Taiko 5 - Duelo De Sucesión

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Eiji Yoshikawa

TAIKO 5. Duelo de sucesi贸n

Ediciones Mart铆nez Roca, S. A.


Nota para el lector

Hacia mediados del siglo xvi, cuando se derrumbó el shogunado Ashikaga, Japón llegó a parecer un enorme campo de batalla. Los señores de la guerra rivales competían por el dominio, pero entre ellos surgieron tres grandes figuras, como meteoros que cruzaran el cielo nocturno. Estos tres hombres, que sentían idéntica pasión por controlar y unificar el Japón, diferían en su personalidad hasta un extremo asombroso. Nobunaga era temerario, tajante y brutal; Hideyoshi, modesto, sutil y complejo; Ieyasu, sereno, paciente y calculador. Sus filosofías divergentes han sido recordadas durante largo tiempo por los japoneses en unos versos que conocen todos los escolares: ¿Qué hacer si el pájaro no canta? Nobunaga responde: «¡Mátalo!». Hideyoshi responde: «Haz que quiera cantar». Ieyasu responde: «Espera». Ésta es la historia del hombre que logró que el pájaro quisiera cantar.




Medida del tiempo en el Japón medieval RELOJ TRADICIONAL JAPONÉS DE DOCE HORAS

FECHAS Fecha lunar: primer día del primer mes del quinto año de Temmon Fecha solar: segundo día del mes de febrero de 1536 d. C. Las fechas en Taiko siguen el calendario lunar japonés tradicional. Los doce meses lunares de veintinueve o treinta días no recibían nombres sino que estaban numerados de uno a doce. Como el año lunar era de 353 días, doce días menos que el año solar, algunos años se añadía un decimotercer mes. No existe ninguna manera sencilla de convertir una fecha del calendario lunar en su equivalente solar, pero una orientación aproximada consiste en tomar el primer mes lunar como el mes de febrero del calendario solar.

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Personajes y lugares

ODA NOBUTAKA, tercer hijo de Nobunaga ODA NOBUO, segundo hijo de Nobunaga NIWA NAGAHIDE, servidor de alto rango de Oda TSUTSUI JUNKEI, servidor de alto rango de Oda SAMBOSHI, nieto y heredero de Nobunaga TAKIGAWA KAZUMASU, servidor de alto rango de Oda MAEDA GENI, servidor de alto rango de Oda SAKUMA GENBA, sobrino de Shibata Katsuie SHIBATA KATSUTOYO, hijo adoptivo de Katsuie FUWA HIKOZO, servidor de alto rango de Shibata KANAMORI GOROHACHI, servidor de alto rango de Shibata Katsuie S ASSA NARIMASA, servidor de alto rango de Oda y aliado de Shibata Katsuie SAKUMA YASUMASA, hermano de Genba MENJU SHOSUKE, paje de Shibata Katsuie YAMAJI SHOGEN, servidor de Shibata Katsutoyo MAEDA TOSHINAGA, hijo de Inuchiyo GAMO UJISATO, servidor de alto rango de Oda NAKAGAWA KANEMON, comandante del castillo de Inuyama 13


IKEDA YUKISUKE, hijo de Shonyu BITO JINEMON, servidor de Hideyoshi MORÍ NAGAYOSHI, cuñado de Ikeda Shonyu SAKAI TADATSUGU, servidor de alto rango de Tokugawa HONDA HEIHACHIRO, servidor de alto rango de Tokugawa Ii HYOBU, servidor de alto rango de Tokugawa MIYOSHI HIDETSUGU, sobrino de Hideyoshi ODA NOBUTERU, tío de Nobuo ECHIZEN, provincia del clan Shibata KITANOSHO, castillo principal del clan Shibata FUCHU, castillo de Maeda Toshinaga ISE, provincia de Oda Nobuo NAGASHIMA, castillo principal de Oda Nobuo OGAKI, castillo de Ikeda Shonyu MONTE KOMAKI, posición fortificada mantenida por Ieyasu GAKUDEN, campamento principal de Hideyoshi OKAZAKI, castillo de Tokugawa Ieyasu OSAKA, nuevo castillo de Hideyoshi

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Resumen de los volúmenes anteriores

Kinoshita Tokichiro, habiendo trascendido sus orígenes humildes, es conocido ahora como Hideyoshi y ha llegado a convertirse en uno de los generales de confianza de Oda Nobunaga, señor de la provincia de Owari. Como samurai, se ha entregado en cuerpo y alma al servicio de su señor, a quien le une profundamente un sueño común: liberar a Japón del caos de la guerra civil y lograr la unificación de sus provincias. El surgimiento del clan Oda como una de las fuerzas militares más relevantes del mapa político de Japón es fulgurante. Mediante una alianza estable con Tokugawa Ieyasu, señor de la vecina provincia de Mikawa, Nobunaga extiende laboriosamente su esfera de influencia, dominando primero a sus enemigos tradicionales de Mino y pasando a controlar a continuación la propia capital imperial. Nobunaga decide construir un castillo en el emplazamiento estratégico de Azuchi, y desde él coordina la expansión hacia las provincias occidentales, así como la campaña contra la provincia de Kai, cuya unidad interna se ha visto afectada por la inesperada muerte de su líder Takeda Shingen. Hideyoshi es el general escogido para liderar la campaña 15


de occidente que intenta someter al clan Morí, el más influyente de la zona. Sus progresos son muy lentos; consigue una primera victoria de importancia con la caída del castillo de Takamatsu, que ha sometido a un largo y laborioso asedio utilizando el agua de varios ríos para incomunicarlo. Pide de inmediato el apoyo de Nobunaga para aprovechar la circunstancia, pero acontecimientos totalmente imprevistos en Kyoto le obligan a firmar una paz relámpago con el clan Mori y regresar apresuradamente. Nobunaga ha muerto a manos de Akechi Mitsuhide, uno de sus generales más importantes. Akechi venía recibiendo un trato injusto y reiterado por parte de Nobunaga, y las continuas ofensas hacia su rango le conducen a una rebelión que nadie podía imaginar. La reacción de Hideyoshi es fulgurante, logrando volver con su ejército de inmediato y enfrentándose a Akechi en la batalla de Yamazaki. Consigue derrotarlo y vengar así la muerte de Nobunaga. Una vez restablecido el control de Owari y de la capital Azuchi, se desatan rencillas y la envidia entre los antiguos generales de Nobunaga, muchos de los cuales cuestionan el liderazgo que ha asumido Hideyoshi de forma natural. La situación plantea el peligro de dividir de nuevo a Japón en tres esferas de influencia, y malograr todo lo conseguido hasta el momento.

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Guerra de palabras

Aquel año Shibata Katsuie contaba cincuenta y dos. Como jefe militar, era veterano de muchas batallas, y como hombre había experimentado muchas vicisitudes en el camino de la vida. Era de alto linaje y tenía una carrera distinguida. Mandaba a un ejército poderoso y estaba dotado de una constitución física robusta. Nadie dudaba de que había sido elegido por los tiempos, y él mismo creía sin sombra de duda que así era en efecto. El cuarto día del sexto mes estaba acampado en Uozaki, provincia de Etchu. En cuanto tuvo noticia de los sucesos en el templo Honno, se dijo a sí mismo que lo que estaba haciendo en aquellos momentos era de la mayor importancia, y debía hacerlo bien. Por este motivo retrasó sus acciones. A tal extremo llevaba su circunspección. Sin embargo, su mente corrió a Kyoto como una tempestad. Era el vasallo de Oda de mayor rango y gobernador militar de las provincias del norte. Ahora, equipado con la sabiduría y la fuerza de toda una vida, arriesgaba su carrera en una sola jugada. Había abandonado el campo de batalla en el norte y se apresuraba hacia la capital. Aunque puede decirse que se apre17


suraba, lo cierto es que tardó varios días en abandonar Etchu y pasó varios más en su castillo de Kitanosho, en Echizen. Personalmente no consideraba lento su avance. Cuando un hombre como Katsuie partía en una misión tan importante, todo tenía que hacerse de acuerdo con las reglas, lo cual requería una prudencia apropiada y elegir el momento más propicio. A Katsuie le parecía notable la velocidad con que trasladaba sus tropas, pero cuando la fuerza principal llegó a la frontera entre Echizen y Omi, mediaba ya el mes. A mediodía del día dieciséis le dio alcance la retaguardia procedente de Kitanosho, y los caballos del ejército descansaron en el puerto de montaña. Mirando abajo, a la llanura, los soldados veían que las nubes de verano ya estaban altas en el cielo. Habían pasado doce días desde que Katsuie se enteró de la muerte de Nobunaga. Era cierto que Hideyoshi, que combatía a los Mori en las provincias occidentales, había recibido el informe de Kyoto un día antes que Katsuie, pero el día cuatro Hideyoshi había hecho las paces con los Mori, el día cinco había partido, el siete llegó a Himeji, el nueve se dirigió a Amagasaki, el trece derrotó a Mitsuhide en la batalla de Yamazaki, y cuando Katsuie llegó a los límites de Omi, ya había limpiado la capital de las restantes tropas enemigas. Ciertamente, la carretera que conducía a la capital desde Echizen era más larga y difícil de transitar que la de Takamatsu, pero las dificultades a las que se enfrentaba Hideyoshi y las que tenía Katsuie no eran del mismo orden. La ventaja estaba claramente de parte de Katsuie. Para dirigir los movimientos de sus tropas y retirarse del campo de batalla, sus circunstancias eran mucho más fáciles que las de Hideyoshi. En tal caso, ¿por qué se retrasaba tanto? Sencillamente, porque Katsuie ponía la prudencia y el respeto de las reglas por delante de la velocidad. La experiencia que había obtenido al participar en tantas batallas y la consiguiente confianza en sí mismo habían formado una cubierta exterior alrededor de su pensamiento y su capacidad de discernimiento. Estas cualidades eran realmente un 18


obstáculo para la acción rápida cuando los asuntos nacionales estaban en una coyuntura crítica, y contribuían a la incapacidad de Katsuie para ir más allá de las tácticas y estrategias convencionales. La aldea montañesa de Yanagase estaba llena de hombres y caballos. Al oeste se extendía la ruta de la capital. Si el ejército avanzaba hacia el este, pasarían ante el lago Yogo y entrarían en la carretera secundaria que conducía al castillo de Nagahama. Katsuie había establecido su cuartel general provisional en el recinto de un pequeño santuario de montaña. Katsuie era sensible en extremo a la temperatura, y aquel día en particular el intenso calor y el esfuerzo de la subida parecían afectarle demasiado. Cuando instalaron su escabel de campaña a la sombra de unos árboles, pidió que extendieran una cortina de un árbol a otro y se despojó de la armadura detrás de ella. Entonces se volvió de espaldas a su hijo adoptivo, Katsutoshi. —Límpiame la espalda, Katsutoshi —le pidió. Dos pajes provistos de grandes abanicos refrescaron los costados de Katsuie. Cuando se secó el sudor, empezó a picarle todo el cuerpo. —Frota más fuerte, Katsutoshi, mucho más fuerte —dijo con impaciencia. El muchacho sólo tenía quince años, y era conmovedor verle actuar con semejante piedad filial en medio de una marcha. Algo similar a un sarpullido cubría la piel de Katsuie, y no era el único que padecía así aquel verano. Muchos de los soldados que llevaban armadura de cuero y metal presentaban una afección que podría denominarse sarpullido de armadura, pero el caso de Katsuie era especialmente grave. Se dijo a sí mismo que la debilidad que sufría en verano era consecuencia de haber pasado la mayor parte de los últimos tres años en su puesto de las provincias septentrionales. Pero la verdad innegable era que cuanto mayor se hacía, más débil parecía volverse. Katsutoshi restregó con más fuerza, tal como él 19


le había pedido, hasta que brotó la sangre grasa y roja de la piel de Katsuie. Llegaron dos mensajeros. Uno era servidor de Hideyoshi y el otro de Nobutaka. Cada uno traía una carta de su señor, y juntos presentaron sus misivas a Katsuie. Hideyoshi y Nobutaka, ambos acampados en el templo Mii de Otsu, habían escrito las cartas de su puño y letra. La fecha de ambas era el día catorce de aquel mes. La de Hideyoshi decía: Hoy he inspeccionado la cabeza del general rebelde, Akechi Mitsuhide. Así, el réquiem por nuestro difunto señor ha terminado con los resultados apropiados. Deseamos anunciarlo cuanto antes a todos los servidores de Oda que residen en las provincias del norte y enviar un resumen de inmediato. Ni que decir tiene, aunque el fallecimiento de Su Señoría ha sido causa de aflicción insoportable para todos nosotros, la cabeza del general rebelde ha sido expuesta y las tropas rebeldes exterminadas hasta el último hombre, antes de que hubieran transcurrido once días desde la muerte de nuestro señor. No nos enorgullecemos de ello, pero creo que aplacará a su alma en el otro mundo, aunque sólo sea un poco. Hideyoshi concluía su carta diciendo que el resultado de la tragedia debería ser causa de gran regocijo, pero Katsuie no se regocijó lo más mínimo. Por el contrario, incluso antes de que terminara de leer, apareció en su semblante la expresión totalmente contraria. Pero, por supuesto, en su respuesta escribió que nada podría haberle hecho tan feliz como las noticias de Hideyoshi. También hizo hincapié en que su ejército había avanzado hasta llegar a Yanagase. Al pensar en lo que ahora sabía por los informes de los mensajeros y el contenido de las cartas, Katsuie se sintió inseguro sobre lo que debería hacer a continuación. Cuando los mensajeros se marcharon, seleccionó a varios jóvenes de pier20


ñas robustas y los envió desde Otsu a Kyoto para investigar las condiciones reales de la zona. Parecía resuelto a seguir acampado donde estaba hasta que conociera con detalle lo sucedido. —¿Existe alguna razón para pensar que este informe podría ser falso? —preguntó Katsuie. Incluso se había sorprendido más que cuando recibió el trágico informe sobre Nobunaga unos días antes. Si alguien tenía que haberse enfrentado al ejército de Mitsuhide en una «batalla de réquiem», adelantándose al mismo Katsuie, sin duda deberían haber sido Nobutaka o Niwa Nagahide, o incluso alguno de los servidores de Oda en la capital, los cuales podrían haber unido sus fuerzas a las de Tokugawa Ieyasu, quien, al fin y al cabo, se encontraba por entonces en Sakai. Y en ese caso la victoria no se habría conseguido en un día y una noche. Nadie en el clan de Oda tenía una categoría superior a la de Katsuie, y éste sabía muy bien que, de haber estado allí, todo el mundo le habría considerado el comandante en jefe en la batalla contra los Akechi. De eso no había ninguna duda. Katsuie nunca había considerado a Hideyoshi tan insignificante como parecía. Por el contrario, le conocía muy bien y nunca se había tomado a la ligera sus habilidades. Sin embargo, que Hideyoshi hubiera podido abandonar con tanta rapidez las provincias occidentales era un misterio para Katsuie. Al día siguiente Katsuie ordenó la fortificación del campamento. Se bloquearon las carreteras y los centinelas detenían a los viajeros procedentes de la capital y los interrogaban a fondo. Los diversos oficiales transmitían de inmediato cualquier información al cuartel gneral en el campamento principal. A juzgar por lo que se decía en las calles, ya no cabía dudar de la completa destrucción de los Akechi y la caída del castillo de Sakamoto. Además, según algunos viajeros, aquel día y el anterior se habían elevado llamas y negro humo en la zona de Azuchi, y alguien informó de que el señor Hideyoshi iba al frente de una sección de su ejército hacia Nagahama. 21


Al día siguiente la mente de Katsuie no tuvo más reposo que antes. Le afligía un sentimiento de vergüenza. Había traído hasta allí a su ejército desde el norte, y no soportaba quedarse quieto a un lado mientras Hideyoshi se ponía en acción de un salto. ¿Qué debía hacer? La responsabilidad natural del principal vasallo del clan Oda habría sido atacar a los Akechi, pero Hideyoshi se había ocupado de esa tarea. Así pues, en las circunstancias actuales, ¿cuál sería su acción más importante y urgente? ¿Y qué estrategia emplearía ante el dominio actual de Hideyoshi? Katsuie estaba obsesionado por Hideyoshi. Además, dominaba sus pensamientos un desagrado que estaba próximo al odio. Convocó a sus consejeros principales y deliberaron sobre la cuestión hasta altas horas de la noche. Al día siguiente, correos y mensajeros secretos partieron del cuartel general en todas las direcciones. Al mismo tiempo Katsuie dirigió una carta especialmente amistosa a Takigawa Kazumasu. Aunque ya había enviado de regreso al mensajero de Nobutaka con una respuesta especial, escribió y envió otra carta al hijo de Nobunaga. Seleccionó a uno de sus servidores de alto rango como enviado y ordenó a otros dos inteligentes servidores que le acompañaran, indicándoles la importancia de su misión. En cuanto al contacto con los demás servidores de su círculo interno, dos escribanos anotaron las palabras de Katsuie y se pasaron media jornada escribiendo más de veinte cartas, las cuales decían en esencia que el primer día del séptimo mes deberían reunirse en Kiyosu para discutir problemas de tanta importancia como la designación del sucesor de Nobunaga y de qué manera se dividiría el que fuera el dominio de los Akechi. Como iniciador de la conferencia, Katsuie recuperaría parte de su dignidad como vasallo de alto rango. Ciertamente todos reconocían que sin él no podrían resolverse unos problemas tan cruciales. Con esta ventaja a modo de «llave», Katsuie 22


cambió de dirección y se volvió hacia el castillo de Kiyosu en Owari. Por el camino, y gracias a los informes de sus exploradores, descubrió que muchos de los servidores de Oda supervivientes se habían dirigido a Kiyosu incluso antes de que les hubieran entregado las cartas. Samboshi, el hijo del heredero de Nobunaga, Nobutada, ya estaba allí y, naturalmente, la opinión generalizada era que el centro del clan Oda también se trasladaría allí. Sin embargo, Katsuie sospechaba que Hideyoshi había tomado una iniciativa presuntuosa y también había orquestado aquello. El castillo de Kiyosu presentaba a diario el espectáculo extraordinario de las magníficas comitivas de jinetes que subían la cuesta hasta la entrada del castillo. Las tierras desde donde Nobunaga había iniciado la obra de su vida se consideraban ahora como el emplazamiento de la conferencia donde se discutirían los asuntos del clan. Los vasallos supervivientes del clan Oda que se habían reunido allí afirmaban haber acudido para presentar sus respetos a Samboshi. Ninguno mencionaba que había recibido las cartas de Katsuie o que estaba allí a invitación de Hideyoshi. Pero todo el mundo sabía que pronto daría comienzo una conferencia en el castillo. El tema de la conferencia también era de conocimiento general. Sólo hacía falta fijar el cartel que anunciara públicamente el día y la hora. Una vez los servidores hubieran presentado sus respetos a Samboshi, ninguno de ellos regresaría a su provincia. Cada uno de ellos tenía un buen número de soldados esperándole en sus alojamientos de la ciudad fortificada. La población del castillo había aumentado enormemente, lo cual, combinado con el calor de mediados del verano y el pequeño tamaño de la ciudad, creaba una atmósfera de confusión y ruido. Los caballos corrían al galope por las calles, se producían peleas entre sirvientes y los incendios eran frecuentes, por lo que no había tiempo de aburrirse. 23


Hacia fin de mes llegaron los dos hijos supervivientes de Nobunaga, Nobutaka y Nobuo, y los que fueron sus generales, entre ellos Katsuie y Hideyoshi. Sólo Takigawa Kazumasu no se había presentado todavía, y debido a su ausencia era objeto de críticas francas y desfavorables en las calles. —Takigawa aceptó gustoso los puestos que le concedió el señor Nobunaga, e incluso fue nombrado para el importante cargo de gobernador general de Japón oriental. Así pues, ¿por qué tarda tanto en llegar ahora que estamos en crisis? Es un comportamiento vergonzoso por su parte. Otros eran incluso más desvergonzados en sus críticas. —Es un político inteligente y no es un hombre de lealtad inquebrantable. Probablemente por eso aún no se ha movido. Esta clase de conversación tenía lugar en todas las tabernas. Poco después, también se oyeron aquí y allá críticas por la lentitud de Katsuie en atacar a Mitsuhide. Naturalmente, esas críticas también llegaron a oídos de los diversos clanes que residían en Kiyosu, y los servidores de Hideyoshi se apresuraron a decírselo. —¿De veras? ¿Así que eso también ha comenzado? Es una crítica de Katsuie, por lo que nadie creerá que el mismo Katsuie propaga los rumores, pero me parece un intento por su parte de causar disensión entre nosotros..., una batalla de maquinaciones antes de la gran conferencia. Bien, dejémosles que sigan con sus ardides. De todos modos, Katsuie ya se ha ganado la voluntad de Takigawa. Pues que así sea. Antes de la conferencia, cada hombre conjeturaba sobre su futuro y trataba de averiguar lo que pensaban los demás. Entretanto, tenían lugar los habituales entendimientos y antagonismos tácitos, se difundían rumores falsos, unos trataban de convencer a los otros, se dividía a la oposición y se usaban todas las estratagemas imaginables. La comunicación entre Shibata Katsuie y Nobutaka resaltaba especialmente. El primero era un hombre del máximo 24


rango entre los ancianos del clan, mientras que el otro era el tercer hijo de Nobunaga. Su intimidad iba más allá de los asuntos oficiales y no podía mantenerse en secreto. Según la opinión general, Katsuie se proponía prescindir del segundo hijo de Nobunaga, Nobuo, y establecer a Nobutaka como heredero. Sin embargo, todos daban por sentado que Nobuo se opondría a Nobutaka. Pocos eran los motivos para dudar de que el sucesor de Nobunaga sería naturalmente Nobutaka o Nobuo, los hermanos menores de Nobutada, el cual había muerto en el castillo de Nijo al mismo tiempo que moría su padre, pero todo el mundo estaba confuso, sin saber a cuál de los dos debería apoyar. Nobuo y Nobutaka nacieron el primer mes del primer año de Eiroku y ahora tenían veinticuatro años. Aunque parezca extraño que, a pesar de haber nacido en el mismo año les llamaran hermano mayor y menor, la explicación es que tenían madres diferentes. A pesar de que Nobuo era considerado el hermano mayor y Nobutaka el menor, lo cierto era que Nobutaka nació veinte días antes que Nobuo. Así pues, habría sido natural que considerasen a Nobutaka el hermano mayor, pero su madre procedía de un clan pequeño y oscuro, y por eso fue designado como tercer hijo de Nobunaga mientras que Nobuo quedaba en segundo lugar. Por ello, aunque aquellos hombres se llamaban hermanos, no existía entre ellos la intimidad de los verdaderos parientes. El carácter de Nobuo era letárgico y negativo, y el único sentimiento positivo que mostraba era su constante oposición a Nobutaka, a quien miraba por encima del hombro y consideraba su «hermano menor». Cuando se les comparaba con imparcialidad, todo el mundo reconocía que Nobutaka tenía mucho más carácter para ser el sucesor de Nobunaga. En el campo de batalla mostraba más condiciones como general que Nobuo, exhibía un espíritu ambicioso en sus palabras y acciones cotidianas y, sobre todo, no era reservado como su hermano. 25


Así pues, era natural que de repente empezara a mostrar una actitud agresiva después de ir a Yamazaki, mientras que en el campamento de Hideyoshi hacía gala de una actitud dominante. Su disposición a aceptar las responsabilidades como heredero de Oda se manifestaba claramente en sus recientes palabras y su conducta, y como prueba llamativa de la ambición que abrigaba, después de la batalla de Yamazaki empezó a detestar a Hideyoshi. Nobutaka tuvo palabras duras para Nobuo, quien había sido presa del pánico cuando atacaron los Akechi y cuyo propio ejército incendió el castillo de Azuchi. —Si se imponen claramente castigos, tendrán que preguntarle por su responsabilidad. Nobuo es un necio. Aunque estos sentimientos no se expresaban públicamente, la atmósfera en Kiyosu era tensa, y con toda certeza alguien debía de haber repetido esas palabras a Nobuo. Era una situación en la que las maquinaciones ocultas hacían surgir los aspectos más repugnantes de la naturaleza humana. La conferencia tenía que dar comienzo el día veintisiete de aquel mes, pero como la llegada de Takigawa Kazumasu se retrasaba, se fue posponiendo un día tras otro, hasta que finalmente, el primer día del séptimo mes, se envió un aviso a todos los servidores importantes que se alojaban en Kiyosu: «Mañana, a la segunda mitad de la hora del dragón, todo el mundo deberá dirigirse al castillo, a fin de determinar allí quién va a ser el dirigente de la nación. El presidente de esta gran conferencia será Shibata Katsuie». Nobutaka prestigiaba a Katsuie, el cual aportaba influencia a Nobutaka, y se jactaban de que se saldrían con la suya en aquella conferencia. Además, cuando por fin se inauguró, parecía que un gran número de hombres se inclinaban ya en su dirección. Aquel día se habían abierto en su totalidad los numerosos tabiques corredizos del castillo de Kiyosu, sin duda porque el sol seguía brillando y ésa era la única manera de soportar el calor y la falta de aire. Sin embargo, esa acción también re26


quería una vigilancia especial para impedir las conversaciones privadas. Casi todos los guardianes que estaban en el interior del castillo eran servidores de Shibata Katsuie. A la hora de la serpiente, todos los señores estaban sentados en la gran sala. Katsuie y Takigawa se sentaban a la derecha, frente a Hideyoshi, y Niwa a la izquierda. Los vasallos de menor rango, como Shonyu, Hosokawa, Tsutui, Gamo y Hachiya se sentaban detrás. Delante, en los asientos del rango más alto, estaban Nobutaka y Nobuo. Pero lateralmente también se veía a Hasegawa Tamba con un niño pequeño en brazos. El niño, naturalmente, era Samboshi. Junto a ellos, y en actitud modesta, aguardaba Maeda Geni, el vasallo que recibió la última orden de Nobutada poco antes de que éste muriese en la batalla del castillo de Nijo. Al parecer, no consideraba un honor ser el único superviviente presente. Samboshi sólo tenía dos años, y apenas podía estarse quieto en el regazo de su tutor ante los señores reunidos. Para ayudar al perplejo Tamba, Geni trataba de sosegar al niño susurrándole algo desde atrás. En aquel momento, Samboshi extendió la mano por encima del hombro de Tamba y tiró de una oreja de Geni. Éste, sorprendido, no protestó, y una vez más la nodriza que estaba arrodillada a su lado puso una grulla de papel doblado en la mano de Samboshi, salvando así la oreja de Geni. Los ojos de todos los generales reunidos estaban fijos en la inocente criatura. Algunos sonreían levemente, mientras otros vertían lágrimas en silencio. Sólo Katsuie contempló la escena desde el otro lado de la gran sala con una expresión malhumorada. La presencia del niño parecía molestarle. Como presidente de la conferencia a la vez que digno y solemne portavoz, debería haber iniciado la sesión tomando la palabra en primer lugar. Sin embargo, ahora todos los presentes estaban distraídos y él había perdido la oportunidad de hablar. La inutilidad de sus esfuerzos parecía irritarle en grado sumo. Finalmente se decidió a hablar. 27


—Señor Hideyoshi —dijo. Hideyoshi le miró a los ojos y Katsuie forzó una sonrisa. —¿Qué vamos a hacer? —le preguntó, exactamente como si estuviera iniciando las negociaciones—. El señor Samboshi es un niño inocente. Verse confinado en las rodillas de su tutor debe de ser duro para él. —Es posible —replicó Hideyoshi en un tono evasivo. Katsuie debió de pensar que Hideyoshi se mostraba conciliador, y se apresuró a adoptar una actitud de enfrentamiento. La mezcla de antipatía y dignidad le ponía rígido, y ahora la expresión de su semblante reflejaba su desagrado extremo. —Bien, señor Hideyoshi. ¿No sois vos quien requirió la presencia del señor Samboshi? No lo sé realmente, pero... —No os equivocáis. Soy yo quien ha solicitado su presencia, porque es necesaria. —¿Necesaria? Katsuie alisó las arrugas de su kimono. Faltaba cierto tiempo para el mediodía, por lo que el calor no era demasiado opresivo, pero debido al grosor de sus prendas de vestir y el estado de su piel, parecía sentirse muy incómodo. Una cosa así podría parecer trivial, pero influía en el tono de su voz y le daba una expresión severa. La opinión que Katsuie tenía de Hideyoshi había variado después de Yanagase. Hasta entonces había considerado a Hideyoshi por debajo de él, y creía que su relación no había sido especialmente buena. Pero la batalla de Yamazaki había sido un momento crucial. Ahora mencionaban a diario el nombre de Hideyoshi con creciente autoridad en relación con la obra dejada sin finalizar a la muerte de Nobunaga. A Katsuie le resultaba insoportable observar este fenómeno pasivamente, y le afectaba en lo más hondo el hecho de que Hideyoshi hubiera librado la batalla de réquiem por Nobunaga. Que considerasen a Hideyoshi a la misma altura que él causaba a Katsuie la mayor aflicción. No soportaba que pasaran por alto sus muchos años como uno de los vasallos más importantes del clan Oda tan sólo por las pocas hazañas meritorias 28


de aquel hombre. ¿Por qué razón Shibata Katsuie debía ocupar una posición inferior a la de quien ahora vestía kimono y se cubría la cabeza, tan orgullosamente, pero que en los viejos tiempos de Kiyosu no fue más que un criado que ascendió desde su posición de limpiador de fosos y barrendero? Aquel día el pecho de Katsuie era como un arco muy tensado por innumerables emociones y estrategias. —No sé qué pensáis de la conferencia de hoy, señor Hideyoshi, pero la mayoría de los señores aquí presentes saben perfectamente que ésta es la primera vez que el clan Oda celebra una reunión así para discutir de unos asuntos tan importantes: ¿Por qué ha de estar entre nosotros un niños de dos años? Katsuie había hecho la pregunta abruptamente. Tanto sus palabras como su conducta parecían pedir una respuesta comprensiva tanto por parte de Hideyoshi como de todos los grandes señores allí reunidos. Cuando se dio cuenta de que no iba a obtener una respuesta clara de Hideyoshi, siguió hablando en el mismo tono de voz. —No tenemos tiempo que perder. ¿Por qué no le pedimos al joven señor que se retire antes de que comience la conferencia? ¿Estáis de acuerdo, señor Hideyoshi? Hideyoshi carecía de distinción, incluso vestido con un kimono formal. Sus orígenes humildes eran inequívocos cuando estaba entre los demás. En cuanto a rango, Nobunaga le había concedido una serie de títulos importantes. Había demostrado plenamente su verdadera fortaleza durante la campaña occidental y con su victoria en Yamazaki. Pero cuando uno se veía cara a cara con Hideyoshi, podía dudar de si se pondría a su lado en aquellos tiempos peligrosos y arriesgaría su vida por él. Había hombres que, a primera vista, parecían muy impresionantes. Takigawa Kazumasu, por ejemplo, tenía un porte majestuoso que sin duda alguna correspondía a un general de primera clase. Niwa Nagahide poseía una elegante sencillez y, con su escaso cabello, tenía el aspecto de un valiente guerrero. 29


Gamo Ujisato era el más joven, pero con la respetabilidad de su linaje y la nobleza de su carácter parecía poseer una gran firmeza moral. En compostura y dignidad, Ikeda Shonyu era incluso menos imponente que Hideyoshi, pero en sus ojos brillaba cierta luz. Y estaba también Hosokawa Fujitaka, el cual parecía tan recto y gentil, pero cuya madurez le hacía inescrutable. Así pues, aunque el aspecto de Hideyoshi era ordinario, parecía completamentre desastrado cuando se sentaba entre aquellos hombres. Los reunidos para la conferencia en Kiyosu tenían el rango más alto entre sus coetáneos. Maeda Inuchiyo y Sassa Narimasa no habían asistido porque todavía luchaban en la campaña del norte. Y aunque se trataba de un caso especial, si se añadía el nombre de Tokugawa Ieyasu, podía decirse que los hombres de Kiyosu eran los dirigentes del país. E Hideyoshi estaba entre ellos, al margen de su apariencia. El mismo Hideyoshi era consciente de la grandeza de rango de sus colegas, y se mostraba discreto y humilde. No quedaban rastros de su arrogancia tras la victoria en la batalla de Yamazaki. Desde el principio se mostró serio en extremo. Incluso en su respuesta a las palabras de Katsuie fue respetuosamente reservado, pero ahora parecía inevitable que respondiera a la insistente solicitud de Katsuie. —Lo que decís es del todo razonable. Hay una razón por la que el señor Samboshi está presente en esta conferencia, pero como tiene todavía una edad tan inocente y la conferencia promete ser larga, sin duda se sentirá incómodo. Si lo deseáis, señor, pidámosle que se retire ahora mismo. El hombre asintió y, alzando a Samboshi de su regazo, lo puso en manos de la nodriza que estaba detrás de él. Samboshi parecía muy satisfecho entre la gran multitud de hombres con vistosos atavíos y rechazó vivamente la mano de la nodriza. Cuando ésta le cogió de todos modos y se levantó para irse, el pequeño agitó brazos y piernas y rompió a llorar. Entonces arrojó la grulla de papel doblado en medio de los señores sentados. 30


Las lágrimas acudieron de súbito a los ojos de todos los hombres. El reloj dio la hora del mediodía. La tensión en la sala era tangible. Katsuie pronunció las palabras iniciales. —La trágica muerte del señor Nobunaga nos ha causado gran tristeza, pero ahora debemos elegir un digno sucesor que continúe su obra. Debemos servirle en la muerte como lo hicimos en vida. Tal es el Camino del Samurai. Katsuie interrogó a los hombres acerca de la sucesión. Una y otra vez trató de obtener propuestas de ellos, pero nadie era el primero en adelantarse y expresar su opinión particular. Incluso si alguno hubiera sido lo bastante temerario para expresar sus propios pensamientos en aquella ocasión, si por azar el hombre al que apoyaba como el sucesor de Oda no era elegido en la selección final, su vida correría cierto peligro. Nadie iba a abrir la boca de una manera indiscreta, y todos permanecían sentados en completo silencio. Katsuie, pacientemente, dejó que el silencio del grupo pasara por modestia. Tal vez había previsto que las cosas irían por aquel derrotero, y habló en un tono expresamente digno. —Si ninguno de vosotros tiene una opinión particular, por ahora os ofreceré mi humilde opinión como vasallo de alto rango. En aquel momento el rostro de Nobutaka, que estaba sentado en el lugar de honor, cambió repentinamente de expresión. Katsuie miró a Hideyoshi, el cual, a su vez, deslizaba su mirada entre Takigawa y Nobutaka. Estos sutiles movimientos provocaron ondas invisibles de una mente a otra durante un instante. En el castillo de Kiyosu reinaba una tensión silenciosa, casi como si no hubiera seres humanos. Finalmente habló Shibata Katsuie. —Opino que el señor Nobutaka tiene la edad apropiada, así como la capacidad natural y el linaje para ser el sucesor de nuestro señor. Elijo al señor Nobutaka. 31


Era una manifestación muy bien expuesta que se acercaba a una proclamación. Katsuie pensó que ya dominaba la situación, pero entonces alguien alzó la voz. Era Hideyoshi. —No, eso no es aceptable. Desde el punto de vista del linaje, la sucesión correcta es la que pasa del hijo mayor de Nobunaga, el señor Nobutada, al hijo de éste, el señor Samboshi. La provincia tiene sus leyes y el clan tiene sus regulaciones domésticas. El rostro de Katsuie enrojeció y adoptó una expresión sombría. —Ah, esperad un momento, señor Hideyoshi... —No, sé lo que vais a decir, que el señor Samboshi es todavía un niño, pero si todo el clan..., empezando por vos, mi señor, y todos los demás vasallos y servidores, estáis dispuestos a protegerle, no ha de haber descontento. Nuestra lealtad no debería depender de los pocos años. Por mi parte, creo que si la sucesión ha de seguirse correctamente, el señor Samboshi debe ser el heredero. Katsuie, desconcertado, se sacó un pañuelo del kimono y se enjugó el sudor que le empapaba el cuello. Lo que Hideyoshi afirmaba era realmente la ley del clan Oda, y no podía tomarse simplemente como una oposición por el gusto de oponerse. El otro hombre cuyo semblante reflejaba consternación era Nobuo. Como principal rival de Nobutaka, había sido proclamado formalmente hermano mayor, y su madre era de excelente linaje. No había duda de que también él tenía expectativas secretas de ser nombrado sucesor de su padre. Puesto que sus esperanzas habían sido negadas implícitamente, su espíritu mezquino se puso en seguida de manifiesto, y pareció como si no pudiera seguir allí presente un momento más. Nobutaka, por otro lado, miraba furibundo a Hideyoshi. Katsuie no podía decir nada positivo ni negativo, y se limitaba a musitar para sus adentros. Nadie más expresaba una opinión aprobadora o desaprobadora. 32


Katsuie se había expresado sin tapujos y Hideyoshi había hablado con la misma franqueza. Las opiniones de los dos hombres eran completamente opuestas y, tras haberlo afirmado con tanta claridad, ponerse al lado de uno o el otro era una cuestión muy espinosa. El silencio parecía una gruesa costra que los cubriera a todos. —En cuanto a la sucesión..., bien, es como decís, pero estamos en una situación distinta a la que habría en tiempo de paz. La obra del señor Nobunaga está todavía a medio hacer y quedan muchas dificultades por resolver, incluso más que . cuando él vivía. Katsuie pidió repetidamente a sus colegas que hablaran, y cada vez que abría la boca, casi gimiendo, Takigawa asentía. Pero aún parecía difícil penetrar en las mentes de los demás. Hideyoshi habló de nuevo. —Si ahora la esposa del señor Nobutada estuviera embarazada y aguardáramos a que fuese cortado el cordón umbilical para comprobar si el hijo era varón o hembra, una conferencia como ésta sería necesaria, pero tenemos un heredero apropiado. ¿Cuál es, pues, la necesidad de disentir o discutir? Creo que deberíamos decidirnos en seguida por el señor Samboshi. Insistió en esta postura, sin mirar siquiera los rostros de los demás hombres. Su objeción se dirigía principalmente a Katsuie. Aunque los demás generales no expresaban claramente sus posturas, parecían influidos por las opiniones de Hideyoshi y estar de acuerdo con él en lo más hondo. Poco antes de la conferencia, los generales habían visto al hijo huérfano de Nobutada, aquella criatura impotente, y todos ellos tenían hijos en sus casas. Eran samurais, una vocación en la que un hombre estaba hoy vivo pero no sabía si lo estaría mañana. Mientras cada uno de ellos contemplaba la patética figura de Samboshi, no podía evitar sentirse profundamente conmovido. Este sentimiento estaba reforzado por un noble y firme argumento. Aun cuando los generales guardasen silencio, era natural que les afectasen las palabras de Hideyoshi. 33


En cambio, mientras que el argumento de Katsuie parecía razonable hasta cierto punto, sus fundamentos eran débiles. Se basaba realmente en la conveniencia y despojaba a Nobuo de su categoría. Era bastante más probable que Nobuo permaneciera al margen para apoyar a Samboshi, en vez de apoyar la sucesión de Nobutaka. Katsuie trataba de encontrar una argumento contra Hideyoshi. No había pensado que éste accedería fácilmente a su proposición en la conferencia, pero no había calculado el vigor con que aquel hombre insistiría en abogar por Samboshi. Tampoco había previsto que tantos generales se inclinarían por apoyar al niño. —Humm, vamos a ver. Vuestras palabras pueden parecer lógicas por la fuerza de la argumentación, pero hay una gran diferencia entre hacernos cargo de un señor de dos años y respetar a un hombre que tiene la edad apropiada y capacidad militar. Recordad que los vasallos que quedamos debemos cargar con la responsabilidad tanto de la moral de la administración como de la política general futura. También los Mori y los Uesugi nos plantean una serie de dificultades. ¿Qué sucederá si tenemos un señor que es un niño? La obra de nuestro señor anterior podría detenerse a medio hacer, y si se queda como está, el dominio del clan Oda podría llegar a reducirse. No, si elegimos una actitud defensiva, nuestros enemigos por los cuatro costados creerán que ha llegado su oportunidad y nos invadirán. Entonces el país volverá a sumirse en el caos. No, creo que vuestra idea es peligrosa. ¿Qué pensáis todos vosotros? Miró a su alrededor, y sus ojos buscaron partidarios entre los hombres allí sentados. No sólo ninguno le dio una respuesta clara, sino que de repente otros ojos se trabaron con los suyos. —Katsuie. Una voz le llamó por su nombre, con una fuerza opositora que era como una estocada en su costado. —Sí, Nagahide, ¿qué quieres? —replicó Katsuie con disgusto, casi como una acción refleja. —Llevo algún tiempo escuchando tus prudentes reflexio34


nes, pero no puedo evitar sentirme persuadido por el argumento de Hideyoshi. Estoy realmente de acuerdo con lo que él dice. Niwa era uno de los veteranos de mayor rango. Al romper el silencio y ponerse claramente al lado de Hideyoshi, Katsuie y todos los asistentes a la conferencia se sintieron agitados de repente. —¿Por qué dices eso, Niwa? Niwa conocía a Katsuie desde hacía muchos años, y le conocía bien. Así pues, le habló en tono suave. —No te enojes, Katsuie —le dijo, mirándole con una expresión amable—. Al margen de lo que pueda decirse, ¿no era acaso Hideyoshi quien más satisfacía a nuestro señor? Y cuando el señor Nobunaga murió en el momento más inoportuno, fue Hideyoshi quien regresó del oeste para atacar al inmoral Mitsuhide. El semblante de Katsuie no podía ocultar su desdicha, pero no estaba dispuesto a ceder, y su obstinación se manifestaba en su mismo físico. Niwa Nagahide siguió diciendo: —En esa época estabas ocupado en la campaña del norte. Aunque las tropas a tus órdenes no hubieran estado dispuestas, pero hubieras espoleado a tus caballos hacia la capital en cuanto tuviste noticia de la muerte del señor Nobunaga, podrías haber aplastado sobre el terreno a los Akechi..., al fin y al cabo, tu categoría es muy superior a la de Hideyoshi. Pero, debido a tu negligencia, llegaste tarde, y eso fue ciertamente lamentable. Ésta era una opinión compartida por todos los presentes, y las palabras de Niwa expresaban sus sentimientos más íntimos. Esa negligencia era el punto más débil de Katsuie. El hecho de haber llegado tarde y no haber participado en la batalla por su difunto señor no tenía ninguna excusa. Después de que Niwa lo sacara a la luz, dio su aprobación sin reservas a la propuesta de Hideyoshi, diciendo que era justa y apropiada. Cuando Niwa terminó de hablar, la atmósfera en la gran sala había cambiado y ahora era sombría. 35


