De Una Ojeada a Una Cacería A View To A Kill – 1960 Sólo Para Sus Ojos For Your Eyes Only – 1960 Cantidad de Consuelo Quantum of Solace – 1959 Risico Risico - 1960 La Rareza Hildebrand The Hildebrand Rarity - 1960
De Una Ojeada a Una Cacería
Los ojos detrás de los anchos anteojos de caucho negro estaban tan fríos como el pedernal. Eran las únicas cosas que en esa masa violenta de carne y metal, que iba a la velocidad aullante e inquietante de ciento diez kilómetros por hora en una BSA M20, estaban quietas. Protegidos por el cristal de los anteojos, miraban atentamente hacia adelante justo por encima de la mitad del manubrio, y sus inmóviles iris negros parecían el orificio del cañón de una pistola. Bajo los anteojos, el viento había penetrado por la boca y había estirado los labios hacia atrás formando una mueca cuadrada que dejaba ver unos grandes dientes lapidosos y unas tiras de goma de mascar blancuzcas. A ambos lados de la mueca los pómulos se habían hinchado por el viento, formando dos talegos que se movían ligeramente. A derecha e izquierda de la cara, que estaba bajo el casco protector, se encontraban, sobre los controles, los guantes negros que le llegaban hasta la muñeca, como garras de un animal enorme. El hombre estaba vestido con un uniforme del Cuerpo Real de Mensajeros, y su máquina pintada de verde oliva, con algunas modificaciones en las válvulas y el carburador, y sin algunos filtros en el silenciador, para darle mayor velocidad, era idéntica a la usada por el Ejército británico. No había nada de él o en su máquina o equipo que pusiera en duda que era lo que aparentaba ser, con excepción de una pistola Luger completamente cargada que tenia asida al tanque de la gasolina por medio de un gancho. Eran las siete de una mañana de mayo en la que la carretera que atravesaba los bosques brillaba con el rocío de la primavera. A ambos lados, los espacios entre los árboles de roble estaban llenos de musgos y flores, lo cual les daba el encantamiento teatral de los bosques reales de Versailles y Saint-Germain. La carretera era la D98, una carretera secundaria de tránsito local en el área de SaintGermain, y el motociclista acababa de pasar por la autopista Paris-Mantés, que ya estaba llena del tráfico de trabajadores hacia París. Se dirigía hacia el norte, en dirección a Saint- Germain, y no había nadie a la vista en ninguna de las direcciones de la carretera, excepto a quizás un kilómetro hacia adelante, una figura idéntica, otro mensajero del Cuerpo Real. Este era un hombre más joven y delgado y estaba sentado cómodamente en su máquina, gozando de la mañana y manteniendo su velocidad en más o menos sesenta y cinco kilómetros por hora. No se encontraba muy afanado en cuanto al tiempo y ésta era una mañana esplendorosa. Se preguntaba cómo mandaría preparar sus huevos de regreso al Cuartel General, alrededor de las ocho, si revueltos o fritos. Quinientos metros, cuatrocientos, trescientos, doscientos, cien. El hombre que venía detrás disminuyó a ochenta. Se llevó el guante derecho a la boca, se lo quito con los dientes, lo metió entre los botones de su chaqueta y desabrochó la pistola. Para ese momento ya debería verse grande en el espejo retrovisor del joven que se encontraba adelante, porque de repente volvió la cabeza sorprendido de ver otro mensajero a esa hora de la mañana y por su recorrido. Creía que era un policía militar estadounidense o quizás francés. Podría ser de cualquiera de las ocho naciones pertenecientes a la OTAN y que formaban parte de la SHAPE,
pero cuando reconoció el uniforme del Cuerpo Real quedó sorprendido y complacido a la vez. ¿Quién diablos sería? Alzó el dedo pulgar de la mano derecha en señal de reconocimiento y disminuyó su velocidad a cincuenta, esperando que el otro hombre se colocara a su lado. Teniendo un ojo en la carretera y el otro en la silueta de1 hombre que se acercaba por el espejo retrovisor, comenzó a recorrer con la mente la lista de los nombres de los motociclistas del Servicio Especial de Transportes que se encontraban en el Cuartel General del Comando. Albert, Sid, Wally; podría ser Wally, tenía la misma conformación física. ¡Estupendo! Le podría tomar el pelo durante un buen rato acerca del pequeño mordisco de rana que le había dado en la cantina, cómo se llamaba, Louise, Elise, Lise. El hombre de la pistola había disminuido aún más su velocidad. Ahora se encontraba a sólo cuarenta metros. Su cara, ahora no distorsionada por el aire, se había convertido en obtusa, dura y quizás de líneas eslavas. Una chispa roja brilló en el negro iris de los ojos. Treinta metros, veinte. Una urraca voló por delante del joven mensajero, saliendo del bosque torpemente hasta unos arbustos que estaban detrás de un aviso que decía que sólo faltaba un kilómetro para llegar a Saint-Germain. El hombre joven le sonrió e irónicamente levantó un dedo en señal de saludo y de protección. "Una urraca es símbolo de mala suerte." Diez metros atrás, el hombre de la pistola quitó ambas manos del manubrio, levantó la Luger, la apoyó cuidadosamente sobre el antebrazo izquierdo y disparó un tiro. Las manos del joven saltaron de los controles y se cruzaron en el centro de su espina dorsal arqueada hacia atrás. La máquina viró en la carretera, saltó una cuneta angosta y se enterró entre un poco de pasto y lirios silvestres. Allí se dio una vuelta sobre la gimiente rueda trasera y cayó hacia atrás, encima de su ocupante muerto. La BSA tosió y enredó el traje del hombre despedazándolo, después las flores y por último permaneció en silencio. El asesino ejecutó una curva cerrada y paró su máquina dirigida hacia el lado por el cual había venido. Le bajó la pata de apoyo y caminó por entre las flores silvestres hasta debajo de los árboles. Se acercó al hombre muerto, se arrodilló y bruscamente le levantó un párpado, casi con igual rudeza le arrebató la cartera de cuero donde cargaba los mensajes, arrancó los botones de la chaqueta, extrajo una destartalada billetera de cuero y le quitó un reloj de pulsera barato con tal violencia que la cromada pulsera elástica se partió en dos. Se puso en pie y se terció la cartera de los mensajes. Escuchó atentamente mientras guardaba la billetera y el reloj en un bolsillo de su chaqueta. Sólo había ruido de bosque y los sonidos provenientes del metal caliente de la destrozada BSA. El asesino recorrió los mismos pasos que había dado, hasta la carretera. Caminó lentamente, tapando con hojas y musgo las huellas que habían dejado las llantas. Se tomó más molestias en las hondas huellas que quedaron en el borde de la zanja y entre el pasto, y luego se colocó al lado de la motocicleta y miró hacia la franja de lirios silvestres. ¡No estaba mal! Probablemente sólo los perros rastreros podrían encontrarlo, y, con unos dieciséis kilómetros de carretera por recorrer, pasarían horas, quizás días, antes de que lo encontraran. Tiempo más que suficiente. En esa clase de trabajos lo principal era tener un amplio margen de seguridad. Hubiera podido dispararle desde unos treinta metros, pero había preferido
hacerlo desde diez. Además, el hecho de haberle tomado la billetera y el reloj eran toques buenos, de profesional. Complacido de sí mismo, el hombre empujó de su pata de apoyo la motocicleta, saltó elegantemente sobre su galápago y bajó con el pie el arranque. Sin prisa, para no dejar rastros de patinada al arrancar, aceleró alejándose por la carretera y en un minuto o algo así, ya que llevaba una velocidad de ciento diez kilómetros por hora, el viento volvió a darle la mueca de nabo a la cara. Alrededor de la escena del crimen, el bosque, que había sostenido el aliento mientras éste sucedía, volvió lentamente a respirar.
James Bond tomó su primera bebida de la tarde en Frouquet's. No era una bebida fuerte, uno no puede beber seriamente en los cafés franceses, pues afuera, en el pavimento y al sol, no es un lugar para vodka, whisky o ginebra. Un fine á l'eau es algo serio, pero intoxica sin saber a nada bueno. Un quart de champagne o un champagne á l'orange es bueno, pero antes del almuerzo; en la tarde, un quart lleva a otro quart y una botella de indiferente champaña es un mal comienzo para la noche. El Pernod es posible, pero tiene que ser bebido en compañía, y de todos modos a Bond no le gustaba, porque su sabor a regaliz le recordaba su niñez. No, en los cafés se tiene que beber el trago menos ofensivo de la comedia musical que los acompaña, y Bond siempre pedía lo mismo, un "americano", Bitter Campari, Cinzano, una tajada grande de limón descortezado y soda; y prefería la soda Perrier, porque en su opinión la soda costosa era el peor modo de mejorar una bebida ordinaria. Siempre que Bond se encontraba en París lo asaltaban las mismas dudas. Se alojaba en el Terminus Nord porque le gustaban los hoteles de estación y porque éste era el menos pretencioso y más desconocido de todos. Almorzaba en el Café de la Paix, la Rotonde o el Dome, porque la comida era suficientemente buena y además a él le encantaba observar a la gente. Si deseaba una bebida fuerte iba al bar Harry´s, porque allí los tragos eran verdaderamente fuertes, y en su primera visita a París, a los dieciséis años, había hecho lo que un anuncio de Harry´s aconsejaba en el Continental Daily Mail y le había dicho al chofer del taxi: "Sank Roo Doe Noo". Esto había empezado una de las tardes más memorables de su vida, terminando en la pérdida, casi inmediata, de su virginidad y su billetera. Para su cena iba a uno de los mejores restaurantes: el Vé-four, el Caneton, el Lucas-Carton o el Cochon d'Or. El consideraba que éstos, aunque contradijera lo que decía Michelin acerca del Tour d'Argent, el Maxim's y otros por el estilo, habían de algún modo evitado la empañadura de la gran cantidad de gastos y del dólar, pero de todas maneras a él le gustaba la cocina de ellos. Generalmente se dirigía a la Place Pigalle después de la cena para ver qué sucedía. Y cuando, como era usual, nada pasaba, caminaba a través de París hacia la Gare du Nord y se iba a la cama. Esa noche Bond decidió desempolvar su libro de los recuerdos y recorrer nuevamente los mismos lugares. Iba caminando por París después de una tarea poco animada y en la que había fallado, cerca de la frontera austro-húngara. Le habían encomendado sacar un tal húngaro de allí y lo habían enviado
especialmente desde Londres a comandar la operación por encima del Jefe de la Estación V. Esto no lo había hecho muy popular ante la Estación. Hubo malentendidos, malentendidos voluntariosos. El hombre había sido asesinado en la frontera minada. Probablemente habría una corte de indagatorias. El tenía que presentarse en Londres al día siguiente y entregar su reporte; este solo pensamiento lo deprimía. El día había sido tan esplendoroso, un día de esos en que uno está a punto de creer que París es hermoso y alegre, y él había decidido darle una oportunidad más a la ciudad. De algún modo se conseguiría una muchacha que realmente fuera una muchacha y la llevaría a cenar en un lugar ficticio en el Bois, como Armenonville. Para quitarle la sed de dinero de los ojos, porque sin duda estaría allí, le daría tan pronto como le fuera posible sus cincuenta mil francos y le diría: "Me propongo llamarte Donatienne, o quizás Solange, porque esos nombres se amoldan a mi temperamento y a la tarde. Nos conocemos desde hace tiempo y me prestaste este dinero una vez que estaba en un aprieto. Aquí lo tienes, y ahora nos contaremos el uno al otro lo que hemos estado haciendo desde la última vez que nos vimos en Saint-Tropez hace justamente un año. Mientras tanto aquí están el menú y la lista de los vinos. Escoge lo que te agrade más y te engorde. Ella miraría con alivio el no tener que insistir más, se reiría y le diría: "Pero, James, no quiero engordar" y allí permanecerían, principiando con el mito de "París en primavera", y Bond estaría sobrio e interesado en todo lo que ella dijera. Y, por Dios que si para el final de la tarde no había ni muestras del viejísimo cuento de hadas sobre "Un buen rato en París", no sería por su culpa. Sentado en el Fouquet's esperando el "americano", Bond sonreía de su propia vehemencia. Bien sabía que sólo estaba jugando con su fantasía, con la satisfacción de lanzar un último ataque, una patada, a la ciudad que él había desaprobado cordialmente desde la guerra. Desde 1945 no había tenido ni una tarde feliz en París. No era que la ciudad hubiera vendido su cuerpo, pues muchas lo habían hecho; era que su corazón había desaparecido, manoseado por los turistas, empeñado a los rusos, rumanos y búlgaros, manoseado por los sobrantes del mundo que se habían apoderado lentamente de la ciudad. Y, por supuesto, empeñado a los alemanes. Eso se podía ver en los ojos de la gente, adustos, envidiosos, apenados. ¿La arquitectura? Bond observó en el pavimento la cinta de autos negros que el sol hacía brillar dolorosamente. En todas partes era lo mismo que en los Champs-Elysées. Sólo había dos horas en las que uno podría ver la ciudad, entre las cinco y las siete de la mañana. Después de esta hora todo estaba lleno de estruendoso ruido de metal negro, con el cual ningún edificio bello, espacioso y con bulevares bordeados de árboles podría competir. La bandeja del mesero resonó sobre la cubierta de mármol de la mesa. Con un tirón de una sola mano, cosa que Bond había tratado inútilmente de hacer, el destapador quedó con la tapa del Perrier. El hombre deslizó la cuenta bajo el balde del hielo y dijo mecánicamente: -Voilá, m'sieur -y se alejó rápidamente.
Bond colocó hielo en su bebida, llenó el vaso de soda hasta el borde y luego tomó un largo trago. Se reclinó cómodamente y encendió un Laurens rubio. Claro que la tarde iba a ser desastrosa; aunque encontrara a la muchacha en la hora siguiente, el contenido no podría ser soportado por la envoltura. Examinándola con detención, tendría la piel dura, húmeda y de poros dilatados, común en la bourgeoisie francesa. El cabello rubio bajo la libertina boina de terciopelo seria castaño en las raíces y tan áspero como una cuerda de piano. La menta en su aliento no podría ocultar el olor a ajo del Mediodía. La figura provocativa habría sido construida intrincadamente por medio de alambres y caucho. Sería de Lille y sin duda le preguntaría si él era estadoundense. Y, Bond sonrió para sí mismo, ella o su maquereaud le podría robar de nuevo su billetera. ¡La ronde! Regresaría a donde había empezado. Más o menos, eso era. Bien, ¡al infierno con todo eso! Un negro y destartalado Peugeot 403 salió de entre el centro del tráfico, atravesó la línea lateral y se estacionó en un lugar prohibido junto a la acera. Hubo el chirrido usual de frenos, el ulular y los gritos. Imperturbable, una chica salió del coche y, dejando que el tráfico se defendiera como pudiese, caminó por la acera. Bond se incorporó. La chica tenía todo, pero absolutamente todo lo que pertenecía a su imaginación. Era alta y, aunque su figura era disimulada por una gabardina liviana, por la forma en que se movía y sostenía prometía ser encantadora. La cara mostraba una alegría y una osadía que competían con el modo de manejar, pero en esos momentos había impaciencia en los labios apretados y en los ojos inquietos, mientras cruzaba diagonalmente por entre la masa móvil de transeúntes que pasaban por allí. Bond la observó atentamente mientras ella llegaba al borde del grupo de mesas y se internaba por entre el espacio que dejaban los asientos. Venía a encontrarse con alguien, probablemente su amante. Era tiempo perdido tratar de conquistarla. Era el tipo de mujer que siempre pertenece a alguien. Estaba retrasada sin duda. Por eso se la veía tan afanada. Maldita suerte, ¡maldita suerte hasta debajo de la boina de terciopelo donde se encontraba un largo pelo rubio! ¡Y lo estaba mirando directamente! ¡Le estaba sonriendo a él! Antes de que Bond pudiera serenarse, la muchacha se arrimó a la mesa, retiró una silla y se sentó. Le sonrió casi coquetamente a los ojos asustados. -Siento mucho llegar tarde. Creo que tenemos que darnos prisa en partir. Lo desean en la oficina -añadió casi sin aliento-: Sumérjase. Bond regresó a la realidad. Quienquiera que fuese la muchacha, era seguramente de la "firma". "Sumérjase" era una expresión usada en el Servicio Secreto que había sido tomada del Servicio Submarino y que significaba que algo iba mal, quizás lo peor. Hurgó en el bolsillo y deslizó algunas monedas sobre la mesa. Dijo: -Bien, vamos. -Se puso en pie y la siguió por entre las mesas hasta el auto, que aún estaba obstruyendo la calzada interior.
En cualquier momento podría llegar un policía. Caras contrariadas los observaron mientras subían. La muchacha había dejado el motor encendido. Hizo resonar la caja de cambios, lo puso en segunda y se internó entre el tráfico. Bond la miró de reojo. La pálida piel era como de terciopelo. El cabello rubio era de seda, hasta las raíces. Le preguntó: -¿De dónde eres y de qué se trata todo esto? Respondió concentrándose en el tráfico: -De la Estación. Soy el número 765 en el trabajo y Mary Ann Russell fuera de él. No tengo ni idea de qué se trate. Solamente vi el mensaje proveniente del Cuartel General, personalmente de M al jefe de la Estación. Urgente y todas las cosas por el estilo. Tenía que encontrarte inmediatamente y si era necesario emplear a la Deuxiéme para que ayudara. El Jefe de la F dijo que siempre frecuentabas los mismos lugares cuando venías a París, y a mi y a otra chica nos dieron una lista de lugares -sonrió-. Sólo había ido al bar Harry´s, y después del Fouquet's iba a comenzar con los restaurantes. Fue maravilloso haberte encontrado tan fácilmente -le lanzó una rápida mirada-. Ojalá no haya sido muy torpe. -Estuviste estupenda. ¿Cómo lo habrías hecho si yo hubiera estado con una chica? Rió. -Habría sido más o menos lo mismo, con la excepción de que te habría llamado "señor". Sólo me preocupaba cómo deshacerme de ella: propondría que yo la llevaría a casa y que tú tomarías un taxi, si es que llegaba a comenzar una escena. -Pareces de muchos recursos. ¿Cuánto hace que estás en el Servicio? -Cinco años. Es la primera vez que estoy en una Estación. -¿Te gusta? -El trabajo me gusta, pero los días y las tardes libres son un poco aburridos. No es fácil hacer amigos en París... -la boca tomó un rictus de ironía- sin el resto. Mejor dicho -se apresuró a agregar-, no soy una mojigata ni nada por el estilo, pero, sin embargo, los franceses hacen todo aburrido. Hasta he tenido que dejar de subir en el metro y en los autobuses; a cualquier hora del día que sea, siempre resulta uno con la espalda negra o verde -rió-. Además de ser muy aburrido y no saber uno qué decirle al hombre, algunos de los pellizcos duelen. Es el colmo. De manera que para poder trasladarme compré este auto barato y así los automóviles parecen quitarse de mi camino. Mientras que el chofer no le ponga a uno el ojo encima se puede entretener hasta con el más malo de ellos. Creen que uno no los ha visto y se asustan por el aspecto abollado del automóvil. Le dan a uno un paso bastante ancho. Habían llegado al Rond Point y como para demostrar su teoría le dio la vuelta y se dirigió directamente hacia la fila de vehículos que venían de la Place de la Concorde. Milagrosamente la fila se rompió y los dejó pasar hacia la Avenue Matignon. Bond le dijo:
-Magnífico. Pero no lo vayas a tomar como un hábito. También puede haber muchas Mary Anns por ahí. Ella rió. Torció y tomó la Avenue Gabrielle y sedetuvo al frente del Cuartel General del Servicio Secreto en París. -Solo hago esta clase de manoeuvre cuando estoy en servicio. Bond salió del coche y dio la vuelta hacia la ventanilla de ella. -Bien, gracias por recogerme. Cuando toda esta confusión se termine, ¿podría invitarte como señal de agradecimiento? No entiendo lo de los pellizcos, pero estoy tan harto en París como tú. Sus ojos eran azules y bastante separados. Buscaron los de él. Dijo seriamente: -Me encantaría. El empleado del conmutador siempre sabe donde encontrarme. Bond alargó su mano por la ventanilla y le apretó la de ella sobre el volante. -Perfecto -se volvió y caminó rápidamente hacia el portal. El capitán de ala Rattray, Jefe de la Estación F era un hombre regordete con pómulos rosados y pelo castaño liso y peinado hacia atrás. Se vestía elegantemente con camisa de colleras y saco de doble ranura en la parte trasera, corbatín y chaleco estilizados. Llevaba una buena vida: vino y comida en sociedad; los ojos azules, calmados y astutos eran su debilidad. Fumaba un Gaulois detrás de otro y su oficina hedía a ellos. Saludó a Bond con alivio. -¿Quién lo encontró? -Russell. En el Fouquet's. ¿Es nueva? -Seis meses. Es muy eficaz. Tómese un descansito. Ha habido una dificultad y me toca ponerlo al tanto y después lo pondré en marcha. -Se agachó hacia el interfono y apretó un botón-. Mensaje a M, por favor. Personal del Jefe de la Estación. "Localizado 007, se está poniendo al tanto ya". ¿Okay? -dejó de presionar el botón. Bond acercó un asiento a la ventana abierta para retirarse del humo de los Gauloises. El ruido del tráfico en los Champs-Elisées era un suave rugido de fondo. Hacía media hora se encontraba harto de Paris, dichoso de marcharse, y ahora deseaba que le ordenaran que se quedara. El Jefe de F dijo: -Alguien agarró a nuestro mensajero del amanecer que iba de la SHAPE a la Estación de Saint-Germain ayer por la mañana. El despacho semanal de la División de Inteligencia de la SHAPE con sumarios, papeles de Inteligencia, tácticas de la Cortina de Hierro, todos los secretos supremos. Tenía una bala en la
espalda. Le robaron la cartera de los mensajes, su billetera y el reloj. Bond dijo: -Me suena mal. ¿No podría ser un atraco como cualquiera? ¿O creen que lo de la billetera y el reloj fue para despistar? -La Seguridad de la SHAPE no se ha pronunciado. En teoría creen que fue sólo por despistar. Las siete de la mañana es una hora poco ideal para un atraco. Pero bien puede discutirlo con ellos cuando baje allí. M lo manda a usted como su representante personal. Está muy preocupado. Aparte de la pérdida de la información de la Inteligencia, a ellos nunca les ha gustado que nuestras Estaciones, por decirlo así, salgan de su reserva y durante años han intentado incorporar en la Inteligencia de la SHAPE la unidad de Saint-Germain. Pero usted conoce a M, un diablo independiente. Nunca ha estado contento con la Seguridad de la OTAN, y tiene cierta razón, pues no sólo hay una pareja de franceses e italianos, ¡sino que el Jefe de la Contrainteligencia y Seguridad es un alemán! Bond silbó. -El problema es que este maldito lío es todo lo que necesita la SHAPE para dominar a M. De todos modos, él dice que usted tiene que ir cuanto antes. He conseguido los pases. Tiene que reportarse al coronel Schreiber en el Cuartel General de la Rama de Seguridad. Es americano. Un tipo eficiente. Ha manejado el asunto desde el principio. Hasta donde sé, ha hecho todo lo que se podía y debía hacer. -¿Qué ha hecho? En realidad, ¿qué fue lo que sucedió? El Jefe de la F alzó un mapa de su escritorio y dio la vuelta. Era uno de los Michelin Environs de París de escala grande. Señaló con un lápiz a medida que hablaba: -Aquí está Versailles, y aquí, justamente al norte del parque, está el cruce de la París-Mantés y la Versailles; a unos ciento ochenta metros al norte de la última, en la N184, está la SHAPE. Todos los miércoles, a la siete de la mañana, un mensajero del Servicio Especial sale de la SHAPE con toda la información de que ya le hablé. Tiene que llegar a la pequeña población de Fourqueux, justamente en las afueras de Saint-Germain, entregar todo al oficial en servicio de nuestro Cuartel General y reportarse de regreso en la SHAPE alrededor de las siete y media. En lugar de ir por esta área completamente construida, por razones de seguridad, tiene órdenes de tomar la N307, que va a Saint-Nom, allí tuercen hacia la derecha e ingresan en la D98, pasan bajo la autoroute y después a través del bosque de Saint-Germain. El recorrido es de unos doce kilómetros y si lo hace despacio demora en una dirección más o menos un cuarto de hora. Bien, ayer le tocó a un cabo del Cuerpo Real de Mensajeros, un hombre responsable llamado Bates. Cuando a las siete y cuarenta y cinco no se había reportado en la SHAPE, mandaron a otro mensajero para que lo buscara. No había ni rastros y ni siquiera se había reportado en el Cuartel General. A las ocho y quince la Rama de Seguridad ya estaba trabajando y para las nueve estaban bloqueadas las
carreteras. La policía y la Deuxiéme habían sido informadas y ya unos grupos de búsqueda se hallaban en acción. Los perros lo encontraron, pero eso fue sólo en la tarde, alrededor de las seis, y para ese momento si hubiera habido alguna huella en la carretera ya debería de haber sido borrada por el tráfico -le entregó el mapa a Bond y regresó a su escritorio-, y eso es todo, excepto que se han tomado los pasos usuales, fronteras, puertos, aeródromos y el resto. Pero eso no sirve para nada. El trabajo fue de un profesional y quienquiera que lo hubiera hecho estaría fuera del país para el mediodía o en una embajada en París después de una hora. Bond dijo con impaciencia: -¡Exactamente! Entonces, ¿qué diablos quiere M que haga yo? ¿Decirle a la Seguridad de la SHAPE que haga de nuevo todo, pero con más eficacia? Esta clase de cosas no están dentro de mis habilidades. Es una pérdida de tiempo. El Jefe de la Estación sonrió con simpatía. -A propósito, yo estoy de acuerdo en gran parte con el punto de vista de M acerca de la baraúnda. Hay que hacer las cosas con tacto. El "viejo" tiene toda la razón. Dijo que quería demostrarle a la SHAPE que él está tomando la cosa tan seriamente como ellos. Y resulta que usted estaba disponible y más o menos cercano al lugar; además dijo que usted era la clase de hombre que podría encontrar el factor invisible. Le pedí que me explicara lo que quería decir y manifestó que en todos los Cuarteles Generales siempre hay un hombre, un hombre tan común que nadie lo nota, un jardinero, un limpiador de ventanas, un cartero. Le respondí que ya la SHAPE había pensado en eso, pero que ellos siempre tomaban para esta clase de trabajos hombres enrolados. Me replicó que no fuera tan ingenuo y me colgó. Bond rió. Podía ver el ceño fruncido de M y oír su voz áspera. Dijo: -Está bien, entonces. Veré lo que puedo hacer. ¿A quién me reporto después? -Presentará su reporte aquí, pues M no quiere que la unidad de Saint-Germain se vea envuelta en el problema. De todos modos yo lo colocaré en el teleprínter tan pronto me lo entregue. Pero probablemente no me encuentre disponible cuando me llame; a este respecto pondré a algún oficial en servicio y veré que esté preparado durante las veinticuatro horas del día. Podría ser Mary Ann Russell. Ya que ella lo consiguió, bien podría seguir cuidando de usted. ¿Le parece bien? -Sí -repuso Bond-, será perfecto. El destartalado Peugeot, perteneciente a Rattray, olía a Mary Ann. Había pedazos de ella en el compartimiento para guantes, medio paquete de chocolate con leche Suchard, un pedazo de papel doblado con unos ganchos, un libro de bolsillo de John O'Hara, un guante de gamuza. Bond pensó en ella mientras recorría la Etoile y después cerró su cerebro a ese pensamiento mientras ponía el auto en alta y tomaba el Bois. Rattray le había dicho que demoraría en llegar unos quince minutos a una velocidad de ochenta kilómetros por hora. Bond le había
respondido que doblara el tiempo, que dividiera en dos la velocidad y que le dijera al coronel Schreiber que se encontraría con él alrededor de las nueve treinta. Después de la Porte de Saint-Cloud había muy poco tráfico y Bond sostuvo los ciento diez por la autoroute hasta llegar a la segunda carretera de salida, la cual tenía la flecha roja de la SHAPE. Bond subió la ligera pendiente y entró en la N184. Doscientos metras adelante, en el centro de la carretera, estaba el policía de tráfico que le habían dicho que buscara. El hombre le indicó con la mano hacia las puertas anchas que estaban a la izquierda y paró en el primer puesto de control. Un policía estadounidense uniformado de gris salió de la cabina y observó el pase. Le dijo que se estacionara bien y que esperara. Ahora fue un policía francés el que tomó su pase, anotó los detalles en un modelo mimeografiado que estaba sujeto a una tabla, le dio un plástico grande con un número para que lo colocara en el parabrisas y le indicó que prosiguiera. Tan pronto como Bond llegó al lugar de estacionamiento cien reflectores se encendieron con una rapidez teatral e iluminaron el acre de edificaciones bajas que se encontraban enfrente de él como si fuera de día. Sintiéndose desnudo, Bond caminó a través del sendero de gravilla descubierta y al lado de las banderas de los países integrantes de la OTAN y subió rápidamente los bajos escalones que llevaban a la ancha puerta de vidrio que daba entrada al Cuartel Supremo de las Fuerzas Aliadas Europeas. Ahora allí estaba el escritorio del Jefe de Seguridad. Policías militares americanos y franceses revisaron su pase y apuntaron los detalles. Fue entregado a un policía militar británico que vestía una chaqueta roja y llevado por el corredor principal, pasando por innumerables puertas de oficinas. No había nombres en ella, pero sí el usual alfabeto abracadábrico de todos los Cuarteles Generales. Uno de ellos decía: "COMSTRIKFLTLANT Y SACLANT LIAISON TO SAUCEUR". Bond le preguntó al policía qué quería decir eso, pero éste, a lo mejor ignorante o, lo más probable, con mente de seguridad, repuso con estolidez: -No podría decirle, señor. Detrás de una puerta en la que decía: "Coronel G. A. Schreiber, Jefe de Seguridad, Comando General", estaba un hombre tan erguido como una banqueta, de edad madura con cabello gris y con el carácter cortésmente negativo de un gerente bancario. Había varias fotografías familiares en marcos plateados sobre el escritorio y un jarro que contenía una rosa blanca. No había olor a humo de cigarrillos en el cuarto. Después de las cuidadosas y amables cortesías preliminares, Bond felicitó al coronel por todas sus seguridades. -Todas estas revisiones y chequeos no hacen nada fácil el trabajo de la oposición. ¿Ha perdido alguna vez algo o ha encontrado muestras de alguna tentativa de golpe? -Mi respuesta a ambas preguntas es no, comandante. Estoy completamente satisfecho de mi Cuartel General. Las únicas unidades que me preocupan son las externas. Fuera de esa sección suya del Servicio Secreto tenemos varias unidades separadas de mensajeros y, por supuesto, están los Ministerios de Interior de
catorce países diferentes. No puedo estar seguro de cuanto se filtra de esos cuarteles. -De ninguna manera puede ser trabajo fácil - acordó Bond-. Ahora, acerca del barullo este. ¿Ha sucedido algo desde que habló con el capitán de ala Rattray? -Conseguimos la bala. Es una Luger. Fracturó la espina dorsal. Fue disparada tal vez a unos diez o veinte metros. Suponiendo que nuestro hombre avanzaba en línea recta, el proyectil debió ser disparado perfectamente desde atrás y casi nivelado. Como es lógico, el asesino no podía estar parado en la carretera; debería moverse en algún vehículo. -Entonces, ¿lo habría podido ver por medio de su espejo retrovisor? -Probablemente. -Si sus conductores se ven perseguidos por alguien, ¿tienen instrucciones acerca de medidas de evasión? El coronel sonrió ligeramente. -Seguro. Tienen órdenes de ir como endemoniados. -¿A qué velocidad se estrelló el hombre? -Calculan que no muy rápido. Entre cincuenta y sesenta y cinco kilómetros por hora. ¿Adonde quiere llegar, comandante? -Me estaba preguntando si usted había decidido qué clase de trabajo era: si profesional o de principiante. Si su hombre no trataba de escapar, y presumiendo que vio al asesino en el espejo, lo que admito solamente como una probabilidad, quiere decir que él aceptó al hombre que le venía pisando los talones como un amigo antes que como un enemigo. Esto podría significar que llevaba una especie de disfraz que se ajustaría con el uniforme de aquí, algo que su hombre podría aceptar aun a esas horas de la mañana. Una arruga de preocupación había empezado a tomar forma en la frente suave del coronel Schreiber. -Comandante -había un toque de tensión en la voz-, hemos, como es lógico, considerado el caso desde todo punto de vista, incluyendo lo que usted acaba de mencionar. Al mediodía de ayer el comandante general declaró en emergencia ese sentido, estableciendo seguridades y comités de seguridad, y desde ese momento todo punto de vista, examinando todas las probabilidades de una huella, ha sido estudiado sistemáticamente a fondo. Y le puedo asegurar, comandante -levantó una mano muy cuidada y la dejó caer con énfasis sobre su almohadilla-secante-, que cualquier hombre que venga con una idea aun más remotamente original acerca de este caso tendrá que estar relacionado muy estrechamente con Einstein. No hay nada, le repito: nada, para trabajar sobre este caso. Bond sonrió con simpatía. Se puso de pie. -Entonces, coronel, no le quitaré más su tiempo por esta tarde. Si usted tuviera la gentileza y me permitiera las minutas de las reuniones que se han efectuado para
ponerme al día y si alguno de sus hombres pudiera enseñarme el camino hacia la cantina y mis cuartos... -Claro, claro... -presionó el botón de un timbre y un ayudante con cara de recluta entró-. Proctor, por favor, lleve al comandante a su cuarto en el ala VIP y después muéstrele dónde quedan el bar y la cantina -se volvió hacia Bond-. Le tendré listo los papeles para después que haya cenado y tomado algo. Estarán en mi oficina. No pueden ser sacados de aquí, por supuesto, pero encontrará todo a la mano en la puerta siguiente y además Proctor le podrá buscar cualquier cosa que se haya traspapelado -extendió la mano-. ¿Todo bien? Entonces nos veremos por la mañana. Bond le dio las buenas noches y siguió al ayudante. Mientras caminaba a lo largo de los corredores de pintura y olor neutrales, reflexionaba sobre la tarea que probablemente habría sido la menos esperanzada de todas las que había tenido. Si los cerebros máximos de la seguridad de catorce naciones estaban confusos, ¿qué podía él esperar? Para la hora en que se acostó, en el lujo espartano de los cuartos para visitantes nocturnos, Bond ya había decidido que se daría un par de días más, especialmente para estar en contacto con Mary Ann Russell todo el tiempo que le fuera posible, y en seguida arrojar el asunto. Después de tomar esta decisión cayó inmediatamente en un sueño profundo y sosegado.
No dos, sino cuatro días después, mientras el amanecer venía sobre el bosque de Saint-Germain, James Bond permanecía tendido a lo largo de una rama de roble observando un claro que había entre los árboles que bordeaban la D98, la carretera del asesinato. Estaba vestido de la cabeza a los pies con camuflaje de paracaidista, verde, castaño y negro. Aun las manos estaban cubiertas con éste y en la cabeza tenía una capucha del mismo material con agujeros para los ojos y la boca. Era un buen camuflaje y sería aun mejor cuando el sol estuviera más alto y las sombras más oscuras, y no podría ser visto de ningún lado en el suelo, aun directamente debajo de la alta rama. Todo había sucedido así: Los dos primeros días en la SHAPE habían sido la esperada pérdida de tiempo y Bond no había ganado nada excepto hacerse un poco impopular debido a su persistencia en preguntas de doble chequeo. A la mañana del tercer día ya estaba por ir a despedirse de todos cuando recibió una llamada telefónica del coronel. -Oh comandante, pensé que sería mejor hacerle saber que el último grupo de perros policiales llegó ayer tarde, cumpliendo su idea de que sería bueno recorrer todo el bosque. Lo siento -la voz no parecía sentirlo-, pero fue negativo, absolutamente negativo. -Oh, yo tuve la culpa de esa pérdida de tiempo -y más que todo por molestar al coronel, Bond le preguntó-: ¿Le importaría que hablara con el que los lleva? -Seguro que no. Todo lo que desee. A propósito, comandante, ¿cuánto tiempo va
a estar por aquí? Estaré contento de tenerlo entre nosotros por todo el tiempo que quiera, pero es referente a su cuarto. Parece que de Holanda viene un gran grupo dentro de unos pocos días. Por supuesto, es personal de primera clase o algo así y el administrador dice que está un poco necesitado de espacio. No había esperado llevarse muy bien con el coronel Schreiber y así había sucedido. Le dijo amablemente: -Veré lo que me diga mi Jefe y después le responderé, coronel. -Por favor -la voz del coronel era también cortés, pero la paciencia de los dos hombres se estaba agotando y los dos receptores rompieron la comunicación simultáneamente. El jefe de los perreros era un francés de Landes. Tenía los ojos ágiles y astutos de un cazador furtivo. Bond lo encontró en las perreras, pero la proximidad de éste a los perros policiales era demasiado y, para apartarse del ruido, lo llevó al cuarto de servicio; era una aseada oficina con binoculares colgando de perchas, abrigos impermeables, botas de caucho, collares para perros y otros implementos arrimados a todas las paredes. Había un par de asientos de pino y una mesa cubierta con un mapa a gran escala del bosque de Saint-Germain. Este había sido dividido en cuadrados hechos a lápiz. El perrero accionó sobre éste. -Nuestros perros lo recorrieron todo, monsieur. No hay nada por allí. -¿Quiere decir que sólo lo revisaron una vez? El perrero se rascó la cabeza. -Tuvimos problemas con un poco de caza, monsieur. Había una liebre o dos y una pareja de zorrillos. Nos costó mucho trabajo apartarlos de ese claro cercano al Carrefour Boyal. Probablemente olían aún a los gitanos. -Oh -Bond sólo estaba a medias interesado-. Cuénteme. ¿Quiénes eran esos gitanos de que habla? El perrero señaló delicadamente con un feo dedo chiquito. -Aquí están los nombres antiguos. Esto es la Etoi-le Parfaite; aquí, el lugar del crimen, es el Carieux, y allí, formando la base del triángulo, está el Carrefour Royal. Esto hace -añadió dramáticamente- una cruz con la carretera de la muerte -sacó un lápiz del bolsillo e hizo un punto cercano al cruce de las carreteras-. Este es el claro, monsieur. Allí hubo una caravana de gitanos durante casi todo el invierno. Abandonaron el lugar el mes pasado. Limpiaron el lugar perfectamente, pero para los perros allí permanecerá su olor durante meses. Bond le dio las gracias y, después de inspeccionar y admirar los perros, hizo algunos comentarios acerca de la profesión de perrero, subió en el Peugeot y se dirigió a la gendarmerie en St.-Germain.
Sí, ciertamente se habían enterado de lo de los gitanos. Tenían una apariencia real de gitanos. Escasamente hablaban alguna palabra de francés, pero se habían portado muy bien. No había habido queja alguna. Eran seis hombres y dos mujeres. No. Nadie los había visto partir. Una mañana ya no estaban allí. Tal vez habían partido hacia una semana. Habían escogido un lugar alejado. Bond tomó la D98, que pasaba por el bosque; cuando vio el puente de la gran autoroute, casi un kilómetro adelante, sobre la carretera, aceleró y después apagó el motor dejando rodar el auto hasta llegar a la Carrefour Royal. Allí paró, salió del coche sin hacer ruido, y, sintiéndose más bien como un tonto, se dirigió silenciosamente hacia el bosque y allí caminó con gran circunspección hacia donde debería estar el claro. A unos veinte metros de la carretera llegó a éste. Permaneció al borde de las matas y árboles y lo examinó cuidadosamente. Entonces salió y lo recorrió de punta a punta. Era tan grande como dos canchas de tenis, con el suelo cubierto de pasto espeso y musgo. Además había un parche grande de lirios silvestres y bajo los árboles que lo bordeaban había algunos jacintos azules. A un lado había un montículo pequeño, quizás un túmulo, completamente rodeado y cubierto por zarzas y rosas silvestres que se encontraban florecidas. Bond caminó alrededor de éste y miró entre las raíces, pero no había nada para ver excepto la forma terrosa del montículo. Echó una última mirada alrededor y se dirigió hacia la esquina del claro que debería ser la más cercana a la carretera. Allí había un acceso fácil a través de los árboles. ¿Había muestras de un caminito o estaban las hojas ligeramente dobladas? No, no había más que las muestras que hubieran podido dejar los gitanos o los de las giras campestres del año anterior. Al borde de la carretera había un pasaje estrecho entre dos árboles. Bond se agachó en forma casual a examinar los troncos. Se quedó tieso y alelado. Con una uña quitó cuidadosamente una delgada tira de musgo. Ocultaba un arañazo que había en el tronco. Tomó los pedazos de musgo con la mano libre. Los unió, humedeció y con mucho cuidado llenó de nuevo la raspadura. Había tres raspaduras igualmente camufladas en un árbol y cuatro en el otro. Bond caminó presuroso hacia la carretera. El auto se había detenido en una pendiente ligera que llegaba hasta el puente de la autoroute. Y aunque había alguna protección del ruido proveniente del tráfico de ésta, Bond empujó el coche, se metió en él y sólo colocó sus cambios cuando estaba debajo del puente. Ahora se encontraba de nuevo en el claro, sobre éste, pero aún no estaba seguro de si su idea había sido correcta. Lo que lo había puesto tras el rastro, si es que eso era un rastro, era la opinión de M y la mención acerca de los gitanos. "Lo que olieron los perros era a los gitanos... Casi todo el invierno..., abandonaron el lugar el mes pasado. No hubo quejas... Una mañana ya no estaban allí. El factor invisible. El hombre invisible. La gente que es común en el fondo de la escena y que uno no sabe si están allí o no. Seis hombres y dos chicas que casi no hablaban una palabra en francés. Muy buen disfraz, gitanos. Cualquiera puede ser un extranjero y en realidad no serlo, porque uno es solamente un gitano. Algunos habían seguido en la caravana. ¿Se habían quedado otros, se habrían construido un escondite durante el invierno, un lugar secreto desde donde la primera salida había sido el robo de los mensajes secretos?
