“Obras completas III” de Rafael Barrett
OBRAS COMPLETAS (TOMO III)
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ENSAYOS, CONFERENCIAS, AL MARGEN, IDEAS Y CRÍTICAS Rafael Barrett
ENSAYOS
DE ESTÉTICA CAPÍTULO I Nos sentimos tentados, al estudiar el carácter de las funciones estéticas, en el hombre o en otro animal, de creerlas debidas a un exceso de energía que se escapa por las válvulas del arte, del juego, de la agitación inútil y caprichosa. Mientras el organismo individual o colectivo es débil, mientras cruza un período precario y apremiante que exige todos los recursos de la resistencia, del valor y de la maña, la voluntad de vivir busca y encuentra el camino más corto, decide la medida urgente y salvadora, tiene mucho de automática y fatal, y presenta, en una palabra, el ejemplo constante de lo que los escolásticos entienden por instinto. Más tarde aparece ese conjunto de inexplicables rodeos que constituye la ornamentación de la vida. El niño sonríe por vez primera un día en que ha mamado bien y no le duele nada. Crecerá y luchará. Las condiciones de la lucha le acercarán a lo bello si son benignas; le mantendrán en la ignorancia y en la ineptitud si le son crueles. La anemia, el hambre y el miedo son incompatibles con la belleza. Igual cosa ocurre en las sociedades. Nacen amenazadas y desnudas. Aprovechando un instante de sosiego, el troglodita araña inhábiles trazos en el margen liso de su hacha de sílex, o dibuja torpemente en el rugoso muro de su caverna una silueta de ciervo o de mamut. Y es al final de las civilizaciones, durante las mal llamadas decadencias, en medio de la seguridad material de la raza, de la estabilidad política y de un altivo aislamiento, cuando el arte toca su apogeo y se sobrepasa a sí mismo. Según esta teoría, el arte, en su amplia significación de proceso aparentemente privado de utilidad inmediata para la conservación del individuo y la prolongación de la especie, es un lujo, un sobrante de vitalidad, y deberán surgir sus más intensas manifestaciones en la época de mayor acumulación de energía, es decir, en la época del amor y del celo. No es demostrable esa ley en el hombre, pero lo es en los animales. La estación sexual trae consigo, a lo largo de la escala de los seres y sobre todo en los peldaños superiores, un derroche de hermosuras y de actividades incomprensibles. Los pájaros, los insectos y hasta los peces, hacen como las flores: se visten de brillantes y delicados matices. En la naturaleza, todo se vuelve cantos, danzas, juegos, romerías, y los mil artificios del pudor y del deseo. Las imaginaciones florecen entre las selvas y alrededor de los niños, e iluminan el tenebroso mundo animal con un incendio pasajero que parece la remotísima aurora del arte humano. Voy a citar dos ejemplos que mostrarán el alcance de las últimas líneas. Ambos están elegidos en el mundo encantado de los pájaros. No puedo menos que señalar aquí un hecho interesante. Contrariamente a la concepción religiosa y a la concepción darwinista no es el hombre lo último creado, el resultado final de la evolución, el modelo definitivo después de hecho el cual se rompe el molde. El abismo fecundo ha seguido trabajando, y hacía muchos *
Editorial Amércalee, 1954. Digitalización: KCL. 5
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siglos que el hombre vivía sobre la tierra cuando rasgó los aires el vuelo triunfador del primer pájaro. Los tetras, gallos silvestres de la América del Norte, tienen costumbres curiosísimas. Sus torneos sexuales han llegado a ser para ellos exactamente lo que son para nosotros: danzas. Demuestra que estas paradas equivalen a una supervivencia, a una transformación, el que los machos se entreguen a ellas no sólo antes, sino después de la cópula. Las practican hasta durante la incubación, para entretenerse mientras las hembras están absorbidas por el deber maternal.1 He aquí cómo describen los viajeros las danzas de los tetras: “Se reúnen veinte o treinta en un lugar escogido y se ponen a bailar allí como locos. Abriendo las alas, juntan los pies, y saltan como los hombres en la danza del saco. Luego, avanzan unos contra otros, dan una vuelta de vals, cambian de pareja y así sucesivamente… Están lo bastante ensimismados para que el curioso se pueda aproximar mucho”2. Hay pájaros en Australia y en Nueva Guinea que hacen el amor con un ceremonial delicioso. Para atraer a su amada, el macho construye, según su habilidad, una verdadera casita de campo, o sencillamente una rústica cuna de follaje. Planta ramas y ramillas que encorva en bóvedas de más de un metro de luz. Siembra el suelo de hojas, de flores, de frutos rojos, de huesecillos blancos, de relucientes piedrecitas, de troncos de metal, de joyas robadas en las cercanías. Se dice que los colonos australianos, cuando les falta una sortija o unas tijeras, van a buscarlas a esas tiendas de verduras. El “jardinero” de Nueva Guinea edifica con su piso y sus patas mejor que los aldeanos y con más gusto decorativo. 3 “Al atravesar un magnífico bosque, me encontré de pronto en presencia de una pequeña cabaña de forma cónica, precedida en esa choza el género de construcción que los cazadores de M. Bruijn señalaban a sus amo como obra de un pájaro oscuro y poco más voluminoso que el mirlo. Tomé un croquis muy exacto y cotejando mis propias observaciones con los relatos de los indígenas, establecí el procedimiento seguido por el pájaro para levantar esta cabaña que no representa un nido, sino más bien una habitación de recreo. El amblyornis (es su nombre técnico) prefiere un pradito de terreno perfectamente liso, en cuyo centro se eleve un arbusto. En torno de este arbusto, que servirá de eje al edificio, reúne el pájaro un poco de musgo, y hunde oblicuamente en el suelo ramas que continúan vegetando algún tiempo y que, por su yuxtaposición, forman las paredes inclinadas de la choza. De un lado, sin embargo, estas ramas se separan ligeramente para dejar una puerta, enfrente de la cual se extiende un hermoso césped cuyos elementos han sido traídos penosamente, matita a matita, de largas distancias. Después de haber cuidadosamente limpiado este césped, el amblyornis siembra en él flores y frutos que va a cosechar por la vecindad y que renueva de cuando en cuando”4. Nos es lícito inducir que el arte en el hombre, como en el amblyornis, es un fenómeno sexual. Hay toda una estética amorosa. Hubo medios sociales, como algunas cortes de la Edad Media, en que el arte simbolizaba el amante superior. Estos hechos no prueban nada contra la realidad actual. Las facultades artísticas receptivas y creadoras no se trasmiten por herencia. La mujer es particularmente incapaz de sentir una grande obra y sobre todo producirla. No se concibe siquiera la posibilidad de un Víctor Hugo o de un Wagner consagrado su amor. El arte es hoy una función especial que no reclama solamente un exceso bruto de energía nerviosa, sino en primer término una organización característica. ¿Cuál es el objeto de esta función? Nuestra ignorancia la considera menos necesaria que la función reproductiva, porque no hemos descubierto aún a la naturaleza otras finalidades que las que tocamos a tientas en la noche que nos rodea. Por eso hablamos de lujo, de sobrante, de inutilidad. No se comprende, a pesar de todo, una función esencialmente inútil que se 1
Gourmont, “Physique de l’amour”. Milton y Cheaddle, “De l’Atlantique au Pacifique”. 3 Gourmont. 4 O. Beccari, “Les cavanes et les jardins de l’Amblyornis”. 2
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manifiesta en los animales elevados, insectos, mamíferos, pájaros, y alcanza en el hombre un grado supremo. El arte, sin el concurso de los sexos, pasa de una generación a la siguiente la inmensa mole de formas nuevas, y prolonga, desarrollándola rápidamente, una especie de sensibilidad sobrehumana que avanza con nosotros, encima de nosotros, hacia el porvenir. ¿Y qué hacemos en verdad más que seguirla? Algún día sabremos, quizás, dónde nos lleva. CAPÍTULO II No es el artista una máquina más potente que los demás hombres, sino otra clase de máquina. Hay que entenderse cuando se habla de energías fisiológicas. Derivan todas ellas de la energía química almacenada en los alimentos, la cual se transforma después en energía térmica y en energía mecánica. Las radiaciones eléctricas que se pueden desprender del organismo son muy débiles. Debe existir, pues, una equivalencia entre la energía química de los alimentos por una parte, y por otra, la suma de las energías térmica y mecánica, y en efecto, la experiencia confirma esa ecuación con exactitud suficiente a convencernos de que si el cerebro acumula y desarrolla otra especie de energías misteriosas aún, el trabajo positivo de ellas es insignificante. Pues bien, no son los príncipes del arte los que más comen, digieren y asimilan. Para un Rossini gastrónomo, casado con una cocinera por la poderosa razón de que le hacía buen caldo, para un Dumas padre, apóstol de la sartén y de la novela, para un sacerdote ante el altar mayor, hay muchos Cervantes famélicos y Zolas, gastrálgicos. Se presenta aquí una observación curiosa. El admirable misticismo español está creado por hambrientos. Los ascetas se lanzaban al cielo sin la precaución de la alondra, que según un proverbio de la época de los Austrias, cruzaba las Castillas con un ramo en el pico para no perecer durante el viaje. En Italia, el clérigo, lejos de padecer los amarillos y trágicos tonos de Zurbarán y de Ribera, es rosado y rollizo. Sonríe paganamente en las telas venecianas. Y, sin embargo, no ha salido de sus alegres claustros nada comparable a las Exclamaciones de Santa Teresa o la Oda de fray Luis, donde gime el pecador de este modo, al caminar hacia el Cristo “con pasos tan cansados”. Alcanzarte confío, Que pues por el bien mío Tienes los soberanos pies clavados En un madero firme, ¡Seguro voy que no podrás huirme! Algo parecido ocurre con la poesía árabe. De tales casos se deduce, necesariamente, que el genio no se elabora en el estómago. De la energía mecánica se dirá lo mismo. Beethoven era robusto, pero Wagner no hubiera hecho carrera en los circos. Preferimos a Maupassant casi loco, y no cuando daba, de joven, saltos mortales. Chopin, anémico y endeble, ha escrito páginas que son una tempestad; Pascal, enfermo, es terriblemente fuerte; adoramos la fiera melancolía de Enrique Heine clavado en una butaca y admiramos la risa despiadada que agita el cuerpo tullido de Scarron. Respecto a la energía térmica he de afirmar, sin dar alcance de mayor cuantía a mí afirmación, que los hombres de talento que he conocido tenían especial odio al frío, particularmente Echegaray, enterrado bajo gabanes y capas en todo tiempo. Zola era muy friolento y una chimenea le costó la vida. Saint Saëns huye en invierno con las golondrinas a países calientes y la mitad del año visita el Mediterráneo o las Canarias. Es como si estos hombres de arte quisieran evitar pérdidas por radiación, para utilizar su energía de otra manera. Pero hay probablemente falsedad en tal conclusión. El siglo último nacieron dos magníficas escuelas, la 7
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noruega y la rusa, bajo latitudes heladas, y actualmente la música de Petersburgo ostenta, a pesar del clima, una valentía y una riqueza de ritmo maravillosas. Si no es, por lo tanto, energía fisiológica de ningún orden lo que caracteriza al artista, hay que buscar ese carácter en la distribución de la energía humana, en lo que denominamos vagamente organización. Por mucho tiempo se creyó que lo importante en la organización era el órgano. Es el método clásico de Cuvier. Considerado estáticamente, el animal, como un edificio, tiene su arquitectura y estudiarla hasta llegar a deducir de una de las partes el conjunto entero, como basta el diámetro de una columna para proyectar todo un frente, era lo esencial. El órgano determinaba la función. Pero una observación más profunda ha ido cambiando estas ideas. Los naturalistas, desde Darwin, han tomado el hábito de mirar las especies, no fijas como formas geométricas, sino indefinidamente transformables; no inmóviles, sino en marcha a lo largo de los siglos. Se descubrió que en esa constante mudanza los órganos se quedan atrás, por decirlo así, respecto del impulso interno que hace evolucionar al animal. La especie se abre camino a través de sí misma. Los órganos están obligados a ejecutar funciones nuevas y tienen lugar de seguirlas. La función, en vez de ser causa, es un efecto, y el órgano no revela la función en su realidad íntima, ni deja sospechar lo que fue la especie de ayer ni lo que será mañana. El hombre ha hecho soberbias cosas con sus dos manos, es cierto; pero el mono tiene cuatro y no hace nada. ¿Quién atribuiría a los castores sus construcciones fluviales? Nadie sin saberlo pensaría que son pájaros los tejedores de nidos cuya delicadeza es imposible imitar. Fabre, que ha publicado últimamente el tomo X de sus magníficos Souvenirs d’Entomologie, dice, hablando de la habilidad del escarabajo para fabricar su pelota en las tinieblas: “Es un elefante empeñado en bordar”. Y claro que ante tantos ejemplos declararemos con Fabre: el órgano no determina siempre la aptitud. Ahora se aprecia la honda verdad de la definición de Bonald: “alma servida por órganos”5. Hay un mecanismo interno que es el que avanza, exige, inventa. En él radica el poder directivo. Él es quien imprime el rumbo a todo el ser. Él esclaviza los miembros y los doblega a ejecutar obras que no ejecutaron nunca. Él desea lo imposible y lo logra casi. Él empuja la especie hacia el futuro, sacrificando la carne. 6 Pero no es un espíritu abstracto, sino algo tangible y real: es el sistema nervioso. He aquí el verdadero esqueleto del organismo. Desde la célula, en que el núcleo representa el factor directivo, o factor nervioso, hasta el animal superior, en que la sustancia gris de los centros y la blanca de las comunicaciones constituyen un tejido de enorme complicación, encontraremos el mismo elemento encargado de distribuir la energía. Entonces aparece el hombre en su realidad interior, y le contemplamos reducido a un sistema nervioso que se sirve de los órganos nutritivos y musculares exactamente lo mismo que el hombre se sirve de las máquinas. Si queremos entrever en qué se distingue el artista de sus semejantes no dotados de la facultad creadora, habremos de dirigirnos a ese enigmático y omnipotente sistema nervioso, y solamente a él. Lo que no hallemos allí no lo hallaremos en ninguna otra parte. CAPÍTULO III 5
Gourmont. Y ese empuje a veces se impacienta, y la naturaleza da saltos. Véanse las recientes y trascendentales experiencias de Vries, y su concepto de mutación. 6
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¿Son en el artista las sensaciones más intensas, más delicadas, más tenaces que en el tipo humano normal? Parece razonable admitir que un pintor, por ejemplo, distinga colores que la generalidad confunde y vea líneas y sombras que los demás no ven. Como las observaciones personales son siempre útiles, referiré aquí las que tuve ocasión de hacer durante algunos meses de comercio intelectual con X, discípulo y compañero del insigne Rusiñol. Salíamos juntos al campo, y nos deteníamos ante un bosquecillo, un arroyo, una quebradura, un celaje entre dos masas de vegetación. “¿Qué tono se le antoja a usted más homogéneo? De esos verdes, ¿cuál le resulta más puro? ¿Cuál más caliente? ¿Cuál más luminoso? En esa gama gris, ¿dónde encuentra usted el acento más frío?, me preguntaba X. Yo le contestaba lo que podía, y él me rectificaba. Al cabo de cierto número de lecciones del natural fue volviéndose mi visión más rica y más aguda, hasta el punto de arrancarnos exclamación idéntica una agrupación feliz de manchas o un efecto inesperado de perspectiva. Soy poco sugestionable. Descubría realmente cosas que sin esta educación física hubieran seguido siendo ocultas. Lo interesante del caso es mi convencimiento de que tales sensaciones existían latentes en mi organismo. Las ignoraba por una especie de distracción; X las despertaba, y entonces florecían en mi conciencia revestidas de una aparente novedad. Ahora bien, los fenómenos de conciencia están hechos de asociaciones, de conexiones. Desde Descartes acá los hemos localizado en el cerebro. Por desgracia andamos mal de fisiología, y peor de fisiología nerviosa. El estudio directo de la masa cerebral no ha dado aún nada utilizable para la estética. Las inducciones basadas en el peso y en el tamaño del encéfalo fracasaron, como fracasó el ángulo facial. ¿Quién no se ríe hoy de las teorías galianas? El charlatanismo de los Lombroso y de los Max Nordau no ha servido sino para desprestigiar la ciencia. Experimentos intentados en Alemania desvirtúan los resultados de Broca. Una conferencia reciente del ilustre profesor Poisier revela cuán discutibles son nuestros escasos conocimientos en estas materias. Todavía es dable repetir la frase de D’Alembert: presque sur tout, on peut dire tout ce qu’on veut. Haya que acogerse a las síntesis empíricas de la psicología y ensayar con toda reserva, con toda timidez, conjeturas verosímiles. Tornando a mi ejemplo de asimilación visual, creo que las conexiones creadas en mi espíritu por X, o mejor excitadas, 7 eran conexiones elementales entre las sensaciones brutas, conexiones por lo común inconscientes durante el mecanismo de la emoción y de la producción artísticas, conexiones de gran extensión e inestabilidad. Se comprende que varíen notablemente de un individuo a otro, y que conserven rasgos de uniformidad en un mismo individuo. A esta uniformidad corresponde el vocablo manera, que designaría la parte más instintiva, más mecánica de la sensibilidad matriz. El claro-oscuro de Ticiano es anaranjado, y el del Greco, azul. Poussin pintó con oro, el Tintoretto, con fuego y con sangre. Un célebre colorista, Van Gogh, exclamó al morir: “¡Qué hermoso es el amarillo!” La importancia de las conexiones primeras ha hecho declarar que “la belleza de la pintura reside en la tonalidad del cuadro y en la calidad de la pasta”8. Antes de tratar los caracteres generales de la manera, conviene aplicar las reflexiones precedentes a la música y a la literatura. La música se transforma y avanza con la industria de los instrumentos; de los instrumentos derivan únicamente las sensaciones musicales.9 Los claves y la cuerda del siglo XVIII 7
Extraño sería, efectivamente, que tres o cuatro semanas hubieran bastado a modificar la composición de mis tejidos nerviosos. 8 Journal de los Goncourt. 9 La voz humana equivale a un instrumento más, instrumento primitivo que ya no incluye en la marcha del arte. 9
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engendraron las escuelas francesa y alemana que fueron gloria del siglo XIX. No se concebirían Chopin, Liszt, ni Schumann, sin la fabricación del piano, ni Wagner sin el desarrollo del metal en la orquesta moderna. Las sensaciones del músico se reducen, pues, a notas de diversos timbres y a las combinaciones de esas notas.10 Habitualmente los compositores y sobre todo los intérpretes y ejecutantes, aprecian los sonidos con delicadeza y precisión extraordinarias. Cuenta Saint Saëns que desde niño aprendió a conocer la nota de un cristal vibrante y las que resuenan a la vez en el tañido de una campana. No son raros los maestros capaces de señalar la ligera desafinación de un violín entre el estruendo de treinta violines más. La memoria es también frecuente en los directores de primera fila. Muchos llevan sinfonías y óperas marcando las entradas a un conjunto de ochenta o de cien elementos, sin necesidad de abrir un instante la partitura. La manera como hemos llamado al sistema de conexiones primarias, se refiere en música al tono y a la armonización principalmente y secundariamente al ritmo y a la melodía. Pero aquí el concepto de tono no padece la vaguedad del concepto de tonalidad pictórica. El maravilloso poder analítico del oído, exige una regularidad tonal casi matemática, alrededor de la que se oscila entre estrechos límites. A estas exploraciones armónicas, a la disposición del acorde, a la curva de la modulación, afecta la manera en alto grado. La sonoridad estridente de los cobres de Wagner, la claridad espectral de Grieg y la insinuante disonancia de Debussy son típicas. Schumann (última época) prefiere la fiera obstinación del ritmo. Chopin imprime a los intervalos una flexibilidad felina, una elegancia salvaje. La literatura junta las artes todas, valiéndose del medio universal de expresión suministrado por el idioma. El poeta ha de ser pintor y músico, dibujante y arquitecto, y además ha de saber encontrar para cada sensación la combinación de palabras que mejor la traduzca; ha de trabajar la lengua como el escultor trabaja el barro. No es asombroso que Shakespeare haya empleado más palabras distintas que ningún otro inglés, y Cervantes y Quevedo, más que ningún otro español. A la abundancia del vocabulario suelen unirse en los verdaderos poetas la abundancia de giros, la variedad de la construcción, la facultad de aumentar el tesoro léxico. Es indispensable al literato concienzudo la ciencia profunda del lenguaje. Heine revolucionó el alemán y Dante forjó el italiano; lo consiguieron gracias a la fabulosa cultura clásica que habían adquirido. ¿Dónde estaría la fuerza de Balzac si no se hubiera metido diccionarios enteros en la cabeza? El uso familiar del idioma no permite definir fácilmente la manera en literatura. El sistema de conexiones primeras atañe ahora a las relaciones inmediatas entre dos o más palabras; incluye el modo de adjetivar, de adverbiar, propio de cada escritor; la elección de neologismos; la ordenación incidental; la longitud del período; la aspereza o la suavidad del hipérbaton. CAPÍTULO IV Por ser un arte más intelectual, la literatura se revela menos al análisis. Hablado o escrito, el lenguaje se ha ido alejando del objetivo para acercarse a la abstracción. La pluma del vate no copia sobre el papel las formas visibles, ni su voz imita los ruidos de la naturaleza. Murieron la onomatopeya y el jeroglífico. Los vocablos caballo, corre, lejos, designan evidentemente géneros y no individuos; son signos, representaciones universales, y su combinación, desde la teoría del verbo hasta los últimos detalles del mecanismo sintético, constituye un capítulo de lógica. Muy diferente de la pictórica y de la musical, no aparece en la materia literaria elemento alguno (fuera del ritmo) emotivo ni apenas sensible. Estrictamente un cuadro es un conjunto de colores, y una sinfonía un conjunto de timbres, mientras que un poema es una página de álgebra. Y, sin embargo, hay a cada paso en D’Annunzio el incendio de los lienzos de Rubens, 10
Aquí, como de costumbre, falla la cacareada y torpe definición: imitar a la naturaleza. 10
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en Zorrilla el cristal de las sonatas de Mozart; y en Tennyson y en Vigny, la majestad luminosa de los mármoles griegos. ¿Por qué? Volvamos al sustantivo caballo. Estas seis letras, siempre las mismas, resumen lo que subsiste en cualquier caballo, lo común a todos los caballos: un concepto, lo único que trasciende a la escritura. Pero al leer la palabra caballo, no sólo nace en nosotros el concepto correlativo, sino que ese nos despierta un mundo de sensaciones y de emociones relacionadas con nuestra experiencia personal, hijas de cuánto hemos vivido, imaginado y soñado referente a caballos; un laberinto inextricable que se ramifica en lo subconsciente, encerrando los gérmenes estéticos que nos interesan. Brevemente: el contenido ideológico sugiere el contenido sensible variable para cada sujeto. Creyó el simbolismo descubrir este procedimiento, tan antiguo como la conversación. A los sabios corresponde quedarse con el contenido ideológico del idioma y a los artistas con el sensible. La ciencia busca las semejanzas y el arte las diferencias. Así el idioma modelo de las especulaciones positivas es el matemático, compuesto de signos de signos, al tiempo que el idioma de las ramas biológicas y sociológicas del conocimiento se va empapando en belleza, de los estudios botánicos de Darwin a la crítica de Paul de Saint Victor y a la historia de Michelet, de Carlyle o de Nietzsche, bien próxima a la verdadera poesía.** El ilustre doctor Domínguez publica, estas semanas, interesantes ejemplos de voces guaraníes que condensan leyendas enteras en tres o cuatro sílabas. El vasco, habla primitiva, ofrece rasgos parecidos. La luna se dice en vascuence iltargoyá, luz de los muertos. Del colosal trabajo de los escritores de una época se tamiza al fondo común cantidad de giros que pierden rápidamente su frescura al ser usados por las gentes y pasan a la categoría de simples signos. Son frecuentes en cualquier dialecto los atentados a la razón; representan precisamente las partes vivas. Al engendrarlos se ha estremecido el espíritu humano, y ha roto la trayectoria de la costumbre. Ya se presenta aquí el arte como se presentará con más relieve después: un eterno conspirador contra las reglas. La emoción que así disloca el signo y la idea, turba el juego de los sentidos y provoca en casos alucinaciones. ¿Quién, teniendo un libro entre las manos, no ha sentido los gestos de la ficción cubrir la realidad? Añadan dos adarmes de neurastenia, y la sugestión será absoluta. CAPÍTULO V Las emociones se asocian entre sí formando sistemas cuya analogía con los sistemas de ideas puras no es bastante completa para ser útil. La extrema variabilidad de las emociones en un mismo individuo y más en individuos diferentes, la imposibilidad de cualquier medida o registro que las fije, el desorden anticientífico que introducen en nuestro lenguaje cuando pretendemos expresarlas, todo se junta para hacer de ellas un mundo aparte, regido por leyes cuya mecánica se aleja tanto de la mecánica lógica como la mecánica de los fluidos se aleja de la de los cuerpos sólidos. Si dos ideas puras tienen algo de común, ese elemento común es también una idea pura, definida por la intersección de las primeras, y capaz casi siempre de formularse con idéntica precisión. En una palabra: abstraemos. Si dos emociones tienen algo de común, carece de sentido afirmar que ese algo común es también una emoción. En el mundo de las emociones no podemos abstraer. Sin embargo, sabemos que al calor de un medio interno favorable se originan emociones cuya virtud consiste en despertar otras innumerables y lejanas, mientras que habitualmente el monótono pasar de una existencia cada vez más desprovista de belleza social y de intereses violentos, son nuestras emociones superficiales y afónicas, impotentes para agitar las capas hondas de nuestra sensibilidad. **
Aquí faltan algunos párrafos destruidos en el original. 11
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No podemos abstraer, pero podemos inducir vagamente. No hay emociones abstractas, pero comprendemos que hay emociones generales, mejor dicho centrales. Sentimos que en el subsuelo de la conciencia viven puntos transmisores, focos latentes que hábilmente heridos por el artista, llámese poeta, amante, guerrero o sacerdote, arden para iluminar la misteriosa arquitectura de nuestra alma y está vedada la exactitud del analítico, astrónomo del transparente y frío firmamento de las ideas puras, pero nos es dable bosquejar a tientas la geología de nuestras emociones y sospechar de qué modo se mueven en las calientes entrañas de nuestro ser. Según esa grosera imagen, nos figuraremos la sensibilidad emocional compuesta de estratos, cada uno de los cuales simbolizará las emociones de igual generalidad, o poder de asociación, de evocación. Los estratos inferiores irán creciendo en generalidad, de tal manera que el último, si no es absurda esta concepción, al funcionar conmueva todos los restantes, desatando una inmensa armonía en que ningún instrumento falte, integrando las melodías y los gemidos dispares y dando un máximo de altura, de complejidad y de energía al organismo sentimental. En cambio los estratos a flor de nervio significarán la efímera vibración del momento, la breve rizadura de la brisa caprichosa sobre las aguas dormidas. Y de un estrato a otro las comunicaciones más extrañas son posibles. Una sensación aparentemente fútil, un concepto vulgar, una combinación fortuita de pequeños estremecimientos produce en instantes verdaderas conflagraciones. ¿Qué es, físicamente hablando, la apenas perceptible manchita blanca de una vela perdida en el horizonte brumoso? Bien poca cosa. Para Robinson Crusoe, abandonado en una isla desierta durante largos años, esa mancha diminuta es un universo deslumbrador. La tenue caricia del éter sobre la retina del solitario causa en las profundas regiones de su espíritu un efecto superior al de una catástrofe cosmogónica. Ese maravilloso e impenetrable aparato de nuestra sensibilidad interior es el que ha de ser transfigurado por el artista. Y lo consigue, gracias a la maravillosa e impenetrable intuición de su sensibilidad creadora. Sólo la vida impetuosa y ciega engendra y desarrolla la vida. Admitiendo el anterior esquema de las emociones, llegamos a definir con alguna eficacia la manera y el estilo. La manera se refiere a los estratos flotantes y el estilo a los sumergidos. El estilo transmite emociones más generales que la manera. Uno y otra encarnan lo particular en las formas. Exagerando lo particular se deja la manera para entrar en la manía y hasta en el tic. No es calificable de estilo el hábito pueril de un Vargas Vila, dispensador de mayúsculas y recortador de renglones, o el odio ingenuo de ciertos decadentes franceses hacia la puntuación. Apartándose de lo particular se deja el estilo para descender a los estratos íntimos, donde reinan únicos los colosos de la talla de Shakespeare o de Montaigne. Por desgracia no poseemos un término propio para designar el don divino de conmover directamente la médula de nuestra organización emocional. Genio es denominación muy extensa. La mayor parte de los genios manifiestan un estilo inconfundible (Víctor Hugo, Quevedo), y los hay amanerados y hasta maniáticos (D’Annunzio en la Cittá Morta, Verlaine). Son aquí oportunas las siguientes observaciones. La manera es copiable. Toda regla retórica conduce a la manera. Imitar un estilo no equivale a trasplantarlo; muere en el camino y su cadáver es una manera. La muchedumbre de estafadores literarios aprovecha los vetustos guardarropas para disfrazar su vergonzosa desnudez, pero agrada intensamente ver que su parasitismo no es bastante ingenioso para disimular las costuras. Otros imaginan en seco algo extraordinario. Necesitan épater le bourgeois, y levantan a guisa de estandarte su espantajo, terror de los inocentes pájaros del cielo. Son como aquel enrevesado pedante de quien declaró excelentemente D’Alembert que si hablará en buen francés nadie le haría caso. M. Abalat publica actualmente en París una serie de libros sobre el medio de hacerse un estilo. El mejor mérito de M. Abalat consiste en haber proporcionado al encantador y penetrante Remy de Gourmont la ocasión de reírse de sus recetas. Realmente la manera se hace y con el estilo se nace. La corrección aprendida en el papel es un amaneramiento más. Vayamos a la raíz de la cuestión. ¿Por qué la manera, semejante en esto a la idea pura, se transfiere fácilmente de un cerebro a otro 12
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cerebro? Noto, desde luego, que la manera puede ser natural, que existen amaneramientos inspirados al igual de las metáforas sublimes de un Heine. Surgen en los estratos epidérmicos del artista grupos de emociones de corto radio, los que, si coinciden con oleaje de fondo, atraen fuertemente las facultades de ejecución. Merced a un espejismo, supone el artista que obtendrá emociones de parecida intensidad y alcance con sólo traducir esos grupos secundarios, y por lo común se equivoca. Sería precisa una constitución idéntica para el temperamento receptor (y quizá ni eso fuera suficiente, puesto que se quiere impresionar de fuera adentro); sería también preciso un concurso idéntico de condiciones exteriores. El grupo secundario que se pretende hacer corresponder a grupos generales es lo que en las escuelas modernas se entiende por símbolo. El símbolo, ejemplo inmejorable de manera, se calca bien y envejece en seguida. Resulta despreciablemente cómico continuar representando la justicia por una vieja panzuda cargada de espadón y platillos, o la muerte por un esqueleto provisto de luenga guadaña. Lo que un día fue bello hoy huele mal. Después de siglos de pasarnos maquinalmente de mano en mano el fruto de oro, no advertimos aún que se ha convertido en leña roída. El arte auténtico no sucumbe tan pronto. Los grupos secundarios envejecen en seguida; en su campo reducido el automatismo se establece rápidamente. Los planetas chicos son los que se enfrían antes. Del pueblo y de los literatos brotan constantemente mil ligeras y felices figuras que se marchitan en breve, mudándose en esas horribles y tenaces frases hechas con las que las inteligencias cobardes inundan leguas cuadradas de cuartillas. Todavía se lee que la aurora tiene los dedos de color de rosa y que los corceles corren como el viento. Esto tranquiliza al público tímido. Todavía hay quien cultiva las citas con una vanidad de fonógrafo. Los grupos secundarios se calcan bien. El mar es amorfo, pero una gota es esférica. Al hacerse diminuto, la capilaridad emocional empasta el fluido y lo vuelve manejable y moldeable. Emitió Verhaeren, ilustre poeta, se enamora de la palabra or, que para él es un signo, un verbo mágico, un amuleto. No ofrece dificultad emplear también la misma palabra en endecasílabos retumbantes. Lo difícil es tener la fantasía jugosa y densa, luciente como un río en la sombra, del cantor de las ciudades muertas y de las empresas fanáticamente heroicas. He descubierto la curiosa preferencia de Valle Inclán por la castiza, inquisitorial y seca palabra adusto. No ofrece dificultad colocarla con frecuencia. Lo difícil es tener la elegante invención y la diamantina gracia del autor de Sonata de Otoño. Cualquiera puede repetir los ritmos de Bécquer y los consonantes de Campoamor. Nadie repite la ironía de Campoamor, ni la desesperada ternura de Bécquer. Nos está permitido usar pelo y dientes de otro pero no arrancar un corazón vivo para metérnoslo en el pecho. La cumbre del arte se alza por aquellos semidioses que no tienen manera, o las tienen todas, y que reconocen solamente por la tiranía de una sugestión sin contornos. Empapan subterráneamente los cimientos de nuestro mundo emocional y disuelven para siempre en nuestra sensibilidad el matiz indefinible de su genio. Son los hermanos de la inmortal naturaleza. Son infinitos y omnipresentes. En ellos están todas las palabras, todos los tonos, todos los recuerdos, todos los sueños. Son la fuente universal. Se incorporan definitivamente a la evolución del hombre y modelan a lo largo de las generaciones las almas y los pueblos. Son la patria intelectual y son tan pocos, que sobran para contarlos los dedos de una mano. CAPÍTULO VI La filosofía dinámica va desalojando a la filosofía estática. Hemos aprendido que el planeta se mueve; que el sol nos arrastra con él a lo largo de una órbita de centro ignorado; que las estrellas no son clavos de cabeza diamantina, eternamente hundidos por Dios en la bóveda celeste, sino colosales antorchas, lanzadas vertiginosamente a través del negro espacio. Lo que creímos fijo para siempre no lo es. Todo se agita en lo infinitamente grande, y todo se agita también en lo infinitamente pequeño. Los átomos imitan a los astros. Se deslizan, pasan, se precipitan. En un líquido fluyen constantemente las moléculas; en un gas bombardean a 13
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velocidades locas las paredes que lo encierran. No ha mucho salieron a luz interesantes estudios sobre la migración de las moléculas en los cuerpos sólidos. Las sustancias que nos parecen inertes, más inmóviles, el vidrio y los metales, ocultan en su macizo seno toda una vida sorda y tenaz, según la cual, durante meses y años, viajan los átomos a distancias increíbles, cambiando la estructura de la masa. Y en el corazón mismo de la materia, en el átomo, antes idéntico e indestructible, sospechamos hoy una transformación continua, una organización compleja y mudable, una vibrante gama de palpitaciones eléctricas bellas como las conflagraciones de los soles más soberbios. En el terreno biológico igual ha sucedido. Hemos abandonado el concepto de especie inamovible para adquirir el de especie cambiante, elásticamente dócil a incontables causas de mudanza. Y ese reciente aspecto de la realidad exterior ha de constituir una imagen de la realidad interior. Todo surge, se dobla y cae en nuestra alma. Las ideas puras más invariables, semejantes a las estrellas fijas, sin duda una deformación secular que no hemos analizado todavía, y que desviará el rumbo de la lógica y de la metafísica. Los mitos más imponentes, los dioses más impasibles se desvanecen y huyen. Las emociones que sin cesar cruzan nuestra conciencia son las paredes esencialmente vivas de nuestro ser. Son las que con mayor rapidez se agolpan unas sobre otras y las principales fuentes de nuestra energía. 11 Son la cascada violenta, desplomándose entre los bordes de roca sometidos a movimientos geológicos más lentos. La velocidad de alteración es lo que caracteriza mejor nuestro estado de espíritu, y tal vez sea lo único. Ella produce, como en las venas líquidas, diferencias de presión que corresponden a la voluntad. En ese torbellino se sumerge la acción ordenadora del arte transfigurándose profundamente. No se ha insistido bastante en el papel activo del lector, del espectador en la obra de arte. Nuestra alma es un conjunto de fuerzas que trabajan. Es un organismo en perpetuo cambio y marcha. ¿Qué fuerza nueva se añade a este conjunto por la simple vista de una hoja impresa, de una estatua o de un cuadro, por el suave susurro de una cuerda de violín? ¿Qué mayor impulso se suma a esa marcha? Para el biólogo perdemos en puridad potencia en lugar de ganarla por el solo hecho de la atención intensa y prolongada que gasta químicamente el cerebro. Spencer funda una estética en la economía de los recursos cerebrales durante la percepción artística (Philosophy of Style, Essay). Pero aquí es más ingenioso Spencer que penetrante. Por el contrario, las creaciones del genio nos exaltan al tiempo que nos fatigan. Distribuyen y asocian nuestras emociones dispersas, disciplinándonos para elevarnos. Nos mortifican para bañarnos de un entusiasmo divino. La impresión capital del verdadero arte es un aumento, una fortificación del yo. No es la personalidad del artista la que se nos impone, sino la nuestra la que se nutre de la suya. Nos sentimos más originales, más remozados. Sabemos que el arte nos da más salud y más audacia, que nos perfecciona, no moralmente en el sentido estrecho de la palabra, sino en calidad de seres vivos, engendrados por pasiones y padres de pasiones. El cansancio es cosa secundaria. A través de él, como los mártires a través del tormento corporal, gozamos de esa consolación interior de que hablan todos los místicos. Nos consuela la evidencia íntima de que tal dignificación y vivificación es toda nuestra, de que el artista nos revela nuestro mundo interno, de que nada crea, de que solamente nos descubre a nosotros mismos. Es el espejo y el eco; es el reactivo que hace aparecer en la blanca superficie del papel los caracteres trazados con tinta invisible. Nos reengendra sin quitarnos nuestra personalidad, y por eso nos volvemos hacia él con agradecimiento y santo orgullo.la grandiosa construcción del genio existía en nosotros de antemano; la sinfonía de sus emociones cantaba ya en el fondo de débiles murmullos. El poeta vino a traer a nuestra conciencia un religioso silencio que nos dejara escucharla. Lo absolutamente nuevo es inaccesible. Conocer es recordar y sentir, tornar a sentir. He aquí por qué cada hombre toma únicamente lo suyo en la obra de arte, y los gustos son tan distintos y numerosos como las personas. 11
Si no la fuente, la emoción es el testigo fiel, la sombra de la energía. 14
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He aquí por qué el incomparablemente melancólico Quijote arranca al vulgo una risa grosera. El más puro cristal volverá al estúpido la imagen de su estupidez y todos seguimos en un poema, no una ficción, sino una historia y no una historia cualquiera, sino nuestra propia historia. ¿Cómo nos interesaría tan hondamente si así no fuera? La mole de conexiones emocionales que los genios vuelcan sobre el universo despierta, pues, en cada individuo a que llega, una porción más o menos considerable de conexiones análogas que se dibujaban ya en él latentemente. Cada cual se reconoce a sí mismo en la obra, y al conmoverse afirma y glorifica su individualidad, armonizándola y ennobleciéndola por el poder del arte, capacitándola para brotar, merced a la infusión de savia espiritual que recibe, nuevas ramas hacia lo desconocido. Se comprende que la misión del genio es fijar y animar los gérmenes nacidos inconscientemente en la oscuridad de las mentes, fecundar las matrices sociales de donde saldrán las ideas y las emociones futuras y gestar poco a poco las concepciones venideras en lo moral. El genio, como esposo prometido, ha de acudir a tiempo, en la primavera de las naciones, en la pubertad de los siglos, porque es el supremo macho de las humanidades civilizadas. En su acción maravillosa no hay sino amor, amor hermano del que difunde y modifica sobre la tierra la forma de las razas. Por aquí el arte, según sospechábamos al principio de estos someros capítulos, se relaciona con el problema general de la evolución.
FILOSOFÍA DEL ALTRUISMO CAPÍTULO I El análisis de un caso particular es pretexto excelente para elevar la idea a una región superior en donde encontremos la clave de todos los problemas análogos. En la polémica sobre Napoleón he cedido gustoso a Casablanca la ventaja de los últimos cañonazos, y, habiendo sobrevivido a ellos, aprovecharé la oportunidad de explicar cómo se arraigan mis juicios en un substratum filosófico. No se asuste el que lea: no seré necesariamente árido y pedante. No entiendo la filosofía al estilo profesoral. Creo que todo ser vivo tiene la suya, y tal vez todo cristal y todo átomo. Para mí no se trata de una ciencia, sino de la trayectoria que sigue el centro de gravedad de nuestro espíritu. Claro, cuanto más nos instruyamos, menos inhábiles seremos para retratar la marcha de nuestro firmamento interior. Cuanto más rico sea nuestro arsenal de expresión, nuestro catálogo de conceptos, imágenes y voces, menos opacos seremos a la mirada ajena. Estudiemos pues y experimentemos, pero no atribuyamos demasiado alcance a lo que traigamos de fuera. Lo de adentro es lo que importa, y eso no se aprende. Que lo haya y que lo descubramos, he aquí lo esencial; lo demás es accesorio. Los gritos más profundos de la vida han salido de hombres ignorantes. ¡Cuántos de esos gritos sublimes resuenan en nosotros aún, sin que podamos saber quién los lanzó! Vivimos de los genios anónimos mucho más que de los oficiales. Así nuestra industria y nuestra civilización toda vienen del fuego, arrebatado a la naturaleza por un desconocido titán prehistórico, mientras que la inmortalidad de ciertos clásicos no es sino la inmortalidad del pergamino. ¡Oh estupideces que el mármol hizo eternas! El aspecto físico de las cosas es el final de una serie, el término de una degradación. Lo real es invisible, y en cada uno de nosotros hay un mundo secreto. Los místicos han sido los exploradores de ese mundo. Algunos se perdieron en él, otros lograron regresar y compusieron informes y oscuras descripciones de las playas que habían visto. Nuestro lenguaje, fabricado para la acción bajamente utilitaria, empapado de egoísmo y de lógica, es poco apropiado para traducir lo real. Por eso el misticismo se reduce a una experimentación interna, de seguro la única positiva, pero casi siempre inefable. Además, si 15
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bien la totalidad de los hombres están en contacto material con lo que les rodea, son muy raros los que estuvieron, siquiera un instante, consigo mismos. Nos ignoramos; el universo nos ha sido inútil. Llenos de tristeza, entregamos a la muerte nuestras almas intactas. Para el que se asomó a los abismos de su propio ser, y sospechó las mejores posibilidades del destino, nada hay tan absurdo y repugnante como el afán común de acumular en exceso las energías exteriores. Aparece aquí la ruin noción de la propiedad. El avaro se figura que posee su oro; el guerrero, que posee sus soldados; el patrono que posee a sus siervos; el ambicioso, que posee el honor ¿Cómo es factible poseer lo que está a merced del azar? El oro es barro; los soldados y los siervos, fantasmas, y el honor, mentira. Si no nos poseemos, no poseernos nada, y los que no se poseen se mueren por palpar lo que es imposible poseer. Se posee lo que se es, y en cuanto se da. Para absorber lo externo es forzoso, como en una bomba aspirante, hacer el vacío; la sed de riqueza de esclavos y de gloria no es más que el signo del vacío espiritual. ¡Qué contraste con la plenitud interna del justo! “Las delicias, la magnificencia, decía Sócrates a Antifón, he ahí lo que se llama felicidad: en cuanto a mí, estimo que si sólo a la Divinidad pertenece el no tener necesidad de nada, el tener necesidad de poco nos acerca a la Divinidad”. La Divinidad necesita, sin embargo, entregarse, trabajar. Un Dios separado de su creación, ocioso y satisfecho, como el Vaticano lo exige, es algo repulsivo. Un Dios obrero, no. “Dios, dice W. James, completando a Sócrates, es lo que hay de más humilde, de más despojado de vida consciente o personal; es el servidor de la humanidad… Confieso libremente que no tengo el menor respeto hacia un Dios que se bastara a sí mismo: cualquier madre que da el pecho a su niño, cualquier perra que da de mamar a la cría, presenta a mi imaginación un encanto más próximo a mí y más dulce”. Desde nuestro punto de vista, Dios y genio son sinónimos. Todos somos Dioses. Si no lo fuéramos, si no encerráramos, más o menos escondida, una chispa de potencia creadora, no hubiéramos nacido. Todos somos genios; sólo el genio es. En unos duerme; en otros sueña. Nuestro deber consiste en cavar nuestra sustancia hasta hallarlo, para devolverlo después en la obra universal. CAPÍTULO II “El mundo invisible, el mundo secreto que llevamos dentro…”. Estas expresiones parecerán poco propias de un estudio filosófico. ¿Se puede hacer una filosofía de metáforas? Si el lector tiene paciencia, verá en otro artículo los motivos que nos inclinan a desconfiar de la lógica en uso, cuando se trata de tocar lo real. La lógica conduce a lo verdadero, mas para llegar a lo real es impotente. Lo verdadero es objeto de la ciencia; empleado en la utilidad común cambia de siglo en siglo. Lo real, objeto de la sabiduría es asunto que atañe directamente a cada uno de nosotros. Lo verdadero es exterior, lo real, interior. De lo verdadero nos servimos; de lo real vivimos, o por mejor decir, lo real es lo que vive. Lo verdadero exige los esfuerzos de nuestra razón, y la razón no es sino una parte de nuestro ser, lo real nos exige por entero. Un dialéctico puro es un mutilado. La humanidad no ha hecho caso a los metafísicos de gabinete, sino a los profetas, metáforas en acción. Hay en una metáfora más alma que en cien teoremas. Lo real no se explica: se siente y se ejecuta. Pero bajemos a la región de las sensaciones ordenadas por la ciencia, esa ciencia helada y triste cuyo ideal -física matemática- es aplicar un sistema lógico a un conjunto de medidas. Encontraremos en la ciencia actual el rastro del mundo interno invisible, de tal modo es cierto que una porción cualquiera del universo constituye un símbolo de todo lo demás. Los griegos no tenían noticia de América, según he oído; tampoco la tenían de los enormes continentes de nuestro espíritu. Ignoraban las dimensiones del planeta y nuestras propias dimensiones. Para ellos, fuera de la conciencia no había nada. No se alejaron del luminoso círculo, centro de la inteligencia, y por eso lo que construyeron es tan claro, tan elegante, tan evidente y tan falso. 16
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Demostraron rigurosamente muchas mentiras, y Aristóteles, a través de la escolástica, nos emponzoña aún. Somos ahora más humildes. Hemos comprendido que no es posible adivinar, que es preciso callarse y ensayar. Hemos hecho la geografía caminando, y la química ha salido de nuestras manos obreras. La naturaleza contesta siempre cuando se le interroga con angustia, y el objeto físico, es decir, el cadáver de la realidad, se ha estremecido bajo nuestra mirada. En nuestros laboratorios hemos descubierto lo inconsciente; hemos verificado que el lugar donde se fabrican nuestros conceptos, donde nuestros sentimientos se enriquecen y se afinan, donde el carácter se arma y teje la memoria su fantástica tela, es un taller inmenso que mueve sus engranajes en la sombra. Somos secretos para nosotros mismos. Nuestra raza y nuestra descendencia nos habitan sin que las veamos. En las tinieblas de nuestro cerebro se levantan los muertos para apoderarse de los vivos, y los vivos para apoderarse del futuro. La génesis del crimen es inconsciente, y la del genio también. Nuestras ideas, nuestras emociones, nuestros impulsos son una continua sorpresa. Asistimos a su desfile prodigioso sin saber de dónde surgen, cabellera de chispas desprendidas de la fragua oculta, y agitadas por el salvaje viento de la noche En el paisaje infinito del espíritu, ¿qué es la conciencia? Un punto perdido: la linterna del vagabundo. Débil linterna que paseamos por las encrucijadas del pensamiento y de la voluntad, débil lógica humana, gesto de duda en un instante de pereza, ¡nos ilumina la profundidad de los bosques y de los mares! ¿Dónde está el yo, dónde empieza y dónde acaba? Y los otros yoes que aguardan detrás de la puerta, en la penumbra subconsciente o subliminal, ¿cuándo nos invadirán y nos devorarán? ¿Despertaré mañana asesino o santo? Quizá nuestro yo se extiende hasta las estrellas más lejanas. Si mi brazo es mío, no es porque lo distingo y lo palpo, sino porque me duele, porque lo experimento de una manera real. Donde concluye el cuerpo, ¿concluye el conocimiento real del espacio? Si mi piel fuera transparente, ¿no creería, ante el espectáculo de mis intestinos laboriosos y palpitantes, pero insensibles, que aquel movimiento me es extraño por completo? Un cirujano me anestesia el brazo. ¿Deja de ser mío? La mujer estudiada por Charcot siente el pinchazo de un alfiler a un centímetro de la piel, en la atmósfera. ¿Le pertenece ese centímetro de atmósfera? Y el conocimiento por los sentidos, el conocimiento aparencial, ¿no establece un lazo? Yo veo la estrella inaccesible, y la estrella ¿me ve? ¡Explicar lo real! Lo real se siente y se ejecuta, no se explica. Yo siento en mí el temblor de los astros; siento en mí abismos capaces de contener los que espantaban a Pascal: siento en mí el mundo invisible y secreto que trabaja; la energía específica y nueva en torno de la cual, por unos momentos, giran las cosas como no habrían girado nunca; siento en mí un total incoherente que necesita mudar de actitud y esperar lo que no ha sucedido todavía; siento en mí algo irresistible que se opone a la estéril repetición del pasado, y que ansía romper las barreras del egoísmo para realizar su obra inconfundible. Siento que soy indispensable a un plan desconocido y que debo entregarme heroicamente. Estoy seguro de que todos los hombres sienten como yo cuando se hace el silencio en sus almas; estoy seguro de que todos, al comenzar a cumplir su noble destino, se reconciliarían con la muerte.
CAPÍTULO III Descubrir la energía interior y entregarla para renovar el mundo; he aquí el altruismo. Es la obra de las más profundas corrientes del alma. El que se ha bañado en ellas percibe la superficialidad de la inteligencia pura. Percibe que esa lógica de que tan orgullosos nos 17
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mostramos es una fría herramienta, un sentido abstracto, incapaz por sí de crear el espíritu, como los sentidos físicos son incapaces de crear la materia. Cada vez que el hombre ha intentado elevarse por la razón a una síntesis del universo ha fracasado lamentablemente. Los sistemas metafísicos tienen todos algo de grotesco. Es el contraste entre los medios y el fin, entre la solemne vaciedad de un lenguaje postizo y la realidad intangible que pasa riendo a cien leguas del sabio miope. Los tipos más imponentes de la tontería se encuentran entre los sabios. Pretender explicar lo real es signo de atrofia en la intuición. ¡Triste espectáculo el de un maravilloso talento a oscuras, como Santo Tomas, un Hegel o un Comte! La vida no se resuelve con silogismos; no es un problema de ajedrez. La impotencia de la razón ha sido reconocida siempre por los pensadores razonables. Pascal lo ha dicho mejor que ninguno: “Padecernos una impotencia de probar invencible a todo dogmatismo; tenemos una idea de la verdad invencible a todo pirronismo”. De la verdad, es decir, de lo real, de lo real que obliga a la acción fecunda; de lo real que respira y se mueve. La razón será lo que se quiera, menos un motor. Pero no basta declararla imperfecta para lo práctico e inservible para lo trascendental. Es preciso darnos cuenta de su origen probable y de la región que habita. En ciencia, la única verdad que se ha establecido es la verdad física. Tal verdad, que se llama hipótesis no posee virtud alguna de dominación sobre el tiempo; cambia de siglo en siglo y dentro del siglo. Está supeditada a la aparición del hecho bruto o sea de la sensación. Su papel es pasivo; su objeto, bajamente utilitario. Es un instrumento clasificador. Su insustancialidad no ha dejado de ser notada por los profesionales. Para E. Mach, la hipótesis se reduce a una “economía intelectual”. Para Poincaré la verdad es lo que resulta “más cómodo”. El análisis moderno despoja cruelmente a la verdad científica de todo contenido real. Observemos que la lógica -expresada por medio de las matemáticas- no se aplica sino a lo inorgánico, sin haber conseguido siquiera abrazarlo en su conjunto. La teoría más comprensiva y más reciente, que funda los fenómenos en las leyes electromagnéticas, suprimiendo el átomo material y afirmando el átomo eléctrico, renuncia a incluir en su programa la gravitación universal. La sencilla y clásica ley del buen Newton, la base de la majestuosa astronomía, sigue impenetrable. En cuanto al éter, nos pone al borde mismo del principio de contradicción: es imposible representar el elemento capital de nuestra ciencia. Y si abandonamos lo inorgánico, la noche se hace de repente. La biología, la psicología son un vago empirismo surcado por débiles tendencias; la sociología se forma de conjeturas pueriles. “La inteligencia, dice Bergson, está caracterizada por una incomprensión natural de la vida. Nos veríamos muy apurados para citar un descubrimiento biológico debido al razonamiento sólo…”. ¡Qué interesante es la coincidencia de Poincaré y de Bergson, los dos príncipes de la especulación contemporánea! Para ambos la inteligencia humana es geométrica. Poincaré, en su magnífico estudio sobre el espacio concluye: “Si no hubiera cuerpos sólidos en la naturaleza no habría geometría”. O sea: “Si no hubiera cuerpos sólidos no seríamos inteligentes”. Y Bergson: “Nuestros conceptos han sido formados a imagen de los sólidos… nuestra lógica es sobre todo la lógica de los sólidos… nuestra inteligencia triunfa en la geometría, donde se revela el parentesco del pensamiento lógico con la materia inerte…”. Eso es el hombre: un animal que maneja la materia inerte y construye máquinas protectoras. Su inteligencia es de baja extracción: pertenece a lo exterior, a lo que menos importa. Lo que importa no es impedir que lo exterior nos penetre, sino que lo interior desborde. Lo que importa no es aislarnos, sino comunicarnos: no es cerrarnos, sino abrirnos. Bergson habla de materia inerte. Mejor sería hablar de materia muerta. Bien lo sentimos en los momentos supremos de nuestra emoción y de nuestra voluntad, cuando la pulpa fluida de nuestro ser rompe la helada corteza razonadora y lanza afuera su mágico surtidor de sangre, de lágrimas o de fuego. La 18
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inteligencia es una cosa muerta; es un arma del egoísmo. Así las uñas y los dientes están hechos de células muertas. Lo duro, lo que tanto amó Nietzsche, es lo muerto. La vida es ternura. Por eso no la comprendemos ni la comprenderemos jamás. La piedra no comprende a la brisa. Medimos las órbitas de los astros, y nos quedamos atónitos ante una flor. No nos comprendernos, puesto que vivimos, pero es igual. Lo esencial no es comprenderse, sino entregarse. La energía interior, esencialmente nueva, destinada a lanzarse contra lo exterior para renovarlo, es una energía directora. No se la puede comparar con las energías que se manifiestan por los instrumentos de laboratorio y que se anotan en las estadísticas de todo género. No hay aguja que la señale, balanza que la pese ni cifra que la mida. Magnetiza el cosmos sin que los sabios, inclinados sobre sus retortas, la perciban. Los matemáticos triunfan porque no se descabala el ejército de fórmulas con que se ha aprisionado el espacio; los médicos exultan al declarar que el bisturí no ha tropezado con el espíritu. ¿Qué somos? Ázoe, carbono, agua y algunas cosas más. El problema está resuelto. Así, verificando que no falta ninguna pieza en la caja, la ciencia se figura haber ganado la partida. No se explica la realidad sin asesinarla. Entre lo vivo y lo muerto no existe diferencia; ésta es la victoria de la filosofía positiva. Tomen el compás: el cadáver no ha cambiado de estatura. Es el mismo. Vivía y no vive. Eso no significa nada. Antes vivía con arreglo a la química, y ahora, con arreglo a la química idéntica, se descompone. La vida es la muerte. ¿Y la conciencia? En verdad que estorba. ¿Qué es la conciencia de una máquina? Pero se trata de un detalle. ¡Desvariados! De tanto mirar por el vidrio de sus microscopios y de sus telescopios tienen la mirada de los difuntos. Analizan maravillosamente lo automático. No ven más que lo verdadero, y se les escapa lo real. Creen tocar la sangre del universo, y no palpan más que su osamenta. Archiveros de leyes, pendolistas de la experimentación, ¡qué regocijo el suyo cuando la materia comparece ante ustedes y obedece al código de sus cálculos! Descubran leyes y que se cumplan. Que el eclipse, previsto de mil años atrás, no se equivoque en una décima de segundo. Oh luna, oh sol, oh melancólicos luceros ¡sean dóciles! Que no se diga que han sido caprichosos, o que se les ha olvidado la lección; que no se diga que de los caldeos acá han añadido algo nuevo a las cosas. Obedezcan; entonces el astrónomo exclamará “comprendo” y yo gemiré “bien muertos están”. No quiero imitarles; no quiero obedecer; no quiero repetir. Estoy vivo: soy lo nuevo. ¿Qué tengo que ver con las leyes? Amontónenlas, juristas: no avanzaran un paso hacia mí. Mi energía directora, hermana de la humilde energía celular que convierte los jugos oscuros de la tierra en pétalos perfumados, pasará a través de sus leyes como el viento cargado de gérmenes a través de una tela de araña. No romperé tal vez un hilo, no fallarán tal vez sus doctas previsiones; seguiré invisible para ustedes, pero habré pasado. Hermanos: viven; somos lo nuevo; estamos fuera de la ley. El manantial que brota de nuestras entrañas no ha sido probado por nadie. Fuera de la ley; fuera de las leyes científicas y sociales. Nos harán la autopsia mañana; hoy no. Demasiados obstáculos nos opone lo de fuera para que no evitemos los obstáculos de dentro. Arrojemos lejos de nuestro ser toda idea de orden establecido; todo respeto a la autoridad y al dogma; todo cariño a las tumbas. El amor a lo que fue es una voluptuosa cobardía. Convenzámonos de que el átomo de realidad que hay en nosotros no tiene historia. El altruismo está fuera de las leyes. La adaptación al medio es una de las grandes filfas que nos cacarearnos los unos a los otros. ¿Se adapta al medio el cangrejo que para viajar lleva en las branquias una provisión de agua como el beduino la suya a bordo del camello? ¿Se adapta al medio la innumerable multitud que habita el fondo tenebroso de los mares, y que enciende allí sus lámparas fosforescentes, corno nosotros las nuestras en la noche? ¿Se adaptan al medio los óvulos que rodeados de iguales condiciones producen organismos diferentes? Lleven su 19
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cuerpo a los hielos del polo, o al infierno ecuatorial. Su temperatura no se alterará: se impondrán al medio o sucumbirán. La vida es la conquista del medio, la transformación de lo exterior por el genio interior. Y su industria, ¿qué es sino la fabricación de un medio artificial donde logremos cumplir antes el genio de nuestra especie? ¿Qué hace la humanidad, sino humanizar el universo? Adaptarse a las leyes físicas, ser un conjunto de leyes físicas equivale a desaparecer. Adaptarse a las leyes tácitas o escritas de la sociedad en que estamos es desaparecer también. Hemos venido a ella para entregar nuestro genio a la obra común, y el genio es rebeldía. Es la rebeldía la que funda el orden superior. Son las leyes las que perpetúan el desorden. No es el altruista el revolucionario, sino el egoísta, el que entorpece la marcha moral de las energías creadoras. Ese juez que consulta un libro viejo para hacer el bien y no consulta su alma, es el introductor de la muerte. Pero nosotros mataremos la ley y reanimaremos el mundo.
LA CUESTIÓN SOCIAL Vengo leyendo desde hace meses los artículos que dedica a la cuestión social en El Economista Paraguayo, su director, Rodolfo Ritter. Alabar a los amigos me repugna un poco; me hace el efecto de alabarme a mí mismo; pero, ¿por qué no he de reconocer la verdad, sobre todo cuando se trata de una persona cuyas ideas no acepto? Ritter es de lo mejor que puede ofrecer el Paraguay intelectual de hoy. Los profesores de gramática del colegio nacional imputarán al doctor Ritter incorrecciones muy naturales en quien no maneja su propio idioma; nosotros, en cambio, nos felicitamos de que posea cuatro o cinco lenguas y nos ponga en contacto con las literaturas respectivas, aunque sea a trueque de que no domine todos los secretos del le, del lo, y del hubiera, habría y hubiese habido. Lo frecuente, y lo triste, es cometer galicismos sin saber francés. Digo que estamos en presencia de un talento claro, flexible, extenso, que asimila con fácil rapidez cuanto percibe y expresa con lúcida elegancia lo que ha asimilado ya. No piensen que la erudición de Ritter se reduce a economía política. Le hallaran bien informado en historia, en filosofía, hasta en física, en biología y en arte. Está al tanto del movimiento científico contemporáneo. Espíritu ilustrado en el sentido más vasto de la palabra, su gran cultura, su perspicacia, su honradez mental hacen de él un crítico; su trato simpático y su elocuencia hacen de él un maestro. La juventud asuncena usufructuará en él un magnífico texto de consulta: “Ámenle, aprovéchenle, hojéenle”, exclamo en voz alta. Y en voz baja, añado: “no le sigan”. Porque Ritter, que lo tiene todo, no tiene la fe. Hagamos nosotros, que tenemos la fe, algunas observaciones al trabajo del doctor Ritter. CAPÍTULO I: EL PASADO Nuestro autor empieza advirtiéndonos que la cuestión social es insoluble. ¿Debemos, pues, considerarla como la cuadratura del círculo o el perpetuum mobile, un problema planteado por la imbecilidad humana, en el cual, ya que no guarismos y figuras, se han gastado vanamente infinitas teorías utópicas, frases subversivas y conspiraciones rabiosas? Ritter habría evitado que sacáramos tal consecuencia, si nos hubiera dicho, no que la cuestión social es insoluble, sino que se está resolviendo desde los comienzos de la civilización. Pero no parece partidario de esa continuidad histórica; su primer cuidado es romperla. “Toda la historia de Roma, declara, refleja luchas de clases, pero jamás han abandonado el terreno de las aspiraciones y reivindicaciones individuales… No encontramos ninguna tendencia contraria a la propiedad individual… ni la menor contra el principio de la propiedad individual… etc., etc.”. Los profetas hebraicos “no aspiraban a la supresión de la propiedad individual, sino a sus excesos… Nos 20
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parece pueril buscar en los Evangelios, como se ha hecho tan a menudo, sea la condenación, sea la justificación del principio de propiedad… En toda doctrina de Cristo y de los apóstoles no encontramos el menor rastro de una tendencia hostil a la propiedad”. Las comunidades cristianas fueron extrañas a nuestro comunismo; “en ningún momento ese comunismo abandonaba la suposición de la propiedad individual”. La vida monástica de la edad media “no tiene casi ninguna relación con las condiciones de la vida moderna, ni siquiera con los principios de los reformadores sociales actuales…”. Luego nuestra época está aislada de las anteriores; nuestros conflictos, nuestras angustias, nuestras esperanzas no tienen pasado; Babeuf y Owen han crecido por generación espontánea; Marx y Kropotkin han caído de la luna… ¿Por qué, entonces, nos conmueve la voz de Isaías: “el que construya una casa la habitará; el que plante un árbol comerá su fruto”? Este beduino no habla con la precisión de Engels, pero le entendemos muy bien. Entendemos a Epicuro cuando se entretiene en probar a los griegos que un esclavo es un hombre. ¿Tanta distancia hay del “denlo todo” de Jesús al “todo es de todos” de los modernos agitadores? San Pablo dijo: “el que no trabaja que no coma”, y lo repiten hoy los trabajadores hambrientos a todos los que comen sin trabajar. “Tuyo y mío… ¡qué palabras de hielo!”, clama el Crisóstomo, y añade: “el rico es un salteador”. “La propiedad es un robo”, contesta diecisiete siglos más tarde el eco de Proudhon. Y el famoso apóstrofe de Tiberio Graco a los patricios, ¿no es de actualidad, no es propio de un Hervé? Oigan: “Las bestias feroces que discurren por los bosques de Italia tiene cada una su guarida y su cueva, en tanto que quienes pelean y mueren por la Italia carecen de techos y de hogares; andan errantes por los campos, con sus mujeres y sus hijos; y sus caudillos no dicen la verdad cuando en los campos de batalla les exhortan a combatir contra sus enemigos, por su patria, sus aras y los sepulcros de sus mayores, porque, de un gran número de romanos, ninguno tiene aras ni sepulcros de sus mayores, sino que por la riqueza y el regalo ajenos combaten y mueren y cuando se les dice señores de toda la tierra, no tienen ni un pedazo que sea de su propiedad”. ¿A qué seguir? El doctor Ritter, con una imparcialidad digna de elogio, nos presenta una larga serie de ejemplos por el estilo, debidos a filósofos, a moralistas y a la agudeza popular de todos los tiempos, y, mal que le pese, no consigue sino convencernos de la solidaridad histórica de los miserables. Siempre, lo mismo ahora que hace seis mil años, hubo una minoría que ha vivido del trabajo y del sufrimiento ajenos. Siempre hubo una vasta multitud de infelices que para el grupo de propietarios armados no eran más que máquinas. Hegel lo ha dicho admirablemente: “La cuestión esencial de toda tiranía, política o económica, es que ésta obliga a tratar como instrumentos inertes a los hombres, los cuales, sean los que sean, jamás piensan en descender al nivel de máquinas materiales”. Profetas contra fariseos, plebeyos contra patricios, esclavos contra libres, siervos y pequeños burgueses contra señores feudales, artesanos y manufactureros contra patronos, es la eterna rebelión de los que no soportan ser tratados como máquinas, de los que prefieren la negación de su ser físico a la de su ser consciente, y sucumbir a degradarse. Por eso la historia de la humanidad no es sino la epopeya única de la conquista de la vida y la emancipación del trabajo. En todo instante el orden social fue observado y demostrado inicuo por los pensadores. Si el aspecto concreto de lo inicuo es la propiedad legal, su aspecto psicológico es la avaricia impune, la avaricia alentada, honrada, erigida en gloria y en virtud. Donde se establece la propiedad se establece la lenta y cobarde tortura de los desposeídos. Cuando el jefe salvaje se hizo propietario de los rebaños del enemigo y de campos más fértiles, sustituyó el canibalismo por la esclavitud; cuando los judíos concluyeron de vagar por el desierto y reposando en la tierra de Canaán se hicieron propietarios, aparecieron la servidumbre, la miseria y estallaron las maldiciones de los iluminados; cuando el cristianismo llegó al poder, desapareció la pureza de las primeras comunidades; los grandes santos, con el asco en el alma, huyeron a los páramos y a las selvas; el catolicismo, al hacerse propietario, se volvió usurero y verdugo. No seamos formalistas al punto de discutir la sublime unidad de nuestras luchas, sólo por no haberse, en tal o cual período, negado de una manera explícita el 21
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concepto jurídico de la propiedad y sus excesos. Miremos más alto, más hondo; no tengamos miedo de hacer la realidad demasiado amplia. El principio de propiedad no puede ser justo; el exceso de lo justo no puede ser injusto. La propiedad es una forma de parasitismo; desarrollada o en germen es un veneno que nos debilita, que nos enferma, que nos hará perecer si no lo eliminamos. ¿Qué médico sería el que se conformara con los bacilos de Koch, y se limitara a corregir los excesos de la tuberculosis? Es el sistema de Roosevelt, de los millonarios filántropos -¡tan filántropos y sobre todo tan millonarios!-; el sistema de la inextinguible “raza de víboras”, servir a dos amos, podar hipócritamente las ramas del árbol del mal mientras en sigilo se abona y se riega su infame raíz. Mas, ¿qué importa? No se ataca, no se circunviene, no se conmina la obra de la propiedad sin herirla en su centro mismo. Espartaco intenta traer por la violencia el “reino de Dios” a este mundo -es decir, una mejor distribución de la riqueza-; Jesús intenta traerlo por la dulzura a los espíritus: “mi reino no es de este mundo”, es decir, del mundo de hoy, pero sí del de mañana. ¿Qué es lo espiritual, qué es el cielo, sino la imagen del porvenir, la visión de la felicidad de nuestros hijos? Ante Espartaco y ante Jesús, ante el golpe y ante la plegaria, la propiedad retrocede. Contemplen el inmenso fresco de la historia; vean la propiedad en perpetua retirada ante el trabajo, cediéndole una parte cada vez mayor de bienestar, de inteligencia y de empuje. Desde los esclavos que faenaban bajo el látigo, con grillos en los pies, hasta los obreros modernos, instruidos, altivos, sueltos y ágiles, con la rebeldía metódica en el cerebro y la victoria final en el corazón, ¡qué enorme camino recorrido! ¡Vean la propiedad cercada y oprimida por millones de brazos atléticos, que la asfixian poco a poco! ¡Qué ingratos seríamos con nuestros padres, si al reconocer que su sangre y sus lágrimas son nuestras, no reconociéramos que nuestro triunfo, la aurora que a nuestros ojos despunta es la que como un presentimiento divino acarició sus nobles frentes, levantadas en medio de la noche! Dice el profesor Ritter: “La libertad de trabajo ha sido definitivamente operada por la revolución”. Rectifiquemos. A quien la revolución ha libertado es a la burguesía. Refundió los antiguos privilegios en el de la propiedad, y los trabajadores experimentaron en el acto los efectos de la unificación de los despotismos. Se les prohibió asociarse, y desde 1876 se proclamó algo que no se toleraba antes: la legalidad del interés del dinero. El préstamo se hizo honroso. La venta fue venerada. Los papás empezaron a predicar a sus hijos la codicia. El cínico ideal que se nos inculca en el hogar y en la escuela es el del austero Guizot: “¡enriquézcanse, enriquézcanse!”. La trama de las relaciones sociales está constituida por el despojo recíproco, siempre que se ejecute en el orden marcado por las leyes. Aunque a la larga nunca daña el aniquilamiento de los privilegios, sean los que sean, es innegable que, por de pronto, los derechos políticos empeoraron la situación de la clase productora. Más tarde, y en una reducida esfera, se utilizaron para obtener la libertad económica, que es la única real, pero su acción específica es lubrificar, regularizar, asegurar el formidable mecanismo de la opresión burguesa. La revolución puso al rico en presencia del pobre, armado el uno hasta los dientes, extenuado y desnudo el otro, y les dijo: “ahora el combate es libre; destrócense, nadie se los estorbará». Nuestras legislaciones, tan benévolas con el homicidio, son implacables para los atentados a la propiedad. ¿Qué se hizo de aquellas hospitalarias, casi patriarcales atenciones a un régimen bárbaro? Hace muchas centurias, sabían los desheredados que cuanta leña pudieran a hombros llevarse del bosque señorial era suya; en ciertos días festivos los príncipes de Italia tenían que abrir sus palacios a la plebe y los de Alemania sentaban a su mesa a los villanos. Los códigos actuales, inspirados en la Roma fósil y redactados con una ferocidad glacial, encierran monstruosidades como esta: “Todas las obras, siembras y plantaciones se presumen hechas por el propietario y a su costa…” (Art. 359 del Código Civil español). ¿Y qué diremos de la llamada ley de vagos, que considera la indigencia un delito? Pero hay que ir a las jóvenes repúblicas americanas, tan atónitas de su Constitución que por respeto no la practican jamás, hay que ir a la naciónestómago para encontrar la idolatría del oro convertida en demencia. Los jueces de Buenos Aires han castigado, con cuatro años de cárcel a un desventurado que había sustraído un 22
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dedal, y con seis a otro que se había apropiado de unos calzones… No obstante las ideas avanzan, hasta entre los que ostentan la librea de su toga. Un magistrado de los Estados Unidos, después de absolver a un mendigo que había robado -era en invierno- un trozo de carbón de los almacenes de una compañía ferroviaria, le advirtió que se abstuviera de robar mientras no se le nombrara miembro del directorio. Magnaud, que honra a la Francia más que todos los políticos juntos, dicta desde el modestísimo tribunal de Chateau Thierry sentencias redentoras que extrañan al mundo. Oigan sus máximas: “La probidad y la delicadeza son dos virtudes infinitamente más fáciles de practicar cuando no le falta a uno nada, que cuando se está desprovisto de todo. -Lo que no puede ser evitado no ha de ser castigado-. Para apreciar con equidad el delito del indigente, el juez debe, por un instante, olvidar el bienestar del que goza, a fin de identificarse, cuanto le sea posible, con la situación lamentable del ser abandonado de todos. -El obrero sólo es quien produce, y quien expone su salud o su vida en provecho exclusivo del patrono, el cual no puede comprometer más que su capital”. He aquí un regulador de conflictos sociales que no es un juez, que no es un muñeco siniestro, sino un hombre, es decir, un ser de comprensión y de solidaridad. CAPÍTULO II: EVOLUCIÓN DEL SOCIALISMO ¿Cuál es, a punto fijo, la opinión del doctor Ritter sobre la influencia presente de las doctrinas de Marx? Afirma que han pasado de moda y más adelante escribe que “hoy en día, después de 62 años, son aceptadas como palabras de evangelio por las docenas de millones de los socialistas de la tierra”. El hecho es que los socialistas, más o menos ortodoxos, aumentan sin cesar; el socialismo va invadiendo los países jóvenes -América latina-; las ediciones del Manifiesto Comunista se suceden, publicadas en todos los idiomas. No obstante, bajo el epígrafe de La derrota del socialismo científico, el doctor Ritter se complace en acumular tales objeciones sobre la obra de Carlos Marx, que la indiscutible vitalidad del marxismo se hace inexplicable. Los hechos contradicen a Marx, que se contradice a sí propio. Es cierto; y nos sería fácil alargar la lista de contradicciones preparadas por el doctor Ritter: El prefacio del Manifiesto -edición de 1872- enmienda el capítulo II de las anteriores; culpa de la Commune. Loria, con razón, acusa al tercer volumen de El Capital de haber arruinado la teoría de la “plus valía”. Etcétera. ¿Y qué? “El hombre absurdo, ha dicho alguien, es el que no cambia”. Lo interesante no es enumerar las contradicciones de una mente genial, sino interpretarlas. Tomemos las de más bulto. Según Marx, el proletariado se empobrece progresivamente. Ha sucedido en realidad lo contrario. El doctor Ritter no se quejará de que confirme sus datos con los míos. En un diagrama norteamericano, de origen oficial, se muestra que el alza de los salarios, durante las últimas décadas, coincide con la baja de los precios. March, director de la Oficina Internacional de Estadística, expuso en la sección de Economía Social, de la Exposición de 1900, un gráfico que resume a este respecto la marcha del siglo XIX: mientras el costo de la vida sube de 45 a 55, la media de los salarios en oro sube de 45 a 105. ¡Los salarios efectivos se han duplicado! El profesor Denis lo corrobora para el caso especial de Bélgica. Las ciclópeas investigaciones de d'Auvenel (Campesinos y obreros desde hace setecientos años, Historia de los precios [cinco volúmenes], Los ricos desde hace setecientos años) arrojan este resultado: de dos siglos acá, las entrañas de los nueve millones de familias que componen el bajo pueblo francés se han hecho el doble de lo que eran antes. Pero seamos justos con Marx: mientras los pobres duplican sus ingresos, los 420.000 burgueses acomodados triplicaban o cuadruplicaban los suyos, y los 1.200 extra ricos los sextuplicaban. La divergencia “relativa” entre la clase capitalista y el proletariado se acentúa. Sin embargo, si consideramos sobre todo el florecimiento obstinado de la pequeña agricultura y de la pequeña industria en multitud de lugares, hay que reconocer que la polarización de la riqueza, la miseria absoluta del trabajador con la hipertrofia monstruosa del capital en pocas manos, el proceso, en fin, diagnosticado por Marx, no lleva trazas de realizarse. 23
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¿Luego, las ideas de Marx carecen de valor…? ¡Nada de eso! La media de los salarios se ha duplicado, mas una cifra “media” encierra un caos donde hay extremos elocuentes. El alto salario proviene del incremento vertiginoso de la total fortuna humana; de tierras vírgenes, materiales y mentales, incesantemente puestas en explotación; de la demanda de operarios más técnicos cada vez y técnicos con mayor diversidad; por fin, de la organización defensiva y ofensiva que convierte al proletariado, sesenta años atrás disperso y vencido, en una marea compacta que acabará por cubrirlo todo y ante cuyo empuje retroceden sin término los capitalistas. Las continuas instalaciones de industrias nuevas, por otra parte, engendran nuevos enjambres de pequeñas industrias accesorias. He aquí un régimen inestable, “abierto”, una dinámica que obedece a factores no previstos por Marx, el cual, si se me permite la expresión, estudió la lucha de clases en frasco cerrado. Pero examinemos ahora el bajo salario, que al combinarse con el alto produce la media, el salario marxiano, el “salario de hambre”. ¿Dónde aparece? El frasco cerrado de Marx: en los distritos de intensa civilización, en las industrias viejas y uniformes, de técnica no muy especializada, o abaratada ya por la enseñanza semigratuita, allí donde los obreros no han sabido asociarse contra los patronos. Las mujeres, en las grandes poblaciones, no consiguen sino salarios de hambre, porque su técnica es vulgar, y porque son rechazadas despiadadamente de los sindicatos. Ejemplo: las costureras ganan en París un franco 25 céntimos (0.25 pesos oro). He aquí su presupuesto: alimento, 65 céntimos, un traje de cinco francos, dos camisas de un franco 75, dos pañuelos a 40 céntimos al año. La aprendiza, con un pesado cartón al brazo, es enviada desde la mañana temprano a hacer reassortissement, muy lejos; cuando vuelve, fatigada, se le dice: “pequeña, te has olvidado una cosa…” y se le envía de nuevo. No tiene tiempo de comer; en el camino compra un bollo; a veces toma un vaso de alcohol. Al cabo de pocos meses se le hinchan los tobillos y entra al hospital. (Paul Acker, Oeuvres sociales de femmes). Muchas costureras, para no sentir tanto el hambre, cosen en la cama todo el día. (D. Haussonville, Salaires et misères des femmes). Más significativo que el salario de hambre es el salario nulo, la miseria negra, que no se encuentra sino en los centros extracivilizados: Berlín, Londres, Nueva York, Chicago, París. No me refiero a los degenerados, “contingente del abismo”, de que habla Wells, sino a obreros robustos y entendidos, lanzados en cientos de miles al arroyo por el maquinismo y la crisis de producción. Ejemplo: los sin trabajo, chomeurs, rompe-huelgas, eran en Inglaterra 926.000 hace tres años; durante el verano de 1908, el Board of Trade confesaba la tremenda cifra de un millón 125.000. En 1901 había inscritos, solamente en las oficinas de beneficencia de París: 350.000 indigentes válidos. Los horrores de Londres son demasiado conocidos. No le va en zaga Nueva York, The Relentless City -la ciudad despintada, como la llamó Lafcadio Hearn-. Upton Sinclair ha popularizado la dantesca Packingtown, el barrio de las fábricas de conservas de Chicago, donde 250.000 trabajadores se amontonan sobre un “terreno artificial” compuesto de basuras, detritos y excrementos, entre charcas fétidas cuyo hielo se vende. Estos inmigrantes irlandeses, bohemios, polacos, lituanos, eslovacos, víctimas de los agentes, se organizan mal contra las empresas; tienen todo contra ellos: su candor de campesinos, su heterogeneidad, lo sencillo y rudo de la faena que en ellos se explota. Hombres vigorosos penan en Packingtown desde la mañana hasta la noche, en sótanos glaciales, con dos centímetros de agua sobre el suelo; otros, durante seis o siete meses al año, no ven jamás el sol entre la tarde de cada domingo y la mañana del siguiente, sin ganar por ello más que $300 anuales. Niños de apenas 13 años, cuyos padres defraudan la ley para reforzar sus ingresos míseros, ganan menos de la mitad. En invierno, para calentarse, los obreros, cuando no les vigila el capataz, meten las piernas en el tronco recién abierto de las reses. Mientras tanto, millares de sin trabajo se agolpan a las puertas de los talleres, de seis a ocho y media, esperando turno. Por un minuto de atraso se pierde una hora de salario en la fábrica; varios minutos exponen a que se vuelva la placa de cobre del obrero contra la pared, lo que significa que se le despide. Las fracciones de hora no se pagan. Los capataces apresuran la labor, a fin de que no haya que pagar los últimos cincuenta minutos. Eso, en ciertas fábricas de Chicago, se llama “trabajar para la Iglesia”, 24
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porque el dueño sostiene infinidad de obras pías. Los operarios se alimentan de harina de patata, en resumidas cuentas, celulosa; como el uso de este material para adulterar comestibles está prohibido en Europa, se embarca todos los años con destino a América por miles de toneladas. Escasamente habrá algún obrero que no tenga llagas o marcas horribles sobre su persona. Si se araña un dedo, la menuda lesión concluirá por matarlo; las falanges de los dedos se les van, corroídas unas tras otras por los ácidos de las conservas, o por los ácidos que impregnan las lanas para que se desprendan, ya que sólo pueden arrancarse a mano. Entre los cortadores raro es el que conserva el pulgar. Entre los cocedores se sucumbe a los dos años. Los que transportan cuartos de reses no resisten tres años. En los frigoríficos, el período máximo de resistencia, a causa de los reumatismos, no llega a cinco años. Las mujeres, que manejan latas de carne de 14 kilos, se enferman todas de la matriz. A veces se cae un obrero a uno de los grandes tanques de extraer grasa, rodeados de denso vapor y es inútil buscarle… “Su carne y sus huesos han sido mezclados con los demás materiales de los tanques y se han vendido como manteca pura de la casa Durham”. (La Jungle). El último ciclo del infierno de Packingtown es la fábrica de abonos, pero hago gracia de él a mis lectores. Semejantes extremos de miseria humana corresponden a la concentración de capitales, más temible anónima que personal; a los trust, de quienes depende hoy el 50 por ciento de la producción industrial del mundo, a la delirante idolatría de la riqueza. Nada tan simbólico, en la Relentless City, como esas damas de la Avenida de los millardarios, que han puesto de moda el retratarse en estatuas macizas de oro puro, y de tamaño natural… Notemos por fin que la máquina, en cada caso” desaloja al trabajador. Hace ya diez años que el comisariado general del trabajo de los Estados Unidos verificaba que “para la fabricación de instrumentos aratorios se necesitarían antes 2.145 obreros de diferentes aptitudes para producir tanto como producen hoy, con ayuda de máquinas, 600 obreros de aptitud ordinaria. En la fabricación de pequeñas armas de fuego, un hombre con una máquina reemplaza a cincuenta. La fabricación de ladrillos suprime hoy el 10 por ciento de trabajadores y la de tejas el 40 por ciento. En la zapatería 100 hombres producen tanto como producían anteriormente 500. En cierta clase de calzado, la máquina ha suprimido el 50 por ciento de los obreros…”. Añadamos los nuevos telares mecánicos, las nuevas máquinas agrícolas, las linotipos, etc. Para formarse idea de lo que será la industria en un porvenir no lejano, conviene leer la descripción que hace Daniel Berthelot de la usina de la Sociedad de Electricidad de Saint-Denis, de la “enorme nave… más vasta que una catedral… donde se divisan, perdidos en aquella inmensidad, un hombre o dos que, silenciosamente, dan vuelta a un tornillo, o mueven una manija… Un hombre solo basta para regular la descarga de ochenta mil kilogramos de carbón por hora”. Dentro, pues, de cierta esfera, quizás imperfectamente definida por él, las consecuencias de Marx son justas. Claro que los factores marxianos están lejos de ser los únicos factores históricos. Las tendencias psicológicas analizadas por Tarde, el papel que desempeñan los héroes según Carlyle, la influencia de los genios, cuya aparición misteriosa fecunda los siglos, el vasto residuo irreductible que llamamos azar, todo eso, en la hipótesis de que Dios no se ocupa de nosotros, es también realidad que trabaja. Limitar el marxismo no es empequeñecerlo, sin valorizarlo, hacerlo eficaz. ¿Acaso las leyes físicas no nacen del ambiente artificial de los laboratorios, y no son, consideradas separadamente, una realidad falsa, pero indispensable para comprender o empezar a comprender la realidad verdadera? Los destinos del marxismo son análogos a los del darwinismo. Después de unos cuantos lustros, hemos reconocido que los factores darwinianos son insuficientes para explicar la biología. Hemos descubierto que las especies nuevas pueden surgir de pronto: ¡natura sacit saltum! Nos hemos dado cuenta de que al lado de los fenómenos en que se retrata la lucha por la supervivencia del más fuerte o del más apto, hay fenómenos de asociación, de simbiosis, de alianzas en que el débil subsiste y colabora. Los volúmenes de Zoología experimental que publica Hans Przibrani ofrecen al curioso varias categorías de hechos adversos a la teoría de selección. Estas imitaciones del darwinismo le confieren su valor práctico y definitivo. Marx, con su concepto de 25
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la lucha de clases y del materialismo histórico, nos ha provisto de un método fácil y seguro, a condición de aplicarlo cuando se debe. ¿Y qué historiador de nuestros días no lo emplea, de Rodgers a Ferrero? La tesis de Marx, en su terreno propio, es tan inatacable como la química de la digestión en fisiología. En lo que estoy de acuerdo con Ritter es en juzgar poco importante la trascendencia del marxismo en la “acción” humana. El razonamiento no crea energía, la razón será lo que se quiera, menos un motor. ¿En qué puede vigorizar al proletariado la idea del determinismo económico? ¿Obedecerían mejor los astros a la ley de Newton, si tuvieran conciencia de ella? ¿Caería de otro modo el guijarro, si supiera que tiene que caer? De aquí la evolución del marxismo de combate. El proletariado, después de adquirir, según la bella frase de Pelloutier, “la ciencia de su desgracia”, se inclina a cultivar los elementos que le prometen el triunfo, que se lo prometerían y tal vez se lo procurarían aunque se tratara de un triunfo ilógico: la disciplina y la fe. De aquí el abandono, más o menos pronunciado, en relación a la psicología de cada pueblo, de las controversias sociológicas y de las discusiones parlamentarias. De aquí el sindicalismo, invasión reciente y formidable de algo que no es ya teoría, sin una táctica austera. El carácter del movimiento es religioso; las grandes transformaciones sociales no se llevan a cabo sin estas magníficas epidemias de fe y de esperanza. En uno de sus primeros libros -L’Europa Giovane- Ferrero había observado que “la verdadera forma nueva de la religión es el socialismo alemán”. Sorel dice que la huelga general es un “mito” del sindicalismo y Prezzolini añade: “como del mito del Reino de los Cielos salió la Iglesia Católica, así del mito de la Huelga General saldrá la nueva Sociedad Proletaria”. ¿Y qué es el futuro, sino el Reino de los Cielos venido por fin a la Tierra? El doctor Ritter presenta con mucha claridad y excelente información el sindicalismo. Pondré tan sólo dos reparos a esta parte de su estudio, que en mi entender es la mejor, y que por causas que ignoro ha quedado trunca. La educación del obrero en los sindicatos es, para el doctor Ritter, ilusoria en cuanto al arte de dirigir empresas. “¿Qué cosa podrán aprender en su sindicato los estibadores en cuanto a la explotación complicadísima de la navegación trasatlántica, etc....?” El doctor Ritter, por su escasa fe, se ahoga en un vaso de agua. Cuando los proletarios dispongan de los medios de producción, el arreglo mutuo para la marcha del trabajo será asunto baladí. Los obreros se encontrarán en su puesto, combinados y encadenados por la faena cotidiana. El estibador y el maquinista y el capitán y el gerente seguirán en consorcio mutuo si así lo desean, y la navegación trasatlántica, si así conviene, seguirá funcionando, precisamente porque todo lo que en el mundo obra es trabajo, y nada más que trabajo. Suprimir el capital no es suprimir a los trabajadores, sean gerentes de empresas o sean simples mozos de cordel. Suprimir el oro no es suprimir la fuerza ni el talento; es libertarlos. Concedamos crédito a la difusión de la sabiduría y, sobre todo, a los recursos de la naturaleza. Aquellos bárbaros que improvisaron la Revolución Francesa fundaron la política contemporánea. ¿En dónde aprendieron la explotación complicadísima de la industria de gobernar? Cuando la humanidad está de parto, confiemos en lo invisible. No nos aflijamos de que no se enseñe a parir a las madres. Al doctor Ritter le extraña que los sindicalistas “profesen el mismo ideal que cualquier fabricante de tejidos: el de la más grande producción”, y a mí me extrañan esas líneas del doctor Ritter. El profesor Novicov, que suele burlarse cruelmente de los socialistas de todo matiz, declara, después de compulsar estadísticas, que los nueve décimos del género humano padecen en mayor o menor grado el hambre y el frío. De diez semejantes nuestros, nueve no se alimentan ni se visten lo bastante. Seamos, pues, “prosaicos” hasta el punto de exigir la más grande producción de ropas y de pan, y no temamos profesar los ideales del burgués, el cual no se preocupa de las necesidades ajenas ni de la más grande producción, sino de la más grande ganancia, que es a veces lo contrario. ¡En esta sociedad absurda y hambrienta, ocurre que un exceso de pan ocasiona desastres! Cuentan los biógrafos de Fourier, que, hallándose en Marsella, los dueños del establecimiento en que servía le dieron el encargo de arrojar al mar un 26
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considerable cargamento de arroz, que habían dejado pudrir con el único fin de mantener el alto precio a que por entonces se vendían en Francia los artículos de primera necesidad. Y es desde aquel día que Fourier, lleno de noble ira, se consagró por entero a su apostolado reformador. ---------Dos palabras sobre el anarquismo. No hay que hacerse ilusiones; una clase crece siempre más de prisa en fuerza material que en fuerza moral. El proletariado, al volverse más fuerte, se vuelve más violento. Por desdicha, es probable que triunfe por la violencia, como han triunfado en la historia todas las renovaciones humanas. Ante la venidera revolución sólo cabe esperar, según esperamos los que tenemos fe en nuestro destino, que se sustituyan las violencias estériles por las violencias fecundas. El anarquismo, extrema izquierda del alud emancipador, representa el genio social moderno en su actitud de suma rebeldía. No haré a mis lectores la ofensa de suponerlos capaces de confundir, a semejanza de lo que fingen muchos burgueses interesados, anarquista y dinamitero. Sería pueril temer que Anatole France, anarquista intelectual, o León Tolstoi, anarquista místico, nos lancen alguna bomba. Hay una cosa quizá más grave que los explosivos; es la crítica anarquista, la lógica implacable de los que han condensado su método en la famosa fórmula de Bakunin: “destruir es crear”. Se condena la violencia, pero somos hijos de ella, y por ella nos defendemos de los criminales y de los locos, y mediante ella dominamos los espasmos del mar y del viento. Eliminar la violencia es un quimérico ideal; el mundo tiene un aspecto mecánico, en que necesariamente sobreviven las energías, no por ser más justas, sino por ser mayores. Nuestra ideal no debe ser suprimir la violencia, sino juntarla con la justicia; desprenderla del pasado y vincularla al porvenir. Los trabajadores han experimentado la eficacia decisiva de la violencia. Jamás ha mejorado su situación por el altruismo de los capitalistas, sino por su miedo. “En Francia, dice Buyll, la legislación social ha sido impuesta pieza a pieza por los movimientos de la calle o por la agitación de las reuniones y de la prensa… El proyecto de la jornada de ocho horas en las minas se aprobó en plena movilización del ejército de hulleros… No se hubiera llegado en Inglaterra a fijar la duración de la jornada legal en las minas sin la imponente organización y la periodicidad de los congresos obreros que allí trabajaban”. ¿Acaso hubiera hecho Rusia lo que ha hecho en favor de las masas populares sin el levantamiento de 1905? Confesémoslo: la violencia hizo prosperar más a las sociedades de resistencia que el dinero. Los mecánicos ingleses gastaron veintisiete millones en socorros, y perdieron la huelga. ¡Ay de los trabajadores el día en que dejen de inspirar terror y no dispongan de otras armas que el llamamiento a la compasión y a la equidad! Merced al terror han conseguido tratar con los patronos de poder a poder. El relato que hace Yvetot del caso de los dockers de Cette es instructivo: “Los patronos, pensando influir sobre el ánimo de los obreros, les invitaron a una entrevista patronal para terminar la huelga. “Una corta comisión del sindicato, compuesta de hombres sólidos, se presentó. Su contacto no agradaba a los exploradores, que pensaban acabar pronto aturdiéndoles con promesas y subyugándoles por intimidación. “Después de un rato de discusión seria, sin resultado, los patronos querían despedir a los invitados, pero éstos cerraron las puertas y declararon a los patronos que no saldrían de allí sin el convenio firmado por ellos, como deseaban los obreros. “Enseguida los delegados obreros se pusieron a fumar, a hablar y a cantar, como si estuvieran de sobremesa en un banquete. 27
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“En vista de aquella actitud, extraña pero enérgica, los patronos, aburridos y asustados, se sometieron y firmaron, haciendo después honor a sus firmas. “Aquellos patronos comprendieron que trataban con hombres”. Las uniones gremiales han alcanzado tal prestigio, que se ha visto en Inglaterra a los obreros del algodón intervenir como árbitros entre los importadores y fabricantes, solucionando el conflicto que se les sometió. Señalemos las generosas iniciativas de los sindicatos, la institución de las “sopas comunistas” y el éxodo de los hijos de los huelguistas a las casas de los trabajadores de otros lugares. Pues bien, tengamos el valor de reconocer que esa potencia, esa especie de autoridad, esa dignificación del proletariado son en parte producidas por la violencia, el boicot, la huelga, las batallas con la policía, el sabotaje, el incendio y la bomba. ¡La bomba! ¡El crimen! Sí; mi sensibilidad se subleva ante el gesto del asesino. Yo concibo sacrificar mi existencia, pero no la ajena. Yo llevo clavada en el alma, como un dardo de luz, la persuasión de que lo esencial no es aplastar los cerebros, sino poblarlos. Y, sin embargo, me pregunto a veces si mi corazón se equivoca, si es necesario quizás a la humanidad, para que siga marchando, como lo era a Beaumanois para seguir combatiendo, beber la propia sangre. Me pregunto con tristeza infinita si es necesario herir y hendir pronto, buscar el futuro y arrancarlo de las entrañas de su madre muerta. ¿Crimen? Sí, y malditos seamos nosotros, hijos del crimen, padres del crimen. Pero sí hay diferencias en el crimen, yo digo que el de los anarquistas, que hacen la “propaganda de la acción”, el de los que matan por la idea, por “amor” -¡horrible paradoja!-, el de los que eligen ser a un tiempo verdugos y mártires, es un crimen más respetable que los crímenes de tantos héroes cuyas estatuas se yerguen en las plazas públicas. Los atentados anarquistas, que suelen ser pura consecuencia de los atentados de los gobiernos, se suprimen con una ferocidad insensata, causa de nuevos atentados de la oculta desesperación universal. En Rusia, donde no hay pena de muerte para los delitos comunes, se considera el anarquismo delito político. Allí, en 1905 a la fecha, tres millones de personas han sido ahorcadas, confinadas o deportadas. En otros países donde no hay pena de muerte para los delitos políticos, se considera el anarquismo delito común. Se instala el estado de sitio, los procedimientos inquisitoriales, se dictan leyes ad hoc, se viola la ley. Recuerden los siniestros procesos de Montjuich, en que perecieron docenas de inocentes. Recuerden a Ferrer. Hace pocos meses que en Buenos Aires, con motivo del asesinato del coronel Falcon, mil quinientos o dos mil proletarios fueron perseguidos. Dos mil familias cayeron en la miseria. Y no recojo los rumores insistentes de fusilamientos en los calabozos, de ataúdes sacados de las cárceles en el silencio y las tinieblas de la noche. El anarquista de acción es el fanático extraviado por la exaltación suprema. Su tipo es análogo al de los primeros cristianos, sedientos de muerte. Aquéllos morían. Éstos mueren, pero después de matar. Desengañémonos, el hombre adora lo trágico. Los anarquistas dan su tono poderosamente sombrío al cuadro de la emancipación proletaria. El grito de la dinamita es el del vapor que, a través de las válvulas, revela la incalculable presión de las calderas. Y, ¡detalle curioso!, el antagonismo entre anarquistas y socialistas es la última carta de la burguesía. La gran Internacional, que hizo vacilar a Europa, fracasó por la divergencia entre los discípulos de Marx y los de Bakunin. Si la actual Internacional lograra la unión de las dos ramas en el terreno relativamente neutro del sindicalismo, los minutos que le restan de vida a la sociedad capitalista, estarían contados. CAPÍTULO III: LA CUESTIÓN SOCIAL EN EL PARAGUAY 28
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Que haya cuestión social en el Paraguay le parece al doctor Ritter una broma de mal género. “¿En el Paraguay, dice, en el Paraguay, cuyas tres cuartas partes no han salido todavía de la economía natural? ¿Donde una gran cantidad de relaciones jurídicas y económicas: arrendamiento, locación de servicios, compraventa, se rigen, no por la ley escrita, sino por la costumbre y se liquidan, no con dinero, sino in natura? ¿En el Paraguay, donde en todo tiempo, fuera del de la crisis, la demanda de brazos supera a la oferta, de suerte que es el obrero quien impone sus condiciones y exigencias a los patronos, y no al revés? ¿En el Paraguay, donde el carpintero, el albañil y cualquier obrero manual gana el doble y el triple del maestro de escuela, del empleado público, del periodista?... ¿Cuestión social, aquí, en el Paraguay? ¡Vaya… vaya!...” No veo sino un modo de que no hubiera cuestión social en el Paraguay, y es que la sociedad paraguaya fuera perfecta. ¿La cree perfecta el doctor Ritter? ¿Se puede negar el estado miserable de la población? Recientemente un adversario me atribuyó el aserto de que el Paraguay es el pueblo más hambriento de la tierra. Yo no he aludido al hambre sino a la alimentación deficiente, lo que es muy distinto. La alimentación tiene que servir para algo más que para matar el hambre. El campesino paraguayo se nutre de maíz, mandioca, un poco de sebo y carne vieja y unas cuantas naranjas. Lo que contribuye a mantenerlo en su abatimiento semi-patológico, no es precisamente la escasez, sino la odiosa uniformidad de la comida. Hay en Europa presidios en que el menú es más variado que el de nuestros trabajadores, y no obstante ocasiona, si no se cambia de cuando en cuando, esa inanición especial de las cárceles. No insistamos, porque sería cruel, en el abandono de las masas, en su ignorancia, en su, a veces, bochornosa resignación. ¡Pobres paraguayos, desvalijados por abogados y procuradores, apaleados por los jefes políticos, arreados a patadas al cuartel! ¡Cuántas dolencias sufre este noble país, donde, según el doctor Ritter, no hay cuestión social! Si el carpintero gana más que el maestro de escuela y que el empleado público, deduciremos simplemente que también hay una cuestión social para los empleados y los maestros de escuela. En todas las naciones se agrega al proletariado obrero el proletariado de los intelectuales y el de los funcionarios. Es inevitable la cuestión social donde rige el principio de la propiedad privada. Admitimos que el Paraguay no padece hoy los excesos del capitalismo. Mañana los padecerá, traídos forzosamente por lo que llamamos democracia, civilización, progreso. El planteo de la cuestión social sería tanto más ventajoso cuanto que es siempre más fácil prevenir que curar. La renovación humana podría ser aquí una evolución, y no una revolución. Al lado tenemos a los argentinos; hace pocos años eran sus condiciones económicas semejantes a las nuestras. Y ya han entrado en la era de la dinamita. Pero ni siquiera nos es permitido consolarnos con la envidiable situación del operario paraguayo. A las costureras de blanco se les paga en La Asunción tres pesos papel por una docena de camisas de hombre. El comerciante lucra el 500 ó 600 por ciento. Harto estoy de escandalizarme del sueldo de los peones de estancia, condenados a la ruda faena del rodeo y del lazo, pasándose días en ayunas y al sol: ¡veinte pesos, ocho francos al mes! Y los obrajes, los quebrachales, los yerbales… He denunciado al público, en 1908, que 15.000 paraguayos son esclavizados, saqueados, torturados y asesinados en los yerbales del Paraguay, de la Argentina y del Brasil. Nadie manifestó el menor afán de verificar los hechos y remediar tanta infamia. Ni el gobierno cívico ni el radical se ocuparon del asunto. ¿Paraguayos esclavizados? ¡Valiente novedad! El patriotismo tiene otros negocios que atender. El único ciudadano -¡ironías de la suerte!- que se dirigía a las autoridades -vanamente-, reclamando ayuda para los parias del Alto Paraná, era… monseñor Bogarín, a quien oí decir en broma una vez: “lo que necesitan aquellos infelices es que les visiten unos cuantos anarquistas”. Las publicaciones de Julián Bouvier, desde Posadas, y las mías, decidieron al gabinete argentino a enviar una comisión que 29
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examinara los yerbales de Misiones. Más ha de agradecer el proletariado paraguayo a los gobiernos extranjeros que al suyo. Convenga el doctor Ritter en que si los obreros de los yerbales se hubieran organizado en sindicatos, habría una gran vergüenza menos en América. Escribe el doctor Ritter: “Aquí, en el Paraguay, siempre atrasado (¿lo “adelantado” es conformarse con el capitalismo?) algunos intelectuales, hace poco, han procurado importar el socialismo, pero, como era de prever, sin ningún resultado”. No conviene juzgar precipitadamente la influencia de las propagandas. El porvenir dirá. Observaré tan sólo que habría deseado que el gobierno, compartiendo la opinión del doctor Ritter, no me hubiera dado importancia. Me hubiera ahorrado así dos meses de hospital en Montevideo. Ni el Paraguay, ni el último rincón del globo se sustraen ni se sustraerán a un movimiento humano de la trascendencia de la emancipación económica. Se trata de una ola más alta y más profunda que la extensión del cristianismo en los siglos XV y XVI, que la extensión de la democracia en el siglo XIX. Es el clima social del planeta lo que se transforma; ¡aunque alcen en torno muros de diez millas, no detendrán la primavera! Nada detendrá la marcha del pensamiento en busca del dolor, y el dolor está en todas partes. Nada detendrá al tiempo. ¡Ojalá que un día, el espíritu amplio y penetrante del doctor Ritter, cediendo a la fe, madre de las cosas, acabe por acompañarnos en nuestra ascensión a la luz!
