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GAlleta china 08 REVISTA DE ARTE & PROPAGANDA EDITADA POR CASA VECINA AÑO 3 NÚMERO 8 DISTRIBUCIÓN GRATUITA

CAUTIVERIO TEDI LÓPEZ MILLS

MONUMENTO AL ARTE DEGENERADO MARÍA MINERA

PÁGINAS INVERTIDAS ADRIÁN S. BARÁ

ARTE Y POLÍTICA: UNA LECTURA DE JACQUES RANCIÈRE HUMBERTO BECK

CARTÓN ALFREDO S.B.G.

ARTE XIMENA LABRA

INVIERNO 2012


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Editorial Luis Felipe Fabre ekaterina álvarez romero Editores

daniela rocha diseño

hernán bravo varela iñaki bonillas fracisco de la mora ana elena mallet María minera consejo editorial

Adrian s. bará portada

ilustra este número ximena labra arte “That Violent Glamour”

directorio casa vecina Christiane Hajj Aboumrad Programa de Gestión, Promoción y Difusión Cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

Julián Monroy Administración / Fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

tania ragasol Coordinación artística / casa vecina-espacio cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C.

violeta celis coordinación técnica / casa vecina-espacio cultural / fundación del centro Histórico de la Ciudad de México A.C. galletachina@fch.org.mx

información de contacto

GALLETA CHINA es una publicación cuatrimestral de Casa Vecina-Espacio Cultural de la Fundación del Centro Histórico de la Ciudad de México A.C. Distribución gratuita. Certificados de licitud de título y de licitud de contenido en trámite ante la Comisión Calificadora de Publicaciones y Revistas Ilustradas de la Secretaría de Gobernación. Número de Certificado de Reserva de derechos de uso exclusivo No. 04-2010-012917222500-101 otorgado por el Instituto Nacional del Derecho de Autor. Casa Vecina-Espacio Cultural. 1er Callejón de Mesones 7. Centro Histórico, 06080. México D.F. (52 55) 5709.1540 / Fax (52 55) 5709.1118. www.casavecina.com El contenido de los artículos es responsabilidad exclusiva de los autores. Todos los derechos están reservados. Queda prohibida la reproducción parcial o total del material publicado sin consentimiento por escrito de los editores. El tiraje total es de 5,000 ejemplares.


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s… lo palabra ó s n a t n o “S n verdad” a e s e u q s a meno met David Ma


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Te costará sudor y lágrimas, y quizás… un poco de sangre. Knock, ein häusermarker. Nosferatu, 1922


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oráculo editorial

En momentos de crispación social y política es imposible no plantearse, una vez más, la pregunta en torno al papel de la literatura y el arte. Marguerite Yourcernar dijo en alguna ocasión que si el arte y la literatura tuvieran una función, ésta sería la de empujar los límites de la inteligencia y la moral un milímetro más allá. Franz Kafka, tal vez el escritor del siglo XX que mejor supo desentrañar los mecanismos del poder, escribió en 1924 uno de los textos más críticos y divertidos en torno a la figura del artista: “Josefina la cantora o el pueblo de los ratones”. Se trata de una especie de fábula que gira en torno al análisis de una rata llamada Josefina, la única cantora (que no cantante) de su pueblo. Allí Kafka apunta:

Pero hay algo en las relaciones entre el pueblo y Josefina que es aún más difícil de explicar. Josefina no sólo descree de la protección del pueblo, cree que es ella quien protege al pueblo. galleta china

Piensa que su canto nos salva en las crisis políticas o económicas,

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nada menos, y cuando no aleja la desgracia, por lo menos nos da fuerzas para soportarla. No lo dice, ni explícita ni implícitamente,


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pues en verdad habla poco, calla entre charlatanes, pero lo dice el brillo de sus ojos, y lo proclama su boca cerrada (en nuestro pueblo, pocos pueden tenerla cerrada; ella puede).

Y más adelante agrega:

…es fácil, digo, considerarse a posteriori el salvador de este pueblo que siempre ha sabido de algún modo salvarse a sí mismo, aun a costa de sacrificios que estremecen al historiador… Y sin embargo también es verdad que en las situaciones de angustia escuchamos mejor que en otras la voz de Josefina.

