Octopussy Octopussy - 1965
-¿Sabes una cosa? -preguntó el Mayor Dexter Smythe al pulpo-. Si puedo lograrlo, vas a recibir un verdadero tratamiento hoy. Habló en voz alta y su aliento empañó el cristal de la máscara Pirelli. Dejó caer los pies sobre la arena del fondo, al lado de una cabeza de negro, poniéndose de pie. El agua alcanzaba hasta sus axilas. Se quitó la máscara y escupió dentro, refregó la saliva contra el cristal, enjuagó todo, bien y aseguró la banda de caucho otra vez contra la nuca. Volvió a sumergirse. El ojo sobre el cuerpo moteado y café todavía le vigilaba con cuidado desde la pequeña caverna en el coral, pero ahora la punta de un solo tentáculo se adelantó insegura, una o dos pulgadas, lejos de la sombra y escudriñó tentativamente con las rosadas ventosas hacia arriba. Dexter Smythe sonrió con satisfacción. Con el tiempo, tal vez un mes más agregado a los dos durante los cuales había estado congraciándose con el pulpo, lograrían que domesticara a ese encanto de animal. No iba a tener oportunidad de disponer de ese mes. Debería arriesgarse hoy y ofrecer su mano, en vez de "el tan esperado trozo de carne cruda" en la punta del arpón, para que el tentáculo lo tomara... ¿estrecharle la mano, por decirlo? No, Pussy, pensó. No puedo confiar en tí, todavía. Era casi seguro que otros tentáculos saldrían del agujero en procura de su brazo. Sólo sería necesario que se hundiera menos de dos pies para que la válvula notante de la máscara se cerrara automáticamente y quedara en peligro de sofocarse o si alcanzaba a arrancársela, muriera ahogado. Quizás lograra acertar un golpe con el arpón, pero se necesitaría mucho más que eso para matar a Pussy. No. Quizá más avanzado el día: ¡Sería como jugar a la ruleta rusa y casi las mismas posibilidades de juego de uno a cinco! ¡Bien podría ser una salida rápida y caprichosa de salir de sus problemas! Pero no ahora. Dejaría el interrogante sin contestación. Y existia su promesa hecha a ese profesor tan simpático del Instituto, el Profesor Bengry. Dexter Smythe nadó con desgano hacia los arrecifes, sus ojos vigilando una sola cosa o animal, la figura siniestra y aplastada, en forma de cuña, del pez escorpión, o como diría Bengry, el Scorpaena Plumieri. El Mayor Dexter Smythe, del Cuerpo de Infantería de Marina de Su Majestad, condecorado con la O.B.E.1 (Orden del Imperio Británico -Cuarta Clase- Oficiales) y ahora retirado, no era en la actualidad sino los restos del alguna vez valiente y empeñoso oficial y agraciado hombre de fáciles conquistas sexuales durante toda su carrera militar. Muy particularmente entre las diferentes ramas de las mujeres en servicio, las WRENS, las WRACS y las A.T.S. que estaban encargadas de las comunicaciones y secretariados en el grupo de ataque al cual había sido designado al final de su carrera militar. Ahora tenía cincuenta y cuatro años, ligeramente calvo y su barriga colgaba dentro de su traje de baño Jantzen. Y ya había tenido dos trombosis coronarias. Su médico, el doctor Jimmy Greaves (que habla estado en el grupo que jugaba fuertemente al poker cuando 1. O.B.E Order of the British Empire
recién llegó a Jamaica y frecuentaba el Club de la Reina) había descrito su último ataque jocosamente; hacia sólo un mes antes, como "el segundo aviso". Sin embargo, luciendo ropas bien escogidas, escondiendo sus venas varicosas y aplastando su barriga bajo un suspensor muy discreto, disimulado detrás del cinturete inmaculado que mantenía su cabeza fria y su estómago caliente, todavía era un tipo impresionante en las fiestas de coctel o las cenas en la elegante North Shore de Jamaica. Y era un misterio para sus amigos y vecinos, desafiando lo indicado por su médico de no sobrepasar las dos onzas de whisky y los diez cigarrillos diarios, él persistía en fumar como una chimenea y acostarse borracho, aunque sólo fuera ligeramente, todas las noches. La verdad era que ese Dexter Smythe había arribado a la frontera del deseo de morir. El origen de esa actitud mental era muy variado, pero no tan complejo como parecía. Estaba atado a Jamaica en forma irrevocable y la negligencia tropical había hecho presa de él, lentamente; de manera que aunque en el exterior parecía de madera sólida, debajo de la cubierta barnizada, las termitas de la pereza, de la lástima de si mismo, del remordimiento de una vieja culpa y de la vergüenza propia habían horadado su alma, antes resistente, hasta convertirla en polvo. Desde que muriera Mary, dos años antes, no había amado a nadie. Ni siquiera estaba seguro de haberia querido de verdad, alguna vez. Sólo sabia que cada hora del día, extrañaba su amor por él y su presencia alegre, desordenada, refunfuñadora y molesta. Y aunque bebía los martinis y comía los canapés de sus conocidos en el North Shore, no sentía sino desprecio por esa basura internacional. Era probable que hubiera hecho buenos amigos entre los hacendados del interior o entre los dueños de las plantaciones de la costa, los profesionales y los políticos, pero eso significaba tomar alguna actitud seria y formal en su vida; lo cual su acidez espiritual negligente no le permitía. O significaba reducir los tragos, lo cual tampoco quería hacer. De manera que el Mayor Smythe estaba aburrido, cansado de muerte, y por una sola razón en su vida, no habría terminado con ella, tragándose un frasco de barbitúricos que con facilidad había obtenido de un médico local. El hilo de vida que lo mantenía colgando al borde del abismo era muy tenue. Es sabido que los aficionados al licor caen en una exageración de su propio temperamento básico, ya sea este sanguíneo, flemático, colérico o melancólico. El tipo sanguíneo se torna alegre hasta la histeria e idiotez. El flemático se hunde en el pantano de la tristeza taciturna. El colérico es el borracho buscapleitos de las historietas que pasa gran parte de su vida en prisión por destrozar personas y cosas y el melancólico sucumbe ante la lástima de sí mismo, la repugnancia y las lágrimas. El mayor Smythe era un melancólico que se había deslizado hacia una fantasía babeante, tejida en torno a las aves, insectos y peces que habitaban los cinco acres de la finca Wavelets (este nombre vacilante que había puesto a su pequeña villa reflejaba los síntomas), la playa y los arrecifes de coral cercanos. Los peces eran sus más favoritos. Se refería a ellos como si fueran 'gentes' y como los peces de los arrecifes permanecen en su propio territorio tal como lo hacen las aves pequeñas, después de dos años los conocía en forma íntima, los 'amaba* y estaba convencido que estos retribuían su amor.
Y ciertamente que lo conocían, como los habitantes de los zoológicos conocen a sus cuidadores, porque era un proveedor diario y constante, recogiendo algas y removiendo la arena del fondo para los que se alimentan allí, rompiendo moluscos y erizos para los carnívoros pequeños y trayendo sobrantes de carne para los más grandes. Y ahora, mientras nadaba con lentitud y pesadez, subiendo y bajando por los arrecifes y canales que conducen hacia el mar abierto, sus 'gentes' lo rodeaban sin miedo y a la espera, huyendo de las tres puntas de su lanza que reconocían como cucharilla proveedora, y aun acercándose a flirtear junto al cristal de la máscara Pirelli, o como en el caso de las osadas peces libélulas que sin temor picaban con suavidad sus pies y piernas. Parte de la mente del Mayor Smythe se percataba de todas estas 'gentes' diminutas y de brillantes colores, sólo que hoy tenía un trabajo que hacer y mientras los saludaba sin pronunciar palabras, sus ojos buscaban al único de entre sus 'gentes' que era su enemigo y al único que mataba a primera vista: el pez escorpión. -Buenos días, Hermoso Grégory, -pareció decir al pez libélula, de color azul oscura y salpicado de manchas azul brillante, conocido como 'el pez joya' y que se asemejaba notablemente a la fulgurante botella Vol de Nuit de Worth, y luegoLo siento. Hoy no puedo, querida -a un pez-mariposa inquieto que lucía sus falsos 'ojos' negros en la cola; y más allá-: Estás demasiado gordo, Joven Azul -sugirió a un pez-papa-gayo de color azul índigo que por lo menos debía pesar unas diez libras. El pez-escorpión habita en casi todos los mares del sur del mundo y la variedad 'rescaza o escorpina' que se usa en la sopa de pescado pertenece a esta familia. El ejemplar que habita las Indias Occidentales alcanza solamente el tamaño de unos treinta centímetros y pesa talvez una libra. Es sin duda el pez más horrible de todo el mar, como si la naturaleza quisiera lanzar una advertencia. Es de un color gris café y moteado con una cabeza pesada, de aspecto de cuña áspera. Posee 'cejas' carnudas y colgantes que caen sobre unos ojos rojos y rabiosos, además de una silueta cuya coloración y aspecto le proporcionan un mimetismo perfecto contra los arrecifes. Aunque se trata de un pez pequeño, su boca, armada de infinidad de dientes, es tan grande que puede tragarse enteros a la mayoría de los demás peces pequeños del arrecife. Sin embargo, su arma suprema se esconde en la aleta dorsal eréctil y llena de espinas, las primeras de las cuales actúan como agujas hipodérmicas al sólo contacto y están conectadas con glándulas de veneno que contienen suficiente cantidad de tetrodo-toxin, como para matar a un hombre si alcanzan a rozarlo en un punto vulnerable -en una artería, por ejemplo, o sobre el corazón o en el vientre-. Estos peces constituyen el único verdadero peligro para el que gusta de nadar entre los arrecifes, mucho más peligrosos que la barracuda o el tiburón, porque confían supremamente en su mimetismo y armamento y no huyen ante nada, excepto al contacto directo de un pie o su acercamiento muy próximo. Aún así, solo nadan unas pocas yardas, ayudados por aletas pectorales listadas y agresivas, para luego situarse otra vez a la expectativa sobre la arena donde toman la apariencia de un trozo grande de coral; o entre las rocas y algas marinas, donde
virtualmente desaparecen. Y ahora, el Mayor Smythe estaba empeñado en encontrar uno, arponearlo y brindárselo al pulpo para ver si uno de los grandes devoradores del océano reconocería la peligrosidad del otro, si temía su veneno. ¿Consumiría el pulpo el vientre y dejaría las espinas? ¿Se comería todo, y si así lo hacía, padecería con el veneno? Estas eran las interrogantes que el profesor Bengry del Instituto deseaba tener contestadas y hoy iba a ser el comienzo del final de la vida del Mayor Smythe en Wavelets y que probablemente podría significar la muerte para Pussy. El Mayor Smythe había decidido averiguar las respuestas y dejar un pequeño memento de lo que ahora era su vida sin sentido, aunque esto fuera en algún rincón olvidado de los archivos del Instituto de Biología Marina. Lo anterior se debía a que sólo unas pocas horas antes, la precaria vida del Mayor Smythe había empeorado bastante. Tanto había empeorado que, aun con mucha suerte, dentro de pocas semanas -apenas lo necesario para que se cruzaran cables entre la Gobernación y la Oficina de Asuntos Coloniales con pleno conocimiento del Servicio Secreto y luego Scotland Yard y el Fiscal Investigador para que se ordenara el retorno del Mayor Smythe a Londres escoltado por policías- y se viera condenado a prisión perpetua. Todo esto debido a un hombre llamado Bond, Comandante James Bond, quien había llegado esta mañana, a las diez y treinta, en un taxi desde Kingston. El día comenzó normalmente. El Mayor Smythe despertó de su profundo sueño que le proporcionara el Seconal, para tomarse un par de pastillas Panadols (su enfermedad al corazón le impedía tomar aspirinas) y luego una ducha. A duras penas ingirió el desayuno, debajo del follaje con apariencia de paraguas de un almendro costeño y derrochó una hora repartiendo el resto de su desayuno a los pájaros. Luego tomó las pildoras que le prescribieran como anticoagulantes y para la presión de la sangre y continuó matando el tiempo con el Daily Gleaner hasta que se hizo la hora para tomar su brandy de las once, el cual desde hacía algunos meses había adelantado para las diez y treinta. Recién se había servido los dos brandys cargados y el ginger ale, 'el trago del borracho', cuando escuchó que subía un taxi por el camino. Luna, su ama de llaves de color, bajó hasta el jardín para anunciarle: -Un caballero desea verlo, Mayor. -¿Cómo se llama? -No me lo dijo, Mayor. Dice que viene de la Gobernación. El Mayor Smythe no tenía puestos sino un par de pantalones cortos y sandalias. -Está bien, Luna -le dijo-. Hágalo pasar a la sala y dígale que no me demoraré mucho. Se dirigió a su alcoba por la parte de atrás y se vistió de camisa de campaña y pantalones blancos. Peinó sus cabellos. ¡De la Gobernación! ¿Qué infiernos pasaba?
Tan pronto como entró en la sala y alcanzó a ver a un alto individuo que vestía un traje tropical de color azul oscuro, de pie, junto al ventanal y observando el mar, el Mayor Smythe, de alguna manera, había presentido las malas noticias. Luego, cuando el hombre giró lentamente para contemplar a Smythe con aquellos ojos gris azul, serios y vigilantes, se percató que era una visita oficial. Tampoco su sonrisa animosa fue devuelta, indicando hostilidad oficial. Un escalofrío recorrió la espalda del Mayor Smythe. Ellos habían descubierto su secreto. -Bien, bien. Soy Smythe. Entiendo que usted viene de la Gobernación. ¿Cómo está sir Kenneth? Por ningún momento se pensó en estrechar las manos. -No lo conozco, -dijo el hombre-. Llegué a-penas hace ion par de días. He pasado la mayor parte del tiempo vagando por la isla. Mi nombre es Bond, James Bond. Soy del Ministerio de Defensa. El Mayor Smythe recordó el mohoso eufemismo del Servicio Secreto. -Oh, ¿la antigua firma? -dijo con fingido entusiasmo. La pregunta fue ignorada. -¿Hay algún sitio donde podamos hablar? -Por supuesto. Donde usted quiera. ¿Aquí o en el jardín? ¿Desea una bebida? -El Mayor Smythe hizo tintinear el hielo dentro del vaso que todavía sostenía en su mano-. Ron y Ginger es el veneno local. Prefiero la Ginger sola. -La mentira salió con la suavidad automática del alcohólico. -No, gracias. Y aquí está muy bien, -afirmó el hombre, recostándose con negligencia contra el ancho marco de caoba de la ventana. El Mayor Smythe se sentó, colocando una de sus vistosas piernas sobre el brazo bajo de una de las cómodas sillas rústicas que había hecho copiar de una original por el carpintero local. Sacó el frasco de bebida del interior del otro brazo, la inclinó profundamente sobre su vaso y la metió de nuevo en el agujero de madera, con su mano que mostraba concienzuda firmeza. -Bien -exclamó con alegría, mirando al hombre directo a los ojos-. ¿Qué puedo hacer por usted? ¿Alguien está metido en algún trabajo sucio en el North Shore y necesita usted alguno que le ayude? Me encantaría entrar al servicio de nuevo. Ha pasado mucho tiempo desde aquellos días, pero todavía puedo recordar algunos de los viejos trucos. -¿Le importa si fumo? -Consultó el hombre, aunque ya tenía la cigarrera en la mano. Era un estuche aplastado y pulimentado que 'debería albergar unos cincuenta cigarrillos. De alguna manera esta demostración de una debilidad compartida animó al Mayor Smythe. -Bien pueda, mi querido amigo. -Hizo un intento de ponerse de pie, con el
encendedor listo. -Está perfecto, gracias. -James Bond ya había encendido su cigarrillo-. No, no es nada local. Quiero... me enviaron a investigar lo que pueda recordar de su trabajo con el Servicio, al final de la guerra. -James Bond hizo una pausa y miró con cuidado al Mayor-. En particular la época cuando usted trabajaba con la Oficina de Objetivos Diversos. El Mayor Smythe rió fuertemente. Lo había sabido. Había calculado que era una cosa segura. Pero cuando el asunto escapó de la boca de este hombre, la risa había estallado en el Mayor Smythe como el alarido de un hombre golpeado. -Oh, Dios, sí. La vieja oficina. Ese sí era un buen equipo de gentes. Rió de nuevo sintiendo el dolor anginal, producido por la presión de lo que presentía que se le venía encima, que iba aumentando en su pecho. Metió la mano en el bolsillo de sus pantalones, volcó el pequeño frasco sobre la palma de la mano y deslizó la blanca pildora de nitroglicerina bajo la lengua. Le divirtió descubrir cómo la tensión aumentaba en el otro hombre por el modo como sus ojos se entrecerraron vigilantes. Está bien, mi viejo amigo. Esta no es una pildora mortal. -¿Le ha molestado la acidosis? -Advirtió-. ¿No? Casi me mata cuando agarro una borrachera. Fue anoche. Una fiesta en la Posada Jamaica. Uno debía dejar de creer que siempre tendrá veinticinco años. De todas maneras, regresemos a las Fuerzas de la Oficina de Objetivos Diversos. No deben de quedar ya muchos de nosotros, supongo. -Sintió cómo el dolor del pecho se retiraba a su cubil-. ¿Tiene algo que ver con la Historia Oficial? James Bond contempló la punta de su cigarrillo. -No, exactamente. -Supongo que usted sabe que redacté la mayor parte de ese episodio de la Fuerza para los Registros de Guerra. De eso hace muchísimo ya. Dudo que pueda agregar algo más hoy en día. -Nada más que pueda agregar sobre aquella operación en el Tirol... en un lugar llamado Ober Aurach, cerca de una milla al este de Kitz-bühel? Uno de los nombres con los cuales había vivido todos estos años hizo brotar otra risa súbita al Mayor Smythe. -¡Ese fue un verdadero postre! ¡Nunca vimos tal confusión! Todos esos matones de la Gestapo con sus amantes. Completamente borrachos. No intentaron destruir los archivos. Los entregaron sin protestar. Esperaban que eso les brindaría un mejor tratamiento, supongo. Le echamos una primera revisada y enviamos todos los prisioneros al campamento de Munich. Fue la última vez que supe de ellos. Muchos fueron colgados por sus crímenes de guerra, espero. Entregamos los documentos en los Cuarteles Generales en Salzburgo. Luego nos remontamos por el valle de Mittersill en busca de otro escondite. -El Mayor
Smythe se echó un buen sorbo de su bebida y encendió un cigarrillo. Levantó la vista-. Esos son todos los detalles del asunto. -En ese tiempo era usted el Jefe No. 2, creo. El Comandante en Jefe era -un norteamericano, un tal Coronel King, del ejército de Patton. -Correcto. Estupendo tipo. Usaba bigote caído, lo cual no es propio de un norteamericano. Conocía mucho de vinos locales. Un sujeto bastante estricto. -En su informe acerca de la operación escribió que le entregó a usted todos los documentos para un estudio preliminar, ya que usted era el experto de la unidad. ¿Entonces usted se los devolvió con sus comentarios? -James Bond hizo una pausa-. ¿Absolutamente todos los documentos? El Mayor Smythe hizo caso omiso de la observación. -Exacto. La mayor parte eran listas de nombres. Información para el contraespionaje. Las gentes del C.E. en Salzburgo estaban muy contentas con la información. Les proporcionó muchas pistas nuevas. Supongo que los originales deben estar en alguna parte. Debían usarse en el juicio de Nuremberg. ¡Sí, por supuesto! -El Mayor se mostró reminiscente, disculpándose-. Aquellos fueron los meses más alegres de mi vida, cuando estuve en la Oficina de Objetivos Diversos, recorriendo los campos. ¡Vino, mujeres y canto! ¡Y puede usted estar seguro de ello! Ahora, el Mayor Smythe estaba diciendo la verdad completa. Participó en una guerra peligrosa y poco cómoda hasta 1945. Cuando se formaron los Comandos en 1941 se ofreció de voluntario y fue trasladado de la Infantería de la Marina Real al Cuartel General de Operaciones Combinadas, bajo el mando de Mountbatten. Allí su excelente alemán (su madre procedía de Heidelberg) le había hecho merecer el poco envidiable trabajo de interrogador de avanzada para las operaciones de los Comandos al otro lado del Canal. Había tenido la suerte de escapar a dos años de este tipo de trabajo y con la condecoración O.B.E. (militar), que fuera otorgada indiscriminadamente durante la última guerra. Y entonces, como preparación a la derrota de Alemania, la Oficina de Objetivos Diversos, se formó conjuntamente entre el Servicio Secreto y Operaciones Combinadas, quedando el Mayor Smythe con el rango interino de Teniente Coronel. Se le ordenó que formara una unidad cuyo trabajo consistía en limpiar los escondites de la Gestapo y la Plana Mayor Alemana cuando la caída fue inminente. La O.S.S., Organización del Servicio Secreto, se enteró del plan e insistió entrar en esa formación para estar en igualdad de condiciones con el ala norteamericana en el frente. El resultado culminó en la creación no de una unidad sino seis que entraron a operar en Alemania y Austria el mismo día de la rendición. Eran unidades de veinte hombres, cada una de las cuales disponía de un vehículo armado liviano, seis jeeps, un camión de comunicaciones y tres camionetas. Eran controladas por un cuartel general anglo-americano en el Shaef, quien a la vez les proporcionaba blcn-cos para el Servicio de Inteligencia del Ejército y del S.I.S. y del O.S.S. El Mayor Smythe había sido el segundo jefe para la Fuerza A, a la cual se le había asignado el Tirol -una área llena de escondites muy buenos que tenían fácil salida a Italia y aun fuera de Europa- que era el lugar preferido como
escondite número UNO por las gentes a quienes la Oficina de Objetivos Diversos buscaba con ahinco. Y, como recién le había dicho Smythe a Bond, tuvieron mucha suerte en elegir. Todo se había conseguido sin siquiera disparar un tiro... excepto, claro está, los dos que había disparado el Mayor Smythe. -¿El nombre de Hannes Oberhauser le trae algo a su memoria? -Preguntó James Bond en forma natural. -No puedo asegurarlo -contestó el Mayor, frunciendo el ceño, y tratando de recordar. La temperatura estaba a veintisiete grados a la sombra, pero le dio escalofrío. -Déjeme refrescar su memoria. El mismo día en que le entregaron esos documentos para examinarlos, usted hizo averiguaciones en el hotel de Tiefenbrunner, donde usted estaba alojado, para que le indicaran el mejor guía de montaña que había en Kitzbühel. Se le indicó que buscara a Oberhauser. Al día siguiente usted solicitó de su Comandante en Jefe un día de licencia, el cual le fue otorgado. En la mañana siguiente, muy temprano, usted fue hasta el chalet de Oberhauser, lo puso bajo arresto y se lo llevó con usted en un jeep. ¿No le trae recuerdos eso? Esa frase acerca de "refrescar su memoria". ¿Cuan a menudo la había usado el propio Mayor mientras trataba de atrapar a un alemán misterioso? ¡Sin precipitación! Has estado preparado para esto desde hacía años. El Mayor Smythe sacudió la cabeza en señal de duda. -No puedo decir que lo haga. -Se trataba de un hombre canoso y con una pierna mala. Hablaba algo de inglés, ya que había sido instructor de ski antes de la guerra. El Mayor Smythe observó con candidez aquellos ojos fríos y penetrantes. -Lo siento. No puedo ayudarlo. James Bond sacó una pequeña libreta de cuero azul de un bolsillo interior y comenzó a hojearla. Se detuvo, levantando la vista. -Por esa época, como arma personal usted portaba un revólver Webley & Scott, de dotación oficial, calibre .45, con número de serie 8967/362. -Ciertamente que era un Webley. Un arma muy incómoda. Espero que ahora usen algo mejor, como la Luger o la Beretta pesada. Sin embargo, no puedo decir que recuerdo el número o que lo hubiera anotado alguna vez. -El número es correcto, por cierto. -anotó Bond-. Tengo la fecha en que el Cuartel General se lo entregó y la fecha en que usted lo devolvió. Usted firmó el registro, ambas veces. El Mayor Smythe se encogió de hombros. -Bueno, entonces, debió ser mi arma. Pero... -puso en su voz una impaciencia llena de enojo- ¿qué es, si puedo preguntar, lo que usted trata de averiguar?
