complejo: Estamos tan acostumbrados a utilizar como modelo el esquema de mujer que ha ido elaborando a lo largo de

unos doscientos años la mentalidad burguesa, que olvi-

damos demasiado a menudo lo que fue la mujer en una sociedad agrícola […]. Todo poder se concentra en las manos del hombre, evidentemente; pero en la distribu-

ción de las actividades, le han tocado a la mujer tareas fundamentales para la prosperidad del básico núcleo fa-

miliar. No sólo la tarea de parir los hijos y alimentarlos, sino todo un complejo de actividades que hacen de ella un ser autónomo. La casa no es únicamente un espacio limitado por unas paredes: es toda la tierra, todas las per-

sonas que integran la familia. La actividad del hombre está estrechamente ligada con la actividad de las mujeres

[…] las cosechas, el artesanado, todo el utillaje esencial, hasta los ritos que jalonan el transcurrir de las faenas del campo, es una realidad compartida por hombres y mu-

jeres. La mujer no está encerrada, porque la misma casa no está cerrada, sino abierta a toda comunicación posible (Capmany, 1970: 59).

[ 345 ]


Esta idea de la mujer autónoma y la casa abierta está muy presente en Acuña quien planteaba que la familia no podía aislarse en habitaciones separadas puesto que no debían existir barreras emocionales entre ellos (1: 643) y aclaraba que en un “hogar verdadero” no había llaves (1: 699) lo que implicaba una confianza total no sólo entre los miembros de la familia sino también hacia los criados. La escritora considera que la vivienda debía ser propia en vez de alquilada para evitar que se asociara con ideas de especulación o transacción económica y estaría enclavada en la naturaleza como “esencial elemento de la vida orgánica” (1: 814) estableciendo lazos entre ésta y el individuo. Ese hogar se define así como el nido caliente que alberga a la familia que lo ha construido lentamente con sus ahorros, un albergue útil, austero, higiénico y sencillo. La casa de campo constituye también un espacio de producción en tanto que la mujer agrícola trabaja y supervisa el trabajo de otros pues todo se fabrica, produce y promueve entre sus paredes. Las pequeñas industrias rurales dirigidas por la mujer no tienen por finalidad “mantener” la casa en un sentido estricto sino “embellecerla” lo que muestra su visión de una feminidad laboriosa que contribuye activamente a la mejora del espacio. Lefebvre ha puesto de manifiesto que los espacios habitados son una expresión directa de las [ 346 ]


relaciones sobre las que se funda el orden social (1984: 229) y, en este sentido, Acuña además de ver el hogar como “refugio” lo percibía como palenque y campo de batalla donde se negocian los conflictos y se implanta el cambio (2: 1256). Su casa de campo se opone a la visión decimonónica de ésta como centro exclusivo de reproducción, ocio y consumo para proponer un hogar que es sinónimo de actividad y producción. La familia agrícola no sólo puede autoabastecerse sino que las pequeñas industrias rurales —avicultura, apicultura, agricultura, conservas de frutas, fabricación de quesos o cría de gusanos de seda— son emprendidas con éxito por la mujer. El hogar racional de Acuña es la célula base de un proyecto reformista más amplio como se pone de manifiesto en la descripción de la bodega familiar que aparece en La casa de muñecas, para dar pie a una disquisición sobre las cooperativas, el rechazo de la especulación y la necesidad de prescindir de intermediarios, todo ello con claros tintes socialistas y utópicos: Veamos la bodega: observad en ella el buen gobierno de

una familia económica, base tan sólida para que sea feliz. Todo está almacenado al por mayor, es decir, dispuesto

para el consumo de un año o, si se quiere, de recolec-

ción a recolección: de este modo se compra directamen[ 347 ]


te a los productores y ellos no pierden tanto y el con-

sumidor tampoco. El comercio, hijos míos, que es una

de las palancas más potentes de la civilización, habrá de

limitarse con el tiempo, a los objetos y artículos que pu-

diéramos decir de segunda necesidad con respecto a los productos de primera necesidad, comestibles y ropas de

uso interior, se llegará al ideal de la cooperativa, es decir, se tomarán los artículos de las mismas manos del

productor, para repartirlos, por iguales dividendos, entre los consumidores: sólo así podrá ofrecer la subsisten-

cia de las familias seguridades de sanidad y de economía (4: 120-121).