La lectura de “Josefina la cantora” resulta más que pertinente en días como los que México atraviesa. Y también los magníficos ensayos de Tedi López Mills y Humberto Beck y la columna de María Minera, que publicamos en este número de torno a una pregunta que parece no admitir, afortunadamente, sino respuestas provisorias.

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Galleta China en un intento por contribuir a la discusión en

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cautiverio tedi lópez mills Es raro vivir RAÚL ZURITA

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Las epifanías, de acuerdo con la definición de James Joyce en Stephen Hero, son “manifestaciones espirituales repentinas” que muestran la cualidad (esidad) esencial de alguien o de algo. Pueden atisbarse en cualquier cosa y donde sea: un cuerpo en reposo o movimiento, un tono de voz, un gesto, un ademán, un rayo de sol, una nube, un pájaro asido a un cable, un estruendo, un silencio, una superficie lisa o rugosa, una fachada, un árbol, afuera, adentro y en medio. Lo que se epifaniza adquiere una presencia radical y sólo por eso —por esa especie de integridad ontológica— resulta exquisito y de una suprema belleza.

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Cuando me topé con esta definición hace ya muchos años, supuse que en mi vida, como en la de todos, habría numerosas epifanías. No ha sido así y, peor aun, las pocas que he experimentado apenas dejaron huella: acaso una estela borrosa que no corresponde a una enseñanza. De todas formas, yo sigo en espera de epifanías. Ahora sé que tienden a surgir en esas pausas irreflexivas que a uno le caen encima entre actividades. Pero no necesariamente. Debe haber un desfase temporal mínimo, una desubicación instantánea, como si la luz se moviera y eso colocara a la percepción en un lugar excéntrico donde la persona y la nopersona (aún más vasta) entremezclan sus sombras sin excluirse: entonces sucede la epifanía. Recientemente tuve una. Estaba sola en mi casa, sentada al comedor frente a la ventana

que da a una serie de jardines contiguos. Miré el vidrio sin querer o sin saber y ocurrió: primero una noción anónima de ser aquí en conjunto con el ser allá; luego de ser mí sin por ello cancelar lo contrario a yo y, más abajo, como en otro piso, de estar en la vida sin sucedáneos; finalmente, como en gran conclusión con aplauso, la conciencia súbita de ser mexicana. Y de inmediato un repudio veloz, la vuelta en sí de mi yo más pedestre y su voz en mi cabeza o su mueca con voz diciendo: “no me la creo”. Con esa frasecita casi cínica se desvaneció la epifanía como un fantasma asustado. El desenlace de mi viaje de revelaciones pequeñas, canónicas, me pareció primero sorprendente y, al cabo, previsible. Como no tenía nada mejor que hacer, decidí convocar y pro-


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longar el efecto de lo que había pasado analizando los restos del contenido. Sin duda, el fragmento más concreto y desconcertante de mi epifanía había sido el sustrato extraño de la nacionalidad, con el repudio y la incertidumbre implícitos. Intenté examinarlo, pero como era una sensación en vías de convertirse en recuerdo, se desplazaba cada vez que yo quería detenerlo. Lo mexicano en mí era una figura elusiva que al irse, al dar la vuelta por alguna esquina abstracta, soltaba su sorna: no me la creo. El repudio era otra cosa: un prejuicio automático contra el nacionalismo por considerarlo, románticamente, un recurso primitivo que conviene superar. Esa parte la entendía y suscribía: cómo iba uno a sentirse orgulloso de algo que no se eligió. Los numerosos naciona-

lismos tendrían que relativizar cada instancia individual de esa totalidad. El prejuicio me había convencido además de que, entre escritores y a veces intelectuales, el nacionalismo tendría que ser siempre objeto de ironía: se le aceptaba como un rasgo inevitable pero no se pensaba a partir de él. En alguna etapa de mis lecturas descubrí lo contrario: el nacionalismo era un estado de ánimo, no un concepto. Quizás el hecho de que en mi caso hubiera dos y en pugna me obligó a transcurrir con la noción de que habitar un nacionalismo en lugar de otro criaba una personalidad postiza y, por consiguiente, era recomendable quedarse en el espacio estrecho, pretenciosamente neutro, que se abre entre ambos, cuya lema escueto en cualquier emergencia es: no me la creo.