James Bond lo miró, casi con curiosidad. Ahora le advirtió y su voz no se mostró falta de piedad. -Usted sabe a qué me refiero, Smythe. -hizo una pausa y pareció reflexionar-. Le diré lo que voy a hacer. Voy a salir al jardín durante unos diez minutos, más o menos. Le daré tiempo para que reflexione sobre estos asuntos. Cuando esté listo, llámeme. -Y agregó con seriedad-. Le facilitará las cosas si me relata la historia con sus propias palabras. -Se encaminó hacia la puerta que daba al jardín. Se volvió. -Me temo que se trata sólo de poner los puntos sobre las íes y cruzar las tes. Me permito advertirle que tuve una conversación con los hermanos Foo, ayer, en la ciudad de Kingston. James Bond salió al prado. Algo, en el interior del Mayor Smythe, le hacia permanecer optimista. Ahora, por la batalla del ingenio, los intentos de inventar coartadas, las evasiones, habían concluido. Si este hombre Bond había logrado ubicar a los Foo, a cualquiera de ellos con seguridad lo habían delatado. Lo último que hubieran deseado era quedar mal con el gobierno y de todas maneras, sólo quedaban cerca de quince centímetros del material. El mayor Smythe se puso de pie bruscamente, se dirigió al mueble del trago y se sirvió otro brandy con ginger, casi mitad y mitad. ¡Ya que ahora tenía la oportunidad, debía aprovecharla! El futuro no le reservaba muchas ocasiones como esta. Regresó a su asiento y encendió su vigésimo cigarrillo del día. Consultó su reloj. Eran las once y treinta. Si podía deshacerse de este tipo en una hora, le quedaría tiempo para visitar a sus gentes. Se quedó sentado, bebió y ordenó sus pensamientos. Podría convertir esto en una historia larga o una historia corta; relatar cómo era el clima de montaña y la manera como perfumaban el aire, las flores y los pinos, o podía no hacerlo. Se resolvió por una historia corta. Arriba, en aquel espacioso dormitorio doble del Tiefenbrunner, rodeado de montones de documentos marrones y grises, desparramados sobre el lecho sobrante, no había estado buscando nada en especial, solamente algunas muestras, de aquí y de allá, concentrándose en aquellos documentos identificados en rojo con el texto Komandosache, Hoechst Vertraulich (Asunto Oficial Secreto). No había muchos y se trataba en su mayoría de informes confidenciales de altos jefes alemanes, trozos de mensajes aliados en clave y ubicaciones de escondites secretos. Ya que estos eran el blanco principal de la Fuerza "A", el Mayor Smythe los había revisado con interés muy especial -alimentos, explosivos, armamentos, informes sobre espionaje, archivos sobre el personal de la Gestapo- ¡un hallazgo considerable! Y entonces, en el fondo del paquete, había encontrado un sobre solitario, sellado con lacre rojo y con la anotación de Para ser abierto sólo en caso de emergencia. El sobre contenía una sola hoja de papel. No estaba firmado y algunas pocas palabras estaban escritas en tinta roja. El título decía Valuta y debajo estaba escrito: Wilde Kaiser, Franziskaner Halt. 100 M. Oestlich Steinhugel. Waffenkiste. Zwei Bar 24 Kt. Y luego una lista de medidas en
centímetros. El Mayor Smythe mantuvo sus manos separadas como si contara una historia acerca de un pez que pescara. Cada barra sería del tamaño de un par de ladrillos. Y tan sólo una moneda inglesa de las llamadas soberanos, de 18 kilates se vendía en la actualidad ¡por dos o tres libras esterlinas! ¡Esta era una enorme fortuna! ¡De un valor de cuarenta o cincuenta mil libras esterlinas! ¡Aun podía alcanzar las cien mil! No tenía idea, pero, con frialdad y rapidez, para el caso de que alguien entrara, acercó un fósforo al documento y al sobre, molió las cenizas hasta convertirlas en polvo y las echó por el lavatorio. En seguida sacó el mapa ampliado de Ordenanza Austríaca que correspondía a esa área y en un momento puso el dedo sobre el Franziskaner Halt. Estaba señalado como un refugio para montañeses, deshabitado, sobre una cuchilla, un poco más abajo del pico más alto y occidental de las montañas Kaiser, aquella conformación montañosa impresionante y recortada que proporciona al Kitzbühel ese amenazante horizonte norteño. Y el montón de rocas debía estar por allí, su uña se posó señalando, y el maldito lugar estaba a sólo diez millas y talvez apenas unas cinco horas de caminata ascendente. El comienzo habia sido como este James Bond había indicado. Se había presentado en la casa de Oberhauser a las cuatro de la mañana, lo había arrestado, advirtiendo a la familia que lloraba y protestaba, que él, Smythe lo llevaría a un campamento de interrogación en Munich. Si los informes sobre el guía estaban limpios de culpa, estaría de regreso en casa esa misma semana. Si la familia creaba mayores problemas, sólo conseguiría empeorar la situación de Oberhauser. Smythe había rehusado en dar su nombre y había tomado precauciones para tapar el número de su jeep. En veinticuatro horas, la Fuerza "A" estaría de nuevo en marcha y cuando el gobierno militar llegara a Kitzbühel, el incidente estaría ya sepultado debajo de las dificultades de las confusiones, propias de la ocupación. Oberhauser se había mostrado como un sujeto afable, una vez que se hubo repuesto del susto, y cuando Smythe le habló intencionadamente sobre esquiar y escalar, ambos deportes los había practicado antes de la guerra. Tal como Smythe lo había planeado, ambos hombres se hicieron bastante amigos. La ruta que seguían recorría la base de las montañas Kaiser hasta Kufstein. Smythe conducía con lentitud, haciendo comentarios llenos de admiración sobre los picos que ahora se mostraban sonrosados con la luz rojo pálido del amanecer. Finalmente, debajo del Pico de Oro, como lo bautizara Smythe para sí mismo, fue disminuyendo la marcha hasta detenerse. Se salió del camino y se estacionó sobre una pequeña planicie pastosa. Giró en su asiento para mirar al guía. -Oberhauser -dijo candidamente-, me ha caído usted en gracia. Tenemos muchas cosas en común y por su modo de opinar y por la persona que yo creo que es usted, estoy convencido de que aún no ha cooperado con los nazis. Ahora le diré lo que vamos a hacer. Pasaremos el día escalando las montañas Kaiser, luego lo conduciré de regreso al Kitzbühel e informaré a mi comandante en jefe que usted ha sido investigado y dejado libre por Munich. -Sonrió alegremente-. Ahora. ¿Qué tal le parece eso?
El hombre casi había llorado de gratitud. Pero ¿no le podría dar algún documento que acreditara que era un buen ciudadano? Por cierto. La firma del Mayor Smythe sería suficiente. Se hizo el pacto, condujeron el jeep por un sendero, quedando muy bien escondido de la carretera y partieron a un buen paso, escalando por las faldas de las colinas perfumadas de pinos. Smythe estaba muy bien vestido para la escalada. No tenía nada debajo de la camisa de campaña, y vestía sólo pantalones cortos y un par de excelentes botas con suela de caucho de dotación para los paracaidistas americanos. Su única carga era el Webley & Scott, y por táctica, después de todo Oberhauser era un enemigo, el guia no sugirió que la dejara escondida detrás de una roca cualesquiera. Oberhauser vestía su mejor traje y botas, sin embargo eso no aparentaba preocuparle y aseguró al Mayor Smythe que para esta escalada no sería necesario usar sogas ni clavos y que directamente encima de ellos había una choza donde podrían descansar. La llamaban el Franziskaner Halt (refugio franciscano). -¡No me diga! -exclamó el Mayor Smythe. -Sí, y debajo hay un pequeño glaciar. Muy hermoso, pero escalaremos evitándolo. Hay muchas hendiduras peligrosas. -¡No me diga! -repitió el Mayor Smythe, pensativo. Examinó la nuca de Oberhauser, ahora cubierta de sudor. Después de todo era sólo un maldito Kraut (repollo) o casi lo mismo. ¿Qué importaba uno más o menos? Todo sería tan sencillo como tumbar un tronco. La única cosa que preocupaba al Mayor Smythe era cómo llevar hasta abajo de la montaña el maldito bulto de oro. Decidió que lo llevaría a la espalda. Después de todo, podría arrastrar la caja de proyectiles que las contenía o lo que fuera. Fue una subida larga y agobiadora la que hicieron por esa montaña hasta alcanzar la cima donde terminaban los árboles. Salió el sol y comenzó a hacer mucho calor. Y ahora todo eran rocas y escombros. Los largos zigzags que tenían que ejecutar desprendían peñascos y piedras que rodaban y se reventaban montaña abajo, mientras la pendiente se empinaba más y más a medida que se iban acercando a la cuchilla final, gris y amenazante, que se recortaba contra el azul, muy encima de ellos. Estaban desnudos hasta la cintura y sudaban de tal modo que el sudor corría por sus espaldas, sus piernas y dentro de las botas. Sin embargo y a pesar de la cojera de Oberhauser mantuvieron un buen paso y cuando se detuvieron para echarse un trago y conversar, al lado de un arroyuelo tumultuoso, O-berhauser congratuló al Mayor Smythe por su agilidad. El Mayor Smythe, con la mente llena de sueños, afirmó con cortedad y en forma poco cierta de que todos los soldados ingleses estaban perfectamente preparados. Luego prosiguieron el camino. El acantilado de rocas no era difícil de escalar. El Mayor Smythe ya lo sabía o de otra manera no habrían podido construir la choza para los escaladores, sobre la cuchilla. Se había cortado apoyos para los pies en la misma roca y había ocasionalmente clavos de hierro enterrados en ranuras. Pero le habría sido imposible encontrar la ruta en las partes más difíciles y se felicitó a sí mismo por decidirse a traer un guía.
En una ocasión, la mano de Oberhauser que comprobaba un apoyo, hizo soltar un gran pedazo de roca, ya carcomido por los años, de nieve y hielo, y lo lanzó montaña abajo con gran ruido. El Mayor Smythe de pronto pensó en los ruidos. -¿Hay mucha gente por estos lados? -preguntó mientras contemplaban cómo el peñasco se estrellaba contra la línea de árboles. -No hay un alma hasta que se llega cerca de Kufstein, -contestó Oberhauser. Señaló a lo largo de las montañas áridas y de elevados picos-. No hay pasto. Poca agua. Sólo los escaladores suben hasta aquí. Y desde el comienzo de la guerra...Dejó la frase inconclusa. Dieron un rodeo al glaciar de colmillos azules antes de la subida final hacia la cumbre. Los ojos cuidadosos del Mayor Smythe observaron el ancho y la profundidad de las hendiduras. ¡Si, tenían las medidas necesarias!. Directamente encima de ellos, talvez a unos treinta y cinco metros hacia arriba, protegida por la misma cuchilla, se veían los tinglados de la choza maltratados por el tiempo. El Mayor Smythe observó con cuidado la inclinación de la pendiente de roca. Si, casi era una caída a plomo. ¿Lo haría ahora o después? Calculó que era mejor más tarde. El cruce de la próxima subida no estaba muy preciso para poder hacer eso. Llegaron a la choza en cinco horas exactas. El Mayor Smythe indicó que tenía necesidad de hacer sus funciones fisiológicas y se alejó despreocupadamente hacia la cuchilla del este, sin disfrutar del hermoso panorama de Austria y Bavaria que se extendía hacia ambos lados hasta una distancia de quizás ochenta y cinco kilómetros en medio de la bruma producida por el calor. Contó sus pasos cuidadosamente. A exactamente 120 encontró el montículo de rocas, un hermoso tributo post-mortem, talvez, para algún escalador muerto hacía tiempo. El Mayor Smythe, conociendo la verdad, deseó poder desparramar todo allí mismo. Sin embargo, sacó el Webley & Scott, miró a lo largo del cañón e hizo girar el tambor. En seguida regresó. Hacia mucho frío allá arriba, a tres mil quinientos metros o más, y Oberhauser se había metido en la choza y preparaba un fuego. El Mayor Smythe pudo controlar su espanto ante esta acción delatadora. -Oberhauser -le dijo animadamente- salgamos afuera para que me muestre algunas de las vistas. Hay un hermoso panorama en este punto. -Ciertamente, Mayor. Oberhauser siguió al Mayor Smythe afuera de la choza. Luego sacó algo del bolsillo de atrás envuelto en papel. Lo desempacó, mostrando una salchicha, dura y arrugada. Se la ofreció al Mayor. -Es sólo lo que llamamos un soldado, -explicó con timidez- Carne ahumada. Muy dura, pero excelente. -Sonrió-. Es como la que comen en los filmes del Viejo Oeste. ¿Cómo se llama? -Tasajo, -contestó el Mayor. Y en seguida, más tarde esto le había molestado un poco, agregó-: Déjelo en la cabana. Lo compartiremos más tarde. Venga para acá. ¿Alcanzamos a ver a Inns-bruck? Señáleme los diversos puntos en este lado.
Oberhauser se inclinó para entrar y salir de la choza de nuevo. El Mayor se situó a su espalda mientras el guía le explicaba, señalando ésta o aquella torre de iglesia o aquel pico de montaña. Llegaron hasta el sitio preciso encima del glaciar. El Mayor Smythe sacó el revólver, y a una distancia de dos pies, le disparó dos balas en medio de la base del cráneo a Hannes Oberhauser. ¡Sin apuntar! ¡Medio a medio! El impacto de los proyectiles lanzó al guía en forma limpia por encima del borde. El Mayor Smythe se inclinó para ver. El cuerpo se estrelló contra la roca dos veces solamente y luego continuó cayendo hasta el glaciar. Pero no alcanzó a llegar hasta las hendiduras del extremo. Quedó a medio camino sobre una porción de nieve ya antigua. -¡Maldición! -Exclamó el Mayor Smythe. El profundo eco de los dos disparos que había estado golpeando, allá entre las montañas, se apagó. El Mayor echó una última mirada al bulto negro sobre la nieve blanca y se apresuró en dirección a la cuchilla. ¡Lo primero es lo primero! Comenzó por la parte superior del montículo, escarbando como si lo persiguiera el diablo, lanzando las rocas ásperas y pesadas hacia abajo de la montaña en forma indiscriminada hacia la izquierda y derecha. Sus manos comenzaron a sangrar, pero apenas lo notó. Ahora quedaban apenas dos pies por cavar y todavía ¡nada! Se inclinó sobre el último montón, escarbando febrilmente. ¡Y entonces!.. . ¡Sí! El borde de una caja de metal. ¡Sólo unas cuantas rocas y apareció todo! Una hermosa y perfecta caja de parque de la Wehrmacht, de color gris, con algunos textos apenas visibles. El Mayor Smythe lanzó un suspiro de satisfacción Se sentó sobre un trozo de roca y su mente giró en órbita entre autos Bentleys, Montecarlo, apartamentos de lujo, joyas de Cartier, champaña, caviar y como algo incongruente, porque le gustaba el golf, un equipo completo de palos Henry Cotton. Borracho con sus sueños, el Mayor Smythe se quedó allí mirando la caja gris por espacio de un cuarto de hora completo. Después miró su reloj y se levantó bruscamente. Era hora de deshacerse de la evidencia. La caja tenía una agarradera en cada extremo. El Mayor Smythe había calculado que seria pesada. Mentalmente había comparado su peso probable con el objeto más pesado que jamás hubiera llevado -un salmón de veinte kilos que había pescado en Escocia poco antes de la guerra- pero el peso de la caja era casi el doble de aquello y apenas pudo levantarla de su último lecho de rocas y arrastrarla hasta el escaso pasto alpino. Amarró su pañuelo en una de las agarraderas y arrastró la caja torpemente por la cima hasta la cabana. Luego tomó asiento sobre el umbral de piedra y mientras sus ojos nunca abandonaban la caja, le metió diente a la salchicha ahumada de Oberhauser con su fuerte dentadura y caviló en cómo llevar hasta abajo sus cincuenta mil libras. -ya que eso era lo que había calculado que valdría- hasta abajo de la montaña y a un nuevo escondite. La salchicha de Oberhauser era una verdadera comida de alpinista -fuerte, bien gorda y ricamente aliñada con ajo-. Algunos trozos se atascaron en forma incómoda entre los dientes del Mayor Smythe. Se los quitó con un palillo de
fósforos, escupiéndolos al suelo. Entonces su mente alerta e inteligente se percató, entrando a operar y meticulosamente, buscó entre las piedras y el pasto hasta encontrar los pedacitos y se los tragó. De ahora en adelante era un criminal... tan criminal como si hubiese asaltado un banco y matado a un guardia. Era un policía convertido en ladrón. ¡Tenía que recordar eso! Significaría la muerte si no lo hacía. La muerte en vez de joyas de Cartier. Todo lo que tenía que hacer era poner mucho cuidado, previendo esas molestias infinitas. Soportaría esas molestias y ¡válgame Dios que serían infinitas! Y entonces para siempre jamás, sería rico y feliz. Después de tomar especial cuidado en borrar de la cabana toda huella de su visita, arrastró la caja de parque hasta el borde de la última roca sobre el glaciar, apuntándola lejos de él, y con una plegaria, la lanzó al vacío. La caja gris, girando lentamente en el aire, golpeó contra la primera parte de la pendiente debajo de la pared de roca, saltó otros cuarenta metros y azotó con ruido metálico contra algunas rocas sueltas para detenerse en seguida. El Mayor Smythe no podía distinguir si se había destrozado. No le importaba en ningún sentido. ¡Bien podía la montaña hacerlo por él! Echando una última mirada, procedió a bajar por la pendiente. Tomó enorme cuidado en cada gancho, comprobó cada posición de apoyo a pies y manos antes de cargar su peso allí. Bajando la montaña su vida tenía mucho mayor valor que cuando subiera. Se encaminó al glaciar, atravesando la nieve derretida en dirección al bulto negro sobre el campo de hielo. No había nada que hacer con respecto a sus huellas. Se necesitaría apenas algunos días de sol para que se perdieran por completo. Llegó hasta el cadáver. Había visto muchos de ellos durante la guerra, y la sangre y los miembros destrozados no significaban nada para él. Arrastró los restos de Oberhauser hasta una hendidura cercana y los lanzó dentro. Luego, con cuidado, rodeó la boca de la zanja, lanzando con el pie la nieve del borde hasta cubrir el cuerpo. Satisfecho con su trabajo, retrocedió, colocando los pies exactamente sobre las mismas huellas antiguas para luego dirigirse, pendiente abajo, hasta la caja del parque. Sí, la montaña le había ayudado a abrir la caja. Sin apresuramiento quitó las envolturas de papel encerado de protección para las municiones. Los dos enormes pedazos de metal centellearon hacia sus ojos debido al sol. Ambos tenían las mismas marcas: la swástica en un círculo debajo del águila y la fecha, 1943, las marcas de fundición del Banco del Reich. El Mayor Smythe inclinó la cabeza en señal de aprobación. Volvió a colocar el papel y cerró a golpes de roca el cerrojo. Luego ató el cordón de su revólver Webley en una de las agarraderas y prosiguió montaña abajo, arrastrando la incómoda carga a su espalda. Era la una de la tarde y el sol golpeaba con fiereza su pecho desnudo, ardiéndolo con su propio sudor. Sus hombros enrojecidos comenzaron a arderle. También el rostro. ¡Al diablo con ellos! Se detuvo ante el arroyuelo del glaciar, mojó el pañuelo en el agua y lo ató alrededor de su frente. Luego bebió intensamente y continuó, maldiciendo ocasionalmente la caja de municiones cuando lo alcanzaba, golpeando sus talones. Sin embargo estas molestias, las quemaduras del sol y los machacones, no eran nada comparados con los que vendrían cuando llegara al valle y la caminata fuera por terreno plano. Por el momento tenía la fuerza de gravedad en su ayuda. Se aproximaba,
por lo menos dos kilómetros de terreno en que debería cargar la maldita caja. El Mayor Smythe hizo una mueca al pensar en los estragos que esto causaría sobre sus espaldas quemadas. -Oh, bien, -se dijo a sí mismo sin preocupación- ¡íl faut souffrir pour etre un millíonaire!2 Cuando llegó abajo y se presentó la ocasión de hacerlo, se sentó para descansar sobre la ribera musgosa bajo los pinos. Luego extendió su camisa de campaña y sacó trabajosamente las dos barras de la caja y las colocó en el medio amarrando las colas de la camisa tan firme como pudo con la parte donde las mangas se juntan con los hombros. Después de cavar un agujero poco profundo en la ribera y enterrar la caja vacía, anudó los dos puños con firmeza. Se arrodilló y metió la cabeza por entre el yugo rudimentario, colocando las manos entre los nudos a ambos lados para proteger el cuello. Tambaleante, se puso en pie, inclinándose mucho hacia adelante para no ser arrastrado hacia atrás por el peso. Luego, aplastado bajo casi la mitad de su propio peso, con la espalda en ascuas debido al contacto con la carga y con el aliento resoplando por entre sus pulmones comprimidos, como si fuera un coolie, se fue arrastrando, lentamente, por el sendero, entre los árboles. Hasta hoy, no supo cómo pudo llegar hasta el jeep. Una y otra vez, los nudos cedían ante el peso y las barras caían sobre sus pantorrillas y cada vez debía sentarse con la cabeza entre las rodillas y debía comenzar todo de nuevo. Sin embargo, finalmente, concentrando su pensamiento en contar los pasos y descansar cada cien, pudo llegar hasta el bendito vehículo y se desplomó al lado. Y luego vino la ocasión de enterrar su tesoro en el bosque, bajo un montón de enormes rocas que pudiera encontrar de nuevo con facilidad y asearse lo mejor que pudo para regresar a su habitación, usando una ruta tortuosa que e-vitara la casa de los Oberhauser. Y entonces todo había concluido. Se emborrachó a solas con una botella de vino barato, comió y se fue a la cama, entregándose a un sueño barbitúrico. El próximo día, la Fuerza "A" de de la Oficina de Objetivos Diversos se desplazó hacia arriba del valle del Mittersill siguiendo una pista nueva y seis meses después el mayor Smythe estaba en Londres y su participación en la guerra había concluido. Pero no así sus problemas. El oro es un material difícil de contrabandear, más aún en la cantidad que el Mayor Smythe disponía. Ahora se hacía necesario que transportara sus dos barras al otro lado del Canal de la Mancha, a un nuevo escondite. De manera que aplazó su retiro de las Fuerzas Armadas y se atuvo a los privilegios que le concedía su rango temporal, muy particularmente a los pases de la Inteligencia Militar. Muy pronto consiguió que lo enviaran a Alemania como representante británico al Centro de Interrogación Combinado en Munich. Allí efectuó un trabajo rebuscado por espacio de seis meses durante los cuales pudo recoger su oro y esconderlo en una maltratada maleta que mantenía en su habitación. Luego en dos licencias de fin de semana voló a Inglaterra y cada vez portaba en su maletín abultado una de las barras. El atravesar la plataforma de vuelo en Munich y Northolt y la manera descansada 2. Hay que padecer para ser un millonario.