De la misma forma Acuña rechaza la producción industrial y las grandes explotaciones agrarias, favoreciendo las pequeñas industrias, cooperativas o empresas familiares, privilegiando un tipo de producción que después hemos denominado “sostenibilidad” o “comercio justo”. La escritora plantea su visión de un futuro donde se produzca un reparto distinto del capital porque las grandes fábricas y las explotaciones agrícolas serán sustituidas por los talleres en la casa y las cooperativas familiares. Ese futuro más fraternal e igualitario se inspira en un modelo de vida descentralizado, rural, familiar, agrario y artesano y, por tanto, preindustrial y premoderno: [ 348 ]


Difícil es en los tiempos actuales, al hablar de relaciones sociales, desentenderse en absoluto de la evolución que

camina hacia un porvenir completamente distinto del presente, y en el cual las palabras “trabajo” y “capital”112 han de tener un significado diferente del todo al que ahora tienen […]. Porque si las grandes fábricas, las

grandes manufacturas, los grandes predios agrícolas, con sus monstruosas máquinas de acero, en cuyas entrañas

hierve el fuego o palpita la electricidad, pueden arrojar a los mercados humanos, en unas cuantas horas, mucho más de lo que cientos de familias podrían producir en

un año […] no creo lejano el día en que la centraliza-

ción desaparezca, y la mecánica, repartida con la fuerza de todos los hogares, transforme la fábrica actual en un taller doméstico, donde la familia, o una agrupación de

familias, produzca todas aquellas obras más en armonía con sus aficiones o inteligencia; con lo cual, artefactos y

artífices ganarían mejor puesto en su valoración (2: 15301532).

En La casa de muñecas se llega a plantear también la desaparición de la servidumbre del seno de la fa112   Esta cita proviene de un artículo de 1902 y muestra la familiaridad de la escritora con la terminología marxista. Las traducciones al español tanto del Manifiesto comunista y El capital como de las obras de Engels son de la década de 1880 (Priesca Balbín, 1981: 38).

[ 349 ]


milia burguesa al tiempo que propone que la mujer obrera debe unirse al hombre para llevar a cabo la revolución social. La preocupación por la situación de los criados en el seno del hogar burgués y por la higiene de la vivienda obrera son elementos que ilustran su espíritu crítico ante la desigualdad social: … la civilización en su marcha ascendente de progre-

sos nos prepara grandes sorpresas, y no temo aseguraros que, en su porvenir, no muy remoto, este resto de escla-

vitud disimulada, llamada servidumbre, que pesa sobre el pueblo, desaparecerá radicalmente; ínterin, si hacéis vivir criados en vuestra casa, no les neguéis ninguna de

las satisfacciones físicas que disfrutáis vosotros; que la diferencia entre amos y criados exista en la elevación del

espíritu, de la inteligencia y de las virtudes, pero que no estribe nunca en la negrura de sus cuartos de dormir, en la suciedad o miseria de su ajuar, ni en la escasez o mala calidad de sus comidas (4: 119).

