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Un día de placer
Hace muchos años, en el corazón de un remoto bosque, vivió un muchacho bondadoso. Se llamaba Esteban y era leñador. Sus padres murieron muy pronto, quedando así al amparo de su abuelo, quien se había ocupado de él hasta el momento en que cumplió doce años. Entonces también murió su abuelo, haciéndole comprender con ello que todo lo que nacía estaba destinado a morir. Su abuelo le enseñó el oficio de leñador, los nombres de las plantas y de los animales, y cómo servirse de cuanto el bosque les daba. Esteban heredó su carácter apacible y, a pesar de que la vida no le había resultado nada fácil, jamás pudo escucharse queja alguna salida de sus labios. Se conformaba con lo que tenía y habitaba en el bosque como lo habría hecho en un inmenso jardín que él fuera el encargado de vigilar y atender. Mientras vivió su abuelo, solía acompañarle al pueblo el primer jueves de cada mes para vender en la plaza las primicias del bosque y de su trabajo: avellanas, frambuesas, los frutos azules del arándano, cestos de mimbre y taburetes de madera, que construían al atardecer cuando regresaban a su cabaña y el aire aún se ofrecía dorado y pálido. Eran los días del mercado y reinaba una gran animación por todas las calles y plazas, 5
pues acudían las gentes de los alrededores para comprar y vender todo tipo de productos. Esteban no se separaba de su abuelo. Era muy tímido y, por estar acostumbrado a la soledad y el retiro del bosque, bastaba que alguien le mirara a los ojos para que al instante le temblaran las piernas. Sin embargo, ¡cuánto le gustaba el pueblo en esos días!
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Los vestidos de las mujeres, los gritos de los campesinos anunciando sus mercancĂas –resinas para fabricar barnices y pinturas, herramientas, mieles y mermeladas–, la presencia dulce de los animales, que se sumaban al alboroto como si tambiĂŠn ellos fueran a participar en los tratos y los regateos de los hombres.
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¡Cuánto le hubiera gustado quedarse allí para siempre, ser uno más en la solemne hilera de los patos que como una pequeña tropa avanzaba entre la multitud, detenerse ante los juegos de los otros niños o asomarse a los vestidores improvisados donde las muchachas se probaban la ropa riéndose! ¡Cuánto no tener cuerpo, ser tan delgado como el aire y correr entre todos sin que nadie le viera ni pudiera preguntarle qué hacía o de dónde venía! Por eso, cuando regresaban al anochecer, el camino le parecía más largo y la nostalgia se reflejaba en sus ojos. Nostalgia por los instantes vividos en las alegres calles del pueblo y por los seres que abandonaba en ellas, a los que no volvería a ver hasta el mes siguiente. Pero tan pronto se apartaban del camino arenoso y veían a lo lejos el contorno de los primeros árboles, cuyas copas parecían de humo, la paz volvía a su corazón. ¡Qué maravilloso era aquel silencio! Las ramas de los árboles se entrelazaban sobre sus cabezas formando una cúpula viviente que parecía cimbrearse al mismo ritmo que sus respiraciones, y Esteban apretaba fuerte la mano de su abuelo y dejaba de sentir añoranza por lo que quedaba atrás. Era como si caminaran bajo un manto inmenso, como si no fueran distintos a aquellas criaturas minúsculas que llenaban cada palmo del terreno. Porque en aquel bosque todo estaba vivo. Y, en cada rincón, cada brizna de hierba estaba animada por una infinitud de seres, y ellos tenían una mirada para cada uno en particular. Para las cochinillas, con sus pequeñas armaduras, relucientes como el metal; para los algaravos y los ciervos volantes, poderosos como soldados mongoles; para cada hormiga y cada gusano, cuyos 8
cuerpos fertilizaban y aireaban el suelo. Pero un día también su abuelo murió y Esteban se quedó solo. Trataron de que bajara a vivir al pueblo y hasta llegaron a ofrecerle trabajo en una serrería, pero él no quiso aceptarlo porque amaba aquel lugar, y la vida le parecía inconcebible sin la compañía de los árboles y de los animales. Además, no se sentía solo. Su abuelo le había dicho que bastaba con que siguiera amando cada rincón del bosque para que él permaneciera a su lado. Y era verdad que lo estaba. Sentía su presencia en el murmullo de las hojas, en el canto de los pájaros o en el rumor del arroyo y, aunque la tristeza embargaba entonces su corazón, por no poder pasear de su mano ni escuchar sus palabras, comprendía aliviado que la vida era igual en cada uno de los habitantes del bosque y que nada podría separarlos mientras esa única voluntad no se retirara de todos a la vez y el bosque entero desapareciera. Esteban siguió acudiendo el primer jueves de cada mes al mercado. Bajaba para aprovisionarse de alimento y de ropa y, aparte de los frutos silvestres, que variaban según la estación, llevaba consigo pequeñas estatuillas de madera que él mismo tallaba. Esas figurillas representaban las cosas y las criaturas que conocía: aves esquivas, ardillas y lirones, peces nadando cautelosos aguas abajo. No existía otra realidad para él, y no se cansaba de mirar una y otra vez ese mundo del que formaba parte y en el que siempre obtenía mucho más de lo que necesitaba. Mas en cierta ocasión, a la vuelta de una de sus visitas al mercado, se encontró en el camino con un anciano. Acababa de 9