Bond había creído que se estaba formando fantasías hasta que encontró lo de las aspaduras, las raspaduras cuidadosamente camufladas, que estaban en los dos árboles. Estaban justo a la altura en que si uno llevaba cualquier clase de biciclo, los pedales podrían dar contra la corteza del árbol. Todo esto podría ser una idea poco imaginativa de Bond, pero era suficiente para él. Lo único que se preguntaba en su interior era si esa gente había hecho un golpe separado o si estarían tan confiados en su seguridad que tratarían una vez más. El sólo se fió en la Estación F. Mary Ann le había dicho que tuviera cuidado y el Jefe de la F, más constructivamente, le ordenó a su unidad en Saint-Germain que lo ayudara. Se había despedido del coronel Schreiber y se había pasado a una cama de campaña en el Cuartel General de la unidad, una casa anónima, en una callejuela anónima de la población. La unidad lo había provisto de traje de camuflaje y de cuatro hombres del Servicio Secreto que colaboraban con la unidad y quienes gustosamente se habían puesto a sus órdenes. Ellos se daban cuenta tan bien como Bond de que si él llegaba a limpiarle el ojo a toda la maquinaria de seguridad de la SHAPE, el Servicio Secreto ganaría una pluma inapreciable en su gorra vis-á-vis de la SHAPE y su Alto Comando, y las preocupaciones de M acerca de la independencia de su unidad desaparecerían para siempre. Bond, acostado sobre la rama de roble, sonrió para si mismo. Ejércitos privados, guerras privadas. ¿Cuánta energía gastarían de la causa común, cuánto fuego le harían perder al enemigo común? Las seis y treinta. La hora del desayuno. Con gran cuidado su mano derecha tanteó en su vestimenta y se dirigió luego a su boca. Hizo durar la tableta de glucosa el mayor tiempo posible en la boca y después chupó otra. Sus ojos no apartaban ni por un momento la vista del claro. La ardilla roja que había aparecido con la primera luz y que había estado comiendo a cada paso tronquitos de una haya pequeña, se acercó corriendo unos pocos metros al matorral de rosas que estaba en el montículo, levantó algo y comenzó a darle vueltas entre las garras mientras lo mordisqueaba. Dos palomas salvajes que se habían estado cortejando en forma ruidosa entre el pasto comenzaron a hacerse el amor desgarbada y aturdidamente. Una pareja de gorriones comenzaron a seleccionar aprisa pedacitos de cosas para construir su nido retardado entre un arbusto caído. El gordo tordo al fin encontró su lombriz y comenzó a tirarla, las patas agarradas firmemente. Algunas abejas se agrupaban entre las rosas del montículo, y desde donde él se encontraba, quizás a unos veinte metros de éste, podía oír su rumor estival. Era la escena de un cuento de hadas, las rosas, los lirios silvestres, los pájaros y los grandes rayos del sol que penetraban por entre los altos árboles y caían sobre el charco de verde resplandeciente. Se había encaramado en su escondite alrededor de las cuatro de la madrugada y nunca antes había examinado tan cuidadosamente o por tan largo tiempo la transición de la noche al día glorioso. De repente pensó que estaba haciendo más bien una locura. ¡En cualquier momento un maldito pájaro podría venir y posarse sobre su cabeza! Las palomas fueron las primeras en dar la alarma. Con un alboroto bastante sonoro levantaron el vuelo y se internaron entre los árboles. Todos los pájaros las siguieron y también la ardilla. Ahora el claro estaba silencioso con excepción del suave
zumbido de las abejas. ¿Qué había producido la alarma? El corazón de Bond comenzó a latir con fuerza. Sus ojos escudriñaban el claro en busca de un signo. Algo se estaba moviendo entre las rosas; era un movimiento suave, pero extraordinario. Sin prisa, centímetro por centímetro, un tronco espinoso, artificiamente recto y ancho, se estaba elevando por entre las ramas superiores. Continuó levantándose hasta que estuvo a unos cuarenta centímetros por sobre el montículo y entonces se detuvo. Había una rosa solitaria en la punta del tronco, pero separada de éste; parecía algo contranatural, mas sólo si uno hubiera tenido la suerte de observar el proceso completo. A simple vista era un tronco extraviado y nada más. Ahora, silenciosamente, los pétalos de la rosa parecieron girar y expandirse, los pistilos amarillos se hicieron a un lado y el sol brilló en un lente del tamaño de un chelín. Parecía estar mirando directo hacia Bond, pero de inmediato, despacio, muy despacio, el ojo-rosa comenzó a girar sobre su tronco y dio la vuelta totalmente hasta quedar mirando de nuevo a Bond. El claro había sido examinado por completo y como si la flor estuviera satisfecha volvió a hacer girar los pétalos para que cubrieran el vidrio y lentamente descendió a juntarse con las otras. Bond dejó salir el aliento de modo ruidoso. Cerró los ojos momentáneamente para dejarlos descansar. ¡Gitanos! Si ese trozo de maquinaria era una evidencia, dentro del montículo, bien hondo en la tierra, debería estar el equipo de espionaje más entrenado y preparado que se hubiera alguna vez ideado, mucho más brillante que el que Inglaterra había preparado para operar en caso de una invasión alemana victoriosa, mucho mejor que el que los mismos alemanes habían dejado en las Ardennes. Un escalofrío de excitación y anticipación, casi de miedo, le recorrió la columna vertebral. ¡De manera que él tenía toda la razón! Pero ¿cuál sería el próximo acto? Ahora, proveniente del montículo, venía un débil ruido agudo, el sonido de un motor eléctrico a gran cantidad de revoluciones. El matorral de rosas tembló levemente. Las abejas se levantaron, aletearon y volvieron a posarse. Poco a poco, una grieta dentada se formó en el centro del montículo y suavemente se fue agrandando. Ahora las dos mitades de los arbustos se estaban abriendo como puertas dobles. La negra abertura se expandió hasta que Bond pudo ver las raíces del matorral que se internaban en la tierra a ambos lados de la compuerta. El gemido de maquinaria se hizo más duro y habia un reflejo metálico en los bordes de las puertas curvas. Era como la abertura de un huevo de Pascua abisagrado. En un momento los dos segmentos permanecieron aparte y las mitades del matorral, aún llenas de abejas, estaban completamente abiertas. El interior del caisson metálico que sostenía la tierra y las raíces estaba desnudo al sol. Había un resplandor de una pálida luz eléctrica que salía de la oscura abertura bordeada por las grandes puertas curvas. El gemido del motor había parado y una cabeza y unos hombros aparecieron seguidos por el resto del cuerpo. Salió lentamente y se agachó, mirando alrededor del claro. Tenía una pistola, una Luger, en la mano. Satisfecho, se volvió e hizo señas sobre el pozo. La cabeza y hombros de otro hombre aparecieron. Le alargó tres pares de lo que parecían zapatos para nieve y se perdió de vista. El primero de los hombres seleccionó un par, se arrodilló y se los amarró con unas correas sobre sus botas. Ahora se movía con más libertad, sin dejar huellas, ya que el pasto se aplastaba sólo momentáneamente mientras la
ancha malla estaba sobre él y luego se erguía de nuevo lentamente. Bond sonrió para sí mismo. ¡Bastardos astutos ! El segundo hombre emergió otra vez. Iba seguido de un tercero. Entre ellos llevaban una motocicleta. Allí permanecieron con ella terciada mientras que el primer hombre, que era claramente el jefe, se arrodillaba y les amarraba los zapatos para nieve sobre las botas. Después, en fila, se dirigieron hacia los árboles cercanos a la carretera. Había algo siniestro en el modo en que caminaban por entre las sombras, levantando y luego colocando cuidadosamente los enmallados pies. Bond dejó escapar una larga mirada de tensión aliviada y recostó la cabeza suavemente sobre la rama para descansar los lastimados músculos del cuello. Entonces, ¡así era la cosa! Hasta los detalles más pequeños podían ser añadidos al archivo. Mientras que los dos paniaguados estaban vestidos con overoles grises, el jefe vestía el uniforme del Cuerpo Real de Mensajeros y su motocicleta era una BSAM20 verde oliva y con un número de registro en la Armada británica sobre el tanque de la gasolina. No había ni duda de por qué el mensajero de la SHAPE se había dejado alcanzar. ¿Qué harían con el botín de "Secretos Supremos"? Probablemente transmitían lo esencial por la noche. Y en lugar del periscopio se elevaría del tronco un pistilo-antena, el generador de pedal comenzaría a funcionar en las entrañas de la tierra y los grupos rápidos de palabra en clave serían transmitidos. ¿En clave? Encontraría tantos secretos del enemigo en ese pozo si pudiera rodear la unidad cuando estuvieran fuera del escondite. ¡Y qué oportunidad para transmitirle informaciones falsas a la GRU, el Aparato Soviético de Inteligencia Militar, que presumiblemente era el que controlaba esto! Los pensamientos de Bond volaban. Los dos paniaguados estaban de regreso. Entraron en la cueva y el matorral de rosas se cerró sobre ellos. El jefe estaría con su máquina entre los arbustos que se agrupaban al borde del camino. Bond miró su reloj. Las seis y cincuenta y cinco. ¡Lógico! Estaría observando si venía un mensajero. O no sabía que el hombre que había matado hacía un viaje semanal, lo que era muy poco probable, o creía que la SHAPE podría haber cambiado su rutina para tener una seguridad adicional. Esta era una clase de gente muy cuidadosa. Sin duda tenían órdenes de conseguir todo lo que pudieran antes del verano, ya que con él vendrían muchas personas al bosque. Entonces la unidad debería ser sacada y puesta nuevamente en el invierno. ¿Quién podía decir cuáles eran los planes para el futuro? Era suficiente con saber que el jefe estaba preparándose para otro asesinato. Los minutos pasaron y a las siete y diez el jefe apareció de nuevo. Permaneció bajo la sombra de un árbol frondoso al borde del claro y silbó en un tono alto y rápido como el de un pájaro. Inmediatamente el matorral de rosa comenzó a partirse y los dos paniaguados salieron y lo siguieron por entre los árboles. En dos minutos regresaron con la motocicleta terciada entre ellos. El caudillo, después de echar una ojeada para ver que no habían dejado huellas, siguió a los otros dentro del pozo y las dos mitades del matorral de rosas se cerraron velozmente detrás de él. Media hora después la vida había regresado al claro, y una hora más tarde, cuando el sol habia disuelto las sombras, James Bond se arrastró por la rama, saltó suavemente sobre el musgo que estaba detrás de unas zarzas y avanzó con sigilo por el bosque.
El encuentro habitual de aquella tarde con Mary Ann fue algo tempestuoso. Ella le dijo: -Estás chiflado. No voy a dejarte que lo hagas. Voy a decirle al Jefe de la F que llame al coronel Schreiber y que le cuente toda la historia. Este es un asunto de la SHAPE, no tuyo. Bond le había contestado astutamente: -No harás nada por el estilo. El coronel dice que está contento de dejarme hacer un viaje fingido mañana por la mañana en lugar del mensajero usual. Eso es todo lo que él necesitaba, la reconstrucción del crimen o algo así. No le podría importar menos. Prácticamente ha cerrado el expediente acerca de este negocio. Ahora, sé una buena chica y haz lo que te dije. Pon mi reporte a M en el teleprinter. El verá que es necesario que yo acabe con esto. No pondrá ninguna objeción. -¡Maldito sea M! ¡Maldito seas tú! ¡Maldito todo el estúpido Servicio! -había lágrimas de cólera en la voz-. Todos son sólo un grupo de muchachos jugando a los pieles rojas. ¡Tú sólo para agarrar a toda esa gente! Es... es una fatalidad. Eso es. Una fatalidad. Bond estaba comenzando a disgustarse. -Ya es suficiente, Mary Ann. Pon ese informe en ti teleprinter. Lo siento, pero es una orden. Había resignación en la voz: -Oh, está bien. Pero no tienes que presionarme con tu rango. No te vayas a herir. Al menos tendrás a los muchachos de la Estación local para que recojan tus pedazos. Buena suerte. -Gracias, Mary Ann. ¿Cenamos mañana por la noche? En algún lugar como Armenonville, con champagne rosado y violines gitanos. París en su rutina de primavera. -Si -repuso seriamente-, me encantaría. Pero entonces, cuídate mucho más, ¿si?, ¿por favor? -Por supuesto que lo haré. No te preocupes. Buenas noches. -Buenas noches. El resto de la tarde lo pasó dándoles los últimos retoques a sus planes e instruyendo a los cuatro hombres de la Estación.
Era otro día hermoso. Sentado cómodamente a horcajadas sobre la trepidante BSA, Bond esperaba a que le dieran la partida; difícilmente podía creer en la emboscada que le estaría esperando detrás del Carrefour Royal. El cabo del Cuerpo de Mensajeros que le había dado la cartera de mensajes vacia y que dentro de muy poco le daría la señal de partida le dijo: -Parece como si hubiera estado en el Cuerpo Real de Mensajeros toda la vida, señor. Pronto será hora de un buen corte de pelo, pero el uniforme le queda perfecto. ¿Le gusta la moto, señor? -Anda ensoñadoramente. Ya había olvidado lo divertidas que son estas máquinas. -Regáleme algún día una pequeña Austin A40, señor -miró su reloj-. Ya van a ser las siete -le vantó el pulgar-. Okay. Bond bajó los anteojos sobre su vista, levantó una mano para despedirse del cabo, engranó la máquina, recorrió el camino de gravilla y atravesó las puertas principales. Fuera de la 184 y ya en la 307, a través de Bailly, la ruidosa Le Roi y después la extensa Saint-Nom. Aquí torcería hacia la derecha y tomaría la D98, la route de la mort, como el perrero la había llamado. Bond se introdujo en el borde de pasto y una vez mas miró la Colt 45 de cañón largo. Colocó la cálida pistola nuevamente contra su estómago y dejó desabotonada la chaqueta. ¡En sus marcas! ¡Listos!... Bond tomó la curva y aceleró hasta ochenta. El viaducto que portaba la autoroute a París se descolgaba la distancia. La boca negra del túnel se abrió y pareció tragárselo. El ruido del escape de su moto fue gigantesco y durante un instante permaneció el olor a túnel frío y húmedo, pero después volvió a salir al sol e inmediatamente estuvo en la Carrefour Royal. Delante de él la grasienta ruta brillaba por unos tres kilómetros de recta que pasaban por el bosque encantado. Había un olor dulce a hojas y rocío. Bond disminuyó su velocidad a sesenta. El espejo retrovisor a su izquierda temblaba ligeramente debido a la velocidad. Sólo mostraba un paisaje vacío y desplegado de la carretera entre las líneas de árboles que se rizaban detrás de él en una ola verde. Ni un rastro del asesino. ¿Se habría asustado? ¿Habría habido algún tropiezo? Pero entonces apareció un puntito en el centro del vidrio convexo, una mosca de agua que se convirtió en un mosco, después en una abeja y por último en un escarabajo. Ahora era un casco protector inclinado sobre el manubrio y entre dos garras. Por Dios, ¡venía rapidísimo! Los ojos de Bond fluctuaban del espejo a la carretera y nuevamente al espejo. ¡Cuando de repente la mano del asesino se dirigió hacia su pistola! Bond desaceleró, cincuenta y cinco, cincuenta, treinta. Adelante la ruta estaba tan pulida como metal. Una última mirada al espejo. La mano derecha había abandonado su manubrio. El sol sobre los anteojos del hombre hizo aparecer bajo el borde de casco protector unos ojos inmensos y fieros. ¡Ahora! Frenó brutalmente e hizo patinar la BSA al dar una curva de cuarenta y cinco grados, ahogando el motor. No había sido lo suficientemente rápido en el golpe. La pistola del asesino brilló dos veces consecutivas y una bala penetró entre los resortes del galápago, al lado del muslo de Bond. Pero entonces la Colt ronunció
su monosílabo, y el asesino y su BSA, como hubieran sido enlazados desde el bosque, viraron alocadamente de la carretera, saltaron la zanja y se precipitaron de cabeza contra un haya. Por un momento el embrollo de hombre y maquinaria se quedo pegado al ancho tronco, y despues, con un atronador ruido metalico, se volcó sobre el pasto. Bond se bajó de su máquina y se acercó al feo montón de caqui y metal humeante. Ni era necesario tomarle el pulso. Donde fuera que el proyectl hubiera golpeado no importaba, ya que el casco se habia aplastado como un cascarón de huevo. Bond se volvió y colocó de nuevo la pistola en la parte delantera de su chaqueta. Había tenido suerte. No sería bueno seguirla presionando. Se montó en la BSA y aceleró por la carretera. Apoyó la motocicleta contra uno de los árboles cicatrizados, se internó en el bosque y caminó suavemente hasta el borde del claro. Tomó su posición al lado de la gran haya, bajo su sombra. Mojó sus labios y dio el silbido de pájaro del asesino, tan parecido como pudo. Esperó. ¿Habría silbado mal? Pero entonces el matorral tembló y el gemido bajo y agudo comenzó. Bond metió el pulgar de la mano derecha en el cinturón, a pocos centímetros de la cacha de la pistola. Esperaba no tener que matar más. Los dos ayudante parecían no estar armados. Con un poco de suerte caerían silenciosamente. Ahora las puertas estaban abiertas. De donde se encontraba él no podía ver el interior del agujero, pero en unos segundos el primer hombre apareció, se colocó sus zapatos para nieve y el otro lo siguió. ¡Los zapatos para nieve! El corazón de Bond perdió un latido. ¡Los había olvidado! Deberían de estar escondidos entre los arbustos cercanos a la carretera. ¡Qué imbécil! ¿Lo notarían? Los dos hombres se le acercaron lentamente, colocando los pies con delicadeza. Cuando estaban a unos veinte metros el hombre que venía adelante dijo en voz baja algo que sonaba como en ruso. Cuando Bond no respondió los dos hombres se pararon en seco. Lo miraron con asombro, esperando quizás una contraseña. Bond presintió un lío. Sacó con ligereza su pistola y se les acercó agachado. -Levanten las manos -les indicó con la boquilla de la Colt. El primero de ellos gritó una orden y se lanzó hacia adelante. Al mismo tiempo el otro hombre se arrojó hacia la entrada del escondite. Un rifle tronó dentro de los árboles y la pierna derecha del hombre se retorció. Los hombres de la Estación salieron de sus escondites y llegaron corriendo. Bond se lanzó en una rodilla y le dio con el cañón de la pistola al hombre que le embestía. Hizo contacto, pero ya el hombre estaba sobre él. Bond vio que unas uñas relampagueaban hacia sus ojos, se agachó e hizo una entrada desde abajo. Ahora una mano estaba en su muñeca derecha y volvía lentamente el cañón hacia él. No habiendo querido matar a nadie más, Bond había dejado la pistola con seguro, y en estos momentos trataba de llegar con el pulgar hasta éste. Una bota lo golpeó en el costado de la cabeza; dejó escapar la pistola y cayó hacia atrás. A través de una bruma roja vio como la boquilla de su pistola le apuntaba a la cara. ¡La idea de que iba a morir, morir por mostrar piedad, atravesó rápidamente su cerebro!
De pronto la boquilla de la pistola había desaparecido y el peso del hombre se había quitado de encima de su cuerpo. Se arrodilló y después se paró. El cuerpo, con los brazos extendidos sobre el pasto que había a su lado, dio su último movimiento. Había grietas sangrantes en la parte posterior de su traje de trabajo. Bond miró a su alrededor. Los cuatro hombres de la Estación estaban en un grupo. Desajustó la correa de su casco y se frotó el costado de la cabeza. Dijo: -Bien, gracias. ¿Quién lo hizo? Nadie respondió. confundido.
Parecían
embarazados.
Bond
caminó
hacia
ellos,
-¿Qué sucede? De repente Bond vio muestras de movimiento detrás de los hombres. Una pierna más se dejó ver, la pierna de una mujer. Bond se rió estrepitosamente. Los hombres sonrieron avergonzados. Mary Ann Russell apareció de detrás de ellos con las manos en alto; tenia una camisa castaña y unos pantalones negros. En una de las manos llevaba lo que parecía una pistola de tiro al blanco 22. Bajó las manos e introdujo la pistola por la parte superior de los pantalones. Se le acercó a Bond. Le dijo ansiosamente: -No le vayas a reprochar a nadie, ¿quieres? No podía dejarlos que partieran esta mañana sin mi -sus ojos eran suplicantes- Tuviste suerte de que hubiera venido, en realidad; mejor dicho, tuve la suerte de acercarme a ti de primera. Nadie quería disparar por temor a herirte. Bond le sonrió a los ojos. -Si no hubieras venido, habría tenido que romper la cita para la cena -se volvió hacia los hombres, la voz era metódica-. Perfecto. Uno de ustedes tome la motocicleta y repórtele al coronel Schreiber lo principal de esto. Dígale que estamos esperando un equipo suyo antes de revisar el escondite. Y que si podría incluir un par de hombres contra sabotaje. Probablemente este agujero tenga trampas. ¿Bien? Agarró a la muchacha del brazo. Agregó: -Vamos allí. Quiero mostrarte un nido de pájaros. -¿Es una orden? -Sí.
Sólo Para Sus Ojos
El pájaro más bello de Jamaica y, según dicen algunos, el más hermoso del mundo, es el colibrí ermitaño o colibrí doctor. El macho es de unos veintitrés centímetros de largo, de los cuales dieciocho son de cola, dos largas plumas negras encorvadas que se entrecruzan y cuya parte interior parece hecha de festones. La cabeza y la cresta son negras, las alas verdes oscuras, el largo pico escarlata y los ojos, brillantes y confiados, son negros. El resto del cuerpo es de un verde esmeralda tan deslumbrante, que cuando el sol alumbra su pecho se ve el verde más brillante de toda la naturaleza. En Jamaica siempre les dan un sobrenombre a las aves más estimadas. El Trochüus polytrnus es llamado “pájaro doctor”, porque sus dos gallardetes negros recuerdan los sacolevas negros que usaban los doctores antiguamente. La señora Havelock estaba muy interesada en dos familias de estos pájaros, porque los había observado libando miel, peleando, anidando y haciendo el amor desde que se había casado y llegado a “Content”. Ahora tenía más de cincuenta años; cuántas generaciones de estas dos familias habían venido e ido desde que las dos parejas originales fueron llamadas por su suegra Pyramus y Thisbe y Daphnis y Chloe. Las parejas subsiguientes habían conservado los nombres originales. Ahora la señora Havelock permanecía allí, sentada a la mesa del té, en el amplio y fresco corredor, observando a Pyramus. Daphnis, que ya había acabado su miel en su arbusto de “sombrero japonés” y rondaba por entre las matas de monkeyfiddle pertenecientes a Pyramus, se le lanzó en picada con un sonido de “te-te-te”. Las pequeñas cometas negras y verdes revolotearon a través de los bien cuidados acres de césped, punteados con brillantes grupos de malvas reales y buganvillas, hasta perderse de vista entre los árboles cítricos. Pronto regresarían. La pugna existente entre las dos familias era un juego. En ese gran jardín tan bien plantado y cuidado había miel suficiente para todos. Puso su taza vacía sobre la mesa y tomó un emparedado. Dijo: -Verdaderamente son muy engreídos. El coronel Havelock observó por sobre su Daily Gleaner. -¿Quiénes? -Pyramus y Daphnis. -Ah, sí -creía ridiculos los nombres-. Parece que Batista abdicará pronto. Castro continúa exitosamente su presión oposicionista. Alguien de “Barclay” me contó esta mañana que ya hay gran cantidad de dinero afluyendo hacia acá. Dijo que “Belair” fue vendida a gente de renombre. ¡Ciento cincuenta mil libras esterlinas por mil acres de tierra llena de garrapatas y una casa que las arañas rojas derribarán para el tiempo de Navidad! De pronto, a alguien se le ha ocurrido ir y comprar ese espantoso Hotel Blue Harbour, y aun más, hay rumores de que Jimmy Farquharson ha encontrado un comprador para su terreno; leaf-spot y la plaga Panamá debieron ser traídas para obligarlo a vender y al precio deseado,
me imagino. -Será bastante bueno para Ursula. La pobrecita no puede resistir el permanecer aquí. Pero no puedo decir que me gustaría la idea de que la isla fuera totalmente comprada por esos cubanos. De todos modos, ¿de dónde sacan todo ese dinero? -Escándalos, fondos de la unión, dinero del Gobierno, sabe Dios. El sitio está lleno de ladrones y pandilleros. Su única esperanza es sacar la plata de Cuba e invertirla rápidamente. Jamaica es un lugar tan bueno para este propósito como los demás, ahora que comerciamos también con dólares. Aparentemente el que compró “Belair” esparció el dinero sobre el piso a paladas. Me imagino que permanecerá allí por un año o dos y cuando todos los contratiempos hayan cesado o cuando Castro haya acabado su “purga”, regresará al mercado otra vez, perderá un poco y se trasladará a otro lugar. Lástima, en cierto modo. “Belair” era una propiedad bonita. Y lo habría sido otra vez si alguno de la familia se hubiera preocupado. -Era de unos diez mil acres en el tiempo del abuelo de Bill. El mayordomo gastaba tres días de cabalgata en recorrer sus lindes. -Bastante que le importa a Bill. Apuesto a que ya preparó el camino para marcharse a Londres. Esto significa una familia vieja más que se va. Pronto no habrá nadie sino nosotros. Gracias a Dios que a Judy le gusta el lugar. La señora Havelock dijo: -Sí, querido -calmadamente tocó la campanilla para que levantaran la vajilla del té. Agatha, una inmensa negra azulosa que se cubría la cabeza con la anticuada pañoleta blanca -moda que ya no existía en Jamaica, salvo en los sitios más remotos-, atravesó el salón blanco y rosa seguida de cerca por Prayprince, una pequeña cuarterona de Port María, la cual estaba siendo entrenada como segunda doncella. -Es tiempo de que empecemos a envasar. Las guavas están tempranas este año. La cara de Agatha estaba impasible. Dijo: -Sí, 'ñoa. Pero vamo' a necesita má frascos. -¿Por qué? El año pasado te conseguí dos docenas de los mejores que encontré en Henriques. -Si, 'ñoa. Pero alguien se llevó cinco, seis d'ésas. -Oh querida. ¿Cómo sucedió eso? -No podría decirlo, 'ñoa -levantó la gran bandeja de plata y esperó, observando la cara de la señora Havelock. Ella no había vivido mucho tiempo en Jamaica sin darse cuenta de que un hurto era un hurto y que uno no llegaba a ninguna parte tratando de cazar al culpable. Por eso le dijo alentadoramente:
-Oh, bien, Agatha, ya conseguiré más cuando vaya a Kingston. -Sí, 'ñoa -y regresó al bloque central seguida por la muchacha. Tomó un trozo de petit-point y comenzó a tejer con un movimiento automático de los dedos. Sus ojos regresaron a los arbustos de “sombrero japonés” y monkeyfiddle. Sí, los dos pájaros machos habían regresado ya. Y con sus colas graciosamente erguidas se movian entre las flores. El sol estaba bajo en el horizonte momento había un relampagueo de un lindo verde penetrante. Un sinsonte, en la rama más alta de un frangipani, comenzó su repertorio vespertino. El croar de una madrugadora rana de árbol anunciaba el comienzo del corto atardecer violeta. “Content” era una finca de veinte mil acres en las faldas del Pico Candlefly, uno de los más hacia el oriente de las Montañas Azules, en el condado de Portland, que fue donada por Oliver Cromwell a un antiguo Havelock como recompensa por haber sido uno de los signatarios de la pena de muerte para el rey Charles. Contrariamente a los colonizadores de antiguos y nuevos tiempos, los Havelocks habían mantenido la plantación a través de tres siglos, a través de terremotos y huracanes y también a través del auge y ruina del cacao, el azúcar, las frutas cítricas y la copra. Ahora tenía plátano y ganado, y era una de las más ricas y bien cuidadas propiedades privadas de la isla. La casa, remendada o reconstruida después de cada temblor o huracán, era híbrida, de columnas de caoba, un bloque central de dos pisos con sus viejos cimientos de piedra, flanqueado por dos costados de un solo piso con anchos aleros, techos jamaicanos casi nivelados de ripias de cedro plateado. Los Havelocks estaban sentados en el recóndito corredor del bloque central que miraba hacia el jardín ligeramente en declive, detrás del cual se extendía un panorama de selva que se prolongaba por treinta kilómetros, hasta el mar. El coronel dejó su Gleaner. -Creí oír un automóvil. Firmemente la señora habló: -Si son esos terribles Feddens de Port Antonio, lo único que tienes que hacer es librarte de ellos. No puedo resistir más sus lamentos acerca de Inglaterra. Además la última vez ambos estaban completamente ebrios cuando se marcharon y nuestra comida estaba fría. Voy a decirle a Agatha que les responda que tengo un agudo dolor de cabeza. -Se levantó de prisa. Agatha apareció en la puerta del salón. Parecía inquieta. Detrás de ella venían tres hombres. Dijo afanosamente: -Caballero' de Kingston, 'ñoa. Pa' ve' al coronel.
El jefe se adelantó al ama de llaves. Todavía llevaba puesto el sombrero, un panamá con el ala corta y bien subida. Se lo quitó con la mano izquierda y lo sostuvo contra el estómago. Los rayos del sol brillaban en el pelo grasoso y en la boca sonriente llena de dientes blancos. Se acercó al coronel, la mano recta extendida enfrente de él. -Mayor González. De La Habana. Gustoso de verlo, coronel. El acento era el fingido inglés-americano de un chofer de taxi jamaicano. El coronel se había puesto de pie. Tocó suavemente la mano extendida. Miró por sobre el hombro del mayor a los otros dos hombres, quienes se habían colocado cada uno de ellos en una esquina de la puerta. Ambos llevaban un maletín usado en los trópicos, una maletita de la Pan American. Parecían pesados. Ahora se agacharon y los colocaron al pie de sus zapatos amarillentos. Se irguieron nuevamente. Tenían gorras planas y blancas con viseras verdes transparentes que les sombreaban de ese tono la cara, hasta los pómulos. A través de las sombras verdosas los ojos de inteligencia animal enfocados en el mayor vigilaban estrechamente su conducta. -Son mis secretarios. El coronel sacó del bolsillo una pipa y comenzó a llenarla. Los ojos azules, directos, recorrieron todas las vestimentas, los elegantes zapatos, las relucientes uñas del mayor y los blue jeans y las camisas calypso de los otros dos. Se preguntaba cómo podría llevar a estos hombres a su estudio, cerca de su revólver en el cajón superior de su escritorio. Dijo: -¿Qué puedo hacer por usted? Cuando encendió la pipa vigiló los ojos y la boca del mayor por entre el humo. El mayor González extendió las manos. El ancho de su sonrisa permanecía constante. Los ojos líquidos, casi dorados, eran divertidos, amistosos. -Es un asunto de negocios, coronel. Represento a un caballero de La Habana -hizo un gesto de lanzar algo con la mano derecha-. Un hombre poderoso. Alguien muy bueno -adoptó una postura de sinceridad-. Le encantará, coronel. Me pidió que le presentara sus saludos y que averiguara el precio de su propiedad. La señora Havelock, quien había permanecido observando la escena con una sonrisa cortés en los labios, se acercó a su marido. Para no poner en aprietos al pobre hombre, dijo amablemente: -Qué pena, mayor. ¡Todo este camino por carreteras polvorientas! Su amigo debería haber escrito antes o preguntado a alguien en Kingston o en la Casa de Gobierno. La familia de mi esposo ha vivido aquí por cerca de trescientos años, ¿ve? -lo miró dulcemente, disculpándose-. Temo que ni siquiera hemos pensado
en vender “Contení”. Nunca lo hemos hecho. Me pregunto de dónde sacaría su importante amigo tal idea. El mayor González se inclinó levemente. La cara sonriente miró al coronel. Replicó, como si la señora no hubiera abierto la boca: -El caballero que represento ha tenido noticias de que su propiedad es una de las mejores de Jamaica. El es muy generoso. Puede pedir cualquier suma que sea razonable. El coronel Havelock le respondió firmemente: -Ya oyó lo que dijo la señora. Mi propiedad no está a la venta. El mayor rió. Parecía una risa bastante genuina. Meneó la cabeza como si estuviera tratando de explicar algo a un niño un poco atrasado: -No me entiende muy bien, coronel. La única propiedad que desea él en Jamaica es la suya. El tiene algunos fondos, fondos extras, para invertirlos. Estos fondos están buscando una casa en Jamaica. Mi patrón desea que vengan a refugiarse aquí. Pacientemente el coronel repuso: -Lo entiendo perfectamente, mayor. Siento mucho que haya perdido el tiempo. “Content” nunca será puesta en venta mientras yo viva. Y ahora, con su permiso. Mi esposa y yo acostumbramos comer temprano y, además, tiene usted un camino largo por recorrer -accionó hacia la izquierda, a lo largo del corredor-. Creo que por allí será el camino más corto a su auto. Permítame que lo guíe. Se movió invitándolos, pero como el mayor González permanecía donde estaba, se detuvo. Los ojos azules comenzaron a helarse. La sonrisa del mayor disminuyó y los ojos se pudieron alerta. Con todo, la posición era jovial. Dijo amablemente: -Un momento, coronel -dio una orden rápida por sobre el hombro. Ambos Havelocks notaron que la máscara jovial se deshacía con las presurosas y astutas palabras que brotaron a través de los dientes. Por primera vez la señora parecía ligeramente indecisa. Se acercó aún más a su esposo. Los dos hombres levantaron los maletines azules de la Pan American y se adelantaron. El mayor se acercó a cada uno de ellos y abrió la cremallera. Las bocas sueltas se abrieron. Estaban llenas hasta el tope de fajos de billetes estadounidenses. Extendió las manos-. Todos los billetes de cien dólares. Legítimos. En total, medio millón. Esto es, en su moneda, digamos, unas ciento ochenta mil libras esterlinas. Una pequeña fortuna. Hay tantos lugares bonitos en el mundo para vivir, coronel. Y quizás el caballero que represento podría añadir veinte mil libras para hacer números redondos. Lo sabrá en una semana. Todo lo que necesito es media hoja de papel
con su firma. Los abogados pueden hacer el resto. Ahora, coronel -la sonrisa era atractiva-. ¿Nos ponemos de acuerdo y estrechamos las manos? Entonces los maletines se quedan, nosotros nos marchamos y usted se va a cenar. Los Havelocks miraban al mayor con la misma expresión, una mezcla de enojo y de contrariedad. Se imaginaba uno a la señora Havelock contando el incidente al día siguiente: "Un hombre tan común y grasiento. ¡Y esos cochinos maletines plásticos llenos de dinero! Jimmy estuvo maravilloso. Lo único que hizo fue decirle que se largara y que cargara con toda su basura." La boca del coronel tomó un rictus de disgusto: -Creí haber sido claro, mayor. Mi propiedad no está en venta a ningún precio. Y, además, no participo en la fiebre general por los dólares. Debo rogarle ahora que nos deje solos -colocó la fría pipa sobre la mesa como si se estuviera preparando a remangarse la camisa. Por primera vez la sonrisa del mayor perdió su calor. La boca continuó mostrando los dientes, pero ahora tenía una mueca de disgusto. Los ojos líquidos y dorados se convirtieron de repente en metálicos y duros. Dijo suavemente: -Coronel. Yo soy el que no ha sido claro. No usted. El caballero me mandó decirle que si no acepta esta generosa propuesta deberemos emplear otros métodos. De pronto la señora Havelock temió algo. Colocó su mano en el brazo del coronel y lo apretó. El colocó la suya sobre la de ella para tranquilizarla. Habló con los labios apretados: -Por favor, déjenos en paz y vayase, mayor. De otra manera me comunicaré con la policía. La punta sonrojada de la lengua del mayor remojó lentamente los labios. Toda luz había escapado de su cara y ahora aparecía tensa y dura. Dijo ásperamente: -Entonces, su propiedad no está en venta mientras viva, coronel. ¿Es ésta su última palabra? -la mano derecha se dirigió hacia la espalda y castañeteó los dedos una vez. Detrás de él las manos de los pistoleros se deslizaron a través del hueco de sus alegres camisas, hasta la cintura. Los agudos ojos de animal vigilaban los dedos del mayor. La señora Havelock se puso la mano en la boca. El coronel trató de decir “sí”, pero tenía la boca seca. Tragó ruidosamente saliva. No lo podía creer. Ese cubano socarrón debería estar faníarroneando. Pero de algún modo se las arregló para decir: -Si, es mi última palabra.
El mayor González asintió brevemente. -En ese caso, coronel, el caballero llevará a cabo las negociaciones indispensables con el próximo dueño, con su hija. Castañeteó por segunda vez los dedos. Se corrió para un lado y así dar un amplio campo de fuego. Las manos castañas, de mandril, salieron de entre las camisas. Los feos pedazos de metal con forma de chorizo ladraron y patearon, una vez y otra, aun cuando ya los cuerpos caían. El mayor se agachó y verificó dónde habían pegado las balas. Entonces los tres pequeños hombres regresaron por el salón blanco y rosa, a través del recibidor enchapado en caoba oscura, y salieron por la elegante puerta principal. Subieron sin precipitación alguna en un sedán Ford Consul negro de patentes jamaicanas y con el mayor al volante y los dos matones sentados muy orondos en el asiento trasero, se dirigieron a velocidad normal por la avenida Royal Palms. En la intersección con la carretera que conducía a Port Antonio los alambres cortados del teléfono colgaban entre los árboles como esplendorosas lianas. El mayor maniobraba con el auto cuidadosa y expertamente por la áspera carretera hasta llegar a la cinta metálica cercana a la costa. Entonces aceleró. Veinte minutos después del crimen llegó al extremo lejano del puerto bananero. Allí metió el auto robado en el pasto cercano a la carretera y los tres hombres regresaron caminando un kilómetro a través de la poco animada calle principal hasta llegar a los muelles plataneros. La lancha estaba esperándolos, el escape burbujeando. Se embarcaron y el bote zumbó a través de las aguas tranquilas del que una poetisa americana llamó el puerto más bello del mundo. El ancla estaba a mitad de camino en el reluciente yate de cincuenta toneladas. Tenía izada las “barras y estrellas”. Las dos graciosas antenas deep sea rods significaban que el yate era de turistas, quizás de Kingston o de la bahía de Montenegro. Los tres hombres abordaron y la lancha fue izada. Dos canoas daban vueltas pidiendo limosna. El mayor lanzó al agua una moneda de cincuenta para cada una y los hombres desnudos se sumergieron. Los dieseis gemelos despertaron con un gemido tartamudo y la embarcación hundió unos centímetros su ropa y enfiló hacia el profundo canal más allá del Hotel Tichfield. Al amanecer estaría de regreso en La Habana. En tierra, los pescadores y estibadores lo observaron desaparecer y continuaron arguyendo a cuál estrella del cine, descansando en Jamaica, podría pertenecer. Lejos, en el amplio corredor de “Content”, los últimos rayos de sol brillaban en las manchas rojas. Uno de los “doctores” voló sobre la barandilla y aleteó bastante cerca del corazón de la señora Havelock, observando. No, eso no era para él. Aleteó alegremente hacia su pajarera entre las malvas reales. Se oyó el rumor de alguien en un coche de sport haciendo un cambio en el último recodo del camino. Si la señora Havelock hubiera estado viva, estaría lista a decir: “Judy, siempre te digo que no hagas eso en la curva. Esparces gravilla por todo el césped y sabes que esto daña la cortadora de Joshua”.
Estamos un mes después. En Londres, octubre había comenzado con una semana de brillante verano indio y el ruido de las cortadoras de césped proveniente del Regent's Park penetraba por las anchas ventanas abiertas de la oficina de M. Eran cortadoras de motor y James Bond pensaba que éste era uno de los rumores más bonitos del verano, ya que el adormecedor ruido metálico de las viejas máquinas había desaparecido del mundo para siempre. Quizás los niños de hoy sientan lo mismo acerca del resoplido y rechinar del pequeño motor de dos cilindros. Pero por lo menos el olor del pasto cortado sería el mismo. Tenía todo este tiempo para reflexionar, porque parecía que M tenía dificultades en llegar al grano. Le había preguntado si tenía algo que hacer y le había contestado muy contento que no, y que había esperado que le abrieran la “caja de Pandora”. Estaba ligeramente intrigado porque M le había dirigido la palabra como James y no por su número, 007. Esto era muy raro en horas de trabajo. Parecía como si debiera haber un tinte personal en el próximo trabajo, como si fuera a ser presentado ante él como un favor y no como una orden. Le parecía encontrar una pequeña arruga de preocupación entre los helados y condenadamente claros ojos. Y, por cierto, tres minutos era mucho tiempo para poner a funcionar una pipa. M giró su silla hasta quedar de frente a su escritorio y tiró con fuerza la caja de cerillas para que resbalara sobre la tapa de cuero hacia Bond. El la atrapó y la deslizó cortésmente hacia el centro del escritorio. M sonrió apenas. Pareció decidirse. Al fin dijo con tono suave: -James, ¿alguna vez le ha ocurrido que todos los hombres en una flota saben qué hacer menos el almirante? Bond lo miró con el ceño fruncido. -Nunca me ha sucedido, señor. Pero veo lo que me quiere decir. Lo único que tienen que hacer todos es cumplir órdenes. El almirante tiene que darlas. Me imagino que es lo mismo que decir que el Comando Supremo es el puesto más solitario que existe. M sacudió oblicuamente su pipa. -Una idea parecida. Alguien tiene que ser fuerte. Alguien tiene que decidir al final. Si se llega a enviar al Almirantazgo un mensaje de indecisión, se merece uno que lo echen a la playa. Algunos son religiosos, y le pasan la decisión a Dios -los ojos eran defensivos-. Traté unas veces ese método en el Servicio, pero El siempre me pasaba la lejía otra vez, me decía que siguiera adelante y que hiciera la decisión por mí mismo. Mejor para uno, me imagino, pero cruel. El problema es que muy poca gente permanece fuerte después de los cuarenta. Ya han sido golpeados por la vida, han tenido problemas, tragedias, enfermedades. Todo eso lo ablanda a uno -miró fijamente a Bond-. ¿Cómo anda su coeficiente de tenacidad, James? Por lo visto, usted no ha llegado aún a la edad peligrosa.
No gustaba de preguntas personales. No sabía ni qué responder ni cuál era la verdadera respuesta. No tenía ni esposa ni hijos, nunca había tenido la tragedia de una pérdida familiar. No le había tocado soportar ni ceguera ni ninguna enfermedad mortal. No tenía ni idea cómo se enfrentaría a una cosa de ésas, que requerían mucha más fortaleza que la que él hubiera tenido alguna vez que mostrar. -Supongo que puedo soportar muchas cosas si tengo que hacerlo así y si creo que es correcto, señor. Quiero decir -no le gustaba usar esa clase de palabras-, si la causa es..., ejem..., de algún modo justa, señor -continuaba sintiéndose avergonzado de haberle devuelto la bola-. Como es lógico, no me es fácil reconocer lo que es justo y lo que no. Me imagino, supongo que cuando me dan un trabajo en el Servicio, por más desagradable que sea, la causa es justa. -Maldita sea -los ojos le relampaguearon impacientemente-, ¡eso es justo lo que quería decirle! Usted confía en mí. No tomaría ninguna responsabilidad por usted mismo -apretó la boquilla de su pipa contra el pecho-. Yo soy el único que tiene que hacer eso. Yo soy el único que tiene que decidir si una cosa es correcta o no -el disgusto moría en los ojos. La fea boca tomó un rictus agrio. Continuó melancólicamente-: Oh, bien, supongo que para eso me pagan. Alguien tiene que manejar el tren ensangrentado -se puso la pipa de nuevo en la boca e inhaló hondamente, para aliviar sus sentimientos. Ahora Bond sentía lástima por M. Nunca antes lo había oído usar una palabra tan dura como “ensangrentado”. Ni tampoco le había insinuado a ninguno de sus colaboradores que él sentía el peso de la carga que portaba desde que había renunciado al proyecto de convertirse en el Quinto Jefe del Mar, con el fin de tomar el poder del Servicio Secreto. M tenía un problema. Bond se preguntaba de qué se trataría. Probablamente no envolvería ningún peligro. Si M conseguía las claves, él podría arriesgarlo todo, y en cualquier parte del globo. El asunto no tendría política. A M no le importaban un bledo las susceptibilidades de un ministro y además no pensaba en correr detrás de un ministro como un perro faldero para que consiguiera que el Primer Ministro dictara disposiciones especiales para él. Probablemente sería un problema moral. Sería personal. Le dijo: -¿Puedo ayudarlo en algo, señor? Miró a Bond brevemente, pensando; giró su silla para poder observar las altas nubes estivales a través de la ventana. De pronto dijo: -¿Se acuerda del caso Havelock? -Sólo lo que leí en los diarios, señor. Una pareja de ancianos en Jamaica. La hija regresó a casa una tarde y los encontró llenos de balas. Hubo el rumor de que había unos pandilleros cubanos en el caso. El ama de llaves declaró que tres hombres habían llegado en un auto. Le pareció que eran cubanos. Más tarde se descubrió que era robado y que un yate había partido del puerto aquella noche. Pero según lo que recuerdo, la policía no llegó a ninguna parte. Eso es todo,
señor. No he visto ningún informe sobre el caso. M dijo ceñudo: -Por supuesto que no. Me los traen a mí. No nos han pedido que llevemos el caso adelante, pero sucede -se aclaró la garganta: el uso privado del Servicio estaría en su conciencia- que yo conocía a los Havelocks. Más aún, fui el padrino de su matrimonio. En Malta. 1925. -Comprendo, señor. Mala espina. -Era gente muy agradable. De todos modos mandé a la Estación C que investigara algo. No consiguieron nada con la gente de Batista, pero afortunadamente tenemos un hombre bueno al otro lado, con el tal Castro. Parece que su Servicio de Inteligencia se ha introducido bastante en el Gobierno. Hace un par de semanas conseguí la historia completa. Resulta que el hombre que mató a la pareja es un tal Hammerstein o Von Hammerstein. Hay gran cantidad de alemanes bien escondidos en esos países bananeros. Son nazis que escaparon de la redada al final de la guerra. Este era de la Gestapo. Tenía en Cuba la jefatura del Servicio de Contrainteligencia. »Hizo gran cantidad de dinero mediante extorsión, chantaje y “protección”. Fue nombrado vitalicio, pero hasta que el grupo de Castro comenzó a avanzar. Es uno de los primeros que le están haciendo el cuerpo. Tomó uno de sus ayudantes entre su botín, un tal González, el cual recorrió el Caribe acompañado de una pareja de matones para que lo protegieran y comenzó a evacuar la plata de Hammerstein de Cuba, la invirtió en bienes raíces y algo así como nóminas. Solamente compró lo mejor, pero a precios irrisorios. Hammerstein tenía fondos suficientes. Y cuando la plata no hacía efecto usaba la fuerza, secuestrando un niño, quemando algunos acres, cualquier cosa que fuera indispensable para hacer razonar al dueño. Bien, Hammerstein oyó acerca de la finca de los Havelocks, una de las mejores de Jamaica, y ordenó a González conseguirla. Me imagino que las órdenes eran de matarlos si se resistían a vender, y después presionar a la hija. »De una vez le digo, hay una hija. Debe tener unos veinticinco años. Nunca la he visto. De todos modos, eso fue lo que sucedió. Mataron a los Havelocks. Y hace dos semanas Batista destituyó a Hammerstein. Debió de oír algún rumor acerca de sus "trabajitos". No lo sé. Pero, de todas maneras, desapareció y con él su equipo de tres hombres. Todo fue muy bien cronometrado, según mi parecer. Pues parece que Castro tomará el poder en el próximo invierno, si continúa la oposición. Bond preguntó con suavidad: -¿Adonde se han marchado? -A los Estados Unidos. Justamente a Vermont. Bastante cerca de la frontera canadiense. Esa clase de tipos gusta de vivir cerca de fronteras. El lugar es llamado Lago del Eco. Tomó en arriendo algo así como un rancho para millonarios. En las fotografías parece muy bonito. Se encuentra allí, recogido entre las montañas y con un pequeño lago en sus predios. Ciertamente escogió un lugar donde no fuera importunado por visitantes.