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El prejuicio me había convencido además de que, entre escritores y a veces intelectuales, el nacionalismo tendría que ser siempre objeto de ironía: se le aceptaba como un rasgo inevitable pero no se pensaba a partir de él.

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Las consignas en las discusiones han ido cambiando: pueblo, democracia, fraude, justicia. Sin embargo, en cada caso la construcci贸n de una verdad se ha asemejado mucho a la construcci贸n de una mentira.


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Una de las lecciones b谩sicas y paranoicas del marxismo es que los pensamientos de uno son, con frecuencia, disfraces de terribles pecados ideol贸gicos.


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Este escepticismo rudimentario que desconfía y le rehúye a la intensidad de las identificaciones e identidades ha sido el principal detonador y obstáculo en las discusiones políticas en las que me enfrasco muy a menudo y de las que salgo, por lo general, con la certeza de que fui culpable de pensar incorrectamente: de no establecer un pacto de empatía con alguna convicción. Las consignas en las discusiones han ido cambiando: pueblo, democracia, fraude, justicia. Sin embargo, en cada caso la construcción de una verdad se ha asemejado mucho a la construcción de una mentira. El asunto ha tenido que ver menos con ideas que con las voces y las versiones que van generando esas voces. Si yo ya opero con la sospecha de que al menos mi mexicanidad equivale a un no creérsela, me parece entonces imposible admitir que uno crea en un político. Es la consecuencia de la anti-educación príista, la gran parábola rulfiana, la melancolía de un paisaje de fondo donde se ejecutan las tragedias nacionales; y es también un tópico primordial, una perogrullada, que aprendí en algún recreo o comunidad o libro o película y que imaginé compartir para siempre con esa entelequia que llamo solidariamente: mis contemporáneos. Será hippy o new age; será, de nuevo, cínico y, por lo tanto, demostrará que en mí hay una incapacidad

congénita para postular utopías. Pero no logro evitarlo: el político y la superchería tienen una relación promiscua y embonan de modo impecable. La norma tácita es que uno (o yo) presta su apoyo con suma cautela. Lo cual es tan obvio que asombra cuando se olvida ante la aparición tumultuosa y excitada de un político que enarbola los ideales de nuestra propia indignación. Y que, en ese sentido muy elemental, nos representa. Lo inquietante es convertir esa representación –que, para subsistir, debe negociarse constantemente– en admiración y adoración. ¿Cómo sucede eso? Yo admiro (incluso, en secreto, adoro) a escritores, pintores, músicos, cantantes, actores, amigos y amigas, pero jamás a un político: alguien vestido de civil que perora ante multitudes (es decir, se acostumbra a gritar) y aprende a provocar dosis exactas o descomunales de entusiasmo ajeno; si gana lo que busca, obtendrá por sus labores un salario mensual que, por si fuera poco, no se suspenderá si no las cumple. ¿Habrá algo más burdamente real que eso? De ahí que me resulte difícil entender cómo se traslada esta transacción normal y frágil a un fervor que se esgrime con furia y que concibe el desacuerdo como una forma de agresión no contra una campaña y un candidato, sino contra una fe y su apóstol. Tal vez lo facilite