La casa de campo y su ideal de simplicidad rural son propuestas políticas de un programa progresista y un primer paso hacia un paraíso futuro en el que se llevan a cabo ideales de cooperativismo, producción sostenible, justicia social e igualdad sexual. [ 350 ]


4.3.2. Volviendo habitable el espacio: dicterio contra el exceso y apología de la higiene Cuando Virginia Woolf reclama para la mujer un espacio propio insiste también en que esa habitación aún está vacía y deberá ser amueblada y decorada (1970: 242). Acuña lleva a cabo una tarea de producción del espacio al presentar un nuevo hábitat para la mujer y para la familia humana regenerada y, por eso mismo, la decoración de su utópica casa de campo difiere notablemente de la estética al uso en ese momento. En el siglo xix se había establecido un estrecho vínculo entre las ideas de hogar, feminidad y belleza, teniendo en cuenta que se identifica a la mujer con la hermosura considerándola no sólo el principal adorno del hogar sino la embellecedora de éste por excelencia (Sparke, 1995: 16) y en esa realidad se apoya Simmel cuando proclama que el hogar es “la gran hazaña cultural de la mujer” (1941: 43). El énfasis decimonónico en el adorno de la casa se relaciona con la aspiración al hogar acogedor y con encanto que reclamaba la agencia estética de la mujer promoviendo una imagen de feminidad en la cual era crucial hacer alarde de buen gusto. El novelista Valera se hacía eco de estas ideas al subrayar que las mujeres deberían ser excluidas de las academias masculinas dedicándose a acrisolar ese buen gusto y dictar leyes estéticas desde sus casas [ 351 ]


(1961: 860). Cuando Acuña construye su casa de campo lo hace siguiendo ideales completamente distintos a los habituales en la época en cuestiones de comodidad y confort. En “Conversaciones femeninas” realiza una dura crítica del hogar burgués contemporáneo no sólo porque el exceso decorativo representa para ella el mal gusto y la estética del recargamiento inútil sino porque su propia distribución y arquitectura propicia la insalubridad y la falta de higiene y porque se identifica con la inmoralidad en vez del idilio familiar: Ese hogar burgués contemporáneo, ese horrible hogar con su estrado lleno de inutilidades y su cocina falta de cazuelas, con su salón adornado de flores y plantas y su comedor

donde no se sirve más que deslavazado cocido o golosina

insustancial; con sus alcobas oscuras, sus lechos revueltos y sus tocadores llenos de afeites […] esas familias donde los

niños lloran siempre, donde las jovencillas turnan los novios a espaldas de sus padres y los muchachos galantean a

las criadas, donde el hombre, el sostén, el mentor, el fuerte,

pasa la noche entre el alcoholismo o la crápula, y la mujer, la digna, la noble, injerta en la casta de los suyos al hijo bas-

tardo fruto del aburrimiento o del despecho (2: 1460-1461).

La casa de campo funciona como antítesis de ese domicilio burgués que no constituye un hogar armó[ 352 ]


nico sino que representa el error a nivel arquitectónico, moral, decorativo e higiénico pues en vez de proporcionar refugio para el espíritu se incuba “el dolor, la intranquilidad, la pasión, el vicio, la insania” (2: 1499) lo que conlleva una crítica al modelo burgués de familia que aparecía ya esbozada a mediados de siglo en distintos textos del socialismo utópico español (Ramírez Almazán, 2009: 522). Acuña percibe ese domicilio matrimonial como un espacio decadente, concluyendo que la casa humana es inhabitable porque le falta luz, aire, silencio y limpieza pero le sobra decoración: En nuestras casas ciudadanas (en todas), faltan la luz, el

aire, el espacio, la pureza, la diafanidad, las anchuras, la alegría, el silencio, los horizontes, la sanidad, el ambiente físico, moral e intelectual para que el cuerpo y el alma

respiren la salud y la virtud, la dicha y la paz. En cambio,

en todas las casas ciudadanas sobran todos los brocados, o los tapices, o los percales, o los papeles, tendidos o pe-

gados en paredes, puertas y ventanas; sobran las moldu-

ras, los artesonados, los cuadros, los espejos, los divanes, los bibelotes, los estorbos e inutilidades de cacharros y chirimbolos (2: 1503).