CONFERENCIAS
FUNDAMENTOS DE LAS MATEMÁTICAS EL CONCEPTO DEL ESPACIO El complejo carácter, a la vez empírico y racional, que da su fuerza a la geometría, quita vigor a sus fundamentos. Tantas más convenciones preliminares necesita una ciencia, cuantos más son los elementos que roba al mundo sensible. La crítica moderna ha examinado los axiomas sobre los cuales descansa el edificio geométrico, ha precisado su verdadero papel, y, revolucionando las ideas antiguas, ha echado bases nuevas, más rigurosas y más amplias. De esas bases les quiero hablar, y especialmente del famoso postulado de Euclides. El postulado de Euclides, indispensable a la teoría de las paralelas, suele enunciarse así: Por un punto exterior a una recta no se le puede trazar más que una paralela. Euclides no demostró esta proposición: la llamó postulado: verdad que se debe admitir, verdad casi evidente. Durante cerca de veintitrés siglos de esfuerzos, nadie ha conseguido probar que esta verdad no es una mentira. Hoy, a pesar de las demostraciones que todavía reciben alguna vez las academias, estamos capacitados para declarar: 1º. Que el postulado de Euclides no tiene demostración posible, porque no es una verdad analítica. 30
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2º. Que el postulado de Euclideano es tampoco un axioma o juicio sintético a priori. 3º. Que el postulado de Euclides no es tampoco una verdad experimental. 4º. Que el postulado de Euclides es sencillamente un convenio. Dicho de otra manera; que somos dueños de aceptarlo o de rechazarlo, sin temor de llegar jamás a contradicción alguna. Si convenimos en aceptar el postulado de Euclides construiremos la geometría llamada “euclideana”. Si convenimos en rechazarlo, construiremos las llamadas “no euclideanas”, tan conformes a la más inflexible lógica como la primera. La gloria de este descubrimiento, que tanta luz arroja sobre la filosofía de las matemáticas, corresponde a Lowatchewski, ruso, y Bolyai, húngaro, que a principios del siglo XIX sentaron la imposibilidad de la demostración del postulado y crearon, prescindiendo de él, la geometría llamada de Lowatchewski. Riemann, en su célebre memoria Ueber die Hypothesen, welche der Geometrie zu Grunde liegen, que ha inspirado los trabajos modernos de Beltrami, Helmholtz y M. Poincaré, no sólo prescinde del postulado de Euclides, sino de este otro: “por dos puntos no se puede hacer pasar más que una recta”, y crea otra geometría, la llamada de Riemann. Existen, pues, tres geometrías: Una euclideana: la vulgar o de Euclides. Otras no euclideanas: la geometría de Lowatchewski y la geometría de Riemann. Deseo hacer ver en qué consisten esencialmente, y hacer comprender su legitimidad. El espacio con que se razona es muy diferente del espacio con que se experimenta… Se sostendrá, y hasta admito, que el espacio geométrico ha salido del espacio sensible. Lo cierto es que esa formación ha concluido, que hoy el espacio geométrico es independiente del espacio sensible y no tiene nada que recibir de él ni nada que darle. Si la realidad física cambiara, siempre nos arreglaríamos para interpretarla en el espacio con que hoy razonamos y, si quisiéramos, nos arreglaríamos para interpretar la realidad física actual en un espacio geométrico distinto… Las sensaciones no se miden. Forman un continuo, no sólo inmedible, lo que desde luego las separa del continuo geométrico, sino esencialmente absurdo. Me explicaré: Se ha observado, por ejemplo, que una distancia A de 10 m. y otra B de 11 m. producen sensaciones iguales y que la distancia B tampoco se distingue de una distancia C de 12 m. En cambio se nota fácilmente que la distancia C es mayor que la A. Los resultados brutos de la experiencia se expresarán por las relaciones: A=B, B=C y C>A; que pueden considerarse como la fórmula del continuo físico. Son disparatadas. Hay en ellas un desacuerdo intolerable con el principio de contradicción y es la necesidad de hacer cesar ese desacuerdo, dice hondamente Poincaré, lo que nos ha obligado a inventar el continuo matemático. ---------31
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Respecto a las dimensiones del espacio no se trata de una cuestión de medida, sino de calidad… El espacio geométrico es un continuo muy distinto del continuo sensible, como hemos verificado. Con la continuidad damos a entender que se pasa de un lugar a otro del espacio, por una serie de elementos indistinguibles, indiscernibles los unos de los otros. Estos elementos, a los que no atribuimos ninguna idea de extensión, de cantidad y sin los cuales la palabra continuidad carecería de sentido, se llaman puntos. Guardémonos muy bien de afirmar que una superficie, que una línea, son un conjunto de puntos. No: eso sería lo contrario de un continuo. En un conjunto de puntos cada uno de ellos existe por sí, y se distingue de los demás. En una línea, en una superficie, en el espacio, los puntos son indiscernibles. Es imposible separar cualquiera de ellos del inmediato. En realidad no hay inmediato: entre dos puntos, por próximos que estén, queda siempre el continuo, encerrando una infinidad de puntos. En una palabra, podemos tomar del espacio cuantos puntos queramos: el espacio mismo, el continuo, no habrá sido tocado y seguirá idéntico a lo que era. Consideremos un continuo geométrico e intentemos dividirlo en dos regiones. Es claro que la frontera común de esas dos regiones contendrá puntos y que nada nos impide considerarlos. Pues bien, se dice que un continuo geométrico es espacio de una dimensión, es una línea, cuando para dividirlo en dos regiones distintas basta un punto. Se dice que un espacio es de dos dimensiones es una superficie, cuando para dividirlo en dos regiones basta una línea o espacio de una dimensión. Se dice que un espacio es de tres dimensiones, cuando para dividirlo en dos regiones distintas basta una superficie o espacio de dos dimensiones. El espacio geométrico se ha concebido de tres dimensiones. Es éste un hecho extraño. ¿Tres precisamente, y no dos, o cuatro? Pregunta que no se hizo Kant, porque no era matemático como Leibnitz. Pregunta que tampoco se hizo Leibnitz, porque no era tan filósofo como Kant. ¿Existe una cuarta dimensión? Contesto resueltamente que sí: Existe exactamente de la misma manera que el espacio euclideano, de la misma manera que existen las líneas, las superficies y los puntos. Existe en la razón. Y en la razón todo lo que se concibe con precisión existe; y sigue existiendo mientras no conduzca por los caminos de la lógica a una contradicción insoluble. Eso no ocurre con la cuarta dimensión, ni con la quinta ni con la vigésima. Todos los días se descubren teoremas del espacio de cuatro dimensiones, tan teoremas como los otros. Esa cuarta dimensión no la podemos pintar con la tiza, es cierto; pero, ¿acaso pintamos nunca algo geométrico? ¿Pintamos rectas y círculos? En el plano del papel, ¿pintamos siquiera el espesor de los objetos mismos? La cuarta dimensión no habrá sido inspirada directamente por el mundo sensible, estaremos privados de nuestras habituales imágenes groseras e infecundas. No importa, este nuevo espacio es el más autentico de todos… Voy a poner un ejemplo que aclarará las ideas. Supongamos un ser condenado a vivir en la superficie del pizarrón, y a moverse sin salir jamás de ella. El Universo, para ese ser, se reducirá a un espacio de dos dimensiones. Supongamos que nuestro ente superficial ha pintado dos “eses” en esta disposición:
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Con ello no se ha salido un instante de su universo. Imaginemos ahora que intenta hacer coincidir las dos eses de igual tamaño y de idéntica forma; ¿lo conseguirá? Es evidente que no. Para conseguirlo tendría que sacar una de ellas del pizarrón, es decir, del espacio, darla vuelta y aplicarla sobre la otra, lo cual hemos prohibido al plantear el problema. Es exactamente lo que nos pasa a nosotros cuando nos empeñamos en meter la mano derecha en el guante de la mano izquierda. Los dos guantes son de igual tamaño, de idéntica forma, como las eses del pizarrón, pero, como ellas, están colocados de un modo distinto respecto al espacio. Para meter la mano derecha en el guante de la mano izquierda, ¿qué habrá que hacer? Muy sencillo: “se sacará el guante del espacio de tres dimensiones, y se le dará vuelta con la cuarta dimensión”. ¿Me dirán que en la práctica es imposible? No lo sé. Lo que sé es que mi razón no ve en ello inconveniente alguno, y que la geometría está hecha de razón, y nada más que de razón. ---------Para explicar las geometrías de Lowatchewski y de Riemann, valgámonos de la noción de curvatura, como más intuitiva, logrando así evitar el empleo del análisis. Parece extraño que el espacio infinito, el hueco sin fondo, cuyo silencio espantaba a Pascal, pueda tener forma. Sabemos (no obstante) que el espacio de una dimensión, la línea, puede tener innumerables formas. La recta no es el círculo, ni la elipse es ni la espiral. Sabemos que el espacio de dos dimensiones, la superficie, puede tener innumerables formas. El plano no es la esfera, ni el cono es el hiperboloide. Lo que estaría contra la razón es que el espacio de tres dimensiones no tuviera también innumerables formas… Se supone, en la geometría corriente, que una figura geométrica no cambia de tamaño ni de forma, por el simple hecho de ser transportada de un lugar a otro. Pues bien, esto no es indispensable. Se puede suponer lo contrario, sin llegar a ningún absurdo… Sea el espacio lineal. Se trata de superponer, de hacer coincidir los segmentos AB y CD, sin sacarlos de la línea en cuestión. ¿Se alterará la forma de esos segmentos al ser transportados? Es claro que no se alterará en aquellas líneas que tengan curvatura constante: rectas, arcos de círculo o hélices… Lo mismo se dirá de las superficies. Para transportar en ellas, sin salirse de ellas, figuras cuya forma no se altere, es necesario que las superficies tengan también “curvatura uniforme”. Conocemos tres clases de superficies de curvatura uniforme: 1º. El plano, cuya curvatura es nula. 2º. Las esferas, o aplicables sobre esferas, cuya curvatura uniforme es positiva. 3º. Las superficies de curvatura uniforme negativa. No olvidemos esas tres clases de superficies, porque corresponden respectivamente a las geometrías de Euclides, de Riemann, y de Lowatchewski. 33
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Pasemos al espacio de tres dimensiones. Afirmar que se conserva intacta la forma de las figuras al ser transportadas en él, es afirmar que el espacio geométrico de tres dimensiones es de curvatura uniforme. Existen tres clases de espacio de curvatura uniforme: 1º. El isótropo o de curvatura nula -espacio de Euclides. 2º. El de curvatura uniforme positiva -espacio de Riemann. 3º. El de curvatura uniforme negativa -espacio de Lowatchewski. En cualquiera de ellos se concibe una línea más sencilla que las demás, la denominada provisionalmente línea recta, definida por dos puntos. Se concibe también una superficie más sencilla que las demás, la denominada provisoriamente plano, definida por tres puntos. Elegimos (por ejemplo) el espacio de Euclides, de curvatura nula. El plano y la recta de Euclides serán también de curvatura nula. Supongamos que elegimos el espacio de Riemann, de curvatura positiva. El plano de Riemann será también de curvatura positiva: una esfera. La recta de Riemann será también de curvatura positiva: un arco de círculo máximo. Pero los círculos máximos sobre la esfera se cortan siempre, etc.; luego: 1º. En la geometría de Riemann no hay paralelas. 2º. En la geometría de Riemann por dos puntos puede pasar (caso de los polos) una infinidad de rectas. Supongamos ahora que elegimos el espacio de Lowatchewski. El plano de Lowatchewski será una superficie de curvatura negativa, cóncava y convexa a la vez, en la cual las rectas de Lowatchewski resultan arcos que divergen indefinidamente, huyendo por la doble comba opuesta. La divergencia aumenta con la distancia y con la pequeñez del ángulo que formen los arcos. Tendremos entonces que será posible, en la geometría de Lowatchewski, trazar por un punto exterior a una recta muchas rectas que no la corten, es decir, muchas paralelas. Es de notar que los espacios de Euclides y de Lowatchewski son infinitos y el de Riemann, finito. Lo infinito del espacio no es una necesidad de la razón, sino un “convenio”. He aquí algo que no sospechaba Kant… 1º. En la geometría de Euclides, por un punto exterior a una recta no se le puede trazar más que una paralela; 2º. En la geometría de Lowatchewski se puede trazar infinitas. 3º. En la geometría de Riemann no se puede trazar ninguna. Somos dueños de elegir la geometría que queramos. Teorema de la geometría de Euclides: la suma de los ángulos de un triángulo es igual a dos rectos. 34
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Teorema análogo de la geometría de Riemann: la suma de los ángulos de un triángulo es mayor que dos rectos. Teorema de la geometría de Lowatchewski la suma de los ángulos de un triángulo es menor que dos rectos. Los tres teoremas son verdaderos. No se contradicen; como no se contradicen los tres números que expresan una misma longitud medida con el metro, con la toesa o con la vara… Nadie habla de demostrar el metro, de refutar la vara. Esa frase no tiene sentido. Pues bien, lo mismo pasa con la frase demostrar el postulado de Euclides. El postulado y el metro no se demuestran. No se demuestra una convención. Se usa si es cómoda. ¿Por qué la razón humana prefiere la geometría de Euclides? Porque es la más cómoda. Se impone al espíritu por su sencillez. Es indudable que razonaríamos sobre los fenómenos naturales en el espacio de Lowatchewski, y que llegaríamos a los mismos resultados en mecánica y en física, pero es indudable también que todo eso sería más complicado, más largo, más difícil de aprender y de practicar. Seguiríamos siendo lógicos impecables, pero perderíamos tiempo. Hay un detalle que se puede señalar. Hemos visto que en la geometría de Euclides el espacio no tiene ninguna curvatura. Ese espacio es único, es inconfundible, es un individuo. Las otras geometrías, de Lowatchewski y de Riemann, atribuyen al espacio una curvatura uniforme. Pero, ¿cuánto vale esa curvatura constante? Es indeterminada. Los espacios no euclideanos son sin número, son géneros y resulta más cómodo para la inteligencia emplear una geometría en que no aparece indeterminada alguna. Por otra parte, la geometría de Euclides goza de una propiedad curiosa. Así como en el plano es posible estudiar las circunferencias, siendo imposible estudiar las rectas en la esfera, es análogamente posible interpretar los espacios de curvatura, o no euclideanos, en el espacio euclideano, hacer corresponder los teoremas respectivos al modo que se corresponden las palabras de dos idiomas en un diccionario. Recordando el símil empleado hace un momento, diré que este diccionario no es más que una tabla que me señala cuántos centímetros y milímetros tiene la toesa, o cuántos pies y cuántas pulgadas tiene el metro. Esto bastaría para probar que jamás las tres geometrías pueden contradecirse entre ellas, ni cada una en particular, a no ser que las tres sean absurdas, lo que no es probable. Preferimos la de Euclides porque esta es, para la inteligencia, el camino más corto. Quizás respondemos al más general y profundo de los instintos naturales: el de la mínima acción, según el cual la naturaleza economiza eternamente sus energías, para lo por venir.12 EL CONCEPTO DEL INFINITO El concepto del infinito presenta un caso característico de la infecundidad inherente a la falta de precisión. Se verá -así lo espero- cómo el concepto del infinito no sirvió durante largas épocas más que para llenar libros de huera metafísica, y cómo al penetrar en las matemáticas y al adquirir contornos definidos, se hizo fecundo, y llevó al hombre a las más altas cimas de la ciencia. 12
Pocos años después de escrito este trabajo tuvo lugar la creación, por Einstein, de la Teoría de la Relatividad generalizada, en la cual el espacio y el tiempo forman un continuo geométrico de cuatro dimensiones. En este continuo el espacio común es de curvatura positiva, es decir, un espacio de Riemann en el que dicha teoría, interpreta la realidad física actual. (N. de los E.) 35
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Era evidente que los griegos habían de cultivar la geometría, matemática de la forma, y que ignoraban el análisis… Torcieron la rigidez del infinito y lo desvanecieron en lo indefinido… Esta confusión entre lo infinito y lo indefinido, unida al error de querer aplicar a los objetos sensibles relaciones validas solamente en el terreno de la idea pura, condujo a contradicciones curiosas, cuyo más interesante ejemplo es quizá el célebre sofisma atribuido a Zenón de Elea. Según Zenón, es absolutamente imposible que una liebre alcance a una tortuga. Parten la tortuga y la libre. Por despacio que camine la tortuga, por veloz que corra la liebre, es claro que cuando la liebre haya llegado al punto donde estaba la tortuga, ésta se habrá transportado más allá. Cuando la liebre toque este nuevo punto, la tortuga se habrá transportado más allá -por poco que sea- y no será alcanzada. Podemos repetir el razonamiento hasta el infinito (indefinidamente); jamás se anulará el espacio que queda entre la liebre y la tortuga; jamás la tortuga será alcanzada por la liebre. Ahondemos el sofisma, presentándolo en un aspecto más general. Supongamos que no se trata de que la liebre alcance a la tortuga, sino de que consiga llegar al punto A (fig.): ––|––––––––––––––––––––|––––––––––|––––––––––|–– 0 A’ A’’ A Es evidente que para que la liebre arribe a A es necesario que pase primero por A’, punto medio de la distancia que la separa de A. Pero una vez en A’ la misma dificultad se presenta: es preciso que llegue a A’’, punto medio de A’A. Podemos repetir este razonamiento hasta el infinito (indefinidamente); por cerca que la liebre esté, siempre existirá un punto medio que no habrá tocado aún; luego, jamás alcanzará el punto A que está del otro lado de ese inaccesible punto medio. Descubrimos que lo que se niega aquí es la posibilidad de movimiento. La velocidad de la liebre no interviene para nada en el sofisma de Zenón. Cualquiera que fuera esa velocidad, se le niega a la liebre la posibilidad de moverse. Indicaré que es irrebatible el sofisma, mientras no se esté de acuerdo en un cierto número de convenciones que den precisión a los conceptos de continuidad y de límite, inseparables del concepto del infinito. Pero tales convenciones, que son precisamente el objeto de esta lección, no se habían enunciado en tiempos de Zenón de Elea, y el concepto de infinito era algo vago y enigmático en la mente de los filósofos, como todavía lo es hoy en la mente del vulgo. Los matemáticos griegos de la última época tuvieron, sin embargo, ideas precisas acerca del infinito… La mejor prueba de que el concepto de límite no era del todo desconocido de los antiguos, es la famosa cuadratura de la parábola, debida a Arquímedes, problema tan elegante y sencillamente resuelto que no quiero privarme de recordarlo. Su importancia histórica es considerable; la cuadratura de la parábola representa en el fondo la primera aparición del análisis infinitesimal. El infinito es perfectamente concebible, equivale a un conjunto de relaciones tan manejables como las otras, y se ha logrado en la mayor parte de los casos una precisión suficiente a cambiar las corrientes de la filosofía vulgar, si lo filósofos se dignaran estudiar matemáticas. El infinito se presenta desde las primeras líneas de un texto de aritmética elemental. El concepto de número entero encierra en sí la existencia de otro número entero y éste la existencia de otro distinto de los dos anteriores. Nada nos impide repetir esta construcción cuantas veces queramos, porque obtener un número tal que nos impida construir 36
“Obras completas III” de Rafael Barrett
inmediatamente otro nuevo y diferente de los ya obtenidos, es algo esencialmente contrario a la razón: es algo imposible. Ese conjunto creciente de números enteros no entra confusamente en nuestro entendimiento, no queda informe y caótico en el seno de la inteligencia. Por una operación necesaria el conjunto se ordena, adquiere una forma definida; cada número entero se coloca en un lugar fijo y todos se conciben en serie, como las divisiones del tiempo. La representan de esta serie es una recta horizontal (fig.), en que un sistema de puntos 1, 2, 3, 4… situados a intervalos iguales representan el sistema de los enteros obtenidos.
¿Qué nos impide, por lejos que esté del extremo 1 el último punto construido, construir uno más? Nada. El conjunto de números enteros es infinito. Tal como lo hemos representado, está limitado a la izquierda por el punto 1. A la derecha es absurdo representar su limitación. Pero esa limitación imposible de representar, ¿existe en la idea pura? Sí. Es lo que se llama punto del infinito sobre la recta 1. Tracemos por 1 una recta I, y tomemos un punto A del plano. Unamos A con 1, 2, 3, 4, etc. Tendremos sobre 1 I los puntos 1’, 2’, 3’,… que se corresponden uno a uno con los 1, 2, 3… Infinito será el 1’, 2’, 3’… Por distante que esté un punto sobre la horizontal dibujada, lo podremos unir con A por una recta distinta de las anteriores. Examinemos el conjunto 1’, 2’, 3’… derivado del junto primitivo. Está limitado por el punto I, que pertenece a la paralela tirada desde A. Es evidente, en efecto, que todas las rectas trazadas por A quedan por debajo de la paralela. He aquí, pues, que un conjunto infinito que no estaba limitado más que de un lado, se ha transformado por medio de una construcción clara y precisa, merced a la cual los elementos de un conjunto se corresponden uno a uno con los del otro. El elemento que corresponde al límite I es el punto del infinito. No seremos capaces de representarlo, pero somos capaces de representar la recta que lo une con A, somos capaces de hallar su derivado I. Somos capaces, en una palabra, de incluirlo en relaciones definidas y semejantes a los demás; esto nos basta. Ahora comprendemos el sentido de la frase: “Una recta corta a su paralela en el infinito”. Expresa una relación precisa. No equivale de ningún modo a decir que no se cortan. Dos semirrectas divergentes no se cortan. Sería un dislate decir que se cortan en el infinito.
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Dos circunferencias exteriores no se cortan. Sería un solemne dislate decir que se cortan en el infinito. El infinito es, pues, una de las fronteras de un conjunto de puntos. Unas veces se puede representar y otras no. Hasta hay casos en que no existe. Los siguientes ejemplos aclaran la idea. Volvamos a los números enteros, que forman un conjunto infinito, y representémoslo de otro modo. Supongamos que en vez de tomar intervalos iguales sobre una recta los tomamos sobre una circunferencia O (fig.), empezando por el punto 1. Iremos construyendo el 2, después el 3, después el 4, y dando vueltas y vueltas a la circunferencia hasta el infinito. Una de las fronteras del conjunto está en el punto 1, ¿pero dónde está la otra? No sólo no podemos representarla, sino que tampoco podemos transformar el conjunto en otro cuya frontera corresponda con esta que queremos concebir. Sea el punto A. Cuando los números enteros estaban representados sobre una recta, dibujábamos la que une a A con el infinito, ¿pero cuál es ahora la recta que une a A con el infinito sobre la circunferencia O? Ninguna. Aquí verdaderamente el infinito no da lugar a relaciones precisas, es decir, aquí el infinito no existe.
Supongamos ahora que representamos los números enteros sobre una espiral hiperbólica, lo que responderá a una cierta manera de concebirlos (fig.):
En la espiral hiperbólica, las distancias de los puntos al origen O son inversas del número de vueltas que dan alrededor de él. Es decir que, por ejemplo, a la primera vuelta la distancia se ha reducido a la mitad; a la segunda se ha reducido a la cuarta parte, y así hasta el infinito. 38
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Nuestro conjunto tendrá como siempre el punto 1 por frontera. La otra frontera será evidentemente el punto O al cual nos acercamos cuanto queramos, aumentando el número de vueltas. Jamás lo alcanzaremos rodando por la espiral en torno de él, pero sabemos cuál es y dónde está. Aquí el infinito se presenta con la misma facilidad que un punto cualquiera. Existe a la vez en la razón y en la representación. El conjunto que hemos estudiado, el de los números enteros, es el más sencillo de todos. Otro conjunto tal que nos sea posible hacerlo corresponder elemento a elemento con el de los números enteros se llama numerable. Así el conjunto de números pares es numerable, porque lo podemos hacer corresponder elemento con elemento con el de los números enteros. El conjunto de números primos es igualmente numerable. Si añadimos a un conjunto numerable un número cualquiera de elementos, resulta un conjunto también numerable. Hasta ahora nos hemos propuesto el conjunto, y hemos investigado sus fronteras. Hagamos lo inverso: démonos las fronteras y construyamos el conjunto. ––|––––––––––|–––––|–––––|–––––|–––––|––––––––––|–– A 4 3 2 3’ 4’ B Sean A y B las fronteras (fig.). En seguida vemos que nos es dado construir entre A y B una infinidad de puntos. Pero guardémonos de construirlos al azar; conservémonos siempre dentro de la precisión; es necesario tomar esos puntos según una ley definida. Escojamos punto 2 que divide a AB en dos partes iguales; luego 3, 3’ que la divide en tres partes iguales, luego los 4, 2, 4’, que la divide en cuatro, y así hasta el infinito. Habremos obtenido un conjunto que se acercará cuanto queramos a los límites A y B, y ése conjunto infinito lo conocen todos; si B representa el elemento 1 es el conjunto de los números fraccionarios. Se demuestra fácilmente, y no lo hago por no fatigar que el conjunto fraccionario es numerable. ¿Queremos derivar de él un conjunto cuya frontera no sea representable? Tracemos AM, elijamos un punto c tal que cB sea paralela a AM, y dibujemos cA, c2, etcétera. Resultará el nuevo conjunto A, 21, 31, 3’1. Una de sus fronteras será A. La otra, la que corresponde a B se habrá ido, como vulgarmente se dice, al infinito. Pero la concebimos con la misma precisión. Al marcar entre A y B los puntos del conjunto fraccionario, ¿habremos agotado todos los puntos del segmento? No. La razón concibe, además de los infinitos números fraccionarios, los infinitos números inconmensurables, es decir, los números que no se pueden formar sumando partes iguales de la unidad, por chicas que sean. ¿Qué es un número inconmensurable? ¿Cómo concebirlo de un modo definido? La escuela de Berlín ha fijado este concepto, y a Kronecker se debe su mejor enunciado, que expresaré en el lenguaje de esta lección: “Un número inconmensurable es la frontera de un conjunto de números fraccionarios”. A cada número inconmensurable corresponde, pues, un conjunto infinito de fraccionarios, construido con arreglo a una ley precisa. La frontera de ese conjunto es el número inconmensurable. Sin el concepto de frontera de un conjunto, sin el concepto de infinito, no sería posible concebir los números inconmensurables.
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El conjunto de inconmensurables no es numerable. No es posible hacerlo corresponder elemento a elemento con el conjunto de números enteros. Es más infinito o según el idioma matemático, es un conjunto de mayor potencia. En cambio se ha descubierto que es posible hacer corresponder uno a uno los puntos de una línea con los puntos de un plano, de un volumen, de un espacio de n dimensiones. La potencia común de todos esos conjuntos se llama potencia de lo continuo. Peano ha sido el primero que ha construido una curva que pasa por todos los puntos del área de un cuadrado. La razón humana ha ido más allá, y ha concebido conjuntos infinitos de mayor potencia que el conjunto de los puntos del espacio mismo; me es imposible tratar de ellos en una lección elemental. Fijémonos en este hecho capital: Existen dos clases de conjuntos; en la una las fronteras son elementos que pertenecen al conjunto, que se construyen según la misma ley que los elementos del conjunto; en la otra las fronteras son elementos extraños al conjunto; no se construyen según la ley. Existen por el hecho de existir el conjunto dado, y se definen sencillamente por eso. Así se han definido los números inconmensurables por ser fronteras de ciertos conjuntos de números fraccionarios. Pondré un caso cualquiera. Sea la fracción decimal periódica 0.9999… He aquí un conjunto infinito de fracciones decimales. Una de las fronteras del conjunto es 0.9. La otra es la unidad, a la que nos podremos acercar cuanto queramos sin tocarla nunca. Pero la unidad es decimal, vale diez decimos. Las fronteras pertenecen al conjunto. Sea la fracción periódica 0.3333… He aquí otro conjunto infinito de fracciones decimales. Una de las fronteras es tres décimas. La otra es 1/3, al que nos podemos acercar cuanto queramos, sin tocarlo nunca. Pero 1/3 no es una fracción decimal. La frontera no pertenece al conjunto. Tocamos la prodigiosa fecundidad del concepto de conjuntos, de fronteras, de infinitos. Todas las veces que les sea dado construir un conjunto cuya frontera no pertenezca a él, habremos construido una concepción nueva, habremos creado una forma más de nuestra razón, una forma viva y susceptible de engendrar otras; ¿qué es indispensable para esto? Que el conjunto sea infinito, porque las fronteras de un conjunto finito pertenecen a él y no nos dicen nada nuevo. Estos conjuntos, de fronteras por decirlo así exteriores a ellos, han dado lugar a uno de los conceptos más abstractos de las matemáticas, el transfinito, que corresponde a una frontera situada entre el conjunto y la frontera extraña, y es elemento de la misma clase que los elementos del conjunto. Así la serie de los números enteros tendrá dos límites, uno externo, el infinito, y otro interno el transfinito, que será un entero mayor que todos los números enteros. El transfinito es siempre imposible de representar. Nació en un teorema del gran Paul Dubois Reymond, y no fue desarrollado hasta mucho después por el ilustre Cantor, profesor de la Universidad de Munich. Desgraciadamente no cabe en esta rápida lección recorrer tan hermosas teorías, y concluyo procurando mostrar el poder del concepto del infinito como instrumento de investigación. Un teorema único domina el análisis infinitesimal. Es éste: “Si dos conjuntos se corresponden elemento a elemento, también se corresponden sus fronteras”. Con él por única palanca se cimenta el cálculo diferencial que trata de las relaciones entre los infinitamente pequeños y el cálculo integral que trata de sus sumas. 40
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¿Qué son los infinitamente pequeños? Conjuntos que tienen por frontera el cero. El cero no pertenece al conjunto. Por chico que sea un número, jamás se parecerá a la nada. La frontera es, pues, aquí, externa, y debemos esperar de estos conjuntos resultados nuevos… En el método creado por Newton y Leibnitz se estudian relaciones definidas, entre elementos de conjuntos infinitamente pequeños, y esas relaciones se aplican después a las fronteras correspondientes, fronteras externas, seres intelectuales nuevos que quedan unidos por nuevos lazos, y que jamás habrían salido de la nada sin el concepto del infinito. Concebimos las figuras continuas, es decir, creciendo por grados infinitamente pequeños, conjuntos de frontera cero. También hemos vaciado la representación de la Naturaleza en el molde de la continuidad, y para nuestra razón el movimiento, la fuerza, la masa, son entidades continuas. Pero la continuidad supone forzosamente el concepto del infinito. He aquí por qué el mismo instrumento de cálculo que revolucionó la geometría fundó la mecánica, la astronomía y la física. He aquí, como el concepto del infinito es hoy uno de los más preciosos y fecundos de la ciencia, uno de los más vivos y de los más susceptibles de desdoblamientos y prolongaciones. Cuando publicó Cantor sus ruidosos teoremas sobre el transfinito, surgió otra vez la vieja antinomia de Kant, y se entabló en la Revue Philosophique de Ribot una polémica acerca de la legitimidad de los conceptos irrepresentables. Se vio por fin a los matemáticos enseñar los dientes a los filósofos. Poincaré, Borel, los primeros analistas de Francia, defendieron el transfinito y el transfinito quedó triunfante. En aquella memorable ocasión, a la pregunta de si el Universo es infinito, transfinito o finito, se contestó por el maestro francés: “jamás lo sabremos y quizá no tenga sentido esta pregunta. En todo caso concebiremos el universo como nos sea más cómodo para hacer progresar la ciencia”. El universo es muy grande. Para medir las distancias estelares necesitamos el compás de la luz, que anda 300.000 kilómetros por segundo. Esa grandeza no tiene nada de común con lo infinitamente grande. El Universo es muy chico. En una gota viven millones de micro-organismos provistos de órganos y de nervios; las radiaciones físicas exigen moléculas y movimientos expresables en billonésimos de milímetros. Esa pequeñez no tiene nada de común con lo infinitamente pequeño. Aunque descubramos una nebulosa tan enormemente lejana que la luz tarde en llegarnos de ella un número de siglos representados por la unidad seguida de cien ceros, el Universo no será infinito ni transfinito. Para ello sería preciso que detrás de esa distancia existiera forzosamente otra mayor, pero esa necesidad es una relación y las relaciones no están más que en nuestra mente. Por mucho tiempo que pasemos sin obtener una distancia mayor que la más grande de las que hayamos obtenido, no tendremos derecho a afirmar que el Universo es finito. Para ello sería, preciso que detrás de esa distancia no pudiera haber otra mayor, pero esa imposibilidad es una relación, y las relaciones no están más que en nuestra mente. Lo mismo pasa con la divisibilidad de la materia, de la energía, con lo infinito o infinitamente pequeño. Esas palabras expresan realidades, sí, pero realidades de la razón y sólo de la razón. Los que hayan asistido a la lección que di sobre el concepto del espacio, unirán aquellas conclusiones con éstas, y advertirán en todas una tendencia misma: la de devolver a la razón lo 41
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que es exclusivamente suyo, la de colocarla, no debajo del Universo, sino enfrente… Mañana estará encima. Oímos constantemente que el progreso moderno se debe a la experiencia y a la experimentación. Al pie de la letra es esto una falsedad y una injusticia. El conjunto de los hechos observados, sin la razón que los ordena, que los hace suyos para conquistar lo desconocido, sin la razón que los cuaja en leyes que la guían en la sombra hacia otros hechos y otras verdades, sería una masa caótica, estéril, como la nada. No son los hechos los que engendran la ley: somos nosotros los que, ante esos hechos, buscamos y encontramos en el arsenal admirable de nuestra inteligencia la ley que mejor se adapta a ellos y la aprisiona en una sola y armoniosa hipótesis. No es la realidad física la que gobierna nuestra razón, sino nuestra razón la que organiza la realidad física y la gobierna. No hemos nacido para esclavos, sino para dueños. Hacía miles de años que la razón suspiraba y callaba bajo el dogma, bajo la revelación absurda, bajo una casta política que no dejaba pensar. Hoy está a salvo pero no se convence todavía de ello. Se apodera tímidamente de las energías naturales, y se cree, a pesar de todas sus victorias, supeditada a la realidad física, como lo ha estado a las viejas leyendas. No. Es necesario que se sienta libre y soberana. Hemos visto que es libre de concebir el espacio de un modo o de otro. Hemos visto que es libre de concebir el Universo de un modo o de otro; que introdujo libremente en la realidad el concepto de infinito, y que libremente introducirá tal vez el concepto de transfinito o de infinito de potencias superiores. Todo lo puede esperar de ella la razón misma. Somos débiles, sí. Sufrimos. Nuestra vida es un confuso aleteo que se desvanece. Pasamos como pasa un grano de polvo por un rayo de sol. Pero recibimos y guardamos durante ese rápido instante, para transmitirlo a la eternidad futura, un divino germen: la razón. Ella marcha, ¿qué importa lo demás?
EL PROGRESO Creo indispensable empezar declarando que con estas conferencias, o, mejor dicho, causseries leídas, no hago ni pretendo hacer política. No basta estar alejado de ella: hay que parecerlo; ¡y qué difícil es parecerlo en los países latinos! Cuando las intrigas públicas encaminan las negociaciones amorosas y deciden la elección de las corbatas, bueno será expulsarlas expresamente de la plana y de la lengua. He venido aquí a ejercitar el albedrío de la razón. Cierto que las ideas son subversivas sólo por ser ideas, pero, ¿qué importa? La política no cede más que a los hechos. La verdad, inofensiva cuando nace, necesita, como los ríos, vagar mucho por el mundo antes de ser capaz de fecundarlo, embellecerlo o arrasarlo. Este puñado de pensamientos que les ofrezco no dislocará el orden existente; acójanlos de buen talante, defiéndalos la inocencia de su poca edad. Quisiera hablarles de la conciencia moderna, de los gestos generales del espíritu contemporáneo; quisiera bosquejar una psicología del siglo. No me juzguen presuntuoso; no teman nada parecido a un tratado de sociología. En primer lugar, no sé verdaderamente ni si el siglo tiene una psicología, ni si hay un espíritu contemporáneo; son modos de expresión valederos por su comodidad. Se me figura, sí, que la humanidad es más una, más organizada que en otro tiempo; que hay en ella más ecos y más reflejos; que es más transparente y más ágil, que la vida corre más de prisa por su ardiente y agitada superficie; de ahí no paso. 42
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Conocen, sin duda, el procedimiento de superponer millares de fotografías para obtener un tipo medio de raza o de nacionalidad; pues bien, supongan superpuestas las imágenes de los cerebros que han vivido en los últimos ciento cincuenta años; imaginen la mentalidad total más o menos condensada en puntos distintos, a la manera de las sombras que modelan los rostros; añadamos a ese claroscuro el colorido de las pasiones que han llenado centuria y media; se nos presentaría un cuadro sintético muy diferente del análogo en la época de las cruzadas, de Julio César o de Sesostris. El método en cuestión, a ser hacedero, nos marcaría las fronteras y las cumbres de la inteligencia social; nos revelaría la intensidad y los matices de la sensibilidad de la especie; nos dejaría sospechar aquí los tonos purpúreos y sombríos del ocaso, allí la virgen claridad de la aurora. Mi objeto es muy semejante; subrayar los rasgos moribundos o nacientes del alma de hoy. Dios me es testigo de que no les amenazo con ser completo; ser completo es ser inútil; existimos para completarnos los unos a los otros. No examinaré más que los aspectos que me han interesado especialmente y que me han sugerido reflexiones originales. Deploraría que su benevolencia llegara al extremo de aceptar en seguida mis fórmulas. No deseo llevar la convicción, sino despertar la duda. Me complace que su intelecto siga funcionando después del mío, aunque sea contra el mío. Mi proyecto es provocar en el interior de sus conceptos y de su moral un pequeño temblor de tierra; conseguir desnivelar un cimiento, agrietar un muro. Me encantará que no salgan de esta sala satisfechos y tranquilos, sino inquietos y quizá algo irritados. Siempre es más bello desplegar las velas que anclar en las aguas dormidas. Siempre es más fructuoso sembrar en los corazones la angustia que la paz. “Mis únicos discípulos auténticos, decía Renán, son los que se han atrevido a contradecirme”…; palabras admirables. El hombre, animal curioso que está en camino de renovar el Universo y que ha inventado la inmortalidad practicando el suicidio, no ha variado sensiblemente de armazón en el curso de la historia. Las florecidas y marchitas civilizaciones, ráfagas que han exaltado o consumido a los pueblos, estaciones irregulares del clima humano, ritmos oscuros de la gran armonía secreta, aparecen y desaparecen devorando sus ruinas sin descanso. Son la expresión ondulante de la humanidad, las vestiduras diversas bajo las cuales palpita una desnudez idéntica a sí propia. Contemplen nuestros cuerpos, ¿quién nos adjudicará mayor salud, mayor robustez, mayor hermosura que hace mil, dos mil, cuatro mil años? Cuenten nuestros huesos, nuestras uñas y nuestros dientes, midan nuestra talla y la longitud de nuestros saltos; aprecien la potencia de nuestros músculos y la resistencia de nuestros órganos. Los gladiadores del imperio y las lanzas torneales de la Edad Media harían ganar mucho dinero a un Barnum resucitado, pero tampoco harían mal papel en los juegos olímpicos nuestros deportistas de profesión, y en un asalto de lucha romana donde interviniera Paul Pons, no se apuntaría quizá las mejores apuestas Milón de Cretona. Mas no sólo permanecemos invariables en nuestras energías brutas, sino que nuestra figura mantiene un parentesco evidente con nuestros abuelos de la tradición. El suelo no es el lecho natural y definitivo de las naciones. No hay cielos bastante indulgentes, primaveras bastante suaves, cosechas bastante copiosas en abundancia y en delicia para retener a la multitud. No hay sierras escarpadas, abismos bastante profundos, mares bastante pérfidos para detenerla. No hay dique al terror que la enloquece, a la ambición y a la codicia que la transfigura, a la curiosidad que la irrita, al tedio que la envenena. Caravanas que transportan el oro y expediciones que transportan el saber, hordas de pillaje y tribus fugitivas, lo que acomete, huye, vaga, arrebata o busca, los nómadas de ayer y de mañana, el Ashaverus inmortal es el que abre con sus pies doloridos los senderos del universal tránsito y tiende la red que cubre las latitudes y amalgama las plebes. El odio confunde las sangres en los campos de batalla y el amor las torna a confundir sobre los tálamos. El globo es un crisol donde las generaciones hierven. Y sin embargo, no hemos visto surgir del globo un tipo nuevo. No hemos sacado del crisol otras sustancias que las que en él 43
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entraron. La química de las épocas es impotente. Las razas, como el aceite y el agua, se mezclan sin combinarse. La inmensa y pintada trama de las poblaciones sobre los continentes está tejida con unos pocos hilos irisados y tornasolados, con infinita variedad, y nos es preciso, para descubrir su intrínseca sencillez, acercarnos a la enorme tela y mirar el cable recién cortado, teñido aún de su color primero. Así se yergue de pronto ante nosotros en la calle o en la senda campesina, un modelo de Fidias, un germano que acaba Tácito de retratar, un asiático de nariz aplastada y pómulos salientes, un árabe cuyos anchos párpados no se entornan ya bajo los pliegues del turbante. Inesperadamente, se manifiesta lo persistente de nuestra estructura. Somos, por lo común, en el caos étnico de nuestra era, formas fragmentarias, turbias e inestables, pero en nosotros está depositada la originaria medida y, por eso, a veces resplandece aislada y pura. Cantan en nosotros rumores confusos, hechos siempre de las mismas siete notas; por instantes, una de ellas se desprende de su prisión pasajera y alza en el espacio su grito inconfundible. “Todo hombre, piensa Montaigne, lleva la forma entera de la humana condición”. Hay más todavía. Corre una leyenda vulgar. Mucho antes de que los caducos narradores guardaran las remotas reminiscencias que engarzadas en fábulas heroicas y pueriles nos alcanzaron apenas; cuando eran océanos las llanuras, islas los lagos, las montañas precipicios y geografía nuestra geología; cuando el planeta sufría intemperies y ardores esculpidos para nosotros en su rugosa piel, y animales de especies desvanecidas erraban por paisajes fantásticos donde hasta el firmamento era otro y tenían por cementerio, vaciados y fotografiados en las rocas, las entrañas futuras de la tierra, colocamos como antepasado nuestro un cuadrumano primo de los antropoides de África y de la Polinesia que brincaban a lo alto de extraños árboles y se transformaban después en el aborigen peludo habitador de cuevas. Es leyenda. Para un extenso público, Darwin habrá demostrado esa tontería, que descendemos del mono. Los sabios más probos no se libran del sucio contacto de la popularidad. Vulgarizadores de pacotilla y periodistas sin asunto han propagado un ridículo sólo favorable a los cristianos que descienden modestamente de Dios Padre Todopoderoso. Y siendo lo ridículo con visos de novedad brillante el alimento habitual de las inteligencias corrientes, se cree en estaturas primitivas colosales, en bíceps y masas inverosímiles. Los que imaginaron al final de la es cala de los mamíferos un ojo en medio de la frente, no conciben la edad de piedra sin miembros recios como la piedra, y se figuran las cavernas albergando a seres capaces de disputar a los osos su domicilio. No obstante, ningún dato de buena ley confirma que nuestros abuelos fueran titanes: todo lo contrario. Las contadísimas osamentas suyas que, a modo de pedazos de granito pulimentados por el paso perenne de las aguas, han resistido al abrumador torrente del tiempo, sin fondo y sin orillas, nos evocan tipos muy parecidos a los australianos actuales, de escaso desarrollo anatómico. Y lo raro es que esos salvajes absolutos, anteriores al recuerdo humano, no eran tan salvajes como los de ahora. Los muros de sus viviendas pétreas están aún cubiertos de pinturas y grabados naturalistas, representando bestias tales como el mamut y el ursus spa leus, que se han extinguido para siempre, sin lograr sobrevivir al ligero trazo que las describía. En vez del mono padre, nos encontramos con el hombre hermano, no sólo hermano en el cuerpo, sino en el espíritu; embriagado ya por las visiones de su fantasía y presa del afán irresistible de proyectarlas sobre el más allá tenebroso que le acechaba y nos acecha. No deduzcamos exageradamente: ¿qué sabemos de aquel pasado casi impenetrable? El polvo recogido rascando aquí y allí la corteza terrestre, es poca cosa para reconstruir cientos de siglos. La paleontología, ciencia informe y monstruosa como su objeto, presenta hechos de índole diversa y de alcance problemático. Establece, por ejemplo, al desenterrar el portentoso espectáculo de la evolución de algunos terrenos, que mientras el hemisferio boreal desplegaba soberbiamente la vida, el austral la retardaba y empobrecía, concluyendo que, por la virtud de causas ignoradas, una mitad del mundo es, sin comparación, más fecunda que la otra. Y establece 44
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también hechos no imponentes y vagos, sino maravillosamente precisos y perfectamente inútiles, v. g., que el estado magnético del globo se halla, por decirlo así, archivado en las arcillas de las vasijas prehistóricas, de suerte que nos es dable medir el ángulo que hubiera señalado hace miles de años la brújula, si alguien en aquel entonces la hubiera usado. El instrumento de investigación es, pues, rudimentario y caprichoso, pero si algún resultado arroja es, sin duda, el de la identidad física de nuestra especie, el de la actualidad continua de nuestro molde plástico. Nuestra carne es la misma, lo mismo serán nuestros instintos fundamentales, crueldad, astucia, lascivia, parada, que son el forro de la carne. El cuerpo es la estatua del alma, y si para el idioma misterioso y apenas deletreado de la fisiología hubiera diccionarios, dibujaríamos la arquitectura íntima de nuestras virtudes y de nuestros vicios. Las líneas de la estatua no se alteraron en el breve plazo de la historia; no se alteraron tampoco las líneas de la conciencia. La escultura antigua conserva su prestigio de documento vivo. Y pedimos lecciones a los moralistas inmemoriales del Oriente. No hemos perdido la adaptabilidad de nuestra diestra y dócil musculatura, ni la compleja vitalidad de nuestra mente susceptible de moverse en direcciones simultáneas. Tampoco hemos perdido un adarme de nuestra ferocidad combativa y sexual, de nuestra vengativa paciencia, de nuestro egoísmo indispensable. Yo no afirmaré jamás que el cerebro de Pasteur sea superior al de Arquímedes, el de Tolstoi al de San Pedro, ni el de Spencer al de Santo Tomás. Yo no propondré jerarquía alguna entre Maquiavelo y Chamberlain, Zola y Homero, Praxíteles y Rodin, Whistler y Leonardo de Vinci. Pero no admitiré que Bonaparte sea menos sanguinario que Atila… El sublime capitán de bandidos, cuando delante de la hoguera de Moscú, doblemente trágica en medio de la helada estepa, comprendió que no sólo de carneros se componía la Europa, y que su desprecio de gigante no bastaba a la desesperación de sus víctimas, olvidó un momento la farsa terrible de su cariño al soldado y la comedia de su patriotismo. Citaré textualmente una carta de José de Maistre, escrita en Rusia a Blacas el 13 de noviembre de 1912: “Los franceses, en los últimos tiempos, han comido carne humana. Se le ha encontrado en la mochila de varios prisioneros. El general Korff ha visto a tres que asaban a otro. Lo ha atestiguado en una carta que está aquí, y el emperador lo confirma”. Carta del 24 de diciembre: “Imaginen, querido conde, un desierto de mil verstas cubierto de nieve sin ningún rastro de habitación humana; he ahí la escena. Allí la humanidad y la caridad misma son impotentes. Los franceses han cesado hasta de ser salvables, pues si se les calienta se mueren, y si se les da de comer se mueren también. Un médico francés, hecho él mismo prisionero, ha dicho que lo mejor que se podría hacer con ellos sería fusilarlos. Alimentados desde largo tiempo execrablemente, exhalan tal olor que no puede uno acercarse a ellos a diez pasos, y que dos o tres de estos desgraciados son suficientes para hacer una casa inhabitable”. De la misma carta: “Bonaparte, en el paso de la Beresina, apenas hubo puesto el pie en la orilla derecha, mandó quemar el puente. Se le hizo notar todo lo que dejaba al otro lado, unos veinte mil hombres y todos los bagajes. Respondió: “¿Qué me importan esos sapos? Que se arreglen como quieran". Y después de Napoleón vino Bismarck. Con qué alegría indecente prendieron fuego a París los cañones del vándalo Bismarck; frente a la noble mansión del pensamiento y del arte, bañada en la gloria de diez siglos como en una claridad augusta, era el jefe del Norte que divisa estremecido de concupiscencia y de cólera bajo el cuero tosco de sus arreos, los tibios jardines de Italia, donde la voluptuosa blancura de los mármoles y la luz dorada de los frutos sonríen entre los sombríos laureles. El fiero testuz del invasor, demasiado espeso para entender, embiste para aplastar; sus dedos de ogro, demasiado groseros para la caricia, se desahogan en el estrangulamiento. Cuenta Plutarco, que cuando la Atenas del Ponto, Amiso, fue incendiada por las tropas de Lúculo, el general se precipitó a los mercenarios ebrios de saqueo ordenándoles, implorándoles que cesaran sus profanas violencias, que respetaran aquella obra insigne de una cultura adorada por Roma. Lúculo era un civilizado, mientras que Bismarck era un bárbaro, bárbaro de genio, como le llamó Gaetano Negri, pero bárbaro ante todo. Inquisidor sin dogma, a raíz de la capitulación de Metz negó el cloroformo a los heridos franceses, imponiendo las torturas del bisturí y de la sierra a aquellos infelices manchados ya con la derrota. ¿A qué continuar revistando 45
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conquistadores? ¿No es la guerra crueldad? La crueldad guerrera alegaría la prolongación del oficio, el lujo del valor, la abrasadora temperatura que acompaña al meteoro. Convence mejor la crueldad reposada de los poderes normales, la crueldad administrativa. Es más instructivo bajar a las minas de Siberia, cruzar el vasto Imperio del martirio burócrata para echar una ojeada a los cuarteles prusianos y a las fábricas latinas y descansar del viaje en el hospitalario castillo de Montjuich, donde los guardianes civiles de S. M. retuercen los testículos a los presos. Me dirijo a un auditorio compuesto en su mayor parte de personas cuyas familias emergen apenas de una noche de horror, y esto me dispensa de insistir en lo que se refiere a las Repúblicas americanas, las cuales, gracias a la circunstancia pintoresca de las Constituciones liberalísimas, resaltan en toda su limpieza la crueldad caudillesca de los departamentos. Son hijas legítimas de España, de la España neta de los pronunciamientos, de aquella España en que Narváez moribundo contestaba al cura confesor que le exhortaba a perdonar a sus enemigos: – No los tengo, padre. – ¿Cómo, hijo mío? – Sí; los he hecho fusilar a todos. Es más eficaz aún para palpar nuestra crueldad perdurable, confrontar la de los débiles con la de los poderosos, espiarla en el funcionamiento regular de las costumbres, olfatearla bajo la hipocresía rapaz de las relaciones sociales. Observaremos la descomposición general de los hogares, donde los esclavos del despotismo económico alivian la exasperación de sus nervios con la injuria a las mujeres y a los niños; notaremos que la máscara a medias de la cortesía deja filtrar miradas siniestras y que el encanto de los salones reside principalmente en el progreso de la difamación y en la habilidad de la calumnia; comprobaremos que el chantaje sostiene a los dos tercios del periodismo; tocaremos constantemente este hecho universal: la honda sensación de bienestar que nos produce la desgracia ajena. El síntoma fulminante de la crueldad colectiva es que las únicas fiestas capaces de juntar a los mendigos y a los millonarios, a los lacayos y a los príncipes, a los imbéciles y a los intelectuales, son las fiestas de peligro, de sangre y de muerte: corridas de toros, riñas de gallos, de boxeadores, de fieras; gimnasias asesinas, en que una distracción, un titubear imperceptible son la catástrofe. El que no ha presenciado en un hall de París o de Londres el Círculo de la Muerte, ese desplome delirante de un cuerpecito de muchacha lanzado al despeñadero artificial; el que no se ha fijado en el sudor lúbrico de los rostros, en el rayo implacable de las pupilas hambrientas, en la tensión estallante de dos mil seres modernos, pertenecientes a todas las clases, a todos los países, a todas las carreras, magnetizados por la inminencia del desastre, no sospecha la reserva de crueldad estancada en nuestro organismo, ni el infierno silencioso de nuestras pasiones comprimidas. Al circo de la campaña ruso-japonesa asistió la humanidad que lee los diarios, seducida por la matanza; cada día el telégrafo distribuía por la redondez de la tierra una ración fresca de barbarie, devorada en seguida, mísera pitanza para tantas garras y fauces ociosas. Pero las conquistas coloniales son síntesis perfecta de la crueldad común. Enfrente de razas indefensas, el colono de sable, lejos de la metrópoli y de los hábitos ciudadanos, escapa a los lazos tenaces y múltiples que desmenuzaban su crueldad disimulándola, y se entrega a excesos increíbles. Así, a fines de la Edad Media, los católicos “hicieron reaparecer la esclavitud con el tráfico de negros y el trabajo en las minas de América; de tres millones y pico de desdichados, cincuenta mil fueron arrojados al agua, mientras que el resto era condenado a una miseria y sufrimientos crueles en las minas o a gemir bajo el látigo en los cañaverales y arrozales” (Blavatcky). Según Bancroft, en nombre de la Santísima Trinidad firmó el gobierno español más de diez tratados autorizando la venta de quinientos mil seres humanos. Ahora ocurre poco más o menos lo mismo. Si la gente de Pizarro o de Cortés corría a los indios con perros de presa, los yanquis, de cuyas empresas contra los filipinos tendremos pronto noticia 46
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detallada, se ensayaron en los pieles rojas, aprendiendo de ellos a desollar cadáveres, y los oficiales franceses matan el aburrimiento en Madagascar cazando panteras, para lo cual ponen de cebo, atada en un tronco, una niña indígena. El refinado del siglo XIX, ante las tribus salvajes que ha ido a redimir, se ha mostrado lo que es verdaderamente: un salvaje, un hombre. “Los pueblos que llamamos bárbaros, dice Anatole France en su libro reciente, no nos conocen todavía más que por nuestros crímenes”. ¿Crímenes? No. La crueldad es necesaria, y lo necesario no puede ser malo. No seguiré con la rapsodia paralela de la crueldad sexual y de la astucia: el balance sería equivalente. Veríamos que hemos ennoblecido la prostitución y que hemos consagrado la mentira denominándola diplomacia, la cual, por boca de Talleyrand, murmura que “el lenguaje es dado al hombre para disfrazar su pensamiento”. Dos mil años después de contratar para la deshonra de Cicerón a aquella desenfrenada Clodia “que había adquirido en los bordes del Tíber una quinta donde los jóvenes iban a bañarse desnudos y que en su casa vendía y compraba la lujuria, haciéndose pagar de una parte de sus amantes lo que le costaba la otra”, conseguimos aniquilar al ilustre Parnell envolviéndolo en un proceso por adulterio que es un prodigio de saña. Iguales complots domésticos, iguales complots políticos. Los procedimientos cambian, el carácter perdura. Jamás los escándalos se han preparado con tal maña; jamás se han tendido los individuos y los pueblos trampas tan viles. Los Estados Unidos están en este momento robando a Cuba; cierto que es burda su estrategia y que los pretextos que aducen hacen reír, mas la cuestión de Oriente, esmaltada de trecho en trecho por las carnicerías de Armenia y Creta, acumula desde medio siglo atrás la más extraordinaria lista de discretas infamias que hayan nunca cometido embajadores cristianos. Y el Vaticano, ¿acaso no fue siempre una insuperable cátedra de jesuitismo? Lammenais no esperó la novela del defensor de Dreyfus para escribir a su amiga la condesa de Senft: “Roma es un desierto moral… ruinas bajo las cuales se arrastran, como inmundos reptiles en la sombra y en el silencio, las más viles pasiones humanas”. Lammenais se indigna tanto porque no reflexiona que en todo tiempo ha pasado lo propio, y no solamente en la sagrada Roma. El progreso no existe. Habrá existido prehistóricamente, existirá tal vez, pero no existe. Si el hombre tuviera una intuición más clara de su destino; si su alma hubiera abordado el alma de la Naturaleza y su dolor al dolor hermano; si el enigma de la muerte y la furia de la vida hubieran levantado en las brumas de su espíritu imágenes más serenas y más altas; si la incertidumbre hubiera purificado su conducta; si hubiera incorporado su vientre sobre el barro y su razón sobre su vientre; si fuera siquiera más feliz, hubiera progresado. Es axiomático que el arte no progresa; para su divino fruto no hay sino un otoño, y su simiente invisible no puede acapararse. Es que el arte está más próximo a nuestra realidad interior. La inteligencia no es nada; una herramienta inmóvil. El problema del mundo es un problema moral. Por eso, a pesar de nuestro dominio creciente sobre la materia y de las dimensiones monstruosas de nuestra civilización, la silueta de Jesús está siempre en la cumbre inaccesible; Jesús era una energía estrictamente moral. Nadie ha penetrado en las regiones donde él penetró; después de él nada nuevo ha sucedido a la humanidad. El contraste entre la esterilidad de nuestra conciencia y la suntuosidad de nuestras riquezas exteriores ha engendrado nuestra filosofía pesimista y nuestra literatura humana. Somos como el potentado a quien persigue una dispepsia o un remordimiento, del que sus millones no le logran desembarazar. No es sorprendente que Laclos, un segundo Chamfort por sus ironías, achaque a flojedad orgánica la aparente moderación de nuestra cultura, y estampe “que todos los hombres son igualmente perversos en sus planes; la parte de debilidad que ponen en ejecución, la llaman honradez”. Pierre Loti dice que el progreso se reduce a “la propagación del alcohol, de la desesperación y de los explosivos”. Consideren que Loti y otros desengañados no son apóstoles; no partieron con el designio de fundar secta, sino de extraer lo bello; no son de esos ascetas iluminados que conminan su siglo, sino escritores observadores y prácticos, familiarizados con la acción. Loti es un oficial de marina que ha paseado por los rincones del planeta sus ojos escrutadores y fríos, su sensibilidad aguda y cultivadísima. Su temperamento de poeta instruido le ha facilitado una 47
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impresión integral penosa, preñada de fealdades y contradicciones. No se le ha ocultado que nuestra opulencia mecánica y nuestro cesarismo capitalista están yuxtapuestos a una miseria ética y estética indiscutible. Y con él, aunque no acertemos a expresarnos tan vivamente, sentimos todos los que hacemos algo más que digerir. Sentimos que nuestro florecimiento metálico y nuestras victorias ciclópeas son un fenómeno externo: que nuestro progreso no es humano. Comprendemos que los pueblos se desarrollan sucesivamente sin enterarse de que son las condiciones del medio social y del medio geográfico las que determinan el porvenir; de que la flexibilidad estupenda del sistema nervioso y la galería sin fin de las fórmulas intelectuales se adaptan con igual soltura a cada obstáculo que se presenta. Nuestra mente es un luminar que camina: según nos rodea el vacío desolado o las mil gemas de la gruta, así caminan también en torno de nosotros tinieblas opacas o resplandores mágicos. El río de la humanidad en que ruedan siempre las mismas lágrimas de sufrimiento o de esperanza, refrena o acelera su corriente, según roza la arena o el peñasco; muda el tenebroso cuadro que refleja según se aclara u oscurece el cielo. Nuestra especie parece haberse fijado; es una especie en el sentido anterior a Lamarck, sentido desacreditado después y que, por reacción contra las exageraciones de Haeckel, recobró mucho de su boga. Otras especies, ya posteriores, ya desmesuradamente más viejas, se han petrificado en su efigie obstinada; mas si la abeja edifica perpetuamente sus panales, de igual modo el hombre tampoco cambia de efigie. ¿Y quién sabe si la decadencia de las naciones y de los individuos proviene de que se arriesgaron a alejarse excesivamente de sí mismos y se perdieron y se volvieron incapaces de moldear el mundo? Entonces Proteo abdica. Las probabilidades concluyen y las salidas se cierran. La marea del mar insondable le ahoga. Para sus voces de socorro no hay oídos. Quizá le salvarían los genios, pero son incomunicables, como las estrellas. La quimera del progreso se derrumba. El ciclo aislado que cada civilización cumple se acaba, y otra comienza o ha comenzado ya. Y nosotros, ¿qué ciclo iniciamos? ¿Qué elemento extraño, venido del caos, avanza hacia nosotros, destinado a ser nuestro siervo o nuestro verdugo? La máquina. ---------Si comparamos la humanidad presente con la antigua, un hecho que se destaca al primer aspecto es el aumento de población, sobre todo en los países que exigen mayor actividad, en los países fríos. Notamos luego que los hombres, considerablemente más numerosos, se mueven mucho más deprisa. La gente que se mueve más deprisa es la de la City, en el corazón de Londres, de la ciudad corazón del globo. En esta víscera cuyas pulsaciones ponen en marcha la mayor parte de la circulación económica universal, la gente corre, se empuja, se atropella, se agita frenéticamente en todas direcciones, es, en fin, la encarnación del movimiento. Nada detiene la palpitación de la City en las horas de trabajo sino una cosa: la niebla, esa lúgubre niebla negra como la tinta, imperforable a la electricidad y al sol, la niebla que a las doce del día tapa la infinita ciudad con un sudario absoluto. Todo se paraliza, es el síncope enorme. La naturaleza, jamás vencida, ha atacado otra vez, pero la niebla pasa y el hombre queda. Apartando el análisis del hombre mismo para aplicarlo a las energías mecánicas que ha hecho suyas y empezando por los animales que le sirven, vemos que los abandonan poco a poco, no por ser demasiado débiles, sino por ser demasiado lentos. El transporte y la tracción a sangre están condenados a desaparecer; y es curioso que nos hayamos ocupado de los caballos sólo para crear una raza, la inglesa, de caballos de carrera, cuya especialidad es la rapidez vertiginosa. Aquí me gustaría abrir un paréntesis a propósito del perro. También él vuela sobre los hielos arrastrando el trineo eslavo, mas no es su trabajo el que examino sino su significación moral y metafísica. Nadie ha hablado del perro tan profundamente como Maeterlinck. Escuchen: “El hombre ama al perro, pero lo amaría más si considerara, en el conjunto inflexible de las leyes de la Naturaleza, la excepción única de este amor que consigue atravesar, para acercarse a nosotros, los tabiques en todo otro lugar impenetrables que separan las especies. Estamos solos, absolutamente solos sobre este planeta de azar, y entre todas las formas de la vida que nos rodean no hay una, fuera del perro, que haya hecho alianza con nosotros. Algunos seres nos temen, la mayor parte nos ignoran y ninguno nos ama. Tenemos, en el mundo de las plantas, esclavas mudas e inmóviles, pero nos sirven a pesar suyo. Soportan simplemente nuestras leyes y nuestro yugo. Son prisioneras impotentes, 48
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víctimas incapaces de huir, pero silenciosamente rebeldes, y en cuanto las perdemos de vista se apresuran a hacernos traición y vuelven a su libertad salvaje y malhechora de otro tiempo. Si tuvieran alas las rosas y el trigo, huirían a nuestro paso como huyen los pájaros. Entre los animales contamos algunos servidores que no se han sometido sino por indiferencia, por cobardía o por estupidez: el caballo, incierto y poltrón, que no obedece más que al dolor y que no toma cariño a nada; el burro pasivo y tristón que no se queda junto a nosotros sino porque no sabe qué hacer ni dónde ir, pero que guarda, sin embargo, bajo el garrote o bajo la albarda, su idea detrás de las orejas; la vaca y el buey, felices con tal de comer y dóciles porque desde hace algunos siglos no tienen un pensamiento suyo; el carnero aturdido que no tiene otro dueño que el espanto; la gallina fiel a su corral porque en él se encuentra más maíz y más afrecho que en el bosque próximo. No hablo del gato, para quien no somos más que una presa demasiado grande e incomible, del feroz gato cuyo oblicuo desdén no nos tolera sino como parásitos incómodos en nuestro propio domicilio. Él al menos nos maldice en su corazón misterioso, pero todos los demás viven al lado de nosotros como vivirían al lado de una peña o de un árbol. No nos aman, no nos conocen, nos notan apenas. Ignoran nuestra vida, nuestra muerte, nuestra partida, nuestro retorno, nuestra tristeza, nuestra alegría, nuestra sonrisa. No oyen siquiera el sonido de nuestra voz desde que no los amenaza más, y cuando nos miran es con la turbación desconfiada del caballo, por cuyo ojo pasa todavía el enloquecimiento del ciervo o de la gacela que nos ven por vez primera; o con el yerto estupor de los rumiantes que no nos consideran sino como un accidente momentáneo e inútil a su paso… “Y en esta indiferencia y en esta incomprensión total en que permanece todo lo que nos rodea, en este mundo incomunicable donde todo tiene su objeto herméticamente encerrado en sí mismo, donde todo destino está circunscrito en sí, donde no hay entre los seres otras relaciones que las de verdugos a víctimas, de comedores a comidos, donde nada puede salir de su esfera estancada, donde la muerte sola establece crueles lazos de causa a efecto entre las vidas vecinas, donde la más ligera simpatía no ha dado jamás un salto consciente de una especie a otra, sólo, entre todo lo que respira sobre esta tierra, un animal ha logrado romper el círculo fatídico, evadirse de sí para saltar hasta nosotros, franquear definitivamente la enorme zona de tinieblas, de hielo y de silencio que aísla cada categoría de existencias en el plan incomprensible de la Naturaleza. Este animal, nuestro buen perro familiar, por sencillo y poco asombroso que nos parezca hoy lo que ha hecho, al acercarse tan sensiblemente a un mundo en el cual no había nacido y para el cual no estaba destinado, ha cumplido, sin embargo, uno de los actos más insólitos y más inverosímiles que podamos encontrar en la historia general de la vida”… Hay que decir aún más: no es sólo la vida lo que tocamos en la mirada del perro, no es sólo con una especie con la que comunicamos, sino con todas las especies, las plantas, la tierra, los astros. No es la inteligencia de nuestro amigo, muy inferior a la de la hormiga, lo que le ha designado para su anunciación extraordinaria; es otra cosa. Está en sus ojos la probabilidad de que la Naturaleza no nos es adversa; en ese fulgor fugitivo luce una esperanza. Para el que se ha inclinado una vez sobre esas pupilas húmedas, no es un sueño vano la unidad del Universo. Cierro el paréntesis y continúo estudiando las energías que el hombre ha conquistado. Hasta ahora comprobamos que el incremento del total disponible y de la velocidad obtenida caracterizan nuestra época. A estos dos rasgos se añade otro: la economía, que ha originado la regularidad y la delicadeza de los mecanismos. Esa ley de aprovechamiento, correlativa del teorema físico de la mínima acción, es el alma de la máquina. Si hemos salido del artefacto elemental, palanca, rueda, polea, tornillo; si estamos renunciando al empleo rudimentario de nuestros músculos y los de los animales, del empujar incierto de los vientos y de las aguas, no es por un superávit de potencia, sino por un déficit que había que escamotear con disposiciones ingeniosas, obligados como estábamos a hacer frente a contrarios cada vez más temibles. El frío y la aridez de los países sajones son padres de sus ingenieros. Los esclavos orientales introdujeron en Roma innovaciones incesantes, la naturaleza mecánica y el secreto del éxito de los jesuitas en todas las latitudes consiste en que son buenos arquitectos y buenos industriales, 49
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en que la disciplina brutal de la compañía los ha convertido en herramientas insustituibles. La más fútil y graciosa de las ornamentaciones modernas es hija de alguna necesidad insoportable. Cuando contemplen un detalle de construcción inesperado, un motivo decorativo oportuno, una acertada ocurrencia de metal o de arcilla, piensen: alguien ha sufrido. El más leve y alado destello de vida procede de la muerte que apremia. Así el vasto batallar del hombre consigo mismo y con la casualidad rebelde le ha hecho ahorrar sus recursos, y afilarlos como un arma para abrirse paso. Hay demasiada piedra en las Pirámides; la columna, el arco y la ojiva han ido espiritualizando la roca, y el hierro del siglo XIX ha sabido reunir, en el menor peso posible, la mayor cantidad posible de inteligencia. La torre de Babel, levantada para desafiar a Dios, haría sonreír a los contemporáneos de la torre Eiffel. Y lo que ocurre con la masa ha ocurrido igualmente con la fuerza. Las máquinas antiguas nos sorprenden por el derroche de trabajo malgastado. Son torpes y ruidosas. El adelanto, más aún que en aumentar la energía, reside en distribuirla mejor. Los físicos se aplican a reducir los choques, las vibraciones, los rozamientos que absorben sin provecho alguno la potencia disponible. Por eso los formidables mecanismos modernos, avaros de su poder, son tan brillantes, tan rápidos y tan silenciosos. El dinero, esa energía social que un lazo lógico ata a las energías naturales, ha evolucionado análogamente: crecimiento, velocidad, precisión. El activo del mayor imperio antiguo no pasaba de unos doscientos millones de francos, menos que Suiza o que Bélgica. Francia, por ejemplo, tiene su presupuesto de 4.000 millones y la fortuna privada de los franceses asciende a 220 o 225 mil millones. Advierto que el valor del oro no ha variado mucho, por haber crecido proporcionalmente a las producciones de todo género. En el fausto exorbitante del siglo IV, había capitalistas de 3 o 4 mil millones como ahora. Pero la diferencia está en que esas moles se movían poco, mientras que las actuales circulan velozmente. Los tesoros dormían en los palacios; a la muerte de Julio César se hallaron en su casa 100 millones de sestercios. Dormían sobre todo en los templos. Nuestros templos son los Bancos; en ellos se aglomeran tesoros incalculables, que en lugar de ser testimonios rígidos de un ideal religioso son agentes inquietos de un ideal materialista, y fluyen sin reposo. El oro era grasa, hoy es sangre, y su riego alcanza hasta los confines del globo. El dinero marcha también hacia la máquina. A medida que el dilema de Hamlet nos estrujaba contra el surco extranjero, nos acorralaba en los pozos de las nuevas minas o nos aventaba a playas remotas, la aventura nos hacía costear precipicios siniestros en cuyo borde no crece la hierba, testigos de convulsiones posibles a cualquier instante. Vimos cráteres en ruinas, cenizas errantes del fuego jamás apagado, que acá y allá, sobre las viñas y los olivos clásicos, entre las nieves inaccesibles de las cimas o a través de las aguas del mar, asoma de repente su cabellera fulgurante. Y atendimos a la palpitación secular de la corteza terrestre: orillas que se van sumergiendo, ciudades muertas bajo las olas, montes que llevan en su antiquísimo lomo el osario curioso de los animales marinos, continentes dislocados poco a poco, islas que surgen y lagos que se ensanchan, toda la respiración enorme del monstruo dormido. Y todo era movimiento. Nuestros pies incansables y la quilla heroica de nuestros barcos abrazaron la tierra y la suspendieron; el planeta se desplomó en el piélago sin arriba ni abajo, en el abismo total. Su estela solemne fue la elipse que esperaba, prisionera en los libros desde hace dos mil años, el advenimiento a la dinámica: fue la línea inmóvil que se convirtió en trayectoria, y que dejó de representar la forma para representar el movimiento. Y aprendimos que el sol nos arrastra con él a lo largo de una órbita de centro ignorado, y que las estrellas no son clavos de cabeza dinámica, hundidos por la mano de Dios en la bóveda celeste, sino colosales antorchas lanzadas vertiginosamente a través del negro espacio. Y las nebulosas, en los archipiélagos del océano sideral, giraron en espirales de soles sin número. Lo infinitamente grande era movimiento. Ese movimiento se insufló en la estatua vacía de la razón, conmoviendo los moldes de nuestra inteligencia, y nos fue dado marcar y prever con exactitud maravillosa los episodios del firmamento. Al mecanismo de los astros respondió el mecanismo de las matemáticas. Se estremecieron los símbolos. Las curvas fueron rastro de proyectiles; nació el concepto de fuerza; y los algebristas se pusieron a construir instrumentos. Galileo ensayaba el telescopio y echaba los fundamentos de la estática, 50
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Huyghens perfeccionaba los relojes y Newton, el relojero de los mundos, sembraba la física futura en la fluxión con el cálculo de las variaciones infinitesimales omnipresentes. Nuestros sentidos conmutados en el de la vista, que es el analítico por excelencia, caminaron por los tubos y las redes de los aparatos y llegaron al extremo opuesto de la creación. Y no hallaron más que movimientos combinados. El microscopio reveló la agitación incesante de todas las granulaciones abandonadas a sí mismas en el seno de los líquidos. La química nos compelió a adivinar las moléculas, astros al revés que se deslizan, pasan y se precipitan perdurablemente, que en los gases bombardean a velocidades locas las paredes que los encierran. Los cuerpos sólidos fueron destituidos de su solidez. Las sustancias que nos parecen más inertes, el vidrio y los metales, ocultan en sus macizas entrañas una vida sorda y tenaz, según la cual durante meses y años, viajan los átomos a distancias increíbles, cambiando la estructura de la masa. Y en el corazón mismo de la materia, en el átomo al principio idéntico e indestructible, sospechamos una transformación continua, una organización compleja y mudable, una vibrante gama de eléctricas pulsaciones, bellas quizás como las conflagraciones solares más soberbias. Lo infinitamente pequeño era también movimiento. Y el movimiento reaparecía en nuestro esqueleto desmontable, en la sangre que latía en las arterias y en la voluntad y el pensamiento que acudían por las fibras nerviosas con velocidades que supimos medir. En el terreno biológico renegamos la noción de especie inamovible para adquirir la de especie cambiante, elásticamente dócil a incontables causas de mudanza. Huxley, Wallace, Darwin, anglos como Newton, se atrevieron a diseñar las órbitas de los seres en la inmensidad del tiempo. El Universo, las plantas, los animales y los hombres, fueron otras máquinas. Una máquina es una unidad. La elevada preocupación de la unidad cosmológica había presidido a las concepciones religiosas del Oriente y había inspirado la más ingenua entre aquellas escuelas de la Grecia ilustre, comentada después por los gnósticos y por los teólogos cristianos. La unidad mecánica de todo exigió a nuestra mente arranques desesperados. Había que pasar de lo cualitativo a lo cuantitativo; no era con palabras con lo que había que guerrear, sino con hechos: había que traducir esa unidad en cifras. Las balanzas y los termómetros tenían que delatarla, las agujas tenían que señalarla con sus índices agudos, los lentes y los prismas tenían que retratarla con trazos y colores. Y así fue. A lo largo del calvario lento fuimos identificando el calor y las reacciones químicas con el movimiento molecular, la luz con el movimiento del éter, el calor con el trabajo cinético, el magnetismo con la electricidad, la electricidad y el magnetismo con la luz, y con las afinidades químicas, el calor y el movimiento. El rojo se diferenció del azul por un guarismo, y por otro se diferenciaron el rayo de la tempestad y el melancólico rayo de luna. Los elementos simples en que se habían descompuesto los cuerpos todos estaban apresados por la ley de acero de Mendeleeff. Leverrier, alzando la cabeza de sus fórmulas, decía a los astrónomos: miren hacia aquel rincón del cielo sombrío, encontraran un mundo cuyo peso tengo aquí escrito de antemano. También Mendeleeff decía a los centinelas del laboratorio: busquen hacia ese lado de la materia, encontraran una nueva sustancia. Pero no bastaba; no bastaba que el espectroscopio, tamizando en un tejido de apretadas rayas la ola luminosa, mensajera del infinito, nos anunciara que los astros que nos contemplan desde los confines de lo creado tienen hidrógeno, carbono y hierro como nosotros. No bastó la identidad de los elementos en su primer origen. Hace veinticinco años que Sir Norman Lockyer descubrió en el sol un elemento desconocido, el hélium. Mucho después Rayleigh estableció que por nuestra atmósfera vagaba un gas que en la proporción de uno por ciento había sido hasta entonces confundido en el hidrógeno. Resultó que no era sólo un gas inerte el que había escapado a la penetración de los químicos sino cinco, el último de los cuales era precisamente el hélium. Era lógico que así como cuerpos conocidos en la tierra se obtenían más tarde en el sol, se obtuvieran cuerpos extraños en el sol que más tarde se volvieron a obtener sobre la tierra. Más extraordinario es lo siguiente: en 1904 Ramsay y Soddy demuestran que el hélium se forma de una emanación gaseosa del rádium. Fenómeno único: “El sueño de los alquimistas, si no realizado, al menos justificado. Bajo nuestros ojos un elemento se convirtió en otro elemento”. La identidad de la materia se apoyó 51
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en una evidencia experimental. Y no obstante se había hecho ya algo mejor que identificar la materia: se la había suprimido. Lord Kelvin borró la materia de la realidad y se quedó con el éter. Los átomos no son sino nudos, remolinos de éter que conservan largo tiempo su actividad y su forma, puntos semi-simbólicos donde se condensan las cargas eléctricas. Nada resta del Cosmos más que la infinidad del éter, cruzada, sacudida, surcada, retemplada con la innumerable multitud de ondulaciones, emanaciones y radiaciones estudiadas y por estudiar. Síntesis fulmínea en que apareciendo el éter como un simple soporte dialéctico, el Universo se reduce a movimiento puro. ¡Qué sacrificios para alcanzar la cumbre! Nuestra sagrada inteligencia se destrozó en la lucha; se metamorfoseó sucesivamente en todos los mecanismos que creaba: alerta siempre, se somete hoy a un esfuerzo más para interpretar el desconcertante problema del rádium, enigma ubicuo que ha venido a arruinar el principio de la conservación de la energía; se crispa otra vez para comprender la aparición repentina de las especies en las capas geológicas y en los experimentos del insigne Vriles, inventor del concepto de mutación que quizá sustituya al de evolución. Nuestras ideas de espacio y de cantidad se retorcieron para marcar el relieve terrible de los fenómenos. Hubo que violar el postulado de Euclides, imponer a los sentidos deformados la cuarta dimensión, hincar entre lo infinito y lo finito la cuña de lo transfinito, manejar lo imaginario y desarrollar lo absurdo con método inflexible. Pascal, que lo ha dicho todo, profetiza que un día el principio de contradicción estará de sobra. Y ciertamente que por dar la unidad al mundo hemos en ocasiones atentado a la unidad de nuestro ser. El concepto de verdad mismo se ha desvanecido; la ciencia es un desfile sin fin de hipótesis, moldes cada vez más amplios, destinados a cuajar mayor número de hechos. Todas las hipótesis son verdaderas, todas son falsas, ondas que se ensanchan y mueren unas detrás de otras lejos de la esperanza y de la paz. La realidad es lo que las máquinas opinan. No hay sino el rodar desmesurado y eterno de la máquina, el rodar mortal en que la razón humana no sabe si es la honda o es la piedra. Y la humanidad se hace máquina ella misma. Es que las máquinas salieron del apetito, de la codicia y de la ambición. Es que ellas trajeron el pan y el lujo, la victoria y la venganza. Es que ellas nos emanciparon del miedo y nos narraron al oído el sueño sublime de encadenar a la Naturaleza. Es que ellas han hecho que los torrentes devastadores se paren a regar jardines y que los vientos indómitos empujen las carabelas inmortales; han despertado a golpes de pico el negro titán que dormía en las entrañas de la tierra; han aprisionado la centella salvaje, que en vez de asesinar lleva el pensamiento por un hilo, y en vez de cegarnos un instante ilumina confidencialmente las noches de estudio, de dolor o de ensueños; han barrido a los invasores y han agujereado las montañas; han hecho el perenne milagro de aniquilar el tiempo y la distancia, y de multiplicar el alimento y la vida. Nos han persuadido de que el Universo es nuestro cómplice, y de que jamás encontraremos en las retortas nada que nos disminuya. La energía de las máquinas nos parece una prolongación de nuestra voluntad, de nuestra dirección y de nuestro designio. Embarcados en ellas hemos avanzado en la sombra, hemos descendido al abismo, hemos arrancado al misterio cosas informes para esculpirlas después. Armados de ellas hemos agrandado la armonía alrededor de nuestra inteligencia, y por cada paso nuestro hacia adelante, ha retrocedido otro la casualidad. El fuego, la pólvora, el vapor y la electricidad cumplieron lo que prometían, lo que jamás hicieron las divinidades y los reyes. Por eso los hombres se consagran a la máquina; por eso cada hombre será una rueda y su deber consistirá en un engranaje. Por eso el mecanismo regular del oro va sustituyendo al mecanismo espasmódico de la guerra, y la sociedad entera va organizándose como una imponente empresa industrial. La máquina fue quien mató a los monarcas y a los dioses: el movimiento mata a lo inmóvil y lo que trabaja mata a lo imposible. Una tras otra cayeron y caerán nuestras rigideces inestéticas, chicas o grandes, religiosas y públicas. Los bloques de una pieza sobre los cuales construimos nuestros efímeros reductos morales fueron aislados, socavados y cubiertos por la inundación dinámica. Oigan la inmutabilidad de Dios cantada por Fenelón: “Ustedes son, y se ha dicho todo… Yo no soy, Dios mío, lo que es; ¡ay! yo soy casi lo que no es; me veo como un medio 52
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incomprensible entre la nada y el ser; yo soy lo que ha sido, yo soy lo que será, yo soy lo que ya no es lo que ha sido, yo soy lo que todavía no es lo que será; y entre estos dos, qué soy, un yo no sé qué, que no puedo coger, que se escapa de mis manos, que ya no es desde que quiero cogerle o percibirle; un yo no sé qué, que acaba en el instante que comienza, de suerte que no puedo ni por un solo momento hallarme fijo a mí mismo, presente a mí mismo, para decir simplemente: yo soy; así mi duración no es otra cosa que un perpetuo desfallecimiento”. Hoy, el creyente de la máquina, diría: “Soy un perpetuo desfallecimiento, y tú eres lo inmutable; por lo mismo yo soy necesario y fecundo, tú eres inútil. Existes y se ha dicho todo; por lo mismo no existes”. Y los dioses parásitos desaparecieron. Las flechas de los campanarios están en soledad. Las oraciones no llegan hasta ellas. Los templos, a veces rebosando de cuerpos, están vacíos de almas. Se es católico por costumbre o por política. De una secta que dominó la civilización no queda más que un partido, un negocio. Se acabaron los santos y los herejes. Somos ya incapaces de construir una catedral que no sea ridícula, y de escribir un libro místico que no sea grotesco. El colosal cadáver está tibio aún, pero nadie se engaña. Si los dioses no lograron resistir a la máquina, ¿cómo resistirán los que imperan en nombre de los dioses, y representan la autoridad incomprensible y arbitraria de lo absoluto? Los gobiernos son todos malos, porque están encargados de mantener el orden, es decir, de estorbar el movimiento. Se conservan con una relativa estabilidad donde se han comprometido seriamente a no hacer nada. Mas no es esto suficiente. En medio de la circulación universal son obstáculos pasivos e irritantes, que el torrente humano se cansa de rodear todos los días. De cuando en cuando las máquinas de muerte que pusieron en manos esclavas, se vuelven contra ellos, y la misma dinamita que raja los montes para las locomotoras, hiende el cráneo estúpido de los que tardan en marcharse. No es el ejemplo de Rusia el que viene a mi memoria, sino el tipo medio del gobernante, el que se destierra de la verdad, rodeado del enjambre de zánganos cuyo único oficio posible es la política. Luis XVI acostumbró desde adolescente a consignar en un cuadernito los acontecimientos diarios. Nada tan sugestivo como la ausencia mental de este desgraciado, que nunca se enteró de lo que pasaba en su país. La ocupación favorita del Rey era la caza. Según las estadísticas que él mismo preparaba, Luis XVI mató en trece años 189.251 piezas y acostó 1.274 ciervos; el 28 de junio de 1784 mató 200 golondrinas. Anota en su diario los 43 baños que le recetan en 26 años, dos indigestiones, varios resfríos y ataques de hemorroides. Cuando no hay caza, audiencia ni indisposición, se contenta con escribir: “Nada”. Las convulsiones de Francia no llegan hasta él. En todas las fechas famosas de 1789 y de 1791 se encuentra en el cuadernito la sempiterna palabra: Nada. El ungido de Dios no sabía nada. La guillotina, que es también una máquina, despidió esta cabeza huera al cesto de las cosas inservibles. El hombre rechaza por fin las tutelas humanas y divinas. Nos quedamos solos porque fuimos más fuertes. Hemos aceptado la plena responsabilidad de nuestro futuro. Hemos rasgado el cielorraso mitológico que nos separa del firmamento vacío y al cabo miramos el Universo cara a cara. Hemos rehusado la ayuda de los dioses y de los vicarios de los dioses: mucho les debíamos pero les hemos despachado bien pagados. No queremos depender de la misericordia ajena, sino ser nosotros mismos los sembradores del porvenir. Señores: jamás ha sonado en la Historia hora tan trágica. Todas las luchas de ayer, luchas de conquista religiosa o de conquista guerrera, fueron luchas humanas; ahora la humanidad comienza la lucha con algo extrahumano: la Naturaleza. Se concluyen o están por concluirse los combates dentro de la isla; se acerca el gran combate con el mar tenebroso. Toda nuestra evolución pasada parece en vista del duelo definitivo. Y al primer contacto, amor u odio entre la Naturaleza y el hombre, se engendró la máquina, monstruo híbrido que enrosca en el seno del caos las raíces oscuras de su materia y de su energía cautivas, y en cuya forma resplandece la inteligencia humana. La mole cierra el horizonte y se agiganta cada día. No podemos comunicar 53
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con el más allá, batirlo y enamorarlo sino a través de la máquina; el más allá a través de la máquina nos acecha, nos seduce o nos amenaza. La máquina es la frontera común, el arma, el escudo y el signo recíprocos, la puerta por donde entra la vida o la muerte, el extremo inteligente de la realidad y el extremo real de nuestra alma. Muy necesaria debió ser la máquina a nuestro destino y al destino de la Naturaleza misma, para hacernos renunciar al progreso humano y resignarnos a la servidumbre cruel del trabajo automático. Muy necesaria era cuando nos arriesgamos temerariamente a maniatar los instintos fundamentales de nuestro ser y a represar en nuestros débiles depósitos las fuerzas misteriosas de lo desconocido. Sobre el abismo tendimos un puente. En la máquina chocarán, quizá mañana, dentro de mil siglos, nuestro verdadero espíritu y el verdadero espíritu de la Naturaleza. ¿Quién sabe? Vivir es creer. Nuestro heroísmo está hecho de nuestra ignorancia. Nos sentimos en marcha, en marcha eterna. El soplo de lo irreparable acaricia nuestras sienes sudorosas.
