El misterio de la fuente cap modelo

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Torre de Papel

Nació en Buenos Aires. Estudió dirección y guion de cine. Trabajó como guionista y productor en varios programas de televisión. En Norma ha publicado Maxi Marote, Cinco problemas para Don Caracol, La leyenda del calamar gigante y El desafío del caracol, en la colección Torre de Papel. Y, en Zona Libre, sus novelas El bastón de plata, En la línea recta y La oscuridad de los colores.

C.C. 61074426 ISBN: 978-987-545-685-3

www.kapelusznorma.com.ar

El misterio de la fuente Ilustraciones de Eugenia Nobati

Martín Blasco

Martín Blasco El misterio de la fuente

Un extraño misterio conmueve al pueblo. La aparición de una fuente que provee de agua a los vecinos genera sorpresa, alegría... y algunas mentiras. ¿Quién la habrá construido en secreto? ¿Por qué tiene un cartel, al pie, que dice “gracias”? El turco Karim y Pancho investigarán, mientras don Cook los sigue de cerca. Juntos encontrarán la sorprendente respuesta al enigma que desvela a toda la población.

A partir de los 9 años

El misterio de la fuente

Martín Blasco



Capítulo I

S

í, ya sé, vinieron a que les cuente la historia del misterio de la fuente. Todo el mundo viene por lo mismo. Es que son pocos los que conocen la historia tan bien como yo, casi nadie se acuerda. Lo que pasa es que no quedamos muchos de aquella época: aquí donde me ven, yo soy el más viejo de este pueblo. Si, ya sé que no lo parezco, estoy hecho un pibe, pero en realidad tengo mis buenos años. ¿Cómo? No me hable en esa oreja que no escucho nada… hable de este lado… la oreja derecha, esa


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sí anda bien. Como les decía, ya no quedamos muchos de los que estuvimos presentes, además tengan en cuenta que se podría decir que fui uno de los protagonistas. Pero no se crean que les voy a contar la historia así no más, solo porque quieren oírla; no, señor, hace algún tiempo que decidí poner algunas condiciones para quienes quieran escucharla. En primer lugar se me sientan todos, porque no puedo contarles la historia del misterio de la fuente en un minuto, como si fuera el pronóstico del tiempo. Se sientan bien tranquilitos y apagan esos celulares que la verdad no sé para qué sirven. ¿No es suficiente con tener teléfonos en sus casas que también tienen que ir a todos lados con esos celulares? Cuando yo era chico en este pueblo ni teléfonos teníamos y no pasaba nada, si alguien quería hablar con alguien iba hasta la casa y punto, qué tanto lío. Sí, es verdad… yo también tengo un celular ahora, pero me lo regaló mi hija para llamarme y ver cómo estoy. ¡Y no me hagan hablar del mail e Internet que me broto! Antes mandar una carta era todo un acontecimiento, uno se pasaba meses y meses esperando la respuesta, había que pensar muy bien lo que se escribía: era una cosa seria. En cambio, hoy se mandan quichicientos mails por día y nadie tiene nada


que decir. Sí, ya sé… yo también tengo Internet y mail… ¡pero porque no me queda otra! Es para poder ver las fotos de mis nietos. Ahora que están sentados y con los celulares apagados falta solamente un buen mate, porque les aviso que no le van a sacar una palabra más a este viejo sin un mate de por medio ¡y ya me calenté! Hasta no ver un mate se cierra mi boca. Así está mejor, muchas gracias. ¡Pero esto está dulce! El mate se toma amargo, ¡si quieren ponerle azúcar tomen té o café!… Bueno, ya está, no importa, déjenlo así que me lo tomo igual, no quiero andar molestando. Ahora sí, ahora puedo empezar a contarles la historia del misterio de la fuente. Todo pasó hace muchos años atrás. Y cuando digo muchos quiero decir bastantes. Para que tengan una idea, yo era un muchacho, tendría quince años como mucho. En esa época el pueblo era muy distinto. Ustedes lo ven hoy en día y ya es casi una pequeña ciudad, pero en ese entonces ¡ni autos había! La gente andaba a caballo o en bicicleta, no es que no se hubiera inventado el automóvil, tampoco soy tan viejo, pero era cosa de ricos y en este pueblo éramos todos bastante pobres. Las calles eran de tierra y los vecinos nos conocíamos todos. No teníamos