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Yo admiro (incluso, en secreto, adoro) a escritores, pintores, músicos, cantantes, actores, amigos y amigas, pero jamás a un político: alguien vestido de civil que perora ante multitudes (es decir, se acostumbra a gritar) y aprende a provocar dosis exactas o descomunales de entusiasmo ajeno…

que ha de ser incómodo dejarse cautivar por un líder al grado de transformarse paradójicamente en su representante y portavoz. Y estar ahí uno a solas con las ideas del líder clavadas en la conciencia como si fueran propias, dispuesto a pelearse a fondo con los amigos y denunciarlos porque al líder lo han traicionado, lo han esquilmado, lo cual ya lastima en la zona del corazón y exige una respuesta contundente. Lo cual permite obviar o tergiversar las circunstancias de por sí manipuladas. Y así pasa. La estridencia les pertenece a las causas, a la emergencia nacional. Con eso comulga el líder y si uno se niega a estar de su lado, uno está irremediablemente del otro. Pues nada borra el hecho de que hay bandos y cuando uno –yo, por ejemplo– argumenta su desencanto o su diatriba, alguien del otro bando enemigo estará muy de acuerdo. Y eso es tan insoportable como seguir al pie de la letra las huellas bien trazadas del profeta en turno.

Tedi López Mills (Ciudad de México, 1959) es poeta y ensayista. En 2009 obtuvo el Premio Xavier Villaurrutia por Muerte en la Rua Augusta. Su obra más reciente es Libro de las explicaciones (Almadía, 2012). Es miembro del Sistema Nacional de Creadores de Arte.

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la destreza del político que maneja con genio los registros sentimentales de la víctima. Por ende, la comunión con él se interpreta como solidaridad con el ultraje, con un pedazo más de la patria herida. Y entonces no es un político solamente sino un perseguido que comparte su dolor con nosotros y que, a pesar de su martirio inminente, nos quiere salvar. Defenderlo es igual a luchar por valores sagrados, acaso no nuestros aunque sí del pueblo y tal vez hasta de la humanidad; atacarlo, en cambio, criticarlo, significa darle armas al enemigo y, peor aun, ser su cómplice, lo cual, en el ámbito de las vanidades públicas, desemboca claramente en la impopularidad. Una de las lecciones básicas y paranoicas del marxismo es que los pensamientos de uno son, con frecuencia, disfraces de terribles pecados ideológicos. Así, se puede hacer alarde de objetividad a la hora de los señalamientos a un político, pero eso no engaña a los que de veras dominan el tema y son expertos en descubrir las trampas. En aquellas discusiones que me han tocado, mis interlocutores –devotos todos– parecen leerme entre líneas; lo mío es en definitiva un grave problema estructural: no estoy ni con la democracia ni con el pueblo ni, pecado aún más imperdonable, con la realidad. Yo, por mi parte y para mis adentros, pienso con la misma suspicacia

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dramatis personae monumento al arte degenerado maría minera

“En nombre del pueblo alemán es mi deber impedir que estos desgraciados, que claramente sufren de defectos de visión, intenten persuadir a otros con su parloteo de que estas fallas de observación son ‘arte’”. En menos de un año, prácticamente todos los artistas cuyas obras habían sido diligentemente agrupadas por Goebbels (que saqueó todos los museos, las casas y los estudios a su alcance hasta juntar miles de obras), estaban o muertos o en el exilio. A nadie le extrañe en lo más mínimo que la exposición se convirtiera en la más visitada de la historia de Alemania (y, entonces, quizá del mundo: cerca de tres millones de espectadores). A decir verdad: la mayoría de la gente pensaba lo mismo que Hitler (y no sólo en materia de arte, desde luego). En esa época, llegaron a usarse indistintamente los términos “judío”, “degenerado” y “bolchevique” para referirse al arte moderno. Sin importar que fuera figurativo o abstracto; expresionista, cubista o dadaísta; alemán o francés. Todo lo que no estuviera inspirado directamente en las formas clásicas iba a parar a la exposición, y si no: a la hoguera (junto a miles de libros, películas, partituras). No era para nada la primera vez que los artistas que se alejaban del gusto oficial eran obstaculizados desde las altas esferas. Pero siempre había quedado un resqui-