aparente de sostener el maletín como si contuviera sólo papeles, requirió dos tabletas de benzedrina y una voluntad de hierro. Por fin tenía su fortuna a salvo en el subterráneo del apartamento de una tía que vivía en Kensington y podía poner en práctica con toda calma, la siguiente fase de sus planes. Presentó renuncia a la Infantería de Marina Real, fue desmovilizado y contrajo matrimonio con una de las muchas mujeres con las cuales había dormido mientras pertenecía al Cuartel General de la Fuerza de la Oficina de Objetivos Diversos; una hermosa rubia del Cuerpo de Reserva Femenino llamado Mary Parnell, proveniente de una respetable familia de la clase media. Consiguió pasaje para ambos en uno de los barcos más inmediatos que zarpaba de Avonmouth para Kingston, Jamaica. Los dos habían convenido que aquella ciudad era un paraíso de sol, buena comida y trago barato y en realidad, un glorioso cielo comparado con la Inglaterra de la post-guerra, sombría, plena de restricciones y con un gobierno laborista. Antes de zarpar, el Mayor Smythe le mostró a Mary las barras de oro, a las cuales le habia quitado a cincel, las marcas del Banco del Reich. -Me he portado inteligentemente, querida -le explicó-. En verdad, no confío mucho en la libra esterlina de estos días, de manera que vendí todos mis valores y los cambié por oro. Si tengo acierto al negociarlo, tendremos más de veinte mil libras. Eso nos proporcionará una buena porción de buena vida, con sólo cortar un pedazo, de vez en cuando, para venderlo. Mary Parnell no conocía las ramificaciones de las leyes sobre control de moneda. Se arrodilló y acarició con amor las brillantes barras. Luego se levantó y echando los brazos alrededor del cuello del Mayor Smythe, lo besó. -Eres un hombre magnifico... magnifico,. -exclamó casi llorando-, Tremendamente inteligente y buen mozo y valiente... y ahora, rico también. ¡Soy la muchacha de mejor suerte en el mundo! -Bueno, por lo menos somos ricos, -adelantó el Mayor Smythe-. Pero, prométeme que no dirás palabra o tendremos a todos los ladrones de Jamaica en nuestras orejas. ¿Me lo prometes? -Sobre mi corazón. El Club Príncipe, en las colinas bajas ubicadas sobre Kingston, era en ralidad, un paraíso. Con miembros lo suficientemente agradables, buenos sirvientes, comidas sin límites y bebidas económicas tenía además el encanto de estar rodeado de ambiente tropical que ninguno de los dos había conocido antes. Eran una pareja popular y las experiencias de guerra del Mayor Smythe lo hacían acreedor a la aceptación dentro de la sociedad, allegada a la Gobernación. De allí en adelante todo fue una sola ronda de fiestas, con prácticas de tenis para Mary y golf (con palos modelo Henry Cotton) para el Mayor Smythe. En las tardes había juegos de bridge para ella y poker con apuestas altas para él. Si, fue un paraíso en verdad. Mientras, en su patria, las gentes soportaban inconveniencias, negociaban en el mercado negro, maldecían al Gobierno y sufrían e] peor clima invernal en treinta años. Los Smythe financiaron sus gastos iniciales con sus reservas de dinero conjunto, infladas con las concesiones especiales del tiempo de guerra y le tomó
al Mayor Smythe un año completo de investigación antes que se decidiera en hacer negocio con los señores Foo, comerciantes en importaciones y exportaciones. Los hermanos Foo, muy respetados y ricos, eran la junta reconocida que gobernaba la próspera comunidad china de Jamaica. Muchos de sus negocios se consideraban dudosos y seguían la tradición china en ese sentido; sin embargo todo lo que el Mayor Smythe investigó confirmaba que se podía confiar en ellos plenamente. La Convención Bretton-Woods, que fijaba un precio controlado mundialmente para el oro, había sido firmada y era de conocimiento público que en Tánger y Macao -dos puertos libres que por diferentes razones habían escapado de la red de la Bretton-Woods- se podía obtener un precio de por lo menos cien dólares la onza de oro de 99% en vez del precio fijo mundial de treinta y cinco dólares la onza. Y muy convenientemente, los Foo habían comenzado a comerciar otra vez con un Hong-Kong resurgido y confirmado como la antesala para el contrabando de oro hacia el vecino Macao, Toda la combinación era, de acuerdo al lenguaje del Mayor Smythe, muy apropiada. Tuvo una entrevista muy agradable con los hermanos Foo. No hicieron preguntas hasta que se llegó al examen de las barras. La ausencia de marcas de fundición dieron como resultado la pregunta cortés hacia la proveniencia original del oro. -Como usted ve, Mayor -explicó el más viejo y lisonjero- de los hermanos, desde detrás de un gran escritorio de caoba, vacío- en el mercado del oro las marcas de fundición de todos íos bancos nacionales respetables y de comerciantes respetables son aceptadas sin dudas. Tales marcas garantizan la calidad del oro. Pero, claro, que hay otros báñeos y comerciantes cuyos métodos de refinar, -la sonrisa benigna se amplió una fracción- son talvez no tan... digamos exactos. -Usted quiere decir, el viejo engaño del ladrillo de oro -exclamó el Mayor Smythe con un dejo de ansiedad-. ¿Un pedazo de plomo cubierto con pintura dorada? Ambos hermanos sonrieron carrasposamente, reconfortándolo. -No, no, Mayor. Eso, por supuesto, queda descartado. Pero, -las sonrisas se mantuvieron- si usted no puede recordar la procedencia de estas hermosas barras, quizás no tenga usted inconveniente en que las sometamos a un examen. Hay métodos para determinar la pureza de tales barras. Mi hermano y yo somos muy competentes en estos métodos. ¿Tendría usted inconveniente en dejar estas barras con nosotros y si gusta regresar después de almuerzo? No habia tenido alternativas. El Mayor Smythe tenía ahora que confiar completamente en los hermanos Foo. Podían arreglar cualquier informe sobre calidad y él tendría que aceptarlo. Se dirigió al Myrtle Bank y se tomó uno o dos tragos bien fuertes y un emparedado que se quedó trabado en su garganta. Luego regresó a la fría oficina de los Foo. La escena era la misma -los dos hermanos que sonreían, las dos barras de oro, el portado-aimentos; sólo que ahora en frente del hermano mayor había un pedazo de papel y una pluma Parker de oro. -Hemos resuelto el problema de sus magníficas barras, Mayor, -¡Magnificas! Gracias a Dios; pensó el Mayor Smythe- y estoy seguro que estará interesado en
conocer la historia probable. -Por supuesto que si, - exclamó el Mayor Smythe con una valiente demostración de entusiasmo. -Se trata de barras alemanas, Mayor. Probablemente del Banco del Reich durante la guerra. Esto lo hemos deducido del hecho que contienen un diez por ciento de plomo. Durante el régimen de Hitler, era una costumbre tonta del Banco del Reich adulterar el oro de esta manera. Este hecho fue conocido en forma rápida por los comerciantes de oro y el precio de las barras alemanas en Suiza, por ejemplo, donde muchas de ellas eran ofrecidas, fue rebajado de acuerdo a eso. De manera que el único resultado de la tontería alemana fue que el Banco Nacional de Alemania perdió el prestigio de negociante honrado que había ganado durante siglos. -La sonrisa del chino no varió-. Un negocio muy malo, Mayor. Muy estúpido. El Mayor Smythe se maravilló ante la omnisciencia de estos dos hombres aun tan lejos de los grandes centros comerciales del mundo, pero también la maldijo. ¿Y ahora qué? -Esto es muy interesante, señor Foo, -dijo-. Pero no son muy buenas noticias para mí. ¿Estas barras no son entonces "buena mercancía" o como quiera que ustedes lo llamen en el comercio del oro? El mayor de los Foo hizo un gesto de retiro con su mano derecha. -No tiene ninguna importancia, Mayor. O más bien, tiene poca, ciertamente. Vamos a vender su oro según sus verdaderos quilates, digamos, con ochenta y nueve de fineza. Puede ser vuelto a re-finar por el comprador final o no. No es de nuestra incumbencia. Nosotros habremos vendido una mercancía bajo su verdadera calidad. -Pero a un precio inferior. -Eso es así, Mayor. Pero creo que tengo buenas noticias para usted. ¿Ha efectuado usted una estimación para calcular el valor de estas dos barras? -Había pensado en cerca de veinte mil libras esterlinas. El mayor de los Foo soltó una risa seca. -Creo que si vendemos sabiamente y con lentitud, usted recibirá más de cien mil dólares, Mayor -deducida, claro está, nuestra comisión, la cual incluirá gastos de embarque y gastos incidentales. -¿Cuánto será el costo de eso? -Hemos pensado en una cantidad de cerca de un diez por ciento, Mayor. Si esto es satisfactorio para usted. El Mayor tenia la idea de que los comerciantes de oro recibían una fracción del uno por ciento. ¿Pero qué infiernos importaba eso? Desde el almuerzo ya había ganado diez mil libras sin esfuerzo. -Acepto, -dijo, levantándose y estirando la mano sobre el escritorio. Desde entonces, cada tres meses, visitaba la oficina de los Foo, llevando una
maleta vacía. Allí encontraba preparadas quinientas libras de las nuevas de Jamaica en ordenados montones sobre el ancho escritorio junto a las dos barras de oro que iban disminuyendo pulgada a pulgada; lo mismo que un papel escrito a máquina que indicaba la cantidad vendida y el precio que se había obtenido en Macao. Todo era muy sencillo, muy amistoso y altamente comercial, y el Mayor Smythe no creía que lo estaban sometiendo a ninguna clase de engaño que no fuera el exacto diez por ciento acordado. De cualquier manera no le importaba mucho. Dos mil libras netas al año eran suficientes para él. Su única preocupación era que la gente de los impuestos a la renta lo investigarían para preguntarle de qué estaba viviendo. Mencionó esta posibilidad a los Foo. Pero le dijeron que no se preocupara y, en los próximos dos trimestres, sólo encontró cuatrocientas libras en vez de quinientas sobre la mesa. No hubo comentarios de ninguna de las partes. El "aceite" había sido administrado en el punto conveniente. Y de esta manera, los días de sol y de pereza transcurrieron y se convirtieron en años. Los dos Smythe aumentaron de peso y el Mayor Smythe tuvo el primero de sus dos ataques a la coronaria. Fue advertido por el médico que disminuyera el alcohol y los cigarrillos y llevara una vida más tranquila. Debía también evitar las grasas y la comida frita. Inicialmente Mary Smythe había tratado de ponerse muy estricta con él; entonces, luego que él comenzó a beber en secreto y comenzó a llevar una vida de pequeñas mentiras y evasiones, Mary trató de echar marcha atrás en sus intentos para controlar su propia indulgencia. Pero fue demasiado tarde. Ya se había convertido ella a los ojos del Mayor Smythe en el símbolo del inspector y comenzó a evitarla. Ella le echó en cara de que ya no la amaba y cuando el incesante disputar fue demasiado para su naturaleza sencilla, se convirtió en una adicta a las pildoras para dormir. En cierta ocasión, luego de una disputa airada y bajo los efectos del alcohol, ella se tomó una sobredosis "sólo para demostrarle". Fue una sobredosis demasiado alta y eso la mató. El suicidio fue silenciado, pero la mala sombra resultante no benefició al Mayor Smythe socialmente. Se retiró a vivir en el North Shore, zona que, aunque estaba ubicada únicamente a unos cinco kilómetros de la capital, al otro lado de la isla, dentro de la reducida sociedad de Jamaica es como si fuera otro mundo diferente. Y allí se había posesionado de Wavelets y después de su segundo ataque coronario, estaba dedicado por entero al proceso de matarse bebiendo cuando este tipo llamado Bond apareció en la escena con otra sentencia de muerte en su bolsillo, una alternativa. El Mayor Smythe consultó su reloj. Algunos minutos más de las doce. Se puso de pie y se sirvió otro brandy con ginger ale, bien cargado, y salió al prado. James Bond estaba sentado bajo los almendros marinos, mirando hacia el mar. No levantó la vista cuando el Mayor Smythe atrajo otra silla de aluminio y colocó su vaso en el pasto, a un costado. Cuando el Mayor Smythe había concluido de relatar su historia, Bond dijo sin emoción: -Sí, eso es, más o menos, lo que yo había calculado. -¿Quiere que lo escriba en un papel y se lo firme? -Puede hacerlo si quiere. Pero no para mi. Eso será para el juicio marcial. Su antigua Fuerza estará encargada de todo eso. No tengo nada que hacer con el aspecto legal. Entregaré un informe a mi propio Servicio Secreto de lo que me ha
dicho y ellos lo pasarán a la Infantería de Marina Real. Luego supongo que pasará al Procesador Público, vía Scotland Yard. -¿Puedo hacerle una pregunta? -Por supuesto. -¿Cómo lo averiguaron? -Era un glaciar pequeño. El cadáver de Ober-hauser salió afuera en el fondo a comienzos de este año. Cuando se derritieron las nieves de primavera. Lo encontraron algunos escaladores. Todos .sus documentos y otras cosas estaban intactos. La familia lo identificó. Luego fue sólo una cuestión de seguir la pista desde allí. Los proyectiles remataron el asunto. -¿Pero, cómo se metió usted en todo esto? -La Fuerza de la Oficina de Objetivos Diversos era responsabilidad de mi... Servicio. Los papeles cursaron hasta llegar a nosotros. Vi el expediente por casualidad. Tenía algún tiempo disponible. Solicité me dieran la oportunidad de agarrar al hombre que lo hizo. -¿Por qué? James Bond miró al Mayor Smythe directo a los ojos. -Sucede que Oberhauser era un amigo mío. Me enseñó a esquiar antes de la guerra, cuando era un mozalbete. Fue algo como un padre para mí durante una época cuando verdaderamente uno lo necesitaba. -Oh, ya veo. -El Mayor Smythe desvió la vista-. Lo siento. James Bond se puso de pie. -Bueno, me pondré de regreso a Kingston. -Levantó una mano-. No, no se moleste. Encontraré mi camino hasta el automóvil. -Miró hacia abajo al hombre más viejo. Prosiguió abruptamente, casi duramente; talvez, pensó el Mayor Smythe, para esconder su perturbación.- Transcurrirá una semana antes de que envíen a alguien a buscarle. Luego se alejó, atravesando la grama y por la casa. El Mayor Smythe escuchó el ronronear metálico del partidor del auto y el golpetear de la grava sobre el camino descuidado. El Mayor Smythe, buscando su presa a lo largo del arrecife, cavilaba sobre lo que había querido decir Bond con esas últimas palabras. Dentro de la máscara Pirelli, sus labios se replegaron dejando ver los dientes manchados. En realidad era obvio. Era sólo una versión de la antigua y pasada de moda ocasión de dejar al oficial culpable con su revólver. Si ese tipo Bond hubiera querido, sólo habría tenido que telefonear a la Gobernación para que enviaran a un oficial del Regimiento de Jamaica y pusiera al Mayor Smythe bajo custodia. Muy obligante de su parte, en cierto modo. ¿Lo era así? Un suicidio era mucho más limpio, evitaba un montón de papeleo y de dinero del contribuyente. ¿Correspondería la atención de este tipo Bond y se comportaría con limpieza? ¿Se juntaría con Mary en el sitio al que Dios envía a los suicidas, cualquiera que este fuese? ¿O seguir adelante con todo -la indignidad, los trámites interminables, los titulares, el aburrimiento y lentitud de una sentencia a prisión perpetua que inevitablemente
terminaría con u-na tercer coronaria? ¿O debería defenderse; hacer uso del tiempo de guerra, una lucha con Oberhauser sobre el Cumbre del Oro, un prisionero que trata de escapar, Oberhauser conocía el escondite del oro, la tentación natural de Smythe de escapar con un mineral, y él, un pobre oficial de los Comandos ante la alternativa de una súbita riqueza? ¿Debía someterse en forma dramática a la clemencia de la Corte? De pronto, el Mayor Smythe se vio a sí mismo en el juicio, una figura recta y espléndida, en uniforme ceremonial de colores azul y escarlata, que era tradicional en los juicios marciales... ¿Le habrían entrado polillas a la caja en el cuarto de sobrantes de Wavelets? ¿La humedad? Luna tendría que echarle una revisada. Debía colocarlo un día a la luz del sol, si el tiempo se mantenía bueno. Una buena cepillada. Con la ayuda de su faja, con seguridad podría meter su cintura de cuarenta pulgadas dentro de los pantalones de treinta y cuatro, los mismos que le habían confeccionado donde Gieves, hacía veinte, treinta años. Y abajo, en la sala del juicio, probablemente en Chatman, el Amigo del Prisionero, algún tipo leal, por lo menos del mismo rango de coronel en reconocimiento a su propia antigüedad, sería quien defendiera su causa. Y siempre existiría la posibilidad de apelar a una corte superior. Vaya, todo el caso podría convertirse en una cause célebre. Contaría su historia a los periódicos, escribiría un libro... el Mayor Smythe sintió que su entusiasmo iba en aumento. ¡Cuidado, viejo! ¡Cuidado! ¡Recuerda lo que el bueno del médico te dijo! Afirmó sus pies en el fondo y se tomó un descanso entre las olas danzantes, debido al viento del noreste que mantienen al North Shore tan deliciosamente fresco hasta la llegada de los meses tórridos agosto, setiembre, octubre cuando llega la época de los huracanes. Después de sus acostumbrados tragos de ginebra y almuerzo frugal, luego de la siesta sudorosa, tendría que dedicarle a todo esto más planeamiento cuidadoso. Y luego debería asistir al coctel de los Arundels y a la cena en el Club de Shaw Park Beach con los Mar-chesis. Más tarde a algún juego de bridge con jugosas apuestas y regresar a casa para adormecerse con seconal. Alentado por la perspectiva de una actividad de rutina, la sombra negra de Bond se retiró hacia atrás. ¿Bien, ahora, escorpión, en dónde estás? ¡Pussy espera su almuerzo! El Mayor Smythe hundió la cabeza y con la mente bien dirigida y los ojos buscando, continuó su baño, nadando despaciosamente por el bajío, entre los grupos de corales, que se iban internando hacia el arrecife de bordes blancos. Casi de inmediato, divisó las dos antenas espinudas de una langosta, o mejor dicho de su prima, la variedad de las Indias Occidentales, que apuntaban hacia él en forma inquisidora, en razón de la turbulencia que producía al nadar. Estaba escondida en una hendidura debajo de un cabeza de negro. Por el grosor de sus antenas debía de tratarse de una grande, ¡tres o cuatro libras! Normalmente el Mayor Smythe habría buscado apoyo con los pies y con delicadeza removido la arena en frente del refugio para hacer salir a la langosta más afuera, ya que se trata de una familia curiosa. Entonces la habría arponeado, atravesándole la cabeza, y luego la prepararía para el almuerzo. Pero hoy sólo había una silueta de presa en su mente, una sola figura en que concentrarse, la silueta irregular y cortada del pez-escorpión. Y diez minutos más tarde, distinguió sobre la arena blanca un montón rocoso de algas marinas que no lo era en realidad. Situó los pies lentamente y observó cómo se ponían erectas las espinas venenosas sobre el