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cines y la televisión no existía, ni siquiera teníamos electricidad todo el día, solo a la noche, para alumbrar las casas y escuchar la radio. En esos días la radio era como la tele ahora, inclusive mejor que la tele, porque uno tenía que imaginarse las cosas. Pasaban radionovelas, que eran como las telenovelas de ahora pero en la radio y cada cual se imaginaba a los actores como quería. Cerrábamos los ojos y les poníamos caras a las voces que escuchábamos. Siempre me imaginaba que el héroe era yo, y la dama en peligro, alguna chica que me gustaba. En cambio, con la tele eso no se puede hacer, uno sabe que el héroe es tal actor y no se puede imaginar nada. Tampoco teníamos heladeras, usábamos barras de hielo. ¿Qué se extrañan? Todo el mundo usaba barras de hielo para conservar los alimentos. Se ponía la comida en una especie de roperito de madera, que eran las heladeras de ese entonces, se envolvía una barra de hielo con una bolsa arpillera, porque así el hielo tardaba más en derretirse, y listo. Igualito a las heladeras de hoy. Bueno, igualito igualito no, era un poco más incómodo. A mí siempre me tocaba ir a comprar el hielo, cosa que no me gustaba porque las barras eran pesadas y te mojaban. Las cocinas eran a leña, porque


tampoco había gas, y en las casas más humildes, los ranchos, se hacía un hoyo en el suelo y ahí mismo se cocinaba. Pero a pesar de todas esas cosas, la verdad nuestro pueblo era hermoso. Y no es que hubiera algo especialmente lindo, nada que ver, más bien era hermoso todo el conjunto. Nuestras callecitas serpenteantes, las casas de colores, los árboles frondosos moviéndose al compás del viento: cada cosa aportaba un toque bello y todas armonizaban entre sí. ¡Y el cielo! ¡No me hagan hablar del cielo! Un cielo lleno de estrellas, que yo no sé adónde se fueron esas estrellas, porque ahora apenas si se ven unas pocas y con suerte. Porque si tengo que empezar a nombrar todas las cosas lindas que había en mi pueblo no termino más. Si hasta los animales eran lindos. Teníamos gatos naranjas con manchas negras que pasaban las tardes acomodados en las ventanas de las casas tomando sol y viendo la gente pasar. Gatos pensadores parecían. Teníamos pájaros de todos los tamaños y colores, algunos cantaban todo el día, otros picoteaban las calles y otros solo volaban de aquí para allá. Pájaros artistas, creo yo. Teníamos vacas, no muchas, pero teníamos y les aseguro que no he visto más lindas. Blancas y negras, como la mayoría

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de las vacas, pero con algunas particularidades; por ejemplo, si uno las miraba fijo hasta parecía que sonreían y a veces se las veía tiradas en el pasto mirando las estrellas. Vacas filosóficas, se diría. ¿Y las ranas? Las ranas eran todo un espectáculo, se te ponían en el medio de la calle como si estuvieran haciendo una protesta. Ranas políticas, eso eran. Y gallinas y gallos. Justo mi vecino tenía un gallo blanco que era una pinturita, andaba todo derechito, la cabeza en alto y el pico brillante. La verdad que imponía respeto, cada vez que lo veía no podía dejar de saludarlo, “buenos días, señor gallo”, le decía. Y no sé si me entendía o no, pero movía la cabeza como contestándome. Gallos respetuosos eran los nuestros. Y si les hablo de los animales no puedo dejar de hablarles de la gente, porque si no alguno se va enojar y va creer que a mí me caen mejor los bichos que los vecinos y no es así, no, señor. Que ande saludando a los gallos, filosofando con las vacas y escuchando los reclamos de las ranas no quiere decir que no me importen los seres humanos, que al fin de cuentas son mis hermanos. Y de la gente de mi pueblo muchas cosas eran las que me gustaban. Por ejemplo, los domingos todo el mundo salía a pasear y nadie iba apurado, total

