El hormiguero capmodelo

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Torre de Papel

Sergio Aguirre Nació en Córdoba, Argentina, en 1961. Es escritor y psicólogo. Su primer libro La venganza de la vaca recibió el Accésit del Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil Norma-Fundalectura 1998. Ha publicado, además, Los vecinos mueren en las novelas y El misterio de Crantock.

C.C. 61074403 ISBN: 978-987-545-481-1

www.kapelusznorma.com.ar

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789875 454811

El hormiguero Ilustraciones de Pez

Sergio Aguirre El hormiguero

Omar va a pasar las vacaciones al campo, a casa de su tía Poli. Una mujer algo excéntrica aunque muy simpática, quien tiene una relación algo particular con la naturaleza. La experiencia va resultando para Omar toda una lección que lo acerca a la vida agreste. Hasta que un día descubre hormigas en la casa y se propone, a pesar de la rígida prohibición de la tía, llegar al corazón del hormiguero para destruirlas. Lo que Omar no sabe es que un hormiguero puede tomar formas inesperadas y terroríficas…

A partir de los 11 años

El hormiguero

Sergio Aguirre


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l día que Omar se fue de vacaciones a la casa de su tía Poli, en el campo, amaneció lloviendo. La terminal de ómnibus estaba repleta de gente y la madre de Omar un poco angustiada. Era la primera vez que su hijo se iba de la casa por muchos días. Subieron juntos al micro y, después de encontrar la butaca, lo abrazó, lo besó una vez más y le dijo: —Si extrañás, te volvés. Eso era exactamente lo que el padre de Omar no quería que ella dijera. Cuando su madre se bajó, Omar comenzó a buscarla entre la gente que había rodeado el


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micro saludando a los que partían, pero no la veía por ningún lado. ¿Adónde se había metido? Cerraron la puerta del ómnibus. Recién cuando se puso en movimiento y se alejaba de la plataforma, Omar vio que alguien pegaba saltitos con el brazo en alto. Le pareció que era su mamá, porque esa mujer también tenía una campera azul. Levantó la mano para saludar, pero el ómnibus ya giraba y esa mujer desapareció de su vista. La tía Poli vivía en Obispo Trejo, en un campo que había comprado cuando regresó a Córdoba. Nadie de su familia la había visitado, hasta ahora. Al padre de Omar se le ocurrió que su hijo podía pasar sus vacaciones con ella. Su madre no estaba segura. Hacía algunas noches habían discutido fuerte. Ella decía que no era una buena idea que fuese solo. Él insistía que a esa edad él pasaba temporadas en el campo de su abuelo, y que era algo natural, saludable. Dijeron otras cosas que no alcanzó a escuchar. También Omar se sentía raro al irse de su casa, de vacaciones, solo. Todo eso lo había puesto un poco nervioso. Pero no quiso demostrarlo. Y ahora, en el ómnibus, recordó una cosa que su padre había dicho aquella noche: “No puede pasarle nada”.


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mar se bajó del ómnibus y miró hacia todos lados. Se suponía que su tía Poli lo esperaba. Pero allí no había nadie. El ómnibus arrancó. La terminal de Obispo Trejo era una galería techada y dos bancos. Enfrente se veían algunas casas y un colegio rodeado de árboles, desierto en esa siesta de verano. Las calles eran de tierra y tenían algunas lagunas de la lluvia de esa mañana. Tampoco había nadie en las calles. Omar se quedó en la terminal, de pie, con la mochila en la mano, pensando que no tenía que preocuparse.


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Arriba el cielo se había despejado en parte, pero unas nubes poderosas amenazaban más lluvia. ¿Algo había salido mal? ¿Por qué su tía no estaba ahí? Decidió tranquilizarse, pensar en otra cosa, en la tía, que vendría de un momento a otro. A la tía Poli la había visto una sola vez, cuando era chico, en el velorio del abuelo. La recordaba linda, con el pelo largo, más joven que su mamá y las otras tías, y distinta. Esa tarde lo había abrazado y le había dicho que se podía llevar adentro a los que queremos. Que lo único que hacían los muertos era dejar de estar afuera. Su mamá, en cambio, le dijo que el abuelo se había ido al cielo, y que tenía que ser fuerte. La madre de Omar nunca se había llevado muy bien con la tía Poli. Aunque eran hermanas, eran totalmente diferentes. Omar había escuchado que cuando la tía era joven se hizo hippie. Entonces decía que todos estaban equivocados, que la vida tenía que vivirse de otra manera, y un día se fue de la casa. Su madre le contó que el abuelo llamó a la policía y la trajeron, pero que a los dos días se fue de nuevo, y ya no volvió. Con los años se supo que había vivido en una colonia de indios mapuches, en el sur, que había aprendido a fabricar instrumentos musicales, y que había trabajado para una fundación que protegía las ballenas.


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“Y vino para enterrarse en ese campo, más sola que un perro”, dijo su mamá una vez. En ese momento vio que se acercaba un sulky tirado por un caballo marrón. Arriba venía una mujer. Omar se quedó quieto. Habían pasado años desde que la había visto, pero esta mujer no se parecía a su tía Poli. Sin embargo, el sulky era lo único que se movía a esa hora en Obispo Trejo, en dirección a él, y ella estaba sonriéndole: —¡Omar! Como llevaba un sombrero, atado con un pañuelo, Omar no veía bien su rostro. Pero esa mujer era gorda, y estaba seguro de que su tía era delgada. El caballo se detuvo y resopló. —¡Disculpame la demora! Espero no haberte preocupado... —exclamó ella mientras se bajaba del sulky con dificultad. Entonces se acercó y después de mirarlo un instante, dijo: —¡Mirá que estás grande..! Y lo abrazó. No era como la recordaba, pero era ella.