lomo de la cosa. Era algo de buen tamaño, talvez de tres cuartos de libra. Preparó su lanza tridente y avanzó poco a poco. Ahora los ojos del pez, rojos y rabiosos, estaban abiertos ampliamente. Le observaban. Tenía que ser un ataque rápido y único, tan cerca a la vertical como fuera posible, de otra manera, lo sabía por experiencia, las espinas de alambre, filudas como agujas, serían lanzadas desde la cabeza cornuda del animal, sin la menor duda. Levantó los pies del fondo y aleteó hacia adelante con lentitud, usando la mano libre como una aleta. Ahora se lanzó hacia adelante y hacia abajo. Pero el pez-escorpión había sentido la pequeña ola de choque de la lanza. Hubo un revuelo de arena. El pez se disparó hacia arriba y giró como un ave en vuelo, debajo del vientre del Mayor Smythe. El Mayor Smythe lanzó una maldición y giró en el agua. Sí, el pez había efectuado lo que tantas veces practicara: buscó refugio en la roca más cercana, cubierta de algas y allí, confiado en su mimetismo formidable, se enterró en el fondo marino. El Mayor Smythe sólo tuvo que nadar unos pocos pies, lanzarse hacia abajo de nuevo, esta vez con mejor acierto y lo alcanzó, levantándolo en la punta de la lanza, aleteando y retorciéndose. La excitación y el pequeño esfuerzo habían obligado al Mayor Smythe a resoplar, y sintió el viejo dolor sobre el pecho al acecho, listo a atacarlo. Bajó los pies y, luego de atravesar al pez, de lado a lado lo levantó fuera del agua, mientras todavía se debatía en forma desesperada. En seguida, retornó atravesando la laguna. Caminó sobre la arena de su playa hasta llegar a la banca de madera debajo de la vid marina. Luego dejó caer la lanza con la presa que se debatía, sobre la arena y se sentó al lado para descansar. Fue quizás cinco minutos más tarde que el Mayor Smythe sintió un raro adormecimiento, más o menos, en la región del plexo solar. Miró sin interés hacia abajo y todo su cuerpo se paralizó con horror e incredulidad. Una parte de su piel, del tamaño de una pelota de cricket, se había tornado blanca aún debajo de lo tostado y en el centro de la mancha, había tres puntazos descendentes coronados con pequeñas gotas de sangre. En forma automática, el Mayor Smythe se limpió la sangre. Los agujeros eran del tamaño de pinchadas de alfiler solamente, pero el Mayor Smythe recordó el vuelo ascendente del pez-escorpión y exclamó en voz alta, con preocupación, pero sin animosidad: -¡Me acertaste, bastardo! ¡Por Dios me acertaste! Permaneció sentado, observando su cuerpo y recordando lo que se decía acerca de las picadas de los peces-escorpión en el libro que le habían prestado en el Instituto y que nunca había devuelto. Animales Marinos Peligrosos, una publicación norteamericana. Con delicadeza tocó y apretó el área blanca alrededor de las picaduras. Sí, la piel se había adormecido totalmente y ahora un latido de dolor comenzó a punzar en el interior. Muy pronto se convertiría en un dolor insoportable. Luego el dolor se extendería por todo el cuerpo, volviéndose tan intenso que se revolcaría sobre la arena, gritando y manoteando, tratando de librarse de él. Vomitaría y echaría espumas por la boca y luego vendrían el delirio y las convulsiones, dominándolo hasta que perdiera el conocimiento. Entonces, en su caso era inevitable, sobrevendría el ataque cardíaco y la muerte. De acuerdo al libro todo el ciclo se completaría en cerca de un cuarto de hora -eso era lo que le quedaba- ¡quince minutos de horripilante agonía! Había curativos, por
supuesto -procaína, antibióticos y anti-histamínicos- si su débil corazón alcanzaba a soportarlos. Pero tenían que estar a mano. Aunque pudiera escalar los peldaños hasta la casa y suponiendo que Jimmy Greaves tuviese estas drogas modernas, sería imposible para el médico llegar hasta Wavelets en menos de una hora. La primer explosión de dolor golpeó el cuerpo del Mayor Smythe y lo hizo doblarse en dos. Luego vino otro y otro, extendiéndose por su vientre y sus extremidades. Ahora sentía un sabor metálico en su boca. Sus labios temblaban. Lanzó un gemido y cayó del asiento a la playa. Un aleteo sobre la misma cerca de su cabeza le recordó el pez-escorpión. Vino una calma en los espasmos de dolor. En vez de eso, todo su cuerpo se sintió como en ascuas, pero por encima de su agonía, su cerebro se aclaró. ¡Pero, por supuesto! ¡El experimento! ¡De alguna manera debía llegar hasta Octopussy y servirle el almuerzo! -Octopussy, mi Octopussy, esta será la última comida que recibas. El Mayor Smythe moduló la cancioncita para sí mismo mientras agachado en pies y manos, encontraba su máscara y de alguna manera, se la colocaba a la fuerza sobre el rostro. Luego levantó la lanza, que conservaba el pez pinchado en la punta que aleteaba todavía. Agarrando su estómago con la mano libre, se arrastró, a medio deslizarse por la arena, hasta llegar al agua. Eran cuarenta metros de agua poco profunda la distancia a la guarida del pulpo entre la hendidura de coral y el Mayor Smythe, aullando sin descanso dentro de la máscara, de alguna manera y casi siempre sobre las rodillas, pudo lograr llegar allí. Mientras llegaba al último tramo y el agua se hizo más profunda, se puso de pie y el dolor lo hizo tambalearse, hacia adelante y hacia atrás, como si fuera una marioneta manipulada por cables. Por fin pudo llegar y con un supremo esfuerzo de voluntad pudo sostenerse quieto mientras hundía la cabeza dentro del agua para permitir que entrara el líquido en la máscara y limpiara el vaho de sus gritos del cristal. A continuación, mientras de su labio inferior mordido brotaba sangre, se inclinó con cuidado para observar la vivienda de Octopussy. ¡Sí! La masa de color castaño estaba todavía allí. Se movía presa de la excitación. ¿Por qué? El Mayor Smythe observó oscuros hilos de su sangre que descendían, dando vueltas lentamente en el agua. ¡Por supuesto! La hermosura estaba saboreando su sangre. Un estallido de dolor golpeó al Mayor Smythe y lo hizo retroceder. Se escuchó balbucear dentro de su máscara, con delirio. ¡Contrólate, Dexter, amigo mío! ¡Tienes que darle a Octopussy su comida! Pudo controlarse y sosteniendo la lanza muy abajo del mango, enterró el pez hacia el agujero que se agitaba. ¿Agarraría Octopussy el señuelo, la carnada envenenada que estaba matando al Mayor Smythe, pero ante la cual un pulpo podía ser inmune? ¡Si al menos Bengry pudiera estar aquí para observar! Tres tentáculos, moviéndose excitadamente, salieron del agujero y se agitaron en torno al pez-escorpión. Ahora, frente a los ojos del Mayor Smythe se extendía una bruma gris. La reconoció como la frontera de la inconsciencia y cansadamente movió la cabeza para tratar de aclararla. ¡Y entonces los tentáculos saltaron! ¡Pero no hacia el pez! Hacia la mano y brazo del Mayor Smythe. La boca destrozada de éste se estiró en
una mueca de placer. ¡Ahora él y Octopussy habían estrechado sus manos! ¡Cuan excitante era! ¡Qué cosa más verdaderamente hermosa! Pero entonces, el pulpo, en forma callada e inexorable, tiró hacia abajo y una terrible realidad golpeó al Mayor Smythe. Reunió los restos de fuerzas que le quedaban y enterró la lanza. El único efecto fue sumergir al pez-escorpión dentro de la masa del pulpo y ofrecer un brazo más al octópoda. Los tentáculos serpentearon hacia arriba y lo atrajeron más inexorablemente. Demasiado tarde, el Mayor tiró de su máscara. Un alarido apagado reventó por encima de la bahía solitaria, en seguida la cabeza se hundió, muy abajo, y hubo una explosión de burbujas hacia la superficie. De inmediato las piernas del Mayor Smythe flotaron arriba y pequeñas olas empujaron su cuerpo hacia aquí y hacia allá mientras el pulpo exploraba aquella mano derecha con su orificio bucal dando un primer picotazo de prueba a uno de los dedos con sus mandíbulas de aspecto de espolón. El cadáver fue encontrado por dos jóvenes jamaicanos que pescaban peces agujas desde una canoa. Arponearon el pulpo con la lanza del Mayor Smythe, matándolo en la forma tradicional de voltearlo de adentro para afuera y mordiéndole la cabeza. Regresaron a la casa con los tres cadáveres. Entregaron el cuerpo del Mayor Smythe a la policía y a la cena se comieron el pez-escorpión y el pez-gato. El corresponsal local del periódico Daily Gleaner reportó que el Mayor Smythe había sido muerto por un pulpo, pero el diario tradujo eso en fue encontrado ahogado para no asustar a los turistas. Más tarde en Londres, James Bond, llegando a la conclusión propia de "suicidio", escribió el mismo veredicto de fue encontrado ahogado, junto con la fecha colocada en la última página del voluminoso expediente, cerrándolo. Es sólo debido a las anotaciones del doctor Greaves, quien practicó la autopsia, que ha sido posible reconstruir una especie de necrología sobre el final bizarro y patético del alguna vez valioso oficial del Servicio Secreto.
El Gran Susto The Living Daylights - 1962
James Bond estaba echado en el polígono de cuatrocientos metros del famoso Campo de Tiro Century en Bisley. La estaca blanca sobre la grama, a su costado indicaba 44 y el mismo número se repetía, muy arriba, sobre el marcador distante ubicado encima del único blanco de tiro de seis pies cuadrados que para el ojo humano, en la penumbra de fines de verano del anochecer, no se veía más grande que una estampilla de correos. Pero los lentes de Bond, una mirilla telescópica infrarroja de francotirador ubicada sobre su rifle, cubría toda esa superficie. Podía aún distinguir con claridad el azul pálido y el beige, colores en los cuales el blanco estaba dividido, y el semicírculo de seis pulgadas al centro del blanco tan grande como la media luna que comenzaba a aparecer en el cielo que se oscurecía, algo abajo, sobre la cumbre de las distantes montañas de Cho-bhan Ridges. El último disparo de James Bond había acertado un izquierdo interior no lo suficientemente bueno. Dio otra mirada a las banderas indicadoras del viento, de colores amarillo y azul. Flameaban a través del campo de tiro desde el Este, se veían más extendidas que cuando comenzara a disparar una media hora antes. Corrigió dos marcaciones a la derecha sobre la graduación para el viento y ubicó los pelos de la mirilla telescópica otra vez sobre el punto de tiro. Luego buscó mejor posición, puso el dedo del gatillo dentro de la protección y ya sobre la curva del mismo, controló su respiración y muy, pero muy despacio, lo apretó. El estridente estallido del disparo retumbó por el campo vacío. El blanco desapareció debajo de la tierra y de inmediato lo remplazó el similar que indicaba la exactitud del disparo. Si, el marcador negro estaba en la esquina inferior del lado derecho y no sobre el lado izquierdo: una fama. -Bien, -exclamó la voz del Jefe de Instructores de Tiro desde atrás y algo arriba-. Manténgalos así. El blanco ya estaba de nuevo arriba y Bond arrimó la mejilla sobre la parte tibia de la culata de madera y el ojo contra el anillo de caucho de la mirilla telescópica. Limpió la mano con que disparaba sobre los pantalones y agarró el mango de pistola que sobresalía por debajo de la guarda de protección del gatillo. Separó las piernas una pulgada más. Ahora vendrían cinco descargas rápidas. Sería interesante ver si esto producía una falla. Creía que no. Esta arma extraordinaria, que el Armador había conseguido de alguna manera, le daba la sensación de que un hombre parado a mil setecientos metros sería un blanco fácil. Era básicamente un rifle experimental de tiro, construido por Winchester para ayudar a los campeones norteamericanos en las competencias mundiales. Tenía todos los dispositivos usuales de las armas de tiro altamente efectivas y una culata de aluminio rayado para que la mano retuviera el arma contra el hombro y que se prolongaba hasta debajo del mismo, asegurándola con firmeza. Un piñón ajustable debajo del centro de gravedad del rifle permitía que el cañón se
"clavara" en el apoyo de madera grabada. El Armador había cambiado la recámara para un solo proyectil por una que recibía cinco, de tiro rápido. Había asegurado a Bond que si permitía dos segundos de intervalo entre los disparos para que el arma se asentara, no habría fallas, aun a distancia de cuatrocientos metros. Para el trabajo que Bond tenía que realizar, creía que dos segundos podrían ser una peligrosa pérdida de tiempo si fallaba con su primer disparo. De todas maneras, M había dicho que la distancia no sobrepasaría los doscientos cincuenta metros. Bond acortaría el intervalo a un segundo. Casi fuego continuo. -¿Listo? -Sí. -Le daré un conteo regresivo desde cinco. ¡A-hora! Cinco, cuatro, tres, dos, uno. ¡Fuego! El suelo tembló ligeramente y el aire cantó cuando los cinco remolineantes trozos de cobre y níquel se escupieron a través de la penumbra. El blanco descendió y volvió a levantarse con rapidez, ahora decorado con cuatro pequeños discos blancos, muy juntos sobre la fama. No había un quinto disco; ni siquiera uno de color negro para señalar un acierto interior o exterior. -El último proyectil entró bajo, -anotó el Instructor de Tiro, bajando sus lentes nocturnos-. Gracias por la contribución. Tamizamos la arena de esos montículos al final de cada año. Nunca separamos menos de quince toneladas de excelente plomo y restos de cobre allí. Muy buen dinero. Bond se había puesto de pie. El Cabo Menzies de la Sección de Armamentos apareció desde el pabellón del Club de Tiro y se arrodilló para desarmar el Winchester y su soporte. Levantó la vista hasta Bond. Comentó con un dejo de crítica en la voz. -Estaba disparando muy rápido, señor. El último tiro tenía que salirle desviado. -Lo sé, cabo. Quería comprobar con qué rapidez podía hacerlo. No estoy culpando al arma. Es un hermoso artefacto. Por favor dígaselo al armador de mi parte. Ahora es mejor que me retire. ¿Usted regresa solo a Londres, verdad? -Sí. Buenas noches, señor. El Instructor Jefe de Tiro le entregó a Bond una lista de sus disparos: dos disparos de comprobación de punteria y luego diez disparos cada ochenta metros, hasta completar los cuatrocientos. -Muy buenos disparos con esta visibilidad. Debía usted regresar el próximo año y competir para el Trofeo de la Reina. Está abierto para cualquier competidor, hoy en día. De la Comunidad Británica de Naciones, claro está. -Gracias. El problema es que no estoy en Inglaterra todo ese tiempo. Y gracias por anotar mi puntaje.
Bond dio una mirada al distante Reloj de la Torre. A cada lado, la bandera roja de peligro y la señal roja venían descendiendo para indicar que los disparos habían cesado. Las manecillas apuntaban a las nueve y quince. -Me hubiera encantado comprarle un trago, pero tengo una cita en Londres. ¿Podemos reservarlo hasta la competencia por ese Trofeo de la Reina de que usted me habla? El Instructor Jefe de Tiro asintió sin entusiasmo. Había esperado con interés el tener la oportunidad de averiguar algo más sobre este hombre que habia caído del cielo después de algunas indicaciones presurosas del Ministerio de Defensa y que luego procedió a acertar en un poco más del noventa por ciento de puntaje, disparando de todas las distancias y una vez que la cancha de tiro hubo cerrado en la noche y la visibilidad iba de mal en peor. ¿Y por qué le habían ordenado a él, que sólo dirigía la competencia anual de julio, estar presente? ¿Y por qué se le ordenó que Bond [tuviera una fama de seis pulgadas a los 400 metros en vez de la de 15 pulgadas que era la oficial? ¿Y por qué todo este enredo con la bandera de peligro y el tambor de señales que sólo se usaba en las ceremonias? ¿Para presionar al hombre? ¿Para dar una indicación de urgencia a los disparos? Bond. Comandante James Bond. La N.R.A.3 con seguridad tendría un informe sobre cualquiera que pudiera disparar así. Debía recordarse de hacerles una llamada. Extraña hora para tener una cita en Londres. Probablemente una muchacha. El Instructor de Tiro hizo aparecer en su rostro una expresión de disgusto. Este era el tipo de hombre que podía conseguir a cualquier mujer que se propusiera lograr. Los dos hombres pasaron por la elegante fachada del Club Row, detrás de la cancha de tiro, hasta llegar a donde estaba estacionado el auto de Bond, en frente de una reproducción en hierro de la famosa escultura de Landseer "Ciervo corriendo". -Hermoso trabajo, -comentó el Instructor de Tiro-. Nunca había visto una carrocería de ese tipo en un Continental. ¿La ordenó hacer especial? -Sí. Los autos deportivos sólo tienen dos asientos. Y muy poco espacio para las maletas. De manera que lo llevé al taller Mulliner para que lo transformaran en un verdadero auto de dos asientos con bastante espacio. Me temo que sea un auto egoísta. Bueno, buenas noches. Y gracias de nuevo. El tubo de escape rugió con fuerza y las ruedas traseras, por un instante, escupieron gravilla. El Instructor Jefe de Tiro observó las luces rubí hasta que se extinguieron subiendo por la Avenida King, yendo hacia la carretera de Londres. Giró sobre sus talones y se encaminó a ubicar al Cabo Menzies en busca de información que resultó infructuosa. El Cabo permaneció tan cerrado como la enorme caja de caoba que estaba cargando en ese momento en un Land Rover de color caqui que no mostraba emblemas militares. El Instructor Jefe de Tiro era un Mayor. Trató de forzar al Cabo usando su rango, pero sin éxito. El Land Rover partió en seguimiento de Bond. El Mayor se dirigió de mal humor hacia las oficinas de la N.R.A. para tratar de conseguir lo que buscaba en la biblioteca bajo 3. Asociación Nacional del Rifle.