La autora concluye que sería mejor volver a las cuevas prehistóricas que habitar esos aposentos insanos donde [ 353 ]


domina la suciedad, el lujo y la profusión y opone el esmero con que los animales habilitan sus madrigueras de acuerdo a sus necesidades frente a la insensatez con que construye el hombre su domicilio (2: 1501). Acuña se burla de la estética del cacharro inútil y del exceso decorativo, proponiendo su austera casa de campo como antítesis del hogar urbano decadente que conlleva la enfermedad física y la miseria moral. El hogar rural es sinónimo de felicidad y moralidad y contrasta con la realidad urbana hogareña pues la ciudad se interpreta como la negación misma de la sociedad, encarnación del vicio que imposibilita cualquier ideal fraterno o comunitario: Fuera de ese amontonamiento asqueroso de cuerpos y vicios en que se apostan y repudren los ciudadanos, no

hay otra unión, no hay otra sociedad; la característica de la lucha por la existencia en los centros populares es la impiedad feroz (2: 1414-1415).

En semejante contexto se propone un ideal de frugalidad y limpieza en la casa y el atuendo, proclamando la necesidad de luz, aire e higiene y reduciendo el número de objetos innecesarios que estorban el movimiento: “Vuestra casa ha de facilitaros la vida, como el nido facilita la crianza y el reposo. Las paredes desnudas, bruñidas, ¡ojalá que podáis revestirlas de blan[ 354 ]


co mármol!” (1: 818). El prototipo de casa rural resultaba rotundamente distinto del modelo al uso de la misma forma en que la mujer agrícola difería notablemente de la mujer de clase media, lo que pone de manifiesto la profunda crítica del sistema articulada por Acuña quien propone su utópica “casa humana racional” (2: 1511) convencida de que el espíritu fraternal y la salud moral se impondrán en la futura sociedad que sepa regirse por esos principios de simplicidad rural: Y cuando así, en medio de los campos, hayamos consegui-

do elevar nuestra casa, cuando en ella reine y gobierne la salud, la razón, la natural belleza, el trabajo, la ciencia y la

fraternidad, los seres humanos, al refugiarse en estos lares, en armonía con su naturaleza físico-psíquica, dejarán a

sus puertas, si aún los sintieran, los odios, las pasiones, las inquietudes, las ambiciones, las vanidades… ¡Todo el ba-

gaje de dolores y tristezas que hoy entenebrecen nuestras casas, acaso porque en ellas impera, en absoluto, la sombra, el miasma, las inutilidades, la insania! (2: 1511-1512).

Estas ideas se relacionan con el ideal de “vida austera y pensamiento elevado”113 identificado con valores 113   La expresión “plain living and high thinking” es original del poeta inglés William Wordsworth. Shi ha estudiado el trasfondo histórico de este pensamiento que se encuentra tanto en las religio-

[ 355 ]


de hostilidad hacia el lujo, veneración de la naturaleza y preferencia por el entorno rural, una actitud escéptica ante la modernidad que expresa nostalgia por el pasado y privilegia la frugalidad y el consumo consciente (Shi, 1985: 3). Cuando la autora arremete contra la estética recargada, el mal gusto y la visión del interior doméstico como nido de suciedad e incubadora de inmoralidad su preocupación tiene un trasfondo ético porque la higiene se identifica también con la pureza moral del hogar racional donde el exceso y la suciedad se perciben como un pecado.114 A este respecto Acuña promueve un ideal que trata de conjugar belleza y utilidad, despreciando aquellos objetos que, a pesar de ser hermosos, son perfectamente inútiles:

nes orientales (budismo, confucionismo), como en la filosofía griega (Sócrates, Platón), el cristianismo y la cultura norteamericana moderna (Thoreau, Jefferson) y subraya que esta ideología puede identificarse con valores conservadores o, por el contrario, tener connotaciones revolucionarias y ofrece ejemplos de grupos religiosos como los amish o los menonitas en Estados Unidos en oposición a personajes como Gandhi o Kropotkin que representan una ideología antisistema basada en ideales análogos de simplicidad (Shi, 1985: 5-6). 114   Las ideas de Acuña se anticipan a las expuestas por el arquitecto Adolf Loss en su influyente artículo de 1929 titulado “Ornamento y crimen” donde plantea que su época debe superar el afán ornamental para lograr una simplicidad desnuda y sin adorno (Loss: 1982). [ 356 ]