Como para ayudar a Katsuie en aquella crisis, Takigawa se apresuró a aprovechar la oportunidad para susurrarle algo al hombre que estaba a su lado, y pronto suspiros y voces bajas llenaron la sala. Iba a ser difícil llegar a una resolución. Podría ser un momento decisivo para el clan Oda. Superficialmente, no había más que el sonido de las voces individuales, pero por debajo del murmullo existía una gran inquietud por el resultado de la confrontación entre Katsuie y Hideyoshi. En medio de la atmósfera opresiva, entró un maestro de la ceremonia del té e informó discretamente a Katsuie desque era más de mediodía. Katsuie hizo un gesto de asentimiento y le ordenó que trajera algo con que enjugarse el sudor. Cuando uno de los ayudantes le dio un paño blanco y húmedo, lo cogió con su manaza y se enjugó el sudor del cuello. En aquel momento, Hideyoshi se llevó la mano izquierda al costado. Haciendo una mueca, con las cejas juntas, se volvió a Katsuie y le dijo: —Tendréis que disculparme un momento, señor Katsuie. Al parecer, sufro de indigestión repentina. Se levantó de súbito y se retiró a varias habitaciones de distancia de la sala de conferencias. —Me duele —se quejó, desconcertando a los hombres que le rodeaban. Tendido en el suelo, .su aspecto era el de un verdadero enfermo. Sin embargo, parecía dominarse a la perfección, pues colocó el cojín de cara a la fresca brisa que llegaba del jardín, dio la espalda a los demás y se aflojó él mismo el cuello del kimono empapado en sudor. Pero el médico y los asistentes estaban alarmados. Sus servidores también acudieron inquietos, uno tras otro, para ver cómo estaba. Hideyoshi no miró a su alrededor. Seguía de espaldas a ellos, agitando una mano para que le dejaran en paz, como podría ahuyentar a una mosca. —Es algo que me ocurre continuamente. Dejadme en paz y pronto estaré bien. 36


Los asistentes prepararon en seguida una decocción de olor dulzón que Hideyoshi se tomó de un solo trago. Entonces volvió a tenderse y pareció quedarse dormido, por lo que los asistentes y los samurais se retiraron a otra habitación. La sala de conferencias estaba a cierta distancia y por ello Hideyoshi no sabía lo que había sucedido después de que se excusara. Sin embargo, se había marchado cuando los asistentes anunciaban el mediodía, por lo que su salida probablemente había dado a los generales la oportunidad de hacer un alto para comer. Pasaron dos horas. Durante ese tiempo, el sol de la tarde del séptimo mes brilló implacable. El castillo estaba tan apacible como si no ocurriera nada. Niwa entró en la habitación. —¿Cómo os sentís, Hideyoshi? —le preguntó—■. ¿Os ha pasado el dolor de estómago? Hideyoshi se volvió hacia él y se irguió apoyándose en un codo, Al ver el rostro de Niwa, pareció volver rápidamente en sí y se enderezó. —¡Disculpadme, os lo ruego! —Katsuie me ha pedido que venga a buscaros. —¿Y la conferencia? —No se puede reanudar sin vos. Katsuie ha dicho que continuaremos cuando volváis. —He dicho todo lo que tenía que decir. —Tras descansar una hora en sus habitaciones, el estado de ánimo de los vasallos parece haber cambiado. Incluso Katsuie se lo ha pensado mejor. —Vamos. Hideyoshi se puso en pie. Niwa sonrió, pero Hideyoshi, completamente serio, salía ya de la estancia. Katsuie le saludó mirándole directamente a los ojos, mientras los hombres reunidos parecían un tanto aliviados. La atmósfera de la sala de conferencias había cambiado. Katsuie declaró definitivamente que había cedido y aceptaba la proposición de Hideyoshi. Se había llegado al acuerdo de nombrar a 37


Samboshi heredero de Nobimaga. Con la conciliación de Katsuie, las nubes de mal agüero desaparecieron en seguida de la sala de conferencias. Empezaba a alzarse un armonioso espíritu de paz. —Todo el mundo ha acordado que el señor Samboshi debe ser considerado como el jefe del clan Oda, y yo no pongo objeciones —repitió Katsuie. Al ver que su opinión había sido rechazada por todos, Katsuie se había apresurado a retirar sus observaciones anteriores, pero apenas había superado su decepción. Sin embargo, todavía se aferraba a una esperanza, relacionada con el siguiente asunto a discutir en la conferencia: el destino del antiguo territorio de Akechi, o, en otras palabras, el problema de cómo se dividiría el dominio entre los servidores de Oda supervivientes. Puesto que se trataba de un problema importante, que afectaba directamente a los intereses de todos los generales, era una dificultad, incluso todavía más que el problema de la sucesión, que nadie esperaba poder evitar. —Este asunto deberá ser decidido por los vasallos veteranos. Hideyoshi, que había obtenido la primera victoria, expresó así su modesta opinión, con lo cual suavizó en gran manera el ambiente de la conferencia. —Bien, ¿qué opina nuestro principal vasallo veterano? Niwa, Takigawa y los demás salvaron ahora al abrumado Katsuie del descrédito, dándole la posición central en la conferencia. Sin embargo, era difícil pasar por alto la presencia de Hideyoshi, y finalmente le entregaron también el borrador de la propuesta. Al parecer, no podía concluirse sin preguntarle primero su opinión. —Dadme un pincel —ordenó. Mojó el pincel en la tinta, trazó una tosca línea sobre dos o tres cláusulas y escribió sus propias opiniones. Tras hacer esta revisión, devolvió el borrador. 38


Cuando Katsuie lo recibió y leyó, pareció disgustado. Reflexionó en silencio unos instantes. La cláusula que contenía sus esperanzas estaba aún humedecida por la tinta con que había sido tachada. Sin embargo, Hideyoshi también había tachado la sección que le concedía el castillo de Sakamoto, el cual había sustituido por la provincia de Tamba. Al mostrar esa falta de egoísmo, proponía que Katsuie exhibiera la misma cualidad. Finalmente, una porción considerable del dominio de los Akechi fue asignada a Nobuo y Nobutaka, y el resto fue asignado a los hombres de acuerdo con sus méritos en la batalla de Yamazaki. —Mañana habrá más asuntos a discutir —dijo Katsuie—, y tras esta larga conferencia con semejante calor, estoy seguro de que todos estáis cansados. Yo, desde luego, lo estoy. ¿Levantamos la sesión, señores? Al final Katsuie se negó a responder con rapidez a las nuevas propuestas de Hideyoshi. No había ninguna objeción a ello. El sol de la tarde brillaba intensamente y el calor era cada vez más severo. La primera jornada había concluido. Al día siguiente Katsuie presentó un compromiso a los servidores de alto rango. La noche anterior había reunido a sus propios servidores en sus aposentos y entre todos discutieron las modificaciones. Sin embargo, Hideyoshi también rechazó la nueva propuesta. Aquel día, una vez más, la cláusula que contenía la distribución del territorio se interpuso entre los dos hombres, y la oposición entre ellos pareció intensificarse, pero la tendencia general apoyaba ya a Hideyoshi. Por mucho que Katsuie perseverase, al final se aceptaban las condiciones de Hideyoshi. A mediodía hubo una pausa, y a la hora del carnero las decisiones fueron presentadas a todos los generales. El territorio distribuido era la tierra confiscada a los Akechi así como el dominio personal de Nobunaga. El primero en la lista para la división de las provincias de Oda era el señor Nobuo, el cual recibió toda la provincia de Owari, seguido por el señor Nobutaka, a quien dieron la 39


de Mino. Una era la cuna del clan Oda; la otra, el segundo hogar de Nobunaga. Sin embargo, había dos cláusulas que aumentaban considerablemente la propuesta original: Ikeda Shonyu recibía Osaka, Amagasaki y Hyogo, que valían ciento veinte mil fanegas. Niwa Nagahide recibía Wakasa y dos distritos de Omi, mientras que Hideyoshi recibía la provincia de Tamba. La única concesión de Katsuie era el castillo de Hideyoshi en Nagahama, el cuello de botella estratégico en el camino que conducía desde la provincia natal de Katsuie, Echizen, a Kyoto. Katsuie había solicitado la provincia enérgicamente, y había confiado en otros tres o cuatro distritos, pero Hideyoshi había tachado todas las demás concesiones. La única condición de*Hideyoshi era que Nagahama fuese concedido a Katsutoyo, hijo adoptivo de Katsuie. La noche anterior, los servidores del clan Shibata rodearon a Katsuie y le pidieron que protestara por una distribución tan humillante. Incluso le alentaron para que rechazara las condiciones y se marchara, y Katsuie era de la misma opinión hasta que dio comienzo la segunda jornada de la conferencia. Sin embargo, cuando se enfrentó a los hombres sentados allí, resultó evidente que la tendencia general era no aceptar que sólo él fuese exigente. —No sería correcto que me humillara, pero tampoco debo ser considerado un egoísta. De todos modos, la mayoría aprobará estos artículos, por lo que si me muestro reacio a ellos, las cosas podrían empeorar más adelante. En vista de las opiniones de los asistentes a la conferencia, no podía hacer más que refrenarse. «Si pudiera quitarle a Hideyoshi la zona estratégica de Nagahama...», pensaba. Al final, confió en llevar a cabo sus intenciones secretas otro día, y aceptó las condiciones tal como estaban. En contraste con la vacilación de Katsuie, la actitud de Hideyoshi parecía ser despreocupada. Desde la época de la campaña en las provincias occidentales hasta la victoria de Yama40


zaki, Hideyoshi había tomado la iniciativa en las políticas militar y administrativa, y la gente pensaba naturalmente que esperaría recibir más que los otros. Pese a todo, lo único que recibió fue la provincia de Tamba. Cedió su dominio de Nagahama y entregó Sakamoto a Niwa, aunque todo el mundo habría considerado lógico que se lo quedase. Y Sakamoto era la llave de Kyoto. ¿No quiso Sakamoto a propósito, confiando en que así indicaría que no deseaba en absoluto tomar las riendas del gobierno? ¿O simplemente sentía que debía dejar unos asuntos tan pequeños a las opiniones del grupo, porque caerían en manos de la persona adecuada? Nadie comprendía aún lo que guardaba en su corazón.

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Advertencia nocturna

La conferencia acordó finalmente asignar trescientas mil fanegas a Samboshi, el heredero de Nobunaga, en la provincia de Omi. Los protectores del joven señor serían Hasegawa Tamba y Maeda Geni, pero les ayudaría Hideyoshi. Azuchi había sido destruido por las llamas, y hasta que se levantara un nuevo castillo, la residencia de Samboshi sería el castillo de Gifu. Los dos tíos de Samboshi, Nobuo y Nobutaka, actuarían como sus tutores. Además de redactar estos artículos, la conferencia estableció la estructura de la administración. Katsuie, Hideyoshi, Niwa y Shonyu tendrían la responsabilidad de enviar generales a Kyoto como representantes de los Oda. La aceptación de las proposiciones fue rápida. En una ceremonia final, se firmaron y juraron compromisos de lealtad ante el altar en honor de Nobunaga. Era el tercer día del séptimo mes. La ceremonia que señalaba el primer aniversario de la muerte de Nobunaga debería haberse celebrado el día anterior. Si la conferencia se hubiera desarrollado sin tropiezos, la ceremonia podría haber tenido lugar el mismo día, pero debido a las reservas de Kat42


suie, había pasado la noche y el servicio fúnebre se había pospuesto hasta el día siguiente. Los generales se enjugaron el sudor, se vistieron prendas de luto y aguardaron la hora señalada para el servicio religioso en el pequeño templo del castillo. Nubes de mosquitos zumbaban alrededor de los aleros y la luna nueva pendía del cielo. Los generales cruzaron en silencio a la segunda ciudadela. Las puertas correderas del templo estaban decoradas con flores de loto rojas y blancas. Los hombres entraron uno tras otro y tomaron asiento. Sólo Hideyoshi no aparecía y su ausencia hacía que los hombres estuvieran tensos y dubitativos, pero al mirar hacia el altar en el otro extremo de la sala, entre los austeros objetos tales como el santuario, la tablilla mortuoria, el biombo dorado, las flores del ofertorio y el incensario, distinguieron a Hideyoshi sentado con aplomo y afectación bajo el altar, sosteniendo en brazos al pequeño Samboshi. Todos ellos se preguntaron qué estaba haciendo. Sin embargo, cuando lo pensaron detenidamente, recordaron que aquella tarde, en la conferencia, la mayoría había acordado que Hideyoshi fuese reconocido como ayudante del joven señor, junto con sus dos tutores, por lo que no se le podía acusar de presuntuoso. Y por el mero hecho de no encontrar ninguna razón para censurar a Hideyoshi, Katsuie parecía disgustado en extremo. —Por favor, id al altar en el orden apropiado —dijo Katsuie en voz ronca a Nobuo y Nobutaka, con el gesto torcido. El tono de su voz era bajo pero hervía de indignación. —Discúlpame, por favor —dijo Nobuo a Nobutaka, y se levantó primero. Ahora le tocaba a Nobutaka parecer disgustado, como si creyera que estar colocado detrás de Nobuo ante los generales reunidos le situaría en una posición subordinada en el futuro. Nobuo contempló la tableta mortuoria de su padre, cerró los ojos y juntó las manos en actitud de plegaria. Ofreció incienso, rezó una vez más ante el santuario y se retiró. 43


Al ver que el hombre estaba a punto de regresar directamente a su asiento, Hideyoshi se aclaró la garganta como si quisiera llamar la atención del niño, Samboshi, que estaba sentado en su regazo. Sin que llegara a decir: «¡Vuestro nuevo señor está aquí!», atrajo la atención de Nobuo, Nobuo pareció casi sobresaltado por el gesto premeditado de Hideyoshi y se apresuró a ir hacia ellos de rodillas. Era un hombre débil por naturaleza, y su alarma casi resultaba digna de compasión. Mirando a Samboshi, Nobuo hizo una reverencia. Incluso se mostró demasiado cortés. No fue el joven señor quien expresó su aprobación con un gesto de la cabeza, sino Hideyoshi. Samboshi era un niño inquieto y mimado, pero por alguna razón, se mantenía quieto como un muñeco en el regazo de Hideyoshi. Cuando Nobutaka se levantó, rogó de igual manera por el alma de su padre, pero tras haber presenciado la actuación de Nobuo y, al parecer, reacio a que los demás generales se rieran de él, hizo una reverencia hacia Samboshi con porte realmente correcto y se retiró a su asiento. A continuación le tocó el turno a Shibata Katsuie. Cuando se arrodilló ante el santuario, casi ocultándolo con su corpulencia, los lotos rojos y blancos de las puertas correderas y las llamas vacilantes de las lámparas parecieron teñirle con rojas llamaradas de cólera. Tal vez estaba dando al alma de Nobunaga un prolijo informe de la conferencia y rogando su apoyo para el nuevo señor. Pero al ofrecer el incienso, Katsuie permaneció largo tiempo orando en silencio con las palmas juntas en actitud solemne. Luego retrocedió unos siete pasos, enderezó la espalda y se volvió hacia Samboshi. Puesto que Nobuo y Nobutaka ya se habían inclinado reverentemente ante Samboshi, Katsuie no podía mostrarse negligente en ese aspecto. Sin duda con el convencimiento de que era inevitable, se tragó su orgullo e hizo una reverencia. Hideyoshi también pareció hacer un gesto de aprobación a Katsuie. Éste volvió bruscamente a un lado su cuello corto y 44


grueso y regresó con rapidez a su sitio. Parecía lo bastante enojado como para escupir. Niwa, Takigawa, Shonyu, Hachiya, Hosokawa, Gamo, Tsutsui y los demás generales presentaron sus respetos. Entonces pasaron a la sala de banquetes utilizada en tales ocasiones y, a invitación de la viuda de Nobutada, se sentaron a comer. Había mesas para acomodar a más de cuarenta invitados. Se sirvieron las tazas, y las lámparas oscilaban bajo la fresca brisa nocturna. Cuando los hombres se pusieron cómodos e intercambiaron palabras agradables por primera vez en dos días, cada uno se sentía un poco bebido. Aquél era un banquete fuera de lo corriente, puesto que se daba tras un servicio fúnebre, por lo que nadie se emborrachaba demasiado. Sin embargo, a medida que el sake empezaba a surtir efecto, los generales dejaron sus asientos para hablar con otros, y aquí y allí se oían risas y conversaciones animadas. Delante de Hideyoshi había un grupo de bebedores especialmente nutrido, a los que se unió otro hombre. —¿Me dais una taza? —preguntó Sakuma Genba. El valor incomparable de Genba en las batallas del norte había sido muy alabado, y se decía que ningún enemigo se había enfrentado a él dos veces. El afecto que Katsuie tenía a aquel hombre era extraordinario y le gustaba llamarle «mi Genba» o «mi sobrino». Tan orgulloso estaba de él que hablaba pública y libremente de sus virtudes marciales. Katsuie tenía gran número de sobrinos, pero cuando decía «mi sobrino» sólo se refería a Genba. Aunque Genba sólo tenía veintiocho años, era señor del castillo de Oyama como general del clan Shibata y había recibido una provincia y un rango apenas inferiores a los de los grandes generales reunidos en la sala del banquete. —Por favor, Hideyoshi, dadle una taza también a ese sobrino mío —dijo Katsuie. Hideyoshi miró a su alrededor como si acabara de reparar en Genba. —¿Sobrino? —replicó, examinando al joven—. Ah, vos. 45


Ciertamente parecía el héroe del que todo el mundo hablaba, y su robustez eclipsaba a Hideyoshi, de corta estatura y aspecto frágil. Sin embargo, Genba no tenía el rostro picado de viruelas como el de su tío. Su piel era tersa y blanca, y parecía tener la frente de un tigre y el cuerpo de un leopardo. Hideyoshi le ofreció una taza. —Es comprensible que el señor Katsuie cuente con jóvenes tan excelentes en su clan —comentó—. Aquí tenéis. Pero Genba sacudió la cabeza. —Si vais a darme una taza, me gustaría esa grande de ahí. La taza en cuestión aún contenía un poco de sake. Hideyoshi la vació con naturalidad y dijo: —Que alguien le sirva. La boca del recipiente lacado en oro tocó el borde de la taza bermeja, y aunque se vació en seguida, la taza aún no estaba llena. Alguien trajo otro recipiente y por fin la taza estuvo llena a rebosar. El apuesto y joven héroe entrecerró los ojos, se llevó la taza a los labios y la apuró de un solo trago. —Y bien, ¿vos no bebéis? —No tengo esa clase de talento —dijo Hideyoshi, sonriendo. Ante esta negativa, Genba se mostró insistente. —¿Por qué no queréis beber? —No soy un buen bebedor. —¡Cómo! Sólo este poco. —Bebo, pero no mucho. Genba soltó una carcajada, y entonces habló en voz lo bastante alta para que le oyeran todos los presentes. —Los rumores que uno oye son ciertos. El señor Hideyoshi es muy hábil en la presentación de excusas, y es ciertamente modesto. Hace mucho tiempo, más de veinte años, era un subalterno que barría los excrementos de caballo y llevaba las sandalias del señor Nobunaga. Es admirable que no haya olvidado aquellos días. 46


El joven se rió de su propia insolencia. Los demás debieron de sobresaltarse. La charla cesó de pronto y todas las miradas iban de Hideyoshi, que seguía sentado frente a Genba, a Katsuie. En un instante todos olvidaron sus tazas y recobraron la sobriedad. Hideyoshi se limitaba a sonreír mientras miraba a Genba. Tenía cuarenta y cinco años y el otro veintiocho. Su disparidad no se debía tan sólo a la diferencia de edad. La vida que Hideyoshi había llevado durante los primeros veintiocho años después de su nacimiento y el camino que Genba había seguido en esos mismos años de su propia vida diferían en extremo, tanto por el ambiente como por la experiencia. Genba podría haber sido considerado un muchacho que no sabía nada de las penalidades del mundo real, y por este motivo tenía una reputación de arrrogancia así como de valentía. Y al parecer era un hombre que no empleaba la cautela en un lugar que era más peligroso que cualquier campo de batalla, una sala en la que se habían reunido los principales dirigentes de la época. —Pero hay una sola cosa que no puedo soportar, Hideyoshi. No, escuchadme. ¿Tenéis oídos para escuchar? Estaba gritando a Hideyoshi sin el menor respeto, y no parecía comportarse así porque estuviera borracho, sino por algo que le carcomía. Sin embargo, Hideyoshi contemplaba su estado de embriaguez y, al hablarle, lo hizo casi con afecto. —Estáis bebido —le dijo. —¡Qué decís! —Genba sacudió la cabeza bruscamente y enderezó su postura—. No se trata de un pequeño problema que quepa atribuirlo a la embriaguez. Escuchad. Hace poco, en el templo, cuando los señores Nobuo y Nobutaka y todos los demás generales acudieron para reverenciar al alma del señor Nobunaga, ¿no estabais sentado en el lugar de honor con el señor Samboshi en vuestro regazo, obligándoles a inclinarse en vuestra dirección uno tras otro? —Bueno, bueno... —dijo Hideyoshi, riendo. —¿De qué os reís? ¿Acaso es divertido, Hideyoshi? No dudo de que vuestro astuto propósito ha sido sostener al señor 47


Samboshi como un adorno de vuestra insignificancia, de modo que pudierais recibir las reverencias de la familia Oda y sus generales. Sí, eso es. Y de haber estado yo presente, habría tenido el placer de separaros la cabeza del cuerpo. El señor Katsuie y los hombres distinguidos aquí sentados son tan bondadosos que me impaciento y... En aquel momento Katsuie, situado a dos asientos de distancia de Hideyoshi, apuró su taza y miró a los hombres que le rodeaban. —¿Qué pretendes al hablar así de otro hombre, Genba? No, señor Hideyoshi, no es la malevolencia lo que guía la lengua de mi sobrino. —Se echó a reír—. No le hagáis caso. Hideyoshi no podía exteriorizar su enojo ni reír. Se veía en un apuro en el que sólo podía forzar una sonrisa sutil, pero su mismo aspecto personal era apropiado para tales situaciones. —No os preocupéis por esto, señor Katsuie -—dijo Hideyoshi ambiguamente, fingiendo claramente que estaba bebido—. No tiene importancia. —No finjáis, Mono. ¡Eh, Mono! —Aquella noche Genba actuaba incluso con más arrogancia que de costumbre—. ¡Mono! Bueno, eso ha sido un lapsus, pero no es tan fácil cambiar un nombre que ha sido usado corrientemente durante veinte años. Es cierto, ese «Mono» es lo que acude a la mente. Hace mucho tiempo, era el subalterno simiesco a quien hacían correr de aquí para allá, de una tarea a otra, en el castillo de Kiyosu. En aquel tiempo, mi tío tenía en ocasiones servicio nocturno. He oído decir que una noche en que estaba aburrido, invitó al Mono y le dio sake, y cuando mi tío se cansó de beber, se tendió. Entonces le pidió al Mono que se acercase y le masajeara las piernas, y el discreto Mono lo hizo sin rechistar. Todos los reunidos habían perdido sus agradables sensaciones de embriaguez, estaban pálidos y tenían un sabor amargo en la boca. La situación era mucho más complicada de lo que podía parecer. Era muy probable que más allá de los muros no tan alejados de la sala del banquete, a los sombras de los árboles y bajo los suelos, hubiera espadas, lanzas y arcos ocultados 48


por los hombres de Shibata. ¿No estaban tratando insistentemente de provocar a Hideyoshi? Una extraña sensación, compartida por todos, empezó a brotar de la desconfianza, una sensación que se extendía con la brisa nocturna y las sombras de las lámparas oscilantes en las paredes de la sala. A pesar de que estaban en pleno verano, todos los hombres experimentaban escalofríos en la espina dorsal. Hideyoshi esperó a que Genba hubiese terminado y entonces se echó a reír. —No, señor sobrino, me pregunto de dónde habréis sacado eso. Me habéis traído a la memoria un recuerdo agradable. Hace veinte años este viejo mono tenía la reputación de ser un buen masajista, y todos los miembros del clan Oda querían que los masajeara. Las piernas del señor Katsuie no fueron las únicas de las que me ocupé. Y entonces, cuando me daban unos dulces como recompensa, ¡qué sabrosos eran! Eso hace que ahora me sienta nostálgico, el sabor de aquellos dulces. Hideyoshi se rió de nuevo. —¿Habéis oído eso, tío? —preguntó Genba pomposamente—. Dadle algo bueno a Hideyoshi. Si ahora le pedís que os masajee las piernas, puede que también lo haga. —No vayas demasiado lejos en este juego, sobrino. Escuchad, señor Hideyoshi, sólo está de broma. —No tiene importancia. Vamos, si incluso ahora masajeo las piernas de cierta persona. —¿Y de quién se trata? —preguntó burlonamente Genba. —De mi madre. Este año ha cumplido los setenta, y masajearle las piernas es un placer especial para mí. Pero como me he pasado tantos años en el campo de batalla, no he disfrutado de ese placer recientemente. Bueno, voy a marcharme ya, pero los demás podéis quedaros tanto tiempo como gustéis. Hideyoshi fue el primero en abandonar el banquete. Mientras se alejaba por el corredor principal, nadie se levantó para detenerle. Por el contrario, los demás señores pensaron que marcharse había sido juicioso por su parte, y se aliviaron 49


al perder la sensación de intenso peligro que habían tenido. Dos pajes se apresuraron a salir de la habitación donde habían estado aguardando y le siguieron. Incluso en aquel lugar habían podido percibir el ambiente que imperaba en el castillo desde hacía un par de días. Pero Hideyoshi no había permitido que un gran número de sus servidores entrara en el castillo, por lo que cuando los dos pajes vieron que su señor estaba a salvo, se tranquilizaron. Ya habían salido al exterior y estaban llamando a los ayudantes y los caballos, cuando se oyó una voz desde atrás. —¡Señor Hideyoshi! ¡Señor Hideyoshi! Alguien le buscaba en el campo abierto y oscuro. La luna creciente flotaba en el cielo. —Estoy aquí. Hideyoshi ya había montado. Takigawa Kazumasu reconoció el sonido de una palmada contra la silla de montar y corrió hacia él. —¿Qué ocurre? —le preguntó Hideyoshi con la misma clase de mirada que un señor podría dirigir a su servidor. —Esta noche debéis de haberos enfadado mucho —le dijo Takigawa—, pero sólo ha sido a causa del sake, y el sobrino del señor Katsuie todavía es joven, como podéis ver. Confío en que le perdonéis. —Entonces añadió—: Esto es algo que ha sido convenido de antemano y es posible que lo hayáis olvidado, pero el día cuatro, mañana, tendrá lugar la celebración para anunciar la sucesión del señor Samboshi y no debéis perdérosla. El señor Katsuie se ha preocupado mucho por ello cuando os habéis marchado. —¿Ah, sí? Bueno... —No dejéis de asistir. —Comprendo. —Y en cuanto a esta noche, una vez más, olvidadlo, por favor. Le he dicho al señor Katsuie que sois una persona de gran corazón y no es probable que os ofendáis por las bromas de un joven borracho en una sola ocasión. El caballo de Hideyoshi había empezado a moverse. 50


—¡Vamonos! —gritó a los pajes, casi derribando a Takigawa al suelo. Los aposentos de Hideyoshi se encontraban en la sección occidental de la ciudad. Consistían en un pequeño templo Zen y la casa alquilada a una familia rica. Había alojado a los hombres y caballos en el templo, mientras que él ocupaba una planta de la casa. A la familia no le había resultado difícil acomodarle, pero estaba acompañado por setecientos u ochocientos servidores. Sin embargo, no se trataba de un gran número de hombres, pues corría el rumor de que el clan Shibata había acuartelado aproximadamente diez mil hombres en Kiyosu. En cuanto Hideyoshi estuvo de regreso en su alojamiento, se quejó de que había humo en el interior. Ordenó que abrieran las ventanas y se despojó bruscamente del traje ceremonial con el blasón de la paulonia. Mientras terminaba de desvestirse, pidió que le preparasen el baño. Creyendo que su señor estaba malhumorado, el paje le vertió cautelosamente un cubo de agua caliente sobre la espalda. Sin embargo, Hideyoshi bostezó al sumergirse en la bañera. Entonces emitió un gruñido, como si estuviera estirando los brazos y las piernas. —Me estoy desentumeciendo un poco —observó, y rezongó acerca de la rigidez de los dos últimos días—: ¿Está instalada la mosquitera? —Ya la hemos colocado, mi señor —respondieron los pajes que sostenían su kimono de dormir. —Bien, bien. —Una vez bajo la mosquitera, les dijo—: Todos debéis retiraros pronto, y decídselo también a los hombres que están de guardia. La puerta estaba cerrada, pero las ventanas permanecían abiertas para que penetrara la brisa, y la luz de la luna casi parecía temblar. Hideyoshi empezó a sentirse amodorrado. —¿Mi señor? —le llamó una voz desde el exterior. —¿Qué ocurre? ¿Eres Mosuke? 51


—Sí, mi señor. El abad Arima está aquí y dice que quisiera veros en privado. —¿Qué? ¿Arima? —Le he dicho que os habíais retirado a descansar temprano, pero él ha insistido. Por un momento no hubo ninguna respuesta desde la mosquitera. Finalmente Hideyoshi dijo: —Hazle pasar, pero preséntale mis excusas por no levantarme. Dile que en el castillo me he sentido indispuesto y he tomado una medicina. Mosuke bajó rápidamente los escalones desde el entresuelo. Entonces se oyeron los pasos de alguien que subía, y pronto un hombre estuvo arrodillado ante Hideyoshi. —Vuestros ayudantes me han dicho que dormíais, pero... —Decidme, vuestra reverencia. —Tengo algo muy urgente que deciros, por lo que me he aventurado a venir aquí en plena noche. —Tras dos días de conferencias estoy tanto mental como físicamente exhausto. Pero ¿qué os trae por aquí a estas horas? El abad habló en voz baja. -—¿Tenéis intención de asistir mañana al banquete en honor del señor Samboshi en el castillo? —Creo que podría ir si tomo unos medicamentos. Es posible que sufra tan sólo los efectos de un golpe de calor, y la gente se enojará si no asisto. —Tal vez el hecho de que estéis indispuesto sea una premonición. —¿Por qué decís tal cosa? —Os habéis retirado hace unas horas, en pleno banquete. Poco después sólo quedaban los Shibata y sus aliados, los cuales se pusieron a discutir algo en secreto. No entendía de qué trataban, pero la situación también inquietaba a Maeda Geni, así que les escuchamos discretamente. El abad se quedó de repente silencioso y echó un vistazo al interior de la mosquitera, como si quisiera asegurarse de que Hideyoshi le escuchaba. 52


Un insecto de color azul pálido chirriaba en un extremo de la red, y Hideyoshi estaba tendido como antes, mirando el techo. —Hablad. —-No sabemos con detalle qué se proponen hacer, pero estamos seguros de que no van a dejaros vivir. Mañana, cuando vayáis al castillo, quieren llevaros a una habitación, exponeros una lista de vuestros delitos y obligaros a cometer el seppuku. Si os negáis, planean mataros a sangre fría. Además, tienen la intención de apostar soldados en el castillo e incluso de controlar la ciudad fortificada. —Vaya, eso es bastante intimidante. —La verdad es que Geni deseaba venir a informaros personalmente, pero temimos que notaran su salida del castillo, y por eso he venido yo. Si ahora estáis enfermo, debe de ser una protección del cielo. Quizá deberíais pensarlo a fondo antes de asistir a la ceremonia de mañana. —No sé qué debo hacer. —Espero que no asistáis. ¡Dé ninguna manera! —Es una fiesta por la investidura del joven señor, y todos tenemos que asistir. Os agradezco vuestras buenas intenciones, reverencia. Muchísimas gracias. Bajo la mosquitera, Hideyoshi unió las palmas en actitud de plegaria mientras el abad se retiraba. Una de las características de Hideyoshi era que dormía muy bien. Dormirse de inmediato, cuando uno lo desea, puede parecer una habilidad fácil de adquirir, pero en realidad es muy difícil. Por necesidad había adquirido esa habilidad misteriosa, cercana a la iluminación, y la había formulado como una especie de lema a seguir, tanto para aliviar la presión del campo de batalla como para preservar su salud. La objetividad. Para Hideyoshi, esta palabra era un talismán. Quizá la objetividad no parecía una cualidad muy impresionante, pero era el componente esencial de su don de conciliar 53


el sueño sin el menor problema. La impaciencia, las ilusiones, los apegos, las dudas, las urgencias... Sus párpados, al cerrarse, cortaban todos los vínculos en un instante, y dormía con la mente tan vacía como una hoja de papel en blanco. Y, a la inversa, podía despertarse en un momento, completamente alerta. Pero la objetividad no sólo le servía cuando luchaba de un modo inteligente y sus planes salían como él deseaba. En el transcurso de los años había cometido muchos errores, pero nunca había rumiado amargamente en sus fracasos y batallas perdidas. En tales ocasiones recordaba esa única palabra: objetividad. La clase de diligencia de la que hablaba la gente a menudo —determinación sostenida y perseverancia, o una firme concentración— no era una cualidad especial en él, sino más bien una parte natural de la vida cotidiana. Así pues, le resultaba más esencial proponerse esa objetividad que le permitiría prescindir de esas cualidades, aunque sólo fuese un momento, y dejar que su espíritu respirase. A su vez, sometía con toda naturalidad los problemas de la vida y la muerte a ese único concepto: la objetividad. Llevaba poco tiempo tendido. ¿Habría dormido una hora? Se levantó y bajó los escalones hacia el lavabo. De inmediato, uno de los hombres que estaban de servicio se arrodilló en las tablas de la terraza, sosteniendo un farolillo de papel. Poco después, cuando salió del lavabo, otro hombre, provisto de un pequeño cazo, se le acercó y vertió el agua en sus manos. Mientras se lavaba las manos, Hideyoshi contempló la posición de la luna sobre los aleros y se volvió hacia sus dos pajes. —¿Está Gonbei ahí? —les preguntó. Cuando se presentó el hombre por el que había preguntado, Hideyoshi echó a andar hacia los escalones, con la cabeza vuelta hacia Gonbei mientras caminaba. —Ve al templo y diles a los hombres que nos marchamos. La división de los soldados y las calles por donde avanzaremos las hemos anotado esta noche al abandonar el castillo y el es54


crito está en poder de Asano Yahei, así que él os dará las instrucciones. —Sí, mi señor. —Espera un momento. Me olvidaba de algo. Dile a Kumohachi que venga a verme. Las pisadas de Gonbei se retiraron desde el grupo de árboles detrás de la casa en dirección al templo. Cuando dejaron de oírse, Hideyoshi se apresuró a vestirse con la armadura y salió. Los aposentos de Hideyoshi estaban cerca del cruce de los caminos de Ise y Mino. Pasó por el ángulo del almacén y se encaminó al cruce. En aquel momento, Kumohachi, que acababa de recibir el aviso de su señor, llegó corriendo por detrás con pasos vacilantes. Rebasó a Hideyoshi, se dio la vuelta y se arrodilló ante él. —¡Aquí me tenéis a vuestro servicio! Kumohachi era un viejo guerrero de setenta y cinco años, pero no le superaban fácilmente ni los hombres más jóvenes, y Hideyoshi vio que había acudido con la armadura ya puesta. —Para lo que voy a pedirte no hace falta armadura. Me gustaría que hicieras algo por la mañana, y por lo tanto quiero que te quedes aquí. —¿Por la mañana? ¿Queréis decir en el castillo? —Así es. Has comprendió bien, como es propio de tus años de servicio. Quiero que lleves un mensaje al castillo. Dirás que he enfermado por la noche y de repente me he visto obligado a regresar a Nagahama. Dirás también que lamento profundamente no poder asistir a la ceremonia, pero que confío en que todo salga bien. Imagino que Katsuie y Takigawa insistirán en el asunto durante largo rato, por lo que quiero que esperes allí, dando la impresión de que estás senil y duro de oído. No reacciones a nada de lo que oigas, y luego marcharte como si nada hubiera ocurrido. —Comprendo, mi señor. El viejo guerrero estaba doblado por la cintura como una gamba, pero no soltaba la lanza. Se inclinó una vez más antes de incorporarse, dio media vuelta con rigidez, como si la armadura le pesara demasiado, y se alejó arrastrando los pies. 55


Casi todos los hombres que se alojaban en el templo se habían alineado ya en la carretera, delante del portal. Cada cuerpo, identificado por su estandarte, se dividía a su vez en compañías. Los comandantes aprestaban sus caballos a la cabeza de cada unidad. Los extremos encendidos de las mechas brillaban al oscilar atrás y adelante, pero no encendieron una sola antorcha. En el cielo sólo había una esbelta media luna. Los setecientos hombres permanecían en silencio en la oscuridad, a lo largo de la hilera de árboles, como olas en la orilla. —¡Eh, Yahei! —llamó Hideyoshi, que caminaba al lado de la línea de oficiales y soldados. Los hombres no eran fácilmente distinguibles bajo las sombras de los árboles, y uno de ellos, de baja estatura, avanzó golpeando el suelo con un bastón de bambú y seguido por otros seis o siete hombres. La mayoría de los soldados probablemente pensaron que era el jefe de un grupo de porteadores, pero cuando se dieron cuenta de que se trataba de Hideyoshi, guardaron todavía más silencio, apartando a sus caballos para que no le estorbaran el paso. —¡Aquí estoy! ¡Aquí! Asano Yahei había estado al pie de los escalones de piedra, dando instrucciones a un grupo de hombres. Al oír la voz de Hideyoshi, terminó rápidamente y corrió hacia él. —¿Estás preparado? —le preguntó Hideyoshi con impaciencia, sin darle apenas tiempo para arrodillarse—. Si ya está todo listo, adelante. —Sí, mi señor, estamos preparados. Se hizo cargo del estandarte de mando con las calabazas doradas, que había estado apoyado en una esquina del portal, lo llevó al centro de la columna y rápidamente montó su caballo para reunirse con las tropas. Hideyoshi cabalgó acompañado por sus pajes y unos treinta jinetes. Aquél habría sido el momento para hacer sonar la caracola, pero las circunstancias impedían su uso, así como las antorchas. Hideyoshi había entregado a Yahei el abanico do56


rado de mando, y lo agitó hasta tres veces en su nombre. Obedeciendo a la señal, los setecientos hombres del ejército iniciaron gradualmente su avance. Entonces la cabeza de la columna cambió de dirección y, girando en la carretera, pasó por el lado de Hideyoshi. La posición del jefe de cuerpo estaba ocupada exclusivamente por servidores de confianza. Que no se viera casi ninguna de las caras de los viejos y expertos veteranos se debía con toda probabilidad a que muchos de ellos se habían quedado en los castillos de Hideyoshi en Nagahama y Himeji, así como en sus fincas restantes. A medianoche, los soldados de Hideyoshi abandonaron el castillo de Kiyosu, dando la impresión de que eran la fuerza principal que acompañaba a su señor. Tomaron la carretera de Mino en dirección a Nagahama. En cuanto a Hideyoshi, partió poco después con sólo treinta o cuarenta hombres. Tomó una ruta totalmente distinta y avanzó a toda prisa por carreteras secundarias donde nadie repararía en él. Por fin llegó a Nagahama al amanecer del día siguiente. —Hemos fallado, Genba —dijo Katsuie. —No, era un plan sin posibilidad de errores. —¿Crees de veras que existe semejante plan? En algún lugar ha habido un descuido, y por eso el pez se ha escapado de la red con tanta facilidad. —Bueno, ya lo advertí en su momento. ¡Si quieres golpear, golpea! Si hubiéramos atacado los aposentos de esa escoria, en estos momentos podríamos contemplar la cabeza cortada de Hideyoshi. Pero tú estabas empeñado en hacerlo secretamente. Ahora todos nuestros esfuerzos se han quedado en nada porque no quisiste escucharme. —Ah, todavía eres joven. Me pedías que emplease un plan defectuoso, y el que yo había ideado era superior. La mejor estrategia era esperar a que Hideyoshi viniera al castillo y obli57


garle a abrirse el vientre. Nada habría sido mejor que eso. Pero según los informes de anoche, Hideyoshi levantó de repente el campamento. Al principio creí que habíamos tenido mala suerte, pero entonces lo pensé mejor. Si ese bastardo abandonaba Kiyosu de noche, era un don del cielo... Como se marchaba sin anunciarlo, yo podría haber denunciado sus delitos. Te di instrucciones para que le tendieras una emboscada y le atacaras por el camino, de modo que se hiciera justicia. —Ése fue un error negligente por tu parte, tío, desde el mismo principio. —¿Error mío? ¿Por qué? —Tu primer error fue creer que el Mono se pondría en nuestras manos asistiendo a la ceremonia de hoy. Luego, aunque me diste instrucciones para que fuese con algunos hombres a tenderle una emboscada, tu segundo error fue olvidar la precaución de ordenar que los hombres vigilaran las carreteras secundarias. —¡Necio! Te di las órdenes e hice que los demás generales siguieran tus instrucciones tan sólo porque confiaba en que no pasarías por alto esa clase de cosas. ¡Y tienes la desfachatez de decir que ocultar soldados sólo en la carretera principal y permitir que Hideyoshi se escabulla es culpa mía! ¡Deberías reflexionar un poco en tu propia inexperiencia! —Está bien, tío, esta vez pido disculpas por mi error, pero te ruego que en lo sucesivo te abstengas de ese artificio excesivo. Una persona que se entusiasma tanto con sus propios planes inteligentes algún día se ahogará en ellos. —¿Qué estás diciendo? ¿Crees que empleo demasiada astucia? —Ése es tu hábito constante. —¡Eres..., eres un idiota! —No soy sólo yo, tío. Todo el mundo lo dice: «El señor Katsuie vuelve cauta a la gente, porque nadie puede decir jamás lo que está maquinando». Katsuie guardó silencio, juntas sus cejas negras y pobladas. Durante largo tiempo, la relación de tío y sobrino había 58


sido mucho más afectuosa que entre señor y vasallo. Pero el exceso de familiaridad había erosionado la autoridad y el respeto en la relación, y ahora faltaban esas cualidades. Aquella mañana Katsuie apenas podía contener la expresión hosca de su semblante. Las causas de su malestar eran complejas. No había pegado ojo en toda la noche. Tras haber ordenado a Genba que atacara al huido Hideyoshi, Katsuie había esperado hasta el alba el informe que eliminaría el abatimiento de su corazón. Pero cuando Genba regresó, no dio a Katsuie el informe que había esperado con tanta tensión. —Los únicos que pasaron eran servidores de Hideyoshi, al cual no se veía por ninguna parte. Pensé que sería desventajoso atacarlos, así que vuelvo sin nada que mostrar por mis esfuerzos. Ese informe, unido a la fatiga que Katsuie arrastraba desde la noche anterior, le puso en un estado de profundo desánimo. Por ello, cuando incluso Genba le culpó de lo ocurrido, no era de extrañar que aquella mañana se sintiera deprimido. Sin embargo, no podía seguir con semejante estado anímico, pues aquel día iba a tener lugar el anuncio de la sucesión de Samboshi. Después del desayuno, Katsuie hizo una siesta, se bañó y una vez más se vistió con sus espléndidas ropas y tocado ceremoniales. Katsuie no era hombre que, cuando estaba deprimido, lo evidenciara. Aquel día el cielo estaba cubierto de nubes y era incluso más húmedo que el día anterior, pero el porte de Katsuie en la carretera que conducía al castillo de Kiyosu era más majestuoso que el de cualquier otra persona de la ciudad fortificada, y el sudor brillaba en su rostro. Los fieros hombres que sólo la noche anterior se habían atado los cordones de sus cascos, arrastrándose por la hierba y entre los arbustos con sus lanzas y armas de fuego, dispuestos a arrebatar la vida de Hideyoshi cuando pasara por la carretera, estaban ahora ataviados con sombreros cortesanos y kimonos de ceremonia. Sus arcos estaban guardados en los estuches y 59


sus espadas y alabardas enfundadas, y ahora, con ese aspecto inocente, se encaminaban al castillo. Los hombres que subían al castillo no eran sólo del clan Shibata, desde luego, sino que también pertenecían a los Niwa, Takigawa y otros clanes. Los únicos hombres que habían estado allí el día anterior pero ya no estaban presentes eran los de Hideyoshi. Takigawa Kazumasu informó a Katsuie que Kumohachi, el representante de Hideyoshi, le esperaba en el castillo desde la mañana. —Ha dicho que Hideyoshi no podrá asistir hoy porque está enfermo y envía sus disculpas al señor Samboshi. También espera que le concedáis audiencia, mi señor. Lleva algún tiempo esperando. Katsuie asintió sin ocultar su expresión adusta. Le enojaba que Hideyoshi pusiera tanto escrúpulo en fingirse desconocedor del asunto, pero también había fingido no saber nada, y concedió una audiencia a Kumohachi. Cuando el anciano estuvo en su presencia, le sometió en actitud desabrida a una pregunta tras otra. ¿Qué clase de enfermedad tenía Hideyoshi? Si había decidido regresar a casa de modo tan repentino la noche anterior, ¿por qué no había informado a Katsuie? De haberlo hecho, él personalmente habría ido a visitarle y tomado todas las disposiciones. Pero el viejo Kumohachi parecía estar muy sordo y sólo oía la mitad de lo que Katsuie estaba diciendo. Y al margen de lo que dijera, el viejo parecía no comprenderle y repetía la misma respuesta una y otra vez. Con la sensación de que la entrevista era tan inútil como golpear el aire, Katsuie no podía evitar sentirse irritado por los motivos ocultos de Hideyoshi al enviarle a un viejo guerrero tan senil como representante formal. Por mucho que increpara al anciano, no conseguía nada. Su irritación se transformó en cólera e hizo a Kumohachi una pregunta más para poner fin a la entrevista. —Dime, enviado, ¿qué edad tienes? —Exactamente..., sí, eso es. 60