el nombre de Bond J. La cita de James Bond no era con una muchacha. Era con un vuelo de la B.E.A.4 con escala en Hanover y Berlín. Mientras devoraba las millas hacia el Aeropuerto de Londres, forzando al automóvil fuertemente para que le restara suficiente tiempo para tomarse un trago, o mejor, tres coñacs, antes del despegue, sólo parte de su mente estaba en la carretera. El resto de ella, volvía a examinar, por la enésima vez, la secuencia que ahora lo conducía a una cita con un aeroplano. Pero sólo a una cita casual o interina. El encuentro final sería durante una de las tres noches siguientes y con un hombre. Tenía que ver a este hombre e infaliblemente matarlo de un tiro. Cuando, a eso de las dos y treinta de esa tarde, James Bond había atravesado la doble puerta para tomar asiento frente al perfil alejado de él, al otro lado del enorme escritorio, había presentido el peligro. No hubo saludo. La cabeza de M estaba hundida entre el cuello almidonado de su camisa, al estilo Churchill, en posición de sombría reflexión, y había en las comisuras de sus labios un dejo de amargura. Hizo girar la silla para enfrentarse a Bond, dándole una mirada calculadora. Bond pensó que era como si se tratara de ver si su corbata estaba bien colocada o su pelo bien peinado. Y entonces comenzó a hablar con rapidez, cortando sus frases, como si quisiera terminar con la molestia de lo que estaba diciendo, y deshacerse de Bond, tan rápido como fuera posible. -Número 272. Es un buen agente. No debe usted haberlo conocido. Por la simple razón de que ha estado enterrado en Novaya Zemlya desde la guerra. Ahora está tratando de salir.. . cargado de secretos. Atómicos y de cohetería. Y los planes para una nueva y completa serie de ensayos. Para el año próximo. A fin de poner en dificultades a Occidente. Algo que tiene que ver con Berlín. No puede imaginarse lo que será totalmente, pero el Foreígn Office dice que si es cierto, será terrorífico. Se burla de la Conferencia de Ginebra y toda esta habladuría acerca del desarme nuclear que el Bloque Comunista está propiciando. Ha logrado llegar tan cerca como Berlín Oriental. Tiene prácticamente a todo el Servicio Secreto Ruso, la K.G.B. en su persecución y además las fuerzas de seguridad de la Alemania Oriental, por supuesto. Está escondido en alguna parte de la ciudad y pudo enviarnos un mensaje que cruzará la frontera entre las seis y siete p. m. en alguna de las tres próximas noches, mañana, el día siguiente o el subsiguiente. Indicó el punto de cruce. »El problema es, -la curva de desaliento en los labios de M se hizo más amarga aún- el mensajero que usó era un agente doble. La estación W.B. (Berlín Occidental) lo descubrió ayer. Fue una casualidad. Tuvieron suerte con una clave secreta de la K.G.B. El mensajero será sacado para juzgarlo por supuesto. Pero eso no ayudará en nada. La K.G.B. sabe que 272 va a huir. Saben cuándo. Saben dónde. Saben tanto como nosotros y nada más. Ahora bien, la clave secreta que descubrimos es del tipo usado por un solo día en sus máquinas. Pero conseguimos todos los mensajes de ese día y eso es suficiente. Planean asesinarlo de un tiro cuando trate de pasar. En este cruce de calles, entre Oriente y Occidente que mencionó en su mensaje. Están montando una operación bastante grande. Operación EXTASE la llaman. Van a colocar a su mejor francotirador en 4. British European Airways.
este trabajo. Todo lo que sabemos de él es que su nombre de código es la palabra rusa "Gatillo". La Estación W.B. cree que es el mismo hombre que han usado antes para trabajos de francotirador. Asuntos de largo alcance, a través de la frontera. Va a estar de guardia, vigilando este cruce cada noche y su trabajo es liquidar a 272. Por supuesto que les habría gustado hacer un trabajo más seguro, con ametralladoras o lo que fuera. Pero todo está tranquilo ahora en Berlín y aparentemente la consigna es de que permanezca así. De todas maneras -M se encogió-, tienen confianza en este "Gatillo" y ese es el modo como lo van a hacer. -¿Dónde entro yo en el asunto, señor? James Bond había adivinado la respuesta, el por qué M demostraba tanto disgusto por todo este asunto. Iba a ser un trabajo sucio y Bond, por el hecho de pertenecer a la Sección del Doble O, había sido elegido para ejecutarlo. En forma perversa, James Bond quería obligar a que M dejara todo muy claro, en blanco y negro. Estas iban a ser malas noticias, no limpias, y no deseaba que se las dijera alguno de los oficiales de la Sección, o aún el Jefe de Plana. Este iba a ser un asesinato. Muy bien. Que se lo dijera M. -¿Dónde entras tú, 007? -M lo observó con frialdad por encima del escritorio-. ¿Sabes dónde entras tú en el asunto? Tienes que matar a este francotirador. Tienes que matarlo antes de que liquide a 272. Eso es todo. ¿Lo has comprendido? Aquellos ojos azules permanecieron tan fríos como el hielo. Pero Bond sabía que lo hacían mediante un tremendo esfuerzo de voluntad. A M no Je gustaba enviar a un hombre a asesinar. Pero cuando tenía que hacerlo, siempre ejercía la orden con frialdad y fiereza aparente. Bond sabía el por qué. Con esto quería disminuir la presión, quitar algo de la culpa a los hombros del asesino. De modo que ahora Bond, que sabía de estas cosas, decidió facilitar el caso a M en forma sencilla y rápida. Se puso de pie. -Está muy bien, señor. Supongo que el Jefe de Plana tiene toda la información general. Mejor es que me vaya y practique un poco. No tendría disculpa si fallara el golpe. Se encaminó hacia la puerta. -Siento mucho haber tenido que pasarte este caso -dijo M calladamente-. Es un trabajo terrible. Pero tenemos que llevarlo a cabo y bien. -Me esforzaré en hacerlo así, señor. James Bond salió, cerrando la puerta a su espalda. No le gustaba la comisión, pero sin embargo prefería hacerla él personalmente que tener la responsabilidad de un tercero, con peligro de fallar en el momento preciso. El Jefe de Plana fue apenas un poco menos comprensivo. -Siento que te hayan encargado esto, James, -le había dicho-, pero Tanqueray fue
definitivo en decir que no tenía a nadie en su Sección lo suficientemente bueno para este tipo de trabajo, y éste, seguro no es lo usual que se puede ordenar a un soldado regular. -Hay -siguió- expertos tiradores entre las Fuerzas Británicas de Ocupación, pero un blanco viviente necesita otro tipo de tirador. De todas maneras, he informado a Bisley para concertarte un ejercicio de tiro esta noche, a las ocho y quince, cuando las canchas estén cerradas. La visibilidad será más o menos la misma que habrá en Berlín una hora más temprano. El Armador tiene el rifle; una verdadera arma para tiro al blanco, lo va a enviar con uno de sus hombres. Debes irte allá solo. Luego, tienes reservación en un vuelo de medianoche contratado con la B. E. A. Toma un taxi a esta dirección. -Le entregó a Bond un pedazo de papel-. Sube al cuarto piso y allí encontrarás al hombre Número Dos, esperándote. Me temo que luego tendrás que quedarte a la expectativa durante los próximos tres días. -¿Y qué hay del rifle? ¿Se supone que debo pasarlo por la aduana alemana dentro de una bolsa de golf o algo parecido? Esto no pareció divertir al Jefe de Plana. -Lo vamos a pasar en la bolsa diplomática del Foreign Office. Lo tendrás mañana a mediodía. -Le echó mano a un bloque para mensajes-. Bien, es mejor que vayas saliendo. Le avisaré a Tanqueray que todo está arreglado. James Bond bajó la mirada hasta la esfera azul pálida del reloj del tablero del auto. Diez y quince. Con un poco de suerte, mañana a esta hora todo habría terminado. Después de todo era la vida de este tipo "Gatillo" contra la vida de 272. No era exactamente un asesinato. Bastante cerca, sin embargo. Lanzó un fuerte bocinazo a un inofensivo automóvil familiar con sus bocinas triples, tomó la curva con un patinazo innecesario y en seco, quebró la dirección con violencia para corregirlo y la nariz del Bentley enfiló hacia el brillo distante de luces que era el aeropuerto de Londres. El feo edificio de seis pisos en la esquina de las calles Koch y Wilhelm era el único en pie en un área demolida y vacía. Bond pagó el taxi y alcanzó a vislumbrar malezas de un metro de alto y murallas de manipostería, medio aseadas, que se extendían hasta un cruce de caminos desierto y alumbrado por un haz de luz amarillenta que provenía de lámparas de arco. Lo vio así, poco antes de tocar el timbre para el cuarto piso y de inmediato escuchó el click característico de la puerta al abrirse. Esta se cerró sola a su espalda. Se encaminó hacia un antiguo ascensor, atravesando sobre un piso de cemento y sin alfombrar. El olor a repollo, humo de cigarrillos baratos y sudor rancio le hizo recordar otros edificios de apartamentos en Alemania y Europa Central. Aún el suspiro y el débil quejido del lento ascensor formaban parte de un ciento de misiones a las cuales había sido disparado por M, como un proyectil, apuntando a algún blanco distante donde un problema aguardaba su llegada, esperaba ser resuelto por él. Por lo menos en esta ocasión, el comité de recepción estaba de su parte. Esta vez no había nada que temer cuando llegara al tope de la escalera. El Número Dos de la Estación del Servicio Secreto en Alemania Occidental era un hombre delgado y tenso, de algo más de cuarenta años. Lucía el uniforme de
su profesión, un vestido de paño grueso de color verde oscuro, bien cortado y bien usado, camisa blanca de seda y una corbata de su antiguo colegio, en este caso del Wyke-hamist. Al ver la corbata y mientras intercambiaban los saludos convencionales en el vestíbulo pequeño y enmohecido del apartamento, el ánimo de Bond, ya bastante decaído, se hundió todavía un grado más. Conocía este tipo de hombre: espina dorsal del Servicio Diplomático; con exceso de tutores y sin amor en Winchester; un buen segundo puesto en política y economía en Oxford; la guerra y trabajos de escritorio que realizó en forma meticulosa; talvez una condecoración de segundo grado del Imperio Británico; luego en la Comisión del Control AJiado en Alemania de donde fue reclutado al Servicio de Inteligencia y entonces -debido a que era el hombre ideal para manejar personal y Grado Óptimo con el Departamento de Seguridad y en razón a que estaba convencido de encontrar aquí la vida, el drama y el amor, las cosas que nunca había tenido antes- fue aceptado en el Servicio Secreto. Se necesitaba un hombre sobrio y cuidadoso para guiar a Bond en este feo compromiso. El Capitán Paul Sender, ex-soldado de la Guardia Calesa, había sido la elección precisa. El también había estado de a-cuerdo. Ahora, como un buen ex-alumno de Wykehamist, escondía su disgusto por el trabajo con una conversación cuidadosa y gastada, mientras mostraba a Bond la distribución del apartamento y los arreglos que había hecho para que el verdugo estuviera pronto y modestamente cómodo. El apartamento consistía de un gran dormitorio con camas dobles, un baño y una cocina repleta de comida enlatada, leche, mantequilla, huevos, té, jamón, pan y una botella de whisky Haig. Lo único extraño en la disposición del apartamento era que una de las camas estaba arrimada a las cortinas que cubrían el único ventanal. Se le habían agregado tres colchones más, debajo de la ropa de cama. -¿Desearía echar una mirada al campo de tiro? -Preguntó el Capitán Sender-. Entonces podré explicarle también lo que la otra parte tiene en mente. Bond estaba cansado. No le gustaba mucho el tener que irse a dormir con la escena del campo de batalla en su mente. -Está bien -le contestó. El Capitán Sender apagó las luces. Por entre las cortinas entraron chispas de luz, provenientes del cruce de caminos. -No quiero correr las cortinas-, explicó el Capitán Sender-. No es probable, pero pueden estar al acecho de cualquier protección que se quisiera dar al 272. Si se acuesta sobre la cama y saca la cabeza por la parte inferior de la cortina, le instruiré sobre lo que podrá divisar. Mire hacia la izquierda. Era una ventana de guillotina y la mitad inferior estaba abierta. Los colchones, debido a su diseño, cedieron sólo un poco y James Bond se encontró más o menos, en la misma posición de fuego que tuviera en el campo de tiro Century, sólo que ahora miraba a través de un terreno demolido, quebrado y repleto de malezas que se extendía hacia la calle Zimmer situada en la frontera de Berlín
Oriental. Se veía como a unos ciento veinte metros de distancia. La voz del Capitán Sender resonó encima de su cabeza y desde detrás de la cortina, como si recitara. Le recordaba a Bond alguna sesión de espiritistas. -Eso que hay en frente suyo es terreno bombardeado. Muchos escondrijos. Hay más de cien metros de ese tipo de terreno hasta la frontera. Luego la frontera -la propia calle- y más allá un gran trecho de tierra bombardeada en el lado del enemigo. Por esa razón 272 eligió este cruce. Es uno de los pocos lugares en la ciudad donde todavía hay terreno quebrado -mucha maleza, murallas en ruinas, subterráneos- y a ambos lados de la frontera. Va a escurrirse por entre esa confusión del otro lado, atravesar corriendo la calle Zimmer para perderse entre la confusión del lado nuestro. El problema es que tendrá que atravesar a toda carrera cerca de veinticinco metros de frontera brillantemente iluminada. Ese será el terreno para el asesinato. ¿Correcto? -Sí -exclamó Bond. Lo dijo en tono bajo. El olor del enemigo, la necesidad de cuidarse, ya lo estaba dominando nerviosamente. -Hacia su izquierda, ese edificio nuevo de diez pisos es la sede del Ministerio, el centro cerebral más importante de Berlín Oriental. Puede ver que hay luces encendidas en la mayoría de las ventanas. Muchas de ellas permanecen así toda la noche. Estos tipos trabajan duramente -tienen turnos durante las veinticuatro horas del reloj. Probablemente no tendrá usted que preocuparse de las ventanas con luces encendidas. Este tipo "Gatillo", con seguridad que va a disparar desde una de las ventanas sin luz. Puede usted ver que hay un grupo de cuatro en la esquina, sobre la intersección. »Han permanecido a oscuras desde anoche. Tienen desde allí el mejor campo para disparar, y su alcance varía desde doscientos cuarenta a doscientos cincuenta metros. Tengo todas las distancias y demás, para cuando usted me las quiera solicitar. No tiene usted que preocuparse ya de nada. Esa calle permanece desierta durante la noche -sólo pasan por allí las patrullas motorizadas cada media hora aproximadamente- un auto blindado liviano con un par de motocicletas como escolta. Anoche, que supongo podría considerarse como típica entre las seis y las siete, lapso en que se van a desarrollar los acontecimientos, hubo algunas personas que entraron y salieron por esa puerta lateral. Del tipo de empleados civiles. Antes que ellos, nada extraordinario -el flujo corriente de gentes que sale y entra a un edificio gubernamental congestionado- a excepción, encima de todo, una maldita orquesta de mujeres, completa. Hicieron un tremendo bullicio en algún salón para conciertos que tienen allí. Parte de ese edificio corresponde al Ministerio de Cultura. De otras personas, nada; ciertamente nadie de la K.G.B. que conozcamos, ni cualquier señal de preparación de un trabajo como este. Pero es que tampoco las debemos esperar. Estos señores adversarios son bastante cuidadosos. De todas maneras eche una buena mirada. No olvide que está más oscuro de lo que estará mañana cerca de las seis. Pero puede usted darse cuenta del cuadro en general Bond estudió con sumo cuidado el terreno y lo mantuvo en su mente mucho después que el otro hombre estuvo dormido y roncando suavemente con un golpeteo regular y tranquilo; un ronquido Wykehamist... reflexionó Bond
irritado. Sí, se había dado cuenta del cuadro: el cuadro de un destello de movimiento entre las ruinas en fesombras al otro lado del brillante río de luz, una lusa, luego el loco zigzaguear en carrera de un hombre bajo el resplandor de las luces, el estallido de disparos y en seguida un montón informe, deforme, tendido en medio de la ancha calle o bien el sonido de su carrera que progresaba entre la maleza y los muros derruidos del Sector Occidental... la muerte súbita o una carrera conectada. ¡Un verdadero desafío! ¿De qué tiempo dispondría Bond para descubrir al francotirador ruso en una de aquellas ventanas a oscuras? ¿Y cuánto tiempo le llevaría para matarlo? ¿Cinco segundos... diez? Cuando el amanecer bordeó las cortinas con brillo metálico, Bond se rindió ante su mente angustiada. Aquella había ganado. Entró en silencio al cuarto de baño y contempló las hileras de frascos con medicinas que un Servicio Secreto precavido había puesto a disposición de su verdugo, para mantenerlo en buena forma. Seleccionó Tuinal, se tragó esas dos bombas de profundidad de color azul y rojo rubí, acompañadas de un vaso de agua y volvió a su cama. En seguida se durmió, como golpeado por un palo. Despertó a mediodía. El apartamento estaba vacío. Bond descorrió las cortinas para dejar entrar el grisáceo día prusiano. Parándose alejado de la ventana, contempló la monotonía de Berlín y escuchó el ruido de los tranvías y el distante rechinar del tren subterráneo cuando tomaba la gran curva antes de entrar en la estación del Zoo. Dio una rápida mirada, sin entusiasmo, a lo que había examinado la noche anterior, notando que la maleza, entre los escombros de muros eran muy iguales a los de Londres -rosilla, cola cortada y heléchos- y luego se metió en la cocina. Encontró una nota apoyada contra una hogaza de pan: "Mi amigo (un eufemismo del Servicio Secreto, que en este caso se refería al jefe de Sender) dice que puede usted salir. Pero debe regresar a las 17 horas. Su equipo (palabra disimulada que indicaba el rifle para Bond) ya llegó y el murciélago lo traerá esta P.M." P. Sonder Bond encendió la cocinilla a gas, quemó el mensaje con una mueca de burla hacia su profesión y luego se preparó un gran plato con huevos revueltos y tocino que amontonó sobre una tostada con mantequilla para luego pasarlo con café negro mezclado con una buena porción de whisky. En seguida se bañó y afeitó, vistiendo después ropas de tipo europeo medio, grises y anónimas, que había traído con ese propósito. Al mirar el lecho desordenado, decidió que bien podía irse al diablo; y salió afuera del edificio usando el ascensor. James Bond siempre había encontrado la ciudad de Berlín como un sitio sombrío y hostil, barnizado en la apariencia occidental con un frágil enchape de brillo de poco valor, muy semejante a los adornos de cromo en los automóviles estadounidenses. Caminó hasta Kurfürstendamm, se sentó en el Café Marquardt, tomó un café expreso, y apático observó la obediente masa de peatones que esperaban la señal de PASE de las luces del tráfico mientras el brillante caudal de autos llevaban a efecto un peligroso baile de cuadrilla en la atareada intersección. Hacía frío afuera y el agudo viento de las estepas rusas golpeaba las polleras de las muchachas y los impermeables de hombres, presurosos e impacientes, que
pasaban con un inevitable portadocumentos debajo del brazo. Los calentadores infrarojos, adosados a las paredes del Café daban un brillo rojizo y falso a los rostros de los parroquianos del local que consumían su tradicional "taza de café y diez vasos de agua", leyendo los periódicos prestados o las revistas en los reservados de madera; o se inclinaban con interés sobre papeles comerciales. Bond apartando de sí la expectativa de la noche, se debatía ante la manera de pasar la tarde. Finalmente llegó a dos selecciones para elegir entre una visita a esa mansión de piedra café aparentemente respetable en la calle Clausewitz, conocida de todos los porteros y taxistas. O un paseo al lago Wansee y una fatigante caminata por el bosque Gruñe. La virtud triunfó. Bond pagó su café, salió al frío y tomó un taxi a la estación del Zoo. Los hermosos y jóvenes árboles, alrededor del alargado lago ya habían sido tocados por el aliento del otoño y se veía, en ocasiones algo dorado entre el verdor. Bond caminó duramente durante dos horas sobre senderos cubiertos de hojas, luego eligió un restaurante con una galería cerrada con cristales que daba sobre el lago. Disfrutó mucho de un té abundante acompañado de una porción doble de arenque ahumado, sumergido en crema y adornado con rodelas de cebolla, agregó dos "Molle mit Korn", el equivalente berlinés de las tortas de maíz; seguido de "schnapps", trago fuerte doble con acompañamiento de una dosis de Lowenbrau. Entonces, sintiéndose más animado, tomó el tren de vuelta a la ciudad. Afuera del edificio de apartamentos, un tipo, joven e indefinible, estaba examinando el motor de un Opel Kapitan de color negro. Ni siquiera sacó la cabeza fuera de la cubierta del motor cuando Bond pasó cerca y subió hasta la puerta para tocar el timbre. El Capitán Sender lo sacó de dudas. Era un "amigo" -un cabo de la Sección de Transportes de la Estación W.B. Había preparado una dificultad en el motor del Opel, bastante complicada. Cada noche, de seis a siete, estaría listo a producir una serie de explosiones múltiples en el tubo de escape cuando una señal del radio portátil de Sender se lo indicara así. Esto proporcionaría un buen disimulo para el ruido de los disparos de Bond. De otra manera el vecindario pondría sobre aviso a la policía y habría que dar muchas explicaciones bastante complicadas sobre las causas de los disparos. El escondite estaba en el Sector Norteamericano y aunque sus amigos estadounidenses habían autorizado a la Estación W.B. para realizar esta operación, los "amigos" naturalmente estaban ansiosos de que fuera un trabajo limpio y sin repercusiones. Bond quedó bastante impresionado por el ardid del auto como también lo estuvo de las preparaciones muy eficientes que se habían llevado a efecto en la sala. Aquí, detrás de la cabecera alta de su cama se había instalado una especie de atril de madera y metal contra el amplio marco del ventanal, brindando una perfecta posición para disparar. Sobre todo esto estaba el Winchester, con la punta del cañón apenas rozando las cortinas. La madera y las partes metálicas del fusil, así como la mirilla telescópica habían sido pintadas de color negro opaco. Sobre la cama, como siniestras vestimentas para la noche, había una capucha de terciopelo negro cosida a una camisa del mismo material, larga hasta la cintura. La caperuza tenía amplios orificios para los ojos y la boca. Le recordó a Bond los viejos grabados sobre la Inquisición Española o de los verdugos que