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estaban paseando. En el parque vendían cosas viejas que la gente ya no usaba y había una banda que tocaba música. Y todos los mediodías la gente cocinaba, eso también me gustaba. De una casa salía olor a cebolla; y de la otra, a albóndigas. El aroma del asado se mezclaba con el de un guiso de pescado. ¡Si yo me lleno de solo recordar esos olores! Y todas las noches se veían luces en las ventanas: en algunas casas se escuchaban risas; en otras, música o se veía alguna familia jugando a las cartas. Esas eran costumbres que me gustaban de la gente de mi pueblo. Y yo me la pasaba todo el día jugando con mis amigos. Íbamos a jugar a la pelota, a escondernos en el bosque, revolvíamos la tierra a ver quién encontraba el bicho más raro y nos subíamos a los techos para espiar lo que hacían los adultos. Porque desde chiquito me gustaron los misterios. Mi mamá decía que yo era simplemente chismoso, pero no era así, a mí me gustaba investigar y descubrir cosas. Una vez, encontré un molino abandonado; otra, un anillo dorado olvidado en la plaza y en otra oportunidad supe resolver el misterio de una gallina desaparecida que se había escondido en lo de un vecino. Era bastante bueno para los misterios, por eso me vi involucrado en el misterio de la fuente.


No sé si saben, pero cuando era chico todos me conocían como Pancho. Ahora todos me dicen don Francisco, pero en esa época era solamente Pancho. Y a mí me gustaba, especialmente por el dicho que dice “se fue lo más Pancho” o “hizo esto lo más Pancho”, entonces yo creía que Pancho significaba ser piola, inteligente y me parecía bárbaro llamarme así. Otra cosa linda de mi pueblo era que aunque había muy pocos habitantes teníamos gente de todas las naciones: había italianos recién llegados, gallegos, turcos, judíos y hasta un griego. ¡Si parecía las Naciones Unidas! Y eso que en esa época ni existían las Naciones Unidas. Por ejemplo, mi mamá y mi papá habían nacido en el pueblo pero mis abuelos eran italianos y cuando hablaban no se les entendía nada. Gallegos teníamos un montón, también estaba la familia Kolopontos, que eran griegos, y los de la mercería, que eran judíos. Fue justamente un inmigrante el verdadero protagonista del misterio de la fuente o al menos el hombre capaz de resolverlo: el turco Karim. El turco Karim era zapatero y tenía un pequeño local en la calle principal. En realidad no era turco sino sirio y nunca había que decirle turco en la cara porque se enojaba mucho. Parece que no tienen nada que ver

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los sirios y los turcos. De cualquier manera, no podía evitar que todos se refirieran a él como el turco Karim. Era lo mismo que pasaba con los de la tienda de ropa, que eran españoles andaluces, pero todo el mundo les decía gallegos, cuando gallegos son solo los de Galicia. Es que era mucho lío acordarse de cada región del mundo, por eso los españoles eran todos gallegos; los italianos, todos tanos, y los árabes, todos turcos. Karim había llegado de Siria no hacía muchos años y sin embargo había aprendido el castellano bastante bien. Lo traicionaba especialmente la letra pe, que parece que en árabe no existe, entonces la cambiaba por la be y decía cosas como “bobre hombre” o “yo soy baisano” o “hay que llamar a la bolicía”. Pero a pesar de que se le escapaba la pe, era un hombre muy inteligente y respetado por todos. Se había hecho fama especialmente de hombre justo y como en nuestro pueblo no había ni juez, ni alcalde, ni ninguna de esas cosas, solo un subcomisario, don Maruzco, que era bastante vago, Karim se había convertido en una especie de autoridad sin título. Cada vez que dos vecinos peleaban por alguna cuestión, llevaban el asunto a Karim, quien en general encontraba una solución satisfactoria para todos. Además, era muy paciente y tran-


quilo, nunca perdía la calma, por lo que era el hombre ideal cada vez que algo trastornaba la vida del pueblo. Si bien era bastante severo, tenía un gran sentido del humor, lo que lo hacía el preferido de los chicos. No voy a negar que era mi héroe y como, además, fumaba pipa, para mí era Sherlock Holmes en persona. En realidad, esa comparación se debía a una vieja revista de historietas que tenía en mi casa protagonizada por Sherlock Holmes, donde el dibujo realmente se parecía a don Karim. A pesar de su lugar de autoridad, no era un hombre tan mayor, apenas si llegaba a los cuarenta, inclusive en ese momento era soltero, aunque años después se casó con una de las hijas del Gallego Gutiérrez. Pero eso es otra historia. Debido a mi gran admiración por él, no perdía oportunidad de ir a visitarlo con cualquier excusa y nuestras conversaciones siempre terminaban en el mismo tópico: algún gran misterio por resolver. Es que además de su parecido físico con Sherlock Holmes, Karim compartía la pasión por los misterios acompañada por un gran sentido de la justicia. Y eso era algo que nos unía. Si yo me enteraba de cualquier cosa que había pasado en el pueblo, iba corriendo a buscarlo e inmediatamente nos poníamos a debatir las posibles