—Te estoy preguntando por tu edad... ¿Cuántos años tienes? —Sí, es precisamente como vos decís. -¿Qué? Con la sensación de que su interlocutor le estaba tomando el pelo, Katsuie acercó su encolerizado rostro a la oreja de Kumohachi y gritó tan fuerte que habría podido resquebrajar un espejo. —¿Qué edad tienes este año? Entonces Kumohachi asintió vigorosamente y respondió con una calma perfecta. —Ah, ya veo. Me preguntáis por mi edad. Me avergüenza decir que no he hecho nada meritorio de lo que el mundo tenga noticia, pero este año cumpliré setenta y cinco. Katsuie se quedó pasmado. Pensó en lo ridículo que era perder los estribos con aquel viejo, cuando le esperaba el apremiante trabajo y era probable que no pudiera relajarse en todo el día. Junto con una sensación de desdén hacia sí mismo, su hostilidad hacia Hideyoshi le impulsaba a prometer que pronto los dos no existirían bajo el mismo cielo. —Vete a casa. Es suficiente. Haciendo un gesto con el mentón, ordenó al anciano que se marchara, pero las nalgas de Kumohachi parecían pegadas en el suelo con pasta de arroz. —¿Qué? ¿Y no hay una respuesta? —preguntó, mirando serenamente a Katsuie. —¡No hay ninguna! ¡Ninguna respuesta! Dile tan sólo a Hideyoshi que nos encontraremos dondequiera que tengamos ocasión de encontrarnos. Tras esta última observación, Katsuie se volvió y se alejó por el estrecho corredor hacia la ciudadela interior. Kumohachi también se alejó despacio por el corredor. Con una mano en la cadera, se volvió para contemplar la figura de Katsuie que se retiraba. Riéndose para sus adentros, finalmente se encaminó al portal del castillo. La celebración por la investidura de Samboshi se completó 61


aquel día, y siguió una fiesta que superó incluso a la de la noche anterior. Se abrieron tres salones del castillo para el anuncio de la instalación del nuevo señor, y la gente asistió en número muy superior al del día anterior. El principal tema de conversación entre los invitados era el comportamiento insultante de Hideyoshi. Fingir una enfermedad y ausentarse el día de tan importante acontecimiento era escandaloso, y algunos decían que la insinceridad y deslealtad de Hideyoshi eran patentes. Katsuie sabía muy bien que las críticas contra Hideyoshi eran generadas artificialmente por los seguidores de Takigawa Kazumasu y Sakuma Genba, pero en su fuero interno se regocijaba al pensar que la ventaja estaba de su parte. Después de la conferencia, la observación del aniversario de la muerte de Nobunaga y el día de la celebración, Kiyosu se vio inundado por lluvias intensas que caían a diario. Algunos de los señores regresaron a sus provincias al día siguiente de la celebración. En cambio hubo otros que se vieron retenidos por la crecida del río Kiso. Estos últimos esperaron a que el tiempo aclarase, creyendo que podría suceder al día siguiente o al otro, pero se vieron reducidos a pasar un día tras otro confinados en sus alojamientos sin hacer nada. Para Katsuie, sin embargo, no fue un tiempo necesariamente desperdiciado. Las idas y venidas de Katsuie y Nobutaka entre sus alojamientos respectivos eran muy evidentes. Debe recordarse que Oichi, la esposa de Katsuie, era hermana menor de Nobunaga y, por lo tanto, tía de Nobutaka. Además, era éste quien había persuadido a Oichi para que volviera a casarse y se convirtiera en esposa de Katsuie. Precisamente desde la época de la boda la relación entre Nobutaka y Kaysuie se había vuelto íntima. Desde luego, eran algo más que simples parientes. Takigawa Kazumasu asistía también a aquellas reuniones, y su presencia parecía tener alguna importancia. El décimo día del mes Takigawa envió una invitación para asistir a una ceremonia del té matinal a todos los señores que quedaban. El meollo de la invitación era como sigue: 62


Las lluvias recientes están terminando y cada uno de vosotros piensa en regresar a su provincia. Sin embargo, es una máxima entre los guerreros que la incertidumbre rige la época de su próxima reunión. Mientras recordamos a nuestro antiguo señor, quisiera ofreceros un cuenco de té sencillo cuando el rocío refresque la mañana. Sé que estáis ansiosos por regresar a casa tras esta larga estancia, pero cuento con vuestra presencia. Eso era todo lo que decía, ni más ni menos lo que podría haberse esperado, pero los habitantes de Kiyosu miraban boquiabiertos a los hombres que iban y venían aquella mañana. ¿Qué ocurría? ¿Un consejo de guerra secreto? Hombres como Hachiya, Tsutsui, Kanamori y Kawajiri asistieron aquella mañana a la ceremonia del té, mientras que Nobutaka y Katsuie eran probablemente los invitados de honor. Pero si la reunión era la ceremonia del té que aparentaba ser o algún asunto secreto, sólo podían saberlo el anfitrión y sus invitados. Aquella misma tarde los generales regresaron por fin a sus provincias respectivas. La noche del día catorce Katsuie anunció que partía hacia Echizen, y el día quince abandonó Kiyosu. Pero en cuanto hubo cruzado el río Kiso y entrado en Mino, le llegaron inquietantes rumores de que el ejército de Hideyoshi había cerrado todos los puertos de montaña entre Tarui y Fuwa y le cerraba el camino de regreso a casa. Katsuie había decidido atacar a Hideyoshi, pero ahora la situación se había invertido, y el camino hacia su provincia era tan peligroso como una delgada capa de hielo. Para ir a Echizen, Katsuie tenía que pasar por Nagahama, donde ya se encontraba su antagonista. ¿Le permitiría pasar Hideyoshi sin desafiarle? Cuando Katsuie salió de Kiyosu, sus generales le aconsejaron que siguiera una ruta más indirecta, a través de la provincia de Takigawa Kazumasu en Ise. Pero de haber hecho tal cosa, el mundo ciertamente habría creído que temía a Hideyoshi; se63


ría una pérdida de prestigio que Katsuie no habría podido soportar. Sin embargo, al entrar en Mino la cuestión esencial persistía a cada paso. Los informes de movimientos de tropas en las montañas que se alzaban delante obligaron a detener el avance de su ejército y disponer a sus unidades en formación de combate hasta que fuese posible verificar tales informes. Le llegó entonces el rumor de que unidades al mando de Hideyoshi habían sido avistadas en la zona de Fuwa, cosa que erizó el cabello de Katsuie y los miembros de su estado mayor montados a caballo. Mientras trataban de imaginar el número y la estrategia del enemigo que aguardaba en su camino, su estado de ánimo era tan negro como la tinta. Ordenaron el súbito alto de las tropas delante del río Ibi, mientras Katsuie y sus generales discutían rápidamente el asunto en el bosque del santuario de la aldea. ¿Debían seguir adelante o retirarse? Una posible estrategia sería retirarse de momento y tomar posesión de Kiyosu y Samboshi. Entonces podrían denunciar los delitos de Hideyoshi, unir a los demás señores y partir de nuevo con un ejército más imponente. Por otro lado, disponían de una fuerza considerable, y sus tropas tendrían la satisfacción del samurai si se abrían paso luchando y derrotaban al enemigo con una rápida victoria. Mientras sopesaban los posibles resultados de cada alternativa, comprendieron que el primer plan significaría una guerra prolongada, mientras que el último aportaría una decisión inmediata. Pero en este caso existía la posibilidad de que no pudieran aplastar a Hideyoshi con un golpe rápido y fuesen ellos los derrotados. Ciertamente, el terremo montañoso al norte de Sekigahara era muy ventajoso para los hombres que tendieran una emboscada. Además, las tropas que Hideyoshi había retirado a Nagahama ya no serían la pequeña fuerza del reciente pasado. Desde el sur de Omi a las zonas de Fuwa y Yoro, un gran número de hombres de pequeños castillos, poderosas familias provinciales y residencias de samurais diseminadas tenían rela64


dones con Hideyoshi, mientras que eran pocos los relacionados con los Shibata. Katsuie se hizo eco del consejo de sus generales: —Por mucho que lo piense, no parece que enfrentarnos aquí a Hideyoshi sea una buena estrategia. Debe de haber planeado su rápido regreso a casa para tener precisamente esta clase de ventaja. Creo que no debemos arriesgarnos a librar la batalla que él quiere bajo estas condiciones. Sin embargo, Genba se rió desdeñosamente. —Sin duda eso es lo que debes hacer si deseas convertirte en el hazmerreír de todos por tener tanto miedo de Hideyoshi. En todo consejo de guerra, la sugerencia de retirarse es la débil, mientras que el consejo de avanzar se considera más vigoroso. La opinión de Genba en particular ejercía una fuerte influencia en los miembros del estado mayor. Su valor sin par, su rango dentro del clan y el afecto que le tenía Katsuie eran factores a tener en cuenta. —Huir a la vista del enemigo, sin intercambiar una sola flecha, arruinaría la reputación del clan Shibata —dijo un general. —Sería distinto si hubiéramos tomado tal decisión antes de salir de Kiyosu. —Es como dice el señor Genba. Si la gente se entera de que hemos llegado hasta aquí y nos hemos retirado, seremos el hazmerreír de las generaciones futuras. —¿Y si nos retiramos tras haber librado un combate? —Al fin y al cabo, sólo son soldados del Mono. Todos los guerreros jóvenes manifestaron a gritos su apoyo a Genba. El único hombre que permanecía en silencio era Menju Shosuke. —¿Qué opinas, Shosuke? Katsuie no solía pedir su opinión a Shosuke. El primero le había retirado recientemente su favor, y el hombre normalmente se abstenía de hablar. Ahora respondió dócilmente. —Creo que la opinión de Genba es del todo correcta. Entre los demás, todos ellos ardientes y dispuestos a la lu65


cha, Shosuke parecía frío como el agua y falto de valor a pesar de su juventud. Pero había respondido como si no hubiera ninguna alternativa. —Si incluso Shosuke puede hablar así, seguiremos el consejo de Genba y avanzaremos directamente, como hasta ahora. Pero tenemos que enviar exploradores en cuanto crucemos el río y no apresurarnos con negligencia por la carretera. Primero que avance un buen número de soldados de a pie, a los que seguirá de inmediato un cuerpo de lanceros. Los hombres provistos de armas de fuego irán delante de la retaguardia, pues cuando hay soldados ocultos para tender una emboscada, las armas de fuego no son muy útiles en cabeza. Si el enemigo está ahí y los exploradores nos dan la señal, que suene el tambor de inmediato, pero no les mostréis la menor confusión. Todos los jefes de unidad esperarán mis órdenes. Una vez dadas las instrucciones, el ejército cruzó el río Ibi. No sucedió nada. Cuando iniciaron el avance hacia Akasaka, no había ninguna señal del enemigo. Las unidades de reconocimiento estaban muy adelantadas y se aproximaban a la vecindad del pueblo de Tarui. Tampoco allí se discernía nada fuera de lo corriente. Un viajero solitario se acercó a ellos. Parecía sospechoso, y uno de los soldados de la unidad de reconocimiento corrió a su encuentro y le tomó en custodia. Amenazado e interrogado por los exploradores, el hombre se apresuró a hablar, pero quienes se quedaron consternados fueron quienes le amenazaban. —Si me preguntáis si he visto a los hombres del señor Hideyoshi en la carretera, debo decir que sí, ciertamente los he visto. A primera hora de esta mañana, en la zona de Fuwa, y ahora mismo, al pasar por Tarui. —¿Cuántos hombres había ahí? —No estoy seguro, pero desde luego era una fuerza de varios centenares. —¿Varios centenares? Los exploradores intercambiaron miradas. Dejaron que el 66


hombre se marchara e informaron de inmediato a Katsuie. La noticia era bastante inesperada. La fuerza del enemigo era tan pequeña que ahora Katsuie y sus generales sentían más recelos. No obstante, dieron la orden de avanzar y el ejército se puso en marcha. En aquel momento les informaron que un enviado de Hideyoshi cabalgaba hacia ellos. Cuando por fin apareció el hombre, vieron que no era un guerrero vestido con armadura, sino un joven apuesto que vestía una casaca de fina seda sobre un kimono de color glicina. Incluso las riendas de su caballo estaban vistosamente decoradas. —Me llamo Iki Hanshichiro —anunció el joven—, el paje del señor Hidekatsu. He venido para ofrecer mis servicios como guía del señor Katsuie. Hanshichiro pasó al trote por el lado de los exploradores, los cuales se quedaron desconcertados. Gritando confusamente, su jefe fue tras él, casi cayéndose del caballo en su persecución. Katsuie y su estado mayor miraron al joven con suspicacia. Habían previsto una batalla, y la excitación ante la pelea inminente había ido en aumento. Entonces, en medio de sus lanzas y las mechas encendidas de los mosquetes, aquel joven elegante desmontó con elegancia e hizo una cortés reverencia. —¿El paje del señor Hidekatsu? —dijo Katsuie—. No tengo idea de qué significa su presencia, pero traedle aquí. Hablaremos con él. Katsuie había hollado la hierba al lado de la carretera y estaba en pie a la sombra de unos árboles. Mientras instalaban su escabel de campaña, logró ocultar la rígida tensión de sus subordinados, así como la suya propia. Invitó al enviado a sentarse. —¿Traes un mensaje? —Debéis de estar muy cansado del largo viaje a casa con este calor —dijo Hanshichiro formalmente. Resultaba extraño, pero sus palabras sonaban exactamente como las de un saludo en tiempo de paz. Cogió una caja de cartas que le pendía del hombro sujeta a un cordón rojo. 67


—El señor Hideyoshi os envía sus saludos —añadió, al tiempo que entregaba la misiva a Katsuie. Katsuie recibió la carta con suspicacia y no la abrió de inmediato. Miró a Hanshichiro, parpadeando. -—¿Dices que eres el paje del señor Hidekatsu? —Sí, mi señor. —¿Goza el señor Hidekatsu de buena salud? —Sí, mi señor. —Supongo que ha crecido. —Este año cumplirá diecisiete años, mi señor. —Vaya, ¿ya es tan mayor? Qué rápido pasa el tiempo, ¿verdad? No le veo desde hace mucho. —Hoy su padre le ha ordenado que vaya a Tarui para dar la bienvenida. —¿Cómo? —dijo Katsuie, sorprendido. El peso de su fornido cuerpo, que igualaba a la sorpresa de su corazón, aplastó una piedra bajo una de las patas del escabel. Hidekatsu, que era hijo de Nobunaga, había sido adoptado por Hideyoshi. —¿Bienvenida? ¿A quién? —A Vuestra Señoría, por supuesto. Hanshichiro se cubrió el rostro con su abanico y se rió. Los párpados y la boca de su adversario se movían sin que pudiera controlarlos, y el muchacho apenas pudo contener su sonrisa. —¿A mí? —musitó Katsuie—. ¿Ha venido a darme la bienvenida a mí? —Primero echad un vistazo a la carta, mi señor —le pidió Hanshichiro. Katsuie estaba tan aturdido que se había olvidado por completo de la carta que tenía en la mano. Asintió repetidas veces sin ninguna razón en particular. Mientras sus ojos seguían las palabras escritas, toda una gama de emociones se reflejó en su rostro. La carta no era de Hidekatsu, sino que se debía inequívocamente al pincel de Hideyoshi, y expresaba una total generosidad. 68


Habéis recorrido muchas veces la ruta entre el norte de Omi y Echizen, por lo que supongo que conocéis el camino. De todos modos, os envío a mi hijo adoptivo, Hidekatsu, para que os guíe. Corre el rumor infundado, indigno de que reparéis en él, según el cual Nagahama sería un lugar ventajoso desde donde obstaculizar vuestro regreso a casa. A fin de contradecir unos informes tan malévolos, he enviado a mi hijo adoptivo para que os salude, y podéis tomarle como rehén hasta que hayáis pasado por estas tierras sin percance. Me habría gustado agasajaros en Nagahama, pero estoy enfermo desde que abandoné Kiyosu... Tranquilizado por las palabras del enviado y la carta, Katsuie no pudo dejar de reflexionar en su propio apocamiento. Le había atemorizado lo que pudiera albergar el corazón de Hideyoshi, y ahora se sentía aliviado. Desde hacía tiempo tenía una reputación de estratega inteligente, y le consideraban tan lleno de intrigas que cada vez que hacía algo la gente se apresuraba a decir que Katsuie volvía a emplear sus viejas mañas. Sin embargo, en momentos como aquéllos, ni siquiera iba a molestarse en ocultar sus emociones con una indiferencia fingida. Ésa era la parte de su carácter que el difunto Nobunaga había comprendido bien, considerando que el valor de Katsuie, su naturaleza conspiradora y su sinceridad eran rasgos característicos que podrían serle de gran utilidad. Por ello había dado a Katsuie la gran responsabilidad de ser el comandante en jefe de la campaña del norte, había puesto bajo su mando a numerosos guerreros y una gran provincia y había confiado plenamente en él. Ahora, cuando Katsuie pensaba en el señor que le había conocido mejor que nadie más en el mundo y que ya no estaba entre los vivos, tenía la sensación de que no había nadie más en quien pudiera depositar su confianza. Pero ahora, de improviso, la carta de Hideyoshi le conmovía, y las emociones que abrigaba hacia su rival se invirtieron por completo en un instante. Reflexionó francamente en el he69


cho de que su enemistad se había basado del todo en sus propias sospechas y su apocamiento. Así pues, Katsuie consideró de nuevo la situación. «Ahora que nuestro señor ha desaparecido, Hideyoshi será el hombre en quien depositar nuestra confianza.» Aquella noche conversó afectuosamente con Hidekatsu. Al día siguiente cruzó Fuwa en compañía del joven y entró en Nagahama, embargado todavía por sus nuevas y cálidas impresiones. Pero en Nagahama, después de que, junto con sus servidores de alto rango, hubiera acompañado a Hidekatsu hasta el portal del castillo, volvió a sentirse conmocionado al descubrir que Hideyoshi llevaba cierto tiempo ausente. Había ido a Kyoto para intervenir en unos importantes asuntos de estado. —¡Hideyoshi ha vuelto a embaucarme! —exclamó Katsuie, recobrando rápidamente la irritación, y se apresuró a ponerse en marcha por la carretera que conducía a su provincia. Era a fines del séptimo mes. Hideyoshi cumplió la promesa que había hecho y entregó el castillo y las tierras de Nagahama a Katsuie, el cual, a su vez, las entregó a su hijo adoptivo, Katsutoyo. Katsuie aún no sabía por qué Hideyoshi había insistido en la conferencia de Kiyosu para que el castillo fuese entregado a Katsutoyo, y tampoco los asistentes a la conferencia y el público en general sospechaba de esa condición ni siquiera se detenía a considerar qué se proponía Hideyoshi. Katsuie tenía otro hijo adoptivo, Katsutoshi, un muchacho que aquel año cumpliría los quince. Los miembros del clan Shibata cuyos sentimientos se veían afectados, se lamentaban diciendo que si la relación entre Katsuie y Katsutoyo era tan fría, sólo podían temer por el futuro del clan. —Katsutoyo es tan indeciso —se quejaba Katsuie—. Nunca hace nada con auténtica claridad y decisión. Ni siquiera tiene la propensión adecuada a ser mi hijo. Katsutoshi, por otro 70


lado, carece por completo de malicia y realmente me considera su padre. Pero si Katsuie prefería Katsutoshi a Katsutoyo, favorecía aún más a su sobrino Genba. Su afecto por Genba iba más allá del que se siente naturalmene por un sobrino o un hijo, y tendía a abandonarse a esa emoción. Así pues Katsuie velaba por los hermanos menores de Genba, Yasumasa y Katsumasa, a los que había instalado en castillos estratégicos cuando todavía sólo eran veinteañeros. En medio de ese profundo afecto entre miembros de la familia y servidores, solamente Katsutoyo se sentía insatisfecho con su padre adoptivo y los hermanos Sakuma. Cierta vez, por ejemplo, durante las celebraciones de Año Nuevo, cuando la familia y los servidores de Katsuie habían acudido para felicitarle en Año Nuevo, Katsuie ofreció el primer brindis. Katsutoyo había supuesto con naturalidad que se lo ofrecería a él, y había avanzado respetuosamente de rodillas. —No es para ti, Katsutoyo, es para Genba —dijo Katsuie, retirando la taza. Llegó a saberse en otros lugares que este desaire había causado el descontento de Katsutoyo, y sin duda el incidente fue recogido por espías de otras provincias. Desde luego esa información llegó a oídos de Hideyoshi. Antes de entregar Nagahama a Katsutoyo, era necesario que Hideyoshi trasladase a su familia a un nuevo hogar. —Nos trasladaremos a Himeji dentro de poco. Allí la temperatura es agradable en invierno, y abunda el pescado del mar Interior. Con estas órdenes, la madre y la esposa de Hideyoshi, así como toda la servidumbre, se trasladaron a su castillo de Harima. Pero el mismo Hideyoshi no los acompañó. No había tiempo que perder. El castillo de Takaradera, cerca de Kyoto, había sido completamente renovado. Aquélla fue la fortaleza de Mitsuhide en la época de la batalla de Yamazaki, y existía una razón por la que Hideyoshi no envió a su madre y esposa a vivir allí. Él se trasladaba del castillo de Takara71


dera a la capital en días alternos y, al regresar, supervisaba la construcción. En los días de ausencia trabajaba para el gobierno de la nación. Ahora tenía la responsabilidad de salvaguardar el palacio imperial y ocuparse de la administración de la ciudad, así como de supervisar las diversas provincias. De acuerdo con la decisión original tomada en la conferencia de Kiyosu, todas las fases del gobierno de Kyoto serían administradas igualmente por los cuatro regentes, Katsuie, Niwa, Shonyu y Hideyoshi, y nunca existió la intención de que sólo fuesen responsabilidad de Hideyoshi. Pero Katsuie estaba lejos, en Echizen, llevando a cabo ciertas maniobras secretas con Nobutaka y otros en Gifu e Ise. Niwa, aunque se encontraba cerca, en Sakamoto, paracía haber pasado ya toda su responsabilidad a Hideyoshi. Y Shonyu había declarado noblemente que, aunque le había sido concedido un título, los problemas de tratar con la administración y la nobleza rebasaban sus capacidades y no quería ocuparse más de una y la otra. Era en estos aspectos en los que Hideyoshi tenía una verdadera habilidad. Su talento era mucho más administrativo que cualquier otra cosa. Sabía que su talento principal no tenía que ver con el campo de batalla, pero comprendía claramente que si un hombre tenía elevados ideales pero era derrotado en el campo de batalla, no podría llevar a la práctica grandes obras administrativas. Por eso lo arriesgaba todo en una batalla y, una vez había comenzado una campaña, luchaba hasta vencer o morir. Como recompensa por sus hazañas marciales, la corte imperial informó a Hideyoshi que se le concedía el cargo de teniente general de la guardia imperial. Hideyoshi rehusó, aduciendo que no tenía méritos para recibir semejante honor, pero la corte insistió benignamente y al final Hideyoshi aceptó un título menor. ¡Cuántos se apresuran a encontrar defectos en aquellos que triunfan en el mundo! ¡Cuántas personas de espíritu mezquino hablan contra quienes trabajan honestamente! 72


Esto es siempre cierto, y cada vez que se produce un cambio, es probable que el torrente de los chismorreos sea especialmente violento. —Hideyoshi se apresura a exponer su arrogancia. Incluso sus subordinados están adquiriendo autoridad. —Dejan de lado al señor Katsuie. Es como si no hubiera nadie más a quien servir. —Cuando uno observa la influencia que ha obtenido recientemente, es como si proclamaran que el señor Hideyoshi es el sucesor del señor Nobunaga. Las críticas que le dirigían eran ciertamente ruidosas, pero, como sucede siempre en tales casos, las identidades de los acusadores permanecían desconocidas. Tanto si oía los rumores como si no, Hideyoshi no se preocupaba. No tenía tiempo para escuchar los chismorreos. Nobunaga murió el sexto mes, y a mediados del mismo mes tuvo lugar la batalla de Yamazaki. El séptimo mes se celebró la conferencia de Kiyosu. A fines de ese mes Hideyoshi se retiró de Nagahama, trasladando su familia a Himeji, y en el octavo dio comienzo la construcción del castillo de Takaradera. Ahora continuaba sus viajes de ida y vuelta entre Kyoto y Yamazaki. Si estaba en Kyoto, por la mañana presentaba sus respetos en el palacio imperial, por la tarde inspeccionaba la ciudad, por la noche examinaba asuntos de gobierno, contestaba cartas y saludaba a invitados. A medianoche revisaba cartas de provincias distantes y al amanecer tomaba decisiones relativas a las peticiones de sus subordinados. Cada día fustigaba a su caballo en dirección a algún lugar, masticando todavía el alimento de su última comida. Frecuentaba una serie de lugares (la mansión de un noble cortesano, reuniones, inspecciones), y recientemente se había dirigido en varias ocasiones hacia la zona norte de Kyoto. Era allí donde había ordenado que comenzara un enorme proyecto de construcción. Dentro de los terrenos del templo Daitoku, había empezado a levantar otro templo, el Sokenin. —Debe estar terminado el séptimo día del décimo mes. 73


Terminad de limpiar la zona el octavo día y completad los preparativos para todas las ceremonias el noveno. No debe quedar nada pendiente por hacer el décimo día. Dio estas órdenes con mucha firmeza a Hikoemon y a su cuñado, Hidenaga. Fuera cual fuese el proyecto de construcción emprendido por Hideyoshi, no cambiaría la fecha límite. El servicio fúnebre tuvo lugar en un santuario iluminado por lámparas que medía ciento ochenta y cuatro varas de anchura. El dosel de brillantes colores centelleaba, los millares de faroles parecían estrellas y el humo del incienso se deslizaba entre los estandartes ondeantes, creando nubes purpúreas sobre las cabezas de los asistentes. Sólo entre los sacerdotes, asistieron venerables sabios de los cinco templos Zen principales, así como sacerdotes de las ocho sectas budistas. Los coetáneos que contemplaron la ceremonia la describieron como si los quinientos arhats y los tres mil discípulos del Buda estuvieran reunidos ante sus ojos. Tras las ceremonias de lectura de sutras y diseminación de flores delante del Buda, los abades de los templos Zen presentaron sus respetos. Finalmente el abad Soken recitó la gatha de despedida y gritó: «Kwatz!» con todas sus fuerzas. Por un instante se hizo un silencio absoluto. Luego, cuando sonó de nuevo la música solemne, cayeron las flores de loto y, uno tras otro, los participantes ofrecieron incienso en el altar. Sin embargo, cerca de la mitad de los familiares de Oda que indudablemente deberían haber asistido no se presentaron. Samboshi no había aparecido, como tampoco Nobutaka, Katsuie o Takigawa. Pero quizá lo más insondable de todo eran las intenciones de Tokugawa Ieyasu, el cual, tras el incidente en el templo Honno, se encontraba en una posición extraordinaria. Nadie era capaz de juzgar cuáles eran sus pensamientos o cómo sus fríos ojos contemplaban los acontecimientos presentes.

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Las nieves de Echizen

Nevaba día y noche en la fría Echizen, sin dejar resquicio alguno a través del cual uno pudiera liberar su corazón. Pero aquel año, tras los muros del castillo de Kitanosho, hacía más calor que de costumbre. Esta circunstancia insólita se debía a la presencia de la señora Oichi y sus tres hijas. Pocas veces se veía a la dama, pero las hijas no soportaban el encierro en sus aposentos. La mayor, Chacha, tenía quince años, la mediana once y la más pequeña sólo nueve. Para ellas incluso la caída de las hojas era causa de asombro, y sus risas resonaban por los corredores de la ciudadela. Sus voces atraían a Katsuie a los aposentos femeninos, donde confiaba en olvidar sus muchas preocupaciones entre las alegres risas, pero cada vez que él se presentaba los semblantes de las niñas se oscurecían y ni reían ni sonreían. Incluso la señora Oichi se mostraba solemne y callada, bella y fría. —Pasad, mi señor, por favor —le decía, invitándole a sentarse junto al pequeño brasero de hierro colado. Incluso después de su matrimonio, se hablaban entre ellos con la formalidad de un servidor que se dirige a un miembro de la familia de su señor. 75


—Vuestra soledad debe de ser mayor al ver la nieve y sentir el frío de este lugar por primera vez, mi señora —le dijo Katsuie, solidarizándose con ella. -—No tanto, mi señor, no tanto —replicó Oichi, pero era evidente que anhelaba un clima más cálido—. ¿Cuándo empiezan a fundirse las nieves de Echizen? —Esto no es Gifu o Kiyosu. Cuando allí florecen las flores de colza y empiezan a caer las de cerezo, estas montañas siguen cubiertas de nieve en fusión. —¿Y hasta entonces? —Es así a diario. —¿Queréis decir que nunca se funde? —¡Hay demasiada nieve acumulada! ■—respondió Katsuie bruscamente. Al recordar el largo tiempo en que la nieve cubriría Echizen, su corazón se llenaba de pesar. Y así era incapaz de pasar siquiera un momento de ocio con su familia. Katsuie regresó a la ciudadela con tanta celeridad como la había abandonado. Acompañado por sus pajes, caminó a grandes zancadas a lo largo del corredor cubierto por un tejado a través del cual soplaba el viento cargado de nieve. En cuanto se hubo marchado, las tres niñas salieron a la terraza para cantar canciones, no de Echizen sino de su Owari natal. Katsuie no miró atrás. Antes de entrar en la ciudadela principal, ordenó a uno de sus pajes: —Diles a Gozaemon y Gohei que vayan a mi habitación en seguida. Ambos hombres eran servidores importantes del clan Shibata, veteranos en los que Katsuie confiaba. —¿Has enviado un mensajero a Maeda Inuchiyo? —preguntó Katsuie a Gozaemon. —Sí, mi señor, partió hace poco -—replicó el hombre—. ¿Queríais añadir algo al mensaje, mi señor? Katsuie asintió en silencio, sumido en sus pensamientos. La noche anterior un consejo de todo el clan había discutido un asunto importante que se resumía en una sola palabra: Hi76


deyoshi, y su decisión no había sido pasiva. Takigawa Kazumasu conseguiría la adhesión de Ise. Nobutaka persuadiría a Gamo Ujisato para que se uniera a ellos y solicitara la ayuda de Niwa Nagahide. El mismo Katsuie escribiría a Tokugawa Ieyasu para sondear sus intenciones, y ya había sido enviado un mensajero al viejo e intrigante shogun, Yoshiaki. Finalmente, confiaban en que, cuando llegara el momento, los Mori atacaran a Hideyoshi desde la retaguardia. Ése era el plan, pero la actitud de Ieyasu no estaba nada clara. Y aunque era fácil tentar la inconstancia de Yoshiaki, las esperanzas de persuadir a los Mori para que se unieran a su causa parecían muy escasas. No sólo eso, sino que Gamo Ujisato, el hombre a quien debía atraer Nobutaka, ya era aliado de Hideyoshi, mientras que Niwa se mantenía discretamente en el centro, declarando que no podía tomar partido por ninguno de los antiguos servidores de su señor y que sólo defendería al heredero legítimo, el señor Samboshi. Por entonces Hideyoshi estaba celebrando en Kyoto el magnífico servicio fúnebre en honor de Nobunaga, que había atraído la atención del país entero. La creciente fama de Hideyoshi hacía pensar al orgulloso Katsuie en si debía actuar y con qué rapidez, pero las montañas de Echizen respondían a sus planes con nieve. Planeaba grandes campañas, pero no podía mover a su ejército para librarlas. Durante la conferencia había llegado una carta de Kazumasu en la que sugería a Katsuie que la mejor estrategia sería esperar hasta la primavera y completar su gran empresa en una sola campaña. Hasta entonces, decía Kazumasu, Katsuie tendría que hacer las paces con Hideyoshi. Katsuie reflexionó en este consejo y decidió que era la manera correcta de enfrentarse a la situación. —Si queréis decir algo más al señor Inuchiyo, enviaré otro mensajero —repitió Gozaemon, al observar la expresión preocupada de Katsuie. Katsuie confió sus dudas a aquellos hombres. —En la conferencia accedí a enviar dos servidores de con77


fianza junto con Inuchiyo para que negociaran la paz con Hideyoshi, pero ahora no sé... —¿Qué queréis decir, mi señor? —le preguntó uno de los servidores. —No sé qué pensar de Inuchiyo. —¿Os preocupan sus habilidades como enviado? —Conozco bien sus habilidades, pero cuando Hideyoshi era todavía un soldado de a pie, eran amigos íntimos. —No creo que debáis preocuparos por eso. —¿Estás seguro? —Desde luego —afirmó Gozaemon—. Tanto la provincia de Inuchiya en Noto como la de su hijo en Fuchu están rodeadas por vuestras tierras y los castillos de vuestros servidores. Así pues, no sólo está geográficamente aislada de Hideyoshi, sino que tendrá que dejar a su esposa e hijos como rehenes. Gohei era de la misma opinión. —Nunca ha habido ninguna discordia entre los dos, mi señor, y el señor Inuchiyo os ha servido fielmente en toda la larga campaña del norte. Hace muchos años, cuando era un joven samurai en Kiyosu, el señor Inuchiyo tenía una reputación de alocado, pero ya no es el mismo y ahora su nombre se asocia con integridad y honestidad, la gente reconoce en seguida la fe que tiene en él. Así pues, en vez de preocuparos, me pregunto si no es el hombre más apropiado que podríamos enviar. Katsuie empezó a creer que tenían razón. Ahora podía reír, sabiendo que sus sospechas eran infundadas. Pero si por alguna razón el plan salía mal, toda la situación se volvería con rapidez contra Katsuie. Además, estaba inquieto porque su ejército no podría moverse hasta la primavera. El aislamiento de Nobutaka en Gifu y el de Takígawa en Ise le turbaban todavía más. En consecuencia, la misión del enviado era esencial para el éxito de su estrategia. Pocos días después Inuchiyo llegó a Kitanosho. Aquel año cumpliría cuarenta y cuatro años, uno menos que Hideyoshi. Su larga experiencia en el campo de batalla le había atempera78


do, y a pesar de la pérdida de un ojo conservaba su aplomo y seguridad en sí mismo. La recepción de que fue objeto por parte de Katsuie, excesivamente cálida, le hizo sonreír. La señora Oichi también estaba presente para saludarle, pero Inuchiyo le dijo con galantería: —Debe de seros desagradable permanecer en esta fría habitación con un grupo de ásperos samurais, mi señora. Ante la insistencia para que se retirase, la señora Oichi regresó a sus aposentos. Katsuie lo tomó por deferencia, pero Inuchiyo lo había hecho como un gesto de simpatía hacia Oichi, en quien veía a Nobunaga, el hermano muerto de la dama. —Veo que respondéis a vuestra antigua reputación —le dijo Katsuie—. Tenía entendido que erais experto en esto. —¿Os referís al sake? —Me refiero a grandes cantidades de sake. Inuchiyo se rió de buena gana. Su único ojo brillaba a la luz de las velas. Era todavía el hombre apuesto a quien Hideyoshi conociera en su juventud. —Hideyoshi nunca ha sido muy bebedor —comentó Katsuie. —Es cierto. En seguida se le enrojecía la cara. —Pero recuerdo que, cuando\erais jóvenes, a menudo los dos os pasabais la noche entera bebiendo juntos. —Sí, el libertinaje nunca fatigaba a aquel joven Mono. Era un experto. En cuanto a mí, cuando bebía más de la cuenta me tendía a dormir en cualquier parte. —Supongo que seguís siendo amigos íntimos. —La verdad es que no. Nadie es menos digno de confianza que un antiguo compañero de bebida. —¿De veras? —Sin duda os acordáis, señor Katsuie, de aquellos días dedicados a comer, beber y cantar hasta el amanecer. Los amigos se rodeaban mutuamente los hombros con sus brazos y revelaban cosas de las que ni siquiera hablarían con sus propios hermanos. En tales momentos uno cree que esa persona es el mejor amigo que ha tenido jamás, pero luego ambos intervenís en 79


el mundo real y tenéis un señor o una esposa e hijos. Al mirar atrás y examinar los sentimientos que teníais cuando estabais juntos en el cuartel, descubres que han cambiado mucho. La manera de ver el mundo, los ojos con los que miras a los demás... Has evolucionado, tu amigo no es el mismo y tú tampoco. Los amigos realmente fieles, puros y abnegados son los hombres que conocemos en medio de la adversidad. —En ese caso, tenía una impresión errónea. —¿Qué queréis decir, mi señor? —Creía que vos y Hideyoshi teníais una relación más profunda, y estaba a punto de pediros que me hicierais un favor. —Si vais a pedirme que luche con Hideyoshi, no alzaré mi lanza contra él, pero si vais a celebrar conversaciones de paz, me gustaría estar en la vanguardia. ¿O se trata de algo diferente? Inuchiyo había dado en el clavo. Sin decir nada más, sonrió y alzó su taza. ¿Cómo se había filtrado el plan hasta llegar a sus oídos? En los ojos de Katsuie se revelaba su confusión. Pero tras reflexio nar un momento, se dio cuenta de que él mismo había puesto a prueba a Inuchiyo sobre la cuestión de Hideyoshi desde el mis mo principio. \ Aunque viviera en las provincias, Inuchiyo no era la clase de hombre que vive en un rincón. Sabía ciertamente lo que sucedía en Kyoto y comprendía con claridad el problema existente entre Katsuie y Hideyoshi. Además, Inuchiyo había recibido la llamada urgente de Katsuie y acudido con presteza, a pesar de la nieve. Al reflexionar en el asunto, Katsuie tenía que revisar su opinión de Inuchiyo a fin de saber cómo dominarlo. Inuchiyo era un hombre cuyo poder iría en aumento con los años. Al igual que Sassa Narimasa, estaba bajo el mando de Katsuie por orden de Nobunaga. Durante los cinco años de la campaña del norte, Katsuie había tratado a Inuchiyo como uno de sus propios servidores, e Inuchiyo había obedecido a Katsuie. Pero ahora que Nobunaga estaba muerto, Katsuie se preguntaba si la relación seguiría inmutable. Todo se reducía a que la au80


toridad de Katsuie había dependido de Nobunaga. Tras el fallecimiento de éste, Katsuie no era más que un general entre otros muchos. —No tengo ningún deseo de luchar con Hideyoshi —dijo Katsuie riendo—, pero me temo que los rumores digan otra cosa. Cuando un hombre madura, se vuelve experto en una manera de reír que corre un velo sobre sus verdaderos sentimientos. Katsuie siguió diciendo: —Sé que parece extraño el despacho de un enviado a Hideyoshi cuando no estamos en guerra, pero he recibido varias cartas del señor Nobutaka y Takigawa instándome a enviar a alguien. Han pasado menos de seis meses desde la muerte del señor Nobunaga, y ya corren rumores de que sus servidores supervivientes están luchando entre ellos. Es un estado de cosas ignominioso. Además, no creo que debamos dar a los Uesugi, los Hojo y los Mori la oportunidad que están esperando. —Comprendo, mi señor —dijo Inuchiyo. Katsuie nunca había sido muy ducho en dar explicaciones, e Inuchiyo aceptó el encargo con pocas palabras, como si fuese innecesario escuchar los detalles tediosos. Al día siguiente Inuchiyo salió de Kitanosho acompañado por dos hombres, Fuwa Hikozo y Kanamori Gorohachi. Ambos eran fieles servidores del clan Shibata y, aunque tenían la misión de enviados, su verdadero papel era el de vigilar a Inuchiyo. El día veintisiete del décimo mes, los tres hombres llegaron a Nagahama para recoger a Katsutoyo. Lamentablemente, el joven estaba enfermo. Los enviados le aconsejaron que se quedara, pero Katsutoyo insistió en ir con ellos, y el grupo viajó desde Nagahama a Otsu en barco. Pasaron una noche en la capital y llegaron al castillo de Takadera al día siguiente. Aquél era el campo de batalla donde Mitsuhide fue derrotado el verano anterior. Donde antes no había más que una pobre aldea con una ruinosa casa de postas, se estaba alzando ahora una próspera ciudad fortificada. Después de que los enviados cruzaran el río Yodo, vieron los andamios que cubrían el castillo. El suelo de la carretera presentaba hondos surcos 81


producidos por el paso de bueyes y caballos, y todo cuanto veían revelaba los enérgicos planes de Hideyoshi. Incluso Inuchiyo empezaba a cuestionar las intenciones de Hideyoshi. Katsuie, Takigawa y Nobutaka acusaban a éste de descuidar al señor Samboshi y trabajar en su propio beneficio. Estaba construyendo en Kyoto la base de su poder, mientras invertía sumas enormes en la construcción de castillos fuera de la capital. Tales proyectos no tenían nada que ver con los clanes enemigos en el oeste o el norte, por lo que cabía hacerse la inquietante pregunta: ¿contra quién preparaba a su ejército en el mismo corazón de la nación? ¿Qué había dicho Hideyoshi en su defensa? También él tenía varias quejas. La promesa efectuada en la conferencia de Kiyosu de trasladar a Samboshi a Azuchi no se había cumplido, y además Nobunaga y Katsuie no habían asistido al servicio fúnebre en memoria de Nobunaga. El encuentro entre Hideyoshi y los enviados tuvo lugar en la ciudadela principal parcialmente reconstruida. Les sirvieron comida y té antes de que comenzaran las negociaciones. Era la primera vez que Hideyoshi e Inuchiyo se reunían desde la muerte de Nobunaga. —¿Qué edad tienes, Inuchiyo? —le preguntó Hideyoshi. —Pronto cumpliré cuarenta y cuatro. —Los dos nos estamos haciendo viejos. —¿Qué quieres decir? Sigo siendo un año más joven que tú, ¿no es cierto? —Sí, eso es cierto. Como un hermano menor..., un año más joven. Pero tú eres el que parece más maduro de los dos. —Eres tú quien parece viejo para tu edad. Hideyoshi se encogió de hombros. —En mi juventud también parecía viejo, pero hablando francamente, por muchóque envejezca, no me siento precisamente como una persona adulta, y eso me preocupa. —Alguien dijo que un hombre no debería vacilar después de los cuarenta. —Eso es mentira. 82