cio, por mínimo que fuera, por donde colarse. Ahí están La Secesión de Viena o el Salón de los Rechazados de París para probarlo. Lo nuevo –y tremendamente perverso– del nazismo es que el arte de vanguardia no fue simplemente arrinconado o puesto en duda, sino mantenido a la vista de todos, sirviendo de ejemplo constante; un golpe fatal para la disidencia. De pronto ya no hubo márgenes en los que moverse. Bueno, pues ahora resulta que el gobierno británico se propone alzar un monumento al arte degenerado ahí donde el buen Kurt Schwitters fue a morir –un pueblito perdido al norte de Inglaterra. Y, bueno, pues claro que da gusto saber que al menos en eso Hitler fracasó: el arte moderno no pudo ser borrado de la faz de la tierra. Y quizá podría ser suficiente motivo de festejo, pero ¿un monumento? Y dale con el mármol. Digo, entiendo el razonamiento: los caídos merecen que los levanten. Supongo. Que los recuerden. Supongo. Pero ¿realmente un monumento sirve para recordar algo? ¿El Hemiciclo a Juárez, por ejemplo, ayuda a alguien a saber quién fue ese señor, más allá de que seguro fue alguien importante para merecer tanta cosa, y qué hizo? Está bien querer que los más jóvenes conozcan la historia del arte. Supongo. Pero hay que ofrecerles entonces algo un poquito más elaborado

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Todos los dictadores llegan tarde o temprano a la conclusión de que la grandeza se mide en columnas jónicas. La decoración hace al tirano, pues. Y, desde luego, cuando el ideal es neoclásico, como suele ser, todo lo demás estorba. Al grado de obsesión. Hitler, por ejemplo, llegó al extremo –uno de tantos– no sólo de decomisar las obras de los artistas que odiaba, sino de reunirlas en una gran exposición a modo de advertencia.

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que una piedra, ¿no? Además de que eso era exactamente lo que adoraba Hitler: la monumentalidad. Nada más alejado de lo que buscaban los modernos. “Hay tan pocas personas cuyo espíritu esté cerca de lo que estoy haciendo que me resulta altamente gratificante poderte contar entre ellas”, le escribe Kandinsky a su sobrino Alexandre Kojève en 1929. ¿Cuántos artistas hoy día pueden decir eso? Que se sienten solos. Realmente solos. Claro, ahora nos puede parecer que la abstracción de Kandinsky no encierra peligro alguno. Pero tendríamos que ponernos en los zapatos de una cabeza ultraconservadora de mediados de siglo XX para entender todo lo que tiene de amedrentador, de subversivo. Pensemos simplemente en esto: en 1937 se presentaron, además del salón de “Arte degenerado”, una muestra de “Arte bolchevique” y otra llamada “El eterno judío”. Todas, junto a la “Gran exposición de arte Alemán” (donde se mostraba la contraparte: copias de las copias de las copias de ese arte seudogriego que tanto gustaba al Führer), se inauguraron con bombo y platillo en edificios oficiales cubiertos por enormes letreros que lanzaban advertencias (nada más taquillero) del tipo: “exposición extremadamente política”. ¿Cuántos artistas no darían cualquier cosa por provocar algo así? Y se

esfuerzan, qué duda cabe. Los santiagosierras y las minervacuevas, siempre atentos a los fracasos e injusticias de este mundo. Siempre buscando la manera de poner el dedo en la llaga. Pero nada de nada. Ni un letrerito, caray. Para Hitler la vanguardia debía desaparecer no por una mera cuestión estética, sino por un asunto de seguridad nacional. Los artistas modernos suponían un verdadero atentado contra su idea no sólo de arte saludable, sino de mundo perfecto. Y por eso incluso las obras más abstractas, menos aparentemente políticas, lo eran, y profundamente. No lo digo como queriendo extraer de ahí una lección, pero, sí: a veces las obras que resultan más políticas son aquellas que ni siquiera se lo proponen. O al revés: puede pasar que las obras más pretendidamente políticas no lleguen nunca a serlo realmente. Ni modo. ¿Y qué es lo que va a decir en la plaquita: “Monumento al arte degenerado”? Saben en qué se va a convertir eso a la larga, ¿no? Además, ahí están las obras para recordarnos, y con toda precisión, quizá no lo mucho que tuvieron que aguantar, pero sí lo buenos artistas que fueron. ¿Puede haber un mejor monumento que éste?

María Minera (Ciudad de México, 1973) es crítica de arte.