LA TIERRA Primera conferencia a los obreros paraguayos Les pido perdón por lo desordenado y rudo de estas frases, que siquiera tendrán el mérito de ser muy breves; fueron escritas al vuelo, cuando faltaban pocas horas para ser pronunciadas. Me había invitado hablar la Unión Obrera, y acepté enseguida, porque yo también soy un obrero, y no quiero ser otra cosa. ¡Obrero! No han pasado en vano los siglos, puesto que puedo pronunciar este nombre con orgullo. Antes un obrero que no era un esclavo o un lacayo era una excepción casi increíble y hasta cierto punto criminal. Hoy vemos ya claramente que es una iniquidad y un absurdo que la mayor parte de los obreros sigan siendo esclavos y lacayos. Obrero no quiere decir esclavo; quiere decir creador, todo lo han hecho, todo lo han creado los de nuestra raza, los que vivieron con la herramienta al puño, azadón, cincel o pluma; los siempre miserables, siempre fatigados del áspero camino, siempre abrumados por la indiferencia del cielo y la crueldad del prójimo, siempre empujados por la grandeza oculta de lo que hacían; los que empaparon el lodo de sudor y de sangre; los que, bajo el látigo, arañaron y mordieron y cavaron de las entrañas del suelo, no una oscura madriguera para esconder su desnudez, sino la magnífica vivienda futura de la humanidad. Tenemos por fin conciencia de que todo está inmóvil y muerto menos nosotros; de que solamente nosotros llevamos el mundo sobre nuestras espaldas. Y obrero no significa únicamente el que obra la materia muerta, el que batalla para recular las fronteras físicas de lo posible, y para perseguir, aprisionar y domar las ciegas energías de la naturaleza; significa, sobre todo, el que obra la materia viva; el que amasa la arcilla y también la carne y el espíritu; el que edifica con dura roca la ciudad del porvenir, y también con su propio cuerpo, con su propia razón; el que lanza al azar, a la noche fecunda, la simiente de la cosecha invisible, y la idea a las almas desconocidas, remotas, que nos miran en el silencio y en la sombra. Por eso lanzo hacia ustedes la vitalidad y la fe de mis palabras. Socialistas, anarquistas, neo-místicos, neo-cristianos, espiritistas, teósofos… ¿Qué quiere decir todo esto? ¿Qué quiere decir esta universal reacción hacia lo religioso, esta filosofía que se vuelve sentimental y profética, esta literatura preocupada del más allá, estos poetas, historiadores y críticos que se hacen reformadores sociales, estos propagandistas de unas bellezas que se habían declarado inútiles? ¿Qué quiere decir este renacimiento de la inquietud, del misterio, de la sagrada angustia salvadora de gérmenes? 54
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¡Que somos desgraciados! no por culpa de la naturaleza, más y más sometida cada día a nuestra voluntad y a nuestro genio, sino por culpa de nosotros mismos. Esta sed de cambios profundos es sed de perfección. Un vago remordimiento nos entristece. Nos sentimos inferiores a nuestros ideales. Arrastramos, encerrada en el fondo de nuestro ser, la radiante realidad de mañana, y embriagados de ella, nos humilla y nos mancha y nos exaspera la realidad de hoy. Somos desgraciados porque vamos a dejar de serlo. Sufrimos porque vamos a curarnos. Nuestro dolor es el de los nervios sanos y fuertes; es el dolor de la vida en marcha. Desgraciados, sí, todos desgraciados, por suerte nuestra. Desgraciados los que trabajan, y mucho más desgraciados los que no trabajan. Desgraciados los que sueñan la belleza intangible y mucho más desgraciados los que no sueñan. ¿Pobres y ricos? No: ¡todos pobres! La riqueza, la verdadera riqueza está haciéndose; los verdaderos tesoros están desenterrándose. Y nosotros, los inclinados sobre el surco, los que tenemos las manos llenas de tierra, somos los primeros que tocaremos el oro nuevo, el oro inagotable y justo. ¡Ah, lo haremos brillar al sol! Pero no para que nos lo arrebaten garras indignas. Eso no: eso habrá terminado. Todos tendremos nuestra parte de paz y de alegría; todos seremos en el paraíso. Y ese oro simbólico, esa linfa generosa que correrá para todos, que no se apartará de la desdicha para seguir a los falsos dichosos, ni huirá del hambre para halagar la hartura, ni abandonará la desesperación y la agonía para colmar el tedio y la ociosidad, ¿de dónde la sacaremos? ¿Por dónde fluye su corriente secreta? ¿Qué peña hay que herir? ¿A qué firmamento debemos clamar? ¿Llamaremos al corazón de nuestros hermanos? Algunos corazones son cofre de avariento, que guardan el oro contaminado. No se molesten en llamar a las puertas de la avaricia, altas y negras como las de la muerte. Jesús llamó, y las puertas temblaron, pero no se abrieron. Antes se abrirán hasta abajo las aguas del mar, y las arenas del desierto. ¿Y qué obtendríamos? ¿Qué es lo que nos hace falta? ¿Capital? Pero el capital no es el enemigo, y en esto desearía fijar su atención. El capital, es decir, el elemento del cambio y de tráfico, las instalaciones industriales, los depósitos y la maquinaria, no es más que trabajo acumulado; por lo mismo correrá la suerte del trabajo. Estén ciertos de que donde el salario es intolerablemente exiguo, el interés del capital lo será también; donde el salario se eleva, el interés se eleva. Abran los ojos, vayan a las cumbres de la civilización, y a las grandes ciudades europeas y norteamericanas. Verán que allí el capital no produce casi nada, y que el obrero apenas consigue lo estrictamente preciso para no sucumbir enseguida. En los países sin saquear aún, los intereses son buenos, y los salarios también. La existencia es fácil y por lo tanto digna. No se insulta a la condición humana con la degradación del obrero mendigo. Pero dejen que nos civilicemos, dejen que progresemos; ya vendrán, arriba el lujo feroz, abajo la miseria y el crimen. Ya se repetirán las escenas dantescas de Chicago y de Londres; los vagabundos delirantes se romperán el cráneo contra los muros de los palacios. Tendremos la vanidad de contar, como Nueva York, treinta suicidios en un día. Los intereses bajarán constantemente hasta el 3, hasta el 2 por ciento anual, y los siervos cuya labor es más terrible y más necesaria, serán precisamente los más torturados; perecerán de inanición, de podredumbre y de congoja en rincones inmundos, donde nadie llega a la vejez, y donde los niños nacen viejos, o nacen difuntos, donde el amor se hace grotesco y vil, donde la mujer, vaso de elección, sonrisa del destino, se convierte en un animal idiota que al engendrar la vida no engendra más que el sufrimiento. ¿Para qué intentar otra distribución del dinero? Cambiará de bolsillos, pero no de leyes, habremos removido la masa del dolor social sin disminuirla en un ápice.
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No, no es el capital el enemigo; no es el capital a donde hay que volver la vista, ni a la caridad de nuestros semejantes, ni a la ciencia, cortesana del oro y de las armas, insensible mecanismo a la disposición de todas las tiranías. No son el interés ni los salarios los que absorben la enorme cantidad de riqueza que los trabajadores vuelcan cada día sobre el mundo, riqueza suficiente para una humanidad diez veces más populosa y más refinada, sino la renta de la tierra. La renta es el vampiro formidable y único. El propietario es el que todo lo roba, reduciendo a la última extremidad al trabajo y a todo que representa trabajo. Es que la tierra es lo fundamental; sin la tierra no hay nada. El diseño de la tierra es el que impone la ley; él, y sólo él, es el déspota invencible. En el centro de París, donde les repito que el capital no vale gran cosa, y donde es tan hacedero morirse de no comer, encontraran que un metro cuadrado de terreno cuesta una fortuna. Lo mismo ocurre en todos los distritos de alta civilización. ¿Por qué los capitales prosperan en los estados poco civilizados de América; de Sud-África, Australia? ¿Por qué en ellos viven con más desahogo los trabajadores? Sencillamente porque las tierras son baratas, porque hay muchas tierras, porque aún quedan tierras. Se habla con asombro de la raza yankee. ¡Qué raza! Tierras y más tierras. ¡Bonita está la famosa raza donde el propietario empieza a sacar el jugo a la tierra y a los que trabajan la tierra! Hay que contemplar la célebre raza en los barrios sórdidos de Nueva York. No se diferencian, no, los espectros neoyorkinos de los londinenses, ni de los andaluces, ni de los sicilianos. Son siempre los espectros del hambre. ¿Y acaso los fundadores de la portentosa potencia actual de los Estados Unidos no fueron en gran parte los irlandeses, los mismos esclavos que a duras penas, después de quince horas de tarea infame, conseguían un puñado de patatas? ¿Esclavos? Los irlandeses del 40 hubieran pedido, hubieran suplicado serlo. Un esclavo valía una cierta suma, pero un irlandés, uno de los ocho millones de hambrientos sometidos a la rapacidad de los propietarios británicos, no valía nada. Atarle al yugo costaba menos que dar pienso a un caballo. Y vive Dios que si hubieran sido ocho millones de norteamericanos los tratados así, en lugar de ocho millones de irlandeses, el resultado hubiera sido igual. ¿A qué indignarse contra los apacibles capitalistas especie de cheques ambulantes? Indignémonos contra el propietario. Él es el usurpador. Él es el parásito. Él es el intruso. La tierra es para todos los hombres, y cada uno debe ser rico en la medida de su trabajo. Las riquezas naturales, el agua, el sol, la tierra pertenecen a todos. Apodérese de la tierra el que la fecunde; así nos apoderamos de la mujer. Goce de la tierra el hombre en proporción de su esfuerzo. Recoja la cosecha el que la sembró, y la regó con el sudor de su frente y la veló con sus cuidados. Y todo nuestro poder ¿qué es sino cosecha? Todo surge de la tierra y nosotros mismos somos tierra. Parecidamente al vapor que, desprendido de los mares, errante por la atmósfera, cuajado de los espacios sobre la frialdad de los altos montes, baja hecho nieve y fuente y ríos hasta sepultarse otra vez en el Océano para tornar a evaporarse, una maravillosa circulación de vida se cumple entre la tierra y nosotros por mediación de las plantas; nutridos de los jugos que ellas elaboran con las sustancias de la tierra devolvemos a la tierra nuestros cuerpos para que transformados de nuevo alimenten las generaciones futuras. Hijos de la tierra, sentimos que poseerla sin trabajarla, es decir, sin acariciarla y servirla; dejarla estéril, rodeada de un cerco, para especular con ella y enriquecerse así en la holganza, es un acto sacrílego y salvaje que desmoraliza más a los verdugos que a las víctimas. Tengan por seguro que cuanta crisis económica se declara en los pueblos, aumentando más todavía la opresión y el desaliento general, no reconoce otra causa que estas especulaciones esencialmente culpables. Emancipemos la tierra, con sus gemas y metales escondidos y selvas y bosques y jardines, sustentadora de cuanto alienta, fuente de inmortalidad. Es necesario que los que pensamos en algo que no es presente, pero que lo será, y esperamos en las realidades que se acercan y miramos hacia la aurora próxima y la cantamos cuando aún es de noche, defendamos la tierra. Defenderla es defender la felicidad de nuestros hijos. No toleremos que un zángano, a quien bastarán seis pies de sepultura, necesite leguas y leguas para extender cuando vivo su ociosidad, más dañosa que la de los muertos. Los que viven sin trabajar no son hermanos nuestros; antes lo son las abejas y las hormigas y el pájaro que teje su frágil nido. Los que viven sin trabajar no existen; no son hombres, son sombras. No toleremos que nos aprisionen las 56
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sombras. No toleremos que la tierra, en cuya faz venerable hemos esculpido nuestra estupenda historia, sea de quien no la merece. Luchemos por conseguir que cada hombre, al nacer, encuentre su parte de herencia natural, la parte de tierra a que tiene derecho. Luchemos por conseguir que la tierra sea de quien la trabaja, y que no haya otra riqueza que la del trabajo. Me dirán que esto es de sentido común. Pero no hay nada más revolucionario, más anarquista que el sentido común. El sentido común establecerá la paz sobre la tierra cuando nadie acepte asesinar ni ser asesinado por motivos que no entiende o que no le importan, y el sentido común llevará a cabo la revolución capital, la conquista de la tierra. Cuanta sangre y cuanto pensamiento se gasten en llegar a esta tierra prometida, que no nos aguarda del otro lado del horizonte, sino bajo nuestros pies, serán pensamiento y sangre bien gastados. Y estoy convencido de que esta conquista se hará en América, donde los obreros son y serán más fuertes y más libres. Aquí será devuelta la tierra a la humanidad. Aquí, al entrar en la era de luz y de orientación definitivas, nos reconciliaremos todos con la tierra, la santa tierra, la madre inmortal, doblemente madre, porque después de darnos la vida, nos ofrece el reposo.
LA HUELGA Segunda conferencia a los obreros paraguayos Quiero decirles algunas palabras sobre la huelga, sobre la naturaleza y el alcance de este instrumento de emancipación. He oído decir mil veces, como han oído ustedes, que tal huelga es justa y tal injusta. Yo nunca he entendido semejante frase: “huelga injusta”. Todas las huelgas son justas, porque todos los hombres y todas las colecciones de hombres tienen el derecho de declararse en huelga. Lo contrario de esto sería la esclavitud. Sería monstruoso que los que trabajan tuvieran la obligación de trabajar siempre. Sería monstruoso que la infernal labor de los pobres tuviera que ser perpetua, para hacer perpetua la huelga de los ricos. Yo sé que ha sido negado mucho tiempo este derecho de huelga colectiva, que supone el derecho de asociación. La Revolución francesa, que como un corcel impaciente despidió de su lomo los privilegios monárquicos y eclesiásticos que nos oprimían tan sólo con el peso de las cosas muertas, se quedó a mitad de camino. Sacudió el yugo aristocrático, y político, pero no el yugo económico, el más despiadado de todos los yugos. Volcó el peso de las coronas y de las mitras, pero no pudo volcar el peso del oro, metal pesado que baja al fondo de las conciencias, y una losa de oro nos aplasta todavía. La Constituyente prohibió a los obreros asociarse, y bajo ella la fiesta de hoy sería disuelta a tiros y a sablazos. Lentamente hemos conquistado, en los países que se llaman civilizados y no son en realidad sino menos bárbaros que los otros, los derechos de asociación y de huelga; no los perdamos, porque son preciosos; si no los tuviéramos, sería nuestro deber el tomarlos. No hay pues huelgas injustas. Solamente hay huelgas torpes. La huelga torpe es la que hace retroceder al obrero en vez de hacerle avanzar. La que se resuelve en derrota en vez de resolverse en victoria. La que hace que los siervos devuelvan a la horca el flaco cuello para poder seguir arrastrando su existencia miserable. Ninguna huelga debe declarase mientras no esté organizada en vista de una larga resistencia. A ustedes les ayudan la suavidad del clima y los recursos del suelo, pero no excusen una fuerte organización. Sería locura negar lo que han conseguido las huelgas bien organizadas. Cada progreso de la clase trabajadora tiene su origen en una huelga. Sin las huelgas formidables que pusieron en peligro a las grandes compañías, jamás, por ejemplo, hubieran arrancado al gobierno los 57
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mineros franceses las jornadas de ocho horas. La energía esencial de un gremio que declara la huelga reside en la solidaridad con los otros gremios que declaran también la huelga si no se hace pronta justicia a las reclamaciones del primero. Una confederación con reservas suficientes a sostener un paro general de una semana se lo lleva todo por delante. Es que no tienen más que retirarse un momento para que la sociedad se desplome. ¿Qué puede lograr el capital si no lo oxigena continuamente el trabajo? Todo el oro del universo no bastaría para comprar una migaja de pan el día en que ningún panadero quiera hacer pan, mientras que para hacer pan no hace falta oro, porque aquí está la sagrada tierra que no se cansara nunca de ofrecer el oro de sus trigos maduros a la actividad de nuestros brazos. Y este es el premio de tantos miles de años de servidumbre bañada en lágrimas y en sangre; ustedes, y solo ustedes son los árbitros del destino. ¡Su presencia, oh manos humildes que todo lo ejecutan, es la condición indispensable de la vida! Extraordinario es que se discuta aún la legitimidad de la huelga. La huelga es un procedimiento omnipotente pero pacífico; su carácter es provisorio. La huelga concluye cuando el capitalista -y entiendo también aquí por capitalista al propietario de tierras- cede a la equidad y alivia la suerte de los asalariados. Aunque la riqueza no cambie de distribución y de forma, empresa venidera, es preciso que el capitalista se persuada de que el operario no en su esclavo, sino un socio, y un socio más respetable que él. Es preciso que renuncie a la cómoda teoría del salario mínimo, y a figurarse que con matar malamente el hambre y la sed puede un ser humano darse por satisfecho. Hoy los hombres aspiran a que se les trate un poco mejor que a los perros. ¡Y esto es una subversión, un delito! ¡Ah!, no son los principios de orden lo que los poderosos defienden, sino sus apetitos y sus pasiones. No defienden las ideas, sino el vientre. El obrero tiene derecho a fiscalizar el negocio en que trabaja, y a exigir su parte en las ganancias del capitalista. “Pero yo me puedo arruinar, dice el capitalista, y tú no. Mi parte ha de ser mayor. – ¡Qué ventaja la mía, contestará el obrero, obrero manual o inventor, qué ventaja la de no poderme arruinar! No me puedo arruinar porque ya estoy arruinado. Me has arruinado tú. Cuanto posees es mío. Yo he levantado tus edificios, he fabricado tus máquinas, he arado tus tierras, y rascado tu oro con mis uñas a las entrañas de la roca”. ¿Será censurable en los trabajadores el emplear la simple abstinencia, la huelga, para mejorar su triste situación, cuando los diplomáticos y los banqueros emplean para dirimir sus cuestiones la práctica del asesinato? Porque la guerra es la práctica del asesinato. Se pretende con ella labrar la prosperidad de una patria, a expensas de la de otra. ¿Pero en que patria de ambos hemisferios no habrá una innumerable multitud de infelices, desheredados y explotados? Estos explotados forman por toda la superficie del planeta una inmensa patria dolorosa. Lo que urge es la prosperidad de esta gran patria, y no la de las patrias chicas. Sus verdaderos compatriotas y hermanos no son sus patronos ni sus jefes, sino los obreros de Londres, San Petersburgo y Nueva York. La huelga es la peor amenaza para el capital. La huelga desvaloriza inmediatamente el capital, y revela la vaciedad de la farsa que lo creó. El capital que no es sino trabajo acumulado para utilizar en mejores condiciones el trabajo subsiguiente, se aniquila en cuanto el trabajo cesa. El capital sin el trabajo se convierte en un despojo, en una ruina, en una sombra. Se ha pretendido que un paro universal destruiría a las masas obreras antes que el núcleo capitalista. Se ha dicho que los ricos resistirían más tiempo que los pobres a los efectos de la huelga mundial. ¡Error! Las riquezas de los ricos no les servirán para resistir. Cuando no haya quien saque a la tierra el sustento cotidiano, los ricos no tendrán que comer, por ricos que sean. El mundo vive al día. La humanidad cuece su pan todas las noches. De nada servirán, cuando se declare el paro, los depósitos existentes. ¿Quién preparará esos escasos víveres para la alimentación, quien los transportará a donde hagan falta? ¿Los soldados? ¿Creen que les será posible protegerlos y a la vez reanudar el trabajo? ¿Creen que los que no saben sino matar sabrán criar y producir? ¿Pero creen siquiera que no dejarán sus fusiles en cuanto ustedes dejen sus herramientas? ¡No! La desolación será instantánea, y la especie humana reducida a sí misma, desnuda y despojada de todas las armas y las insignias de su falsa civilización, será devuelta de repente a la augusta naturaleza de donde ha salido. 58
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¡Juicio final de donde surgirá la sociedad futura! Al fin todos los hombres serán iguales, todos conocerán el dolor, el abandono, el supremo cansancio, la inclemencia del cielo y la inclemencia más dura aún de los corazones. Como en un naufragio en que de pronto, ante el abismo abierto, se muestran las virtudes y los vicios fundamentales de cada uno, el paro manifestará el valor real de lo que cada uno es y de lo que cada uno tiene. Se restablecerá la justicia, porque lo justo es que nos repartamos todos el sufrimiento y la debilidad de nuestra especie frente a lo desconocido. Se remediará la estúpida injusticia de haber hecho caer todos los sufrimientos sobre una sola clase de hombres. Y en la nueva vida los ricos verán de qué poco les ha valido su riqueza. Los niños de los ricos tendrán por fin hambre, ¡hambre!, como la han tenido desde tiempo inmemorial los niños de los pobres, y ¿qué les darán de comer? Billetes, joyas, el mármol de sus estatuas y el trapo de sus tapices. Morderán el oro, y descubrirán llorando que del oro no se vive, que el oro asesina. Los ricos se extraviarán en sus latifundios. Las selvas y los campos ocultarán las osamentas de sus propios dueños y a los pobres los redimirá su número infinito, y el hábito de sostenerse con poco y de soportar todos los males. Ellos, los que penaron siempre bajo el riesgo de sucumbir y bajo la tenaza de la desesperación, resistirán más que los ricos. Pero no se prolongará mucho la experiencia. El capital anulado pasará al proletario: los ex capitalistas no vacilarán en suplicar a los obreros que resuciten la riqueza, restablezcan el trabajo y pongan otra vez en marcha al mundo. Habremos dominado toda una región del porvenir. He aquí el papel probable de la huelga en los destinos humanos. Su acción es todavía de corto radio. Usan de la huelga en pequeños conflictos, en problemas locales, pero no olviden que su trascendental misión es llegar al paro terrestre. Todo lo que se haya mantenido en pié hasta entonces se derrumbará. Y la sociedad se transformará de una manera definitiva. ¡Cuántos méritos necesitan para cumplir tan arduo programa! ¡Cuánto valor, viviendo como vivís bajo la opresión de la fuerza de esa fuerza encargada de velar por las arcas de los avarientos! ¡Cuánta fraternidad, cuanto tesón, para unirse robustamente y caminar juntos hacía la aurora! No se vence a los fuertes sin ser fuerte, y sin serlo de otro modo. Tienen que ser fuertes a fuerza de ser buenos y justos. No vencerán del hierro por el hierro, porque ese triunfo sería efímero: hay que vencer por la razón. Su fuerza está en la invisible ola de opinión que hace enmudecer a los reyes y paraliza los ejércitos. Deberán la victoria a la fatalidad de las cosas y no al azar de las armas. Ante ustedes se disolverán las viejas leyes y se desvanecerán como fantasmas los despotismos, cuando en la conciencia universal esté que ellos son la mentira, y la verdad ustedes. Luchen, pero que no les impulse la codicia. Todos nos damos cuenta que una sociedad en que por cada miembro con la existencia asegurada hay miles y miles condenados a la enfermedad, a la degeneración, a la angustia y a la muerte prematura, y donde son precisamente estos centenares de millones de siervos macilentos los que trabajan y producen, todos comprendemos que esta sociedad está absurdamente constituida, y que si no se regenera de abajo arriba, la alcanzará sin remedio la bancarrota y el desastre. Pero la raíz de todo no es otra que la crueldad y la codicia. La codicia y la crueldad han hecho que en todos los siglos una exigua minoría invente y usurpe el poder, sacrificando a la mayoría indefensa, y que la historia sea una repugnante serie de crímenes. La codicia y la crueldad hacen que cada adelanto de la industria, lejos de favorecer a las clases desvalidas, aumente su tormento. Si son también codiciosos y crueles, no traerán nada nuevo al mundo. Si quieren hacer desaparecer el oro, no imiten a los ricos; no ambicionen ser rico. No amen el oro. Amar el oro es odiar a los hombres, y no es el odio lo que ha de inspirarles, no es el odio el fecundo, el que engendrará las generaciones nuevas, sino la compasión y la justicia. Me contestarás que es difícil ser paciente cuando aquí mismo, en un país casi virgen y de benignos rasgos como el Paraguay, se les hace a veces la vida insoportable. Fuera de la 59
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capital, donde ahora, no obstante, la crisis sume en la miseria a los trabajadores mientras los que no trabajan gastan tranquilamente sus economías, se le explota al obrero sin piedad. Los obrajes son dignos de negreros, y los yerbales son la vergüenza del Paraguay y una de las mayores vergüenzas de América. Sin duda cuando recuerdan que un millón de compañeros suyos, padres de familia, vagan sin trabajo en Inglaterra, y que de los Estados Unidos decenas de miles de inmigrantes, desalojados por las máquinas, regresan al báratro europeo; cuando recuerdan que sus niños nacen sentenciados y que su débil aliento está colgado del suyo, mientras que un paso más allá nacen niños con un capital a su nombre en el Banco, la ira les ciega. Ira justa, porque si es terrible que haya hombres ricos y hombres pobres, que haya niños ricos y niños pobres es infame. Pero sean héroes en la emancipación, ya que lo fueron en la esclavitud. Grande es amar a nuestros hijos, pero es más grande amar a los hijos de nuestros hijos, a los que no conocemos, a los del radiante mañana. Eleven hasta el firmamento nuestros ideales. No combatamos por codicia, ni por venganza, sino por la fe irresistible en una humanidad más útil y más bella. No desalienten; empleemos noblemente nuestras vidas pasajeras. Si es cierto que no veremos los más hermosos frutos de nuestra obra, ya florecen bajo nuestros ojos flores de promesa. Los más ilustres pensadores del globo, desde Tolstoi a France, están de su lado. A pesar de las bayonetas, han arrebatado ya muchas posiciones al enemigo; posiciones materiales en la contratación del trabajo, y posiciones morales. Se siente universal inquietud. Los menos perspicaces aguardan graves sucesos. Se teme, se espera. Algo salvador desciende por segunda vez a este valle de llanto. Y entre las próximas recompensas de su disciplinado esfuerzo, cuenten con la paz internacional. No son los cuatro burócratas miopes que sesionan en La Haya los que fundarán la paz, sino la huelga. Los soldados les seguirán y se declararán en huelga. Ustedes les libertaran del peso de sus armas y trocaran sus herramientas de matanza por las herramientas de unión y de trabajo.
EL PROBLEMA SEXUAL Tercera conferencia a los obreros paraguayos Quieren ser fuertes y justos: quieren abolir el odio y establecer la humanidad sobre la tierra. Para esta obra no basta la masa trabajadora que cubre hoy los continentes, sufriéndolo todo y realizándolo todo. No son sino una ola del amargo mar irresistible que lavará las cosas y las conciencias. ¿Cuánto vivirán? Un segundo. No basta el espacio: es necesario el tiempo. No basta llenar el mundo con su carne dolorosa y su pensamiento ávido. Es necesario llenar el siglo. Hay que renacer sin descanso. Tenemos contra la muerte el amor. Detrás de nosotros están nuestros hijos. Nuestros hijos: el sueño logrado, la promesa que se cumple, la esperanza de pie. ¿Qué generación se atreverá a llamarse fuerte y justa si no deja hijos fuertes y justos? ¿Existir? Sobre todo durar. El problema sexual es el problema de los hijos, el problema de la continuidad de nuestro esfuerzo. Miren en torno de ustedes, y no verán sino el designio formidable de la renovación universal. 60
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Es para asegurar el porvenir de los gérmenes que la raíz se hunde bajo las piedras y la hoja respira. Si los árboles ensanchan su ramaje es para multiplicar con el número de frutos las probabilidades de la reproducción. Si las flores agotan en sus cálices la purísima paleta del arco iris, es para seducir a los insectos y confiarles el mágico polen que engendrará las flores de mañana. Hay alas temblorosas, suspendidas un instante en un rayo de sol. Aparecen, se fecundan y se desvanecen. Dieron la existencia casi al recibirla, pues no es existir lo que importa, sino volver a existir. No es ser lo que importa, sino avanzar. Y morir es avanzar a través de la sombra. ¿Por qué tejen con tanto cariño sus nidos las aves parejas que se adoran a veces con fidelidad de esposos? Porque los pajarillos al romper asustados el huevo están desvestidos e inermes; exigen protección, y proteger es amar. Todo el amor, todos los amores, los que sentimos hacia los seres más extraños a nosotros, hacia los objetos inanimados, hacia lo inaccesible, lo ausente, lo difunto, lo olvidado; hasta los amores que sentimos hacia lo que no conocemos y hasta aquello mismo que nos odia, salieron del nido, de la debilidad sagrada de nuestros niños que es preciso salvar, pequeñas naves que cruzarán el tiempo, vencedoras de la muerte. Y noten que ese amor es tanto más indispensable cuánto mayores son los peligros que amenazan el nido. Si se disminuye su solidez material, forzoso es aumentar su solidez moral. El amor heroico brota del extremo riesgo. Hace miles y miles de años, cuando ya en la frente del hombre resplandecía el genio, sin habernos aún desprendido completamente de los misteriosos limbos animales, eran grandes enemigos nuestros el frío y las fieras. Nos refugiábamos, mitad bestias, mitad Prometeos, en cavernas alumbradas por los salvajes resplandores de la llama; la llama, lo único que habíamos arrancado a la naturaleza hasta entonces, la llama que hace retroceder a los glaciales fantasmas del caos, la llama, imagen de nuestro espíritu. Nuestro nido era de fuego y de luz. El hogar, más que una fortaleza, era una antorcha. En él, iluminados por la llama, defensora de nuestros niños, nos hicimos robustos y amorosos, y empezamos a conquistar el universo. No nos hemos contentado con sobrevivir a otras especies; hemos extendido nuestros dominios naturales de tal modo, que los proyectos más locamente grandiosos son posibles a nuestra imaginación. Hemos recorrido un trozo de infinito. ¿El fuego? No sólo le hemos aprisionado; le hemos domesticado y amaestrado; es nuestro dócil, poderoso, múltiple e inagotable sirviente. ¿Fieras? Nos divertimos en cazarlas. ¿Hielo? Lo fabricamos, nos lo comemos en verano y por deporte viajamos hacia el polo. ¿Torrentes? Los hacemos pararse a regar nuestros jardines. ¿Tempestad? Un vidrio la detiene. ¿Rayo? Le hemos reducido al silencio, le hemos encerrado en un hilo, le hemos obligado a velar dulcemente nuestras noches de estudio o de ensueño, y a llevar nuestras órdenes bajo la inmensidad de las aguas. Delante de lo tenebroso no hay ya en nosotros miedo, sino desafío. Al abismo ha contestado la mirada. ¡Ay! Toda esa seguridad, todo ese orgullo, toda esa victoria no es para todos, sino para unos cuantos. Una minoría traidora ha despojado al resto; los tesoros que la energía común arrebataba a lo desconocido cayeron en poder de los que nada tenían sino la codicia y lo cruel; el hierro y el oro y la ciencia fueron escamoteados por los que nada construyeron, nada descubrieron, nada adivinaron; el palacio magnífico de la civilización fue salteado por ellos, más y más inexpugnables mediante la ajena desdicha y expulsada de los altísimos muros con su sangre amasados, desnuda y abandonada a la eterna intemperie, quedó casi entera la humanidad. Para ella, es decir, para ustedes los que nada poseen y todo lo crean, no han pasado los siglos. Ustedes siervos del desierto ruso, harapientos acosados hasta dentro de Grecia por la ferocidad genízara, lúgubres habitantes de las cuevas bretonas, mineros enterrados vivos bajo todas las patrias, larvas de los subterráneos de Berlín, de Viena y de Londres, Jobs de los estercoleros de Chicago, campesinos moribundos de Italia y de España, esclavos de los gomales y de los yerbales de América, presidiarios de todas las industrias, huesos triturados por las máquinas, apestados del planeta-miseria, infierno sobre el cual se 61
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asientan los Estados, pálido pueblo de suicidas, sin más venganza que el crimen, ustedes están aún en la remota edad de las cavernas, peor todavía, porque en sus cavernas no hay siempre la llama: sus niños se hielan; la llama de su espíritu la apaga la desesperación. Y es que hay algo más terrible que conquistar la Naturaleza: conquistar el hombre. Hay algo más rebelde que la roca, más frío que los témpanos, más despiadado que las fieras y las tempestades, y más negro que todos los abismos: el corazón del avariento. Innumerables pues, innumerables y malditos, tienen que reconstituir lo humano, ya que están solos en medio de lo que no es humano. Tienen que triunfar por sus hijos. Tienen que contraer alianza con la mujer, alianza íntima y suprema, sin la cual de nada sirve la alianza de los hombres entre sí. Los hombres proyectan el futuro; las mujeres lo hacen. Ámenlas, y sus hijos encontrarán menos odio sobre la tierra. Si le hacen traición se hará traición a sus hijos. Si no tienen compasión de ellas, no habrá compasión para sus hijos. Si las abandonan, abandonan el mundo a la casualidad, y la casualidad no tiene entrañas. ¡Piedad para las mujeres pobres! ¿Qué es su miseria comparada con la suya? Para el capitalista la mujer es sencillamente una bestia más barata que el hombre, y el niño una bestia más barata que la mujer. Miles de obreras, en las principales ciudades, se sostienen con 65 o 70 céntimos de franco al día. Si el trabajo se encarece consiguen no perecer con 20 céntimos. ¿Saben a cómo se paga la costura de corsés en Alemania, en la gran Alemania? A céntimo y medio la hora. Muchas de estas infelices cosen acostadas, para no padecer tanto de la falta de alimento. Su suerte no es preferible a la de esas jóvenes que en las estrechas galerías de las minas arrastran, medio desnudas y a cuatro patas como perros, las vagonetas de carbón. ¿Pero son tantas las mujeres que trabajan?, preguntan. ¡Ah! Solamente en Francia, en la ilustre Francia, trabajan cerca de siete millones. No es lo espantoso que el hambre de la mujer sea peor que la del hombre; lo espantoso es que al hambre femenina se agrega una plaga especial, la prostitución. Era lógico que los más débiles entre los débiles fueran los más cobardemente torturados. Al macho que combate se le puede arrancar la salud, la razón, la existencia, no el sexo. A la mujer se la arranca todo, y además el sexo. Se le arranca el sexo mediante la ignominia. A tal grado de horror hemos llegado, a envenenar el amor en sus fuentes, a convertir la santa ánfora de la felicidad y de la vida, la mujer, es decir, la madre, en una cosa obscena, donde todos escupen riendo. La triste y ronca prostituta que pasa, es el espectro mismo de la humanidad. Prostituta, hermana nuestra, en tus ojos no hay ya lágrimas, en tus cabellos no hay brisa, ni juventud en tu boca, ni esperanza en tu corazón. Han destruido a puñaladas la fecundidad de tu vientre. Todo lo has perdido, hasta el recuerdo, hasta el dolor y el deseo de morir. Te crees tal vez un cadáver que anda. Pero nosotros, hermana, tendremos esperanza por ti y te devolveremos cuanto te quitaron y te resucitaremos. Oigan. Donde la mujer no es respetada ni querida no hay patria, libertad, vigor ni movimiento. ¿Por qué es esta raza una raza de melancólicos y de resignados? ¿Por qué aquí todos los despotismos, todas las explotaciones, todas las infamias de los de arriba se ejecutan con una especie de fatalidad tranquila, sin obstáculo ni protesta? Es que aquí se le reservan a la mujer las angustias más horrendas, las labores más rudas; porque no se ha hecho de la mujer la compañera ni la igual del hombre, sino la sirvienta; porque aquí hay madres, pero no hay padres. Y estos hombres a medias, mientras no completan su virilidad en el hogar, están sentenciados al desastre. No engañen pues a la mujer, no la empujen hacia la sima. Sus manos, que se robustecieron en la lucha, que se ennoblecieron en la humilde labor cotidiana, no están hechas para ayudar a caer sino para ayudar a levantarse. ¡Amen!, eso es todo. Amen, y serán divinamente compasivos. El que ama es verídico, fiel, inconmovible. ¿A qué más código? ¿A qué más sacramento? No hablo del amor libre porque el amor siempre fue libre, y si no es libre no es 62
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amor. No es la cuestión libertar el amor, sino tenerlo. Amen pues, y despreciaran las fórmulas y las ceremonias. Y los gratuitos juramentos ante el altar y ante el juez. El amor es más grande que todo eso. Amen, y basta. Amen y fundarán la familia invencible. Esperen el amor, no derrochen en estériles caprichos el capital genésico de que son depositarios. Esperen y la mujer vendrá, la elegida, la que les dará el más sano y copioso fruto, los mejores hijos, los triunfadores de mañana. Vendrá la mujer única, la suya. Y cuando la posean sentirán que lo que contra su pecho palpita es la estatua ardiente del destino. Sean fecundos. Dejen que los ricos, dejen que los poderosos, después de haber robado a la humanidad, pretendan robar a la naturaleza, limitando la prole a una cantidad convenida, y transformando el amor en un vicio solitario. Dejen que aparezca en ellos este signo de la decadencia irremediable. Es como si un instinto de enfermos advirtiera a los plutócratas de la inutilidad de su sexo. Es como si comprendieran que están condenados a la desaparición y que lo más sabio es no tomarse la molestia de nacer, y agotar entre pocos cuanto antes el resto de su miserable historia. Pero ustedes no son los despojos del pasado, sino la semilla de lo venidero. Sacudan al viento su polen generosamente. Sean el ejército que no acaba nunca ni en ninguna parte. Sean incontables como las estrellas del cielo. No vacilen ante las penas que aguardan a sus hijos. Si los engendraron con amor, no teman. No hagan caso de los que atribuyen la miseria al exceso de población. No es la población lo que empequeñece la tierra, sino el egoísmo. Amen y la tierra se ensanchará sin límites. A pesar del dolor y de la injusticia la vida es buena. Debajo del mal está el bien; y si no existe el bien lo haremos existir y salvaremos al mundo aunque no quiera.
AL MARGEN
GORKI Y TOLSTOI Casi a la vez que publicaba el conde León Tolstoi en la Revue Hebdomadaire un estudio sobre lo que pasa en Rusia, titulado Una Revolución sin ejemplo, aparecía en la revista de San Petersburgo Zuaniè la primera parte de la gran novela de Gorki., La madre, que tan rápida fama ha conquistado. El telégrafo nos dice que la policía está secuestrando el libro. Se recordará que el autor fue preso a principios de 1905, cuando no se había secado aún la sangre inocente del pueblo, derramada ante el palacio del zar en el más vil espasmo de terror con que un gobierno haya deshonrado la historia. Se le atribuyó a Gorki, según parece, la redacción del célebre manifiesto a la guarnición militar de la capital. Se dice que el ilustre escritor no fue bien tratado en la cárcel, donde se enfermó de tuberculosis. Viajó después, alejándose hasta los Estados Unidos. Volvió a Italia, en uno de cuyos deliciosos lugares debió de reponerse. Durante su peregrinación Gorki no piensa más que en los dolores de su país. Lanza de cada playa a que arriba un grito de cólera y de venganza. A mediados de julio último tradujo la Revue de Paris el más penetrante de todos: una relación de las matanzas de enero, páginas donde resplandece la sobriedad terrible de Maupassant y donde la desesperación sagrada del poeta se amordaza a sí misma, realizando un ambiente de espanto y de silencio que sobrecoge al lector. Ahora en su patria, Gorki, amparado por un simulacro de parlamentarismo, reanuda la lucha cuerpo a cuerpo con el mal. Su libro, a pesar de las persecuciones, retoñará en la sombra, y llegará a todas las manos y a todos los espíritus. El argumento de La madre es de índole social y de intención renovadora. Un joven obrero se consagra, en el modesto grupo industrial de que forma parte, a una tenaz propaganda 63
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socialista. Siluetas de los personajes característicos que rodean al jefe: intelectuales, operarios elocuentes, muchachas heroicas, gentes que han abandonado posición y tranquilidad a cambio de confesar su fe y torcer el destino; labor subterránea de mineros, audacia perpetua de los que han pesado la vida y la tienen apalabrada; duelo con el espionaje oficial, con la policía feroz, con las ideas antiguas y con el miedo mismo de los que las profesan; se adivina el vigor con que un Gorki plantará en pie la efigie viva de esta Rusia moderna y agitada. Pero lo curioso, lo esencial de la obra, es el papel de la madre, asombrada al principio y temerosa, convencida después, más tarde cómplice de su hijo y compañera suya de atrevimientos y fatigas. Mientras le tienen detenido, ella distribuye en la fábrica proclamas y hojas volantes. Durante el proceso seguido a los revoltosos, ella se encarga de recoger e imprimir el discurso del protagonista ante los jueces. Cae prisionera entonces, y aun tiene tiempo de hablar, de protestar, de clamar la angustia del siglo atormentado. Una melodía tierna y profusa se levanta de las hojas del libro: es el acento de la vieja generación seducida y arrastrada por la nueva; la voz de esos padres y de esas madres que acompañan a los hijos en la penosa y divina marcha hacia un futuro más noble. La actitud de Tolstoi, en Una Revolución sin ejemplo, es diferente. Para él no hay salvación fuera de la agricultura y el retorno de la humanidad a las costumbres campestres. Rusia puede todavía detenerse en el camino fatal que llevan los occidentales, entregados a “las transformaciones de régimen, que todas tienen por base la autoridad y la sustitución del trabajo agrícola por el trabajo industrial”. Saboreen estos párrafos de admirable energía: “Hay un procedimiento muy usado por los hombres para justificar sus errores. Considerando axioma irrefutable el error que profesan, confunden este error y todas sus consecuencias en una sola idea y un solo vocablo, y luego atribuyen a la una y al otro una significación vaga y mística. Tales son las ideas y palabras de Iglesia, Ciencia, Derecho, Estado, Civilización. “Así la Iglesia no es lo que es, o sea la reunión de ciertos hombres caídos en el mismo error, sino la unión de verdaderos creyentes. El Derecho no es el conjunto de leyes injustas elaboradas por ciertos hombres, sino la definición de condiciones equitativas en que los hombres pueden vivir. La Ciencia no es el resultado de azarosas especulaciones que ocupan a los ociosos, sino el único, el verdadero saber. Asimismo la Civilización no es el resultado de las violencias de las autoridades y de la nociva actividad de las naciones occidentales que quieren librarse de la opresión por la opresión, sino la sola vía cierta hacia la felicidad futura de los hombres”. Gorki es de acción; Tolstoi es contemplativo. El uno se aprovecha de lo que existe para edificar la ciudad del porvenir; el otro, en su soledad majestuosa, fulmina y destruye. Gorki es constructor; Tolstoi, crítico. Las manos plebeyas del primero, esas valientes manos que empuñaron el hierro laborioso y amasaron el pan de los ricos, son manos fuertes y ágiles que esculpen el pensamiento y salvan la carne y en las cuales todo es herramienta; la mano aristocrática del segundo desdeña, señala, se alza al cielo, pero no ejecuta. Tolstoi es el filósofo y el profeta; Gorki, el irresistible obrero. Ambos representan las dos direcciones fundamentales de la evolución rusa. En medio del trágico desorden actual, se yerguen como los dos polos -el de la guerra práctica y el de la revolución teórica- que fijarán las corrientes de la definitiva organización social. Estos dos grandes hombres, cuyas opiniones parecen contrarias, se completan realmente en su tarea ciclópea. El mismo altruismo palpita en los dos. Si Tolstoi reparte sus tierras, Gorki gasta en libros, ropa y toda clase de recursos para los pobres, las enormes rentas que le produce su pluma. En su humilde casa, como sobre un altar, tiene el autor de La madre el retrato venerado del autor de Ana Karenina.
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DE HISTORIA He leído, hace poco, sobre el historiador chileno Barros Arana, un concienzudo estudio en que, con una especie de religiosidad, se nos refiere la inmensa labor preparatoria exigida por los dieciocho tomos de la Historia General de Chile. Barros Arana se pasó veinticinco años compulsando archivos; en uno solo, el de Indias, revisó quince millones de páginas… Y el panegirista, que es un joven inteligente, ilustrado en extremo -se trata del doctor Viriato Díaz Pérez, jefe del archivo de La Asunción- canta un himno a la constancia de los recopiladores, de los monumentales… Me ha parecido ver aquí un efecto de esa tendencia, común entre los especialistas, de atribuir un valor exagerado a la cantidad de trabajo, olvidando la calidad. Hay heroicos imbéciles que consagran su vida a resolver la cuadratura del círculo, o a coleccionar puños de paraguas. ¿Se ha calculado alguna vez las calorías que gastan algunas personas en acertar jeroglíficos, anagramas, logogrifos y acrósticos? Balzac ha escrito mucho, pero la lista de las obras completas de Carlota Braemé, Xavier de Montepin y Ponson du Terrail es acaso más larga que la del gran novelista, y todos ellos son niños de teta al lado de cualquier viejo expèditioniste de ministerio. Hasta en la historia, un ensayo de Macaulay, un artículo de Paul de Saint-Victor, son preferibles a media docena de volúmenes de César Cantú. ¿Será necesario recordar a Pascal: “si hubiera tenido tiempo lo hubiera hecho más corto”; a Shakespeare: la brevedad es el alma del talento”? Prescindir del talento es una operación peligrosa. En historia -dando a la palabra su entero alcance- la documentación es indispensable; sin embargo, no es fundamental. Sería fundamental, por ejemplo, en química, donde los hechos mandan, “fundan” la ley, y la técnica se impone al sabio. Y aun en estas regiones del experimento decisivo, conviene no perder de vista que Claudio Bernard -un caso entre muchoscreó la fisiología moderna con aparatos casi infantiles. Le Bon pretende revolucionar nuestra física con experiencias de una simplicidad desconcertante. ¡Cuál no será el papel del genio en historia! En historia no hay hechos siquiera, sino signos contradictorios, y además sin valor científico, como provenientes de personas ajenas a nuestra metodología. La abundancia misma de la documentación es más un obstáculo que una riqueza. “Cuando no se conoce un hecho sino por un testimonio único, se le acepta sin titubear, dice Anatole France. Las perplejidades empiezan cuando los sucesos son relatados por varios testigos, pues sus testimonios son siempre inconciliables… Sin duda que las razones de preferir un testimonio a otro son a veces muy fuertes. Nunca lo son bastante para acallar nuestras pasiones, nuestros prejuicios, nuestros intereses, ni para vencer esa ligereza de espíritu común a todos los hombres graves”. La documentación es un pretexto para hacer historia, y la historia es un poema menos inverosímil que los otros… Suministren una documentación idéntica a un Carlyle, a un Marx, a un Tarde, y pídanles la historia de un siglo: les presentarán tres cuadros profundamente diversos. Ferrero renueva la historia romana y es probable que su documentación sea inferior a la de los alemanes. Taine, para escribir la historia de la revolución francesa, parte de bases psicológicas -psicológicas del jacobino-; Aulard parte de la vida oficial, del mecanismo de las asambleas; resultado: dos cuadros en absoluto diferentes. La documentación de ambos autores era enorme. Aulard sostuvo que la suya era más enorme que la de Taine. Le acusa de “no haberlo visto todo” (!!), de no haber consultado en la Biblioteca Nacional, sino 26 carpetas sobre insurrecciones de campesinos, ¡y hay 1770! Un señor Cochin, archivero-bibliotecario, y temible paleógrafo, analiza con minuciosidad implacable la cuestión, y deduce que también hay carpetas consultadas por Taine y descuidadas por Aulard. ¡Qué escándalo! Ni Aulard ni Taine se sabían de memoria los archivos de Francia. Y a última hora aparece Kropotkin, provisto de toda la documentación de 65
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sus predecesores, y demostrándonos que la revolución no fue más que un fenómeno de comunismo agrario… Y son acontecimientos de ayer… El pasado no es una estatua encerrada; es un muerto de que apenas queda el polvo de los huesos, un muerto irresucitable, cuya podredumbre, para volver con apariencias de vida a la luz del sol, requiere la acción deformadora y mágica de otra vida un triunfo, así como el estiércol, vanamente reunido por el recopilador escarabajo, requiere el alma de las plantas para transformarse en flores.
RIMAS DE LUGONES En uno de los últimos y más característicos libros -Lunario Sentimental- dice Leopoldo Lugones que la rima es hoy el elemento esencial del verso, por haberse perdido la música de las sílabas largas y breves, a la usanza latina. No quedando otro medio de señalar el tono -¿tono? ¿querrá decir Lugones ritmo?- que la acentuación, la rima viene a restituir al verso gran parte de su riqueza eufónica. Y Lugones, con una especie de furiosa paciencia, se pone a convocar rimas sorprendentes e innumerables, para cimentar en ellas el edificio de una poesía personal. Yo, como algo salvaje en estos asuntos, soy desconfiado. No he oído recitar sus versos a Horacio ni a Virgilio, y renuncio a comprender lo que eran las sílabas largas y breves. ¡No hablemos de eso, pues! En cuanto al acento, basta atender a una conversación o escucharse un rato a sí propio, para descubrir que las sílabas no acentuadas están lejos de formar una pasta neutra. El acento marca las más intensas o más largas -dos cosas muy diferentes-; pero todas las sílabas tienen su intensidad y su duración definidas por el genio del idioma y el temperamento del locutor. De aquí, que la topografía de los acentos no nos anuncie nada fijo sobre la musicalidad de la frase. Una serie de sílabas acentuadas no produce, a no ser que el emisor se lo proponga, un resultado monótono. Ejemplo: pronuncien: “Yo no soy más vil que tú”. Instintivamente, matizarían la dicción y establecerán una jerarquía fonética en que varios acentos gramaticales desaparecerán. Del hecho de que se acentúan las palabras francesas en la sílaba final, un aturdido profesor de retórica podría deducir que la melodía del verso francés es pobre. Victor Hugo le infundió una vida nueva de suntuosidad incomparable, sin revolucionar la acentuación, y ¿no es acaso uno de los más hermosos versos de Racine el siguiente, compuesto de monosílabos?: Le jour n’est pas plus pur que le fond de mon coeur. Sospecho que la distinción entre las palabras y entre las sílabas existe en el papel, y será útil, para aprender una lengua o para seguir su historia, o para cualquier fin analítico; no para penetrar las síntesis poéticas, a cuyo calor los contornos ortográficos se funden, y el verbo deja de ser un mosaico y se convierte en un irisado chorro donde todo canta de una manera inesperada y continua. Difícil es deslindar de él un organismo completo. Me parece, sin embargo, que la individualidad frecuente del verso es natural a la poesía, arte de suyo propicio a una delicada y brece perfección. La belleza absoluta del verso aislado es, muchas veces, indiscutible. En este octosílabo de Guido y Spano: Llora, llora, urutaú…, o en este endecasílabo de Guerra Junqueiro: Negro Himalaia de agonías, o en este alejandrino de Cecilia Sauvage: La lune amarre là son petit bateau d’or, el esplendor misterioso de la forma no se debe a la rima, ni al orden de los acentos, sino a una suerte de aliteración celestial. El verso libre de Lugones atiende principalmente al conjunto armónico de la estrofa, subordinándole el ritmo de cada miembro. Nótese que no se merma la autonomía del verso, sin tender a la prosa, y que los primeros poemas del Lunario no son sino prosas rimadas. “Las formas clásicas -dice Lugonesresisten en virtud de la ley del menor esfuerzo”. ¿Y hay recurso más clásico que el de la rima y más favorecido por esa ley. 66
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El autor, preocupado excesivamente de la rima rara que hace pintorescas a las poesías sólo por el borde (como ciertos países), compite con Rostand en los consonantes de doble y triple expansión: Y la luna en enaguas Como propicia náyade Me besará cuando haya de abrevarme en sus aguas. Y: La luz que tu veste orla Gime por verse encadenada por la Gravitación de sus siete soles. Y: A tu suave petróleo El bergantín veloz No se sabe si es mole o Fantasma precoz. Y sobre todo: Por eso él Con un arte más alto que el Himalaya Lima la ya perfecta siempre mal, ¡y malhaya A la pérfida luna que su éxito combate! Quevedo: – ¿Hay consonante para fraile? -Hayle. Es claro que Lugones se da rimas a priori. Sus conocimientos de técnica científica le salvan. Los términos de química inorgánica, especialmente, le suministran esdrújulos preciosos. Pero no se pasa de murmurio a Mercurio, de plomo a bromo, de jamba a caramba, de soponcio a estroncio, de salamandra a escafandra, de escénico a arsénico, de zarzo a cuarzo, de testimonio a antimonio, de cobaltos a basaltos, de garbo a ruibarbo, etcétera, sin exponerse a que no ya los intereses de la poesía, sino los del sentido común se rompan un hueso en el camino. Todos los alpinistas de la pluma se estremecerán ante este itinerario de “teórico” a “hidroclórico”: Quiero mezclar a tu champaña Como buen astrónomo teórico Su luz, en sensación extraña De jarabe hidroclórico. Y se desmayarán ante éste: El sastre a quien expulsan de la tienda Lumbagos insomnes, Con pesimismo de ab uno disce omnes A tu virtud se encomienda. Cuando Valbuena, terror de los ripiosos, topaba con algún “afanes prolijos”, rugía ferozmente: – ¡Estoy viendo venir a “los hijos”! En Lugones ocurre lo inverso; jamás hay ripio en la rima. Pero 67
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todo lo que no es rima suele reducirse, para justificarla, a un enorme ripio. Los ripios de tan ingenioso artífice tenían que pertenecer a una categoría excepcional. Son el alma de su obra. Son imponentes y complicados. En ellos quizá mejor que en otras producciones menos anormales, resplandece el vasto talento del compositor argentino.
LEYENDO A VAZ FERREIRA He aquí el más raro de los filósofos: un filósofo de buen sentido; el más raro de los lógicos: un lógico en guardia siempre contra su propia razón. Hay en las cosas de la inteligencia una moral también, y Vaz Ferreira la lleva hasta el ascetismo. Le verán constantemente ocupado en barrer sofismas, en distinguir lo complementario de lo contradictorio, en reducir las exageraciones, en aventar las falsas simplificaciones, en redondear, limar los ángulos que forman nuestras secas rectas mentales al buscar la curva misteriosa de la vida, en aclarar lo confuso y esfumar lo equivocadamente aclarado, en restablecer nuestra certeza y nuestra duda allí donde la olvidábamos. Pero él mismo nos presenta la imagen exacta de su labor: “Así como los cirujanos no emprenden una operación sin desinfectar previamente todos los útiles que proponen usar, así nadie debería empezar un raciocinio sin haber dejado de antemano todas las palabras que vas a emplear, completamente asépticas de equívocos”. Noble afán de limpieza, castidad científica que no se guarda sin dolor, tan oscuro y mal comprendido es el trabajo a que obliga, tan numerosos son los sueños, las metáforas, las teorías, las obras que el pensador ha de amputar de su espíritu y arrojar de sí, con un heroico “¡esto no sirve!” Renunciar al efecto, a la fácil originalidad, “haber reservas a las doctrinas en boga, resignándose a pasar por incomprensivo, y después a no tener ningún mérito por haber tenido razón”, limitar su público y sacrificar la gloria a la pulcritud del talento… ¿no es bastante? Y además constreñirse a la modestia, a la auténtica, no la que miente para obtener la limosna de una rectificación, sino la que nos pesa con la balanza con que pesamos al prójimo, y nos da por lo que somos. Y además aceptar la tortura continua de nuestras vacilaciones, de nuestros escrúpulos, del remordimiento, que, según la justa frase de Vaz Ferreira, sólo es sentido por las personas honradas. Y por último verse forzado a herir al genio… Tal vez tocamos ahora lo más penoso; cuando Vaz Ferreira, cumpliendo su deber, corrige a James, a Bergson, a Guyau -¡a su Guyau!-, su admiración calla, pero la oímos suspirar… Porque este formidable crítico está lleno de amor. Es incapaz de ironía, incapaz de desprecio. Su alma elevada está de par en par abierta a las brisas de lo infinito. “El sabio, dice combatiendo a James, es el que no vuelve la espalda jamás por ninguna cuestión”. Este dialéctico predica la desconfianza de las fórmulas. Ama la vida, que no es un sistema de silogismos. Si ama el conocimiento, ama la ignorancia reflexiva, que es un conocimiento más profundo aún. Por eso, en sus admirables estudios pedagógicos, este catedrático nos dice que la educación del niño consiste sobre todo en hacerle descubrir su ignorancia, en mantenerle en contacto con el inmenso más allá. ¡Sí!, vivimos de lo que ignoramos; nuestra conciencia respira lo invisible. El abismo sin fondo es el que nos sostiene, como a la nave el mar, y la ciencia es un diálogo sublime entre nuestro entendimiento y la sombra. Un diálogo ¡por fin!, no el monólogo de los viejos metafísicos, cuya voz moría en la puerta de sus gabinetes, sino un diálogo, en que las cosas nos contestan, como la mitad de un mundo contestó a Colón, y un astro entero a Leverrier. Y en los miles de laboratorios de la tierra, los hombres cuchichean con la realidad y a lo largo de la borrosa frontera de nuestro ser hay de una parte y otra balbuceos, murmullos sumergidos a medias en el silencio, y silencios preñados de gritos futuros. Acaso no sea lo esencial que entendamos la realidad, sino que la realidad nos entienda. Y cuando nos entiende y nos responde, es para siempre; hasta hoy nos ha sido fiel. Todos los dioses nos han engañado: ella, no. Ella es la única que tiene derecho a exigir que no intentemos tampoco defraudarla; y si lo hacemos, ¡ay de nosotros! ¡Ay de nosotros si nos inclinamos a creer que 68
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podemos salvarnos sin su ayuda, y sin que la ayudemos y se salve en nuestra compañía! Y Vaz Ferreira, juntando su amor a la vida con su respeto a la razón, no se cansa de recordarnos cuán incierto y provisorio es nuestro saber, por evidente que nos parezca, si no lo probamos sin cesar, si no lo consagramos en su choque con los hechos. El analista incorruptible nos dice que el amor a la vida no disminuye el vigor del análisis. El centinela de la lógica nos dice: “¡confianza en las soluciones de libertad y en las soluciones de piedad!” Y nosotros, desterrados de la ciencia, periodistas, cerebros semi-impulsivos, dehiscentes, que soltamos a los cuatro vientos de la actualidad nuestras semillas de una hora; nosotros, los que pasamos, decimos al que pertenece y nos da la esperanza de que no somos enteramente inútiles: “¡gracias, maestro!”
MOTIVOS DE PROTEO Aunque quisiera, no podría ocuparme hoy de otra cosa que de Motivos de Proteo, el hermoso libro que acaba de publicar en Montevideo José Enrique Rodó, y que se ha enseñoreado de mi espíritu, obligándome a comunicar a los demás mi admiración y mi entusiasmo. Temo que Rodó, a pesar de su Ariel, no sea conocido en el Paraguay, donde circulan muchas sandeces europeas, sólo por ser europeas, mientras se ignora tal vez lo mejor de la actual literatura sudamericana. Aquí se canturrea todavía a Núñez de Arce, y no se ha saboreado al argentino Almafuerte. Piensen que se trata ahora del primer crítico continental. No pierdan la ocasión de enriquecer su inteligencia y sobre todo sus sentimientos y su carácter. Porque no es el crítico y el psicólogo quien únicamente les habla desde las páginas del Proteo; es también el poeta y el moralista. He aquí a un profesor que, empapado de cultura clásica, no se satisface con dar su verbo la luminosa armonía del arte helénico; he aquí a un curioso que, al tanto de las nerviosidades de los modernos estilos, no se contenta con lograr en el suyo una elasticidad y una precisión siempre jóvenes; he aquí por fin a un filósofo que, penetrado de la gran corriente anti-determinista contemporánea, a cuya cabeza están los Bergson y los James, no se reduce a mostrar cómo la ciencia se limita por sí propia, y cómo ha llegado el momento de restituir a las energías de la vida su específica libertad y su sentido trascendente, sino que, dueño absoluto de su razón y de su fantasía, las endereza a extraer de tantos dones una regla preciosa de conducta, una disciplina heroica de auto-emancipación para todos nosotros. Rodó, educado en dilettante, ha preferido ser un apóstol intelectual; su lenguaje está impregnado de simpatía profunda y de unción laica; su obra serena y poderosa es un canto a la esperanza, un llamamiento a la voluntad, un recuerdo de que es posible, por abatidos que estemos, resucitar y regenerarnos; de que en el fondo de nuestra misma alma duerme el Mesías que ha de salvarla. Rodó, que quizá no cree en Dios, cree en el hombre; pero no esperen encontrar, en el libro que les brindo, egoísmo alguno; lo que hallarán será una doctrina tan austera y tan alta como la que pudiera ofrecer la más pura de las religiones. No resisto a la tentación de enviarles una de las mil joyas de Motivos de Proteo. El autor, para advertirnos que debemos buscar en los fracasos de la experiencia nuevos gérmenes de triunfo, sin desanimarnos nunca, se vale de esta exquisita parábola: “Jugaba el niño en el jardín de la casa, con una copa de cristal que, en el límpido ambiente de la tarde, tornasolaba como un prisma. Manteniéndola, no muy firme, en una mano, traía en la otra un junco con el que golpeaba acompasadamente la copa. Después de cada toque, inclinando la graciosa cabeza, quedaba atento, mientras las ondas sonoras, como nacidas de vibrante trino de pájaro se desprendían del herido cristal y agonizaban suavemente en los aires. Prolongó así su improvisada música hasta que, en un arranque de volubilidad, cambió el motivo 69
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de su juego: se inclinó a tierra, recogió en el hueco de ambas manos la arena limpia del sendero, y la fue vertiendo hasta llenarla. Terminada esta obra, alisó, por primor, la arena desigual de los bordes. No pasó mucho tiempo sin que quisiera volver a arrancar al cristal su fresca resonancia; pero el cristal, enmudecido, como si hubiera emigrado un alma de su diáfano seno, no respondía más que con un ruido de seca percusión al golpe del junco. El artista tuvo un gesto de enojo para el fracaso de su lira. Hubo de verter una lágrima, mas lo dejó en suspenso. Miró, como indeciso, a su alrededor; sus ojos húmedos se detuvieron en una flor muy blanca y pomposa, que a la orilla de un cantero cercano, meciéndose en la rama que más se adelantaba, parecía rehuir la compañía de las hojas, en espera de una mano atrevida. El niño se dirigió, sonriendo, a la flor; pugnó por alcanzar hasta ella; y aprisionándola con la complicidad del viento que hizo abatirse por un instante la rama, cuando la hubo hecho suya la colocó graciosamente en la copa de cristal, vuelta en ufano búscaro, asegurando el tallo endeble merced a la misma arena que había sofocado el alma musical de la copa. Orgulloso de su desquite, levantó, cuan alto pudo, la flor entronizada, y la paseó, como un triunfo, por entre la muchedumbre de las flores”. ¡Qué necesitados están el Paraguay, y la América entera, de talentos como Rodó, de maestros como él, si es lícito llamar maestros a los que rehúyen toda jefatura, a los campeones de la tolerancia que no nos empujan por un solo camino, pero los iluminan todos; a los que no nos proponen una teoría única, ni un dogma, pero nos dicen: “¡sean libres!”; a los que no nos ordenan una obra particular, pero nos desatan las manos!