—¿Tú crees? —Un caballero no vacila..., eso es lo que dice el proverbio. En nuestro caso sería más cierto decir que los cuarenta es la edad de nuestra primera vacilación. ¿No es eso lo que te ha ocurrido, Inuchiyo? —Sigues bromeando, señor Mono. ¿No estáis de acuerdo, caballeros? Inuchiyo sonrió a sus compañeros, los cuales no habían dejado de observar que tenía una relación con Hideyoshi lo bastante íntima para llamarle «señor Mono» a la cara. —Por alguna razón no puedo estar de acuerdo ni con la opinión del señor Inuchiyo ni con la vuestra, mi señor —dijo Kanamori, que era el mayor del grupo. —¿Cómo es eso? —le preguntó Hideyoshi, el cual estaba disfrutando claramente de la conversación. —Según mi experiencia, yo diría que un hombre no vacila a partir de los quince años. —Es una edad bastante temprana, ¿no? —No tenéis más que mirar a los hombres en su primera campaña. —En eso tienes razón. Firme y constante a los quince, y todavía más a los diecinueve o a los veinte, pero a los cuarenta empiezas a perder lentamente esa firmeza. ¿Qué ocurre entonces cuando uno llega a una edad respetable? —A los cincuenta o sesenta estás realmente confuso. —¿Y a los setenta u ochenta? —Entonces empiezas a olvidar que estás confuso. Todos se echaron a reír. Parecía que el jolgorio duraría hasta la noche, pero el estado de Katsutoyo se estaba deteriorando. Cambió el contenido de la conversación y Hideyoshi sugirió que pasaran a otra sala. Llamaron a un médico, el cual dio unas medicinas a Katsutoyo, y se hizo lo posible para calentar la sala en la que tendrían lugar las conversaciones. Una vez acomodados los cuatro hombres, Inuchiyo abordó el tema. 83


—Creo que has recibido una carta del señor Nobutaka, el cual también te aconseja la paz con el señor Katsuie. Hideyoshi asintió, al parecer muy deseoso de escucharle. Inuchiyo le recordó su deber común como servidores de Nobunaga, y entonces admitió francamente que era Hideyoshi quien había cumplido por completo ese deber. Pero tras haberlo hecho así, parecía no armonizar con los servidores veteranos, descuidaba al señor Samboshi y trabajaba en su propio beneficio. Aunque esto no fuese cierto, Inuchiyo consideraba lamentable que las acciones de Hideyoshi se prestaran a semejante interpretación. Le sugirió que contemplara la situación desde los puntos de vista de Nobutaka y Katsuie. Uno de ellos estaba decepcionado mientras que el otro ahora se sentía incómodo. Katsuie, a quien habían llamado «Rompejarros» y «el Demonio», había avanzado con lentitud y estaba un paso por detrás de Hideyoshi. Incluso en la conferencia de Kiyosu le había dejado a él la iniciativa. —Así pues, ¿no pondréis fin a esta querella? —le preguntó Inuchiyo finalmente—. En realidad no se trata de un problema para una persona como yo, pero sigue afectando gravemente a la familia del señor Nobunaga. Es indecoroso que los servidores supervivientes compartan la misma cama y tengan sueños diferentes. La expresión de los ojos de Hideyoshi pareció cambiar con las palabras de Inuchiyo. Éste había puesto la culpa de la pelea en la puerta de Hideyoshi, y se preparó para encajar una refutación violenta. Hideyoshi asintió de una manera vigorosa e inesperada. —Tienes toda la razón —dijo con un suspiro—. En realidad no soy culpable, y si relacionara mis excusas formarían una montaña, pero cuando contemplo la situación tal como la has explicado, parece que he ido demasiado lejos. Y en ese sentido me he equivocado. Lo dejo en tus manos, Inuchiyo. Las negociaciones concluyeron en seguida. Hideyoshi había hablado con tanta franqueza que los enviados se sentían 84


un tanto perplejos, pero Inuchiyo conocía bien a Hideyoshi. —Te estoy muy agradecido —le dijo muy satisfecho—. Tan sólo oír esas palabras hace que haya valido la pena mi viaje desde el norte. Sin embargo, Fuwa y Kanamori no mostraban una alegría sin reservas. Inuchiyo comprendió la razón de su reticencia y fue un paso más allá. —Pero si tienes algún motivo de descontento que quisieras expresar acerca del señor Katsuie, exprésalo con franqueza. Me temo que estos acuerdos de paz no serán duraderos si ocultas algo. No ahorraré esfuerzos para solucionar cualquier problema, sea cual fuere. —Eso es innecesario —dijo Hideyoshi, riendo—. ¿Soy la clase de persona que reprime algo en su interior y guarda silencio? He dicho todo lo que quería decir, tanto al señor Nobutaka como al señor Katsuie. Ya les he enviado una larga carta explicándolo todo con detalle. —Sí, hemos visto esa carta en Kitanosho. Al señor Katsuie le pareció que cuanto decías en ella era razonable y no habría que volver a mencionarlo durante estas conversaciones de paz. —Entiendo que el señor Nobutaka sugirió la celebración de conversaciones tras leer mi carta. ¿Sabes, Inuchiyo? Puse un cuidado especial en no molestar al señor Katsuie antes de que vinieras aquí. —Pues mira, sé muy bien que a un viejo hombre de estado hay que respetarle en cualquier situación, pero lo cierto es que he hecho resonar los cuernos del Demonio Shibata de vez en cuando. —Es difícil hacer nada sin que resuenen esos cuernos. Incluso cuando los dos éramos jóvenes, esos cuernos nos intimidaban de un modo extraño..., sobre todo a mí. La verdad es que los cuernos del Demonio eran incluso más pavorosos que los estados de ánimo de Nobunaga. —¿Habéis oído eso? —dijo Inuchiyo, riendo—. ¿Habéis oído eso, caballeros? 85


La risa se contagió a los dos hombres. Decir tales cosas delante de ellos no podía considerarse como hablar mal a espaldas de su señor, sino que más bien se trataba de un sentimiento compartido que no podían negar. La mente humana es sutil. Después de aquel momento, Kanamori y Fuwa se sintieron más cómodos con Hideyoshi y relajaron su vigilancia de Inuchiyo. —Éste es realmente un acontecimiento dichoso —dijo Kanamori. —En verdad no podríamos sentirnos más felices —añadió Fuwa—. Más aún, debo agradeceros vuestra generosidad. Hemos completado la misión y salvado nuestro honor. Sin embargo, al día siguiente Kanamori seguía recelando y le dijo a Fuwa: —Si regresamos a Echizen e informamos a nuestro señor sin que el señor Hideyoshi haya firmado un escrito, ¿no parecerá este acuerdo como fiable? Aquel día, antes de partir, los enviados regresaron al castillo para ver a Hideyoshi y presentarle sus respetos. Varios ayudantes y caballos aguardaban ante el portal principal, y los enviados pensaron que Hideyoshi debía de tener invitados. Pero en realidad era Hideyoshi quien se marchaba. En aquel momento salió de la ciudadela principal. —Me alegro de que hayáis venido —les dijo—. Bien, pasemos adentro. —Dio media vuelta y condujo a sus visitantes a una sala—. Anoche lo pasé muy bien. Gracias a vosotros, esta mañana he dormido hasta bastante tarde. Y, en efecto, parecía como si se acabara de levantar y lavar la cara. Sin embargo, aquella mañana cada uno de los enviados parecía un tanto diferente..., como si se hubiera despertado dentro de una envoltura distinta. —Habéis sido muy hospitalario a pesar del mucho trabajo que tenéis, pero hoy regresamos —le dijo Kanamori. Hideyoshi asintió. —En ese caso, os ruego que deis recuerdos de mi parte al señor Katsuie.


—Estoy seguro de que el señor Katsuie estará muy satisfecho por el resultado de las conversaciones de paz. —Vuestra visita en calidad de enviados me ha dado muchos ánimos. Ahora todos esos que quisieran vernos luchar se llevarán una decepción. —Pero ¿no nos haríais el favor de coger el pincel y firmar una promesa solemne, tan sólo para cerrar las bocas de esa gente? —le suplicó Kanamori. Ésa era la cuestión. Eso era lo que de repente se había convertido en esencial para los enviados aquella mañana. Las conversaciones de paz se habían desarrollado con demasiada suavidad, y los hombres, que sólo habían recibido palabras, se sentían inquietos. Aunque informaran a Katsuie de lo que había acontecido, sin alguna clase de documento no era más que una promesa verbal. —Muy bien —replicó Hideyoshi, evidenciando con su expresión que estaba totalmente de acuerdo—. Firmaré un documento y esperaré recibir uno del señor Katsuie. Pero esta promesa no se limita a nosotros dos, y si no se añaden también los nombres de los demás generales veteranos, el documento carecerá de sentido. Hablaré con Niwa e Ikeda de inmediato. No hay ningún inconveniente, ¿verdad? Los ojos de Hideyoshi se encontraron con los de Inuchiyo. —No, ninguno —respondió Inuchiyo con claridad. Sus ojos habían leído el corazón de Hideyoshi. Había visto el futuro incluso antes de salir de Kitanosho. Si a Inuchiyo se le podía llamar bribón, era un bribón agradable. Hideyoshi se levantó. —También yo estaba a punto de irme. Os acompañaré hasta el pueblo. Salieron juntos de la ciudadela. —Hoy no he visto al señor Katsutoyo —dijo Hideyoshi—. ¿Ya se ha ido? —Todavía no se encuentra bien —respondió Fuwa—. Le hemos dejado en su aposento. 87


Montaron a caballo y cabalgaron hasta el cruce de caminos en el pueblo fortificado. —¿Adonde vas hoy, Hideyoshi? —quiso saber Inuchiyo. —Voy a Kyoto, como de costumbre. —Bien, entonces nos separaremos aquí. Aún hemos de regresar a nuestro alojamiento y hacer los preparativos para el viaje. —Me gustaría visitar al señor Katsutoyo para ver si mejora —dijo Hideyoshi. Inuchiyo, Kanamori y Fuwa regresaron a Kitanosho el día diez del mismo mes e informaron de inmediato a Katsuie. Éste se alegró mucho de que su plan para establecer una paz fingida se hubiera desarrollado con más suavidad de lo que él había previsto. Poco después Katsuie tuvo una reunión secreta con sus servidores de más confianza y les dijo: —Mantendremos la paz durante el invierno. En cuanto las nieves se fundan, acabaremos con nuestro enemigo de un solo golpe. En cuanto Katsuie hubo completado la primera etapa de su estrategia haciendo las paces con Hideyoshi, despachó otro enviado, esta vez a Tokugawa Ieyasu. Era a fines del mes undécimo. Durante el último medio año, desde el sexto mes, Ieyasu había estado ausente del centro de actividad. Tras el incidente en el templo Honno, la atención del país entero se había concentrado en llenar el vacío creado cuando el centro se derrumbó tan de repente. Durante ese tiempo, en el que nadie había tenido un momento para mirar a otra parte. Ieyasu había seguido su propio camino independiente. Cuando Nobunaga fue asesinado, Ieyasu se encontraba de visita en Sakai y apenas había podido regresar con vida a su provincia. Ordenó de inmediato preparativos militares y llegó hasta Narumi, pero el motivo que subyacía en esa acción era


muy diferente del que tuvo Katsuie para cruzar a Yanagase desde Echizen. Cuando Ieyasu se enteró de que Hideyoshi había llegado a Yamazaki, comentó: —Nuestra provincia está totalmente en paz. Entonces retiró su ejército a Hamamatsu. Ieyasu nunca se había considerado en la misma categoría que los servidores supervivientes de Nobunaga. Era un aliado del clan Oda, mientras que Katsuie y Hideyoshi eran generales de Nobunaga. Se preguntaba por qué debía intervenir en la lucha entre los servidores supervivientes, por qué debía luchar para hurgar en las cenizas. Y ahora había algo mucho más importante para él. Durante cierto tiempo había esperado ansiosamente una oportunidad de expansión territorial por Kai y Shinano, las dos provincias que bordeaban la suya. No había podido actuar en su propio interés mientras Nobunaga vivía, y probablemente no tendría una oportunidad mejor que la de ahora. El hombre que abrió neciamente un camino hacia esa meta y que dio a Ieyasu una oportunidad espléndida fue Hojo Ujinao, el señor de Sagami, otro de los hombres que se aprovecharon del incidente en el templo Honno. Creyendo que la ocasión estaba madura, un enorme ejército de Hojo formado por cincuenta mil hombres penetró en el antiguo dominio de los Takeda en Kai. Era una invasión a gran escala, ejecutada casi como si Ujinao se hubiera limitado a coger un pincel y trazar una línea en un mapa, apoderándose de lo que creía a su alcance. Esa acción dio a Ieyasu un magnífico motivo para despachar tropas. Sin embargo, sus fuerzas eran sólo de ocho mil hombres. La vanguardia de tres mil hombres detuvo a una fuerza de Hojo formada por más de diez mil antes de reunirse con la fuerza principal de Ieyasu. La guerra duró más de diez días. Finalmente, el ejército de Hojo no tuvo más alternativa que luchar hasta las últimas consecuencias o, como Ieyasu había esperado que hiciera y acabó por hacer, pedir la paz. 89


—Joshu será entregada a los Hojo, mientras que las dos provincias de Kai y Shmano serán concedidas al clan Tokugawa. Tal fue el acuerdo al que llegaron, exactamente lo que Ieyasu había deseado. Los enviados de Shibata Katsuie, con sus caballos de carga y equipos de viaje cubiertos por la nieve de las provincias septentrionales, llegaron a Kai el día once del mes duodécimo. Primero les pidieron que descansaran en los aposentos para invitados de Kofu. El grupo era numeroso y estaba al mando de dos servidores de alto rango de Shibata, Shukuya Shichizaemon y Asami Dosei. Durante dos días tuvieron con ellos ciertas atenciones, pero por lo demás parecía como si los hubieran dejado de lado. Ishikawa Kazumasa se disculpó con efusión, diciéndoles que Ieyasu todavía estaba ocupado por los asuntos militares. Los enviados refunfuñaron por la frialdad de su recepción. Ante los numerosos regalos de amistad enviados por el clan Shibata, los servidores de Tokugawa se habían limitado a recibir una lista de tales regalos sin ninguna otra clase de reconocimiento. Al tercer día les concedieron una audiencia con Ieyasu. Era a mediados de un invierno riguroso. Sin embargo, Ieyasu estaba sentado en una gran sala sin un solo fuego que la caldeara. No parecía un hombre afligido por penalidades e infortunios desde su juventud. Tenía las mejillas rollizas y sus orejas, de grandes lóbulos, daban cierto peso a todo su cuerpo, como los aros de una tetera de hierro. Extrañaba a los visitantes que aquél pudiera ser un gran general que sólo tenía aún cuarenta años. Si Kanamori hubiese acudido como enviado, habría visto en seguida que la frase «sin vacilar a la edad de cuarenta años» era absolutamente aplicable a aquel hombre. —Gracias por venir desde tan lejos con tantas prendas de amistad. ¿Goza el señor Katsuie de buena salud? Hablaba de una manera muy solemne y su voz, aunque sua90


ve, abrumaba a los demás. Sus servidores miraban a los dos enviados, los cuales se sentían como representantes de un clan dependiente que acudieran a entregar tributos. Transmitir el mensaje de su señor sería ahora mortificante, pero no podían evitarlo. —El señor Katsuie os felicita por vuestra conquista de las provincias de Kai y Shinano, y como un símbolo de su felicitación os da estos regalos. —¿El señor Katsuie os envía para que me felicitéis cuando hace tanto tiempo que no estamos en contacto? Es una muestra de cortesía asombrosa. Así pues los enviados emprendieron el camino de regreso a casa con un sabor amargo en la boca. Ieyasu no les había dado ningún mensaje para Katsuie. Iba a ser difícil informar a éste de que Ieyasu no había dicho una sola palabra amable sobre él, aparte de comunicarle el frío tratamiento que ellos mismos habían recibido. Era especialmente exasperante el hecho de que Ieyasu no hubiera escrito ninguna respuesta a la carta afectuosa enviada por Katsuie. En una palabra, no se trataba tan sólo de que su misión hubiera terminado en un rotundo fracaso, sino que Katsuie parecía haberse humillado ante Ieyasu mucho más de lo necesario para sus propios fines. Los dos enviados comentaron la situación con cierta inquietud. Por supuesto, su enemigo, Hideyoshi, destacaba en sus pensamientos más sombríos, pero lo mismo sucedía con sus viejos adversarios, los Uesugi. Si a estos peligros se añadía la amenaza de discordia entre los clanes Shibata y Tokugawa... Sólo podían rezar para que eso no llegase a suceder. Pero la velocidad del cambio siempre deja atrás los temores imaginarios de personas tan timoratas. Más o menos por la época en que los enviados regresaron a Kitanosho, las promesas realizadas el mes anterior se incumplieron, y poco antes de que terminara el año Hideyoshi empezó a avanzar contra el norte de Omi. Al mismo tiempo, y por razones desconocidas, Ieyasu se retiró de improviso a Hamamatsu. 91


Habían transcurrido unos diez días desde el regreso de Inuchiyo a Kitanosho. El hijo adoptivo de Katsuie, Katsutoyo, que se había visto obligado a quedarse en el castillo de Takaradera por enfermedad, por fin se había recuperado y fue a despedirse de su anfitrión. —Nunca olvidaré vuestra amabilidad —le dijo Katsutoyo a Hideyoshi. Hideyoshi acompañó a Katsutoyo hasta Kyoto y se afanó para asegurar que su viaje de regreso al castillo de Nagahama fuese cómodo. Katsutoyo tenía la posición más elevada en el clan Shibata, pero Katsuie le evitaba y los restantes miembros del clan le miraban por encima del hombro. El trato amable que le había dispensado Hideyoshi había causado un cambio en la actitud de Katsutoyo hacia el enemigo de su padre adoptivo. Tras despedir a Inuchiyo y luego a Katsutoyo, transcurrieron casi dos semanas durante las que Hideyoshi no pareció ocuparse de la construcción del castillo ni los acontecimientos de Kyoto, sino que más bien dirigió su atención a asuntos que pasaban desapercibidos para los observadores. A principios del duodécimo mes, Hikoemon, que había sido enviado a Kiyosu, regresó al cuartel general de Hideyoshi, el cual salió entonces del periodo pasivo y paciente de descanso en el que había entrado después de la conferencia de Kiyosu, y por primera vez golpeó con la ficha el tablero de go de la política nacional, señalando así el regreso a la actividad. Hikoemon había ido a Kiyosu para persuadir a Nobuo de que las maniobras secretas de su hermano Nobutaka eran cada vez más amenazadoras, y que los preparativos militares de Katsuie estaban actualmente muy claros. Nobutaka no había trasladado a Azuchi al señor Samboshi, incumpliendo así el tratado firmado tras la conferencia de Kiyosu, sino que le había internado en su propio castillo de Gifu. Eso equivalía a raptar al legítimo heredero del clan Oda. Hideyoshi explicaba en su solicitud que, para poner fin al asunto, sería necesario atacar a Katsuie, el cabecilla de la cons92


piración y causante de la inestabilidad, mientras los Shibata no podían moverse a causa de la nieve. Nobuo había estado descontento desde el mismo principio, y era evidente que Katsuie le desagradaba. Desde luego no creía poder confiar en Hideyoshi para solucionar su futuro, pero este último era una mejor elección que Katsuie. Por lo tanto, no había ningún motivo para que rechazara la petición de Hideyoshi. —El señor Nobuo se mostró realmente entusiasmado —le informó Hikoemon—. Dijo que si vos, mi señor, participarais personalmente en una campaña contra Gifu, él se os uniría. Más que acceder a la petición, parecía alentarnos. —¿Estaba entusiasmado? Casi puedo verle, de veras. Hideyoshi se representó la penosa escena. Aquél era el noble señor de una ilustre casa, pero también un hombre cuyo carácter dificultaba su salvación. Sin embargo, había tenido buena suerte. Antes de la muerte de Nobunaga, Hideyoshi nunca había tendido a proclamar sus aspiraciones o ideas grandiosas, pero tras la desaparición de Nobunaga, y sobre todo después de la batalla de Yamazaki, era consciente de la posibilidad real de que estuviera destinado a dirigir la nación. Ya no ocultaba ni su confianza en sí mismo ni su orgullo. Y había ocurrido otro cambio notable. A un hombre que se propone ser el dirigente de la nación se le suele acusar de que quiere extender su poder, pero recientemente la gente empezaba a tratar a Hideyoshi como el sucesor natural de Nobunaga. De la manera más repentina, un pequeño ejército se reunió ante el portal del templo Sokoku. Los soldados llegaron del oeste, el sur y el norte para congregarse bajo el estandarte de las calabazas doradas, hasta que una fuerza considerable se concentró en el centro de Kyoto. Era el día séptimo del mes duodécimo. Brillaba el sol de la mañana y un viento seco barría las calles. La gente no tenía idea de lo que ocurría. El gran servicio 93


fúnebre celebrado durante el décimo mes se había distinguido por su pompa y magnificencia, y era fácil que la gente cayera en la trampa de sus propios juicios mezquinos. Sus expresiones mostraban que se habían engañado creyendo que de momento no habría otra guerra. —El mismo señor Hideyoshi cabalga en cabeza. Las fuerzas de Tsutsui están aquí, así como el ejército del señor Niwa. Pero los hombres que estaban al lado de la carretera se mostraban perplejos por el destino de la expedición. La serpenteante columna de armaduras y cascos pasó con mucha rapidez a través de Keage y se unió a las fuerzas que aguardaban en Yabase. Los barcos de guerra que transbordaban a las tropas partieron las blancas olas en formación cerrada, rumbo al nordeste, mientras el ejército que seguía la ruta terrestre acampó tres noches en Azuchi y llegó al castillo de Sawayama el día diez. El día trece Hosokawa Fujitaka y su hijo, Tadaoki, llegaron desde Tamba y solicitaron de inmediato una audiencia con Hideyoshi. —Me alegro de que hayáis venido —les dijo afectuosamente Hideyoshi—. Supongo que la nieve os habrá incomodado un poco. Habida cuenta de la situación en que se encontraban, Fujitaka y su hijo debían de haber pasado los últimos seis meses con la sensación de que caminaban sobre una delgada capa de hielo. Mitsuhide y Fujitaka habían sido buenos amigos mucho antes de que sirvieran a Nobunaga. La esposa de Tadaoki era hija de Mitsuhide. Además, existían muchos otros vínculos entre los servidores de los dos clanes. Tan sólo por estos motivos, Mitsuhide había estado seguro de que Fujitaka y su hijo le apoyarían en su rebelión. Pero Fujitaka no se unió a él. Si se hubiera dejado dominar por sus sentimientos personales, probablemente su clan habría sido destruido con los Akechi. Desde luego él se habría sentido como si estuviera poniendo en equilibrio un huevo encima de 94

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otro. Haber actuado con prudencia de cara al exterior y evitado el peligro en el interior debía de haber sido doloroso en extremo. Había salvado la vida de la esposa de Tadaoki, pero su clemencia había creado una querella interna en su clan. Por entonces Hideyoshi le había absuelto y reconocido la lealtad mostrada por los Hosokawa. Así pues, recibían la hospitalidad de Hideyoshi, y éste, al mirar a Fujitaka, veía que sus patillas habían adquirido el color de la escarcha en el último medio año. Pensó que aquel hombre era un maestro, reconociendo al mismo tiempo que, para resistir la corriente de los tiempos sin cometer errores, habría tenido que sacrificar poco a poco su salud y perder la negrura de su cabello. Sin poder evitarlo, cada vez que miraba a Fujitaka sentía lástima de él. —Están tocando el tambor en el otro lado del lago y también en la ciudad fortificada, y parecéis preparado para atacar —le dijo Fujitaka—. Confío en que nos haréis el honor de colocar a mi hijo en la vanguardia. —¿Os referís al asedio de Nagahama? —replicó Hideyoshi. Parecía hablar fuera de propósito, pero entonces respondió en un tono distinto—: Atacamos por mar y tierra, pero el verdadero objetivo del ataque está dentro y no fuera del castillo. Estoy seguro de que los servidores de Katsutoyo vendrán aquí esta noche. Mientras Fujitaka reflexionaba en las palabras de Hideyoshi, recordó de nuevo el antiguo proverbio «Quien hace descansar bien a sus hombres podrá pedirles que hagan esfuerzos desesperados». El hijo de Fujitaka, que miraba a Hideyoshi, también recordó algo. Cuando el destino del clan Hosokawa se encontraba en una gran encrucijada y todos sus servidores se reunieron para determinar su línea de acción, Fujitaka habló y les indicó exactamente la posición a tomar: «En esta generación sólo he visto dos hombres que realmente se apartan de lo común. Uno es el señor Tokugawa Ieyasu, el otro es sin lugar a dudas el señor Hideyoshi». 95


Al recordar ahora estas palabras, el joven sólo podía preguntarse si serían ciertas. ¿Era aquel hombre el que su padre consideraba fuera de lo corriente? ¿Era en verdad Hideyoshi uno de los dos generales auténticamente grandes de su generación? Cuando se retiraron a sus aposentos, Tadaoki expresó sus dudas. —Supongo que no comprendes —musitó Fujitaka—. Todavía te falta experiencia. —Consciente de la insatisfacción de Tadaoki, supuso lo que pensaba su hijo y añadió—: Cuanto más te acercas a una gran montaña, menos puedes percibir su enorme tamaño. Cuando empiezas a subirla, no te haces cargo en absoluto de su tamaño. Al escuchar y luego comparar los comentarios de todo el mundo, comprendes que la mayoría hablan sin haber visto la totalidad de la montaña y, tras haber visto sólo un pico o un valle, imaginan que lo han visto todo. Pero lo cierto es que están juzgando el conjunto cuando sólo han visto una parte. Tadaoki se quedó con las dudas que tenía, pese a la lección recibida. Sin embargo, sabía que su padre tenía mucha más experiencia del mundo que él, y no le quedaba más remedio que aceptar lo que le decía. Entonces ocurrió algo sorprendente. Dos días después de su llegada, el castillo de Nagahama pasó a manos de Hideyoshi sin que un solo soldado resultara herido. Sucedió exactamente lo que Hideyoshi había predicho a Fujitaka y su hijo: «El castillo será capturado desde el exterior». Los enviados eran tres servidores de alto rango de Shibata Katsutoyo, los cuales traían una promesa escrita en la que Katsutoyo y todos sus servidores juraban obedecer y servir a Hideyoshi. —Han actuado con discernimiento —dijo Hideyoshi, aparentemente satisfecho. Según las condiciones de la promesa, el territorio del castillo seguiría siendo el mismo de antes y a Katsutoyo se le permitiría continuar como su poseedor. 96


Cuando Hideyoshi entregó el castillo, la gente comentó la rapidez con que se había resignado a la pérdida de una posesión tan estratégica. Recuperar el castillo había sido tan fácil como pasar algo de la mano izquierda a la derecha. Pero aunque Katsutoyo hubiera pedido refuerzos a Echizen, no habrían podido acudir debido a las densas nevadas. Además, Katsuie le habría tratado con dureza, lo mismo que antes. Cuando Katsutoyo enfermó durante su misión ante Hideyoshi, Katsuie expresó su enojo a todo el clan. —Beneficiarse de la hospitalidad de Hideyoshi fingiendo enfermedad, y entonces regresar tras haber pasado varios días como su invitado... La necedad de ese hombre no tiene límites. Finalmente llegaron a oídos de Katsutoyo informes sobre las ásperas palabras de Katsuie. Ahora, rodeado por el ejército de Hideyoshi, el castillo de Nagahama estaba aislado, y Katsutoyo no tenía ningún lugar al que dirigirse. Sus servidores veteranos, los cuales ya habían adivinado sus intenciones, anunciaron: —Los servidores que tienen familia en Echizen deben volver. Los que deseen seguir aquí con el señor Katsutoyo y alinearse con el señor Hideyoshi pueden quedarse. Sin embargo, Su Señoría comprende que a muchos os será difícil manteneros fieles al Camino del Samurai si abandonáis el clan Shibata y dais la espalda al señor Katsuie. Quienes se sientan así, pueden retirarse sin vacilación. Por un momento la atmósfera se llenó de tensión. Los hombres inclinaron la cabeza con amargura, y hubo pocas objeciones. Aquella noche se alzaron tazas de sake en una honorable separación entre señor y servidores, pero menos de uno entre cada diez regresaron a Echizen. De esta manera Katsutoyo cortó sus vínculos con su padre adoptivo y se alió con Hideyoshi. A partir de entonces estaba oficialmente bajo las órdenes de Hideyoshi, pero había sido un mero formulismo. Mucho antes de esos acontecimientos, el co97


razón de Katsutoyo ya había sido como un paj arillo alimentado en la jaula de Hideyoshi. Sea como fuere, la toma de Nagahama se había completado. Sin embargo, para Hideyoshi sólo había sido un hecho pasajero camino de Gifu, hacia el castillo principal de Nobutaka. El puerto de montaña de Fuwa era famoso por su dificultad de cruzarlo en invierno, y las condiciones en la llanura de Sekigahara eran especialmente rigurosas. Desde el día dieciocho al veintiocho del duodécimo mes, el ejército de Hideyoshi marchó a través de Sekigahara. El ejército estaba dividido en cuerpos, cada uno de los cuales estaba formado por divisiones: caballos de carga, hombres con armas de fuego, lanceros, guerreros montados y soldados de a pie. Avanzaban desafiando la nieve y el barro. Los aproximadamente treinta mil soldados de Hideyoshi tardaron dos días en cruzar a Mino. El campamento principal se estableció en Ogaki. Desde allí, Hideyoshi atacó y tomó todos los castillos más pequeños de la zona. Al ser informado de lo ocurrido, Nobutaka pasó varios días sumido en una confusión absoluta. No sabía qué estrategia seguir, y mucho menos cómo librar una batalla defensiva. Nobutaka sólo había pensado en proyectos grandiosos, pero sin tener idea de cómo llevarlos a cabo. Hasta entonces se había aliado con hombres como Katsuie y Takigawa y había presentado planes para atacar a Hideyoshi, pero nunca había esperado que éste le atacara. Desesperado, Nobutaka confió su destino a la discreción de sus servidores veteranos. Pero después de llegar a aquella situación, no les quedaba nada que pudiera llamarse «discreción». Lo único que podían hacer sus vasallos era ir al campamento de Hideyoshi, arrodillarse y tocar el suelo con la frente, como lo habían hecho los vasallos de Katsutoyo. La madre de Nobutaka fue enviada como rehén, y los servidores de alto rango también tuvieron que enviar a sus madres. Niwa rogó a Hideyoshi que pedonara la vida a Nobutaka, y 98


Hideyoshi, como era de esperar, así lo hizo. Garantizó la paz por el momento a los servidores de Nobutaka. —¿Ha recuperado su buen juicio el señor Nobutaka? —les preguntó sonriente—. Será una bendición que así fuera. Los rehenes fueron enviados a Azuchi de inmediato, y a continuación Samboshi, que había sido retenido en Gifu, fue devuelto a Hideyoshi y también trasladado a Azuchi. Nobuo se encargó de la tutela del joven señor. Tras haber depositado en él su confianza, Hideyoshi regresó triunfalmente al castillo de Takaradera. Dos días después de su regreso se celebró la vigilia de Año Nuevo. Entonces llegó el primer día del undécimo año de Tensho. Desde la mañana, el sol brillaba en la nieve que había caído recientemente sobre los árboles recién plantados en los terrenos del castillo renovado. La fragancia de los pastelillos de arroz de Año Nuevo se extendía por el ámbito del castillo, y el sonido del tambor reverberó a través de los corredores durante más de media jornada. Pero a mediodía se oyó un anuncio desde la ciudadela principal: «¡El señor Hideyoshi se marcha a Himejü». Hideyoshi llegó a Himeji alrededor de medianoche del día de Año Nuevo. Saludado por las llamas de las hogueras, se apresuró a entrar en el castillo. Sin embargo, la mayor alegría no fue la de Hideyoshi, sino la de su gente que contemplaba el magnífico espectáculo: todos los servidores y sus familiares se habían reunido en el portal principal del castillo para darle la bienvenida. Desmontó, dio las riendas a un ayudante y contempló un momento el torreón. El sexto mes del verano anterior, poco antes de su marcha forzada a Yamazaki y su gran victoria para vengar a Nobunaga, estuvo en el mismo portal preguntándose si regresaría con vida. Las últimas órdenes que dio a sus servidores habían sido claras: «Si oís que he sido derrotado, matad a toda mi familia e incendiad el castillo». 99


Ahora, a medianoche del día de Año Nuevo, volvía a estar en el castillo de Himeji. Si hubiera titubeado un solo momento y perdido tiempo pensando en su esposa y su madre en Nagahama, habría sido incapaz de luchar con la desesperación de un hombre que espera morir en combate. Se habría visto presionado por el poder de los Mori en el oeste y contemplado cómo crecía el poder de los Akechi en el este. Tanto en el caso del individuo como en el de todo el país, la frontera entre el ascenso y la caída es siempre una apuesta basada en la vida o la muerte..., vida en medio de la muerte, muerte en medio de la vida. Pero Hideyoshi no había regresado para descansar. En cuanto entró en la ciudadela principal, e incluso antes de que se cambiara el atuendo de viaje, se reunió con los oficiales del castillo y escuchó atentamente el informe sobre los acontecimientos posteriores en el oeste y la situación en sus diversos dominios. Era la segunda mitad de la hora de la rata, la medianoche. Aunque los servidores de Hideyoshi hacían caso omiso de su propia fatiga; les preocupaba la posibilidad de que la tensión empezara a afectar la salud de su señor. —Vuestra honorable madre y la señora Nene os han estado esperando desde que anocheció. ¿Por qué no entráis y les hacéis ver que estáis bien? —le sugirió Miyoshi, el cuñado de Hideyoshi. Al entrar encontró a su madre, esposa, sobrinas y cuñada esperándole. Aunque no habían dormido un solo momento, le saludaron en hilera, arrodillándose y aplicando las manos al suelo. Hideyoshi pasó ante cada una de sus cabezas inclinadas con los ojos brillantes y sonriente. Finalmente se detuvo ante su anciana madre. —Tengo algún tiempo libre este Año Nuevo y he venido para compartirlo con vosotros —le dijo. Mientras presentaba sus respetos a su madre, Hideyoshi era la viva imagen de lo que ella solía llamarle, «ese chico». Desde el interior de una gran capucha de seda blanca, el 100


rostro de su madre brillaba con una alegría indescriptible. —El camino que has elegido está lleno de penalidades extraordinarias —le dijo—. Y el año pasado en particular no ha sido fácil, pero lo has soportado todo. —Este invierno ha sido más frío que cualquier otro que pueda recordar, pero tienes muy buen aspecto, madre. —Dicen que la edad es algo que se desliza por ti, y yo ya he cumplido los setenta. He vivido una larga vida..., mucho más larga de lo que esperaba. Nunca creí que llegara a vivir tanto. —No, no. Tienes que seguir viviendo hasta los cien años. Como puedes ver, todavía soy un muchacho. —Vas a cumplir cuarenta y seis este nuevo año —replicó la anciana, riendo—. ¿Cómo puedes decir que eres todavía un muchacho? —Pero ¿no eres tú, madre, quien me llama «ese chico» desde la mañana a la noche? —Es sólo una costumbre, ya lo sabes. —Pues espero que siempre me llames así. A decir verdad, aunque me voy haciendo mayor, el desarrollo de mi mente no corre parejo con los años. Más aún, madre, si no estuvieras aquí, perdería mi mayor motivación y quizá dejaría de madurar. Miyoshi, que había aparecido detrás de él, vio que Hideyoshi estaba todavía allí, conversando con su madre. —Todavía no os habéis quitado las prendas de viaje, mi señor —le dijo sorprendido. —Ah, Miyoshi. ¿Por qué no te sientas? —Me gustaría hacerlo, pero ¿no tomaríais primero un baño? —Sí, tienes razón. Condúcenos, Nene. El canto del gallo sorprendió a Hideyoshi. Se había pasado la mayor parte de la noche hablando y sólo había dormido unos breves momentos. Al amanecer, se puso un sombrero y un kimono de ceremonia y fue a rezar al santuario del castillo. 101


Luego comió pastelillos de arroz y sopa en la habitación de Nene, antes de ir a la ciudadela principal. Aquel día, el segundo del año, la hilera de personas que habían ido al castillo para saludarle con motivo del Año Nuevo parecía interminable. Hideyoshi saludó a cada uno de ellos, ofreciéndole una taza de sake. Luego los visitantes pasaban por el lado de los numerosos grupos de visitantes anteriores, sus caras brillantes y alegres. Al cruzar la ciudadela principal y la del oeste, se veía que todas las salas estaban llenas de invitados. Aquí había un grupo que entonaba versículos de teatro Noh, allí otro que recitaba poesías. Incluso después del mediodía se presentaron más visitantes ante Hideyoshi. Hideyoshi se ocupó de todos los asuntos en Himeji hasta el quinto día, y aquella noche sorprendió a sus servidores al anunciar que al día siguiente partiría hacia Kyoto. Sus ayudantes se apresuraron a hacer los preparativos. Habían creído que su señor se quedaría en Himeji hasta mediados de mes, y realmente hasta mediodía Hideyoshi no había mostrado la menor intención de marcharse. Sólo mucho más adelante la gente comprendió los motivos de sus acciones. Hideyoshi se movía rápidamente y nunca perdía una oportunidad. Seki Morinobu estaba al frente del castillo de Kameyama en Ise. Aunque era nominalmente uno de los servidores de Nobutaka, ahora tenía relaciones amistosas con Hideyoshi. Durante las fiestas, Seki acudió en secreto a Himeji para felicitarle con ocasión del Año Nuevo. Mientras estaba felicitando a Hideyoshi, llegó un mensajero desde Ise. El castillo de Seki había sido tomado por el principal partidario de Nobutaka, Takigawa Kazumasu. Hideyoshi salió de Himeji sin tardanza. Aquella noche llegó al castillo de Takaradera y el séptimo día entró en Kyoto. Al día siguiente llegó a Azuchi y el día nueve tuvo una audiencia con Samboshi, el pequeño de tres años. —Acabo de pedir permiso al señor Samboshi para someter a Takigawa Kazamasu —dijo Hideyoshi a Seki y los demás se102


ñores al entrar en el salón, casi como si les lanzara una pelota de un puntapié—. Katsuie está detrás de esto. Por ello lo que debemos hacer es conquistar Ise antes de que los soldados de Katsuie puedan moverse. Hideyoshi emitió una proclama desde Azuchi, que circuló ampliamente por sus dominios y llegó a los generales en las regiones amigas. Pedía que todos los guerreros justos se reunieran en Azuchi. ¡Cuan lamentable era para el creador de la ciega estrategia que había inspirado aquella proclama! Allí, en Kitanosho, casado con la hermosa señora Oichi y rodeado de profunda nieve, Shibata Katsuie aguardaba en vano que la naturaleza siguiera su curso. Si saliera el sol primaveral y fundiera la nieve... Pero los muros de nieve que le habían parecido una defensa impenetrable se estaban desmoronando incluso antes de que llegara la primavera. Katsuie sufría un golpe tras otro: la caída del castillo de Gifu, la revuelta de Nagahama, la rendición de Nobutaka. Y ahora Hideyoshi iba a atacar Ise. Tenía la sensación de que no podía partir ni quedarse quieto. Pero la nieve en sus fronteras era tan profunda como en los puertos de montaña de Szechuan. Ni los soldados ni los suministros militares podrían cruzarlas. No tenía necesidad de preocuparse por un ataque de Hideyoshi. Se pondría en marcha el día que la nieve se fundiera, pero ¿quién podía saber cuándo sería? La nieve parecía haberse convertido en un muro protector para el enemigo. Katsuie pensó que Kazumasu también era un veterano, pero tomar los pequeños castillos de Kameyama y Mine era un movimiento de tropas imprudente, efectuado sin tener en cuenta la oportunidad. Era una estupidez y Katsuie estaba furioso. Aunque su propia estrategia estaba llena de defectos, criticaba las acciones de Takigawa Kazumasu, el cual había atacado demasiado pronto. Pero aunque Kazumasu se hubiera guiado por los planes de 103