Poco conozco al pueblo inglés, pero sin embargo, sé de él lo bastante para decir que ha logrado fundar una diferencia marcadísima entre lo bello inútil y lo bello útil, y

que habiendo establecido como punto de partida que lo

útil es lo realmente bello en el seno de la vida positiva, ha reunido en el hogar, y en todos sus detalles, exclusivamente lo útil, llamándolo y tomándolo por esencialmente bello (1: 738).

La ensayista considera incompatible la belleza con lo inservible y esa misma idea pone de manifiesto una intensa relación entre ética y estética que justifica su ataque a la noción elitista de belleza para proponer un modelo de belleza útil que presenta a sus lectoras con el fin de convencerlas de que una patata puede ser tan bella como la flor más refinada porque la hermosura no está reñida con la utilidad, de la misma forma en que la belleza natural de la mujer agrícola no era incompatible con su actividad plena y su desarrollo humano: ¿Qué idea tenéis de lo bueno y de lo bello, de lo útil y

de lo verdadero? ¿Os figuráis que una patata es menos bella que una camelia? ¿Por qué? ¿Porque es más útil?

Luego entonces, lo que amáis y respetáis y adoráis es todo aquello que más se acerca a la banalidad y a lo inne[ 357 ]


cesario, es decir, que vuestro cerebro está lleno del vacío (1: 705).

Esta crítica de la estética cursi del “chirimbolo” y el “mamarracho” ilustra la visión de Acuña que describía el domicilio burgués como “horrible hogar” (2: 1460) no sólo incómodo e insano sino también inmoral. En 1902 pronunció en Santander la conferencia “La higiene en la familia obrera” donde enfatiza que los “atletas físicos y morales” (3: 759) deberían salir del higiénico hogar proletario para hundir el viejo sistema social. El llamamiento de la librepensadora a las mujeres proletarias en 1916 muestra que su ideología en ese momento se define ya bajo coordenadas republicanas y anarquistas que le llevan a exclamar que es preciso “ir al porvenir sin capital, sin reyes y sin iglesias” (2: 1662), destacando además la relación crucial de las categorías de “género” y “clase” como puede verse en su escrito conmemorativo del Primero de Mayo de 1920, donde plantea que la lucha de la mujer obrera fuera del hogar es un requisito indispensable para que triunfe la revolución social: … que la mujer española, en la única clase de posibles emancipaciones, que es la trabajadora, salga de la simplicidad de la vida doméstica y se una a sus hombres pa[ 358 ]


ra acortar el plazo del gran día de la revolución social (3: 1783).

Estos últimos textos exponen una ideología antiburguesa y anticapitalista al priorizar el papel del proletariado y los campesinos de la misma forma que pronosticaba la abolición de la servidumbre y aspiraba a la verdadera fraternidad humana: … ese trabajo acumulado que hoy se denomina capital

y que al cristalizar en contadas manos pervierte los instintos, corrompe las costumbres, enardece las pasiones

[…] y degenera las razas y los individuos al lanzarlos a los sensualismos y las molicies […] ese capital, objeto

ya de la saña de las muchedumbres […]. Que al sonido apocalíptico que avise el derrumbamiento de nues-

tro caduco régimen social acudan desde los campos, guiadas por manos femeninas, las huestes sanas de nue-

vas generaciones […]. Cuando la solidaridad de las

razas, de los pueblos y de los individuos sea un hecho

entre los habitantes de la Tierra (2: 1439-1440, mi énfasis).