EL LIBRO DE RODÓ – ¡Qué hermoso libro! -dirán los que viven. – Es demasiado serio -dirán los que parece que viven, y están muertos: los que ignoran la lúgubre tristeza de sus diversiones habituales. ---------Para dar a Motivos de Proteo todo su alcance contemporáneo, conviene advertir la extensa base científica en que se apoya. Adivinamos que el autor, sin hacer alarde de ello, está al tanto de la psicología moderna. Sus metáforas no son pura fantasía de poeta, sino arraigadas en el sólido terreno de los hechos. Así la noción de que el alma es una multitud, o mejor una serie de sobrepuestas multitudes; un vasto paisaje, donde hay “dientecillos que roen en lo hondo, gotas de agua que caen a compás en antros oscuros, gusanos de seda que tejen hebras sutilísimas…” Así la noción de lo inconsciente, leitmotiv en cada página -“difícil es que conozcamos todo lo que calla y espera en lo interior de nosotros mismos”- y madre de aquella encantadora parábola del barco: el barco que desaparece, tragado por el horizonte y vuelve mucho más tarde, inesperado, trayendo exóticas riquezas en su seno, es el símbolo del pensamiento que huye del círculo de luz de la conciencia, y vuelve, quizá años después, de las Américas ocultas de nuestro espíritu, con la carga maravillosa de las primicias de un mundo. Y así, por último, la noción crédula del libro, encerrada en la frase “reformarse es vivir”, equivale a la famosa de Gabriel D’Annunzio, “renovarse es morir”. Rodó no afirma de un modo terminante que las energías del alma dirigidas por la voluntad sean absolutamente creadoras; pero ¿es acaso un determinista el que escribe que “una débil y transitoria criatura lleva dentro de sí la potencia original, la potencia emancipada y realenga, que no está presente ni en los encrespamientos de la mar, ni en la gravitación de la montaña, ni en el girar de los orbes”? El que nos muestra el esquema de una bien ordenada vida como una suave y graciosa curva, y en otro pasaje nos exhorta a separarnos de la “recta fatal”, no está lejos de Bergson, ni de comprender, con el estupendo filósofo, que “la vitalidad [la humanidad, diría Rodó] es tangente en cualquier punto a las fuerzas físicas y químicas”. 70
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¿Entonces psicólogo, crítico? Y prosa flor y moralista… También el talento de Rodó es una multitud. Uno de sus rasgos salientes es el amor al orden. El título de la obra, y hasta las líneas que le sirven de prefacio, prometen divagaciones. Pues bien, no encontrarán una sola. Tanto mejor: la vida proteica -en biología- no es la más elevada. La mayor parte de este libro, que pretende no tener arquitectura, es un estudio sobre la vocación y la aptitud, construido con un método tan riguroso como el de una monografía de Ribot. Comparen la sentencia de Goethe “yo llamo clásico a lo que es sano”, con la de Rodó “la moralidad es siempre un orden, y donde hay orden hay alguna moralidad” -alguna salud- y notarán que el amor al orden hace de él un clásico, y le inclina a elegir para fondo decorativo de sus parábolas los lineamientos diáfanos y majestuosos de la pagana antigüedad. La honradez intelectiva le impele a buscar los términos más precisos, dentro del castellano más neto, y sus párrafos menos inspirados recuerdan al castizo Juan Valera, sin que esto sea cotejar -¡Dios me libre!- el alma de Rodó con la de aquel egoísta diplomático. En Motivos de Proteo la oración es larga, jugosa, transparente, no amedrentada por los motivos, adaptada a las condiciones de la elocuencia didáctica, y enriquecida con rasgos numerosos de la sagrada y eterna poesía que está por encima de todos los géneros. Otra consecuencia del rodoyano amor al orden, al equilibrio, a la armonía, es el desvío hacia los abúlicos, hacia los desorientados como Amiel, o como el que podríamos igualmente citar, Benjamín Constant, el convencido de que la experiencia “es una especie de vejez” castrada de gérmenes renovadores. Rodó no se enamora de la energía en su misterioso nacimiento, cuando aletea anarquista y loca, sino de la energía adulta, involucrada ya con las realidades ambientes, cuando ha levantado y agrupado en torno de ella la inmensa red de las cosas, y constituye un organismo en marcha. Así se explica que en este libro, donde tan soberbios retratos hay de los Goethe y de los Vinci, haya tan poco sobre los genios patológicos, y ni una alusión siquiera al enorme y salvaje Nietzsche. Se ha evocado, a propósito de Rodó, a Taine, a Renán, a Guyau. Observaremos que el hombre no es para Rodó como para Taine: “un teorema que anda”; es algo más, es lo esencialmente imprevisto. Rodó no es un dilettante religioso como Renán; la simpatía por los esfuerzos humanos en la lucha con lo desconocido le prohibiría decir, con el autor de Los Apóstoles, que la debilidad cerebral y muscular es lo que pone al alma en continua relación con Dios. Por fin si le acercan a Guyau la ternura comprensiva y la unción laica, le aparta la tendencia ética, que en Guyau es social. Y en Rodó individual, disciplina de auto-cultura, propia de quien quizá cree, con Schiller, que es cuando está solo que el fuerte tiene más fuerza. Y tocamos ahora lo característico de Motivos de Proteo: el ascetismo intelectual. Horror a la ironía, cariño a la soledad y al silencio, exigencias casi furiosas -relean la formidable parábola de “La pampa de granito”- en la educación del carácter: nada falta a la figura del asceta que templado en combates tan crueles, grita al ignoto principio del Universo: “Si existes como fuerza libre y consciente de tus obras, eres, como yo, una Voluntad; soy de tu raza, soy tu semejante; y sólo existes como fuerza ciega y fatal, si el universo es una patrulla de esclavos que rondan en el espacio infinito teniendo por amo una sombra que se ignora a sí misma, entonces yo valgo mucho más que tú: y el nombre que te puse, devuélvemelo, porque no hay en la tierra ni en el cielo nada más grande que yo”. Y he aquí que nos complacemos en imaginar, detrás del noble libro, una noble existencia de artista y de pensador, análoga a la que hizo decir a Federico Schlégel: “lo que admiro más de Lessing es el gran estilo de su vida”. Motivos de Proteo merece, no sólo admiración, sino agradecimiento, porque no es sólo un bello espectáculo, sino un gran beneficio. Rodó es de los verdaderos maestros, es decir, de los libertadores; y siguiendo sus ideas pensaremos que desde la aparición de su obra el alma del Uruguay se ha dignificado y ha crecido. 71
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A PROPÓSITO DE DOS LIBROS Son El eterno cantar y Vida que canta. Emilio Frugoni y Ángel Falco me proporcionan hoy simpático tema para conversar un poco. Frugoni es un poeta de interior; desde la primera página nos habla de silencio. Su idioma nos acaricia con su aterciopelado claroscuro; su ritmo no es objetivamente musical, pero sí por dentro; quiero decir que despierta en el fondo de nuestro ser otra melodía, de la cual tenemos conciencia sin que la oigamos. Sus metáforas están cargadas de intenciones, de ecos y de buen gusto. Les entran sin ruido y no se van: “la sonámbula voz del piano”, “la pupila mansa del agua”, “una lágrima, el punto de las canciones”, “la oscura señal de mi existencia a ti va unida”, “tal vez se te acerque el pasado y no le huyas”, y aquella vela de barca, en el tempestuoso horizonte, abatiéndose y alzándose semejante a un enorme pañuelo que tiembla en un adiós, y aquel reloj, “corazón del tiempo que late sobre un muro”, y aquel sauce inclinado hacia el arroyo “como un frustrado pescador de estrellas”, y tantas y tantas. Frugoni es de una delicadeza reflexiva, libre de artificios románticos; de ahí el alcance filosófico de sus poemas “Canto del soñador”, “El reloj”, y el precioso análisis psicológico de “El místico”. Para este fino poeta, el dolor debe ser trabajado y saboreado; debe ser como un áspero mineral de donde se extrae el oro del ensueño. Una de sus poesías se titula “El delicioso mal”, y en la titulada “Semblanza”, que empieza “sé que eres triste, y por lo tanto buena”, están los tres mejores versos del libro; no resisto al placer de citarlos: “Eres gruta de un hondo desconsuelo, -donde al entrar el alma de las cosas-, se oscurece y se impregna de tu duelo”. ¡Qué sencillez de expresión y cuánta poesía! Todo Frugoni está ahí. Hasta en sus octosílabos de italiana dulzura, mitad bucólicas, mitad madrigales, encontrarán menos el erótico que al artista contemplando la forma femenina. El sexo no le quita ideas; se las da. El poeta avanza más allá de los nervios. En su doble ternura anhela para los hombres un futuro mejor; pero no pretende conquistarlo por la violencia: aguarda estoicamente a que baje a la tierra “el Amor, -lumbre divina- que no deja un rincón triste ni oscuro”. Para interpretar a Frugoni sería necesario su lenguaje insinuante y discreto. Más vale releer y callarse. El eterno cantar fue un éxito de librería. Recuérdese esto, no en elogio del autor, sino en elogio del público. Falco y su Vida que canta; más bien “juventud que canta”, una juventud arrolladora y ardiente. El poeta se llama “tempestad” y “sol”. El dolor es para él un acceso desesperado, un impulso suicida, o el síncope, el desplome producido por un exceso de fatiga orgánica. Por mucho que se empeñe en complicar su sensualidad con perversidades y sadismos, es inútil; no logra disfrazar la sencilla, lozana y pujante lujuria de los veinticinco años. Su verbo es rico, buscado, rutilante. Su vocabulario suele ser asombroso. Noten que los más célebres efectos literarios se han conseguido con palabras de uso común, traducibles, inteligibles para todos y cuya hondura vertiginosa se descubre, por su claridad. Pero no está en esa palabra que por sí nada artístico sugiere, la raíz del efecto, sino en el ambiente que la rodea y que fue largamente preparado. Nuestro medio sentimental había alcanzado su saturación, y bastó un insignificante choque para cristalizar un sublime panorama del espíritu. -“¡Ah, el acorde en el Sigfrido, el despertar Brunilda!”- chillaba a Saint Saëns, con estertores de admiración, una señora fanática de Wagner. Saint Saëns fue al piano y tocó el acorde, un simple acorde de mi menor, que, aislado, era nulo, y en la ópera, estupendo. Es que allí era un acorde… ¿cómo diré? un acorde central. El poeta es precisamente el que halla esas palabras centrales que en boca de la gente no tienen nada de particular, y en la suya revelan su incalculable contenido. Falco es un poeta de acción; uno de sus elementos es la rapidez, y no pierde el tiempo preparando ambientes; su palabra es fulminante, pero algo corta, algo fabricada. He aquí un peligro: conviene, en arte, desconfiar de toda fabricación demasiado consciente y voluntaria, de todo lo que huela a método científico; conviene obedecer en lo posible a causas profundas, a las que no comprendemos. Baudelaire ha dicho: le beau c’est l’étonnant, y ha dicho un disparate; no es un museo de monstruosidades el modelo de la belleza, y lo que ha hecho fracasar a los 72
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simbolistas -fracaso relativo- es el abuso del procedimiento voluntario, de lo fabricado, abuso que les condujo a crear cosas exquisitas y curiosas, y no les permitió crear cosas grandes. Falco no caerá en esas mañas de técnica: dotado, como muchos uruguayos, de una potente imaginación verbal, no será víctima de su propia originalidad, ni se reducirá al plagio perpetuo de sí misma. Le salvarán su honradez absoluta, lo definido de su orientación, su intacta fuerza, en fin, que nos deja en la memoria, después de cada poesía suya, la huella de un gesto luminoso y magnético. He querido aproximar a Frugoni y Falco; las dos mentalidades, la del pensador y la del meneur; la del socialista y la del anarquista -o la del médico y la del cirujano-: el poeta di camera y el poeta teatral. Confieso que Frugoni está más cerca de mi corazón, es más mi poeta; pero no porque prefiera al escritor que seduce, dejo de saludar al escritor que deslumbra.
UN SUSPIRO DE POE Se ha hablado de Poe recientemente. Aprovecho la coyuntura de dar a conocer un breve y admirable poema, ignorado del público hasta 1904, año en que fue revelado por la Fortnightly Review. La hoja venerable en que está escrito lleva las iniciales E. A. P., y fue enviada al naturalista Wallace por un hermano suyo que recorría el Far West. En ella se lee: Líneas dejadas por un vagabundo en la posada del camino, para pagar el albergue de una noche. Wallace supone que el poema se compuso hacia 1849, en vísperas de morir el sublime visionario. Lo curioso es que un insolente plumista pretendió estafar estos versos, insertándolos como suyos en un diario norteamericano, después de estropearlos cínicamente. El pobre Poe ha sido robado difunto y en vida. Su gran amigo Holley-Chivers, autor del Uranotheu, le acusó de haber plagiado tal composición, y sacado de ella el famoso Cuervo. No era la primera vez que se le perseguía a Poe por delitos semejantes. Ser inculpado de falsos robos es una manera más de ser robado. La controversia sobre la paternidad del Cuervo ha recrudecido últimamente, debido a circunstancias editoriales: la publicación de la correspondencia entre Poe y Holley-Chivers por el Century Magazine; las cartas de Griswold, vueltas a imprimir por Griswold hijo; los artículos El ciclo Poe, de Joel Benton, y la edición de las obras de Poe por el profesor Harrison. Excusado es decir que la crítica es la favorable a Poe. He aquí el resumen que presenta de la cuestión Octavio Uzanne: “Es de notar que, entre tantas influencias morales y por decirlo así atmosféricas que rodearon la gestación del Cuervo, los dos poemas del doctor Tomás Holley-Chivers: A Allegra Florence en el Cielo y Uranotheu eran incontestablemente familiares a Poe, y de cierto el último, Uranotheu, ocupó un lugar en su espíritu, dada sobre todo la extraordinaria simpatía que unía en apariencia a los dos poetas, aunque se vislumbre, si se estudian psicológicamente sus relaciones epistolares, que su amistad ha sido algo interesada y no exenta de disimulo. “Sin embargo, cuando se considera hasta qué punto todo lo que era intenso y firme en Edgar Poe aparecía difuso y delicuescente en Chivers, es imposible no concluir, con el profesor Harrison, que el Cuervo queda como obra propia de Poe y que si se puede encontrar en ella alguna vaga reminiscencia de Uranotheu o de A Allegra Florence en el Cielo, la paternidad y originalidad de Poe no son por eso menos completas e innegables”. ¡Qué discusión más vana! ¡Qué puerilidad en creer que Uranotheu es anterior al Cuervo! Una forma vital tan activa y perfecta como el Cuervo es necesariamente anterior a Uranotheu, a Chivers y al mismo Poe, que no ha sido sino un pretexto, un vehículo de la eterna poesía; heredamos lo vivo, pero no lo creamos. Las tonterías y las mediocridades nacen a nuestra vista; 73
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admitamos la generación espontánea para los más inferiores organismos. Uranotheu es contemporáneo nuestro. El Cuervo viene de muchos siglos atrás. Todo lo que durará en la memoria de las gentes ha durado ya en la memoria del mundo. A idéntica raza inmortal pertenece el hallazgo de Wallace. Pablo Claudel, de quien he tomado los datos que figuran al comienzo del presente artículo, ha traducido al francés, en el Ermitage del 15 de enero de 1906, este poema de tan extraña historia. Después del ensayo de quien es quizá el más profundo escritor de Francia, nada diré del mío que ahora ofrezco a los lectores de El Diario, sino que ha salido ingenuamente de mi sensibilidad maravillada.
LEONENI Es Leoneni el nombre que los ángeles le dieron, y robaron – el fulgor de las plácidas estrellas, y la hicieron de cándida alegría, – y formaron sus cabellos de la oscura medianoche, y el alto claro de luna – dejaron en el fondo de sus ojos. Me la trajeron entonces en la noche solemne, tibia noche; – mi penetrado corazón de tedio, se abrió como una rosa en primavera – para recibir el alma de la dulce visitante, y la caricia del gozo – ahuyentaba mis fúnebres presagios. Era un gozo engañoso, que me asió con los brazos de mi espectro. – Y gorjeando el ángel tenuemente, escuché con angustia este murmullo: – “Las canciones que se cantan en la tierra, les hacen daño, y los cuentos que se cuentan – traicionan su tímida esperanza. Y así Leoneni, pues su amor es joven, se aleja para siempre”. – La sonrisa de Dios fue la mañana, la mañana suprema, incomparable, – y la gloria de los cielos adornó piadosa el mundo, y en ajenos corazones – florecía la voz de la plegaria… Y huyó de mí Leoneni como un sueño…
LA MUERTE DE TOLSTOI La vida y sobre todo la muerte de Tolstoi plantean problemas supremos de la moral humana. Quien no esté envenenado por la literatura y cegado por la ciencia positiva lo comprende y lo siente así. Rusia, pueblo apasionado, primitivo, en plena fermentación social, se ha estremecido hasta el fondo de su alma innumerable al ver la heroica fuga del gran anciano y su caída gloriosa, en plena estepa, al pie del ideal invisible. ¿Quién se atreverá a poner ahora en duda la sinceridad de Tolstoi? He aquí a uno de los más nobles héroes de la historia, a uno de los santos más puros con que puede honrarse nuestra raza. Es difícil acercarse a esta augusta figura sin que nuestras rodillas se doblen, no ante lo divino, sino ante lo nuestro, tanto más nuestro precisamente cuanto más sublime. ¿Qué nos importan los dioses, puesto que no somos dioses? ¿Qué nos importaría Jesús, si hubiera sido Dios? Para un Dios nada hay extraordinario ni maravilloso. Lo que nos abre las puertas de la esperanza, lo que es en verdad inmenso y sagrado, es que Jesús tembló de angustia bajo los olivos, y de cólera entre los 74
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mercaderes, y de terror sobre la cruz, que su carne era hermana de la nuestra, que Jesús era un hombre. Tolstoi es también un hombre, y su lealtad, su bravura, su fe, son promesas de luz para todos nosotros. A la noticia de la catástrofe de Astapovo, Gorki se desmaya. El cochero que intervino en la evasión de Tolstoi se suicida sobre su tumba. Los estudiantes se amotinan en las calles de San Petersburgo. Pero es preferible la actitud de los millares de mujiks que desfilaron silenciosamente ante la fosa de Yasnaia Poliana. ¡Ah! Les aseguro que no hubo discursos, y para mayor suerte el Santo Sínodo mantuvo su excomunión y prohibió que se rezara en el entierro. Todo fue austero, sencillo, enorme… allí; las majaderías de cajón se desarrollaron al Occidente. ¡Qué diablo! Los estetas del boulevard tienen a Tolstoi por un viejo loco. Émile Faguet, con esa miopía especial de los profesores de retórica, declara que el autor de Resurrección está por debajo de Dickens y al nivel de Jorge Sand. Gaston Deschamps, uno de los críticos de más largas orejas de París, se permite hacer chistes. Consolémonos con la frase de Maeterlinck: “Tolstoi es el artista más grande de la civilización actual. Su influencia, en sus últimas manifestaciones, se confunde admirablemente con el ideal más alto que pueden concebir los pensamientos provisorios de los hombres de estos tiempos”, y con la de Anatole France: “Lo que la Grecia antigua ha concebido y realizado por el concurso de las ciudades y el vuelo armonioso de las épocas: un Homero, la naturaleza lo ha producido de un golpe para Rusia, creando a Tolstoi, Tolstoi, el alma y la voz de un pueblo inmenso, el río en que beberán, durante siglos, los niños, los hombres y los pastores de los hombres”. El caso Tolstoi recuerda los de Rousseau y Pascal, que sin ser tampoco ascetas profesionales fueron renunciadores del mundo. La herejía y el anarquismo de Tolstoi le acercan a Rousseau, así como su prodigiosa sensibilidad de escritor de genio; y su ruda y límpida franqueza, que tanta confianza nos inspira, su horror a las sombras hipócritas y hasta a los vanos refinamientos del estilo, le acercan a Pascal, geómetra de la conciencia; mas de Pascal y de Rousseau le separa su salud, que hizo de él un laborioso inagotable y sereno, desconcierto de los psiquíatras, un patriarca genitor de 13 hijos, un atleta, erguido aún a los 80 años, en quien habían de ser tan imposibles las semi-viciosas vegetaciones de Juan Jacobo como la desesperación estoica del que compuso, agonizante, su obra maestra. Para encontrar la filiación mental de León Tolstoi hay que remontarse a los profetas hebreos, y evocar la silueta formidable de un Isaías que hubiera conocido la dulzura del Cristo. El drama secreto de Tolstoi, de 1879 acá, es decir, desde la fecha de su famosa conversión, es el conflicto entre sus ideas, sus aspiraciones a un cristianismo sin dogmas, a la perfecta fraternidad social, y los hábitos, los prejuicios, la ternura misma de los que le rodean. Los apóstoles no deben tener familia. “El daño que resulta de la seducción de la familia, escribe Tolstoi en uno de sus manuales evangélicos, es el de aumentar, más que ningún otro, el pecado de la propiedad; es el de volver más áspera la lucha entre los hombres, y finalmente el de suprimir toda probabilidad de distinguir el verdadero sentido de la vida… No dejemos desarrollarse en nosotros la afección exclusiva por el hogar, ni la consideramos como una virtud… Cada uno ha de esforzarse en hacer por lo demás lo que quiere hacer por los suyos, y no hacer por éstos nada que no esté dispuesto a hacer igualmente por el prójimo”. Tolstoi vestía el traje nacional del bajo pueblo ruso, comía un puñado de legumbres, labraba la tierra y se servía a sí propio. Halperine-Kamivesky cuenta que le sorprendió una mañana vaciando su vasija íntima. Los escrúpulos envenenaban el corazón de este moralista que no llegaba a fundir completamente su doctrina con su conducta, y que se sentía demasiado cuidado, mimado, admirado, venerado. ¡Conmovedora angustia que le hará pronunciar, en su lecho de muerte, cuando por fin consumó el supremo sacrificio y alcanzó la postrera cumbre del Bien, aquellas hermosas palabras: “¿Por qué están aquí, en torno de mí, tan numerosos, mientras tantos infelices sufren en otras partes?”
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Lo accesible, lo hospitalario de Tolstoi, lo ingenuo y bondadoso de su carácter convertían Yasnaia Poliana en una romería. De todos los rincones del globo acudían las gentes a clarificar el espíritu en la contemplación del Viejo que hacía vacilar a los verdugos de Rusia, y que únicamente defendido por las barreras invisibles de su renombre y de su santidad, remordimiento vivo de su época, detenía alrededor de él las venganzas. Pero estas peregrinaciones eran un motivo más de incertidumbre y de congoja. En su carta de despedida a su mujer -que nunca le entendió ¡pobre condesa!, nadie es profeta en su casa…- Tolstoi escribe: “No me busquen. Necesito retirarme del ruido y de todo lo que me perturba. Estas eternas visitas, estos eternos solicitantes, estos representantes de cinematógrafos y de gramófonos que me asedian en Yasnaia Poliana emponzoñan mi vida. Es preciso que yo me retire. Se lo debo a mi alma y a mi cuerpo de pecador, que ha vivido ochenta y dos años en este valle de miserias. Durante treinta años he soportado la mentira mundana, la del lujo, la del confort. Estoy cansado de ella y quiero acabar en la pobreza mi vida desgraciada”. Sin embargo, las razones profundas de la resolución de Tolstoi aparecen mejor, más cruda y enérgicamente, en uno de sus últimos trabajos: Las tres jornadas. Tolstoi, acompañado de uno de sus discípulos, el médico Markovetski, recorre la aldea vecina, describe la tremenda miseria de los pobladores, perseguidos y arruinados por la patria; pinta los ancianos que sucumben en el abandono y en la sombra, los niños desnudos, las madres hambrientas. Un obrero moribundo… “– Neumonía… -dice el médico-. No esperaba un fin tan rápido, con una constitución tan robusta, pero las condiciones de vida son terribles. Tiene 40 grados de fiebre, fuera hay cinco grados, y sale y trabaja… “De nuevo guardamos silencio. “– No vi colchones ni almohadas -repuse. “– No tenía nada debajo de él… Ayer he ido a Krouboi, a ver a una mujer que estaba de parto. Para examinarla, intenté extenderla de largo a largo. No había sitio en la isba [en la choza]”. Y de nuevo silenciosos, Tolstoi y Markovetski retornan a Yasnaia Poliana. Delante del vestíbulo, un magnífico trineo, cubierto de tapices. “Es mi hijo que llega de su propiedad”. Después una mesa de diez cubiertos. Uno está vacío. “Es el de mi nieta que no se halla enteramente bien. Cena en su habitación, con su aya. Le han preparado un menú especial, higiénico, caldo con tapioca”. Manjares, vinos… De San Petersburgo han enviado rosas que valen rublo y medio cada una. Hablan de un conocido. “– ¿Cómo está de salud? “– No muy bien. Parte otra vez a Italia. Siempre que pasa allí el invierno, se restablece maravillosamente. “– El viaje es largo y fatigoso. “– No, ¿por qué? Con el expreso, son 39 horas. “– De todos modos es aburrido. “– Espera, que pronto iremos por los aires”.
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Tolstoi estaba harto del egoísmo estúpido de su mujer y de sus hijos. Por más que proteste el sentido común al uso, el sentido común urbano, financiero y electoral, hizo bien, hizo su deber rompiendo definitivamente con su familia. Sobre los derechos de la familia están los del genio.
NOTAS CIENTÍFICAS Le Dantec, uno de los más ilustres razonadores de la biología contemporánea, resume en su libro titulado La estabilidad de la vida (La stabilité de la vie, edité: Flammarion, Paris, 3 fr. 50) su curso último de la Sorbona. Le Dantec trata de la estabilidad, creciente según él, de las especies de animales; estudia la tendencia maravillosa de todo organismo a curarse por sí, a recobrar el equilibrio que le hacen perder, durante un instante, las causas exteriores, equilibrio cada vez más sólido y duradero con la edad de la especie, o si quieren con su experiencia y adaptación, con su memoria. Aplicadas al individuo, estas ideas nos traen a los labios la palabra inmunidad. Ya en su lección inaugural, si no me equivoco, manifestaba Le Dantec su pasmo ante el hecho de que es un resfrío, por ejemplo, lejos de agravarse y arruinar nuestra salud, pueda desaparecer sin intervención ajena. La mayor parte de nuestras curaciones son autocuraciones. ¿Imaginan fácilmente una máquina que, con su propio y no interrumpido funcionamiento repare sus averías, reconstruya sus piezas, quebradas o gastadas, las limpie y ajuste, rectifique su rumbo, corrija sus vértigos, se sostenga erguida y avance a través de los choques y de las emboscadas de un camino ignorado? Piensen en la imperturbable precisión con que el laboratorio de nuestro sistema digestivo, a pesar de los cambios de cocina y de régimen, y hasta de los saltos en la calidad y cantidad de los alimentos, conserva idéntica la composición química de nuestros humores. Piensen en las estratagemas por las que, bajo los hielos del polo o bajo el sol de los trópicos, con diferencias de cien grados, se mantiene fija la temperatura de nuestra sangre. ¡Misteriosa complejidad del ser! Y ni siquiera tenemos el derecho de afirmarla. Acaso los recursos de la naturaleza son de una sencillez más incomprensible todavía y el misterio es doble. Desde Pasteur acá hemos alzado un ángulo del velo que nos oculta los procedimientos de la defensa orgánica. La inoculación de pequeñas dosis de microbios o de venenos microbianos (toxinas) provoca, en el suero del animal, la génesis de contra-veneno o “anticuerpos” capaces de aglutinar, disolver, descomponer, etc., contrarrestar, en fin, elementos nocivos, inoculados en dosis mucha mayores que las primeras, y que sin esta previa “gimnasia química” serían fatales. El caso de Mitridates, que, a estar a la leyenda, consiguió volverse invulnerable a los tósigos, es bien conocido. Pozerski nos recuerda que ciertos pueblos de la antigüedad tenían la costumbre de hacer morder a los niños por serpientes, para preservarlos de ellas después. Varias enfermedades infecciosas -escarlatina, viruela, tifoides- suelen respetar a quien una vez las dominó. La teoría moderna ha conducido a la seroterapia, que consiste en la obtención y aplicación metódicas de los anticuerpos encargados de asegurar la inmunidad preventiva o curativa. Como por desgracia no es lícito experimentar sobre sujetos humanos -ni aun criminales condenados a muerte-, hay que hacer adquirir a un animal la enfermedad de que se trata, y no siempre es cómodo. Sólo tras largos esfuerzos lograron Metchnikof y Roux comunicar la sífilis al chimpancé y Bertarelli al conejo, preparado así el advenimiento del “606”. También se ha logrado inyectar el cáncer a los ratones. He aquí un noble triunfo. Pero la enfermedad del animal no es nunca exactamente nuestra enfermedad, ni sus anticuerpos son los que hubieran debido nacer en nuestras venas. Una inmunidad genuina es la que se nos confiere por la vida práctica. Inmunidad inconsciente, limitada, mas en extremo útil, porque constituye el coeficiente de nuestra resistencia normal. Es el resultado de las continuas infecciones, o mejor dicho “tentativas de infección” a que estamos sometidos. El polvo contamina el aire; las moscas y demás insectos recogen de las basuras los 77
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gérmenes y los difunden; los tejidos, los papeles, los mil objetos familiares están densamente poblados de bacterias. El enemigo nos rodea y penetra cada día en nosotros por las vías respiratoria y digestiva. En las grandes ciudades, sobre todo, no hay adulto cuyas mucosas no encierren microbios virulentos, empezando por el de la tuberculosis. Nuestras fosas nasales, nuestra faringe, nuestros intestinos son viveros de bacilos. Y gracias a esa convivencia gozamos de la relativa inmunidad que nos permite subsistir. Lucha cruel, que nos hace, por más que lo ignoremos, crueles con el prójimo. El fuerte mata al débil, aunque no quiera. Vean el cólera; no son los coléricos los que lo propagan, tanto como los sanos, que sin inspirar desconfianza transportan los vibriones en sus ropas, en sus manos, dentro de su vientre. El fuerte lleva la enfermedad sin padecerla. El débil… es la enfermedad la que se lo lleva a él. Se desprende de lo dicho que el ciego horror al contagio, la desinfección exagerada, la antisepsia maniática son contraproducentes. Al privarnos de las infecciones habituales, suspenden la batalla que nos vigoriza, y nos despojan de nuestra inmunidad media. Estas ridículas precauciones suelen ser la expresión del egoísmo ruin, del odio al miserable y del asco al enfermo. El egoísta, demasiado protegido por medios artificiales, está a la merced entonces del más significante accidente. Quien no bebe sino agua hervida o filtrada podrá ser asesinado por un simple sorbo de agua común, inofensiva para los otros. Hay que evitar la ausencia de toda infección con igual tino que la probabilidad de infecciones extraordinarias. Y a propósito, díganme si no es digna de piedad la niña Betty Tanner. Hija de millonarios yanquis, tiene cinco años y posee ciento veinticinco millones. Vive en Los Ángeles -California- bajo el clima más dulce y uniforme del mundo, en una casa donde reina una higiene monstruosa. “El suelo ha sido esterilizado -nos cuentan los magazines-, han sido esterilizados cuantos materiales se habían de emplear en la construcción. Los juguetes, los vestidos, los muebles son completamente aseptizados cada vez que la niña los ha de tocar. Nadie se le acerca sin haberse mudado de ropa y lavado con jabón, bicloruro de mercurio y éter. Betty es muy conocida en los Estados Unidos, donde se le llama the sterilised beby… el bebé esterilizado. En su primer vuelo hacia la realidad, su destino será el de los marcianos que Wells imagina invadiendo nuestro planeta, y barriendo la humanidad con sus máquinas infernales, pero detenidos de pronto por lo invisible, devorados vivos y disueltos por los microbios terrestres. ---------He insinuado una de las razones que explican los fracasos de la seroterapia. Fenómenos recientemente descubiertos vienen a complicar la cuestión. Se ha notado que las inoculaciones benignas de los virus no producen siempre una inmunidad más o menos enérgica; producen con frecuencia un estado orgánico enteramente opuesto, un exceso tal de sensibilidad a los venenos inyectados que una dosis mínima ocasiona la muerte instantánea del animal. Richet y Portier denominaron semejantes efectos con el término anafilaxia, de una voz griega que significa contra-proteger. Un animal anafilactizado es un animal indefenso contra un microorganismo o contra una toxina; está expuesto a sucumbir bajo la inoculación de cantidades muy inferiores a las peligrosas normalmente. El perro sufre la anafilaxia por la actinotoxina, el conejo por el suero de caballo; otros animales por la clara de huevo, por los bacilos de Eberth, por la papaína, por el jugo pancreático. Y el hombre la sufre también. ¿Por qué hay enfermedades cuya recaída es muy rara, y hay otras cuya recaída es general y grave? Porque unas veces el paso del mal inmuniza, y otras anafilactiza, es decir, predispone especialmente. El tuberculoso está anafilactizado. La leche hervida, inocua para los sanos, le puede perjudicar si contiene bacilos de Koch muertos. Una levísima inyección de tuberculina -veneno extraído de los bacilos de la tuberculosis- es suficiente a despertar en él una reacción febril y a empeorar su dolencia. Este hecho característico sirve, como saben, para distinguir los animales tuberculosos de los que no lo están. En el tratamiento de la tuberculosis es necesario precaverse, pues, de infecciones suplementarias, y adoptar métodos de la Tirteafuera que crían a Betty Tanner. Si se me tolera la analogía, diré que Arquímedes, cuando trabajaba, estaba inmunizado contra las distracciones. Absorto en sus cálculos, el geómetra no se dio cuenta de que se hallaba en 78
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medio de un combate, y lo pagó con la vida. En cambio, un neurasténico está anafilactizado, cualquier ruido le irrita y desespera. Bastó la caída de una llave para hacer desplomarse a un epiléptico en una convulsión mortal. La anafilaxia, trastornando las clásicas teorías de la inmunidad, suscita nuevas hipótesis, nuevos experimentos, ansias nuevas de verdad y de misterio. La naturaleza se nos aparece como los campos de las Mil y una Noches. Caminan: su pie tropieza con una argolla de hierro. Levantan una losa: bajan a un sótano; abren una puerta baja, y penetran en un palacio encantado, donde les aguardan aventuras que jamás hubiera soñado su errante fantasía.
RUTH En aquel tiempo gobernaban los jueces y hubo hambre en Israel. Muchas familias abandonaban sus tierras estériles, y peregrinaban a lejanas tribus, en busca de campos donde siquiera pudieran espigar, porque Dios ha dicho: “No acabarás de segar el rincón de tu haza, ni espigarás tu segada, ni rebuscarás tu viña, ni recogerás los granos caídos de tu viña; para el pobre y para el extranjero los dejarás”. Partieron, pues, de su pueblo, Noemí, su marido y sus dos hijos, y llegaron a las campiñas de Moab, donde se sustentaron; allí se casaron ambos hijos, pero el padre murió; ellos también, y Noemí, extranjera y miserable, quedó desamparada. Y habiendo oído que Dios daba pan a Bethlehem, resolvió regresar a su patria. Sus dos nueras, Orpha y Ruth, la acompañaron por el camino algún tiempo, y Noemí les dijo: – Vuelva cada una a casa de su madre, y Dios les haga misericordia, como la hicieron con los muertos y conmigo. Ellas lloraron y respondieron: – Volveremos contigo a tu pueblo. – ¿Por qué han de volver? ¿Tengo yo más hijos en el vientre que puedan ser sus maridos? Soy vieja, y aunque tuviera esperanza de concebirlos, ¿habían ustedes de esperarlos hasta que fueran grandes? ¿Habían de quedarse sin casar por amor de ellos? No, hijas mías; vuelvan; mayor es mi amargura que la suya. Orpha se volvió a Moab, pero Ruth se quedó con Noemí, diciéndole: – No me ruegues que te deje, y me aparte de ti; porque donde quiera que tú vayas, iré; y donde quiera que vivas, viviré. Tu pueblo, mi pueblo. Tu Dios, mi Dios. Donde tú mueras, moriré yo, y allí seré sepultada. Cuando las dos viudas llegaron a Bethlehem, las gentes exclamaban: ¿No es ésta Noemí?, y Noemí contestaba: – Noemí soy, que me fui de aquí llena, y vacía me ha vuelto Dios. Era el principio de la siega de la cebada y del trigo. Noemí y Ruth tenían hambre, Ruth se fue a espigar los campos. Sin saberlo, entró en el de Booz, rico pariente del marido de Noemí, y se puso a caminar en pos de los segadores. Booz la vio y le dijo: 79
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– Oye, hija mía, no vayas a coger a otro campo; aquí estarás con mis mozas. Síguelas: he mandado a los mozos que no te toquen. Y si tienes sed, ve a los vasos, y bebe del agua que saquen los sirvientes. Ella entonces, inclinando su dulce rostro a tierra, dijo a Booz: – No soy más que un ave fatigada. ¿Por qué he hallado gracia en tus ojos, por qué me conoces siendo yo extranjera? – Porque dejaste a tu madre y a tu madre y la tierra en que naciste, y no dejaste sola a Noemí. Estás bajo las alas de Dios. A la hora de comer, allégate a nosotros y come el pan y moja tu bocado en el vinagre. Y añadió disimuladamente a sus criados: – Que coja también de las gavillas; no la reprendan. Antes bien, echen de los manojos a sabiendas y guárdense de avergonzarla. Aquel día, Ruth comió y se hartó y llevó a Noemí un epha de cebada, y la esperanza brilló sobre las dos mujeres. Mientras segaron, Ruth se juntaba, pues, con las mozas de Booz, y habitaba con su suegra Noemí. Pero la siega terminó, y Ruth pensaba: ¿Qué será de nosotras? Si mi suegro viviera, Booz, su pariente, redimiría sus tierras según la ley y levantaría la casa, y también lo haría si viviera mi marido. Mas, ¿no soy yo digna de llamarme hija de Noemí? ¿No habrá ley para la extranjera? ¿No habrá piedad? Era la noche en que se levantaba la parva de las mieses. Por consejo de Noemí, Ruth se lavó y se ungió; se entró en los campos, y habiendo aguardado a que Booz durmiera, se deslizó hasta él, junta a la parva a favor de la sombra, y se acostó a sus pies en silencio. ¡Oh, paz de las estrellas! ¡Oh, bálsamo del espacio sin fin, de la naturaleza más pura ante una humanidad más joven! El misterio respiraba. Booz, en la medianoche, se estremeció y vio la mujer a sus pies tendida… – ¿Quién eres? – Yo soy Ruth, tu sierva; y si tú eres mi redentor, extiende el borde de su manto sobre mí. – Bendita seas, hija mía, reposa hasta la mañana. – Y Ruth reposó a sus pues, hasta la mañana, y huyó antes de que nadie pudiera conocer a otro. Booz redimió las tierras, tomó a Ruth por mujer, y tuvo un hijo. Las mujeres decían, viendo a Noemí: – No te faltó redentor que restaure tu alma y sustente tu vejez. Más te vale tu nuera que siete hijos. – Y Noemí puso a su nieto en su regazo, y olvidó los dolores de otro tiempo. ---------Demos a la poesía lo que es de la poesía. La Biblia es el libro sagrado siete veces, no por divino -¡oh, no!- sino por ser humano, porque en esa inmensa historia de nuestras miserias y de nuestros sueños, se alzan gritos salidos de nuestra carne desnuda.
A PROPÓSITO DE LA BIBLIA Veo terminada la polémica que provoqué inocentemente al publicar en La Razón un fiel relato del bello libro de Ruth, y ya que nada añadí por entonces, dejando que se entendiera el señor Lasso con sus contendientes Besson, protestante, y los de El bien, católico, no se me tomará a 80
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mal que ponga como apéndice a la controversia estas breves observaciones, incapaces, espero, de reanimar discusión alguna, puesto que se reducen a verificar hechos consumados. Y no hice en realidad otra cosa al restaurar el texto de Ruth y presentarlo tal como era, ante un público que lee a Ossal y no lee la Biblia. En tres o cuatro líneas de comentario, declaré: el libro es sagrado, no por ser divino -¡oh, no!- sino por ser humano. Con esto basta para comprender que los artículos del señor Lasso, enderezados a los que divinizan la Biblia, no pueden ir conmigo. Van con católicos y protestantes, que, atribuyendo a esa antigua compilación un valor revelatorio positivo, oyen a Dios donde habla el hombre. Aquí de mis observaciones. Se ha sobreentendido en la controversia que tal fe en la revelación bíblica es inseparable del cristianismo actual. Al pie de la letra no es exacto. Por lo que toca a los protestantes, hay infinitos matices. Los ortodoxos no forman mayoría. Sectas nuevas y robustas, sobre todo en Norte América, nacen continuamente. Se apoyan en el nombre de Cristo, y rechazan el de Jehová. Huyen del intelectualismo, de la teología; se basan en el elemento emotivo, en lo que, según Tolstoi, “hace vivir a los hombres”, y no es por cierto el dogma; se proponen la acción social y su moral depurada no admite los crímenes del Dios de Moisés. Suprimen la venenosa idea del pecado, la expiación y un infierno debido a la infinita misericordia. Los espíritus elevadamente religiosos, por lo mismo que viven y respiran, y no son momias embalsamadas en el rito, no se sustraen a la atmósfera de su época. Para ellos Jesús es el hombre bueno, el poeta del amor, el más poderoso de los reformadores sociales, y no el nieto de David. Jesús, tal como la crítica nos presenta lo poco que sabemos de él, no es un personaje de filiación bíblica, como supone el señor Besson. El Antigua y el Nuevo Testamento, son la noche y el día. Jehová es racionalista, cruel y vengativo, insaciable de sacrificios, minucioso en su código litúrgico y civil. Jesús es cosmopolita, contrario al castigo, piadoso; su ley se resume en una sola máxima; no necesita templo, ni ceremonias; le basta la sinceridad y nunca tuvieron los sacerdotes peor enemigo. ¡Por algo ellos le crucificaron! Absolutamente todos los dogmas católicos fueron inventados después de Cristo por la Iglesia. Jesús no tiene nada de común, ni con la Biblia ni con el Vaticano, y no era difícil que este místico independiente, sencillo, profundo, universal -me refiero al auténtico, al de las parábolas, no al de los estúpidos y apócrifos milagros-; no era difícil que conservara después de veinte centurias una virtud impulsora y fecunda que han perdido para siempre el catolicismo romano, podrido por la política, y el Dios aborrecible del sagrado libro. “Cuando una religión se convierte en ortodoxia, dice William James, pierde para siempre su interioridad; el manantial se ha agotado… Los viejos dioses caen por debajo del nivel de las ideas morales corrientes, y ya no se puede creer más en ellos…” Nuestro tiempo envía al examen científico la metafísica eclesiástica, y vuelve la espalda al dogma. El objeto principal de estas líneas es demostrar que los católicos ilustrados participan también del genio del siglo, y se niegan a aceptar el Génesis como una taquigrafía divina. Para un teólogo nato, v. g. el cardenal Newman, ¡cuántos se encogen de hombros ante Santo Tomás! Cuatro ejemplos serán suficientes. “Todo lo que se pueda decir de Dios es falso. Si todo es falso, tanto vale una falsedad como otra, y más vale la falsedad que nos acerque a lo divino y le haga desempeñar, respecto de nosotros, su único papel: hacernos vivir”. R. P. Sertillanges, dominico, La Quinzaine, 19 de junio de 1905.
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“El hombre se inclina cada vez menos a reconocer la mano de Dios en los juegos brutales y caprichosos de la naturaleza; más y más halla dentro de sí mismo el ideal persuasivo y viviente”. Abate Pedro Vignot, La vida mejor, pág. 80. Respecto a la Biblia, citaríamos del célebre abate Loisy, un sabio, libros enteros. He aquí algunos renglones del autor de Los Mitos Caldeos: “El progreso de la ciencia plantea en términos nuevos el problema de Dios… Lo que llamamos revelación no ha podido ser más que la conciencia, adquirida por el hombre, de sus relaciones con Dios…” Autour d’un petit livre, págs. 25 y 195. ¿Qué Loisy es de la izquierda católica? Lean lo que dice el R. P. Prat, jesuita, en su obra La ciencia de la religión y la ciencia del lenguaje según Max Muller, pág. 8: “El hecho de la revelación primitiva está ahora muy alejado de nosotros; quizá se encuentre oscurecido y obliterado; es dudoso que haya dejado, en este mundo más viejo de lo que generalmente nos inclinamos a creer, rastros todavía visibles; y si quedaran vestigios, ¿cómo discernirlos hoy de los productos espontáneos del humano espíritu?” ¡Y este párrafo fue citado y aprobado por el padre Lagrange, dominico, en su Estudio sobre las religiones semíticas! Ante testimonios tan significativos asusta la necedad de Pío X, empeñado en resucitar los más bárbaros dogmas de su colección.
TOLSTOI Fue un artista incomparable. Tenía el vigor de Miguel Ángel y la delicadeza de Chopin: era a la vez enorme y sabroso. Pero también fue algo más, mucho más que un genio literario: fue un hombre bueno. Fue una cosa audaz y tierna en medio del alud de bloques de granito, una llama desnuda en medio de los negros huracanes, una rosa en el infierno; fue bueno en medio de este mundo. Fue bueno, es decir, fuerte, bastante fuerte para no mentir, valeroso, obstinado, indesviable de su rumbo, explorador de las selvas y los pantanos de su alma, viajero que venía de muy lejos, de muy abajo, a través de sí, estrangulando fieras y aplastando víboras, dominador de la noche y de la soledad. Jamás alumbró el sol nada tan noble como este viejo lacerado por la fe, como las manos de este viejo, manos pardas y toscas, manos de labriego, de piloto y de limpiador de cloacas, manos de angustia besadas por los ángeles. “He sido ladrón y asesino”, confiesa Tolstoi. Pero cuando era todavía un elegante oficial disoluto, su “yo” verdadero comenzaba a moverse dentro de su ser. Novio de Sonia Andrewna, escribía en su diario íntimo: “Un medio poderoso de llegar a la felicidad consiste en tender alrededor de uno, sin ninguna regla, pero de todos lados, una especie de gran telaraña de amor en que se prende cuanto pasa: una anciana, un niño, un criado…” El asco de la buena sociedad rusa, le hace retirarse con su mujer a Yasnaia Poliana. De 1863 a 1879 se consagra a la familia -el patriarca tuvo trece hijos-, a la naturaleza y a su arte. Crea maravillas como La Guerra y la Paz y Ana Karenina, se interesa por los labradores de su feudo, funda escuelas en torno de él y escribe métodos de lectura y escritura y hasta un Alfabeto para los niños. Su existencia es, al parecer, un modelo de dignidad serena. El trabajo, y el contacto con la tierra y con los humildes, le han purificado. No odia más; el día de su amor nace lentamente. Ha recorrido la primera etapa hacia el Bien.
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En 1879, a los cincuenta y un años de edad, el conde León Tolstoi es famoso dentro y fuera de Rusia. Sus libros se traducen a todos los idiomas. Su esposa y sus hijos le adoran y sus mujiks le veneran. Sus costumbres sencillas, al aire libre de los campos, le han hecho sano y recio como un roble. Salud, renombre, riqueza, hogar, supremacía social… ¿qué le falta? ¡Le falta todo, todo! Le falta la paz interior, y si pudiera vivir sin ella, no sería Tolstoi lo que es, lo que va a ser. ¿Cuál es el sentido de la vida? Y si la vida no tiene sentido, si el universo es una máquina ciega, desbocada al azar, ¿para qué vivir? La idea del suicidio se apodera de este vencedor, colmado por la fortuna; sus amores son ahora la escopeta de caza, la cuerda en el granero, el remanso donde anida la muerte. ¡Congoja última, parto del hombre nuevo! El santo aparece. Tolstoi se ha encontrado a sí mismo, al encontrar a Dios. Dios es “lo que hace vivir”. Es el amor; uno de los manuales tolstoianos se titula: Donde está el amor, allí está Dios. El amor es la justicia. Religión sin dogmas, análoga a la de Jesús, reducida a la fraternidad humana. Y Tolstoi escribe, a partir de la fecha de su conversión, La muerte de Ivan Ilütch, El Poder de las tinieblas, Resurrección, obras sublimes, de una simplicidad de estilo que desorienta a estetas del boulevard, indignados por el folleto ¿Qué es el arte? Tolstoi crece; su augusta inteligencia se ha elevado sobre los tibios y frondosos valles del talento artífice. Su cerebro es una cumbre inmensa, en que no brotan las flores, pero en cuyas entrañas se cría el manantial que bajará a los valles, para cubrirnos de flores y apagar nuestra sed. En Tolstoi, el ascetismo estético se confunde con el ascetismo moral, el poeta con el profeta. Es el anarquista absoluto. La tierra para todos, mediante el amor; no resistir al mal; abolir la violencia; he aquí un sistema contrario a toda sociedad, a toda asociación, sindical o no, fines de políticos, porque toda ley, todo reglamento, toda forma permanente del derecho -derecho del burgués o derecho del proletario-, se funda en la violencia. ¡Y decir esto en Rusia! El Santo Sínodo excomulga a Tolstoi, sus libros son secuestrados; sus editores, deportados. Es el revolucionario y el hereje sumo. Es el enemigo del Estado, de la Iglesia y de la Propiedad, puesto que ama a su prójimo. El que ama, no quiere inspirar terror, sino amor. Y ¿cómo, si renuncian a mantener el terror en los corazones de los débiles, seguirán siendo Jefes, Dueños y Sacerdotes? Al ver a Rusia, desde 1905, erizaba de horcas, Tolstoi reclama, en su célebre manifiesto de 1908, que le encarcelen y le ahorquen a él, el más aborrecido, el más culpable de todos, y el zar no se atreve… Tolstoi es europeo, Tolstoi no es un ciudadano cualquiera (¡Duma!), un elector oscuro, uno de esos millares de infelices que los capataces, entre risas ahogadas, cuelgan a medianoche, en patios de presidio o de cuartel… Y, sin embargo, Tolstoi era un prisionero, un perseguido: prisionero de su gloria, perseguido por la ternura de los suyos. El escrúpulo de ajustar su conducta a sus doctrinas, le atormentaba constantemente. En lo que le fue posible, se despojó de sus propiedades, de sus derechos de amor. Se vistió con los vestidos del pueblo; se alimentó como los pobres, de un puñado de legumbres; se sirvió a sí propio, se hizo sus zapatos y sudó sobre el surco. Pero su conciencia pedía más, y sus discípulos también. ¿Por qué los cuidados de su familia, los halagos de los amigos y de los admiradores? ¿Por qué preferir los hijos de su carne, él, padre de tantos hijos del dolor? Había que cumplir el supremo sacrificio, y el 10 de noviembre, de madrugada, en secreto, como un malhechor, el gran anciano se escapa de su casa. ¿A dónde? A la muerte. Para subir más alto, le era ya forzoso abandonar la tierra. Y murió. Y su cadáver tuvo todos los honores; el llanto de los que sufren y esperan, el asombro inocente de los niños, y hasta la actividad microscópica de los funcionarios, que después de haber prohibido que se leyera a Tolstoi cuando vivo, prohíben que se le rece cuando muerto… ¡Todos los honores! Faguet le coloca por debajo de Dickens, y un señor Hanoteaux opina que el conde ha exagerado. ¡Oh rusos! No pregunten dónde está su padre; su espíritu es, hoy como ayer, el firmamento moral de Rusia, y está donde estaba: sobre sus frentes. No pregunten si las remotas estrellas que les guían se han extinguido ya. Su luz palpitante les busca aún y les acaricia en la sombra. 83
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WAGNER Hay asuntos que hacen la exageración imposible. Al hablar de Wagner, nada debe temer el más noble y apasionado entusiasmo sino quedar pequeño y frío ate la obra del coloso alemán. He visto con gusto que pronto tendremos ocasión de oír dos admirables trozos en que se concentran, como la luz en el diamante, todas las bellezas esparcidas por dos célebres dramas wagnerianos, Lohengrin y Tristán e Isolda, y me parece éste el momento de recordar al genio más poderoso del pasado siglo, al genio quizá más grande de todas las épocas. Ricardo Wagner nació en 1813. Sus padres le dedicaron a la pintura. Cuando los profesores comenzaban a creerse en presencia de un futuro Rembrandt, el discípulo abandona los pinceles y compone una tragedia en que sucumben treinta personajes. Al fin descubre su vocación y escribe dos óperas, Las Hadas y Rienzi, donde se notan reminiscencias de Meyerbeer. Con la partitura del Buque Fantasma debajo del brazo, va a París y está a punto de perecer allí de miseria y de desesperación. Vuelve a su patria y consigue estrenar el Buque; el público lo recibe desconcertado. El famoso Liszt, maestro de capilla en Weimar, monta el Tannhäuser, que levanta una tempestad. La rutina, la envidia y la pereza acusan a Wagner de oscuridad y de pedantería, como acusaron a Gluck y a Beethoven. Hoy, después de cuarenta años de rebeldía al divino yugo, el mundo pone al autor de Tannhäuser en la región sagrada donde están Víctor Hugo, Miguel Ángel y Shakespeare. Después del grandioso poema cristiano viene Lohengrin, celestial poema de misterio y de amor. El romántico y suntuoso Luis de Baviera protege al artista, que va engendrando la tetralogía del Anillo del Nibelungos, inmenso ciclo simbólico, Tristán e Isolda, incomparable elegía de pasión y de muerte, Los Maestros Cantores, prodigio de majestuosa y salvaje ironía, Parsifal, augusta y sublime leyenda. Wagner, elevado a las cimas deslumbradoras del arte, es reconocido profeta. Su Meca es Bayreuth. Su teatro es el Templo, y los intérpretes de sus creaciones son los sacerdotes de un culto nuevo. Venerado por la legión innumerable de sus fieles muere en el año 1883, a orillas del Adriático, en plena gloria. Sucede al imperio absoluto de Goethe en la cronología del pensamiento germánico, el triuniverso formado por Nietzsche, concentrado y violento, Schopenhauer, altivo, ingenioso, enormemente sabio, y Wagner, que completa y supera a los dos por su imponente organización artística. Los asuntos de sus dramas líricos suelen estar tomados de las tradiciones y de la mitología medievales, y se desarrollan en ambientes fantásticos y a la vez profundamente lógicos. La fábula se humaniza, el símbolo se hace carne. La edad caótica en que los gérmenes de la moral futura brotan de las ruinas de todos los paganismos, es para Wagner el crisol que depura sensaciones extrañas, sentimientos sobrehumanos, ideas eternas, seres dotados de una inmortalidad abrumadora. ¿Qué hombre dominó hasta ese punto la materia, asentó el pie en tierras tan remotas, dispuso de tan distintas y terribles armas para rendir el ideal? Pintor, él mismo imagina y dibuja las decoraciones y las vestiduras, y evoca escenas de la hermosura centelleante del Fuego Encantado, o del siniestro esplendor del Crepúsculo de los 84
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Dioses: poeta, rima él mismo los libretos de sus obras, y produce páginas, como las de Tristán, en que suenan los más altos acentos de la poesía; músico, se apodera de la armonía en el grado perfecto en que la dejó Beethoven, y con formidable empuje hace de ella montañas, paisajes, abismos de sonidos, o con maestría maravillosa la desvanece en murmullos, gemidos y lágrimas. Y esto no es nada. La trascendencia de Wagner está en que ha transformado, no la música, sino la estética, en que ha creado una forma definitiva, el drama lírico, unidad extraordinaria que resume toda la sensibilidad de una civilización. Por eso es más que Víctor Hugo. El uno forjó la lengua francesa contemporánea, el otro dio sentido a la lengua universal de la música, y enseñó a expresar con ella lo que no expresa ninguna otra. El uno ha dado un alma al verso, el otro ha dado un alma única a todas las artes. Sería una mezquindad decir que Wagner ha hecho escuela. Quien revoluciona la humanidad y la orienta por algunos siglos hace más de una escuela. Desde que Wagner ha muerto la estatura de Alemania se ha reducido a la mitad. Allí y fuera de allí la mole ciclópea cierra el horizonte, y por mucho tiempo trabajarán los artistas a la sombra.
EL SUEÑO DE RODIN He oído en Buenos Aires insultar a Rodin porque la efigie de Sarmiento “no tiene parecido”. Esto me recuerda que las gentes entendidas de Madrid creen todavía decadente a D’Annunzio y oscuro a Verlaine. Nada le confirma a uno tanto en su admiración hacia los artistas nuevos como la terquedad hostil de ciertas personas competentes. Nada sería tan penoso como estar de acuerdo con ellas. Después de conocer la obra del prodigioso escultor, cuya gloria por supuesto sólo es ya discutida entre cegatos remotos de académicos lentes, se entiende la frase de Carrière: “El arte de Rodin sale de la tierra y vuelve a ella, semejante a los gigantescos bloques, rocas o dólmenes, que afirman las soledades y en cuyo heroico agrandamiento el hombre se ha reconocido a sí propio”. Pero Carrière, el pintor filósofo, otro salpicado por la envidia oficial, el que halló esta admirable fórmula: “la naturaleza es materia, el espíritu es matriz”, nos dejó de Augusto Rodin un retrato preferible, debido al pincel. Rodin fue el único digno de imponer a las generaciones venideras la figura de Víctor Hugo; Carrière, la de Rodin. En ella palpita “una sensualidad superior que fuera la síntesis de todos los vigores, amorosa y valerosa, tocada de esta delicadeza influida por un divino comercio cotidiano del genio con la naturaleza; bajo las apariencias de la fuerza sobre todo, Carrière ha discernido en el alma del gran estatuario esta suavidad singular que respira este rostro poderoso, y que lo dulcifica sin debilitarlo, cuando sonríe hablando de las cosas que ama, o cuando las mira” (Morice). Cabeza descomunal y armoniosa, paisaje profundo, diversamente bello, en que se siente la fecundidad radiante de las primaveras futuras, y la saludable melancolía de los inviernos pasados, y las potencias ocultas, geológicas, que levantan montañas, y la ternura, forma penetrante y potente de la energía… ¡Qué salud salvadora la de Rodin, Prometeo victorioso, semidiós del mármol y del bronce! Sin embargo, el “genio es una neurosis”, según los innumerables psiquiatras que infestan nuestra cultura. Es fácil ser psiquiatra. O Rodin, esa expresión de irresistible y hondo impulso creador, es neurótico, o tiene que resignarse a no ser genio. ¡Qué despreciable es su buena salud de mediocres, señores psiquiatras!
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La evolución actual de Rodin, como la de muchos artistas eminentes llegados a la plena madurez, se dirige a la sencillez augusta de la verdad fundamental. Dotado de facultades maravillosas, que le han permitido dominar en absoluto el tecnicismo de su arte, y ponerse en extenso e íntimo contacto con la realidad exterior, la corrige y depura y sublima, reduciéndola a las líneas ejes que él sólo ve, y que por él robadas al seno misterioso del mundo, han de resucitar después en el espíritu que las reciba toda la riqueza hasta entonces enterrada. “Este músico de las modulaciones, dice un crítico, este músico de los modelados esenciales ha ido simplificándose cada vez más. Hoy se reúne a los griegos primitivos, y este adorador del antiguo Egipto prueba que lo ha comprendido bien. Sus líneas jugosas y sobrias, que sinfonizan la luz, traen el individuo al tipo, el tipo a la especie, y hacen con una serenidad más y más poderosa vibrar en una sola figura elegida la vida universal”. Carrera estupenda, que del San Juan Bautista y el Beso y los Burgueses de Calais al Balzac y al Pensador y al Hombre que marcha, asciende ahora a un coronamiento extraordinario. Rodin proyectó un monumento ciclópeo y celeste a un tiempo, sin análogo en la historia, cuyas grandes construcciones no arquitectónicas llevaron siempre un certificado personal o local, ya en conmemoración de la victoria o de la muerte. Es La Torre del Trabajo, que tendrá ciento treinta metros de altura. “Se quiere recordar la Colmena y el Faro”, ha escrito el maestro en lo bajo del boceto. Figúrense los enormes cimientos, formando criptas, cuyos fantásticos muros representarán el limbo tenebroso donde se agitan los mineros y los buzos. En los cuatro ángulos, cuatro figuras capitales, la Antigüedad, la Edad Media, el Renacimiento y los Tiempos Modernos. En el centro se eleva la Torre del Trabajo; sus primeros sillares serán de roca fina, abierta por anchas hendiduras que darán acceso al público, y sobre los cuales, grandes bajorrelieves contarán la historia del trabajo humano desde épocas prehistóricas; encima una cintura de estatuas de héroes, luchadores de la herramienta y de la idea en todos los siglos y en todos los países; luego ocho graciosas columnas de mármol blanco caladas, dentro de las cuales habrá ascensores que subirán y bajarán despacio a las gentes para que vean a gusto la columna central, en cuyo colosal fuste se desarrollan sobre infinitas espirales de oro y las leyendas y triunfos del trabajo. En el entablamiento, de mármol blanco, ostenta el friso los copiosos útiles y símbolos del trabajo del hierro, de la madera y de la tierra, y los nombres de cuantos han contribuido al progreso de la humanidad. Una terraza, por fin, su pequeño templo al Pensamiento Creador, y sobre la cúpula, de mármol rosa como el templo, las Bendiciones, figuras aladas de una hermosura incomparable, descendidas del cielo para glorificar al Hombre. Éste es el sueño de Rodin. Jamás será tan noble y tan pura su obra como en estos instantes en que aún es sueño; mas, cuando se encarne en la rebelde piedra y en el áspero bronce, será el sueño de los demás. Esta Gran Pirámide europea que se alzará representando la vida inmortal enfrente de la Gran Pirámide funeraria de los antiguos, será el sueño de una raza. Sueño es el arte, sueño, lo mejor de nuestra valiente especie, nutrida y empujada por las visiones del futuro.
VARGAS VILA Han caído en mis manos tres obras de Vargas Vila: Aura, Copos de Espuma y Verbo de Admonición y de Combate. En estos libros algo pueriles he buscado la justificación del curioso prestigio que Vargas Vila goza entre la juventud sudamericana. Los dos primeros valen bien poco. El estilo no se ha 86
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cuajado aún. La escritura es de una incorrección que desanima. Abro al azar: “Arrebaté de sus manos el ramo de violetas que llevaba y lo guardé al lado de su cadáver. No llevaba la cruz en las manos como la generalidad de los muertos porque la había llevado sobre los hombros (!). Cogí una de sus manos en las mías y la estuve mirando largo rato…” El pensamiento es insípido y débil. Leo en Lo irreparable (título de un penetrante estudio de Bourget, sea dicho de paso): “Lo que sí es cierto, es que el hombre para amar calcula, la mujer no, “El egoísmo no cabe en una mujer que ama. “Hay siempre en el amor de la mujer, una tendencia generosa al sacrificio… etc., etc.”. Capítulos enteros rellena el señor Vila con este serrín. ¿Cómo resignarse a continuar semejante lectura? No, la vida es muy corta. En Copos de Espuma el autor habla de París, de los trottoirs, de las cocottes; subraya los nombres de calles respetuosamente. Tanta inocencia hace sonreír. Hacia el final del volumen brilla una frase hermosa. “La soledad… me ha dado hijos bellísimos. Hay unos robustos, hermosos, templo de combatientes y actitud de gladiadores; parecen arcángeles de las leyendas de Milton; nacen de pie y combatiendo, como héroes de Troya; ésos son mis pensamientos”. Verbo de Admonición y de Combate tiene cierta originalidad. Revela en Vargas Vila a un periodista obstinado y ruidoso, de ideas descarnadas pero firmes, de idioma bárbaro y pobre. Enfática y sarmentosa a la vez, la manera de Vargas Vila, privada en absoluto de buen gusto, está animada de una potente vitalidad que no carece de arrogancia. Para este orador empeñado en deslumbrar inmediatamente no hay matices. El concepto y la frase son desnudos y monótonos. Un sempiterno pedal de Justicia y de Atentado, de Fuerza y de Derecho, de Conquista y de Libertad simplifica la historia y la sociología cándidamente. Todos los lugares comunes de la leyenda y de la anécdota vagan de versículo en versículo. Vila prefiere cortar el período en rebanadas, suprimir las conjunciones y las mayúsculas y dejar en blanco la mayor superficie de papel posible. He aquí unos cuantos compases de tantán, más franceses que bíblicos, más retumbantes que otra cosa: “¡es tiempo de revivir la nacionalidad!; “es hora de reaccionar contra la debilidad; “las tiranías han educado nuestros pueblos para el yugo; “la tiranía precede a la conquista; “el despotismo en el heraldo de la Invasión; “los dictadores han abierto el campo a los invasores…” Más: “pero el Silencio no es la Vida; “el silencio es el sello de la Muerte; “la Muerte no es combate; “sólo la palabra siembra la Vida; “ella crea, ella vivifica y ella Salva; “el verbo es Vida; “he aquí por qué callar es un oprobio…” Un final: “es un inmenso vientre, pidiendo pan; 87
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“la lucha de las grandes ideas, pasó; “la lucha de los grandes apetitos, ha llegado; “ha muerto el ideal; “no queda en pie sino el instinto; “”el nuevo dios se llama: Vientre; “¡salud al nuevo dios!” Nada más aburrido, más falso, más insignificante. La construcción de Vargas Vila padece hipertrofia de epítetos violentos y vacíos y de antítesis dislocadas. Parece la gesticulación maniática de un alcoholizado. De cuando en cuando, asoma una belleza de buena ley. Ejemplo: “prender con las últimas tablas del naufragio, una hoguera en la playa desierta, bajo la noche impenetrable, para orientar a los que van aún perdidos, en el horror de la tormenta lejana…” Pero ¿cómo oír el canto puro de tales melodías, en medio de la baraúnda insensata con que Vargas Vila nos fatiga y atruena? La fatuidad, a veces insoportable, de este pseudoestilo se afirma en el rebuscamiento del neologismo, y en el afán de retorcer las oraciones, hasta hacerlas aullar. Admito rumorear, noctículo, insoluto; mas ¿quién negará que desventrado y otros tantos motes resultan feos e inútiles? La preposición, la entrada de los incisos, son en Vargas Vilas completamente franceses. Cátulo Mendès y, sobre todo, Richepin deben de haber magnetizado al fogoso publicista. Interesante estudio sería el de la escuela americana decadente (nombre bastante impropio) y el de las causas que la hacen triunfar en un Rubén Darío, en un Leopoldo Lugones, y fracasar en un Vargas Vila. Se comprende que los jóvenes de estas jóvenes repúblicas, es decir, los jóvenes más jóvenes del mundo, embriaguen su virgen sensibilidad con los efluvios acres de un simbolismo trasplantado malamente; más tarde, cambiarán de amores y elegirán la serena armonía del verdadero arte. Quiero suponer, sin embargo, que el prestigio de Vargas Vila se debe a su carácter batallador, a su tenacidad, a sus ensueños generosos de unidad sudamericana, de resistencia al yanqui. Aquí, me rindo. En estos momentos de angustia para todos los que pensamos en nuestra adorada Francia, los acentos latinos son sagrados. Estoy con todos los que, como yo, llevan en el alma un reflejo del suave Mediterráneo.
LA MODESTIA Bien contra mi voluntad, no asistí a la conferencia que dio sobre la modestia el señor Roberto Velázquez, pero en cambio le he leído, lo que me parece más provechoso. He descubierto la modestia del señor Velázquez. Prefiere no insistir en sus puntos de vista personales, y dedica la mejor parte de sus energías a transmitirnos los conocimientos que le ha proporcionado su extensísima lectura. A pesar de ese discreto eclecticismo de librero, el señor Velázquez deja trascender en dos o tres pasajes su opinión original; pasajes para mí preciosos, lo verdaderamente interesante de su trabajo. ¿Qué nos importa Spencer fonografiado por el señor Velázquez? No estamos para hacer propaganda ajena, y cada cual debe defender lo suyo. Tanto añadamos del pensamiento de otro, tanto quitamos del nuestro. La admiración es sobre todo legítima en quien renuncia a crear. Comprendo que nos ocupemos de los demás en un caso: para combatirlos. So se sale del coro se cesa de cantar alabanzas y se comienza a dar órdenes. Hay alguna distancia de un escritor a un rèpétiteur, y el cerebro no es una casa de 88
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citas. Hemos de convencernos de que coincidir con ideas viejas, por ilustres que sean, es sencillamente una desgracia. Por eso agrada en sí la independencia con que el señor Velázquez sacude el polvo a Rubén Darío. La fatuidad del exquisito artífice exaspera al conferenciante. Yo sería tal vez indulgente con esa ingenuidad de niño mimado y de mosquetero inofensivo que suele completar la silueta simbolista. La terrible soberbia de Nietzsche, engarzada en un estilo cuya salvaje y oscura belleza es irresistible, ha encantado al señor Velázquez; ¿quién se extrañará de ello? Todos nosotros hemos sentido el estremecimiento inolvidable. Se tarda años en franquear la sombra del coloso alemán. Quien lo paga es el cristianismo, que no queda bien parado en la conferencia. La modestia cristiana resulta hipócrita y suicida a un tiempo, según el autor. Hipócrita, quizá; suicida, no. Vida terrestre o vida celestial, la vida es la vida, y nadie tuvo más horror a la muerte auténtica que los cristianos. “¡Cómo sirve todo a la potencia, cómo se aprovecha de todo lo que destruye!”, exclama Benjamín Constant. La prueba de la furia de vivir de los cristianos, está en el hecho único de que han sabido explotar el sufrimiento y la injusticia, utilizando para cimentar su política y sus dogmas las razones de pesimismo desesperado irrefutables en Schopenhauer o en Hartmann. ¿Qué cuesta a gente que tutea a Dios y se cree con derecho a la felicidad eterna, firmar las cartas al modo de San Pedro Nolasco: P. N., servidor inútil, o barredura del mundo, o verdadera nada? Después se permiten una insolencia inaguantable con los gobernadores rebeldes al éxtasis, que no tienen otro remedio que hacerlos callar a la fuerza, hasta que los beatos, en lugar de consagrarse a ser quemados, se consagran a quemar al hereje, y el Vaticano, parodiando a Ezequiel, declara que “Dios no quiere la muerte del pecador, quiere que pague y que viva”. En un párrafo acertadísimo el señor Velázquez señala el papel de la modestia dentro de la civilización contemporánea. Se asemeja la modestia a un lubrificante que economizara razonamientos estériles a la máquina social. El otro lubricante es la cortesía. Conviene a la división del trabajo ese no sé qué de anónimo, que los titanes de la ciencia imprimen a su actividad. Un químico, un matemático de primera fila, se guardan de aludir a sus estudios en público. ¿Para qué? Poincaré, por ejemplo, no conseguiría reunir doce europeos capaces de seguirle. ¿En qué es dable a los genios modernos ayudar personalmente a su obra? Su obra sola es la que lucha y vence, y sería torpeza distraer de ella esfuerzo ninguno. Fuera de su laboratorio o de su gabinete, esos hombres excepcionales son caballeros torpes y medianamente vestidos, que por lo general nada comunican al prójimo. Ahorran sus recursos en silencio, y se toma por orgullo o por modestia el aislamiento fatal a las cumbres. ¡Cuántos de ellos aborrecen la notoriedad! Son tan ajenos a la multitud, que la incomprensión de cualquier sentimiento colectivo les desconcierta y les hiere. A medida que la cultura se refina y se concentra, la soledad de los jefes se vuelve más irremediable. “La notoriedad, gime Loti, es como una gran campana fastidiosa que unos bromistas de mal género me hubieran colgado a la espalda, y que, en cuanto me muevo, se pusiera a sonar para hacer aullar a los imbéciles y a los perros”. La obra, ahí está nuestro destino. Separados de ella, no existimos. ¿Qué se nos da la famosa opinión ilustrada? Si no somos vanos espectros, a ella le toca inclinarse y obedecer. Si la angustia de lo irrealizado y del misterio, si el afán de corregirnos y purificarnos perpetuamente son modestia, ¡bendita sea la modestia! Si la obstinación en escucharnos a nosotros mismos donde no lleguen los ruidos de la calle, el empeño en conservar enfrente de la masa una casta fiereza y la fe en el porvenir, son orgullo, ¡bendito sea el orgullo!
SOBRE VARGAS VILA Y EL DECADENTISMO 89
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He visto con placer dos artículos sobre Vargas Vila, evidentemente provocados por el mío. El señor Barrios publica en El Diario algunas líneas entusiastas; por lo que atañe a los párrafos ardientes aparecidos en estas columnas anteayer, no sé quién tuvo la modestia de no firmarlos. Vibra en ellos el más noble apasionamiento, y si su autor no me rechazara el elogio, le diría que los prefiero a los del mismo Vargas, Alejandro intelectual de la época. El empeño con que se confiesa esta fe artística en el escritor amado afirma un ambiente de alta cultura, y por pocos será tan comprendida como por mí, admirador fanático de los grandes hombres, a quienes defiendo con la más exasperada intransigencia. Pero he aquí el hecho: hay sonetos de Baudelaire, como aquel que termina: O toi que j’eusse aimé, ô toi qui le savais!, que me estremecen hasta el fondo del alma; hay suspiros de Verlaine -¿recuerdan les sanglots longs des violons de l’automne?- que me bañan de una divina tristeza. No puedo concluir la maravillosa Sonatina de Rubén Darío sin que se me llenen los ojos de lágrimas. Mis nervios funcionan. Pues bien, Vargas Vila me aburre, me molesta, me aflige. Las sensaciones no se discuten. Toda polémica a este respecto sería inútil. Lo único fecundo consiste en razonar lo escaso razonable de los fenómenos estéticos, y analizar más bien el métier de los creadores, y no las ideas vagas que acompañan a la emoción. Reflexionando sobre el caso de Vargas Vila, me ha parecido oportuno delinear un interesante problema crítico, acerca del cual me honraría la opinión de quienes seguramente saben más que yo. Se trata de las tendencias simbolistas francesas trasplantadas al castellano. Vargas Vila está dentro del simbolismo, en la amplia acepción del término. El señor Barrios indica que los cánones le vienen estrechos a Vargas Vila, y el artículo de El Cívico apunta que las obras de este “Miguel Ángel del estilo” “tienen la grandeza toscamente augusta de las cordilleras…, la divina brusquedad de Rodin”. La tosquedad y la brusquedad de Vargas Vila son patentes, más ¡de cuán distinto jaez que las de un Rodin! Mis nervios y mi razón están acordes aquí. Rodin (y dejo al profundamente armonioso Miguel Ángel) compuso el Juan Bautista, estatua perfecta del Museo del Luxemburgo, mucho antes del famoso Beso, de los Burgueses de Calais y del Balzac; Rodin trabaja y pule la arcilla clásicamente; cuando está acabada en el sentido académico, es cuando el escultor inmortal crispa la superficie del barro con el fluido de sus dedos libres de palillos y de espátula; entonces es cuando infunde esa extraña vitalidad, ese movimiento increíble a la materia bruta. La consigue, no lo duden, porque domina en absoluto las reglas del oficio. Sólo así prescinde de ellas. Igual hicieron todos los reformadores, desde Víctor Hugo, enorme erudito de su idioma, hasta Wagner, contrapuntista estupendo. Hermoso es, sin duda, romper moldes, pero comencemos por llenarlos. Buscando lo nuevo -lo bello es lo nuevo, ha declarado Gourmont- el simbolismo, que ya se cernía, con Edgard Poe, nació en París de la conversación deliciosa de Mallarmé y el vaso de ajenjo de Verlaine. Nació con la naturalidad de una flor. Palabras innumerables se aparearon por vez primera en alegres relámpagos. Rumores nunca oídos salieron de versos vírgenes. Muchas cosas hasta entonces mudas empezaron a hablar. Aquello era nuevo, sí, y también francés. Se conocía la casa del simbolismo. No había trampa. El padre, el Parnaso, y el abuelo, Víctor Hugo. ¿Pasó algo semejante en castellano? No olvidemos que la capital en literatura es la lengua, el plasma palpitante de vida y destino a engendrar un organismo también vivo: el poema. La lengua castellana no pasó por ninguna de las crisis de la lengua francesa, y aunque hubiera pasado ¿qué existe de común entre la una, hecha de períodos largos, de hipérbaton y de 90
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esdrújulos, toda mística y enfática, y la otra, hecha de oraciones algebraicas y veloces, toda delicada, transparente y precisa? Los poetas se condenan a la esterilidad si trasplantan de otro idioma los elementos de renovación que necesitan. No se hable del fondo y de la forma, que en arte son un solo y mismo concepto. ¿En qué se convierte la más pura melodía del mundo, tocada en un violín desafinado? Por eso me consternan la mayor parte de las obras simbolistas escritas en español. Me producen el efecto de traducciones a medio descomponer. Esa masa de despojos traídos de lejos, y echados a perder en el viaje, constituyen un temible foco de infección para el buen gusto. Es indispensable estudiar la lengua, poseerla a fondo en su espíritu íntimo y familiar, en su historia y en su rumbo. Es indispensable servirla, amarla, acariciarla con adoración constante. Ella responderá un día, y de su genio brotará el genio del alter. Así hizo Rubén y así hizo en la oscuridad, durante años, Ramón del Valle Inclán, gloria de un país despedazado por los oradores campanudos.
CUORE Ha muerto el doctor de Coure, ese breviario de la primera educación, después del cual parece imposible que sigan usándose en las escuelas otros libros de lectura para los niños. No lo escribió seguramente el pequeño Enrique, alumno de tercera en una escuela municipal de Italia, sino un gran artista; pero el arte aquí no vistió a la emoción, ni la irritó, ni la enfrió bajo el lento trabajo del estilo. Edmundo de Amicis no pudo realizar su obra sin volver a los sentimientos de la infancia, facilidad sublime y propia de los mayores poetas. Semejante a los niños, Amicis será con el dulce Maestro en el reino celestial, por habernos dejado, impregnadas de infinita ternura, algunas páginas capaces de resucitar nuestra inocencia, y que no se leen sin que asome el llanto a nuestros ojos. Jamás se han ilustrado los lugares comunes de la patria, de la religión, del amor a la familia, de la caridad, de las virtudes fundamentales, con naturalidad tan absoluta, con elocuencia tan sencilla y penetrante. Este Corazón, el bien llamado, palpita con vitalidad irresistible, evocadora del clásico verso: la planta humana crece más verde en Italia que en el resto del mundo. La tierra donde nacen los mejores cómicos es propicia al florecimiento de la ingenuidad. César Borgia acompaña a San Francisco de Asís, y Maquiavelo a los prerrafaelistas. Flota en Coure un purísimo aroma primaveral, hermano de los que exhalaba el pincel de Botticelli, y nada interesa tanto como la aparición de este Evangelio de la niñez en medio de la violenta literatura contemporánea. Todo en él canta y conmueve: los episodios de la vida escolar, los célebres cuentos mensuales, las líneas que el padre o la madre trazan entre las del diario de Enrique. Se trata de la patria y el padre escribe en el cuaderno del niño: “Es cosa tan grande y tan sagrada, que si un día yo te viera regresar salvo de una batalla en que se ha peleado por ella; salvo tú, que eres mi carne y mi alma, y supiera que habías conservado la vida porque te habías escondido huyendo de la muerte, yo, tu padre, que te recibo con gritos de alegría cuando vuelves de la escuela, te recibiría con sollozos de angustia, y no podría quererte ya y moriría con aquel puñal clavado en el corazón”. Se trata de la plegaria, y la madre escribe: “Cuando yo te veo rezando, me parece imposible que deje de haber alguien que te mire y te escuche; creo entonces más firmemente que nunca que hay una Bondad suprema y una infinita Piedad, te quiero más, trabajo con más fe, sufro con más fortaleza, perdono con toda mi alma y pienso con serenidad en la muerte ¡oh Dios mío! Volver a oír después de la muerte la voz de mi madre, volver a encontrar a mis hijos, 91
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volver a ver mi Enrique, a mi Enrique inmortal y bendito, y estrecharlo en un abrazo que no se acabará ya nunca, nunca jamás, en una eternidad… ¡oh! Reza, recemos, querámonos, seamos buenos, y llevemos en el alma esta celestial esperanza, adorado hijo mío”. Aparentemente, Coure es un libro conservador. Defiende el principio de autoridad. Entre los condiscípulos de Enrique, deliciosamente dibujados, hay tipos de todo carácter, desde el noble y robusto Garrón, “cuya mano es grande como la de un hombre”, al cínico y perverso Franti. Pero los maestros, sin excepción, son respetables y sufridos. El primer día de clase, dice el maestro a los muchachos: “Estudien y sean buenos. Yo no tengo familia. Ustedes son mi familia. El año pasado tenía todavía mi madre: se me ha muerto. Me he quedado solo”. Otro profesor, devorado por la fiebre, acurrucado en un cuartucho, recibe a unos de sus chicos. “Estoy medio muerto, le dice. Te recomiendo, pues, ¡firme en la Aritmética y en los problemas!” El padre de Enrique hace con él un viaje para visitar a su viejo maestro. “Inclinó la cabeza y se puso a mirar al suelo, pensando y murmurando por dos o tres veces el nombre de mi padre, el cual, entretanto, lo miraba con los ojos fijos y sonrientes. De pronto, el viejo levantó la cara, con los ojos muy abiertos, y dijo con lentitud: – Conque… ¡hijo del ingeniero?... ¿Aquel que vivía en la plaza de la Consolación? -Aquél, respondió mi padre cogiéndole las manos-. Entonces, dijo el viejo, permítame, querido señor, permítame, y habiéndose adelantado abrazó a mi padre. Su cabeza blanca apenas le llegaba al hombro. Mi padre apoyó las mejillas sobre la frente”. Y las maestras, las pobres maestras infatigables, ¡cuánto cariño en sus pálidos retratos! “Pero al menos ¿la quieren a usted los niños? -preguntan a una de ellas-. Mucho, respondió; pero después, concluido el curso, la mayor parte no me miran. Cuando están con los profesores, se avergüenzan de haber estado conmigo, con una maestra”. Lo que Amicis no consigue ocultar es la miseria en que viven estos humildes héroes. Lo que no consigue acallar es la tos de la maestra tísica, cuyo miserable ataúd, cubierto de flores, es el verdadero final de la obra. Y entre los párrafos que el padre de Enrique ha deslizado en la historia, figura el siguiente: “Piensa que es un horror que en medio de tantos palacios, en las calles por donde pasan carruajes, y niños vestidos de terciopelo, haya mujeres y niños que no tienen qué comer. ¡No tener qué comer, Dios mío! ¡Niños como tú, como tú, buenos; inteligentes como tú, que en medio de una gran ciudad no tienen qué comer, como fieras perdidas en un desierto!” Estos gritos del que más tarde se convirtió al socialismo no son conservadores. Es que Coure está lleno de amor, y el amor no conserva: ¡renueva y trasfigura!
UN LIBRO DE TEOSOFÍA No sonrían. La teosofía es una religión muy razonable, o por los menos lo quiere ser. La Sociedad Teosófica ha adoptado esta divisa: “no hay religión más elevada que la verdad”. Les recomiendo que no se dejen amedrentar por los vocablos sánscritos y que se esfuercen en columbrar a través de sus velos la Isis milenaria. Es cuestión de unas horas. La “Doctrina Secreta” de la señora Blavatsky sería demasiado técnica y profunda. Entre los manuales preparatorios, el editado en La Plata, y titulado “El misterio de la vida a la luz del orientalismo”, es claro y elegante. Léanlo, lo preferirán a muchas novelas. La teosofía moderna es una síntesis; es a la vez un misticismo, una metafísica y una magia. Se funda en remotas doctrinas, cuyo rasgo aparece en los cultos del Egipto, en el Génesis, en los libros sagrados chinos, indos y persas, en la gnosis, la filosofía alejandrina, la cábala, la alquimia y la astrología de la Edad Media, la masonería y el espiritismo de hoy. Asoma en los ocultistas de todo tiempo: Salomón -el del famoso sello-, Hermes, Pitágoras, Paracelso, Mesmer, y piensen que hay varios ocultismos: el de los profetas como Buda y Cristo, el de los ascetas del amor divino como 92
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Boehme y Ruysbraeck, el de los ideólogos como Novalis, el de los simples sabios como Crookes y Richet. Hay un ocultismo literario: los simbolistas son los brujos del estilo poético. Hay un ocultismo en los vicios satánicos: aún se degüellan niños y se dicen misas negras en los antros de París. ¿Cómo no ha de ser interesante una teoría que contenga tantas cosas? ¿Una teoría que hablaba de la muerte de los astros antes que Lockyer, del desvanecimiento de los átomos antes que Le Bon, y de lo simbólico de los fenómenos antes que Goethe? Lo que es más simpático de la teosofía es la moral. Todos los teósofos que conozco son buenísimas personas. Les horripila la violencia; incapaces de verter sangre, respetan la de las bestias y se vuelven vegetarianos intransigentes. Profesan la fraternidad humana. Su credo es optimista; colocan el purgatorio en la tierra, la salvación en nuestras propias manos, y nos hacen llegar, después de las reencarnaciones necesarias, a ese Nirvana, que no es el aniquilamiento, sino la vida suprema y absoluta. Predican la no resistencia al mal. ¿Qué importa que nos destruyan materialmente? Morir es cambiar de cáscara, desprendernos del lastre y ascender. “Resistir al mal es conspirar contra sí mismo; el que lo hace beneficia a su víctima”. Krishna nos aconseja que seamos como el sándalo, que perfuma el hacha que le hiere, y Buda, siglos antes que Jesús, decía: “Si a aquel que les apalee se le cayera el bastón, alcáncenselo sonriente y sin murmurar”. El proselitismo tiene sus puerilidades. Reprocharíamos a los libros teosóficos su terminología aparatosa, su pedantería inocente, si no fuera injusto disgustarse de una credulidad que revela lo puro de las almas. La seriedad de la señora Blavatsky es discutible desde que se publicó el informe de M. Hodgson, delegado de la sociedad de investigaciones psíquicas de Londres. Perdónenme los teósofos esta blasfemia. Su difunta maestra tenía la manía de los milagros. Se expuso a pasar por impostora. Sin salir del orientalismo me atengo al parecer de los grandes yoguis -anacoretas de la India-; los poderes maravillosos “son obstáculos que apartan de la vía recta”… “como sueños”, dicen Patandjali y Vivekananda; “inútiles y tan irreales como el mundo mismo”, dice Bhakaravanda. El autor de la obra de que me ocupo ataca acerbamente la ciencia positiva, como la mayor parte de sus correligionarios. A sus ojos la medicina está ciega, y es un sacrilegio aplicar las sublimes matemáticas al asesinato internacional. “La pasión del saber analítico, declara, se parece mucho a la que los libertinos experimentan ante una ramera joven y linda”. Hay un fondo de justicia en esta frase: nos suele faltar unción, tierna alegría, religiosidad en el estudio de la sagrada “Madre de los mundos y de los seres”. Existe una desproporción monstruosa entre nuestras escasas energías morales y nuestro enorme dominio de lo físico, conquistado por la ciencia. Pero no toda la ciencia es industrialismo. La de un Poincaré es en primer lugar un austero sacerdocio. No me será difícil obtener de los teósofos tolerancia, ya que la intolerancia sectaria es una plaga exclusivamente occidental. Y de nuevo tornan a mi memoria las bellas sentencias de los sannyaris: “Así como se puede subir al techo de una casa por medio de una escala, de un bambú, o de una cuerda, así los caminos para acercarse a Dios son diversos y cada religión enseña uno… Ojalá consiguiéramos percibir el Dios interior que reside en el más vil de los seres humanos… La única verdadera plegaria es acordarnos de nuestra naturaleza… ¿Cuándo se ha salvado un hombre? Cuando ha matado en él el egoísmo…” Bebamos el incoloro manantial. No nos preocupemos de explicarnos las cosas. Lo real es inefable. Nuestras palabras, por muy esotéricas que pretendan ser, se reducen a vibraciones perdidas en el inmenso océano de Maya, la eterna ilusión.
PREFACIO+* Decía Rodó recientemente: “En nuestro tiempo, aun aquellos que no somos socialistas, ni anarquistas, ni nada de eso, en la esfera de la acción ni en la de la doctrina, llevamos dentro del alma un fondo, más o menos consciente, de protesta, de descontento, de “inadaptación”, contra +*
Aparecido en el libro de Ernesto Herrera: Su Majestad el Hambre. 93
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la injusticia brutal, contra tanta hipócrita mentira, contra tanta vulgaridad entronizada y odiosa, como tiene entretejidas en su urdimbre este orden social transmitido al siglo que comienza por el siglo del advenimiento burgués y de la democracia utilitaria”. Este sentimiento de inadaptación es inseparable de la vida. Aquel axioma, integrado al viejo concepto evolutivo, de que “la vida se adapta al medio” está desapareciendo de las ciencias biológicas. Quizá signifique algo para los organismos inferiores, condenados al automatismo invariable y después a la lenta extinción final, mas para el organismo superior (mamífero, ave), en plena elasticidad matriz, la fórmula exacta es que la vida, lejos de adaptarse, se rebela contra el medio físico, y le obliga a que se adapte a ella. Baste citar el ejemplo clásico de la temperatura de la sangre en los vertederos modernos, mucho más elevada que la temperatura media del agua y de la atmósfera. El hombre ha conseguido además calentar el aire que le rodea y hacer habitables los climas menos propicios. He aquí episodios de rebeldía y de inadaptación. Adaptarse al presente es renunciar al futuro. Y si pensamos en el medio social, comprendemos que el mecanismo del progreso ha sido análogo, y que es la capacidad extraordinaria que tuvieron ciertos espíritus de inadaptarse a su ambiente y de mantenerse contra él, oponiendo a la realidad exterior una realidad interior y profética, lo que ha hecho marchar al mundo. Todas las utopías: supresión de la esclavitud, de la gleba, de la autoridad eclesiástica, de los privilegios monárquicos y aristocráticos, han ido tomando cuerpo sucesivamente, después de haber tomado alma en los grandes precursores, y no hay cerebro cultivado que no se dé cuenta hoy de que la única verdadera es la utopía conservadora. Ernesto Herrera es un inadaptado típico. Lo rápido y copioso de las comunicaciones y de la publicidad, y las costumbres democráticas, nos ponen en contacto diario con todas las infamias y todos los horrores del planeta. Por otra parte, a medida que el nivel moral asciende, y la sociedad se depura, el ansia de justicia se vuelve más intransigente, más exasperada, más dolorosa. A medida que nos hacemos más perfectos, se hace más lúcida y más cruel la visión de la inmensidad que nos falta. Agréguese a estos factores generales, en Ernesto Herrera, el hecho capital de haber vivido la miseria, de haber conocido las persecuciones, el abandono, la congoja, y nos explicaremos que de la pluma ingenua todavía de este amargo adolescente, broten frases que sangran. Herrera pertenece a la noble categoría de los inquietos. ¡Santa inquietud, madre de las cosas! Ustedes los satisfechos, saben que su felicidad no es sino la sensación de lo que llevan de difunto dentro de ustedes. Satisfechos -muertos empujados de aquí para allá por los vivos-, saben que sólo la inquietud trabaja. ¡Quiera el destino conceder a Ernesto Herrera las energías necesarias para trabajar largamente y para sostener los trofeos sombríos de la angustia!