Katsuie, esperando que se fundieran las nieves, Hideyoshi, que ya había comprendido las intenciones del enemigo, no les habría dado tiempo. En una palabra, Hideyoshi había sido más listo que Katsuie. Había visto el interior del corazón de Katsuie desde que éste envió representantes para celebrar conversaciones de paz. Katsuie no iba a quedarse sentado sin hacer nada. En dos ocasiones envió mensajeros: primero, al ex shogun Yoshiaki, pidiéndole que alentara a los Mori para que atacaran desde las provincias occidentales, y luego a Tokugawa Ieyasu. Pero el día dieciocho del primer mes, Ieyasu, por razones desconocidas, se reunió en secreto con el hijo mayor de Nobunaga, Nobuo. Ieyasu había manifestado una neutralidad estricta. Así pues, ¿cuál era ahora su plan? ¿Y por qué un hombre tan astuto se reunía con otro que carecía por completo de esa cualidad? Ieyasu había invitado a Nobuo, que se veía arrastrado por la violenta marea de los tiempos, a sus aposentos privados. Allí agasajó a aquel hombre frágil y sostuvo con él conversaciones secretas. Ieyasu trató a Nobuo exactamente como un adulto trataría a un niño, y las conclusiones a las que llegaron los dos permanecieron en secreto. En cualquier caso, Nobuo regresó encantado a Kiyosu. Su aspecto era el de un plebeyo muy satisfecho de sí mismo, pero tenía también una especie de conciencia de culpa. Apenas podía mirar a Hideyoshi a los ojos. ¿Y dónde estaba Hideyoshi el día dieciocho del primer mes? ¿Qué estaba haciendo? Acompañado por unos pocos servidores de confianza, había rodeado la parte superior del lago Biwa, atravesando sigilosamente la zona montañosa en la frontera entre Omi y Echizen. Al pasar por los pueblos de montaña y las elevaciones todavía cubiertas de nieve, señalaba lugares estratégicos con su bastón de bambú y daba órdenes mientras caminaba. —¿No es ése el monte Tenjin? Levantad también ahí unas murallas. Y construidlas también en aquella montaña. El día séptimo del segundo mes, Hideyoshi envió una car104


ta desde Kyoto, dirigida a los Uesugi, proponiéndoles una alianza. La razón no era complicada. Los Shibata y los Uesugi habían librado continuas y sangrientas batallas durante años. En ocasiones uno le arrebataba tierras al otro, otras veces las perdía. Era probable que ahora Katsuie pensara.en reparar esos viejos agravios de modo que pudiera concentrar toda su fuerza en el enfrentamiento con Hideyoshi, pero su testarudez y su orgullo hacían improbable que lograra llevar a cabo una estrategia tan sutil. Dos días después de que hubiera enviado la carta a los Uesugi del norte, Hideyoshi anunció la partida de su ejército hacia Ise. Dividió a sus fuerzas en tres cuerpos, los cuales avanzaron por tres rutas diferentes. Con gritos de guerra, bajo nubes de estandartes y tambores, su marcha resonaba en montañas y lomas. Los tres ejércitos cruzaron la cadena montañosa central de Omi e Ise y se reagruparon en las zonas de Kuwana y Nagashima. Era allí donde encontrarían a Takigawa Kazumasu. —Veamos primero qué formación de batalla elige Hideyoshi —dijo Kazumasu cuando supo que el enemigo se aproximaba. Tenía plena confianza en su habilidad. Todo dependía de la elección del momento oportuno, y había juzgado mal el momento de iniciar las hostilidades. El tratado entre Katsuie, Nobutaka y Kazumasu era un secreto que desconocían incluso sus propios consejeros, pero ahora la mecha había sido encendida a ciegas debido a lo ansioso que estaba Kazumasu de tener una oportunidad. Envió despachos a Gifu y Echizen. Dejó dos mil soldados en el castillo de Nagashima y se dirigió al castillo de Kuwana. El castillo estaba protegido en un lado por el mar y en el otro por las colinas que rodeaban el pueblo fortificado, y era más fácil de defender que Nagashina. Aun así, la estrategia de Kazumasu no consistía simplemente en retirarse a aquella estrecha franja de tierra. Hideyoshi tendría que dividir su ejército de sesenta mil hombres para atacar Gifu, Nagashima y Ku105


wana, así como los diversos castillos de la zona, por lo que aunque atacara su ejército principal, no lo haría con una fuerza abrumadora. Por un lado, tenía noticia de que el número del ejército enemigo era impresionante, pero por otro sabía que sus soldados seguirían los caminos por las montañas de la cordillera de Owari y Kai. Era evidente que la columna transportadora de las municiones y provisiones sería muy larga. Pensando de esa manera, Kazumasu creía que destruir a Hideyoshi no sería nada difícil. Tenía que atraerle, atacarle sin piedad y esperar la oportunidad de que Nobutaka se levantara de nuevo, se uniera a los soldados en Gifu y destruyera Nagahama. Contrariamente a las expectativas de Kazumasu, Hideyoshi no se había molestado en tomar los castillos pequeños, sino que había decidido atacar la fortaleza principal del enemigo. En aquel momento, Hideyoshi empezó a recibir mensajes urgentes desde Nagahama, Sawayama y Azuchi. La situación no era fácil. Las nubes y las mareas que cubrían el mundo cambiaban de un día a otro. El primer despacho decía: «La vanguardia de Echizen ha pasado por Yanagase, y una parte de la misma pronto invadirá el norte de Omi». El siguiente correo trajo un mensaje similar: «La paciencia de Katsuie finalmente se ha agotado. En vez de esperar el deshielo, ha reunido veinte o treinta mil peones para limpiar de nieve la carretera». Un tercer mensaje informaba de lo crítica que era la situación: «Es probable que las fuerzas de Shibata abandonaran Kitanosho alrededor del segundo día del tercer mes. El día cinco la vanguardia llegó a Yanagase, en Omi. El siete una división amenazaba nuestras posiciones en el monte Tenjin, mientras que otras divisiones incendiaban los pueblos de Imaichi, Yogo y Sakaguchi. El ejército principal de veinte mil hombres al mando de Shibata Katsuie y Maeda Inuchiyo avanza resueltamente hacia el sur». 106


—Levantad el campamento de inmediato —ordenó Hideyoshi, y añadió—: En marcha hacia el norte de Omi. Dejando la campaña de Ise a cargo de Nobuo y Ujisato, Hideyoshi dirigió su ejército hacia Omi. El día dieciséis llegó a Nagahama y el diecisiete sus tropas avanzaban por la serpenteante carretera junto a la orilla del lago que conducía al norte de Omi. La brisa primaveral acariciaba el rostro de Hideyoshi, que cabalgaba bajo el estandarte de mando de las calabazas doradas. La nieve fresca cubría el escarpado terreno en la frontera de Omi, en la zona montañosa de Yanagase. El viento del norte que soplaba allí y se abatía sobre el lago era aún lo bastante frío para enrojecer las narices de los guerreros. Al oscurecer el ejército se dividió para tomar posiciones. Los soldados casi podían oler al enemigo, y sin embargo no se veía una sola columna de humo procedente de una hoguera o un solo soldado enemigo. Pero los oficiales señalaron las posiciones enemigas a sus hombres. —Hay unidades de Shibata a lo largo de la falda del monte Tenjin y en la zona de Tsubakizaka. También hay una gran división enemiga estacionada en las zonas de Kinomoto, Imaichi y Sakaguchi, de modo que manteneos alerta incluso cuando durmáis. Pero la blanca niebla se esparció por el campamento, anunciando una noche tan apacible que uno apenas podía imaginar que el mundo estaba en guerra. De repente se oyeron a lo lejos disparos esporádicos..., todos ellos desde el lado de Hideyoshi. No respondió un solo disparo en toda la noche. ¿Acaso dormía el enemigo? Al amanecer, los mosqueteros que habían sido enviados para poner a prueba la línea del frente enemiga se retiraron. Hideyoshi ordenó a los jefes del cuerpo de mosquetes que acudieran a su cuartel general, y allí escuchó los informes sobre las posiciones enemigas. —¿Habéis visto algún rastro de las tropas de Sassa Narimasa? —preguntó Hideyoshi. 107


Hideyoshi quería estar seguro, pero los tres jefes respondieron de la misma manera. —Los estandartes de Sassa Narimasa no se ven por ninguna parte. Hideyoshi asintió, reconociendo que podría ser cierto. Aunque Katsuie hubiera acudido, no podría haberlo hecho sin inquietud porque tenía detrás a los Uesugi. Hideyoshi imaginaba que Sassa se había quedado atrás precisamente por ese motivo. Se dio la orden de desayunar. Las raciones de campaña eran toscas bolas de arroz mezclado con pasta de judías y envueltas en hojas de roble. Hideyoshi hablaba con sus pajes mientras masticaba ruidosamente el arroz. Antes de que hubiera comido la mitad de su ración, los demás ya habían terminado. —¿Es que no masticáis la comida? —les preguntó. —¿No sois muy lento comiendo, mi señor? —respondieron los pajes—. Tenemos la costumbre de comer y cagar rápidamente. —Eso está muy bien —replicó Hideyoshi—. Supongo que cagar con rapidez es bueno, pero todos deberíais tratar de comer como lo hace Sakichi. Los pajes miraron a Sakichi. Al igual que Hideyoshi, sólo había comido la mitad de su arroz y masticaba con tanto cuidado como una anciana. —Os diré por qué —siguió diciendo Hideyoshi—. Está muy bien comer rápidamente los días en que va a haber una batalla, pero es diferente cuando estás sitiado en un castillo y hay unas provisiones limitadas que has de hacer durar durante toda la jornada. En esa ocasión podréis ver la sabiduría de comer con lentitud, tanto para el bienestar del castillo como para vuestra salud. Por otro lado, cuando estáis en las montañas y pensáis resistir largo tiempo sin alimentos, es posible que debáis mascar cualquier cosa, raíces u hojas, sólo para satisfacer al estómago. Masticar bien es tarea de todos los días, y si no adquirís el hábito, no podréis hacerlo voluntariamente cuando 108


llegue el momento. —De improviso, se levantó de su escabel de campaña y les hizo una seña para que le siguieran—. Vamos. Subiremos al monte Fumuro. El monte Fumuro es una de las montañas que se concentran en el borde septentrional de dos lagos, el Biwa y otro mucho más pequeño, el Yogo. Su altura es de casi ochocientas varas, y la distancia a pie desde el pueblo de Fumuro rebasa las dos leguas. Para subir la empinada cuesta, el viajero tendría que invertir como mínimo media jornada. —¡Se marcha! —¿Adonde va tan de repente? Los guerreros que protegían a Hideyoshi vieron que los pajes se alejaban y corrieron tras ellos. Veían a Hideyoshi en cabeza, caminando con pasos briosos, su bastón de bambú en la mano. Cualquiera habría dicho que intervenía en una expedición de cetrería. —¿Vais a subir la montaña, mi señor? —Exacto. Más o menos hasta ahí. Cuando habían subido alrededor de un tercio de la montaña, llegaron a una pequeña zona de terreno llano. Desde allí Hideyoshi miró a su alrededor, mientras el viento enfriaba el sudor de su frente. Desde su posición, la zona desde Yanagase a la parte inferior del Yogo se extendía a vista de pájaro. La carretera hacia las provincias del norte, que serpenteaba a través de las montañas y conectaba varios pueblos, parecía una sola cinta. —¿Cuál es el monte Nakao? —Aquel de allí. Hideyoshi miró en la dirección que señalaba el guerrero. Era el principal campamento enemigo. Gran número de estandartes seguían las líneas de la montaña y continuaban hasta su base, donde era reconocible un solo cuerpo de ejército. Pero si uno miraba más allá, veía que los estandartes pertenecientes a las fuerzas del norte llenaban las montañas a lo lejos y ocupaban las zonas estratégicas en las cimas más próximas y a lo largo de la carretera. Era como si algún experto militar hubiera 109


convertido en su base aquel trozo de cielo y tierra y tratara de llevar a cabo una expansión enorme de su formación. No había ninguna brecha o espacio en la sutil disposición ni en la estrategia de colocación de las tropas. La grandiosidad con que se mostraban dispuestos a engullir al enemigo era indecible. Hideyoshi examinó en silencio la escena. Luego volvió a contemplar el campamento principal de Katsuie en el monte Nakao y se quedó mirándolo fijamente largo tiempo. Distinguía un grupo de hombres que trabajaban como hormigas en la cara sur de la zona del campamento principal en el monte Nakao, y no sólo en uno o dos lugares, sino que había actividad en todos los puntos ligeramente elevados. —Bueno, parece que Katsuie se propone que la batalla sea larga. Hideyoshi tenía la respuesta. El enemigo estaba construyendo fortificaciones en el extremo sur del campamento principal. Toda la formación de batalla, que se desplegaba como un abanico desde el ejército central, había sido colocada con gran cuidado. Su avance sería constante y muy controlado. No había señales de preparativos para un ataque por sorpresa. Hideyoshi podía leer el plan del enemigo. En una palabra, Katsuie se proponía tenerle inmovilizado allí a fin de dar a sus aliados de Ise y Mino el tiempo suficiente para preparar una ofensiva combinada desde el frente y la retaguardia. —Regresemos —dijo Hideyoshi, echando a andar—. ¿No hay otro camino para bajar? —Sí, mi señor —respondió orgullosamente un paje. Llegaron a un campamento aliado entre el monte Tenjin e Ikenohara. Por los estandartes supieron que era el puesto de Hosokawa Tadaoki. —Tengo sed —dijo Hideyoshi tras presentarse en la entrada. Tadaoki y sus servidores pensaron que Hideyoshi estaba realizando una inspección por sorpresa. —No —les explicó Hideyoshi—. Tan sólo regreso del monte Fumuro, pero ya que estoy aquí... —Tomó un poco de agua e 110


impartió órdenes—: Levantad el campamento de inmediato y volved a casa. Entonces, con todos los barcos de guerra atracados en Miyazu de Tango, atacad la costa enemiga. Hideyoshi había concebido la idea de una armada cuando subía la montaña. El plan no tenía nada que ver con lo que estaba haciendo en aquellos momentos, pero quizá esa clase de discrepancia era característica de su manera de pensar. Sus procesos de pensamiento no se limitaban a lo que veía delante de él. Tras media jornada de observaciones militares, Hideyoshi había determinado su estrategia casi por completo. Aquella noche convocó a todos los generales en su cuartel general y les dijo lo que iba a hacer: como el enemigo se preparaba para unas hostilidades prolongadas, las fuerzas de Hideyoshi también construirían una serie de murallas y se prepararían para largas hostilidades. Se inició la construcción de una cadena de fortalezas, una obra de ingeniería en gran escala que reforzaría la moral de las tropas. La decisión de Hideyoshi de construirla ante el enemigo, en un momento en que parecía inminente una batalla decisiva, podría considerarse tanto temeraria como valiente. Fácilmente podría haberle hecho perder la guerra. Pero estaba decidido a correr el riesgo a fin de asociarse con las gentes de la provincia. El estilo de lucha de Nobunaga se había caracterizado por una fuerza irresistible. Se decía que «cuando Nobunaga avanza, la hierba y los árboles se agostan». Pero el estilo de lucha de Hideyoshi era diferente. Allá por donde avanzaba, donde levantaba su campamento, atraía naturalmente a la gente. Ganar para su causa a los habitantes de la región era importante antes del intento de derrotar al enemigo. La disciplina militar estricta es vital, pero incluso en los días más rigurosos parecía soplar una brisa primaveral dondequiera que Hideyoshi instalara su escabel de campaña. Alguien llegó a escribir: «Donde vive Hideyoshi, soplan los vientos de primavera». 111


Las líneas de las fortalezas se extenderían por dos zonas. La primera iba desde Kitayama, en Nakanogo, a lo largo de la ruta hacia las provincias del norte, a través de los montes Higashino, Dangi y Shinmei. La segunda iba a lo largo de los montes Ikagami y Okami, y luego Shizugatake, el monte Tagami y Kinomoto. Una empresa tan enorme requeriría decenas de millares de trabajadores. Hideyoshi reclutó a los hombres de la provincia de Nagahama. Fijó carteles anunciando el trabajo que había en las zonas especialmente devastadas por la guerra. Las montañas estaban llenas de refugiados. Talaron árboles, abrieron caminos y construyeron fortificaciones por todas partes, y resultaba fácil creer que una línea de fortalezas surgiría de la noche a la mañana. Pero el trabajo de construcción no era tan fácil. Un solo fuerte requería una torre de vigilancia y cuarteles, así como fosos y murallas. Se alzaron tres empalizadas de madera, al tiempo que se almacenaban rocas enormes y árboles directamente encima del camino que con más probabilidad tomaría el enemigo para atacar. Una trinchera y una empalizada conectaban la zona entre el monte Higashino y el monte Dangi, que era la zona que con más probabilidad sería utilizada como campo de batalla. La excavación necesaria para esta obra era amedrentadora, pero los trabajos necesarios se completaron en sólo veinte días. Las mujeres y los niños participaron en el esfuerzo. Los Shibata lanzaron ataques nocturnos, hicieron jugarretas mezquinas y fueron incapaces de impedir el avance de las obras. Finalmente, tal vez al darse cuenta de que no tenían ningún éxito contra unos hombres que estaban constantemente preparados, se quedaron tan quietos como la misma montaña. El efecto era casi misterioso. ¿Por qué no se movían? Pero Hideyoshi lo comprendía. Su constante pensamiento, el de que su adversario era un fuerte y viejo veterano y no un blanco fácil, se reflejaba también en la mente de Katsuie. Pero había otras razones importantes. Los preparativos militares de Katsuie ya estaban casi com112


pletados, pero le parecía que aún no era el momento de movilizar a los aliados que tenía en reserva. Esos aliados eran, por supuesto, las fuerzas-de Nobutaka en Gifu. Una vez Nobutaka pudiera moverse, Takigawa Kazumasu también podría atacar desde el castillo de Kuwana. Entonces, por primera vez, los planes de Katsuie podrían transformarse en una estrategia eficaz. Katsuie sabía que, si no hacía las cosas de esa manera, la victoria no se conseguiría fácilmente. Desde el mismo comienzo había calculado la situación en secreto y con mucha inquietud desde el comienzo. El cálculo se basaba en la fortaleza comparativa de las provincias de Hideyoshi y la suya propia. En aquel entonces, dada la repentina popularidad de Hideyoshi tras la batalla de Yamazaki, las provincias con las que podía contar como aliadas eran las de Harima, Tajima, Settsu, Tango, Yamato y pocas más, para una fuerza militar total de sesenta y siete mil soldados. Si se les añadían los soldados de Owari, Ise, Iga y Bizen, el número total sería de unos cien mil. Katsuie podía reunir la fuerza principal de Echizen, Noto, Oyama, Ono, Matsuto y Toyama. Eso significaría una fuerza que quizá no pasaría de cuarenta y cinco mil hombres. Sin embargo, si añadía la Mino de Nobutaka, Ise y la fuerza provincial de Kazumasu, contaría con una fuerza militar cercana a los sesenta y dos mil hombres, un número con el que casi podría competir con el enemigo.

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Un cuenco de té

El hombre parecía ser un monje itinerante, pero caminaba con el paso de un luchador. En aquellos momentos estaba subiendo por la carretera de Shufukuji. —¿Adonde vas? —le desafió el guardián de Shibata. —Soy yo —replicó el religioso, echando atrás su capucha de monje. Los centinelas señalaron la empalizada a sus espaldas. En el portal de madera había un grupo de hombres. El monje se acercó al oficial y dijo unas pocas palabras. Por un momento parecieron confusos, pero entonces el mismo oficial cogió un caballo y entregó las riendas al religioso. El monte Yukiichi era el campamento de Sakuma Genba y su hermano menor, Yasumasa. El hombre con hábito religioso era Misuno Shinroku, un servidor de Yasumasa. Le había sido confiado un mensaje secreto y ahora estaba arrodillado ante su señor, en el cuartel general. —¿Qué tal ha ido? ¿Buenas o malas noticias? —le preguntó Yasumasa con impaciencia. —Todo está arreglado —replicó Shinroku. —¿Has podido reunirte con él? ¿Ha ido todo bien? 114


—El enemigo ha establecido ya una vigilancia estricta, pero he podido reunirme con el señor Shogen. —¿Cuáles son sus intenciones? —Las traigo escritas en una carta. Miró en el interior de su sombrero de mimbre y arrancó la juntura del cordón. Una carta que había estado colocada en la superficie interior del sombrero cayó sobre su regazo. Shinroku alisó las arrugas y depositó la carta en la mano de su señor. Yasumasa examinó la cubierta durante cierto tiempo. —Sí, no hay duda de que ésta es la caligrafía de Shogen, pero la carta está dirigida a mi hermano. Acompáñame. Ire mos a ver a mi hermano e informaremos al campamento prinr cipal en el monte Nakao. \ Señor y servidor cruzaron la empalizada y subieron a la ) cima del monte Yukiichi. La disposición de hombres y caba: líos, las entradas de la empalizada y los barracones de la tropa estaban cada vez más apretados y sometidos a un mayor con trol a medida que se acercaban a la cima. Finalmente apareció ante ellos la ciudadela principal, que parecía un castillo, y vie\ ron innumerables recintos con cortinas extendidos en la cima. —Dile a mi hermano que estoy aquí. Mientras Yasumasa hablaba al guardián, llegó corriendo ( uno de los servidores de Genba. —Me temo que el señor Genba no está en su aposento, mi i señor. \ —¿Ha ido al monte Nakao? —No, está allí. , Miró en la dirección que señalaba el servidor y vio a su hermano, Genba, sentado con cinco o seis guerreros y pajes en la hierba más allá de la ciudadela principal. Era difícil ver lo que estaban haciendo. Al aproximarse, vio que uno de los pajes sujetaba un espejo mientras otro tenía una jofaina entre las manos. Allí, bajo el cielo azul, Genba se estaba afeitando como si no tuviera ninguna otra preocupación en el mundo. Era el día doce del cuarto mes.

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Ya había llegado el verano, y en las poblaciones fortificadas de las llanuras se notaba el calor. Pero en las montañas la primavera estaba en su apogeo. Yasumasa se acercó al grupo y se arrodilló en la hierba. —¿Y bien, hermano? Genba le miró por el rabillo del ojo, pero siguió extendiendo el mentón ante el espejo hasta que terminó de afeitarse. Sólo después de dejar la navaja y de eliminar de su cara el pelo cortado con el agua de la jofaina, se volvió del todo para mirar a su hermano menor. —¿De qué se trata, Yasumasa? —¿Quieres ordenar a los pajes que se retiren, por favor? —¿Por qué no vamos a mi aposento? —No, no. Éste es el mejor lugar para una conversación secreta. —¿Lo crees así? De acuerdo. Volviéndose hacia sus pajes, Genba les ordenó que se retirasen a cierta distancia. Los pajes cogieron el espejo y la jofaina y se marcharon. Los samurais también se retiraron. Los hermanos Sakuma se quedaron uno frente al otro en la cima de la montaña. Había otro hombre presente, Mizuno Shinroku, que había acompañado a Yasumasa. De acuerdo con su posición, Shinroku estaba todavía un tanto apartado, postrado ante sus dos superiores. Entonces Genba reparó en él. —Veo que Shinroku ha regresado. —Así es, e informa de que todo ha ido muy bien. Su misión parece haber tenido éxito. —Estoy seguro de que no era fácil. Bien, ¿cuál es la respuesta de Shogen? —Aquí está su carta. Genba se apresuró a abrir la carta. La satisfacción brilló en sus ojos y sus labios trazaron una sonrisa. ¿Qué clase de éxito secreto podía alegrarle tanto? Sus hombros se agitaban de una manera casi incontenible. 116


—Acércate un poco más, Shinroku. Estás demasiado lejos. —Sí, mi señor. —Según la carta de Shogen, parece ser que te ha confiado los auténticos detalles. Dime todo lo que Shogen tenía que decir. —El señor Shogen ha dicho que tanto él como el señor Ogane han tenido diferencias de opinión con su señor, Katsutiyo, antes incluso de que Nagahama cambiara de bando. Hideyoshi lo sabía, y aunque les han puesto al frente de las fortalezas en los montes Dangi y Shinmei, están vigilados por Kimura Hayato, fiel servidor de Hideyoshi, y apenas pueden moverse. —Pero los dos se proponen escapar y venir aquí. —Planean matar a Kimura Hayato mañana por la mañana y entonces traer a sus hombres a nuestro lado. —Si va a suceder tal cosa mañana por la mañana, no hay tiempo que perder. Envíales una fuerza. —Tras dar esta orden a Yasumasa, interrogó de nuevo a Shinroku—. Según ciertos informes, Hideyoshi se encuentra en su campamento principal, mientras otros afirman que está en Nagahama. ¿Sabes dónde está? Shinroku admitió que no lo sabía. Para los Shibata, la cuestión de si Hideyoshi estaba en el frente o en Nagahama tenía una importancia extrema. Sin conocer su paradero, no sabían cómo proceder exactamente. La estrategia de Katsuie no era la de un solo ataque frontal. Había esperado largo tiempo la oportunidad de que el ejército que Nobutaka tenía en Gifu entrara en acción. Entonces las fuerzas de Takigawa Kazumasu podrían iniciar su ataque, y los dos ejércitos de Mino e Ise amenazarían juntos la retaguardia de Hideyoshi. En ese momento, la fuerza principal de Katsuie, formada por veinte mil hombres, podría precipitarse sobre Hideyoshi y acorralarlo en Nagahama. Katsuie ya había recibido una carta de Nobutaka a tal efecto. Si Hideyoshi estaba en Nagahama, se enteraría en seguida de tales operaciones y procuraría que tanto Gifu como Yana117


gase estuvieran preparados. Si Hideyoshi se hallaba ahora en el frente, Katsuie tendría que estar totalmente preparado, pues ya había llegado el momento de la sublevación de Nobutaka. Pero antes de poder llevar a cabo esos planes, los Shibata tenían que inmovilizar a Hideyoshi a fin de crear las circunstancias apropiadas para la intervención de Nobutaka. —Ese único extremo sigue sin estar claro —repitió Genba. No había duda de que durante el largo período de espera, que había durado más de un mes, se había deprimido cada vez más—. En fin, hemos logrado atraer a Shogen, y eso tan sólo debería alegrarnos. Hay que informar de inmediato al señor Katsuie. Mañana aguardaremos la señal de Shogen. Yasumasa y Shinroku se marcharon primero y regresaron a su campamento. Genba pidió a un paje que le trajera su caballo favorito y, acompañado por diez guerreros, partió en seguida hacia-el campamento principal en el monte Nakao. El camino recién abierto entre el monte Yukiichi y el campamento principal en Nakao tenía unas cuatro varas de anchura y serpenteaba unas dos leguas a lo largo de las montañas. La vegetación primaveral se ofrecía a los ojos de los guerreros, e incluso Genba, mientras fustigaba a su caballo, se sentía embargado por un sentimiento poético. El campamento principal en el monte Nakao estaba rodeado por varias empalizadas. Cada vez que Genba se acercaba a una entrada, se limitaba a dar su nombre y seguía adelante, mirando a los guardianes altivamente desde su silla de montar. Pero cuando se disponía a cruzar el portal de la ciudadela principal, el jefe de los guardianes le llamó bruscamente. —¡Espera! ¿Adonde vas? Genba se volvió y miró fijamente al hombre. —Ah, ¿eres tú, Menju? He venido a ver a mi tío. ¿Está en su aposento o con el estado mayor? Menju frunció el ceño, dio unos pasos hasta quedar frente a Genba y le dijo, irritado: —Primero desmontad, por favor. -¿Qué? 118


—Este portal está muy cerca del cuartel general del señor Katsuie. No importa quién seáis ni la prisa que tengáis, no está permitido entrar a caballo. —¿Te atreves a decirme eso, Menju? —replicó Genba encolerizado, pero de acuerdo con la disciplina militar no podía negarse. Desmontó como Menju le había pedido y gruñó—: ¿Dónde está mi tío? —Está en medio de una conferencia militar. —¿Quiénes asisten? —Los señores Haigo, Osa, Hará, Asami y Katsutoshi. —En ese caso, puedo reunirme perfectamente con ellos. —No, yo os anunciaré. —Eso no será necesario. Genba se abrió paso y Menju le observó mientras se alejaba, su semblante nublado por la tristeza. El reto que acababa de lanzar, a riesgo de su reputación, no era solamente en nombre de la ley militar. Desde hacía algún tiempo, intentaba en secreto que Genba reflexionara en su actitud. La actitud mostrada por los modales orgullosos que Genba solía exhibir se relacionaba con el favoritismo de su tío. Cuando observaba cómo el señor de Kitanosho actuaba con parcial amor ciego hacia su sobrino, Menju no podía evitar sentirse inquieto por el futuro. Como mínimo, le parecía que no era correcto que Genba llamara «tío» al comandante en jefe. Pero Genba no prestaba atención a cosas como los sombríos pensamientos de Menju. Se dirigió en línea recta al lugar donde estaba el cuartel general de su tío, hizo caso omiso de los demás servidores y susurró al oído de Katsuie: «Cuando hayas terminado, tengo que hablar contigo de un asunto privado». Katsuie se apresuró a poner fin a la conferencia. Después de que los generales se hubieran retirado, se inclinó en su escabel de campaña y charló animadamente con su sobrino. Tras soltar una risa de complacencia, Genba le mostró en silencio la respuesta de Shogen como si supiera que iba a causarle un gran placer. Katsuie se sintió inmensamente satisfecho. La intriga que 119


había concebido y que, a instancias suyas, Genba había puesto en vigor, surtía efecto. Tan sólo por eso la satisfacción de ver que todo salía de acuerdo con el plan era mayor para él que para los demás. Él, en particular, tenía la reputación de amar la intriga, y mientras leía la respuesta de Shogen se sentía tan feliz que casi le caía la baba. El objetivo del plan era debilitar al enemigo desde el interior. Desde el punto de vista de Katsuie, la presencia de hombres como Shogen y Ogane en el ejército de Hideyoshi ofrecía oportunidades para incubar una maquinación tras otra. En cuanto a Shogen, creía que la victoria sería para los Shibata, una convicción sorprendentemente insensata. Es cierto que más adelante también él se sentiría angustiado y sin duda le interrogaría su propia conciencia, pero la carta de consentimiento había sido enviada y ya no había nada que deliberar. Para bien o para mal, la traición de Shogen tendría definitivamente lugar a la mañana siguiente, y aguardaba para invitar al ejército de Shibata a su fortaleza. Era la medianoche del día doce. Las hogueras ardían en rescoldo y el único sonido que se oía en el campamento de la montaña envuelto en la niebla era el susurro del ramaje de los pinos. —¡Abrid! —pidió alguien en voz baja, al tiempo que golpeaba repetidas veces la puerta de la empalizada. El pequeño fuerte de Motoyama había sido anteriormente el cuartel general de Shogen, pero Hideyoshi le había sustituido por Kimura Hayato. —¿Quién es? —preguntó el centinela, mirando entre las rendijas de la empalizada. Al otro lado había una figura solitaria envuelta en la oscuridad. —Llama al comandante Osaki. —Primero dime quién eres y de dónde vienes. El hombre que estaba en el exterior permaneció un mo120


mentó en silencio. Caía una lluvia brumosa y el cielo tenía el color de la tinta china. —Eso no puedo decírtelo. Tengo que hablar con Osaki Uemon, aquí en la empalizada. Díselo así. —¿Amigo o enemigo? —¡Amigo, naturalmente! ¿Crees que un enemigo habría llegado hasta aquí tan fácilmente? ¿Es que los guardianes son tan descuidados? Si esto fuese un complot del enemigo, ¿llamaría acaso a la puerta? La explicación del hombre parecía razonable. El guardián asintió y fue en busca de Osaki. —¿Qué ocurre? —preguntó el oficial. —¿Sois el comandante Osaki? —Sí, lo soy. ¿Qué queréis? —Me llamo Nomura Shojiro y soy servidor del señor Katsutoyo, actualmente al servicio del señor Shogen. —¿Qué asunto os trae aquí en plena noche? —Tengo que hablar en seguida con el señor Hayato. Sé que esto puede parecer sospechoso, pero hay algo de suma importancia que debo comunicarle de inmediato. —¿No podéis decírmelo para que le transmita el mensaje? —No, debo hablar con él en persona. Como señal de buena fe, os confiaré esto. Nomura se quitó las espadas y las entregó a Osaki a través de la empalizada. Osaki comprendió que Nomura era sincero. Abrió la puerta y le condujo a los aposentos de Hayato. Era un campamento en tiempo de guerra y no había ninguna diferencia en las medidas de seguridad diurnas y nocturnas. El lugar adonde condujeron a Nomura era conocido como la ciudadela principal, pero en realidad no era más que una choza, y el aposento de Hayato apenas era más que un tabique de tablas. Entró Hayato y tomó asiento. —¿Qué queréis decirme? —preguntó, mirando directamente a Nomura. 121


Tal vez debido a que la lámpara brillaba desde un lado, el rostro de Hayato parecía pálido en extremo. —Tengo entendido que habéis sido invitado a asistir mañana por la mañana a una ceremonia del té en el campamento del señor Shogen en el monte Shinmei. Los ojos de Nomura tenían una expresión inquisitiva, y la profunda quietud de la noche producía un leve temblor en su voz. Tanto Hayato como Osaki experimentaron una sensación extraña. —Eso es cierto —respondió Hayato. —¿Ya habéis accedido a ir, mi señor? —Sí. Ya que se ha tomado la molestia de invitarme, he enviado un mensajero para comunicarle mi aceptación. —¿Cuándo enviasteis al mensajero, mi señor? —Hoy hacia mediodía. —¡Entonces ésa tiene que ser exactamente la trampa que había imaginado! —¿Trampa? —Mañana no debéis ir ahí bajo ninguna circunstancia. La ceremonia del té es una artimaña. Shogen planea asesinaros. Ya se ha reunido con un mensajero secreto de los Shibata, a quienes ha enviado una promesa por escrito. Podéis creerme, su plan consiste en mataros primero y luego alzar el estandarte de la rebelión. —¿Cómo os habéis enterado? —Anteayer Shogen citó a tres sacerdotes budistas del cercano templo Shufuku para que dirigieran un servicio fúnebre en memoria de sus antepasados. A uno de esos hombres le había visto antes, y le reconocí sin ninguna duda como un samurai de Shibata. Me llevé una sorpresa, y entonces, después del servicio religioso, se quejó de que le dolía el estómago y se quedó en el campamento después de que los otros dos se hubieran marchado. Se fue por la mañana, diciendo que regresaba al templo Shufuku, pero a fin de asegurarme hice que le siguiera uno de mis servidores. Tal como había pensado, no regresó al templo Shufuku, sino que fue directamente al campamento de Sakuma Genba. 122


Hayato asintió como si no tuviera necesidad de oír nada más. —Agradezco vuestra advertencia. El señor Hideyoshi no confiaba en Shigen ni Ogane, y dijo que debíamos tener cuidado con ellos. Su traición ha quedado clara. ¿Qué creéis que debemos hacer, Osaki? Osaki se le acercó más y le dijo lo que pensaba. Nomura aportó también sus ideas, y concibieron un plan allí mismo. Osaki envió mensajeros a Nagahama. Entretanto, Hayato escribió una carta y la confió a Osaki. Era una breve nota dirigida a Shogen, explicándole que no podía asistir a la ceremonia del té porque se encontraba mal. Cuando amaneció, Osaki cogió la carta y fue a visitar a Shogen en el monte Shinmei. Era costumbre de la época celebrar frecuentes ceremonias del té en el campamento. Por supuesto, todo se preparaba con sencillez: la sala de té no era más que un refugio temporal de ásperas paredes de yeso, con esterillas de juncos y un jarrón que contenía flores silvestres. El propósito de la ceremonia del té era cultivar la fuerza interior necesaria para soportar la fatiga de una larga campaña. A primera hora de la mañana Shogen había barrido el suelo cubierto de rocío y puesto los carbones en el hogar. Pronto llegaron Ogane y Kinoshita, ambos servidores de Shibata Katsutoyo. Shogen había depositado en ellos su confianza, y ellos habían hecho el juramento solemne de actuar con él. —Hayato se retrasa, ¿no es cierto? —comentó Ogane. En algún lugar cacareó un gallo, y los dos invitados parecieron nerviosos. Sin embargo, Shogen actuó como debía hacerlo el anfitrión y se mantuvo en perfecta calma. —No tardará en venir —dijo confiadamente. Por supuesto, el hombre que esperaban no se presentó. En cambio llegó un paje con la carta que Hayato había confiado a Osaki. Los tres hombres intercambiaron miradas. —¿Y el mensajero? —preguntó Shogen. 123


El paje replicó que el hombre se había marchado en cuanto entregó la carta. La misma expresión inquieta oscurecía los semblantes de los tres hombres. Por muy valientes que fuesen, no podían sentirse tranquilos sabiendo que su traición podría haber sido descubierta. —¿Cómo se habrá filtrado? —preguntó Ogane. Incluso sus susurros parecían quejas. Ahora que el complot había sido descubierto, olvidaron la ceremonia del té y concentraron sus pensamientos en la manera de huir. Tanto Ogane como Kinoshita parecía incapaces de aguantar allí un momento más. —Después de esto no podemos hacer nada más. Mientras ese lamento escapaba de los labios de Shogen, los otros dos hombres sintieron como si les hubieran golpeado en el pecho. Pero Shogen los miraba furibundo, como diciéndoles que mantuvieran la cabeza fría. —Vosotros dos tenéis que reunir a vuestros hombres e ir lo más rápidamente posible a Ikenohara. Esperad allí cerca del gran pino. Yo voy a enviar una carta a Nagahama. Luego os seguiré. —¿A Nagahama? ¿Qué clase de carta? —Mi madre, mi esposa y mis hijos están todavía en el castillo. Yo puedo escapar, pero si esperamos demasiado con toda seguridad mi madre y los demás serán hechos rehenes en el castillo. —Sospecho que es demasiado tarde. ¿Crees realmente que todavía queda tiempo? —¿Qué voy a hacer? ¿Abandonarlos ahí? Ogane, pásame esa piedra de tinta. Shogen empezó a deslizar rápidamente el pincel por la hoja de papel. En aquel momento llegó uno de sus servidores para informarle de que Nomura Shojiro había desparecido. Shogen arrojó su pincel, disgustado. —Entonces ha sido él. Durante cierto tiempo he sido negligente con respecto a ese necio. Pagará por esto. 124