operaban la plataforma de la guillotina durante la revolución francesa. Había una capucha similar sobre la cama del Capitán Sender, y sobre su lugar destinado, en el alféizar del ventanal un par de prismáticos para noche y el micrófono del transmisor portátil. El Capitán Sender, con el rostro preocupado y los nervios tensos, le informó que no había noticias de la Estación, tampoco cambios en la situación según su conocimiento. ¿Quería Bond comer algo? ¿O una taza de té? ¿Talvez una pildora tranquilizante? Había de varias clases en el cuarto de baño. Bond forzó sobre su rostro una expresión alegre y tranquila y dijo que: "no gracias". Relató un informe optimista de los hechos del día mientras una arteria cerca de su plexo solar comenzó a repicar con suavidad a medida que la tensión iba en aumento en su interior como si se tratase de la cuerda de un reloj que se tensionaba. Finalmente su charla terminó y Bond se recostó sobre la cama a leer una novela alemana de ficción que había comprado durante su vagabundeo, en tanto el Capitán Sender se paseaba intranquilo por el apartamento, consultando demasiadas veces su reloj y fumando, uno tras otro, cigarrillos Kent con filtro, además (era un hombre cuidadoso) de usar una boquilla de filtro Dunhill. La elección hecha por Bond en asunto de lectura, respaldada por una carátula espectacular de una muchacha amarrada a una cama, resultó ser un desenlace feliz comparado con la ocasión actual. Se intitulaba Verberbt, Verdammt, Verraten. El prefijo VEK, pronunciado fer, significaba que la muchacha no sólo había sido poseída, maltratada y traicionada, sino una víctima de sufrimientos con bastante minuciosidad. James Bond se entregó temporalmente a las tribulaciones de la heroína, la condesita Liselotte Mutzenbacher y fue con enojo que escuchó que el Capitán Sender le informaba que eran las cinco y treinta y Lque era hora de que tomaran sus posiciones. Bond se quitó el saco y la corbata, colocó dos barras de goma de mascar en su boca y el capuchón sobre la cabeza. El Capitán Sender apagó las luces y Bond se echó sobre la cama, ubicó su ojo sobre la mirilla telescópica del rifle y con suavidad levantó la parte de abajo de la cortina, echándola hacia atrás sobre sus hombros. Ahora se aproximaba la penumbra, pero de otra manera la escena, que dentro de un año se con-Fvertiría en el famoso "Checkpoint Charlie", era tan sólo una bien recordada fotografía: el terreno devastado en frente suyo, el río brillante que era la carretera que servía de frontera, el campo lidio del otro lado y hacia la izquierda, el feo bloque del edificio del Ministerio con sus ventanas, a oscuras unas, encendidas otras. Bond lo observó todo con lentitud, moviendo la mira telescópica junto con el rifle por medio de tornillos micrométricos en la base de madera. Todo estaba casi lo mismo, excepto que ahora había un poco de gentes que entraban y salían del Ministerio por la puerta que daba a la calle Wilhelm. Bond examinó detenidamente las cuatro ventanas a oscuras -a oscuras de nuevo esta noche- y que de acuerdo también con Sender eran los puntos para el ataque del enemigo. Las cortinas estaban descorridas y las ventanas de guillotina tenían la parte inferior abierta completamente. La telescópica de Bond no podía penetrar en el interior do los cuartos, pero no había señal de movimiento dentro de aquellas cuatro bocas oblongas, negras y abiertas. En este momento, había tráfico adicional, abajo en la calle. La orquesta de mujeres se acercaba marchando en fila por el pavimento hacia la entrada -veinte
muchachas que reían y conversaban mientras cargaban sus instrumentos; estuches de violín e instrumentos de viento, cartapacios con las partituras y cuatro de ellas con los timbales- un grupo pequeño, alegre y feliz. Bond reflexionaba que algunas personas todavía podían llevar una vida feliz en el sector soviético cuando su lente captó una muchacha que llevaba un cello. Su vista se mantuvo en ella. Las mandíbulas de Bond dejaron de masticar y luego recomenzaron su masticación mientras ajustaba los tornillos de la mira telescópica para mantener a la muchacha en el centro de ella. La joven mujer era más alta que las otras y su cabellera larga, rubia y lisa caía hasta sus hombros, brillando como oro derretido bajo las luces de la intersección. Iba presurosa, pero de una manera encantadora y animada, llevando el estuche de su cello como si no fuera más pesado que el de un violín. Todo parecía volar... el ruedo de su abrigo, sus pies, su pelo. Estaba llena de movimiento y vida y parecía, también llena de alegría y felicidad mientras conversaba con las dos muchachas que la flanqueaban y se reían ante lo que ella les estaba diciendo. Cuando se daba vuelta, justo en la entrada y entre el medio de su comparsa, por un momento las luces dieron iluminación a un perfil hermoso y pálido. Y luego desapareció. A Bond le pareció que al perderse de su vista una puñalada de pesar se hundía en su corazón. ¡Qué extraño! ¡Qué hermosamente extraño! Esto no le había vuelto a pasar desde que era muchacho! ¡Y ahora esta joven solitaria, vista desde lejos y en forma poco clara, le había hecho padecer esta aguda sensación de ansia, esta, emoción de magnetismo animal! Con lentitud, Bond echó una mirada a la esfera luminosa de su reloj. Las cinco y cincuenta. Sólo faltaban diez minutos. No llegaba ningún vehículo a la entrada. No vio aparecer ninguno de esos automóviles Zik que había esperado. Cerró su imaginación, que continuaba pensando en la muchacha, lo más que pudo y trató de concentrarse. ¡Sigue, maldito! ¡Regresa a tu trabajo! De alguna parte del interior del Ministerio llegaron los sonidos familiares de una orquesta que apresta sus instrumentos -los de cuerda entonándolos en forma de acuerdo a una única nota tocada en el piano, el ruido estruendoso de los instrumentos de viento- luego una pausa y entonces el comienzo al unísono de una melodía cuando toda la orquesta se lanzó en forma brillante (por lo menos así le pareció a Bond) a los primeros acordes de algo que le pareció vagamente conocido. -Las Danzas Polovtsianas del Príncipe Igor, -anotó el Capitán Sender en forma lacónica-. De todas maneras, ya se acercan las seis de la tarde -y luego agregó con urgencia-: ¡Hey! ¡La ventana del lado derecho, abajo! ¡Cuidado! Bond movió con lentitud la mirilla telescópica. Sí, distinguió un movimiento dentro de la oscura cueva. Ahora, desde el interior, un objeto grueso y negro, un arma, se deslizó hacia adelante. Se movió con firmeza, con precisión, girando hacia abajo, y hacia el lado para poder cubrir el tramo de terreno de la calle Zimmer entre las dos franjas de escombros de murallas. Luego el operador invisible del cuarto pareció satisfecho y el arma se mantuvo quieta, obviamente fija en una posición tal como la que Bond conservaba bajo su fusil. -¿Qué es? ¿Qué tipo de arma? -La voz del Capitán Sender se mostró con mucho
menos aliento del que debía tener. Conserva la calma, maldición; pensó Bond: Soy yo el que tiene que estar nervioso. Esforzó sus ojos, examinando el aplastado eliminador desde el cañón, hasta la mira telescópica y la culata y abultada recámara. ¡Si, eso tenía que ser! ¡Con plena seguridad... era lo mejor que tenían! -Kalashnikov -dijo cortamente-. Ametralladora liviana. Trabaja con gas. Treinta proyectiles de 7.62 milímetros. Es la favorita de la K.G.B. Van a hacer un trabajo de saturación después de todo. Es perfecta para la distancia. Tendremos que tumbarlo en forma rápida o si no 272 va a acabar, no solamente muerto sino convertido en mermelada de fresa. Mantenga el ojo sobre cualquier movimiento, allá entre las ruinas. Tengo que mantenerme alerta sobre la ventana y la ametralladora. Tendrá que dejarse ver para disparar. Es probable que haya otros hombres a su espalda, vigilando también, tal vez en todas las cuatro ventanas. Es casi el mismo arreglo que habíamos previsto que harían, sólo que no creí que usarían un arma que hiciera tanto bullicio como el que va a hacer esta. Debimos sospechar que lo harían. Un hombre corriendo es un blanco muy difícil con esta visibilidad y más aún para un trabajo de un solo disparo. James Bond manipuló delicadamente los tornillos transversales y de elevación, con la punta de sus dedos, colocando los finos hilos de la mirilla en la exacta intersección, precisamente detrás de la culata enemiga, donde se perdía en la oscuridad interior. ¡Acierta en el pecho; no te preocupes de la cabeza! Dentro de la caperuza, el rostro de Bond comenzó a sudar y la cuenca de su ojo se sentía resbalosa contra el caucho de la mirilla. Eso no importaba. Sólo sus manos y su dedo sobre el gatillo, es lo que debía mantenerse perfectamente seco. Mientras los minutos transcurrían, con frecuencia parpadeaba sus ojos para darles descanso, cambiaba de posición para que sus miembros no se resintieran, y escuchaba la música para relajar su mente. Los minutos avanzaban con pies de plomo. ¿Qué edad tendría la muchacha? Poco más de veinte, digamos veintitrés. Con esa presencia y ese desplante, la marca de autoridad en su modo de caminar, debía provenir de una buena cuna de una de las antiguas familias prusianas probablemente, o de algunos descendientes similares de Polonia o quizás de Rusia. ¿Por qué diablos tenía que elegir el cello? Había algo indecente en la idea, de meter ese instrumento tan abultado y poco ventajoso entre sus muslos entreabiertos. Por su puesto que Suggia se las había arreglado para verse elegante y también lo hizo esa muchacha Amaryllis. Pero debían inventar un modo para que las mujeres tocaran ese maldito instrumento sentadas de lado. -Las siete horas, -dijo el Capitán Sender a su lado-. Nada se ha movido al otro extremo. Hubo algún movimiento en nuestro costado próximo a un sótano cerca de la frontera; ese debe ser nuestro comité de recepción, dos buenos agentes de la Estación. Es mejor que se quede al acecho hasta que termine el negocio. Adviértame cuando entren la ametralladora. -Muy bien.
Eran las siete y treinta cuando la ametralladora liviana de la K.G.B. fue retirada con suavidad hacia el oscuro interior. Una a una, la parte inferior de las cuatro ventanas fue cerrada. El juego de los impávidos terminaba por esa noche. 272 todavía permanecía escondido. ¡Faltaban todavía dos noches más! Bond retiró con suavidad la cortina de sobre sus hombros y de encima del cañón del Winchester. Se levantó, se quitó la capucha y entró en el cuarto de baño. Se desnudó y se duchó. Luego se sirvió dos whiskys grandes en las rocas en rápida sucesión y mientras con los oídos atentos, esperaba que el apagado ruido de la orquesta cesara. Llegadas las ocho, esto sucedió, no sin que antes el Capitán Sender comentara expertamente: -La Danza Coral No. 17, del Príncipe Igor, creo. Bond indicó a Sender, quien se encontraba preparando su informe al Jefe de la Estación en lenguaje garbillado, su deseo. -Voy a echar otra mirada. Me siento interesado en esa muchacha alta y rubia que porta el cello. -No puse cuidado en ella, -dijo Sender, sin interés. Luego se dirigió a la cocina. Té, adivinó Bond. O talvez un calmante. Bond se colocó la caperuza y regresó a su posición para disparar. Manipuló la mira telescópica hasta ubicar la puerta del Ministerio. Sí, allí salían, no tan alegres y risueñas ahora. Cansadas, talvez. Y ahora aquí venia ella, menos entusiasta, pero siempre con ese hermoso y descuidado modo de caminar. Bond observó el cabello dorado, revuelto por el viento y el sobretodo de piel hasta que se desvaneció en la penumbra índigo, subiendo por la calle Wilhelm. ¿Dónde viviría? ¿En algún cuarto miserable y destartalado en los suburbios? ¿O en uno de los apartamentos para privilegiados en la desagradable Avenida Stalin? Bond se echó hacia atrás. En alguna parte a una distancia relativamente fácil, vivía esa muchacha. ¿Estaba casada? ¿Tenía un amante? De todas maneras al infierno con ella. No era para él. El día siguiente, así como la guardia nocturna, fueron una duplicación de la primera con pequeñas variaciones. James Bond tuvo dos encuentros muy cortos con la muchacha, vía mirilla telescópica. El resto fue sólo matar el tiempo y aumentar la tensión, que para cuando llegó el tercer y último día aparecía como una niebla en el estrecho cuarto. James Bond apuró el tercer día con un programa casi lunático de visitas a museos, galerías de arte, zoológico y una película, apenas percibiendo las cosas que veía. El centro de su mente se dividía entre la muchacha y aquellos cuatro cuadrados a oscuras y el cañón negro y el desconocido oculto detrás, el hombre que con toda seguridad tendría que matar esa noche. De regreso en el apartamento, puntualmente a las cinco, Bond evitó con escaso margen una disputa con el Capitán Sender, debido a que se sirvió un gran trago de whisky antes de colocarse el capuchón que ahora hedía a su propio sudor. El Capitán Sender había tratado de evitarlo y cuando falló, lo amenazó con llamar al Jefe de la Estación para acusar a Bond de haber roto el entrenamiento.
-Mire, mi amigo -le dijo Bond cansado- tengo que cometer un asesinato esta noche. No usted. Yo. De manera que, sea un buen muchacho y guárdese la queja. ¿Quiere? Puede decirle a Tanqueray todo lo que quiera cuando esto pase. ¿Cree que me gusta este trabajo? ¿Que me agrada el prefijo de Doble Cero y demás? Estaría muy contento de que me hiciera botar de la Sección de Doble Cero. Entonces podría descansar y construirme un abrigado nido de papeles como cualquier empleado de oficina. ¿Correcto? Bond bebió su whisky, buscó la novela de suspenso, que ahora llegaba a un climax impresionante y se echó sobre la cama. El Capitán Sender, silencioso como el hielo, se alejó hacia la cocina, y a juzgar por el ruido, a calentar su inevitable taza de té. Bond sintió cómo el whisky comenzaba a disolver los tensos músculos de su estómago. ¿Y ahora, Liselotte, cómo diablos te vas a escapar de este enredo? Eran exactamente las seis y cinco cuando Sender, en su puesto, comenzó a hablar con excitación. -Bond, hay algo que se mueve allá, muy atrás. Ahora se ha detenido... espere, no, está avanzando de nuevo, se mantiene agachado. Hay algunas murallas derruidas allí. Estará a cubierto de la oposición. Pero hay mucha maleza, metros de ellas, adelante suyo. ¡Cristo! Está atravesando la maleza. Y se están moviendo. Confío en Dios en que pensaran que es sólo viento. Ahora ya atravesó y se echó a tierra. ¿Alguna reacción? -No, -exclamó Bond excitado- Continúe informando. ¿Cuánto le falta para llegar a la frontera? -Sólo le faltan unos cuarenta metros. -La voz del Capitán Sender resonó dura por la tensión existente-. Hay escombros, pero algo descubiertos. Luego un pedazo de muralla sólida que se levanta justo al lado del pavimento. Tendrá que trepar sobre ella. Será imposible que no lo descubran entonces. ¡Ahora! Ha podido avanzar ocho metros y otros diez. Pude verlo claramente en ese momento. Se ha oscurecido la cara y las manos. ¡Prepárese! En cualquier momento se lanzará en veloz carrera. Bond sintió cómo el sudor bañaba su rostro y corría por su cuello. Se arriesgó y con rapidez limpió sus manos en sus costados. Las regresó de inmediato al rifle, con el dedo dentro de la guarda, apenas apoyado sobre el gatillo curvo. -Hay algo que se mueve en el cuarto, detrás de la ametralladora. Deben haberlo descubierto. Ponga a trabajar al Opel. Bond escuchó la palabra clave al ser lanzada por el micrófono, escuchó cómo el Opel de la calle comenzaba a funcionar, sintió cómo su pulso se aceleraba mientras el motor cobraba vida y una serie de estallidos ensordecedores salían del tubo de escape. El movimiento en la oscura cueva se hizo más definido. Un brazo negro y un guante del mismo color se estiraron para colocarse debajo del cañón. -¡Ahora! -gritó el Capitán Sender-. ¡Ahora corre hacia la muralla! Se sube a ella!
¡Va a saltar! ¡Y entonces... en la mirilla telescópica, Bond vio la cabeza de "Gatillo" -la pureza del perfil, la dorada campana de sus cabellos- todo eso echado sobre la culata de la Kalashnikov! ¡La muchacha podía darse por muerta, como un pato echado! Los dedos de Bond saltaron hacia los tornillos micrométricos, los hizo girar y mientras una llama amarilla explotaba en el cañón de la ametralladora liviana, apretó el gatillo. El proyectil, haciendo blanco a sólo doscientos cincuenta metros, debió golpear justo donde la culata termina sobre el cañón, podía haberla alcanzado en la mano izquierda, pero el efecto fue que arrancó la ametralladora de su montura, la arrojó contra el marco de la ventana y la lanzó afuera de la misma. El arma giró sobre sí, varias veces, mientras caía hacia abajo hasta estrellarse en el medio de la calle. -¡Cruzó! -Gritó el Capitán Sender-. ¡Cruzó! ¡Lo ha logrado! ¡Mi Dios, lo ha logrado! -¡Échese a tierra! -exclamó Bond agudamente y luego rodó sobre un costado fuera de la cama, mientras el ojo de un reflector desde una de las ventanas a oscuras se encendió, avanzando desde la calle hacia el edificio y el cuarto. Luego resonaron disparos y las balas rugieron al entrar por la ventana, destrozando las cortinas, rompiendo el maderamen y enterrándose en las paredes. Detrás del rugido y del silbido de las balas, Bond escuchó al Opel que disparaba calle abajo y aún detrás de todo esto, el susurro fragmentario de la orquesta. La combinación de ambas músicas de fondo concordaba. ¡Por supuesto! La orquesta había levantado un barullo infernal probablemente por todo el Ministerio, y había sido usado, tal como los estallidos del escape del Opel, para sobreponerse al ruido de una estruendosa ráfaga, causada por "Gatillo". ¡Habría llevado su arma cada día, de aquí para allá, en el estuche del cello? ¿Estaría toda la orquesta compuesta de mujeres de la K.G.B.? ¿Se escondería el equipor dentro de los estuches de los instrumentos? -el reflector talvez en el del gran timbalmientras que los verdaderos instrumentos estarían siempre en la sala de conciertos? ¿Demasiado rebuscado? ¿Demasiado fantástico? Probablemente. Pero no habia habido error en cuanto a la muchacha. En la mira, telescópica, Bond había podido distinguir un ojo que apuntaba, abierto y con densas pestañas. ¿La habia lastimado? Casi sin duda en el brazo izquierdo. No tendría oportunidad de observarla, de darse cuenta cómo estaba, si salía con la orquesta. Nunca volvería a verla. Su ventana sería una trampa mortal. Para corroborar este hecho, una bala loca golpeó el mecanismo del Winchester, ya del todo dañado y tumbado, y plomo caliente salpicó la mano de Bond, quemándole la piel. Junto con el juramento enfático de Bond, de súbito, el tiroteo se detuvo y el silencio cundió dentro del cuarto. El Capitán Sender emergió del costado de su cama, limpiando los cristales de sus cabellos. Se escurrieron sobre el piso y atravesaron la astillada puerta de la cocina. Aquí, debido a que no quedaba en frente de la calle, no era peligroso encender las luces.
-¿Algún daño? -preguntó Bond. -No. ¿Está usted bien?. -Los ojos del Capitán Sender pálidos antes, estaban ahora encendidos por el brillo de la batalla. También tenían ahora un destello de acusación. Bond lo notó. -Sí. Sólo consiga una gasa para vendan mi mano. Me tocó una astilla de una de las balas. Bond entró al cuarto de baño. Cuando salió, el Capitán Sender estaba sentado junto al transmisor portátil que había traído de la sala. Estaba hablando. Ahora terminaba su informe por el micrófono. -Eso es todo por ahora. Excelente acerca de 272. Envíen rápido el auto blindado, si pueden. Me encantará salir de aquí y 007 tendrá necesidad de escribir su versión de lo que sucedió. ¿Entendido? Entonces CONCLUIDO y AFUERA. El Capitán Sender se volvió hacia Bond. Medio acusador, medio turbado. -Me temo que el Jefe de la Estación quiere conocer sus razones por escrito para no liquidar a ese tipo -dijo-. Tuve que decirle que lo vi alterar su puntería justo al último segundo. Dándole tiempo a "Gatillo" para que disparara una ráfaga. Fue una suerte que 272 comenzara entonces su carrera. Hizo saltar pedazos de muralla a sus espaldas. ¿Qué fue lo que pasó? James Bond sabía que podía mentir, sabía que podía fingir una docena de mentiras sobre el por qué. En cambio de eso, se echó un largo trago del whisky que se había servido, dejó el vaso y miró Jal Capitán Sender directo a los ojos. -"Gatillo" era una mujer. -¿Y qué hay con eso? La K.G.B. tiene muchos agentes que son mujeres... mujeres que disparan. No estoy siquiera sorprendido. Al equipo ruso femenino siempre le va bien en los Campeonatos Mundiales de Tiro. La última vez, en Moscú, salieron primeras, segundas y terceras, compitiendo contra siete naciones. Aún puedo recordar dos de sus nombres... Donskaya y Lomova, de una puntería formidable. Bien puede haber sido una de ellas. ¿Cómo era? El Departamento de Archivo probablemente será capaz de identificarla. -Era una rubia. Era la muchacha que llevaba el cello en la orquesta. Es probable que transportara el arma en el estuche del instrumento. La orquesta debía encubrir el ruido de los disparos. -¡Oh! -Exclamó el Capitán Sender con calma-. Ya veo. La muchacha en la que usted estaba interesado... ¿Cierto? -Así es. -Bueno, lo siento, pero debo incluir también eso en mi informe. Usted tenía órdenes muy terminantes de liquidar a "Gatillo". Hasta ellos llegó el ruido de un automóvil que se aproximaba. Se detuvo en alguna parte, allá abajo. El timbre sonó dos veces. -Bien, -dijo Sender-, vamonos. Han enviado un auto blindado para que nos saque
de aquí. -Hizo una pausa. Sus ojos saltaron sobre los hombros de Bond, evitando mirarlo directamente-. Lo siento acerca del informe. Tengo que cumplir con mi deber, usted comprende. Debía haber matado a ese francotirador, quien quiera que fuese. Bond se levantó. De pronto no quería abandonar el pequeño y fétido apartamento destrozado, dejar ese lugar que durante tres días había sido escenario de su romance a largo alcance con una mujer incógnita... un agente enemigo desconocido, con un trabajo muy parecido al suyo, pero en su propio equipo. ¡Pobre mujerzuela! ¡Ahora estaría en peores dificultades que él! Con seguridad sufriría un juicio de corte marcial por echar a perder este trabajo. Probablemente la retirarían de la K.G.B. Se encogió de hombros. Por lo menos no la matarían... como Bond había creído. -Bien, -dijo James Bond cansadamente-. Con algo de suerte me va a significar que me quiten el Doble Cero. Pero dígale al Jefe de la Estación que no se preocupe. Esa muchacha no será nuevamente ocupada como francotirador. Es probable que pierda su mano izquierda. Con seguridad que ha perdido el temple para hacer esta clase de trabajo. Le di el gran susto. En mi libro, eso es suficiente. Vamonos.
