Sueños Sonoros, Sueños Sororos

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Terminado de editar en septiembre del 2019, en un mundo donde caben todos los seres roncadores.



Había una vez en algún lugar, una pequeña gran persona llamada María Cristina Asunción Irasema Hilda Claudia Estefanía Filomena Patricia Dalia del Bosque Rojas. Pero todo el mundo le decía: Séfira.



Séfira era una muchachita de entre 5 y 80 años, chaparrita y de buen carácter. Sus amigas eran niñas-mujeres más o menos de su edad que vivían en casas cercanas a la suya, y a veces cuando querían iban a la escuela, al igual que Séfira.



Pasa que una vez habían quedado para dormir todas juntas en la casa de Séfira. Las mamás habían llevado conejos, gatos, borregos, camellos y muchos animales más para que se cubrieran, y como pasa en cualquier casa a la mañana siguiente los animales vuelven a hacer sus cosas y las niñas las suyas, sin mayor complicación.



Acompañadas de la brillante luna se pusieron a platicar sobre las galletas sabor a delicia con forma de caca de perro de la pastelería Juana, y de cómo en cambio para nada les gustaban las albóndigas de soya, que saben a soya por más forma de corazón contento que tengan. Ya bien de noche todas muy juntas con sus camisones puestos se quedaron acostaditas en sus colchones.


Acompañadas de la brillante luna se pusieron a platicar sobre las galletas sabor a delicia con forma de caca de perro de la pastelería Juana, y de cómo en cambio para nada les gustaban las albóndigas de soya, que saben a soya por más forma de corazón contento que tengan. Ya bien de noche todas muy juntas con sus camisones puestos se quedaron acostaditas en sus colchones.


Séfira se quedó dormida al último. Comenzó a soñar que era un león corriendo en la luna, que se echaba en tobogán panza de cocodrilo al río, que desde hacía tres sueños iba arrastrado una nube en el zapato. Soñaba también con galletas en forma de triángulo, redondas o cuadradas, que no le gustaban porque sabían a algo que le recordaba a plástico morado. Soñó y soñó como las grandes.



A la mañana siguiente Séfira despertó prístina y luminosa, como quien dice: re-chula y descansada. Los animales se habían ido a sus actividades y sus amigas estaban sentadas con sus cabezas recargadas en la pared, despeinadas, asustadas, sorprendidas y con ojos de sueño mortal. Unas tomaban tecito verde e intentaban platicar, pero lo que eran todas -todasveían a Séfira con cara como de desconocidas.



Cuando Sefi les preguntó qué habían soñado, la que estudiaba teatro hizo como que se desmayaba, pero las demás medio enfurecidas, medio contenidas, le contaron que cuando estaban dormidas soñando sus propios sueños, comenzaron a escuchar un ruido como de camión de doble tracción en subida sobre la carretera. En sus oídos había retumbado algo semejante a una convención de mandriles azotando sus maletas llenas de triques en los árboles de las cacatúas o sonidos parecidos a un elefante arrastrando un costal de martillos. Ninguna tuvo un sueño decente en toda la noche.



Sefi sorprendida les preguntó si sabían de dónde venía ese ruido inhumano, cuando de la nada una de las chicas que estudiaba lanzamiento de bala ya se había lanzado hacia la susodicha para derribarla. Lo bueno es que otra que se entrenaba para atrapar bicicletas al vuelo la detuvo antes de estrellarse en el cuerpo roncador de su amiga Séfira Rubí.



Séfira no podía creerles… si ella no escuchó nada... si ella durmió tan profundo. Así fue como Sefi descubrió que roncaba, que roncaba como mandril.



Lo de sonar como mandril no le molestaba porque los mandriles le parecían muy inteligentes, menos cuando azotan las maletas en los árboles... eso sí que no tenía ningún sentido. Sabía por las ojeras bajo los ojos y las orejas envueltas con bufandas de sus amigas, que roncar no era lo que se espera de una muchachita. Pero Sefi había sacado a la luz una verdad universal, una revelación ancestral: las niñas, mujeres, muchachas roncan.



Lxs niñxs, las personas mayores, los jabalíes, los elefantes, los perros, muchos seres vivientes roncan. Es cosa de investigar... pues pasa que no roncan como en otros cuentos: como el suspiro de un ratón, como la transpiración de una nube, pues no, no, no, NO.



En eso estaban cuando una de las niñas dijo que ella también roncaba a veces cuando estaba muy cansada o cuando no podía respirar bien o cuando estaba preocupada. Era cierto que algunas veces había roncado. Y fue así que todas fueron preguntándose ¿Si fuera yo la que ronca? ¿o mi hermano o mi papá, o mi mamá? ¿o el tlacuache en el patio arreglando la enredadera? ¿Qué hacer? ¿Tú qué harías?



Bueno fue que lxs seres cercanos a Sefi llegaron para compartirles otra revelación: Sefi no tenía la culpa de roncar, no podía evitarlo y no estaba bien que cualquier ser soñador no pudiera dormir por miedo a roncar como un mandril. Así fue que encontraron la forma de seguir durmiendo juntas, primero porque se la pasaban muy bien hablando de caquitas de nuez y segundo porque vivían en el mismo pueblo y no podían irse muy lejos.



Esa mañana cada una aprendió mucho del cuerpo y la anatomía del sistema respiratorio en un libro que les prestaron las mamás menos, igual o más roncadoras y todas se fueron a la panadería a esperar a que Juana sacara la primera charola de galletas en forma de flor. No hay mucho que hacer, los fines de semana las galletas salen así.



Y ta tan, el fin delfĂ­n.

(Aunque aĂşn nos falta investigar la posibilidad de delfines roncadores.)



Aquí la historia de una niña que sacó a la luz una verdad universal, una revelación ancestral...


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