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pรกginas invertidas

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Adrián S. Bará (Ciudad de México, 1982) es artista. Vive y trabaja en Guadalajara. Ha desarrollado su obra en escultura, collage, video, instalación y fotografía. Ha expuesto de manera colectiva e individual en: Mondrian Abstract Skating, T0, T1, T2, T3, T4, T5 (curada por Antoine Thelamon, Sala Juárez, Guadalajara, Jalisco, 2012). Festival de Arte Careyes 2012; Everything must go (Casey Kaplan Gallery, New York, EUA, 2011); Don y Látigo (Sala Juárez, Guadalajara, 2011); Game of chess (Colaboración con Marcel Dezama, David Zwirner Gallery, New York, EUA, 2010) y Proyecto Muro (curada por Abraham Cruzvillegas, Larva, Guadalajara, Jalisco, 2010).


Breves escritos econ贸micos, 2012. Pintura acr铆lica sobre opalina 18 x 23 cm.

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arte y política: una lectura de jacques rancière humberto beck

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Después de un siglo de vanguardias históricas y postvanguardias, de experiencias a veces estimulantes y a veces cuestionables de la “politización del arte” y de momentos desastrosos de “estetización de la política”, del ocaso del arte comprometido y del agit-prop, después, en suma, de un siglo acelerado lo mismo en matrimonios entre la belleza y el poder que en afirmaciones a ultranza de la autonomía del arte, ¿cómo hacerse cargo del lugar de la producción estética en relación con el espacio de lo político? En el paisaje del pensamiento del nuevo siglo, la obra de Jacques Rancière (Argel, 1940) resalta como una de las tentativas más sugerentes para volver a pensar los términos de esta relación.

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A la convulsa cadena de experiencias que vincularon la creación artística con el poder (o el cuestionamiento del poder) en los últimos ciento cincuenta años, Rancière ha respondido con el despliegue de una serie de dispositivos intelectuales en el centro de los cuales yace la noción del “reparto de lo sensible”. Contra una larga tradición, Rancière cuestiona a través de esta idea la distinción convencional entre estética y política (que las asume como dos campos enteramente autónomos) y ofrece un andamiaje conceptual más integral, uno en el que estas dos esferas representan cada una formas particulares de la encarnación del mismo principio: el de las “operaciones de reconfiguración de la experiencia común de lo sensible”. El pensamiento de Rancière supone, así, una penetrante reconvención de los planos y las ca-

tegorías en las que que se han planteado tradicionalmente los problemas del arte, la política y los nudos entre ambos. La filosofía de Rancière es una estética que es una teoría política y una teoría política que es una estética. Pero esta convertibilidad de los planos críticos en su obra no equivale a la fusión de una en la otra. Lo que Rancière lleva a cabo es, más bien, desde el interior de un esquema capaz de alojar a ambas, un novedoso replanteamiento de su especificidad. De este modo, hay en el pensamiento de Rancière una “estética de la política” inherente a la política misma consistente en el juego de la definición y redefinición de los campos de lo visible y lo decible en el espacio de la vida compartida. Hay también una “política de la estética” consubstancial a la propia estética, es decir, un plano en el que se disputan las formas de circulación y


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Para Rancière las relaciones entre arte y política se postulan en esta dimensión en la que lo estético y lo político convergen: el recorte de las formas de visibilidad, la redistribución de las capacidades de hablar y de mirar—la modificación, en suma, del territorio de lo posible. 19


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Lo que Rancière lleva a cabo es, mås bien, desde el interior de un esquema capaz de alojar a ambas, un novedoso replanteamiento de su especificidad.