-¿Cómo se llega allá, señor? -Envié un reporte del caso a Edgar Hoover. El tenía conocimiento del individuo. Me lo había imaginado. Ha tenido muchos problemas con el desplazamiento de armas de fuego desde Miami hasta Castro. Y ha estado interesado en La Habana desde que la plata de los pandilleros norteamericanos continuó recorriendo sus casinos. Me informó que Hammerstein había entrado al país con visa por seis meses. Estaba muy colaborador. Deseaba saber si tenía pruebas suficientes para iniciar un juicio. ¿Quería extradictar a esos tipos para seguirles un juicio en Jamaica? Conversé con el Jefe Supremo de Justicia y me contestó que no había esperanzas, al menos que consiguiéramos los testigos de La Habana. No estamos con suerte. Todo lo que sabemos lo debemos a la Inteligencia de Castro. Oficialmente, los cubanos no levantarán ni un dedo. En seguida, Hoover se ofreció a revocar las visas y hacerlos que se trasladaran de nuevo. Se lo agradecí, pero le dije que no, y así dejamos la cosa. Permaneció en silencio por un momento. La pipa se le había apagado y la volvió a encender. Continuó: -Decidí hablar con nuestros amigos de la Montada. Conseguí introducir al comisario dentro de la refriega; él todavía no me ha desilusionado. Hizo desviar de su ruta uno de sus aeroplanos patrulleros de la frontera y trazar un mapa aéreo del lugar. Dijo que si necesitaba otra ayuda me satisfaría. Y ahora -volvió a girar su silla, quedando de frente a su escritorio- tengo que decirle la próxima movida. Bond comprendió al fin por qué M estaba turbado, por qué ahora deseaba que otra persona hiciera la decisión. Debido a que eran sus amigos y a que había cierto elemento personal, él había trabajado solo en el caso. Y ahora había llegado al punto donde debería administrar justicia y facturar aquella gente. Pero M se preguntaba: “¿Es esto justicia o venganza?” Ningún juez tomaría un caso de asesinato si él hubiera conocido personalmente al occiso. Quería que otra persona, Bond, diera la sentencia. Este no tenia dudas acerca de su decisión. No conocía a los Havelocks ni le importaba quiénes fueran. Hammerstein había empleado la ley de la selva sobre dos ancianos indefensos. No habiendo otra ley a la mano, la misma ley debería ser aplicada. No había ningún otro modo de hacer justicia. Si esto era una venganza, era la venganza de la comunidad. Bond dijo: -Yo no lo dudaría ni por un instante, señor. Si los pandilleros extranjeros ven que pueden escapar de esta clase de cosas, decidirán que los ingleses somos tan suaves como muchos creen que lo somos. Este es un caso de mano fuerte: ojo por ojo, diente por diente. M continuó observándolo. Ni lo animó ni hizo comentarios. Bond prosiguió: -Esa gente no puede ser ahorcada, señor. Pero deben matarse.
Los ojos de M dejaron de concentrarse en él. Por un momento permanecieron desconcertados, observando su interior. Entonces lentamente alcanzó el cajón superior izquierdo, lo abrió y sustrajo una delgada carpeta sin el acostumbrado título sesgado sobre su pasta y sin la estrella roja de “Secreto Máximo”. Lo colocó enfrente de él y la mano escudriñó de nuevo dentro del cajón. Sacó un sello de goma y una almohadilla de tinta roja. La abrió, humedeció el sello y entonces cuidadosamente, para que quedara paralelo al borde superior derecho de la minuta, lo presionó contra la cubierta verde. Volvió el sello y la almohadilla al cajón, cerrándolo. Dio vuelta la minuta y la empujó suavemente hacia Bond. Las letras rojas, aún húmedas, decían: “SOLO PARA SUS OJOS”. No dijo nada. Asintió y, levantando la carpeta, abandonó el cuarto.
Dos días después Bond tomó el Comet de los viernes hacia Montreal. No estaba preocupado. Volaba muy alto, a mucha altura, y había muchos pasajeros. Recordaba los tiempos del viejo Stratocruiser, el viejo armatoste que atravesaba el Atlántico en diez horas. En esos tiempos uno podía cenar en paz, dormir durante siete horas en una cómoda litera, levantarse para dirigirse hacia el puente bajo y tomar el ridículo desayuno “casero” de la BOAC, mientras el amanecer inundaba la cabina con los primeros rayos dorados del hemisferio occidental. Ahora todo era muy rápido. Las camareras tienen que servir casi todas las cosas al mismo tiempo y entonces uno puede tomar una siestecita de dos horas antes del descenso final durante unos ciento sesenta kilómetros desde los trece mil metros de altura. Solamente ocho horas después de haber abandonado Londres, Bond estaba manejando un Plymouth de la Hertz a lo largo de la Ruta 17, de Montreal a Ottawa, tratando de no olvidarse de ir siempre por la derecha. El Cuartel General de la Real Policía Montada del Canadá está en el Departamento de Justicia, junto al Parlamento, en Ottawa. Como casi todos los edificios públicos canadienses, el Departamento de Justicia es un bloque macizo de albañilería gris que lo hace parecer pesado y que resiste los largos y crudos inviernos. M le había dicho que preguntara en el registro por el comisario y que se identificara como el “Sr. James"”. Así lo hizo, y un cabo bastante joven y novato de la RPMC, al que parecía no gustarle la idea de permanecer encerrado en un día cálido y asoleado como ése, lo condujo en el ascensor al tercer piso, dejándolo en manos de un sargento, en un ordenado salón con dos secretarias y bastantes muebles sobrios. El sargento habló por un interfono; hubo una pausa de diez minutos durante los cuales fumó y leyó un folleto para reclutas que hacía aparecer a los de la Montada como una mezcla de ranchero petimetre, Dick Tracy y Rose Marie. Cuando lo introdujeron al cuarto contiguo por la puerta comunicante, un joven alto con traje azul oscuro, camisa blanca y corbata negra, se retiró de la ventana y se le acercó. -¿Señor James? -sonrió sutilmente-. Soy el coronel ..., digamos..., hmm..., Johns.
Hubo un apretón de manos. -Siga y siéntese. El comisario le pide disculpas por no poder recibirlo personalmente. Tiene un resfrío bastante fuerte, usted comprende, uno de esos diplomáticos -el coronel “Johns” parecía divertido-. Pensó que seria mejor ausentarse hoy. Yo soy uno de los que colaborarán. He estado en una o dos cacerías, por eso el comisario me encargó prepararle las vacacioncitas que se va a tomar -hizo una pausa-, sólo me encargó a mí. ¿Correcto? Bond sonrió. El comisario ayudaba gustosamente, pero trabajaba enguantado. Así no recaería ninguna responsabilidad en su oficina. Se lo imaginaba como un hombre muy cuidadoso y sensato. -Entiendo a la perfección. Mis amigos de Londres no deseaban que el comisario se molestara personalmente con esto. No he visto al comisario ni he estado cerca de su cuartel general. Siendo asi, ¿podemos hablar “inglés” durante unos diez minutos los dos solos? El coronel Johns rió. -Por supuesto. Me dijeron que hiciera ese pequeño discurso y que después fuera al grano. Usted comprende, comandante, que estamos a punto de cometer varias fechorías, empezando por obtener una licencia canadiense para caza bajo pretextos falsos, y luego, siendo instrumentos del rompimiento de las leyes fronterizas y llegando aun a cosas más serias. A nadie le haría una pizca de gracia el tener siquiera una parte de este embrollo. ¿Me entiende? -Mis amigos sienten lo mismo. Apenas salga de aquí nos olvidaremos cada uno del otro, y si acabo en Sing-Sing será solamente mío el problema. Bien, ¿ahora? El coronel abrió un cajón del escritorio, sacó una carpeta y lo abrió. El documento superior era una lista. Colocó el lápiz sobre el primer ítem y miró a Bond. Recorrió con los ojos el viejo y manoseado traje negro y blanco dientes de perro y la camisa blanca con una corbata delgada negra. Dijo: -Vestimenta -retiró un papel de la carpeta y se lo deslizó-. Ahí hay una lista de lo que calculo necesitará y la dirección de un gran almacén de ropa de segunda mano. Nada elegante, nada conspicuo, una camisa caqui, pantalones castaños oscuros, buenas botas de alpinista o zapatos. Asegúrese de que sean cómodos. También está la dirección de un químico para que compre un colorante de nogal. Compre un galón y báñese en eso. Hay muchos vigilantes en los bosques en esta época y no les agradaría nada que llevara un traje de paracaidista o cualquier cosa que huela a camuflaje. ¿Correcto? Si lo sorprenden, es un inglés que está cazando en Canadá y que se perdió, atravesando la frontera por equivocación. »Rifle. Yo mismo le coloqué uno en el compartimiento del equipaje de su auto mientras me esperaba. Es uno de los modernos Savagé 99 Fs., mira telescópica 6 x 62 a prueba de todo tiempo, cinco tiros de repetición y veinte cartuchos de gran velocidad. 250-3.000. Es el arma de caza mayor más liviana que se encuentra en el
mercado. Pesa solamente tres kilogramos. Es de un amigo. Le agradaría tenerla otra vez algún día, pero no le disgustaría mucho si no regresa. Ha sido probada y es buena hasta cuatrocientos sesenta metros. Salvoconducto -el coronel se lo deslizó-, expedido aquí en la ciudad con su nombre verdadero para que coincida con su pasaporte. Una copia de licencia para caza, pero caza pequeña únicamente, bichos, debido a que no ha llegado la época del venado; también licencia para manejar, en reemplazo de la provisional que les había dado a los de la Hertz para usted. Mochila, brújula, usadas, todo está en el compartimiento para equipaje de su coche. Oh, de una vez -levantó los ojos de la lista-, ¿lleva una pistola? -Sí. Una Walter PPK, en una pistolera Burns Martin. -Correcto. Déme el número. Tengo un salvoconducto en blanco aquí. Si llega a meterme en líos no importa. Ya he planeado una historia para eso. Bond sacó la pistola y leyó en voz alta el número. El coronel llenó el certificado y se lo pasó. -Entonces, ahora, los mapas. Aquí hay un mapa local de la Esso, es todo lo que necesita para llegar al área -el coronel se levantó, bordeó el escritorio y desdobló el mapa al frente de Bond-. Toma la Ruta 17 hacia Montreal, pasa a la 37 en el puente en St. Anne y después otra vez en el río la 7. Continúe por la 7 hasta el río Pike. Pase a la 52 en Stanbridge. Tuerza allí hacia la derecha por Frelighbusrg y deje el auto en un garaje. Todas son buenas carreteras. El viaje no le tomará más de cinco horas, contando las paradas. ¿Bien? Ahora viene la parte donde debemos ordenarlo todo. Supongamos que llega a Frelighsburg alrededor de las tres de la mañana. El ayudante del garaje estará medio dormido, así podrá sacar los aparejos del compartimiento del equipaje y retirarse sin que lo note, aunque fuera un chino bicéfalo -volvió a rodear el escritorio y tomó de la carpeta dos pedazos de papel más. El primero era el borrador de un mapa hecho a lápiz; el otro era un pedazo de fotografía aérea. Añadió, mirando seriamente a Bond-: »Ahora, aquí están las únicas cosas inflamables que va a portar. Confío que se deshará de ellas tan pronto las haya usado o si llega a haber peligro de ser atrapado. Esto -le pasó el papel- es el croquis basto de una ruta de contrabando usada en los días de la Prohibición. Ahora no es usada, de otra manera no se la hubiera recomendado -sonrió agriamente-. Encontrará algunos parroquianos incultos viniendo en dirección opuesta; son capaces de asesinar por plata y ni siquiera preguntarían después por qué; son ladrones, droguistas, traficantes de blancas, pero hoy en día viajan generalmente por Viscount. Esta ruta fue usada por los contrabandistas entre Franklin, justo sobre la línea Derby, y Frelighsburg. »Siga el sendero a través de las faldas, rodee Franklin y llegará a las estribaciones de las Montañas Verdes. Allí encontrará todos los abetos y pinos de Vermont con un poco de arces; se puede permanecer en el interior de esa selva durante meses y no encontrar ni un alma. Pasará por campos, un par de autopistas y dejará las cataratas Enosburg al occidente. Entonces se encontrará en una prominencia y debajo de ésta hallará lo que busca. La cruz es Lago del Eco; juzgando por las fotografías, me inclinaría a bajar por el este. ¿Entendió? -¿Cuánto es el recorrido? ¿Cerca de dieciséis kilómetros?
-Son diecisiete kilómetros. Le tomará más de tres horas desde Frelighsburg; si no pierde el camino, verá el lugar alrededor de las seis y tendrá una hora de luz para que lo ayude con el último tramo -le entregó la fotografía aérea. Era un corte central de la que había visto en Londres. Mostraba una fila pequeña y larga de construcciones bien cuidadas, hechas de piedra pulida. Los techos eran de pizarrón, y había un vislumbre de graciosas ventanas arqueadas y un patio cubierto. Un camino polvoriento pasaba enfrente de la puerta principal y en este mismo lado había garajes y lo que parecía perreras. En el lado del jardín había una terraza adoquinada con piedras y bordeada con flores, y detrás de éste dos o tres acres de pasto cuidado se extendían hasta el borde del pequeño lago. Este parecía artificial, pues tenía un recóndito tabique de piedra. Había un grupo de adornos de hierro forjado sobre éste y, en la mitad de la pared, un trampolín y una escalerilla para salir del agua. Detrás del lago se levantaba el escarpado bosque. Este era el lado por donde el coronel proponía la entrada. No aparecía nadie en la fotografía, pero sobre las losetas de piedra enfrente del patio había varios muebles de aluminio para jardín que parecían costosos y una mesa central de vidrio con bebidas. Bond recordaba que la fotografía grande mostraba una cancha de tenis en el jardín y en el lado opuesto del camino las bonitas cercas blancas y los caballos de una granja equina paciendo. Lago del Eco aparentaba lo que era, un refugio lujoso, en un lugar escondido, bastante lejano de blancos atómicos, de algún millonario que gusta del retiro y que puede probablemente compensar parte de sus gastos con su granja caballar y con algún arriendo ocasional. Sería un refugio admirable para un hombre que había tenido diez años de política tormentosa en el Caribe y que necesitaba un descanso para recargar baterías. El lago también era conveniente para lavarse la sangre de las manos. El coronel Johns cerró su carpeta ahora vacía y desmenuzó el papel escrito a máquina, botando los fragmentas en la canasta papelera. Los dos hombres se pusieron de pie. El coronel lo llevó a la puerta y le extendió la mano. Le dijo: -Bien, creo que eso es todo. Daría mucho por ir con usted. Hablando de todo esto me acordé de uno o dos trabajos de penetración que efectué al final de la guerra. En ese tiempo estaba en la Armada, bajo el mando de Monty, en el Octavo Cuerpo. A la izquierda de la línea, en las Ardennes. Era bastante parecido al campo que usará, sólo con diferentes árboles. Pero usted sabe cómo son estos trabajos de policía. Lleno de investigaciones de escritorio y cada cual guardando su nariz limpia para recibir su pensión. Bien, hasta pronto y mucha suerte. Sin duda leeré todo lo referente al caso en los periódicos -sonrió-, cualquiera que sea el desenlace. Bond le dio las gracias y le estrechó la mano. Se le ocurrió una última pregunta: -En definitiva, ¿el Savage es de seguro simple o doble? No tendré oportunidad de descubrirlo y no habrá mucho tiempo para experimentarlo cuando se presente el blanco.
-Es de seguro simple y además el gatillo es muy sensible. Tenga el dedo lejos del gatillo hasta que sea el momento preciso. Y permanezca, si puede a unos trescientos metros de distancia. Me imagino que esos tipos son bastante buenos. No se les acerque mucho -tomó el picaporte. La otra mano se dirigió al hombro de Bond-. Nuestro comisario tiene un !ema: “Nunca mande a un hombre donde se puede mandar una bala”. Recuérdelo. Hasta pronto, comandante.
Bond pasó la noche y parte del día siguiente en el Motel Ko-Zee fuera de Montreal. Pagó por adelantado tres noches. Estuvo todo el día arreglando su equipo y andando con las suaves botas de caucho rizado que había comprado en Ottawa. También compró tabletas de glucosa, jamón ahumado y un pan con el que se preparó unos emparedados; además, un frasco de aluminio, que llenó con tres cuartas partes de Bourbon y un cuarto de café. Cuando oscureció, comió, durmió un rato y luego diluyó la tintura de nogal y se bañó en ella, hasta la raíz de los cabellos. Del baño salió parecido a un piel roja con ojos azules grisosos. Poco antes de la medianoche abrió silenciosamente la puerta lateral del garaje, entró en el Plymouth y manejó hacia el sur el último trecho hasta Frelighsburg. El hombre del garaje nocturno no estaba tan adormilado como el coronel Johns había dicho. -¿Va pa' cacería? En Estados Unidos se puede ir muy lejos con gruñidos lacónicos. ¡Huh!, ¡hun! y ¡hi! en sus diferentes modulaciones. Junto con sure (seguro), guess so (¿a si?), that so?, (cierto) y nuts! (¡cielos!) se puede afrontar cualquier contingencia. Bond, terciándose la correa del rifle sobre el hombro, respondió: -¡Hun! -Un tipo atrapó un buen castor por Highgate Springs el sábado. Indiferente, Bond preguntó: -¿A si? -pagó por dos noches y salió del garage. Había parado en el lado lejano de la población y sólo tenía que caminar unos cincuenta metros por la autopista antes de encontrar la trocha que se dirigía al interior del bosque hacia su derecha. Despues de media hora de camino la senda salió a la resquebrajada casa de una granja. Un perro encadenado comenzó a ladrar en forma desenfrenada, pero ninguna luz apareció en la casa y Bond la bordeó. Finalmente encontró el caminito que seguía al pie de un arroyo. Tenía que seguirlo por cerca de cinco kilómetros. Alargó la marcha para alejarse lo más pronto posible del perro. Cuando los ladridos cesaron hubo silencio, el silencio profundo y aterciopelado de los bosques en una noche tranquila. Era una noche cálida, con una luna amarillenta que lanzaba suficiente luz a través de los abetos para que
pudiera seguir el camino sin dificultad. Las suelas elásticas, acolchadas, de las botas eran maravillosas para caminar; hizo su segundo viraje e intuyó que estaba haciendo su recorrido en buen tiempo. Alrededor de las cuatro de la mañana los árboles comenzaron a desvanecerse y pronto se encontró caminando a campo traviesa con las disipadas luces de Franklin a su derecha. Cruzó una carretera secundaria, asfaltada, y se halló en un camino más ancho, a través del bosque y teniendo a su derecha el pálido resplandor de las aguas de un lago. A las cinco había cruzado ya los dos ríos negros de las autopistas estadounidenses 108 y 120. En la última había un aviso que decía: “Cataratas Enosburg. 2 Km.” Se encontraba ahora en el último trecho, un sendero de cazadores muy empinado. Ya lejos de la autopista se detuvo, cambió de lado el rifle y la mochila, encendió un cigarrillo y quemó el mapa-croquis. Había un débil resplandor en el cielo y pequeños ruidos en la arboleda, el grito áspero y melancólico de un pájaro que él no conocía y el susurro de pequeños animales. Bond visualizaba la escondida casa en el pequeño valle, al lado de la montaña que los separaba. Veía las pálidas ventanas encortinadas, las ajadas caras soñolientas de los cuatro hombres, el roció sobre el prado y las ondas del nuevo amanecer expandiéndose sobre la superficie metálica del lago. Y aquí, al otro lado de la montaña, se acercaba el verdugo por entre los árboles. Bond apartó de su cerebro esas imágenes, pisoteó los restos del cigarrillo y siguió andando. ¿Era esto un cerro o una montaña? ¿A qué altura se convierte el cerro en montaña? ¿Por qué no producían algo de la corteza plateada del abedul? Parecía muy útil y costosa. Las mejores cosas en América son la chipmuk y la ostra estofada. La oscuridad de la tarde no cae, se levanta. Cuando uno se sienta en el pico de una montaña y observa cómo ,se oculta el sol tras la montaña opuesta, la oscuridad va llegando a uno desde el valle. ¿Perderán algún día los pájaros el miedo al hombre? Hace varios siglos algún hombre mató un pájaro en estos bosques para alimentarse, y sin embargo aún le tienen pavor. ¿Quién fue el tal Ethan Allen que mandaba a los “Muchachos de las Montañas Verdes” de Vermont? Ahora en los moteles norteamericanos anunciaban los muebles Ethan Allen como una gran atracción. ¿Por qué? ¿El construía muebles? Las botas del Ejército deberían tener suelas de caucho como éstas. Con estas y otras reflexiones fortuitas seguía subiendo a paso constante y obstinadamente, apartando el pensamiento de las cuatro caras dormidas sobre las almohadas blancas. El pico redondo estaba debajo de la línea de árboles, no se veía nada del valle. Descansó, escogió un roble, subió y se deslizó por una rama bien ancha. Ahora lo podía ver todo, el paisaje sin fin de las Montañas Verdes que se extendían en todas direcciones, tan lejos como podía ver; al este, muy distante, se veía la bola dorada del sol que acababa de aparecer glorioso, y abajo, después de unos seiscientos metros de pendiente suave, llena de copas, interrumpida por una cinta ancha de prado, a través de un velo disipado de niebla, se divisaban el lago, el jardín, la casa. Se acostó a lo largo de la rama y vigiló la banda de pálidos rayos solares que se deslizaban hacia el interior del valle. Le tomó un cuarto de hora llegar al lago y entonces pareció inundar de un solo golpe el resplandeciente pasto y las
húmedas losetas de pizarrón del techo. Luego la niebla se retiró rápidamente del lago y del blanco de Bond, que limpio, brillante y nuevo permanecía esperándolo como un escenario vacío. Sacó del bolsillo la mira telescópica y recorrió la escena centímetro por centímetro. Después observó la pendiente delante de él y estimó distancias. Desde el borde de la pradera, que seria su único campo de fuego descubierto, a no ser que se acercara casi hasta el lago por entre la última cinta de árboles, hasta la terraza y el patio habría unos cuatrocientos cincuenta metros, y hasta el trampolín y la orilla del lago unos doscientos cincuenta. ¿Qué haría esa gente con su tiempo? ¿Qué rutina tendría? ¿Se bañarían siempre? Todavía hacía calor. Bien, tenía todo el día. Si para la tarde no habían bajado al lago, le tocaría tomar suerte hasta el patío, unos cuatrocientos sesenta metros. Pero no seria un buen azar con un rifle extraño. ¿Debería acercarse hasta el borde de la pradera? Esta era ancha, cuatrocientos cincuenta metros de recorrido al descubierto. Lo mejor sería atravesarla antes de que despertaran en la casa. ¿A qué hora se levantarían? Como respondiéndole una persiana blanca de una de las ventanas más pequeñas a la izquierda del bloque principal se enrolló. Bond pudo oír el chasquido final del resorte del rodillo. ¡Lago del Eco! Por supuesto. ¿Actuaría en ambas direcciones? ¿Tendría que cuidarse de no romper ramas y varillas? Probablemente no. Los sonidos del valle rebotarían en el agua del lago. Pero no podía arriesgarse. Una delgada columna de humo comenzó a escurrirse por la chimenea de la izquierda. Pensó en el tocino y los huevos que pronto se estarían friendo. Y el café caliente. Se retiró de la rama y bajó al suelo. Debería comer algo, fumarse su último cigarrillo sin riesgo y dirigirse hasta el punto de disparar. El pan se le adhirió en la garganta. La tensión estaba comenzando a apoderarse de él. En su imaginación ya podía oír el intenso ladrido del Savage. Podía ver la negra bala dirigiéndose perezosamente, como una abeja despaciosa, hacia un cuadrado de piel rosada en el valle. Cuando pegaba había un chasquido ligero. La piel se hundía, se rompía y se volvía a cerrar, dejando un pequeño agujero con bordes mellados. La bala se introducía, sin prisa, hacia el corazón pulsante, separándose los tejidos y las venas para dejarla pasar. ¿Quién era aquel hombre al que le iba a hacer eso? ¿Qué le había hecho a él? Se miró pensativamente el dedo con el que apretaba el gatillo. Lo dobló con lentitud, sintiendo en su imaginación el curvo metal frío. Casi automáticamente la mano izquierda atrapó el frasco. Lo puso entre ios labios e inclinó la cabeza hacia atrás. El café con whisky le quemó la garganta. Le colocó la tapa y esperó que el calorcito le llegara al estómago. Entonces se puso de pie, se estiró, bostezó hondamente, levantó el rifle y se lo terció. Observó con aetención el lugar para cuando estuviera de vuelta y comenzó a descender lentamente por entre los árboles. Ahora no había sendero y tenia que escoger el camino con cuidado, observando el suelo en busca de ramas caídas. En este lugar los árboles estaban más mezclados. Entre los abetos y abedules plateados había algunos robles, hayas, sicómoros y, aquí y allá, arces con su vestimenta de verano, brillante como luces Bengala. Debajo de los árboles había trechos de maleza formada por arbolitos de su misma semilla y muchas ramas caídas debido a antiguos
huracanes. Bond bajaba con cuidado, haciendo el menor ruido posible con los pies entre las hojas secas y las piedras cubiertas de musgo, pero pronto el bosque se dio cuenta de su presencia y comenzó a regar la noticia. Una gama, con dos hijitos que parecían “bambis”, fue la primera que lo vio y desapareció galopando con un repiqueteo espantoso. Un brillante picamaderos de cabeza escarlata voló delante de él, chillando cada vez que lo alcanzaba; siempre había un chipmuk parándose en sus patas traseras, levantando el hocico para husmear y después escapándose hacia su madriguera con un repiqueteo que parecía llenar el bosque de terror. Bond les decía mentalmente que no tuvieran miedo, que el arma que llevaba no era destinada a ellos, pero con cada alarma se preguntaba si, cuando llegara al borde de la vega, vería en el jardín a un hombre con binóculos observando a los horrorizados pájaros que evitaban las copas de los árboles. Pero cuando se detuvo detrás del último roble grueso y miró sobre la larga vega hacia la cinta de árboles, el lago y la casa, nada había cambiado. Todas las persianas estaban cerradas y el único movimiento era el del delgado penacho de humo. Eran las ocho. Bond miraba fijo por sobre la vega, buscando un árbol que pudiera desempeñar su papel. Lo encontró, era un arce reluciente de bermejo y carmesí. Sería también apropiado para su vestimenta, el tronco era suficientemente grueso y permanecía un poco atrás de la pared de abetos. Desde allí, de pie, podría ver lo que necesitaba del lago y la casa. Esperó un momento, planeando el camino a seguir a través del alto pasto y los dientes de león. Tendría que recorrerlo reptando sobre el estómago, y lentamente. Una brisa se levantó y encrespó el pastizal. ¡Si siguiera soplando y ocultara su paso! En algún lugar no muy lejano, a su izquierda, cerca del borde de la vega, una rama chasqueó. Sonó sólo una vez, decisivamente, y no hubo más ruido. Bond cayó en una rodilla, el oído aguzado, sus otros sentidos investigando. Así permaneció durante diez minutos completos, una sombra castaña contra el grueso tronco del roble. Ni los animales terrestres ni las aves rompen ramas. La madera caída debe llevarles un mensaje de peligro muy especial. Los pájaros nunca se posan sobre ramas que no puedan soportar su peso, y hasta los animales más grandes, como un venado con dos astas y cuatro patas para manipular, se mueven muy silenciosos dentro de un bosque, a no ser que se encuentren en fuga. ¿Tenía esa gente guardas fuera? Suavemente retiró el rifle de su hombro y puso el pulgar sobre el seguro. Quizás, si estuvieran dormidos en la casa, un disparo dentro del bosque podría pasar como de un cazador. Pero entonces, entre él y aproximadamente donde la rama había chasqueado, dos venados salieron a la vista y caminaron sin prisa por la vega, hacia su izquierda. Por cierto que se habían parado dos veces para mirar hacia atrás, pero cada vez dieron unos cuantos mordiscos antes de seguir y perderse entre los distantes flecos del bajo bosque. No mostraban prisa ni miedo. Ciertamente ellos eran la causa de la rotura de la rama. Bond suspiró. Tanta cosa por nada. Ahora a cruzar la pradera. Arrastrarse a través de cuatrocientos cincuenta metros de pasto alto, que lo oculta a uno, es un trabajo largo y fastidioso. Es duro sobre todo en las rodillas, manos y codos; lo único que se ve es pasto y pedúnculos; polvo y pequeños
insectos que se introducen en los ojos y en la nariz y que le bajan por el cuello. Bond se concentró en poner las manos bien y en llevar un paso lento, constante. La brisa había continuado y su movimiento a través del pastizal no podría, de seguro, ser notado desde la casa. Visto desde arriba, parecía como si un animal grande, quizás un castor o una marmota, estuviera avanzando por entre el pasto. No, no podría ser un castor. Siempre andan en parejas. Bueno, sí parecía que fuera un castor, porque ahora, desde más arriba de la pradera, algo, alguien se había introducido entre la hierba, y detrás y a un lado de Bond otra ola estaba avanzando entre el hondo mar de pasto. Parecía como si aquello, cualquier cosa que fuera, iría a encontrarse con Bond y que las dos olas convergerían justamente en la próxima línea de árboles. Bond reptaba y continuaba abriéndose paso a ritmo normal, deteniéndose sólo a limpiarse el polvo y el sudor de la cara y, de tiempo en tiempo, para asegurarse de que estaba en dirección correcta hacia el arce. Pero cuando estuvo suficientemente cerca de la línea de árboles para que lo ocultaran, a unos seis metros del arce, paró y se acostó por un momento, dándose masajes en las rodillas y relajando las muñecas para el último tramo. No había oído nada que lo alertara, y cuando el murmullo amenazador vino desde muy pocos metros dentro del pasto a su izquierda, giró la cabeza con tanta violencia que las vértebras del cuello le traquearon. -Muévase un centímetro y lo mato -era la voz de una joven, pero una voz que fieramente significaba lo que decía. Bond, el corazón golpeándole con fuerza, miraba asombrado el cuerpo de la flecha de acero cuya templada punta azul y triangular partía los tallos del césped a sólo unos cuarenta y cinco centímetros de su cabeza. El arco lo tenía oblicuamente, plano en el pasto. Los nudillos de los dedos oscuros que sostenían la juntura del arco debajo de la punta se veían blancos. Atrás estaba el cuerpo reluciente de la flecha y, más allá de las plumas metálicas, en parte oscurecidos por bamboleantes manojos de pasto, estaban los labios terriblemente apretados, bajo unos fieros ojos grises, contra un fondo de piel bronceada, húmeda por el sudor. Eso era todo lo que podía ver a través del pasto. ¿Quién diablos sería? ¿Uno de los guardias? Reunió saliva dentro de la seca boca y comenzó lentamente a girar la mano derecha, que estaba fuera de vista de la muchacha, dirigiéndola hacia la cintura, donde tenía su pistola. Dijo con tono suave: -¿Quién demonios es usted? La punta de la flecha se adelantó amenazadora. -Detenga la mano derecha o le atravieso el hombro. ¿Es usted uno de los guardias? -No. ¿Usted? -No sea bobo. ¿Qué hace aquí? -la tensión en la voz había disminuido, pero aún continuaba dura, desconfiada. Tenía cierto acento; ¿qué era?, ¿escocés?, ¿gales? Ya era hora de llegar a términos iguales. Había algo particularmente mortal en la
punta azul de la flecha. Bond dijo con aire ligero: -Retire su arco y su flecha, Robina. Entonces le diré. -¿Jura no sacar la pistola? -Bien. Pero, por amor a Dios, salgamos de este campo -sin esperar se arrodilló y comenzó a arrastrarse de nuevo. Ahora debería tomar la iniciativa y seguirla llevando. Quienquiera que fuera esa chica endemoniada, tendría que desprenderse de ella rápida y discretamente, antes de que comenzara el tiroteo. Dios, ¡como si no hubiera suficientes cosas en que pensar! Llegó al tronco del árbol. Se puso en pie con cuidado y echó una ojeada rápida por entre las relucientes hojas. Casi todas las persianas estaban arriba. Dos lentas criadas morenas colocaban una mesa grande para el desayuno en el patio. Había tenido razón. El campo de visión sobre las copas de los árboles, que ahora estaban ceñidos al lago, era perfecto. Retiró el rifle y la mochila de su hombro y se sentó, la espalda contra el árbol. La joven salió del pasto y se paró debajo del arce. Guardaba una distancia prudente. La flecha todavía se hallaba en el arco, pero este no estaba templado. Se miraron cautamente. Parecía una bella dríada despeinada, con camisa y pantalones ásperos. Eran verde oliva, arrugados y manchados de barro, descoloridos y con agujeros. Se había recogido el pelo con un diente de león para ocultar su brillantez mientras se arrastraba por entre el prado. La belleza de la cara era silvestre y más bien animal, con una ancha boca sensual, pómulos salientes y ojos grises plateados, desdeñosos. Había muestras de sangre de raspaduras en los antebrazos y, en la mejilla, una magulladura se le había hinchado ligeramente y amoratado. Las plumas metálicas de las flechas que llevaba en un carcaj se veían por sobre el hombro izquierdo. Fuera del arco no llevaba sino un cuchillo de caza en el cinturón y, sobre la otra cadera, un paquete de lona castaña que presumiblemente contenía su comida. Era como una bella y peligrosa lugareña que conocía el campo selvático y los bosques y que no tenía miedo de andar en ellos. Caminaría sola por la vida y no serviría de nada para la civilización. Bond la creía linda. Le sonrió. Dijo suavemente, asegurándosela: -Supongo que usted es Robina Hood. Mi nombre es James Bond -tomó su frasco y se lo alargó-. Siéntese y tome un sorbo de esto, es agua de fuego y café. Tengo también algo de jamón ahumado. ¿O acaso vive del rocío y de frutas silvestres? Ella se le acercó un poquito y se sentó a poco menos de un metro de distancia. Lo hacía como tana piel roja, las rodillas bien separadas y los tobillos recogidos debajo de los muslos. Alargó la mano, tomó el frasco y bebió hondamente con la cabeza echada hacia atrás. Se la devolvió sin decir una palabra. No sonrió. Dio un “gracias” con aversión y tomando la flecha la empujó por sobre la cabeza en el carcaj. Dijo observándolo con detenimiento: -Supongo que usted es un cazador furtivo. La época del venado no se abrirá sino dentro de tres semanas. Pero de todos modos, no encontrará venados por aquí.
Sólo bajan por la noche. Debería ir más arriba durante el día, mucho más arriba. Si desea, le diré dónde hay algunos. Una manada bastante grande. Está muy atrasado, pero todavía podría alcanzarlos. Están delante de usted y con la corriente de aire en contra, lo que ayudará a que no lo venteen; además, parece usted saber acerca de cacería. No hace mucho ruido. -¿Eso es lo que está haciendo acá, cazando? Déjeme ver su licencia. La camisa tenía sobre el pecho bolsillos de abotonar. Sin protestar sacó de uno de ellos el papel blanco y se lo pasó. Había sido expedida en Bennington, Vermont. A nombre de Judy Havelock. Había una lista de la clase de permiso. “Cazador no radicado” y “Flecha y arco” habían sido rotulados. El valor era de dieciocho dólares y medio, pagables al Servicio de Caza y Pesca de Montpelier en Vermont. De edad había dado veinticinco años y de lugar de nacimiento Jamaica. Bond pensó: “Dios Omnipotente”. Le devolvió el papel. ¡Ese era el motivo! Le dijo con respeto y simpatía: -Es usted una completa señorita, Judy. -Es un camino muy largo desde Jamaica y ahora se lo iba a llevar a él con su arco y flecha-. ¿Sabe lo que dicen en la China?; “Antes de ir a vengarte, cava dos fosas”. ¿Ya lo hizo o creía poder salir con vida de esto? La joven lo miró asombrada. -¿Quién es usted? ¿Qué hace aquí? ¿Qué sabe acerca de todo esto? Bond meditó. Sólo había un camino para salir de ese enredo y era juntar fuerzas con la chica. ¡Qué trabajo tan endemoniado! Le repuso resignadamente: -Ya le dije mi nombre. Fui mandado desde Londres por..., hum..., Scotland Yard. Conozco todo lo que pasó, he venido a pagar parte de la cuenta y para ver que no sea molestada más por esta gente. En Londres creemos que ahora este tipo comenzará a presionarla acerca de su propiedad, y éste es el único método para detenerlo. La joven dijo secamente: -Tenía un pony que era mi predilección, un Palomino. Hace tres semanas me lo envenenaron. Después acribillaron a mi pastor alemán. Lo había criado desde que era un cachorro. Más tarde me llegó una carta. Decía: “La muerte tiene muchas manos. Una de ellas está sobre su cabeza”. Tenía que poner un aviso en el diario, en la “columna personal”, un día indicado. Debería decir: “Obedeceré, Judy”. Fui a la policía. Todo lo que hicieron fue ofrecerme protección. Creían que era gente de Cuba. Nada más podían hacer. Decidí ir allí, me alojé en el mejor hotel y jugaba “grande” en los casinos -sonrió levemente-. No vestía como ahorita. Llevaba mis mejores vestidos y las joyas familiares. La gente se me acercaba. Yo era atenta con todos. Tenía que serlo. Todo el tiempo hacia
preguntas. Aparentaba estar buscando emociones, deseaba ver el bajo mundo y algunos pandilleros de carne y hueso, y cosas por el estilo. Al fin hallé algo sobre este hombre -accionó hacia la casa-. Había abandonado Cuba. Batista había descubierto algo acerca de él. Tenía muchos enemigos. Me contaron bastante acerca de él, y finalmente encontré un hombre, algo así como un policía de alto rango, quien me contó el resto, después que había -dudó y evitó los ojos de Bond-, después que había hecho mi decisión -hizo una pausa. Continuó-: Decidí partir y venirme para América. Había leído en algún lugar acerca de Pinkerton's, los detectives esos. Fui allí y les pagué para que me averiguaran su dirección -puso las manos con las palmas hacia arriba sobre el regazo. Ahora los ojos eran desafiantes-. Eso es todo. -¿Cómo llegó hasta aquí? -Volé hasta Bennington. En seguida caminé. Durante cuatro días. A través de las Montañas Verdes. Tuve cuidado en no encontrarme con gente. Estoy acostumbrada a esta clase de cosas. Nuestra casa queda en los montes, en Jamaica. Allí es mucho más difícil que aquí. Y en ellos hay más gente, labriegos. Aquí parece que nadie camina. Siempre andan en auto. -¿Y qué iba a hacer ahora? -Voy a matar a Von Hammerstein y regresar caminando a Bennington -la voz era tan casual como si estuviera diciendo que iba a arrancar una flor silvestre. Del valle vino el sonido de voces. Bond se puso de pie y observó rápidamente por entre las ramas. Tres hombres y dos mujeres habían salido al patio. Charlaban y reían mientras retiraban los asientos y se sentaban. Un puesto estaba libre en la cabecera de la mesa, entre las dos muchachas. Bond sacó la mira telescópica y observó por ella. Los tres hombres eran pequeños y morenos. Uno de ellos, el que sonreía en todo momento y que tenía el traje más limpio y elegante, debería ser González. Los otros dos tenían el tipo de labriegos pobres. Ambos estaban sentados en la cola de la mesa oblonga y no participaban en la charla. Las muchachas eran morenas. Parecían prostitutas cubanas de las baratas. Tenían vestidos de baño claros y gran cantidad de joyas de oro. Reían y charlaban como gentiles monos. Las voces eran casi lo suficientemente claras para entender lo que decían, pero hablaban en español. Bond sintió a la joven próxima a él. Permanecía un metro atrás. Le dio el lente. -El hombre limpio es el mayor González. Los dos al fondo de la mesa son los pistoleros. No sé quiénes sean las muchachas. Von Hammerstein no ha llegado aún -la joven había observado rápidamente y ahora le devolvía el lente sin hacer ningún comentario. Bond se preguntaba si habría caído en cuenta de que había estado observando a los asesinos de su padre y su madre. Las dos muchachas se volvieron y miraron por la puerta hacia el interior de la casa. Una de ellas gritó algo que debería ser un saludo. Un hombre pequeño, cuadrado, casi desnudo, salió al asoleado patio. Caminó silenciosamente pasando la mesa y, llegando hasta el borde de la terraza enlosada que miraba hacia el césped, prosiguió durante cinco minutos con sus ejercicios físicos.
Bond examinó con antención al hombre. Era de aproximadamente un metro y sesenta centímetros de altura, con hombros y caderas de boxeador, pero con un estómago que estaba creciendo. Una capa de pelo le cubría el pecho, los omóplatos, los brazos y las piernas. Contrastando con esto, no tenía ni un pelo en la cara ni en la cabeza y la blancoamarillenta nuca reluciente tenía en la parte trasera una honda cicatriz, proveniente, quizás, de una herida o de una trepanación. La estructura ósea de la cara era la del oficial prusiano convencional, cuadrada, dura y mandona, pero los ojos bajo la frente desnuda estaban casi pegados y tenían apariencia porcina, y la boca grande tenía unos labios repugnantes, gruesos, húmedos y sonrosados. Lo único que llevaba puesto era una tira de material negro, difícilmente más grande que una faja de atleta, alrededor del estómago y un reloj de oro con pulsera del mismo material. Le dio el lente a la joven. Se sentía aliviado. Von Hammerstein era tan repugnante como lo decía el archivo de M. Observó la cara de la joven. La boca parecía ceñuda, casi cruel, cuando miró al hombre que había venido a matar. ¿Qué hacer con ella? Lo único que podía intuir de su presencia eran problemas. Podría hasta interferir en sus propios planes y seguir insistiendo en jugar un role ridículo con su arco y su flecha. Bond se adelantó. No tenía medios para dejar las cosas al azar. Un golpe seco y más bien suave en la base del cráneo, y la amordazaría y la ataría hasta que todo hubiera pasado. Lentamente tomó la cacha de .su automática. Indiferente, la joven se apartó unos pasos. Y fríamente se agachó, depositó el lente en el suelo y levantó el arco. Alcanzó de detrás una flecha y la colocó en la cuerda. Entonces miró a Bond y le dijo en voz baja: -No tenga ideas estúpidas. Guarde su distancia. Tengo lo que llaman un amplio campo de visión. No he venido desde muy lejos a ser golpeada en la cabeza por un estúpido polizonte inglés. No puedo errar con esto a cuarenta y cinco metros y aun he matado pájaros en vuelo a noventa. No deseo atravesarle una pierna con una flecha, pero lo haré, si se entromete. Bond maldijo su indecisión previa. Replicó fieramente: -No sea estúpida. Baje esa maldita cosa. Este es un trabajo para hombres. ¿Cómo diablos cree poder defenderse de cuatro hombres con un arco y algunas flechas? Los ojos de la chica brillaban con obstinación. Movió la pierna derecha hacia atrás en posición para disparar. Dijo a través de los labios comprimidos, iracundos: -Vayase al infierno. Y no se meta en esto. Ellos mataron a mis padres. No a los suyos. He estado aquí un día y una noche. Ya sé lo que acostumbran hacer y cómo conseguir a von Hammerstein. No me importan los demás. No son nada sin él. Pues, entonces -templó el arco. La flecha apuntaba a los pies de Bond-, una de dos, o hace lo que le digo o .se arrepentirá. Y no crea que es una amenaza. Lo que voy a hacer es una venganza privada que juré tomar y nadie me va a detener -sacudió la cabeza imperativamente-. ¿Bien?