La Propiedad de Una Dama The Property of a Lady - 1963
Era un día excepcionalmente caluroso, a comienzos de junio. James Bond se quitó el saco. No se tomó la molestia de colgarlo en la percha que Mary Goodnight había colocado, a costa de su propio pecunio (¡malditas mujeres!) detrás de la puerta de color verde que comunicaba su oficina con la del Grupo de Trabajo. Dejó caer el saco al suelo. Existia tranquilidad por todo el mundo. Los mensajes de “Salida” y “Entrada” durante semanas, eran sólo de rutina. Los mensajes cifrados, altamente secretos, y aun los periódicos, producían bostezos de cansancio. Bond odiaba estos períodos de calma. De pronto, el agudo sonido del teléfono rojo llenó el cuarto. Al segundo toque, Bond levantó el teléfono. -¿Señor? -Preséntese acá. Se puso el saco y pasó a la oficina vecina, apenas resistiendo el impulso de alborotar los cabellos de la dorada nuca de Mary Goodnight. Le advirtió que iba a donde M y salió al corredor, atravesando su alfombrado piso, entre los apagados ruidos y murmullos de la Sección de comunicaciones, hasta llegar al ascensor. Subió al octavo piso. Como la expresión en el rostro de la señorita Moneypenny no indicaba nada, Bond calculó que se trataría de un trabajo de rutina, algo aburrido, y se preparó para hacer su entrada por aquella puerta tan conocida bajo esa consigna. Había un visitante... un desconocido. -Doctor Fanshawe, -dijo M sin emoción- no creo que usted haya conocido al Comandante Bond de mi Departamento de Investigación. El desconocido era un tipo maduro, sonrosado, bien alimentado y que vestía con alguna afectación. Bond supuso que se trataba de un literato, un critico, tal vez; y soltero. -El doctor Fanshawe es una notoria autoridad en joyas -explicó M-. Y es además, aunque es una información confidencial, consejero de las Aduanas de Su Majestad en estos asuntos. Me lo han recomendado nuestros amigos del M15. El asunto es en conexión con nuestra señorita Freudenstein. Bond levantó las cejas. María Freudenstein era una agente secreto que trabajaba con la KGB soviética en el propio corazón del Servicio Secreto Británico. Pertenecía al personal principal del Departamento de Códigos Secretos, pero en un puesto muy especial y vigilado, que había sido creado exclusivamente para ella. Su trabajo consistía en operar el Código Purpura, un sistema de mensajes
cifrados que también había sido diseñado en forma especial para ella. Seis veces diarias se la hacia responsable de codificar y enviar largos mensajes en esta clave al CIA de Washington. Estos mensajes provenían de la Sección 100 la cual era responsable del control de los agentes dobles. En realidad se trataba de mensajes ingeniosos en una mezcla de cosas ciertas, descubrimientos inofensivos y ocasionalmente, algo muy especial, un hallazgo en materia de informaciones equivocadas. A María Freudenstein, la cual se sabía era una agente soviético en el momento de ingresar al Servicio, le había sido permitido robar la clave del Código Púrpura con la intención de que los rusos tuvieran completo acceso a estos mensajes cifrados -que pudieran interceptar y descifrar los datos- y de esta manera apropiarse, cuando fuera conveniente, de información falsa exprofesa. Era una operación altamente secreta que se necesitaba tratar con cuidadoso esmero, pero que sin embargo había estado funcionando sin interrupción desde hacía tres años y, si María Freudenstein también recogía en los cuarteles generales una cierta cantidad de chismes de cantina, se consideraba esto como un riesgo necesario. De hecho, la mujer no era lo suficientemente atractiva para conseguir una complicidad masculina que se convirtiera en un riesgo de seguridad. -Tal vez, doctor -dijo M, volviéndose al doctor Fanshawe-, seria mejor que usted le explicara al Comandante Bond de qué se trata. -Ciertamente, ciertamente. -El doctor Fanshawe miró hacia Bond con rapidez-. En realidad, esto es lo que pasa, Comandante. Sin duda usted ha oído hablar de Fabergé. El famoso joyero ruso. -Fue el que elaboró los fabulosos Huevos de Pascua para el Zar y la Zarina, antes de la revolución. -Sí, esa fue una de sus especialidades. Hizo muchas otras piezas exquisitas que bien podríamos mencionar como objetos incomparables. Hoy en día, en los salones de venta, estas muestras, las mejores, alcanzan precios fabulosos... cincuenta mil libras esterlinas y aún más. Recientemente ha entrado a este país la más sorprendente pieza de todas: la tan ponderada Esfera de Esmeraldas; un trabajo de arte refinado, hasta hoy sólo conocido por dibujos de diseño que realizara el propio famoso artesano. Este tesoro llegó por correo recomendado desde París y estaba dirigido a esta mujer que ustedes conocen: la señorita María Freudenstein. -Hermoso regalito. ¿Puedo preguntarle cómo se enteró usted de esto, doctor? -Yo soy, como su jefe lo ha indicado, consejero de las Aduanas de Su Majestad y experto en estos asuntos que se refieren a joyas antiguas y obras de arte similares. El valor declarado del paquete fue cien mil libras esterlinas. Esto era poco usual. Hay métodos para abrir estos paquetes en forma clandestina. Asi se hizo -bajo una orden de registro del Ministerio del Interior- y me llamaron para que examinara el contenido y lo avaluara. De inmediato reconocí la Esfera de Esmeraldas cuya descripción está contenida en el resumen de los trabajos de Fabergé escrito por el señor Kenneth Snowman. Expuse que el valor declarado era algo inferior al valor real. Pero lo que encontré de particular interés fue el documento que lo acompañaba; el detallaba, en ruso y en francés, la procedencia
de este objeto inapreciable. El doctor Fanshawe hizo un gesto hacia una copia fotostática que parecía ser un árbol familiar de regular tamaño, y que estaba tirada en frente de M. -Es una copia que hice sacar. En resumen certifica que la Esfera fue encargada por el abuelo de la señorita Freudenstein directamente a Fabergé en 1917, sin duda para convertir algunos de sus rublos en algo fácil de transportar y de gran valor. A su muerte, ocurrida en 1918, pasó a su hermano y desde 1950, a la madre de la señorita Freudenstein. Parece ser que ella abandonó Rusia de niña y que ha vivido entre los emigrantes de la Rusia Blanca en París. Nunca contrajo matrimonio, pero tuvo esta hija Maria en forma ilegítima. Parece que la madre murió el año pasado y que algún amigo o albacea -los documentos no estaban firmados- ha enviado ahora la Esfera a su dueña legítima, la señorita María Freudenstein. No tenia razones para dudar de esta dama, sin embargo. Como puede usted imaginar, mi interés era muy franco y vivo, hasta que el mes pasado el rematador Sotheby anunció que ofrecería a remate esta pieza, describiéndola como “propiedad de una dama”; a realizarse dentro de una semana. »Por encargo del Museo Británico y... otras personas interesadas, hice algunas averiguaciones discretas y conocí a la dama, quien con perfecto desplante, me confirmó la poco probable historia contenida en el documento de procedencia. Fue entonces, cuando me enteré que la mujer trabajaba en las oficinas principales del Ministerio de Defensa y cruzó por mi mente desconfiada que, para no decir más, un empleado secundario, presumiblemente encargado de trabajos delicados recibiera de pronto, un regalo de cien mil libras esterlinas o a lo mejor más, y desde el exterior, era como para desconfiar lógicamente. Hablé con un ejecutivo en el MI5 con el cual había tenido algún contacto, debido a mi trabajo en las Aduanas de Su Majestad y en el curso de la conversación se me indicó este... departamento. El doctor Fanshawe extendió las manos y dirigió a Bond una corta mirada. -Y eso, Comandante Bond, es todo lo que tengo que contarle. -Gracias, doctor -interrumpió M-. Solamente quiero hacerle una o dos preguntas finales: ¿Ha examinado usted bien esta bola de esmeraldas y certifica que es genuina? -Si, señor, e igualmente lo hace el señor Snowman de la firma Wartski, los mejores expertos en joyas de Fabergé y negociantes del mundo. Sin duda es la obra maestra desaparecida, de la cual lo único conocido era el dibujo de Carl Fabergé. -¿Y qué hay de la procedencia? ¿Qué dicen los expertos acerca de este punto? -Se puede aceptar adecuadamente. Las más grandes joyas realizadas por Fabergé eran casi siempre por encargo especial y privado. La señorita Freundenstein dice que su abuelo era un hombre muy rico antes de la revolución: era fabricante de porcelanas. El noventa y nueve por ciento de las joyas de Fabergé han salido del continente. Hay sólo algunas piezas en el Kremlin, descritas simplemente como “muestras de joyas pre-revolucionarias”. Los dirigentes soviéticos siempre han
opinado que se trata de chucherías capitalistas. Oficialmente las desprecian. -De manera que el Soviet todavía tiene algunas muestras del trabajo del artista Fabergé. ¿Es posible que este trabajo en esmeraldas haya estado guardado en alguna parte del Kremlin durante todos estos años? -Ciertamente. Los tesoros del Kremlin son muy grandes. Nadie sabe lo que mantienen escondido. Recién ahora nos han mostrado apenas lo que quieren darnos a conocer. M aspiró humo de su pipa, y a través de él sus ojos se mostraron suaves. -De manera que en teoría, no existe ninguna razón por la cual esta esfera de esmeraldas no haya sido desenterrada del Kremlin, se la haya provisto de una historia ficticia para establecer su propiedad y enviada al extranjero como recompensa a algún amigo de Rusia por favores prestados. ¿Cree usted lo mismo? -Sí, señor. Sería un método muy ingenioso para recompensar al beneficiado sin que aparezcan grandes sumas de dinero como pago en la cuenta bancaria de él o de ella. -¿Pero la recompensa final en dinero contante dependería de la cantidad que el objeto alcanzaría en la operación de venta: el precio pagado en un remate, por ejemplo? -Exactamente. -¿Y cuánto calcula usted que este objeto alcanzará en el remate de Sotheby? -Imposible de calcular. Con seguridad que Wartski pujará. Pero, naturalmente que mucho de esto dependerá de lo que otro rematador ofrezca. De todas maneras no menos de cien mil libras esterlinas, diría yo. -Hum. -La boca de M hizo una mueca-. Un costoso pedazo de joyería. El doctor Fanshawe se mostró muy impresionado ante la revelación de la crudeza de M. Bond quería sacar al doctor Fanshawe del cuarto, de manera que pudieran comenzar con el aspecto profesional de este extraño negocio. Se puso de pie. -Bueno, señor, -le dijo a M-. No creo que haya otra cosa que necesite conocer. No tengo dudas que esto resulte ser una situación perfectamente legal, (¡legal como el infierno!) Y tan sólo que una mujer de su personal resulte ser una persona con mucha suerte. Pero ha sido muy bondadoso el doctor Fanshawe al tomarse la molestia de avisarnos. -Se volvió al doctor-. ¿Nos permitiría que un automóvil oficial lo llevara a cualquier parte que usted quiera ir? -No, gracias, muchas gracias. Sera muy agradable atravesar el parque caminando. Se estrecharon las manos, se dijeron adiós y Bond condujo al doctor afuera. Bond regresó al cuarto. M había conseguido un grueso archivo, marcado con la estrella roja de secreto supremo, que sacara de un cajón y se encontraba embebido en él. Bond tomó de nuevo el mismo asiento y esperó. El cuarto estaba silencioso a no ser por el ruido de papeles. Esto también dejó de escucharse
cuando M extrajo una tarjeta de tipo especial usada para informes confidenciales y con cuidado leyó el texto enmarañado de letra pequeña que había por ambas caras. Finalmente lo deslizó dentro de la carpeta y levantó la vista. -Sí -dijo y sus ojos azules estaban brillantes por el entusiasmo e interés-. Encuadra perfectamente. La chica nació en París en 1935. La madre participó en la Resistencia Francesa durante la guerra. Ayudó a mantener una vía ruta de escape de prisioneros y por mucho tiempo. Después de la guerra la muchacha ingresó en la Universidad de la Sorbona y luego obtuvo una ocupación en la Embajada, como intérprete en las oficinas del Encargado Naval. Ya conoces el resto. Quedó comprometida -un confuso asunto sexual- con alguno de los antiguos amigos de su madre en la Resistencia que para ese entonces estaban trabajando para la NKVD y desde entonces ha estado trabajando en la Oficina de Control. »Solicitó, sin duda bajo órdenes, la ciudadanía británica. Los buenos informes de la Embajada y la cooperación que su madre prestó a la Resistencia le sirvió para conseguirla en 1959 y nos fue recomendada por la Oficina de Asuntos Extranjeros. Pero fue allí donde cometió su gran error. Antes de ingresar con nosotros solicitó una licencia de un año y la cadena de contraespionaje Hutchinson nos informó que entró en la Escuela de Espionaje de Leningrado. Allí recibió el entrenamiento usual y tuvimos que decidir qué hacer con ella. La Sección 100 urdió la operación del Código Púrpura y conoces el resto. Hace tres años que ella está trabajando para la KGB en nuestros cuarteles generales y ahora recibe la recompensa... esta cosa de esmeraldas que vale cien mil libras esterlinas. Y esto es muy interesante por dos circunstancias. »Primero significa que la KGB está totalmente amarrada con el Código Púrpura o no estarían haciendo este pago tan fantástico. Esas son buenas noticias. Esto quiere decir que podemos recalentar el material que les hemos estado pasando. Segundo, explica algo que nunca habíamos podido comprender... que la chica no había recibido pago por sus servicios. Estábamos preocupados por eso. Tenía una cuenta en un banco que sólo registraba la entrada de su sueldo mensual de unas cincuenta libras esterlinas. Y siempre había estado viviendo dentro de ese margen. Ahora va a recibir el pago total en una sola suma y en la forma de esa burbuja. Todo es muy satisfactorio. Bond presintió que el problema tenía algunos inconvenientes. Uno particularmente. -¿Alguna vez hemos descubierto su contacto local -preguntó con suavidad-. ¿De dónde recibe sus instrucciones? -No tiene necesidad de hacerlo -contestó M con impaciencia-. Una vez que consiguió el Código Púrpura y lo pasó a ellos, todo lo que tenia que hacer era conservar su trabajo. Maldito sea, hombre, seis veces al día les está poniendo material en las manos. ¿Qué tipo de instrucción debían ellos darle? Dudo que siquiera los hombres de la KGB en Londres conozcan su existencia. Tal vez el Director Residente lo sepa, pero como tú comprendes ni nosotros sabemos quién es. Daría mis ojos por conocerlo.
Bond tuvo un destello de intuición. -Es probable que este asunto del remate en Sotheby nos lo haga conocer... nos lo señale. -¿De qué diablos estás hablando, 007? -Bien, señor. -La voz de Bond tenía la calma de la certeza-. Usted recuerda lo que este doctor Fanshawe nos dijo acerca de un falso rematador: un pujador fal o que obliga a los interesados comerciantes de Wartski a hacer ofertas más altas.. Si los rusos no saben o no les interesa mucho las obras de Fabergé, como parecía intuir el doctor Fanshawe, tampoco deben tener verdadero conocimiento de lo que en realidad vale una cosa así. Pueden imaginar que sólo tienen el valor que darían por las piedras una vez que el objeto ha sido desmembrado... digamos diez o veinte mil libras esterlinas por la esmeralda. Esta cantidad parece tener un poco más de sentido proporcional que la pequeña fortuna que la muchacha recibirá si el doctor Fanshawe tiene razón. »Bueno, si el director residente es el único hombre que conoce a esta chica, también es el único varón que sabe que le están pagando. De manera que él tiene que ser el falso pujador. Lo enviarán a Sotheby con la advertencia de hacer subir el precio hasta el cielo. Estoy convencido de ello. Así estaremos en condiciones de identificarlo y tendremos suficientes pruebas para hacerlo regresar a casa. Ni siquiera sabrá qué fue lo que lo golpeó. Ni lo sabrá la KGB. Si yo puedo asistir al remate y obligarlo a descubrirse, podremos vigilar el lugar con fotógrafos y los registros del remate nos ayudarán también a que el Ministerio de Asuntos Extranjeros lo declare persona non grata antes de la semana. Los directores residentes no son fáciles de conseguir. Y pueden transcurrir varios meses antes que la KGB pueda encontrar ion remplazo. -Tal vez tengas algo de valor allí, -dijo M pensativo, mientras contemplaba a través de la enorme ventana la quebrada silueta del horizonte de Londres. Finalmente concluyó-: Muy bien, 007. Ve a ver al jefe de planeación y echen a andar la maquinaria. Arreglaré las cosas con el MI5. Es su territorio, pero también nuestro pajarito. Wartski era una edificación modesta ubicada en el 138 de la calle Regent. La vitrina, con una exhibición corriente de joyas antiguas y modernas no indicaba que éstos eran los traficantes más grandes del mundo en las obras de Fabergé. Sin embargo el interior que mostraba en grupos Ordenes de Mérito de la Reina Mary, de la Reina Madre, de la propia Reina, del Rey Paul de Grecia y del poco probable Rey Frederic IX de Dinamarca, sugería que estos no eran joyeros corrientes. James Bond preguntó por el señor Kenneth Snowman. Un hombre bien parecido y mejor vestido, de unos cuarenta años se acercó a saludarlo. -Soy funcionario del CID -dijo calladamente Bond-. ¿Podríamos conversar un poco? Seguramente usted quiera primero comprobar mis credenciales. Mi nombre es James Bond. Pero tendrá usted que ponerse en contacto con el jefe o su Asistente Particular. No estoy directamente con el personal de Scotland Yard. Soy
una especie de coordinador. Los ojos, inteligentes y observadores, ni siquiera parecieron ubicarlo. -Bajemos. Abrió camino por unas escaleras estrechas y cubiertas de gruesas alfombras hasta llegar a un salón grande y muy iluminado de exhibición que era obviamente la verdadera casa del tesoro de la firma. Oro y diamante y piedras preciosas destellaban desde las vitrinas iluminadas que colgaban de las paredes. -Tome asiento. ¿Quiere un cigarrillo? Bond tomó uno de los propios. -Es acerca de esa obra de Fabergé que van a rematar mañana en Sotheby.. . Esa esfera de esmeraldas. -Ah, si, -la frente sin preocupaciones del señor Snowman pareció arrugarse de preocupación-. ¿No hay ningún problema al respecto, estoy en lo cierto? -Nada que atañe a ustedes. Pero estamos interesados en la propia venta. Conocemos a la propietaria, la señorita Freudenstein. Creemos que habrá un intento de elevar el precio de remate artificialmente. Estamos interesados en el falso pujador... presumiendo claro, que su firma irá a la cabeza del asunto. -Bueno, este... sí, -dijo el señor Snowman con una inocencia bastante estudiada-. Ciertamente que trataremos de conseguirla. Pero se venderá por un precio muy alto. Entre nosotros dos, creemos que los Museos de Victory y de Albert entrarán en el remate y probablemente el Metropolitano de Nueva York. ¿Pero usted está persiguiendo a algún ladrón? Si es asi, no tiene que preocuparse. Esto está fuera de sus posibilidades. -No, -aclaró Bond-. No estamos buscando un ladrón. Titubeó, ya que no sabía cuánto podía dejar vislumbrar a este hombre. Pues porque la gente tiene cuidado con los secretos de su negocio, no significa que tendrán cuidado con los negocios de los demás. Bond levantó una talla de madera y marfil, en forma de placa, que estaba sobre la mesa. Decía: No tiene valor, no tiene valor, dice el comprador, pero cuando ya ha comprado, se ufana de ello. Libro de Proverbios XX, 14. A Bond le divirtió el apunte y así lo dijo. -Puede uno explicar toda la historia de los bazares, del vendedor y del comprador, detrás de esa cita, -dijo, mirando al señor Snowman directo a los ojos-. Voy a necesitar ese tipo de habilidad, de intuición en este caso. ¿Quiere usted ayudarme? -Ciertamente. Si me indica cómo puedo ayudar. -Hizo un gesto con la mano-. No debe usted preocuparse porque guarde el secreto, no tiene por qué estarlo. Nosotros los joyeros estamos acostumbrados a ello. Probablemente Scotland Yard
certificará nuestra palabra en ese sentido. El Cielo sabe que hemos tenido mucho que ver con ellos durante varios años. -¿Y si le digo que yo soy del Ministerio de Defensa? -La misma cosa, -contestó el señor Snowman-. ¡Puede usted confiar plenamente en mi discreción! Bond se decidió. -Está bien. Bueno, todo esto está comprendido dentro del Acta de Secretos Oficiales, por supuesto. Sospechamos que el falso pujador, presumiblemente contra ustedes, será un agente soviético. Mi trabajo es establecer su identidad. No puedo decirle más, me temo. Y en realidad, no tiene usted necesidad de saberlo. Todo lo que quiero es ir con usted a Sotheby, mañana por la noche, y que usted me ayude a descubrir al hombre. No vamos a otorgarle una medalla, pero créalo que estaremos eternamente agradecidos de usted. Los ojos del señor Kenneth Snowman brillaron entusiasmados. -Por supuesto. Encantado de ayudarlo en cualquier sentido. -Lo miró con duda-. Pero no será todo tan fácil como parece. Peter Wilson, gerente de Sotheby, quien dirigirá el remate, seria la única persona que podría confirmarnos con certeza, esto es, si el pujador quiere permanecer en el anonimato. Hay docenas de modos de pujar en un remate sin hacer siquiera un movimiento. Y aunque el pujador arregle su método, su sistema, digamos, con Peter Wilson antes del remate, Peter nunca se permitiría divulgar el secreto a nadie. Eso descubriría el juego del pujador en cuanto a su capacidad de compra, su limite. Y eso es un secreto absoluto, como puede usted imaginarlo; en los salones de remates. Creo que yo iré dando la pauta. Ya sé hasta dónde puedo llegar -para un cliente por supuestopero mi trabajo se facilitaría mucho si supiera hasta dónde quiere subir el pujador. Por ahora, lo que usted me ha dicho será de gran ayuda. Advertiré a mi empleado para que apunte más alto. Si este amigo de ustedes tiene nervios de acero, me forzará bastante arriba. Y hay que considerar que habrá otros en la sala, también. Parece que va a ser una gran noche. La van a pasar por televisión. Excelente publicidad, por supuesto. Diablos, si supieran que habrá algo de espionaje mezclado en el asunto, ¡se produciría una trifulca! Ahora, ¿hay algo más que tengamos qué lograr? ¿Sólo descubrir a este hombre, y nada más? -Eso es todo. ¿Cuánto cree que ofrecerán por esta joya? El señor Snowman golpeó sus dientes con un lápiz de oro. -Bueno, vea usted, ahí es donde debo guardar completo silencio. Sé exactamente hasta dónde voy a subir, pero ese es un secreto de mi cliente. -Hizo una pausa y se mostró pensativo-. Digamos que, si sale en menos de cien mil, todos quedaremos sorprendidos. -Ya veo, -dijo Bond-. Ahora, entonces. ¿Cómo entro en la venta?
