

De cómo el Erizo y el Osezno limpiaban las estrellas

Hacía ya un mes que el Erizo se subía todas las noches a un pino y limpiaba las estrellas.
«Si no les paso un paño cada noche –pensaba–, seguro que pierden el brillo.»
Por las mañanas salía de casa, se fabricaba con ramas cortadas una escobilla nueva para sacudir el polvo de las estrellas y lavaba el paño. Solo tenía un paño y, por eso, lo lavaba cada mañana y lo colgaba en el pino para que se secara.
Terminados los preparativos, el Erizo comía y luego se iba a la cama. Se despertaba cuando ya había caído el rocío. Después de cenar, cogía el paño con una pata y la escobilla con la otra y empezaba a trepar lentamente de rama en rama hasta llegar a la cima del pino.
Entonces llegaba lo más importante. Primero había que sacudir el polvo de las estrellas dándoles golpecitos con la escobilla, con mucho cuidado para que ninguna se cayera del cielo por un descuido. Después había que pasarse la escobilla a la pata izquierda, coger el paño con la derecha y frotar las estrellas hasta sacarles brillo. Era un trabajo minucioso que duraba toda la noche.
–¿Y qué íbamos a hacer si no? –murmuraba el Erizo hablando consigo mismo en lo alto del pino–. Si el Osezno no pasa el paño a las estrellas y yo tampoco lo paso, ¿quién va a limpiar las estrellas?
Mientras tanto, el Osezno también estaba en la copa de un pino al lado de su casa, limpiando las estrellas, y pensaba:
«¡Qué bien que al Erizo se le haya ocurrido una idea tan estupenda! Porque, si no se le hubiera ocurrido limpiar las estrellas, ya nadie las vería».
El Osezno sopló en la estrella y la frotó con el paño… Se esforzaba mucho, pero no todas las veces le salía tan bien como al Erizo. Y, si alguna estrella se caía del cielo, todo el mundo en el bosque sabía que era el Osezno quien la había empujado sin querer.