LA GEOGRAFÍA DEL SEÑOR DECOUD Ha llegado a mis manos la Geografía de la República del Paraguay, de don Héctor F. Decoud, texto aprobado por el Consejo Superior de Educación y adoptado para las escuelas del país. Advierto que la edición examinada es la segunda. Leo en la página 6: “La Tierra es de forma esférica, ligeramente aplanada…” Confieso que no conocía las esferas aplanadas. Precisamente lo característico de las esferas es eso: que no están aplanadas, ni poco ni mucho. En cuanto se aplanan dejan de ser esferas. ¡Cuidado!, si un niño se acostumbra a llamar esfera a lo que no es digno de llamarse así, perderá el respeto a las definiciones, y mañana llamará personas honradas, por ejemplo, a las que no lo son. ¿Por qué no haber dicho que la tierra es un esferoide, si se quería a toda costa conservar un tecnicismo majestuoso, o un “geoide”, que viste más aún? Aunque lo mejor 94
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hubiera sido decir sencillamente que era redonda, a riesgo de que el alumno lo comprendiera en seguida. Los objetos pueden ser más o menos redondos, mientras que no pueden ser más o menos esféricos. Quizá se deba a entender, según el texto, que la tierra ha quedado como quedaría una esfera maleable, después de ser aplanada a martillazos. Sería un error fatal. Una esfera aporreada no tomará nunca la forma terrestre. El aplanamiento de nuestro geoide tiene un origen distinto. Felizmente los alumnos se limitan a aprender de memoria las tonterías que les enseñan; saben que es inútil pretender enterarse. Página 7: “El Ecuador es un gran círculo imaginario…” ¿Imaginario? ¿Significa el señor Decoud con esto que el Ecuador no está pintado al óleo en los flancos del planeta? Pero ¿quién es capaz de pintar un círculo ni chico ni grande? El círculo no es una construcción de la realidad, sino de la inteligencia. Tan imaginario es el Ecuador en la tierra como en el mapa. Además, imaginario no es término feliz: las figuras y los teoremas de la geometría no se imaginan, se conciben. Página 8: “Meridianos son círculos imaginarios…” Ya nos hemos olvidado del famoso aplanamiento. He aquí círculos aplanados; círculos que no son círculos. Hasta ahora no encuentro sino dislates comunes a muchos tratados. Nótese que nada hay peor escrito que un código o un libro de enseñanza elemental. Idéntica confusión, idéntica grotesca pedantería. Que un código sea oscuro, se explica al fin y al cabo: es preciso que haya pleitos y que los abogados se alimenten. Lo inexplicable es que los tratados elementales se fabriquen como los códigos. Es forzoso hojear las memorias de los sabios verdaderos para ver un poco de modestia, de precisión y de buen sentido. Lo que sigue pasa la raya: “Se dice que hay “mediodía” en un lugar cuando los rayos del sol caen en dicho punto verticalmente…” Sí, verticalmente; está con todas sus letras. Renuncien los habitantes de Asunción (y los de la mayor parte del globo) a que sea mediodía jamás para ellos, puesto que nunca tendrán el gusto de que les caigan los rayos del sol verticalmente sobre el cráneo, como exige el señor Decoud. Triste es declararlo; o el autor ignora lo que es mediodía, o lo que es vertical. O ambas cosas. Página 10: “Latitud de un lugar es la distancia que lo separa del Ecuador… Longitud de un punto es la distancia que lo separa de un meridiano determinado…” No, señor. No se trata de distancias, sino de ángulos. Si fueran distancias, no se expresarían en grados, sino en metros. Esto de confundir ángulos con distancias, es vicio muy general entre los chambones de las clases de matemáticas, y tanto más grave cuanto que conduce a perder el concepto de homogeneidad de las fórmulas. Me detengo. Talleyrand decía que la palabra ha sido concedida al hombre para ocultar el pensamiento. Si el fin de la enseñanza fuera, como parece, atontar y engañar a los niños, yo aplaudiría con entusiasmo el texto del señor Decoud, y los demás textos del “ramo” y de otros ramos. Porque, seamos justos: casi todos los disparates susodichos han sido copiados respetuosamente de libros de mayor autoridad.
EL MITO NATURISTA 95
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El asunto exige reconsideración. ¡Es tan interesante ver retoñar, en donde menos uno se lo espera, la antigua sentimentalidad religiosa! He blasfemado contra Nuestra Señora Natura infinitamente buena, razonable y feliz; he dicho que todo lo que existe es natural, la enfermedad como la salud; he desconocido el dogma naturista que hace de la enfermedad castigo de los pecados. Se me ha llamado ignorante, supremo anatema de nuestro siglo; en otro tiempo me habrían llamado infiel. Y, sin embargo, ¿con qué fundamento supondríamos que lo frecuente y lo raro, lo normal y lo monstruoso, la enfermedad y la salud no obedecen a las mismas leyes naturales? La naturaleza, para un cerebro sin religión, se reduce a un conjunto de leyes uniformes, que estamos empezando a descifrar, y si admitiéramos fenómenos antinaturales, renunciaríamos al conocimiento. La historia de la fisiología, y hasta la de la psicología, muestra de qué inmensa utilidad ha sido el estudio de lo patológico para comprender la salud. Por otra parte, la salud aparece como un término medio, casi nunca realizado; aparece como un equilibrio fugaz, pronto deshecho en el torrente vertiginoso del mundo. No me refiero al hombre, al pecador, sino a la entera escala zoológica y botánica. Para convencerse, no es preciso abrir un manual de patología comparada; interroguen a un horticultor, a un ganadero, a un criador de aves de corral. Los animales, ya salvajes, ya domésticos; las plantas, ya cultivadas, ya silvestres, se enferman y se pudren igual que nosotros. Y aun lo que no vive parece desfallecer: los metalúrgicos hablan de la “fatiga” de las aleaciones; los joyeros, de las dolencias de las piedras. Donde se dibuja un organismo, se instala, tarde o temprano, lo morboso, con su lúgubre desenlace. He aquí -y evito detalles técnicos inoportunos- lo que los hechos nos dan. Pero, ¿de qué sirve invocar los hechos, cuando se nos opone la fe? La fe consiste en creer lo contrario de lo que sucede. Si la fe aceptara los hechos, no sería la fe, sino la ciencia. ¡Dios es misericordioso! ¡Nuestros sufrimientos vienen de habernos apartado de Dios! ¡La naturaleza es misericordiosa, es salud y alegría! Si nos enfermamos, es por habernos salido de la naturaleza. Una de dos: o las enfermedades de la bestia y del árbol son pura broma, o el árbol y la bestia pecaron también. No me sorprende que me propongan animales modelos, animales “virtuosos”. ¿Recuerdan la devoción del asno y del buey, que calentaron con su aliento al niño Jesús? ¿Por qué entonces el elefante se extingue, la honesta vaca padece de tuberculosis y el noble caballo mal de cadera y muermo? ¿Por qué la naturaleza los trata así? Confesemos que es más brillante el aspecto del águila y del tigre. El gato, ese pequeño Satanás, ese impenitente carnívoro, tiene, según el vulgo, ¡siete vidas! ¡Oh!, que el régimen vegetariano nos convenga, que el agua y el aire y el sol nos estimulen, es posible, probable, plausible. Lo curioso es que se atribuyan al problema proporciones desmesuradas, al punto de remover el cosmos y adoptar una religión para justificar las compresas húmedas. Y es doblemente curioso que el resultado sea una mayor eficacia terapéutica. En todo naturista hay un ingenuo taumaturgo. ¡La naturaleza es salud y alegría!... grito místico. La naturaleza no es saludable ni nociva, alegre ni triste, buena ni mala. La naturaleza es y nada más. ¡Bendito optimismo, evocador de no sé qué naturaleza de clima templado, de jardinillo y auras y arroyuelos y abejitas laboriosas! En cuanto a la naturaleza de los desiertos de arenas calcinadas o de hielo, de volcanes de la Martinica y terremotos de Messina, y de pelícanos que ofrecen sus entrañas y aves que de contrabando hacen empollar sus huevos por el prójimo, y hembras que devoran la mitad de sus crías, y tórtolas y búhos y hienas y cisnes; la naturaleza del canibalismo y de la bulimia y de las plantas insectívoras y de los largos ayunos invernales, de mantis y arañas que se comen a sus machos enamorados y de efímeras que no hacen sino amar y no se nutren y ni siquiera tienen boca; la naturaleza de la hormiga, del ruiseñor y del vampiro; de los seres que viven suspendidos en rayo de luz, hundidos en el fétido fango, flotantes en el mar, confundidos con la podredumbre de los cadáveres o con la borra de sí mismos, seres con demasiados sexos o sin sexo, solitarios o en masas, invisibles o enormes, a veces sin forma, a veces momificados, a 96
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veces engendrando de pronto especies imprevistas, seres de locura, que palpitan horas, minutos, segundos parásitos innumerables que habitan la carne ajena, que hacen su nido en un glóbulo de sangre o que para reproducirse emplean hasta los órganos sexuales de su huésped… en cuanto a esa naturaleza donde descubrimos, si queremos, la caricatura de todas nuestras imaginaciones, de todas nuestras virtudes y de todos nuestros crímenes, y tantas cosas para las que no hay nombre en nuestra pobre lengua; en cuanto a esa realidad que nos abruma, con su desbordamiento sombrío, ¡fe se necesita para ajustarla a los patrones morales de nuestras cabecitas de 1910! ¡La naturaleza es salud y alegría! Y todo muere. Mueren los individuos y las razas, los astros y los átomos, la corteza terrestre es un vasto Gólgota de fósiles; cerca de nosotros, lívida faz en que se han petrificado los espasmos de la agonía, gira la luna difunta. No sabemos si nace cuanto merece nacer, pero sabemos que todo muere aunque no merezca morir. Con igual indiferencia, el destino apaga las estrellas y los ojos de los hombres. Acaso perecemos a fuerza de salud y alegría; acaso la muerte es un bondadoso simulacro y resucitaremos, ya en alas del eterno retorno, ya mediante sucesivas reencarnaciones. Acaso las señoras Blavatsky y Annie Besant posean la clave definitiva del Universo. ¿Por qué no? Pintemos, pues, sobre los tenebrosos muros de nuestra cárcel las deliciosas avenidas de la libertad. Para ser dichosos basta un poquito de fe.
LAS POSADERAS DE RABELAIS Son enormes: hacía falta todo el brujo talento de Anatole France para escamotearlas ante el público bonaerense. No sólo ellas, sino quod intrinsecus latet. Crean que Pantagruel y sus compañeros gozaban de una fisiología completa, y que no se limitaban a tragar mucho, y a teorizar sobre el matrimonio. Digerían triunfalmente hasta el fin, y extraían el zumo del amor hasta la última gota. Después cantaban sus proezas con una alegría terrible, y jamás el trueno de la palabra humana ha retemblado con tanta majestad como en el poema burlón de aquellas indecencias inolvidables. Cuatro idiomas volcó Rabelais en el crisol de su ingenio para engendrar un vocabulario erótico que por sí basta a llenar un volumen, y ese huracán no nos ensucia: nos barre el alma. Anatolio pérfido, Anatolio sacrílego, ¿qué osaste? ¿Atusar los leones? ¿Peinar a Rabelais? ¿Por qué tú, que fundaste un culto en la grupa de Orberosa, suprimiste el orbe inferior rabelesiano, preñado de acres tesoros? -Pero las señoras porteñas…- Han leído tu Isla de los Pingüinos y no han leído el Gargantúa… Sí, ya sabemos que el libro es un demonio secreto que nos habla a solas en el silencio de las noches, y a quien se permite decir la verdad, mientras que una conferencia cae bajo la férula de la policía. Donde hay tres personas, nace el pudor, el odio al extranjero sentimental. Ante un grupo de damas -intrusas entre sí- no es posible poner nombre a lo que hacen por separado. Y si se trata de nombres de otro siglo, recio y charlatán, es peor aún. Cervantes parece grosero; ¿quién se atrevería hoy a recitar en una tertulia algunos párrafos suyos? ¿Y Shakespeare? Anatolio ha procedido como un francés de buena educación. No debemos sin duda prorrumpir en gros mots a no ser que medien motivos graves. No es lícito jurar sino en caso de apuro. Ciertas figuras, ciertos vocablos son mágicos únicamente en la intimidad; divulgar el lenguaje de las alcobas sería degradar la raza. ¡Ay de nosotros cuando no descendamos del misterio! La vana pornografía es aborrecible, y la campaña del senador Beranger -el “Padre Pudor”- contra ella no carece de fundamento; prefieran un “saltimbanqui de la castidad”, según una frase de Rochefort, a un clown de la lujuria. Lo obsceno hace reír a los imbéciles. Lo oscuro es trágico, es lo que más se acerca a lo fúnebre. La muerte reclama la sombra y el sexo también. ¡Velen el sepulcro y el tálamo, si aman la poesía! 97
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La vida y el arte -vida clarificada- conservan no obstante sus sagrados derechos. No tengan vergüenza de desnudarse para salvar a un compañero que se ahoga. Necio sería usar hojas de parra en los hospitales y sobre las mesas de disección. ¿Habrá hombre tan vil que llame inconveniencia a un parto? Vestir el exceso de dolor y de belleza es un insulto. Si hay entre nosotros una mujer absolutamente hermosa, que arranque su manto, porque los pueblos necesitan renovar, de tiempo en tiempo, las fuentes lustrales, y el que en presencia de la estatua no siente sino lascivia, será semejante al toro enamorado de la vaca de bronce de Siracusa. El genio está autorizado a ser impúdico. No requiere ajustarse a la efímera moral quien la crea, ni a la corrección del gesto quien fecunda las generaciones. El genio es el sexo trascendental; si así es su gesto, se manifestará con la magnífica crudeza de Dios en las escrituras. Tomen a Rabelais; veneren en los bajos fondos de su obra la vasta podredumbre matriz. “Este innoble Rabelasi, escribía Tocqueville a Gobineau en 1858, me obliga a remover en su libro montones de basura, para encontrar un luis de oro”. ¡Cuántos pensarán como Tocqueville! Mas yo confieso que la flor en su estado sublime no es la que llevamos cortada en el ojal, ni la que languidece prisionera en el búcaro, sino la que yergue su gracia palpitante por hundir todavía sus raíces en el caliente estiércol. Denme la vida entera; no limpios cadáveres. Y confío en que Anatole France piense lo mismo, a pesar de lo convencional de su crítica platense -¡oh, el cirujano pudoroso!-, a pesar de aplicarse a sí propio el mote de “mandarín chino”; a pesar de que no admira en Zola al literato sino al varón. No; el voluptuoso poeta de Lelys rouge no puede haberse convertido, por viejo que esté, en una fría máquina intelectual. Como disertó sobre Rabelais, hubiera disertado sobre Juana de Arco. El asunto era pura fórmula. Estas visitas de celebridades europeas no son científicas ni literarias; son diplomáticas. El embajador Anatole France acató el protocolo. Si escamoteó unas posaderas formidables, no importa. No por eso dejan de existir. No las vemos precisamente, porque la sociedad está sentada sobre ellas.
A PROPÓSITO DE “IGNACIA” “Ignacia” es la pubertad literaria de Rodríguez Alcalá; en ese libro ha dado el autor de Gérmenes un solemne estirón. El estilo, todavía un poco blando y débil, va pasando del cartílago al hueso, descubriendo contornos definidos. El timbre de la voz se afirma; el acento se hace viril y uniforme. La obra está construida armoniosamente, y asoma entre líneas el buen gusto, desterrado de literaturas enteras. Una ternura sana circula como sangre adolescente bajo la piel fresca de la frase. La escena en que Ignacia se separa de Cabral es fuerte y honda. ¡Pobre Ignacia, que llora sin hacer ruido, para no despertar a los niños!... No se te olvidará fácilmente. Lucio Orfilio se lamenta de que Alcalá lo vea todo tan negro; saca en consecuencia que el joven escritor debe de haber sufrido mucho, y le dice: “Abandona esa horrible realidad, fielmente retratada en tu novela. Dedícate a la historia: nobles figuras encontrarás en el pasado dignas de tu jugoso y ágil pincel. Haznos sonreír y soñar, en vez de darnos tristeza y miedo”. ¡Ah, querido amigo! Rodríguez Alcalá ha sufrido indudablemente, puesto que respira. Solos los idiotas y los dioses viven sin sufrir. Pero el dolor, eterno padre de la esperanza, es optimista. No se concibe el dolor excesivo sino en organismos enérgicos, en sistemas nerviosos vibrantes y exaltados. El dolor es la necesidad, la voluntad desesperada de la marcha hacia adelante. Son los pueblos pisoteados los que se ponen de pie. Es la carne rajada a latigazos la que levanta 98
“Obras completas III” de Rafael Barrett
las Pirámides y toma la Bastilla. Los mártires cantan. En la imaginación de una raza famélica nace al sol africano el suave paraíso de las huríes. Las palabras de salvación descienden siempre de lo alto de las cruces ensangrentadas. El dolor es la orden divina, la simiente inmortal. Estamos impregnados de él hasta el fondo del alma. Por eso el dolor, y no el insignificante y estéril placer, constituye el recurso estético universal, el sublime claroscuro del arte. Resulta injusto echar en cara a Rodríguez Alcalá que le interesen los dolores actuales. Resulta excesivo declarar la realidad asunto sin importancia. ¿Se teme ver la poesía convertida en un procedimiento fotográfico? No. La realidad y la belleza son íntimamente enemigas. Para nuestra ignorancia todo es azar, incertidumbre y choque, excepto el mundo interior de nuestra inteligencia. La belleza, dulce morada de nuestro corazón, es unidad; la realidad es desorden. La belleza es serena y amorosa; la realidad es estúpida y cruel. El artista, esclavo a veces de la realidad en la lucha por la conquista del pan, es siempre soberano de ella por el pensamiento. A la manera del árbol que hunde las delicadas raíces en la tierra áspera para transformar el fango y el estiércol en murmuradoras hojas verdes y en flores soñadoras, el genio reorganiza y transfigura la vida. Lejos de copiar, rompe con altivo desdén el tosco modelo, y su cincel orgulloso, empujado por la idea, hiere infatigablemente el bloque bárbaro. Zola, el gran romántico, no es grande por haber calcado la verdad, sino por haberla desfigurado, haciendo de ella lo que jamás es: un poema. Maupassant, más exacto que Zola, tiene menos estatura. Tanto menos valor documentario habrá en Rodríguez Alcalá cuanto más facultades creadoras posea. Su Cabral es inverosímil. El pasaje de los gomosos farristas en casa de Ignacia es doblemente inverosímil en el Paraguay, donde he notado una hidalga susceptibilidad andaluza impregnando las relaciones sexuales. El tipo de Ignacia es absurdo. También lo son la Margarita de Dumas, la Esther de Balzac y la María del Nuevo Testamento. ¿Qué importa lo absurdo? Estamos hablando de belleza. El comentador de Alberdi, hábil casamentero, guiña el ojo a Alcalá, y le muestra los apergaminados encantos de doña Historia. Alcalá mira a la vieja empolvada, pasada de moda por definición; adivina bajo el miriñaque de los siglos el vientre arrugado; escucha la boca sin dientes chochear interminables disparates candidatos a certidumbres, y protesta: Esta hembra no es para mí. Quiero cuerpos y no sombras, gritos y no ecos, esperanzas y no recuerdos, hijos y no padres. Quiero lágrimas y sudor auténticos, cóleras y angustias que claven en mis entrañas sus garras vivas. No quiero sacar novelas de la historia, sino hacer historia con mis novelas. ¿Por qué? ¿Por qué el peral se empeña en dar peras, aunque le supliquemos que dé manzanas? Alcalá es hombre del minuto que corre, y no hay medio de hacerle volver la cabeza hacia atrás. Periodista honrado, cree ingenuamente que la literatura moraliza. Le urge redimir el mundo. Hay que dejarle, señor Olleros. Soportemos sus hermosas páginas, empapadas en el fugitivo y formidable hoy.
LA HISTORIA Y EL ÉXITO Hemos quedado en que Mitre ha sido el great old man argentino, el genio paternal del Plata, el Moisés criollo. Bueno: guardémonos de toda irreverencia; inclinémonos a la inapelable opinión pública. Recuerdo que con motivo del fallecimiento de Mitre publiqué unas líneas, considerándole Hombre-Nación. Más tarde me pregunté, ante las discretas dotes del héroe, qué 99
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circunstancias habían hecho de él un popular meneur, si se me permite usar la moderna jerga sociológica. Dos textos curiosos han contribuido a esclarecerme la cuestión. Hace precisamente cuarenta años, cuando la guerra del Paraguay llevaba tres de no ceder a la triple alianza, la opinión pública no favorecía con demasiada solicitud los méritos del famoso general. Laurindo Lapuente, en un folleto impreso en 1868 “frente al Palacio de gobierno” de Buenos Aires, se burla de la “gran política” de Mitre, se indigna de la injerencia del Brasil y clama contra la expoliación de que se intenta hacer víctima al pueblo de López. “El cólera se ha producido”, indica el irritado Lapuente, “porque los aliados de común acuerdo arrojaban al río los muertos de bala o de epidemia, para envenenar las poblaciones del litoral, que, como Entre Ríos y Corrientes, eran adversas a la alianza y a la guerra”. Y más abajo, al hablar de los oficiales de Mitre, dice: “Rivas, Arredondo, Sandes y todos los jefes que han formado parte de las expediciones al interior para someter los pueblos al despotismo militar de Mitre, pueden dar fe de sus propias carnicerías. Sólo un hecho de cada uno de estos tiranuelos bastará para retratarlos. Habiendo tenido lugar en la Rioja un canje de prisioneros entre Peñaloza y Rivas, aquel jefe de honor y de palabra se anticipó a remitir los suyos, y éste, después de recibirlos, dijo que no le mandaba ninguno porque los había fusilado a todos. Arredondo, jefe sanguinario y cruel, brindando entre los suyos en la providencia de San Juan, dijo ¡que era preciso matar hasta los perros de La Rioja! Sandes, célebre por sus fechorías, en el lugar denominado Cruz de Piedra, provincia de Mendoza, pidió mate a un respetable anciano, y habiendo éste demorado algunos instantes en servicio, le obligó por la fuerza a beber la caldera de agua hirviendo en presencia de su familia”. Estas hazañas excitan aún, en los elegantes de la calle Florida y en los comisarios de la campaña, la energía nacional. Por supuesto que Lapuente lamenta ante todo el ver su patria arrastrada entre los gatuperios del Brasil. ¿Qué Laurindo es un libelista de medio pelo? ¡Conforme! Pero, ¿dónde creerán ustedes que he encontrado la eficaz confirmación de las ideas de Laurindo? Nada menos que en la Revue des deux mondes, noviembre del mismo año de 1868. Se trata de un fuerte artículo de Eliseo Reclus, autor que nos impresiona con la múltiple autoridad de ser quien es, de escribir donde escribe y de conocer personalmente y a fondo los países a que se refiere. El talento militar de Mitre no deslumbra a Reclus. “Revestido del título pomposo de general en jefe de los ejércitos aliados, dice; disponiendo de los recursos bélicos de tres naciones, no tan sólo no ha podido el presidente cumplir en tres años la obra de conquista que presuntuosamente afirmaba deber acabar en tres meses, pero ni siquiera ha logrado relacionar su nombre con alguna de las victorias parciales que con razón o sin ella dicen los aliados haber ganado… Entre los sucesos de la guerra, sólo hay uno que pueda el presidente del Plata reivindicar como resultado exclusivo de su alta estrategia, y es el terrible fracaso de Curupayty, que costó por lo menos 5000 hombres al ejército de los aliados”. Reclus confía en que las próximas elecciones pondrán al frente de la nación a una individualidad que remedie los males causados por Mitre, y que “desprenda el potente apretón del Brasil”. Urquiza es descartado. No es capaz de competir en intrigas con Mitre, “hombre muy hábil en este género de estrategia”. Y ¿Sarmiento? “Desgraciadamente, suspira Reclus, es de temer que el señor Sarmiento quiera, él también, gozar del título de general en jefe, y dar una prueba de su talento estratégico, sea contra el Paraguay, sea contra las provincias del interior”. Alsina, que se ha declarado adversario del Brasil y de la bárbara guerra urdida contra el Paraguay, es el mejor candidato. ¡Guerra odiosa que no concluye nunca ni apenas adelanta! “Todos los mercaderes proveedores o almacenistas que surten al ejército y que viven de este tráfico tienen interés en ver prolongarse la lucha y consiguen con sus vociferaciones formar en toda asamblea una pequeña opinión ficticia… No sería extraño que los proveedores genoveses, argentinos o brasileños del ejército de invasión se encargaran ellos mismos de aprovisionar a los sitiados, porque, a creer el rumor público, es por medición de oficiales de la alianza -los cuales se están haciendo millonarios- que los paraguayos reciben ya casi todas sus municiones”. ¡Qué asquerosa 100
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chapucería habrá sido esa guerra, como las demás guerras pasadas, presentes y futuras! ¡Abajo, el rebaño degollado, y arriba mercachifles con las uñas manchadas de sangre! Los paraguayos, según Reclus, se batían bien. López hace evacuar en dos días la población civil asuncena, “lo que demuestra, dice el cronista, la singular unanimidad de sentimientos patrióticos en estos honrados hispano-guaraníes”. López no tiene buques, pero “cuenta con hombres verdaderamente sin rivales en valor y en desprecio a la muerte”. Las mujeres sorprendidas en las aldeas que se esparcen entre el Paraná y el Tebycuary se han defendido con el mismo encarnizamiento que los hombres… Recientemente, después de uno de los combates mortíferos del Chaco, se recogieron dos cadáveres, el de un joven y el de una vieja, probablemente su madre: con una mano oprimían el fusil, y con la otra se hacían, hasta después de la muerte, una postrera caricia…” Y el buen Reclus desea la intervención de los Estados Unidos, “más dichosa para los invasores que para el Paraguay, porque les libraría de una guerra en que el triunfo mismo sería vergonzoso”. No, ingenuo sabio. Lo vergonzoso es la derrota. El triunfo es la virtud. La Historia, como la sociedad, adora cobardemente el éxito. Buen Reclus, eres un furioso lopista. Hoy, la opinión oficial es, hasta el mismo Paraguay, que los aliados vinieron a civilizarlo, a sacarlo de la tiranía. Los soldados de López, las mujeres y los muchachos que dejaron en la madre tierra las barricadas de sus huesos, no eran más que unos cretinos. La Argentina, de la cual acababa de apearse Rosas, ilustre salvaje contra quien Francisco Solano López -detalle sabroso- había dirigido una civilizadora expedición militar; la Argentina, cuya vasta región de los Andes, donde había generales y coroneles suficientes para mandar los ejércitos de Prusia o de Francia, dio en el año 1867 la suma de 1210 francos como entrada de correos; la Argentina se consagró a civilizar a cañonazos el Paraguay. En la Argentina no había seguramente cretinos. ¿Por qué? Porque venció. ¡Siempre lo mismo! Mientras los bóers tuvieron en jaque a Inglaterra, fueron muy interesantes. Una vez aniquilados, nadie se ocupó de ellos. Rusia, mientras resistió a los japoneses, simbolizó la cultura de la raza blanca. Después de Mundken simbolizó el despotismo, la corrupción política y la ignorancia, frente a la ciencia y al parlamentarismo del Japón. Mitre encarna el éxito. Por eso es el Washington de por acá, el Hombre-Nación. Si López hubiera triunfado, lo que no era tan imposible, hubiera sino nuestro Washington, nuestro Mitre, y a Mitre le hubiera solamente salvado del olvido su chistosa traducción de Dante.
UN POETA No es nuevo. Los poetas nuevos, por lo general, se anuncian a sí mismos con tanta solicitud, que no necesitan quien los descubra. El curioso hace justicia sobre todo con los difuntos, con los olvidados. ¿Quién se ocupa hoy de Augusto Ferrán? Escribía coplas por el año 60. Era amigo de Bécquer. Como él, era en prosa inofensivo. Dejó menos aún que el autor de las Rimas. Las sobras completas de Ferrán caben a gusto en doscientas páginas de pequeño formato. Lo que merece recordarse se reduce a un puñado de cantares. Pero ¡qué cantares! Dignos de circular anónimos por España, donde el pueblo ha creado tan extraordinaria poesía y tan extraordinaria música. Los exquisitos, los orfebres del día, preocupados de orquestación nerviosa y de inéditos tics verbales, no deben reírse del canto con que se alivia el siervo. Entre diversas puerilidades, surge de pronto un grito extraño de sus labios, una amarga gota, salpicada del mar sombrío de la vida; una carcajada o un sollozo semejante a los de 101
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Shakespeare, a los de aquellos genios que conquistaron la universidad, por haber, a veces, ignorado la retórica. ¿Acaso no admiraría un Mallarmé estos cuatro versos, que nadie sabe de quién son, impregnados del más denso elixir de misterio y de horror melancólico: “El carrito de los muertos – ha pasado por aquí: – llevaba una mano fuera; – por eso la conocí”? Ferrán ha encontrado acentos de esa categoría. Es uno de los representantes del cortés y profundo pesimismo español. Sus dos series de cantares, tituladas La Soledad, La Pereza, están llenas de una especie de nostalgia mística: “Yo no sé lo que yo tengo, – ni sé lo que me hace falta, – que siempre espero una cosa – que no sé cómo se llama”… y en otra parte, añade: “Me quieres echar del mundo, – lo cual no me importa nada, – porque me da el corazón, – que este mundo no es mi casa”. Los españoles no son de este mundo. Ya van quedando pocos; Unamuno es de los últimos. Los demás se aclimatan al progreso mecánico, es decir, dejan de ser españoles; sus reyes no se sentirán ya devorados por el gran espectro, ni cambiarán sus tronos por las negras fauces de un Yuste o de un Escorial. Porque “eso que estás esperando – día y noche, y nunca viene; – eso que siempre te falta – mientras vives, es la muerte”. España casi ha perdido su verdadera poesía, que es funeraria. La pereza de un Ferrán no tiene fondo: “estoy tan cansado, – que no puedo más; – hasta el quererte, lo digo de veras, – pereza me da”… “yo no sé qué hacerme – con mi corazón; – cuando lo guardo, se pierde lo mismo – que cuando lo doy”… “por tan poco tiempo, – yo no sé qué hacer, – si deje a un lado la puerta del mundo, – o llame otra vez”. No es la desesperación, sino la calma de la desesperación. El poeta halla medio de ser discreto y amable, sin salir de su noble reposo: “¡Jesús, qué bonita eres! – si Dios te hizo, ¿cómo pudo – dejarte después de hacerte?” De tarde en tarde, alguna triste ironía que recuerda a Heine: “muerto ya, en el otro mundo, – yo te seguiré queriendo, – con tal que se le parezca – un poco tu alma a tu cuerpo”… “triste es separarse, – y triste también, – cuando la ausencia es casi una vida, – el volverse a ver”… “¡no me quieres dar un beso, – y me das el corazón, – como si valiera menos!”… “es tanto lo que te quiero, – que hasta quiero tener penas, – si cuando yo te las cuente, – te has de divertir con ellas”. Y vuelve a cada hoja el leitmotiv fúnebre: “niño, morirse al nacer; – yo envidio el destino tuyo: – tú no sabes lo que hay – desde la cuna al sepulcro”. Vuelven los cuerpos que duermen, las almas que sueñan, y visiones enormes, que no parecen, las almas la fantasía humana: “oigo a veces entre sueños, – que alguien me dice: tú mueres – para que yo viva eterno”… “el que se muere no da – lo suyo, sino lo ajeno”. ¡Y pensar que no se trata sino de coplas! Sí; Ferrán estaba predestinado a la oscuridad; no tenía más mérito que el de ser poeta; no había aprendido a hacer frases. Ferrán, sin duda, carecía de estilo. Mas el estilo quizá no sea el hombre, sino el egoísmo del hombre. El estilo está emparentado con la perfección, y la perfección es un mal, porque es un límite. Así como nuestra ciencia se limita a complicar o, si lo prefieren, a organizar nuestra ignorancia, acaso nuestro arte no sea la belleza, sino el velo impenetrable de la belleza. Un genio celeste lo diría todo con suprema sencillez; lo encerraría todo en una palabra o en el silencio mismo. “– ¿Qué es el ideal del arte?” – preguntaban a Carriére, el pintor sintético por excelencia. “Una mancha blanca en que estuviera todo” -contestó-. Ciertamente que Ferrán no lo ha puesto todo; pero ha puesto algo definitivo en los cuatro versos del cantar español, desnudos y terribles como las cuatro tablas de un ataúd.
SILVIO PELLICO ¡Qué bueno era Pellico! Amaba a Italia, puesto que lo amaba todo, y hubiera querido “sacudir el yugo austríaco”… Pero temía producir algún desorden. Sus amigos se hacían carbonarios. Él 102
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vacilaba. Al fin pregunta -por correo- cuáles son los estatutos de la asociación. Esta carta le perdió. El candoroso joven fue condenado a muerte. Perico lo encontró justo. “Se me ha aplicado la ley”, dijo resignado, y obsequió con los cuatro primeros cantos de su poema Colá di Rienzi al juez que había instruido el proceso. Tardaron año y medio en dictar sentencia. El acusado aguardaba en los famosos Planos de Venecia, de donde pudo evadirse casi un siglo antes Casanova, el insigne gozador de la vida. Silvio Pellico no pensaba en evadirse, ni lo hubiera pensado aunque hubieran sido de papel las rejas. Estaba ocupadísimo en sudar y en dejarse picar por los mosquitos. “Colocado en pleno mediodía, bajo un techo de plomo, con una ventana frente al techo de plomo de San Marcos, de ardiente reverberación, mentía sofocado. A tan cruel suplicio se juntaban los mosquitos en tan gran número, que al menor movimiento mío se excitaban y me cubrían… Es en verdad demasiado sufrimiento para el cuerpo y para el alma… Algunas tentaciones de suicidio se apoderaron de mí, y a veces creí enloquecer. Pero gracias al cielo, estos furores duraban poco, y la religión seguía sosteniéndome”. Pellico se aprovecha de todas sus torturas para enternecer a la policía celestial. Adopta un devoto oportunismo, y aprende a no quejarse de nada. Le conmutaron la pena en 15 años de carcere duro. El carcere duro “consiste en estar obligado al trabajo, en llevar la cadena al pie, en dormir sobre simples tablas, y en comer el más miserable bodrio que se pueda imaginar. Soportar el carcere durissimo consiste en estar encadenado de una manera más espantosa aún, con un círculo de hierro alrededor del cuerpo y una cadena fijada al muro, de modo que apenas es posible marchar a lo largo de la triste plancha que sirve de lecho. El alimento es el mismo, aunque la ley diga: pan y agua”. Transportaron a Pellico a la sombría fortaleza de Spielberg, en Moravia. No hacía mucho que un anciano bohemio se había matado allí, golpeándose el cráneo contra las paredes. Toda suerte de enfermedades cae sobre el dulce Pellico. A su querido Moroncelli, compañero de mazmorra, le sale un tumor en la rodilla. Cuando se deciden a quitarle la cadena, es tarde. Hay que amputar, y pronto. Pero es preciso enviar un informe a Viena. Al fin llega el permiso, y cortan la pierna al infeliz. Se la cortan mal, “el hueso había sido mal aserrado, penetraba en las carnes recientemente cerradas, y causaba llagas dolorosas”. ¡Y Silvio Pellico satisfecho! Daba gracias a Dios. Se agarraba a los barrotes, recitaba sus plegarias y contemplaba el valle. La belleza del paisaje “le hacía sentir la presencia de Aquel que es tan magnífico en su bondad”. Compone en la prisión Sismonda y Leoniero de Tortona, tragedias tranquilas, y su misticismo sin originalidad ni nervio, confunde a Pascal con Bourdalone, y la Imitación con la dulzarrona Filotea de Francisco de Sales. Pellico es un modelo de escolares juiciosos, y su figura, como la de Luis Gonzaga, debía colgarse en los colegios del Sagrado Corazón. No hay personaje en Le mie prigioni que no sea un bendito. Carceleros, inspectores, directores, presidiarios, y hasta el mismo Emperador que prometió perdonarle la mitad de su pena y no lo hizo, son melosos y respetables. Todos se resignan católicamente a torturar al prójimo. Después de diez años devuelven la libertad a Pellico. Le conducen, bajo estrecha vigilancia, hasta su país. Al pasar por Schoenbrüm, con otros indultados, casi se topa con el Emperador. “El comisario hizo que nos retiráramos, de miedo a que la vista de nuestras macilentas personas entristeciera a Su Majestad”. ¡Y ni en esta ocasión se le escapa a Pellico un grito de protesta, o siquiera de asco! Silvio Pellico es el heroísmo para señoritas; la voluptuosidad de la servidumbre, cuya abyección ha descrito Nietzsche tan acabadamente; la conformidad pasiva como degenerada que es el más firme sostén de la crueldad y del engaño sobre la tierra. Mis Prisiones es un libro 103
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profundamente inmoral. No hay verdadero amor a los hombres donde no hay cólera contra la estúpida injusticia de los dolores humanos. Entre seminaristas se emparentará tal vez la mansedumbre de Pellico con la del cordero pascual. Sin embargo Jesús azotó a los mercaderes, maldijo a los ricos y a los poderosos, y llamó a los fariseos raza de víboras.
LA PIEDRA Y EL HIERRO Díaz Pérez nos presenta un clarísimo estudio sobre Ruskin. Pero no he tomado la pluma para elogiar al joven publicista, ya que lo hacen a maravilla sus propios escritos, sino para arriesgar algunas observaciones sobre la arquitectura moderna. Duros son con ella Ruskin y Díaz Pérez. Tienen razón en cuanto a nuestros edificios pétreos. Verdaderamente copiamos formas viejas de una manera ruin y alevosa. Nuestras casas y palacios son tristes mascarillas sacadas al rostro difunto de la belleza. Tienen razón sobre todo aquellos señores en acusar la organización actual del trabajo. El obrero ha sido desterrado del arte. Se le ha convertido en una máquina, ¡y qué máquina! Una máquina que sufre y que odia. El sociólogo se felicita de encontrar en el gran esteta inglés un fulminante denunciador de nuestros crímenes colectivos. Pero ¿se puede afirmar, como afirma Díaz Pérez: “no somos creadores, sino apenas críticos… tenemos muy poca mentalidad que en realidad sea nuestra, nada construimos nuestro; no podemos tener arquitectura nuestra… no podemos construir ni pensar en estilo nuestro?” Cierto que Díaz Pérez atenúa después, en favor de innovaciones recientes. Voy por otro camino. Creo que el siglo tiene una potente originalidad, cuyo vehículo es el hierro. Ruskin no es amable con el hierro. No le parece de noble extracción, ni suficientemente histórico. “Se me permitirá tal vez, dice, suponer que la verdadera arquitectura no admite el hierro como material de construcción… Si el empleo del hierro se prodiga y se renueva frecuentemente, llegará a comprometer hasta la dignidad de la obra… Del mismo modo que su probidad”. Pues bien, no. Al puente de Forth, o al que están acabando en Quebec, sobre el San Lorenzo, con un tramo central de 348 metros, le sobre dignidad y probidad. Y allí no hay más que hierro. Mediante el hierro se ha conseguido un fin con un mínimo de materia. Se ha cumplido lo que Leonardo supo enunciar el primero: “toda acción natural se verifica por la vía más breve”. Sólo el hierro es capaz de hallar la vía más breve con tan admirable precisión. Cada recta metálica define y mide un esfuerzo, y al cruzar el espacio dibuja una idea. Belleza nueva, que no consiste ya en copiar las “líneas más repartidas” de la naturaleza exterior, sino las de esa naturaleza interior que es nuestra mente. Es curioso que Ruskin no haya adivinado toda la espiritualidad del hierro. El hierro engendra sistemas ante cuya perfecta lógica se siente lo que hay de vago amontonamiento en la arquitectura antigua. La piedra de los más ilustres monumentos es siempre la roca de las cavernas donde se escondía el hombre prehistórico. La piedra nos ha protegido; el hierro nos arma. La piedra nos ha dicho: “descansa y espera”; el hierro nos dice: “¡avanza!” Una red sutil que apenas empaña el azul de los cielos, nos sostiene sobre los peores abismos. Hemos levantado jugando una torre dos veces más alta que la Gran Pirámide. La tremenda opacidad triangular de la mole de piedra es bella en la llanura. Pero también es bella, y más bella, en el crepúsculo exasperado de París, surgiendo del vaho colosal, la graciosa y terrible construcción de Eiffel, transparente encaje que corre al parecer peligro de ser desgarrado por la brisa. Hemos salido de la caverna y no tenemos miedo al aire libre.
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La piedra inerte no responde como el hierro a nuestras palabras de hoy. El hierro trabajo por compresión y por extensión. La piedra resiste, pero el hierro es elástico. La piedra nos soporta sobre sus hombros inmóviles, pero del hierro nos colgamos. El hierro nos proporciona la ilusión de suprimir lo grávido, y quizás algún día tendremos alas, y serán de hierro. El hierro vibra, canta al viento, el hierro sufre el calor y el frío. Sus moléculas laten y circulan. Se enferma y envejece. Por él pasa la electricidad, alma del universo, y nuestro pensamiento mismo. El hierro, en fin, vive, trémulo aún de nuestras manos que lo fabrican, mientras que la piedra es un cadáver desenterrado. “¡Y el hierro muere!”, contestará Ruskin. Sí, el hierro muere; hay que cambiar muy pronto las piezas de las construcciones metálicas, como se cambian las células de nuestro organismo. Nada quedará, en dos siglos, de nuestros soberbios viaductos. Pero no son las flores más bellas las que más duran. Grande es la majestad de las ruinas perfumadas por la historia. En ellas duerme la inmensidad de los tiempos. Pero también es grande la majestad de nuestra energía presente y la audacia de nuestros planes. Nuestra arquitectura no expresará el poder de inmutabilidad de nuestra especie, pero sí el de renovamiento. Prefiramos a la inmortalidad esa flaqueza que nos hace sucumbir para renacer más brillantes. Todo se transforma. En arquitectura, el hierro, unido a la estética esencial de nuestra época: la estética de la multitud y de la velocidad representa lo nuevo. Y, como dice Díaz Pérez: “todo es nuevo constantemente, todos los días brotan nuevas maravillas ante nuestros ojos atónitos”. La vida es un milagro continuo. El hierro es nuestro milagro actual. Tengamos fe en él.
“CANTOS DE LA MAÑANA” – ¡Más versos! ¡Y de una mujer!, exclamarán desdeñosamente las “personas prácticas”. Sí, más versos. Y sean bienvenidos, porque son hermosos, hasta en Montevideo, tierra de los poetas, ciudad en que la juventud canta con la irresistible naturalidad de la alondra. Sean dos veces bienvenidos, porque los trazó la mano, tímida aún, de una iniciada. Apenas hay un puñado de primaveras en la vida, hombres sesudos; ¡no se quejen de las flores! Y quizá son ustedes, los enemigos del talento indómito, quienes con mayor empeño hacen dar a sus niñas, demasiado bien educadas para ser originales, lecciones de piano, acuarela y declamación. Verdad que no persiguen un fin artístico, sino matrimonial. Por eso Liszt, que no tenía pelo de tonto, dijo a una aficionada, después de oírla ejecutar Chopin: “cásese cuanto antes, hija mía…” Delmira Agustini no es una aficionada, no. Ni copia ni imita: crea. Para ella la poesía no es un juego; es una sagrada fatalidad. Sus poemas son suyos, están vivos, nacieron en las maternales entrañas de su alma. Será tal vez en Sud América lo que en Francia es hoy Mme. de Noailles. Llámenla profesional si quieren. ¿Qué importa? Dejemos campo libre al feminismo, con tal de que no suprima a las mujeres. Hagan ellas en buena hora lo que hacemos los hombres, con tal de que sea femeninamente. Hasta la guerra es susceptible de estilo femenino. En Juana de Arco no hay nada de la amazona ni de la Walkiria. Nosotros hemos monopolizado, trátese de arte o de ciencia, todas las fórmulas y todos los métodos; se los imponemos a nuestras compañeras cuando nos acordamos de educarlas, de amaestrarlas. Disfrazamos su entendimiento con las apariencias de nuestro, y se lo reprochamos después. Tienen sobrada razón las rebeldes, las que se buscan a sí mismas, las que consiguen conservar su sexo en sus obras. ¿Qué puede quedar del sexo de Sofía Kowalewski, portentoso genio matemático, o de Mme. Curie, en sus trabajos científicos? El lenguaje de la alta técnica contemporánea no es siquiera viril; está desprovisto de imaginación y de alegría; en esas regiones de la abstracción absoluta, el verbo humano se vuelve fúnebre a fuerza de ser neutro. Preciso es ir a la literatura 105
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para encontrar rastro del sexo de los autores: el sexo del espíritu, que no coincide siempre son el sexo de la carne. Frente a Víctor Hugo, soberbio macho, ciertas estrofas de Verlaine parecen femeniles, mientras flota sobre la de Lamartine la dulce asexualidad de los ángeles. Las novelistas -Serao, Pardo Bazán- suelen ser del corte de Jorge Sand, muy apasionada en sus aventuras íntimas, pero no muy mujer en su prosa fluvialmente fecunda. “Tiene algo de alemana, decía Nietzsche con supremo desprecio; es la vaca de escribir; Renán la venera…” Y Gautier, espantado, refería a sus amigos que había visto a Sand terminar una novela a medianoche y comenzar otra en seguida. Respecto a las colecciones de cartas, confesemos que el género epistolar -casi una conversión- está más próximo de la toilette que lo lírico. Exceptúo algunas cartas amorosas que no se escribieron para ser publicadas, como las incomparables de la “religiosa portuguesa”. ¡El amor! He aquí el tema necesario. La mujer siente el amor de una manera esencialmente distinta, y con sólo traducir su propia sensibilidad, abre a nuestros ojos maravillados un mundo nuevo. El amor, divino o terrestre, doliente o voluptuoso, es el feudo prístino de las musas, de las a un tiempo admiradas y deseadas Eloísas y Teresas de Jesús, tendiendo a la deidad o a la criatura los “brazos interiores”, las que supieron ser tanto o más mujeres cuando más artistas, las que se agruparon, como bajorrelieves de un pedestal, a la sombra de la soberana figura de Safo. Tal es la gloria de María Dauguet, con sus interpretaciones sensuales de la naturaleza, y de Renée Vivien, que tiene la audacia de realizar, en el sentido más completo de la palabra, la Safo moderna. Delmira Agustini, hacia el final de su primer ensayo -El libro blanco- entró en el país del irremediable hechizo. ¿Recuerdan El Intruso, aquel soneto encantador que principia?: Amor, la noche está trágica y sollozante Cuando tu llave de oro cantó en mi cerradura… En Cantos de la mañana, el amor reaparece -vean el profundo poemita que se titula “Supremo idilio”- mas con no sé qué de amargo, espectral y melancólico. ¿Es una crisis del corazón de la poetisa? ¿Es un matiz perdurable de su visión? Y a cada página acentos que no se olvidan, cuyos ecos se hablan largamente en nuestro ser, imágenes donde se ensancha el espacio – “el alma que espera, de espaldas a la vida, que acaso un día retroceda el Tiempo” – “la trágica simiente clavada en las entrañas, como un diente feroz” – “la serpiente caída de mi Estrella Sombría”, una pincelada, un acorde, lo que Fromentin, refiriéndose a Rembrandt, denominaba “pintura cóncava”, un arabesco en que se encierra lo infinito. Líneas negras sobre el papel: grieta que rayo el muro. Pero deténganse y miren; por la estrecha hendidura descubrirán del otro lado un inmenso paisaje, resplandeciente de sol o estremecido bajo el fulgor de los relámpagos.
LA GRAN RECETA ¿De qué hablarles? ¿Sé lo que les interesa? La prensa de Asunción me trae indicaciones negativas. Se nota a la legua que están horriblemente preocupados. Un diario hace un suelto en la crónica social para agradecer el envío de un almanaque de celuloide. Un periódico, describiendo una fiesta escolar, se enternece ante el desfile de las cabecitas, “cada una con su libro debajo del brazo”. Más allá, un señor espeta un discurso a un ministro exclamando: “nosotros, súbditos de V. E….” Síntomas de inquietud devoradora. Por otro lado se discute la infalibilidad del Papa y el sexo de los frailes. Gravísimo. Me escriben que bandidos enmascarados roban niños en los suburbios. ¿Para qué? Para que se curen su lepra ciertos lazarientos de plata. La sangre de niño es un excelente remedio. En fin, se pasa el rato, disimulando la ansiedad de todos. Comprendo qué es lo que les apura, lo que les quita el sueño y les hace cometer faltas de ortografía, pero de ello no les hablaré, porque no hay que hablar a 106
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los enfermos de lo que les duele, si no es muy serio, y hoy me encuentro sin ánimos… No me vengan con que se goza de buena salud, y con que las cosas marchan como pueden, y cada vez mejor. En verdad les digo que anda mal un país en que se rasca la tierra con un pedazo de palo, mientras los fusiles son de último modelo. ¿Cuándo seremos hábiles para engendrar y torpes para destruir? Figúrense mi alivio al ver, amablemente remitido por su autor, don Robustiano Vera, un folleto editado en La Asunción: La Felicidad. El señor Vera no está preocupado, ni inquieto, ni ansioso. No le importa la política. Si le imitáramos, el Paraguay curaría pronto. No abandonemos la esperanza. Hay entre nosotros un depositario de la felicidad, un taumaturgo, un profeta. No me burlo; conozco al señor Robustiano Vera; sus teorías parecerían absurdas: su moral, inmoral. Y ¿qué? Lo nuevo, lo que triunfará mañana, es al principio inmoral y absurdo, y también lo falso, lo que abordará en seguida; el tiempo decide entre lo viable y lo que no lo es, entre el ángel fecundo y el monstruo estéril. De aquí a cien siglos, sabremos si el señor Vera tiene razón. Pero lo que sabemos ahora es que se trata de un convencido, de un original, de un joven -¡oh consuelo!- que no pertenece al rebaño. El señor Vera cree en el naturismo, y lo practica. Cree que debemos comer nueces, y las come. Ésa es su fuerza. Quiere y ejecuta. ¿Que más da pensar de este modo o de aquél? Lo meritorio, lo útil, es el carácter, y ajustar la conducta al pensamiento. El folleto del señor Vera está sudando sinceridad. Para el señor Vera, lo único digno de atraer al hombre es el placer. He aquí una valiente y alegre filosofía que no ha envejecida desde Epicuro. Un gran sabio Van Lint, acaba de publicar una obra titulada: El placer; un ideal moderno. Según los fisiólogos, el placer es el signo de un aumento de vitalidad; después los médicos nos amenazan con mil dolencias producidas por el placer. El diablo que los entienda. Por lo visto los libertinos se mueren de tanto aumentar sus energías vitales. Vera preconiza el placer en la vida natural, primitiva. Puesto que el trabajo, el embarazo, el parto y la muerte son molestias y dolores, no son naturales, y es necesario suprimirlos, lo cual se consigue alimentándose de semillas y frutos secos, y sobre todo lactando de la mujer. La leche de mujer es panacea contra las enfermedades y la vejez; contra la muerte y la concepción. En lo sucesivo, gracias a este régimen, no se nacerá, no se fallecerá y los dos sexos tenderán a confundirse en uno, sin que el placer amengüe, ni la resistencia disminuya. Tales ideas se arraigan -parcialmente- en el ocultismo; para discutirlas sería forzoso aburrir al lector con explicaciones interminables. Confieso que se me ocurre un argumento tan sólido como vulgar; las bestias, lo mismo que nosotros, sufren el parto y la muerte; la leche de las hembras, al parecer, sirve solamente para la crianza de la prole. ¿Es que los animales se apartaron también de la naturaleza, y merecieron ser castigados? ¿Habrá salvación para ellos? ¿Conquistará el perro la inmortalidad con leche de perra, y el burro con leche de burra? Y las gallinas, ¿a quién mamarán? ¿No habrá redención para la turba ovípara? Mas no quiero poner objeciones capciosas al folleto del señor Vera. Bienvenido sea todo huésped en el mundo de las hipótesis. Lo que me agradaría es que no se nos concediera la inmortalidad en los presentes momentos. Nuestra figura es un poco ruin para inaugurarla. Esperemos algunas generaciones más: tal vez así entremos en lo eterno con fachas menos ridículas.
MUJERES DE IBSEN Así se titula una obrita del señor Carlos Olivera, intelectual argentino. Según creo, el señor Olivera ha sido diputado, y ha defendido valerosamente el divorcio. Lo de diputado no le recomienda, lo del divorcio, sí. Sobre la vistosa carátula del libro hay una cita en alemán; a la otra página una cita latina; y al empezar a leer el texto del autor nos encontramos con un “haberse agitado y gozado del aire”, seguido de una lista de tropiezos por los que se nota que le señor Olivera, distraído en husmear alemán y latín, no tuvo tiempo de aprender bien el 107
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castellano. Pero no regateemos pequeñeces. La crítica a lo Valbuena es tan odiosa como fácil. Además, la lengua porteña destinada a desbancar el castellano en Sud América, está formándose, y no debemos exigir elegancias a las formas del feto. Soportemos el diluvio de plurales que después de sumergir el verso platense comienza a inundar la prosa, y resignémonos a la fraseología inoculada por los psicólogos y sociólogos al uso. Es caso más grave la siguiente lista: “Platón, Tucídides, Dante, Shakespeare, Meyerbeer, Nietzsche”. ¡Feliz Meyerbeer! Verdad que era judío, y el señor Olivera abomina del cristianismo especialmente, declarándonos tranquilo que “Homero tiene más lectores que el Evangelio”, que Cristo es una ficción menos real que Fausto, y por supuesto que el “hombre actual no tiene ninguna creencia religiosa”. El señor Olivera, cuya claridad y fijeza de pensamiento admiro, se quedó con los pies metidos en Büchner; no se da por enterado de la enorme reacción mística de los últimos veinte años, ni de que existe un William James; cierto que James es un psicólogo de veras, no a la italiana. Dejemos de lado comparaciones tremendas como la de Margarita con la Venus de Milo (!!). El viajecito reglamentario a París fue tal vez un poco breve; tal vez las belles petites estuvieron demasiado encantadoras. La educación europea del señor Olivera se resiente; su barniz transatlántico es muy somero. Hay en la página 45 de Mujeres de Ibsen, un boulevard Saint Germain, por faubourg Saint Germain, bastante sospechoso. Y ¡qué historia, qué filosofía, qué estética! Escuchen este párrafo: “Es muy posible que ese misterio llamado Shakespeare tenga solución así: no era un sabio. Y como no podemos concebir que un genio tan maravilloso existiera fuera de los gabinetes académicos, no lo encontramos buscándolo entre los sabios. Era quizá un Máximo Gorki”. ¿Qué tal? La clave del precedente galimatías reside en esta otra frasecita: “Artista y sabio, son entidades hostiles que difícilmente pueden coincidir”. Ya lo oyen, Leonardo, Pascal, Goethe, Voltaire, France. Y el señor Olivera, el del hombre actual irreligioso, nos habla de la “lubricidad antigua”. El señor Olivera ha comprendido que no eran suficientes los trabajos de Brandés, de Arthur Symons y cien más sobre Ibsen. Ha querido echar su cuarto a espadas, decir novedades. Y ha dicho, sin duda, cosas nuevas y divertidas. Por ejemplo: que Ibsen era de “una insuficiente preparación científica”. Cuando si algo hay de indiscutible en la técnica de Ibsen es el rigor del procedimiento que un Zola llamaría experimental. “Todo el drama, antes de Ibsen, había sido romántico, escribe Symons: él lo ha hecho ciencia. Hasta Ibsen ningún dramaturgo había tratado de imitar la vida en escena, o siquiera, como lo ha hecho Ibsen, de interpretar críticamente la vida… Dados el carácter y la situación, Ibsen se pregunta en el momento de la crisis: ¿qué palabras va a pronunciar este hombre? y no; ¿cuál es la frase más bella, más profundamente reveladora que podría pronunciar?” “Aplicaba el método científico con su rigor creciente, cuenta La Chesnais. Una carta del 25 de abril de 1866, dirigida de Roma a George Brandés, es a este respecto característica. Un amigo de éste se ha suicidado, en un acceso de fiebre, lanzándose por la ventana de cabeza, como para tomar un baño. Ibsen piensa que Brandés, por amistad, se complacerá en conocer los detalles de esta muerte, y le envía un acta maravillosa, minuciosamente concisa, sin sequedad, pero aún más desprovista de sensibilidad, seguida de un rápido y luminoso análisis del caso. La carta parece el informe de un médico, lleno quizá de compasión profunda, pero impasible, sobre una autopsia”. Y lo gracioso es que el señor Olivera todavía reprocha a Ibsen su “insuficiente preparación”, por exagerada. Le preferiría en absoluto ignorante. No todo lo que el señor Olivera ha imaginado a propósito de las mujeres de Ibsen es nuevo. También nos ofrece vulgaridades sedativas; una maestrita normal, recorriendo el libro hallaría con gusto sus propias ideas de lectora de diarios. Reconozcamos que en la silueta de Hedda Gabler hubo un instante de emoción distinguida y casi original. ¡Pero no haber aludido siquiera a la Ellida de La Dama del Mar, a la perseguida del Océano, a la enferma de las olas verdes! Ellida es el tipo ibseniano, el individuo joven y vigoroso en sí, doliente y delirante en el seno de 108
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una sociedad contraria a la sociedad interior de su cerebro; tipo que a veces se cura por la libertad, y a veces perece por el suicidio. ¡Qué diferencia con Stendhal, cuyos personajes se salvan mediante el dilettantismo y la galantería, recursos propios de las suaves riberas del Mediterráneo y no de las del Mar del Norte! El autor Olivera no nos ha obsequiado con serenas generalizaciones latinas. Tampoco nos ha servido anécdotas al modo sajón. Ha escrito su obra sobre Ibsen exactamente como la hubiera escrito cualquier otro diputado hispanoamericano defensor del divorcio, y sería injusto pedir más.
EL ALTRUISMO Y LA ENERGÍA Nietzsche, en su obstinado desprecio al cristianismo, hace de la piedad para con los inermes, de la simpatía hacia lo abortado, lo enfermo y lo triste, del anhelo de justicia reparadora en fin, otros tantos síntomas de una degeneración contagiosa. Para el terrible alemán, el egoísmo -egoísmo elevado, trágicamente bello a veces, propio de un metafísico Satanás- es sinónimo de energía. Las varias formas del egoísmo, desde la vanidad a la ambición insaciable, desde la mezquindad de la solterona balzaciana a la codicia de un Rockefeller, desde la impertinencia del dandy a la ferocidad sanguinaria de Calígula, se manifiestan, sin duda, con extrema energía aparente en muchos casos. Pero conviene observar que los ejemplos famosos con los cuales los grandes de la tierra fijaron el recuerdo de su tonto y omnipotente capricho, no demuestran energía personal, sino la energía exterior acumulada por el azar en torno de una figura casi siempre insignificante. Nerón incendia a Roma. Suponiéndolo cierto, ¿qué prueba? ¿La energía de Nerón? Lo que prueba es el abatimiento de una sociedad que permite tales atrocidades. Las fuerzas enormes que el emperador tenía en sus vacilantes manos de imbécil no le pertenecían. Se había encontrado con ellas. Nerón jugaba con los resortes de un colosal mecanismo que se le había regalado para diversión suya y para ignominia de la época. Por lo contrario, Nerón era débil, como la mayor parte de los egoístas históricos a quienes se ha juzgado indispensables tan sólo porque no concluyeron totalmente con el género humano. Se vio la debilidad de Nerón a su caída. En aquel tiempo en que la dimisión de un funcionario consistía en suicidarse, trató el César de hacerlo, y su cobarde espada no acertaba. Tuvo un soldado que rematarle como a una res. Para decidir de la verdadera energía de un hombre, esperen a que caiga de su falso pedestal, esperen a que se le deje desamparado y desnudo. ¡Oh bochorno de los millonarios que al arruinarse aceptan el oficio de proxenetas o de tahures, oh vergüenza de los reyes destronados en el siglo XIX, escabulléndose por la puerta trasera de sus palacios, a semejanza de lacayos despedidos! Napoleón mismo disminuye y decae en Santa Elena. Napoleón era débil también, porque era egoísta. Puso el genio al servicio de su egoísmo infinito. Este parásito formidable de la humanidad estaba maravillosamente armado para devorarla. Napoleón, incapaz de irradiar energía y hasta de producirla en cantidad suficiente a su vida interior, robaba con avidez la energía externa. Su procedimiento evoca el de ciertos parasitismos en que el animal nutrido con jugos prestados es de una organización muy superior a la de su huésped. La debilidad trascendental de Napoleón necesitó un prodigio de inteligencia para la conservación del individuo. Egoísmo es debilidad. Los cuerpos fríos se calientan a expensas de los otros. Eleven la temperatura de un pedazo de hierro, y a medida que aumenten la energía del metal, lo irán haciendo más y más generoso. Llegará un momento en que de puro ardiente resplandecerá y les iluminará el camino. La energía en exceso desborda y se desparrama por el espacio. Las 109
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almas generosas desbordan de amor. ¿No es natural el egoísmo en los niños y en los viejos, en las edades indefensas? Pero el egoísmo en la pujante juventud es doblemente odioso. Los que consumen son los que no crean. Los que expolian son los desheredados de la voluntad. Los que matan, ¡ay! son los que se están muriendo. La avidez del corazón del avariento, del cruel, es cosa melancólica. Consagrar la existencia entera a reunir dinero o a reunir súbditos o esclavos, es inconcebible para todo espíritu que no haya perdido el contacto fundamental con las realidades absolutas. El egoísta es un aislado, un privado de los efluvios vitales del universo. El egoísmo se acompaña por lo común de una atrofia no solamente sentimental, sino intelectual. La avaricia suele coincidir con la semiestupidez. Una variante atenuada, la manía de coleccionar estampillas o cualquier otra clase de objetos, al estilo de las urracas, no se encuentra seguramente entre los aficionados a coleccionar ideas. ¡Y en cuántas ocasiones la crueldad se deriva de lo difícil que es para numerosos ciudadanos imaginar el dolor ajeno! Al egoísta le falta siempre algo: por eso se lo quita al prójimo. El altruista da precisamente lo que le sobra. La debilidad del egoísta proviene con frecuencia de que el medio es pobre, de que no hay para todos. Las bestias carniceras son las que tienen que perseguir un alimento escaso y protegido. La abundancia reduce el número de egoístas. Los nueve décimos de la población humana no comen lo bastante. No nos extrañemos, pues, que el hombre se entregue a la lúgubre pasión del oro. El oro es pan y ropa y techo en primer lugar, y no hay techo ni ropa ni pan para todos los habitantes del planeta, a causa de lo torpes y miedosos que somos. Todos estamos amenazados de muerte si nos quedamos sin oro, y nos lo arrebatamos. El egoísmo es, pues, una contingencia por lo general; expresa una relación defectuosa con el ambiente, es una momentánea solución al problema del individuo. La especie resuelve sus problemas de distinta manera. La procreación, la crianza de la prole, acciones de largo alcance, son explosiones de altruismo. Es evidente, además, que el altruismo es mejor cimiento social que el egoísmo; así lo inmediato y lo precario y lo urgente es obra quizá de egoísta, mientras que los altruistas construyen lo profundo y lo duradero. ¡Son los más fuertes! Darwin, estudiando biología, perdió la fe. “No puedo vencer la dificultad que resulta de la extensión del sufrimiento en el mundo, dice… No puedo persuadirme de que un Dios bienhechor y todopoderoso haya creado los icneumones con la decidida intención de dejarles alimentarse de orugas vivas, o de que el gato haya sido creado para torturar al ratón”. Nietzsche se alegra de espectáculo tan siniestramente artístico, y aplica a la médula europea los botones de fuego de una salvaje filosofía. ¿Y quién sabe? Darwin y Nietzsche no han visto tal vez más que lo provisorio.
LA ANTINOMIA Y LA PROBABILIDAD No estamos seguros de nada. ¿Saldrá el sol mañana? Es muy probable. ¿Existiremos dentro de un mes? He aquí algo mucho menos probable. ¿Qué oscuro instinto nos dice todo esto? Pero ¿es realmente oscuro este instinto? ¿No dependerá la vaguedad de sus contestaciones de la vaguedad de las preguntas? Tomo un dado. Si lo arrojo, ¿qué punto saldrá? No lo sé. 110
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No sé si saldrá el 1 o el 6. Pero es exactamente tan probable que salga uno como otro. Cosa ésta tan cierta como un axioma. Puedo afirmar más: que la probabilidad de que salga el 1 es cinco veces más pequeña que la probabilidad de que no salga. El sencillo ejemplo del dado nos autoriza aparentemente a definir la probabilidad. La probabilidad de un suceso sería la relación del número de casos favorables al número total de casos posibles. ¿Probabilidad de que salga el punto 1? Casos favorables: 1; casos posibles: 6. Contestación: 1/6. ¿Probabilidad de que no salga? Casos favorables: 5. Casos posibles: 6. Contestación: 5/6. D’Alembert sonríe y nos advierte que no hay más que dos casos posibles: o el suceso en cuestión ocurre o no ocurre. La probabilidad de cualquier suceso es siempre ½, y no vale la pena de seguir adelante. A lo que responderemos que los casos han de ser igualmente probables. Con lo que nos reducimos a definir lo probable por lo probable. ¿Cómo sabremos que dos casos posibles son igualmente probables? Una especie de sentido común indestructible nos guía en el ejemplo del dado. ¿Será siempre así? Desgraciadamente, no. El ilustre Bertrand (Calcul des Probabilités) se propone encontrar la probabilidad para que, en una circunferencia, una cuerda trazada al azar sea mayor que el lado del triángulo equilátero inscripto. Adoptando sucesivamente dos puntos de partida, el autor halla con el uno ½, y con el otro 1/3. Pero en el problema de Bertrand los casos posibles son infinitos. Ninguna contradicción resulta de los problemas planteados con el dado, con los naipes, con urnas que contienen bolas de distintos colores, etc. Es que aquí los casos posibles son numerables. Es decir que el concepto de probabilidad es inaplicable, en su sentido raíz, a cuestiones de continuidad, como son precisamente la inmensa mayoría de las cuestiones que se presentan en la mecánica y en la física. Nada de esto debe extrañarnos. Muchos conceptos, como el de número y los de las operaciones elementales, han ido modificándose, generalizándose, para abrazar una mayor extensión de conocimiento. Aplicados directamente a su sentido primero, conducen a contradicciones por el estilo de la que ofrece Bertrand. La generalización del concepto de probabilidad, generalización que lo hace aplicable a cuestiones geométricas y físicas, consiste esencialmente en atribuir a la probabilidad que se busca una forma arbitraria, sin otro requisito que satisfacer el principio de razón suficiente y la condición de continuidad. Sucede entonces que la expresión de la probabilidad a que se llega suele ser independiente de la hipótesis inicial; de otro modo: la probabilidad es siempre la misma, y libre de toda contradicción. Los curiosos que posean las matemáticas elementales pueden leer el Traité des Probabilités del célebre Poincaré, donde se tratan muchas cuestiones de esta clase, elegantemente planteadas y resueltas.
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Mi propósito no es insistir en la parte técnica del asunto, ni en sus importantes consecuencias para la ciencia positiva, sino dejar sentado lo legítimo, lo intuitivo del concepto de probabilidad, e indicar los extraños aspectos que ofrece el estudio de ese concepto. Vuelvo a tomar el dado. Lo arrojo: ha salido el punto 1. Sin embargo, era cinco veces más probable que saliera otro, y no ése. Es extraño que haya salido el punto 1. Pero, ¿no sería igualmente extraño que hubiera salido cualquiera de los demás? He aquí que nos parece extraño algo que no puede menos de suceder. ¿Por qué ha salido el punto 1? El dado sigue una trayectoria que depende del impulso de mis dedos, de la resistencia del aire, de la acción de la gravedad. El punto que representa al quedar inmóvil depende de todo eso, y además de las asperezas, de la elasticidad, de la dureza no sólo del piso, sino del mismo dado. ¿Qué hay de arbitrario en todo eso? Nuestra ciencia nos declara que absolutamente nada. Para los que hagan sus reservas respecto a la mano y al cerebro que mueve esa mano, se dispondrá una máquina, como la ruleta, que lance el dado. El problema será el mismo. Hay que admitir que si ha salido el punto 1, es que era fatal que saliera. Vuelvo a arrojar mi dado. No sale el punto 1. ¿Qué es lo único que puedo decir? Que esta vez era imposible que saliera. En la realidad no hay más que sucesos fatales y sucesos imposibles. ¿Qué tiene que ver nuestro concepto de probabilidad con todo esto? Pero siempre expresamos nuestra ignorancia con palabras de probabilidad. Ignoramos si saldrá el sol mañana, y en vez de hacer constar sencillamente esa ignorancia, o de puntualizar que es fatal o imposible que salga el sol mañana, decimos: “Es enormemente probable que el sol salga mañana”. Y sentimos que decimos la verdad. ¿Cómo explicar que ese concepto tan intuitivo y fundamental de la probabilidad no tenga en la realidad correspondencia alguna? No tratemos tan mal a la realidad. Tornemos a ella un poco más despacio. En vez de arrojar el dado una vez, hagámoslo cien, mil veces, y contemos las que ha salido el punto 1. Encontramos que ha salido con una frecuencia próximamente cinco veces menor que los demás puntos; lo mismo que nos advertía nuestro concepto de probabilidad. Y cuanto mayor sea el número de pruebas que hagamos, tanto más se acercarán los hechos a la idea. – ¿No sabíamos absolutamente nada de una serie de fenómenos, y hemos predicho una ley? ¿Qué significa esto? Los fenómenos estaban fatalmente preparados de toda eternidad, y sin embargo, nuestra ignorancia los reglamenta de antemano.
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Llueve durante dos horas en un patio embaldosado. Nada sé de la curva caprichosa que seguirá, desde el misterioso seno de la nube, cada gotita de agua. No sé nada, y, sin embargo, afirmo que cada baldosa recibirá próximamente el mismo número de gotas. Y así es. Un gas se supone compuesto de una cantidad colosal de moléculas, que vuelan en todas direcciones con velocidades grandísimas. Nada sé de las trayectorias de esas moléculas, y, sin embargo, de mi misma completa ignorancia deduzco una ley de la probabilidad que me conduce como por la mano a la ley de Mariotte, hermosa ley física de innumerables aplicaciones. Abramos una tabla de logaritmos. Nada hay allí de arbitrario. Cada cifra es hija fatal de la aritmética. Puedo volver a calcular cada cifra por medio de deducciones inatacables. Por el momento ignoro los millares de signos allí estampados. Apoyado en mi misma ignorancia, sostengo que la cifra 1 se encuentra tan frecuentemente impresa como la cifra 7. Y así es. Mi ignorancia sabe, predice y descubre. ¿Cómo resolver esta antinomia? Pascal, que lo ha dicho todo, escribe no sé dónde, que el mismo principio de contradicción está sujeto a crítica. La discusión del problema de la voluntad hará recordar algún día la frase de Pascal, frase que por otra parte no es inadmisible en matemáticas. Pero confesemos que no hay necesidad de sospechar que una cosa pueda ser y no ser al mismo tiempo, para resolver la antinomia de probabilidad. Si mi ignorancia sabe, es que no hay tal ignorancia. Cuando confirmo que ignoro las trayectorias de las gotas de lluvia, afirmo implícitamente que el conjunto de causas que separan esas trayectorias de la vertical, o alteran sus distancias relativas, se destruyen las unas a las otras. Cuando afirmo que ignoro si saldrá cara o cruz al echar al aire una moneda, afirmo que en un gran número de pruebas se destruyen las causas que deciden el resultado del fenómeno. En todos estos ejemplos, ignorar es afirmar una simetría. Es muy de observar que nada podemos predecir de una sola prueba. ¿Saldrá cara en este momento? Las pequeñas causas que lo han de decidir no tienen tiempo para luchar en masa con las otras y poner de relieve la ley. Por eso la sensación de azar positivo, de ignorancia real, es típica en este caso. Por eso los jugadores se arruinan a la larga. Siempre juegan a un golpe. Verdad es que en una gran serie de golpes todos los jugadores estarían de acuerdo, y no habría contra quién jugar. La idea de simetría la adquirimos al solo enunciado de la cuestión, y de ella deducimos la ley de probabilidad por una función de la inteligencia análoga a la función analítica del cálculo. Examínese todos los sucesos a que atribuimos un concepto de probabilidad y se descubrirá una base de conocimiento directo del fenómeno. La ley de probabilidad expresa precisamente ese conocimiento, y cuanto se aparte de ella, a posteriori, la realidad, otro tanto nuestro conocimiento se apartará de la exactitud. 113
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Es que pocas veces sabemos, pero menos veces todavía, ignoramos.
EL ESTILO Una de las cosas más admirables en Le Bon, el genial visionario de la nueva física, es lo mal que escribe. Las páginas de L’Évolution de la Matière y de L’Évolution des Forces, desordenadas, tortuosas, despeinadas, horda de ideas, no tienen estilo y apenas sintaxis. Son la notación lacónica de una mente al galope. No busquen las viejas y graciosas curvas del pensamiento francés en donde sólo subsisten los zigzags de un relámpago. Ni siquiera se toma Le Bon la molestia de traducirse en imágenes. Su obra es un montón de hechos y de prosaicas explicaciones. Su lengua es ruda y torpe como la de todos los profetas. Tenía que darnos noticias demasiado importantes para perder el tiempo haciéndolas artísticas. Por eso, nada ha salido de su pluma que nos aquejara con la tristeza de la perfección. ¡Qué triste es lo perfecto! Cerrar el círculo, haber llegado, poner punto final, ver, a semejanza de Dios, que lo fabricado es bueno, ¡qué tristeza! Ser invencible y no poder pecar, ¡qué desdicha! Sobre la puerta del paraíso es donde el profeta debió trazar su lasciati ogni speranza. Mil veces preferible es el infierno; allí se desea, se conspira, se vive. Si vivir es correr tras la perfección y la felicidad, alcanzarlas es morir. Y si la muerte material conserva aún a nuestros ojos el misterioso encanto de una débil promesa es porque morimos en la fealdad y en el sufrimiento, así como nacimos, y porque únicamente el dolor, no el dolor pulcro y bello y rimado en mármol a lo Laocoonte, sino el dolor lamentable y sucio y desamparado y grotesco, es digno de ordenar al destino que responda. ¡Pobre del escritor que quiere obtener un estilo, y lo encuentra y le satisface! ¡Pobre del que aprende a sentir! Se convierte en un molusco literario, y esa habitación suya, tapizada de un lustroso nácar en que se miraría Venus, ese caracol cuyo fósil servirá dentro de algunos siglos, para que otro Sainte-Beuve complete un estante, será quizá lindísimo, pero tiene el dueño que llevarlo a cuestas. El habitante de la torre de marfil es blando de carne y lento de alma. Se aísla, se enclaustra, trabaja en la oscuridad y pretende hacernos el don de la belleza. No; no es la belleza lo que desdeñosamente nos ofrece, sino la horrible perfección, su perfección, la rígida figura construida a paciencia sobre el módulo elegido; el ejercicio ajustado a clave; el problemita personal resuelto. Todo se lo dice el autor; ¿qué nos deja a nosotros? Él descansa, y nosotros, también. Nos contagia su inmovilidad. Hemos visitado su torre de marfil: ¡muy interesante, muy curiosa! Nada restó que examinar en ella. Era la tarde magnífica, y el horizonte, contemplado de lo alto, se nos hubiera aparecido en su solemne esplendor; pero la torre, ¡ay! no tenía ventanas. El estilo no es el hombre, es el egoísmo del hombre. Conocer por una línea a quien la ha escrito, ¿qué demuestra? ¿Es el estilo acaso lo que denuncia a Shakespeare? ¿Cuál es el estilo del sol y del mar? No admiremos en el arte lo que se adhiere al artista, sino lo que a todos nos pertenece, lo que circula sin esfuerzo con la sangre del cuerpo social. No es imposible ser a la vez sencillo, universal, inesperado y profundo: basta el genio y ¿quién, allá en las honduras de su espíritu, no guarda un delgado filón de genio silencioso? Cuando el genio habla, se olvida del estilo. No respetemos el estilo por solamente serlo. Hay estilos característicos y odiosos. Hay, estampadas en oro estafado, efigies de monarcas infames. Hay habilidades que repugnan. Una frase es suficiente para delatar a Quevedo, y ¿quién le ama? ¡Benditos sean el oro bajo tierra, y el agua en el manantial, que no son todavía de nadie! El genio no tiene propiedades y es una profanación embadurnarle de estilo. El arte futuro será una función colectiva; será a un tiempo representación y acción. Se desvanecerán los acentos particulares en la armonía total; pasaremos de los instrumentos aislados, llámense Virgilio o Víctor Hugo, a la enorme sinfonía. La prensa, en su rudimentaria y 114
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grosera forma de hoy, nos anticipa edades venideras. El arte será algo innumerable, anónimo, y sin embargo más expresivo de una época que ningún talento considerado separadamente. Se fundará en la energía intuitiva, que es altruista, y no en el estilo, que es egoísta. Los creadores no se preocuparán de ser originales, sino de ser sinceros; no de firmar sus obras y de encaramarlas en pedestales inaccesibles, sino de fundirlas en la obra común. Imitarán a las heroicas células que en el fondo de un cerebro forjan lo sublime, sin reclamar después un átomo de gloria. La humanidad se parecerá al hombre. No deploremos, pues, que Le Bon no tenga estilo.
ZOLA Los restos de Zola van al panteón. No son esos restos de Zola los que nos importan, sino los otros, los que no caben ni en el Panteón, ni en París. Las felicitaciones del Estado no nos interesan; conocemos la competencia de los poderes públicos en ciencia, arte y filosofía. Ciertas planchas históricas, de Sócrates acá, no se olvidan fácilmente. Por otra parte, ni siquiera es el Estado el que pretende honrar a Zola; es un partido. Zola, sin querer, hizo política; su partido triunfó con la rehabilitación de Dreyfus. Se ha decretado la inmortalidad del héroe de J’accuse, como se decretó el ascenso de Picquart a ministro. Supongan a la derecha en el gabinete, y Zola, según siempre opinó el Estado literario, la Academia, continuará siendo ante el mundo oficial un escritor repugnante. Ante la humanidad Zola es, en cambio, un ejemplo maravilloso de lo que puede la resolución de un alma enérgica. Nadie menos dotado que él para la literatura. Todos sus compañeros de juventud, hasta los que se dedicaron, como Cézanne, a un arte distinto, manejaban mejor la pluma que el futuro ciclope de L’Assomoir y de La Terre. Zola tuvo que luchar a un tiempo contra la miseria y contra las rebeldías de su estilo poderoso y torpe. La arruga que partía su frente soberana era la sima que abrió él mismo hasta las profundidades de su mente buscando el filón del genio, y el genio brotó al cabo definitivo y furioso, como el torrente por la roca herida. Zola no fue un artista, pero si una irresistible fuerza intelectual. Violento, amplio y rápido, no fue contemplativo, ironista, ni psicólogo. Fue tan sólo sencillo y formidable. La corriente de su verbo no tenía remansos, no se detenía a reflejar el azul de las armonías superiores, pero chocaba contra los escollos terrestres con tal ímpetu, que en verdad era espectáculo grandioso el de la espuma salvaje de aquella prosa encabritándose al sol. Ignoró lo místico, las complicaciones metafísicas y sentimientos; se contentó con un positivismo a lo Bernard por todo bagaje analítico, y de creer que hacía sociología patológica cuando levantaba epopeyas, pero ¡cómo embestía! No vio en la tierra más que el mal, y lo pintó con la crueldad cirujana de un enamorado del bien. Pintó el mal con el entusiasmo de un Víctor Hugo y la robustez de un Balzac. Alzó colosales frescos de barro y de sangre, y se salvó del horror por la elocuencia misma. A través de tanto rugido de bestias y de tanto gemido de víctimas, para el acento generoso de un hombre que sufre con el sufrimiento ajen. Zola no es capaz, como Maupassant, “el toro triste”, de quedarse impasible y fríamente satisfecho al retratar las infamias que le rodean. Zola es el toro sano que se lanzará un día, en la arena de Europa, contra la muchedumbre fanática, igual que se lanzó en sus libros contra los perversos y los imbéciles. La palabra de Zola no se discute, porque aplasta. No es un razonamiento ni una caricia; es un proyectil.
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¿Y qué es un proyectil en reposo? Nada. Por eso Zola, paralizado entre las imaginaciones beatificas de sus Evangelios, ya no es Zola. Es un declamador humanitario de segundo orden. Mas los Rougon Macquart están en pie, y en pie seguirán, estupendos sillares con los que un valiente amontonó su pedestal de granito. ¿Panteón? ¿Para qué? ¿Para dormir al lado de algunos generales? Sí. Zola fue un valiente, aunque le falto el valor supremo, el que le hubiera hecho casi divino: el valor de ser pobre.
EL TREN Y OTROS ARTEFACTOS Es curioso lo poco que progresan las máquinas de vapor. No sería admisible, si cada año se perfeccionaran los caminos de hierro, que el tren de Asunción a Areguá siguiera marchando a razón de quince kilómetros por hora, deteniéndose sin aliento en las cuestas y llegando siempre tarde a su destino, aun descontando las paradas de treinta a setenta y cinco minutos cada vez que hay que cruzar con el convoy ordinario de Villarrica. Si se adquirieran continuamente ventajas en otros países, algo alcanzaría al modesto y sosegado Paraguay. Es evidente que cada nación se ha estancado en su respectivo optimum. La historia del ferrocarril es notable. Hace miles de años que se conocen aplicaciones mecánicas del vapor. Se trata de ingeniosos juguetes. De pronto el juguete engendró al formidable aparato moderno, gracias a una circunstancia fortuita: la explotación de la hulla en Inglaterra. Esta hulla está a grandes profundidades, anegadas en agua. Fue preciso disponer una bomba capaz de extraer el líquido de tales honduras. Como ya se tenían bomba-juguetes, movidas por vapor, el vapor fue la base de los aldeanos buscados, y la máquina resultante, puesta sobre cuatro ruedas, fue por casualidad la primera locomotora. Dos detalles impusieron desde luego a la locomotora sus lineamientos definitivos. Era tan pesada que fueron precisos los rieles, y no salió jamás de ellos. Además, se utilizaron en los ensayos primitivos vías férreas ya construidas, por las que solían circular camiones. Esto bastó para que la locomotora tomara la anchura de un camión y no la modificara en lo sucesivo. Dentro de marco tan estrecho, la evolución del ferrocarril fue rápida. Hoy no parece el motor susceptible de mejora alguna. La velocidad no pasa, por más que se empeñen los constructores, de unos 80 kilómetros por término medio. El tren es perfecto, y nada hay que esperar ya de él. La revolución la hará el automóvil, que se ríe de anchuras, de rieles, de fijeza en las calzadas y de pendientes tímidas. Encontramos otros casos de lamentable perfección en los instrumentos de espejos y de lentes. Es posible que apuntando el microscopio a otras partes nos revele cosas nuevas, pero es muy dudoso que nos muestre cosas más chicas. La claridad de la visión y el poder de aumento son incompatibles a partir de cierto máximo. Al pretender ensanchar la imagen la destruimos. Verdad que se ha hablado recientemente del ultramicroscopio, capaz de señalarnos objetos imperceptibles al microscopio vulgar. Sin embargo, la única noticia que recibimos de los cuerpos ultramicroscópicos, cuyo diámetro se cuenta por millonésimas de milímetro, es su existencia y su posición; ninguna de su figura y tamaño. Es el mismo fenómeno que nos permite a simple vista descubrir las estrellas. Una fuerte iluminación concentrada difracta la luz contra las partículas y nos indica dónde están, sin más novedades. Si emiten radiaciones se analizan por medios distintos. 116
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Análogas consideraciones se nos ocurrirían acerca del telescopio. No se puede hacer con él sino encaramarle a las cumbres de las montañas, donde la atmósfera es más transparente. Los astrónomos se vuelven alpinistas. He aquí, pues, varias direcciones en que el espíritu humano se halla detenido, probablemente para siempre. Cuando más concretos y numerosos son los datos del problema, y más definido el fin que se persigue, antes se arriba a un equilibrio estable, a un organismo incapaz de transformaciones. La perfección es un punto final, una especie de muerte. El desarrollo, la marcha hacia adelante, supone ignorancia, defectuosidades de planteo. Quizá la prosperidad de las investigaciones eléctricas se debe a lo poco que sabemos, a la multiplicidad de vagas hipótesis, a lo relacionado del asunto con ese mar misterioso de la química. Lo esencial es, mejor que obstinarse en una sola dirección, cambiar de direcciones. El genio es potente por su divergencia. Su misión providencial es atacar la Naturaleza por donde menos ella lo aguarda. Los Newton y los Pasteur se apoderan por sorpresa de la realidad. Es inútil golpear mucho tiempo en la misma galería. La eterna Esfinge se apercibe al fin y se defiende. Hay que conquistarla, como hembra que es, de un modo inesperado y brillante.