Por la intensidad de su mirada parecía como si estuviera enviando a alguien el mal de ojo, y la mano que sostenía la carta dirigida a su esposa empezó a temblarle. —¡Ippeita! —gritó. El hombre se presentó en seguida. —Coge un caballo y corre a Nagahama —le ordenó—. Busca a mi familia y embárcalos a todos. Que no piensen siquiera en recoger sus posesiones. Que crucen en seguida el lago hasta el campamento del señor Katsuie. Ve inmediatamente, sin desperdiciar un solo momento. Casi antes de que hubiera terminado de hablar, Shogen se había atado las correas de su armadura. Empuñó una lanza larga y salió del edificio. Ogane y Kinoshita se apresuraron a reunir a sus hombres y bajaron de la montaña. Por entonces empezaba a clarear, y Hayato había enviado sus fuerzas. Cuando los hombres al mando de Ogane y Kinoshita llegaron al pie de la montaña, Osaki les tendió una emboscada. Los que sobrevivieron al ataque trataron de huir al gran pino de Ikenohara, donde esperarían a Shogen, pero los hombres de Hayato habían rodeado el extremo norte del monte Dangi y bloquearon su huida por aquel camino. Rodeados de esta manera, casi todos los hombres fueron aniquilados. Shogen estaba a un solo paso detrás de ellos. También él huyó en aquella dirección con pocos hombres. Llevaba su yelmo decorado con astas de ciervo y su armadura de cuero negro, y sujetaba la larga lanza bajo el brazo al cabalgar. Parecía realmente un guerrero dispuesto a avanzar a través del viento y los más valientes servidores de Katsutoyo, pero ya se había desviado del Camino del Samurai, y en el galope de su caballo estaban ausentes los sonidos de la rectitud y los altos ideales. De repente se vio rodeado por las tropas de Hayato. —¡No dejéis escapar al traidor! Le sometieron a una lluvia de insultos, pero él luchó como si no temiera morir. Abriendo a su paso un camino de sangre, finalmente logró librarse de la jaula de hierro. Fustigó a su ca125


bailo y cabalgó a todo galope unas dos leguas, hasta que pronto se reunió con el ejército de Yasumasa, que había estado esperando desde la noche anterior. Si el intento de asesinato por parte de Hayato hubiera tenido éxito, las dos fortalezas de Motoyama habrían sido atacadas y tomadas cuando aparecieran las señales luminosas de Shogen. Pero el plan no había salido como esperaban, y Shogen había estado en un tris de perder la vida. Mientras su hermano Yasumasa le contaba el desarrollo de los acontecimientos, Genba parecía disgustado. —¿Cómo? ¿Quieres decir que Hayato pudo hacer el primer movimiento porque el complot ha sido desvelado esta mañana? Entonces el plan de Shogen debía de estar mal concebido. Diles a los tres que vengan aquí. Hasta entonces Genba había hecho todo lo posible para inducir a Shogen a que traicionara a su señor, pero ahora que el plan no había salido según sus expectativas, hablaba de él como si no fuese más que una molestia. Shogen y los otros dos esperaban ser bien recibidos, pero la actitud de Genba iba a causarles una gran decepción. Shogen solicitó entrevistarse con Katsuie para darle cierta información altamente secreta que compensaría su fracaso. —Eso parece esperanzador, ¿verdad? —El talante de Genba parecía haber mejorado un poco, mas con Ogane y Kinoshita se mostró tan brusco como antes—. Vosotros dos quedaros aquí. Sólo Shogen vendrá conmigo al campamento principal. Dicho esto, partió de inmediato hacia el monte Nakao. El incidente de aquella mañana, con todas sus complicaciones, había sido comunicado detalladamente a Katsuie. Poco después, cuando Genba acompañó a Shogen al campamento de Katsuie, éste les aguardaba sentado en su escabel de campaña, con una expresión altiva. Katsuie siempre tenía un porte digno fuera cual fuese la situación. En seguida se le concedió a Shogen una audiencia. —Habéis fallado esta vez, Shogen —le dijo Katsuie. La expresión de su rostro mientras expresaba sus verdade126


ros sentimientos era compleja. Solía decirse que los Shibata, tanto el tío como el sobrino, tenían una naturaleza calculadora y egoísta, y ahora Katsuie y Genba aguardaban con frías expresiones a que Shogen hablara. —El descuido ha sido mío —dijo Shogen, consciente de que no podía hacer nada más que disculparse. En aquel momento debía de arrepentirse amargamente de su decisión, pero ahora no era posible volverse atrás. Abrumado por la carga de una vergüenza tras otra y ahogando su ira, sólo podía inclinar la cabeza hasta el suelo ante aquel señor arrogante y egoísta. Y no podía hacer más que suplicar la misericordia de Katsuie. Sin embargo, tenía otro plan con el que podría tratar de congraciarse con Katsuie, y se relacionaba con la cuestión del paradero de Hideyoshi. Eso era algo que interesaba profundamente a Katsuie y Genba, y cuando Shogen mencionó el tema, le escucharon con ansia. —¿Dónde está ahora Hideyoshi? —El paradero de Hideyoshi se mantiene en secreto, hasta el punto de que hasta sus mismos hombres lo desconocen —les explicó Shogen—. Aunque ha sido visto durante la construcción de las fortalezas, lleva algún tiempo fuera del campamento. Es probable que se encuentre en Nagahama, tal vez haciendo preparativos para atacar desde Gifu, al tiempo que observa la situación aquí. Es posible que se sitúe en una posición que le permita reaccionar a las condiciones en cualquiera de los dos lugares. Katsuie asintió gravemente e intercambió una mirada con Genba. —Sí, eso debe de ser. Tiene que estar en Nagahama. —Pero ¿qué clase de prueba tenéis? —No tengo ninguna prueba fehaciente —replicó Shogen—, pero si me dais unos pocos días comprobaré los detalles del paradero de Hideyoshi. Hay varios hombres en Nahagama amablemente interesados por mí, y estoy seguro de que cuando sepan que os apoyo, mi señor, saldrán discretamente de Na127


gahama y preguntarán aquí por mí. Además, los informes de los espías que envié han de llegar pronto. Por otro lado, quisiera ofrecer una estrategia que derrotará a Hideyoshi —concluyó, con una expresión que insinuaba la profundidad de la fe que tenía en su plan. —Deberíais tener muchísimo cuidado, ¿no os parece? Pero oigamos lo que tenéis que decirnos. Al amanecer del día diecinueve, Shogen y Genba visitaron el cuartel general de Katsuie por segunda vez. Lo que Shogen traía consigo aquella mañana era ciertamente valioso. Genba ya había escuchado la información de Shogen, pero cuando la oyó Katsuie por primera vez abrió unos ojos como platos y se le erizaron todos los pelos del cuerpo. Shogen habló con gran excitación. —En los últimos días Hideyoshi ha sido visto en Nagahama. Hace dos días, el diecisiete, se puso al frente de una fuerza de veinte mil hombres que salieron del castillo y se dirigieron a marchas forzadas a Ogaki, donde acamparon. Ni que decir tiene, si aplastara al señor Nobutaka en Gifu de un solo golpe, acabaría por completo con las inquietudes de un ataque por la retaguardia. Así pues, podemos conjeturar que está resuelto a poner en pie a todas sus fuerzas, girar en esa dirección y ponerse en marcha para librar una batalla decisiva en la que lo arriesgará todo. Dicen que antes de abandonar Nagahama Hideyoshi ha hecho matar a todos los rehenes de la familia del señor Nobutaka, por lo que podéis entender la resolución con que el bastardo ha avanzado hacia Gifu. Y eso no es todo. Ayer su vanguardia prendió fuego en diversos lugares y se está preparando para asediar el castillo de Gifu. Casi lamiéndose los labios, Katsuie pensó que el día que habían estado esperando se aproximaba. Genba era de la misma opinión. Ardía con los mismos pensamientos, pero incluso con mayor intensidad. Aquélla era una oportunidad..., una oportunidad irrepetible. Sin embargo, ¿cómo podrían aprovecharla plenamente? Aquí y allá, durante las hostilidades, se producían oleadas 128


de pequeñas oportunidades formadas por decenas de millares, pero una oportunidad verdaderamente grande, aquella en la que un único golpe decidía el ascenso o la caída de un hombre, sólo se presentaba una vez. Ahora Katsuie podía aprovechar o perder esa clase de oportunidad. Casi se le caía la baba al pensar a fondo en las posibilidades, y el semblante de Genba estaba enrojecido. —Shogen —dijo por fin Katsuie—, si tenéis alguna estrategia que ofrecer, os ruego que habléis con franqueza. —Mi humilde opinión es que no debemos perder esta oportunidad, sino atacar las dos fortalezas enemigas en los montes Iwasaki y Oiwa. Podríamos actuar de acuerdo con el señor Nobutaka, aunque Gifu esté lejos, y hacerlo con tanta rapidez como Hideyoshi. Al mismo tiempo, vuestros aliados podrían atacar y destruir las fortalezas de Hideyoshi. —Ah, eso es exactamente lo que quisiera hacer, pero tales cosas son más fáciles de decir que de hacer, Shogen. El enemigo tampoco carece de hombres y también están construyendo fortalezas, ¿no es cierto? —Si se examina la formación de combate de Hideyoshi desde dentro, se observa una brecha muy grande —replicó Shogen—. Reflexionad en ello. Las dos fortalezas enemigas de Iwasaki y Oiwa están lejos de vuestro campamento, pero seguís considerándolas como los reductos centrales. Sin embargo, la construcción de esas dos fortalezas es mucho más endeble y basta que cualquiera de las otras. Añadid a ello que tanto los jefes como los soldados que protegen esos lugares tienen la impresión de que el enemigo nunca los atacará. Parece ser que han descuidado en extremo los preparativos. Si lanzamos un ataque por sorpresa, debe ser ahí. Además, una vez hayamos destruido el centro mismo del enemigo, ¡con cuánta más facilidad caerán los demás castillos! Katsuie y Genba aceptaron con entusiasmo el plan de Shogen. —Shogen ha visto a fondo la estratagema del enemigo —dijo Katsuie—. Éste es el mejor plan que podríamos haber ideado para confundir a Hideyoshi. 129


Era la primera vez que Katsuie alababa tanto a Shogen. Éste llevaba varios días abatido por su descrédito, pero ahora su expresión cambió de repente. —Echad un vistazo a esto —dijo al tiempo que extendía un mapa. Las fortalezas de Dangi, Shinmei y los montes Iwasaki y Oiwa se alzaban en la orilla oriental del lago Yogo. Había también una serie de fortalezas desde la zona meridional de Shizugatake hasta el monte Tagami, la cadena de campamentos que se extendían a lo largo de la carretera que conducía a las provincias del norte y varias otras posiciones militares. Todo aparecía claramente, y la topografía de la zona, con sus lagos, montañas, campos y valles, estaba delineada con detalle. Lo imposible se había hecho posible. Katsuie se relamió ante la clara desventaja que representaba para Hideyoshi el hecho de que un mapa secreto como aquél hubiera sido extendido en el cuartel general del enemigo antes de la batalla. Podría decirse que el mero hecho causaba una gran alegría a Katsuie. Tras examinar el mapa de cerca, alabó a Shogen una vez más. —Esto es un regalo maravilloso, Shogen. Genba estaba a un lado, examinando también el mapa. De improviso habló con convicción. —Este plan de Shogen, tío..., penetrar profundamente en las líneas enemigas y tomar las dos fortalezas de Iwasaki y Oiwa... ¡Quiero que me envíes como vanguardia! Estoy seguro de que sólo yo puedo llevar a cabo un ataque por sorpresa con la resolución y la velocidad necesarias. —No sé, tengo que pensar en ello... Katsuie cerró los ojos y reflexionó, como si el ardor del joven le causara aprensión. Genba, lleno de confianza en sí mismo y entusiasmo, en seguida opuso resistencia a esa vacilación. —¿En qué otros planes piensas para aprovechar esta oportunidad? No es posible que haya espacio en tu pensamiento para alguien más, ¿no es cierto? —¿Qué? No, no lo creo. 130


—Las oportunidades concedidas por el cielo, no esperan, ¿sabes? Mientras discutimos así, la ocasión se nos puede deslizar de un momento a otro. —No te apresures tanto, Genba. —No, cuanto más reflexionas, más tiempo pasa. ¿No eres capaz de tomar una decisión cuando tienes ante los ojos una victoria de tal magnitud? Ah, eso me hace pensar que el Demonio Shibata se está haciendo viejo. —No digas tonterías. Lo que ocurre es que todavía eres joven. Tienes valor para el combate, pero careces de experiencia en estrategia. —¿Por qué dices eso? El rostro de Genba empezó a enrojecer, pero Katsuie no se alteró. Era un veterano de innumerables batallas y no iba a perder su compostura. —Piensa un momento, Genba. No hay nada más peligroso que adentrarte detrás de las líneas enemigas. ¿Merece la pena correr el riesgo? ¿No debemos pensar en esto a fondo para que luego no tengamos que arrepentimos? Genba soltó una carcajada, negando así valor a la inquietud de su tío, pero por detrás de esa sugerencia su juvenil voluntad de hierro se reía también del discernimiento y el titubeo propios de la edad madura. Sin embargo, Katsuie no reprochó la risa burlona de su sobrino. Parecía mostrar afecto por la falta de inhibición del joven, y realmente tenía en gran estima el vigoroso ánimo de Genba. Desde hacía algún tiempo Genba se había acostumbrado al favor de su tío. Podía interpretar con rapidez las emociones de aquel hombre y adaptarse a ellas. Ahora siguió insistiendo. —Es cierto que soy joven, pero comprendo perfectamente el peligro que encierra penetrar en las líneas enemigas. En esta situación confiaría tan sólo en la estrategia, sin impacientarme por el mérito. Me atreveré a hacerlo sólo porque comporta peligro. Katsuie seguía reacio a dar su aprobación sin reservas y, 131


como antes, estaba sumido en sus reflexiones. Genba dejó de acosar a su tío y de repente se volvió hacia Shogen. —Dejadme ver el mapa. Sin moverse del escabel de campaña, Genba desenrolló el mapa, se acarició el mentón con una mano y permaneció en silencio. Transcurrió casi una hora. Katsuie se había preocupado cuando su sobrino habló con tanto entusiasmo, pero al observar que Genba examinaba en silencio el mapa tuvo la súbita seguridad de que el joven era digno de confianza. —De acuerdo. —Puso fin a sus deliberaciones y se dirigió a su sobrino—: No cometas ningún error, Genba. Te ordeno que esta noche te internes detrás de las líneas enemigas. Genba alzó la vista y, al mismo tiempo, se levantó del escabel de campaña. Desbordaba de alegría e hizo una profunda reverencia, pero si bien Katsuie admiraba a aquel sobrino tan feliz porque se veía al mando de la vanguardia, sabía que era una posición que fácilmente podía significar la muerte de un hombre si cometía un error. —Te lo repito... Una vez hayas cumplido con tu objetivo de destruir Iwasaki y Oiwa, retírate con la velocidad del viento. —Sí, tío. —No es necesario que lo diga, pero una retirada segura tiene una importancia extrema en la guerra..., sobre todo en una lucha que implica la penetración en territorio enemigo. Si no logras retirarte con seguridad, es como olvidarte del último cubo de tierra cuando cavas un pozo de cien brazas de profundidad. Ve con la velocidad del viento y regresa de la misma manera. —Comprendo muy bien tu advertencia. Una vez que su esperanza se había realizado, Genba mostraba una docilidad perfecta. Katsuie reunió de inmediato a sus generales. Al anochecer las órdenes habían llegado a cada uno de los campamentos y los preparativos de cada cuerpo de ejército parecían completados. 132


Era la noche del día diecinueve del cuarto mes. El ejército de dieciocho mil hombres abandonó el campamento en secreto, exactamente en la segunda mitad de la hora de la rata. La fuerza atacante estaba dividida en dos cuerpos de cuatro mil hombres cada uno. Avanzaron montaña abajo hacia Shiotsudani, cruzaron el puerto de Tarumi y continuaron su avance hacia el este, a lo largo de la orilla occidental del lago Yogo. Los doce mil hombres que formaban el ejército principal de Katsuie siguieron una ruta diferente, en una maniobra de diversión. Avanzaron a lo largo de la carretera que conducía a las provincias del norte y giraron gradualmente al sudeste. Su acción tenía el objetivo de contribuir al éxito del cuerpo que efectuaría el ataque por sorpresa, a cuyo frente estaba Sakuma Genba y, al mismo tiempo, controlaría cualquier movimiento desde las fortalezas enemigas. Entre las fuerzas principales del ejército de diversión, el único cuerpo de tres mil hombres de Shibata Katsuie se dirigió al sudeste de la pendiente, en Iiura, ocultaron sus estandartes y armaduras y observaron sigilosamente cualesquiera movimientos enemigos en la dirección de Shizugatake. Maeda Inuchiyo tenía el encargo de defender una línea que se extendía desde Shiotsu hasta los montes Dangi y Shinmei. Shibata Katsuie se alejó del campamento principal en el monte Nakao con un ejército de siete mil hombres y avanzó hasta Kitsunezaka por la carretera que conducía a las provincias del norte. A fin de atraer e incapacitar a los cinco mil hombres de Hidemasa estacionados en el monte Higashino, el ejército de Katsuie desplegó ahora orgullosamente sus estandartes y prosiguió su avance. El cielo nocturno empezó a abrillantarse con la proximidad del alba. Era el vigésimo día del cuarto mes del calendario lunar, muy cerca del solsticio de verano, y las noches eran cortas. Más o menos por entonces los generales de la vanguardia empezaron a reunirse en la orilla blanca del lago Yogo. Siguiendo a la vanguardia de cuatro mil hombres, un segundo 133


cuerpo llegó rápidamente detrás de ellos. Ésa era la fuerza que se internaría detrás de las líneas enemigas, y Sakuma Genba estaba en su centro. La niebla era espesa. De improviso una luminosidad de arco iris apareció en medio del lago. El fenómeno podría haber hecho pensar a los hombres que pronto amanecería, pero apenas podían ver las colas de los caballos delante de ellos, y el sendero a través de la planicie herbosa aún estaba oscuro. Mientras la niebla se arremolinaba alrededor de estandartes, armaduras y lanzas, parecía como si los hombres caminaran sobre el agua. Los pensamientos que cruzaban por sus mentes les llenaban de tensión. La fría niebla les humedecía las cejas y el vello de las fosas nasales. Llegaba desde la orilla del lago ruido de chapoteo, risas y voces animadas. Los exploradores de las tropas atacantes pronto se arrodillaron y avanzaron con sigilo para investigar quién podría estar en medio de la niebla. Resultaron ser dos samurais y unos diez mozos de caballos de la fortaleza del monte Iwasaki. Se habían adentrado en los bajíos del lago y estaban lavando sus caballos. Los exploradores esperaron a que avanzaran las tropas de la vanguardia y les hicieron señales en silencio, agitando las manos. Entonces, cuando estuvieron seguros de que el enemigo estaba atrapado, gritaron de repente: —¡Prendedlos vivos! Cogidos por sorpresa, los guerreros y mozos de caballos chapotearon por el trecho de agua y corrieron a lo largo de la orilla. —¡El enemigo! ¡Es el enemigo! Cinco o seis hombres escaparon, pero los restantes fueron capturados. —Bien, bien, la primera caza de la temporada. Los guerreros de Shibata cogieron a los prisioneros por el cuello y los llevaron ante su comandante, Fuwa Hikozo, el cual los interrogó sin desmontar. 134


Enviaron un mensaje a Sakuma Genba, preguntándole qué debían hacer con los prisioneros. La respuesta los espoleó a emprender una acción rápida: «Que esos hombres no os retrasen. Matadlos en seguida y proseguid el avance hacia el monte Oiwa». Fuwa Hikozo desmontó, desenvainó su espada y decapitó personalmente a un hombre. Entonces gritó una orden a todos los miembros de la vanguardia. —¡Venid y daos un festín de sangre! Decapitad a todos los demás y presentad sus cabezas como una ofrenda al dios de la guerra. ¡Entonces lanzad gritos de guerra y seguid adelante para atacar la fortaleza de Oiwa! Los soldados que rodeaban a Hikozo casi se pelearon por la oportunidad de cortar las cabezas a los mozos de caballos. Alzando sus espadas ensangrentadas en el cielo matinal, ofrecieron las vidas de sus prisioneros y gritaron a los demonios. Todo el ejército respondió lanzando gritos de guerra. Oleadas de armaduras se estremecían a través de la niebla matinal mientras cada hombre competía por ser el primero. Los caballos sudorosos se rozaban en un esfuerzo por tomar la delantera, y un cuerpo de lanceros tras otro avanzaba con una confusión de hojas de lanza brillantes. Se oían ya los estampidos de las armas de fuego, lanzas y espadas largas destellaban bajo la luz matinal y un sonido extraño procedía de la primera empalizada en el monte Oiwa. ¡Qué profundos son los sueños prolongados de la corta noche de verano! Las cuestas del monte Oiwa, defendido por Nakagawa Sebei, y el monte Iwasaki, en posesión de Takayama Ukon, el centro de las fortificaciones de Hideyoshi, estaban envueltos por la niebla y tan serenos como si nadie conociera todavía que se aproximaba una oleada de hombres. La construcción de la fortaleza en el monte Oiwa había sido rápida y sencilla. Nakagawa Sebei dormía en una choza al lado de la muralla que se extendía mediada la altura del monte. Todavía adormilado, alzó la cabeza y musitó: —¿Qué ocurre ahí? 135


En la frontera entre el sueño y la realidad, y sin saber por qué, se levantó bruscamente y se puso la armadura que habían colocado cerca de su cama. Estaba terminando cuando alguien llamó a la puerta de la cabana y entonces pareció empujarla también con el cuerpo. La puerta cayó hacia dentro y tres o cuatro servidores entraron tambaleándose. —¡Los Shibata! —gritaron. —¡Calmaos! —les reprendió Sebei. Por los informes incoherentes de los mozos de caballos supervivientes, Sebei no pudo averiguar por dónde había penetrado el enemigo ni quién iba al frente. —Sería una hazaña extraordinaria incluso para un enemigo extraordinario abrirse paso a esta altura de las líneas. No va a ser nada fácil librarnos de esos hombres. No sé quién los dirige, pero sospecho que, entre todos los jefes de las fuerzas de Shibata, lo más probable es que sea Sakuma Genba. Sebei había comprendido rápidamente la situación, y un escalofrío recorrió todo su cuerpo. No podía negar que aquel hombre era un poderoso enemigo, pero esa sensación abrumadora no tardó en tener su contrapartida en la fortaleza que brotaba en su interior, y se sobrepuso. —¡Vamos a luchar! —gritó, empuñando su lanza. Se oían a lo lejos disparos esporádicos, desde el pie de la montaña. Entonces se oyeron inesperadamente cerca, desde una zona boscosa en la ladera del sudoeste. —También han tomado los atajos. Debido a la densidad de la niebla, los estandartes enemigos no se veían claramente, lo cual inquietaba todavía más a las tropas de Nakagawa. Sebei volvió a dar voces, que resonaron en el corazón de la montaña. Los mil hombres del cuerpo de Nakagawa que defendían la montaña estaban ya despiertos por el ataque que se les venía encima y que les había cogido totalmente por sorpresa. Por lo que ellos sabían, la posición principal de los Shibata estaba a 136


gran distancia, y esa creencia les había hecho bajar la guardia. ¡No ea posible que el enemigo atacara un lugar tan seguro! Pero incluso antes de que reparasen en lo erróneo de su creencia, el enemigo ya se había abatido sobre ellos como uña tormenta. Sebei dio una patada en el suelo y reprendió a sus hombres por su falso sentimiento de seguridad y su negligencia. Uno tras otro sus oficiales le buscaron y, bien avistando el estandarte de mando o bien reconociendo su voz, corrieron con los soldados para reunirse a su alrededor y formar un verdadero ejército. —¿Está Genba al mando? —Sí, mi señor —respondió un servidor. —¿Cuántos hombres tiene? —Menos de diez mil. —¿Una línea de ataque o dos? —Parece haber dos ejércitos. Genba ataca desde Niwatonohama y Fuwa Hikozo ha tomado el camino desde el monte Onoji. Incluso cuando todos los hombres estuvieron reunidos, no sumaban más de un millar los defensores de la fortaleza. Según los informes, las fuerzas atacantes del enemigo se aproximaban a los diez mil. Tanto los atajos como las puertas de la barrera al pie de la montaña eran inadecuados. Era fácil ver que sólo sería cuestión de tiempo antes de que fuesen aniquilados. —¡Enfrentaos al enemigo en el atajo! —Sebei envió primero al hombre que era su mano derecha con trescientos soldados, y entonces alentó a sus propios hombres—: Los demás venid conmigo. Las fuerzas de Nakagawa nunca han sido vencidas desde que salimos de Ibaraki en Settsu. ¡No retrocedáis un solo paso ante el enemigo que tenemos delante! Nakagawa Sebei se puso en cabeza, junto con el estandarte de mando y las banderas, fustigó a su caballo y avanzó velozmente hacia el pie de la montaña.

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La mañana de aquel mismo día, seis o siete barcos de guerra navegaron por el lago Bíwa como una bandada de aves acuáticas. En la cortina que envolvía el puente de uno de los barcos, el blasón, un gran lirio, ondeaba al viento. Niwa Nagahide estaba en pie en el puente del barco cuando de repente vio que se alzaba humo negro de una montaña en el lado norte del lago, y gritó a los hombres que le rodeaban: —¿Eso está cerca de Oiwa o de Shizugatake? —Parece Shizugatake —respondió uno de los miembros de su estado mayor. En realidad, al mirar en aquella dirección, las montañas parecían amontonadas una encima de la otra, de modo que las llamas del monte Oiwa daban la impresión convincente de que se alzaban de Shizugatake. —Es difícil de entender. Niwa frunció el ceño y siguió mirando a lo lejos. Era sorprendente la exactitud de su premonición. Aquel mismo día, el vigésimo del mes, había recibido al amanecer un mensaje de su hijo, Nabemaru: Durante la noche ha habido movimientos sospechosos en los campamentos de Katsuie y Genba. En aquel momento había supuesto que debía tratarse de un ataque enemigo. Hideyoshi estaba ocupado atacando Gifu y, si sus enemigos lo sabían, pensarían que era el momento de atacar la posición desprotegida de Hideyoshi. Niwa se sintió aprensivo en cuanto recibió el informe de su hijo. Embarcó su pequeña fuerza de un millar de hombres en cinco o seis barcos y cruzó el lago hasta las proximidades de Kazuo. Tal como había temido, había llamaradas en la dirección de Shizugatake, y cuando por fin llegaron a Kazuo, oyeron estampidos de armas de fuego. —El enemigo parece haber invadido la fortaleza de Mo138


toyama. Shizugatake también corre peligro, y dudo de que podamos resistir en el monte Iwasaki. Niwa pidió la opinión de dos de sus oficiales. —Desde luego la situación no parece buena —respondió uno de los hombres—. El enemigo ha enviado una gran fuerza y tengo la impresión de que nuestro número será insuficiente para ayudar a nuestros aliados en esta emergencia. El mejor plan sería regresar a Sakamoto y hacernos fuertes en el castillo. —Estás diciendo tonterías —replicó Niwa, rechazando la sugerencia—. Que el ejército desembarque de inmediato. Luego llevad los barcos a Kaitsu y traed un tercio de las fuerzas de Nagamaru. —¿Habrá tiempo, mi señor? —Los cálculos cotidianos carecen por completo de valor cuando se trata de la guerra. Nuestra mera presencia surtirá efecto, pues tardarán algún tiempo en darse cuenta de lo escaso que es nuestro número y eso les retrasará. Encárgate de que desembarquen las tropas y corre de regreso a Kaitsu. El ejército desembarcó en Ozaki y los barcos se hicieron a la vela en seguida. Niwa detuvo a su caballo en un pueblo para interrogar a los lugareños. Éstos le dijeron que la batalla había comenzado al amanecer y era totalmente inesperada. Al mismo tiempo que vieron las llamas en el monte Oiwa, oyeron gritos de guerra que eran como el ruido de grandes olas. Entonces, unos guerreros de las fuerzas de Sakuma, tal vez un grupo de reconocimiento, fustigaron a sus caballos a través del pueblo desde la dirección de Yogo. Corría el rumor de que las fuerzas de Nakagawa Sebei defendieron la fortaleza pero fueron abatidos hasta el último hombre. Cuando les preguntaron si sabían algo de los hombres de Kuwayama en la zona de Shizugatake, los aldeanos respondieron que poco tiempo antes el señor Kuwayama Shigeharu se había puesto al frente de sus tropas y, tras salir de la fortaleza de Shizugatake, se apresuraba ahora por la carretera de montaña en dirección a Kinomoto. 139


Esta información dejó a Niwa boquiabierto de sorpresa. Había llegado con refuerzos, dispuesto a atrincherarse allí con sus aliados, pero las fuerzas de Nakagawa habían sido aniquiladas y las de Kuwayama habían abandonado sus puestos y huían tan rápido como podían. ¡Qué conducta tan vergonzosa! ¿En qué habían estado pensando? Niwa lamentaba la confusión de Kuwayama. —¿Y eso acaba de suceder? —preguntó a los aldeanos. —No pueden haberse alejado mucho más de media legua —respondió un campesino. —¡Inosuke! —llamó Niwa. Cuando llegó el servidor le ordenó—: Corre tras el cuerpo de Kuwayama y habla con el señor Shigeru. Dile que he venido y que defenderemos juntos Shizugatake. ¡Dile que vuelva de inmediato! —¡Sí, mi señor! El hombre fustigó a su caballo y corrió en dirección a Kinomoto. Aquella mañana Kuwayama había intentado en dos o tres ocasiones persuadir a Nakagawa para que se retirase, pero no le había ofrecido ninguna ayuda y, cuando se produjo el asalto por parte de las fuerzas de Sakuma, perdió por completo la cabeza. Entonces, ante la derrota del grupo central de sus aliados, abandonó Shizugatake sin disparar una sola bala o blandir una lanza para resistir, huyendo a toda velocidad al frente de sus tropas desordenadas. Tenía intención de reunirse con sus aliados en Kinomoto y entonces esperar las órdenes de Hidenaga. Pero ahora, cuando estaba en camino, se le presentaba un hombre del clan Niwa que le informaba sobre los refuerzos de éste. La noticia le hizo recuperar el valor de repente. Reorganizó sus tropas, se apresuró a dar la vuelta y regresó a Shizugatake. Entretanto Niwa había tranquilizado a los lugareños. Subió a Shizugatake y por fin se reunió con Kuwayama Shigeharu. En seguida escribió una carta y la envió mediante un mensajero al campamento de Hideyoshi en Mino. Le informaba de lo apurada que era la situación. 140


Las fuerzas de Sakuma en el monte Oiwa levantaron allí un campamento provisional y, convencidos de su triunfo, descansaron tranquilamente unas dos horas, más o menos desde la hora del caballo. Los guerreros estaban cansados tras la intensa batalla y la larga marcha que había comenzado la noche anterior. Sin embargo, tras haber dado cuenta de sus provisiones, se enorgullecieron de sus manos y pies empapados en sangre. Aquí y allá brotaban alegres conversaciones, y se olvidaron de su fatiga. Se impartieron órdenes que los oficiales transmitieron de uno a otro cuerpo. —¡Dormid! ¡Dormid! Cerrad los ojos un rato. ¡Nadie sabe lo que va a ocurrir esta noche! Las nubes que cubrían el cielo parecían de verano y en los árboles chirriaban las primeras cigarras de la temporada. El viento soplaba suavemente sobre las montañas de un lago a otro, y los soldados, tras haber satisfecho al estómago vacío, finalmente se amodorraron sin soltar sus armas de fuego y lanzas. Los caballos también cerraron los ojos bajo los árboles, e incluso el grupo de oficiales se apoyaron contra los troncos y se quedaron dormidos. Reinaba una tranquilidad total, pero era la clase de silencio que se produce tras una lucha intensa. El campamento de sus enemigos, que había estado envuelto en sueños hsta poco antes del alba, había sido reducido a cenizas, y todos sus soldados eran cadáveres abandonados en la hierba. Ahora era pleno día, pero la muerte flotaba en el aire. Con excepción de los centinelas, todo estaba aletargado e incluso en el lugar donde se reunía el estado mayor la atmósfera era apacible. Los sonoros ronquidos del comandante en jefe, Genba, se filtraban alegremente a través de las cortinas. De repente, cinco o seis caballos se detuvieron en alguna parte, y un grupo de hombres con yelmo y armadura corrieron en dirección al estado mayor de campaña, cuyos miembros, que habían estado adormilados alrededor de Genba, se apresuraron a mirar al exterior. 141


—¿Qué ocurre? —gritaron. —Es Matsumura Tomojuro, Kobayashi Zusho y los demás exploradores. —Entrad. El hombre que los había invitado a entrar era Genba. Se había despertado bruscamente y en sus ojos, todavía enrojecidos por la falta de sueño, se reflejaba la sorpresa. Parecía que poco antes de hacer la siesta había engullido una buena cantidad de sake. Una gran taza roja vacía estaba al lado de su asiento. Matsumura se arrodilló en un ángulo del recinto formado por las cortinas e informó de lo que había observado. —Ya no hay un solo soldado enemigo en el monte Iwasaki. Creíamos que existía la posibilidad de que hubieran ocultado sus estandartes y se propusieran esperarnos escondidos, por lo que miramos por todas partes para asegurarnos, pero el general Takayama Ukon y todos los hombres bajo su mando se han ido al monte Tagami. Genba batió palmas. —¿Han huido? —Se echó a reír y miró a sus oficiales de estado mayor—. ¡Dice que Ukon ha huido! Sin duda es rápido, ¿verdad? Un acceso de risa sacudió todo su cuerpo sin que pudiera contenerse. Parecía que aún no se habían disipado los efectos del sake de la victoria. En aquel momento, el mensajero que había sido enviado al campamento principal de Katsuie para informar sobre la situación bélica regresó con las instrucciones de su señor. —¿No hay ningún movimiento enemigo en la zona de Kitsunezaka? —preguntó Genba. —Ninguno en particular. El señor Katsuie parece estar muy animado. —Imagino que estaba satisfecho. —Sí, en efecto. —El mensajero siguió respondiendo a las repetidas preguntas de Genba sin tener siquiera ocasión de enjugarse el sudor de la frente—. Cuando le describí los detalles 142


del combate de esta mañana, comentó: «Así es como actúa ese sobrino mío». —Bien, ¿qué me dices de la cabeza de Sebei? —La examinó en seguida y dijo que no había ninguna duda de que era la de Sebei. Miró a los hombres que le acompañaban y afirmó que era un buen augurio. Su estado de ánimo pareció incluso mejorar más. También Genba estaba de muy buen humor. Mientras oía hablar de la felicidad de Katsuie, se regocijaba de su propio triunfo y ardía en deseos de sorprender a su tío con una alegría aún mayor. —Supongo que el señor de Kitanosho todavía no sabe que la fortaleza del monte Iwasaki también ha caído en mis manos —comentó riendo—. Se da por satisfecho con demasiada rapidez. —No, le informaron de la captura de Iwasaki cuando yo me disponía a marcharme. —Bien, en ese caso no hay necesidad de enviar otro mensajero. —No, si sólo hay que darle esa noticia. —En cualquier caso, mañana Shizugatake será mío. —Bueno, en cuanto a eso... —¿Qué quieres decir? —El señor Katsuie ha dicho que esta victoria os podría entusiasmar demasiado, que quizá consideraríais al enemigo demasiado fácil de vencer y que esto podría haceros bajar la guardia. —Estás diciendo tonterías —dijo Genba, riendo—. No voy a embriagarme con esta única victoria. —Pero antes de que os marcharais, el señor Katsuie os hizo una advertencia, la de que os retiraseis tras adentraros en territorio enemigo. Es peligroso permanecer aquí demasiado tiempo. Hoy ha vuelto a pedirme que os diga que regreséis en seguida. —¿Ha dicho que me retire de inmediato? —Sus palabras exactas han sido que debéis retiraros con 143


rapidez y unir vuestras fuerzas a las de los aliados en la retaguardia. —¡Qué indecisión! —rezongó Genba, con una sonrisa despectiva—. Bien, de acuerdo. En aquel momento llegaron varios exploradores con sus informes. Los tres mil hombres de Niwa habían unido sus fuerzas al cuerpo de Kuwayama y juntos estaban reforzando las defensas en Shizugatake. Esta noticia fue como arrojar aceite al fuego del afán de atacar que tenía Genba. Semejantes informes redoblaban los deseos de luchar de un general realmente valeroso. —Esto será interesante. Genba apartó a un lado la cortina del recinto y salió. Mirando por encima de la vegetación renovada de las montañas, distinguía Shizugatake a lo lejos, a unas dos leguas en dirección sur. Más cerca y por debajo de donde estaba, un general subía desde el pie de la montaña, acompañado por varios ayudantes. El oficial encargado de la entrada en la barrera de madera se apresuraba delante de él para mostrarle el camino. Genba chascó la lengua y musitó: —Ése debe de ser Dosei. En cuanto reconoció a un general que siempre estaba al lado de su tío, conjeturó el recado que traía antes de que se encontraran. —Ah, estáis aquí. Dosei se enjugó el sudor de la frente. Genba permaneció en pie sin invitarle a entrar en el recinto cerrado con cortinas. —¿Qué estáis haciendo aquí, señor Dosei? —le preguntó sin preámbulos. A juzgar por su expresión, Dosei no deseaba discutir todavía, pero Genba habló primero. —Acamparemos aquí esta noche y nos retiraremos mañana. Ya he informado a mi tío. Parecía como si no quisiera oír nada más del asunto. —He sido informado. Dosei encabezó cortésmente sus observaciones con una sa144


lutación y luego felicitó a Genba por su gran victoria en el monte Oiwa, pero Genba no tenía paciencia para aguantar tales rodeos. —¿Os ha enviado mi tío porque todavía espera que surjan dificultades? —Como habéis conjeturado, le inquieta mucho vuestro plan de acampar aquí. Desea que os retiréis del territorio enemigo esta noche como máximo y regreséis al campamento principal. —No te preocupes, Dosei. Cuando mis tropas selectas avanzan, tienen un poder explosivo. Cuando defienden un lugar, son como muros de hierro. Todavía no hemos sufrido la vergüenza de la derrota. —El señor Katsuie ha tenido fe en vos desde el mismo comienzo, pero cuando lo consideráis desde el punto de vista militar, retrasaros cuando os habéis internado en territorio enemigo no es la manera correcta de llevar a cabo vuestra estrategia. —Espera un momento, Dosei. ¿Me estás diciendo que no entiendo el arte de la guerra? ¿Y esas palabras son tuyas o de mi tío? Al llegar a ese punto incluso Dosei se estaba poniendo nervioso, y no podía hacer más que guardar silencio. Empezaba a notar que su papel de mensajero le estaba poniendo en peligro. —Si así lo decís, mi señor..., informaré al señor Katsuie sobre el alcance de vuestra convicción. Dosei se apresuró a marcharse, y cuando Genba volvió a su asiento envió rápidamente sus órdenes. Despachó a un grupo de hombres al monte Iwasaki y también dirigió una serie de pequeños grupos de reconocimiento a Minegamine y las proximidades de Kannonzaka, entre Shizugatake y el monte Oiwa. Poco después se oyó otra voz que efectuaba un anuncio. —Acaba de llegar el señor Joemon con órdenes del campamento principal en Kitsune. Esta vez el mensajero no acudía para sostener una simple 145


conversación o transmitir los pensamientos de Katsuie, sino que le hizo entrega de órdenes militares cuyo contenido era, una vez más, otra petición de retirada. Genba le escuchó dócilmente, pero su respuesta, como antes, fue el firme mantenimiento de su punto de vista y no se mostró dispuesto a ceder. —Me ha dado ya la responsabilidad de supervisar una incursión en territorio enemigo. Obedecer lo que ahora me pide sería omitir el toque final de una operación militar que hasta ahora ha tenido éxito. Quisiera que me confiara el bastón de mando para dar un solo paso más. Así pues, Genba ni hizo caso de lo que le había dicho el enviado ni acató las órdenes tan explícitas de su comandante en jefe. Había utilizado su amor propio como un escudo. Ahora ni siquiera Joemon, que había sido elegido para aquel cometido por el mismo Katsuie, era capaz de imponerse a la rigidez del joven. Joemon no quiso seguir conversando y se apresuró a regresar. Naturalmente, fustigó a su caballo para que avanzara lo más rápido posible, tal como había hecho a la ida. Así regresó el tercer mensajero, y cuando llegó el cuarto el sol descendía ya en el oeste. El viejo guerrero, Ota Kuranosuke, un servidor veterano y ayudante personal de Katsuie, habló largo y tendido. Sin embargo, habló más de la relación entre tío y sobrino que de la orden en sí, e hizo cuanto pudo por suavizar la rígida postura del joven Genba. —Vamos, vamos, comprendo vuestra resolución, pero sois el miembro de vuestra familia a quien el señor Katsuie tiene en más alta estima, y por eso está tan preocupado. En particular, ahora que habéis destruido una sección del enemigo, podremos consolidar nuestra posición, seguir obteniendo una victoria tras otra y destruir paso a paso los puntos débiles del enemigo. Ésa es nuestra estrategia de conjunto, y es la que se ha decidido para dominar el país. Escuchad, señor Genba, debéis deteneros aquí. —El camino será peligroso cuando el sol se ponga, anciano. Vete. 146


—No lo haréis, ¿verdad? —¿De qué me estás hablando? —¿Cuál es vuestra decisión? —No pensaba en tomar esa decisión desde el mismo comienzo. El viejo servidor se retiró, fatigado. Entonces llegó el quinto mensajero. Genba se había vuelto incluso más rígido. Había llegado hasta allí y no estaba dispuesto a retroceder. Se negó a ver al mensajero, pero el hombre no era un servidor de bajo rango. Todos los mensajeros que habían acudido aquel día eran hombres distinguidos, pero el quinto era un miembro especialmente poderoso del entorno de Katsuie. —Sé que nuestros enviados no han sido tal vez satisfactorios, pero ahora el mismo señor Katsuie habla de venir aquí en persona. Nosotros, sus ayudantes más íntimos, le hemos instado a que se quede en el campamento y, pese a lo indigno que soy, he venido en su lugar. Os imploro que penséis a fondo en esto y luego levantéis el campamento y abandonéis el monte Oiwa lo antes posible. Hizo esta súplica mientras permanecía postrado fuera del recinto rodeado de cortinas. Sin embargo, Genba había juzgado la situación de la siguiente manera. Aun cuando Hideyoshi hubiera sido informado del incidente y hubiera partido de Ogaki cuanto antes, la distancia que les separaba era de trece leguas, y el aviso no le habría llegado hasta el anochecer. Tampoco le habría sido fácil alejarse de Gifu. Por consiguiente, el cambio en las posiciones militares no estaría completado, como más pronto, hasta el día siguiente por la noche o incluso un día después. —Ese sobrino mío no va a escucharme, sin que importe a quién le envíe —se quejó Katsuie—. Tendré que ir ahí personalmente y obligarle a retirarse por la noche. Aquel día, en el campamento principal de Kitsune se había recibido la noticia del éxito que había tenido el ataque, y durante algún tiempo reinó la alegría. Pero la orden de una retira147


da rápida no había sido obedecida. De hecho, Genba había despedido a todos los enviados distinguidos con la negativa a obedecer y ademanes despectivos. —Ah, ese sobrino acabará conmigo —se lamentó Katsuie, apenas capaz de contenerse. Cuando se filtró la noticia de la discordia interna dentro del estado mayor, que Katsuie criticaba la testarudez de Genba, de alguna manera se perdió la alegría que impregnaba al espíritu marcial en el campamento. —Otro enviado ha salido del campamento. —¡Cómo! ¿Otro? Las idas y venidas repetidas entre el campamento principal y el monte Oiwa consternaban a los guerreros. Katsuie se pasó media jornada con la sensación de que su vida se acortaría. Durante el tiempo que aguardó el regreso del quinto enviado, apenas podía permanecer sentado en su escabel de campaña. El campamento estaba situado en un templo de Kitsunezaka, y Katsuie deambulaba ahora en silencio a lo largo de los corredores del edificio, mirando en dirección al portal del templo. —¿Aún no ha vuelto Shichiza? —preguntó a sus ayudantes innumerables veces—. Ya se está haciendo de noche. Cuando oscureció, le invadió la irritación. El sol poniente iluminaba ahora el campanario. —¡El señor Yadoya ha regresado! Tal era el mensaje transmitido por el guerrero apostado junto al portal del templo. —¿Qué ha sucedido? —preguntó Katsuie con ansiedad. El hombre le informó con franqueza. Al principio Genba se había negado a verle, pero Yadoya insistió. Le expuso con detalle la opinión de su señor, pero fue en vano. Genba insistió en que incluso en el caso de que Hideyoshi se dirigiera velozmente al monte Oiwa desde Ogaki, tardaría por lo menos uno o dos días. Así pues, Genba podría destruir a las tropas de Hideyoshi con facilidad, debido a lo fatigados que los hombres estarían tras el largo viaje. Por ese motivo manifestó su resolución de 148


permanecer en el monte Oiwa, y no parecía dispuesto de ninguna manera a cambiar de idea. La cólera brillaba en los ojos de Katsuie. —¿Ese necio! —exclamó, casi como si escupiera sangre. Entonces, tras un fuerte gemido que estremeció todo su cuerpo, musitó—: La conducta de Genba es indignante. Miró a su alrededor y en la sala contigua, donde aguardaban los guerreros. —¡Yaso! ¡Yaso! —gritó a voz en grito. —¿Buscáis a Yoshida Yaso? —le preguntó Menju Shosuke. ■—¡Naturalmente! —replicó Katsuie con brusquedad, volcando su cólera en Shosuke—. ¡Dile que venga aquí ahora mismo! El ruido de pisadas a la carrera resonó en el templo. Yoshida Yaso recibió las órdenes de Katsuie y fustigó de inmediato a su caballo hacia el monte Oiwa. El largo día se oscureció por fin del todo y las fogatas empezaron a arder bajo las hojas tiernas de los árboles. Las llamas reflejaban lo que ahora anidaba en el pecho de Katsuie. Un caballo rápido podía efectuar el viaje de regreso de dos leguas en un abrir y cerrar de ojos, y Yaso volvió en seguida. —Le he dicho que ésta era vuestra última palabra y le he amonestado como es debido, pero el señor Genba no consiente en retirarse. El sexto informe era del mismo tenor. A Katsuie ya no le quedaba energía para enfadarse y habría vertido lágrimas de no encontrarse en el campo de batalla, pero se limitó a sumirse en su aflicción y se culpó a sí mismo, arrepintiéndose del cariño ciego que había sentido por Genba hasta entonces. —Soy yo quien estaba equivocado —se lamentó. En el campo de batalla, donde un hombre debe actuar estrictamente de acuerdo con la disciplina militar, Genba se había aprovechado de los estrechos vínculos con su tío. Había tomado una decisión que podría afectar al ascenso o la caída de todo el clan y había insistido en salirse con la suya sin un solo instante de reflexión. 149


Pero ¿quién había permitido que el joven se acostumbrara a esa clase de acción? ¿Era aquel estado de confusión el resultado de su amor desmesurado por su sobrino? Por él había perdido primero a su hijo adoptivo, Katsutoyo, y el castillo de Nagahama. Ahora estaba a punto de perder una oportunidad inmensa e irrepetible de la que dependía el destino de todo el clan Shibata. Cuando tales pensamientos cruzaron por su mente, Katsuie experimentó un remordimiento por el que no había absolutamente nadie más a quien culpar. Yaso tenía algo más que informar, las palabras que Genba había pronunciado. Como respuesta al consejo de Yaso, Genba se echó a reír e incluso ridiculizó a su tío: —Hace mucho tiempo, cuando la gente mencionaba el nombre del señor Katsuie, le llamaban el Demonio Shibata, y decían que era un general de tretas diabólicas y ardides misteriosos, al menos por lo que he oído. Hoy, sin embargo, sus tácticas son fruto de una vieja cabeza que ha perdido el contacto con los tiempos. Hoy no es posible hacer la guerra con estrategias anticuadas. Basta con ver nuestra penetración esta vez en territorio enemigo. Al principio, mi tío ni siquiera quería dar su permiso para poner el plan en práctica. Debería haberlo dejado todo a mi cargo y contemplar los acontecimientos durante uno o dos días. La tristeza y el abatimiento de Katsuie eran patéticos. Él, más que nadie, conocía el verdadero valor de Hideyoshi como general. Los comentarios que había hecho a Genba y sus demás servidores nunca habían sido más que observaciones estratégicas con la finalidad de hacerles perder el miedo al enemigo. Katsuie sabía en sus mismas entrañas que Hideyoshi era un adversario formidable, sobre todo después de su retirada de las provincias occidentales y su actuación en la batalla de Yamazaki y la conferencia de Kiyosu. Ahora aquel poderoso enemigo estaba ante él, y al mismo comienzo de las hostilidades en las que lo arriesgaba todo, veía que su propio aliado era un obstáculo. 150


—La conducta de Genba es escandalosa. Jamás he sufrido una derrota o dado la espalda al enemigo. Ah, esto era inevitable. Era ya noche cerrada cuando la angustia de Katsuie se convirtió en resignación. No envió a ningún otro mensajero.