El señor Snowman sacó una billetera, elegante y de cuero de caimán y extrajo de allí dos tarjetas repujadas. Le pasó una. -Es la de mi esposa. Le conseguiré otra en cualquiera de los salones. Es la B5. Bien situada: al medio del frente. Yo tengo la B6. El señor Snowman se levantó de la silla. -¿Le gustaría ver algunos de los trabajos de Fabergé? Tenemos algunos objetos que mi padre compró del Kremlin en 1927. Le dará una idea del por qué de toda esta preocupación, aunque por supuesto, la Esfera de Esmeraldas es incomparable a cualquier joya que yo pueda enseñarle de Fabergé, aparte de los Huevos de la Pascua Florida. Más tarde, deslumbrado por los diamantes, el oro multicolor, el sedoso brillo de los esmaltes translúcidos, James Bond salió de la “cueva de Aladino”, bajó la calle Regent y se dedicó a gastar su tiempo en las sombrías oficinas cerca del Ayuntamiento, planeando lentamente los arreglos para la identificación y el logro fotográfico de un hombre dentro de un salón repleto de gentes, de un hombre que todavía no poseía un rostro pero que ciertamente era el espía soviético más importante de Londres. Durante el día siguiente, la excitación de Bond aumentó. Se las arregló para inventar una excusa que le permitiera entrar al pequeño cuarto donde la señorita María Freudenstein y dos asistentes trabajaban en las máquinas de claves secretas que codificaban los mensajes del Código Púrpura. Recogió el archivo en clair -se le permitía el acceso a la mayoría del material de información en los cuarteles generales- y sus ojos recorrieron el texto cuidadosamente copiado que dentro de una media hora, más o menos, sería transcrito, sin leer, por algún empleado sin categoría del CIA en Washington y que en Moscú, sería tratado con reverencia por algún funcionario de importancia de la KGB. Hizo alguna broma a los asistentes, pero María Freudenstein sólo levantó los ojos de la máquina para brindarle una sonrisa cortés. La piel de Bond se erizó ante la proximidad de la traición y ante el secreto oscuro y mortal, debajo de esa blusa blanca y con pecheras. Se trataba de una mujer joven, de cutis pálido y más bien granuloso, cabellos negros y una fisonomía poco atractiva. Este tipo de muchacha no tendría mucho cariño, sería de pocos amigos y muchos prejuicios -más aún en razón de su ilegitimidad- y una aversión contra la humanidad. Quizás su único placer de la vida fuera el secreto triunfante que abrigaba en su aplastado pecho -el conocimiento de que ella era más lista que todos los que la rodeaban, que estaba devolviendo cada día, un golpe al mundo- el mundo que la despreciaba o simplemente la ignoraba, debido a su timidez... un golpe con todas sus fuerzas. ¡Un día se arrepentirían de ello! Era el ciclo común de una afección neurótica. La venganza del patito feo contra la sociedad. Bond se encaminó por los corredores hacia su propia oficina. Esa misma noche aquella muchacha habría ganado una fortuna, se le habría pagado las treinta
monedas de plata, un millar de veces más. Probablemente el dinero cambiaría su carácter trayéndole la felicidad. Tendría los medios para conseguir el mejor especialista de belleza, las mejores ropas, un hermoso apartamento, pero M habia dicho que iba a recalentar la operación Código Púrpura, introduciéndole un nivel más peligroso de engaño. Esto sería un trabajo muydelicado. Un paso en falso, una mentira incauta, una falsedad improbable en un mensaje y la KGB vería que había gato encerrado. Una vez más y descubrirían que estaban siendo engañados y que probablemente lo habían estado durante tres años. Tal descubrimiento vergonzoso atraería una venganza más rápida. Se llegaría a la conclusión de que María Freudenstein había estado actuando como agente doble, trabajando para los británicos y los soviéticos. Inevitablemente y en forma rápida sería liquidada. James Bond miró por la ventana hacia los árboles en el parque se encogió de hombros. Gracias a Dios que eso no era asunto suyo. El destino de esta muchacha no estaba en sus manos. Habia sido atrapada en la sombría máquina del espionaje y podría considerarse con suerte si vivía lo suficiente para gastar siquiera una décima parte de lo que esta noche ganaría en los salones del remate. Había una fila de automóviles y taxis que cerraban la calle George detrás del Sotheby. Bond pagó su taxi y se unió a la muchedumbre que se infiltraba bajo los portales y subía las gradas. Le dieron un catálogo y un inspector le revisó el boleto de entrada. Subió las espaciosas gradas junto con el público elegante y entusiasmado. Atravesó las galerías y entró al salón principal de remates que ya estaba repleto. Encontró su asiento que estaba al lado del señor Snowman, quien anotaba cantidades en un bloque de papel que apoyaba en las rodillas. Miró en derredor suyo. El espacioso salón era tan grande como una cancha de tenis. Cuadros y tapices de varios tipos colgaban de las paredes color verde oliva. Equipos de televisión y otras cámaras (entre ellas el fotógrafo del MI5 con un pase de prensa proporcionado por el Sunday Times) se encontraban rodeadas de personal y encima de una plataforma construida en medio de un tapiz gigante que representaba una escena de caza. Habría unos cien compradores y espectadores sentados en pequeñas sillas doradas. Todos los ojos estaban clavados en el rematador, esbelto y buen mozo, que hablaba quedamente desde el pulpito de madera. Vestía un inmaculado smoking con un clavel rojo en el ojal. Hablaba sin énfasis y sin gesticulaciones. La voz silenciosa prosiguió sin apresurarse mientras que entre el auditorio, de igual manera, los compradores impasibles, respondían mediante señales a su letanía. En tanto proseguían las ofertas, Bond se deslizó de su asiento y se dirigió al corredor en la parte de atrás del salón donde la audiencia, que no alcanzó puesto, se diseminaba en dirección de la Nueva Galería y el Vestíbulo de Entrada para observar desde allí, por un circuito cerrado de televisión, el remate. En forma casual, vigiló la muchedumbre, buscando cualquier rostro que pudiera reconocer de entre los doscientos miembros de la Embajada Soviética y cuyas fotografías, obtenidas por métodos clandestinos, había estado estudiando durante los últimos días. Pero, en medio de un público que desafiaba una clasificación -una mezcla de negociantes, coleccionistas aficionados y lo que se podría clasificar como personas adineradas en busca de placer, no había una figura, menos aún un rostro, que pudiera reconocer, excepción hecha de alguna crónica o chisme periodístico. Una o dos caras cetrinas que pudieran haber sido
rusas, pero que igualmente podrían pertenecer a media docena de otras razas europeas. Se veía bastante cantidad de anteojos oscuros, pero estos ya no se consideraban como disfraz. Bond regresó a su asiento al costado del señor Snowman. Presumiblemente el hombre que buscaban tendría que descubrirse cuando comenzaran las ofertas. -Tengo que prestar atención al remate -dijo el señor Snowman, volviéndose a Bond-, y por alguna razón desconocida, se considera de mal gusto mirar hacia atrás por encima del hombro para comprobar quién está ofreciendo en contra de uno- si uno está en negocio, claro está, de manera que sólo podré descubrirlo si se encuentra acá adelante y creo que es muy poco probable ya que la mayoría son negociantes que conozco; pero usted puede mirar hacia atrás todo lo que quiera. Lo que usted tiene que hacer es vigilar los ojos de Peter Wilson y luego tratar de encontrar a quien está mirando o quien lo está observando a él. »Si usted puede ubicar al hombre, lo cual puede ser bastante difícil, observe cualquier movimiento que haga, aun los más pequeños. Cualquier cosa que el tipo haga -rascarse la cabeza, tirar del lóbulo de su oreja o alguna cosa- será la señal arreglada con Peter Wilson. Me temo que no habrá ningún movimiento lógico, como levantar el catálogo. ¿Me comprende? -Hizo una pausa-. Y no olvide que puede que no haga ningún movimiento en absoluto, hasta justo el final cuando me haya obligado a ofrecer el máximo posible, entonces querrá retirarse. Ponga atención -sonrió el señor Snowman- cuando lleguemos al final, le pondré mucho calor a la cosa y trataré que se descubra. Eso es calculando, claro está, que seremos los únicos dos compradores finalistas. -Tomó una actitud enigmática y agregó-: Y creo que puede confiar en que sólo seremos dos. De la certeza del hombre, James Bond se sintió completamente seguro que el señor Snowman había recibido instrucciones de conseguir la Esfera de Esmeraldas a cualquier precio. Un profundo silencio cayó cuando trajeron un alto pedestal tapizado de terciopelo negro, con mucha ceremonia, y se le colocó delante del pulpito del rematador. Luego un elegante estuche ovalado que parecía estar forrado de terciopelo blanco fue ubicado encima del pedestal. Con reverencia, un valet de respetable edad, vestido de uniforme gris con puños color rojo vino, cuello alto y librea, lo abrió y sacó el Lote No. 42, lo colocó sobre el terciopelo negro y quitó el estuche. La pelota de criquet de esmeralda pulimentada, en su soporte exquisito, brilló con un fuego verde sobrenatural y las piedras preciosas de su superficie y del cénit opalescente destellaron en su gama de colores. Hubo un murmullo de admiración entre el público y aún los empleados y expertos detrás de la tribuna y que se encontraban sentados ante un elevado escritorio junto al subastador, acostumbrados a ver las mejores joyas de las coronas europeas desfilar ante sus ojos, se inclinaron hacia adelante para ver mejor. James Bond consultó su catálogo. Allí estaba, en letras de molde y en una prosa tan pegajosa y melosa como un helado de crema:
El Globo Terrestre. Diseñado en 1917 por Cari Fabergé para un ruso y ahora propiedad de su nieta. No. 42 - Un globo terrestre de Fabergé de mucha importancia. Una esfera tallada de un trozo de esmeralda siberiana, extraordinariamente grande. Con un peso de aproximadamente mil trescientos quilates tiene un colorido espléndido y una transparencia vivida. Representa, un globo terrestre sostenido por un pedestal de diseño en espiral, repleto de filigrana rocaille tallada sobre oro de tipo quatre-coleur, adornado con gran cantidad de rosas de diamantes y engarzado de pequeñas esmeraldas de color intenso que componen cada pilar de un reloj horizontal. Circundando este montaje hay seis putti de oro tallado que retozan entre nubes elaboradas en fino cristal de roca, cincelado en dibujos muy naturales. La fineza del acabado se completa con pequeñas cadenas engarzadas también con delicadas rosas de diamantes. El globo propiamente dicho, cuya superficie está meticulosamente grabada como un mapa del mundo donde las principales ciudades están señaladas con refulgentes diamantes fijos sobre engarce de anillos de oro. Tiene rotación mecánica sobre un eje controlado por ana diminuta maquinaria de relojería, construida por O. MOSEK y contrafirmada, que se esconder disimulada, en la base. Igualmente está ceñida por nn cinturón de oro y concha de perla que la cruza, en la más pura técnica champlevó sobre un fondo moiré guiliochage. Los numerales están pintados con esmalte sepia y que sirve como cuadrante del reloj. Un rubí triangular, de Birmania, conocido como sangre de pichón, de unos cínco quilates, enquistado sobre el orbe, señala la hora. Altura: veinte centímetros. Tallador: Henrik Wigstrom. Presentado en su estuche original de forma de huevo forrado en terciopelo y saten blanco y con la llave de oro ubicada en la base. El tema para esta magnifica esfera se debe a la concepción de Fabergé hace unos quince años y se puede comprobar con la miniatura de globo terrestre que forma parte de la Colección Real en Sandringham. (Ver plancha 280 de libro El Arte de Cari Fabergé del autor A. Kenneth Snowman). Después de una corta mirada de búsqueda y tanteo por el salón, el señor Wilson golpeó suavemente con su martillo. -Lote No. 42 -un objeto inapreciable diseñado por Carl Fabergé. Una pausa-. Me ofrecen veinte mil libras. -Eso significa -susurró el señor Snowman a Bond- que probablemente le han ofrecido por lo menos cincuenta. Es sólo para comenzar por alguna parte. Muchos catálogos se agitaron en el aire. -Y treinta, y cuarenta, y cincuenta mil libras, me ofrecen. Y sesenta, setenta y ochenta mil libras. Y noventa. -Hubo una pausa y luego-: Me ofrecen cien mil libras esterlinas. Estallaron salvas de aplausos. Las cámaras se habían concentrado sobre un hombre joven, uno de los tres que se encontraban sobre la plataforma hacia la izquierda del rematador y que hablaban calladamente por teléfono.
-Ese es uno de los ejecutivos de Sotheby -comentó el señor Snowman-. Debe estar manteniendo una linea abierta a los Estados Unidos. Creo que esa debe ser la oferta del Museo Metropolitano, pero podría ser de cualquiera. Es hora que yo comience a trabajar. El señor Snowman levantó batiendo, el catálogo enrollado. -Y diez -dijo el subastador. El hombre habló por el teléfono e inclinó la cabeza-. Y veinte. Otra vez una señal del señor Snowman. -Y treinta. El hombre del teléfono pareció aumentar la velocidad de su conversación probablemente dando su estimado de cuanto más iría a subir el precio. Dio una pequeña sacudida de cabeza en la dirección del subastador y Peter Wilson miró en otra dirección recorriendo el salón con la vista. -Ciento treinta mil libras esterlinas me ofrecen -repitió pausadamente. -Ahora tienen que poner mucho cuidado -dijo a Bond el señor Snowman con suavidad-. America parece haberse retirado. Es tiempo que su hombre comience a empujarme. James Bond se deslizó de su asiento, se encaminó hacia el grupo de reporteros ubicado en un rincón hacia la izquierda del pulpito y se quedó entre ellos. Los ojos de Peter Wilson estaban dirigidos hacia la parte más alejada, en el rincón a la derecha. Bond no pudo divisar ningún movimiento, pero el rematador anunció: -Y cuarenta mil libras. Miró ahora al señor Snowman. Luego de una larga pausa, el señor Snowman levantó cinco dedos. Bond calculó que esa era la manera de aumentar el calor. Demostraba poco entusiasmo, dando a entender que ya estaba al final de sus fondos. -Ciento cuarenta y cinco mil. Otra vez la mirada penetrante hacia la parte trasera del salón. Otra vez ningún movimiento, pero de nuevo se habían intercambiado alguna señal. -Ciento cincuenta mil libras. Hubo un murmullo de comentarios y aplausos aislados. Esta vez la reacción del señor Snowman fue aún más lenta y el subastador repitió la última oferta dos veces. Finalmente miró directo al señor Snowman para decirle: -En contra de usted, señor. Por último el señor Snowman levantó cinco dedos.
-Ciento cincuenta y cinco mil libras. James Bond estaba comenzando a sudar. No había conseguido absolutamente nada. El subastador repitió la oferta. Y ahora hubo un imperceptible movimiento. En la parte de atrás del salón, un hombre de apariencia robusta, de vestido oscuro, levantó el brazo y sin exagerar se quitó los anteojos oscuros. Era un rostro limpio, indescriptible; el tipo de rostro que pudiera pertenecer a un banquero, a un miembro del Lloyd o a un doctor. Esta debió ser la señal convenida con el subastador. Mientras el tipo conservara sus anteojos oscuros puestos, el subastador elevaría el precio en cantidades de diez mil libras. Cuando se las quitara, significaba que se retiraba. Bond dio una rápida mirada hacia la batería de cámaras. Sí, el fotógrafo del MI5 estaba alerta. También había visto el movimiento. Levantó su cámara en forma deliberada e hizo estallar un rápido destello de luz. Bond regresó a su puesto y susurró al señor Snowman: -Lo agarramos. Me pondré en contacto con usted. Muchisimas gracias. El señor Snowman sólo asintió con la cabeza. Mantuvo sus ojos clavados en el subastador. Bond se levantó de su puesto y se dirigió con rapidez hacia el pasillo mientras el subastador anunciaba por tercera vez: -Me ofrecen ciento cincuenta y cinco mil libras esterlinas. -Y luego, golpeando con el martillo, agregaba-: Es suyo, señor. Bond alcanzó el extremo trasero del salón mientras el público se ponía de pie, aplaudiendo. Su presa estaba aprisionada entre las sillas doradas. Se había colocado otra vez los anteojos oscuros y Bond hizo lo mismo. Este se esforzó por colocarse a espaldas del hombre mientras la muchedumbre murmurante inundaba las escaleras de salida. El cabello crecía hasta muy abajo del cuello, grueso y rechoncho, del hombre. Lucía una casi imperceptible joroba, seguramente se trataba únicamente de una deformación ósea a la altura de los hombros. Bond lo identificó al instante. Era Piotr Malinowski, quien pertenecía al personal de la Embajada con el titulo de Agregado de Agricultura. ¡Jaque y mate! Afuera, el hombre caminó rápidamente hacia la calle Conduit. James Bond abordó sin apresuramientos, un taxi que aguardaba con el motor encendido y la bandera del taxímetro baja. -Ese es, -le dijo al conductor-. Sigúelo con calma. -Bien, señor -le contestó el chofer del MI5, retirándose del cantón. El hombre tomó un taxi al llegar a la calle Bond. Seguirlo en el tráfico de la noche fue sencillo y fácil. La satisfacción de Bond aumentó al observar que el taxi del ruso dobló hacia arriba, al norte del parque y siguió por la Avenida Bayswater. Ahora sólo faltaba averiguar si continuaría por la entrada privada de los jardines del Palacio Kesington, donde la primera mansión de la izquierda es el
vetusto edificio de la Embajada Soviética. Si lo hacía asi, esto terminaría el caso. Los dos policías de patrulla, que comunmente vigilan la Embajada, habían sido seleccionados para esa noche. Su trabajo consistía en corroborar que el ocupante del primer taxi, en realidad, entraba en la Embajada Soviética. Luego, con la evidencia del servicio secreto y la reunida por Bond y aquella del fotógrafo del MI5, habría suficientes pruebas para que el Ministerio de Asuntos Extranjeros declarara al camarada Piotr Malinowsky persona non grata en razón de actividades de espionaje y le ordenara empacar maletas. En el sombrío juego de ajedrez que era el trabajo de agente secreto, los rusos habrían perdido una Reina. La visita a los salones de subasta habría cumplido su cometido. El taxi que seguían, efectivamente, entró por el portón. Bond sonrió con torvasatisfacción, y se inclinó hacia adelante. -Gracias conductor. A los Cuarteles Generales, por favor.