hacer sus compras y le vio recostado en una de las cunetas. Tenía una barba ondulada y azul como la de un rey de Asiria, y su equipaje estaba compuesto por una maleta de tela impermeable y un cesto de mimbre. Le vio tan pobre y necesitado que no pudo evitar el abrir su mochila y ofrecerle algo de lo que llevaba. El anciano se lo comió a escape. «Cuánta hambre tiene –pensó Esteban–, debe de llevar días enteros sin probar bocado.» Y, conmovido, siguió dándole de comer. No salía de su asombro. Le daba una cosa tras otra y el anciano las iba devorando sin hacer un solo aspaviento, como si no tuviera necesidad de masticar. Muy pronto la mochila de Esteban empezó a aligerarse de manera alarmante. Necesitaba aquella comida, que no podría reponer hasta que llegara la fecha del nuevo mercado a comienzos del mes siguiente, pero, cuando el anciano extendía la mano, él volvía a llenársela sin protestar. No podía entender aquel apetito desaforado ni que un hombre tan anciano pudiera comer y comer sin llegar a saciarse jamás. Aún observó otra cosa: no parecía diferenciar los sabores. Era como si cualquiera de aquellos alimentos le pareciera intercambiable con los otros con tal de poder llevárselo a la boca y deglutirlo sin demora. Así, no solo vio cómo se comía, impertérrito, los embutidos, los dos quesos y la hogaza de pan, sino la harina y el azúcar, que tomaba a cucharadas, pasando de un saquito a otro sin que esto, al parecer, llegara a plantearle problema alguno, y luego la manteca de cerdo y hasta los garbanzos, que sacó de la bolsa para metérselos en la boca a puñados, sin ni siquiera
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atragantarse. ¿Y qué decir del aceite y del vinagre? Se los bebió de sus respectivas garrafas con la despreocupación del que bebe agua del botijo un día de calor. Muy pronto la mochila estaba vacía, y Esteban tuvo que decirle que no le quedaba más. El anciano se sacudió la barba y se levantó sin aparentar pesadez alguna. «Dentro de un mes –le dijo– te espero en este mismo lugar. Entonces te pagaré.» Y, taciturno, recogió su maleta y se echó a andar por el camino. Esteban le vio alejarse mientras su corazón se llenaba de preguntas. ¿Quién era aquel anciano? ¿Acaso no se había comportado como si le conociera? ¿Por qué le había dado cita para el próximo mes? Pensó en todo lo que se había comido y en que, después de tanto trabajo, ahora él regresaba al bosque con las manos vacías, lo que ese mes le causaría no pocos problemas de subsistencia. Solo entonces se dio cuenta de que el anciano se había olvidado el cesto de mimbre. Lo cogió sin tardanza, pero, cuando trató de correr en busca de su dueño, ya no dio con él. No podía haberle dado tiempo a alejarse, pues el camino discurría perezoso por un terreno sin grandes obstáculos, aunque, inexplicablemente, el anciano había desaparecido. Empezó a llamarle: «¡Señor, señor!». Todo fue inútil. La luz era cegadora, y el campo entero parecía dormido. Vio una bandada de perdices. Avanzaban en línea recta, con las cabecitas estiradas y, detrás de las perdices adultas, marchaban presurosos los polluelos. Al oír sus gritos, emprendieron la huida, como si estuvieran atados unos a otros por un cordel.
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II
El misterio del cofrecillo
Regresó y recogió sus cosas. El camino avanzaba trazando suaves curvas y las nubes permanecían estáticas en el cielo, blancas y sólidas como algodón en rama. Muy pronto sintió la sombra de los primeros árboles. Los rayos de sol penetraban entre las hojas y el polvo brillaba suspendido en el aire. Un pájaro salió de sus mismos pies y se internó jubiloso entre las frondas, como en un agua verde. Al llegar al arroyo, se detuvo para refrescarse. El agua arrastraba multitud de burbujas de aire, y Esteban las contempló pensativo. No podía olvidarse del extraño encuentro ni de la responsabilidad que había contraído con el anciano al hacerse cargo del cesto de mimbre. Se sentó en una piedra y retiró el paño que lo cubría. En su interior había un cofre. Era de una madera desconocida para él y estaba tallada con fantasía y esmero. Escenas extrañas, donde los animales –elefantes, tigres y monos, sobre todo– se mezclaban con los hombres como si sus asuntos y preocupaciones no fueran distintos. En uno de los laterales, una muchacha, sobre cuyo pecho colgaba una guirnalda de flores, abrazaba la enorme cabeza de un elefante que cerraba con dulzura los ojos, como habría hecho un muchacho al recibir las caricias de su prometida. Al acercarse al cofre para mejor contemplar las pequeñas figuras que lo adornaban, a Esteban le 13