Tristemente Bond estudió la situación. Miraba a la bella joven silvestre de arriba abajo. Era de una cepa inglesa buena y dura, sazonada con la pimienta roja de una juventud tropical. Una mezcla peligrosa. Había llegado a un estado de histeria controlada. Estaba completamente seguro de que ella no podría ponerlo fuera de combate. Y él no tenía ninguna defensa. Su arma era silenciosa, la de él alertaría a toda la vecindad. La única esperanza sería trabajar de consuno. Darle una parte del trabajo y él haría el resto. Dijo en voz baja: -Escúcheme, Judy. Si insiste en aparecer en esto, lo mejor que podemos hacer es unirnos. Entonces quizás podamos acabar con esto y permanecer con vida. Esta clase de asuntos son mi profesión. Me ordenaron que lo hiciera; si desea saber quién fue, le diré que un amigo intimo de su familia. Y además tengo el arma perfecta. Por lo menos tiene un alcance cinco veces superior a la suya. Ahora podría tomarme el lujo de matarlo desde aquí. Pero las cosas no deben dejarse a la suerte. Algunos de ellos tienen vestidos de baño puestos. Ya bajarán al lago. Ahí es el momento oportuno para hacerlo. Usted puede ayudarme con un fuego de apoyo -terminó lamentablemente-: Será una gran ayuda. -No -negó con la cabeza decisivamente-. Lo siento. Usted puede dar lo que llama “fuego de apoyo”, si desea. No me importaría si lo hiciera o no. Está correcto acerca de lo del baño. Ayer todos estuvieron en el lago alrededor de las once. Hoy hace tanto calor como ayer, ya bajarán. Le dispararé desde los árboles que bordean el lago. Anoche encontré el lugar perfecto. Los guardaespaldas traen sus metralletas, son algo así como subametralladoras Thompson. Ellos no se bañan. Se sientan por ahí y vigilan. Sé cuál es el momento adecuado para agarrar a Von Hammerstein y estaré bastante lejos del lago cuando se den cuenta de lo que pasó. Le digo que ya lo tengo todo planeado. Por consiguiente, no puedo permanecer más tiempo por aquí. Ya debería estar en mi puesto. Lo siento, pero a no ser que me dé un “sí” directo, no hay otra alternativa -levantó unos centímetros el arco. Bond pensó: “Que se vaya al infierno”. Repuso ásperamente: -Está bien, entonces. Pero de una vez por todas le digo que si salimos de ésta va a recibir una azotaina que le impedirá sentarse por una semana -se encogió de hombros. Continuó resignadamente-: Vaya. Cuidaré de los demás. Si le va bien, nos encontraremos aquí. Si no, bajaré a recoger los trozos. Aflojó el arco. Dijo con indiferencia: -Me alegro de que haya comprendido. Estas flechas son difíciles de sacar. No se preocupe por mí. Pero no se deje ver y cuide de que el sol no dé en el lente -le sonrió brevemente, con lástima y felicitándose a sí misma, como una mujer que hubiera dicho la última palabra, dio la vuelta y se internó entre los árboles. Bond contempló la delgada figura verde oscura hasta que se perdió entre los troncos de los árboles, entonces levantó el lente con impaciencia y regresó a su punto de observación. ¡Al diablo con ella! Ya era hora de apartar del pensamiento
a la joven necia y de concentrarse en su trabajo. ¿Había podido hacer otra cosa, había otro modo de manejarla? Se encontraba obligado a esperar que ella disparara primero. Mala espina. Pero si llegaba a disparar antes no había modo de saber qué haría la muy zonza. La imaginación de Bond lujurió brevemente pensando en lo que le haría a la joven cuando todo hubiera acabado. Pero entonces hubo movimientos enfrente de la casa y poniendo a un lado los excitantes pensamientos levantó el lente. Las cosas del desayuno estaban siendo levantadas por las dos criadas. No se veía ni a las muchachas ni a los pistoleros. Von Hammerstein estaba acostado entre los cojines de un canapé leyendo un periódico y haciéndole algunos comentarios al mayor González, quien se hallaba sentado a horcajadas en una silleta cercana a sus pies. González fumaba un cigarro y de vez en cuando levantaba la mano delicadamente a la altura de la boca, se agachaba y escupía un pedacito de tabaco al piso. No podía oír lo que Von Hammerstein decía, pero los comentarios los hacía en inglés y González le respondía en el mismo lenguaje. Bond observó su reloj. Eran las diez y treinta. Y como la escena permanecía estática, se sentó con la espalda apoyada en el árbol y miró minuciosamente el Savage. Mientras hacía esto pensaba en lo que haría con él. No le gustaba lo que tenía que hacer, y desde que había partido de Inglaterra no hacía más que recordar la clase de hombres que eran ésos. El asesinato de los Havelocks había sido un crimen particularmente brutal. Von Hammerstein y sus secuaces eran unos hombres terribles que mucha gente en el mundo estaría contenta de matar, como la joven se lo había propuesto, por una venganza privada. Pero para él la cosa era diferente. No tenía motivos personales contra ellos. Esto era únicamente su trabajo, como lo es el trabajo de un empleado contra la peste el matar ratas. Era el verdugo público nombrado por M como representante de la comunidad. Por un lado, argüía, esos hombres eran tan enemigos de su patria como lo eran los miembros del SMERSH o de otros Servicios Secretos extraños. Le había declarado y emprendido guerra a gente británica, en tierra británica, y estarían planeando su próximo ataque. El entendimiento de Bond rebuscaba más argumentos para apoyar su resolución. Habían matado el pony y el perro de la joven con dos casuales reveses de la mano, como si hubieran sido moscas. Habían... Una explosión de fuego automático proveniente del valle lo hizo ponerse en pie de un salto. Había levantado el rifle y estaba apuntando cuando sonó la segunda ráfaga. La tosca baraúnda fue seguida por risotadas y aplausos. El martín pescador, un montón de andrajosas plumas azules y grises, golpeó sonoramente el pasto y aleteó por un momento. Von Hammerstein, con su subametralladora Thompson aun humeando por la fea nariz, dio unos pasos, puso el talón desnudo de su pie en el piso y giró rápidamente. Lo levantó y lo limpió en el césped al lado del montón de plumas. Los otros lo rodearon, aplaudiendo y riendo servilmente. Los labios rojos dejaron ver los dientes con agrado. Dijo algo que incluía las palabras “certero y rápido”. Le pasó la metralleta a uno de los pistoleros y se limpió las manos en las adiposas espaldas. Dio una orden breve a las muchachas, que entraron corriendo a la casa, y entonces, seguido por los otros, se volvió y se dirigió a paso lento, por sobre el césped, hacia el lago. Ahora las chicas salían corriendo de la casa. Cada una
llevaba una botella vacía de champaña. Hablando y riendo siguieron presurosas detrás de los otros. Bond se preparó. Colocó la mira sobre el cañón del Savage y tomó su posición de tiro contra el tronco del árbol. Encontró un apoyo para su mano izquierda en un saliente de la madera, colocó la mira en 250 y apuntó al grupo de personas que estaba al pie del lago. Entonces, teniendo el rifle libremente, se inclinó contra el tronco, observando la escena. Parecía que iba a haber un concurso de tiro entre los dos pistoleros. Introdujeron nuevos proveedores dentro de sus metralletas y siguiendo las órdenes de González se apostaron sobre la pared del lago a unos seis metros el uno del otro y con el trampolín en la mitad. Allí permanecieron dándole la espalda al lago y con sus metralletas preparadas. Von Hammerstein tomó su puesto en el borde del césped, balanceando las botellas una en cada mano. Las muchachas estaban detrás de él tapándose los oídos con las manos. Hubo un farfulleo excitado en español y risotadas en las que no intervinieron los dos hombres. A través de la mira telescópica las caras parecían expectantes, concentradas. Von Hammerstein gritó una orden y hubo silencio. Echó los brazos hacia atrás y contó: “Un..., dos..., tres”. Y con el “tres” arrojó las botellas hacia arriba, sobre el lago. Los hombres se volvieron como marionetas, las metralletas pegadas a las caderas. Cuando completaron la media vuelta dispararon. El ruido atronador abarcó el ámbito y rebotó sobre el agua. Algunos pájaros revolotearon entre los árboles, chillando, y algunas ramas partidas por las balas chapotearon en el agua. La botella de la izquierda se desintegró en pedacitos; la de la derecha, golpeada por una sola bala, se rompió en dos una fracción de segundo después. Los fragmentos de vidrio salpicaron un poco de agua en la mitad del lago. El pistolero de la izquierda había ganado. Las nubes de humo sobre ellos se unieron y se alejaron por sobre el prado. Los ecos retumbaron hasta esfumarse. Los dos matones caminaron por sobre la pared hasta el pasto, el último parecía malhumorado, el otro tenía una sonrisa astuta en la boca. Von Hammerstein les indicó a las muchachas que se acercaran. Así lo hicieron, pero sin ganas, arrastrando los pies y enfurruñadas. Dijo algo, hizo una pregunta al vencedor. Este movió la cabeza en dirección a la muchacha de la izquierda. Ella lo miró irritada. González y Von Hammerstein rieron. El último se le acercó y le acarició el trasero con la mano, como si la muchacha fuera una vaca. Le dijo algo de lo que Bond alcanzó a oír “una noche”. La muchacha lo miró y asintió obedientemente. El grupo se rompió. La muchacha del premio corrió unos pasos y se lanzó al agua, quizás para alejarse del hombre que había ganado sus favores; la otra chica la siguió. Se alejaron por el agua llamándose enfadadamente la una a la otra. El mayor se quitó el vestón, lo colocó sobre el pasto y se sentó encima. Tenía una funda sobaquera que dejaba ver la cacha de una pistola automática de calibre mediano. Observó a Von Hammerstein quitarse el reloj y caminar por sobre el muro hacia el trampolín. Los pistoleros se retiraron del lago y también observaron a Von Hammerstein y a las dos muchachas, que sobresalían ahora en la mitad del lago y se estaban dirigiendo a la orilla opuesta. Tenían sus metralletas colgadas del hombro y ocasionalmente uno de ellos miraba hacia el
jardín o hacia la casa. Bond pensó que Von Hammerstein tenia toda la razón en haber podido vivir tanto. Era un hombre que tomaba todas las precauciones para que así fuera. Ya había llegado al trampolín. Caminó hasta el borde de la tabla y permaneció mirando al agua. Bond se puso en tensión y quitó el seguro. Sus ojos estaban concentrados con fiereza. En cualquier momento sería. El dedo le cosquilleaba en el gatillo. ¿A qué diablos esperaba la joven para disparar? Von Hammerstein se decidió. Dobló las rodillas levemente y echó los brazos hacia atrás. A través de la mira telescópica podía ver temblar el pelo que le cubría la espalda debido a una brisa que se levantó e hizo erizar la superficie del lago. Ahora los brazos iban hacia adelante y hubo una fracción de segundo en que los pies habían abandonado la tabla y el cuerpo todavía se encontraba casi perpendicular. En esa fracción de segundo hubo un relampagueo plateado contra la espalda y entonces el cuerpo de Von Hammerstein se zambulló perfectamente en el agua. González se paró, observando inseguro la turbulencia que había producido la caída. Tenía la boca abierta, esperando. No estaba seguro de haber visto algo. Los pistoleros estaban más seguros. Tenían las metralletas listas. Se agacharon, mirando de González a los árboles detrás del dique, esperando alguna orden. Lentamente la turbulencia se apaciguó y las ondas se esparcieron por el lago. La zambullida había sido profunda. La boca de Bond se encontraba seca. Se humedeció los labios mientras buscaba en el lago con la mira. Había un ligero resplandor rosado bastante hondo en el agua. Subía lenta e inciertamente. El cuerpo de Von Hammerstein rompió la superficie. Estaba boca abajo meciéndose con suavidad. Treinta centímetros o algo así de una varilla metálica sobresalían por debajo del omóplato izquierdo y el sol relampagueaba en las plumas de aluminio. El mayor González gritó una orden y las dos subametralladoras Thompson rugieron y despidieron fuego. Bond podía oír las balas golpeando las ramas de los árboles. El Savage pateó contra el hombro y el hombre de la derecha cayó lentamente sobre su cara, hacia adelante. El otro corría hacia el lago, aún disparando desde la cadera pequeñas ráfagas. Bond disparó, falló y volvió a disparar. Las piernas del hombre se doblaron, pero el ímpetu que llevaba lo seguía arrastrando hacia adelante. Se estrelló en el agua. El dedo, doblado sobre el gatillo, continuó disparando hacia el cielo azul hasta que el mecanismo se trabó por el agua. Los instantes gastados en el segundo disparo le dieron una buena ventaja a González. Se había atrincherado detrás del cuerpo del primer pistolero y ahora le abría fuego con la subametralladora Thompson. Bien fuera que lo hubiese visto o que estuviera simplemente disparando hacia los fogonazos del Savage, lo estaba haciendo muy bien. Los proyectiles silbaban, se introducían en el arce y las astillas de la madera llovían sobre la cara de Bond. Disparó dos veces seguidas. El cadáver del pistolero saltó. ¡Muy bajo! Recargó y volvió a apuntar. Una rama suelta cayó sobre el rifle. La retiró al instante, pero González ahora se había puesto de pie y corría hacia el grupo de muebles de jardín. Volteó la mesa de hierro y se colocó detrás de ella, al mismo tiempo que dos balas de Bond escupían pedazos de césped cerca de sus talones. Con esta cubierta sólida el
tiroteo tomó precisión, y ráfaga tras ráfaga, ora de la derecha, ora de la izquierda, se estrellaba contra el árbol, mientras los disparos sencillos de Bond resonaban contra el blanco hierro o se perdían aullando por el jardín. No era fácil recorrer la mirilla rápidamente de un lado a otro de la mesa y además González escogía muy bien sus cambios. Balas y más balas se introducían con estruendo en el tronco, al lado y por encima de él. Se agazapó y corrió veloz hacia la derecha. Dispararía, detenido, desde la vega y agarraría a González distraídamente. Pero corriendo aún, vio cómo González salía precipitado de detrás de la mesa de hierro. También había decidido acabar las ”tablas”. Corría hacia el dique para pasarlo, introducirse en el bosque y salirle por la espalda a Bond. Se detuvo y alzó el rifle. Tan prorito como lo hizo, González lo vio. Se colocó en una rodilla y le roció una ráfaga. Bond quedó helado escuchando los proyectiles. Los pelos cruzados de la mira se centraron en el pecho de González. Apretó el gatillo. González se balanceó. Trató de pararse. Levantó los brazos y, con la metralleta aún botando balas hacia el cielo, se zambulló zafiamente de cabeza en el agua. Bond observó por si aparecía la cabeza. No lo hizo. Lentamente bajó el arma y se limpió la cara con el brazo. El eco, el eco de muchos muertos, iba de un lado al otro del valle. En la derecha, lejana, entre los árboles detrás del lago, vio, de una ojeada, a las muchachas corriendo hacia la casa. Pronto, si era que las criadas ya no lo habían hecho, estarían dando parte a los policías del Estado. Regresó al solitario arce. La joven estaba ya allí. Parada contra el tronco, dándole la espalda a él. La cabeza cubierta por los brazos y recostada contra el árbol. Le corría sangre por el brazo derecho, la cual goteaba al suelo, y tenía una mancha negra en la hombrera de la camisa verde oscura. El arco y el carcaj estaban a sus pies. Los hombros le temblaban. Bond se le acercó y la abrazó protectoramente por los hombros. Le dijo con suavidad: -Cálmate, Judy. Ya pasó todo. ¿Está muy malo el brazo? Le contestó con voz fingida: -No es nada. Algo me golpeó. Pero eso fue terrible. Y o no..., yo no sabía que sería así. Le apretó el brazo para tranquilizarla. -Tenía que ser así. De otro modo te hubieran agarrado. Eran asesinos..., de lo peor. Pero te había dicho que esta clase de cosas eran para hombres. Ahora miremos qué te pasó en el brazo. Tenemos que partir pronto, y por lo menos llegar hasta la frontera. Los policías estarán aquí dentro de poco. Ella se volvió. La bella cara silvestre estaba manchada con sudor y lágrimas. Ahora los ojos grises eran suaves y obedientes. -Eres muy amable en portarte así. Después del modo que te traté. Estaba algo así como... como resentida.
Estiró el brazo. Bond le tomó el cuchillo del cinturón y rompió la manga a la altura del hombro. Tenía la abertura profunda y sangrante de toda herida de bala sobre el músculo. Sacó su pañuelo caqui, lo cortó en tres tiras y unió los pedazos. Lavó la herida con el whisky y café y tomando una tajada de pan de su mochila le limpió los alrededores de la herida. Cortó la manga, formó un cabestrillo y alargó los brazos para hacerle el nudo por detrás del cuello. Sus bocas estaban separadas por escasos centímetros. El olor de su cuerpo tenía un tono de calor animal. Bond la besó en los labios una vez suavemente y otra vez con fiereza. Hizo el nudo. Miró dentro de los ojos grises cercanos a los suyos. Parecían sorprendidos y dichosos. La besó de nuevo en las comisuras de los labios y la boca le sonrió. Bond se retiró de ella y le devolvió la sonrisa. Con delicadeza le alzó la mano derecha y le deslizó la muñeca en el cabestrillo. Ella preguntó dócilmente: -¿Adonde me llevas? -Te voy a llevar a Londres. Allí hay un viejo que se alegrará de verte. Pero primero tenemos que ir al Canadá, allí hablaré con un amigo mío de Ottawa y arreglaremos tu pasaporte. Tendrás que conseguir ropa y otras cosas. Nos tomará algunos días. Nos quedaremos en un lugar llamado Motel Ko-Zee. Ella lo miró. Era una joven completamente diferente. Dijo en un murmullo: -Será delicioso. Nunca me he hospedado en un motel. Bond se agachó, alzó su rifle y su mochila y se los terció en un hombro. Luego tomó el arco y el carcaj y se los puso en el otro, dio media vuelta y comenzó a subir por el pastizal. Ella se colocó detrás y lo siguió, y mientras caminaba retiró los pedazos marchitos de diente de león de su pelo, deshizo el nudo de una cinta y dejó que la pálida cabellera dorada cayera sobre sus hombros.
Cantidad de Consuelo
James Bond replicó: -Siempre he pensado que si algún dia me caso lo haré con una azafata. La reunión de la comida había sido más bien vistosa y ahora que los otros dos invitados habían partido acompañados por la ADC a tomar su avión, el gobernador y Bond estaban sentados en un sofá forrado de quimón en el bien amoblado salón de la inmensa Oficina de Trabajos, tratando de conversar sobre algo. Bond reconocía muy fácilmente lo ridiculo. Nunca se sentía cómodo al estar sentado sobre cojines blandos. Prefería sentarse en un sillón de tapicería sólida y con los pies firmes en el suelo. Creía disparatado el estar sentado en una cama de zaraza rosa al lado de un viejo bachiller observando el café y los licores que estaban sobre la mesita entre sus extendidos pies. Había un ambiente de club, de intimidad y más bien de femineidad en la escena, y ninguna de esas atmósferas era apropiada. No le gustaba Nassau. Todos eran demasiado ricos. Los visitantes del invierno y los residentes que tenian casas en la isla no hablaban sino de dinero, sus dolencias y los problemas con la servidumbre. Ni siquiera sabían chismorrear. No había nada para comentar. La gente del invierno era toda muy vieja para tener líos amorosos y, como casi toda la gente rica eran cuidadosos en no decir nada malicioso sus vecinos. Los Harvey Miller, la pareja que habia partido eran típicos, un ameno y mas bien despreocupado millonario canadiense que había ingresado en el negocio del gas natural desde hacía mucho y que aún continuaba con él y su parlanchina esposa. Parecía ser inglesa. Se habia sentado al lado de Bond y le habia hablado con mucha animación acerca de "qué representaciones habia visto últimamente en la población" y "si no creía que el Grill Savoy era el lugar más bonito para cenar. Uno veía tanta gente interesante, actrices y personas por el estilo". Bond había hecho lo mejor que podía, pero como no había visto una comedia en dos años, y la última vez lo habia hecho porque el hombre que estaba siguiendo en Vlena se habia introducido en una de ellas, habia tenido que confiar en recuerdos más o menos sucios de la vida nocturna de Londres, cosas que de un modo u otro no concordaban con las experiencias de la dama. Bond sabía que el gobernador lo habia invitado a cenar por deber, y quizás para que le ayudara a entretener a los Harvey Miller. El había estado en la Colonia durante una semana y al día siguiente partiría hacia Miami. Había sido un trabajo de investigación rutinario. A Castro le habían estado llegando armas provenientes de los territorios aledaños, principalmente de Miami y el golfo de México, pero cuando los guardacostas de los Estados Unidos hubieron decomisado dos grandes cargamentos, los que apoyaban a Castro miraron hacia Jamaica y las Bahamas como posibles bases, y Bond fue mandado desde Londres a detener el tráfico. No le había gustado hacer el trabajo. Si tenía alguna objeción era que él simpatizaba con los rebeldes, pero el Gobierno tenía un gran proyecto de exportación con Cuba a cambio de comprarles más
azúcar del que necesitaban y una condición del tratado decía que Gran Bretaña no debería prestar ayuda ni dar ánimo a los rebeldes. Descubrió dos cruceros de pasajeros que estaban siendo transformados para el cargamento; no arrestaría a sus ocupantes antes de que partieran, lo que causaría un incidente. Escogió una noche bien oscura y se acercó a las embarcaciones en una lancha de la policía. Desde el puente de la oscura lancha lanzó una bomba térmica a cada una de las embarcaciones por una escotilla abierta. Enseguida se retiró a gran velocidad y observó la hoguera de lejos. Mala suerte para las compañías aseguradoras, por supuesto, pero no había sido una casualidad y él habia cumplido rápida y limpiamente lo que M le ordenaba. Por lo que Bond estaba enterado, nadie en la Colonia, con excepción del jefe de la policía y dos de sus ayudantes, sabía quién había producido los dos espectaculares, y, para los que tenían conocimiento, oportunos incendios en la rada. Al único que había dado su reporte era a M. No había querido poner en apuros al gobernador, que personalmente le parecía un hombre fácil de crearse problemas, y por esa razón hubiera sido imprudente informarle acerca de un crimen que podría por cierto ser discutido ante el Consejo Legislativo. Pero el gobernador no era bobo. Habla descubierto el propósito de la visita de Bond, y esa tarde, cuando éste le estrechó la mano, la aversión del hombre pacífico hacia las acciones violentas fue comunicada a Bond por algo constreñido y defensivo de su proceder. Esto no había ayudado en forma alguna al ambiente de la reunión, y, más aún, se había necesitado de toda la charlatanería y efusión de una ADC para darle a la tarde el minúsculo toque de vida que había adquirido. Ahora eran sólo las nueve treinta, y el gobernador y Bond tenían por delante una hora más de cortesía antes de que pudieran irse agradecidos a sus respectivas camas, aliviados de no tener que ver más al otro en la vida. Bond no tenía nada contra el gobernador. Este pertenecía a una clase de rutina que él había encontrado frecuentemente en el mundo, sólida, leal, competente, serena y justa: la mejor clase de Siervo Civil Colonial. Sólida, competente y lealmente debería haber ocupado los puestos menores durante unos treinta años, mientras el Imperio se desmoronaba a su alrededor; y ahora, justo a tiempo, subiendo por aquella escalera y evitando las culebras, había llegado a la cima. En un año o dos llegaría su GCB y a salir, salir a Godalming o Tunbridge Wells con una pensión y un manojo de recuerdos de lugares tales como el Trucial Omán, las islas Leeward, la Guayana Británica, de la que probablemente ningún miembro del club local de golf habría oído hablar o le interesaría. Sin embargo, Bond había reflexionado esa tarde, ¡cuántos dramas como el asunto de los rebeldes castristas habría presenciado o le habrían sido informados! ¡Cuánto sabría del ajedrez de la política menor, el lado escandaloso de la vida en las pequeñas comunidades remotas, los secretos de la gente que tiene fichas en las Casas de Gobierno alrededor del mundo! Pero ¿cómo podría sacar una chispa de ese entendimiento rígido y discreto? ¿Cómo podría él, James Bond, a quien el gobernador obviamente consideraba como un hombre temible y como posible fuente de peligro para su carrera, extraerle un hecho u opinión interesante para salvar la tarde de ser una inútil pérdida de tiempo?
La observación descuidada y algo mentirosa de Bond acerca de casarse con una azafata había aparecido al final de la conversación variada sobre viajes aéreos que había seguido torpe e inevitablemente a la partida de los Harvey Miller a tomar su avión hacia Montreal. Dijo el gobernador que la BOAC estaba recibiendo la mayor parte del tráfico americano hacia Nassau porque, aunque sus aviones demoraban media hora más desde Idlewild, el servicio era soberbio. Bond había dicho, cansándose de su propia trivialidad, que prefería volar despacio y cómodo a ir rápido y descuidado. En ese Instante hizo su comentario acerca de las azafatas. -Bueno -dijo el gobernador con voz cortés y controlada, que Bond rogaba que se ablandara y volviera humana-, ¿por qué? -Oh, no lo sé. Sería agradable tener una muchacha preciosa que lo arropara a uno siempre, que le trajera bebidas y comida callente y que le preguntara si tenía todo lo que se deseaba. Ellas siempre sonríen y desean agradar. Si no me caso con una de ellas no tendré otro remedio que casarme con una japonesa. Pues parece que también tienen buenas ideas. -No tenía intenciones de casarse, pero si algún día lo hiciera, no sería con una esclava insípida. Lo único que deseaba era interesar o enfrentar al hombre en una discusión de tipo humano. -No sé nada de las japonesas, pero me supongo que se le ha ocurrido pensar que las azafatas son "entrenadas" para agradar, que deben ser completamente diferentes cuando están fuera de su trabajo por decirlo así -ahora la voz era razonable, juiciosa.- En realidad no estoy interesado en casarme, nunca me he tomado el trabajo de Investigarlo. Hubo una pausa. El cigarro del gobernador se había apagado. Gastó un momento en encenderlo de nuevo. Cuando volvió a hablar se notaba que el tono invariable había ganado una chispa de vida, de interés. Dijo: -Conocí una vez a un hombre que debería tener ideas como las suyas. Se enamoró de una azafata y se casó con ella. Es una historia más bien interesante, en realidad. Me parece -miró de lado a Bond y rió brevemente como disculpándose a si mismo- que tiene algunas cosas de la peor parte de la vida. Le parecerá un poco triste. ¿Le gustaría oiría? -Muchísimo -puso entusiasmo en la voz. Dudaba si la idea que tendría de lo peor fuera lo mismo que la suya, pero por lo menos lo salvaría de proseguir su conversación asnal. Preguntó para poder huir de ese sofá tan extenuante: -¿Podría tomar un poco más de brandy? —se levantó, colocó un dedo del licor en su vaso y, en lugar de regresar al sofá, cogió una silla y se sentó al lado de una esquina de la bandeja de las bebidas. El gobernador observó la punta del cigarro, aspiró hondamente y lo levantó para que la ceniza no fuera a caer. Durante toda la historia miró a la ceniza con cautela y pareció hablarle al escurridizo penacho de humo azul que se elevaba y desaparecía en el aire caliente y húmedo. Dijo cuidadosamente:
-El hombre, lo llamaré Masters, Philip Masters, era casi un contemporáneo mío en el Servicio. Le llevaba un año de ventaja. Fue a Fettes y tomó una beca para Oxford, el nombre de la universidad no interesa, y después se presentó para el Servicio Colonial. No era un tipo muy inteligente, pero era un gran trabajador, capacitado, y la clase de hombre que crea una impresión sólida antes las mesas de entrevistas. Lo emplearon en el Servicio. Su primer puesto fue en Nigeria. Se portó muy bien allí. Le agradaban los nativos, con los que se llevaba muy bien. Era un hombre de ideas liberales, y como no fraternizaba con ellos, cosa que -sonrió agriamente- lo hubiera puesto en apuros con sus superiores en estos tiempos era benigno y humanitaria hacia ellos. Lo cual les resultó una gran sorpresa -hizo una pausa y aspiró su cigarro. La ceniza estaba a punto de desprenderse; se inclinó hacia adelante, sobre la bandeja de las bebidas, y la dejó caer en su taza de café. Se recostó y por primera vez miró a Bond. Continuó-: »Me atrevería a decir que el afecto que este hombre tenía por los nativos ocupó el espacio que los jóvenes caminantes de la vida tienen para el sexo opuesto. Desafortunadamente Philip Masters era un muchacho timido y mas bien extraño, que no había tenido éxito alguno en ese sentido. Cuando no había estado trabajando para pasar sus exámenes, jugaba al hockey en el equipo de la universidad y remaba con su equipo de ocho. En vacaciones vivía con una tía en Gales y allí escalaba montañas con un grupo de alpinistas. Sus padres se separaron desde que estaba en la escuela y, aunque era hijo único, no se molestaron más por él cuando lo vieron becado en Oxford y con una pequeña suma de dinero para que se defendiera. Por esa razón tenia muy poco tiempo para dedicárselo a las muchachas y casi no tenia nada que ofrecer a las pocas que se cruzaban en su vida. Su vida emocional corría entre las lineas de la frustración y de los moralmente enfermos, parte de la herencia que nos dejaron nuestros abuelos Victorianos. Sabiendo como le fue, estoy sugiriendo que sus relaciones amistosas con la gente de color en Nigeria era lo que se conoce como Ja compensación hecha por un calor básico y una naturaleza sanguínea que había sido privada de afección y que ahora la encontraba en la forma mas simple y agradable. Bond interrumpió la más bien solemne narración: -El único problema con las negras bonitas es que no saben nada acerca del "control de natalidad". Espero que no haya tenido esta clase de líos. El gobernador levantó la mano. La voz tenia un tono de fastidio por la pregunta mundana de Eond. -No, no. Usted no me entiende bien. No estoy hablando de sexo. A él nunca se le hubiera ocurrido tener relaciones sexuales con una chica de color. En realidad, era tristemente ignorante en asuntos sexuales. Lo que no es raro aun hoy entre la gente joven en Inglaterra, pero que fue muy común en esos días, y la causa, creo que convendrá conmigo, de muchos, muchísimos, matrimonios desastrosos y de otras tragedias. -Bond asintió-. No. Sólo estoy tratando de mostrarle en forma superficial que lo que iba a suceder cayó sobre un joven frustrado e inocente, de
corazón y cuerpo cálidos, pero sin experiencia alguna, y socialmente ignorante, lo cual hizo que buscara compañía y afecto entre los negros en lugar de ir a los suyos. Era, en breve, un sobrante sensitivo, físicamente despreciable, pero en otros aspectos sano, capaz y un ciudadano adecuado. Bond tomó un sorbo de brandy y estiró las piernas. Le gustaba el comienzo de la historia. El gobernador le daba un estilo narrativo más o menos igual al de un anciano, lo cual le proporcionaba un tinte de verdad. Continuó: -El tiempo de su servicio en Nigeria coincidió con el primer gobierno laborista. Como recordará, una de las primeras cosas que hicieron fue reformar los Servicios externos. Fue nombrado un nuevo gobernador para Nigeria, el cual tenía ideas avanzadas acerca del problema nativo y se sorprendió y alegró de encontrar que uno de los miembros de su oficina estaba ya, al menos en su modesta esfera, poniendo en práctica algo parecido a sus propias ideas. Animó a Philip, le dio tareas que estaban por encima de su puesto, y a su tiempo, cuando Masters debería ser trasladado, envió un reporte tan vivo que le hizo saltar un puesto y fue trasladado a las Bermudaa con el cargo de subsecretario de gobierno. El gobernador miró a Bond a través del humo de su cigarro. Dijo disculpándose: -Espero no cansarlo con todo esto. No demoraré demasiado en llegar al grano. -Verdaderamente estoy muy intrigado. Ya creo haberme formado una imagen del individuo. Usted debió conocerlo bastante bien. El gobernador dudó. Repuso: -Lo conocí aun más en las Bermudas. Yo era más veterano. El estaba directamente bajo mis órdenes. No obstante, no hemos llegado a la parte de las Bermudas todavía. En esa época empezaron los primeros servicios aéreos al África y, por alguna razón, Philip Masters decidió ir a Londres en avión y asi tener más tiempo en su patria que si hubiera ido por barco desde Freetown. Fue por ferrocarril hasta Nairobi y tomó el avión semanal de la Imperial Airways, la precursora de la BOAC. Nunca había viajado en avión y por eso estaba entusiasmado y un poco nervioso cuando despegaron, después que la azafata, que había notado era muy bella, le habia dado un caramelo para que chupara y le habia mostrado cómo colocarse el cinturón de seguridad. »Cuando el aeroplano se hubo nivelado y descubrió que volar era un asunto más pacifico de lo que se había imaginado, la azafata se acercó por entre el casi vacio aeroplano. Ella le sonrió. "Ya puede quitarse el cinturón." Cuando Masters forcejeó inútilmente con la hebilla, ella se agachó y se lo desabrochó. Este fue un movimiento un tanto intimo. El nunca en su vida habia estado tan cerca de una chica de más o menos su edad. Se sonrojó y se sintió bastante confuso. Le dio las
gracias. Ella sonrió más bien descaradamente de ver su turbación, se sentó en el brazo del asiento desocupado al otro lado de la nave y le preguntó de dónde venia y para dónde iba. El le respondió. A cambio, le preguntó acerca del aeroplano, a qué velocidad viajaban, en dónde tendrían escalas y cosas por el estilo. Encontró que era fácil para conversar y que casi quedaba deslumbrado al observarla. Estaba sorprendido de lo llevadera que era con él y su interés aparente en lo que contaba acerca del África. Parecía creer que él tenía una vida más excitante y fascinantemente misteriosa que, para su entendimiento, la que en realidad llevaba. Lo hacia creerse importante. »Cuando se retiró a ayudar a los dos camareros a preparar el almuerzo, él permaneció pensando en ella y temblaba con sus pensamientos. Cuando trató de leer no pudo concentrarse en la página. Tenia que estar mirando hacia la parte delantera del avión para verla de tiempo en tiempo. Una vez ella lo sorprendió mirándola y le dio lo que a él le pareció una sonrisa secreta. "Somos los únicos jóvenes en el avión -parecía decirle-. Nos comprendemos. Estamos interesados en las mismas cosas." »Philip Masters miró por la ventanilla, viéndola en el mar de nubes que estaba bajo del avión. En su entendimiento visual la examinaba cuidadosamente, maravillándose de su perfección. Era pequeña y bien formada, con un cutis de leche y rosa y pelo rubio atado en un bonito moño. (Le gustaba particularmente el moño. Suponía que su poseedora no era "ligera".) Tenia unos labios sonrientes color cereza y unos ojos azules que chisporroteaban con una alegría traviesa. Conociendo a Gales, creía que tenia sangre de allí en sus venas, lo que era confirmado por el nombre, Rhoda Llewellyn, que, cuando fue a lavarse las manos antes del almuerzo, había encontrado impreso al final de la lista de la tripulación, que estaba sobre el bastidor de las revistas al lado de la puerta del lavabo. Meditó hondamente sobre ella. Estarían juntos por cerca de dos días, pero ¿cómo haría para hablarle de nuevo? Debería tener cientos de admiradores. Tal vez hasta seria casada. ¿Volaba todo el tiempo? ¿Cuántos días de descanso tendría después de cada viaje? ¿Se burlaría de él si le proponía ir a cenar y luego al teatro? ¿Llegaría hasta a quejarse ante el capitán del avión de que uno de los pasajeros se estaba poniendo fresco? De repente le vino la visión de ser arrojado del avión en Aden, una queja a la Oficina Colonial y su carrera arruinada. »Le trajo el almuerzo y con éste más confianza. Cuando le colocó la pequeña bandeja sobre las rodillas, el pelo le rozó la mejilla. Masters sintió que había sido tocado por un alambre eléctrico cargado. Ella le enseñó cómo defenderse con las complicadas bolsas de celofán, cómo retirar la tapa plástica de la ensalada. Le dijo que el postre era particularmente delicioso, un panqueque de diferentes capas. En una palabra lo tenia mimado, y Masters no podía recordar que algo parecido le hubiera sucedido alguna vea, aun cuando su madre lo había, cuidado de chico. »Al final del viaje, cuando el sudoroso Masters había tomado todo su coraje para invitarla a cenar, recibió un gran alivio al aceptarle ella de muy buena gana. Un mes después se retiró del Imperial Airways y se casaron. Al mes siguiente tenia que partir en un barco hacia las Bermudas. Bond interrumpió:
-Me temo lo peor. Ella se casó porque la vida de él le parecía excitante y "grande". Le gustaba la idea de ser la muchacha bella de las reuniones del té en la Casa de Gobierno. Me imagino que Masters tendría que matarla al final. -No -replicó suavemente-, pero me inclino a decir que ella se casó por lo que usted dijo, al estar cansada del agobio y peligro de volar. Probablemente deseaba llevar todo bien, y por cierto, cuando la pareja llegó y se estableció en su bungalow, en las afueras de Hamilton, nos sentimos impresionados por su bella cara y por su modo de hacerse agradable a todos. Y, por supuesto, Masters era un hombre nuevo. La vida se le habia convertido en un cuento de hadas. Mirando hacia atrás, era triste verlo commo trataba de aparecer apuesto para quedar a la altura de ella. Se preocupaba por sus trajes, se ponía en el cabello una horrible brillantina y hasta se dejó crecer un bigote tipo militar, presumiblemente porque ella creía que asi se veía distinguido. Al acabar el día corría al bungalow, y siempre era lo mismo, Rhoda esto y Rhoda aquello y ¿cuándo cree que Lady Burford, la esposa del gobernador, invitará a Rhoda a almorzar? »Trabajaba duro y todos estimábamos a la pareja, y todo anduvo bien durante seis meses o algo así. Entonces, y ahora me lo supongo, comenzaron a gotear como ácido las frases ocasionales sobre el pequeño y feliz bungalow. Puede Imaginárselo: "¿Por qué la esposa del secretario colonial no me invita a hacer compras con ella? ¿Cuánto debemos esperar antes de otro coctel? Sabes que no podemos tener un hijo. ¿Cuándo te toca la promoción? Es terriblemente cansador estar todo el día aqui sin hacer nada. Tendrás que comer afuera hoy. No me molestes. Tú tienes un tiempo interesante. Es bueno para ti...", y así y asá. Por supuesto la melosidad se fue por la ventana, Ahora era él, y seguramente se sentía feliz, quien le traía el desayuno a la cama a la azafata antes de partir para el trabajo. Era él quien aseaba la casa cuando regresaba y encontraba ceniza y papeles de chocolates por todos lados. Tuvo que dejar de fumar y privarse de sus bebidas esporádicas para comprarle nuevos vestidos que la pusieran a la altura de las otras esposas. »Algunas de estas cosas las observaba yo, que conocía a fondo a Masters, en el secretariado. Las arrugas de preocupación, las ocasionalmente enigmáticas llamadas telefónicas solícitas durante horas de trabajo, las salidas diez minutos antes del final de la jornada para poder llevar a Rhoda al cine, y, por supuesto, las ocasionales preguntas medio cómicas acerca del matrimonio en general: "¿Qué hacen las otras esposas durante todo el dia? ¿Todas las mujeren sienten calor aquí? Supongo que las mujeres (casi añadía: "Dios las bendiga") son mucho más trastornables que los hombres". Y muchas más. El problema o la mayor parte de éste era que Masters estaba hechizado. Ella era su sol y su luna y si estaba descontenta o inquieta era sólo su culpa, Buscaba con desesperación algo que la tuviera ocupada y que la hiciera feliz, y finalmente, después de todo, se dedicó, o mejor dicho se dedicaron, al golf. »Este es muy popular en las Bermudas. Hay muchas canchas de golf buenas, incluyendo al famoso Mid-Ocean Club, donde juegan los mejores y después se reúnen allí para chismorrear y beber. Esto era lo que ella deseaba, una ocupación elegante y estar entre la alta sociedad. Dios sabe cómo haría Masters para ahorrar suficiente dinero para comprarle los palos, las lecciones y todo el resto, pero asi lo hizo y fue un éxito clamoroso. Ella permanecía en el Mid-Ocean todo el dia.