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La estratagema de Genba

' Aquel mismo día, el vigésimo del mes, a la hora del caballo, Hidenaga envió su primer informe al campamento de Hideyoshi en Ogaki. Esta mañana una fuerza de Sakuma formada por ocho mil hombres ha avanzado por los senderos de montaña y se ha adentrado en nuestro territorio. La distancia entre Kinomoto y Ogaki era de trece leguas, y aunque el correo se desplazara a caballo había sido asombrosamente rápido. Hideyoshi acababa de regresar de la orilla del río Roku, adonde había ido para observar el nivel en ascenso del agua. En los últimos días había llovido intensamente en Mino, y los ríos Goto y Roku, que fluían entre Ogaki y Gifu, se estaban desbordando. El plan original había sido un ataque general contra el castillo de Gifu el día diecinueve, pero las intensas lluvias y las inundaciones provocadas por el río Roku habían bloqueado a Hideyoshi, y no había ninguna perspectiva de volver a cruzar el 152


río aquel día. Llevaba dos días esperando una oportunidad para proseguir su avance. Hideyoshi recibió la carta urgente del mensajero fuera del campamento y la leyó sin desmontar. Tras expresar su agradecimiento al correo, regresó a su aposento sin una emoción visible en el semblante. —¿Te importaría prepararme un cuenco de té, Yuko? —pidió a su ayudante. Más o menos cuando estaba terminando el té, llegó un segundo mensajero: El ejército principal de doce mil hombres al mando del señor Katsuie ha tomado sus posiciones. Está abandonando Kitsunezaka en dirección al monte Higashino. Hideyoshi se había sentado en su escabel de campaña, en el recinto rodeado de cortinas donde estaba su cuartel general, varios miembros del cual le comunicaron que acababa de llegar un mensaje urgente de Hidenaga. Hideyoshi leyó la carta en voz alta y con aplomo. Los generales parecían alarmados mientras le escuchaban. El tercer despacho era de Hori Kyutaro, quien detallaba claramente la valerosa lucha, la muerte de Nakagawa y la pérdida del monte Iwasaki debido a la retirada de Takayama. Hideyoshi cerró un momento los ojos al enterarse de la muerte de Nakagawa. Una expresión desolada apareció en los rostros de los generales y balbucieron preguntas patéticas. Todos miraban fijamente a Hideyoshi, como si trataran de leer en su semblante cómo iba a resolver aquella situación peligrosa. —La muerte de Sebei es una gran pérdida —dijo Hideyoshi—, pero no ha muerto en vano. —Alzó un poco más la voz—. No perdáis el ánimo, y así rendiréis tributo al espíritu de Sebei. Cada vez más el cielo profetiza que obtendremos una gran victoria. Katsuie estaba atrincherado en su castillo de montaña, retirado del mundo e incapaz de encontrar su camino. Ahora ha abandonado la fortaleza que era una prisión para él y des153


plegado con arrogancia a su formación. Eso demuestra que se le ha terminado la suerte. Tenemos que destruir a ese bastardo por completo antes incluso de que acuartele a sus tropas. ¡Ha llegado el momento de realizar nuestro gran deseo y librar esta batalla decisiva por la nación! ¡Ha llegado el momento y ninguno de vosotros debe quedarse atrás! Estas breves palabras de Hideyoshi transformaron de pronto la atroz noticia en una ocasión de júbilo. —¡La victoria es nuestra! —exclamó, y entonces, sin perder un instante, se puso a dar órdenes. Los generales, tras recibir sus órdenes, se marcharon en seguida y cada uno regresó velozmente a su campamento. Aquellos hombres, que habían estado oprimidos por la alarmante sensación de que corrían un grave peligro, se sentían ahora impacientes y tensos, esperando que Hideyoshi los llamara por su nombre para darles órdenes. Con excepción de los ayudantes y pajes de Hideyoshi, prácticamente todos los generales se habían retirado para hacer sus preparativos. Pero dos hombres de la región, Ujiie Hiroyuki e Inaba Ittetsu, así como Horio Mosuke, que estaba bajo el mando directo de Hideyoshi, no habían recibido ninguna orden. Como si apenas pudiera contenerse, Ujiie se adelantó y dijo: —Tengo un favor que pediros, mi señor. También quisiera preparar a mis fuerzas para acompañaros. —No, quiero que te quedes en Ogaki. Necesito que tengas a Gifu bajo control. —Entonces se volvió hacia Mosuke—: Quiero que también te quedes aquí. Tras dar estas últimas órdenes, Hideyoshi salió del recinto. Llamó a su paje y le preguntó: —¿Y los correos que he pedido antes? ¿Están listos? —¡Sí, mi señor! Están esperando vuestras instrucciones. El paje echó a correr y volvió al cabo con cincuenta corredores. Hideyoshi les habló personalmente. —Hoy es un día como ningún otro en vuestras vidas. Es una 154


gran bendición para vosotros haber sido elegidos como los heraldos de este día. —Entonces les dio órdenes individuales—. Veinte de vosotros anunciarán por los pueblos en la carretera entre Tarui y Nagahama que cuando anochezca deberán colocar antorchas a lo largo de la calzada. Asimismo, no deberá haber obstrucciones como carretillas, ganado o leña. Los niños estarán en sus casas y los puentes serán reforzados. Los veinte hombres que estaban a su derecha asintieron simultáneamente. A los treinta restantes les dio las siguientes instrucciones: —Los demás iréis a Nagahama a toda velocidad. Haced que la guarnición se prepare y decid a los ancianos de pueblos y aldeas que deben dejar provisiones militares a lo largo de los caminos por los que pasaremos. Los cincuenta hombres se alejaron corriendo. Hideyoshi dio una orden a los servidores que le rodeaban y montó su caballo negro. En aquel momento Ujiie corrió hacia él. —¡Mi señor! ¡Esperad un momento! El guerrero se aferró a la silla de Hideyoshi y lloró en silencio. Dejar a Ujiie solo en Gifu, con la posibilidad de que pudiera comunicarse con Nobutaka y rebelarse había sido una fuente de inquietud para Hideyoshi. A fin de impedir la traición, había ordenado a Horio Mosuke que se quedara con Ujiie. A Ujiie le mortificaba no sólo la idea de que su señor había dudado de él, sino también el hecho de que Mosuke se vería privado de la batalla más importante de su vida por su culpa. Ujiie había reaccionado a esas profundas emociones aferrando la brida del caballo de Hideyoshi. —Aun cuando no tenga derecho a acompañaros, os ruego que por lo menos permitáis al general Mosuke estar a vuestro lado. ¡De buen grado me abriré el vientre aquí mismo para libraros de vuestra inquietud! Dicho esto, se llevó la mano a su daga. —¡No pierdas la cabeza, Ujiie! —le gritó Hideyoshi, golpeándole la mano con la fusta—. Mosuke puede seguirme si 155


tanto lo desea, pero deberá hacerlo después de que el ejército haya partido. Y en ese caso, no podemos dejarte. Tú también deberás venir. Casi loco de alegría, Ujiie se volvió hacia el cuartel general y gritó: —¡Señor Mosuke! ¡Señor Mosuke! ¡Hemos recibido permiso para ir! Salid y mostrad vuestra gratitud. Los dos hombres se postraron en el suelo, pero todo lo que quedaba era el sonido de una fusta en el aire. El caballo de Hideyoshi ya se alejaba galopando. Tal celeridad cogió desprevenidos incluso a sus ayudantes, los cuales tuvieron que echar a correr para darle alcance. Tanto los hombres a pie como los que se apresuraron a montar, se lanzaron en seguida en pos de su señor sin orden ni formación. Era la hora del carnero. Ni siquiera habían pasado dos horas entre la llegada del primer correo y la partida de Hideyoshi. Durante ese tiempo, Hideyoshi había convertido una derrota en el norte de Omi en una oportunidad de victoria. Había creado sobre la marcha una nueva estrategia para todo su ejército, había dado instrucciones a los correos, enviándoles con órdenes a Kinomoto, que estaba a trece leguas de distancia, por aquella carretera que sería su camino hacia todo o nada. Había tomado su resolución en cuerpo y alma. Con el ímpetu de esa resolución, avanzó al frente de una fuerza de quince mil hombres, mientras otros cinco mil quedaban atrás. Aquella tarde, a la hora del mono, Hideyoshi y su avanzada entraron en Nagahama. Un cuerpo de ejército siguió a otro, y los últimos hombres y caballos que abandonaron Ogaki debieron de haber partido más o menos al mismo tiempo que la avanzada entraba en Nagahama. Hideyoshi no se descuidó cuando llegó a Nagahama, sino que en seguida hizo preparativos para tomar la iniciativa contra el enemigo. Ni siquiera desmontó. Tras comer unas bolas de arroz y apagar la sed con un cazo de agua, partió rápida156


mente de Nagahama y avanzó través de Soné y Hayami. Llegó a Kinomoto a la hora del perro. Sólo habían tardado cinco horas en viajar desde Ogaki, porque habían recorrido todo el camino sin detenerse. Los quince mil hombres de Hidenaga estaban en el monte Tagami. Kinomoto era en realidad una casa de postas en la carretera que rodeaba la vertiente oriental de la montaña. En la cima estaba estacionada una división del ejército. En las afueras de la aldea de Jizo los hombres habían levantado una torre de observación. —¿Dónde estamos? ¿Cómo se llama este lugar? —preguntó Hideyoshi, deteniendo bruscamente a su caballo. —Esto es Jizo. —Estamos cerca del campamento de Kinomoto. Algunos de los servidores que le rodeaban le dieron estas respuestas. Hideyoshi permaneció en la silla. —Dadme un poco de agua —ordenó. Cogió el cazo que le ofrecían, tomó el agua de un solo trago y se estiró por primera vez desde que saliera de Ogaki. Entonces desmontó, se dirigió rápidamente a la base de la torre de vigilancia y contempló el cielo. La torre carecía de tejado y escalera. Los soldados la escalaban utilizando unos asideros de madera irregularmente espaciados. De repente Hideyoshi pareció recordar la época en que era un joven soldado de infantería. Ató el cordón de su abanico de mando a la espada y emprendió la escalada hasta lo alto de la torre. Sus pajes le empujaban por detrás, y formaron una especie de escala humana. —Esto es peligroso, mi señor. —¿No necesitáis una escala? Los hombres que estaban abajo le llamaban, pero Hideyoshi ya estaba a más de seis metros por encima del suelo. La violenta tormenta que descargó sobre las llanuras de Mino y Owari había remitido. El cielo estaba despejado y lleno de estrellas, y los lagos Biwa y Yogo eran como dos espejos arrojados a la llanura. 157


Cuando Hideyoshi, que había parecido cansado del viaje, estuvo en lo alto de la torre, su resuelta figura silueteada contra el cielo nocturno, se sentía más feliz que fatigado. Cuanto más peligrosa era la situación y más profundas sus penalidades, más dichoso se sentía. Era la felicidad resultante de remontar las adversidades y ser capaz de volverse y verlas detrás, algo que había experimentado en mayor o menor grado desde la época de su juventud. Él mismo afirmaba que la mayor felicidad de la vida era permanecer en el difícil límite entre el éxito y el fracaso. Pero ahora, mientras contemplaba el cercano Shizugatake y el monte Oiwa, parecía confiado en la victoria. Sin embargo, Hideyoshi era mucho más cauto que la mayoría de los hombres. Ahora, como tenía por costumbre, cerró apaciblemente los ojos y se colocó en una posición en la que el mundo no era ni enemigo ni aliado. Librándose de las incongruencias terrenas, él mismo se convirtió en el corazón del univeso y escuchó la declaración de la voluntad celeste. —Ya casi está terminado —musitó, sonriendo por fin—. Ese Sakuma Genba apareció con un aspecto tan fresco y bisoño... ¿En qué estaría soñando? Al bajar de la torre, subió en seguida hasta la mitad del monte Tagami, donde le saludó Hidenaga. En cuanto terminó de darle órdenes, Hideyoshi bajó del monte, pasó por Kuroda, cruzó Kannonzaka, avanzó por el este de Yogo y llegó al monte Chausu, donde descansó por primera vez desde que saliera de Ogaki. Le acompañaban dos mil soldados. Su armadura de seda con el color del fruto del caqui estaba cubierta por el sudor y el polvo de la jornada. Pero vestido con aquella sucia indumentaria, y con los movimientos constantes de su abanico militar, impartió las instrucciones para la batalla. Era ya noche cerrada, entre la segunda mitad de la hora del jabalí y la primera mitad de la hora de la rata.

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Hachigamine se encontraba al oeste de Shizugatake. Durante la noche Genba había llevado allí un solo cuerpo de ejército. Su plan para el ataque contra Shizugatake a la mañana siguiente consistía en actuar de acuerdo con la vanguardia en Iiurazaka y Shimizudani, en el noroeste, y aislar la fortaleza enemiga. El cielo estaba cuajado de estrellas, pero las montañas, cubiertas de árboles y arbustos, eran negras como la tinta, y el camino que serpenteaba entre ellas no era más que un estrecho sendero de leñadores. Uno de los centinelas soltó un gruñido. —¿Qué ocurre? —preguntó otro hombre. —Ven aquí y echa un vistazo —dijo un tercero que estaba un poco más lejos. Se oyó el sonido de los hombres que se movían por el sotobosque, y entonces aparecieron las figuras de los centinelas en la loma. —Parece que hay una especie de resplandor en el cielo —dijo uno de ellos, señalando hacia el sudeste. —¿Dónde? —Desde la derecha de aquel gran ciprés hacia el sur. —¿Qué crees que es? Todos se echaron a reír. —Deben de ser los campesinos cerca de Otsu o Kuroda que queman algo. —No deberían quedar campesinos en los pueblos. Todos han huido a las montañas. —Entonces tal vez se trate de las fogatas del enemigo estacionado en Kinomoto. —No lo creo. Sería distinto una noche con las nubes bajas, pero es raro ver esa coloración en el cielo en una noche clara. Aquí hay demasiados árboles que nos impiden ver, pero podríamos subir a ese risco. —¡Espera! ¡Eso es peligroso! —¡Si resbalas, caerás al fondo del valle! Trataron de detenerle, pero él subió a la superficie rocosa, 159


aferrándose a las plantas trepadoras. Su silueta parecía la de un mono en lo alto de la elevación. —¡Oh, no! ¡Esto es horrible! —gritó de repente. —¿Qué es? ¿Qué ves? El hombre que estaba en lo alto del risco guardaba silencio, casi como si estuviera conmocionado. Uno tras otro, los hombres que estaban debajo subieron a su encuentro. Cuando llegaron arriba, todos se echaron a temblar. Desde el risco no sólo veían los lagos Yogo y Biwa sino también la carretera que conducía a las provincias del norte y que serpenteaba por el sur a lo largo del lago. Incluso era visible el pie del monte Ibuki. Había anochecido, por lo que era difícil ver con claridad, pero parecía haber una sola línea de llamas que fluía como un río desde Nagahama a Kinomoto, cerca del pie de la montaña en la que estaban. Las llamas se extendían de un extremo a otro hasta donde alcanzaba la vista, un arroyo continuo de fuego con círculos de luz. —¿Qué es eso? Los hombres se quedaron un momento aturdidos, pero en seguida volvieron en sí. —¡Vamos! ¡Rápido! Los centinelas bajaron del risco casi como si rodaran por la ladera, y corrieron para informar al campamento principal. Genba se había retirado a descansar temprano, con gloriosas expectativas para el día siguiente. También sus soldados ya estaban dormidos. Era cerca de la hora del jabalí cuando Genba despertó de su sueño ligero y se irguió. —¡Tsushima! —gritó. Osaki Tsushima dormía cerca, y cuando se levantó Genba ya estaba ante él, con una lanza que había cogido de la mano de un paje. —Acabo de oír el relincho de un caballo. Ve a echar un vistazo. —¡En seguida! 160


Cuando Tsushima alzó la cortina, tropezó con un hombre que gritaba a voz en grito. —¡Esto es una emergencia! —decía, presa del pánico. —¿Qué tienes que decir? —le preguntó Genba, alzando la voz. En su estado de agitación, el hombre era incapaz de informar concisamente sobre la situación urgente. —Hay gran número de antorchas y hogueras a lo largo de la carretera entre Mino y Kinomoto, y avanzan en una alarmante línea roja. El señor Katsumasa cree que debe de ser un movimiento del enemigo. —¡Cómo! ¿Una línea de fuego en la carretera de Mino? Genba no parecía comprender la situación, pero poco después de aquel informe urgente desde Shimizudani llegó un despacho similar de Hará Fusachika, que estaba acampado en Hachigamine. La conmoción en la oscuridad empezó a despertar a los soldados del campamento. Las ondas se extendieron de inmediato. Curiosamente, Hideyoshi regresaba de Mino, pero Genba no podía creerlo y seguía teniendo el aspecto resuelto de quien persiste en sus propias convicciones. —¡Tsushima! ¡Ve a comprobarlo! Tras dar esa orden, pidió su escabel de campaña y adoptó conscientemente un aire de serenidad. Desde luego, comprendía los sutiles sentimientos de sus servidores que leían con inquietud lo que estaba escrito en su rostro. Osaki regresó en seguida. Había cabalgado a Shimizudani, luego a Hachigamine y, desde el monte Chausu, a Kannonzaka, a fin de comprobar los hechos. —No sólo se ven las antorchas y hogueras, sino que, si uno escucha con atención, puede oír los relinchos de los caballos y el sonido de sus cascos. No es cosa de broma. Tendréis que planear una contraestrategia lo antes posible. —Bien, ¿y qué hay de Hideyoshi? —Se cree que Hideyoshi va en la vanguardia. 161


Genba se quedó tan desconcertado que apenas encontró las palabras para hablar. Se mordió el labio y permaneció en silencio, con el semblante pálido. —Nos retiraremos —dijo al cabo de un rato—. No podemos hacer otra cosa, ¿no es cierto? Se acerca un gran ejército y nuestras tropas están aquí aisladas. Genba se había negado testarudamente a obedecer las órdenes de Katsuie la noche anterior. Ahora él mismo ordenaba a sus tropas presas del pánico que hicieran los preparativos para levantar el campamento y apresuraba a sus servidores y pajes. —¿Aún está aquí el mensajero de Hachigamine? —preguntó Genba a los servidores que le rodeaban mientras montaba. La respuesta fue afirmativa, y llamó al mensajero. —Regresa de inmediato y dile a Hikojiro que nuestro cuerpo principal empieza ahora a retirarse, pasando por Shimizudani, Iiurazaka, Kawanami y Moyama. Las fuerzas de Hikojiro nos seguirán como retaguardia. En cuanto terminó de dar la orden, Genba reunió a sus servidores y echó a andar por el sendero de montaña envuelto en la más profunda oscuridad. De esta manera el ejército principal de Sakuma inició su retirada general durante la segunda mitad de la hora del jabalí. La luna no había salido cuando emprendieron el camino. Durante una media hora no encendieron antorchas, a fin de impedir que el enemigo descubriera su paradero. Bajaron precariamente por los estrechos senderos, a la luz de sus mechas y de las estrellas. Comparando los tiempos empleados en sus movimientos, Genba debía de haber empezado a levantar su campamento cuando Hideyoshi había subido al monte Chausu desde la aldea de Kuroda y estaba descansando. Era allí donde Hideyoshi habló con Niwa Nagahide, quien había llegado a toda prisa desde Shizugatake para entrevistarse con él. Nagahide era un invitado de honor, y Hideyoshi le daba un trato muy cortés. 162


—Apenas sé qué deciros ahora —le dijo—. Habéis sufrido grandes molestias desde esta mañana. Dicho esto, compartió el asiento de mando con Nagahide, y más tarde le preguntó sobre cuestiones como la situación del enemigo y la disposición del terreno. De vez en cuando el viento que soplaba en la cima de la montaña acarreaba las voces risueñas de los dos hombres. Durante ese tiempo, los soldados que seguían a Hideyoshi iban acudiendo al campamento en grupos de doscientos y trescientos. —Las fuerzas de Genba ya han empezado a retirarse hacia Shimizudani y han dejado una retaguardia en la zona de Hachigamine —le informó un explorador. Entonces Hideyoshi ordenó a Nagahide que transmitiera las órdenes y la información siguientes a todas las fortalezas de sus aliados: A la hora del buey, emprenderé un ataque por sorpresa contra Genba. Reunid a los habitantes de la zona al alba y pedidles que lancen gritos de guerra. En cuanto amanezca, oiréis disparos, lo cual indicará que ha llegado la ocasión de tener al enemigo a nuestra merced. Deberéis saber sin que os lo digan que los disparos antes del amanecer procederán de los mosquetes del enemigo. El sonido de la caracola será la señal del ataque general. No hay que perder esta oportunidad. En cuanto Nagahide se marchó, Hideyoshi pidió que retirasen su escabel de campaña. —Dicen que Genba huye. Seguid su ruta de retirada y perseguidle sin descanso. —Ordenó a los guerreros que le rodeaban que transmitieran esa orden a todo el ejército—. Y evitad disparar los mosquetes hasta que el cielo empiece a clarear. No estaban en una carretera nivelada, sino en un simple sendero de montaña con infinidad de lugares peligrosos. El ataque dio comienzo con el avance de un cuerpo de ejército 163


tras otro, pero no podían avanzar con tanta rapidez como habrían deseado. A lo largo del camino, los hombres desmontaban y conducían a sus caballos a través de ciénagas o a lo largo de las superficies de riscos verticales donde el camino desaparecía. Pasada la medianoche, la luna se alzó en medio del cielo y ayudó a las fuerzas de Sakuma en su camino de retirada. Sin embargo, su luz iba a ser también una bendición para los hombres de Hideyoshi que les perseguían. Los dos ejércitos sólo estaban a tres horas de distancia. Hideyoshi había enviado un enorme ejército para librar aquella batalla, y la moral de sus guerreros era alta. El probable resultado estaba claro antes de que comenzara la lucha. El sol estaba alto. Era casi la hora del dragón. Se había luchado en la orilla del lago Yogo, pero los Shibata habían vuelto a huir, reuniéndose en la zona de Moyama y el puerto de montaña de Sokkai. Allí estaban acampados Maeda Inuchiyo y su hijo, cuyos estandartes ondeaban apaciblemente, quizá con una placidez excesiva. Sentado en su escabel de campaña, Inuchiyo había observado sin duda los disparos y las chispas que se habían extendido sobre Shizugatake, Oiwa y Shimizudani desde el amanecer. Estaba al mando de un ala del ejército de Katsuie, lo cual le colocaba en una posición realmente delicada, pues sus sentimientos personales y su deber hacia Katsuie estaban en conflicto. Un solo error y su provincia y toda su familia perecerían. La situación estaba muy clara. Si se oponía a Katsuie, sería destruido, pero si abandonaba su larga amistad con Hideyoshi, traicionaría a sus emociones. Katsuie... Hideyoshi... Si comparaba a los dos hombres, muy probablemente Inuchiyo no cometería un error al elegir entre ellos. Cuando dejó su castillo en Fuchu para dirigirse al campo de batalla, a su 164


esposa le preocuparon las intenciones de su marido y le interrogó a fondo. —Si no peleas contra el señor Hideyoshi, no cumplirás con tu deber de guerrero —le dijo. —¿Tú crees? —Pero no creo que necesites mantener la palabra que le diste al señor Katsuie. —No seas necia. ¿Me crees capaz de incumplir mi palabra de guerrero cuando la he dado? —Bien, entonces ¿a cuál de ellos vas a apoyar? —Eso lo dejo a la voluntad del cielo. No sé qué más puedo hacer. La sabiduría del hombre es demasiado limitada para una cosa así. Los hombres de Sakuma, ensangrentados y lanzando gritos, huían hacia las posiciones de Maeda. —¡No cedáis al pánico! ¡No actuéis de una manera deshonrosa! Genba, que también huía en aquella dirección acompañado por un grupo de hombres montados, saltó de su silla carmesí y rechazó a sus tropas con ásperos gritos. —¿Qué os pasa? ¿Vais a correr después de haber luchado tan poco? Al mismo tiempo que increpaba a los guerreros, trataba de darse ánimos a sí mismo. Se sentó pesadamente en una roca. Tenía los hombros convulsos y casi parecía respirar fuego. Un sabor amargo le llenaba la boca. El esfuerzo que había hecho para no perder la dignidad como general en medio de aquella confusión era extraordinario, habida cuenta de su juventud. Entonces le comunicaron que su hermano menor había muerto. Con patente incredulidad, escuchó los demás informes sobre la muerte de muchos de sus oficiales. —¿Y mis demás hermanos? Uno de los servidores respondió a esa abrupta pregunta señalando a sus espaldas. 165


—Dos de vuestros hermanos están ahí, mi señor. Con los ojos inyectados en sangre, Genba distinguió a los dos hombres. Yasumasa se había tendido en el suelo y contemplaba el cielo con la mirada perdida. El menor de los hermanos dormía con la cabeza vuelta a un lado, mientras la sangre que manaba de una herida le caía en el regazo. Genba tenía afecto a sus hermanos y le alivió verlos aún con vida, pero la misma visión de aquellos hermanos, su propia carne y sangre, también pareció encolerizarle. —¡Levántate, Yasumasa! —gritó—. ¡Y tú domínate, Shichiroemon! Es demasiado pronto para estar tendido en el suelo. ¿Qué estáis haciendo? Haciendo acopio de valor, Genba se levantó con cierta dificultad. También él parecía haber sufrido una herida. —¿Dónde está el campamento del señor Inuchiyo? ¿En lo alto de esa colina? Empezó a alejarse, arrastrando uno de los pies, pero se volvió y miró a sus hermanos menores, los cuales parecían dispuestos a seguirle. —No es necesario que vengáis. Debéis reunir unos cuantos hombres y preparaos para la llegada del enemigo. Hideyoshi no va a perder tiempo. Genba tomó asiento en el escabel de mando dentro del recinto y esperó. Inuchiyo no tardó en presentarse. —Siento mucho lo sucedido —le dijo. —No lo sintáis. —Genba forzó una amarga sonrisa—. Con un pensamiento tan mediocre, estaba condenado a perder. Era una respuesta tan contenida que Inuchiyo miró de nuevo a Genba, el cual parecía considerarse el único culpable de la derrota. No se quejó de que Inuchiyo no hubiera enviado sus tropas al combate. —¿Nos ayudaréis de momento refrenando a las fuerzas atacantes de Hideyoshi con vuestras tropas frescas? —Desde luego, pero ¿queréis el cuerpo de lanceros o el de mosqueteros? —Quisiera que el cuerpo de mosqueteros esperase escondi166


do en el frente. Podrían disparar contra la confusión del avance enemigo y entonces nosotros actuaríamos ccomo una segunda fuerza, blandiendo nuestras lanzas ensangrentadas y luchando a muerte. ¡Id rápido! ¡Os lo ruego! En cualquier otra ocasión Genba no habría suplicado a Inuchiyo por nada del mundo. Incluso Inuchiyo no podía evitar compadecerse de él. Comprendía que la postura humilde de Genba se debía muy probablemente a la debilidad causada por la derrota, pero también podía deberse a que Genba comprendía ya las verdaderas intenciones de Inuchiyo. —El enemigo parece aproximarse —dijo Genba, sin relajarse ni siquiera un instante. Mientras musitaba estas palabras, se levantó—. Bien, entonces nos veremos luego. —Alzó la cortina y salió, pero entonces se volvió hacia Inuchiyo, que salía detrás de él para despedirle—. Es posible que no volvamos a encontrarnos en este mundo, pero no tengo intención de morir ignominiosamente. Inuchiyo le acompañó hasta el lugar donde había estado descansando poco antes. Genba se despidió de él y bajó la pendiente a paso vivo. La escena que se extendía abajo y llenaba su campo de visión había cambiado por completo en unos pocos minutos. El número de las fuerzas de Sakuma había sido de ocho mil hombres, pero parecía que sólo quedaba un tercio de ellos. Los demás estaban muertos o heridos o habían desertado. Los que quedaban eran soldados derrotados y oficiales afligidos, y sus gritos de confusión hacían que la situación pareciera incluso peor de lo que era. Estaba claro que los hermanos menores eran incapaces de organizar el caos. La mayoría de los oficiales veteranos habían muerto. Los diversos cuerpos de ejército carecían de comandante y los soldados no sabían con seguridad a quién le correspondía el mando, mientras que el ejército de Hideyoshi era ya visible a lo lejos. Aun cuando los hermanos Sakuma hubieran podido impedir la fuga desordenada, poco podrían haber hecho para superar la vacilación del ejército. 167


Pero los mosqueteros del ejército de Maeda corrían silenciosos como el agua entre aquel griterío y, desplegándose con rapidez a cierta distancia fuera del campamento, se tendieron en el suelo. Cuando observó esa acción, Genba gritó una orden con voz imperiosa y la confusión remitió un poco. Saber que tropas frescas de Maeda habían entrado en el campo de batalla fue una fuente extraordinaria de ánimo para los soldados de Genba, así como para éste y sus restantes oficiales. —¡No os retiréis hasta que veamos esa condenada cabeza de mono en el extremo de una de nuestras lanzas! ¡No permitáis que Maeda se ría de nosotros! ¡No os deshonréis! Genba deambulaba entre sus oficiales y soldados, espoleándolos. Como era de esperar, los soldados que le habían seguido hasta entonces conservaban vivo el sentido del honor. La sangre secada por un sol que brillaba intensamente desde las primeras horas del día manchaba las armaduras y lanzas de muchos. El polvo y los fragmentos de hierba se mezclaban con la suciedad. Cada rostro reflejaba el anhelo de beber agua, aunque sólo fuese un pequeño trago, pero no había tiempo para eso. Grandes nubes de polvo amarillo y los sonidos de los caballos del enemigo se aproximaban ya desde la distancia, Pero Hideyoshi, que había avanzado hasta allí desde Shizugatake con una fuerza que lo había barrido todo, se detuvo poco antes de llegar a Moyama. —Este campamento está al mando de Maeda Inuchiyo y su hijo, Toshinaga —anunció Hideyoshi. Con esta observación, hizo que se detuviera bruscamente el impetuoso avance de la vanguardia. Entonces reorganizó su orden de batalla y colocó a sus hombres en formación. En aquel momento los dos ejércitos estaban fuera del alcance de tiro. Genba ordenó a los mosqueteros de Maeda que tomaran posiciones en la ruta del avance enemigo, pero el polvo cubría al ejército de Hideyoshi, el cual se negaba a avanzar y ponerse a tiro. 168


Tras haberse separado de Genba, Inuchiyo se quedó en el borde de la montaña y contempló la situación desde lejos. Sus intenciones eran un enigma incluso para los generales que le rodeaban. Sin embargo, dos de sus samurais conducían su caballo. «Por fin está decidido a luchar.» Eso era lo que sus soldados parecían esperar en el fondo de sus corazones. Pero al tiempo que Inuchiyo ponía el pie en el estribo, susurraba algo a un mensajero que acababa de llegar con una respuesta desde el campamento de Toshinaga. Inuchiyo montó, pero no parecía dispuesto a moverse. Se oyó un estrépito en la dirección del pie de la montaña. Cuando Inuchiyo y todos los demás miraron hacia allí, vieron que un caballo asustado en la retaguardia de su formación había roto su atadura y corría enloquecido por el campamento. Ésa no habría sido una situación difícil en tiempos normales, pero en aquellas circunstancias la confusión creó más confusión y se armó un tumulto. Inuchiyo se volvió para mirar a los dos samurais y les-hizo una señal con los ojos. —Seguid todos adelante —dijo a los servidores que le rodeaban, y azuzó a su caballo. En aquel momento los disparos de mosquete resonaron en la llanura. El fuego procedía sin duda de su propio cuerpo de mosqueteros, y las fuerzas de Hideyoshi debían de haber lanzado su asalto simultáneamente. Con estos pensamientos, Inuchiyo bajó con rapidez la pendiente, mirando las nubes de polvo y pólvora que se alzaban a un lado. —¡Ahora! ¡Ahora! —musitó, golpeando la silla de montar una y otra vez. Los gongs y los grandes tambores de guerra que sonaban en una sección del campamento de Moyama aumentaban la confusión. Parecía que las fuerzas irresistibles de Hideyoshi habían pasado por encima de sus propias bajas en la línea defensiva de los mosqueteros y ya penetraban profundamente en el 169


centro de las fuerzas de Sakuma y Maeda. Y con la misma facilidad con que habían causado la confusión del ejército central, atacaban ahora con tal furia que nada podría detenerlos. Al observar la lucha violenta, Inuchiyo evitó el camino, unió sus fuerzas a las de su hijo, Toshinaga, y se apresuró a retirarse. Algunos de sus oficiales se mostraron enojados y suspicaces, mas para Inuchiyo no era más que la acción decidida con anterioridad. En el fondo de su corazón, Inuchiyo siempre había sido independiente y deseado la neutralidad. Debido a la posición de su provincia, Katsuie había acudido a él y se había visto obligado a tomar el partido de aquel hombre. Pero ahora, debido a su amistad con Hideyoshi, se retiraba en silencio. Pero las tropas de avanzada de Hideyoshi atacaron implacables al ejército de Maeda y cayeron varios hombres de la retaguardia. Entretanto, Inuchiyo y su hijo condujeron a sus tropas casi del todo indemnes fuera del campamento. Desde Shiotsu siguieron una ruta indirecta a través de Hikida e Imajo, y finalmente se retiraron al castillo de Fuchu. Durante la violenta batalla, que duró dos días, el campamento de Maeda fue como un bosque solitario que se alzara apaciblemente en medio de las nubes del caos. ¿Cuáles habían sido las condiciones en el campamento de Katsuie desde la noche anterior? Katsuie había enviado seis mensajeros a Genba, cada uno de los cuales había regresado tras un completo fracaso. Finalmente Katsuie se lamentó de que no era posible hacer nada más y se retiró a descansar lleno de amarga resignación. No pudo conciliar el sueño, pues estaba cosechando lo que él mismo había sembrado: su favoritismo hacia Genba había producido el veneno del amor ciego. Había cometido un grave error al dejar que sus emociones le hicieran confundir los vínculos 170


carnales de un tío y su sobrino con los vínculos solemnes existentes entre un jefe y su subordinado. Ahora Katsuie lo comprendía perfectamente. Genba también había sido el causante de la rebelión de su hijo adoptivo, Katsutoyo, en Nagahama. Y tenía noticia del desagradable comportamiento altivo de Genba con Inuchiyo, nada menos, en el campo de batalla de Noto. Aunque reconocía tales defectos en aquel hombre, Katsuie seguía teniendo la seguridad de que la valía de Genba estaba muy por encima de la media. —Ah, pero ahora esas mismas cualidades pueden revelarse fatales —musitó, revolviéndose en su estera. En el momento en que las llamas de las lámparas empezaban a parpadear, varios guerreros llegaron a toda prisa por el corredor. En las dos habitaciones contiguas, Menju Shosuke y otros despertaron de su sueño. Al oír voces que respondían a esas pisadas, los hombres que habían protegido el aposento de Katsuie se apresuraron a salir al corredor. —¿Qué ha ocurrido? El aspecto del guerrero que acababa de entrar como portavoz no era normal. Habló con tal rapidez que sus palabras se atropellaban. —El cielo sobre Kinomoto está rojo desde hace algún tiempo. Nuestros exploradores acaban de regresar del monte Higashino... —¡No seas tan prolijo! —le reconvino bruscamente Menju—. ¡Limítate a darnos los datos esenciales! —Hideyoshi ha llegado desde Ogaki y su ejército está causando gran alboroto en la vecindad de Kinomoto —dijo el guerrero sin hacer una pausa para respirar. —¿Qué? ¿Hideyoshi? Los hombres agitados habían acudido con la mayor rapidez posible a los aposentos de Katsuie para informarle de la situación, pero Katsuie ya les había oído y salió al corredor. —¿Habéis oído lo que acaban de decir, mi señor? 171


—Así es —replicó Katsuie, con el rostro más pálido aún que antes—. Hideyoshi actuó de la misma manera durante la campaña en las provincias occidentales. Como era de esperar, Katsuie permaneció sereno y trató de calmar a quienes le rodeaban, pero no podía ocultar sus propias emociones residuales. Había advertido a Genba, y a juzgar por lo que decía ahora, parecía casi como si estuviera orgulloso de lo acertado de su advertencia. Sin embargo, aquélla era también la voz del valiente general a quien en otro tiempo habían llamado Rompejarros o Demonio Shibata. Quienes la oían ahora sólo podían sentir lástima. —Ya no puedo confiar en Genba. A partir de ahora, tomaré la iniciativa para que podamos luchar como es debido. No vaciléis ni os sintáis alarmados. Debemos alegrarnos de que por fin haya venido Hideyoshi. Katsuie reunió a sus generales, se sentó en su escabel de campaña y dio órdenes para la disposición de las tropas. Actuaba con el vigor de un hombre joven. Había previsto la llegada de Hideyoshi sólo como una ligera posibilidad. En cuanto la posibilidad se convirtió en una amenaza real, la confusión reinó en su campamento. No fueron pocos los hombres que abandonaron sus puestos con la excusa de que estaban enfermos, otros desobedecieron las órdenes y muchos soldados desertaron llenos de confusión y pánico. Era un triste estado de cosas: de siete mil soldados, ahora ni siquiera quedaban tres mil. Éste era el ejército que había partido de Echizen con la firme voluntad de luchar contra Hideyoshi. Aquellos hombres no deberían haber huido cuando se presentaba la primera amenaza real. ¿Qué había llevado a semejante extremo a un ejército de más de siete mil hombres? Una sola cosa: la falta de un mando con autoridad. Por otro lado, las acciones de Hideyoshi habían sido inesperadamente rápidas, algo que les pasmaba todavía más. Los rumores y los informes falsos se propagaban sin cesar, lo cual estimulaba la cobardía. Cuando Katsuie observó la peligrosa confusión de sus tro172


pas, no sólo se sintió descorazonado sino también colérico. Apretó los dientes y pareció incapaz de volcar su indignación en los oficiales que le rodeaban. Primero sentados, luego en pie, después caminando de un lado a otro, los guerreros que estaban a su alrededor habían sido incapaces de tranquilizarse. Las órdenes de Katsuie se transmitieron dos o tres veces, pero las respuestas no habían sido claras. —¿Por qué estáis todos tan nerviosos? —les reprendió—. ¡Calmaos! Abandonar los puestos de mando y propagar rumores y chismorreos sólo sirve para que nuestros hombres se sientan más confusos. Cualquiera que cometa tales actos será severamente castigado. Así les hablaba, añadiendo una reprimenda a otra. Varios de sus subordinados salieron corriendo por segunda vez para anunciar sus órdenes estrictas, pero aun así se oyó a Katsuie gritar con voz alterada: —¡No os excitéis! ¡No cedáis a la confusión! Sin embargo, sus intenciones de reprimir el desorden no servían más que para añadir otra voz a la tremenda conmoción. Casi había amanecido. Los gritos de guerra y el fuego de mosquete, que habían pasado desde la zona de Shizugatake a la orilla occidental del lago Yogo, resonaban a través del agua. —¡Tal como van las cosas, Hideyoshi llegará aquí muy pronto! —A mediodía como mínimo. —¿Qué? ¿Crees que van a esperar hasta entonces? La cobardía engendraba más cobardía, y finalmente el miedo envolvió a todo el campamento. —¡Las fuerzas enemigas deben de sumar diez mil hombres! —¡No, creo que debe de haber veinte mil! —¿Cómo? ¡Con semejante poderío tienen que ser treinta mil! Los soldados estaban atrapados en sus propios temores y ninguno se sentía cómodo sin el acuerdo de sus compañeros. Entonces empezó a circular un rumor que parecía cierto. 173