EMBAJADAS LITERARIAS Europa ha enviado recientemente a Sud América dos embajadores literarios: Anatole France y Vicente Blasco Ibáñez. En su carácter representativo, no han juzgado oportuno mostrarse demasiado personales, y han hecho lo posible por no asustar a los tímidos porteños. Meses antes de venir, France tranquilizaba a las damas bonaerenses. “Las señoritas, decía, podrán escuchar mis conferencias sobre Rabelais sin ruborizarse”. En resumidas cuentas, el autor de Crainquebille no ha enriquecido mucho su fortuna de estilista con el viaje a la Argentina. No importa; lo esencial era ver y oír al emperador del pensamiento contemporáneo. Ver su barbita blanca, y oír el timbre suave de su voz. En cuanto a sus palabras, lo mismo eran unas que otras. Ya se sabe que los discursos diplomáticos son anodinos y de una prudencia imponente. Blasco Ibáñez, desde Madrid, se extasiaba con la belleza y con la virtud de las señoras del Río de la Plata. Ha dado en sus conferencias algunas notas discutibles, queriendo demostrar que España no fue dura al reventar a los indios, y que los sudamericanos son muy españoles. Basta, sin embargo, vivir una semana en Buenos Aires para convencerse de que aquello es una olla cosmopolita, tan española como italiana o yanqui. Queda la lengua… poco más o menos. Letra sin espíritu. El libro de Larreta La gloria de don Ramiro, páginas castizas, no prueba nada. En París hay quien hace tragedias perfectamente griegas, y poemitas perfectamente japoneses. Blasco Ibáñez se ha creído obligado a ciertas amabilidades inexactas. Bien. Su elocuencia, como la de Ferri -fatalidad de parlamentarios- pareció de lugares comunes. O las localidades parecieron excesivamente caras; es lo mismo. Brindis de protocolo, convencionalismo cordial. Pero sería tonto haber esperado de ambos personajes algo que añadir a sus obras, más baratas -¡oh ironía!- que las plateas del Odeón. Un matiz a favor de Anatole France: en su conferencia última, sin apearse de su cortesía parisiense, sacó las uñas. ¡Loor al maestro! “Sus leyes son sabias, dijo al elegante público, y hasta se dice que las aplican desde hace algún tiempo… Sean buenos, sean justos, sean generosos… Tienen que resolver grandes problemas económicos. El estado de sitio es un expediente a veces cruel; no es una solución… No será posible resolver los conflictos siempre por la fuerza material… Los pueblos que llamamos bárbaros (atención Roca, pacificador de tribus) no nos conocen sino por nuestros crímenes… Es un triste destino para un pueblo el que 117
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a una democracia laboriosa sustituya una oligarquía financiera… ¡Plegue al porvenir que la riqueza del pueblo deje de ser una riqueza de clase!” Mientras esto decía Anatole France a los ricos, Blasco Ibáñez decía en el Coliseo a un auditorio de trabajadores y de pequeños empleados: “Me siento obrero, y me complace poder decirlo, simplemente, sin acentos de rebeldía, en el seno de un pueblo que no conoce la división por castas ni las murallas de clases…” Fresca aún la sangre derramada en la Avenida de Mayo el día de la protesta obrera, es en verdad curioso atreverse a negar la lucha de clases en la República Argentina. “Sin acentos de rebeldía”… ¡oh, ¡qué fea frase en los labios de un tribuno revolucionario! ¡Qué traidora frase en los de un discípulo de Zola! Yo, que admiro en Blanco Ibáñez al poderoso novelista, espero que antes de abandonar la América tendrá la sinceridad de descubrirse, y de no dejarnos bajo la penosa impresión de semejante rebajamiento, colmo de la zalamería diplomática. Descuide, y hable con franqueza; le respetarán religiosamente; se trata de un propietario.
EL EJEMPLO Con motivo de la muerte de Carlos van Lerberghe… ¿Que quién es van Lerberghe? ¿No le conocen? ¡Claro! Era, es un gran poeta; no se suele hablar de un gran poeta, si no es periodista a la vez, cosa inaudita, o si no tuvo la suerte de aparecer complicado en algún proceso a la moda. Van Lerberghe era uno de esos grandes poetas de pequeño público, ruiseñores de voz maravillosa y tenue, a quienes se escucha en silencio y muy de cerca. Han llegado hasta ustedes sin duda los rugidos de Jaurés, pero no el perfecto y cristalino canto de un van Lerberghe. No se distingue bien, desde lejos, ciertos detalles de la civilización… Con motivo pues… ¿van Lerberghe? Belga. Sí. Como dice Rachilde (escritora aquí célebre: ya que se ocupó de ella Gómez Carrillo), los que más gloriosamente usan el francés son los belgas. ¿Quién alcanza al entrecejo de un Verhaeren? Quizá Régnier. De seguro que no puede oponer Francia muchos nombres a los primeros de las actuales Walonia y Neerlandia. Pueblos chiquitos, tan poco imperialistas, tan poco sable al cinto y espuela al taco, y tan inteligentes… Problema serio el de estas pequeñas botellas donde brilla un vino incomparable. ¿Si no será tan necesario ser yanqui? Con motivo de la muerte de van Lerberghe, por cierto que en un hospital, y boicoteado por su familia, cuyas creencias religiosas le impedían humanizarse, reproduce Vers et Prose, revista poco extendida en el extranjero, a causa de no ser pornográfica, las líneas que publicó Maeterlinck el día mismo del estreno de los Flaireurs, de van Lerberghe. A Maerterlinck sí se le conoce. Se sabe que es aficionado a vaguedades. Le ha traducido La Nación. ¡Otro belga! Maeterlinck había estrenado La Intrusa antes que van Lerberghe los Flaireurs; ambas piezas tratan de la muerte felina que nos rastrea en la sombra… Y “hacen visible el drama secreto, único, virtual y abominable, que ocultamos todos, desde nuestro nacimiento y con tantos cuidados inútiles, en los más profundo de nuestro cuerpo…” Y Maeterlinck declaró que la idea no era de él, sino de su compañero de letras. Renunció a la paternidad de su más famosa obra, y rindió este sublime homenaje a “un alma que fue siempre la hermana mayor, la educatriz y protectora de la suya”. 118
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Conviene meditar este rasgo. Se ha visto a varios individuos dar su vida, y hasta dinero. Ceder la originalidad es más difícil. Confesar que nuestro hijo no es nuestro, que nos engañó nuestra mujer con la misma ingenuidad que la mujer salida directamente de las sabias manos de Dios… pase. Mas confesar que el hijo espiritual no es nuestro, que somos poetas que putativos, que nos engañó la hembra absoluta, naturaleza, humanidad futura o como quieran llamarla, es heroico. Desprenderse de una realidad no es nada: lo heroico es desprenderse de un sueño. Generoso Maeterlinck, agradezcámosle la enseñanza de tu sacrificio. “¿Qué amistad, preguntas, no es más noble, más preciosa y mejor que toda literatura?” Tienes razón; el amor está antes que la literatura, y no hay literatura que valga sin amor. ¿Qué es la poesía? El amor que descubre su propio ritmo. Amen, y serán poetas, mudos tal vez, pero poetas. ¡Oh!, dómines del verbo, fríos tallistas de diamantes, enamorados del papel, amen la vida. Más bella que un diamante es una lágrima. Nunca fue más poeta Maeterlinck que al devolver su poema al amigo de los años jóvenes. Y el amor reveló a Maeterlinck de dónde vino la idea, ya que todas las revelaciones se deben al amor. El amor nos prolonga, no sólo hacia adelante, sino hacia atrás. Ilumina la esperanza y también el recuerdo. Nos hace adivinar y agradecer las fuentes que están vertiendo siempre sus aguas inmortales en nuestro corazón. El corazón que no ama es una cisterna tenebrosa, depósito inmóvil que recibe y no da. El corazón que ama es el remanso a cielo abierto, donde las mil corrientes del mundo descansan un instante para partir de nuevo; nos traen las historias prodigiosas de las regiones que atravesaron, y contarán la nuestra a las del porvenir. Y amando sentiremos el perpetuo renovamiento del cosmos en nuestras venas, y comprenderemos que vivir es renacer. Nada es nuestro. Repitamos el gesto de Maeterlinck. Llevemos la ofrenda de nuestra labor a los genitores desconocidos. No olvidemos que cuanto más alto y puro sea nuestro pensamiento más probabilidades hay de que no nos pertenezca. Magnánimo es entregarnos, y más magnánimo reconocer que nunca nos poseímos, y que sacrificarnos es restituir.
EL ESPIRITISMO EN LA ARGENTINA He pasado un buen rato leyendo -en un extracto que publica La Nación- lo que opina sobre el espiritismo el señor asesor letrado de la inspección de compañías anónimas. Se trata de un informe contrario a la personería jurídica de las sociedades espiritistas. “El dictamen -dice La Nación- es interesante por los conocimientos que en esa materia revela”; yo también lo encontré interesante, aunque por otros motivos. El señor asesor letrado echa en cara a los espiritistas la pretensión de estudiar el espiritismo por la mediumnidad, y no por medio de la razón “pura y trascendental, como han estilado los filósofos de todos los tiempos y lugares”. Felicitemos al señor asesor por este fecundo concepto de espiritismo sin médiums. Crookes, Richet, sabios candorosos que buscan, mediante la experimentación, las leyes aún misteriosas de las fuerzas psíquicas, renuncien a un método que no han estilado los filósofos del señor asesor. Estilemos hipnotismo sin sujetos, patología sin clínica, química sin laboratorio. Nos basta y nos sobra la razón pura y trascendental. El señor asesor letrado de la inspección de compañías anónimas no conoce la duda. Se sabe su lección de memoria y sentencia con una infalibilidad que da contento. Es un alma serena. “Para demostrar la falsedad del espiritismo -dice en un párrafo a lo pequeño Larousse-, habría que estudiar, estudiar “en orden intensivo” -¡delicioso!- cosas que abrevio, “echando mano” de 119
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las teorías de Platón, Aristóteles, San Agustín, Santo Tomás, Descartes, Leibnitz, Kant…” Y aunque “Platón es idealista, y Aristóteles, el polo opuesto”, según afirma más abajo en una síntesis asombrosamente inesperada, ello es que todas las escuelas están de acuerdo contra los infelices espiritistas. ¡Todas! Porque de repente, el señor asesor manda a paseo la razón pura y trascendental y el orden intensivo, y sacando a relucir la autoridad del doctor Rodríguez de la Torre y demás psiquíatras argentinos de inmenso renombre -positivistas, ¡ay!-, nos insinúa que los espiritistas están locos, locos de una contagiosa locura bajo la cual Francia y los Estados Unidos estuvieron a punto de perecer… ¡Qué horror! Platón, San Agustín, Kant, Rodríguez, todos adversos… Falta el más formidable. ¿No adivinan? ¿Apuntan al cielo? Eso es. Un señor asesor letrado de la inspección de compañías anónimas no puede admitir en el territorio de la República, una doctrina que “no condice con la misericordia de Dios, con la preeminencia del hombre… con la doctrina que, entre cánticos sagrados, naciera en las agrestes orillas del Jordán”. ¡Acabáramos! ¡A la hoguera con los brujos! Y no nos arriesguemos a batir al señor asesor con sus propias armas, repitiéndole lo que la razón “trascendental” ha dicho del catolicismo, y lo que han escrito los psiquíatras acerca de las histéricas de convento. Sería atacar al Estado. ¡Pobres sociedades espiritistas! ¡Pobres triunfadores de una modesta religioncita experimental! ¿Cómo se les ha ocurrido competir con: La Santa Familia (Bánfield), 1.500 pesos de “aumento” en el presupuesto de la Nación; Iglesia del Rosario de la Frontera, 25.000 pesos; Templo de Belgrano (Santiago del Estero), 10.000; Iglesia de Jujuy, 10.000; San Francisco (Jujuy), 10.000; Obispo auxiliar, 3.600; Iglesia de Santa Rosa, 5.000; Iglesia del Rosario, 3.000; El Carmen (Santa Fe), 5.000; Hermanas Adoratrices (Santa Fe), 3.000; Hermanas Capuchinas (Rosario), 5.000; Hermanas del Huerto (Santa Fe), 5.000; El Huerto (Esperanza), 5.000; Iglesia de Rioja, 40.000; Sagrado Corazón de Jesús (Rioja), 200 pesos mensuales; el Buen Pastor (Catamarca), 7.000; Hijas del Corazón de María, 8.000; Buen Pastor (Córdoba), 8.000, etcétera, etcétera? Ya les irán enterando de las maravillas del “orden intensivo”.
LITERATURA DE PRESIDIO El crimen está a la moda. Las personas decentes se contentan todavía con el simulacro. Se resignan a la insuficiente ilusión de la escena y del libro; son espectadores, pero todo espectador, según Bossuet, es un actor mudo. Espectan, es decir, miran y aguardan; son candidatos en calidad de dilettante. Han caído bajo la actual epidemia literaria, venida a su tiempo, después de la caballería andante, la novela picaresca, el cuento silencioso, el drama histórico, los minués en verso, la convulsión romántica y el folletín idiota. Conocíamos descripciones innumerables del asesinato y del robo: Juan Valjean roba, el Hulot de Balzac estafa al Estado, los maridos de Dumas (hijo) y de Tolstoi suelen matar, la bestia humana de Zola degüella; en las obras del siglo pasado hay también Macbeth y César Borgia, vestidos de saco o de levita; la gente se da de puñaladas o de tiros en el tercer acto; Montepin y Ponson du Terrail dejan tras sí una montaña de cadáveres. Y, sin embargo, debajo de eso está la pasión, bien o mal interpretada, una tesis social, un propósito de psicología o de belleza plástica, un afán de lo pintoresco o de lo fantástico. Hasta en las más lamentables letanías de aventuras encontramos entre dos matanzas algún niño abandonado, alguna doncella enamorada y melancólica. Ahora se trata del asesinato por el asesinato mismo, del robo por el robo. Los 120
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diarios que pretenden circular, las revistas de familia, los magazines de todo género, los libros sedientos de ediciones, no tienen otro asunto: el análisis profesional del delito. El público adora a un Holmes o a un Lupín; agente de policía o bandolero hábil, ambos son héroes y tienen igual derecho a la simpatía del lector. El negocio es triunfar en la caza del hombre. El arte y la intención moral han desaparecido; lo que se exige al poeta es un conocimiento exacto de la técnica del crimen, como a un revistero de carreras la ciencia de la cría caballar. Es preciso que nos digamos, ante un Conan Doyle, que cobra por línea tres veces más que Anatole France: “si él quisiera, ¡qué admirable ratero sería!” Para comprender en qué consiste el interés palpitante de la nueva literatura, basta considerar el subtítulo de la novela que está publicando este diario: Un ladrón por sport. Sport, he aquí el matiz. Nuestra sociedad, presa por la red económica, por una enorme masa de oro, forrada de hierro, se ve imposibilitada de ejercitar sus instintos, que no por carecer hoy del objeto renuncian a existir. Se nos priva de la sangre del prójimo, y de la efracción nocturna. Consolémonos con jugar a lo que no podemos ejecutar verdaderamente. Practiquemos el sport del crimen. “Soñemos, alma, soñemos”. El amante desdeñado se alivia a veces con recursos solitarios. Entre los problemas que una famosa revista francesa ofrece a sus compradores, figura el esclarecimiento de un asesinato ficticio; se presentan datos incompletos que deben guiar al solucionista; plano de la casa de la víctima, trozos de una carta hallada, postura del difunto, huellas de pasos en el jardín, declaraciones de algunos testigos, etc. Mañana se propondrá como “entrenamiento” el mejor sistema de saltear una habitación impunemente, dados los detalles necesarios, o el mejor método para suprimir a un individuo definido por sus relaciones y costumbres. Es la gimnasia de la ganzúa y del puñal a domicilio; la educación de los delincuentes platónicos. ¿Platónicos? No siempre se resiste a la tentación de revelar un talento. Poco a poco nos hacemos eruditos en el mal; sabemos de memoria los ademanes propios del bandido, y quizá llegue el instante en que la máquina preparada eche a andar bajo una influencia exterior. Vean lo que ocurre en Berlín: un genial sportman de cuchillo destripa mujeres por las calles, y en el acto le imitan varios jóvenes, de mano más torpe, sí, pero de buena voluntad. Tal vez se creían incapaces de tan alta empresa; tal vez se tenían por simples espectadores; un ejemplo poderoso acabó de sugestionar aquellos cerebros cargados de imágenes, y el “acto mudo” tomó la palabra.
GOLPES DE BOMBO Con el pie en el estribo… sí, me voy con la música a otra parte. Me separo de mi público, que algún público tendré -más o menos harto de paradojas- gracias a la hospitalidad que me ha ofrecido La Razón. Ya oigo su pregunta: “¿Qué tal le ha parecido Montevideo?” La primera ciudad del mundo, naturalmente. Me ha maravillado la fertilidad de esta tierra, la suavidad del clima, la belleza del cielo y del mar, debidas al trabajo de los pobladores. Y en cuanto a ti, ilustrado lector, reconozco que tu calle es la mejor de la capital, tu casa la mejor de la calle, y tú lo mejor de tu casa. Sé las exigencias del patriotismo. Con el pie en el estribo, deseaba despedirme ofreciendo un bombo personal, y pensaba que de seguro se han dado ya aquí todos los bombos posibles, cuando de pronto me fijé en una firma nuevo para mí: Noemia de Lis. Advierto que tenía yo un P. B. T. en las manos, y lo ojeaba recorriendo las caricaturas y evitando el texto: allá al relleno final de la revista, al pie de dos columnas de tipo menudo, se leía: Noemia Lis. 121
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Consideré con lástima la confitería del pseudónimo. El título era: Consultorio femenino. Noemia contestaba, sin duda, a las cartas en que señoritas y damas ociosas piden que se les adivine el carácter por la letra, o hacen confidencias íntimas, o se lamentan del reblandecimiento de las carnes, o reclaman los remedios contra las arrugas, los granos, los callos y… los cuernos, es decir, contra la vejez. En el instante de doblar la hoja, brilló ante mis ojos una frase en medio de la página: “seremos amadas de todos los que amemos con amor activo y si los embellecemos con nuestro amor”. Quedé inmóvil y alerta como un perdiguero que levanta pieza. ¿Será una cita?, me interrogué. Un poco más abajo, Noemia responde a A. A., Buenos Aires: “El amor es una carcajada disuelta en un vaso de lágrimas… Algunos pagan tan caro el amor de verdad por lo escaso, ¿usted comprende?...” ¡No está mal, no está mal!, concedía, y estimulado por la curiosidad devoré el “consultorio femenino” de punta a cabo. ¡Qué cosecha” Saboreen el elegante vigor de estos consejos a “Ojos azules”, Montevideo: “Los papás suelen tener razón siempre… saben lo que hay antes y después del amor… El amor es una hemorragia del alma, que la depaupera y raquitiza si no se le nutre con los placeres positivos de la vanidad y del orgullo… y en la pobreza no hay vanidad ni orgullo posibles…”: la amargura de esta reflexión a “Violeta blanca”, Montevideo: “Se tiene sed, y se apura el vaso lleno que tenemos al alcance de la mano; si hay varios, escogemos el más lindo. Después lo estrellamos contra el suelo… porque ¿para qué sirve un vaso vacío en cuyo cristal, que fue límpido, se destaca ahora la mácula de nuestra baba?” Por todas partes rasgos ingeniosos y profundos: “Somos fieles al recuerdo, sí, como acreedores burlados… Aprenda usted a pronunciar la palabra cobarde… Nosotras, con dejarnos amar, hacemos bastante para nuestro destino y quizá demasiado para el de los hombres de genio…” Habría que citar el “consultorio” entero. Siempre, en tan baja faena, cada semana, la misma deliciosa naturalidad, una descuidada y fácil media tinta, en que los toques luminosos o sombríos adquieren sin esfuerzo su relieve; en que no hay más que claridad, buen gusto, y el arte de renovar infatigablemente un eterno tópico. El estilo de esta cenicienta de las letras argentinas recuerda el del malogrado Ganivet. Y si me apuran, afirmo que tenemos a un poeta ante nosotros. Sólo un poeta, y no de los chicos, es capaz de escribir: “Amar es caer por un boquete lleno de luz, sin tener dónde agarrarse…” Y he aquí en mi bombo es un palo, un palo a ese monstruoso Buenos Aires, cuyos escaparates de literatura suelen estar monopolizados por plumas pretenciosas y hueras y donde, para encontrar a un escritor, hay que bajar a los fondos de un semanario, y buscar entre recortes de magazines europeos y reclamos de cigarrillos criollos.
EL CORAZÓN DE SESOSTRIS Dentro de un admirable vaso canope, cuajado de un esmalte cuyo azul no pudieron desvanecer los siglos, se ha encontrado el corazón de Ramsés II, el Sesostris de los griegos. Los flancos venerables de la fúnebre joya llevan el dibujo maravilloso de los nombres y atributos del monarca; la tapa lastimada debió de levantar en la sombra del mausoleo la simbólica testa de chacal; sustancias resinosas y aromáticas, compuestas por la química sepulcral de los egipcios, impregnan aún los suaves vendajes del pequeño sudario. Cuatro, cinco, tal vez seis mil primaveras hace que el átomo dejó de latir. Átomo rey, centro divino de un pueblo colosal y terrible, artífice y conquistador, y sobre todo erudito administrador de la muerte. La vida era allí la preparación para después de la vida, no la preparación individual y aislada de los ascetas y de los místicos cristianos, sino la preparación social de una raza litúrgica. 122
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El Egipto era funerario. La muerte estaba en cada industria y en cada oficio, en el pensamiento y en la costumbre. El trabajo vulgar y la libre fantasía respiraban el aire de las tumbas. La ocupación nacional consistía en manipular y encasillar a los difuntos. Debajo de la ciudad de los vivos dormía la enorme ciudad de los muertos. No escapaba un cadáver ni un miembro de cadáver al formidable archivo de aquel Estado Subterráneo. Las generaciones embalsamadas esperaban la hora augusta de la reencarnación. Y ha llegado por fin la hora para Sesostris. Su corazón soberano sale nuevamente a la superficie luminosa de la tierra. ¡Oh Sesostris, poderoso, estupendo, guerrero y sacerdote, alma del mundo antiguo! Tu corazón, según la sierra estridente y fría de los cirujanos, es un pedazo de materia córnea. Con un bisturí rebanaron la traslúcida lámina donde descubrió el microscopio los haces de fibras característicos. Hubo un momento de duda: también la lengua es músculo que presenta las fibras de ese modo. ¿Era tu corazón? ¿Era tu lengua? La duda pasó. Aquel pedrusco era tu corazón decididamente. ¿Qué piensas de esto? ¿Confiabas, ya que no en la pompa deslumbradora de tu encierro remoto, siquiera en un gesto de respeto o de angustia, en un palpitar de poesía, en una nostalgia de ensueño ante tu corazón-leyenda? No. materia córnea, haces fibrosos, nada más. ¿Qué quieres? Somos demasiado sabios. Tú eras amigo de la muerte, y te ha engañado… Pero, ¿verdaderamente te ha engañado? ¿No nos engaña a nosotros? ¡Oh Sesostris ilustre! Nuestro corazón, dentro de nuestros pechos, está quizá más muerto que el tuyo.
CARTAS VICTORIANAS Porque basta decir Victoria a secas, como Cleopatra, Isabel o Catalina. Si ella no fue grande, lo fue su país. Presenció desde el trono, durante más de sesenta años, la prosperidad monstruosa de Inglaterra. Su nombre fue una bandera y un símbolo. Su figura inmóvil se iluminó con los resplandores cesáreos de su época. Su pedestal era inmenso y ella lo remataba discretamente. Eduardo VII acaba de publicar la correspondencia de su madre. Las cartas posteriores a 1861 quedan inéditas por ahora. A pesar de la podada, velada y retocada que seguramente está la edición, algo significativo se puede sacar de ella. Abundan las confidencias a Leopoldo I de Bélgica, al parecer muy querido por su sobrina. Claro que estas epístolas habrán sido más desfiguradas que las otras; son las útiles.13 Ya en 1833, escribe Leopoldo a la princesa Victoria: “La situación de los que pertenecen a lo que se llama ordinariamente gran mundo, se ha vuelto desde hace poco en extremo difícil. Son atacados, calumniados, juzgados con menos indulgencia que individuos cualesquiera. Lo que han perdido así no lo han recobrado de otro modo en ningún grado. Desde la revolución de 1790, están en mucho menor seguridad que antes, y las caídas del poder supremo a la miseria completa han sido tan frecuentes como repentinas”. Asoma a cada paso, entre líneas, por mucho que Eduardo lo escamotee, el miedo al vago peligro, presente siempre, que sube de los abismos sociales. Victoria, aunque habite los palacios más seguros del mundo y no se acuse de iniquidad alguna, teme por sí y por sus huéspedes, los “buenos hermanos”, monarcas diversos que la visitan. El zar Nicolás (1844), que le parece un hombre muy notable, porque es de observar que para Victoria, poco penetrante, espíritu corto, todo es curiosísimo y extraño. Nicolás les produce a ella y a Alberto “la impresión de un hombre que no es feliz y a quien la carga de su inmenso poder y de sus 13
La Revue des Deux Mondes ha traducido varias. 123
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funciones pesa grave y penosamente”. ¡Es el amenazado por excelencia! “No sabría cómo negar, añade la reina, que nuestra ansiedad era muy grande cuando salíamos con él; temíamos que un polaco atentara a sus días, y experimentaba siempre un sentimiento de satisfacción cuando le traíamos sano y salvo a casa”. ¡Pobre gente! Luis Felipe, que según Victoria “poseía conocimientos extensos sobre todas las cosas”, y tenía “una enorme experiencia de los asuntos públicos”, “una gran actividad de espíritu”, y “una imaginación fértil”, se viene abajo en 1848. “¿Sabe V. M., dice el Almirante Cécile a la reina, quién ha proclamado la República en el mes de febrero? ¡Una centena de bandidos!” Leopoldo, al ver tan de cerca pelar las barbas del vecino, manda una misiva casi cómica a fuerza de espanto. Está fechada el 28 de febrero y empieza así: “¡Qué desgracia! ¡Qué terrible, aplastante, inesperada e inexplicable catástrofe!” Victoria, el 11 de julio, escribe a su tío: “Desde el 24 de febrero siento una inestabilidad en todo lo que me rodea, lo que nunca había sentido antes, por frágiles que sean todos los negocios humanos. Cuando pienso en mis hijos, en su educación, en su porvenir y cuando ruego por ellos, me digo siempre: Hagámosles capaces de afrontar cualquier situación en que puedan estar colocados, arriba o abajo”. Sí, es bueno que los emperadores aprendan un oficio. Como la colección se detiene en 1861, no es posible transcribir las sensaciones que en la reina habrá dejado el descendimiento de Napoleón III, quien, para ella (1855) “es un hombre muy extraordinario”, de “un valor indomable, una firmeza de propósitos inconmovibles”, etcétera, etc. En otro lugar declara que si Napoleón hubiera ido en persona a Crimea, los rusos hubieran sido batidos más eficazmente. Pero el entusiasmo de Victoria, inocente prisionera de sus propios dominios, llega al exceso cuando le permiten ver París. “Nada he visto más bello y alegre que París, exclama, nada más espléndido…” “¡Qué dado es este lugar a la alegría!...” y agrega ingenuamente: “El mariscal Magnan, que usted conoce bien, me dice que la acogida que se me hace aquí todos los días es más espléndida y entusiasta que las que recibió Napoleón I al volver de sus victorias”. ¡Brincos y risas de colegiala en vacaciones! Lo que estimamos en Victoria, juiciosa muñequita coronada, es la simplicidad de su alma convencional. Era pasivamente buena. La sangre que derramaron Kitchener, Roberts y demás chacales de su ejército, no la salpicó. Reinaba e ignoraba. Deseemos al menos que haya ignorado. Además fue graciosa prometida, esposa amante, viuda honrada. Esto en los reyes nos asombra. Tennyson se enamoró de ella. Fue mujer, cosa admirable. A la muerte de su marido, escribe llorando: “¡Ser separados en la primavera de la vida, a los cuarenta y dos años ver destruido nuestro hogar puro, dichoso y apacible, que solo me hacía capaz de soportar una tarea tan detestada!…” ¡Detestada! Este grito la excusa de haber sido reina.
EL PAISAJE La ciencia establece relaciones entre las cosas. La belleza también, y aunque las relaciones estéticas sean diferentes, parece innegable que, merced a causas profundas, lo bello y lo verdadero se refuerzan y enriquecen recíprocamente en nuestro espíritu. El firmamento, ayer palacio de dioses, hoy morada del infinito, es más hermoso para nosotros que para los antiguos. Más hermoso es el mar, desde que sabemos que es más hondo y que una vida innumerable y fantástica agita su misterio seno. La naturaleza toda, preñada de nuestras ideas, trémula de nuestros esfuerzos, es a la vez más humana y más imponente. Se pierde en la 124
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sombra impenetrable como una inmensa montaña en medio de la noche, pero sentimos que la tierra que pisamos es tierra firme, y que subimos poco a poco. Por fin tocamos algo que no huye. Nuestra imaginación, tantos siglos creadora de absurdas y queridas quimeras, empieza a nutrirse de la realidad, y nuestra esperanza a servirse de órganos. Soñamos quizá, pero soñamos despiertos. Todo nos es distinto, porque hemos cambiado mucho. Vemos de otro modo la naturaleza, y recibimos de ella un don nuevo: el de poder amarla. A medida que nuestro pensamiento penetra sus enigmas, ella va penetrando nuestro corazón. Pero amar es todavía comprender; es comprender mejor, y volvemos a ella, a la madre inmortal, cada vez más amantes y más fuertes. Es curiosa la insensibilidad de nuestros padres. Se diría que las generaciones han pasado sobre el planeta sin oír y sin ver, alucinadas. La paleta de Hombres es de una pobreza desesperante. Su Mediterráneo gime con gemidos retóricos; los verdaderos están en los viajes de Pierre Loti. No hay que buscar en la Odisea el divino azul de las ondas hendidas por las sirenas blancas, sino en los versos de Henry de Régnier. La poesía latina no da nada equivalente a una de esas prosas de Rubén Darío, llenas de luz y de aromas. Desde el bajo Imperio hasta el siglo XVIII, a través de los neo-helenos y de los Padres de la Iglesia, de los místicos españoles, de los dramáticos ingleses y de los poetas cortesanos, iguales lugares comunes han rodado bajo la pluma de ganso de los copistas. Pero las bellezas naturales no están ya ocultas por el mito, ni manía cristiana nos las hace odiosas. Nuestro es el Adriático de Gabriel D’Annunzio, y nuestras las selvas y las aves de Michelet. Las flores de Tennyson son las más puras flores; las fuentes de Valle-Inclán las más frescas fuentes. El milagro, al retirarse del Universo, le ha devuelto toda su ingenua majestad. Los épicos descubridores del XVI apenas hablan de los grandiosos paisajes americanos. Quizá estuvieron demasiado entretenidos para retrasarse a tales menudencias. Lo cierto es que los buques cargados de tesoros no trajeron al Viejo Mundo una sola emoción artística, y que cualquier jira inocente de Gautier o de Maupassant por los domésticos rincones de Europa es más interesante para una inteligencia refinada. Hasta Rousseau, Humboldt y Chateaubriand, la naturaleza no preocupa por sí misma. Es el fondo de las narraciones legendarias o de las intrigas novelescas, un fondo hecho siempre de las mismas cuatro pinceladas convencionales, una decoración que sirve para todas las comedias. El tema único es el hombre, porque las divinidades son hombres también. La naturaleza es un acompañamiento insignificante. Más extraño parece que la pintura sugiera iguales reflexiones. La figura humana fue llevada por el renacimiento a una insuperable perfección. El paisaje, en cambio, ese arte delicioso nacido ayer, no era comprendido ni deseado. Sorprende la puerilidad de los jardines donde reposan los admirables desnudos del Tiziano, y hacen casi reír los chafarrinones azul Prusia de los términos lejanos de Velázquez, el magnífico pintor naturalista. Si los grandes maestros se fijaban en la naturaleza era para hurtarle asuntos decorativos. Hoy la miramos con más respeto, porque hemos aprendido que ella es la sola fuente universal, y que también nosotros somos naturaleza. En el paisaje la pintura no es sino pintura, y la belleza tiene ese carácter de inmaculado, de homogéneo, de inexplicable, que resplandece en la música. Verdaderamente un hermoso paisaje, fingido o real, produce la vaga y enervante sensación de una armonía. Los Murmullos de la selva, de Wagner, están más cerca de la realidad que la mejor descripción literaria. El célebre trozo del Sigfrido no es un trozo imitativo. ¿Quién habla en serio de imitar a la naturaleza? ¿Será conveniente también imitar a la naturaleza para amar, engendrar y morir? Vivir no es imitar. El problema es más complicado, más inaccesible. El paisaje, como la música, desciende a las más íntimas capas de nuestro ser, mucho más allá de lo explorado por nuestra 125
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razón balbuciente, mucho más debajo de lo que sondean nuestros instrumentos de latón y cristal. Mas ¿qué importa no comprender todavía, si sentimos cada vez más? Somos más nerviosos, más vibrantes. Nuestros sentidos se afinan y se perfeccionan. Maravilla la sensibilidad de un Shelley, de una condesa de Noailles. ¿Qué diremos de la retina de un Whistler o de un Sorolla, del oído de un Chopin o de un Debussy? Jamás estuvo el hombre tan apto para ver todos los matices, para oír todos los suspiros, para estremecerse y meditar. Pero no es la variedad, sino la significación de nuestras nuevas impresiones lo que debe exaltarnos. Todo significa que lazos estrechos, entre las tinieblas, nos atan a las cosas. Melancólicos, tiernos o excitantes, los sentimientos que en nosotros despierta el paisaje son la expresión de una verdad. La verdad es que somos hermanos de la tierra, de los árboles, de las aguas y de las estrellas, y que cada día somos y nos sentimos más hermanos. Las metáforas que nos identifican con la naturaleza nos deslumbran. “El alma, dice Turguénev, es una selva oscura”. “Un paisaje, dice Amiel, es un estado de alma”. No, no son metáforas. Si la sustancia de nuestro cuerpo es la misma que sube por el tallo de las plantas, se desliza con la corriente de los ríos y luce en el parpadeo de los astros, ¿por qué los astros, el mar y los bosques no han de desear, esperar, soñar? Nuestro más noble ideal es que el sueño del mundo sea nuestro propio sueño.
EL ESPERANTO Max Nordau -uno de nuestros mejores profetas- ha dicho que el esperanto fracasará como ha fracasado el volapuk. Se podría objetar que el volapuk, inventado en 1880 por el abate Schleyer, no pasó, en su época próspera -hacia 1887- de tener unos cuantos millares de adeptos en Alemania, mientras que hoy se cuentan 250.000 esperantistas diseminados por toda la superficie del globo. Se redactan cuarenta o cincuenta diarios y revistas en esperanto. Se han traducido al esperanto 1200 0 1300 folletos y libros. Los últimos congresos esperantistas han reunido más de 1500 miembros. El esperanto se aprende en todas partes, y en algunas oficialmente. El ministro de negocios extranjeros de Francia ha nombrado al doctor Zamenhof caballero de la legión de honor. Entre los partidarios del esperanto figuran sabios como Berthelot y Max Müller, y poetas como Sully Proudhomme y Tolstoi. Se trata de un movimiento considerable, mucho más vasto y profundo que el de volapuk. Y, sin embargo, es muy posible que acierte Max Nordau, y que los esperantistas se desanimen. Su lucha es seria. Quizá una lengua internacional sea todavía prematura. Existen ya unos cien idiomas artificiales, desde el “Carpohoriphilus”, construido en 1734. Sólo en el año 1890 se imaginaron tres, el “Nov-Latín” de Rosa, el “Mundo lingue” de Lott y la “Langue catholique” de Liptay. ¿Creen que el esperanto es el último? Nada de eso. Hay veinte posteriores. En 1907 nacieron el “Parla” de Spitzer y el “Apolema” de la Grasserie. A estas horas la lista habrá seguido creciendo. ¿Qué privilegios goza el esperanto sobre la muchedumbre de sus rivales? En primer lugar, el terreno ganado. Además, su estructura responde bien a las necesidades, que son urgentes. Millones de hombres, dedicados al comercio, a la publicidad, a las ciencias, se ven estorbados y hasta con frecuencia detenidos, en el contacto y circulación mundiales, por la diversidad de lenguas. ¡Cuántos se resignan a aprender tres o cuatro! El esperanto se aprende en pocas semanas. En el congreso de Cambridge pronunció un discurso en esperanto el profesor Mayor, viejecito de 83 años, iniciado al esperantismo cinco meses antes. Tal facilidad se explica. El esperanto encierra unas mil raíces, entre latinas y sajonas, que 126
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combinadas con 30 prefijos y sufijos invariables dan un enorme vocabulario. Todas las flexiones se expresan mediante 17 terminaciones distintas. La gramática se reduce a 10 reglas, sin una excepción naturalmente. La sintaxis es única. El esperanto es un juego de un millar de piezas menos complicado que el ajedrez. No es una lengua, es una notación. Una lengua es un organismo vivo, y tan imposible fabricarla como fabricar un ave o una flor. Pero lo que la humanidad necesita para sus relaciones internacionales no es una lengua; es precisamente una notación. Ya tenemos la de las matemáticas y la de la música, generalizada entre los blancos. ¿Por qué no adquirir otra más extensa, capaz de abrazar los signos indispensables a una descripción objetiva de cualquier orden? Lo que al comerciante, al periodista, al investigador positivo, al pedagogo les hace falta es un método, rápido, económico, lógico, mecánico en fin, de representar los hechos por la palabra y la escritura. Les hace falta una máquina uniforme de narraciones terrestres. El esperanto lo es, y acaso, con el tiempo, constituya uno de los órganos importantes del sistema nervioso planetario. Novicow, enemigo del esperanto, propone el francés para lengua internacional. Wells es otro creyente del francés. Se equivocan. La dificultad no está en los obstáculos políticos que acarrearía la adjudicación de semejante preeminencia a un pueblo determinado. Está en que una lengua es un producto local, es el matiz, es lo objetivo, es el arte, y lo que pedimos es una notación objetiva, un álgebra, una rama de la ciencia moderna. Supongan que de repente, por un milagro, los habitantes de la tierra no supieran sino francés. ¿Qué sucedería muy pronto? Que ese francés se diversificaría en innumerables dialectos según las regiones. Para esos asuntos internacionales los hombres conservarían un francés sin duda, mas no el francés. Conservarían una especie de francés mecanizado, esperantizado. Lean los informes administrativos, las memorias de las academias científicas; observarán la tendencia a mecanizar el idioma. La página de telegramas de La Prensa no está redactada en el español literario ni en el familiar, sino en un español incoloro, neutro, un esperanto de español. La notación universal vendrá temprano o tarde. Es un progreso invencible. Contribuir a adelantarlo es obra del más fecundo altruismo, del que beneficia a las generaciones futuras, a la luminosa multitud que no contemplarán nuestros ojos.
ANTIGÜEDADES A LA MODA Evitemos las escabrosas actualidades. Retrocedamos siquiera unos 6.000 años. La asiriología está a la moda. Un asiriólogo, Delitzsch, dio una conferencia ante el Emperador de Alemania y provocó una controversia que dura todavía. ¡Ante el Emperador! Esa ciencia nos impone respeto. ¿Qué ocurría en la baja Mesopotamia cuatro o cinco mil años antes de Cristo? La humanidad de entonces, pensamos, debía de ser extraña y primitiva. ¿Lo era? En aquella época remotísima escribían en piedra, en conos y tabletas de barro endurecido. Continuamente se desentierran nuevos documentos de la misma solidez. Nuestro papel, ¿cuánto durará? Se pudre ante nuestros ojos. El hierro de nuestras construcciones se convierte pronto en hojaldre, en pasta polvorienta. Dentro de unas docenas de siglos la tierra habrá digerido todos los vestigios de nuestra civilización, y si los sabios del futuro no disponen de otros medios investigadores, seguirán tal vez estudiando la vieja Babilonia, pero entre Babilonia y ellos habrá desaparecido el moderno París. Los asirios escribían, pues. Su lengua, el sumeriano, no era semítica. Los sacerdotes y los funcionarios inscribían parrafadas históricas y religiosas. Ya había oficinas complicadas; ya había curas. Ya había gente docta que enseñaba gramática y de seguro arqueología. Ya había ignorantes. 127
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Se han recogido muchas tabletas de cambio y de contabilidad pertenecientes a este primer período. Había impuestos, finanzas y moneda. ¡Ay! había oro y el oro se cotizaba. Quizá, en momentos de crisis, subía al 1.500, y no salía de los bolsillos de un mercader amigo del gobierno. En las tabletas consta la fecha de los pagos, y el visto bueno del intendente real. El Estado era ya el Estado, y se hacían negocios. Había guerras, y, lo mismo que hoy, los ejercicios invocaban a Dios, antes de asesinarse. Pequeños principados, a la cabeza de cada uno de los cuales estaba un gran sacerdote, el patesi, se consagraban a destruirse. El patesi salteaba devotamente los tesoros. Sobre un antiquísimo vaso se lee la dedicatoria siguiente: “A Zamama, Utug, patesi de Kis, hijo de Bazuzu, del botín del país de Hamazi ha ofrecido esto”. A veces se hacía la paz entre juramentos formidables. Los pobres sufrían. Los curas y los funcionarios abusaban. Al fin vino un buen rey, un rey reformador; Urukagina. Este mirlo blanco denuncia duramente los crímenes de sus predecesores. “Los bueyes de los dioses, dice, estaban empleados en la irrigación de la tabla de cebollas del patesi; los buenos campos de los dioses estaban transformados en tablas de cebollas, lugar de alegría del patesi”. Lo mismo que hoy se aprovechaban elementos del Estado para embellecer fincas particulares. Urukagina continúa: “Los asnos y los hermosos bueyes, los sacerdotes los arrebataban; el sacerdote de los panes, en el jardín de la madre del pobre sacaba los árboles o arrebataba los frutos”. Urukagina clama contra las coacciones de la policía: “En los límites del territorio de Ningirsu hasta el mar había polizontes… La servidumbre en aquel tiempo existía”. ¡Lo mismo que hoy! El excelente Urukagina “dijo, y a los hijos de Lagas… del hambre, del robo, del asesinato… los libró; estableció la libertad. Al huérfano y a la viuda, el hombre poderoso no causó ya ningún daño”. Me detengo. Veo que hablando de cosas de hace 60 siglos he compuesto un artículo de actualidad, aunque no completo, porque ¿dónde está nuestro Urukagina?
LA VERBORREA Carta de un bilioso “… ¿Y qué me dice de esa otra plaga, la de los versificadores a la moda? Felizmente los versos se conocen de lejos, y al recorrer un diario o una revista se pueden evitar, a no ser que se disfracen de prosa, lo que no es raro, y traguemos distraídamente algunas líneas. Los autores mismos son por lo común identificables a distancia; un no sé qué delata su sonoridad, y es posible huir a tiempo. Pero gérmenes fatales flotan en la atmósfera: no es necesario ver un burro muerto para que moleste; con olerlo basta”.
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Los llamados poetas de que hablo suelen ser jóvenes y robustos. No se callarán en muchos años, y mi deseo de que sucumban pronto o por lo menos de que se queden paralíticos no se realizará. Antes bien, sus lucubraciones acelerarán mi fin. Y no sólo nos amenaza el futuro, sino el pasado, porque guardarán inmensos poemas inéditos. América no importará papel suficiente. Es que estos ingenuos implacables son copiosos; no se agotan nunca. Su pluma es un grito. En su cerebro llueve el idioma. Toman su triste oficio en serio, y no es extraño. Tienen talento: he aquí la terrible verdad. No hay poesía que resista a semejante talento. Talento epidémico, depósito de infinitos vocablos de toda procedencia, mal contenidos por glándulas que se aflojan; diabetes literarias. La poesía, mediante la palabra, evoca la realidad. Los verborreicos reducen la realidad a palabras, palabras y palabras; cambian la sangre en tinta. ¡Asesinos! Ni ellos ni nosotros tenemos remedio. Si escribieran a fuerza de diccionario, cabría tal vez una esperanza. Mañana, penaríamos, orientarán su trabajo de otro modo; dejarán el diccionario y se pondrán a hojear la vida. No; por desgracia encontraron desde niño su vocación, y para siempre. Sus cantos funestos son naturales como los de la alondra, y tan imposibles de amordazar como el Océano. ¡Qué flujo, señores! ¿De dónde les viene a los enfermos el material interminable que manejan? Será preciso creer en un fenómeno de inmigración; también los adjetivos, harapientos y sucios, llegan a nuestras playas en pasajes de proa. ¿Qué remolino los amontonó dentro de ciertos cráneos desalquilados? Además, la lengua castellana no es capaz de defenderse, y menos aquí. Desde los místicos y el Quijote no ha hecho más que desmoronarse. ¡Esculpan la Venus de Milo en arena! Tres siglos desiertos de genios que cuajaran y verificaran el idioma han producido la verborrea colonial. Mírenlos; las sílabas chorrean interminablemente por sus balbucientes bocas de sonámbulos. Por lo general eróticos o rebeldes. Dos mil versos para declarar deseable a la hembra, o para protestar contra la policía. O si no empolvaditos, filando la nota, madrigalescos, repitiendo piruetas fósiles, sin la elegancia de Rubén, que siquiera sabía francés. Mucha mitología -¡ah! ¡comprendo la Grecia, caballero!-. Recursos vegetales: los nenúfares, el lirio; aves: el cisne, el cóndor -¡oh el cóndor!-; de los cuadrúpedos, los más intratables. Sobre todo ondas, alas y cumbres. Todas las cumbres resultan chicas; y luz, el sol rabioso, rojo, rojo-blanco, la volatilización del Universo. Estos pobres muchachos, con sus montañas de cartón y sus bengalas de a medio real, expelen un rumor continuo que se puede cortar después por donde se quiera, y no se preocupan sino de hacer efecto, manía heredada de Víctor Hugo, tan mediano poeta como incomparable artista. Sólo que Hugo tejía su tapiz, y el tapiz era un cuadro, mientras que los verborreicos no combinan más allá del tándem; pegan sus hilachas verbales, las unas a las otras, de manera que los colores griten dos a dos. A un centímetro parece estupendo. A dos metros ¿qué distinguen? El más nulo, monótono, grisáceo, estúpido diluvio de confeti. ¡Despierten! Salgan de la campana de zumbidos en que están ocultos y contemplen el mundo cara a cara. Busquen lo real. “Cuanto más poética es una cosa, más real, es”, dijo Novalis. Pero Novalis era poeta.
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LA SINCERIDAD No acaba la humanidad de ser libre. Ha tenido amos durante tantos siglos, que aún necesita el amo. Derribados los espesos muros de su prisión, todavía la aprisiona el recuerdo. Todavía le impiden caminar los grillos ausentes. El aire puro la ahoga. El infinito azul la desvanece. La libertad es también un yugo para ella. Llevamos en el alma la marca ardiente de la esclavitud: el miedo. Nerón encontraría hoy un trono, y Atila un caballo, porque los hombres tienen miedo y reconocerían enseguida el familiar chasquido del látigo. A falta del déspota histórico, soportan un enjambre de tiranuelos que no les dejan perder la costumbre: galones y espuelas, cacicatos políticos, espionaje, capital y usura. El pensamiento teme, la lengua calla, y la sinceridad, como en tiempo de Calígula y de Torquemada, es siempre un heroísmo. La libertad está escrita; yo no la he visto practicada. Inglaterra es una corte pudibunda; Alemania, un cuartel; España, un convento. No hay pueblos civilizados; hay hombres civilizados. No he visto pueblos libres, he visto hombres libres. Y esos pocos hombres, pensadores, artistas, sabios, no tienen nada de común con los demás. Se les pasea como a bichos raros. Lo han hecho todo sobre la tierra, pero no es probable que lleguen al poder público. Por eso no se les persigue con la crueldad de otras épocas. Son los asombradores del porvenir. Se les mira como a monstruos. Es que pensar, decir, hacer algo nuevo es todavía una monstruosidad. El miedo es lo normal. Su hábito es la hipocresía, su procedimiento, la rutina. Los que no son estúpidos simulan la estupidez. Hay que imitar a los demás, hay que ser como todo el mundo, como nuestros padres, como nuestros abuelos. Nuestro mayor orgullo es que nuestros hijos sean copia nuestra, y comprobar que la sociedad no ha dado un paso. Ocultemos la vida interior, las ideas, chispas que saltan de la fragua, las pasiones fecundas. Son la desgracia, el pecado. Escondámonos detrás de nosotros mismos, y aguardemos la muerte sin hacer nada. Se explica la hipocresía del criminal. Comprendo sobre todo la hipocresía necesaria al débil. El débil no puede ser sincero. La sinceridad atrae el rencor, el rencor general provoca lo imprevisto. Sólo el fuerte resiste y ama lo imprevisto. La salvación del débil está en no distinguirse. También el insecto reproduce los matices del árbol que habita, y la víbora, por escapar del águila, se confunde con las ramas muertas. Lo aborrecible es la hipocresía inútil, universal, que asfixia en germen la originalidad redentora y nos hace lacayos los unos de los otros. La ley de los carneros de Dindenault es la suprema ley. Nuestra existencia es un tejido de absurdos y de cobardías. El traje, la casa, el lenguaje, el ademán; el modo de entender la amistad, el amor y las demás relaciones sociales; las nociones de respeto, honor, patriotismo, derecho, deber; lo que, en una palabra, constituye el ambiente humano, está repleto de contradicciones humillantes, pintarrajeado con los grotescos residuos de un pasado semisalvaje, mutilado en fin de todo lo que signifique unidad y armonía. Cuando el conjunto de las cosas estaba orientado alrededor de un dios o de un príncipe, el espectáculo de la humanidad no era tan desagradable. Hemos suprimido ese foco ideal y hemos obtenido la democracia moderna, caso incomprensible del cual no saldremos mientras no nos decidamos todos a mirar la realidad cara a cara, a ser sinceros y a despreciar la hipocresía. La mayoría inmensa de los hombres es incapaz de crear una idea, un gesto. Darán la carne de la generación próxima y nada más. A fuerza de acallar su pensamiento lo han enmudecido para siempre; a fuerza de amordazarlo le han estrangulado. Su hipocresía ingénita ha dejado de 130
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serlo. De tanto llevar la máscara se han convertido en máscaras inertes, que no encubren sino el vacío. Son los sepulcros blanqueados de Cristo. Parecen vivos, y están difuntos. Pero en muchos de nosotros se despiertan vibraciones nuevas, se levantan conceptos nuevos del destino y de la voluntad. En muchos de nosotros la razón habla, y no la escuchamos; embriones sagrados se mueven confusamente en nuestro espíritu, y los hacemos morir. Matamos lo que no ha nacido aún: tenemos miedo. Esperamos a que lo nuevo, es decir lo verdadero, lo hermoso, venga de otros. Otros, sí, bohemios melenudos, chiflados, vacilantes, hambre, fiebre. ¡Cómo nos hemos ingeniado en martirizar la dolorosa juventud de los mesías! ¡Cuántas veces les hemos clavado las manos y los pies, y nos hemos reído de su facha lamentable! Por fin se ha descubierto que el talento es una enfermedad, y el genio una locura. Arrastramos la librea burlándonos de los enfermos y de los locos que traen la aurora. Sin valor para libramos ni del oprobio de una vestimenta inexplicable, aguardamos a que cambien la moda los cómicos y las prostitutas. Nos educamos en el disimulo y en la avaricia. Jamás nos ponen de adolescentes frente a la verdad para decimos “mírala, grítala”. No; hay que callar o repetir. Hay que absorber la energía ajena, y petrificarla en nuestro egoísmo. Es preciso que con nosotros sucumba todo lo que vive dentro de nosotros; que con nuestra vida concluyan las futuras probabilidades de una vida superior. Seamos sinceros. Bella es la máxima de amar al prójimo, y más bella la de amar al prójimo que no vemos, al que vendría mañana. Abriendo nuestra conciencia al viento y a la luz mientras respiremos, quedarán en el mundo, como prolongación de nuestro ser, formas duraderas o efímeras, nobles o humildes, avasalladoras o débiles, pero formas nuevas, formas vivas que se unirán a otras para engendrar una molécula de armonía, formas esencialmente nuestras, y única justificación, único objeto de nuestra existencia breve. Seamos sinceros. Libertemos cada día nuestra ingenuidad. Lancemos la semilla al surco desconocido. Suframos, ¿quién ha dicho que la vida es placer? Entreguémonos, ¿qué deseamos conservar, si no logramos conservar nuestros huesos? Entreguémonos. Es el mejor medio de perdurar.
EL AZAR El azar llenaba el espacio infinito y la eternidad del pasado cuando el hombre apareció: un punto, punto de fuego que no se apagó nunca, ojo que nunca pudo ser cegado. Allí concluía la libertad sin forma del caos, y empezaba la extraña libertad del hombre. Y el hombre construyó su nido; sobre el ojo, la frente; el punto fue una llama minúscula que ardía en medio de lo inmenso; imperceptiblemente retrocedió el azar. Y el nido se ensanchó, y el azar siguió retrocediendo. La llama vacilante y central iluminaba débilmente masas oscuras, que galopaban en el vacío, siempre enormes y diferentes, monstruos, que caían al precipicio inacabable. La llama persistía. El hombre prolongaba a lo desconocido la constancia de su genio y la identidad de su especie. Semejante a sí mismo, crecía. Lo inerte temblaba a su voz, y se alzaba hacia él. Los delirios desbocados y negros se inclinaban y torcían y deseaban girar en torno de él. En verdad, era el centro. Las rocas se juntaron para abrigarle; las simientes por su mano lanzadas, fructificaron, sus ideas buscaron lo invisible, y las moles sin medida se estremecían en su carrera al cortar los hilos de luz tendidos por el hombre. 131
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Y los pies del hombre hicieron redonda a la tierra, y su mente organizó el firmamento. Los astros obedecieron a la geometría. Los siglos innumerables agitaron sus limpios, y ordenaron sus osamentas en los archivos del globo. El deseo del hombre engendró por fin cosas futuras, y el azar huyó detrás de las estrellas. Y al huir dejó rastros entre nosotros, brumas, pozos, filamentos siniestros, estelas amenazadoras, errantes vientos, tempestades, catástrofes inesperadas, rápidas traiciones como zarpazos de tigre, la vida, donde hay tanta incertidumbre, y la muerte, donde hay más incertidumbre aún. Pero la muerte misma, que detiene a cada hombre sin detener a la humanidad, no es completamente inaccesible; la hacemos esperar, impacientarse; se le llama; se le violenta, se le mira de frente. El azar que resta no es puro azar; está amasado con nuestro espíritu triunfante. Y siempre queda, para toda conciencia y dentro de sí propia, el refugio supremo, la cima donde nada alcanza, y donde el hombre se siente invulnerable. Y así como el hombre tiene la virtud vital de perseguir y pulverizar y disolver y aniquilar, el azar que todavía subsiste, y que por numeroso y formidable que parezca no es más que un residuo, tiene también el poder suicida de hacerlo tomar entero y de un golpe, de condensarlo dos veces tenebroso, entre los dedos trémulos del jugador. Basta un gesto para cavar un microscópico Maelstrom capaz de tragarse familias y pueblos. Basta un instante de locura o de cobardía para abrir a nuestro lado un estrecho abismo sin fondo, y para que el universo agujereado pierda su sangre luminosa, y se hunda en la absoluta noche. Baraja, ruleta, trivialidades que encierran el enigma devorador, y ante las cuales el hombre se anula más eficazmente que muriendo, porque la muerte no es azar sino a medias. El que logró señalar su rumbo fantástico a los cometas, se convierte en un espectro inútil, en un testigo idiota y mudo, en la nada. Sobre él, cae el infortunio y el desamparo fundamentales. Así los jugadores se entregan al fatal Océano cuyas orillas han suprimido, y no tienen otro recurso que sortearse para comerse entre sí. En cuanto nuestra razón se retira, el azar avanza, empujado por la presión de los lejanos y colosales depósitos. Pero entra el tahúr, y se sienta a la mesa de juego, entre los fantasmas esclavos. Valido de la trampa sutil, corrige y guía a la estúpida casualidad. Es el piloto. Ante él huye de nuevo el azar detrás de las estrellas. Ante él la luz renace. En él la humanidad soberana reaparece.
EL DÍA DE DIFUNTOS Coyuntura es ésta para hablar de muertos y de muerte. Hablar digo, y no pensar, porque dudo que exista hombre ni mujer de tan mutilado entendimiento que sólo piense una vez al año en el misterio y en la necesidad de morir. Pensemos siempre, pues, y hablemos hoy. Nuestros muertos, ¡cómo viven dentro de nosotros! Esos dos o tres muertos queridos que llevamos muchos en el alma, ¡con qué grave peso nos ayudan a bajar la pendiente de la vida! Si nos separaron de ellos demasiado pronto, y los creímos, en nuestra joven ignorancia, devorados por la segunda muerte del olvido, ¡qué dulce emoción, ahondada en el espíritu con el pasar del tiempo, al sentir que de nuevo se mezclan con nosotros, y nos hablan, y se apoyan cariñosamente en nuestro brazo, y clavan en los nuestros sus ojos resucitados! Muertos que caídos al mar se sumergieron y después suben en las aguas lentamente y ahora flotan, volviendo al sol sus blancos rostros, ¿será cierto que nosotros también les visitamos, aunque sea en sueños, allá donde están y que en la sombra les persiguen nuestras pálidas figuras ausentes?
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¿Anudan y sueltan largos coloquios de silencio con nuestros fantasmas, y engañan como nosotros la tristeza? Tristeza que nos viene de las cosas que no hicimos cuando era lugar, de las palabras que no dijimos, de todo lo que faltó para despedirse en paz. Tristeza y remordimiento de lo injustos, de lo ciegos que fuimos para los que tanto adorábamos. Descubrimos la profundidad del amor cuando no hay remedio, y nos prendemos a un espectro, y le gritamos lo imposible, y le ofrecemos inútiles tesoros de ternura. Esperamos el supremo día en que, por fin, se nos revelará el destino cara a cara, y entonces… “El que se muere no da Lo suyo, sino lo ajeno”. Nuestros muertos, ¿serán entonces verdaderamente nuestros? ¿Nos aguardarán a la otra orilla? Ya que ellos, al irse, nos dejaron la ilusión de algo de su ser, confiemos en llevarles la realidad de algo nuestro, de algo que recuerden. Confiemos en ser reconocidos. Alejemos de nosotros el temor, no sólo de desaparecer, sino de que la muerte nos desfigure. Al contrario, ella nos devolverá nuestra efigie auténtica, escondida bajo las miserias y el desorden del mundo visible. No conocemos nuestra propia conciencia. Raros son, de la cuna al sepulcro, los instantes en que vislumbramos nuestras entrañas y medimos al fulgor del relámpago los abismos que en nosotros se abren. Vivimos con la atención fija en lo exterior, que es la mentira, e ignoramos la única realidad de nuestra condición misma. Cometemos el error de preferir la ciencia, la ciencia lamentable, cuyos más firmes cimientos no duran medio siglo, la ciencia falsa, la ciencia bárbara que, incapaz, por definición, de sospechar siquiera lo invisible, se reduce a estudiar con ridícula ceremonia la máscara fría del universo. Y por eso, defraudados, padecemos la sed de la sabiduría, la sed de la muerte. Ella será la maestra. Morir es comprender. Es manifestarnos. Es nacer. Es el símbolo de la vida plena. Ella nos hace entender que lo físico es provisional. Ella nos muestra su fecundidad al elevarnos y fortificarnos mediante su idea. Aquellos a quienes la muerte es familiar son los más nobles. Ella nos enseña que ni el dinero, los honores, ni el placer, ni la carne son nuestros. La muerte es una criba que guarda lo esencial. Y si a la criba llegamos con carne satisfecha y un montón de títulos y de oro por todo equipaje, de nosotros nada quedará. Moriremos de veras y completamente, puesto que no supimos de veras vivir. He aquí por qué nuestra vida debe ser una imitación de la muerte, y por qué los héroes de la vida interior se ocuparon con tanto ahínco de mortificarse, es decir, de hacer la muerte. Es que la muerte no es un aniquilamiento, ni una transfiguración, sino un balance. Define y depura; pone de un lado lo que es nuestro, y de otro lo que no lo es. Y si empleamos la vida en obrar esta separación de lo propio y lo ajeno, del metal y la escoria; si luchamos, por el hierro y el fuego, aunque nos desgarremos y ardamos en cavarnos y encontrarnos y arrancarnos a lo de afuera, la muerte nos hallará dispuestos, y apenas sentiremos su mano glacial e irresistible. Cuanto más muertos seamos a lo que no nos importa, cuanto más vivos en nuestra esencia, tanto más nos emanciparemos de la muerte y nos acercaremos a la inmortalidad. No es lo importante trabajar, sino trabajarnos. La verdad está oculta. Hay que extraerla del fondo de nuestra naturaleza. Hay que ensangrentarnos, hay que desfallecer en busca de la verdad, de lo que no muere, y a ello nos empuja el amor. El amor es divino; él, y sólo él, sabe dónde está la verdad. Por eso los que nos amaron saben cuál es nuestra verdadera cara; ellos nos vieron tales como seremos después de la muerte; ellos, los muertos queridos, nos 133
“Obras completas III” de Rafael Barrett
reconocerán cuando muramos y nos juntemos todos en la otra orilla, y nos darán la bienvenida eterna. Sólo amar no engaña.
EL VALOR La lucha inacabable con la naturaleza ha cambiado de forma. No son ahora los tiempos en que la noche era terror; el día, caza; en que no había otro problema que el de comer y no ser comido. Sin más refugio que un agujero entre las rocas, sin haber conquistado aún el cortante sílex que se ata a un palo y la llama que hace retroceder las tinieblas donde cuchichea la muerte, el hombre combatía cuerpo a cuerpo con la realidad. Eran sus uñas, sus dientes, sus músculos, sus fundamentales instintos los que se adherían desesperadamente a la vida. Había que salvar a la humanidad de las fauces del tigre y del abrazo del oso. Había que ser astuto; había, sobre todo, que ser feroz. Pero después la inteligencia, en una inexplicable crisis, creció monstruosamente, y desbordó de los sentidos. Incapaces de seguirla y de servirla, la inteligencia prescindió bien pronto de ellos, y se fue fabricando los delicados o colosales órganos que necesitaba: las máquinas. Y hoy vemos lo invisible, estrellas perdidas en el fondo de los espacios y microbios que viven a millones en una gota de sangre; palpamos casi las moléculas y el éter, apreciamos las más imperceptibles vibraciones y las más formidables magnitudes; escuchamos, a centenares de kilómetros, el susurrar de una voz. Nuestro aliento ruge en las calderas o clama con la dinamita; nuestros músculos de metal aplastan las rocas; nuestras uñas y nuestros dientes abren las montañas; nuestros nervios son una red de alambres que aprisiona la tierra. La eterna batalla no es ya un episodio cruel de la historia de las especies, sino un designio del universo; no es ya una tentativa, es una verdad que marcha con la majestad de un poema; no está hecha ya de incertidumbre y de ferocidad, sino de pensamiento y de valor. Es preciso tener valor. Doblemente es preciso, porque antes de encontrar la naturaleza hay que encontrar a los hombres; antes de herir y fecundar la realidad sombría hay que herir y fecundar los cerebros entenebrecidos de nuestros hermanos los brutales, de nuestros hermanos los supersticiosos, de nuestros hermanos malvados y débiles. Hay que lanzar las ideas nuevas contra las ideas viejas; hay que conspirar contra el pasado, y barrer los fantasmas. Estamos en camino. El mal persiste siempre detrás de nosotros, como una manada de lobos que aúllan. Detenerse es morir. El genio no es nada sin el carácter. Si somos cobardes, nuestras ideas lo serán también, y no se atreverán a dejar su rincón oscuro para salir a la luz. Es necesario no proponerlas, sino imponerlas. Sólo resiste a la fuerza lo que la fuerza construye. Como la gran mayoría de los hombres no conoce ni teme más que la fuerza, aceptarán el bien cuando no haya otro remedio. Por eso, lo primero es ser fuertes. Se persuade con los puños, y se defiende la verdad con la punta de la espada. Los grandes depósitos de energía humana, dinero, dictadura social, masas de obreros y de soldados, están en poder de la estupidez, la crueldad y la avaricia. Nunca ha sido más indispensable el valor que ahora. Sabemos el punto exacto que hay que atacar. Sabemos dónde está la ruta, y por qué sitio del horizonte vendrá el sol. Sabemos que un puñado de espíritus superiores, prisioneros de la inmensa mole esclavizada, son lo único que hace avanzar el mundo. Comprendemos que mientras no les pertenezca el poder político la humanidad no será libre, y sentimos que esa suprema obra exige toda nuestra inteligencia y todo nuestro valor. 134
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Se rechaza el consejo del pacífico sabio, y se acata la orden de un imbécil con el sable al cinto. Afirmemos valientemente nuestra convicción, y no nos dejemos amordazar. El silencio siempre es cómplice. No seamos humildes, no prostituyamos la razón, que nos hace sagrados. La palabra del profeta debe estallar como un trueno. Disciplinemos nuestro organismo, hagámonos amantes de la obstinada lucha. Las ideas, flechas sublimes, se forjan en el reposo, pero es la voluntad la que tiende el arco.
EL ODIO Hay odios que no son más que amor. Cuando Zola, en el primer arranque de su talento titánico, escribió el famoso artículo Mes haines, que es una fulmínea imprecación a los imbéciles y a los hipócritas, demostró heroico amor a la ciencia y a la sinceridad. Benvenuto Cellini discutía escultura a puñaladas en las calles de Florencia. Su puñal estaba tan enamorado al defender la belleza, como su cincel al retratarla. Delante de Napoleón no había enemigos que aniquilar, ni aborrecimientos que estrangular, sino problemas que resolver. “Para un espíritu superior, decía el sublime combinador de batallas, no existen más que hechos”. Napoleón amaba la guerra sin odiar a nadie. Los grandes ambiciosos, nacidos del pueblo para apoderarse del pueblo, fueron grandes amantes de sí mismos. Su vitalidad desbocada engendró el sueño insolente de la gloria, y con fanatismo profético transfiguraron su destino en leyendas deslumbradoras. ¿Quién cuenta las víctimas anónimas del tirano que funda naciones? Su mano ensangrentada es venerable. Su espada y su látigo son reliquias. Sólo el amor arraiga y procrea. Los fuertes no pueden odiar. Se odia de abajo a arriba. La salud no odia, y el odio absoluto, la obsesión del mal por el mal, el designio de la destrucción inútil es cosa de enfermos. La lucha por la vida, con todas sus ferocidades, no es más que el santo amor a la vida. De las decepciones que exageró sin soportarlas nuestro cerebro anémico, de las humillaciones merecidas que nuestra cobardía y nuestra debilidad hizo fáciles y no dejó castigadas, se amasa nuestro odio. Los que apenas tienen fuerzas para no ser aplastados las emplean únicamente en odiar, y destilan la última defensa de los organismos inferiores: veneno. El odio y la corrupción juntos. “Compadezco al demonio, exclamaba Santa Teresa, porque le está prohibido amar”. El amor se queda a la puerta donde Dante leyó la inscripción terrible. El Infierno es el lugar del odio eterno. Si en los instantes de dolor y de angustia, cuando nos rodean las tinieblas y la maldad humana, somos aún capaces de amar, de combatir sin odio, estamos salvados. Si odiamos, estamos perdidos. Cuando los romanos empezaron a odiarse y a delatarse bajamente, comenzó la agonía de Roma. No eran los emperadores crueles, sino viles los ciudadanos. Llegó un día en que los cristianos odiaron también, y se hicieron católicos. Los instrumentos de tortura que el odio inquisidor imaginó en España asesinaron por segunda vez a Cristo, y Cristo no resucitó. La religión española, deshonrada desde entonces, se ha convertido en un materialismo grosero. Así mueren los cultos, alma de las razas, y así mueren las almas de los hombres. Odiar es obedecer a la muerte. No es al amor a quien hay que pintar ciego. Es el odio el que no ve ni comprende. Las ideas se aman, y sólo se odian las personas. El odio es mezquino como su objeto. Toda la ilusión del que odia consiste en herir la miserable envoltura ya condenada por leyes fatales a desvanecerse. ¿Cuál será tu triunfo, odio que caminas con los ojos bajos, buscando un arma que se clave, un alfiler que pinche, un pedazo de lodo que manche? Desgarrar unas entrañas: ahí concluye tu obra. El amor las fecunda, y su obra no tiene fin. Odiamos demasiado. Al despojarse del prestigio que le daban los tradicionales factores históricos, semi-anulados hoy por la democracia, el odio social se ha desnudado de cuanto lo 135
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volvía interesante y casi poético. Ha sido, como tantas otras cosas, reducido a su verdadero tamaño por el positivismo del siglo XIX. Se ha revelado individual, vulgar y monótono. Ha descubierto netamente su repugnante raíz, la envidia, y su procedimiento habitual, la calumnia. De gigante que dislocaba fronteras se mudó en microbio que infecciona el hogar y hace irrespirable la política. Pero la trágica cuestión económica tornará a organizarlo vastamente. La humanidad se ha dividido en Caín y Abel; el rico y el pobre. Los desniveles de dinero, en vez de producir energía matriz, como todos los desniveles mecánicos, producen odio mortal. La estúpida y salvaje dinamita había de ser el verbo de ese odio. El trabajo es un tormento, el afán de libertad, sed de venganza, y el progreso, crimen. Emponzoñada en sus fuentes vivas, la civilización se siente más en peligro que cuando el Asia volcó sobre Europa el mar furioso de sus hordas innumerables. Hasta a la Naturaleza odiamos. Nuestras horrendas construcciones profanan los suaves y profundos paisajes que hubiéramos cantado en otro tiempo. Esclavos del oro, cotizamos los encantos del planeta, explotándolo sin compasión. Nuestra admiración es industrial. Hemos olvidado el virgiliano amor a la tierra madre. No es ya el secular arado quien abre con ternura su vientre para preparar la venida de la simiente misteriosa. Encontramos mayor placer en hendirlo a golpes de explosivo para saquearlo. Y también nos odiará la tierra. Vagaremos hambrientos sobre su seno destrozado y estéril. Temblará de ira formidable, y hará desplomarse nuestras fútiles torres de Babel.
LÁPIDA Envidiemos la gloriosa apoteosis de Ferrer, asesinado en los fosos de Montjuich, la última Bastilla de los latinos. Arrastrado a los fosos como por una banda de chacales, devorado en la sombra y el silencio, a espaldas de Europa. Fue fulminado, porque era cumbre. No le podían perdonar. Los inquisidores perdonan el crimen, no la idea. Cayó, porque causaba miedo, porque era una de las imágenes vivas del futuro, un anuncio de muerte para los que le hicieron morir. Pero, ¿qué es la desaparición de Ferrer? Un simulacro. Lo grave no es que haya muerto, sino que haya vivido, que después de él perduren y crezcan formidables las energías de que se formó. Ferrer, desposado con la bella muerte que le dieron, engendrará los héroes de mañana. ¿Qué han conseguido? Hacerle inmortal a balazos, convertir el inofensivo profesor en un irritado ángel que visitará sus noches. ¿Por qué no atendieron al rey extranjero que les pidió prudencia en voz baja, por ustedes y por él? Es que son todos solidarios, despojos flotantes de la historia, majestuosos fantoches, temblando con el cetro en la mano; fariseos que no quieren dejar escapar de sus uñas el botín de un Dios difunto; militares que les honran poniendo la matanza al servicio de la avaricia financiera; burgueses momificados dentro de sus alveolos de oro frío; mundo que subsistes, porque los nueve décimos de la humanidad son todavía un rebaño de resignados mendigos. ¡Asesinan, oh, moribundos armados hasta los dientes! Asesinan; creen, decrépitos, que los baños de sangre les devolverán la juventud. Inútil. Comprendemos el mecanismo de su agonía. Hemos hecho algo mejor que vencerles: les hemos explicado. La vida misteriosa se refugia en la carne que sufre. Asesinarán mil Ferrer… ¿Y qué? ¿Detendrán el Tiempo?
LOS LENTES DEL INDIO 136
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El coronel Curzon Willie era enemigo de la causa hindú; por lo menos así lo asegura un asesino, Dhingra, estudiante indígena, joven de lentes. Es probable que Dhingra esté bien enterado. Hay pues una causa hindú, como hubo una causa cubana. La infalible Inglaterra padece también sus dificultades coloniales. Entre los innúmeros pobladores que encierra la enorme península dentro de su triángulo simbólico, custodiados por un grupo de burócratas ingleses, se encuentran algunos que abrigan la loca pretensión de vivir en su casa. ¡Qué ANARQUÍA! ¡Rechazar las leyes más sabias de la cultura occidental! Es extraño que Inglaterra no se canse de civilizar bárbaros, y se obstine en proteger a pueblos que no merecen tanto beneficio. Piensen con cuánta delicadeza ha respetado la religión y las costumbres íntimas de los hindúes. Me figuro un honrado ganadero que me dijera: “Yo respeto las costumbres íntimas de mis ovejas y su concepción del universo; si tienen ideas religiosas, me inclino silenciosamente; lo único que hago con el rebaño es esquilarlo”. Los hindúes -en el fondo de acuerdo con Kipling- defienden su lana. Están desunidos, mal armados; es fácil que sucumban otra vez, pero la lucha será bastante seria, a juzgar por el grave síntoma que se deduce del movimiento estudiantil. Recordemos la obra de los estudiantes en Rusia. Muchos Jóvenes Turcos salieron de las aulas. El republicanismo portugués, que despanzurró a don Carlos, es intelectual; su arranque decisivo se fechó con el centenario de Camoens; los Bazilio Telles y los Guerra Junqueiro fueron levadura del pan de la revolución. ¿Quiénes dirigieron la campaña en favor de Dreyfus? Novelistas como Zola, críticos como France, publicistas como Séailles, pintores como Carrière. El atentado de un estudiante es una terrible amenaza. ¡Y más si usa lentes! “Estando Dhingra en el suelo, cuenta un testigo, pronunció palabras cuyo sentido no advertí. Sólo sé que pedía sus lentes que se le habían caído en el corto combate que mantuvo con los que le arrestaron”. Cuando el pingüino Colomban, que recorría las calles de Alca, no para fusilar coroneles, sino para pegar en los muros la proclama de la inocencia Pyrotina, viene a tierra con escalera, engrudo y cartelones, atropellado por la multitud, “se pone en cuatro patas, en mitad del arroyo, buscando los lentes que había perdido en su caída”. Esos lentes son la civilización, que traerá aún grandes progresos subversivos entre nosotros, y sin duda grandes crímenes -quizá útiles-; son el signo de que la bomba está científicamente preparada y la mecha a medida de su tiempo; son la prueba de que existe, invencible acaso, un designio glacial y profundo. Un hombre que deja los libros y toma un revólver, no sería tan peligroso si se olvidara de sus lentes. Gracias a los lentes los libros dieron en el blanco, y el revólver dará en el suyo. Lo primero que reclama Dhingra, después de la pelea, son los lentes. Tiene razón: ¿Conocen el grabado de Max Klinger sobre Nietzsche? El filósofo aparece en la cumbre culminante de una vertiginosa cordillera; ha conseguido llegar allí merced a una voluntad heroica, merced a esfuerzos sin nombre. Domina por fin un sublime panorama. Pero no puede -¡ay!- contemplarlo, porque ha perdido los lentes en la empresa. Desesperado, furioso, desde su altura inútil maldice la ausencia de un pedazo de vidrio. Las razas llamadas inferiores ascienden poco a poco a la cima inflamada de su odio. Posición estratégica, si la cenicienta de piel negra o amarilla conserva los lentes sobre la nariz. ¡Qué gafas las del Japón, qué puntería! Y el Islam se agita en Asia y en África, y la China abre cuarteles y universidades, y la India estudia. ¡Malditos anteojos, llevados por los mismos europeos a los países saqueados por la barbarie blanca! Era fatal; la vida y la muerte se engendran una a otra, el que hiere espolea; el que viola, fecunda. Todo se contagia, hasta el poder. Hay épocas en que el granito se disuelve, y las hay en que los cadáveres caminan. Felicitémonos de que se renueve el espectáculo del mundo, y de que la sombra y la luz cambien sus juegos. Los lentes de Dhingra relucen. Inglaterra pasa.
EL POETA EN EL PALACIO 137
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Rubén Darío encuentra interesante a Alfonso XIII. Los poetas admiran cosas que los demás morales no sospechamos siquiera. El rey de España conoce el arte, la ciencia y, sobre todo, la religión; está al tanto de todos los descubrimientos y de todos los adelantos modernos: es el primer agricultor de su país; es también el primer propagandista industrial, el primer viajante de comercio; ha enviado cajas de vino de Jerez a personajes ingleses; es militar, caballero, gentleman, sportsman, automovilista, cazador, jinete, poligloto, orador y buen mozo; tiene ojos bellos y una frente que sería cofre de ideas grandes; es hijo cariñoso, esposo enamorado y soberano benévolo. ¡Cuántas habilidades! Además, es valiente. Parece que le han tomado el pulso en el instante de la célebre bomba. Si volvieran días de guerra, ¡ya verían ustedes! Si una ciudad española cayera bajo una catástrofe como la de Messina, ¡ya verían ustedes! Por supuesto que todos los Alfonsos fueron ilustres; ese nombre es una mascota. El número XIII -no hagan caso de que sea trece- debe, sin embargo, cuanto es a los prodigiosos cuidados de su madre augusta. Admitamos que el poeta se asombre de que una reina sea buena madre; lo excesivo es afirmar que la ex Regente, “a la callada”, haya sido una de las reinas más caritativas. Tan a la callada, que nadie se ha enterado, no los mismos pobres; y tal vez doña Cristina haya conquistado su formidable fama de avarienta, a fuerza de generosidad. Dejemos tranquilos a los antepasados del rey. Nos toparíamos con aquella ardorosa Isabel, que tanto amó a los españoles, y con aquel Fernando, que tanto los odió, y que llamaba a los monarcas constitucionales, “c…s a la vela”. Dejemos tranquilo al propio don Alfonso. Aceptemos la nómina de sus gracias, como aceptamos por cortesía las de una niña casadera que borda, guisa, baila, posee dos idiomas, pinta a la aguada y toca el piano y el mandolín. Nos hallamos ante un artículo de Ilustración, bien pensante, favorecido por la Casa Real; no faltan sino las fotografías. Ya que los reyes no pueden hacer llegar al pueblo su carácter, hacen llegar su efigie, coronada humildemente con la gorrita del chofer. ¡Un poeta metido en tal faena! ¡Qué melancólico ejemplo de domesticidad! Rubén Darío nos confiesa, trémulo de beatitud, que ha conversado con el rey. “Me habló del canal de Nicaragua”. Observemos de paso la obstinación con que los insignes cronistas europeos lucen sus amistades. Su pluma nos demuestra, en primer término, las excelentes relaciones del autor. Trátese de un bautizo, de una boda o de un entierra, resultamos íntimos del recién nacido, de la novia o del difunto. ¿De quién no habrá sido compañero el periodista a la moda? La condesa de Pardo Bazán -es condesa, ha mejorado- nos confía su llano contubernio con las cúspides aristocráticas del faubourg Saint-Germain, empezando por los Montmorency; y en cuanto al simpático Carrillo -¡ah!- es amigo de todo el mundo, desde la más empingorotada cocotte al duque más inocuo, pasando por los bohemios de ambos continentes. Claretie es de circulación universal; Ferrero se palmotea en el hombro con Roosevelt, y ¡es preciso que se sepa! Involuntariamente, recordemos a Eusebio Blasco, el modelo de la serie, obsesionado con sus comidas palomitas, de las que quizá conservaba mondadientes de honor. – Pero es natural que Rubén hable con S. M. -me dirán-; es diplomático. – Un poeta -contesto- ha de ocultar sus miserias civiles. S. M. significa “sin majestad”. Donde hay un poeta y un rey. Su Majestad es el poeta. El poeta reina y ha reinado hasta en la época en que los reyes reinaban y sostenían a los artistas con mendrugos de segunda mesa, como a perros amaestrados. Existieron papas de que nadie se acordaría sin el genio de sus arquitectos y de sus decoradores; Nerón es un monstruo intacto, sumergido en el genio de Tácito desde hace veinte siglos; los Felipe y su siniestra corte de infantas escrofulosas, bufones y enanos, se salvaron de la nada porque el pincel de Velázquez se dignó recogerlos. Darío suena más alto que Alfonso; las prosas profanas cantarán mucho después que haya callado para siempre el Borbón poligloto. ¿Por qué posturas reverentes ante los fútiles señores del espacio? El poeta es el vencedor del tiempo, el amo de la muerte; en 138
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ellos, la belleza afila su proa misteriosa, para cortar las negras aguas del olvido. Voluble Rubén, no traiciones a tu Dulcinea; haz memoria de que tu princesa “está triste”; no abandones, por los vulgares dueños de la tierra, a los dueños sagrados que engendró tu fantasía.
MONÓLOGO DEL ZAR “Soy a un tiempo Emperador y Papa, soy amo de cien millones de hombres. Me basta extender el dedo para que el más poderoso de mis súbditos desaparezca. Me basta mirar para fulminar, fruncir el ceño para que tiemblen en torno de mí. No sé hasta dónde llega la ola de mi ser. Soy demasiado grande, no conozco mis límites. Soy enorme… y tengo miedo. En medio de mis ministros, generales, altos dignatarios de la corte y de la Iglesia, cubiertos de orgullo y de oro, cuando avanzo mis pesadas piezas en el ajedrez de Europa, tengo miedo. Al frente de mis ejércitos, ante la selva de lanzar y de fusiles que cubre el horizonte, cuando a mi voz central ondulan y se precipitan mis innumerables cosacos, tengo miedo. En la mesa cargada de magníficos frutos, al lado de mi mujer y de mis hijos, cuando el lacayo acerca el manjar humeante en la fuente de plata, tengo miedo. En la penumbra de mis habitaciones a solas, cuando el agente de policía se desliza en mi busca, incógnito y silencioso como un ladrón, tengo miedo. De día, en mi carruaje veloz, cuando paso a ciegas, tapado por mi escolta, a través de la multitud cuyos ojos inmóviles adivino, tengo miedo. Y de noche, como ahora, en el fondo de mi palacio, junto a mi esposa que gime soñando, ¡ay! tengo miedo. Porque detrás de los pechos cubiertos de oro, detrás de las lanzas, detrás de los espías secretos y de los muros seculares, está lo desconocido. Lo desconocido me ha condenado a muerte, y nada me salvará. Ya no soy la roca firme sobre el mar de mi pueblo. Una lima sutil segó mi base, y me siento hundir en el abismo. La dinamita aúlla a mi puerta; ese oleaje sombrío me ha salpicado y una gota más certera que las otras pondrá fin al drama. ¡Ahorquemos! -me dicen- y ahorco. ¿Cómo ahorcar al último? Siempre quedan, siempre resucitan. Ahorco, sí. Pero mis manos, con lo anchas que son, no son lo bastante para estrangular a Rusia de un golpe. Es inútil asesinar a los que piensan. ¿Para qué abrir los cráneos, si la idea, como un ave invisible, se escapa y vuela hacia los cráneos vivos? Y la idea me persigue y me ronda, y la veo en las miradas y en las cosas; habita conmigo; tal vez me prepare un plato mortal; tal vez afile el cuchillo de mi mejor criado; y me roe el cerebro y me destruye el corazón, porque la idea, que es audacia y júbilo entre los que me aborrecen, en mí no es más que miedo. Tengo miedo. Mi existencia es una agonía. ¿Acabar, huir?... Vana esperanza; el presidiario es capaz de evadirse. Yo, no; yo soy el zar. La tradición, la ley, el dogma, una montaña de siglos me han clavado en este trono. De aquí se despeña uno, pero no se baja. Mi inmenso pedestal está cortado a pico. ¿Qué prisionero habrá tan guardado como yo? Alrededor de mi vivienda, en cada hueco, al pie de cada pilastra, en cada bocacalle, hay una bayoneta. Desde aquí las distingo, brillando en la noche. ¿Cuál de ellas me sepultarán en el pecho? Si los jefes son traidores, ¿no lo serán los soldados? Sólo el miedo me es fiel. 139
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¡Amargura infinita de mis niños, ángeles rubios, cuando me acarician sus besos inocentes! No me toquen; sus padre tiembla. Mujer, duerme y gime. Tu pesadilla no es tan lúgubre como el rostro del cobarde emperador. Mañana el sol renovará las mentiras del mundo, y haré la mueca de la majestad”.
EL DUELO Reparación por las armas… Es opinión antigua que los aparatos de destrucción son útiles, que la muerte sirve. El honor, como los dioses, necesita sangre. Vivimos de la opinión ajena, y el público es cruel; exige espectáculos de circo: gladiadores. Nuestra virtud, por otra parte, resulta de la corrupción de los demás. Si el último de los granujas asegura que he asesinado a mi madre, todos lo creerán, porque les conviene y porque me odian. ¿Cómo desagraviar al monstruo omnipotente? ¿Cuál será el sacrificio expiatorio? Un cincuenta por ciento de suicidio: el duelo. Degeneramos, no obstante. A esa fiesta, obligatoria en algunos ejércitos, acuden los íntimos. En París, las claras toilettes de las señoras la amenizan. Un gesto a lo Artagnan, una picadura en el antebrazo, saludos cordiales, y hasta otra. Pero hay quien toma la cosa en serio. Nada más divertido entonces que la desbandada general de adversarios y padrinos. Un hombre resuelto a batirse de veras no lo consigue nunca. El siglo es práctico. ¿Quién confía, ni por un instante, su fortuna al prójimo? En cambio confiamos la honra. Al principio los desafíos eran solitarios. El moro Tarfe no menciona testigos en su célebre cartel, da la hora y el sitio. “Ven y verás cómo habla el que, delante del rey, por su respeto callaba”. Después los cortesanos franceses llevaban un apoderado a dirimir los lances versallescos. Ahora urgen cuatro representantes, director de combate, médicos, etc., y se dibuja la tendencia al jury, al expedienteo, a la prudente burocracia. Ahogamos en tinta nuestro noble prurito de pincharnos. Todo se afea rápidamente. La humanidad atraviesa una edad ingrata. Conservábamos la bella costumbre del duelo, mezcla elegante de barbarie y de cortesía, de valor individual y de llamamientos al destino. Nos queda una parodia lamentable. Y lo terrible es que la injuria no ha perdido un adarme de su poder. No digan que la injuria es la palabra; no hay palabra donde no hay pensamiento. La injuria a secas es un aullido, un grito de bestia. Y demasiado débiles para oponer a la injuria el espasmo fulmíneo del coraje, no hemos aprendido aún a domesticarla bajo el influjo divino de la idea.