Acuña es consciente de que el hombre y la mujer caminan hacia la “razón adulta” (3: 846) porque poco a poco los bloques de granito de la tradición se erosio[ 359 ]


nan para permitir el advenimiento del porvenir, creando así un edén en la tierra, un mundo posible distinto. Al proclamar “nosotros vamos hacia el paraíso, ellos vienen del caos” (3: 847) lo hacía convencida de que la humanidad saldría de su estadio infantil para convivir en igualdad en un mundo edénico. La mujer emancipada que ejercía un poder absoluto en la familia y sus hijos educados sin distinciones —como los pequeños protagonistas de La casa de muñecas— se convertían en garantes de ese nuevo orden dominado por principios de igualdad, fraternidad, paz y justicia social.

[ 360 ]


Epílogo

Gerda Lerner ha descrito la “conciencia feminista” como el reconocimiento por parte de las mujeres de pertenecer a un grupo subordinado y de que ese sometimiento no es natural sino socialmente inducido, lo que las impulsa a unirse a otras mujeres para remediar esa situación planteando visiones alternativas de futuro (1993: 14). Esta conciencia feminista se asocia con una disidencia emergente que les hace rebelarse contra las injusticias del sistema patriarcal al tiempo que retan las ideas sobre la feminidad y el confinamiento del sexo en el espacio doméstico (Zaplana, 2005: 44). No es casual, por tanto, que Arenal, Gimeno y Acuña, adelantadas de la conciencia feminista española, reiterasen imágenes como la mujer del porvenir o la Eva futura que aludían inequívocamente al potencial modernizador de la mujer ofreciendo opciones orientadas a un futuro que barruntaban distinto. Esas imágenes transmitían identidades novedosas que pretendían influir en las lectoras que, en esos mismos momentos, trataban de entender su posición en la so[ 361 ]


ciedad y buscaban otras formas de un “yo” posible en las que inspirarse. Estos modelos de mujer —personajes utópicos, heroicos o mesiánicos— proporcionaban patrones para construirse de otro modo, funcionando como espejos que reflejaban retratos y escenarios que no se limitaban a los bellos ángeles virtuosos cómodamente instalados en hogares idílicos. El estudio de los numerosos ensayos feministas de estas autoras descubre una plétora de arquetipos alternativos de feminidad que pugnaban por hacerse hueco en ese contexto cultural: la mujer de Arenal ejerciendo una ciudadanía activa y una enérgica acción civil en su comunidad, la Eva moderna y la mujer intelectual de Gimeno o la mujer científicamente agrícola de Acuña. Si el prototipo del ángel trataba de constituirse en imagen dominante predicando una esencia femenina monolítica, estas autoras generan una multiplicidad de representaciones que insisten en la heterogeneidad de la identidad y experiencia femeninas. Ese variado conjunto de imágenes —mujer estudiosa, agrícola, feminista, emancipada, intelectual, activista, madre desnaturalizada— ejerce un poderoso contrapeso frente al ángel promocionado desde perspectivas patriarcales. La feminidad, para estas escritoras, ya no era una sola cosa y, por eso mismo, no existía un único modo de ser válido para englobar a todas las mujeres. [ 362 ]


Las obras aquí estudiadas ponen de manifiesto que la propuesta emancipista no estaba destinada únicamente a las mujeres sino que aspiraba a reformar la familia y la sociedad al completo y, por esta razón, muchos intelectuales consideraban que el feminismo encarnaba el corazón mismo de la cuestión social porque la humanidad no podría avanzar hacia el progreso mientras uno de los sexos permaneciera paralizado y anclado en el pasado (Arenal, 1974d: 151). Acuña, Arenal y Gimeno relacionan la emancipación de la mujer y su ciudadanía activa con la creación de un sistema nuevo, otro mundo posible, un paraíso terrenal donde primarían ideales de concordia, igualdad y fraternidad entre los sexos. La relevancia pública de la cuestión femenina en los primeros años del siglo xx llevó a José Lasso de la Vega a elegir este tema en 1904 para su discurso de apertura del curso académico haciendo una ardorosa defensa de los beneficios sociales implícitos en la emancipación de la mujer y sus ventajas para la humanidad: Mi espíritu vislumbra fulgores de aurora en el adveni-