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soluciones al misterio de turno. Una gallina había desaparecido de la casa de doña Ignacia, entonces Karim preguntaba: ¿tenía suficiente comida? ¿Algún perro pudo atacarla o hacerla huir? Y casi siempre los razonamientos de Karim eran certeros y hallaban la correcta solución. Yo me sentía como su pequeño ayudante y aprendiz en el arte de resolver misterios. Por ejemplo, una vez todo el pueblo se conmocionó por el robo de las joyas de Doña Riquelme. Doña Riquelme tenía en su casa un collar de perlas y un anillo de diamantes que habían acompañado a su madre desde la vieja Europa. Esas joyas eran un orgullo familiar y Doña Riquelme las guardaba en un hermoso cofre de madera con llave, de donde las sacaba solamente para mostrarlas cada tanto a las envidiosas vecinas. Siempre decía que guardaba las joyas para usarlas en el casamiento de su hijo, Roberto, acontecimiento que ella esperaba con la ansiedad con la que los científicos deben esperar el paso del cometa Halley. Pero Roberto estaba lejos de casarse. Se lo veía bastante feliz con su vida de soltero: de asado en asado, saliendo con los muchachos y jugando al fútbol. El día que doña Riquelme salió a la calle gritando que sus joyas habían sido robadas, el pueblo se paralizó como si el fin


del mundo hubiese llegado. Es que no estábamos acostumbrados a los robos. Quizás alguien tomaba alguna gallina ajena y se hacía un puchero, pero entrar a una casa y robar joyas era algo impensado. Yo sé que ustedes los jóvenes están acostumbrados a todo tipo de robos, secuestros y asesinatos, pero en esa época y en nuestro pueblo, el robo de doña Riquelme nos parecía un crimen más atroz que todos los de la mafia rusa, china e italiana juntos. El único rastro que los ladrones habían dejado era una ventana rota por donde supuestamente habían entrado. Inmediatamente comenzaron a correr todo tipo de rumores, desde policiales hasta sobrenaturales. Algunos hablaban de un grupo de bandidos de a caballo que llegaban protegidos por la oscuridad de la noche y robaban las cosas más valiosas de cada pueblo degollando a quien se cruzara en su camino y guardando las cabezas de sus víctimas como trofeo. Nadie se detenía a pensar que en este caso no había muertos, ni siquiera heridos y mucho menos degollados o cabezas perdidas. Otros preferían las explicaciones fantásticas y hablaban del fantasma de un gaucho muerto injustamente, que ahora vagaba por el campo robando cosas y si alguien se cruzaba con él quedaba mudo del susto. Por lo

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menos en este caso sí teníamos un mudo en el pueblo, Fermín, pero era mudo de nacimiento así que no creo que el gaucho fantasma haya tenido algo que ver. Y no faltó quien hablara de la maldición de las joyas, que ya venían malditas desde Europa y causaban la desgracia a la familia que las poseía. Todo el pueblo estaba sumergido en estas especulaciones, hasta el subcomisario Maruzco, que enseguida le echó la culpa a la luz mala. Solo una mente se mantuvo lógica y despierta, sin dejarse llevar por las fantasías y supersticiones. Esa mente, por supuesto, fue la de Karim, que como buen investigador, se puso a trabajar en el tema. Y digo una sola mente porque yo, la verdad, que entré como un caballo en la historia del gaucho fantasma. Si hasta me pareció verlo en una oportunidad y me puse a gritar como loco para ver si no me había quedado mudo. Pero mientras todos divagábamos con historias fantásticas, Karim empezó a investigar el caso. Lo primero que hizo fue pasarse largas horas en el lugar de los hechos, la casa de doña Riquelme, tratando de imaginar cómo se había llevado a cabo el robo. Luego recorrió los alrededores de la casa y tuvo largas charlas con doña Riquelme y su hijo. Si bien no era policía, todos lo dejaban comportarse como