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a casa de la tía Poli estaba en el medio de un campo, el único en la zona que había conservado el monte. Los otros campos eran sembradíos y todos tenían un nombre: “El Fuertecito”, “La Deseada”, “Los Sauces”. También el de la tía: “El Refugio”. Desde el portón de entrada hasta la casa había que atravesar un largo tramo de huella, rodeada de monte espeso. Cuando se bajaron del sulky, apareció un perro negro moviendo la cola. Era un perro flaco, bastante feo, pero a Omar le pareció lindo. —Él es Roberto —dijo la tía Poli mientras bajaba una pila de cartones de huevos vacíos—.


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Vive conmigo desde el año pasado. Lo dejaron tirado en el medio de la ruta. Gente desaprensiva... El perro llamado Roberto comenzó a olfatear a Omar, que pensaba en esa palabra que nunca había escuchado: desaprensiva. —¿Novedades durante mi ausencia, Roberto? El perro la miró y corrió a su lado mientras ella caminaba hacia la casa. La tía caminaba raro, como en puntas de pie. La casa era muy sencilla, y Omar se quedó mirando el techo. Parecía de tierra. Incluso vio que algunas plantas nacían de él: —¿Tía, el techo es de tierra? —De adobe —aclaró la tía.— Toda la casa es de adobe. Y mira al norte, como la del hornero —dijo en tono de broma.— Tiene sala y tiene alcoba... —y se echó a reír. A un costado había dos construcciones, más pequeñas, y un galponcito que parecía la casita del caballo. También vio un aljibe, árboles frutales y, más allá, el gallinero y una huerta rodeada por tejido. Del otro lado se veía un gran algarrobo, y debajo un horno de barro y una mesa de madera. Omar escuchaba un bramido, un sonido de motor, en algún lado: —¿Qué es ese ruido? —Es el generador —dijo ella señalando a un costado de la huerta. Pero allí Omar no veía nada.— Está en un pozo, adentro de un cajón, para que no moleste.


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—¿Qué le parece la visita, Roberto? —le preguntó la tía al perro mientras abría la puerta.— ¿Se van a hacer amigos? A Omar le gustaba la voz de su tía, la forma que tenía de hablar. Le parecía graciosa. No tonta, graciosa. Entraron a la casa. Un rico aroma a comida sorprendió a Omar. También le llamó la atención la cantidad de cuadros y adornos que había. Vio dos objetos de madera y tardó en darse cuenta de que eran lámparas. Nunca había visto lámparas con esas formas. —Vení, vamos a la cocina —dijo ella. La cocina era bastante grande. Una hilera de cacharros y utensilios pendía sobre una mesada de piedra. Y en lugar de una pileta había un fuentón de lata. Algo hervía en una olla negra. —Estoy preparando una cena especial para esta noche, como bienvenida —dijo la tía, y mencionó el nombre de una comida totalmente desconocida para Omar. —¡Ah! ¡Qué cansada...! Vení, charlemos un ratito —ella se desplomó sobre una silla. Omar no sabía de qué hablar con la tía, pero no hizo falta, porque ella empezó a contarle que una vez conoció a un indio que cuando estaba cansado se sentaba sobre una piedra un rato largo, y al levantarse decía que ahora era la piedra la que estaba cansada, no él.

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—¡Indio loco! —dijo, y lanzó una carcajada. La tía tenía una linda risa. Omar se sorprendió riéndose, también. No sabía si por el indio o por la risa de la tía. Después ella le contó que fabricaba lámparas de madera que se vendían en la capital. —Pero estoy harta de hacer siempre las mismas. Ahora que estás acá me podrías dar algunas ideas, inventar formas nuevas, ¿te gustaría? En ese momento Omar pensó que no iba a extrañar su casa. Que no iba a extrañar para nada. —¿Querés conocer tu cuarto? —le preguntó la tía. Su cuarto era pequeño. La cama tenía un acolchado rojo y verde, tejido por los indios seguramente, pensó Omar. —Este lugar es tuyo. Acá nadie te va a molestar. La tía volvió a la cocina. Omar se sentó en la cama y observó la habitación. Recién notaba que el piso era de ladrillos. Entonces vio una hormiga. Estaba sola. Iba y venía, como si se hubiese perdido. Pero en ese momento a Omar no le llamó la atención. No le llamó la atención en absoluto.


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Sergio Aguirre Nació en Córdoba, Argentina, en 1961. Es escritor y psicólogo. Su primer libro La venganza de la vaca recibió el Accésit del Premio Latinoamericano de Literatura Infantil y Juvenil Norma-Fundalectura 1998. Ha publicado, además, Los vecinos mueren en las novelas y El misterio de Crantock.

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Omar va a pasar las vacaciones al campo, a casa de su tía Poli. Una mujer algo excéntrica aunque muy simpática, quien tiene una relación algo particular con la naturaleza. La experiencia va resultando para Omar toda una lección que lo acerca a la vida agreste. Hasta que un día descubre hormigas en la casa y se propone, a pesar de la rígida prohibición de la tía, llegar al corazón del hormiguero para destruirlas. Lo que Omar no sabe es que un hormiguero puede tomar formas inesperadas y terroríficas…

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