Fue muy estudiosa en sus lecciones y consiguió un handicap, conoció mucha gente en las pequeñas competencias, ganó algunas de las medallas mensuales y en seis meses no sólo jugaba respetablemente, sino que era la predilecta de los miembros del club. No me sorprendía. Me acuerdo de haberla visto de tiempo en tiempo, una deliciosa figura pequeña y bronceada con el más corto de los pantalones cortos que se puedan llevar, una visera blanca con interior verde, y un movimiento compacto y ajustado que hacía provocativa su figura, y le puedo asegurar -parpadeó brevemente- que es la cosa más bella que haya visto en una cancha de golf. »Como es lógico, el paso siguiente no se demoró. Hubo un juego mixto de dos parejas. Fue compañera del primogénito de los Tattersall, que son los comerciantes más importantes de Hamilton y más o menos la flor de la sociedad de Bermudas. El era gran jugador de golf, con un MG descapotable, una lancha y todos sus... Usted debe conocer esa clase de tipo. Conseguía todas las chicas que deseaba y si no dormían pronto con él, no montaban más en coche, ni en el bote, ni volvían a pasar las veladas en los night-clubs locales. La pareja ganó el concurso después de dura refriega en los últimos hoyos, y Philip se encontraba entre los espectadores que esperaban alrededor del decimoctavo césped para animarlos a su llegada. Esa fue la última vez que vitoreo en un largo período, quizás en toda su vida. »Casi al mismo tiempo ella comenzó a salir con el joven Tattersall, y una vez que empezó, continuó como el viento. Y créame, señor Bond -el gobernador cerró un puño y lo bajó suavemente sobre el a mesa-, era espantoso verlo. Ella no trató en lo más mínimo de ocultar el idilio amoroso. Tomó al joven Tattersall y abofeteó a Masters en la cara y continuó abofeteándolo. Llegaba a la hora que quería en la noche, insistió en que él se pasara al cuarto de los huéspedes, teniendo como pretexto que era muy caluroso el dormir juntos, y si alguna vez limpiaba la casa o le cocinaba algo, era sólo por encubrirse o guardar las apariencias. Por supuesto, en un asunto fue de propiedad pública, y el pobre Masters llevaba los cuernos mas grandes que se hubieran visto en la Colonia. »Finalmente Lady Burford se introdujo en el caso y le habló a Rhoda, diciéndole que le estaba arrumando la carrera a su marido y cosas asi. Pero el problema era que la dama creía a Masters un perro áspero, y habiendo tenido en su juventud una o dos aventuras, aún era una mujer bella, pero con un parpadeo en un ojo, y fue un poco benigna con la muchacha. Como era lógico, Masters, él mismo me lo contó más tarde, pasó por la terrible serie usual, protestas, agrias disputas, cólera, violencia (me dijo que una noche casi la estrangula) y, por último, una separación fría y miseria adusta -hizo una pausa-. No sé si habrá visto alguna vez destrozar un corazón, señor Bond, romperse lenta y deliberadamente. Bien, eso fue lo que vi sucederle a Philip, créame que era horrible observarlo. Antes había sido un hombre con el paraíso en la cara, y un año después de su llegada a Bermudas la tenia toda manchada de infierno. »Hice todo lo posible, todos tratamos de un modo o de otro, pero una vez que sucedió lo del decimoctavo césped en el Mid-Ocean, no había en realidad nada que pudiera hacerse sino levantar los trozos. Pero él estaba como un perro herido. Se retiró de nosotros y gruñía cada vez que alguien trataba de acercársele. Aun llegué hasta a escribirle una o dos cartas. Más tarde me contó que las rompió
sin leerlas. »Un día nos reunimos y lo invitamos a una fiesta para varones en mi bungalow. Tratamos de embriagarlo. Y así lo hicimos. Enseguida oimos un ruido en el baño. Había tratado de cortarse las venas de las muñecas con mi navaja de afeitar. Eso nos desanimó por completo y fuí encargado de ir ante el gobernador y hablarle del asunto. El lo sabía todo, por supuesto, pero había tenido la esperanza de que no le fuese preciso intervenir. Ahora no se sabía si Masters podría seguir o no en el Servicio. Su trabajo se había deshecho. Su esposa era un escándalo público. Era un hombre destrozado. ¿Podríamos unir los pedazos otra vez? El gobernador era un hombre muy bueno. Una vez que se vio obligado a intervenir, tuvo el propósito de hacer un último esfuerzo para rechazar el casi inevitable reporte a Whitehall, lo cual acarrearía el fracaso total de lo que quedaba de Masters. La Providencia nos ayudó. »Al día siguiente de haber hablado con él llegó un mensaje de la Oficina Colonial diciendo que iba a celebrarse una reunión en Washington para demarcar los derechos de pesca marítima y que las Bermudas y las Bahamas habían sido invitadas para que enviaran un representante del Gobierno. El gobernador llamó a Masters, le dijo que seria enviado a Washington y que lo mejor que podía hacer era arreglar sus líos personales de un modo u otro antes de seis meses, y le mandó retirarse. En la semana siguiente partió y permaneció en Washington hablando acerca de pesca durante cinco meses. Tuvimos una mirada de alivio y heríamos a Rhoda cada vez que se nos presentaba la oportunidad. El gobernador dejó de hablar y hubo silencio absoluto en el grande y bien iluminado salón. Sacó un pañuelo y se limpió la cara con él. Sus recuerdos lo habían excitado y los ojos sobre la cara sonrojada estaban brillantes. Se puso de pie, sirvió un whisky con soda para Bond y uno para él. Bond dijo: -Qué revoltijo. Me imaginaba que algo asi debería de sucederle tarde o temprano, pero tuvo la mala suerte en que le llegara tan pronto. Ella debía ser una pequeña perra de corazón duro. ¿Mostró algún signo de arrepentimiento por lo que había hecho? El gobernador ya había prendido otro cigarro. Miró la punta ardiente y la sopló. Respondió: -Oh, no. Ella lo estaba pasando la mar de bien. Probablemente sabia que no podría durarle toda la vida pero eso era lo que había anhelado, lo que las lectoras de revistas femeninas sueñan, ya que tenía esa clase de mentalidad típica. Todo lo tenía, el mejor partido de la isla, amor en la arena bajo las palmeras, ratos agradables en la ciudad y en el Mid-Ocean, carreras descabelladas en el auto y en la lancha, todos los arreos de un romance barato. Y, para continuar, un esclavo por marido, que no interfería en nada, y una casa para bañarse, cambiarse de ropa y dormir. Además sabía que podía reconquistar a Masters. Era tan imbécil. No tendría ninguna dificultad. Después iría y les pediría disculpas a todos,
volvería a hechizarlos y todos la perdonarían. Todo quedaría igual. Y si no fuera así, había muchos hombres en el mundo fuera de Philip Masters, y aun mucho más atractivos. ¡Había solamente que observarlos en el club de golf! Y podría conquistar al que le agradara en el momento que quisiera. No, la vida era placentera, y sí uno estaba actuando un poquito rudo era después de todo la forma como mucha gente se comportaba. No había más que mirar a las actrices de Hollywood. »Bien, pronto le tocó la prueba. Tattersall se estaba cansando de ella y, gracias a la esposa del gobernador, sus padres le estaban haciendo un alboroto endemoniado. Esto le dio una buena excusa para dejarla sin tener toda una escena. Además era la época de veraneo y la isla estaba nena de lindas chicas norteamericanas. Ya era tiempo de tomar más sangre fresca. Por lo tanto despidió a Rhoda. Simplemente. Le dijo con toda tranquilidad que habían terminado. Que sus padres le habían insistido en eso o si no le retiraban su asignación. Esto sucedió una quincena antes de que Masters regresara de su viaje, y diría que ella llegó a alegrarse. Era resistente y además sabía que a cualquier hora le llegaría el momento inesperado. »No lloriqueó. No tenía ante quién lloriquear. Fue a donde Lady Burford y le dijo que se sentía apenada y que sería una buena esposa para Philip, y arregló la casa, la limpió y colocó todo en orden para la gran escena de reconciliación. Esta se hizo necesaria para ella por la actitud adoptada por sus viejos amigos íntimos del Mid-Ocean. Se había convertido allí en un problema. Usted sabe cómo suceden estas cosas, aun en un lugar tan liberal como es un club en el trópico. Ahora no sólo la gente de la Casa de Gobierno, sino también la flor y nata de los comerciantes de Hamilton estaban enfadados con ella. Se convirtió de repente en una baratija, usada y descartada. Trató de seguir siendo la misma alegre y pequeña coqueta, pero de nada le sirvió. Fue desairada una o dos veces y decidió no continuar. Ahora era esencial regresar a una base segura y comenzar lentamente a subir de nuevo. Permaneció en casa y rectificó su papel, ensayando una y otra vez el acto que representaría, las lágrimas, la dulzura de una azafata, las largas y sinceras excusas y explicaciones, la cama doble. »Y Philip regresó a casa. -El gobernador hizo una pausa y miró pensativo a Bond. Continuó:- Usted no se ha casado, pero creo que es lo mismo con cualquier relación entre un hombre y una mujer. Pueden sobreponerse a mucho mientras exista alguna clase de humanidad básica entre los dos. Cuando toda la benevolencia ha desaparecido, cuando a una de las partes obvia y sinceramente no le interesa si la otra está viva o no, es simplemente muy malo. Este insulto singular al "yo", peor aún, al instinto de conservación, no puede perdonarse Jamás. Ya lo he notado en centenares de matrimonios. He visto grandes infidelidades terminadas, delitos y aun crímenes perdonados por el compañero; olvídese de la bancarrota y de cualquier forma de infracción. Enfermedades incurables, ceguera, desastres, todo puede ser sobrepuesto. Pero nunca el deseo de muerte total en uno de ellos. He pensado acerca de esto y he inventado un título más bien sonoro para este factor básico de las relaciones humanas. Lo he llamado la "Ley de la Cantidad de Consuelo". Bond dijo:
-Un nombre maravilloso. Verdaderamente es impresionante. Y veo con claridad lo que quiere decir. Podría afirmar que usted tiene toda la razón. "Cantidad de Consuelo", la cantidad de confortación. Si, me imagino que quiere decir que todo amor y amistad están basados al fin y al cabo en eso. Los seres humanos son muy inseguros. Cuando su compañero no sólo le hace sentirse inseguro, sino que parece destruirlo, el fin es obvio. La "Cantidad de Consuelo está en cero. Uno tiene que separarse para estar a salvo. ¿Vio Masters esto? El gobernador no respondió. Prosiguió: -Rhoda Masters debió sorprenderse al ver entrar a su marido al bungalow. No tanto por lo que observara superficialmente, aunque ya no tenía bigote y el pelo era una vez más el desordenado montón de la primera vez; eran sus ojos, su boca y la posición de la barbilla. Ella había escogido el vestido mas sencillo. Se había quitado gran parte del maquillaje y se había sentado en una silla donde la luz que entraba por la ventana le dejaba medio rostro en penumbra e iluminaba las páginas de un libro que tenía sobre el regazo. Habla decidido que, cuando entrara, levantaría la vista del libro, dócilmente, sumisa, y esperaría a que él hablara. Entonces se pararía, se le acercaría de frente, con la cabeza agachada. Le contaría todo, dejaría que las lágrimas le corrieran; él la tomaría en los brazos y ella prometería y prometería. Había practicado muchas veces la escena, hasta quedar satisfecha. »Como lo había planeado levantó la vista del libro. Silenciosamente Masters colocó la maleta sobre el piso, caminó hacia la alacena y permaneció mirándola en forma vaga. Los ojos estaban fríos, impersonales y sin interés. Introdujo una mano en un bolsillo interior y extrajo un papel. Dijo con la voz inimaginativa de un agente vendedor: "Este es un plano de la casa. La he dividido en dos. Sus cuartos son la cocina y el dormitorio. Los míos, el salón y el cuarto de huéspedes. Puede usar el baño cuando no lo tenga ocupado yo". Se agachó y lanzó el papel sobre las páginas del libro abierto. "No debe entrar nunca en mis cuartos, excepto cuando haya visita." Ella abrió la boca para decirle algo. La detuvo con la mano en alto: "Esta es la ultima vea que le hablo en privado. Si me dice algo no le contestaré. Sí desea comunicarse conmigo puede dejar una nota en el cuarto de baño. Espero que mis comidas sean preparadas y colocadas en el comedor puntualmente, el cual podrá usar después de mí. Le daré veinte libras esterlinas mensuales para los gastos de la casa; esta cantidad se la enviarán mis abogados el 1.° de cada mes. Ellos están preparando nuestro divorcio. Me estoy divorciando de usted y no podrá impedirlo, porque no tiene ningún derecho. Un detective privado ha suministrado completa evidencia contra usted. La sentencia se dará dentro de un año, cuando me llegue el tiempo de la promoción. Mientras tanto, en público, nos comportaremos como una pareja normal". »Introdujo las manos en los bolsillos y la miró cortésmente. Para ese momento ya las lágrimas le corrían por la cara. Parecía aterrada, como si alguien la hubiera golpeado. Masters continuó con indiferencia: "¿Alguna cosa de que quiera enterarse? Si no, lo mejor que puede hacer es recoger sus cosas y llevárselas a la cocina". Miró el reloj. "Me gustaría cenar a las ocho todos los días. Ahora son las siete y treinta".
El gobernador hizo una nueva pausa mientras tomaba un poco de whisky. -He logrado reunir todo esto de lo poco que Masters me contó y de lo que ella le dijo a Lady Burford con todos los detalles. Al parecer trató de conmoverlo por todos los medios, argumentos, plegarias, histeria. Pero él estaba imperturbable. Simplemente no podía llegar a él. Parecía como si hubiera mandado a otro para que lo representara en esta entrevista extraordinaria. Al fin tuvo que convenir con él. No tenia dinero alguno. No podría costearse un pasaje a Inglaterra. Para disponer de una cama y comida tenía que hacer lo que él dijera. Y así fue. »Durante un año vivieron juntos, atentos en público, pero eternamente silenciosos y separados cuando se encotraban solos. Por supuesto, todos estábamos admirados por el cambio. Ninguno de ellos nos había dicho nada acerca del trato. Ella se hubiera sentido avergonzada de decirlo y él no tenía razón para hacerlo. Nos parecía un poco más retraído que antes, pero su trabajo era de primera clase. Todos lo mirábamos con alivio y conveniamos en que un milagro había salvado al matrimonio. Por esta razón ambos cobraron gran crédito y se convirtieron en una pareja popular con todo perdonado y olvidado. »El año pasó y a Masters le llegó la hora de partir. Anunció que Rhoda se quedaría cerrando la casa y asistieron a la serie usual de fiestas de despedida. Nos sorprendió un poco que ella no fuera a despedirlo al barco, pero él dijo que se encontraba un poco indispuesta. Asi siguió la cosa hasta que, un par de dias después, algunas noticias sobre el juicio de divorcio comenzaron a llegar desde Inglaterra. Entonces Rhoda se mostró en la Casa de Gobierno, tuvo una larga entrevista con Lady Burford y gradualmente la historia completa, incluyendo el próximo y mas terrible capítulo, se descubrió. Se tomó el resto del whisky. El hielo sonó cuando olocó el vaso con suavidad sobre la mesita. Agregó: -Parece que el dia anterior a su partida Masters encontró una nota de su esposa en el cuarto de baño. Decia que deseaba conversar con él por última vez antes de separarse en forma definitiva. Anteriormente había habido notas como ésta, pero él las había desmenuzado y dejado los pedazos sobre el tanque del excusado. Esta vez garabateó una nota poniéndole una cita en el salón a las seis de la tarde. A la hora indicada, Rhoda salió humildemente de la cocina. Ya hacia tiempo que había dejado de hacer escenas emocionales o de tratar de lanzarse a su clemencia. Ahora permanecía serena diciéndole que sólo tenía diez libras sobrantes del dinero para gastos. Y que cuando él partiera quedaría desamparada. -Tiene las joyas que le regalé y la estola de pieles. -Seré afortunada si me dan cincuenta libras por ellas. -Tendrá que buscar trabajo. -Toma tiempo encontrarlo. Tengo que vivir en alguna parte. En una quincena debo desocupar la casa. Si no me da algo me moriré de hambre. »Masters la había mirado sin pasión.
-Usted es bonita. Nunca morirá de hambre. -Tiene que ayudarme, Philip. Tiene que hacerlo. En nada mejorará a su carrera tenerme limosneando en la Casa de Gobierno. »Ninguno de los objetos de la casa eran de su propiedad, a excepción de algunas baratijas. La habían tomado amoblada. El propietario había venido la semana anterior a hacer el inventario. Sólo les quedaban el auto, un Morris que él habia comprado de segunda mano, y un radiogramófono, que fue el último recurso que empleó para entretenerla en la casa antes de que se dedicara al golf. Philip Masters la observó por última vez. Nunca más la volvió a ver. Le dijo: "Bien. Puede quedarse con el auto y el aparato de radio. Esto es todo. Tengo que empacar. Adiós. -Salió del salón y se dirigió a su habitación. El gobernador miró a Bond. -Por lo menos un gesto bondadoso, ¿no? —sonrió ceñudamente-. Cuando se fue y Rhoda quedó sola, tomó el auto, su anillo de compromiso, el resto de sus dijes y la estola de piel de zorro y los llevó a Hamilton, recorriendo las casas de préstamos. Al fin logró conseguir cuarenta libras por las joyas y siete por la piel. Después se dirigió a los vendedores de autos, cuya placa con el nombre estaba en el tablero de instrumentos, y pidió hablar con el administrador. Cuando ella le preguntó cuánto le daba por el auto, él creyó que le estaba tomando el pelo. -Pero, señora, el señor Masters compró el auto a plazos y está muy atrasado con los pagos. Seguramente él le contaría que tuvimos que enviarle una carta del procurador la semana pasada. Habiamos oído que iba a partir. Nos contestó que usted vendría a hacer los arreglos indispensables. Déjeme ver. -Tomó una carpeta y la ojeó-. Si, hay una deuda de exactamente doscientas libras. »Bien, por supuesto, Rhoda estalló en lágrimas y al fin el administrador consintió en recibir el coche, aunque para ese entonces ya no valia ni doscientas libras, pero insistió- en que lo debería dejar en ese momento y allí mismo, gasolina en el tanque y todo. Lo único que podía hacer era aceptar y estar contenta de que no la demandaba. Salió del garaje, caminó por la ardiente calle, sabiendo ya qué iría a encontrar en el almacén de radios. Había estado en lo correcto. Fue la misma historia, sólo que esta vez tuvo que darle diez libras al hombre para convencerlo de que se quedara con el gramófono. Tomó un vehículo hasta una distancia razonable de su bungalow, entró y se arrojó sobre la cama llorando el resto del día. Ya había sido una mujer abatida. Pero ahora Philips Masters la había pateado cuando ya estaba en el suelo. -Hizo una pausa-. Realmente, una cosa extraordinaria. Un hombre bondadoso, sensitivo y que normalmente no hubiera matado una mosca, como Masters. Y allí estaba ejecutando una de las acciones mas crueles que pueda recordar entre todas mis experiencias. Ahí estaba operando mi ley -sonrio levemente-. Cualesquiera que hubieran sido feos pecados, si le hubiera dado un poco de "Cantidad de Consuelo", nunca se habría portado con ella de ese modo. Así como estaba, había despertado en él una crueldad bestial, una crueldad que probablemente permanece escondida en todos
nosotros y que sólo sale a la superficie en caso de amenaza para nuestra existencia. El deseaba hacerla sufrir, no tanto como él había sufrido, porque era imposible, pero tanto como pudiera. Y el falso gesto con el automóvil y el radiogramófono fue un diabólico golpe de acción retardada para recordarle, aun cuando ya había partido, cuánto la odiaba, cuánto deseaba herirla aún. Bond dijo: -Debió ser una experiencia destrozante. Es extraordinario como mucha gente puede herir deliberadamente a otros. Estoy comenzando a sentirme apenado por la joven. ¿Qué les pasó a ella y a él al fin y al cabo? El gobernador se puso de pie y observó el reloj de pulsera. -Cielos, es casi medianoche. Y he tenido a mis ayudantes despiertos todo el tiempo -sonrió-, y a usted. Caminó hacia la chimenea y tocó una campana. Un mayordomo negro apareció. El gobernador le pidió disculpas por tenerlo despierto, le dijo que cerrara las puertas con llave y que apagara las luces. Bond se había puesto de pie. El gobernador le dio la cara: -Venga y le contaré el resto. Lo acompañaré a travez del jardín y veré que el centinela lo deje salir. Caminaron lentamente por los largos salones y bajaron los anchos escalones que daban al jardín. Era una noche preciosa con una luna llena que corría sobre sus cabezas por encima de las altas y sutiles nubes. El gobernador prosiguió: -Masters siguió en el Servicio. Después del asunto de las Bermudas algo pareció abandonarlo. Parte de sí mismo fue destrozada por la experiencia. Era un hombre mutilado. En gran parte fue su propia culpa, por supuesto, pero creo que lo que le hizo a ella permaneció vivo en su recuerdo y quizás lo obsesionaba. Era bueno en el trabajo, pero de algún modo había perdido su toque humano y gradualmente se secó. Como es lógico, no se volvió a casar y al final fue arrojado al grupo de los decaídos y cuando todo fue un fracaso se retiró y regresó a vivir a Nigeria; regresó a la gente que le había mostrado alguna vez bondad, al lugar donde había comenzado. Es un poco trágico, en realidad, cuando me acuerdo de cómo era cuando estábamos jóvenes. -¿Y la muchacha? -Ah, tuvo un rato bastante desagradable. La ayudamos y ella se enroló en un trabajo y otro, que eran más o menos por caridad. Trató de volver a ser una azafata, pero el modo como había roto su contrato con la Imperial Airways le impidió continuar con esa carrera. En esos días no había tantas empresas aéreas y
además no había escasez de aspirantes a los pocos puestos vacantes existentes. Los Burfords fueron trasladados a Jamaica más tarde y la chica perdió su principal apoyo. Como ya le dije, Lady Burford tenia un punto débil en la muchacha. Rhonda quedó prácticamente desamparada. Todavía tenia su gran apariencia personal y varios hombres estuvieron interesados en ella por algún tiempo; pero no se podia hacer mucho en un lugar tan pequeño como Bermudas. Ya estaba a punto de convertirse en una prostituta y de entrar en problemas con la policía cuando de nuevo la Providencia entró en el caso y decidió que ya había sido suficientemente castigada. »Le llegó una carta de Lady Burford que contenia dinero para un pasaje a Jamaica y le decía que le había conseguido un trabajo de recepcionista en el Hotel Blue Hills, uno de los mejores de Kingston. Por lo tanto partió, y supongo (fui trasladado a Rhodesia en esa época) que las Bermudas descansaron con todo corazón de verla por última vez. Habían llegado a la ancha puerta que daba entrada a los predios de la Casa de Gobierno. Detrás de ellos brillaban de blanco, negro y rosado bajo la luna, el laberinto de callejuelas y lindas casitas entechadas de pizarrón con cornisas y balcones que componian Nassau. Con un gran sonido el centinela se puso firme y presentó armas. El gobernador levantó una mano. -Bien. Descanse. Nuevamente el mecánico sentinela golpeó el piso con el pie y permaneció en silencio. El gobernador dijo: -Este es el fin de la historia, con excepción de un golpe más de suerte. Un día un millonario canadiense llegó al Blue Hills y permaneció allí durante todo el invierno. Al final de éste se llevó a Rhoda y se casaron en Canadá. Desde entonces vive en la abundancia. -Cielos. Por cierto que fue un golpe de suerte. Difícilmente se lo merecía. -Yo diría que sí. Uno no lo puede asegurar. La vida es muy indecisa. Quizás el Destino decidió que ya había pagado suficiente por todo el daño que le habia hecho a Masters. Quizás los que tenían la culpa eran sus padres. Lo habían convertido en un hombre propenso a accidentes. Inevitablemente se había enredado en el estallido emocional que le tocaba, y que ellos le habían forjado. El Destino había escogido a Rhoda Lewellyn como su instrumento. Ahora le reembolsaba sus servicios. Es difícil juzgarlo. De todos modos, hizo feliz al canadiense. Creo que ambos parecían dichosos esta noche. Bond rió. De repente las violentas emociones dramáticas de su vida le parecieron vacías. El asunto de los rebeldes castristas y de los dos yates incendiados parecían ser el material de las tiras cómicas de un periodicucho barato. Había estado junto a una mujer oscura en una cena poco amena, y una observación fortuita le había abierto las páginas de un libro de violencia real, de "La Comedie Humaine", donde las pasiones humanas son crudas y palpables, y donde el Destino juega un partido más auténtico que el de cualquier conspiración
de un Servicio Secreto ideada por un Gobierno. Bond miró de frente al gobernador y extendió la mano. Dijo: -Gracias por la historia. Le debo mis excusas. Encontré fastidiosa a la señora de Harvey Miller. Y gracias a usted nunca la olvidaré. Debo ponerle más atención a la gente. Usted me ha dado una lección. Se estrecharon las manos. El gobernador sonrió. -Me alegro de que le haya interesado. Temí que llegara a cansarle. Usted lleva una vida muy excitante. Para decir verdad, tenía la imaginación agotada de pensar qué hablaríamos después de la cena. La vida en el Servicio Colonial es muy monótona. Se despidieron, Bond recorrió la silenciosa calle que se dirigía al muelle y que lo llevaría al Hotel Británico Colonial. Reflexionó sobre la conferencia que tendría en la mañana con los guardacosteros y el FBI en Miami. El proyecto, que anteriormente le había interesado, y aun excitado, había tomado un corte fastidioso e inútil.
Risico
-En este negocio hay mucho risico1. Las palabras salieron suavemente a través del grueso bigote castaño. Los ojos duros, negros, recorrieron lentamente la cara de Bond y se dirigieron hacia las manos que estaban desmenuzando cuidadosamente un fósforo con la impresión Albergo Colomba d'Oro. James Bond sintió la inspección. La misma escrutadora mirada que había sentido sobre él desde que se encontró con aquel hombre, dos horas antes, en el Bar Excelsior. Le habían dicho que su hombre tenia un grueso bigote castaño, que se sentaría a su lado y que tomaría un Alexandra. Bond se había divertido con esta señal secreta de reconocimiento. La bebida cremosa y femenina era mucho mas inteligente que el periódico doblado, la flor en la solapa y los guantes amarillos que eran el blanco común de llamado entre agentes. También tenia el gran mérito de operar solo, sin el dueño. Kristatos habia comenzado con una pequeña prueba. Cuando Bond entró al bar y miró alrededor, vio unas veinte personas. Ninguna de ellas tenia bigote. Pero en una mesa de la esquina del discreto salón, rodeado por una salsera de aceitunas y otra de nueces, estaba el alto vaso de crema con vodka. Bond se dirigió directamente a la mesa, retiró una silla y se sentó. El mesero se acercó. -Buenos días, señor. El Signor Kristatos está ocupado en el teléfono. -Gracias. Por favor, tráigame un Negroni. Con Gordon's. El mesero regresó al bar y repitió la orden. -Lo siento -la mano velluda y grande alzó el pequeño asiento como si pesara igual que una caja de fósforos, y lo deslizó debajo de sus pesadas caderas- tenia que hablar con Alfredo. No hubo apretón de manos. Eran viejos conocidos, Probablemente del mismo negocio. Algo asi como importación y exportación. El más joven parecía estadounidense. No. No con esa vestimenta. Inglés. Bond devolvió el cumplido. -¿Cómo sigue su pequeño? Los ojos negros del Signor Kristatos se achicaron. Sí, le habían dicho que aquel hombre era un profesional. Extendió las manos. -Casi igual. ¿Qué más se puede esperar? 1. Peligro, riesgo. (italiano)
-La poliomielitis es una cosa terrible. Le trajeron el Negroni. Los dos hombres se sentaron cómodamente. Cada uno satisfecho de que tenia que habérselas con un hombre de su propia clase. Cosa rara en "el juego". Por eso muchas veces, aun antes de principiar, en un tandem como éste, uno desconfiaba del resultado. Comúnmente había, por lo menos en la imaginación de Bond, un tenue olor a quemado en la atmósfera de aquellos lugares de cita. Y se daba cuenta de esto, porque el encaje de su cubierta comenzaba a humear. Generalmente la humareda estallaria en llamas y él estaría brûlé2. Entonces el "juego" se vería descubierto y tendría que escoger entre retirarse o esperar a ser acribillado. Pero en este encuentro no había habido humareda alguna. Ya entrada la tarde, en el pequeño restaurante cercano a la Piazza di Spagna, llamado el Colomba d'Oro, Bond se divertía al ver que aún lo estaban probando. Kristatos continuaba vigilándolo y sopesándolo, preguntándose si podría confiar en ese hombre. La observación sobre negocios peligrosos fue tan exacta como que Kristatos admitía que no había ningún negocio entre los dos. Bond se sentía animado. Nunca había confiado en Kristatos. Pero todas esas precauciones, seguramente, significaban que la intuición de M era verdadera: Kristatos sabía algo gordo. Lanzó el último pedazo de fósforo en el cenicero y dijo suavemente: -Siempre me han dicho que cualquier negocio que paga más del 10% o que es manejado después de las nueve de la noche es un negocio peligroso. El negocio que nos une paga hasta el 1000% y es manejado casi en forma exclusiva por la noche. Obviamente, en ambos casos es un negocio arriesgado. -Bajó la voz-. Hay suficientes fondos. Dólares, francos suizos, bolívares, lo que sea conveniente. -Me alegro. Ya tengo muchas liras. -Levantó el menú-. Pero comamos algo. Los negocios importantes no deben decidirse con el estómago vacio.
M había llamado a Bond una semana antes. Se encontraba irritado. -¿Ha tenido algo, 007? -No, señor. Sólo trabajo de escritorio. -¿Qué quiere decir con "sólo trabajo de escritorio"? -arrojó su pipa hacia la canasta de entrada que estaba repleta-. ¿Quién no lo tiene? -Quise decir nada activo, señor. -Bien. ¿Por qué no lo dijo desde el principio? - Levantó un paquete de portafolios rojos unidos con cinta y se los lanzó sobre la mesa; Bond tuvo que atraparlos-. Aquí hay mas trabajo de escritorio. Cosas de la gente de drogas en Scotland Yard. Respaldados por el Ministerio del Interior y el Ministerio de la Salud, y además un buen reporte de la gente del Control Internacional del Opio de Genova. 2. Quemado. (francés)
Tómelo y léalo. Necesitará el dia y parte de la noche. Mañana volará a Roma y conseguirá al "hombre grande". ¿Está claro? Bond asintió. También el temperamento de M era explicable. No había nada que disgustara más a M que tener que desviar de su tarea principal a su gente. O sea, espionaje, y cuando fuera Indispensable, sabotaje y subversión. El resto eran abusos del Servicio y de los Fondos Secretos que, Dios sabe, eran suficientemente magros. -¡Alguna pregunta? -la quijada le sobresalía como la proa de un barco. Parecía Indicarle a Bond que agarrara los portafolios y saliera disparado de la oficina para dejarlo trabajar en algo importante. Bond sabia que parte de todo esto, tan sólo una pequeña parte, era una comedia. M tenía en su gorra ciertas abejas, que eran famosas en el Servicio. M sabía que lo eran. Pero no quería decir que les permitiera dejar de zumbar. Había abejas reinas, como el abuso del Servicio y la búsqueda de la verdad tan distinta de la inteligencia, y había abejas obreras. Estas incluían idiosincrasias tales como no emplear hombres con barba, o los que fueran completamente bilingües, despidiendo de inmediato a los hombres que trataran de presionarle a través de relaciones familiares con el Gabinete, desconfiando de hombres y mujeres muy "elegantes", de los que lo llamaban "señor" fuera del trabajo, y teniendo una fe exagerada en los escoceses Pero, irónicamente, M conocía sus obsesiones como, pensaba Bond, Churchill o Montgomery conocían las suyas. Nunca se mostraba altanero, como era su obligación. Por otra parte, nunca había soñado mandar a Bond en una tarea sin antes explicársela. Bond lo sabía. Preguntó con tono suave: -Dos cosas: ¿por qué tomamos este caso y qué guía, sí la hay, tiene la Estación I acerca de la gente enrolada en este asunto? M lo miró duramente. Giró la silla para poder observar las altas y movedizas nubes de octubre a través de la ancha ventana. Alcanzó la pipa, resopló en ella y entonces, como si con esto hubiera despejado su cabeza de vapor, la devolvió a su puesto. Cuando habló, la voz era paciente, razonable: -Como supondrá, 007, no deseo que el Servicio se vea envuelto en el asunto de las drogas. A principios del año tuve que alejarlo de su trabajo por una quincena para que fuera a México a perseguir al "cultivador". Y casi se mata. Este era un favor que le hacía a la Oficina Especial. Ahora me lo pidieron otra vez, me opuse. Pero Ronnie Valance fue, sin que me diera cuenta, al Ministerio del Interior y al Ministerio de la Salud. Los ministros me presionaron. Les dije que lo necesitaba a usted aquí y que no había nadie disponible. Entonces los dos ministros fueron al PM3 -hizo una pausa-. Y eso fue todo. Debo reconocer que el PM fue muy persuasivo. Se aferró a la teoría de que en la cantidad que está entrando la heroína, se formará una guerra psicológica que minaría el poderío del país. Dijo 3. Primer Ministro.
que no se sorprendería de descubrir que no se trataba de una banda italiana con ánimo de lucro, sino más bien que su verdadero motivo era la subversión -sonrió agriamente-. Supongo que Ronnie Vallance creó este argumento. Aparentemente su gente contra narcóticos ha tenido un tiempo endemoniado con el tráfico, intentando apoyarse en los adolescentes para acabarlo, como en Estados Unidos. Parece que los dance hall y las casas de diversiones están llenos de buhoneras. El Escuadrón Fantasma de Vallance ha penetrado casi hasta el centro mismo de la cadena, y no hay duda de que toda viene desde Italia, escondida en los autos de los turistas. Vallance ha hecho todo lo posible a través de la policía italiana y la Interpol, pero no ha llegado a ninguna parte. Consiguen entrar en la cadena, arrestan, y cuando ya parece que alcanzan al centro, hay una pared en blanco. El eslabón interno está o amenazado o muy bien pagado. Bond interrumpió: -Quizás tienen una protección. El negocio de Montesi no parecía muy bueno. M se encogió de hombros Impacientemente. -Quizas, quizás. Y usted tendrá que cuidar de eso también. Mi impresión acerca del caso Montesi es que resultó con una "purga" bastante intensa. De todos modos, cuando el PM dio la orden de comenzar, se me ocurrió conversar con Washington. La CIA me fue muy útil. Como usted sabe, la Oficina de Narcóticos tiene una rama en Italia, que ha estado funcionando desde la guerra. No tiene nada que ver con la CIA, ya que está manejada por el Departamento de Tesorería estadounidense. La Tesorería controla el llamado Servicio Secreto, que vigila el contrabando de drogas y la falsificación. Disposición un tanto loca. Me pregunto qué pensará el FBI acerca de esto. »Sin embargo -lentamente giró el asiento de la ventana, unió las manos detrás de la cabeza y se recostó, mirando a Bond a través de la mesa-, el punto es que la Estación de la CIA en Roma trabaja bastante cerca del equipo de narcóticos. Tiene que prevenir lineas cruzadas y todo lo demás. Y la CIA, el propio Allan Oulles, me dio el nombre del principal agente usado por la Oficina de Narcóticos. Aparentemente trabaja doble. Hace un poco de contrabando para cubrirse. Es un tipo llamado Kristatos. Dulles me dijo que naturalmente él no podía enredar a su gente de ningún modo y que está seguro de que a la Tesorería no le gustaría que su Oficina en Roma estuviera trabajando muy estrechamente con nosotros. Pero dijo que, si quería, él podría avisar a Kristatos que a uno de nuestros... mejores hombres le gustaría hacer contacto para tratar un negocio. Le respondí que lo quería y ayer me informaron que la cita está arreglada para pasado mañana. -Se movió hacia los carpetas enfrente de Bond-. Encontrará todos los detalles ahí. Hubo un breve silencio en el salón. Bond pensó que el asunto iba a ser un poco desagradable, tal vez peligroso y seguramente sucio. Con la última "cualidad" en la mente, se levantó y alzó las carpetas. -Bien, señor. El asunto parece costoso. ¿Cuánto pagaríamos para detener el tráfico?
M se Inclinó hacia adelante. Colocó las manos sobre el escritorio, una al lado de la otra. Repuso ásperamente -Cien mil libras esterlinas. En cualquier moneda. Este es el presupuesto del PM. Pero no quiero que se haga daño. Ciertamente, no metiéndose donde no cabe. Si hay jaleo, puede subir el precio otras cien mil libras. Las drogas son la mas grande y más organizada cadena en el mundo del crimen. -Alcanzó su canasta de entrada y tomó una carpeta de señales secretas. Sin levantar la vista le recomendó-: Cuídese.
Alzando el menú el Signor Kristatos dijo: -¡Yo no me ando con rodeos! ¿Cuánto? -Cincuenta mil libras, pero deseo un resultado del cien por ciento. Indiferentemente Krístatos afirmó: -Sí, eso es suficiente. Comeré melón con jamón prosciutto y un helado de chocolate. No acostumbro comer mucho por la noche. Toda esta gente tiene sus propios Chiantis. Se lo recomiendo. El mozo se acercó y hubo una alegre conversación en italiano. Bond ordenó Tagliatelli Verdi con salsa Genovesa, la cual Kristatos dijo que era una improbable mezcla de albahaca, ajo y abetos. Cuando el mozo se retiró, Kristatos masticó en silencio un palillo. Gradualmente la cara se le volvió oscura y malhumorada, como si un mal tiempo hubiera venido a su mente. Sus ojos negros y duros observaron todo el restaurante, pero no a Bond. Parecía preguntarse si debería ser traidor o no. Para animarlo Bond le dijo: -Podría haber más, en ciertas circunstancias. Kristatos pareció decidirse. Retirando la silla y parándose, manifestó: -Debo ir al toilette. -Se volvió y caminó velozmente hacia el fondo del restaurante. Bond se sintió de repente hambriento y sediento. Llenó un vaso grande de Chianti y se tomó la mitad del contenido de un solo sorbo. Partió una tajada de pan y comenzó a comer untando cada pedazo con manteca. Se preguntaba por qué el pan y la manteca son únicamente deliciosos en Francia e Italia. Era en lo único que pensaba. Sólo tenia que esperar. Tenia confianza en Kristatos, pues era un hombre serio en el que también confiaban los estadounidenses. Probablemente estaría haciendo una llamada telefónica decisiva. Bond se sintió bien. Miró a través de la puerta de cristal a las personas que pasaban. En esos momentos pasó un hombre en bicicleta vendiendo periódicos de un partido
político. Colgando de la canasta, enfrente del timón, había un gallardete en rojo sobre blanco, que decía: "¿PROGRESO? SI - ¿AVVENTURI? ¡NO! Bond sonrió. Entonces así era el asunto. Había que dejarlo asi por el resto de la taera. Al otro lado del salón, en la mesa de la esquina cerca de la caisse4, una rubia bien formada, con una boca dramática, le dijo a un hombre jovial y de buena vida que tenía la cara unida al plato por un hilo grueso de spaghetti. -Tiene una sonrisa cruel. Pero es muy guapo. Generalmente los espías no son tan bien parecidos. ¿Esta usted seguro de que es él, mein Táubchen5? Los dientes del hombre cortaron el hilo. Se limpió la boca con una servilleta ya untada de salsa de tomate, eructó sonoramente y le respondió. -En estas cosas Santos no se equivoca nunca. El olfatea a los espías. Por eso lo escogí para que vigilara personalmente al bastardo de Kristatos. ¿Quién más sino un espía pensaría en estar con el cerdo toda una tarde? Pero nos aseguraremos. El hombre sacó del bolsillo una "rana" de las que comúnmente son repartidas con sombreros de papel y pitos en las noches de carnaval. Dio un agudo "clic". El maitre d'hotel se acercó rápidamente dejando lo que estaba haciendo. -Si, padrone. El hombre hizo una seña y el mozo se acercó y escuchó las instrucciones cuchicheadas al oído. Asintió brevemente y se dirigió hacia una puerta cercana a la de la cocina, marcada "UFFICIO"6. Entró y cerró detrás de si. Paso por paso, en una serie de movimientos minuciosos, un ejercicio que había sido perfeccionado tiempo atrás fue poniéndose en práctica sin prisa. El hombre que estaba cerca de la caisse saboreó los spaghetti y observó criticamente cada paso de la operación, corno si se tratara de una rápida partida de ajedrez. El maitre d'hótel regresó al salón, se movió a través del restaurante y dijo a su número dos en voz alta: -Preparen una mesa extra para cuatro, inmediatamente. El número dos lo miró y asintió. Siguió al maitre a un espacio cercano a la mesa de Bond, castañeteó los dedos pidiendo ayuda, tomó un asiento de una mesa, otro de otra, e inclinándose y pidiendo excusas, tomó la silla desocupada de la mesa en que se hallaba Bond. La cuarta silla la estaba sacando de la ufficío el maitre. La colocó formando un cuadrado con las otras. Una mesa fue puesta en medio y hábilmente fueron colocados la loza y los cubiertos. El maitre dijo ceñudamente: -Usted ha preparado una mesa para cuatro. Yo dije tres, para tres personas. -Tomó casualmente la misma silla que él había traído a la mesa y la acercó a la 4. Caja registradora. (francés) 5. Diminutivo de paloma, pichón. (alemán) 6. Oficina.
mesa de Bond. Con un ademán despidió a sus ayudantes y cada uno regresó a su oficio. La inocente agitación común de cualquier restaurante había durado cerca de un minuto. Un inocuo trío de italianos entró al restaurante. El maitre los recibió personalmente y los guió hacia la mesa preparada; "el juego" estaba completo. Bond no le habia puesto atención al cambio. Kristatos regresó del lugar donde se encontraba, les trajeron la comida y comenzaron con ella. Mientras comian hablaron de cosas sin importancia, tales como las posibilidades de las elecciones en Italia, el último Alfa-Romeo, y compararon los zapatos italianos con los ingleses. Kristatos conversaba amenamente. Parecía conocer todos los temas. La información que daba parecía casual y no baladronadas. Hablaba su propia clase de inglés, con frases ocasionales tomadas de otros idiomas. Esto creaba una viva combinación. Bond se encontraba interesado y entretenido. Kristatos era un hombre inteligente, un hombre útil. Bond no parecía sorprendido de encontrar que a la gente de la CIA le habia sido útil. Al encender Kristatos un cigarro delgado y negro, les trajeron el café. El cigarro saltaba de arriba abajo entre los labios rectos y delgados cuando hablaba. Puso ambas manos delante de si, sobre la mesa. Miró el mantel y dijo suavemente: -El negocio que voy a jugar con usted lo he jugado sólo con los estadounidenses. Pero a ellos no les he contado lo que le voy a decir a usted. No era necesario. Esta machina no opera en Estados Unidos. Estas cosas son cuidadosamente reguladas. Esta machina opera nada más que en Inglaterra. ¿Sí? Capito? -Comprendido. Cada cual tiene su propio terreno. Cosa bastante usual en esta clase de negocios. -Exacto. Ahora, antes de darle la información, como buenos comerciantes, ponemos las condiciones, ¿Si? -Por supuesto. El Signor Kristatos examinó detalladamente el mantel. -Deseo diez mil dólares, en billetes de pequeña cantidad, para mañana a la hora del almuerzo. Cuando haya destruido la machina, deseo otros veinte mil. -Levantó rápidamente los ojos y miró la cara de Bond.- No soy codicioso, no gasto todos sus fondos, ¿verdad? -El precio me parece satisfactorio. -Bueno. Segunda condición: no vaya a contar dónde consiguió la información. Aunque sea golpeado. -Bien. -Tercera condición: el Jefe de la machina es un hombre malo. -El Signor Kristatos levantó la vista. Los ojos negros tenían un brillo rojizo. Los secos labios se separaron ligeramente para dejar salir las palabras- Debe ser destrutto... asesinado.
Bond se recostó. Observó fijamente al hombre que ahora se inclinaba un poco hacia la mesa, esperando. Entonces "las cartas se habían destapado". Esto era una vendetta privada. Kristatos deseaba conseguir un matón. Pero él no le pagaba al matón, sino que el matón le pagaba por el privilegio de despacharle a un enemigo. ¡No estaba mal! El ayudante se ayudaba ahora del Servicio Secreto para saldar sus cuentas privadas. Bond le objetó suavemente: -¿Por qué? El Signor Kristatos le contestó con indiferencia. -Si no pregunta no habrá mentiras. Bond bebió su café. Esta era una historia común en el gran sindicato del crimen. Lo único que uno podia ver era la parte superior del iceberg. Pero ¿qué le importaba a él? Lo habían mandado a hacer un trabajo específico. Si su triunfo beneficiaba a otros, a nadie, mucho menos a M, le importaría. Su misión era destruir la machina. Si el desconocido era la machina, destruirlo era sólo cumplir órdenes. -No se lo puedo prometer. Tiene que comprenderme. Lo único que puedo prometerle es que si el hombre trata de destruirme, lo destruiré. Tomando un palillo, el Signor Kristatos lo peló y comenzó a limpiarse las uñas. Cuando terminó una mano levantó la vista. -No acostumbro a "jugar" sobre indecisiones. Pero ahora lo haré, porque usted me está pagando y no yo a usted. ¿Correcto? Entonces le daré la información. Usted trabajará solo. Mañana por la noche volaré a Karachi. Allí tengo negocios importantes que hacer. Solamente le daré los informes. Después usted correra con el riesgo y -lanzó el palillo sucio sobre la mesa- che sera sera7. -Muy bien. El Signor Kristatos acercó su silla a la de Bond. Habló suave y rápidamente. Dio fechas y nombres específicos para documentar la narración. No vaciló acerca de ningún hecho y no gastó tiempo en detalles insignificantes. Fue una historia corta y exacta. Había dos mil gangsters americanos en el país, italo-americanos que habían sido reos expulsados de los Estados Unidos. Estos hombres estaban en las listas más negras de la policía y, por sus registros, hasta su propia gente temía ocuparlos. Cien de los más inteligentes reunieron sus fondos y pequeños grupos de su clase se movieron a Beirut, Estambul, Tánger y Macao: los grandes centros de contrabando mundiales. Una sección más grande actuó como correo y los jefes adquirieron, a través de nóminas, un pequeño pero respetable negocio farmacéutico en Milán. A ese centro los grupos contrabandeaban opio y sus derivados. Usaban pequeñas embarcaciones a lo largo del Mediterráneo, un grupo de azafatas de una compañía aérea italiana y, como método semanal de 7. “Lo que será, será”. (italiano)
abastecimiento, secciones completas de tapicería, rellenas por empleados de limpieza sobornados, en el Expreso de Oriente. La firma de Milán -Farmacia Colomba, S. A.- actuaba como una casa de distribución y además un centro conveniente para transformar el opio crudo en heroína. Desde allí, los correos, usando automóviles inocentes, de diferentes marcas, corrían un servicio especial de entrega a los intermediarios en Inglaterra. Bond interrumpió: -Nuestra aduana es suficientemente buena para detectar esta clase de tráfico. Los lugares fáciles para esconder "la mercancía" ya los conocen. ¿Dónde la cargan? -Siempre la llevan en la llanta de repuesto. Se puede cargar hasta el equivalente de veinte mil libras esterlinas -¿Nunca los agarran, ya sea trayendo la mercancía a Milán o sacándola? -Por cierto. Muchas veces. Pero los hombres están bien entrenados. Nunca habían. Si son condenados, reciben diez mil dólares por cada año de prisión. Sus familiares, si los tienen, son protegidos. Y si todo va bien, ''hacen" muy buena plata. Todos se ayudan mutuamente. Cada hombre recibe su tranche8 del brutto, Sólo el jefe recibe una tranche especial. -Muy bien. ¿Quién es el jefe? El Signor Kristatos se puso la mano a la altura del cigarro. Permaneció con la mano allí y habló suavemente: -Es un hombre que llaman "La Paloma", Enrico Colombo. Es el dueño de este establecimiento. Por eso fue que lo traje aquí, para que lo conociera de vista. Es aquel hombre gordo que está sentado junto a esa rubia. En la mesa cercana a la cassa9. Ella es de Viena. Se llama Lisl Baum. Una prostituta fina. Bond dijo reflexivo: -¿Verdad que sí? -No necesitaba mirarla. La había visto desde que se sentó a la mesa. Cualquier hombre en el restaurante la habría visto. Ella tenia la alegre, intrépida, futurista mirada que las vienesas deberían tener, pero que raramente tienen. Habia una vivacidad y encanto alrededor de ella que iluminaban la esquina. Su cabellera rubio ceniza tenía un corte casi salvaje, una nariz atrevida, una boca ancha y risueña y una cinta negra alrededor del cuello. James Bond sabía que su mirada había estado sobre él a intervalos durante la tarde. Su compañero le había parecido justamente la clase de rico alegre que ella desearía tener por amante durante un tiempo. Sin duda él le daría una vida agradable. Debería ser bastante generoso. Ninguno de ellos se arrepentiría. Vagamente, Bond lo había aprobado. Le gustaba la gente alegre, expansiva, que sabía gozar de la vida. Siendo que él no podría tenerla, al menos era algo que ella estuviera en buenas manos. ¿Pero ahora? Bond observó a través del salón. La pareja se estaba riendo. El hombre le acarició la mejilla, se levantó y se dirigió hacia la puerta marcada "UFFICIO", 8. Tajada. (francés) 9. Caja. (italiano)
entró y cerró. Entonces éste era el hombre que manejaba la cadena dentro de Inglaterra. El hombre a quien M le había puesto un precio de cien mil libras esterlinas. El que Kristatos deseaba que matara. Bien, debería comenzar el trabajo. Clavó su ruda mirada en la muchacha. Cuando ella le miró, le sonrió. Su mirada abstraída recorrió el salón y se posó sobre él; tenia una sonrisilla en los labios, como si sonriera para ella misma. Tomó un cigarrillo de la cigarrera, lo encendió y exhaló el humo hacia el techo. Hubo un ofrecimiento de su cuello y de su provocativa silueta; Bond sabia que era para él. Se acercaba la hora de salida de cine, y el consiguiente movimiento en el restaurante. El maitre d'hotel estaba supervisando la limpieza de las mesas desocupadas y la pastura de otras. Habia el alboroto usual, las servilletas golpeando los asientos y el tintineo de la loza y las cubiertos al ser colocados. Bond notó vagamente que la silla desocupada de su mesa fue movida de pronto para completar una mesa cercana para seis. Comenzó a hacerle preguntas específicas a Kristatos, los hábitos personajes de Colombo, dónde vivía, la dirección de la firma en Milán, y qué otros negocios tenía. No notó el progreso casual de la silla desocupada, de su nueva mesa a otra, después a otra, y finalmente a través de la puerta marcada "UFFICIO". No había razón para que se hubiera dado cuenta. Cuando trajeron la silla dentro de su oficina. Enrico Colombo le ordenó al maitre d'hotel que se retirara y cerró la puerta con cerrojo. Se dirigió hacia la silla, levantó el grueso cojín y lo puso sobre el escritorio. Retiró un lado y sacó una grabadora Grundig, la paró, volvió la cinta, la sacó del aparato, la colocó en un reproductor y ajustó la velocidad y el sonido. Enseguida se sentó al escritorio, prendió un cigarrillo y escuchó haciendo algunos ajustes y repitiendo ocasionalmente algunos pasajes interesantes. Al final, cuando la voz estañosa de Bond dijo: "¿Verdad que sí?", y hubo un silencio prolongado diseminado con ruidos de fondo provenientes del restaurante, Enrico Colombo apagó el aparato y se quedó observándolo. Allí permaneció durante un minuto completo. La cara sólo mostraba concentración en sus pensamientos. Apartó la vista y miró abstraídamente el cuarto. Dijo en voz suave pero audible: -Hijo de perra. -Se paró lentamente, se dirigió hacia la puerta y le quitó el cerrojo. Miró de nuevo a la Grundlg y repitió-: Hijo de perra -pero esta vez más duro y con más énfasis, y regresó a la mesa. Enrico Colombo le habló rápidamente a la muchacha. Ella asintió ojeando a Bond a través del salón. El y Kristatos se estaban parando de la mesa. Le dijo a Colombo en voz enfadada y baja: -Usted es un hombre repugnante. Todos me decían lo mismo y me prevenían contra usted. Tenían razón. Porque me ha dado una comida en su restaurante piojoso, cree tener derecho a insultarme con esas proposiciones obscenas. -Había levantado el tono de la voz, tomó el bolso y se paró, permaneció justamente al pie de la mesa por donde Bond iba a salir. Enrico Colombo tenía la cara negra de cólera. Ahora él también se había puesto de pie.