tal porque sabían que era el hombre indicado para resolver el caso. Esa fue la primera vez que me convertí en su ayudante. Surgió de él, que me veía dando vueltas y molestándolo con preguntas inoportunas. Primero quiso saber qué era lo que yo pensaba, y cuando le dije lo del fantasma del gaucho me miró serio, sin reírse y luego de pensarlo un rato me dijo: “¿y bara qué querría un fantasma las joyas? No las va a vender ni usar”; la verdad que era un buen punto. No sonaba muy lógico que un fantasma robara perlas y diamantes, cosas que son bien de este mundo, en todo caso un fantasma debe robar almas o algo así. Sin embargo, cuando llegaba la noche yo no podía dejar de creer en el temible gaucho fantasma, a quien me imaginaba arriba de un caballo, también fantasma. Pero a pesar de mis ideas, Karim me tomó como su asistente y me ordenó que buscara pisadas alrededor de la casa, cosa que hice sin ningún problema y divirtiéndome mucho. Y luego de una semana de arduas investigaciones, semana en la cual la vida del pueblo se agitaba a cada día ya que todos temían ser robados y no era extraño ver a los hombres cuidando las casas con escopeta, luego de esa larga semana en total tensión y, en mi caso particular, viviendo con el miedo al

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gaucho fantasma que podía aparecer en cualquier momento y sacarme el habla, luego de esa terrible semana, Karim llegó a la más inesperada conclusión: no había existido ningún robo. Todo lo que había sucedido era que Roberto, el hijo de doña Riquelme, había empeñado las joyas en la ciudad, para poder comprase un par de zapatos nuevos y otras pilchas. Karim había llegado a esta conclusión gracias a varias pistas: en primer lugar, el vidrio de la ventana por donde supuestamente habían entrado los ladrones había sido roto desde adentro; en segundo lugar, no había


pisadas alrededor de la casa ni rastros de que nadie hubiese llegado ni en bicicleta ni a caballo. Pero hubo una pista aún más importante que las otras. Unos brillantes y nuevos zapatos que estrenó Roberto días después del robo, detalle al que nadie le había prestado atención pero que a Karim lo había llevado a sacar las conclusiones correctas. El pueblo estaba feliz de saber que ni ladrones, ni asesinos, ni fantasmas andaban dando vueltas por ahí, doña Riquelme recuperó sus joyas y Roberto estuvo castigado por bastante tiempo sin poder ir a bailes, ni a asados, ni a partidos de

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fútbol. Y desde ese caso yo me convertí en el ayudante permanente de Karim, y me prometí a mí mismo nunca más volver a caer presa de mis miedos como me había pasado con el gaucho fantasma y aprender a usar la lógica. Y aunque al principio Karim se divertía burlándose de mi inocencia al creer en el gaucho fantasma, después resulté serle de mucha ayuda en casos más difíciles que nos tocaron. Casos como el del misterio de la fuente, sin duda el más difícil de todos. Porque siempre es difícil descubrir qué pasó cuando algo ha desaparecido debido a que alguien lo ha robado, pero imaginen qué pasaría si el misterio, en vez de ser algo que ha desaparecido, se trata de una cosa que aparece repentinamente, sin que nadie sepa cómo llegó ahí y cuando esa cosa es nada más ni nada menos que todo un río y una fuente. Eso sí que es un misterio. Bueno, exactamente eso es lo que pasó en el misterio de la fuente.



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Nació en Buenos Aires. Estudió dirección y guion de cine. Trabajó como guionista y productor en varios programas de televisión. En Norma ha publicado Maxi Marote, Cinco problemas para Don Caracol, La leyenda del calamar gigante y El desafío del caracol, en la colección Torre de Papel. Y, en Zona Libre, sus novelas El bastón de plata, En la línea recta y La oscuridad de los colores.

C.C. 61074426 ISBN: 978-987-545-685-3

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Martín Blasco El misterio de la fuente

Un extraño misterio conmueve al pueblo. La aparición de una fuente que provee de agua a los vecinos genera sorpresa, alegría... y algunas mentiras. ¿Quién la habrá construido en secreto? ¿Por qué tiene un cartel, al pie, que dice “gracias”? El turco Karim y Pancho investigarán, mientras don Cook los sigue de cerca. Juntos encontrarán la sorprendente respuesta al enigma que desvela a toda la población.

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