LA MORAL Y LA CIENCIA Un joven inclinado sobre un libro: “imagen de paz”, dirán. ¡No! ¡Imagen de combate! ¿Quién vencerá? ¿Devorará el hombre al libro, o será el libro quien asesine al hombre? Estudiantes: la literatura humana es una selva sin fin, infestada de felinos traidores, de reptiles ponzoñosos, de insectos que les disecarán si caen, de pantanos donde acecha la fiebre. Y preñada de paisajes magníficos, sí. Leer es viajar. No emprendan el viaje sin conocerse, sin vigorizar sus almas. Hay comarcas maravillosas de donde no se vuelve. Sépanlo a tiempo. 140
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Estremece esta idea: que la moral se aprenda en los libros. Los libros de moral son libros que mandan. Y los libros no deben mandar, porque son de ayer. No coloquen en el pasado sus jefes, sino en el futuro. Digan al libro: “cuando vivías realmente, cuando naciste para proclamar algo nuevo, no eras moral, eras inmoral”. Religioso, al fundar tu secta fuiste hereje. Político, al reclamar más libertades fuiste revolucionario. ¿A qué me enseñas? ¿A obedecer? ¿Por qué no obedeciste? ¿A mandar? ¿Por qué entonces me mandas? El ideal sería ¿no es cierto? obedecernos y mandarnos únicamente a nosotros mismos. El deber supremo no es ser como otros fueron, sino ser como se es. Lamentable cosa: encontrar ya escrito lo que habremos de hacer y de pensar. Tan absurdo es ordenar a un individuo libre como a una máquina. El uno no hará caso, puesto que es libre; la otra no necesita que le ordenen, si está construida para la faena que de ella se exige, y si no lo está, ordenarle es inútil. Las máquinas funcionan solas, o no funcionan de ningún modo. Las máquinas no oyen a nadie, y los seres libres no oyen sino la voz interior. Hemos eliminado de la enseñanza -casi- la tradición religiosa. Aún nos entorpece la didáctica de los deberes civiles, de los prejuicios sobre la propiedad y el Estado. En cuanto a los sentimientos fundamentales, sería monstruoso, por ejemplo, tener que enseñar a las madres el amor a los hijos. El verdadero maestro no enseña más que hechos; su triunfo es despertar en sus discípulos el sentido crítico. El verdadero maestro no enseña la certidumbre; enseña a dudar. Sólo en la duda la conciencia propia alcanza su máximo; sólo en la duda se mueven las energías internas, es decir, las que merecen salvarse. Ahora se ensaya una moral científica. Durkheim y Lévy-Brühl la desarrollan. Pero no le atribuyamos otro carácter que el descriptivo. Lévy-Brühl ha escrito una Ciencia de las costumbres. Estudiar las costumbres del hombre como las del castor: muy bien. Sin embargo, no es en el libro de Lévy-Brühl donde están mis sueños, mis deseos, mis victorias, mis fuerzas, mi destino. Los míos, ¿comprenden? Yo no me casaré para restablecer la cifra media en la estadística anual de los matrimonios. El poder de que dispongo contra las leyes sociales es más sagrado que el poder de cumplirlas. La ciencia es una ventaja enorme. La ciencia es una luz en una encrucijada. Mas no es lo mismo iluminar los diversos caminos que echar a andar por uno de ellos. La ciencia es lo impersonal, lo objetivo, lo que hay de mecánico en el mundo. Para la ciencia no hay “escala de valores”. El microbio es lo que el astro, el placer lo que el dolor, la vida lo que la muerte; fenómenos. Todo está en un plano idéntico; la ciencia no tiene espesor ni claroscuro. Mi espíritu, en cambio, es una jerarquía. Si prefiero suicidarme ¿con qué me detendrán? ¿Con un argumento biológico? ¿Experiencia? Sí. Hay dos experiencias; la exterior, que construye el edificio científico, y la interior, la del yo incomunicable. La ciencia del exterior es la lógica de los casos iguales; yo soy un caso que no se repetirá nunca y mi gobierno será mi ciencia interior, o sea la sabiduría. La sabiduría es lo que me importa en primer término: ser no lo que la ley mande, sino lo que soy. Y si a ser lo que se es llaman rebeldía, ¡tanto monta!
PATRIOTISMO 141
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La idea de patria ha perdido mucho de su virulencia. Los dioses, hace ya tiempo, se inclinaron al cosmopolitismo. Jesús fue mal hebreo. Se entendía con los gentiles, y hablaba de paz. Aseguraba que no era necesario ser judío para salvarse. La divinidad obraba así en defensa propia. Vinculada a sus tribus, fiadora de ellas y obligada a batirse a su lado, su situación era comprometida. El pueblo elegido recibía más palizas que ningún otro. Después de cada una, las explicaciones con Jehová se hacían penosas. Durante los siglos cristianos, en cambio, las naciones europeas no se destrozaban sin solicitar antes de un mismo Dios la victoria, y con la misma confianza. La Providencia ganaba siempre. Jugaba de banquero, no de punto; se había emancipado de las contingencias del patriotismo. El hombre ha seguido un método análogo. Si algún consuelo inducimos de la evolución, tal como nos la imaginamos, es el de la eficacia creciente con que nos sustraemos a las contingencias del mundo. Entre las veleidades de la atmósfera y la tibieza uniforme de nuestro hogar hemos puesto un vidrio inteligente. Las tormentas no suelen estorbar la celeridad serena de nuestros viajes. Nuestra sangre de animales privilegiados nos da el ejemplo: haga frío o calor, se mantiene en sus treinta y siete. Bueno es, por no morir, adaptarse al medio externo: mejor es subsistir sin adaptarse, en la afirmación soberana de un destino propio. Hemos vuelto estas armas contra los mismos dioses, cuyo capricho nos hemos negado a padecer. No les hemos suprimido: les hemos delimitado. Les hemos cerrado la puerta. ---------Estamos ahora delimitando la naturaleza, pero no para librarnos de ella, sino para circunvenirla. No renunciemos a la finalidad. Antes era celeste. Hoy es terrestre, y pensamos cumplirla mediante la ciencia. Lo deseable nos parece lógico. No nos desanimemos. El patriotismo es un molde muy chico para nuestro futuro. Porque al delimitar la naturaleza nos homogeneizamos. El patriotismo es la división. No venceremos desunidos. ---------El dualismo, la oposición que es base de la vida, se va dibujando según perspectivas nuevas. Se polariza la humanidad, atenta a juntar sus esfuerzos. Quiere cautivar las energías naturales, y no es un grupo quien ha de conseguirlo. Ni una raza. ¡Ay de los que cultivan el patriotismo blanco! Los japoneses nos han convencido de que también los amarillos son hombres. Los que manejan con tanta habilidad los cañones pueden manejar igualmente aparatos de mayor trascendencia. ---------La especie humana frente al universo físico: he aquí el cuadro. La ciencia es indispensable. Todos somos sagrados para el porvenir. Pero ¿qué es una ciencia nacional? Una mentira. ¿Conocen la química francesa, la astronomía alemana? La máquina y la astronomía nos pertenecen a todos; han sido creadas por la unanimidad, y para la unanimidad. Si la ciencia no es una, no es ciencia. En esto se asemeja al amor. Y si la ciencia es el instrumento, el amor es el impulso. Separen la ciencia y el amor, y los destruyen. Todavía explotamos a los débiles. Mientras no los amemos y los levantemos hasta nuestra frente en un beso hermano, la ciencia está amenazada. Sólo una cosa matará a la ciencia, el odio. Estrangulemos el odio. No: la ciencia se encargará de aniquilar al odio. Concluirá con el patriotismo porque lo específico del patriotismo es el odio. Un patriotismo que no odia al extranjero no es patriotismo, es caridad. Y una caridad que se detiene en las fronteras no es más que odio. 142
“Obras completas III” de Rafael Barrett
Amen su tierra, y también la ajena. Amen sus hijos y también los ajenos. Admiren los héroes de aquí y de allá. Y no admiren los héroes asesinos, aunque sean de aquí. Pero si no aman sino lo suyo, no aman, odian. Y mientras odien estarán privados de la ciencia, y frente a la realidad sombría no serán más que miserables fantasmas.
MÁS ALLÁ DEL PATRIOTISMO Nos parece grande el hombre que arriesga su vida por salvar la ajena. Comprendemos que hay cosas superiores a la vida material. Cada vez que un acto afirma y demuestra esta superioridad, nos sentimos tranquilizados, y como consolados de las incertidumbres permanentes que nos rodean. El ejemplo de sacrificio nos reconforta en lo más esencial de nuestro ser. El hombre que se sacrifica por su hijo, por su compañera o por su padre no es tan grande como el que se sacrificó por un desconocido. En la familia hay mucho nuestro. Al defenderla defendemos en parte lo nuestro. Defender y amar lo completamente ajeno es sublime. El patriota perfecto no solamente sacrifica su persona, sino su familia; Guzmán el Bueno inmola a su propio hijo. La patria, para él, estaba antes que él y antes que la carne de su carne. ¡Generosidad magnífica! ¿Por qué? Porque la patria es más indeterminada, más exterior que la familia. Porque la patria es más ajena que la familia, y lo magnífico es defender y amar lo ajeno. Y como hay algo más ajeno que la patria, es decir, las otras patrias, es magnífico en extremo defender y amar las otras patrias como la propia, y sacrificar la patria en beneficio de la humanidad. Por eso debemos amarnos, como hombres que somos, mientras este amor aparente no nos conduzca a odiar al prójimo. Debemos amar la familia mientras este amor no nos conduzca a odiar la comunidad hermana en que vivimos, y debemos amar la patria mientras no odiemos a la humanidad. Que para el círculo de nuestro amor no haya fronteras, que sea nuestro amor infinito como el cielo; que nada ni nadie sea desterrado de él. Y si hubiera otra alma más alta y más profunda, que en su seno misterioso abrazara el alma de la humanidad misma, el acto supremo sería sacrificar lo que de humano hay en nosotros a la realidad mejor. Pero esa alma más alta y más profunda existe. Es el alma de la humanidad futura.
EL ANTI-PATRIOTISMO 143
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El día que no se practique la guerra, se habrá debilitado la idea de patria. Tendremos siempre razones de matar o de morir, pero la patria habrá dejado de ser una de ellas, y en la perspectiva de la conciencia habrá pasado al segundo término. Respetar la vida propia y la ajena en absoluto, creer que nada vale la pena de sacrificarla, sería una irremediable degradación de la humanidad. Sería perder el vivificante contacto con la muerte. Declarar a la muerte inoportuna por esencia, declararla mala y enemiga, sería cegar las más profundas fuentes de perfección. No se suprimirá, pues, la guerra por sensiblería de mujer que se desmaya si ve sangre, sino en virtud de un razonamiento trascendentalmente utilitario. Acabará la guerra como empezó y se hizo en la historia: virilmente. La diosa patria, lo mismo que los demás dioses, caerá, cae, bajo el peso sutil de la crítica. El antimilitarismo es la forma actual del anti-patriotismo. Se empieza a comprender que la guerra es un pésimo negocio social, y la patria una firma de crédito ficticio. Las armas se han vuelto demasiado eficaces. Que perezcan por millones los soldados, y se despilfarre por miles de millones el tesoro público, aparecerá cada vez con mayor evidencia, sea cualquiera de los combatientes el que triunfe, una pérdida inevitable y necia para los dos y para el resto de la colectividad, un acto demente. Antes no lo era. Antes la guerra servía para abrir el comercio, mezclar y equilibrar las razas, arraigar los ideales religiosos, preparar la cultura; hoy la imprenta, el ferrocarril, el vapor y el teléfono hacen eso mucho mejor. Antes era la guerra algo previsto y habitual, un oficio casi apacible, de pocos riesgos y de aceptables rendimientos para los enganchados. Hoy, ya ruinosa por sus preparativos en tiempo de paz, se manifiesta como un cataclismo más propio de las épocas primitivas de la geología humana que de la delicada, precisa y compleja organización moderna. Es claro que este sentimiento de perjuicio, de asunto equivocado, de quiebra ineludible, no afecta primero a los generales que huyen el cuerpo y se engríen con cintajos, ni a los proveedores del ejército y de la armada, ni a los banqueros que lucran en la bolsa de la matanza y de las noticias impostoras, ni al enjambre de piratas de peor estofa que viven de los cadáveres y de la desolación como los buitres. Son la minoría. Los convencidos, los que a la fuerza ven claro, son los desposeídos y arreados al matadero, los que nada sacan de la siniestra rapiña, los que sin esperanza de botín, sin bella visión de la batalla ni divinidad que desde los cielos les ayude, van a que les machaquen la carne en el fondo de un agujero innoble, aplastados por las masas de metal que les envía una maquinaria invisible. Éstos son la mayoría. Éstos van siendo los mayores. Si no fuera por las bayonetas con que aún les pueden picar las espaldas, ¿con qué argumentos les arrancarían a su tranquilo trabajo? ¿A qué concepto, a qué emoción apelarían? – La patria lo quiere -le dirían tal vez. – ¿Qué es la patria? -preguntará el proletario-. ¿Es el templo? Está vacío. ¿Es la ciencia? No tiene fronteras. ¿Es la fortuna? Suele estar del otro lado de los mares. ¿Es mi linaje? Las castas se confunden pacíficamente. ¿Es la tierra? No es mía. No eres tú mi compatriota, sino el proletario de la nación vecina. Desean mi vida para salvar no la patria, que han inventado, sino su propiedad. “Soy francés, porque han escrito mi nombre en un papel. Me dices que Alemania me ha insultado, que debo vengarme. Si no me lo dijeras, nada sabría. Les habrán insultado a ustedes. Vénguense con sus propios recursos. No exijan que defendamos sus bolsillos, repletos del oro que nos quitan. Nuestros intereses no son comunes. ¿Y qué es Alemania? No hay Alemania, no hay más que alemanes. No sé qué alemanes me han insultado, pero estoy cierto de que no ha sido ninguno de los millones que como yo aran el campo en que ni siquiera nos enterrarán. ¿Que vienen, que invaden el país? ¡Pobres hermanos nuestros en esclavitud! Vienen espoleados por el terror, y aterrado marcharé yo contra ellos”. 144
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Hervé, el famoso antimilitarista francés, se ha levantado en el último congreso socialista de Stuttgart, y ha exclamado sencillamente: “Nuestra patria es nuestra clase; no hay patria más que para las gentes que comen bien”. ¿Qué contestar? ¿Qué hacer? Lo de costumbre, meter en la cárcel a Hervé de cuando en cuando, y apedrearle desde la prensa conservadora. Entretanto, como las sectas nacientes se nutren de la persecución, los conscriptos escupen la bandera en los cuarteles y los regimientos desertan cuando se les manda hacer fuego sobre los ciudadanos. La segunda conferencia de La Haya ha fracasado lastimosamente, como era de prever ante su programa más reducido y cobarde que el de la primera. Un Hervé no fracasa. En primer lugar no está solo; además es un hombre. No llegaremos a la violencia de lenguaje de Quelch, que ha dicho: “La conferencia de La Haya es una asamblea capitalista… reunión de ladrones y de bandidos. No tiene otro objeto que ponerse de acuerdo para buscar los medios de reducir los gastos de sus robos y bandolerías”. Reconozcamos, no obstante, que los apreciables delegados son ricos, es decir, insensibles; han empleado la existencia en pelear, intrigar, lucirse en los salones. No tienen noción de las verdaderas necesidades modernas; no sospechan las corrientes subterráneas que empujan a un Hervé. No son hombres, son correctos muñecos. No harán jamás nada. Los que lo harán todo son los humildes que protestan. La modificación de la idea de patria y la paz universal constituyen una revolución extraordinaria. Como todas las revoluciones irresistibles, vendrá de muy abajo.
EL ANTICRISTO Según la estimable profecía de San Malaquías nos quedan -si mal no recuerdo- dos o tres Papas solamente después de Pío X. El siglo XX será el fin del mundo, y es probable que el Anticristo haya nacido ya. Noticias de Rusia nos hacen creer que nació en Chahileff -telegramas posteriores comunican Mohileff- y que fue asesinado a los dos años. Cuarenta campesinos, en efecto, se pusieron de acuerdo contra un niño de esa edad, acusado de perder las cosechas. No podía ser otro que el Anticristo; su mismo padre estaba convencido de ello, y consintió en el crimen. Los tribunales han absuelto a todos menos al instigador. Se mencionan la justicia divina y la humana, lo cual es demasiado simple; hay muchas justicias divinas, puesto que hay muchos dioses; y muchas justicias humanas: la francesa, la sajona, la turca, la china… la de los viejos y la de los jóvenes. Si ejecutan un acto a la derecha de un río, les ahorcarán; si lo ejecutan a la izquierda, les darán la cruz de la legión de honor. La iglesia infalible quemó ayer a Juana de Arco; hoy la canoniza. Se es santo o hereje por razones locales. En el tenebroso drama de Chahileff -o de Mohileff- obró la justicia rusa de 1909, una justicia enderezada a castigar las iniciativas, sean las que sean, y a perdonar las obediencias gregarias, aunque lleven el rebaño a la más negra bestialidad. Treinta y nueve idiotas obedecieron y mataron; el padre del Anticristo consumó lo que había comenzado el buen Abraham. Paz a ellos y guerra al que fue visitado por la idea, al que reveló las causas ocultas. Lo que no se tolera en Rusia -ni en tantas académicas regiones- es la imaginación. ¿Era indispensable una imaginación excesiva, preguntarán, para atribuir las malas cosechas a un niño de dos años, y para ver en él al Anticristo? Cuando la ciencia calla, los profetas truenan. Los sabios no se explican las malas cosechas, puesto que no se explican por qué cambia el tiempo, ni son capaces de asegurar si mañana lloverá, o refrescará, o venteará, o lo contrario. Desde hace centuria y media un ejército de observadores infatigables toma día y noche, en miles de puntos esparcidos sobre el haz de la tierra, presiones humeantes y temperaturas. De 145
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esa mole abrumadora de números no se ha sacado nada decisivo en limpio; de ese caos de diagramas no se ha destacado la curva única; sello de la ley. Estamos como en la época de los caldeos; nos consta que en verano hace más calor que en invierno, pare usted de contar: los meteorólogos siguen midiendo y apuntando. Si se les objeta que acaso no haya ley en la vida de los aires, se encogen de hombros y tornan a su vasto tejer y destejer. ¡Ah! su fe es robusta. “Esperen un poco, nos dicen, la ley aparecerá”. ¿Un poco? ¿Cuánto? Los que necesitan comer diariamente a dos carrillos el pan de la evidencia, los que pretenden vivir antes de morirse, no esperan con tanta resignación. Detrás de los granizos, las heladas y los huracanes, están Satanás, Gog, Magog, y el Anticristo. Algo claro, contundente y poético. ¿El anticristo, ese niño de dos años? ¿Quién sabe cuándo se empieza a ser Anticristo? Los niños son maravillosos, sobre todo mientras no han aprendido a hablar; su carne pura conoce tal vez lo venidero; su grasa es principal ingrediente de las brujerías; se dice que su sangre cura la lepra. Cristo era ya un milagro antes de que la luz lo besara. Cristo, Anticristo; Anticristo, Cristo; si hemos sacrificado al uno, imagen de la inocencia ¿nos enfureceremos con los que han sacrificado al otro? Quizá era inocente también… Jehová exigía corderos perfectos, corderos sin mancha para el holocausto. Siempre que los hombres se convierten en fieras, una divinidad siniestra los preside. ¿Cómo descubrieron los asesinos al Anticristo en su víctima? No se imaginen que el niño era un monstruo, no; un monstruo entre monstruos se hubiera salvado. Sin duda era bello como una flor; sin duda, sus ojos venían del paraíso y ponían en torno de él una caricia sobrenatural. La madre, miserable esclava, habrá pensado: “No es posible que mis entrañas de dolor hayan engendrado un ángel. Un mensajero tan divino tiene que ser el demonio”, y las cosechas se perdieron, y los patriarcas de la tribu degollaron al niño. ¡Santa Rusia! Fuiste ortodoxa y absolviste. ¿Acaso no te dedicas tú a la misma tarea, a matar Anticristos? Pero el Anticristo es intangible. Zar, te pasará lo que a Herodes; todo sucumbirá a tus furias menos el Elegido, y tu hacha, lejos de herirle, le allanará el secreto sendero hasta tu trono. Cuando suene la hora, un puñal sin manos escribirá sobre tu pecho la sentencia ignorada.
EL REVÓLVER La campaña, donde el hombre aislado no dispone de otra energía que la suya propia, exige el uso del revólver para relacionarse con los bandidos y con las fieras. Son allí oportunos igualmente los instintos primitivos que, como la crueldad y la astucia, encerramos todos en cantidad distinta, y envidiable también la finura puramente animal del oído y del olfato. Cuando se formaron grandes centros, en que a la natural placidez de las costumbres se añadieron la cortesía inherente al juego social y el establecimiento de la policía y de los juzgados, se debió esperar que el revólver sería sólo indispensable a los viajeros, a los comisionistas, a los exploradores, a los miembros del ejército y de la marina y a los asesinos. No resultó así. Cada cual lleva por nuestras calles cinco vidas ajenas en un bolsillo del pantalón. El estudiante, el empleado inofensivo no podrán comprarse un reloj, pero sí un revólver. Los jóvenes chic dejan en el guardarropa de los bailes su Smith al lado del clac. Señores maduros van con una artillería de maridos engañados o de conspiradores a leer al club su periódico preferido. Abogados, médicos y quizá ministros de Dios se arman cuidadosamente al salir de su casa. Se respira un ambiente trágico. Se codean héroes. Mezclado familiarmente con la existencia diaria, el revólver es el remate de las disputas, un gesto casi legítimo, un argumento, y sirve para poner con balas los puntos sobre las íes. 146
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Se le respeta tanto más cuanto que rara vez hiere a quien apunta. Su mérito consiste en que es torpe como la Providencia, y en que convierte una cuestión particular en un riesgo público. Este instrumento loco, dócil a la fugitiva presión de un dedo, es el que prefieren los impulsivos, el favorito de las mujeres y de los incapaces de dar una bofetada. Según se ha dicho profundamente, iguala a los adversarios. Entrega la fuerza, la salud y el equilibrio al espasmo histérico de un enclenque. Tiene otras ventajas. Amenaza perpetua, mantiene el miedo entre los ciudadanos. La razón calla para que no la ametrallen. La calumnia, segura de no ser agredida, corre al aire libre. Las polémicas periodísticas se transforman en prudentes colecciones de insultos a distancia. El jurado se enternece con el revólver, y arregla benévolamente los casos desgraciados. Así se conserva una pacífica depresión moral. Creo que hay disposiciones contra las armas de fuego. Pero el rigor de las leyes reside en su cumplimiento, y no en la letra. Los tribunales respetan el derecho de propiedad, que se confunde, por lo que atañe al revólver, con el derecho a que nos fusilen.
LA NUEVA RELIGIÓN El siglo es ateo, pero lleva camino de creyente como ninguno. Hay que pensar muy por encima para creer realmente vacío ese cielo donde vivieron Venus Urania y el divino verbo, y en donde no hemos dejado más que distancias y números. Al asesinar los dioses no se ha tocado la fe. Estamos en la aurora de una religión nueva, con sus milagros y sus sacerdotes, sus mártires y sus inquisidores, de una religión que nos toma en la cuna, reglamenta nuestra vida y nuestra moral, legisla sobre nuestra muerte y comienza a prometernos una extraña inmortalidad. Nuestro amor, nuestra esperanza, nuestro consuelo, todos los sentimientos que engañan la debilidad y la incertidumbre, dándonos la ilusión de ser la honda cuando somos la piedra, están puestos en la impenetrable realidad que nos circunda, en la sombra de donde emergen una a una las divinidades amigas del hombre. El hombre ha aprendido en esa realidad muda hasta hoy que el inmenso porvenir está de par en par abierto para él. Viene de la oscuridad, pero marcha a la luz, y nada puede detenerlo. No ha sido lanzado del Paraíso, pero está construyéndolo como dueño y señor futuro. No es hijo de Dios, pero va a ser Dios. Su fe, cansada de errar por todos los firmamentos y de arrastrarse ante todos los altares y de prostituirse ante todos los monstruos, ensangrentada de tantos sacrificios inútiles, manchada de tantos crímenes, traicionada y desengañada, vuelve a la fuente viva de donde verdaderamente no había salido, al corazón que no se cansa de creer y de esperar. El hombre por fin cree y espera en sí mismo; como San Ignacio de Loyola, dice que “ha nacido para salvarse”, mas quiere ser su propio salvador, y escribe al frente de cada edificio y de cada libro: “Hágase mi voluntad en la tierra”. Creemos en la ciencia. Mediante ella, que es la expresión de nuestro esfuerzo, hemos arrancado a la Esfinge el óleo sanador de enfermedades horribles, hemos gritado el “levántate, Lázaro” a espectros desposados con la muerte, y es ella lo que las madres adoran en la frente del médico inclinada sobre un niño que sufre; mediante ella volamos sobre los continentes, con las alas y el aliento del vapor, como ángeles anunciadores, y marchamos sobre las aguas como el apóstol; mediante ella lanzamos nuestro pensamiento, como una buena nueva, por los hilos del telégrafo, prolongación de nuestros nervios; mediante ella hacemos el eterno milagro de suprimir la distancia y el tiempo, y de multiplicar el alimento y la vida. Hemos ascendido a las desoladas alturas del espacio, y hemos bajado también a las entrañas de la tierra, donde el 147
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hierro y el oro esperaban nuestro advenimiento. La imprenta predica cada día los signos de la redención, y las masas de los desheredados piden la palabra y la enseñanza. El obrero reclama pan al azar, pero también instrucción. La escuela es el templo. Ya no se espera la salvación más que de los gabinetes y de los laboratorios, claustros donde la divinidad se manifiesta a sus elegidos. Allí se sacrifica el pensamiento y a veces la sangre. Se experimenta en los hospitales sobre víctimas amordazadas por el cloroformo; el sabio busca la felicidad, como el salvaje, entre entrañas descuartizadas. Él mismo se inmola. Exploradores se suicidan en el Polo. Un émulo de Santos Dumont se despeña. Fournier se inocula la sífilis. El ofrecimiento de Abraham es aceptado. Estamos convencidos de que el Universo es nuestro cómplice, de que jamás encontraremos en el fondo de una retorta nada que nos disminuya. El maná es inagotable, y el abismo se abrirá para dejarnos paso. Sin esa fe la ciencia sería imposible. Para hacer algo hay que estar seguros de poder conseguirlo todo. ¿Cuándo hubo más fe que ahora? “El descubrimiento de una inesperada propiedad de la materia, dice Maeterlinck, análoga a la que acaba de revelar las desconcertantes virtudes del radio, puede conducimos directamente a las fuentes mismas de la energía y de la vida de los astros; desde ese momento la suerte del hombre cambiaría, y la tierra, definitivamente salvada, se haría eterna. A voluntad nuestra, se acercaría o se alejaría de los focos de calor y de luz, huiría de los soles envejecidos y buscaría fluidos, fuerzas y vidas insospechadas en la órbita de mundos vírgenes e inacabables”. Esa fe impone una moral, una higiene que tiene sus fanáticos. El célebre Wells desarrolla un programa que equivale a las tablas de la ley de la religión nueva. Así como los judíos reglamentaban sus nacimientos, así la ciencia dispondrá del amor y de la vida, conformándolos a un plan inexorable. La raza humana se someterá a una selección científica. “Hay que poner a raya la procreación de tipos bajos y serviles, de almas pusilánimes y cobardes, de todo lo que es mezquino, feo y bestial en el alma, en el cuerpo o en las costumbres del hombre”. ¡Terrible circuncisión de la especie! En esa inquisición de existencias increadas ¿dónde se detendrá la ciencia? Wells responde: “Hace falta llamar a la muerte en auxilio de la humanidad”. Esa ciencia, sentada al lado de nuestra cuna vacía aún, hace retroceder a la vejez y desafía a las tumbas como el Cristo. Metchnikoff declara que morimos a causa de una especie de parasitismo, de una flora microbiana, cuyos efectos se pueden combatir, alargando la vida y aliviándonos de los achaques de la senectud. Y la inmortalidad, suprema ambición del pensamiento, empieza otra vez a dejar de ser un absurdo.14
MÁSCARAS El carnaval no muere. Necesitamos los latinos, todos los años, algunos días de abandono, en que no hacemos quizá locuras, aunque podríamos hacerlas; una rápida estación de libertad. Necesitamos periódicamente evadirnos de nuestras convenciones, miedos y manías sociales; borrar el “usted” y la mesura y la prudencia del lenguaje; desfigurar las vestiduras y las costumbres; volcar una abigarrada paleta sobre los grises tonos cotidianos y quebrar una ola de gritos sobre el runrún monótono de la existencia. Necesitamos descansar un instante de nuestras pesadas armaduras y costras; desnudarnos y olvidar. Pero, incapaces de huir hacia arriba, huimos hacia abajo; incapaces de salvarnos por el lado sublime de nuestra naturaleza, nos escurrimos por el lado grotesco.
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En los originales siguen algunas líneas que no se han podido descifrar bien y que temerosos de traicionar las ideas del autor fueron omitidas. (N. de los E.) 148
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Nos disfrazamos. Nos ponemos, como dice Shakespeare, “una máscara sobre otra”, no para ocultar nuestros pensamientos, sino para libertarlos. Debajo de las máscaras de cartón soltamos disimuladamente la máscara de nuestro rostro, la auténtica, la que nos duele. El antifaz es el escudo; detrás de él desenvainamos la clara espada de la certidumbre. El antifaz nos permite dar bromas terribles a los amigos. ¿Qué broma más terrible que la verdad? Nos enmascaramos igual que muchos se emborrachan para volver a la verdad, para clamarla en medio de la calle o para murmurarla a un oído, siquiera una vez cada doce meses. Confiesa Flaubert en sus cartas que no se miraba nunca al espejo sin estallar de risa. Risa amarga de genio romántico ante su efigie exterior de solterón burgués. ¡Triste suerte la de no parecernos a nosotros mismos, la de encerrar nuestros hermosos sueños en una carne “desmayada y baja”! ¡Ya que es preciso gastarnos, suspira el poeta, gastémonos noblemente! ¿Cómo gastarse noblemente? ¿Cómo gastarse noblemente en el seno de una sociedad innoble? ¿Cómo adquirir, en el caos, la belleza de las ruinas, la altiva languidez del pasado heroico? Al esculpir nuestro espíritu en los rasgos de nuestra fisonomía, esculpimos nuestro egoísmo y nuestro terror y nuestros vicios crecientes. Artistas del mal con nostalgias del bien, apenas asoma a nuestra faz un resplandor fugitivo del ideal imposible; en ella, en la máscara horrible de las caras marchitas, retratamos todas nuestras cobardías y desilusiones olvidadas. Máscara cruel que revela lo despreciable y esconde lo santo. ¡Gastarse noblemente! ¿Quién lo sabe? La máscara de la vejez lo niega, de esa vejez que no perdona a los más grandes, a los más generosos, vejez idéntica a la que anticipan la agitación del juego, la llama del alcohol y la disolución de la lujuria. Una ráfaga de misterio refresca la juventud en flor; láncense al combate con el más elevado de los designios en el alma, y pronto sentirán la repugnante intrusa mancharles y arañarles el cuerpo, y la piel resquebrajarse como el lodo resecado. La sonrisa del triunfo ahondará sus lúgubres arrugas. Gladiadores de la luz, verán una sucia sombra devorar sus frentes. Acabar y desvanecerse no es nada; lo intolerable es acabar en lo repulsivo, desvanecerse en la podredumbre. ¡Vejez, máscara siniestra de la muerte! El Universo inhábil no acierta a crear lo inmortal. El destino se ensaya; somos en sus manos flechas sin empuje bastante; estamos condenados a inclinarnos y a ir a la tierra. ¿Por qué no disociamos en gloria, al estilo de las moléculas que estallan, por qué no arder en la altura semejantes a los astros en conflagración, por qué, ya que hay que hundirnos en la noche, no desaparecen los mejores de los nuestros en un espasmo ardiente y puro? No; son todavía necesarios el asco y la náusea. La fealdad pegajosa de las agonías es el cansancio del mundo. Máscaras de la muerte y de la vida ¿quién las descubrirá? ¿Quién medirá lo que debemos esperar o temer? ¿Quién les perseguirá por los caminos de tinieblas? Hemos dado algunos pasos, y hemos caído de rodillas en la ribera. Más allá, la negrura a donde no alcanzan los ojos ni los lamentos. Disfracémonos. Por ridícula o espantosa que sea la careta, nos aliviará. Nos figuraremos que nos quitan la otra.
MÉXICO
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Una revolución en México es una buena noticia. Es satisfactorio que dé allí señal de existencia alguien más que el dictador y la oligarquía de banqueros. Se dice que México es un país rico. Esto se puede entender de muchas maneras. Para los capitalistas, es rico un país donde se encuentran fáciles y seguros negocios. ¿A costa de quién? Cuestión secundaria. A veces la riqueza del suelo constituye la principal materia explotable; a veces, la raza. Sería entonces una exageración decir que la raza es también rica. La Amazon Rubber Company es, sin duda, una riquísima empresa: reparte sublimes dividendos. Acaso no los repartiría si cesará de torturar y asesinar a sus obreros indios. Inglaterra se ha escandalizado; creo que vanamente, pues la misión de una empresa industrial no es proteger salvajes, sino ganar dinero, y ganarlo pronto. Pero los mismos accionistas de la Amazon Rubber Company confesarán que los empleados a quienes desuella vivos no han mejorado de fortuna. Colaboran con su pellejo a la obra de la civilización, y nada más. La riqueza del pueblo mexicano se parece a la de los trabajadores de la famosa compañía británica. El coeficiente de mortalidad es feroz. En el Congreso Médico Latinoamericano de 1904, el delegado de México explicó que la mortalidad elevada no se debe a la insalubre del clima, sino a la miseria. Un setenta por ciento de las defunciones son de gente pobre. Es notable la cantidad de gente pobre que suele haber en los países ricos. Sin embargo, si los infelices mueren a puñados, nacen a montones, y siempre hay bastante carne para hacer negocios. La mano de obra es barata, las rentas son copiosas y firmes. Porfirio se encarga de mantener el orden, y de convertir a México en la patria natural del oro. “¡Nos vamos a México!”, rugen los lores amenazados por el presupuesto de Asquith. “¡Nos vamos a México!”, murmuran los financistas norteamericanos, aburridos por las huelgas. México… gran país. Y ese Porfirio, ¡qué estadista! Recordando los principios de su gobierno, decía Porfirio Díaz el año pasado a un repórter: “Tomé la medida de hacer fusilar dentro de las veinticuatro horas a todo ladrón, por insignificante que fuera el robo. Las ejecuciones fueron tan numerosas que las personas que me rodeaban levantaron los brazos al cielo ante aquel torrente de sangre humana… Comprendí que aquello no podía durar, y para que la justicia fuera eficaz era necesario templarla con una moderación bien entendida. Eso fue lo que hice. Conocía personalmente a los bandidos, porque había tenido a muchos de ellos entre mis soldados, y gracié a algunos, prometiéndoles fusilarlos a la primera irregularidad. Fue entonces cuando se me ocurrió la idea de fundar el cuerpo de rurales y los antiguos bandidos me fueron útiles en él, proporcionándome mis mejores policías. Por otra parte, las revoluciones fueron reprimidas con mano firme. Una vez restablecido el orden era necesario atraer al país el capital, concediendo facilidades a los extranjeros, particularmente a los norteamericanos…” Ya lo ven… en Washington. Porfirio Díaz ha conservado la paz en México. Es su gloria. Pero hay peces peores que la guerra. Esa paz. Por la cual nueve jefes adversos a la dictadura fueron fusilados en Veracruz, sin juicio previo, y asesinados los generales Corona, García de la Cadena y Ángel Martínez; esa paz que exige matanzas de poblaciones obreras indefensas, como la de Orizaba, es una pérfida paz que retarda las revoluciones, haciéndolas doblemente implacables. América entera tuvo que pasar, conquistada su independencia, por el turbión anárquico -pubertad terrible- que no escapó a la perspicacia de Bolívar ni de San Martín. Crisis son que conviene sufrir a los cuatro vientos, y confiando en los recursos del ignoto destino. Si el Paraguay se hubiera bañado en la atmósfera del Plata, y se hubiera resignado a las calamidades de la época, otra sería hoy su situación. Pero el doctor Francia, como más tarde Porfirio Díaz, era partidario del viejo sistema que mandaba atar a los locos para curarlos. Ahora sabemos que se les cura antes, dejándolos sueltos en agua tibia. El mayor mal que los dictadores causan a su patria es imponerle una paz absurda. Si quieren enterarse de lo que sucede en México, lean el libro de Carlo de Fornaro, Díaz, Zar of México, edición inglesa, o México tal cual es, edición española. Naturalmente, fue publicado lejos del “padrecito”. Les recomiendo las prisiones de Belén; al lado de las cuales, dice Pratelle, 150
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los presidios de Siberia son simples instituciones filantrópicas. “En el espacio de una cuadra de casas de una ciudad moderna, gusanean cinco o seis mil hombres, trescientos niños y seiscientas muchachas. Hay una sala de ciento ochenta metros cuadrados, en que duermen doscientos hombres. Para apoderarse de la parte de terreno en que reposan, estos desgraciados tienen que luchar furiosamente entre sí. Los más débiles quedan de pie, sentados, o amontonados unos encima de otros”. La enseñanza de México tal cual es no se reduce a su asunto. En virtud de un curioso incidente, hemos adquirido un nuevo dato sobre la inmoralidad de las relaciones internacionales. Hemos descubierto la influencia de don Porfirio Díaz en los jueces de Nueva York. Fornaro fue procesado allí por calumnia. Su demandante, periodista oficial, enviado expresamente de México, le hizo condenar a un año de cárcel. El tribunal se negó a oír a los testigos que Fornaro invocaba. El defensor del testaferro era Henry W. Taft, hermano del presidente. No sólo han colocado los yanquis capitales enormes en México, sino que han importado la mano de obra mexicana, de precio ínfimo, a los Estados del Sur. Otro Taft, Carlos Taft, posee en Texas 365.000 acres donde trabajan 2.000 peones mexicanos. Se comprende que los enemigos de la dictadura sean perseguidos y arrestados en Norte América; la libertad interior de México arruinaría a una legión de mercaderes democráticos, en nombre de los cuales, el presidente Taft, el 16 de octubre, ha ido a El Paso, con el objeto de abrazar a Porfirio Díaz, Supremo Endosador de Cheques.
EL ORO El papel paraguayo -no el papel del libro, de la revista o del diario, sino el papel moneda- vale, según dicen, cada vez menos. Hay gentes que se consternan ante este fenómeno. Yo no: me felicito de que el dinero pierda su valor, y deseo que llegue el día en que no tenga ninguno. Entonces dejaremos de ocuparnos de él, y nos habremos emancipado de una superstición que nos rebaja. Por desdicha, el descenso no es absoluto. Se trata de lo que representa el billete respecto al oro. El que debía desmerecer y aniquilarse es el oro, el metal pesado, blando, inútil, bueno quizá para empuñadura de bastones. La crisis económica conviene. Nadie tiene plata; a nadie se fía: he aquí un sabio medio de convencernos de que no es necesaria para vivir, y de que la costumbre de cobrar los créditos y de pagar las deudas es una manía inexplicable. ¿Para qué sirve el oro? ¿Acaso se construyen con él las casas y caminos, los instrumentos y las máquinas? El oro es feo. No es en él que las estatuas se esculpen y se cincelan los bajorrelieves. El noble mármol y el fiero bronce se ríen del oro. Del oro se ríe el honrado cristal, por donde acude a nuestros maravillados ojos el doble infinito de lo pequeño y de lo grande; se ríe del oro el acero de nuestras espadas y de nuestras plumas. El oro es para las joyas bárbaras y los ídolos inertes; de él se hacen las fútiles coronas. Y si borráramos del oro el signo del poder; si deshiciéramos el encanto, ni aun para esos fines nos molestaríamos en arañar las arenas de los ríos y en triturar la roca. Oro, dinero… supriman todo el oro del mundo: ¿habrá disminuido en un átomo nuestra verdadera riqueza? Figúrense el laberinto inmenso y agitado del tráfico universal: esclavos sudorosos, caravanas tercas, el buey tardo y el caballo ligero, trineos y carros, veleros, trenes, vapores que arrastran y distribuyen el pan y el lujo, la vida y el ensueño bajo todos los climas y a través de todos los imposibles… ¿Por qué la ausencia del oro haría detener el enorme organismo? Supriman el oro, ¿no quedarán intactos nuestros músculos? ¿No seguirá el gas empujando la rueda? Supriman el oro, ¿qué obstáculo se ha introducido en el movimiento humano? Ninguno: todo podría continuar sin un estremecimiento. Pero, si no deseáramos el oro, esa sombra lívida ¿qué nos haría marchar, atrevernos, sacrificarnos? Si no nos enfermara el miedo, ¿qué nos interesaría? Trabajamos porque el prójimo es muy capaz de ayudarnos a morir de hambre, y hay que comprarle cara la 151
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conservación de nuestras entrañas. Cada cual está rodeado de una banda de lobos; es preciso arrojarles los jirones de nuestra carne para respirar un momento y alcanzar la orilla. El oro es el amuleto que nos protege de la ferocidad ajena, el fetiche para que no nos devoren los caníbales. Si suprimiéramos el oro, ¿qué motivo de acción nos restaría? Sin terror, ¿qué nos sacaría de la inmovilidad? Inventaríamos el amor, la solidaridad de los esfuerzos; descubriríamos el amor, la solidaridad de los esfuerzos; descubriríamos que el egoísmo, o sea la repulsión recíproca, no es mejor cemente para dar cohesión y eficacia a la sociedad… graves inconvenientes, utopías, locuras. Si hay algo prácticamente absurdo, es el sentido común. Mientras tanto, el dinero escasea. Mejor; el que sufre, medita; la cadena se hará abrumadora, y se imaginará con más cuidado el plan de evasión.
EL PRÓJIMO Sin el prójimo, no nos daríamos cuenta de todo lo profunda que es nuestra soledad. La naturaleza nos concede más íntima compañía que nuestros hermanos; es más piadosa con nuestras ilusiones. Nos deja hablar a solas y, a veces, nos devuelve el deseado eco de nuestros gemidos. Quizá por estar tan lejos de nosotros en la muchedumbre de sus formas extrañas, quizá por haber entre nosotros y ella una inmensidad vacía, consiguen nuestros sueños frágiles sostenerse en paz sobre el abismo sereno y puede nuestra sombra alargarse sin obstáculo. Así acompañaba Dios a los padres del yermo, y a Robinson en su isla, y se posaba el genio sobre el aeda de Guernesey. Pero los hombres se tapan unos a otros. Son demasiado semejantes, notas contiguas que disuenan. La sociedad anonada las armonías en germen. Cada cual se siente enterrado vivo por su prójimo. La teoría de Pitágoras, para las almas geométricas, es un lazo social. Imaginan comunicar con Marte una noche, encendiendo sobre alguna planicie sahárica las líneas de la clásica figura. No es lo difícil comunicar con Marte, sino con el prójimo. Queda la palabra, las pobres palabras manoseadas por todos los siglos, prostituidas a todos los usos, las palabras apagadas y marchitas, las que cualquiera comprende y no son de nadie. Sirven para las almas parches, que porque retumban se figuran que existen. Existir es un secreto. Pensar es amordazarse. ¿Cómo hemos de comunicar lo nuestro, lo que nos distingue? No se comunica sino lo que es común. Tragedia incomparable la de millones de seres sedientos de imposible, condenados entre sí a estrecharse y desgarrarse sin poseerse nunca. Frutos prisioneros de una cáscara dura como el diamante y opaca como el plomo, sólo por su muerte abierta y rota. No es, el puñal, ganzúa suficiente para la misteriosa puerta. No hay audacia que despegue la máscara del rostro desconocido: juntos los arranca el negro zarpazo final que nos espera. Si no hubiera más que miedo, ira y odio en la comunidad, aún habría esperanza de unirnos al prójimo: inventaríamos el amor y la misericordia. Y no hay esperanza: la piedad insulta; después del delirio que aprieta contra nuestro seno carne tibia y adorada, comprendemos que la barrera está en pie, que nos ha acariciado la esfinge sin cesar de ser esfinge, y que los gestos de la pasión son gestos de rabia. El rayo del amor ilumina la hondura del hueco jamás cruzado. Tristeza de los gritos inútiles, de los aldabonazos sin respuesta, de las ofrendas ajadas en los umbrales del cerrado templo. En las paredes de nuestra estrecha cárcel están pintados el movimiento y la vida; sendas que huyen al horizonte sin fin, y el azul de los mares y de los cielos. En las paredes de nuestro calabozo está pintada la libertad. 152
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EL VULGO Y EL GENIO Dice Cuvier que la especie es una “colección de individuos, que se parecen tanto más entre ellos cuanto menos se parecen a todos los otros, y cuya posteridad es indefinidamente fecunda”. Así los hombres forman una especie porque se parecen más entre sí que a otros animales, y porque son indefinidamente fecundos, sobre todo los que no consiguen alimentar a su prole. Dentro de la especie humana, y atendiendo a los rasgos espirituales, no es difícil definir una subespecie o variedad compuesta de aquellos que entre sí se parecen mucho más que a “los otros”. Esta variedad es el vulgo, casi universal, y de fecundidad extraordinaria. “Los otros”, que cuando tuvieron suerte fueron llamados profetas, héroes, genios, son ejemplares rarísimos, se parecen poco entre sí, y no se reproducen. La omnipotencia del vulgo es evidente. A él pertenecen casi todos los pobres, casi todos los siervos, casi todos los ignorantes, casi todos los ricos, casi todos los reyes y casi todos los sabios. El vulgo, donde tantos talentos brillan, es la masa ancha, larga y profunda que todo lo llena; es el material humano. Ninguna revolución suprimirá el vulgo. Ningún destino se cumplirá sin él. En cambio el genio es débil. ¿Qué hace el vulgo? Repetirse; se hizo legión por repetirse. ¿Qué hace el genio? Empezar; camina solo. La muerte ve reaparecer en el vulgo las generaciones que le quita; nada puede contra él, mientras que el genio no tiene hijos ni padres; nace del abismo y en el abismo se hunde. El vulgo queda; el genio pasa. Pasa inexplicado; es un monstruo siempre diverso, inesperado siempre, semilla solitaria de formas desconocidas, caída de otros mundos, al azar de los siglos. Los hombres le han creído descendiente ya de Dios, ya del Diablo; ya le han juzgado malhechor, ya loco. La ciencia de ahora procura igualmente asimilar el genio a la manía y a la degeneración; jamás lo ha contemplado de cerca e ignora que tan distante está del juicio como de la demencia, y de la virtud como del crimen. No sabe todavía que el genio no es humano. El genio trae lo nuevo, o sea el desorden. Es el intruso de la historia. Mueve los cimientos, agrieta los muros, dispersa las ideas, estorba los intereses. Amenaza la paz del pensamiento y la de los instintos. En su presencia el poderoso teme perder el poderío, y el esclavo, la esclavitud. El genio es el enemigo común. Se le olfatea, se le descubre y se le caza. Es una bestia mitológica, extraviada en el inmenso corral. A veces hurta una espada, y juega con los pueblos, pero por lo general indefenso y desnudo, pronto se le deshonra, se le encarcela, se le atormenta y se le ejecuta. La especie se defiende. Otras veces el genio oculta su lepra, y nadie la adivina; otras, la disfraza -Dante- y deja que el futuro sospeche. No le es fácil huir, y menos curarse. Acorralado y difunto, se le devora. Vivo, es el terror, mas su carne muerta suele aprovecharse. Sus restos se vulgarizan, o lo que es igual, se humanizan. No nos nutrimos del genio, cuyo único testigo es él, sino de su cadáver. Doscientos años se rieron a carcajadas del libro más melancólico de la tierra, el Quijote, y de Jesús venimos a parar a Pío X.
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Si Galileo nos visitara hoy, tal vez nos contentaríamos con domesticarle. La física es amiga de las armas y del oro, y hemos aprendido a considerarla útil.
LA GUERRA La guerra instala al hombre. Para instalarse, para crecer y purificarse, la vida necesita matar; no es hacedero vivir sino a costa de los que viven, y los que deben morir, cumplen, mediante la muerte, su misión de vida. Toda vitalidad poderosa y concentrada es una medida justa de dolor y de muerte. El más suave y perfecto poema tiene un origen despiadado. Piensen en el fatal esplendor con que la Victoria de Samotracia bate el ritmo celeste de sus alas de mármol, los siglos de matanza, de espanto y de tortura que engendraron la Grecia. La transparencia delicada del genio es, como la del cristal, hija del fuego que ilumina y destruye. Guerra, fiesta de la crueldad: digan aniquilamiento de la crueldad. Esos horrores empapados en el sudor de la angustia desaparecen al realizarse. Se manifiestan como sombras de pesadilla sobre el muro inmenso de las cosas. Existían dentro de los cráneos, y al salir se coagularon con la sangre de los vencidos y se inmovilizaron para siempre. Son los cerebros los verdaderos campos de batalla, y cuando los gestos silenciosos de la ferocidad oculta rompen el dique y pasan del espíritu a la carne, el espíritu, libre de monstruos, reposa en la serenidad y en la belleza. La muerte es vida, y la guerra es paz. Atilas, escultores de la humanidad, su cincel es el hacha; arquitectos de razas, aman la sangre con que se cementan los pueblos futuros. Alucinados de arte ciclópeo, arrojan afuera las tempestades que se mueven dentro de su alma desordenada y demasiado estrecha. Sueltan la interna ola delirante. Lo mismo que sus hermanos los escultores de la idea, se desprenden del sobrante agitado de su ser, y reciben la certidumbre del equilibrio. Mas, ¿cómo juzgar, por los residuos que el cincel abate, la hermosura de la estatua invisible? Porque sólo existe lo invisible. Para no desvanecernos, hemos de asirnos a lo invisible que en nosotros queda, a lo invisible que palpita dentro y más allá de lo que vemos. Todo lo demás es máscara y cartón, cadáveres y restos de la guerra. Las llanuras y los cielos acribillados de sol no son sino también tinieblas cruzadas por la vida. Si lo invisible es uno, si lo invisible es Dios, no se hizo perfecto mientras no lanzó a la nada, por un acto de guerra, el universo inútil. Y por la guerra se sigue separando lo esencial de lo vano: guerra de los átomos que crió el plasma; guerra de las células que crió el animal; guerra de los instintos que hace surgir en la conciencia, sobre los dragones expirantes, bañado en congoja y desgarrado por el triunfo, el sentimiento de la piedad.
INMORALIDAD DE LOS EXÁMENES No es lo peor que los exámenes sean neciamente inútiles, sino que sean inmorales, que se monte un complicado mecanismo y se gaste un dinero precioso en corromper a la juventud. En primer lugar, el resultado de un examen es cuestión de suerte. Se sube o se baja la nota según el paciente soporte un número limitado de preguntas dirigidas al azar. Notemos que en cuanto deja el profesor de interrogar a ciegas, es decir, cuando hace de abogado, o de fiscal, y especula sobre lo que le contestará su víctima, se sale de lo equitativo y favorece o perjudica a los demás alumnos, tratados de otro modo. En el caso más decente, pues, cuando el juez no 154
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cede a recomendaciones, ni a personales simpatías o antipatías, ni al buen o mal humor de la digestión reciente, ni al cansancio de la jornada, sólo queda al acusado la defensa del azar. Injusticia o azar; es el juicio de Dios. Como coronación de sus tareas del año, el estudiante, al ser armado caballero provisorio del saber, encuentra en su persona confirmada la ciencia por medio de un sorteo, cuando es precisamente la más alta misión de la ciencia combatir el azar, rechazarlo, ahuyentarlo, desterrarlo en lo posible del humano horizonte. Acoger y amar el azar, llamarlo, explotarlo, será siempre un suicidio de la razón y hábito propio de fracasados, aventureros y tahúres. Cosa grotesca: la geometría, por ejemplo, el álgebra, el conjunto de las más rigurosas y fecundas leyes intelectuales, cortado en cincuenta o cien trozos, con una cifra pegada sobre cada uno, para sortearlos con pedante ceremonia. ¡La mesa de examen es una mesa de juego, y no se comprende por qué no hay código contra ella, ya que lo hay contra la ruleta y contra la baraja! Esta lotería pedagógica conduce a la impostura. Tres señores, sin más datos confesables que los que la casualidad les proporciona en algunos minutos, firman un documento donde consta su descarada, absoluta e inexorable opinión, precisa hasta el matiz sobre el total de los conocimientos del candidato en una materia. Por mucho que semejante farsa, impuesta por la costumbre, prepare el ánimo de los jóvenes a la farsa más peligrosa de los tribunales de justicia, legítimo es lamentarnos de verla pomposamente practicada por los mismos encargados de inculcar la sinceridad austera sin la que son estériles los esfuerzos del sabio. ¿Qué respeto, qué consideración conservarán los discípulos hacia el maestro, cuando, después de un año de culto a la verdad y al orden, le contemplen juguete del azar y cómplice de la mentira? Ningún respeto, y además ninguna fe. Perdida la confianza moral, se pierden todas las confianzas. Si se empieza a dudar de la rectitud del hombre cuyo oficio es enseñar, se acabará declarándole ignorante, falsificador no sólo de la justicia, sino de la ciencia, que no puede ser injusta. Es que lo inmoral no consiste en que todavía estemos sujetos grandemente al negro azar, y en que muchos de nuestros hermanos sean servidores de la iniquidad y del engaño, sino en nuestra actitud ante ello. Lo inmoral no es que exista el mal, sino cederle. Lo inmoral es recibirlo, instalarlo en nuestro corazón y glorificarlo públicamente, como hacen los exámenes. Todo está unido. La aparentemente pequeña inmoralidad que estoy analizando deriva de una inmoralidad mayor. El sistema de enseñanza entero es inmoral. No se debe permitir que el Estado, cuyo único objeto es reprimir la violencia y hacer cumplir los contratos, se meta a criar una casta especial de dómines y los imponga al pueblo. En los colegios y en las universidades, establecimientos burocráticos, condenados a la misma carcoma rutinaria e intrigante que el ministerio de que dependen, es imposible profesar ni aprender dignamente la ciencia. El gobierno es conservador; la ciencia, revolucionaria y su peor enemigo. La ciencia estará siempre detenida y desfigurada por el artefacto administrativo, que no anda si no le untan manos culpables. Un diploma no es más que una patente de resignación, o un premio al desparpajo, a la memoria y a la charlatanería. Al terminar su carrera oficial, esmaltada de saineterías de seminario y ayudada por habilidades de político, habrá de volver a comenzarla por su cuenta, y en serio, el honrado ciudadano a quien repugne abusar del terrible poder social que le confiere la marca que en el anca lleva. Porque es así: no se tolera que se venga un puente abajo, como ha ocurrido hace poco en Ponts de Cé, sin que un título sellado legalice la ineptitud del profesional. El mismo requisito ha sido necesario para que entre nosotros se haya envenenado con ácido fénico a los enfermos, y se le haya abierto el vientre, creyéndolo ocupado por un tumor, a una mujer encinta. ¡Qué lentitud en barrer esos restos sacramentales de un pasado teológico! ¿Acaso exigimos a un zapatero, a un sastre, diplomas universitarios? ¿Corremos por ello riesgo alguno de ir desnudos o descalzos por la calle? Lo esencial es que hagan buena ropa, buenos botines, en lo que no hay trampa. Las profesiones han de probarse por sus obras, como las virtudes, y han de emanciparse del vergonzoso monopolio gubernamental, forzosamente envenenado por el virus 155
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político. El privilegio doctoral ha de suprimirse como han ido suprimiéndose los demás privilegios. Significativo es que las empresas ferrocarrileras, industriales, bancarias, organismos enormes y complejos cuya dirección supone excepcionales dotes, se confíen a particulares desprovistos de toda estampilla al dorso, pero no de su historia de obreros útiles. Hace ya siglos que las energías creadoras se han apartado de la mohosa maquinaria académica. Pasteur, renovador de la medicina, no era médico. Quintón, que la renueva ahora, tampoco. Sabido es que en arte no se avanza sin dar un puntapié al dogma catedrático del momento. Y no hablemos de los inventores mecánicos de nuestra época, que sin haber saludado al magister de texto han cambiado la faz del mundo. Sí; la enseñanza en uso es inmoral porque no es libre, y los exámenes, ruedecita de ese equivocado engranaje, tenían que funcionar mal y ser también inmorales. ¿Remedio? Abolirlos. ¿Cómo? Muy sencillo. Para que haya exámenes es preciso por lo menos el alumno. Pues bien, abolir los alumnos. Huelga de estudiantes. Trabajar mucho todo el año, y al llegar el interrogatorio inquisitorial, buenas noches. Algo resultaría.
REFLEXIONES RELIGIOSAS He asistido al templo el Viernes Santo. Quería ver muchachas, y escuchar la palabra de Dios. Sospecho que yo no era el único a quien agradaba flirtear en esa visita de pésame a la sagrada familia. El amor se insinúa por las grietas de los sepulcros, y palpita en la lívida claridad de los fantasmas y se mueve con las alas de los ángeles. Se acomoda a cualquier decoración y lugar. No pierde su encantadora virtud al pie de los altares, entre vagos vapores de incienso, y a la luz temblorosa de los cirios. Noté que las muchachas conservaban la fatal belleza que hizo temibles a Eva, a Lucrecia Borgia y a la Otero. Bajo los mantos azules o blancos lucían misteriosamente delicados perfiles, se bajaban suavemente largas y misteriosas pestañas. Eran ellas, es decir, las eternamente jóvenes. El que había envejecido era Dios, que por la boca del predicador no nos comunicaba más que desmayadas vaciedades. Recordé que, según Anatole France, el catolicismo es la forma más elegante del descreimiento. La procesión salió de la iglesia. Anochecía, y una lluvia fina engrisaba el ambiente. Detrás de las imágenes, balanceadas sobre el mar de cabezas, el pueblo gemía y rezaba. Junto a mi pasó una vieja, abandonada al torrente humano y al fuego de la fe. Su rostro era doblemente antiguo. Por sus mejillas áridas, surcadas por las hondas heridas del tiempo, descendían lentamente aquellas lágrimas que pintaban los sombríos monjes de la Edad Media con colores cuya composición se ha perdido, y que quedan como veladuras tenaces en los retablos italianos. En su garganta sarmentosa vibraba un estertor fanático, y sus dedos se clavaban unos en otros para no dejar escapar a Cristo. Comprendí que el pueblo no es elegante, y que se permite ser creyente. Comprendí también que los elegantes de otras épocas fueron descreídos como lo son ahora y lo serán siempre. Pero no por eso, ¡oh Anatolio inmortal!, admiro menos tu ironía sublime.
LA TORRE DE MARFIL
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Lástima es que se metan a escribir los que no saben, y mayor lástima que abandonen la pluma los que podrían con fruto manejarla. El inepto, a fuerza de trabajar, se hace menos inepto. A fuerza de caminar, aunque sea a ciegas, algo alcanza. Los tropezones le guían; los fracasos le enseñan, y en todo caso, resta el recurso de no leerle y de negarle la circulación y el aliento. Pero el talento ocioso disminuye, y no hay defensa contra los daños que causa su esterilidad. El necio charlatán nos fastidia; el sabio que calla, nos roba. Estos avaros de su inteligencia, estos traidores a su fama, se dividen en dos clases. Los unos pretextan que el oficio de las letras es criadero de pobres, y prefieren lucrar en un rincón. Con tal de cenar, renunciarían a concluir el Quijote. Los otros, enredados en su pureza, dicen que se preparan, que aún es tiempo, y que de no producir cosas notables, mejor es no producir cosa alguna. La defección de los primeros no es tan calamitosa como la de los segundos. Debemos desconfiar de los que no estiman bastante su carrera. Entre escribir y ser ricos, eligieron ser ricos. Demostraron que no merecían ser escritores. Nacieron verdaderamente para picar pleitos o para vender porotos o, lo que es peor, para mandar. No lloremos demasiado la fuga de los infieles al arte que se acomodan con el destino de un Rotschild, y llamemos a la torre de marfil donde se encierran los indecisos: – ¡Salgan! Perfumemos los pies en el rocío de los campos. Descubramos lo que el monte oculta. Viajemos. – Nuestra torre es muy bella. – No hay cárcel bella. – Estamos cerca del cielo. – ¿De qué les servirá lanzar al cielo su simiente, si no cae a tierra? Sólo la humilde tierra es fecunda. – El polvo nos asfixia. El pataleo de la plebe nos da asco. El sudor de la soldadesca hiede. La realidad mancha y aflige: es fea. – Porque no son bastante agudos para penetrar su hermosura. El mundo los abruma, porque no son bastante fuertes para transformarlo. Les parece oscuro y triste, porque son antorchas apagadas. – En cambio, nos entregamos al maravilloso resplandor de nuestros sueños. – ¿Qué valen sus sueños, si no los comunican? Háganlos universales y los harán verídicos. Mientras los guarden para ustedes, los tendremos por falsos. – Nuestras ideas solitarias baten sus alas en el silencio. – Ideas de plomo, incapaces de marchar diez pasos. Alas de gallina. De los muros de su torre de marfil, nada se desprende, nada parte. Decoran su egoísmo: bostezan con elegancia. Complican su inutilidad. Prisioneros del humo de su pipa, confunden la filosofía con la toilette, el genio con la pulcritud. Toman la timidez por el buen gusto; envejecen satisfechos de sus modales. Alejados de la ciudad, nadie los busca, porque nadie los necesita. Son muy distinguidos: los distingue su debilidad. Desdeñan, pero ya se les ha olvidado.
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– El presente nos rechaza tal vez, por no doblegarnos a sus exigentes miserias. Nos refugiamos en el pasado. Somos los eruditos de la tumba. En nuestras salas, vagan los tintes tenues de los venerables tapices. La claridad discreta de las lámparas de bronce arranca un noble relámpago sombrío a las armaduras milanesas, y en la paz nocturna sólo se oye el pasar de las rígidas hojas de pergamino bajo nuestros dedos pálidos, donde brilla un sobrio y denso sello antiguo. – Se refugian en el pasado, como muertos que son. Si estuvieran vivos, se refugiarían en el porvenir. Desentierren en buena hora, mas no cadáveres. Resuciten a los difuntos o déjenlos tranquilos. ¿Para qué traer su podre al sol? Ya que tanto afán tienen de frecuentarlos, vayan ustedes a ellos: huyan a la región de eterna sombra. Mas si se deciden a vivir con nosotros, vivan de veras, no en simulacro; vivan en vida y no en muerte. Respiren el aire de combate común y empiecen su propia obra. – La queremos perfecta. La perfección a que aspiramos nos paraliza. Apenas trazamos una línea, nos detenemos, porque la reputamos indigna de nuestro ideal. Lo perfecto o nada. – ¡Suicidas! Lo primero y lo último y lo perfecto es vivir. Esa perfección es una forma del egoísmo. Ansían lo perfecto, es decir, lo acabado, lo intangible, aquello en que nadie colabora ya, aquello a que nadie llega, lo que aparte y humilla, lo que les eleva y aísla, el mármol impecable y frío, la torre de marfil. Por aparecer perfectos según sus patrones del minuto, se inutilizan y mienten. Atentan a la secreta armonía de su ser, destruyen en ustedes y alrededor de ustedes, la misteriosa, exquisita, salvaje belleza de la vida. Sobre lo perfecto está lo imperfecto. Sobre la augusta serenidad de las estatuas, hay que poner nuestros espasmos y nuestros sollozos y nuestras muecas de criaturas efímeras. Laven su alma, encuéntrenla y denla toda entera, con sus grandezas y con sus bajezas, con sus fulgores sublimes y con sus tinieblas opacas, con sus cobardías y hasta con sus monstruosidades. Libértense de ustedes mismos y se salvaran y nos salvaran a nosotros. Habrán aumentado la sinceridad y la luz del universo. Abran la mano del todo, ¡oh sembradores! Que no quede en ella un solo germen.
POLÉMICAS Toda polémica es en el fondo una cuestión personal. Pretender que combatan las ideas sin que al mismo tiempo choquen sus envolturas vivas, las personas, es pretender lo imposible. Por eso las polémicas, muy significativas como síntoma moral, son casi siempre estériles para la ciencia o el arte. Una mordaza es mucho más útil que la razón para tapar bocas. Al defender una tesis abstracta se suele defender la ambición propia o sencillamente el pan. No hay argumentos contra la vida. Es cierto que existen asuntos prácticamente inatacables, y que una polémica sobre ellos puede provocarla tan sólo la ignorancia. En estos casos poco frecuentes resultan fijadas y explicadas nociones fundamentales, de adquisición provechosa para el vulgo. Al capítulo de las excepciones deben ir también las polémicas matemáticas. Quizá el hábito de definir con precisión las palabras, así como el uso uniforme del análisis, influyan en que tales contiendas sean fecundas. Poisson derrotó al partido de Lagrange; las opiniones de Abel triunfaron sobre las de Wronski, y de una reciente y ruidosa polémica surgió consagrado el nuevo concepto del transfinito. Los matemáticos, por otra parte, parecen gente apacible y sensata; algunos llevaron su plácida distracción hasta el extremo de asombrar a sus compañeros mismos. El bueno de Ampère tomaba las traseras de los coches de punto por sendos pizarrones. Sacaba la tiza del bolsillo y las cubría de cálculos indescifrables. Si el vehículo se ponía en movimiento, Ampère 158
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echaba a correr detrás de sus fórmulas ante el público estupefacto. Ampère no era polemista temible. Las rivalidades más rabiosas, según observa justamente Bourget, son -¿quién lo diría?las rivalidades entre músicos. Siempre que se trate de cuestiones directa o indirectamente sociales, sobre todo cuestiones de historia, de religión, de política, las polémicas no prueban nada sino el odio de los polemistas. Cada cual ve a su modo y habla a su manera. Hay para cada hombre un punto de vista y un lenguaje. Este lenguaje y este punto de vista, deformables continuamente, se falsean y desfiguran por la pasión. Lo que se evita a toda costa es un acuerdo. Se aborrece y se teme la verdad, que al establecer el hecho suprime a las personas. El ruido de las disputas no sube a las regiones de la ciencia y del arte verdaderos. En cambio, las polémicas nos descubren el corazón y los nervios de un individuo, de una ciudad, de una nación entera. Lo discutido queda en la sombra. Los intereses de los discutidores salen a la luz del día. La polémica es siempre un precioso documento histórico. He aquí por qué estudiamos hoy las herejías de los primeros siglos cristianos, aunque no nos quite el sueño la sustanciación del Verbo; he aquí por qué leemos apasionadamente las Provinciales, aunque nos hagan sonreír las teorías jansenistas; he aquí por qué se manoseará durante largo tiempo el asunto Dreyfus, aunque la inocencia real del judío no interese más que a las niñas románticas. Es comprensible el ardor con que se declara la guerra a los grandes hombres, apenas asoman a lo lejos. El instinto social no se engaña. Traen con ellos lo desconocido, la fuerza incalculable que volcará los ídolos y arrancará las columnas. Los intereses amenazados se coligan, y rodean al coloso. Es pedante, es oscuro, es decadente. Se le sitia por hambre. El genio calla y produce. Siente que toda esa furia desencadenada es el eco de su energía interior. Se acostumbraba a los ataques como después se acostumbrará a la adulación, y los echa de menos cuando el odio y la envidia comienzan a ceder. Berlioz, al ser aplaudido por fin, duda amargamente de su talento; también exclamaba el orador pagano, al estallido de la ovación: “… ¿qué? ¿Has dejado escapar alguna necedad?” Rara vez los creadores de raza descienden a la polémica. Al recibir en sus almas de niño la belleza inmortal, la transmiten silenciosamente, porque saben que no necesita del trompeteo humano para reinar sobre el mundo. Sordos y ciegos como la madre tierra, ofrecen al que pasa el fruto divino.
RESPUESTA A AURELIO DEL HEBRON*+ ¿Debe un autor contestar a un crítico? Me inclino a opinar que no. Si no se hizo entender, sea o no por su culpa, ¿a qué confesar el fracaso, poniendo resfriadas posdatas a su obra? Reciba en silencio elogios y censuras, hasta las censuras que honran y los elogios que sublevan. Pero la crítica de usted me llega bajo forma de carta, y ¿cómo yo, que todas las contesto, no habría de contestar la suya, tan sustanciosa y bien escrita? “¿Por qué piensa tanto?”, me pregunta usted inexorablemente. ¡Ay! No lo sé… Acaso tenga también alguna lesión en el cerebro. Esperemos, para salir de dudas, a que me hagan la autopsia. Me niega usted toda aptitud activa, emotiva, sensual, “dionisíaca”. Soy un monstruo, una especie de máquina de calcular frases, un autómata literario. Tal vez mi historia lo *+
Seudónimo, por aquel entonces, del crítico uruguayo Alberto Zum Felde. Se trataba de Moralidades actuales y Mirando vivir. La carta primitiva fue publicada por Alberto Ghiraldo en el número 79 de su revista Ideas y figuras. 159
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desmintiera, mas aparte de lo enojoso que es hablar de uno mismo, conviene dejar ocupación a mis biógrafos. Me llama usted “extraño animal taciturno”. Confieso que no es posible deducir otra cosa de las funestas fotografías que me suelen tomar, y en las cuales parezco un cadáver bastante bien conservado. ¡Qué importa! Dice usted que me ha leído tres veces, y ésta es la alabanza suprema, el consuelo para sus duras conclusiones: “criticista puro”, que rechaza usted “¡en nombre de la vida!” Estoy enfermo, sí, señor. Pero olvidemos mi pálida persona. “Generalicemos el debate”. La enfermedad no se opone a la salud; ambas van a la muerte. ¿Prefiere usted que digamos que van a la vida? Es igual. ¿Qué es la enfermedad? La buena salud de los microbios. Enfermedad y salud obedecen a las mismas leyes biológicas. Tanto es así, que no sólo en fisiología, sino en psicología, lo patológico nos ayuda a comprender lo normal, como en física los fenómenos artificialmente provocados en el laboratorio nos ayudan a comprender la naturaleza. La experimentación, llave del conocimiento, es un atentado. Para distinguir la presencia de las distintas voces en la armonía del mundo, las hacemos desafiar una por una. Estudiar los seres es deformarlos, herirlos, matarlos. Ante la curiosidad, ese instinto lúcido y cruel, la enfermedad y la salud, la vida y la muerte no son más que aspectos de un problema único. Elegir, “calificar”, fijar una “tabla de valores”, es difícil sin apelar a instintos más inocentes, más poéticos. Y usted es poeta, id est, un hombre contrariado por la idea de que el collar que adorna el seno de su amada no sea sino una sarta de tumores de molusco. ¡Curiosa ilusión! ¡Curiosa contradicción! La salud significa lo normal, lo frecuente, o no significa nada. Frecuente: ¿vulgar?... ¡cuidado! ¿Quisiera usted ver vulgar, usted, cuyos versos han sido comparados con los de Baudelaire? ¿Era Baudelaire una “briosa bestia joven”? Cuando la hermosísima madame Sebatier, la Musa de Las Flores del Mal, consintió en ser suya, le faltó virilidad para poseerla. En cambio, Musset, al cual, ignoro por qué razón, coloca usted cerca de mí, era el más ingenioso, el más infatigable de los voluptuosos. Los “dignificadores del hombre” que usted me cita, Stirner, Nietzsche, Guyau, Carlyle, Emerson, ¿eran “bestias briosas”? ¡Pobre Stirner, casi un pordiosero; pobre Guyau, tísico; pobre Carlyle, asexual, dispéptico, neurótico; pobre Nietzsche, demente! Líbrenme los dioses de argumentar sobre las dolencias que acompañan al genio, como hacen los Lombroso y los Max Nordau, pueriles comentadores del misterio absoluto. Hora es de que no confundamos los epifenómenos con las causas, el trueno con el rayo. Decir que el genio es una neurosis o un síntoma degenerativo es una sandez. Y decir que es algo patológico es una vaciedad -una evidencia-. Para los médicos, lo excesivo será siempre patológico o teratológico. Palabras, palabras, palabras… ¿Qué pide usted? ¿Animalidad? Pero precisamente lo que más nos diferencia de los animales es el genio, nuestro genio múltiple, proteiforme; nuestro genio que ensaya sin cesar procedimientos distintos y hasta contrarios; nuestro genio crítico que busca nuevos puntos de vista y de ataque, convirtiendo la imagen plana de lo real en una escultura que acabaremos por asir y mover. No sea usted injusto -¡oh poeta!- con el criticista, con el analista, encargado de fabricar fórmulas que usted supone huecas, y que quizá servirán mañana de pinzas para atrapar lo positivo. No proteste usted contra la división del trabajo en la colmena humana. Usted a sus metáforas, yo a mis teoremas. No sitúe usted nada fuera de la vida: todo es vida, todo colabora. ¿Qué pide usted, repito? ¿”Intensificar la vida”? Cada cual la intensifica a su modo. Hay quien ama las sensaciones; hay quien ama las pasiones; hay quien ama las ideas. En los tres grados de abstracción, caben sufrimientos y éxtasis que no tienen medida común, ni se explican los unos por los otros. Don Juan, Otelo, Don Quijote, Hamlet, el chercheur d’absolu de Balzac… son tipos igualmente irreductibles y sagrados, cumbres del frenesí de vivir. ¿Con qué derecho les discutiremos su eficacia social? ¡Existen! ¿Qué pide usted? ¿Energía? ¡Y desprecia usted el cristianismo! ¿Cree usted que los santos no han vivido intensamente? ¿Por qué devoró el cristianismo a Roma y colonizó la tierra? ¿Por falta de energía? San Pablo, Cromwell y Lutero, ¿carecían de energía? ¿Carece de energía 160
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Tolstoi, arrastrándose a los ochenta y dos años por las estepas de la salvaje Rusia, hacia el calvario de su ideal? Poeta, notable enamorado de los bellos clichés, no diga usted, no, que se oyen los pasos de los sátiros y los suspiros de las ninfas. Tal vez nuestra época deje de ser cristiana, pero no será para volver al paganismo helénico. ¿Volver a Grecia? ¡Qué horror! ¿Retroceder? ¡Qué tristeza! ¡Bah! El destino tiene más imaginación que Gabriel D’Annunzio. Arcachón, noviembre de 1910.
BLÉRIOT El gesto es ciertamente sublime. La mañana del 25 de julio de 1909 es de las que cuentan en la historia de los hombres. El casto resplandor de esa aurora vivirá más que de costumbre. La salvaje soledad de las aguas, la ola invisible del viento, la luz que abre los ojos del mundo, la niebla que al disiparse lo revela en su magnífica desnudez, lo enorme que suspira, la tierra sin límite y el cielo sin fondo, los astros que se van y el día que se esparce temblando por el infinito, he aquí un cuadro que tendrá desde ahora un encanto nuevo para algunos soñadores, porque una manchita oscura ha cruzado el horizonte, suspendida sobre el mar; un aeroplano ha volado de Francia a Inglaterra. Napoleón, invadiéndola al frente de cien mil soldados, hubiera sido insignificante. Blériot, solo, inerme, microscópico allá arriba, uno de tantos en Calais, y uno de tantos en Dóver, es fundamental. Lo admirable del caso es que Blériot, aparte su feliz rasgo de audacia, no tiene por sí mucho de particular. Su aeroplano, salvo ciertos detalles, no es obra suya; es obra de su ejército de inteligencias. ¿Desde qué fecha remota habremos observado las alas de las aves, y habremos intentado imitarlas para uso nuestro? La hélice es más reciente, hija de la mecánica que, apartándonos de las palancas y de las articulaciones empleadas por la naturaleza en los organismos animales, inventó la rueda, donde se realiza lo continuo, una de las formas de lo que no tiene fin. El motor es el resultado último de una serie incalculable de esfuerzos encaminados a encerrar bajo el menor peso la mayor energía posible. Han trabajado en ello desde la termodinámica teórica hasta la metalurgia y la química, a partir de la primitiva bomba de vapor con que en el siglo XVIII los ingleses desaguaban sus minas de hulla. Desde Montgolfier hasta hoy, ¿cuántos investigadores se han consagrado a conquistar el aire? Hemos llegado al punto de que la aviación sea un sport, pronto comparable al automovilismo. Los aeroplanos y los dirigibles se contratan a precios que irán bajando poco a poco. No hay país que no proponga incesantes perfeccionamientos. Si Blériot no hubiera atravesado el canal de la Mancha, otro lo hubiera ejecutado. Detrás de Blériot está la humanidad instruida, armada para la ciencia, en posesión de métodos probados, habituada a persistir, iniciada en el heroísmo propio de nuestra época, el de los Shackleton, los Hansen y los Wright, no el de los arrastrasables, la humanidad bastante fuerte para resistir la pérdida de cien sabios. Nuestro poder no está acumulado en un Aristóteles o en un Bacon; está distribuido, infiltrado, difuso; está en el abrigo del azar. Blériot, felizmente, no es sino una proa de la flota innumerable, una avanzada. Puede fracasar tranquilo. El porvenir de la civilización está seguro. Blériot es francés… ¡Bah! No lo es su aeroplano. Se dice que su motor lo ha inventado un ingeniero de Milán. Pero ¿no fue Santos Dumont quien aplicó a la navegación aérea los motores explosivos? ¿Se afirmará que el aparato de Blériot es brasileño? Esas pequeñeces nacionales son indignas del genio, que, como el amor, no tiene patria. Hace tiempo que nuestros conocimientos son internacionales. La ciencia sería imposible si para las ideas hubiera fronteras y aduanas. En cada hipótesis, en cada instrumento, palpitan cien climas, cien razas 161
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diferentes. La cultura es una miel destilada con el azúcar de todas las flores. Si los franceses se enorgullecen de que Blériot sea francés, tendrán que afligirse de que triunfe un alemán el mes que viene, y esto es el peor de los errores, un error de viejos. Enorgullezcámonos de que Blériot sea un hombre. El verdadero drama de nuestra especie no es interior, no es la contienda civil del planeta, no es el dominio de un pueblo sobre los demás, sino de todos los pueblos sobre el universo rebelde. Nuestro duelo es con lo desconocido y no seriamos capaces de soñar nada tan grandioso. ¿Qué es el aeroplano? Un medio de unirnos, una prenda del futuro, un paso hacia delante, y sobre todo, un símbolo de nuestra solidaridad. Convenzámonos de que una certidumbre que nos desuniera no sería tal certidumbre, sería una mentira odiosa. Respecto a los insensatos que convierten el globo moderno en menester de guerra, práctica de matanza, compadezcámoslos. Han sabido profanar a la vez el sentimiento y la razón, pero su crimen es efímero. Solamente el bien sobrevive. Serán castigados con la muerte absoluta. El destino se encarga de suprimir hasta el rastro de lo perfectamente inútil.
SACRIFICIOS HUMANOS Leo que se ha celebrado en honor de los reyes de España una corrida de toros donde dos lidiadores fueron gloriosamente heridos, quedando uno de ellos moribundo. No es la primera vez que se conmemora mediante sacrificios humanos el advenimiento de nuevos príncipes a un trono secular. Los césares de Roma solían estrenar la púrpura imperial tiñendo sus manos con la sangre de los gladiadores, y no hace muchos siglos que en el programa de los festejos reales de Madrid hubiera a grande honra figurado un auto de fe. El pueblo comprende cuán pasajeras y falsas son sus alegrías si no las mira Dios con ojos benévolos. Rogar es sacrificar; los suplicios suplican. Para que Dios perdonara la felicidad de Alfonso y de Ena eran indispensables víctimas expiatorias. “Los dioses, dice Nietzsche, son entonces favorables, pues el espectáculo de la crueldad les divierte y les pone de buen humor”. La cornada recibida por Machaquito es una acción de gracias a la Providencia, sin cuya intervención hubiera asesinado al rey la bomba que destripó a la marquesa de Tolosa. Los monárquicos han aliviado el peso sagrado a su deuda. Fuerte nación es la que conserva el sentimiento prístino del culto. Una religión sin fanatismo es un patriotismo sin héroes. Cuando no había ya santos en ninguna parte, el acre abono de la Inquisición hizo germinar en Castilla santos terribles. Aún se cumplen hoy milagros en Andalucía, y mañana volverán los curas carlistas a fusilar a sus prisioneros después de echarles la bendición con el trabuco. El pericardio de Jesús detiene las balas enemigas; el rosario cuelga de la lanza de don Quijote, y toda la suerte es cruzada. Los habituados a la muerta, soldados, apóstoles y toreros, son adorados por la multitud. Es que la muerte es el acto por excelencia, y la única comunicación segura del hombre con la divinidad. ---------La inmolación de la inteligencia agrada igualmente al Ser Supremo. La verdad está en el corazón. Debemos admirar al papa Zacarías, quien, 600 años antes de Cristóbal Colón, condenó a un obispo, por no opinar sobre los antípodas como opinaba San Agustín. Si Pío X imitara a Zacarías, a pesar de Colón, de Elcano y de la geodesia, probaría irrefutablemente su catolicismo propio y robustecería la fe. Fe es creer lo que no vimos, y mayor fe, es decir, mayor energía interior, creer lo contrario de lo que vimos. Por desgracia, las corrientes modernas son otras. La conformidad de la razón con la realidad objetiva, conformidad de donde ha salido la ciencia actual, patentiza la decadencia. La temperatura de nuestra alma baja al nivel de la temperatura exterior. De mamíferos descendemos a peces. Somos esclavos del hecho y obedecemos a la física y a la química con 162
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la docilidad de un cadáver en descomposición. ¡Cuánto más poderosos ante la naturaleza fueron los cardenales que aplastaron a Galileo, dejándose llevar por la Tierra hacia lo desconocido! Ese sabio hubiera hecho mejor en evocar a Josué y en parar el planeta, para evitarse complicaciones. Pero era sólo un sabio, un impotente, un siervo de las leyes brutales y anónimas. En lugar de ordenar cual señores al mundo externo, lo que conseguiríamos quizá, semejantes a los antiguos taumaturgos, sacrificando la corteza de nuestro ser, moldeamos sobre el mismo externo nuestro destino. Juguetes de las máquinas, acabaremos -así lo anuncia Balmesdestruidos por las máquinas. Mientras tanto, en ellas satisfacemos ese vago afán de sacrificio y de muerte, del que algo abrigamos todavía. Cuando no damos en el suicidio vulgar, buscamos el peligro en el rápido sport. Nos lanzamos vertiginosamente, empujados por el gas o por la electricidad. Nuestra actividad excesiva e inútil nos aleja del hábito de contemplación, sin el cual, según Garnier, se es un salvaje, aunque se vaya vestido a la última moda. Nuestros órganos morales se atrofian, faltos de ejercicio. La inteligencia nos devuelve a la barbarie. ---------Otro error que nos hace perder el contacto con los dioses es el de no castigar a los criminales ritual y públicamente, el de no sacrificarlos en holocausto divino. Hemos inventado la curiosa teoría de la irresponsabilidad, y nos preocupa lo justo y lo injusto. Nos parece cosa de importancia ejecutar a un inocente. Olvidamos que lo esencial consiste en levantar el patíbulo, altar a su modo… Los mártires escasean. Los jueces se equivocan menos. No abundan los casos Dreyfus, capaces de renovar por mucho tiempo el vigor de una raza. Apenas nos atrevemos a encarcelar a los delincuentes. Hay personas que consagran sus desvelos a mejorar la higiene de las prisiones. “¡Ah! señor gobernador -proclamaba al almirante Ptritzbüer un presidiario de Nueva Caledonia-, si hubiera sabido que se estaba tan bien aquí, hubiera hecho el golpe diez años antes”. Merecemos que se rían de nosotros. Urge, pues, atormentar a esos malvados, aunque no estemos muy seguros de que lo sean, para que sus gemidos aplaquen la cólera de Dios. Pero los resortes sociales se relajan, y se borra la noción primitiva de los deberes religiosos. ---------Restan, sin embargo, acá y allá, sobre el globo, espíritus fieles a la tradición salvadora. En ellos reside nuestra esperanza. Alfonso XIII ha sacrificado a los dioses. Ha regalado a la Virgen de Atocha la cimera de su carruaje destrozado.