-Maldita perra austríaca... -No se atreva a insultar a mi patria, sapo italiano. Tomó un vaso medio lleno de vino y lo arrojó con buen tino a la cara del hombre. Cuando él se le acercó, ella se arrimó a Bond, quien estaba esperando cortésmente con Kristatos para pasar. Enrico Colombo permaneció jadeante, limpiándose el vino de la cara con una servilleta. Le dijo con cólera a la muchacha: -Que no la vea nunca más en mi restaurante. Hizo la acción de escupir en el piso, se volvió y desapareció en su ufficio. El maítre se apuró. Todos en el restaurante habían dejado de comer. Bond tomó a la chica por el codo. -¿La ayudo a conseguir un taxi? Ella se soltó y dijo, aún furiosa: -Todos los hombres son unos cerdos. -Se acordó de su educación-. Usted es muy amable. -Se dirigió altaneramente hacia la puerta. Todos los hombres estaban a la expectativa. Hubo un zumbido en el restaurante y al momento se reanudó el repiqueteo de cuchillos y tenedores. Todos estaban satisfechos con la escena. Abriendo solamente la puerta, el maítre dijo a Bond: -Lo siento, monsieur. Muy amable por su asistencia. Un taxi que pasaba se detuvo. Con una reverencia abrió la puerta. La chica entró y Bond la siguió y cerró la puerta. Le dijo a Kristatos a través de la ventana: -Lo llamaré por la mañana. ¿Bien? -Sin esperar la respuesta, se recostó en el asiento. La chica se había alejado de él lo más posible, hasta la otra esquina. Le preguntó-: ¿A dónde le digo al chofer que nos lleve? -Al Hotel Ambassadori. Después de un tramo en silencio. Bond lo interrumpió: -¿Le gustaría tomar algo antes? -No, gracias... -vaciló-, muy amable, hoy estoy muy fatigada. -Quizas otro día pueda. -Quizás, pero mañana parto para Venecia. -Estaré allí también. ¿Comemos mañana por la noche? Ella sonrió. -Pensé que los ingleses eran generalmente tímidos. ¿Tú eres inglés, no? ¿Cómo te
llamas? ¿En qué trabajas? -Si, soy inglés... Mi nombre es Bond. Soy escritor; aventuras. Estoy escribiendo ahora acerca del contrabando de drogas. Tiene lugar en Roma y Venecia. Lo malo es que no sé mucho sobre el tráfico. Estoy buscando cuentos acerca de éste por aquí. ¿Sabes alguno? -Entonces, por eso estabas comiendo con Kristatos. He oido algo sobre él. Tiene una reputación muy mala. No, yo no conozco ningún cuento. Sólo conozco lo que todos conocen. Entusiasmado, Bond le dijo: -Exactamente eso es lo que necesito. Cuando dije "cuentos" no quise decir "ficción". Quise decir "chismes" de alto nivel, que tal vez están cercanos a la realidad. Estos "chismes" son tan valiosos como diamantes para un escritor. -¿Quieres decir... diamantes? -interrumpió riendo la chica. -Bien, no gano tanto como escritor, pero vendi una opción de la novela para una película y si la hago parecer suficientemente auténtica, estoy seguro de que me comprarán la película. -Se alargó y puso la mano sobre la de ella en el regazo. Ella no la retiró-. Si, diamantes. Un prendedor de diamantes Van Cleef. ¿Trato hecho? Ahora sí retiró la mano. Ya estaban llegando al Ambassadori. Bond alzó el bolso del asiento al lado de ella, que se volvió para encarársele. El comissionaire10 abrió la puerta. Lus ojos de la muchacha relumbraron como estrellas por la lúz de la calle. Le examinó seriamente la cara y le dijo: -Todos los hombres son cerdos, pero hay unos menos cerdos que otros. Bien, nos veremos. Pero no para comer. No me gustan los lugares públicos. Yo me baño todas las tardes en el Lido, Pero no en la playa modernista. Me baño en el Bagni Alberoni, lugar donde el poeta inglés Byron montaba a caballo frecuentemente. Está en el cabo de la península. El vaporetto te llevará. Nos encontraremos pasado mañana, a las tres de la tarde. Estaré bronceándome por última vez antes del invierno. Entre las dunas. Verás una sombrilla de color amarillo pálido. Debajo estaré yo - sonrió-. Golpea en ella y pregunta por la Fräuleln11 Lisl Baum. -Salió del taxi. Bond la siguió. Ella estiró la mano. -Gracias por haberme rescatado. Buenas noches. -Entonces a las tres. Estaré allá. Buenas noches. Ella se volvió y subió los escalones curvos del hotel. Bond la observó pensativamente y regresó al taxi. Ordenó al chofer que lo llevara al Nazionale. Se recostó y observó la cinta de neón pasando enfrente de su ventana. Todo, incluyendo el taxi, iba bastante rápido para ser cómodo. Sobre lo único que tenia control era el taxi. Se inclinó hacia adelante y le dijo al chofer que manejara más despacio.
10. Mozo. (francés) 11. Señorita. (alemán)
El mejor tren de Roma a Venecia es el expreso Laguna, que parte diariamente al mediodia. Después de una mañana agitada hablando con su Cuartel General en Londres por medio de la Estación I, pudo alcanzarlo por segundos. El expreso Laguna es un tren aerodinámico que parece y suena más lujoso de lo que en realidad es. Los asientos son hechos para italianos de baja estatura. Y el personal del coche restaurante del tren sufre de la enfermedad que aflige a sus hermanos en los grandes trenes alrededor de todo el mundo. Un verdadero asco para el viajero moderno y particularmente para el extranjero. Bond tenia un asiento en el pasadizo sobre el eje trasero del coche de aluminio. SI los siete cielos hubieran pasado enfrente de su ventana le habría dado lo mismo. Mantuvo sus ojos dentro del tren, leyendo un libro que vibraba por el movimiento, derramó un poco de Chianti sobre el mantel y acomodó sus largas y adoloridas piernas maldiciendo al "Ferrovie Italiane dello Stato". Al fin llegaron a Mestre, y a lo largo de la recta metálica se veía el pintoresco paisaje de Venecia. Entonces, el contraste que produce la belleza y el melodioso progreso llegó a Bond, el ocaso sobre el canal con su característico color rojo oscuro, y el placer que, asi parecía, producía el Gritti Palace, donde Bond debería de haber reservado en el primer piso un cuarto doble. Esparciendo miles de liras como hojas, esa tarde, en Vallambrosa, James Bond buscó en el bar Harry´s en el Florian y finalmente en el admirable Quadri. Para recalcarle a cualquier interesado en él su identidad fingida, esto es, la de un próspero escritor que vive bien y lujosamente. Estando en el estado de euforia temporal que produce la primera noche en Venecia, por serio que sea el asunto que el visitante venga a tratar, Bond regresó al Gritti y se divirtió durante ocho horas. El sol es suave y las noches son cálidas. La escena es muy agradable para la vista y hay una frescura en el ambiente que ayuda a hacer desvanecer los largos kilometros de piedra, terraza y mármol que son intolerables para los pies durante el caluroso verano. Y, además, hay muy poca gente. Sin embargo, Venecia es uno de los pueblos en el mundo que puede ocultar cien mil turistas tan fácilmente como mil, escondiéndolos en sus callejuelas, usándolos en sus piazaas para escenas populosas y rellenándolos, en sus vaporetti; aun más, es mejor compartir Venecia con el mínimo de giras y Lederhosen12. Bond pasó parte de la mañana siguiente en las callejuelas con la esperanza de hallar un indicio. Visitó un par de iglesias, no para admirar los interiores, sino para descubrir si alguien lo seguía por la puerta principal mientras él salía por la lateral. Nadie le estaba siguiendo. Fue hasta el Florian, tornó un "americano" y escuchó a una pareja de estudiosos engreídos discutiendo el inequilibrio de la façade13 de la Plaza San Marcos. En un momento de ímpetu compró una tarjeta postal y la envió a su secretaria, quien estuvo en Italia con el Georglan Group y no le habia permitido que lo olvidara. Le escribió: Venecia es magnífica. Hasta ahora he visitado la estación del ferrocarril y la Bolsa. Esplendoroso. Fui a ver las obras hidráulicas del municipio, y después una película vieja de Brigitte Bardot en el cine Scala. ¿Sabes la maravillosa tonada llamada "O Solé Mío"? Es muy romántica, como todo aquí. J. B. 12. Pantalones de cuero (elegancias). (alemán) 13. Fachada. (francés)
Complacido con su inspiración, Bond almorzó temprano y regresó al hotel. Cerró la puerta de su cuarto; quitándose el vestón, examinó su Walther PFK. Le puso el seguro, practicó con una o dos desenfundadas y la volvió otra vez a la cartuchera. Era tiempo de partir. Se dirigió hacia el muelle y abordó el vaporetto de las doce y cuarenta a Alberoni, población que no se alcanzaba a ver desde allí.Se acomodó en un asiento en la proa y meditó sobre lo que le iría a pasar.
Del muelle de Alberoni hasta el Bagni hay casi un kilómetro de camino polvoriento que queda al lado de la península del Lido. La península es curiosamente desierta. Cerca de un kilómetro más abajo del angosto brazo de tierra se encuentran diseminadas algunas fincas, varias casas sin terminar y sólo se hallan el pequeño poblado pesquero de Alberoni, un refugio para estudiantes, una estación experimental abandonada perteneciente a la Marina italiana y algunos nidos de cañones pertenecientes a la última guerra, semicubiertos por los arbustos. El golfo de Lido se encuentra en el centro de este angosto brazo de tierra de nadie, cuyos canaletes castaños oscuros rodean las ruinas de antiguas fortificaciones. Casi nadie viene a Venecia a jugar golf, pero el proyecto es sostenido vivo por los presuntuosos hoteles del Lido. La cancha de golf está rodeada por una alta cerca de alambre, como si estuviera protegiendo algo de gran valor o secreto, con avisos de Vietatos y Prohibitos14. Alrededor del cercado de púas, la maleza y los montículos de arena no han sido aún despejados de minas, y colgando del alambre oxidado hay avisos que dicen: "MINAS, PERICOLO DI MORTE"15, y debajo de esto una calavera y dos tibias entrecruzadas pintadas con prisa. La región es extraña y melancólica y se aprecia el extraordinario contraste con el mundo carnavalesco de Venecia a menos de una hora de distancia a través de la laguna. Bond estaba sudando ligeramente después de haber caminado cerca de un kilómetro a través de la península, dirigiéndose a la plague16. Se detuvo por un momento bajo la sombra de la última de las acacias que bordeaban el camino para refrescarse, mientras se orientaba. Enfrente de él habia un desvencijado portalón de madera en cuya parte superior decía: "BAGNI ALBERONI" en azulosas letras descoloridas. Detrás, las filas de cabinas de madera, después unos cien metros de arena y por último el mar. No habia bañistas, el sitio parecía cerrado, pero al pasar por la entrada oyó el sonido de una radio tocando música napolitana. El sonido venía de una choza que tenía un aviso de Coca-Cola y de otros refrescos italianos. Había sillas de playa recostadas contra la pared, dos pedallos y un caballo de flotador medio inflado. Todo el establecimiento parecía abandonado, dando la impresión a Bond de que ni siquiera en el verano funcionara. Bajó de la plataforma de madera y caminó hacia la arena ardiente dando una vuelta por detrás de las chozas. Se acercó a la orilla del mar; hacia la izquierda, 14. Vedado, prohibido. 15. Minas, peligro de muerte. 16. Playa. (francés)
hasta desaparecer en el hostigante calor del verano, la ancha y desolada arena se extendía en suave curva hasta el mismo Lido; hacia la derecha, un kilómetro de playa terminaba en el cabo de la península. El pico se extendía dentro del mar silencioso, y a intervalos se veían las débiles cabrias de los pescadores. Detrás de la playa estaban los arenales y una sección de la cerca de alambre que rodeaba la cancha de golf. En el borde del arenal, a unos quinientos metros de allí, había una mancha amarilla pálida. Bond se encaminó hacia ella a lo largo de la linea de la marea. -Ejem. . . Las manos volaron hacia el sosten del bikini y lo levantaron. Bond se paró enfrente de la muchacha y permaneció mirando para abajo. La clara sombra del quitasol cubría sólo la cara. El resto de ella, su cuero bronceado con un bikini negro, sobre una toalla negra y blanca, yacía provocativo bajo el sol. Lo miró con los ojos entrecerrados. -Llegaste cinco minutos antes de la hora de cita y además te dije que golpearas. Bond se sentó junto a ella bajo el quitasol. Sacó un pañuelo y se limpió la cara. -Eres la dueña de la única palmera en todo este desierto. Tenía que meterme bajo ella tan pronto como me fuera posible. Este es un lugar infernal para una cita. Ella rió. -Soy como Greta Garbo. Me gusta estar sola. -¿Estamos solos? Ella abrió bien los ojos y dijo: -¿Por qué no? ¿Acaso crees que traje mi chaperone17. -Como tú crees que todos los hombres son cerdos... -Ah, pero tú eres un cerdo caballero -sonrio sarcásticamente-. Un cerdo milord. De todos modos. hace mucho calor para eso. Y hay mucha arena. Al fin y al cabo, ¿no es esto una reunión de negocios? Te cuento historias acerca de drogas y tú me das un prendedor de diamantes. De Van Cleef. ¿O has cambiado de parecer? -No. Como lo dices asi será. ¿Por dónde empezamos. -Tú haces las preguntas. ¿Qué es lo que quieres saber? -Se sentó y tomó las rodillas entre sus brazos. La coquetería había desaparecido de sus ojos, que se habían puesto serios y un poco cautelosos. Bond notó el cambio. Dijo casualmente, observándola: -Me han dicho que tu amigo Colombo es uno de los grandes en "el juego". 17. Acompañante. (italiano)
Cuéntame acerca de él. Sería un buen protagonista para mi libro, claro está, cambiándole la identidad. Lo que necesito son los detalles. ¿Cómo opera? Y todo lo demás. Esto no lo puede inventar un escritor. Ocultó los ojos. -Enrico se pondría furioso si supiera que te he contado alguno de sus secretos. No sé qué me haría. -No lo sabrá nunca. -Líeder18 señor Bond, son muy pocas las cosas de las que él no se entera. Es tambien muy capaz de adivinar. -Añadió seriamente-: Y no me sorprendería -Bond captó la mirada rápida al reloj- si se le hubiera ocurrido seguirme hasta acá. Es un hombre muy desconfiado. -Colocó la mano sobre la manga de él. Ahora parecía nerviosa. Continuó aprisa-: Creo que es mejor que te vayas. Ha sido un grave error venir aquí. Bond miró detenidamente el reloj. Eran las tres y treinta. Movió la cabeza para poder mirar la playa por detrás de la sombrilla. A lo lejos, cerca de las cabinas, en el bochorno del calor, aparecían las danzantes siluetas de tres hombres con trajes oscuros. Caminaban con algún propósito por la playa, guardando el compás como si fueran en una formación. Bond se paró. Observó la cabeza inclinada de la muchacha. Le dijo secamente: -Veo lo que quieres decir. Dile a Colornbo que de ahora en adelante escribiré su historia. Y díle que soy un escritor muy persistente. Hasta pronto. -Bond comenzó a correr hacia el cabo de la península, donde podría torcer, llegar a la villa y encontrarse entre gente. En la playa los hombres empezaron un trote rápido, llevando el ritmo con los codos y las piernas como si fueran corredores de maratón que estuvieran entrenando. Cuando pasaron cerca de la muchacha, uno de los hombres levantó la mano en señal de saludo, ella levantó la suya contestándole y despues se acostó en la arena volviéndose boca abajo, quizas para que su espalda se quemara o porque no deseaba ver la cacería humana. Corriendo, Bond se quitó la corbata y la puso dentro del bolsillo, Estaba haciendo calor y él ya estaba sudando profusamente. Pero los otros tres hombres deberían de estarlo también. Ganaría el que estuviera mejor entrenado. Cuando llegó al cabo, trepó al acantilado y miró hacia atrás. Los hombres habían ganado muy poca ventaja, pero ahora dos de ellos se estaban separando para cortar camino evitando el linde de la cancha de golf. Parecieron no darse cuenta de la calavera, las tibias entrecruzadas y los avisos que advertían el peligro. Corriendo a lo largo del ancho acantilado. Bond midió los ángulos y las distancias. Los hombres estaban cortando por la base del triángulo. Iba a ser cosa fácil. La camisa de Bond estaba empapada de sudor y los pies comenzaban a dolerle. Ya había corrido cerca de dos kilómetros. ¿Cuánto le faltaría para llegar a 18. Querido. (alemán)
lugar seguro? A intervalos, sobre el acantilado, las culatas de antiguos cañones habían sido hundidas entre concreto. Quizás servirían para anclar las embarcaciones pesqueras refugiándose en la laguna antes de entrar en el Adriático. Bond contó los pasos entre dos de ellos. Cincuenta metros. ¿Cuántas prominencias negras más para llegar al final del acantilado? ¿A las primeras casas del poblado? Logró contar treinta antes de que se perdieran entre el calor abrumador. Probablemente dos kilómetros más para llegar. ¿Lo podría hacer, y suficientemente rápido para ganarles a los dos hombres que cortaron camino? La respiración se le estaba volviendo dificultosa. Ahora hasta el traje estaba empapado con sudor y la tela de los pantalones se le pegaba a las piernas. Uno de sus perseguidores se hallaba a sólo trescientos metros de distancia. A su derecha, escabuyéndose entre las dunas y convergiendo rápidamente, estaban los otros dos. A su izquierda, una pendiente de seis metros de concreto como un rompeolas para el Adriático. Bond estaba planeando disminuir la marcha hasta caminar y guardar aliento para poder "arreglárselas" con los tres hombres, cuando dos cosas se sucedieron rápidamente. Primero, vio a través del hostigante calor un grupo de pescadores enfrente de él. Había unos seis, unos dentro del agua y otros tomando el sol en el acantilado. Y después, de las dunas vino el grave tronar de una explosión. Tierra, piedras y lo que debería de ser pedazos de un hombre saltaron por el aire y una pequeña onda explosiva lo golpeó. Bond disminuyó el paso. El otro hombre que estaba en las dunas se habia detenido. Permanecía inmóvil. De su boca abierta salían gemidos de terror. De pronto, se precipitó al suelo con las manos alrededor de la cabeza, Bond conocía los síntomas. No se volvería a mover sino hasta que alguien viniera y lo sacara de allí. El corazón le saltó. Le faltaban únicamente unos doscientos metros para llegar hasta los pescadores. Se estaban agrupando, mirándolo. Evocó unas palabras en italiano y las recitó: -Mi inglés. Prego, dove i carabinieri19. Miró sobre su hombro; aun cuando habia varios testigos, el hombre que lo habia perseguido seguía corriendo. Estaba sólo a cien metros. Tenia una pistola en la mano. Ahora, delante de él, los pescadores habían formado un abanico cerrándole el paso. Tenían sus fusiles-arpones preparados. En medio de ellos había un hombre alto con un traje de baño rojo. Retiró su máscara de buceo de la cara y la deslizó sobre la cabeza. Permaneció con sus brazos en jarra y con unas aletas azules de hombre-rana en las manos. Se parecía al señor Toad de la película en "Toad Hall". Silenciosamente el divertido pensamiento de Bond murió. Jadeando, volvió a acortar el paso. Y en forma automática la mano sudorosa desenfundó la pistola. El hombre que se encontraba en mitad del arco de arpones que lo estaban apuntando era Enrico Colombo. Colombo lo observó mientras se acercaba. Cuando estaba a veinte metros le dijo: -Guarde su juguete, agente Bond del Servicio Secreto. Estos son arpones de CO2. Quédese donde está. A no ser que desee ser una copia del San Sebastián de 19. Rápido, donde hay carabineros.
Mantegna. -Se volvió hacia el hombre a su izquierda. Le preguntó en inglés-: ¿A qué distancia estaba el albanés ese la semana pasada? -A veinte metros, padrone. Y el arpón lo atravesó. Pero el tipo era bastante gordo, tal vez el doble de éste. Bond se detuvo. Una de las cápsulas de hierro estaba a su lado. Se sentó y apoyó la pistola en la rodilla. Apuntando al centro del adiposo estómago de Colombo. Dijo: -Cinco arpones no evitarán que le dispare, Colombo. Colombo asintió y sonrió. El hombre que se acercado por detrás de Bond lo golpeó una vez con la cacha de su Luger en la base del cráneo.
Al despertar, después de haber sido golpeado, la primera reacción es de nauseas. Aun hallandose estado, Bond pudo percatarse de dos cosas: que se encontraba en un barco en alta mar y que un hombre le limpiaba la cara con una toalla húmeda y animán dolo en un inglés pésimo: -Todo va bien, amigo. Tómelo con calma. Tómelo con calma. Bond cayó exhausto en su litera. El camarote en que se encontraba era pequeño y confortable, tenia un débil olor a perfume femenino y un cortinaje agradable a la vista. Un marinero harapiento se le acercó -Bond lo reconoció como uno de los pescadores- y se inclinó sobre él, Al ver que Bond abría los ojos, sonrió y le dijo: -Mejor, ¿si? Súbito okay. -Le frotó con simpatía la nuca-. Le dolerá por poco tiempo. Pronto tendrá sólo una mancha negra. Será debajo del pelo. Las muchachas no lo notarán. Bond sonrió débilmente y asintió. Al mover la cabeza sintió un dolor que le hizo entornar los ojos. Cuando los volvió a abrir vio que el marino movia la cabeza en señal de amonestación. Le arrimó un reloj a los ojos para que viera la hora. Eran las siete. Señaló con el dedo el número nueve. -Mangiare con padrone20, ¿sí? -Si -respondió Bond. El hombre colocó la mano en la mejilla y recostó la cabeza sobre ella. -Dormiré.
20. Come con el patrón.
Bond asintió nuevamente. El marino se retiró del camarote, pero sin cerrar con cerrojo la puerta. Bond bajó con cautela de la litera y comenzó a lavarse. Encima de la cómoda estaban sus objetos personales correctamente ordenados. Todo exceto su pistola. Tomó las cosas y se las guardó en los bolsillos; se sentó de nuevo en la litera, prendió un cigarrillo y meditó. No pudo descifrar nada. Por el comportamiento del marinero, parecía que no lo trataban como a un enemigo. Mas bien, parecía que le estuvieran dando un paseo por el mar. Pero capturarlo les habia costado gran dificultad, y aun en el proceso había muerto un hombre casualmente. Quizás este cariñoso tratamiento era para hacer un trato con él. ¿Cuál seria y cuál la alternativa? A las nueve vino el mismo marinero, quien lo condujo a través de un pasadizo angosto y oscuro que llevaba a un salón a media luz, y allí le dejó. En la mitad del cuarto había una mesa y dos sillas. Al lado de la mesa habia una bandeja con comida y algunas bebidas. Se dirigió hacia el fondo del salón y trató de abrir una escotilla. Estaba trabada. Se acercó a una de las portañolas, la abrió y miró hacia afuera. Había suficiente luz para ver que la embarcación era de unas doscientas toneladas y que tal vez tiempo atrás habia sido una embarcación pesquera. El motor sonaba como si fuera Diesel, habia sólo uno; además, llevaban una vela. Estimó que la velocidad del barco era de seis a siete nudos. En el negro horizonte titilaban unas tenues luces amarillas. Parecía que estuvieran navegando cerca de la costa adriática. La puerta se abrió, Bond volvió la cabeza. Colombo bajaba las escalinatas. Vestía una camiseta, pantalones de dril y sandalias. Sus ojos tenían un brillo malicioso. Se sentó y oíreció el otro asiento a Bond. -Vamos, mi amigo. Hay bastante comida, bebida y tema para hablar. Dejemos de actuar como niños y seamos mayores. ¿Sí? ¿Qué toma: ginebra, whisky o champagne? Este chorizo es el mejor de toda Bolonia. Aceitunas de mi propio huerto. Pan, manteca, (esto es queso ahumado) e higas frescos. Comida de campesinos, pero buena. Vamos. Todo este lio le debe haber abierto el apetito. Su risa era contagiosa. Bond se sirvió un trago de whisky con soda y se sentó. -¿Por qué se ha tomado tantas molestias? Hubiéramos podido reunimos y parlamentar sin tanto dramatismo. Se ha metido en un lio, pues le avisé a mi jefe que algo como esto me iria a pasar: la manera como una chica me echó el guante en su restaurante era muy infantil para caer. Le dije que me encaminaría hacia la trampa para ver de qué se trataba todo esto. Si mañana a mediodía no estoy libre, la Interpol y también la policía italiana le caerán encima como una tonelada de ladrillos Colombo parecía confuso. -Si estaba preparado para entrar en la trampa, ¿por qué trató de escapar? Únicamente les habia ordenado que lo trajeran a mi barco para parlamentar; si hubiera sido así, todo habría sido más amistoso. Ahora he perdido uno de mis mejores hombres y usted hubiera podido fácilmente tener fracturado el cráneo.
No entiendo nada. -No me gustó la "pinta" de esos tres tipos. Yo conozco a los matones apenas los veo. Creí que usted pensaba hacer una estupidez. Debería de haber usado la chica. Los tipos sobraban. Colombo movió la cabeza. -Lisl lo único que quería era averiguar acerca de usted, pero nada más. Ella estará ahora tan indignada conmigo como lo está usted. La vida es muy difícil. Me agrada ser amigo de todas, y ahora he hecho dos enemigos en una sola tarde. Las cosas van mal. Colombo parecía compadecerse a si mismo. Cortó una tajada de chorizo y quitándole impacientemente la corteza con los dientes, lo empezó a comer. Aun con la boca llena de comida, tomó una copa de champaña y la ingirió. Moviendo la cabeza continuó: -Siempre es lo mismo, cuando estoy preocupado tengo que comer, pero lo que como cuando estoy así no lo puedo digerir. Ahora usted me ha preocupado. Dice que nos habíamos podido citar y parlamentar sobre el asunto sin haberme tomado tantas molestias. -Extendió las manos-. ¿Cómo iba a saberlo? Diciendo esto, mis manos se han manchado con la sangre de Mario. Yo no le ordené que cortara camino por entre las minas. -Golpeó la mesa gritándole-: No estoy de acuerdo en que la culpa haya sido mía. la culpa fue suya y solamente suya. Usted había quedado en matarme. ¿Cómo puede uno arreglar una cita amistosa con su propio asesino? ¡Ah! Respóndame. -Bruscamente tomió un pedazo de pan y se lo embutió con furia. -¿De qué diablos está hablando? Colombo tiró las migajas de pan sobre la mesa y se paró manteniendo sus ojos fijos en los de él. Caminó aún mirándolo por sobre los hombros, fue hacia un armarlo, buscando a tientas la manija del primer cajón, lo abrió y sacando un reproductor de grabaciones se dirigió hacia Bond. Se sentó nuevamente y encendió la maquina. Al comenzar a oír la voz grabada, Bond tomó el vaso de whisky y lo observó. La suave voz empezó: -Exacto. Ahora antes de darle la información, como buenos comerciantes, ponemos las condiciones. ¿Si? -La voz continuó-: Diez mil dólares.., No vaya a contar dónde consiguió la información. Aunque sea golpeado... El Jefe de la machina es un hombre malo. Debe ser destrutto, asesinado. -Bond esperó a su propia voz interrumpir el silencio mezclado con ruidos del restaurante. Hubo un silencio prolongado, mientras él pensaba acerca de la última condición. ¿Qué habia contestado? Su voz salló de la máquina respondiéndole-: No se lo puedo prometer. Tiene que comprenderme. Lo único que puedo prometerle es que si el hombre trata de destruirme, lo destruiré.
Colombo apagó la máquina. Bond se tomó el whisky. Ahora podía mirar directamente a Colombo. Le dijo en son de defensa. -Eso no quiere decir que soy un asesino. Mirándolo con aflicción, Colombo le respondió: -Para mí, si lo quiere decir. Proviniendo de un inglés. Trabajé con los ingleses durante la guerra. Con la Resistencia. Tengo la Medalla del Rey. -Metió la mano en el bolsillo y sacando una medalla plateada de la libertad, con una cinta roja, blanca y azul, la lanzó sobre la mesa-. ¿Lo ve? Obstianadamente, Bond resistió la mirada de Colomba. Le preguntó: -¿Y el resto del material de la cinta? Hace tiempo trabajaba con los ingleses. Pero ahora trabaja ellos, por dinero. Colombo gruñó. Devolviendo la cinta con el dedo, repuso impasiblemente: -Ya lo he oído todo. Todo es mentira. -Golpeó con el puño en la mesa, haciendo saltar los vasos. Bramó furioso-: Es mentira, mentira. Cada palabra. -Se paró de un salto. La silla cayó con gran ruido detrás de él. Lentamente, se agachó y la levantó. Tomó la botella de whisky y dio un rodeo para servirle a Bond cuatro dedos. Regresó a su asiento, se sentó y puso la botella de champagne delante de sí, sobre la mesa. La cara estaba serena, sería. Suavemente continuó-: Todo no es mentira. Hay un grano de verdad en lo que ese bastardo le contó. Por eso decidí no discutir con usted. No me lo hubiera creído. Hubiera arrastrado con usted a la policía. Podría haber lío para mí y para mis camaradas. Aunque ni usted ni nadie hubiera encontrado razones para matarme, habría habido escándalo, ruina. En cambio, he decidido mostrarle la verdad, la verdad por la cual fue usted enviado a Italia. Dentro de unas horas, al amanecer de mañana, habrá terminado su misión. -Colombo castañeó los dedos-. Asi, presto. Calculadoramente, los ojos de Colombo miraron a los de Bond. Al fin respondió; -Yo soy un contrabandista, mi amigo. Eso sí es verdad. Quizás el contrabandista más próspero de todo el Mediterráneo. La mitad de los cigarrillos estadounidenses que hay en Italia los traigo desde Tánger. ¿Oro? Soy el único proveedor de este mercado negro. ¿Diamantes? Tengo mi propio suministro en Beirut, con lineas directas con Sierra Leona y Sudáfrica. En los viejos tiempos, cuando estaban escasas, también manejaba la aureomicina, la penicilina y otras medicinas como ésas. Sobornando los hospitales estadounidenses. Además, hubo varias cosas..., hasta chicas bonitas de Siria y Persia para las casas de Napóles. También he ayudado a salir ilegalmente a reos. Pero -el puño de Colombo resonó sobre la mesa- drogas, heroína, opio, yerbas..., ¡no! ¡Nunca! Jamás tendré nada que ver con estos asuntos. Son cosas corruptoras. En las otras no hay mal alguno.
-Levantó la mano derecha-. Se..lo juro sobre la cabeza de mi madre, mi amigo. Bond comenzó a ver la luz del amanecer. Estaba listo a creerle a Colombo. Incluso sintió una inclinación hacia este intrépido pirata, que estuvo a punto de morir por las indicaciones de Kristatos. -Pero ¿por qué Kristatos puso el dedo sobre usted? ¿Qué ganaba con eso? Colombo movió el dedo para un lado y otro enfrente de la nariz. -Querido amigo, Kristatos es Kristatos. El está jugando al más grande "juego" doble que se puede concebir. Para mantenerlo, o sea, para mantener la protección de la CIA y de su gente contra narcóticos, tiene que lanzarles una víctima de vez en cuando, algún hombre poco importante en el gran "juego". Pero ahora este problema inglés es diferente. Este es un tráfico enorme, y para protegerlo se necesitaba un hombre de los "grandes". Yo fui escogido, por el propio Kristatos o por sus hombres. En verdad que si usted hubiera sido mas fuerte en su investigación y hubiera gastado más dinero comprando información, habría descubierto la verdadera historia de mis "operaciones". Pero cada indicio acerca de mí lo habría alejado aún más de la verdad. Al final (no estimo muy bajo su servicio), habría ido a la prisión. Pero el gran zorro que usted está buscando estaría riéndose al oír que la cacería se alejaba a la distancia. -¿Por qué Kristatos lo quería muerto? Colombo parecía malicioso. -Mi amigo, yo sé demasiado. En la fraternidad de los contrabandistas, ocasionalmente tropezamos con la esquina del negocio del vecino. No hace mucho, en este mismo barco, tuvimos una lucha con una barquichuela armada albanesa. Un tiro afortunado les incendió el combustible. Hubo sólo un sobreviviente. Lo convencimos para que hablara. Me enteré de mucho, pero, como un necio, me tomé el riesgo de soltarlo en un campo de minas en la costa norte de Tirana. Fue un grave error. Casi desde ese momento he tenido al bastardo de Kristatos persiguiéndome. Afortunadamente -Colombo mostró los dientes como un lobo-, tengo un pedazo de información que él no sabe que conseguí. Tenemos un lugar de cita mañana al alba, gracias a esta información: un pequeño puerto pesquero, justamente al norte de Ancona, Santa María. Allí -Colombo dio una fuerte y cruel carcajada- veremos lo que debemos ver. Bond preguntó con voz suave: -¿Cuánto cobra por esto? Usted dice que mi misión acabará mañana por la mañana. ¿Cuánto vale? Colombo movió la cabeza de un lado a otro. Indiferentemente le contestó: -Nada. Resulta que nuestros intereses coinciden. Pero necesito que me prometa
que cuanto le he contado esta tarde quede sólo entre los dos y, si es necesario, su Jefe en Londres. No debe nunca volver a Italia. ¿De acuerdo? -Si. estoy de acuerdo. Colombo se levantó. Se dirigió hacia el armario y tomó de allí la pistola de Bond. Se la alargó. -En este caso, mi amigo, debe tenerla, porque la va a necesitar. Es mejor que duerma un rato. Habrá ron y café para todos a las cinco de la mañana. - Extendió la mano. Bond la estrechó. De repente los dos hombres eran amigos. Bond lo comprendió. Torpemente, dijo: -Bien, Colombo -se retiró del salón y se dirigió hacia su cabina.
La tripulación del "Colombina" era de doce. Los hombres eran jóvenes y parecían bastante resistentes. Hablaban suavemente entre ellos mismos, a medida que Colombo les iba pasando el café y el ron. Una linterna de tormenta era la única luz -el barco tenia las luces apagadas-, Bond sonreía a sí mismo al ver la atmósfera de excitación y conspiración que podria producir una Isla del Tesoro. Colombo inspeccionó personalmente las armas de cada uno de los hombres. Todos cargaban debajo del cinturón una pistola Luger y navajas automáticas dentro de los bolsillos. El tenía una palabra de aprobación o de crítica para cada arma. A Bond se le ocurrió que Colombo había forjado una buena vida para sí mismo: una vida llena de aventura, emoción y riesgo. Una vida de criminal -una pelea sin descanso con la ley, el monopolio tabacalero del Estado, la Aduana, la policía-, pero en la atmósfera había una bocanada de picardía adolescente que cambiaba el color del crimen de negro a blanco o por lo menos a gris. Colombo ojeó el reloj. Despidió a los hombres a sus puestos. Apagó la linterna y, a través de la tenue luz de la aurora, lo siguió hacia el puente. Descubrió que el barco navegaba cercano a una costa negra y rocosa, a lo largo de la cual se movían a velocidad reducida, Colombo señaló hacia adelante. -A la vuelta de ese cabo está el puerto. Nuestra llegada no es aguardada. En el desembarcadero, contra los muelles, espero encontrar un barco de aproximadamente este tamaño, descargando por una rampa inocentes rollos de papel de imprenta hasta un almacén. Cuando demos la vuelta al cabo, pondremos la velocidad máxima, nos colocaremos al lado de la otra embarcación y la abordaremos. Habrá resistencia. Tendremos que partir cabezas. Espero que no haya tiroteo. No dispararemos a no ser que ellos nos disparen. Pero será un barco albanés comandado por una tripulación de rudos albaneses. Si hay tiroteo, usted debe disparar con nosotros. Esa gente es enemiga de su país tanto como lo es del nuestro. Si lo matan, lo matan. ¿Bien? -Todo me parece correcto.
Tan pronto como Bond habló, salió un ruido metálico del cuarto del telégrafo en la sala de máquinas, e inmediatamente el puente comenzó a temblar bajo los pies. A una velocidad de diez nudos, el pequeño barco rodeó la punta dirigiéndose hacia el puerto. Todo sucedía tal y como Colombo lo habia dicho. Al pie de un muelle de piedra permanecía el barco, con las velas ondeando libremente. Desde la popa, una rampa de madera se deslizaba hacia un desvencijado almacén de hierro corrugado, dentro del cual se veían unas débiles bombillas. El barco cargaba en su cubierta lo que parecían rollos de papel de imprenta para periódicos, los que eran izados hasta la rampa, uno por uno, desde donde se deslizaban en virtud de su propio momentum hasta traspasar la puerta del almacén. Habia unos veinte hombres a la vista. El factor sorpresa dirigiría correctamente las casualidad. Ahora el barco de Colombo se encontraba a cincuenta metros del otro, y uno o dos hombres habían dejado de trabajar mirándolos. Uno de ellos se precipitó hacia el almacén. Simultáneamente Colombo dio una orden tajante. Los motores fueron parados y puestos en retro. Se encendió en el puente un potente reflector, el cual Iluminaba toda la escena mientras el barco se acercaba a su presa, el barco albanés. Al primer encontronazo, los ganchos de abordaje fueron lanzados a la popa y a la proa del barco, y con Colombo a la cabeza los hombres comenzaron a saltar sobre los flancos. Bond había trazado sus propios planes. Tan pronto como tocó la cubierta del barco enemigo, corrió a través de su cubierta, se acercó al flanco opuesto y saltó. Había unos cuatro metros hasta el muelle, y cayó en él como un gato, en sus manos y pies; allí permaneció un momento, agazapándose, planeando la próxima movida. En el puente ya había empezado el tiroteo. Uno de los primeros balazos apagó el reflector y ahora sólo quedaba el gris resplandor de la madrugada. Un cuerpo enemigo rozó una piedra enfrente de él y quedó alli extendido, inmóvil. En ese mismo momento, de la boca del almacén comenzó una ametralladora ligera a ladrar disparando pequeñas ráfagas que revelaban un toque de profesional. Corrió hacia ella amparándose en la sombra del barco. El hombre de la ametralladora lo vio y disparó una ráfaga. Los proyectiles zumbaron alrededor de Bond, tronaron contra el casco de hierro de la embarcación y otros silbaron alejándose en la noche. Bond se acercó a la pendiente de la rampa de tablas y se lanzó de bruces cayendo sobre el estómago. Las balas se incrustaron en la madera a pocos centímetros sobre su cabeza. Se arrastró hacia el espacio en que se estrechaba. Se acercó cuanto le fue posible; tenía que decidir si salía hacia la derecha o hacia la izquierda de las tablas. Hubo unos golpes pesados y uno rápido y sordo sobre su cabeza. Seguramente alguno de los hombres de Colombo había cortado el lazo que sostenía los rollos de papal, que ahora se precipitaban por la rampa. Esta era su oportunidad. Salió de su escondite, hacia la izquierda. Si el hombre de la ametralladora lo estaba esperando, pensaría que Bond iba a salir por la derecha disparando. El hombre estaba allí, acurrucado contra la pared del almacén. Bond disparó dos veces en menos de un segundo, antes de que la fluorescente boquilla del arma enemiga girara sobre su pequeño arco. El dedo del hombre muerto apretó el gatillo por un momento y, cuando cayó al suelo, la
ametralladora hizo una rápida curva de fogonazos, como un timón de Catherine. antes de librarse, de un salto, de la mano y precipitarse al suelo. Bond se encontraba corriendo hacia el almacén cuando resbaló y cayó de cabeza. Alli permaneció por un momento, aturdido, la cara entre un charco de melado negro. Maldijo, se apoyó en las manos y en las rodillas y se lanzó detrás de una pila de rollos de papel que se habia estrellado contra la pared del almacén. Uno de ellos, rajado por una ráfaga de ametralladora, estaba goteando un melado oscuro. Bond se limpió la melaza de la cara y las manos como mejor pudo. Tenía el olor suave a moho que Bond habia sentido en México21 una vez. Era opio en bruto. Una bala golpeó la pared del almacén, no muy lejos de su cabeza. Bond se limpió por última vez la mano con que disparaba, en la parte trasera de su pantalón, y saltó hacia la puerta del almacén. Se llevó una sorpresa al ver que no le disparaban cuando se dibujó su silueta en la entrada; el interior estaba callado y frío. Las luces habían sido apagadas, pero ahora se estaba iluminando afuera. Los pálidos rollos de papel estaban apilados ordenadamente en filas, con un espacio para pasar por el centro. Al otro lado del sendero había una puerta. Todo el interior del almacén parecía observarlo, retándolo. Bond olía la muerte. Se devolvió hacía la puerta y salió al descampado. El tiroteo se habia convertido en espasmódico. Colombo se le acercó corriendo, con los pies casi pegados al suelo como casi todos los hombres gordos. Bond le dijo perentorio: -Quédese en esta puerta. No entre ni deje que ninguno de sus hombres lo haga. Voy a dar la vuelta por la parte trasera. -Sin esperar la respuesta, corrió, dobló la esquina y siguió por la parte lateral del edificio. El almacén tenia unos quince metros de largo. Bond disminuyó la marcha y caminó cauteloso hasta la otra esquina. Se aplastó contra la pared de hierro corrugado y observó los alrededores. Se ocultó rápidamente. Un hombre estaba recostado contra la puerta trasera. Parecía ver a través de una mirilla. Tenia una caja de la que salían varios cables que entraban en el almacén por debajo de la puerta. Un auto. Lancia Gran Turismo, negro y convertible, con la capota abajo, permanécia a su lado con el motor ronroneando. Estaba orientado hacia un polvoriento camino bastante usado. El hombre era Kristatos. Bond se arrodilló. Tomó la pistola con ambas manos para tener más firmeza, la movió silenciosamente alrededor de la esquina del edificio y disparó un tiro a los pies del hombre. Falló. Casi tan pronto como vio la nubécilla de polvo levantarse a varios centímetros del objetivo, tronó la explosión de una bomba y la pared metálica lo golpeó, lanzándolo por los aires. Se paró precipitadamente. El almacén había perdido su forma por completo. Ahora comenzaba a derrumbarse con gran ruido, como una baraja de cartas metálicas. Kristatos estaba en el coche. Se había alejado unos veinte metros, la tracción de las ruedas traseras levantaba nubes de polvo. Bond se paró en la postura clásica de disparo, tomando puntería con mucho cuidado. La Walther tronó y pateó tres veces. Con el último tiro, a cincuenta metros, la figura que estaba agazapada contra el volante se sacudió hacia atrás. Las manos soltaron de él. La cabeza se levantó 21. Como se relata al principio de Goldfinger.
ligeramente, pero enseguida cayó hacia adelante. La mano derecha permaneció afuera del coche, como si el muerto estuviera tratando de indicar una curva hacía ese lado. Bond comenzó a perseguirlo, esperando que el auto se detuviera, pero las ruedas permanecían en el camino y, el peso del pie derecho aún sobre el acelerador, el Lancia continuaba en la rugiente tercera. Bond se detuvo y lo observó. El auto corría siempre sobre la plana carretera a través de la quemada planicie; la nube de polvo que levantaba lo seguía. Esperaba verlo salirse de la carretera, pero no lo hizo; allí permaneció mirándolo hasta que se perdió de vista dentro de la bruma de la fresca mañana que prometía un día esplendoroso. Bond le puso el seguro a la pistola y se la colocó en la cintura del pantalón. Se volvió y vio que Colombo se acercaba. El hombre sonreía satisfecho. Se le acercó y, para horror suyo, abrió los brazos, lo abrazó fuertemente y lo besó en ambos pómulos. Bond exclamó: -¡Por el amor de Dios, Colombo! Colombo soltó una carcajada. -Ah, ¡el inglés calladito! No lo asusta nada excepto las emociones. Pero yo -se golpeó en el pecho-, yo, Enrlco Colombo, lo amo y no me da vergüenza decirlo. Si no hubiera "despachado" al hombre de la ametralladora, ninguno de nosotros habría sobrevivido. Asi como estamos, perdi dos hombres y otros están heridos. Pero sólo media docena de albaneses han quedado en pie y han escapado al poblado. No hay la menor duda de que la policía los rodeará. Y ahora usted ha mandado al infierno al bastardo de Kristatos, ¡Qué final tan esplendoroso para él! ¿Qué sucederá cuando el coche mortuorio de carreras llegue a la carretera principal? Ya está señalando una vuelta a la derecha en la entrada a la autopista. Espero que se acuerde de manejar hacia la derecha. -Le palmoteo a Bond el hombro-. Pero vamos, mi amigo. Es hora de retirarnos de aquí. Las compuertas del barco albanés están abiertas, pronto estará en el fondo. No hay teléfono en este pequeño lugar. Le tomaremos una buena ventaja a la policía. Ademas perderán tiempo mientras comprenden lo que les digan los pescadores. Le he hablado al cabecilla. A ninguno le gustan los albaneses. De todas maneras nosotros debemos estar en camino. Tenemos un buen viento para las velas y, además, no confio en ningún doctor a este lado de Venecia. Del derruido almacén comenzaron a salir llamas, y había una nube de humo que se expandía oliendo a vegetales verdes. Bond y Colombo se dirigieron a barlovento. El barco albanés se había posado en el fondo y las cubiertas se estaban hundiendo. La vadearon y subieron a bordo de la "Colombina", donde Bond tuvo que resistir varios apretones de mano y golpes en la espalda. Partieron de allí hacia el cabo que protegía la bahía. Un grupo pequeño de pescadores permanecía al lado de sus botes anclados en la playa, debajo de unas chozas de piedra. Los saludaron con un tosco ademán, mas cuando Colombo los saludó con la mano y les gritó algo en italiano, muchos de ellos respondieron a la despedida, y uno gritó algo que hizo reír a la tripulación de la "Colombina".