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exposición de lo visible y las maneras en que estas formas contribuyen a la determinación de las capacidades de ver y de decir en el mundo común. Dicho en otras palabras: la noción del “reparto de lo sensible” supone que el contenido de lo político reside en la operación de decidir qué es lo que se puede ver en el espacio común, quién lo puede ver, qué es lo que se puede decir sobre todo eso y quién puede decirlo. Supone también que el contenido de lo estético es el acto de configurar el “paisaje de lo perceptible y de lo pensable”, el modo en que el ejercicio mismo de ciertas formas de arte dibuja unas ciertas “figuras de la comunidad”. Para Rancière las relaciones entre arte y política se postulan en esta dimensión en la que lo estético y lo político convergen: el recorte de las formas de visibilidad, la redistribución de las capacidades hablar y de mirar—la modificación, en suma, del territorio de lo posible. Las prácticas artísticas pueden tener mano en la política, entonces, en la medida en que participan en la repartición sensible de los espacios, los tiempos y las ocupaciones. Rancière agrega una advertencia: las proyecciones de la influencia del campo estético deben ser disociadas por completo del “modelo pedagógico” de la eficacia del arte—la lógica según la cual cada obra podría generar nada más que una lectura, la cual a su vez empujaría al espectador a

intervenir de una y solo una manera específica en la realidad. Por el contrario, la concepción de las relaciones entre el arte y el mundo debe partir del hecho de la entera discontinuidad entre la obra, la conciencia del espectador y la acción generada por esta conciencia. La recepción de una obra puede resultar en un número indeterminado de estados de conciencia, imprevisible para el creador. Estos estados de conciencia pueden dar lugar o no a una intervención en el espacio político, siempre en un sentido igualmente inesperado. Así, en el esquema político-estético de Rancière el primer emancipado debe ser el espectador mismo. Esta emancipación radica en el reconocimiento del poder del espectador, de su capacidad de asociar y disociar las obras, las imágenes y los significados de la manera más espontánea. Al modelo pedagógico de la eficacia del arte, Rancière opone el modelo de la eficacia propiamente estética del arte—la eficacia de una distancia, de una “suspensión de toda relación directa entre la producción de las formas del arte y la producción de un efecto determinado sobre un público determinado.” Rancière examina los alcances políticos del arte de manera enteramente independiente de las causas a las que los artistas pretenderían servir. Su idea de la “política del arte” no reside tanto en el contenido político explícito de las obras como en las divisiones del espacio y el tiempo que las obras


instituyen. Las figuras del teatro, el libro y el museo, por ejemplo, encarnan en sí mismas, en tanto formas de la elaboración artística, unas ciertas distribuciones de lo sensible. Es esta la manera en que el arte puede hacer política en tanto arte. Si bien Rancière proviene de un medio intelectual marxista, sus planteamientos parecieran implicar una suerte de anarquismo estético en la medida en que coinciden con uno de los puntos esenciales de la sensibilidad libertaria: la crítica de las formas de organización en sí mismas, más allá de los fines a los que pretenden servir. El interés de Rancière radica no en el contenido crítico de las obras sino, esencialmente, en la estructura de los medios artísticos (ya sea el teatro, el libro o el museo), y en las formas de comunidad que estos medios suponen. No es difícil establecer una afinidad entre la categoría de la distribución de lo sensible y las críticas de inspiración anarquista a la producción industrial de bienes y servicios en, por citar un ejemplo cercano, la obra de Iván Illich, para quien la ventaja de la bicicleta, el libro y el teléfono por encima del automóvil y la televisión como herramientas reside en el grado de autonomía y convivialidad que favorecen—o dicho en términos de Rancière: en las distribuciones de lo sensible (el reparto de los tiempos y los espacios, de las posturas de los cuerpos, de las capacidad

de hablar y de ser escuchado) que estas herramientas suponen. Las ideas de Rancière invitan a mirar con otros ojos uno de los principales temas de la discusión político-estética del siglo XX: la brecha entre el obrero y el artista o intelectual, la cual ha constituido el escenario de una de las más polémicas “redistribuciones de lo sensible” de la modernidad. En las primeras décadas del siglo XX los artistas comprometidos con una visión progresista solían resaltar la alienación del artista en una sociedad tecnológica y se esforzaban por identificar la figura del creador estético con la del obrero, ofreciendo espacios para una posible reintegración (la Bauhaus, el constructivismo, etc.). En las décadas recientes, por el contrario, la tecnología y las formas de producción han tendido, por el simple efecto de su evolución, a borrar las diferencias entre la figura del creador y la del trabajador. En una economía de servicios, y en particular en una economía centrada en la información y la comunicación, cada vez son más los trabajadores cuya materia prima de transformación son símbolos, palabras e imágenes, y cuyo trabajo consiste en una suerte de manipulación intelectual o estética. De hecho, en la era reciente no sólo la figura del productor sino la del propio consumidor ha mostrado señales de confusión con la figura del creador: el consumidor contemporáneo se ha convertido

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La recepción de una obra puede resultar en un número indeterminado de estados de conciencia, imprevisible para el creador.