GIMNASIA Quisiera hacer lo más notorio posible el reciente descubrimiento de que en el cuerpo humano hay pulmones, corazón, estómago, etc. Los profesores de gimnasia, en efecto, hasta la divulgación de la teoría sueca, creían que el hombre no está compuesto más que de músculos. Los alemanes sobre todo se recreaban y aún se recrean en tan simplificada concepción. Gracias a ella, gracias al afán de imitar los volantines de los monos, nuestros venerados abuelos, gracias al trapecio, a las argollas y a otros aparatos torsionarios, se nos fabrica un notable número de horribles atletas, con los omóplatos doblados hacia delante, el pecho hundido, la barriga saliente, los brazos y las piernas arqueados, son enormes bultos. Estos hércules grotescos demuestran en su persona que el culto único de la fuerza deforma y degrada. No está de sobra añadir que tan formidables organismos viven poco. Sucumben a congestiones del cerebro, a hemoptisis generalmente seguidas de tuberculosis, a choques del sistema 163
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nervioso; resisten menos que los que estamos casi desprovistos de bíceps. Los cuidados de que han sido objeto les son fatales. Nada tarda tanto para aparecer en el escenario del mundo como lo razonable, lo evidente. El advenimiento del sentido común suele postergarse hasta la consumación de los siglos y su realización se encomienda a los mesías. En gimnasia, los principios racionales, que se reducen a recordar que tenemos varios órganos, y a comprender que la disciplina de ellos, necesaria toda la vida a ciudadanos fuertes, consiste en mantener y desarrollar la suprema armonía de la salud, fueron enunciados y practicados hace la friolera de noventa y cinco años. Le mesías de la gimnasia fue Ling, Henrik Ling, un sueco. Era pastor protestante, literato, después tirador de armas. La esgrima le condujo a su método célebre. Pidió al gobierno sueco en 1812 una subvención para propagar sus ideas. Se la negaron groseramente. Al fin le nombraron director del instituto gimnástico de Estocolmo y allí pudo experimentar y lucir su lógico sistema. La ciencia de la pasada centuria no ha hecho sino confirmar casi por completo las opiniones de Ling. Los comentadores y continuadores de la teoría sueca son biólogos, médicos, psicólogos. Tissié es en Francia uno de los más tenaces defensores. No se cansa de clamar que somos animales bípedos, terrestres, y que se debe partir de las posiciones fundamentales que se apoyan exclusivamente en el suelo. Insiste también en la necesidad de asegurar el amplio funcionamiento de las vías respiratorias y de la economía entera. “Se marcha con los músculos, dice, se corre con los pulmones, se galopa con el corazón, se resiste con el estómago y se llega con el cerebro”. “La sobriedad respecto a los alimentos y bebidas es un bien; la sobriedad respecto al aire es un mal”. Cuando Tissié fue designado por S. E. Akidzuki, ministro del Japón en Bruselas, para informar sobre los procedimientos de gimnasia usados hoy en la marina japonesa, visitó un barco de guerra, el “Tsukuba”, observó los ejercicios de los marineros, y contestó al ministro, como fórmula condenatoria, que “no respiraban durante los movimientos ejecutados”. Su gimnasia era mala. Los japoneses, excelentes anatomistas, como lo prueba el jiu-jitsu, son mediocres fisiólogos. Otra sentencia de Tissié es la siguiente: “la base de una buena gimnasia es salir de la sesión más reposado y más vigoroso que al entrar”. El famoso Sandow, por supuesto, queda rechazado. Sandow pertenece a la escuela bárbara. Para él lo principal es la musculatura del antebrazo, y lo último, los pulmones y la piel. Un danés, J. P. Müller, ha inventado, prolongando las deducciones de la teoría sueca, un sistema nuevo. Basta un cuarto de hora diario para ponerlo en práctica. Lo esencial consiste en un concienzudo lavaje, acompañado de fricciones simultáneas con una corta serie de ejercicios elegidos, sin instrumento alguno. Se tiende a favorecer, ante todo, las funciones de la piel y de las vísceras abdominales. El éxito ha sido magnífico. Se han tirado cerca de 300.000 ejemplares del libro de Müller. El mismo Müller es el mejor argumento. Cuando nació, pesada tres libras y media. Su niñez fue enfermiza. Ahora, a los cuarenta años de edad, es el primer sportman europeo. Ha ganado en los más diversos sports, 132 premios, de los cuales, 123 son distinciones únicas y campeonatos. La estatuaria ha reproducido sus formas; el pintor Carl Bloch le dijo un día: “Es usted el más bello ser humano que he visto nunca”. Si algo nos es lícito sacar en limpio, es que la gimnasia moderna ha progresado, merced a la noción de que el hombre es físicamente un conjunto complejo, cuyo orden e interior equilibrio es la condición capital de toda su hermosura y de toda su energía. Y si esta noción se aplicara al espíritu, la enseñanza oficial, libre de la fatal manía de cultivar solamente los músculos de la memoria, dejaría de embrutecer y de pervertir a los niños. 164
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“606” Hace justamente un año que se ensayaron por vez primera, en carne humana, las inyecciones del 606. Para conocer el valor de los medicamentos, hay que ensayarlos; para curar a muchos, hay que resignarse a matar unos pocos. Cierto que se ensaya sobre animales; pero no es lo mismo. Cierto también que los investigadores ensayan sobre su propio cuerpo. No es lo mismo, porque aquí el sujeto está en salud. Sería necesario inocularse la enfermedad y, después, el agente que se estudia. Esta abnegación existe. Sin embargo, es demasiado rara, y más vale así. Mejor es que sucumban al análisis terapéutico, algunos desahuciados de hospital, y no un Roux y un Koch. El 606 triunfa definitivamente. No ha sido sin lucha. Hasta en Alemania se ha desmentido a Ehrlich. Hubo clínicos, como Buschke, que rebajaban a sabiendas la dosis en casos graves, y luego, divulgaban a bombo y platillo sus fracasos. Otros, con el amable objeto de aumentar los accidentes, aplicaron el 606 a tabéticos, nerviosos, a cardíacos, a oftálmicos, no obstante las concretas contraindicaciones de Ehrlich. En Francia, Mouneyrat reivindicó los éxitos del 606 para su hectina, y Ehrlich tuvo que advertirle, con acritud arsenical, que la hectina no es sino el número 410, abandonado por inútil dos años antes. Según Milian, el 606, presentado bajo forma de polvo, exige una preparación extemporánea, un material complicadísimo para el médico: limas, morteros con su mazo, 10 pipetas esterilizadas, tubos de ensayo, alcohol metílico, agua hervida o, de preferencia, esterilizada, lejía de sosa del comercio, solución decinormal de sosa esterilizada, ácido acético cristalizable, solución alcohólica de fenolftaleína… Dumont, en la Presse Médicale, anuncia que el 606 causa un dolor atroz: el enfermo no puede mover durante una semana. Suelen producirse infiltraciones, edema, supuración, fiebre de cuarenta grados, con cefalea, náuseas, vómitos, agitación, sed terrible y, a veces, erupciones escarlatiniformes o urticarias… ¡uf! ¿Y qué? Los hechos están ahí. El 606 barre lesiones sifilíticas de todos los periódicos. Su acción preventiva y abortista es fulminante. Las recaídas parecen escasas. La técnica simplifica, y Wechselmann, por ejemplo, ha conseguido hacer indoloras las inyecciones. En un total de 15 a 20.000 casos tratados, ha habido 12 contraindicados previamente. Pues bien, se ha dicho que la avariosis no mata hasta ese punto. Se ha involucrado la mortalidad de la población entera con la de los avariósicos, como si el 606 se administrara a los sanos, y lo que nos importara no fuera saber cuántos avariósicos mueren de avariosis, sometidos al 606, y cuántos, sometidos al mercurio. Un caso fatal (y no alcanza) contra 999 mejorados o curados, es a todas luces maravilloso. ¿Y el cloroformo, que mata el 3 por mil? Seguramente que el cloroformo mata más que el sufrimiento… suprimamos la anestesia. ¡Con tan espesos sofismas, se ha pretendido influir sobre el público francés! El doctor Renon, en el Journal des Praticiens manifiesta su deseo especial de proteger al público contra las mistificaciones de la prensa, de la “gran prensa”. Ella es la culpable. Ella ha hecho un reclamo insensato al 606 y acaso venal. El doctor Renon quería que los diarios se redactaran con la exactitud y el desinterés con que redactó Laplace su Mecánica Celeste. Un periodismo exacto y desinteresado (o no industrial) no sería periodismo. Esas virtudes concluirían con él, por oponerse a la extensión y a la celeridad informativas que le confieren su poder, su inmensa eficacia. Prohibir a la prensa tocar ciertos asuntos no sería ilustrar al público, sería dejarle completamente a oscuras. Sólo por intermedio de la prensa llegará la mayoría del público hasta la revista científica y las actas de las academias. Es en la prensa misma donde los lectores han de aprender a defenderse, a distinguir y clasificar las oratorias respectivas de un doctor Garrido, de un Penadés, de los naturistas, de un Doyen o de un Metchnikoff, de un Ehrlich. Y el que no aprenda que lo pague. Los tontos deben ser castigados. Proteger es 165
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debilitar. En esta ocasión, por lo demás, la prensa acertó; sus pronósticos favorables al 606 fueron confirmados, “grosso modo”, en los recientes congresos de Koenigsberg y de París. ¿Y qué decir del argumento de tres o cuatro chauvinistes contra el 606: que es un “remedio ademán”? ¡La nacionalidad del 606! ¡La nacionalidad de los números! Hay buenos momentos en la vida: es cuando se vuelve bufa. No me burlo. Llámese 606 al 606, o llámese diclorhidrato de diamidoarsenobenzol, es, como todos los cuerpos definidos y preparados químicamente, un conjunto de medidas, un sistema de números. ¡La aritmética alemana! El 606, nacido en Berlín, renace con idéntica facilidad en cualquier laboratorio del otro lado de la frontera. La ciencia, nodriza de nuestra civilización, es internacional, y nos tenemos que ir enterando. ¡Qué le hemos de hacer! Es injusto, es antipatriótico. ¿Por qué no interviene Guillermo II, y no manda fabricar una avariosis que no ataque a los alemanes, o un remedio que no cure a los franceses? Pero ni siquiera Ehrlich es alemán. Ha nacido en Praga… Excelente Ehrlich, fundador de la quimioterapia, que obtuviera la victoria después de 25 años de labor y de 605 fórmulas tiradas al cesto: ¿no será inmortal tu 606? ¿Qué detendrá a los hombres en su concupiscencia? Al curarles en un abrir y cerrar de ojos las lacras de su vicio, les tranquilizas y casi les absuelves. ¡Haces bien! El vicio cubierto de llagas tiene algo de heroico; conviene desprestigiarlo. Desde que nos privaron de infierno pecamos con menos voluptuosidad. Sanemos lo físico; releguemos los problemas morales a la región invisible, mientras no se invente la patología de los sentimientos y la seroterapia de las pasiones.
A PROPÓSITO DE NAPOLEÓN He hablado de la debilidad trascendental de Napoleón, y esto ha escandalizado a los admiradores del “profesor energía”, según la oportunamente recordada frase de Mauricio Batrés. Deseo aclarar mis palabras, a lo menos para evitar que se me tenga por un enamorado de la paradoja. La paradoja en seco es una diversión despreciable, apenas superior al retruécano y al calembour. Dios me libre de ensuciar mi entendimiento con tales payasadas. Ansío encontrar la verdad, mi verdad, construirla poco a poco, mediante lo mejor de mi corazón y de mi experiencia. Dentro de una filosofía del altruismo, Napoleón aparece necesariamente como un ser inferior, o dicho de otra manera, como un ser débil. Hay energía y energía. ¿Profesor de energía? ¿De qué energía? Físicamente, las únicas energías que el hombre desarrolla son mecánicas y técnicas. Napoleón era bajo pero atlético. Sabemos que echó a rodar de un puntapié en el vientre a uno de los altos funcionarios. Sin embargo, no es lo mismo profesor de energía que de gimnasia. De un modo más amplio, se afirmará que Napoleón era un organismo de una resistencia notable. Trabajaba veinte horas seguidas, pasaba tres noches sin dormir, reventaba a sus oficiales y a sus secretarios. Servido por una fisiología robusta, ejecutaba en línea recta sus planes. Nada de esto es trascendental. La buena salud puede coincidir con la compleja debilidad interior. Llegamos a la inteligencia napoleónica. ¡Un genio! Sí. Un maravilloso combinador de síntomas humanos. Jugaba al ajedrez con innumerables piezas de carne y hueso y ganaba siempre. He aquí su facultad maestra: la de hacerse presente un conjunto extremadamente complejo de objetos, con tal de que estos objetos caigan bajo los sentidos y tengan figura y color a los ojos de la imaginación. (Duhen, La théorie physique). Esta facultad es la memoria, la más débil del espíritu desde nuestro punto de vista, la más pasiva, la más estéril en la obra ideal. La memoria de Napoleón, dice Bourrienne, era prodigiosa para lo hechos y las localidades. “Me acuerdo de 166
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que, yendo de París a Tolón, me hizo notar diez lugares adecuados para librar grandes batallas… Era un recuerdo de los primeros viajes de su juventud, y me describía la configuración del terreno y me designaba las posiciones que hubiera ocupado, aun antes de que estuviéramos en los sitios a que se refería”. ¿Para qué citar ejemplos de la memoria de Napoleón? Son clásicos. Napoleón debió a la memoria su famoso conocimiento de los hombres. Taine lo explica perfectamente. “Tal fuerza moral invisible puede ser comprobada y aproximadamente medida por su manifestación sensible, por una prueba decisiva, que es tal palabra, tal acento, tal gesto. Son estas palabras, gestos y acentos los que él recoger; percibe los sentimientos íntimos en su expresión exterior, se pinta lo de dentro por lo de fuera, por tal fisonomía característica, por tal actitud parlante, por tal pequeña escena abreviativa y tópica, por muestras y escorzos tan bien elegidos y de tal modo circunstanciados que resumen toda la fila indefinida de casos análogos. De esta manera, el objeto vago y fugitivo se encuentra de repente preso, reunido, y después calibrado y pesado”. El cerebro de Napoleón, todo es superficie, dotado, a semejanza de la placa fotográfica, de una enorme sensibilidad receptiva, reaccionaba con rapidez y exactitud, pero esa onda, dueña del espacio, moría en el tiempo. Napoleón contestaba a lo presente con lo presente. Un espíritu de energía trascendental vence a los siglos y contesta a lo presente con lo futuro. La ineptitud de Napoleón para abstraer y para generalizar es curiosa. Este excelente conocedor de individuos era un pésimo conocedor de colectividades. Ni sospechó ni comprendió jamás sus derrotas de Rusia y de España. Es que allí no se las había con generales, sino con pueblos. La ocurrencia de repartir la Europa entre sus parientes, en nuestra época de emancipación política y social, es propia de un miope, por no decir de un ciego. Napoleón no se ha dado cuenta de lo que es ni de adónde marcha la humanidad. Estaba privado de cuanto el espíritu encierra de noble y de vidente. Tenía horror a las letras, al arte, a las elevadas especulaciones de la razón. “Ignora la mayor parte de las grandes verdades descubiertas de cien años acá”, decía Stendhal. Sus facultades han sido las más bajas de la inteligencia, y puestas al servicio de los instintos más bajos: la sed de poder y de honores, el egoísmo insaciable de los que ninguna riqueza espiritual poseen, de los que sin absorber las energías ajenas no subsistirían, de los débiles trascendentales, en fin. Todo en Napoleón es vulgar. Lo extraordinario en él no es la calidad, sino la cantidad. Alma vulgar, de monstruosas proporciones; admírenla si quieren. Yo prefiero admirar al último estudiante ruso que arriesga su vida por una convicción generosa. Que me perdone el ilustre escritor enemigo de Dreyfus: no buscaré profesores de energía entre los célebres bandidos de la historia. Seguiré creyendo que quien necesita de la fuerza material para influir en sus semejantes no es fuerte, sino débil. Seguiré creyendo débil al que desapareció del mundo apenas cayó la espada de su mano; al que dispuso de millones de hombres, y no fue capaz de legarnos una idea.
ÚLTIMA NAPOLINARIA Dejando a un lado ciertas apreciaciones que hace el señor Casablanca de mi persona y que a nadie interesan, aprovecho con gusto la nueva ocasión que se me ofrece de discurrir sobre la debilidad trascendental de Napoleón Bonaparte. Pero quiero ante todo consignar que Anatole France está más de acuerdo conmigo que con el señor Casablanca. Casablanca: “Napoleón no pudo ser vulgar”. 167
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France: “Todas sus acciones fueron grandes y comunes. Y es esa vulgar grandeza…” Barrett: “Todo en Napoleón es vulgar. Lo extraordinario en él no es la calidad, sino la cantidad. Alma vulgar, de monstruosas proporciones…” Cito al pie de la letra. Sigo: Casablanca: “Cerebro gigantesco… titán del pensamiento…” France: “Su cerebro no fue nunca más allá de su mano… No tuvo vida interior… No se encuentra en él una sola curiosidad filosófica, una sola preocupación de lo desconocido, una sola inquietud del misterio que envuelve a nuestro destino. En Santa Elena, cuando habla de Dios y del alma parece un buen escolar de catorce años”. (Le Lys rouge, pág. 57). Barrett: “La ineptitud de Napoleón para abstraer y generalizar es curiosa… Estaba privado de cuanto el espíritu encierra de noble y de vidente. Tenía horror a las letras, al arte, a las elevadas especulaciones de la razón. Sus facultades han sido las más bajas de la inteligencia”. Las más bajas, es decir, las más próximas a la materia, las más propias al dominio mecánico y efímero del mundo, las menos aptas a persistir en el tiempo, modelando la inteligencia de las generaciones futuras. Y es claro que cuando France habla de la fuerza de los instintos de Napoleón, de la fuerza que Napoleón amaba sinceramente, se refiere a la energía aparencial y grosera, “lo que el común de los hombres estima”: lujo, bayonetas, tambores, cruces, diademas, tronos, piaras de lacayos y rebaños de siervos y toneladas de carne de cañón, no la energía trascendental a que me refiero yo y de la cual estaba huérfano el asesino del duque de Enghien. Para definir exactamente lo que es esa energía trascendental, que aparece ya en los umbrales de la vida orgánica y que alcanza su apogeo sublime en un Sócrates, sería necesario un libro. Pero basta para los fines presentes insistir en este carácter: lo trascendental se delata por su perdurabilidad. Conquistar el espacio no es nada: un ciclón, un terremoto, un Napoleón o un Atila lo consiguen. Lo grande es conquistar el tiempo. El espacio es del oro y del hierro tal vez, pero el tiempo es del alma. Vivimos de Sócrates, y viviremos por muchos siglos aún. ¿Quién vive de Napoleón? ¿Francia? El señor Casablanca no ha pesado bien sus palabras. Francia vive de la Revolución, no de quien resucitó los obispos y los aristócratas y el cesarismo. ¡Ah! ¡Es cierto! Queda el código y sobre todo la Escuela Politécnica y la Legión de Honor. El señor Casablanca me permitirá que no me arrodille ante los estatutos de esas distinguidas corporaciones. Hay altares preferibles. ¡Dios mío! ¿Qué nos ha dejado ese héroe que tanto mató y que ni siquiera supo morir, ese cíclope que “hacía y deshacía el mapa de todo continente” y que se retiró a jugar al ajedrez a su presidio después de reducir las fronteras de su patria? “¡El titán del pensamiento!” Denme una idea suya. Y todavía nos vienen con su ternura: es el colmo. Nos vienen con la ternura del gran canalla que mandó quemar el puente del Beresina, en la retirada de Rusia, abandonando al otro lado veinte mil hombres. “¿Qué me importan esos sapos? -exclamó el de los amores ingenuos-, ¡qué se arreglen como quieran!” No: cuando pensamos en las energías que hacen marchar al Universo, no podemos incluir entre ellas a los que lo agitan estérilmente. No son las tempestades las que mueven la insensible máquina de las estaciones ni las que reaniman los dormidos gérmenes de la tierra; 168
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no es el rayo el que sonríe en el horizonte cuando el alba despunta; no es el huracán el que hincha las velas de la esperanza humana. No están en el violento egoísmo las realidades fecundas, sino en el altruismo oculto, suave, formidables, que se insinúa entre el inmenso laberinto de las cosas, y las inclina hacia el vértice invisible. Napoleón, el egoísmo hecho genio, no sirve más que para excitar otros egoísmos. Es el “profesor de energía” de los arribistas, de los nietzscheanos, de los hombres de presa. No va esto con el excelente Casablanca; ya sé que lo que Casablanca admira en Napoleón es la belleza de una carrera incomparable. Pero hay que tener el valor de resistir a la belleza; hay que tener el valor de desnudar a los más altos ídolos, y de confesar que también hay genios despreciables, y débiles colosos.
CHÁVEZ El aviador Poillot, en Chartres, se mató hace tres días. Ayer ha muerto Chávez, a consecuencia de su caída en Domossola, después de haber pasado sobre los Alpes. El aeroplano ha hecho hasta ahora veintitrés víctimas. Ninguna tan gloriosa como Chávez. Este adolescente se inició en la aviación hace ocho meses; su primer vuelo, el 10 de febrero, en Chálons, fue de cuarenta minutos. El 13 rendía sus exámenes y obtenía la patente de aviador. Su cuarto vuelo duró una hora y cuarenta y siete minutos. El 3 de marzo llegó a 510 metros de altura. Desde entonces la idea fija de Chávez fue conquistar la altura, ¡subir! Del otro lado del heroísmo, todo es ganancia. Lo mismo de caer de cien metros que de tres mil. Y Chávez subió, subió cada vez más alto. Compitió en Niza, rivalizando con el terrible Latham; compitió en Tours, en Lyon, en Verona, en Budapest, en Ruán, en Reims, en Lanark. Pero nada demuestra su loca y tranquila audacia como la hazaña de Reims. Chávez había piloteado desde el principio de su carrera un biplano. En Reims, adquirió un monoplano, y resolvió ensayarle en seguid. Ante los ojos espantados de Blériot, Chávez, suspendido de aquella máquina nueva para él, subió a 1.250 metros. ¡Subir! Alejarse del polvo y del lodo, no huyendo -¿comprenden?-, sino dominando. No buscando penosamente una salida hacia la derecha o hacia la izquierda, sino hacia arriba. ¡Subir! ¡Subir sobre las madrigueras humanas, sobre los rastros de la tierra, cernirse sobre los montes, sobre el mar vaporoso de las nubes, seguir realmente el camino que señalan las flechas inmóviles de las catedrales! ¡Subir, ser el centro del gran abismo esférico, flotar entre las dos mitades del mundo, entre la sombra verdosa y la luz de oro! ¡Subir, y mientras el alma respira la soledad de Dios, atender al séptimo latido del corazón del aeroplano, a las palancas y al volante, a las oscilaciones imprevistas y a la trémula nervatura de metal, de madera y de tela, y al gemido de la hélice y al crujir y vibrar y palpitar del velívolo frágil; saber que un remolino inopinado, una ráfaga adversa, un ademán en falso del piloto pueden ser la catástrofe, saber que bajo ustedes les aguardan, ahuecadas e invisibles, las manos de la muerte! ¡Subir, vencer la gravitación del planeta, y con un átomo de fuego en las entrañas, alzarse al encuentro del sol! Chávez vio que la travesía de los Alpes no era enteramente absurda. Vio que el átomo de fuego pasaría tal vez sobre las cumbres glaciales. Para Chávez, como para todos los héroes, concebir era también ejecutar. Su cuerpo era en verdad hermano de su espíritu. Se preparó cuidadosamente. Entrenándose, batió el 8 de septiembre el record de altura. ¡Subió a 2.587 metros! El 23, tras varias tentativas sin éxito, el prodigio se llevó a cabo. Triunfante del frío de los huracanes que aúllan en las siniestras gargantas del Simplón, triunfante del azar, del horror y de lo imposible, Chávez cruzó los Alpes en cuarenta y cinco minutos. Y sobre la llanura 169
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lombarda, oyendo ya las aclamaciones frenéticas de sus amigos, una ráfaga traidora le volcó, le precipitó de diez miserables metros y le quebró las dos piernas… Y el hombre que había ascendido adonde las águilas no se atreven, fue arrastrado a un pequeño lecho de hospital. Vivió aún tres días. Los especialistas más en renombre acudieron a salvarle. Una ciencia voló en socorro de la otra. Y todo fue inútil. Inútiles las inyecciones de agua salada y de cafeína, inútiles los balones de oxígeno. Y el niño sublime gritaba: – ¡No quiero morir! Su hermano, sus compañeros, devorando los sollozos, le decían: – Has triunfado. Nadie ha hecho lo que tú. Has entrado en la gloria… Y él gritaba: – ¡Sí, pero me muero, y no quiero morir! ¡No quiero morir! ¡Y mueres, pobra Chávez, envidiable Chávez! Mueres, porque te han quebrado tus patitas de pájaro. Mas nos dejas tus alas. Mueres, y no quieres morir, y tienes razón. La humanidad no quiere morir, y por eso tú, nobilísimo pedazo de ella, revoloteaste hasta la cresta de granito y de hielo. Y la vida, que nos aplasta contra la lisa y negra muralla de la muerte, nos empuja hacia arriba -¡oh, sí!-, nos hace sucumbir y subir a la vez como una marea rebosante. Y acaso sobre las crestas de la muerte está el aire libre, el aire que los átomos de fuego alcanzarán y cruzarán mañana. No, no queremos morir. El aviador Tabuteau intenta hoy atravesar los Pirineos.
VACUNA “Scire est mensurare”, decía Képler. Saber es medir. De Képler acá, el desarrollo de las ciencias ha hecho cada vez más axiomático el aforismo. “Si saben medir aquello de que hablan, dice lord Kelvin, y expresarlo por medio de una cifra, algo saben de su asunto”. El cuerpo de una ciencia que merece el nombre de tal es un conjunto de medidas, una estadística suficiente, y cuando la ley probable nos reproduce los números de la observación con un error más pequeño que el imputado a los instrumentos, la ciencia es exacta. La mecánica celeste entera, casi toda la física y gran parte de la química son exactas. En cambio, casi toda la medicina es empírica y conjetural. La medicina sólo pasa por ciencia a los ojos de los que, ignorando las matemáticas aplicadas, no tienen concepto alguno de lo que la ciencia es. El médico mide la temperatura, la presión arterial, los coeficientes respiratorios; hay una energética fisiológica, una química de nutrición, un ensayo de una química de la infección y de la inmunidad; hay un bosquejo de una electrotecnia del sistema nervioso… es indiscutible. Pero lo que el médico mide es todavía insignificante; islotes cuantitativos en medio del mar cualitativo, es decir, en medio de lo que aún está lejos de ser ciencia. El médico, habitualmente, nada en pleno azar. No le culpen; el organismo humano es mucho más complicado y misterioso que el firmamento; por eso la astronomía es más perfecta que la fisiología, y más pobre. En lo perfecto hay siempre un fondo limitado y simple. No culpen tampoco al médico de su anómala suficiencia; la sugestión es una terapéutica apreciable, y esa piadosa farsa sacerdotal le permite consolar y aliviar al que sufre.
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¿Debemos vacunarnos? He aquí, a mi entender, una cuestión de pura simpatía. Para fijar científicamente el valor de la vacuna sería necesaria una estadística, quimérica por lo enorme. ¿Y cómo separar de la influencia vaccínica la de los factores higiénicos? Si pretendiéramos conocer los efectos a largo plazo, en lo que respecta a inferiorización del terreno fisiológico, la estadística -mejor dicho el censo- llegaría a lo descomunal. Apenas el milésimo de los datos posibles obra en nuestras manos. Lo positivo es que también los vacunados se enferman de viruela y mueren. Sin embargo, la vacuna quizá sea útil. No nos está prohibido creer en ella; lo que nos está prohibido es creer en ella de una manera científica. Se trata de una creencia religiosa. Esta seudo-verdad ha durado un siglo. Es bastante vida para un dogma tan menudo. Aunque fuera verdad, debe eclipsarse. Sería una verdad mal comprendida, aislada de la investigación corriente, tal vez por no haberse obtenido hasta la fecha el microbio variólico, una verdad estéril por haber sido descubierta sin motivos y aceptada sin esfuerzo, una verdad desacreditada por su triunfo y que, si vale la pena, volveremos a descubrir más tarde. En la legítima contienda entre vacunistas y antivacunistas, de la cual hemos de felicitarnos -la unanimidad, ha dicho Gourmont, es una cosa triste- los antivacunistas me inspiran confianza porque son pocos. Las certidumbres nuevas, como el sol naciente, brillan en una minoría de cumbres, a veces en una sola. Cuando el buque se acerca a tierra, no es la multitud de a bordo quien la ve primero, sino el vigía solitario en su mástil. Estos herejes de la vacuna son simpáticos. Lo son tanto más, cuanto que se ha deliberado sobre si convenía hacerles callar a la fuerza. Entonces ha parecido evidente que tenían razón. Ciertos argumentos suyos, no obstante, carecen de solidez. “La vacuna obligatoria, dicen, es un disparate, porque una persona sana no constituye peligro”. Pero si la vacuna inmuniza realmente contra la viruela, claro está que los vacunados son menos peligrosos que los no vacunados. No contagian hoy, mas contagiarán mañana. Se aísla a los variolosos, no por los contagios que han producido ya, sino por los que han de producir. El peligro y las medidas para evitarlo, se refieren a un futuro remoto o próximo. Matamos o encarcelamos a los criminales con el fin de que no nos perjudiquen más. El crimen ejecutado no tiene importancia, puesto que no tiene remedio. La reincidencia presunta es lo que justifica nuestra represión. Los delincuentes son castigados por los delitos que no han cometido, como serían vacunados por la viruela que no habrían nunca de padecer. La evaluación del peligro público y del derecho que asiste a los gobiernos para vulnerar en beneficio común la libertad individual, depende de mil matices mentales. Supongo que esta época de pesado materialismo -en que el prosaico Samuel Smiles es un apóstol etéreoatribuye definitiva trascendencia a la salud. Si a la inmensa mayoría de los hombres de nuestro siglo se les ofreciera, con las enfermedades correspondientes, el genio de Lucrecio o de Pascal, lo rechazarían indignados.
LOS MÉDICOS ¿De qué viven los médicos? De los enfermos. El hecho es conocido, pero no solemos sacar sus evidentes consecuencias. Lejos de recompensar a los médicos por la cantidad de salud que gracias a ellos, o a pesar de ellos, pueda haber en el mundo, se les recompensa en razón de la cantidad de enfermedad que revisan. Sumen los dolores, las angustias y las agonías de la carne humana en los países civilizados a lo occidental, y previa una simple proporción, deducirán lo que se abona a los médicos. El interés de todo médico es que haya enfermos, cuantos más mejor, como el interés de todo abogado es que haya gentes de mala fe y de mal humor, enredadores, tercos y tramposos. La lealtad de los corazones y el sentimiento de lo justo acabarían con los pleitos. También la higiene privada es para los médicos una epidemia. 171
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Si constituyeran un gremio de moralidad media; si fueran hombres parecidos a los demás, correríamos grave riesgo. Cada cual provoca en el ambiente que le envuelve las transformaciones favorables a su existencia: el comerciante acapara, el periodista inventa, el político intriga, el banquero hace correr noticias, falsas o no, que ayuden a sus planes. Al médico le conviene que haya enfermos: es extraordinario que no procure producirlos. La medicina, incapaz de curar, no lo es de enfermar. Nada más sencillo que descomponer un aparato, por mucho que ignoremos su mecanismo. Pues bien, mientras los bolsistas urden la miseria y la desesperación de familias inocentes, y los empresarios industriales restablecen sobre la tierra una esclavitud peor que la otra, los médicos, según todas las probabilidades, renuncian al semihomicidio lucrativo. Si empeoran el estado de sus clientes es -fenómeno curioso- de un modo involuntario. Les somos, a priori, grandemente deudores de que, en general, se abstengan de intervenir demasiado en sus asuntos. Les hemos de estar muy agradecidos de que se mantengan en su papel de espectadores a veces poco afortunados. ¿Y quién tiene la culpa de nuestra situación desairada? Nosotros mismos. ¿En virtud de qué razonamiento de topos hemos resuelto pagarles por visita? Ningún técnico es empleado a jornal; se le ajusta el precio de una obra concluida satisfactoriamente, y ¡ay del ingeniero a quien se le cae el viaducto, o del contador a quien no le salen las cuentas! Era de sentido común convenir los honorarios en el caso único de la curación. Un campesino muy avaro tenía a su mujer en cama desde hacía dos meses, y acosado por los vecinos, se decidió a llamar al doctor: – Que me la cure o que me la mate, le he de pagar peso sobre peso. La vieja falleció, y a poco, apareció el galeno a saldar su cuenta. – ¿La mató usted? -preguntó el aldeano. – ¡Qué locura! Dios dispuso de lo que era suyo. – ¿La curó usted? – Desgraciadamente, no. – Pues, entonces, no le debo nada. ---------Una medida de pública defensa sería publicar al lado de cada defunción acaecida en el día, el nombre del médico. Se cuenta que uno de los judíos más ricos del mercado francés comenzó a poner en práctica esta idea, utilizando la cuarta plana de un pequeño diario que arrendó no se sabe dónde, cuando no poseía un centavo aún. Chantaje tan ingenuo fue la base de su fortuna. La verdad es que se abre sumario ante una desgracia por imprudencia, ante un accidente complicado en esas muertes que con deliciosa ironía denominamos naturales. El problema es el salvoconducto del asesinado. La objeción esencial al “control” consiste en que la ciencia es impotente para establecerlo. Ninguna persona medianamente ilustrada o que haya visto de cerca trabajar a los médicos, se hará ilusiones sobre los vagos recursos del azaroso arte de sanar. Un resfrío, media docena de granos, una jaqueca, he aquí problemas terribles. Oímos, sin extrañarnos, que a los mejores facultativos se les mueren seguidos los enfermos, y que principiantes salvan a moribundos desahuciados por eminencias. No pasa mes sin que se renueven las teorías en curso. Los sistemas menos razonables encuentran éxito. Ignorantes iluminados enarbolan procedimientos estrafalarios, reúnen millares de dolientes y hasta los curan. Lo más conveniente para los enfermos que quieran gastar una cierta suma en la experiencia, es recorrer los consultorios, 172
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apuntar lo ocurrido en cada uno y comparar las anotaciones. ¿Quién, ante el estado rudimentario de la fisiología y de la terapéutica, tiene derecho de acusar a un médico por torpe o criminal? ¿Será prudente adquirir en unas cuantas semanas las escasas nociones reconocidamente útiles que arroja la medicina moderna, y no acudir jamás a los médicos? Esto sería quizá lógico, pero, indudablemente, poco humano. Necesitamos la fe. Siempre, el que viene a tocar las llagas es el santo milagroso. Siempre se escuchan las palabras de consuelo. Si el médico no fuera sino un sabio, estaría perdido. Es un mago, un sacerdote. Trae los sacramentos en las botellas y frascos donde los boticarios sin conciencia vierten sus innumerables porquerías. El médico es el enviado de la providencia. Su función es sobre todo religiosa. La medicina, en su acción social, tan diferente de la quirúrgica, se aparta de la ciencia y seguirá apartándose mucho tiempo. Durante mucho tiempo, los discípulos de Pasteur, que no era médico, lucharán en la soledad del laboratorio, antes que desaparezcan los actuales curanderos perfeccionados y sugestionadores a la moda. Y aquellos fanáticos de la certidumbre que se acercan a los lechos de los hospitales, no llevan la piedad en la boca y la indecisión en el alma, sino la fiera curiosidad en los ojos y la muerte en las manos. Van a violar el enigma, a sacrificar a sabiendas un cuerpo dolorido, para ensayar la nueva hipótesis, la nueva sustancia. Delincuentes sublimes, roban la vida presente, como el amor, para cimentar la vida futura.
EXÁMENES Es cosa de preguntarse si los señores del tribunal, según la frase clásica, toman en serio su papel, y pretenden quedar enterados, al cabo de un cuarto de hora, de lo que un alumno recuerda y comprende. He aquí un pobre niño que comparece como un reo ante el aparato risible para nosotros, pero imponente para él, de todas las justicias terrestres y divinas: tres magistrados, o más, a cuyos rostros se pega la severidad de lo omnipotente y de lo infalible, y de quienes depende la muerte o la vida, porque un año es un buen pedazo de nuestra existencia. El delito de asistir a los absurdos establecimientos de la enseñanza burocrática merece la penitencia del banquillo fatal, pero no es ese muchacho asustado el que debe sufrirla. Ahí está, torturando su memoria, implorando la amabilidad del azar. ¡Oh!, no se dirigirán a su inteligencia, a su imaginación, a sus ideas felices ante una cuestión práctica, natural, humana, que pida la elasticidad y no la inercia de su espíritu, no. Le exigirán la innoble faena de desembuchar, si la suerte le ayuda y el terror no le paraliza, algo de los millares de palabras sin sentido que devoró durante las últimas noches en vela, espoleado por la prueba próxima; le exigirán un cerebro bastante blando, bastante pasivo, bastante resignado para que los tipos de imprenta, al modo del hierro candente en el anca de la res, hayan dejado auténtica la marca del dueño; le exigirán que sea fonógrafo, y si funciona bien, los señores del tribunal firmarán que el fonógrafo sabe matemáticas, historia, química, literatura. ¡Farsa curiosa! Si a alguien le interesara sinceramente conocer hasta qué punto el alumno se ha incrustado el libro de texto, se acudiría al maestro encargado de la incrustación, el cual, en un largo curso de nueve o diez meses, puede mejor que nadie reunir los datos ad hoc. Mas, ¿qué importa la cantidad de letras que el paciente engulla o no engulla? ¿Quién cree formalmente que en nuestros colegios se aprende algo? Quizá se aprende a ser profesor. Para el que conserva los sagrados principios administrativos, el colegio es una oficina donde se asciende. Para el que aspira a volver a la Naturaleza, a la realidad de que le ha separado el sucio charco de tinta, el almacén de signos muertos que los dómines amontonan; para el que busca las fuentes fecundas del mundo y de su propia conciencia, lo urgente es raspar la tiña contagiada en los bancos de escuela, olvidar los libracos elementales, pedantes y embusteros 173
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como ellos solos, enderezar la razón enviciada, sometida a una docilidad ignominiosa, cauterizar las llagas de pereza y deshonestidad intelectual adquiridas en clase, galvanizar la médula yerta y erguir el espinazo, resucitar la admiración y la curiosidad aletargadas al canturreo de las lecciones. Únicamente a contar del instante en que intentamos destruir la obra de la instrucción oficial, estamos seguros de aprovechar el tiempo. Ahora, si se empeñan en perpetuar los dichosos exámenes, ¿por qué no encomendar a algunos hombres inteligentes el cuidado de proporcionarnos un breve diagnóstico psicológico? Levantar un acta, provisoria y somera sin duda, del carácter del niño, es mucho más útil que ocuparse de los ficticios resultados de una cultura académica perniciosa. Extracto del Journal des Economistes un ejemplo de sensatez: se trata del concurso de entrada en la escuela inglesa de los Naval Cadets. Hay un comité de interview compuesto de cuatro oficiales, que en un aposento aislado charlan sin ceremonia con el rapaz, haciéndolo reír para que se muestre desahogadamente tal cual es. Todo consiste en una conversación hábil que delate un entendimiento alerta y observador, una madera que promete. Se ha interrogado a los futuros marinos sobre el color de los cangrejos vivos y sobre si las vacas tienen los cuernos delante o detrás de las orejas. Los catedráticos a patrón se burlarán de tal sistema; es probable que ellos mismos no acertarían a contestar. Sin embargo, la salvación está en suprimir los exámenes, continuando después en la tarea de airear y desinfectar los cuarteles donde se mistifica y se corrompe a nuestros hijos. Hay que abrir todas las ventanas a la luz, al amor, a la verdad, a la alegría. Hay que arrancar las almas inocentes al odioso formulismo escribanesco. Hay que unir los libros a las cosas. Educarse es prepararse a la vida, y la vida ha cambiado. No es ya el latín y el griego la clave del saber. No nos atañen ya la teología ni la heráldica. Lo que nos preocupa existe de veras, nos acecha y nos amenaza; nuestro destino es luchar con obstáculos reales y con fuerzas sin piedad, no con sombras y leyendas. Por eso la ciencia que no está más que en el papel es mentira y es maldad, y nuestro deber, si no consiguiéramos mantener la ciencia en contacto y en fusión constantes con el Universo, sería aniquilarla. Lippman, el célebre descubridor de la fotografía de los colores, ha hablado con su inmensa autoridad en el “Congreso para el adelanto de las ciencias” celebrado en Lyon hace poco. Ha protestado furiosamente contra los concursos, los textos, los programas, los exámenes. El asunto de su discurso era “Las relaciones entre la ciencia y la industria”. En terreno tan de su competencia demostró el insigne físico que la instrucción pública francesa (modelo de la española y sudamericana) está fundada en conceptos chinos. El Estado es un perfecto mandarinato. Todo arranque individual sucumbe bajo la red terrible. Tragar su texto, asegurar su programa, salir de su examen, eso, en su mezquindad estéril, es el fin, el sueño, el ideal de las energías vírgenes de una nación. Lo divertido es que el método es obligatorio. Como si no fuera el derecho a ignorar igualmente respetable, y tal vez basado en filosofía más sana que el derecho a instruirse, todavía se impone a lo delicado y puro de nuestro ser un procedimiento degradante. ¡Y pensar que la solicitud lamentable de los gobiernos se despliega en un planeta donde las tres cuartas partes de la humanidad están condenadas a una miseria espantosa, y donde diariamente centenares de personas perecen de hambre y desesperación!
LA VIOLENCIA
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Es natural a los jóvenes despreciar la muerte. Despreciar la muerte es despreciar la vida, y la vida de un joven es bagaje ligero. Cuando no hay un pasado sobre nuestros hombros, saltamos alegremente los precipicios. Edad embriagada en que medimos el mundo con nuestros sueños, y nos agitamos en la ilusión de acelerar el ritmo de las cosas y creemos que sólo es bello lo trágico, y sólo fecunda la lluvia de tempestad. Más tarde nos reconciliamos con lo que dura, y nos reímos de nuestras pequeñas explosiones. Cierto que se encuentran hombres violentos hasta en la vejez; son precisamente los que hasta la vejez han sido inútiles y fastidiosos. Hay muchas maneras de no existir; una de ellas es el desorden. Violencia es desorden. Bonaparte: ejemplo de cómo una energía colosal puede volverse estéril. Los ciclones humanos se parecen a los de la naturaleza. Sus cataclismos son aparentes; sus ruinas, apenas ruinas. Su violencia fútil es impotente contra la primavera, porque deja intactas las raíces de la realidad. Sus iras son vanas; sus armas, de cartón pintado. Un Watt es el destino presente y en perpetua obra; un Bonaparte es el espectáculo; caído el telón, las gentes reanudan sus habituales tareas. Lo verdadero se enlaza y consolida con lo verdadero, y lo falso con lo falso. La violencia, que es falsedad, nace fácilmente de los prejuicios y de las aberraciones sociales. Así el honor caballeresco exige la violencia. ¿No es absurdo hasta lo grotesco que dos personajes reputados por sus méritos, como ha ocurrido en Buenos Aires, presenten cada uno su vientre al pincho del otro? Este caso aparecerá ridículo en Inglaterra, donde se respeta la salud de los ciudadanos que sirven, y sublime en España, patria del honor caballeresco, y país poco creador y muy alejado de las corrientes modernas. Mas para hallar un pueblo que con burlona serenidad juzgara dignamente nuestras costumbres, sería preciso retroceder veintitrés siglos, y apelar a aquella Atenas por cuyas calles se paseaba el filósofo que, golpeado en la cara, se había contentado con poner debajo de la herida este letrero: “Fulano es el autor”. La violencia está tan incrustada aún en nuestros espíritus, que no nos extraña verla permitida y casi recomendada en el código. Al lado del razonable permiso de defendernos con la fuerza de los ataques de la fuerza, está el salvaje permiso de matar a nuestra esposa. No pudiendo enviar los padrinos a la que nos ha inferido una ofensa casi siempre merecida, prescindimos de formalidades y la asesinamos si queremos. El escarnio público se convertirá en admiración. Muchos maridos aprietan el gatillo del revólver por “quedar bien”. ¿Y el enternecimiento de los tribunales cuando se trata de crímenes de pasión? Los celos, la venganza inmediata, la ira, la lujuria, todo lo que destruye nuestra frágil civilización y nos confunde con las bestias feroces, la violencia, en fin, conmueve dulcemente a los señores del jurado. ¡Deben sentirse ellos mismos tan próximos a las bestias! En cambio serán implacables con los delitos complicados, ingeniosos y fríos, donde resplandecen el valor reposado y la inteligencia. Gracias a lo obtuso de las sentencias, aniquilarán organismos todavía aprovechables, y nos expondrán a la constante amenaza de los homicidas románticos.
DIARIO DE A BORDO CAPÍTULO I 1 de septiembre. – La partida. Día gris. La Asunción agolpa sus escasos madrugadores en los muelles. Un barco que zarpa es un acontecimiento. Hay bajante. Nos llevan en un vaporcito hasta el lugar donde nos aguarda, detenido por los bancos, el vapor de la carrera. Y la ciudad palidece y se esfuma y se va poco a poco. Miro las blancas casitas escalonadas, sembradas, diseminadas hacia lo alto, jugando al escondite entre la tupida vegetación, alegremente 175
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invasora, obstinada, inextirpable, que hace del Paraguay entero un enmarañado jardín. ¡Casas queridas, que sueñan a la sombra de las palmeras verdes, casi les conozco una por una! Allá arriba agazapa su mole la iglesia de la Encarnación. Más acá eleva sus cuatro puntas esbeltas la torre del palacio de gobierno. Y las casas me miran también por los innumerables ojillos negros de sus ventanas. ¡Y todo parece tan reposado desde lejos, tan tranquilo y seguro! Pero yo sé que detrás de esas paredes inmóviles está el dolor. Cada vivienda guarda su secreto, quizá de felicidad efímera, probablemente de larga angustia. Cada nido humano es un turbio remolino en que se hereda y se trasmite la vieja congoja de vivir. Y La Asunción, con su fingido sosiego, se desvanece, acaso para siempre, de mi retina. Y me arrastran río abajo, río abajo… ---------2 de septiembre. – Entre mis compañeros de viaje vienen un comandante y cuatro capitanes paraguayos, delegados al centenario de Chile. Son jóvenes muestras de una raza robusta. Sus muslos de jinetes hacen crujir la tela nueva de los pantalones algo estrechos. Ahora se usan pantalones estrechos, y no he visto todavía pasar junto a mí una sola pierna rebelde a la moda. Los dioses se disuelven, los reyes sucumben, los pueblos se emancipan, pero los sastres mandan. El anarquista y el clerical usan con la misma docilidad maravillosa pantalones estrechitos, con pliegue medianero y boca tangente al botín… Estos simpáticos militares van muy contentos. La perspectiva no es mala. Solteros la mayoría, no les asusta un mes de fiestas fraternales, banquetes elocuentes y flirts en fin, se flirtea con motivo de las numerosas y sucesivas independencias sudamericanas. Los delegados del Paraguay -varios de ellos educados en Chile- estarán muy puestos con uniformes de corte alemán. Su salud da gozo. Y pienso en los aspectos útiles de la paz armada, de la guerra que consiste en evitar la guerra, de toda esa enorme gimnasia preparatoria de encuentros imposibles. Dentro de poco, el oficio de matar gente será el más higiénico, plácido y protegido… Asimismo vienen a bordo los comisionistas de costumbre, y una remesa de turistas porteños. Esta mañana, durante una escala, se entretuvieron en pescar. Sacaban pirañas, y no sabían qué hacer con ellas. Desde mi camarote oía yo los coletazos de las víctimas y los acentos aburridos de los deportistas. Che… hacéle la autopsia… Traé tu cuchillo… mirá el corazón… ---------4 de septiembre. – Se habla de Almafuerte en el salón. “Es un loco”, dice un señor gordo. Se cuentan anécdotas. Almafuerte, o sea Pedro Palacios, como se le llama en el tomo décimo de la Antología de poetas argentinos, donde se le coloca el último, casi de limosna, con dos únicas composiciones, después de Rafael Obligado, Calixto Oyuela y otros genios análogamente aplastantes, fue maestro de campaña casi toda su vida. Sarmiento una vez que cruzó la Pampa le encontró en un pueblecito, le oyó dar una clase de historia y se lo quiso llevar a Buenos Aires. “¡No, señor! -gritó Almafuerte a la oreja del célebre sordo-. Yo me quedo en el desierto, y cuando la Pampa se haya poblado, me iré de maestro al Chubut”. – “Tiene usted razón -contestó Sarmiento-. Es usted un apóstol. Siempre que me necesite, escríbame”. Almafuerte repartía el sueldo entre sus alumnos. Hubo noches que durmió envuelto en la bandera de la municipalidad y en periódicos viejos, para que sus niños no anduvieran descalzos. – ¡Es un loco! -dice un jovencito rubio. Ahora vive en La Plata, con una exigua jubilación que sigue entregando a los pobres. Está solo, reñido con sus parientes, quizás abandonado de sus amigos, si tuvo amigos. No es más que el primer poeta de América. Nunca llegó a director de escuela por falta de títulos… A la puerta del camarote, me detiene el mozo: “Señor, yo también conocí a Almafuerte. Le vi quitarle el sable a un vigilante que golpeaba a un peón. No hubo modo de que devolviera el sable… ¡Ah, señor, le aseguro que era un loco de verano!” ---------5 de septiembre. – ¡La dársena de Buenos Aires! Trenes, tranvías, elevadores, grúas, barcos de vapor y de vela, de todas nacionalidades y destinos, un vasto hormiguero terrestre y flotante del cual poco resta por decir después de las imágenes de Blasco Ibáñez, que con exquisito gusto 176
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compara los vapores a las reses, y la dársena, a un potrero. Es muy bonito contemplar la madeja de tantos rastros y tantas estelas humanas, a condición de no fijarse mucho tiempo en una. Descubriríamos pronto que todos los buques acaban por fondear en el puerto del Silencio, y que todos los caminos se pierden en las riberas de la Noche. CAPÍTULO II 12 de septiembre. – Un enjambre de cómicos y cantantes viene en el buque, gozando el “rompan filas” de los fines de contratos porteños. Las primeras partes van en primera. De smoking ellos, descotadas ellas, se dignan hacer, después de cenar, música de salón. Los de menor cuantía van en segunda. Son mucho más pintorescos. Se desabrochan para digerir, y la sinceridad no les parece de mal gusto. Hay españoles dedicados a la zarzuela, nerviosos, lívidos, encanijados, afeitados y siempre en movimiento. Hay también italianos esencialmente líricos, con las crines al aire y el pecho redondo. Esta gente no puede caminar sin danzar, hablar sin cantar, vivir sin declamar. Cuando están solos tararean, silban, gesticulan. Cuando se encuentran, gritan al poco rato. Si se reúnen cuatro o seis es preciso huir. No dejan la escena, y como su juego corresponde a las largas distancias de la cazuela y del paraíso, y aquí estamos todos a boca de jarro, el espectador asiste a una representación gratuita que le produce un sobresalto incesante. ¡Actividad inocua, alegría triste! El actor superior, el que posee sus papeles, se halla a sí mismo al abandonar su disfraz, pero el actor mediocre, el que es poseído por las fútiles figuras que le son impuestas, se pierde a sí propio y jamás se recobra. Es un montón de ecos, un guardarropa vivo, un pelele hecho de retazos. Gastado, pulido por la histérica labor nocturna, ruega de aquí para allí, zumbón y huero. Le faltan energías para detener sus resortes temblones, para estarse quieto y callar. Es incontinente como esos grifos usados que gotean mientras hay agua. Y escucho con melancolía el incoercible alborotar de los comiquillos, y pienso en los viejos fonógrafos, por cuyas bocinas abolladas pasa todavía el regocijo de cien públicos imbéciles. ---------16 de septiembre. – Hace dos noches que la estrella polar ha salido de los mares. El calor sofoca. Los pasajeros se bañan, sudan, vuelven a bañarse, sudan de nuevo, beben líquidos helados, sudan otra vez, y tornan a beber y a sudar. En las cabinas es cosa de perecer asfixiado. Una señora gorga se desmaya. En tercera clase venía un obrero italiano, tísico, el cual, con el último deseo de ver a su familia, consiguió embarcarse gracias a los buenos oficios del cónsul en Buenos Aires. Ayer murió. Liaron sus huesecillos entre dos colchones, ataron bien el paquete, le pusieron un lastre de hierro y lo lograron a la medianoche, en la pálida esteta del vapor. Aquello fue tragado silenciosamente por la sombra infinita. ¡Qué sencillo es desaparecer! Al caer la tarde, llegamos a Cabo Verde. Islas cenicientas, escarpadas, peladas, calcinadas por el sol africano y corroídas por el mar. Son al parecer inhabitables. Sin embargo, bajo la férula de un puñado de portugueses, los negros sacan algo de esa tierra feroz: batata, mandioca, maíz. Apenas fondeado el buque, acuden botes con negritos desnudos que, según la costumbre clásica, se zambullen tras las monedas que les arrojan. Están escuálidos. Tienen caras de monos hambrientos. Veo que desde la borda se les lanza colillas encendidas. Hay que divertirse. Otros negros atracan las barcazas de carbón, cargan las bolsas, se esfuman en la negra polvareda que respiran, se confunden con el negro tierno donde gusanean. Y el aire arde como el de un horno. Otros suben a bordo, a ofrecernos abalorios de coral, de hueso, de escamas. Empiezan exigiendo seis liras. Luego rebajan a cuatro, a dos, a una, a media, y acaban solicitando un cigarro, un pedazo de pan. Les pregunto por qué no echan a los blancos de las islas. No me comprenden. Les hablo de Johnson, el invencible boxeador negro, y entonces ríen, y brillan sus ávidos dientes de oreja a oreja. 177
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Jóvenes audaces, compañeros de travesía, bajaron al puerto. Me habían dado a entender que la abstinencia del viaje les pesaba. Regresaron contentos, porque varias negras, por dos francos cada una y en un idioma confuso, les habían dicho que eran hermosos. Indignados porque viejas con niños a cuestas les habían pedido limosna para comer, y chiquillas de siete años, a cambio de unos céntimos, querían cederle sus frágiles vicios. Yo les consolé como pude; les expliqué que estos fenómenos, en el fondo, con “el amor que pasa”…
CARTA DE UN VIAJERO A bordo del Asunción, septiembre de 1910. Sentí dejar el Paraguay sin haber podido asistir a las fiestas en homenaje de Alberdi, ni podido leer siquiera los discursos pronunciados, salvo el de Juan O’Leary. El gobernador de Formosa, don Francisco Cruz, es nuestro compañero de viaje, y esta circunstancia me resarce un poco; me doy el gusto de escuchar mil anécdotas relativas al gran pensador americano. Es sabido, en efecto, que el señor Cruz, sobrino de Alberdi, guarda el archivo de su correspondencia, y varias reliquias de otro orden; ha editado sus obras póstumas; ha hecho enviar al Paraguay un busto de mucho mérito artístico, y que al parecer no ha llegado todavía; ha defendido en todo momento la memoria del glorioso calumniado, y creo que el señor Cruz, que sabe escribir, está en la obligación de publicar la biografía completa de su tío. Uno señor Carranza, director del Museo Histórico Nacional, rechazó el retrato y el uniforme de Alberdi. Son objetos que habrían deshonrado la colección. De acuerdo con tan exquisito criterio, La Nación de Buenos Aires se niega a considerar satisfactorio el nacimiento del “doctor”, como le llama despreciativamente, y para justificar la censura al homenaje inserta en sus columnas la siguiente carta: “Me interesa que el señor mariscal López conozca todo esto por intermediario de usted, que es testigo inmediato de todo ello. Mi interés en esto, como en mis escritos, no es personal, ni privado. Se refiere del todo a la política venidera de nuestros dos países y a sus conveniencias mutuas y solidarias. Tenga usted la bondad de repetirle lo que tantas veces he dicho a usted y al señor Barreiro, yo no quiero ni espero del señor mariscal López empleos públicos, ni dinero, ni condecoraciones, ni subscripciones de libros. Todo lo que quiero me lo ha dado ya en parte: es hacer pedazos, con su grande y heroica resistencia, el orden de cosas que formaba la ruina de mi propio país; y para lo venidero, todo lo que quiero de él es que abrace una política tendiente a buscar en una liga estrecha con el nuevo orden de cosas que represente los verdaderos intereses argentinos, la seguridad y garantía respectiva de los dos países, contra las ambiciones tradicionales del Brasil y Buenos Aires, respecto de los países interiores en que hemos nacido él y yo. Créame, entre tanto, su afmo. amigo, etc.”. (Carta del doctor Juan Bautista Alberdi al capitán D. Gazcón Benítez fechada el 28 de junio de 1868, y publicada en El Censor del 13 de enero de 1886). ---------¿Comprenden? Para una buena parte de la prensa y del público argentinos, Alberdi, cerca de cuarenta años después de su muerte, sigue siendo un traidor. Por lo demás, un genio universal, es decir, un intruso en lo eterno y lo infinito, es traidor siempre a su patria y a su época. Es antipático a los que no tienen fuerzas para acompañarle al otro lado de las cordilleras del 178
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tiempo y del espacio. Es impopular, puesto que no es local. Es extranjero. Nunca se le perdonará a Juan Bautista Alberdi el crimen de no haber sido criollo, de no haber olido a gaucho, como en ciertas ocasiones olía el mismo Sarmiento. Alberdi en la Argentina recuerda a Pí y Margall en España. Ambos antepusieron la verdad a las manías atávicas de sus compatriotas. Ambos añaden a la gloria de ser admirados por el mundo, la gloria mejor de merecer la ingratitud de su tierra nativa. Pero no le bastaba a la sesuda Nación resucitar los odios contra el traidor abominable que se atrevía a no regocijarse con el exterminio de un pueblo indefenso. Era urgente oponer a la siniestra figura de Alberdi una figura luminosa, pura, santa, decorada de la noble aureola militar y cívica. Frente al hombre malo, el hombre bueno, como en los cuadros murales de las escuelas primarias. Frente a Caín, Abel. Frente al “doctor” Alberdi, el general Mitre. Mitre es la espada y la pluma, el cerebro y el brazo, y además la honradez resplandeciente. Es el papá de la Argentina; sin él jamás hubiera brotado el trigo ni parido las vacas. La Nación, pues, con las inextinguibles cartas del archivo del general, publica algunos artículos del mismo sobre la guerra del Paraguay y sus consecuencias políticas. Hay uno, de 5 de noviembre de 1880, titulado Los derechos de la victoria, de ese género de bufonería abstracta, accesible a los que tenemos el feliz o maldito hábito de vivir las ideas. Prefiero a cualquier sainete el espectáculo del excelente general Mitre, en sus tentativas desesperadas para pensar. Su tesis es que la victoria da derechos. Al más tonto se le ocurre que si ningún escrúpulo legítimo debe detener al vencedor, sólo por serlo, y la victoria da el derecho, es que no le había antes de emprender la guerra, y por lo tanto se trata de una guerra inicua. Mitre no ve el sofisma. Dios no concedió a este honesto soldado el ingenio filosófico. Recorran sus obras literarias; son un desierto espiritual y una metrópoli de lugares comunes. Lo que dijo Vélez del libro sobre Belgrado: “historia de un sonso contada por otro sonso”, es certero en su dureza. Se consultará a Mitre por su documentación; era un estimable encuadernador de papeles viejos. Se evitarán cuidadosamente sus producciones “originales”. ¡Noble Alberdi! ¡Qué gallos echan a reñir con los tuyos! Pero el futuro te vengará. El que osó en la portada de la traducción de La Divina Comedia enlazar su perfil al de Dante por una misma rama de laurel, será pronto alejado de tu sagrada tumba.
SOBRE EL ATLÁNTICO C’étaient les eaux, et les eaux, et les eaux (Estas fueron las aguas, y las aguas, y las aguas). Jammes.
Las aguas parecen sin fin, como si no hubiera ya tierras, y nuestro mundo fuera una inmensa gota, una sola y redonda lágrima azul, cayendo en el éter. ¡Oh, este azul! Es un azul oscuro, denso, traslúcido, un azul de zafiro, en cuyo seno, bajo las alas de la noche, despiertan fulgores de fósforo. ¿Dónde la espuma sería más blanca que sobre el azul, a veces laminado y bruñido como un metal, a veces laqueado de negro, el azul atlántico que me llena la vista y el alma? Espuma rodante, sonora, cabellera de nieve salvaje, penacho que se alza y se anega y se levanta nuevamente y se encabrita en cada cresta del innumerable y paralelo ejército de olas. Espuma -surtidor, torrente, cascada-, que en lo cóncavo de la onda teje anchos hexágonos irregulares cuyas cintas tiemblan como sobre una piel, o que adelgaza sus filamentos lívidos en un encaje de sutileza infinitésima, o se desvanece en verde bruma submarina, o se curva en gasa que se deshace al viento, o se retuerce en largas volutas de humo líquido, o finge, a los oblicuos rayos del sol, la red de púrpura que inyectara el ojo enorme de un monstruo… Espuma blanca sobre el mar azul, emulsión hirviente de agua y aire… Sí; aire, agua, nada más: lo que cede y se desliza y huye y, por lo mismo, rodea y devora y disuelve. Agua y aire, lo que carece 179
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de cohesión y de forma… y por lo mismo, revela su inflexible geometría en el arco fatal del horizonte… ¡Aguas del mar, estremecidas y desnudas, sangre purísima del Universo, linfa madre, plasma sagrado del cual llevamos todos, para poder vivir, una provisión en las venas! Tu sal se seca en mis labios, y saboreo tu sublime amargura. Acaso a una legua bajo la quilla del buque yacen las ruinas de un continente que recuerdan los hombres -y acaso cien otras bajo ellas-, pero en tus entrañas surgen continuamente las Venus primordiales: seres blandos y errabundos, tentáculos ciegos, larvas glaucas, pulpa ancestral que se ha vuelto transparente y flota invisible, bosques sumergidos, infinitas lianas de un ámbar sin flor, y también el semillero de la fauna microscópica, polen oceánico que en vastas estelas arde bajo el firmamento de los trópicos. Y quizás, en una hora tibia, ¡oh mar venerable! engendras aún, como en las épocas geológicas, el misterio de los misterios, las células matrices de la vida virgen… ¿Aún?... Nada hay ilimitado ni eterno. El mar envejece. Su aliento se pierde en los espacios siderales. Su agua, cristalina limpieza entregada a los cielos, le es devuelta avaramente por los ríos, turbia y sucia, cargada de todos los despojos y secreciones y deyecciones de la tierra. Y con el transcurso de los tiempos, el mar se torna más acre, más espeso, más bajo, más árido. Nosotros, los cada vez más ágiles, los usurpadores del destino, corremos hoy sobre las aguas, cortándolas al doble tajar de nuestras hélices, porque supimos aprisionar el fuego, y el fuego, como nos anunció Esquilo, es el maestro que nos lo ha enseñado todo, ¡todo!, hasta fabricar lo álgido y helar el aire. ¿Qué importa que se apaguen los astros, si se encienden otros en nuestros cerebros? Y todavía mañana, cuando el mar haya cuajado en un témpano único sus sueños estériles, volarán nuestras máquinas sobre él, dejando en las tinieblas un rastro de chispas.
SUICIDIOS Hasta cuarenta y cuatro suicidios diarios, según nos cuentan, suelen celebrarse en Nueva York. A primera vista parecen muchos. Y sin embargo, cuarenta y cuatro inútiles, absolutamente inútiles para la raza y para el pensamiento, suprimibles, sobrantes, suicidables, son pocos en semejante población. Pero por desdicha la lógica falla. Los inútiles no se suicidan; los útiles sí. Es que la lógica no produce las cosas; se limita a iluminarlas vagamente, débil y vacilante linterna con que cruzamos la tempestad y la noche. La lógica no engendra los seres, ni los anima, ni los mata. Por eso, llamar a la muerte rara vez será un acto lógico. En cambio, es un certificado de energía, un espasmo original y fulminante; el acto de más graves consecuencias personales que podamos intentar sobre la tierra; el acto supremo después de nacer. Someter a la voluntad, aunque parcialmente, el desenlace universal y negro de la vida, será siempre grandioso; no es un inútil el que se suicida, sino un sacrificado, una fuerza aplastada contra los infames y los estúpidos obstáculos de la sociedad moderna. Los inútiles, los que deben marcharse, se quedan, y se quedan en el mismo sitio. Se sienten abrigados por la desesperación de los que luchan. Los que no sirven para nada duran más que las piedras. Se resisten, con razón, a morir, a cerrar el libro en blanco de su vacía existencia. Para los que trabajan, morir es descansar; para los otros, morir es incomprensible, es el honor de lo desconocido. El egoísta se cree con derecho a la inmortalidad; acabarse él es acabarse el mundo. El que ha sembrado, el que ha abierto sus venas como fuentes y su cráneo como un fruto maduro para que el transeúnte beba y como, no se asombra de que se agoten las 180
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riquezas y el sacrificio concluya. Y el crespúsculo no es el fin del mundo, sino ráfaga de frescura y de paz. Compadezcamos a los cuarenta y cuatro infelices que, en el dilema de dos heroísmos, matarse o vivir, prefirieron matarse. Mientras los degenerados bajo el fanal de oro -¡oh, cancerosos, diabéticos, reblandecidos, que compran con la fortuna el placer, y piden aún a la inyección y las inhalaciones, diez segundos más de inutilidad y de cobardía!-; mientras los espectros fuertes donde el movimiento colectivo se amortigua y embota subsisten cueste lo que cueste, hombres jóvenes y sanos -algunos habrá entre los cuarenta y cuatro- dejan caer su sangre roja en la arena del desierto. Vuelven contra sí el esfuerzo que nadie quiso aprovechar; y ya que no se les permite destruir el mal, como era un natural destino, se destruyen a sí propios, convencidos de que el mal está en ellos. Y el mal no está en ellos, sino en Nueva York. ¡Qué pequeña ciudad! ¡Qué raquítica ciudad de no sé cuántos millones ésa en que se matan cuarenta y cuatro ciudadanos en veinticuatro horas! Compadezcámosla a ella sobre todo.
EL TRABAJO Leo con melancolía las experiencias que ha hecho Gastón Bonnier sobre la división del trabajo entre las abejas. Aún quedaba algo que admirar después de Lubbock y de Maeterlinck, en el mundo alado de las infatigables dispensadoras de miel. El sabio patriarcal y sonriente ha espiado, durante todo un estío, con plácida paciente, las idas y venidas y paradas y vueltas y visitas misteriosas de las abejas a las flores. Ha descubierto, señalando el rostro estremecido de los insectos con ligeras pulverizaciones coloreadas, que cada uno de ellos se consagra a una sola faena, recoger néctar, polen, propiolis o agua, y dentro de un área fija, exactamente lo mismo que si cumpliera una orden detallada y rigurosa. La disciplina feliz que de la colmena hace un prodigio, se extiende por los campos. Las obreras lo son más que nunca cuando parecen vagar en torno de los cálices. Más que nunca, al azar de las brisas y en la indolencia de las horas del sol, vigila y obra el genio extraordinario de la especie. Las abejas trabajan, y las hormigas, y los pájaros, y los hombres. Trabajar es esparcir la vida por otro procedimiento que el de la generación. Lo que construimos vive en nuestras manos, prolonga nuestra carne. El nido del ave no se diferencia esencialmente de la concha del molusco, ni son los instrumentos de acero con que ensanchamos nuestro dominio terrestre de naturaleza extraña a nuestros dientes y nuestras uñas. Trabajar es ramificarnos, completar la multitud agitada de nuestras formas. Y nuestro trabajo, misión tan augusta como la del amor y la de la muerte, es triste, Ellos, los animales, los seguros, los infalibles, tienen el trabajo alegre… Miren el frenesí rutilante de la abeja, la tenacidad silenciosa de la hormiga. Su obra las absorbe en permanente vértigo; embriagadas, por ella sacrifican la existencia, se privan del sexo y transforman la arquitectura de su organismo. ¿Qué certidumbre en común a una sagrada fatalidad, sólo comparable entre nosotros al destino de los héroes de la pasión y de las creaciones intelectuales. En el hormiguero y en la colmena todos los individuos palpitan bajo la inspiración inflexible de los Romeo y de los Newton. En nuestra ciudad, el trabajo no es inspiración, sino castigo. Los inspirados son excepciones monstruosas; los demás trabajan empujados por el más rudimentario de los instintos, el hambre; por el más miope, corto, raquítico de los deseos, el oro.
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Somos topos cegados por el tabique de tierra. No vemos el cielo, lo inmenso de los horizontes. El austero viento de alta mar no llega hasta nosotros. Perecemos velozmente, agarrados a nuestro montón de miseria, sin sentir, sin comprender, sin sospechar nada. Trabajamos sin adivinar la grandeza de nuestra labor. En medio de un paisaje sublime, y en marcha hacia la profundidad divina de las cosas, caminamos tristemente, con los ojos vendados. Nuestro trabajo es triste… Y sin embargo no envidiamos a las abejas. Son alegres, porque han alcanzado su figura definitiva. Las colmenas no se fabricarán jamás de otro modo, ni cabe mudanza alguna ni progreso en el mundo alado de las dispensadoras de miel. Son perfectas, sí, mas la perfección es un mal sin remedio, porque es un límite. El mal es lo inmóvil, y los siglos dejan inmóviles a las abejas, a las perfectas. Nosotros, los tristes, porque no somos perfectos, avanzamos buscando la perfección, y el tiempo no pasa en vano para nosotros. Para nosotros respira la esperanza puesto que sufrimos y estamos tristes…
ENERGÍAS PERDIDAS Impotente para crear un átomo, para sacar de la nada el más débil de los esfuerzos, el hombre tiene el don sublime de organizar las energías que le rodean. Las obliga a ensanchar el reino de la inteligencia, a integrarse activamente en una concepción del mundo más y más alta; las obliga a humanizarse. Por encima de las flechas de las catedrales asoman las puntas de los pararrayos; mas guardémonos de reír: esto proclama que la centella ya no es de Dios. Del mismo modo que la energía química de los alimentos se transforma, al pasar por nuestra sustancia, en el más prodigioso conjunto de fenómenos, las energías naturales engendran, al pasar por los mecanismos humanos como pasa el viento por las cuerdas de un arpa, la armonía anunciadora del universo futuro. El ejército de las fuerzas humanizadas aumenta sin cesar, y rinde poco a poco al inmenso caos de lo desconocido. El hombre es el eje en torno del cual comienzan a girar las cosas, agrupándose en figuras imponentes y simbólicas. Estamos en el primer día del génesis, pero es nuestro espíritu, y no otro, el que flota sobre las aguas. No obstante tan luminosas promesas, ¡cuán pequeño es lo que poseemos si lo comparamos con lo que todavía está por poseer! Las gemas han salido de sus antros para brillar sobre el cuerpo de las mujeres, y las rocas han abandonado su inmemorial asiento para convertirse en viviendas humanas; el hierro, el carbón y el otro están con nosotros; mas, ¿qué es lo que conocemos del planeta? Hemos arañado en escasos puntos su epidermis, y nos abruma, casi intacto, su redondo y colosal misterio. Ignoramos los más formidables metales, las más extrañas materias. Si hoy nos desconcierta el radio, ¿qué no nos aturdirá mañana? ¿Qué es lo que sabemos de ese monstruoso ser que se estremece en los terremotos y respira por los cráteres? ¿Qué palabras no arrancaremos con el tiempo a la espantosa voz de los volcanes? Desde el corazón de los montes va nuestra imaginación a la superficie de los mares, y nos asombramos del inútil y perenne batallar de las ondas. Sobre una extensión cinco veces mayor que la que cubren los continentes reunidos, no hay un metro de líquido que no suba, baje, se vuelque y palpite sin descanso. Y cuando el huracán se desata y su caprichosa energía se ha mudado en olas descomunales que se empinan marchando, preciso es aguardarlas en la costa, y verlas estallar contra los acantilados sombríos, haciendo temblar entre una tempestad de espuma las raíces de las montañas, para sentir lo incalculable de esta fuerza que se acaba a sí misma. Y como si no fuera bastante este derrochar sin freno, la blanca luna levanta diariamente hacia ella la masa de las aguas, en una aspiración gigantesca cuyo aliento no acertamos a aprovechar. 182
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Toda la vida terrestre: brisas y ríos, selvas cerradas, praderas sin fin; la fiera que huye con oblicuo salto; el pájaro que teje su nido, y el insecto que zumba sobre la flor; los días, que cambian con las estaciones; las estaciones, que se matizan según los climas, y las razas humanas, que en ritmo impenetrable, sienten, piensan y se reproducen; todo lo que se mueve, luce y combate es para el sabio una forma del calor solar. Por eso, hemos de inducir las maravillas que se pierden en los desiertos calcinados de África, Asia y Australia, sobre cuyas arenas infecundas derrama el sol cada día sus ardientes cascadas de luz. Pero tal calor desaparecido, ¿qué es al lado del que fluye constantemente a través del espacio, precipitándose en la nada? Nuestro globo es un grano de polvo que brilla en el vacío; recoge una parcela de energía, mientras la casi totalidad se esparce en una inmensa circular oleada, que se debilita a medida que se abre, hasta desvanecerse en las orillas del infinito. Soñemos con los soles inaccesibles, y soñemos también con otras energías: las que nos rozan sin vernos, o nos acarician y quizá nos matan, las innominadas habitantes de la sombra. Ayer ignorábamos que existía la electricidad, esa alma de la materia. ¡Que todo lo que vamos descubriendo nos sirve de sonda para lo que aún ignoramos! No pretendamos envolver con los sentidos, pobre red de cinco hebras, la enigmática realidad. Los más nobles pensadores, despreciando el frívolo escepticismo de los que no ven más allá de su microscopio, escuchan con religioso silencio los pasos de la Idea, que viene acercándose, y lo esperan todo de lo que no nos ha engañado nunca. Tengamos conciencia de nuestro destino. Alcemos nuestra ambición hasta tocar el firmamento con la frente. Que nuestra mano o nuestro pensamiento detenga la naturaleza que pasa. Mas no nos equivoquemos y creamos que nuestras armas son perfectas, y nosotros mismos, dignos enteramente de la lucha divina. Corazones generosos laten bajo andrajos de mendigo. Talentos insignes agotan sus facultades en la miserable caza del pan. El genio muere desesperado o no nace. Los gérmenes sucumben. La mole de la imbecilidad y de la maldad generales es demasiado pesada. Antes de escalar el cielo y de encarcelar las energías del abismo, hay que libertar esas otras energías sagradas que sufren en el fondo de la sociedad. Es necesario que extiendan las alas, y que reinen sobre el mundo, como reina el espíritu sobre la carne, en aquellos que son algo más que carne. Entonces, miraremos las tinieblas cara a cara, y diremos: “Somos la verdad”. Digitalización KCL
LA CORTESÍA Las construcciones primitivas encierran una enorme cantidad de materia inútil. Y las máquinas antiguas nos sorprenden por el derroche de trabajo malgastado. Son torpes y ruidosas. El progreso, más que en aumentar la energía total, reside en distribuirla mejor. Sometidos a idéntica ley, los organismos vivos, al perfeccionarse, se vuelven más delicados, más nerviosos, más hábiles. El hombre verdaderamente fuerte tiene también la maña, que es la sabiduría del músculo, y los pueblos, como los hombres, evolucionan aprendiendo a economizar sus recursos naturales. Poco a poco, a medida que los fines se destacan, se decreta inmoral lo que no sirve, lo que disminuye el empuje total de la raza. Cuando se sabe a dónde se va, se ve y se odia lo que estorba en el camino. Así el esfuerzo de la colectividad, orientado hacia el mismo punto, animado de la misma intención secreta, se sistematiza con la precisión y la armonía de una obra de arte. 183
“Obras completas III” de Rafael Barrett
La cortesía es el aceite que suaviza los frotamientos inevitables de la máquina social. Traduce energía utilizada. He aquí por qué aparece acompañando a la cultura de las naciones. Llega un momento en que se procura evitar los irritantes y estériles conflictos de la menuda existencia diaria. La exageración se revela lo que es: una debilidad. Entonces se deja definitivamente a los incurables bárbaros dar gritos, asestar puñetazos sobre las mesas y agitarse sin término y sin causa. ---------La cortesía, nacida de una necesidad presente, se ha ido convirtiendo, como tantas otras costumbres hermanas, en el símbolo de una necesidad futura, y la que representaba ayer medios de ahorrar un impulso fisiológico representa hoy sentimientos de solidaridad y de amor todavía irrealizables. Al cumplir las reglas mundanas afirmamos constantemente un ideal imposible. Las pasiones, bajo la elegancia y la serenidad de los modales, son más hondas y más despiadadas. Bajo la ornamentación de una cortesía uniforme, la irreductible ferocidad de la especie se hace más trágicamente bella. Jamás parece tan admirable el valor como cuando está sometido a códigos caballerescos, porque sólo así surge esencialmente humano. Tal elemento estético resplandece en la famosa frase: Messieurs les anglais, tirez les premiers!, y en los duelos cortesanos del gran siglo. Sacada de la vaina suntuosa por una mano enguantada de terciopelo, brilla la espada más poéticamente, al hendir el aire limpio de los jardines de Versalles. Si delante del enemigo la cortesía es heroica, delante de la mujer es deliciosa, y sublime delante de la muerte. Al caer Metz en las garras de Moltke se encontraron los heridos de Canrobert y de Leboeuf casi sin cloroformo. Los alemanes no quisieron darlo. Cuenta un cirujano francés que los oficiales moribundos rehusaban su parte de anestésico, para ofrecerla a compañeros de armas que hubieran de soportar operaciones más dolorosas. A ese grado la cortesía transfigura la carne y reina sobre la fatalidad. Vive y vivirá un libro sagrado, el Quijote, que es la epopeya de la cortesía. Las aventuras imaginadas por el mendigo español nos enseñan a no concebir empresa noble que no sea cortés, ni grosería que no sea insignificante. El tipo del ingenioso hidalgo, inaccesible al golpe de maza del destino y a la puñalada de la risa, no encarna el pasado grotesco de la caballería andante, sino el porvenir luminoso que cambiará las palabras embusteras de la cortesía actual en hechos fecundos.
EL RETORNO A LA TIERRA Confiemos en que un haz de energías ocultas converja por fin a la inagotable creadora que las aguarda con paciencia inmortal. Máquinas, ciencia, músculo, todo importa; pero más que todo, el amor, sin el cual el mundo es una tumba. Que nuestra huerta sea también un jardín. Que una bella historia habite en cada valle y cante en sus fuentes. La enseñanza profunda del siglo XIX es la de nuestra identidad con la naturaleza. Hemos descubierto que los fenómenos físicos obedecen a leyes, es decir, a fórmulas intelectuales. La realidad se encaja en los moldes de la razón, como la llave en su cerradura. Pero no es sólo nuestra inteligencia la que, sobre la enorme y luminosa superficie del universo, se mezcla con su propia sangre, parecidamente a esos anchos árboles que hunden su follaje en los ríos, besando la sombra que tiembla sin cesar bajo las aguas; nuestra sensibilidad, nuestra carne perecedera y dolorosa se ha revelado hermana de la humilde carne de las bestias. La arquitectura de nuestros cuerpos se ha revelado la misma: el mismo nuestro oscuro origen y el juego de nuestros instintos; la misma, quizá, nuestra destinación misteriosa. 184
“Obras completas III” de Rafael Barrett
Los mitos artificiales y provisionales que se interponían entre la verdad y nuestro corazón, se han desvanecido. Nos hemos despedido de muchas fábulas delicadas, de muchas leyendas terribles: hemos renunciado a nuestro abolengo orgulloso y estéril. No somos ya hijos de los dioses. No está ya nuestra grandeza en el pasado, sino en el futuro. No es de arriba y de lejos de donde nos viene la vida, sino que nos envuelve, nos abraza, nos penetra. Semejantes a las plantas, sentimos las partes elevadas de nuestro ser besadas y agitadas por el viento libre, al tiempo que nuestras raíces, largas y tenaces, nos atan cada vez mejor a las tinieblas fecundas. Y he aquí por qué amamos la tierra más sólidamente, más lúcidamente, más humanamente. Fuera de las ciudades, se manifiesta la estructura natural de nuestro organismo, enervado y descastado por la lucha social. Aislado, el hombre se vuelve hombre verdaderamente. Ante la paz de los campos y el silencio puro de las noches, cae de nuestros rostros crispados la mueca ciudadana. El reposo consuela nuestras conciencias doloridas. Poco a poco, las costumbres suaves de la edad primera nos devuelven la serenidad. Consideramos sin espanto los eternos problemas que enloquecían a Hamlet. Aprendemos que el alma tiene también sus estaciones; desolados por el invierno, esperaremos en la graciosa primavera. Imitaremos a los sembrados de oro que ondulan al sol: sabremos revivir. El tronco añoso no cree nunca florecer por última vez. “Renovarse o morir” -dijo el poeta-. Pero ¿morir no es renovarse? Retornemos a la madre tierra.
MI DEUDA Por la primera vez, después de año y medio que charlo casi diariamente con los lectores de La Razón, tengo que referirme a mi persona. Tengo que hablar de mí, porque tengo que hablar de otros que de mí se ocuparon, y a los cuales me obliga una deuda de profunda gratitud. En esta hora de excepcional franqueza, he de confesar que no soy agradecido. Olvido en seguida el bien que se me hace; sírvame de excusa que también olvido en seguida el mal que me causan, y el mal y el bien que causo yo. No comprendo el reconocimiento obligatorio. No comprendo la venganza. No comprendo la recompensa ni la expiación, el cielo ni el infierno. Creer que somos responsables de todo lo que ejecutamos me parece demasiado pretencioso. Somos los últimos anillos de una larga cadena que se pierde en la sombra. ¿A qué abrumar nuestro pobre espíritu con la imagen del pasado, como si no fuera bastante carga el solo hecho de existir? Y me despierto cada mañana con la ilusión y el afán de poseer un alma nueva, iluminada por la aurora de un sol recién lanzado a la inmensidad… No soy agradecido, y sin embargo mi corazón reclama que le alivie del dulce peso de su gratitud presente. Es que durante meses y meses he tenido algo que agradecer, minuto por minuto, a las mismas manos generosas. ¿Cómo olvidar la caricia continua de los que me han consolado y cuidado desde lejos? Yo llegué a sus playas indigente, desterrado, enfermo y desconocido. Circunstancias políticas que no hay para qué mencionar me incomunican con mi mujer y con mi hijo. Blixen, sin noticias apenas de quién era yo, me abrió las columnas de su diario, y pude ganar mi pan como de costumbre. Escribía en la cama. Y he aquí que vinieron a mi cabecera hombres buenos que yo no había visto nunca, Frugoni, Peyrot, J. B. Medina, después de algunos de aquellos muchachos de la primitiva Bohemia; vinieron, y con una piedad ingeniosa se disfrazaron de admiradores, apartaron de mi frente la garra de la intrusa, despertaron el orgullo de mi inteligencia para injertar en él la salud de mi carne, me obligaron a renunciar a la muerte y a confiar en la vida. Los extraños de ayer se convirtieron en los hermanos de siempre, y cuando se me permitió volver a mi hogar, y abandoné Montevideo, me sentí otra vez desterrado… 185
“Obras completas III” de Rafael Barrett
Pero los hombres buenos no querían que yo estuviera desterrado, y su solicitud invisible me ha seguido hasta mi rincón. Esta hoja ensanchó para mí su noble hospitalidad. Las manos buenas continuaron curándome y protegiéndome. ¡Vivo aún! Ustedes hicieron el milagro. Y como halago supremo, Peyrot y sus amigos me dan ahora la alegría de ver en volumen una parte de mi obra literaria. Jamás imaginé que me quedaba tiempo sobre la tierra para gozar el alba de la notoriedad… Montevideo… ¿He soñado? ¿Fueron los azares de la fortuna los que me empujaron hacia los hombres buenos? ¿Son todos así? ¿Oculta Montevideo, como las demás ciudades, un fondo de injusticia, un subsuelo empapado de sangre y lágrimas? ¿No oculto yo asimismo, como la mayoría de los hombres, un fondo de egoísta que habrían quizá descubierto y condenado, si me hubieran examinado detenidamente? ¡Ah!, no apaguemos en nosotros el reflejo tenue del amor. ¿Hay otra luz en el mundo? Esa antorcha vacilante es la única realidad activa. Me amaron y fueron mejores, y me hicieron mejor a mí. Estoy menos abatido, soy menos impaciente. Consideren que no tener paciencia es no tener fe, es decir, no tener razón. Una célula es capaz, al cabo de las épocas, de poblar un astro, y un átomo de amor es capaz de hacerlo dichoso. El mal está inmóvil. El bien trabaja. La eternidad le espera. Seamos malos medio siglo, si supimos ser buenos un instante.
EL PROPIETARIO (Cuento inocente) Pedro y Juan vivían en una isla. La isla era un campo de trigo entre rocas. Pedro era el dueño del campo, porque tenía una escopeta de dos caños, y Juan, no. Pedro no sabía arar, sembrar, segar ni trillar. Como era bueno, le dijo a Juan: – Te permito entrar en mi campo, y te daré de comer sí me lo aras, siembras, siegas y trillas. No quiero que mueras de hambre, y además debemos cultivar la tierra. El trabajo es padre de todas las virtudes. Juan, que estaba sobre las rocas, desnudo y llorando, aceptó agradecido. Y el campo fructificó, y Pedro obtuvo magníficas cosechas, porque Juan era fuerte como una yunta de bueyes. Llegaron a la isla buques que llevaban el grano y traían golosinas, vinos, telas preciosas, oro y alhajas. A veces cruces y condecoraciones. También venía de cuando en cuando alguna bella mujer, de rostro cándido y purísimos ojos. El salario de Juan era un panecillo. Pasaron los años. Pedro se hacía más rico; Juan, más viejo. De pronto los barcos escasearon sus visitas. El trigo empezó a sobrar en la isla. – El negocio va mal -le dijo Pedro a Juan una mañana-. No puedo darte más que medio panecillo desde hoy. Juan calló. Pedro tenía su escopeta. Pasaron los meses. Juan enflaquecía. El grano se amontonaba en la llanura. Más allá estaba el mar. Al fin no se diviso ninguna vela. La isla rebosada de trigo inútil. 186
“Obras completas III” de Rafael Barrett
– El negocio fracasó del todo -le dijo Pedro a Juan-. No sé qué hacer del trigo. No puedo ya darte nada. Lo siento, porque soy bueno. ¡Vete! Pedro tenía su escopeta. Juan se alejó lentamente hacia el mar.
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