Colombo le explicó a Bond: -Dicen que estuvimos mejor que los actores de las películas en Ancona y que deberíamos regresar algún día. Bond sintió desvanecerse rápidamente su emoción. Se sintió sucio y sin afeitarse y además podía oler su propio sudor. Bajó y pidió prestadas una máquina de afeitar y una camisa limpia de uno de los de la tripulación; se desvistió en su camarote y se aseó. Cuando sacó la pistola y la tiró sobre la cama percibió un olor a cordita proveniente del cañón, trayéndole a la mente el miedo y la violencia de ese gris amanecer. Abrió la portañola. Fuera, el mar bailaba alegremente; la costa que antes le había parecido gris y misteriosa, ahora le parecía bella y verde. Un delicioso olor a tocineta frita venía de la galera. Bond cerró con violencia la portañola y se dirigió hacia el salón. Después de comer huevos con tocineta, tomó café con ron. Entonces Colombo colocó los puntos sóbralas "ies" y los palos sobre las "tes". -Lo que hemos hecho, mi amigo -dijo mientras comía tostadas-, ha sido destruir un suministro para un año de opio en bruto, que se dirigía hacia el laboratorio farmacéutico de Colombo en Napóles. Es verdad que tengo un negocio en Milán y que es conveniente para varios de mis depósitos. Pero no produce nada más mortal que cascaras y aspirinas. En toda la historia que le dijo ese hombre puede leer el nombre de Krtstatos en lugar de Colombo. El era el que transformaba el material en heroína y también el que contrataba los correos para que la llevaran a Londres. La mercancía del barco costaba aproximadamente un millón de libras esterlinas. Pero ¿sabe una casa, mi querido James? A él no le costaba ni un solo céntimo. ¿Por qué? »Porque era un regalo de Rusia. El regalo un poderoso proyectil de para ser disparado dentro de las mismas entrañas de Inglaterra. Los rusos pueden surtir cantidades ilimitadas de combustible para el proyectil. Proviene de sus huertos de amapolas en el Cáucaso y Albania, que es un conveniente entrepôt22. Pero no tenían la maquinaria indispensable para dispararlo. Kristatos construyó la maquinaria, y él mismo, con la ayuda de los amos de Rusia, era quien apretaba el gatillo. Hoy, entre nosotros dos, hemos destruido en media hora la conspiración. Ahora puede regresar a Inglaterra y contarle a su gente que el tráfico ha cesado. También cuéntele la verdad, que Italia no era el origen de esta terrible arma disfrazada de guerra. Que eran nuestros viejos amigos rusos. Sin duda alguna era una guerra psicológica preparada por su sección de Inteligencia. Eso no se lo puedo afirmar. Tal vez, mi querido James -le sonrió alentadoramente-, lo envíen a Moscú para que lo investigue. Si eso sucede, esperemos que encuentre una muchacha tan encantadora como su amiga Fräulein Lisl Baurn para que lo guíe hacia el camino de la verdad. -¿Qué quiere decir con "mi amiga"? Ella es amiga suya. Colombo meneó la cabeza.
22. Depósito. (francés)
-Mi querido James, tengo muchas amigas. Usted estará unos dias en Italia mientras escribe su informe, y sin duda -se rió entre dientes- cerciorándose de alguna de las cosas que le he dicho. Tal vez tendrá una charla amena de una media hora con sus colegas estadounidenses de la CIA sobre las cosas de la vida. Entre estás ocupaciones necesitará acompañamiento, alguien que le muestre las bellezas de mi tierra natal. En países incivilizados, es costumbre ofrecer una de las esposas al hombre que se estima y que se desea honrar. Yo también soy incivilizado. No tengo esposas, pero tengo muchas amigas como Lisl Baum. Ella no necesitará recibir instrucciones mías sobre la materia. Tengo una buena razón para creer que estará esperando su regreso hoy por la tarde -Colombo apretó algo dentro del bolsillo de su pantalón y lo arrojó con un sonido metálico sobre la mesa, enfrente de Eond-. Esta es la razón. -Se puso la mano sobre el corazón y miró seriamente a los ojos de Bond-. Se la doy con todo mi corazón. Tal vez con el de ella. Bond levantó la cosa, Era una llave con un pesado marbete metálico, el cual tenía inscrito el nombre "Albergo Danielli - cuarto 68".
La Rareza Hildebrand
La raya media en su parte más ancha unos ciento ochenta centímetros y tal vez trescientos desde su tosca nariz hasta la punta de su mortífera cola. Era de color gris oscuro con ese tinte violeta que es una caracteristica de peligro en el mundo submarino. Cuando se levantó de la pálida arena y nadó un trecho pareció como si una toalla negra hubiera sido sacudida dentro del agua. James Bond, con las manos a los costados y nadando con un suave movimiento de sus aletas, siguió a la oscura sombra por la laguna bordeada de palmeras, esperando una oportunidad para disparar. Rara vez le gustaba matar peces, excepto para comer; había también otras, tales como las inmensas anguilas y sus familiares. Estaba resuelto a matarla, ya que le parecía extraordinariamente diabólica. Eran las diez de la mañana de un día de Abril y la laguna Belle Anse, cercana a la punta sur de Mané, la isla más grande del grupo de las Seychelles, estaba en calma. El monzón del noroeste se había lejado hacia meses y solamente hasta Mayo llegaría el del sureste, para refrescar el ambiente. La temperatura era de 27° a la sombra y la humedad del 90 por ciento, y en la laguna el agua casi tenia la temperatura de la sangre. Hasta los peces parecían estar adormilados. Un pez perico de unos cuatro kilogramos que estaba comiendo algas de un tronco de coral hizo una pausa para mirarlo cuando pasó por sobre él y luego siguió comiendo. Un conjunto de peces cotudos que nadaban apretujados se dividió en dos para dejar pasar la sombra de Bond, luego se unió para continuar en dirección opuesta. Seis pequeños calamares, usualmente tan tímidos como los pájaros, ni siquiera se preocuparon de cambiar su camuflaje cuando pasó. Este seguía perezosamente a la raya sin perderla de vista. Pronto ésta se cansaría o adquiriría confianza cuando viera que el gran pez en la superficie, Bond, no atacaba. Entonces se posaría en un montículo, cambiaría su tonalidad a un gris casi transparente y con suaves ondulaciones se enterraría en la arena. El arrecife estaba cada vez más cerca y ya se notaban los corales cabezas negras y las manchas de pasto marino. Era como llegar a un pueblo después de haber estado en el campo abierto; por todos lados brillaban los enjoyados peces y las gigantescas anémonas del océano Indico parecían llamas entre las sombras. Las colonias de erizos marinos parecían salpicaduras de sepia, como si alguien hubiera tirado tinta contra la roca, y las brillantes antenas azules y amarillas de las langostas escudriñaban todo, agitándose en sus hendijas como pequeños dragones. De vez en cuando, en medio del alga marina se veía el resplandor de una cauri, el leopardo cauri, más grande que una pelota de golf, y Bond vio los bellos dedos despegados de un arpa de Venus. Pero todo esto ya era común para él, y siguió adelante. Interesado únicamente en el arrecife como un método de protección para tomarle ventaja a la raya y luego encaminarla a la orilla. La táctica resultó; y pronto la oscura sombra seguida por el torpedo castaño regresó a través del gran espejo azuí. A unos trescientos cincuenta centímetros de profundidad la raya se detuvo por la centésima vez. Bond también se detuvo moviendo suavemente los pies y con cautela levantó la cabeza para sacar el agua
que se había filtrado en su careta de buceo. Al mirar de nuevo al lugar donde estaba la raya, ésta había desaparecido. Bond tenia un arpón Champion con dobles rodillos de caucho y en la punta un tridente tan fino como agujas. Era un arma de corto alcance, pero la mejor para trabajar entre arrecifes. Le quitó el seguro y avanzó lentamente, pataleando por debajo de la superficie para no hacer ruido. Miró a su alrededor escudriñando los nublados horizontes de la laguna, buscando cualquier ser que pudiera estar espiandolo, pues no seria conveniente tener un tiburón o una barracuda corno testigos de la cacería. Igunas veces los peces gimen cuando están heridos y aun no sucediendo asi, la turbulencia y la sangre producidas por la refriega atraen a los peces de rapiña. Pero no había ningún ser viviente a la vista y la brumosa arena se extendía a lado y lado como las tablas de un escenario. Ahora Bond podía ver el lánguido contorno del fondo. Nadó por sobre la raya y permaneció en la superficie sin hacer un solo movimiento, observando el fondo. Allí había una pequeña agitación. Fuentes de arena danzaban cada dos minutos por encima de los respiraderos parecidos a una nariz y detrás de éstos se veía cómo el cuerpo se henchía. Ese era su blanco, una pulgada atrás de sus respiraderos. Calculó hasta dónde llegarla el posible latigazo, apuntó hacia abajo y tiró el gatillo. La arena eruptó debajo de él y durante un momento ansioso no pudo ver nada. Pero rápidamente la cuerda se templó y la raya se dejó ver, tirando mientras su cola, en un reflejo agresivo, se agitaba de un lado al otro de su cuerpo. Podía ver al final de ésta las dentadas espinas venenosas sobresaliendo del tronco. Esas eran las espinas que se suponían habían matado a Ulises y según Plinio decía hasta podrían destruir un árbol. En el océano Indico, donde los venenos marinos son más virulentos, un solo rasguño de una raya podría significar una muerte segura. Manteniendo cuidadosamente templada la cuerda, Bond siguió al enfurecido animal. Nadó a un lado para apartar la cuerda de la bamboleante cola, que la podría cortar de un solo golpe. Esta cola era el látigo usado por los capataces de los esclavos antiguamente en las cercanías del océano Indico. Hoy en día es ilegal aun poseer una de éstas en las Seychelles, pero son heredadas de padre a hijo para ser usadas en las esposas infieles, y si corre la voz de que tal o cual mujer a eula crapule, como se llama en la Provenza a la raya, bien se sabe que esa mujer no aparecerá por ahí por lo menos en una semana. Los coletazos se tornaban cada vez más débiles. Bond la pasó por un lado y la tiró hacía la playa, siempre permaneciendo alejado. El animal se desmadejó y Bond la arrastró fuera del agua hasta un lugar seguro. Bien había hecho en permanecer apartado, pues, de repente, a un movimiento de él y quizás con la esperanza de atraparlo desprevenido, la gigantesca raya saltó al aire. Bond saltó a un lado y la raya cayó de espaldas, quedando con la blanca barriga al sol y la inmensa boca en forma de hoz sorbiendo y jadeando. Se levantó observando al pez y se preguntaba qué hacer luego. Un hombre gordo, de baja estatura, que tenía puestos una camisa y unos pantalones caquis, salió de entre las palmeras y se dirigió hacia Bond a través del montón de algas y de basura que se encontraba por sobre la línea de la marea alta, y cuando estuvo lo bastante cerca gritó jovialmente:
-¡El viejo y el mar! ¿Quién atrapó a quién? Bond se volvió. -Tenias que ser el único hombre en la isla que no cargara un machete. Fidele, sé un buen muchacho y llama a uno de tus hombres. Este animal no quiere morir y tiene ensartado mi arpón. Fidele Barbey, que era el más joven de los innumerables Barbeys que poseían casi todo en las islas Seychelles, se acercó y observó la raya. -Este es un buen ejemplar. Tuviste suerte en darle en el lugar correcto o si no te hubiera arrastrado hasta el arrecife, donde habrías tenido que soltar el fusil. Estos animales se demoran una eternidad en morir. Pero vamos, tenemos que regresar a Victoria. Algo se ha presentado. Algo bueno. Mandaré a uno de mis hombres por el fusil. ¿Deseas la cola? Bond sonrió. -No tengo esposa. Pero ¿qué tal un poco de raie au beurre noir esta noche? -No, esta noche no, amigo. ¿Dónde tienes la ropa? En el camino de regreso por la carretera costera en la camioneta Fidele dijo: -¿Has oído hablar alguna vez del americano Milton Krest? Bueno, aparentemente es el dueño de los Hoteles Krest y de la llamada Fundación Krest. Una cosa sí te puedo asegurar: posee el mejor yate que se pueda encontrar en el Indico. Ancló aquí ayer. Se llama el "Wavekrest". Es de cerca de doscientas toneladas y mide unos treinta metros de largo. Tiene de todo, desde una bella esposa hasta un gramófono de transistores colocado sobre balancines para que las olas no sacudan la aguja. Alfombras de unos tres centímetros de espesor de pared a pared y aire acondicionado por todas partes. Es el único lugar donde se encuentran cigarrillos secos a este lado del África y el mejor champagne que haya visto desde la última vez que estuve en París -rió con deleite-. Amigo, es todo un barco. ¿A quién le importa que el señor Krest sea un desgraciado descendiente de bastardos? -De todas maneras, ¿qué importa? ¿Qué tiene todo esto que ver contigo o conmigo? -Solamente esto, mi amigo: vamos a navegar unos cuantos días con el señor Krest y su esposa, la hermosa señora Krest. Convine en llevar el barco hasta Chagrín, la isla de que le he hablado. Es bien lejos de aquí, está fuera de los bancos africanos. Mi familia no le ha encontrado ninguna utilidad, excepto para recoger huevos de pájaro bobo. Solamente está a unos cien centímetros sobre el nivel del mar. No he ido por allí en unos cinco años. De todos modos, el tal Krest desea ir. El está coleccionando ejemplares marinos, tiene que ver algo con la Fundación, y ahora está buscando un pez bastante pequeño que se cree sólo existe por los alrededores de esa isla. Al menos el señor Krest dice que el único ejemplar que
hay en el mundo fue pescado allí. -Parece divertido. Pero ¿qué papel hago yo? -Sabía que estabas aburrido y que todavía tenías una semana libre. Le dije que eras el mejor buceador de la localidad, que hallarías pronto el pez, si en realidad estaba allí, y que de ningún modo iría sin ti. Al señor Krest le encantó. Y así fue. Sabía que estarías deambulando por la playa, por eso decidí venir por aquí hasta que un pescador me informó que había visto a un loco hombre blanco tratando de suicidarse en Belle Anse; inmediatamente supe que eras tú. Bond rió. -Es extraordinario ver como toda esta gente le tiene pánico al mar. Cualquiera podría pensar que han hecho un pacto. Muy pocos nativos pueden nadar. -Se debe a la Iglesia Católica Apostólica Romana, pues no aprueba que se quiten la ropa y anden desnudos por ahí. Una estupidez, pero nada se le puede hacer. En cuanto a lo del miedo, no olvides que has estado aquí durante un mes y no has encontrado ni siquiera un tiburón o una barracuda hambrienta. Y pez piedra... ¿Has visto alguna vez a un hombre que lo haya pisado? Su cuerpo se dobla hacia atrás como si fuera un arco, a causa del dolor. Algunas veces es tan terrible que literalmente los ojos se le salen de las cuencas. Raras veces logra sobrevivir. Bond dijo sin compasión: -Deberían usar zapatos o levantar los pies cuando suban al arrecife. Tienen de todos estos peces y moluscos gigantescos para negociar en el Pacífico. Es ridículo. Todos se quejan de pobreza, aunque el mar esté lleno de peces. Hay cincuenta variedades de cauris debajo de esas rocas. Podrían hacer un magnífico negocio y mejorar de vida vendiéndolas alrededor del mundo. Fidele Barbey rió estruendosamente. -¡Bond para gobernador! Sería estupendo. En la próxima reunión de LegCo sugeriré la idea. Eres el hombre preciso para el puesto: precavido, lleno de ideas y con mucha iniciativa. ¡Cauris! Espléndido, esto balanceará el presupuesto por primera vez desde el desastre del pachulí después de la guerra. "Vendemos conchas de las Seychelles", sería nuestro slogan. Me encargaré de que consigas todo el mérito por esto. Te convertirás en Sir James en un dos por tres. -Pues harían más dinero que tratando infructuosamente de cultivar vainilla -continuaron disputando con alegre violencia hasta que las palmeras dieron paso a los árboles de sangdragon en las afueras de la descuidada capital, Mahé. Había transcurrido un mes desde que M le había dicho a Bond que lo enviaría a las Seychelles. "El Almirantazgo ha tenido problemas con la nueva base marítima de Maldivas debido a que los comunistas se están infiltrando desde Ceilán. Ha habido huelgas, sabotajes, el cuadro usual. Probablemente tendrán que acabar con pérdidas y refugiarse en las Seychelles. Unos mil seiscientos
kilómetros al sur, pero por lo menos parecen seguras. Sin embargo, ellos no desean volver a quedar en las mismas. La Oficina Colonial dice que son tan seguras como en casa, pero he decidido enviar a alguien para que eche un vistazo. Cuando Makarios fue encarcelado allí hace algunos años hubo unos líos con la Seguridad. Pesqueros japoneses deambulaban por ahí, uno o dos bandidos fugados de Inglaterra que se refugiaron allí, lazos fuertes con Francia. Vaya y eche una mirada. -M miró fuera de la ventana el granizo de marzo que se aproximaba-. No vaya a insolarse." El informe de Bond, en el que concluía que no había ningún peligro en las Seychelles con excepción del que representaban la belleza y pronta disponibilidad de las nativas, había sido terminado la semana anterior. Ahora no tenía nada que hacer sino esperar al "Kampala", que lo llevaría a Monbasa. Ya se encontraba completamente cansado del calor, de las lánguidas palmeras, del lastimero chillido de las golondrinas de mar y de las conversaciones interminables acerca de la copra. La perspectiva de un cambio lo deleitaba. Esta era la última semana en la casa de los Barbeys, y después de haber pedido sus maletas, se dirigieron hasta el final de Long Pier y estacionaron el auto cerca de la cabaña de la Aduana. El flamante yate blanco estaba anclado a un kilómetro de la rada. Montaron en una piragua con motor fuera de borda y partieron a través de la cristalina bahía pasando por el canal que dejaba el arrecife. El "Wavekrest" no era bonito, la anchura de sus vigas y la abigarrada superestructura dañaban sus líneas, pero Bond se dio cuenta de que era un verdadero barco, construido para cruzar los mares del mundo y no solamente los cayos de la Florida. Parecía desierto, pero al irse acercando, dos marinos de mirada inteligente que vestían pantalones cortos blancos y camisetas aparecieron y se situaron cerca de la escalerilla con bicheros para proteger de la piragua la reluciente pintura del yate. Tomaron las maletas y uno de ellos abrió una portezuela de aluminio y les señaló que bajaran. Una bocanada de aire casi helado golpeó a Bond cuando entró y comenzó a bajar la escalera que los llevaría al vestíbulo. Estaba vacío. No era una cabina, o no tenía la pariencia de tal por el lujo y comodidad que no lo hacía a uno pensar que estuviera a bordo de una embarcación. Las ventanas, delante de las cuales había unas persianas a medio cerrar, eran inmensas, lo mismo que los hondos sillones que se encontraban alrededor de una baja mesa central. El tapete era muy blando, de azul pálido. Las paredes estaban enchapadas en madera plateada y el techo era blanco. Había un escritorio con todos sus implementos, y un teléfono. Al lado del gran gramófono había una alacena llena de bebidas y encima de éstas colgaba lo que parecía un magnífico Renoir, en el cual se apreciaban la cabeza y los hombros de una bella muchacha de pelo oscuro y que tenía una blusa a rayas blancas y negras. La impresión que tenía uno de encontrarse en el lujoso salón de una casa de ciudad era completada por la vista de un gran florero con jacintos blancos y azules colocado sobre la mesa central y por la ordenada pila de revistas que se hallaba a un lado del escritorio. -¿Qué te dije, James?
Bond sacudió la cabeza con admiración. -Realmente ésta es la manera de tratar al mar, como si la maldita cosa no existiera -aspiró profundamente-. Qué alivio es respirar aire fresco. Ya casi había olvidado su sabor. -El aire fresco es el que está afuera, amigo. El de aquí es enlatado. -El señor Milton Krest había entrado silenciosamente y los estaba observando. Era un hombre robusto, en sus cincuenta; parecía rudo y preparado para cualquier contratiempo, y su blue jeans, su camisa de corte militar y su ancho cinturón de cuero daban la idea de que se tomaba la molestia en aparecer así, un hombre fuerte. Los ojos castaños claros sobre la cara ajada por la inclemencia del tiempo estaban medio cerrados y su mirada era soñolienta y desdeñosa. La boca tenía un rictus que daba la impresión de jovialidad o desdeño, tal vez lo último, y las palabras que había pronunciado, inicuas en sí mismas, con excepción de "amigo", habían sido lanzadas como pequeñas monedas a una pareja de esclavos. Para Bond lo más extraño del señor Krest era la voz suave, un balbuceo más bien atractivo a través de los dientes. Era exactamente como la voz del extinto Humphrey Bogart. Bond lo recorrió con la mirada: su escaso cabello medio canoso esparcido sobre su cabeza en forma de bala, el águila tatuada sobre un ancla en el antebrazo derecho y después los desnudos pies cuerudos que estaban firmemente colocados sobre el tapete. Pensó: "A este hombre le debe gustar la idea de que lo tomen como un héroe de Hemingway. No nos vamos a entender muy bien". El señor Krest cruzó el tapete y extendió la mano. -¿Es usted Bond? Encantado de tenerlo a bordo, señor. Bond había estado esperando el fuerte apretón de manos y le respondió con los músculos tensos. -¿Se sumerge con tanque de aire o sin él? -No uso eso porque no me sumerjo mucho. Es mi pasatiempo favorito. -¿Qué hace el resto del tiempo? -Soy un Siervo Civil. El señor Krest soltó una breve carcajada. -Civilismo y servilismo. Ustedes los ingleses producen los mejores reposteros y criados del mundo. ¿Siervo Civil dijo usted? Me imagino que nos entenderemos muy bien. Esta es la clase de hombre que me agrada tener a mi lado. El ruido de una portezuela que se abría calmó el temperamento de Bond. La imagen del señor Krest se desvaneció al bajar por la escalerilla una muchacha desnuda. No, no estaba completamente desnuda, pero las delgadas tiras de raso del bikini de color castaño claro la hacían parecer a primera vista. -¿Qué hay, tesoro? ¿Dónde te habías escondido? Llevo mucho tiempo sin verte.
Te presento al señor Barbey y al señor Bond, los "amigos" que vienen con nosotros -señaló con la mano a la muchacha-. Chicos, ésta es la señora Krest. La quinta señora Krest. Y en caso de que alguien vaya a tener ideas raras, ella ama al señor Krest. ¿Verdad, tesoro? -No seas bobo, Milt, bien sabes que es cierto -sonrió-. ¿Cómo está usted, señor Barbey? ¿Y usted, señor Bond? Es un placer tenerlos aquí entre nosotros. ¿Qué tal un trago? -Espera un momento, tesoro. ¿Qué tal si me dejas arreglar las cosas en mi propio barco, eh? -la voz era suave y amena. La mujer se sonrojó. -Oh, sí, querido Milt, por supuesto. -Bien, esto sólo era para que nos enteráramos de quién es el que manda en el magnífico "Wavekrest" -la alegre sonrisa los embarazó a todos-. Ahora, señor Barbey, ¿cuál es su primer nombre? Fidele, ¿en? Qué nombrecito. Viejos tradicionalistas -rió alegremente entre dientes-. Ahora, Fido, ¿qué tal si subimos y ponemos en marcha este armatoste, en? Tal vez sea mejor que lo saque a mar abierto y entonces tome una ruta y le pase el mando a Fritz. Yo soy el capitán, él el contramaestre, y hay dos más para la sala de máquinas y la despensa. Los tres son alemanes. Los únicos marinos buenos que quedan en Europa. Y el señor Bond. ¿Nombre? James, ¿en? Bueno, Jim, qué dice si practica un poco de su civilismo y servilismo con la señora Krest. Le aconsejo que la llame Liz. Ayúdela a arreglar los canapés y las bebidas para antes de almuerzo. Ella era antes una inglesa. Puede contarle leyendas acerca del Circo Piccadilly y los Docks, que ustedes deben conocer. ¿Bueno? Muévase, Fido -subió las escalinatas como si fuera un niño-. Vamonos de este lugar. Cuando la compuerta se cerró, Bond suspiró. La señora dijo disculpándose: -Por favor, no hagas caso a sus bromas. Tiene un sentido del humor muy peculiar y además es malvado. Le gusta contrariar a la gente. Es algo desagradable, pero en realidad es un chiste. Bond le sonrió alentadoramente. ¿Cuántas veces tendría que decir este mismo discurso, tratando de calmar el temperamento de las personas en que el señor Krest experimentaba su "sentido del humor"? Le dijo: -Me imagino que su esposo necesita aprender mucho. ¿Se comporta igual en los Estados Unidos? Ella contestó sin resentimiento: -Sólo lo hace conmigo. Adora a los estadounidenses. El es así cuando se
encuentra lejos de allí. Verás, su padre era alemán, realmente prusiano. Se le prendió esa bobería alemana de decir que el europeo está en decadencia y que ya no sirve para nada. No hay manera de refutárselo. Es una manía que tiene. ¡De manera que ésa era la razón! De nuevo el viejo huno. Siempre a los pies o a la garganta. ¡Verdaderamente era un buen "sentido del humor"! Y lo que debería soportar esa mujer, esa bella mujer a quien tomó para convertirla en su esclava, ¿su esclava inglesa? Le preguntó: -¿Cuánto hace que está casada con él? -Dos años. Antes trabajaba como recepcionista en uno de sus hoteles, es dueño de la cadena Krest. Fue algo maravilloso, como un cuento de hadas. Y todavía tengo algunas veces que pellizcarme para estar segura de que no estoy soñando. Esto, por ejemplo -dijo señalando la lujosa habitación-. Y además es muy bueno conmigo, se lo pasa dándome regalos, es un hombre importante en los Estados Unidos, tú sabes. Es divertido ser tratada como realeza por dondequiera ,que una vaya. -Debe serlo. Supongo que a él también le encanta. -Oh, sí -había resignación en la risa-. El tiene bastante de sultán. Se impacienta si no recibe el servicio adecuado. Dice que cuando uno ha trabajado duro para llegar a la copa del árbol tiene el derecho la mejor fruta que crezca allí -se dio cuenta de que estaba hablando muy libremente. Añadió con recipitación-: Pero, en realidad, ¿qué estoy diciendo? Cualquiera podría creer que nos conocemos desde hace años -sonrió tímidamente-. Supongo que es por haber encontrado a alguien de Inglaterra. Pero en realidad debo ir y ponerme alguna ropa encima. Estaba recibiendo un baño de sol en la cubierta -vino un ruido sordo y grave de debajo del puente mitad del barco-. Ya. Partimos. ¿Por qué no va y mira cómo nos alejamos y yo iré en un momento a reunirme con usted? Hay tantas cosas que quiero oír crea de Londres. Por aquí -lo pasó y abrió una puerta-. De antemano le digo, si es muy sensible, se puede quedar allí afuera por las noches. Hay cojines suficientes, y además las cabinas están aptas a enrarecerse a pesar del aire acondicionado. Bond le dio las gracias, salió y cerró la puerta. Era un puente de bombas grande, con piso cubierto de cañamo y con un sofá de caucho espumoso semicircular color crema en la popa. Por todos lados se veían sillas de roten esparcidas y en una esquina había un bar. A Bond le pasó por la mente la idea de que el señor Krest debía ser un gran bebedor. ¿Eran imaginaciones suyas o la señora Krest le tenía terror? Había algo dolorosamente esclavizante en su modo proceder acerca de él. No cabía ninguna duda de que ella tenia que pagar caro por su "cuento de hadas". Bond observó cómo los flancos verdes de Mané se deslizaban a popa. Calculó que llevarían una velocidad de unos diez nudos. Pronto llegarían a North Point y entonces estarían en mar abierto. Escuchó el pegajoso burbujeo de escape y pensó ociosamente en la bella señora Klizabeth Krest. Hubiera podido fácilmente ser una modelo, acaso lo había sido antes de convertirse en recepcionista de hotel, y todavía movía su hermoso cuerpo con la
inconsciencia de quien está acostumbrado a andar con nada o prácticamente nada encima. Pero no había nada del frío de una modelo en ella; era un cuerpo cálido y una cara amistosa y confidente. Podría tener unos treinta años, pero no más, y su belleza, porque no era sino eso, se advertía aún inmadura. Lo mejor de su fisonomía era el cabello rubio ceniza que caía pesadamente en la base del cuello, pero ella carecía de vanidad sobre aquél. No lo sacudía ni se lo peinaba a cada momento, cosa que a Bond se le ocurrió quería decir que no era una coqueta. Había permanecido casi todo el tiempo inmóvil, casi dócilmente, con sus enormes ojos azules claros sobre su marido. No tenía muestras de lápiz labial en la boca ni esmalte en las uñas de las manos o pies y sus cejas eran naturales. ¿Le habría ordenado el señor Krest que así fuera, como una criatura germana de la naturaleza? Tal vez si. Bond se encogió de hombros. Era una pareja curiosamente unida, un Hemingway de edad madura con la voz de Bogart y la bonita muchacha sin artificios. Había tensión en el aire, en la forma en que ella se turbó al humillarla el señor Krest cuando les había ofrecido las bebidas, en la forzada masculinidad del hombre. Bond jugó con la idea de que este hombre era impotente y que todo esa vigor y rudeza era sólo una comedia exagerada de virilidad. No le sería nada fácil vivir con él por cuatro días. Observó como la isla Silhouette se deslizaba a estribor y prometió no perder su paciencia. ¿Cuál era esa expresión norteamericana? "Comer cuervo". Esto sería un buen ejercicio mental para él. Comería cuervo durante cinco días y no permitiría que ese maldito hombre le dañara lo que podría ser un magnífico viaje. -Bien, muchacho. ¿Tomando las cosas con calma? -el señor Krest estaba parado en el puente de los botes mirando en la abertura-. ¿Qué ha hecho usted con la mujer con quien vivo? Me imagino que la dejaría para que haga todo el trabajo. Vaya, ¿y por qué no? Para eso están, ¿no es así? ¿Le gustaría conocer el barco? Fido tiene el mando y tengo algún tiempo -sin esperar una respuesta se agachó y bajó al puente de las bombas saltando los últimos ciento veinte centímetros. -La señora Krest se está vistiendo. Sí, me gustaría conocer el barco. El señor Krest se dirigió a Bond con su mirada despectiva. -Okay. Bueno, ahora los hechos. Este barco fue construido por la Bronson Shipbuilding Corporation. Casualmente soy dueño del noventa por ciento de las acciones; por esta razón logré lo que deseaba. Fue diseñado por Rosenblatts, los mejores arquitectos navales. Tiene treinta metros de largo, seis y medio de ancho y dos de calado. Motores Superior Diesel gemelos de quinientos caballos de fuerza cada uno. La máxima velocidad es de catorce nudos. A ocho nudos puede navegar cuatro mil kilómetros. Tiene aire acondicionado en todas partes. Hay dos unidades de cinco toneladas cada una, diseñadas por la Carrier Corporation. Tiene provisiones de comida helada y licores para un mes. Lo único que necesitamos es agua para los baños y las duchas. ¿Correcto? Ahora vamos a la parte delantera y así podrá ver los camarotes de la tripulación y seguiremos recorriéndolo hacia atrás. Una cosa, Jim -zapateó en el piso de la cuabierta-, éste
es el piso, ¿entiende? Recuerde, donde manda capitán no manda marinero. Si deseo que alguien deje de hacer algo no gritaré belay23, sino que erá hold it24. ¿Me comprendes, Jim? -No tengo ninguna objeción. Ella es suya. -Este es mi barco -corrigió-. Esa es otra maldita estupidez: tratar de convertir un poco de acero de madera en una mujer. De todos modos, vamos. No tiene que preocuparse por la cabeza; la altura minima de los techos es de un metro con noventa centímetros. Bond siguió al señor Krest por el angosto pasadizo que corría a lo largo del yate y durante una media hora hizo comentarios apropiados refiriéndose a éste, que ciertamente era el yate más lujoso que había conocido. Todo detalle ofrecía una comodidad extra. Hasta el baño y la ducha de los tripulantes eran de lo mejor, y el corredor de acero inoxidable, o cocina como lo llamaba el señor Krest, era tan amplio como el lujoso dormitorio. Abrió la puerta de este último sin golpear. La señora Krest estaba sentada al tocador. -Pero, tesoro -le dijo el señor Krest en voz suave-, creí que ya estarías arreglando la bandeja de las bebidas. Has tomado mucho tiempo arreglándote. Poniéndote un poco de Ritz para Jim, ¿en? -Lo siento, Milt. Ya iba a salir. Una cremallera se trabó -la chica recogió rápidamente una polvera y se dirigió hacia la puerta. Les sonrió con nerviosismo y salió. -Enchapado en abedul de Vermont. Lámparas de vidrio en forma de mazorcas. Alfombras mexicanas. Ese cuadro con el bote de vela es un original de Montague Dawson... -siguió la corriente de fantasías. Pero Bond estaba mirando un objeto que colgaba de la mesa de noche, casi fuera de vista, al lado de la cama doble que obviamente pertenecía al señor Krest. Era un delgado látigo de más o menos un metro de longitud con un mango de cuero. Era la cola de una raya. Bond se acercó casualmente al lado de la cama y lo levantó. Deslizó su dedo por el espinoso cartílago, y al hacerlo sintió dolor. Dijo: -¿Dónde lo consiguió? Estuve cazando un animal de éstos esta mañana. -En Bahrein. Los árabes usan esto en sus esposas -rió entredientes-. Hasta ahora sólo he tenido que darle a Liz un latigazo de vez en cuando. Obtengo magníficos resultados. Lo llamamos mi "Corrector". Bond puso el objeto otra vez en su puesto. Miró con dureza al señor Krest y repuso: -No me diga. En las Seychelles, donde los criollos son bastante rudos, es ilegal aun tener uno de éstos, ni se diga de usarlos. El señor Krest caminó hacia la puerta y manifestó con indiferencia: 23. Alto: usada por los ingleses. 24. No más: propia de los estadounidenses.
-Muchacho, lo que sucede es que este barco es territorio norteamericano. Vamos a conseguirnos una bebida. El señor Krest bebió tres dobles, vodka en consommé helado, antes del amuerzo, y cerveza mientras comía. Los pálidos ojos se oscurecieron un poquito y adquirieron un brillo acuoso, pero la sibilante voz permaneció suave y sin énfasis mientras, con un completo monopolio en la conversación, les explicaba el objeto del viaje: -Como verán ustedes, muchachos, la cosa es así. En los Estados Unidos disponemos de este sistema de fundaciones para los tipos afortunados que tienen mucha plata y que no quieren pagar nada al Tesoro del Tío Sam. Se fundó una institución, como la Krest, con propósitos caritativos hacia todos, niños, enfermos, la ciencia; simplemente se dona a cualquiera que no sea uno mismo o que dependa de uno y así se escapa de pagar impuestos. De manera que puse diez millones de dólares en la Fundación Krest, y ya que me gusta navegar y conocer el mundo, decidí construir este barco con dos millones de los que había donado y les dije a los del Smithsonian, nuestro gran Instituto de Historia Natural, que estaba dispuesto a ir a cualquier parte del mundo con el objeto de conseguirles ejemplares. De modo que esto es como una expedición científica, ¿comprenden? En cada año tengo tres meses de vacaciones sin pagar un guisante -miró a sus huéspedes esperando que lo aprobaran-. ¿Me entienden? Fidele Barbey movió la cabeza dudosamente. -Suena muy bien, señor Krest. Pero estos ejemplares raros ¿son fáciles de encontrar? Si el Smithsonian desea una concha marina, o un gigante panda, ¿puede usted conseguirlos cuando muchos no lo han logrado? El señor Krest movió la cabeza lentamente y repuso con tristeza: -Amigo, usted parece haber nacido ayer. Dinero es todo lo que se necesita. ¿Quiere un panda? Puede comprarlo de un maldito zoológico que no pueda costear una nueva calefacción para sus reptiles o que desea construir un nuevo bloque para sus tigres o cualquier otra cosa por el estilo. ¿La concha marina? Usted encuentra un hombre que la tenga y le ofrece tanta plata que termina vendiéndosela aunque haya lloriqueado durante una semana. Algunas veces hay dificultad con los gobiernos, debido a que algún maldito animal está protegido o algo así. Bien. Le voy a dar un ejemplo. Llegué a su isla ayer con intenciones de obtener un loro negro de la isla Praslin, una tortuga marina de Aldabra, la variedad completa de sus cauris y deseo el pez que estamos persiguiendo. Los dos primeros son protegidos por la ley. La noche pasada fui donde el gobernador, después de haber hecho unas averiguaciones en el pueblo. »"Excelencia -le dije-, según entiendo, usted desea construir una piscina pública para enseñarles a los muchachos a nadar. Bien, la Fundación Krest le dará el dinero. ¿Cuánto vale? ¿Cinco mil, diez mil? Bien, entonces son diez mil. Aquí está el cheque". Y lo llené allí mismo. "Una pequeña cosa, Excelencia -le dije, teniendo
aún el cheque-. Necesito un ejemplar de esos loros negros y de las tortugas marinas de Aldabra que ustedes tienen aquí. Comprendo que son protegidos por la ley. ¿Le importaría si llevo un ejemplar de cada clase a los Estados Unidos con destino al Smithsonian?" Hubo un poco de charla, pero viendo que se trataba del Smithsonian y que aún tenía el cheque en la mano, al final negociamos con un estrechón de manos y todos quedamos contentos. ¿Correcto? Bien, a mi regreso me detuve en el pueblo e hice un trato con su estimado señor Abendana, el mercader, para que me consiguiera el loro y la tortuga y ya empecé a negociar acerca de los cauris; el señor Abendana los ha estado coleccionando desde chico. »Me los mostró. Están muy bien cuidados, cada uno en un trocito de algodón. Tiene varios de la clase Isabella y Mappa, que me fueron particularmente recomendados para que consiguiera. Lo sentía mucho, pero ni siquiera podía pensar en venderlos. Significaban mucho para él y cosas por el estilo. ¡Mierda! Lo miré y le dije: "¿Cuánto?" No, no. No podía siquiera pensar en venderlas. ¡Otra vez mierda! Saqué mi chequera y firmé un cheque por cinco mil dólares y se lo coloqué debajo de las narices. Lo miró. ¡Cinco mil dólares! No puede resistir la tentación. Lo dobla, lo coloca en un bolsillo y entonces la maldita muchachita se sienta y comienza a lloriquear. ¿Podría usted creerlo? -abrió las manos en señal de incredulidad-. Llorar por unas malditas conchas marinas. Entonces le dije que se calmara, recogí la bandeja de las conchas y salí precipitadamente ante de que el tal-por-cual se matara del remordimiento. Se recostó, complacido de si mismo. -Bueno, ¿cómo les pareció, muchachos? Sólo veinticuatro horas en la isla y ya tengo las tres cuartas partes de las cosas de mi lista. ¿Bastante astuto, eh, Jim? -Probablemente le den una condecoración cuando llegue. Bueno, ¿y el pescado? El señor Krest se levantó de la mesa y abriendo un cajón del escritorio hurgó en él y sacó un pedazo de papel escrito a máquina. -Aquí tienen. -Leyó en voz alta-: "La `rareza de Hildebrand´. Obtenida con una atarraya por el profesor Hildebrand, de la Universidad de Witwaterstand, cerca a la isla de Chagrín, en el grupo de las Seychelles. Abril 1925". -Levantó la vista-. Y sigue un poco de estiércol científico. Les dije que me lo escribieran en un inglés simple. Aquí está la traducción -volvió el papel-. Parece ser el único miembro de la familia de los peces ardillas. El ejemplar conocido, llamado la "rareza de Hildebrand", tiene este nombre en honor a su descubridor, es de quince centímetros de largo, su cuerpo es de color rosado brillante y está cruzado por rayas transversales negras. Las aletas anales, ventrales y dorsales son rosadas. La cola es negra. Los ojos son grandes y de un azul oscuro. Si fuese encontrado otro ejemplar, debe tenerse mucho cuidado ya que sus aletas son más puntiagudas que las del resto de los peces pertenecientes a esta familia. Los archivos del profesor Hildebrand dicen que él lo pescó en aguas de un metro de profundidad cerca del arrecife el suroeste -el señor Krest tiró el papel sobre la mesa-. Bien, ahí lo tienen, muchachos. Estamos recorriendo cerca de mil seiscientos kilómetros con un costo de varios miles de dólares para tratar de encontrar un maldito pez
de quince centímetros. ¡Y hace dos años la gente de Revenue tuvo las agallas de insinuar que mi Fundación era una farsa! La señora Krest interrumpió impacientemente: -Pero nos toca, Milt, ¿no es así? Esta vez será necesario llevar bastantes ejemplares y otras tantas cosas. ¿No estaba esa horrible gente de la recolección de impuestos hablando de que no reconocería los gastos del yate y todo lo demás de los últimos cinco años si no llevábamos unos hechos científicos sobresalientes? ¿No fue asi como nos lo expusieron? -Tesorito -la voz era tan suave como terciopelo-, ¿qué tal si cierras el hocico y no te metes en mis asuntos privados? ¿Sí? -Ahora la voz era amable pero sin entusiasmo-: ¿Sabes lo que acabas de hacer, tesoro? Te has ganado un pequeño encuentro con el "Corrector" esta tarde. Eso fue lo que viniste e hiciste. La muchacha se llevó una mano a la boca. Sus ojos estaban muy abiertos. Murmuró: -Oh, no, Milt. Oh, no, por favor.