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en un “usuario de formas” (Nicolas Bourriaud) –el acto de consumo se ha convertido, por lo menos en ciertos ámbitos, en una especie de “práctica estética”. Quizás más significativa aún es la luz que el pensamiento de Rancière puede arrojar sobre la cuestión que más ha marcado las relaciones entre estética y política durante los últimos doscientos años: la encrucijada entre arte y revolución. El cruce entre el impulso estético y la pasión revolucionaria ha producido resultados contradictorios: lo mismo el desencadenamiento explosivo de las energías creativas que la parálisis de la imaginación bajo el yugo del adoctrinamiento y las estéticas oficiales. En todo caso, el vínculo entre la estética y los proyectos de emancipación ha estado siempre acechado, aun en sus momentos más brillantes, por el espectro de la instrumentalización del arte. En este panorama, el esquema de Rancière ofrece un antídoto a la tentación, quizás inevitable en todo arte político, de caer en la prédica o

la pedagogía. Pero su antídoto deja intacta la posibilidad de que el arte intervenga críticamente en su entorno. Rancière salva conceptualmente la autonomía de lo estético, al tiempo que evita vaciar al arte de su potencial emancipador. El pensamiento político-estético de Rancière es una filosofía para los tiempos actuales en los que se ha hecho evidente que el desencanto con las experiencias del socialismo histórico no tiene por qué equivaler a un abandono de los ideales progresistas, y que los riesgos del “arte comprometido” no se resuelven con la supresión de la dimensión política del arte, sino con un llamado a la reformulación de sus formas de incidir en la realidad. Humberto Beck (Monterrey, 1980) es ensayista. Ha publicado Gabriel Zaid / Lectura y conversación (2004).

Ximena Labra (Ciudad de México, 1972) es artista. Vive y trabaja en la ciudad de México.


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breve registro de algunas experiencias artísticas y otros sucesos escalofriantes (fragmento) luis felipe fabre Yo los conozco, a los artistas: sé de sus tendencias, de sus relaciones problemáticas con los críticos, los coleccionistas, los galeristas, los jurados, las instituciones, los organizadores, los curadores, las bienales, el público asistente a sus performances. Yo los he visto: los he escuchado: sé cómo se les llena la boca conjugando el verbo “problematizar”. Pero de que son sensibles son sensibles: me constan sus buenas intenciones: sus inclinaciones didácticas, sus tentaciones terapéuticas: las ganas que tienen de educarnos, concientizarnos, confrontarnos, despertarnos, liberarnos. Yo los conozco, a los artistas. Y a sus novias y a sus novios: “No soy gay, soy bi.” O:“No soy bi, soy queer.”O: “No soy o, soy y.”

Luis Felipe Fabre (Ciudad de México, 1974) es poeta, ensayista y coeditor de Galleta China. El poema que aquí se publica forma parte de una serie escrita para Proyecto Líquido, un proyecto curatorial de Jessica Berlanga y Fundación Alumnos 47 en torno al miedo.

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E incluso: “Prefiero ser claro desde el principio: sólo lo hago como parte de un proyecto.”

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Alfredo S.G.B (Ciudad de México) ateo mexicano nacido en 1981. Trabaja como ilustrador independiente en discos, revistas de Rock y campañas políticas. En su catálogo: “La familia tiratodo”, proyecto ecológico de cómic infantil, escrito por Manuel Monsivais para “El Tunel imaginario”; La novela gráfica “FREAK METER”, escrita por BoE Duransier para Committed Comics (de Seattle); el web comic autobiográfico “Mi vida en tiras” y la segunda participación de un mexicano en el popular web comic “the-gutters.com


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