miento de la mujer a la vida pública, en la que infundirá sus sentimientos de concordia […] con todas las conse-

cuencias económicas y morales de este incruento triunfo

de la paz sobre la guerra […]. Educar y emancipar a la mujer es explotar riquezas ocultas: es dulcificar las cos[ 363 ]


tumbres y coadyuvar a la fraternidad universal: es la obra

magna de nuestra época: ninguna conquista, invención ni descubrimiento puede ser tan humanitario y productivo como la emancipación de la mujer (2011: 42-43).

En este contexto es preciso conceder que los ensayos de estas autoras allanaron el camino para el advenimiento de la “nueva mujer” que implicaba la sustitución del viejo patrón de la mujer de su casa por el innovador papel de la “moderna”, permitiendo al sexo adaptarse al proceso de la modernidad (Larson, 2011: 71). En el ámbito español la principal valedora intelectual de esa “nueva mujer” fue Carmen de Burgos y uno de los textos claves su ensayo La mujer moderna y sus derechos (1927) donde defiende el derecho femenino a la educación, al trabajo y la independencia económica, al divorcio, al voto, a formar parte del ejército y también a otras conquistas más cotidianas como la potestad de vestirse y maquillarse a la moda para reforzar visualmente una identidad renovada que contrasta con los caducos paradigmas del pasado. La mujer moderna se convertía así en representante por antonomasia del cambio y la transformación social: Se está realizando antes nuestros ojos una de esas profundas evoluciones que transforman la sociedad […]. Es[ 364 ]


tamos en el momento en que se derriba más que se destruye; en que se cogen los materiales viejos para edificar con ellos y se deshacen entre las manos […]. En medio del desconcierto, de la vaguedad, en que todo se agita

con el ansia de renovación insaciable que acompaña a la

humanidad durante toda su peregrinación por la tierra, la mujer aparece turbada, más intensamente porque es en

ella más brusca la transformación (Burgos, 2007: 59-60).

Surge así la flapper inglesa, la garçonne francesa o la moderna española, una mujer de clase media-alta con formación cultural, vocación profesional, conciencia liberal y flamante aspecto (Mangini, 2001: 75). Burgos la retrató como una “mujer flaca, con la cabellera cortada, la falda corta y el descote amplio, con las cejas depiladas, fumando su cigarrillo” (2007:269) y tomando parte en los debates, los deportes y el trabajo. Esta feminidad urbana, atlética y socialmente activa contrastaba con la poderosa representación decimonónica del ángel delicado, pasivo y enfermizo. Era un modelo liberador que subrayaba la posibilidad de acceder al espacio público, la educación, las libertades y la esfera profesional (Nash, 2000: 32). Esa mujer del siglo xx se construyó en buena medida sobre el crisol de imágenes de mujeres fuertes, dinámicas, industriosas y comprometidas que venían proponiendo intelectuales como Pardo Bazán, Arenal, Acuña y Gimeno [ 365 ]


desde la segunda mitad del xix. El fantasma del ángel, sin embargo, no se desvaneció de pronto, como muestra el hecho de que Virginia Wolf en un discurso de 1931 declarase la necesidad que tiene toda escritora de matar al ángel que la atormenta y pretende guiar su lápiz, pues sólo el asesinato le permite re-crearse a sí misma como artista y como mujer (1970: 237). La forja de una identidad femenina emancipada y moderna, que implicaba superar y eliminar todas las rémoras, fue el vehemente propósito que inspiró el activismo y la producción literaria de estas pensadoras.

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este libro se termin贸 de imprimir en los talleres de grafinsa, en oviedo, el 30 de marzo de 2012



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