Al amanecer del segundo día avistaron la isla de Chagrín. Fue rastreada primero por el radar, una pequeña mancha sobre la superficie del agua en la pantalla, y luego la mancha borrosa que se encontraba en el arqueado horizonte comenzó a crecer con infinita lentitud hasta convertirse en media milla de verde orlada de blanco. Era extraordinario avistar tierra después de dos días en los cuales el yate parecía ser la única cosa móvil, viviente, en un mundo desolado. Bond nunca había visto o imaginado antes cómo sería navegar en un mar tropical donde hay bastante cambio de brisas. Ya podía imaginarse el terrible peligro que esto significaría en el tiempo de la navegación a vela, en un mar cristalino y bajo un sol incandescente, el aire enrarecido y pesado, las pequeñas nubes en el horizonte que nunca se acercaban y que jamás traían viento o lluvia. ¡Cómo deberían bendecir este pequeño punto en el océano Indico las distintas generaciones de remeros que se inclinaban ante sus remos para navegar quizás unos dos kilómetros por día! Bond estaba de pie en la proa observando cómo los peces voladores salían de debajo del casco tan pronto el azul oscuro del mar se convertía en un profundo banco castaño, blanco y verde. ¡Qué maravilloso poder caminar y nadar en lugar de estar sentado y durmiendo! ¡Qué placer tener unas horas de soledad, unas horas retirado del señor Milton Krest! Anclaron por fuera del arrecife a unas diez brazas de profundidad y Fidele Barbey los llevó por el canal en la lancha de motor. En todo sentido la isla de Chagrín era el prototipo de una isla de coral. Era de unos veinte acres de arena, coral seco y, después de cuarenta y cinco metros de una laguna poco profunda, había un círculo de arbustos bajos, cercanos a un brazo del arrecife en el que las largas y silenciosas olas siseaban. Nubes de pájaros, golondrinas de mar,
rabihorcados, levantaron vuelo tan pronto desembarcaron el señor Krest y sus amigos, pero luego volvieron a posarse. Había un fuerte olor a amoniaco proveniente del guano que cubría de blanco los arbustos. Las otras cosas vivientes eran los cangrejos terrestres que se arrastraban y frotaban entre las lianes sans fin y entre los cangrejos bayoneta que vivían en la arena. La vista de la arena era deslumbrante y no había sombras. El señor Krest mandó erigir una carpa y se sentó a fumar un cigarro mientras descargaban el equipo de varias clases. La señora Krest nadó y recogió algunas conchas marinas mientras Bond y Fidele Barbey se colocaban las máscaras de buceo y, nadando en sentido contrario cada uno, empezaron a inspeccionar sistemáticamente el arrecife que rodeaba la isla. Cuando se está buscando un ejemplar submarino, ya sea una concha, pez, alga o una formación coralífera, hay que concentrarse y tener los ojos abiertos en busca de ese ejemplar particular. La combinación de color, movimiento y la inacabable variedad de luces y sombras hace que la persona pierda su atención durante todo el tiempo. Bond prosiguió con la búsqueda a través del país de las maravillas con un solo propósito en la mente: encontrar un pez rosado de quince centímetros de largo con franjas negras y ojos grandes, el segundo pez que algún hombre hubiera visto. "Si lo llega a ver -le ha recordado el señor Krest-. sólo grite y no lo pierda de vista. Yo haré el resto. Tengo en la carpa una cosa que es lo mejor que haya visto para atrapar peces". Bond hizo una pausa para descansar los ojos. El agua era tan liviana que podía flotar bocabajo sin moverse. Partió un huevo marino con la punta de su fianza y observó cómo los brillantes peces de arrecife lanzaron a atrapar los trozos de carne amarillenta esquiivando las espinas parecidas a agujas. ¡Qué desgradable sería que él encontrara la "rareza" para que el único que se beneficiara fuera el señor Krest! ¿Debería decir algo si la encontraba? Sería una chiquillada por decirlo así, ya que estaba bajo un contrato. Bond nadó sin prisa; automáticamente sus ojos empezaron otra vez la búsqueda, mientras volvía a pensar en la muchacha. Había permanecido en la cama todo el día anterior. El señor Krest había dicho que tenía dolor de cabeza. ¿Se le rebelaría algún día? ¿Sería capaz de apoderarse de un cuchillo o de una pístoala y una noche cualquiera, cuando él tomara el maldito látigo, matarlo? No. Era muy suave, muy maleable. El señor Krest habia sabido escogerla. Era como una esclava. Y además la carnada para su "cuento de hadas" era demasiado preciosa. ¿No podría ella darse cuenta de que si presentaba el látigo como evidencia ante un jurado sería absuelta? Ella podría tener todas estas fantasías sin ese horrible y maldito hombre. ¿Debería él decírselo? No, sería una ridiculez. ¿Cómo podría exponérselo? "Oh Liz, si quiere asesinar a su esposo, no tendría ningún problema". Bond sonrió detrás de su máscara. ¡Al diablo con todo! No se metería en la vida de los demás. Tal vez a ella le gustara, masoquista. Pero él sabia que ésa no era la respuesta. Era una chica que vivía aterrorizada, o quizás estaba hastiada de él. No podía uno captar los sentimientos en esos suaves ojos azules, pero esas ventanas se le habían abierto una o dos veces y le habían mostrado lo que parecía el odio de un chiquillo. ¿Habría sido odio? Hubiera podido posiblemente ser una indigestión.
Dejó de pensar en los Krest y miró qué tanto había explorado. El schnórkel de Fidele estaba sólo a noventa metros. Ya habían completado el rodeo. Se reunieron y nadaron hacia la playa, donde se acostaron en la ardiente arena. Fidele Barbey dijo: -Nada en mi sector. A excepción de todos los peces que pueden encontrarse en el mundo. Pero tuve un golpe de suerte. Me tropecé con una colonia de caracoles verdes. Su concha es tan grande como una pelota pequeña de football. Valen una buena suma de dinero. Mandaré a uno de mis botes un día de éstos para que las recojan. También vi un pez loro azul de unos quince kilogramos. Era tan manso como un perro, como casi todos los peces que hay por los alrededores. No tuve el valor de matarlo. Y si lo hubiera hecho, habría tenido problemas. Vi dos o tres tiburones leopardos rondando por el arrecife. La sangre en el agua los hubiera atraído. Ahora desearía un trago y algo de comer. Después podremos cambiar de lado y continuar la búsqueda. Se levantaron y se dirigieron hacia la carpa. El señor Krest había escuchado sus voces y salió a recibirlos. -Nada de suerte, ¿eh? -se rascó furiosamente una axila-. Un maldito zancudo me picó. Esta es una isla endemoniada. Liz no pudo soportar el olorcito y decidió regresar al barco. Creo que será mejor que echemos otra buscadita y después nos largamos de aquí. Tomen algo de comer y encontrarán cerveza helada en la bolsa de hielo. Oiga, déme una de sus máscaras. ¿Cómo se usan estas malditas cosas? Debería echarle un vistazo al fondo del mar mientras estoy aquí. Se sentaron en el interior de la ardiente carpa, comieron ensalada de pollo y tomaron cerveza mientras observaban al señor Krest hurgar y atisbar en los bancos de arena. Fidele dijo: -Por supuesto, tiene toda la razón. Estas islas pequeñas son un lugar muy desagradable. No hay nada sino cangrejos, estiércol de aves y agua por todos lados. Los únicos que sueñan en islas de coral son los pobres imbéciles europeos. No encontrarás a nadie al este del canal de Suez que dé un céntimo por esto. Mis familiares poseen alrededor de diez de más o menos un tamaño decente, con pequeñas aldeas en ellas, y tienen buenas entradas con la copra y las tortugas marítimas. Bueno, fácilmente puedes cambiar todo esto por un apartamento en París o en Londres. Bond rió. Comenzó: -Pon un aviso en The Times y obtendrás carretadas -cuando, a unos cuarenta metros, el señor rest empezó a hacer unas señales frenéticas. Bond reanudó- O el bastardo encontró el pez que buscaba o pisó una guitarra -alzó su máscara y corrió hacia mar.
El señor Krest estaba parado en el agua, que le llegaba hasta la cintura. Con gran excitación señalaba la superficie. Bond nadó suavemente. La alfombra de algas terminaba en pedazos de coral y uno que otro cabeza negra. Doce variedades de mariposas y otros peces correteaban por entre las rocas del arrecife una pequeña langosta husmeaba a Bond con sus antenas. La cabeza de un congrio verde se asomaba por un hueco; las mandíbulas medio abiertas dejaban ver las hileras de dientes tan afilados como agujas. Sus ojos dorados vigilaban a Bond con cautela. Bond se divertía de pensar que las piernas del señor Krest, aumentadas por el agua al tamaño de troncos de arboles, estaban a menos de treinta centímetros de las madíbulas del pez. Incitó al congrio con su arpón, pero éste sólo mordió la punta metálica y se escondió. Bond se detuvo y salió a flote, buscando con los ojos en el brillante matorral. Una mancha roja se materializó a través de la lejana niebla y vino hacia él, emezando a dar vueltas a su alrededor, como para mostrar que se encontraba allí. Lo examinaba con sus ojos azules oscuros sin miedo. El pequeño pez pareció ocuparse conscientemente con un alga que se encontraba debajo de un cabeza negra. Se lanzó hacia una mancha de algo suspendido en el agua, y luego, como si dejara el escenario después de un acto, nadó lánguidamente hasta perderse entre la bruma. Bond retrocedió de la cueva del congrio y se paró en el agua. Enseguida se quitó la máscara y dijo al señor Krest, quien permanecía observándolo a través del cristal de su careta: -Sí, éste es el pez que busca. Es mejor alejarnos de aquí sin hacer ruido, pues sólo se irá si se asusta. A estos peces de arrecife les gusta permanecer en los mismos sitios donde se alimentan. El señor Krest se quitó la máscara. -¡Maldita sea, lo encontré! -exclamó sorprendido-. Bien, ya lo he hecho -siguió a Bond calmadamente hasta la playa. Fidele Barbey los estaba esperando. El señor Krest le dijo en forma impetuosa: -Fido, encontré el maldito pez. Yo, Milton Krest. ¿Qué piensa acerca de esto? Después que ustedes, dos expertos, han estado buscando toda la mañana, tomé una de esas caretas, la primera vez que me pongo una cosa de ésas, y encontré el maldito pez en quince minutos exactos. ¿Qué me dice, Fido? -Muy bueno, señor Krest. Magnifico. ¿Y ahora cómo lo atrapamos? -Aja -pestañeó lentamente-. Tengo algo especial. Lo conseguí de un químico amigo mío. Es una cosa llamada Rotenone, que está hecha de la raíz de derris y con el cual pescan los nativos del Brasil. Basta verter un poco en el agua por sobre lo que está buscando y allí permanecerá. Al final lo conseguirá con toda seguridad. Es algo así como un veneno que les contrae las arterias de las agallas y los sofoca. No nos afecta porque no tenemos agallas, ¿ve? -se dirigió a Bond-. Oiga, Jim. vaya y eche un vistazo y no deje que el maldito se nos escabulla. Fido y yo llevaremos el veneno -señaló hacia el lugar que ahora tenía tanta importancia
para él-. Derramaré el Rotenone cuando desee usted. Este correrá hacia allá. ¿Correcto? Pero por amor a Dios sincronice bien el tiempo. Sólo tengo una caneca de veinte litros. ¿Bien? Bond respondió: -Bien -y se internó en el agua. Nadó perezosamente hacia donde había estado antes. Sí, todos estaban allí, cada uno en su oficio. El congrio tenia su puntiauda cabeza fuera del agujero y la langosta volvió a cudriñarlo. Al minuto, como si tuviera una cita con Bond, la "rareza de Hildebrand" apareció. Esta vez se le acercó bastante a la cara. Observó sus ojos a través del vidrio y luego, como si se hubiera perturbado por que había visto allí, se alejó rápidamente. Jugó durante un momento alrededor de unas piedras y despues se alejó por el agua brumosa. Lentamente el mundo submarino que abarcaba Bond con la vista se fue acostumbrando a su presencia. Un pequeño pulpo que se había camuflado entre el coral reveló su presencia y se dirigió hacia la arena. La langosta azul y amarillo avanzó un poco fuera de la roca permaneció allí observándolo con extrañeza. Unos pececillos que parecían de acuario picaban sus piernas los dedos de los pies, produciéndole cosquillas. Partió un huevo marino y enseguida todos se abalanzaron para atrapar el mejor pedazo. Alzó la cabeza y vio que el señor Krest estaba a unos quince metros a la derecha sosteniendo la chata caneca. Tan pronto él diera la señal comenzaría a derramar el liquido sobre el agua y así éste se esparcería perfectamente sobre la superficie. -¿Ya? -gritó el señor Krest. Bond negó con la cabeza. -Alzaré mi pulgar cuando vuelva. Entonces tendrá derramar el Rotenone rápidamente. -Bien, Jim. Tú eres mi única mirilla. Bond hundió la cabeza. Había una pequeña comunidad, todos seguían en sus asuntos. Pronto, para obtener pez en el cual muy poca gente estaría vagamente interesada de ver en un museo localizado a unos ocho kilómetros de allí, iban a morir unos cien, quizás mil pequeños seres. Cuando él lo indicara la sombra de la muerte vendría con la corriente. ¿Cuánto tiempo durarían sus efectos? ¿Hasta qué lugar llegaría en el arrecife? Probablemente no serían mil sino más de diez mil los seres que morirían. Un pequeño pez tronco apareció, moviendo sus pequeñas aletas como hélices. Una belleza de peñasco, vistiendo de dorado, rojo y negro, picoteaba entre la arena y un par de los inevitables sargentos mayores con sus franjas negras y amarillas aparecieron de repente, atraídos por el rastro del huevo de mar que Bond había partido. Adentro del arrecife, ¿quién era el amo en el mundo de pequeños peces? ¿A quién le temían? ¿A la barracuda enana? ¿A un ocasional pez espada? En ese
momento un amo grande y completamente desarrollado, llamado Krest, estaba alerta, esperando. Pero no se encontraba ni siquiera hambriento. Los iba a matar podría decirse que por diversión. Dos piernas morenas aparecieron a la vista de Bond, quien miró hacia arriba. Era Fidele Barbey. Traía una gran cesta atada al pecho y una red de mango largo. Bond levantó la máscara por sobre su cabello. -Me siento como el que dio la orden de soltar la bomba en Nagasaki. -Los peces son de sangre fría. No sienten nada. -¿Cómo lo sabe? Los he oído quejarse cuando están heridos. Barbey dijo con indiferencia: -No podrán gemir con esta cosa. Mueren sofocados. ¿Qué le remuerde? Son solamente peces. -Lo sé, lo sé -gran parte de la vida de Fidele había transcurrido matando animales y peces, mientras que él, James Bond, muchas veces no había vacilado en matar hombres. ¿Qué era esa inquietud de ahora? No le había importado matar a la raya. Sí, pero ése era un pez dañino. Los de aquí eran gente amistosa. ¿GENTE? ¡La personificación de los animales y cosas! -¡Oiga! -se oyó la voz del señor Krest-. ¿Qué sucede allá? No tenemos tiempo de hacer una tertulia. Meta la cabeza, Jim. Bond volvió a colocarse la careta y se acostó sobre la superficie. Al momento vio cómo la mancha roja se acercaba desde la lejanía. Nadó hacia él como si no fuera un extraño y permaneció mirándolo. Bond le dijo dentro de su máscara: -Maldita sea, apártate de mí -y le dio un pinchazo con su arpón. El pez volvió a desaparecer veloz entre la brumosa agua. Alzó la cabeza y furiosamente levantó el pulgar. Era un acto ridículo y despreciable de sabotaje del cual ya se sentía avergonzado. El aceitoso líquido café oscuro se derramaba sobre la superficie de la laguna. Había aún tiempo para detener al señor Krest ante de que se perdiera todo el líquido, tiempo para darle otra oportunidad de agarrar la "rareza de Hildebrand". Bond se incorporó y observó hasta que la última gota había caído. ¡Al diablo con el señor Krest! Ahora el liquido se esparcía lentamente con la corriente, era una mancha brillante que reflejaba el cielo azul con un brillo metálico. El señor Krest, el gran destructor, caminaba por entre ésta. -Listo, amigos -gritó alegremente-. Ya llegó a donde ustedes. Bond volvió a introducir la cabeza en el agua. Todo estaba lo mismo en la pequeña comunidad, y de pronto, con asombrosa rapidez, todos parecieron volverse locos. Parecía como si hubieran contraído el mal de San Vito. Varios peces comenzaron a dar vueltas furiosamente y cayeron como hojas sobre la arena. El congrio verde salió despacio de su agujero en el banco de coral, con sus
mandíbulas abiertas; se paró con cuidado en la cola y cayó suavemente de lado. La pequeña langosta dio tres golpes con la cola y cayó de espaldas; el pulpo soltó sus ventosas de donde estaba agarrado y cayó al fondo bocabajo. Y luego en la arena cayeron los cuerpos que traía la corriente: peces de panza blanca, gusanos, camarones, congrios verdes y con lunares y langostas de todos los tamaños. Como si fueran empujados por el soplo de la muerte, una breve brisa, los pesados cuerpos, ya perdiendo sus colores, pasaron lentamente. Un pez espada pasó batiendo su nariz de un lado a otro, peleando contra la muerte. Más abajo, cerca del arrecife, se oía el ruido de salpicaduras de agua causado por peces aún más grandes que trataban de escapar. Uno por uno, ante los ojos de Bond, los erizos de mar se desprendían de las rocas para dejar manchas negras, como de tinta, sobre la arena. Bond sintió algo que le tocaba el hombro. Los ojos del señor Krest estaban enrojecidos por el sol y el resplandor. Se había puesto en los labios una pasta blanca para prevenir quemaduras. Le gritó impacientemente a la máscara de Bond: -¿En dónde diablos está el pez? Bond levantó la máscara: -Parece como si hubiera logrado escapar antes de que llegara el liquido. Aún lo estoy buscando. Se sumergió aprisa para no oír la respuesta del tipo. De nuevo vio más carnicería, más cadáveres. ¡Pero sin duda ya habría pasado el efecto del veneno en caso de que el pez, su pez, porque él lo había salvado, volviera! Quedó paralizado. En la bruma lejana se veía una mancha rosada. Se alejaba. No, ahora regresaba. Perezosamente la "rareza de Hildebrand" se le acercaba, atravesando el laberinto de canaletes que dejaba el arrecife. Sin importarle que el señor Krest lo estaba mirando, sacó su mano libre del agua y la dejó caer dando un fuerte golpe en el agua. Aun así, el pez seguía aproximándose. Quitó el seguro del arpón y disparó en dirección al pez. No obtuvo ningún resultado. Colocó los pies sobre el fondo y comenzó a caminar por entre los cadáveres que había esparcidos por allí. El hermoso pez rojo y negro pareció hacer una pausa y estremecerse. De repente se lanzó en dirección a Bond, cayó en la arena y permaneció inmóvil. Sólo tuvo que agacharse para recogerlo. No hubo ni siquiera un último coletazo. Cabía justo en su mano; la palma fue pinchada levemente por la negra y espinosa aleta dorsal. Lo llevó por debajo del agua hasta donde el señor Krest para que no perdiera sus colores y cuando estuvo cercano a él le dijo: -Aquí está -y se lo entregó. Enseguida nadó hacia la orilla.
Aquella tarde, cuando el "Wavekrest" hubo enfilado hacia su punto de partida por el sendero que formaba la inmensa luna amarillenta, el señor Krest ordenó que se preparara lo que llamaba una "cana al aire". -Tenemos que celebrarlo, Liz. Hoy ha sido un día maravilloso. He terminado con mi último objetivo y ahora sí podemos largarnos de las malditas Seychelles y regresar a la civilización. ¿Qué dices si vamos a Mombasa después de embarcar la tortuga y el loro negro? Tomamos un avión a Nairobi y allí transbordamos a otro avión más grande que nos lleve a Roma, Venecia, París o a cualquier lugar que te interese. ¿Qué dices, tesoro? -le había estrujado el mentón y las mejillas haciendo contraer los labios pálidos de la muchacha. Los besó secamente. Bond observó los ojos de ella; los había cerrado con fuerza. El señor Krest la soltó. La joven se frotó la cara, que aún tenía las manchas blancas de los dedos de su esposo. -Ay, Milt -dijo medio sonriente-, casi me aplastas. No conoces tu propia fuerza. Pero sí, celebrémoslo. Creo que será divertido. Y la idea de ir a París es magnífica. Hagámoslo, ¿sí? ¿Qué mandamos preparar para la comida? -Diablos, por supuesto que caviar -separó las manos-. Un tarro de esos Hammacher Schlemmer de un kilogramo, bebidas buenas y abundantes y todos los demás adornos indispensables. Y ese champagne rosado -se dirigió a Bond-. ¿Le parece bien, muchacho? -En mi opinión, está muy completa. -Cambió de tema-: ¿Qué hizo con el "premio"? -Se encuentra en una solución de aldehido fórmico y agua en el puente de los botes, junto con otras tinajas llenas de basura que recogimos por ahí: peces, conchas; todos están seguros en nuestra morgue. De ese modo nos dijeron que conserváramos los ejemplares. Enviaremos el maldito pez por correo en cuanto lleguemos a un lugar civilizado. Pero primero daré una conferencia de prensa, pues necesitamos armar un gran acto para cuando lleguemos. Ya mandé un mensaje a las agencias noticiosas y al Smithsonian. Mis contadores seguramente se alegrarán de obtener algunas noticias para mostrárselas a los recolectores de impuestos. Esa noche el señor Krest se emborrachó seriamente, pero no se le notaba mucho. La voz suave a lo Bogart se volvió más suave y lenta. La cabeza redonda y dura se agachaba en forma deliberada sobre los hombros. Le tomaba mucho tiempo volver a encender a cada rato su cigarro y un vaso fue derribado de la mesa. Pero donde más se le notaba era en las cosas que decía. Había una crueldad violenta, un deseo patológico de herir, que se mostraba casi superficialmente en su proceder. Y aquella noche, después de la cena, su primer blanco fue James Bond. Le explicó con gran suavidad por qué Europa, con Inglaterra y Francia a la vanguardia, era un activo que estaba desapareciendo muy rápido. "Hoy en día -dijo el señor Krest- sólo hay tres potencias: América del Norte, Rusia y China". Ese era el gran juego de póquer y nadie tenía las fichas o cartas para tomar parte en él. Ocasionalmente algún país agradable y pequeño, y admitió que también algunos de los que habían formado parte en el pasado de la liga mayor, como Inglaterra, pedirían prestado un poco de dinero para que
pudieran competir con los mayores. Pero eso era sólo ser cortés, como algunas veces le toca a uno, como cuando hay que prestarle dinero a un amigo que ha quedado en la bancarrota y está jugando. No. Inglaterra, gente simpática, téngalo en cuenta, buenos deportistas, era un lugar para ver edificios viejos, la reina y otras cosas por el estilo. ¿Francia? Sólo valía por su buena comida y mujeres fáciles. ¿Italia? Sol y spaghetti. Una especie de casa de reposo. ¿Alemania? Bueno, todavía tenían coraje, pero esas dos guerras perdidas les habían arrancado el corazón. El señor Krest desechó el resto de los países con comentarios similares y después le pidió a Bond su opinión. Bond ya estaba completamente aburrido del señor Krest. Le dijo que había encontrado sus puntos de vista más que simples, tal vez se atrevería a decir un poco ingenuos. Añadió: -Sus argumentos me recuerdan un aforismo más bien agudo que escuché cierta vez sobre Estados Unidos. ¿Le molestaría escucharlo? -De ninguna manera. -Se trata de que Estados Unidos ha progresado de la infancia a la senilidad sin haber pasado por un período de madurez. El señor Krest miró pensativamente a Bond y por último dijo: -Pues, Jim, no está del todo mal -sus ojos se cerraron un poco cuando se volvió a mirar a su esposa-. Creo que tú estás de acuerdo con esa observación de Jim, ¿eh? Recuerdo que una vez consideraste a los estadounidenses como unos chiquillos. ¿Recuerdas? -Oh, Milt -los ojos de Liz Krest se veían ansiosos. Parecían conocer ya los signos-. ¿Cómo puedes traer eso a primer plano? Sabes muy bien que lo que dije se refería a las tiras cómicas de los periódicos. Claro que no estoy de acuerdo con lo que dice James. De todas maneras, era sólo un chiste, ¿no era así, James? -Correcto -admitió Bond-. Como cuando dijo el señor Krest que Inglaterra era sólo ruinas y una reina. Los ojos del señor Krest estaban aún sobre la muchacha. Dijo suavemente: -Caray, tesoro. ¿Por qué estás tan nerviosa? Porque era una broma... -hizo una pausa-. Me acordaré de ella, tesoro. Seguro que me acordaré. Bond calculó que hasta ese momento el señor Krest ya debería haberse tomado una botella de diversas bebidas alcohólicas, en especial whisky. Le parecía que si el señor Krest no se retiraba, no pasaría mucho tiempo antes de que él tuviera que darle un solo golpe fuerte en la quijada. Ahora ie tocaba el turno del tratamiento a Fidele Barbey. -Hablemos de sus islas, Fido. La primera vez que las ví en un mapa creí que eran las travesuras de una mosca -rió entre dientes-. Y aun llegué a tratar de limpiarlas con el dorso de la mano. Después leí acerca de ellas y pareció que mis primeras
impresiones habían sido correctas. No sirven casi para nada, ¿verdad, Fido. Me pregunto por qué un hombre inteligente como usted no se larga de unas islas como éstas. No es vida alguna andar inspeccionando las playas. Creo haber oido que uno de sus familiares tiene contabilizados más de cien hijos ilegítimos. Quizás ésa sea la atracción, ¿eh, muchacho? -sonrió descaradamente. Fidele Barbey repuso sin inmutarse: -Ese es mi tío Gastón. El resto de la familia no aprueba su proceder. Ha manchado por completo nuestra reputación e hizo un agujero en nuestra fortuna. -Fortuna familiar, ¿eh? -el señor Krest le guiñó a Bond-. ¿En qué consistía? ¿Conchas de cauris? -No precisamente -Fidele no estaba aún acostumbrado al toque de aspereza que tenía el señor Krest. Parecía amablemente embarazado-. Creo que hicimos bastante con las tortugas y las madreperlas hace unos cien años cuando estaban en furor esas cosas. La copra también ha sido una buena fuente. -Usando a los bastardos de la familia como obreros, me imagino. Muy buena idea. Me gustaría hacer algo parecido en mi círculo familiar -miró a su esposa. Los labios de caucho aumentaron su rictus. Antes que el siguiente escarnio pudiera ser dicho, Bond había retirado su silla y había salido al puente de las bombas tirando la puerta detrás de sí. Diez minutos después Bond oyó las suaves pisadas de alguien que bajaba del puente de los botes. Se volvió y vio que era Liz Krest. Se acercó a donde él estaba, en la popa. Explicó con voz forzada: -Dije que me iría a la cama. Pero después pensé que sería mejor regresar a ver si tenías de todo. Creo que no soy una buena posadera. ¿Estás seguro de que no le molesta dormir aquí afuera? -Por supuesto que no, me agrada. Es mejor este aire que el enlatado de adentro. Y es maravilloso mirar las estrellas. Nunca había visto tantas en mi vida. Ella manifestó ansiosamente, tomando un tema familiar: -Las constelaciones que más me gustan son las del Cinturón de Orion y la Cruz del Sur. Sabes, cuando era chica creía que las estrellas eran huecos en el cielo. Pensaba que el mundo estaba rodeado por algo así como una sombra negra, y que fuera de ella sólo había una luz muy brillante. Las estrellas eran pequeños agujeros que dejaban entrar minúsculos rayos de luz. Uno tiene unas ideas tan ridiculas cuando joven -levantó la vista esperando que él no la desairara. Bond le dijo: -Probablemente tienes razón. Uno no debería creer todo lo que dicen los científicos. Ellos quieren hacerlo todo aburrido. ¿Dónde vivías en ese entonces? -En Ringwood, New Forest. Era un buen lugar para ser criado y agradable para los muchachos. Me gustaría volver algún día. -Ciertamente has recorrido un camino muy largo y tal vez lo hayas encontrado un poco triste. Ella le tocó la manga.
-Por favor, no digas eso. Tú no entiendes... - había un matiz de desesperación en la suave voz-. No puedo envidiar lo que los demás tienen, el resto de la gente. Mejor dicho -rió nerviosamente-, no me vas a creer, pero hay cosas que casi había olvidado, como una charla tan amena durante unos minutos y una persona como tú para conversar -de repente le tomó la mano a Bond y la retuvo con firmeza-. Perdóname, pero sólo quería decirte eso. Ahora me iré a la cama. La suave voz vino de sus espaldas. Lo que decía era un farfulleo, pero cada palabra estaba completamente separada de la siguiente. -Vaya, vaya. ¿Qué sabes tú? ¡Conque en líos con el buceador! Permanecía en la puerta que daba al salón, las piernas separadas y los brazos por sobre la cabeza agarrando el dintel. Se parecía a la silueta de un mandril debido a la luz que le daba por la espalda. El aire frío y libre del salón salió pasándolo y entibiando por un momento el ardiente aire nocturno del puente de las bombas. El señor Krest dio unos pasos adelante y cerró la puerta. Bond caminó un paso hacia él con las manos colgando libremente a sus costados. Midió la distancia que lo separaba del plexo solar del señor Krest. -Lo mejor es que no haga esa clase de conclusiones, señor Krest. Y cuide su lengua. Ha tenido mucha suerte en no salir apaleado en lo que va de la noche. No la fuerce mucho. Usted está bebido, vayase a la cama. -¡Aja! Miren a nuestro imprudente amigo -la cara iluminada por la luna se dirigió lentamente de Bond a su esposa. Hizo con los labios una mueca de desprecio a lo Habsburgo, sacó un pito plateado del bolsillo y lo hizo girar en la cuerda-. Sin duda no se lo imagina, ¿verdad, tesoro? ¿No le has contado que los tales Heinies no son sólo de ornamento? - volvió a mirar a Bond-. Muchacho, si se me acerca un poco silbaré con esto, sólo una vez y, ¿sabe qué?, será la última vez que icen al señor Maldito Bond -hizo un gesto hacia el mar- y lo boten por sobre la barandilla. Hombre al agua. Qué calamidad. Retrocedemos para buscarlo y, ¿sabe qué?, de pura casualidad retrocedemos y las dos hélices gemelas hacen el resto. ¡Podría creerlo! ¡Qué mala suerte para un muchacho como el simpático Jim, de quien todos estábamos tan encariñados! -se balanceó en los pies-. ¿Ya captó la imagen, Jim? Okay, entonces seamos todos amigos de nuevo y cerremos los ojos durante un rato -llegó y agarró el dintel de la compuerta y se volvió hacia su esposa. Alzó la mano libre y lentamente dobló un dedo-. Anda, tesoro, es hora de dormir. -Sí, Milt -los ojos abiertos y atemorizados miraron a Bond de lado-. Buena noche, James -sin esperar una respuesta se agachó para pasar por debajo del brazo de su esposo y casi corrió a través del salón. De nuevo el señor Krest levantó la mano. -Tómelo con calma, muchacho. Sin pasiones, ¿eh?
Bond no replicó nada. Continuó mirando con dureza al señor Krest, el cual rió inciertamente y dijo: -Bien entonces -entró en el salón y cerró la puerta. Por la ventana Bond vio al señor Krest caminar tambaleante a través del salón y apagar las luces. Entró al corredor y después hubo un resplandor de luz del dormitorio y por último todo quedó en la oscuridad. Se encogió de hombros. ¡Dios mío, qué hombre! Se inclinó sobre la barandilla de popa, observó las estrellas, el relampagueo de las fosforescentes y cremosas olas y se propuso lavar su cerebro acerca de estas cosas y relajar la tensión de su cuerpo. Media hora mas tarde, después de ducharse en el baño de la tripulación, Bond estaba preparando su cama con un montón de cojines Dunlopillo cuando oyó un grito escalofriante. Perturbó el silencio de la noche y desapareció. Era la muchacha. Bond corrió por el salón y siguió por el pasadizo. Con la mano sobre la puerta del dormitorio, se detuvo. Podía oír sus sollozos y, por sobre ellos, la voz suave e igual del señor Krest. Quitó la mano del picaporte. ¡Diablos! ¿Qué podía hacer? Ellos eran marido y mujer. Si ella estaba dispuesta a seguir tolerando a su marido sin matarlo, qué sacaba él con jugar el papel de Sir Galahad. Bond regresó despacio por el pasadizo y cuando estaba en el salón oyó de nuevo el grito, esta vez menos penetrante. Maldijo, salió y se acostó en la cama improvisada, tratando de concentrarse en el ronroneo de los diesels. ¿Cómo podía una chica tener tan pocas agallas? ¿O sería que una mujer podía resistir cualquier cosa de un hombre? ¿Cualquier cosa a excepción de la indiferencia? La mente de Bond no quería calmarse y el sueño se le alejaba cada vez más y más. Una hora después, Bond había llegado al filo de la inconsciencia cuando, por encima de él en el puente de los botes, el señor Krest comenzó a roncar. A la segunda noche de haber partido de Port Victoria, el señor Krest había salido a acostarse en la hamaca que tenían colgada entre la lancha de motor y el bote de remos. Pero esa noche el señor Krest no había roncado. Ahora los ronquidos profundos, rápidos y totalmente perdidos provenían de las grandes pildoras azules para dormir tomadas encima de mucho alcohol. Esto ya era demasiado. Bond miró su reloj. La una y media. Si los ronquidos no cesaban en diez minutos iría a la cabina de Fidele Barbey y dormiría en el suelo, aunque despertara tieso y congelado de frío. Bond observó la manecilla luminosa de los minutos recorrer lentamente el cuadrante. ¡Ahora! Se había puesto en pie y estaba recogiendo su camisa y los pantalones cortos cuando, proveniente del puente de los botes, vino un golpe pesado, seguido al instante de ruidos confusos, un terrible ruido de sofocación y un gorgoteo. ¿Se había caído del chinchorro? De mala gana Bond tiró sus cosas al piso, se acercó a la escalera y la subió. Tan pronto sus ojos estuvieron a la altura del piso del puente de los botes el ruido de sofocación desapareció y en cambio se escuchó uno más espantoso, el martilleo de unos talones en el piso. Bond conocía muy bien este sonido. Saltó los últimos escalones y corrió hacia la figura que aparecía con los brazos abiertos, acostado de espalda, a la luz de la luna. Se detuvo y se arrodilló
lentamente, aterrorizado. El horror de la cara de un estrangulado era más que suficiente, pero lo que le salía por la boca abierta al señor Krest no era la lengua, era la cola de un pez. Sus colores eran negro y rosado. ¡Era la "rareza de Hildebrand"! El hombre estaba muerto, horriblemente muerto. Cuando le metieron el pez en la boca, debió de haberse incorporado y tratado de sacárselo, con gran desesperación. Pero las espinas dorsales y anales de las aletas salían por la piel manchada de sangre, alrededor de la obscena boca. Bond se estremeció. La muerte debería de haberle venido en un minuto. ¡Pero qué minuto! Se puso de pie y se dirigió hacia la hilera de jarrones de vidrio que contenían los ejemplares debajo de los plásticos protectores: la cubierta de uno de ellos estaba en el suelo al pie de un jarrón. Era el último de la hilera. La limpió cuidadosamente en la tela del chinchorro y después, teniéndola agarrada con la punta de las uñas, la colocó sobre la boca del jarrón. Regresó al lado del cadáver. ¿Cuál de los dos había sido? Había un toque diabólico en el hecho de usar el pez trofeo como arma de homicidio. Eso sugería que era la mujer. Ciertamente tenía sus razones. Pero Fidele Barbey, con su sangre criolla, podría al mismo tiempo haber tenido la crueldad y el humor macabro. Bond podía escucharlo decir: "Je luí ai foutu son sacre poisson dans la gueule". Si, después que él había abandonado el salón, el señor Krest hubiera seguido pinchando a Fidele acerca de las islas y en especial acerca de su familia, Fidele Barbey no le habría pegado allí mismo y en ese momento ni habría usado su navaja, sino que habría esperado a planear algo mejor. Bond miró toda la cubierta. Los ronquidos hubieran podido ser buena señal para cualquiera de los dos. Habia escalerillas a ambos lados del puente de las cabinas que llevaban al de los botes en la mitad del barco. El hombre que estuviera con el timón en la cabina del piloto probablemente no habría oído nada por sobre el ruido de los motores. Sacar el pez de la solución y metérselo en la boca abierta habría sido un trabajo de muy pocos segundos. Se encogió de hombros. Quienquiera que hubiese sido no había pensado en las consecuencias, las pesquisas inevitables, quizás un juicio en el que él, Bond, podría ser un sospechoso adicional. En realidad todos ellos iban a meterse en un lío bárbaro si él no arreglaba un poco las cosas. Miró por sobre la barandilla del puente de los botes. Debajo estaba el puente de un metro de ancho que recorría toda la longitud del barco. Entre éste y el mar había una barandilla de unos setenta centímetros de alto. Suponiendo que la hamaca se hubiera roto y que el señor Krest hubiera rodado por debajo de la lancha de motor y por sobre el borde del puente superior, ¿habría podido caer al mar? Difícilmente, con ese mar tan tranquilo, pero eso era lo que tenía que hacer para que así lo creyeran. Bond se puso en marcha. Con un cuchillo de mesa que consiguió en el salón, desgastó una de las cuerda? principales de la hamaca y después la rompió para que quedara arrastrándose en el piso con naturalidad. Enseguida, con un trapo húmedo, limpió las manchas de sangre que había en el tablado y las gotas de solución que se habían derramado de la jarra del ejemplar. Ahora vino la parte más difícil, manejar el cadáver. Cuidadosamente lo llevó hasta el borde de la cubierta, bajó la escalinata y, agarrándose con fuerza, llegó hasta el borde. El cadáver le cayó encima con un abrazo pesado y borracho. Bond
se tambaleó con el peso, se acercó a la barandilla y lo arrojó. Tuvo una última ojeada repugnante de la inflamada cara obscena, un vaho de whisky rancio, un chapoteo pesado, y el cuerpo se fue dando vueltas entre las pequeñas ondas que producían las hélices. Se apoyó contra la puerta del salón, listo a deslizarse hacia adentro si el timonel llegaba a bajar a investigar qué estaba sucediendo. Pero no hubo ningún movimiento y la marcha pesada y metálica de los dieseis continuó. Bond suspiró profundamente. El único que sólo podría traer desventura seria un oficial criminologista muy cuidadoso. Regresó al puente de los botes, le dio una última ojeada, se deshizo del cuchillo y del trapo húmedo y bajó la escalerilla dirigiéndose hacia su cama, cercana al pozo. Eran las dos y un cuarto. Antes de diez minutos ya estaba dormido. Aquella tarde lograron llegar a North Point, a las seis, aumentando la velocidad a doce nudos. Detrás de ellos estaba el mar encendido de rojo y oro rayado con aguamarina. Los dos hombres, con la mujer en medio, estaban en la barandilla del puente de las bombas viendo cómo la brillante playa pasaba al lado del espejo madreperla del mar. Liz Krest tenía un vestido blanco de lino con un cinturón de cuero negro, y un pañuelo blanco y negro alrededor del cuello. Los colores fúnebres contrastaban muy bien con el dorado de su piel. Los tres permanecían rígidos y más bien embarazados, cada cual conservando sus pedazos de secreto, cada uno tratando de confiarles a los demás que los secretos que tenían estaban seguros allí. Parecía que aquella mañana se habían puesto de acuerdo en dormir hasta tarde. Incluso Bond, no había despertado, debido al sol, sino hasta las diez. Se había duchado en el baño de los tripulantes y había hablado con el timonel antes de bajar a ver qué le había pasado a Fidele. Aún estaba en la cama. Dijo que tenía una "resaca". ¿Había sido muy rudo con el señor Krest? No podía acordarse sino de que le había dicho que estaba comportándose muy groseramente con él. -¿Recuerdas qué le dije desde que empezó la cosa, James? -Había continuado-: Es un completo bastardo. Algún día alguien le va a cerrar esa inmunda boca para siempre. Bond se había preparado un desayuno en la cocina del navio y estaba comiendo cuando Liz entró a preparar el de ella. Tenía un quimono azul de seda que le llegaba hasta las rodillas. Había manchas negras bajo los ojos y comió su desayuno parada. Pero parecía perfectamente calmada y cómoda. Le susurró conspiradoramente: -Te pido excusas por lo de anoche; Creo haber bebido también un poco más de la cuenta. Pero perdona a Milt. Realmente es muy bueno. Se pone un poco imposible cuando ha tomado mucho. Casi siempre se siente muy apenado a la mañana siguiente. Ya verás. Al llegar las once de la mañana y ninguno de los otros dos tratar, por decirlo así, de romper el silencio, Bond decidió forzar el paso. Miró con dureza a Liz, que estaba acostada sobre el estómago en el puente de las bombas leyendo una revista, y le dijo:
-A propósito, ¿dónde está tu esposo? ¿Durmiendo aún la "mona"? Ella frunció el ceño. -Supongo que sí. Subió a su hamaca en el puente de los botes. No tengo ni idea de a qué hora, pues me había tomado una pildora para dormir y quedé profunda al momento. Fidele Barbey tenía una fila de bolas para jugar a los bolos. Sin levantar la vista manifestó: -Debe estar en la cabina de pilotaje. Bond repuso: -Si está durmiendo en el puente de los botes, se estará quemando al sol. -¡Oh, pobre Milt! No había pensado en eso. Iré a ver. Comenzó a subir la escalerilla y cuando su cabeza estaba por encima del nivel del piso se detuvo. Gritó ansiosamente: -Jim. No está aquí. Y la hamaca está rota. Bond dijo: -Tal vez Fidele tiene razón. Miraré adelante. Entró en la cabina. Fritz, el contramaestre, y los maquinistas estaban allí. Bond preguntó: -¿Alguien ha visto al señor Krest? Fritz parecía confundido. -No, señor. ¿Por qué? ¿Anda algo mal? Bond trató de llenar su cara de ansiedad. -No está en la popa. ¡Vamos! Busquen por todas partes. Estaba durmiendo en el puente de los botes, pero no está allí y la hamaca está rota. No se encontraba muy bien anoche. ¡Vamos! ¡En marcha! Cuando la conclusión inevitable se estaba acercando, Liz Krest tuvo un ataque corto pero convincente de histeria. Bond la llevó a su cabina y la dejó llorando. -Cálmate, Liz -dijo-. No te metas en esto. Yo veré que todo salga bien. Tendremos que enviar un mensaje por radio a Port Victoria. Le voy a decir a Fritz que aumente la velocidad. Creo que seria innecesario regresar. Ha habido seis horas de luz y sería imposible que se hubiera caído sin ser oído o visto. Debió de suceder en la noche. Creo que más de seis horas en estos mares es simplemente
para no seguir vivo. Ella se quedó mirándolo con los ojos muy abiertos. -¿Quieres decir..., quieres decir que los tiburones y los otros animales... ? Bond asintió. -¡Oh, Milt! ¡Mi querido Milt! Oh, ¿por qué tenía que suceder? Bond salió y cerró la puerta suavemente detrás de él. El yate bordeó el Cannon Point y redujo la velocidad. Guardando cierta distancia al quebrado arrecife, se deslizó a través de la amplia bahía, que ahora se encontraba verde limón metálico en la última luz, hacia el ancladero. La pequeña población situada al lado de la montaña estaba ya oscura, con una sombra de índigo en la cual brillaban algunas luces amarillentas. Bond vio cómo la lancha de Aduanas y de Inmigración abandonaba Long Pier y se les acercaba. La pequeña comunidad estaría bullendo con las noticias que deberían haberse infiltrado de la estación de radio al Seychelles Club y más tarde, a través de los choferes de los miembros y el personal del mismo, a todo el pueblo. Liz Krest se volvió. -Me estoy empezando a sentir nerviosa. ¿Me ayudas a través del resto de esto, todas las formalidades y demás cosas? -Por supuesto. Fidele Barbey dijo: -No se preocupen demasiado. Todos son amigos míos y además el Jefe de Justicia es mi tío. Deberemos hacer una declaración y probablemente ellos tengan el sumario para mañana. Podrán partir pasado mañana. -¿En verdad lo crees así? -un poco de sudor había aparecido debajo de sus ojos-. El problema es que realmente no sé a dónde dirigirme, o qué hacer después -dudó y añadió sin mirar a Bond-: Supongo, James, que estarías encantado de venir conmigo a Mombasa. Quiero decir, que de todos modos vas para allá y que te podría llevar en un día menos que ese barco "Kam..." algo. -"Kampala". -Bond encendió un cigarrillo para ocultar su emoción. ¡Cuatro días en ese esplendoroso yate y con la muchacha! ¡Pero la cola del pez saliendo de la boca! ¿Lo había hecho ella? ¿O habría sido Fidele, quien sabía que sus tíos y primos no dejarían que le pasara nada malo? ¿Y si uno de ellos metía la pata? Manifestó tranquilamente-: Muy amable de tu parte, Liz. Por supuesto que me gustaría ir. Fidele Barbey rió entre dientes.
-Bravo, amigo. Me gustaría estar con ustedes, pero por una cosa. Ese maldito pez. Tiene una gran responsabilidad. Me gustaría verlos inundados de cables provenientes del Smithsonian. No olviden que ahora ustedes dos son depositarios de un Koh-i-noor científico. Y ustedes saben cómo son esos norteamericanos. Estarán la mar de preocupados hasta que no lo tengan en sus manos. Los ojos de Bond estaban tan duros como pedernal cuando observó a la muchacha. Sin duda ése era el momento de comprobarlo. Ahora él se excusaría y no haría ese viaje. Había habido una cosa rara en ese modo particular de matar al hombre. Pero los ojos hermosos y candidos no parpadearon. Miró a Fidele y le dijo serena y encantadoramente: -No será ningún problema. He decidido donarlo al British Museum. Bond notó que el sudor había llegado hasta las sienes de la muchacha. Pero, después de todo, ésta era una tarde desesperadamente calurosa. El ruido áspero de los motores cesó y la cadena del ancla hizo un estruendo mientras bajaba y caía en la apacible bahía.