—¡Maeda Inuchiyo se ha pasado al bando de Hideyoshi! En ese momento, los oficiales de Shibata ya no pudieron seguir controlando a sus tropas. Finalmente Katsuie montó su caballo y, cabalgando por la zona de Kitsunezaka, reprendió en persona a los soldados de los distintos campamentos. Al parecer, había llegado a la conclusión de que sería ineficaz permitir que sus propios generales transmitieran las órdenes estrictas que procedían del cuartel general. —¡Todo aquel que abandone el campamento sin motivo, será ejecutado en el acto! —gritó—. ¡Perseguid y matad a los desertores cobardes! ¡Quien propage rumores o enfríe el espíritu marcial de los hombres lo pagará con la vida! Pero la situación había llegado demasiado lejos, y el resurgimiento del espíritu marcial de Katsuie era en vano. Más de la mitad de sus siete mil hombres ya habían desertado y los restantes apenas tenían los pies en el suelo. Además, ya habían perdido su confianza en el comandante en jefe. Reducido a una posición carente de respeto, incluso las órdenes del Demonio Shibata parecían vacías. Emprendió el galope de regreso al campamento principal, el cual ya estaba siendo atacado. Pensó que el fin había llegado también para él. Al ver a su ejército desanimado, Katsuie comprendió la futilidad de la situación. Sin embargo, su espíritu orgulloso le hacía avanzar desesperadamente hacia la muerte. Cuando empezó a amanecer, los hombres y caballos restantes estaban diseminados por el campamento. —Por aquí, mi señor. Venid sólo un momento. Dos guerreros sujetaban cada lado de la armadura de Katsuie, como si apoyaran su fornido cuerpo. —No es propio de vos mostraros tan irascible. —Acompañándole a la fuerza a través del torbellino de caballos y hombres y a través de la puerta del templo, gritaron desesperadamente a los demás—: ¡De prisa, traed su caballo! ¿Dónde está el caballo de nuestro señor? Entretanto el mismo Katsuie gritaba: 174


—¡No me retiraré! ¿Quién creéis que soy? ¡No voy a huir de este lugar! Sus orgullosas palabras tenían una vehemencia creciente. Una vez más miró furibundo y gritó a los oficiales de estado mayor, que no se apartaban de su lado: —¿Por qué hacéis esto? ¿Por qué me impedís que me lance al ataque? ¿Por qué no atacáis al enemigo en vez de retenerme así? Trajeron una montura. Un soldado portador del bello estandarte con el emblema dorado se colocó a su lado. —Aquí no podemos detener la oleada, mi señor. Si morís en este lugar, será en vano. ¿Por qué no regresáis a Kitanosho y pensáis en un plan para intentarlo de nuevo? Katsuie sacudió la cabeza y gritó, pero los hombres que le rodeaban le sentaron a la fuerza en la silla de montar. La situación era urgente. De repente, el capitán de los pajes, Menju Shosuke, un hombre que nunca se había distinguido en combate, corrió y se postró ante el caballo de Katsuie. —¡Por favor, mi señor! Permitidme que lleve vuestro estandarte de mando. Pedir permiso para tal cosa significaba que uno se ofrecía voluntario para resistir en lugar del comandante en jefe mientras éste se ponía a salvo. Shosuke no dijo nada más, pero permaneció arrodillado ante Katsuie. No mostraba ninguna preparación especial para la muerte, como tampoco desesperación ni ferocidad. Tenía su aspecto de costumbre, cuando se presentaba ante Katsuie como capitán de los pajes. —¿Qué? ¿Quieres que te dé el estandarte de mando? Montado en su caballo, Katsuie contempló asombrado a Shosuke. Los generales que le rodeaban también le miraban sorprendidos. Entre los numerosos ayudantes personales de Katsuie, pocos habían sido tratados con más frialdad que Shosuke. Katsuie, quien tenía esa clase de prejuicio contra Shosuke, debía saber mejor que nadie cuáles serían sus efectos. Y no 175


obstante, ¿no era aquel mismo Shosuke que ahora estaba ante Katsuie quien se ofrecía para hacerse pasar por él? El viento de la derrota soplaba desoladamente en el campamento, y a Katsuie le había resultado insoportable contemplar las vacilaciones de sus hombres. No eran pocos los cobardes que habían arrojado sus armas y desertado. Katsuie había tenido en gran estima a muchos de ellos y les había concedido sus favores durante largos años. Ahora, al pensar en ello, no podía retener las lágrimas. Pero dejando de lado sus pensamientos, golpeó los flancos del caballo con los talones de los estribos y su áspero grito hizo desaparecer la expresión dolorida de su semblante. —¿De qué me estás hablando, Shosuke? ¡Cuando mueras, será el momento de que muera yo también! ¡Vamos, apártate! Shosuke se apartó del caballo que se encabritaba, pero cogió las riendas. —Entonces permitidme que os acompañe. Contra la voluntad de Katsuie, Menju dio la espalda al campo de batalla y corrió en dirección a Yanagase. Tanto el hombre que defendía el estandarte de mando como los servidores de Katsuie rodearon el caballo de éste, de modo que quedara en medio del grupo, y partieron velozmente. Pero la vanguardia de Hideyoshi ya había penetrado en Kitsunezaka y, haciendo caso omiso de los guerreros de Shibata que defendían el lugar, pusieron los ojos en el estandarte dorado que se alejaba. —¡Ése es Katsuie! ¡No le dejéis escapar! Una multitud de ágiles lanceros se agruparon y corrieron en persecución de Katsuie. —¡Aquí nos despedimos, mi señor! Tras decir estas palabras de despedida, los generales que huían con Katsuie se apartaron súbitamente de su lado, dieron la vuelta y se lanzaron sobre las lanzas de las fieras tropas que les perseguían. Sus cadáveres pronto cayeron al suelo. Menju Shosuke también se había vuelto para contemplar la 176


embestida del enemigo, pero entonces echó a correr de nuevo tras el caballo de su señor y gritó a Katsuie desde atrás: —El estandarte de mando.... por favor..., ¡dejadme que lo lleve! Estaban en las proximidades de Yanagase. Katsuie detuvo a su caballo y cogió el estandarte de mando que sostenía un hombre a su lado. Tenía numerosos recuerdos para él..., lo había alzado en sus campamentos cuando se labraba la reputación de Demonio Shibata. —Toma, Shosuke. ¡Llévalo entre mis guerreros! Con estas palabras, arrojó el estandarte a Shosuke. Éste se inclinó adelante y lo cogió ágilmente por el asta. Lleno de alegría, el hombre agitó un par de veces el estandarte y envió sus últimas palabras en dirección a Katsuie. —¡Adiós, mi señor! Katsuie se volvió, pero su caballo siguió galopando hacia la zona montañosa de Yanagase. Sólo le acompañaban diez hombres montados. El estandarte de mando había sido puesto en manos de Shosuke tal como él había rogado, pero en aquel momento Katsuie también le había dicho, a modo de palabras finales, que lo llevara entre sus guerreros. Tal había sido su solicitud, efectuada sin duda por consideración a los hombres que morirían allí junto con Shosuke. Unos treinta hombres se reunieron en seguida bajo el estandarte. Eran los únicos hombres que respetaban verdaderamente su honor y estaban dispuestos a morir por su señor. Mirando satisfecho las caras que le rodeaban, Shosuke pensó que quedaban todavía algunos hombres de Shibata honorables. —¡Vamos! ¡Demostrémosles que sabemos morir alegremente! Puso el estandarte en manos de un guerrero y corrió delante de los demás, desde el oeste del pueblo de Yanagase hacia la estribación septentrional del monte Tochinoki. Cuando la pequeña fuerza que ni siquiera llegaba a cuarenta hombres resol177


vio avanzar, manifestaron un espíritu mucho más profundo que los millares de hombres que habían estado en Kitsunezaka aquella mañana. —¡Katsuie ha retrocedido hacia las montañas! —Parece que ha tomado su resolución final y está dispuesto a morir. Como era de esperar, los soldados de Hideyoshi que perseguían al grupo se exhortaban unos a otros para seguir adelante. —¡Conseguiremos la cabeza de Katsuie! Cada uno se esforzaba por tomar la delantera mientras empezaban a subir el monte Tochinoki. Los guerreros de Shibata desplegaron el estandarte en la cima del monte y, reteniendo la respiración, contemplaron cómo aumentaba de un momento a otro el número de guerreros enemigos, los cuales trepaban incluso por lugares donde no había sendero alguno. —Aún hay tiempo para despedirnos bebiendo una taza de agua —dijo Shosuke. En aquellos breves momentos, Shosuke y sus camaradas recogieron y compartieron el agua que brotaba entre las grietas en lo alto de la montaña, y se prepararon serenamente para la muerte. Shosuke se volvió de improviso hacia sus hermanos Mozaemon y Shobei. —Hermanos, debéis huir y regresar a nuestro pueblo. Si los tres morimos en combate, nadie podrá transmitir el apellido familiar ni cuidar de nuestra madre. Mozaemon, el hermano mayor es quien debe transmitir el apellido. ¿Por qué no te marchas ya? —Si el enemigo mata a los hermanos menores —replicó Mozaemon—, ¿cómo se enfrentará el hermano mayor a su madre con las palabras «He vuelto a casa»? No, me quedaré aquí. Debes ir tú, Shobei. —¡Eso sería horrible! —¿Por qué? —Que regrese vivo a casa en una ocasión así no será precisamente agradable para nuestra madre, y nuestro difunto padre también debe de contemplar hoy a sus hijos desde el otro 178


mundo. No serán mis pies los que hoy caminen de regreso a Echizen. —¡Entonces moriremos juntos! Unidas sus almas por una promesa de muerte, los tres hombres permanecieron firmes bajo el estandarte de mando. Shosuke no volvió a mencionar a sus hermanos su deseo de que regresaran a casa. Los tres hermanos tomaron un trago de agua cristalina de manantial a modo de bebida de despedida y se volvieron en dirección al hogar de su madre. Uno puede imaginar las plegarias que elevaron en aquellos momentos. El enemigo se aproximaba por todos los lados y estaban lo bastante cerca para que percibieran las voces individuales de los soldados. —Defiende el estandarte de mando, Shobei —le dijo Shosuke a su hermano menor mientras se cubría la cara con la guarda del yelmo. Fingía ser Katsuie y no quería que el enemigo le reconociera. Cinco o seis balas de mosquete pasaron silbando cerca de su cabeza. Tomándolo como señal, los treinta hombres invocaron a Hachiman, el dios de la guerra, y se pusieron en marcha hacia el enemigo. Se dividieron en tres unidades y atacaron al enemigo que avanzaba. Los hombres que subían repiraban con dificultad y no pudieron resistir la embestida desesperada del adversario. Las espadas largas cayeron sobre los yelmos de los hombres de Hideyoshi, las lanzas atravesaron sus pechos y sus cadáveres caían por doquier. —¡Que nadie esté demasiado ansioso de morir! —gritó de repente Shosuke mientras se retiraba dentro de una empalizada. El hombre que sujetaba el estandarte de mando le siguió, junto con los guerreros restantes. —Una bofetada con los cinco dedos no es tan fuerte como un solo puñetazo. Si nuestra pequeña fuerza se dispersa, sus efectos se debilitarán. Permaneced bajo el estandarte tanto si avanzamos como si retrocedemos. 179


Tras acordar esta cautela, volvieron a ponerse en acción. Girando rápidamente en una sola dirección, se abalanzaron furiosamente contra el enemigo; giraron en otra dirección y los atravesaron con sus lanzas. Entonces, con la rapidez del viento, se retiraron detrás de la empalizada. De esta manera salieron seis o siete veces para luchar. Los atacantes ya habían perdido más de doscientos hombres. Era cerca de mediodía y un sol intenso lucía en lo alto. La sangre fresca sobre armaduras y cascos se secaba con rapidez y emitía un brillo negro como el de la laca. Quedaban menos de diez hombres bajo el estandarte de mando, y los fieros ojos de cada uno apenas parecían ver a los demás. No había ni un solo hombre sin lesiones. Una flecha se clavó en el hombro de Shosuke. Mientras miraba la sangre fresca que fluía por la manga, se arrancó la flecha con su propia mano. Entonces se volvió en la dirección de donde había partido la flecha. Las partes superiores de gran número de yelmos se aproximaban haciendo crujir los bambúes como cerdos silvestres. Shosuke empleó el tiempo que le quedaba en hablar serenamente a sus camaradas. —Hemos luchado de todas las maneras posibles y no tenemos nada de lo que arrepentimos. Que cada uno elija un enemigo respetable y se gane un nombre espléndido. Dejadme que sea el primero en morir en lugar de nuestro señor. No dejéis que caiga el estandarte de mando. ¡Llevadlo alto, un hombre detrás de otro! Así preparados para morir, los guerreros manchados de sangre alzaron el estandarte hacia el enemigo que se acercaba entre los bambúes. Éstos debían de ser unos hombres de ferocidad fuera de lo corriente. Avanzaban impávidos, demostrando su fidelidad a los juramentos que habían hecho con sus lanzas. Shosuke se enfrentó a ellos y les gritó para reducir su arrojo. —¡Qué falta de cortesía! ¡Siervos de baja estofa! ¿Estáis pensando en atravesar con vuestras lanzas a Shibata Katsuie? Shosuke parecía un demonio, y ciertamente nadie podía 180


hacerle frente. Varios hombres cayeron alanceados casi a sus pies. Al observar su ferocidad y luchar desesperadamente con hombres que estaban dispuestos a defender su estandarte de mando hasta la muerte, incluso los fanfarrones más violentos de las tropas atacantes rompieron su cerco y abrieron un sendero hasta el pie de la montaña. —¡Aquí estoy! ¡Viene Katsuie en persona! ¡Si Hideyoshi está ahí, que se enfrente conmigo montado y solo! ¡Vamos, sal, cara de mono! Shosuke bajó gritando el camino en pendiente. Infligió a un guerrero con armadura una herida mortal. Su hermano mayor, Mozaemon, ya había sido abatido. El hermano menor, Shobei, había cruzado su espada larga con la de un guerrero enemigo y los dos se habían matado. Shobei había caído al pie de un peñasco cercano. A su lado, el dorado estandarte de mando yacía abandonado, ahora completamente rojo. Desde lo alto y el pie de la ladera, innumerables lanzas se aproximaban ahora a Shosuke. Cada guerrero quería apoderarse del estandarte de mando y la cabeza de quien creían que era Katsuie. Cada hombre competía con los demás por la presa. Bajo la confusión de lanzas, Menju Shosuke encontró la muerte en combate. Era un apuesto y joven guerrero de sólo veinticinco años. Hombres como Katsuie y Genba le habían tenido en baja estima debido a su reticencia, finura, elegancia y amor al estudio. Los inocentes rasgos de Shosuke aún estaban ocultos por la guarda del yelmo. —¡He matado a Shibata Katsuie! —gritó un samurai. —¡Estas manos han cogido su estandarte de mando! —gritó otro. Entonces se alzaron todas las voces, un hombre afirmando esto, otro reclamando aquello, hasta que la montaña entera se estremeció. 181


Y todavía los hombres de Hideyoshi ignoraban que la cabeza no pertenecía a Shibata Katsuie, sino a Menju Shosuke, el capitán de sus pajes. —¡Hemos matado a Katsuie! —¡He alzado la cabeza del señor de Kitanosho! Se empujaban unos a otros y sus gritos reverberaban en el aire. —¡El estandarte! ¡El estandarte dorado! ¡Y su cabeza! ¡Tenemos su cabeza!

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Un verdadero amigo

Katsuie había escapado por poco con vida, pero su ejército había sido aniquilado. Hasta aquella mañana, el estandarte de Shibata con su emblema dorado había ondeado en las proximidades de Yanagase, pero ahora sólo se veía el estandarte de Hideyoshi, que brillaba al sol e impresionaba a cuantos lo veían, simbolizando una realidad que trascendía la sabiduría y la fuerza ordinarias. Las banderas y los estandartes del ejército de Hideyoshi, que se extendían a lo largo de los caminos y cubrían los campos, ofrecían un espléndido espectáculo de victoria. Estaban tan prietos que parecían una espesa niebla dorada. Los soldados se detuvieron para comer sus provisiones. Aquella mañana las hostilidades se habían iniciado temprano y durado unas ocho horas. Cuando terminaron de comer, todo el ejército recibió la orden de avanzar de inmediato. Cuando los hombres se aproximaban al puerto de montaña de Tochinoki, vieron el mar de Tsuruga al oeste, mientras que las montañas de Echizen se alzaban al norte como si estuvieran bajo los cascos de sus caballos. El sol ya comenzaba a ocultarse, y el cielo y la tierra ardían 183


con un brillo crepuscular que englobaba todos los colores del arco iris. Hideyoshi tenía la cara muy enrojecida, pero ya no parecía un hombre que llevaba varios días sin dormir. Era como si hubiera olvidado la necesidad del sueño. Su avance había sido constante y aún no había ordenado un alto. En aquella época del año las noches eran las más cortas. Mientras todavía había luz, el ejército principal vivaqueó en la localidad de Imajo, en Echizen, pero la vanguardia siguió avanzando, tras recibir la orden de llegar a Wakimoto, a más de dos leguas de distancia. Entretanto la retaguardia se detuvo en Itadori, más o menos a la misma distancia detrás del ejército central. Así pues, aquella noche el campamento se extendía cuatro leguas desde vanguardia a retaguardia. Aquella noche Hideyoshi se sumió en un sueño agradable, un sueño que ni siquiera podía turbar el canto del cuclillo. Antes de dormirse pensó que al día siguiente llegarían al castillo de Fuchu, pero ¿cómo les recibiría Inuchiyo? ¿Qué estaba haciendo Inuchiyo por entonces? Aquella misma jornada, a mediodía, había pasado por la zona y, mientras el sol aún estaba alto en el cielo, había retirado su ejército a Fuchu, el castillo de su hijo. —Gracias a los dioses estás a salvo —le dijo su esposa cuando salió a saludarle. —Cuida de los heridos. Más tarde te ocuparás de mí. Inuchiyo ni siquiera se quitó las sandalias ni se desató la armadura, y permaneció ante el castillo. Sus pajes también estaban allí, alineados detrás de él, aguardando con solemnidad. Finalmente, un cuerpo tras otro de guerreros cruzaron a paso vivo el portal, transportando los cuerpos de sus camaradas caídos, sobre los cuales habían depositado sus estandartes. Siguieron los heridos, unos llevados en parihuelas y otros andando por su propio pie, apoyándose en los hombros de sus compañeros. Las treinta y tantas bajas sufridas por los Maeda en la retirada no podían compararse con las pérdidas de los Shibata y 184


Sakuma. Sonó la campana del templo, y mientras el sol descendía en el cielo, el humo de las fogatas para cocinar empezó a elevarse por doquier en el castillo. Los soldados recibieron la orden de comer sus raciones. Sin embargo, las tropas no se dispersaron sino que permanecieron en sus unidades, como si aún estuvieran en el campo de batalla. Un guardián del portal principal gritó: —Acaba de lllegar el señor de Kitanosho. —¡Cómo! ¡Katsuie aquí! —musitó Inuchiyo, asombrado. Era una situación inesperada, e Inuchiyo parecía incapaz de enfrentarse a aquel hombre que ahora era un fugitivo. Por un momento permaneció sumido eñ sus pensamientos, pero al cabo dijo: —Salgamos a saludarle. Inuchiyo salió del torreón detrás de su hijo. Bajó el último tramo de escaleras y caminó por el oscuro corredor de enlace. Uno de sus ayudantes, Murai Nagayori, le seguía. —Mi señor —susurró Murai. Inuchiyo le dirigió una mirada inquisitiva. El vasallo susurró al oído de su señor: —La llegada del señor Katsuie es una oportunidad incomparable y feliz. Si le matáis y enviáis su cabeza al señor Hideyoshi, vuestra relación con éste se enmendará sin dificultades. De improviso Inuchiyo golpeó al hombre en el pecho. —¡Calla! —replicó, encolerizado. Murai se tambaleó hasta la barandilla de madera y estuvo en un tris de caer al vacío. Palideció pero tuvo la presencia de ánimo necesaria para no incorporarse ni quedar del todo sentado. Inuchiyo le miró furibundo y le habló sin disimular su ira. —Es escandaloso susurrar al oído de tu señor un plan cobarde e inmoral del que un hombre debería avergonzarse por completo. ¡Te consideras un samurai, pero no sabes nada del Camino del Samurai! ¿Qué clase de hombre vendería la cabeza de un general que acude a llamar a su puerta, sólo en provecho de su propio clan? ¡Y mucho menos cuando ha pa185


sado tantos años de campaña con ese general como me ocurre a mí! Dejando atrás al tembloroso Murai, Inuchiyo se dirigió a la entrada principal para saludar a Katsuie. Éste había llegado al castillo a caballo, sujetaba con una mano el asta de una lanza rota y no parecía herido, pero su aspecto era de desolación. Toshinaga, que había salido a recibirle, sostenía las riendas del caballo. Los ocho hombres que le acompañaban se habían quedado fuera del portal. Así pues, Katsuie estaba solo. —Te estoy muy agradecido. —Tras decir estas palabras corteses a Toshinaga, Katsuie desmontó. Miró a Inuchiyo a la cara y habló en un tono llenó de desdén hacia sí mismo—: ¡Hemos perdido! ¡Hemos perdido! Mostraba un ánimo sorprendente. Era posible que fingiera, pero parecía mucho más relajado de lo que Inuchiyo había imaginado que estaría. Inuchiyo fue más amable de lo habitual al saludar a un general derrotado. Toshinaga no estaba menos preocupado que su padre y ayudó al fugitivo a quitarse las sandalias empapadas en sangre. —Me siento como si hubiera llegado a mi propia casa. La amabilidad causa una profunda impresión en un hombre que se encuentra ante el abismo de la destrucción y le hace abandonar las sospechas y la amargura. Es la única cosa que le hará pensar que todavía hay luz en el mundo. Así pues, con un talante en apariencia alegre, Katsuie siguió felicitando a padre e hijo por su huida. —Esta derrota se ha debido por completo a mis errores. También os he causado trastornos y espero que me perdonéis. Me retiraré a Kitanosho y pondré mis asuntos en orden y sin lamentaciones. Tal vez no os importaría darme un cuenco de arroz y té. El Demonio Shibata parecía haberse convertido en el Buda Shibata. Incluso Inuchiyo era incapaz de retener las lágrimas. —Traed en seguida té, arroz y sake —ordenó Inuchiyo. Poco era lo que se le ocurría para consolar a aquel hombre, pero se sentía obligado a decir algo—. A menudo se dice que la 186


victoria y la derrota son la sustancia de la vida de un guerrero. Si consideráis el desastre de hoy desde el ángulo del destino humano, sabréis que enorgullecerse de la victoria es el primer paso hacia el día de la destrucción, y que ser completamente derrotado es el primer paso hacia el día de la victoria. El ciclo eterno del ascenso y la caída del hombre no es una simple cuestión de alegría y pesar temporales. —En consecuencia, lo que lamento no es ni mi destrucción personal ni el perpetuo ciclo de cambio —dijo Katsuie—. Lo único que siento es la pérdida de mi reputación. Pero ten la seguridad, Inuchiyo, de que todo está predestinado. Al decir tales cosas, Katsuie se desviaba por completo de sus convicciones de antaño, pero no parecía ni atormentado ni confuso. Cuando llegó el sake, Katsuie tomó alegremente una taza y, suponiendo que sería su despedida, sirvió también a padre e hijo. Comió de buena gana el sencillo condumio que Inuchiyo había encargado. —Nunca había probado nada tan sabroso como el arroz que he comido hoy. Jamás olvidaré vuestra amabilidad. Dicho esto, se levantó para marcharse. Inuchiyo, que le acompañó al exterior, observó en seguida que su montura estaba exhausta. Ordenó a un paje que trajera su querido caballo gris moteado y se lo ofreció a Katsuie. —No os preocupéis —le dijo Inuchiyo—. Defenderemos este lugar hasta que lleguéis a Kitanosho. Katsuie empezó a marcharse, pero hizo dar la vuelta al caballo y se aproximó a Inuchiyo como si de repente hubiera recordado algo. —Inuchiyo, tú y Hideyoshi habéis sido amigos íntimos desde la juventud. Puesto que la batalla ha tenido este resultado, te libero de tu deber hacia mí como vasallo. Éstas serían sus últimas palabras a Inuchiyo, y las pronunció desde lo alto del caballo con una expresión vacía de toda falsedad. Enfrentado a aquel sentimiento, Inuchiyo hizo una reverencia con profunda emoción. La figura de Katsuie al 187


abandonar el castillo se recortaba negra contra el rojo del sol poniente. El pequeño grupo de ocho hombres montados y unos diez soldados de a pie emprendió entonces la huida hacia Kitanosho. Dos o tres jinetes llegaron galopando al castillo de Fuchu. Las noticias que traían en seguida fueron de conocimiento general en toda la fortaleza. —El enemigo está acampado en Wakimoto. El señor Hideyoshi ha levantado su campamento en Imajo, por lo que las perspectivas de que esta noche se produzca un ataque son escasas. Hideyoshi pasó la noche, o más bien la mitad de la noche, durmiendo tranquilamente en Imajo, y al día siguiente abandonó temprano el campamento y cabalgó a Wakimoto. Kyutaro salió a saludarle e izó el estandarte de mando, lo cual indicaba la presencia de un comandante en jefe. —¿Qué ocurrió anoche en el castillo de Fuchu? —preguntó Hideyoshi. —Parecía haber mucha actividad. —¿Lo están fortificando? Tal vez Maeda quiera luchar. Mientras respondía a su propia pregunta, miró hacia Fuchu. De repente se volvió hacia Kyutaro y le ordenó que preparase a sus tropas. —¿Iréis a luchar en persona? —le preguntó Kyutaro. —Naturalmente. Hideyoshi asintió como si estuviera contemplando un gran camino nivelado. Kyutaro se apresuró a comunicar las palabras de Hideyoshi a los diversos generales e hizo sonar la caracola para reunir a la vanguardia. Muy pronto los hombres formaron filas y estuvieron dispuestos para la marcha. La distancia hasta Fuchu se podía recorrer en menos de dos horas. Kyutaro cabalgaba delante y Hideyoshi lo hacía en medio de la vanguardia. Pronto avistaron las murallas del castillo, cuyos moradores se sentían naturalmente tensos en extremo. 188


Vistos desde lo alto del torreón, las columnas y el estandarte de las calabazas doradas parecían lo bastante cerca para poder tocarlos. Todavía no se había dado la orden de detenerse y, como Hideyoshi estaba en el centro, los soldados de la vanguardia estaban seguros de que rodearían el castillo de inmediato. En su avance hacia el portal principal del castillo de Fuchu, los hombres de Hideyoshi, que ahora eran como un río impetuoso, desplegaron la formación en «ala de grulla». Por un momento, lo único que no se movió fue el estandarte de mando. En aquel instante toda la estructura del castillo vomitó humo de pólvora. —Retrocede un poco, Kyutaro, ¡retrocede! —ordenó Hideyoshi—. No despliegues a los soldados en orden de combate. Ordénales que se reagrupen y permanezcan fuera de formación. Los soldados de la vanguardia se retiraron y los mosquetes en el interior del castillo quedaron en silencio. Sin embargo, el espíritu de lucha de ambos bandos podría haber estallado en un instante. —Que alguien coja el estandarte de mando y avance veinte varas por delante de mí —ordenó Hideyoshi—. No necesitaré que nadie conduzca mi caballo. Iré solo al castillo. No había informado a nadie previamente de sus intenciones, y habló de súbito desde la silla de montar. Haciendo caso omiso de las expresiones consternadas de sus generales, avanzó con su caballo a medio galope hacia el portal principal del castillo. —¡Un momento! ¡Esperad sólo un momento para que pueda ir delante de vos! Un samurai corrió tambaleándose tras él, pero cuando apenas estaba diez varas por delante de Hideyoshi, empuñando el estandarte de mando como le habían ordenado, se oyeron varios disparos, el fuego dirigido hacia las calabazas doradas. —¡No disparéis! ¡No disparéis! Gritando a voz en cuello, Hideyoshi galopó en dirección al 189


fuego de mosquete como una flecha disparada por un arco. —¡Soy yo! ¡Hideyoshi! ¿Es que no me reconocéis? —Mientras se aproximaba al castillo, se sacó el bastón de mando dorado del cinto y lo agitó para que lo vieran los soldados del castillo—. ¡Soy yo, Hideyoshi! ¡No disparéis! Asombrados, dos hombres saltaron desde el arsenal al lado del portal principal y abrieron las puertas. —¿Señor Hideyoshi? Este giro de los acontecimientos parecía del todo inesperado, y le saludaron con cierto embarazo. Hideyoshi reconoció a los dos hombres. Ya había desmontado y caminaba hacia ellos. —¿Ha regresado el señor Inuchiyo? —les preguntó, y añadió—: ¿Están bien él y su hijo? —Sí, mi señor —replicó uno de los hombres—. Ambos han regresado sin percance. —Bien, bien, me alivia saberlo. Coged mi caballo, ¿queréis? Dio la brida del caballo a los dos hombres y entró en el castillo exactamente como si lo hiciera en su propia casa, acompañado por sus ayudantes. Los guerreros que llenaban el castillo como un bosque estaban intimidados y, casi aturdidos, observaban la conducta de aquel hombre. Entonces Inuchiyo y su hijo salieron corriendo en dirección a Hideyoshi. Mientras se aproximaban, los dos hombres hablaron a la vez, como los viejos amigos que eran. —¡Vaya, quién está aquí! —¡Inuchiyo! ¿Qué te propones? —le preguntó Hideyoshi. —Nada en absoluto —replicó Inuchiyo, riendo—. Ven y siéntate. Inuchiyo y su hijo precedieron a Hideyoshi hacia la ciudadela principal. Evitando expresamente la entrada formal, abrieron la puerta que daba a la zona ajardinada y condujeron a su huésped a los aposentos internos, deteniéndose por el camino para contemplar los lirios violetas y las azaleas blancas del jardín. Era el mismo tratamiento que recibiría un amigo íntimo de 190


la familia, e Inuchiyo actuaba como lo hiciera cuando él y Hideyoshi vivían en casas separadas por un seto. Finalmente, Inuchiyo invitó a Hideyoshi a pasar, pero él se quedó donde estaba, mirando a su alrededor, sin desatarse siquiera las sandalias de paja. —¿Ese edificio de ahí es la cocina? —preguntó. Cuando Inuchiyo le respondió afirmativamente, Hideyoshi se encaminó al lugar—. Quiero ver a tu esposa. ¿Está aquí? Inuchiyo se quedó totalmente desconcertado. Estaba a punto de decir a Hideyoshi que si quería ver a su esposa la llamaría en seguida, pero no tenía tiempo para ello, por lo que se apresuró a pedir a Toshinaga que acompañara al huésped a la cocina. Tras haber enviado a su hijo en pos de Hideyoshi, él mismo avanzó por el corredor para advertir a su esposa. Los más sorprendidos fueron los cocineros y las doncellas al ver a un samurai de baja estatura, a todas luces un general, vestido con una armadura con el color del fruto del caqui, que entraba tranquilamente en la cocina y gritaba como si fuese un miembro de la familia del señor. —¡Eh! ¿Está aquí la señora Maeda? ¿Dónde está? Nadie sabía quién era. Todos tenían un aspecto de perplejidad, pero al ver su bastón de mando dorado y su espada formal, se apresuraron a ponerse de rodillas e inclinarse. Aquel hombre tenía que ser un general de alto rango, pero nadie le había visto antes entre los Maeda. —¡Eh, señora Maeda! ¿Dónde estáis? Soy yo, Hideyoshi. ¡Vamos, salid, que os vea la cara! La esposa de Inuchiyo estaba preparando la comida con varios criados cuando oyó la conmoción. Salió con un delantal y las mangas atadas detrás de los brazos. Permaneció un momento inmóvil, mirando fijamente al recién llegado. —Debo de estar soñando —murmuró. —Ha pasado largo tiempo, mi señora. Me alegro de veros tan bien como siempre. Cuando Hideyoshi empezó a avanzar, ella superó su sor191


presa inicial, aflojó en seguida los cordones que retenían las mangas y se postró en el suelo de madera. Hideyoshi tomó asiento con toda naturalidad. —Lo primero que quiero deciros, mi señora, es que vuestra hija y las damas que están en Himeji se han hecho buenas amigas. Hacedme el favor de no preocuparos por eso. Por otro lado, aunque vuestro marido ha vivido algunos momentos difíciles en esta última campaña, la conveniencia de avanzar o retirarse no le sumió en la confusión, y podemos decir que las fuerzas de Maeda salieron del campo de batalla sin haber sido derrotadas. La esposa de Inuchiyo juntó las palmas bajo su frente inclinada. En aquel momento entró Inuchiyo en busca de su esposa y vio a Hideyoshi. —Éste no es lugar para recibirte como es debido. Ante todo, por favor, quítate las sandalias y levántate del suelo de tierra. Marido y mujer se esforzaron por persuadirle de que subiera al suelo de madera, pero Hideyoshi no quiso moverse de allí y les habló con tanta naturalidad como antes, dejando de lado cualquier formalismo. —Tengo prisa por llegar a Kitanosho y la verdad es que ahora no dispongo de tiempo, pero ¿podría abusar de vuestra amabilidad pidiéndoos un cuenco de arroz? —Es una petición fácil de satisfacer, pero ¿no querrás entrar aunque sólo sea un momento? Hideyoshi no hizo el menor gesto de desatarse las sandalias y relajarse. —Lo haré otro día. Hoy tengo que darme prisa. Marido y mujer conocían los aspectos buenos y malos del carácter de Hideyoshi. La suya nunca había sido una amistad que diera gran valor a las obligaciones o el fingimiento. La esposa de Inuchiyo volvió a anudar los cordones que retenían sus mangas y se colocó ante la plancha para cortar. Era la cocina de todo el castillo y gran número de sirvien192


tas, cocineros e incluso oficiales trabajaban allí. Pero la señora Maeda no era mujer que no supiera preparar rápidamente una comida sabrosa. Aquel día y el anterior se había ocupado de los heridos y había ayudado a prepararles la comida. Pero incluso en los días normales solía acudir a la cocina a fin de preparar algo para su marido. Ahora el clan de Maeda gobernaba una gran provincia. Pero en su época de pobreza en Kiyosu, cuando su vecino Tokichiro no estaba en mejores condiciones que ellos, se visitaban con frecuencia para pedir una medida de arroz, un puñado de sal o incluso el aceite para encender la lámpara. En aquellos tiempos podían ver hasta qué punto era boyante la situación de sus vecinos por la luz que brillaba de noche en sus ventanas. Hideyoshi se dijo que aquella mujer era tan buena esposa como su Nene. Sin embargo, en aquel breve interludio de reflexión, la esposa de Inuchiyo había terminado de preparar dos o tres platos. Salió de la cocina llevando ella misma la bandeja. En el terreno ondulante que se extendía hacia la ciudadela occidental, se alzaba un pequeño pabellón en un pinar, al lado del cual los ayudantes extendieron una estera sobre la hierba y depositaron las bandejas de comida y recipientes de sake. —¿No puedo serviros por lo menos algo mejor aunque tengáis prisa? —le preguntó la esposa de Inuchiyo. —No, no es necesario. ¿Se reunirán conmigo vuestro esposo e hijo? Inuchiyo se sentó ante Hideyoshi y Toshinaga alzó el recipiente de sake. Aunque allí había un edificio, el huésped y sus anfitriones no lo usaron. Soplaba el viento entre los pinos, pero ellos apenas lo oían. Hideyoshi no bebió más que una taza de sake, pero comió apresuradametne los dos cuencos de arroz que le había preparado la esposa de Inuchiyo. —Ah, estoy repleto. No quisiera abusar, pero ¿podría pediros un cuenco de té? Ya se habían hecho los preparativos en el pabellón. La es193


posa de Inuchiyo entró rápidamente y sirvió a Hideyoshi un cuenco de té. —Bien, mi señora —dijo Hideyoshi mientras bebía, mirándola como si estuviera a punto de pedirle consejo—. Os he causado muchas molestias, pero ahora, además, quisiera que me prestarais a vuestro marido algún tiempo. La esposa de Inuchiyo se rió alegremente. —¿Prestaros a mi marido? Hace largo tiempo que no usabais esa frase. Hideyoshi e Inuchiyo se echaron a reír. —¿Oyes eso, Inuchiyo? —dijo Hideyoshi—. Parece que las mujeres no olvidan fácilmente los viejos motivos de rencor. Todavía recuerda cómo te tomaba «prestado» para ir a beber. —Devolvió el cuenco de té y se rió de nuevo—. Pero hoy es un poco distinto del pasado, y si mi señora no se muestra en desacuerdo, estoy seguro de que vuestro marido tampoco. Me gustaría mucho que viniera conmigo a Kitanosho. Vuestro hijo podría quedarse aquí para cuidar de vos. Al ver que, entre la charla y las risas, la cuestión ya estaba resuelta, Hideyoshi se apresuró a tomar personalmente la decisión. —Así pues, quisiera que vuestro hijo se quede aquí y vuestro marido cabalgue conmigo. La habilidad de Inuchiyo en el combate no tiene igual. Entonces, el día feliz en que regresemos de la campaña, quisiera detenerme de nuevo aquí y abusar de vuestra amabilidad durante unos pocos días. Partiremos mañana por la mañana. Hoy ya voy a retirarme. La familia entera le acompañó a la salida de la cocina. Por el camino, la esposa de Inuchiyo le dijo: —Señor Hideyoshi, habéis dicho que Toshinaga debe quedarse aquí para cuidar de su madre, pero no creo que todavía sea tan vieja o que esté tan sola. Habrá suficientes guerreros para proteger el castillo y no hay que inquietarse por su defensa. Inuchiyo era de la misma opinión. Mientras avanzaban apresuradamente hacia la entrada, Hideyoshi y la familia Mae194


da determinaron la hora de la salida al día siguiente y resolvieron otros detalles. —Aguardaré la próxima vez que vengáis aquí —le dijo la esposa de Inuchiyo al despedirse a la entrada de la cocina. Su marido e hijo acompañaron a Hideyoshi hasta el portal principal del castillo. La misma noche en que Hideyoshi se despidió de la familia Maeda y regresó a su campamento, trajeron a dos prisioneros, hombres muy importantes del bando de Shibata. Uno de ellos era Sakuma Genba y el otro el hijo adoptivo de Katsuie, Katsutoshi. Ambos habían sido capturados cuando huían a través de las montañas hacia Kitanosho. Genba estaba herido. Con el calor del verano, la herida se había infectado y pronto empezó a enconarse. El tratamiento de emergencia utilizado con frecuencia por los guerreros era la combustión con moxa, y Genba había hecho un alto en una granja de las montañas para pedir el remedio y aplicarlo alrededor de los labios de la herida. Mientras Genba estaba atareado aplicando la moxa, los granjeros celebraron un cónclave secreto en el que decidieron que probablemente recibirían una buena recompensa si entregaban aquellos dos hombres a Hideyoshi. Aquella noche rodearon la choza donde dormían Katsutoshi y Genba, los ataron como cerdos y los llevaron al campamento de Hideyoshi. Cuando Hideyoshi se enteró de lo que habían hecho, no pareció muy contento. Contrariamente a las expectativas de los granjeros, los castigó con severidad. Al día siguiente, acompañado por Inuchiyo y su hijo, espoleó a su caballo hacia el castillo de Katsuie en Kitanosho. Por la tarde, las tropas de Hideyoshi llenaban la capital de Echizen. A lo largo del camino, los clanes de Tokuyama y Fuwa habían visto ya lo que flotaba en el aire, y muchos hombres se habían rendido a la entrada del campamento de Hideyoshi. Hideyoshi acampó en el monte Ashiba y rodeó de tal manera el castillo de Kitanosho que no podría haberse filtrado una sola gota de agua a través de sus muros. Completado este cerco, la unidad de Kyutaro recibió la orden de atravesar una 195


sección de la empalizada. Entonces acercaron a Genba y Katsutoshi a los muros del castillo. Tocando el tambor de ataque, los soldados se dirigieron a gritos a Katsuie, el cual estaba dentro del castillo. —¡Si queréis hablar por última vez a vuestro hijo adoptivo y Genba, será mejor que salgáis para hablarles ahora! Repitieron el mensaje dos o tres veces, pero el castillo permaneció en silencio. Katsuie no apareció, y quizá pensaba que le resultaría insoportable ver a los dos hombres. Naturalmente, la estrategia de Hideyoshi consistía en destruir la moral de los habitantes del castillo. Durante la noche habían llegado rezagados del ejército de Katsuie, y ahora el castillo albergaba unas tres mil almas, incluidos los no combatientes. Además, el enemigo había prendido vivos a Genba y Katsutoshi, y ni siquiera Katsuie podía dejar de pensar que había llegado su fin. Los redobles de los tambores enemigos no cesaban. Al anochecer, todas las empalizadas circundantes habían sido abiertas y las fuerzas de Hideyoshi ocupaban la zona a treinta o cuarenta varas de los muros del castillo. Sin embargo, en el interior del castillo la situación seguía siendo apacible. Al cabo de algún tiempo cesaron los redobles de tambor. Se aproximaba la noche, y unos generales que parecían enviados entraban y salían del castillo. Tal vez se estaba preparando un intento de salvar la vida de Katsuie, o quizá los generales eran enviados que acudían a pedir la capitulación. Tales rumores se extendían, pero la atmósfera en el interior del castillo no parecía corroborar esas teorías. La ciudadela principal, que desde el comienzo de la noche había estado envuelta en una oscuridad total, se iluminó alegremente con las luces de múltiples faroles. También se iluminaron el recinto norte y la ciudadela occidental. Incluso a intervalos brillaban las lámparas en el torreón, donde vigilaban los soldados desesperados, en espera de la lucha. Las tropas atacantes se preguntaban que ocurría, pero el misterio no tardó en resolverse. Ahora podían oír el redoble de 196


los tambores junto con el sonido fluido de las flautas, y les llegaban las canciones populares con el acento de las provincias del norte. —Los habitantes del castillo saben que ésta es su última noche y probablemente están celebrando un banquete de despedida. Qué triste. Las tropas atacantes que estaban fuera del castillo simpatizaban con sus moradores. Tanto éstos como los que estaban fuera habían sido soldados bajo el mando de los Oda, y no había uno solo de ellos que no conociera el pasado de Katsuie. Tan sólo por ese motivo la situación era profundamente emotiva. Un último banquete tenía lugar en el castillo de Kitanosho. Asistían más de ochenta personas, es decir, todo el clan y sus servidores de alto rango. La esposa de Katsuie y sus hijas se sentaban bajo las brillantes lámparas en medio del grupo mientras el ejército enemigo esperaba en el exterior, a corta distancia. —¡Ni siquiera nos reunimos así para celebrar el primer día del nuevo año! —comentó alguien, y toda la familia se echó a reír—. Al amanecer comenzará el primer día de nuestra vida en el otro mundo. Esta noche será nuestra víspera de Año Nuevo en este mundo. Los numerosos farolillos y la multitud de voces risueñas daban la impresión de que la fiesta no se diferenciaba de un banquete ordinario. Solamente la presencia de guerreros armados hacía que flotara una nube sombría en el salón. El maquillaje y el atuendo de Oichi y sus tres hijas prestaba un aire increíblemente fresco e incluso elegante a la reunión. La hermana más pequeña sólo tenía diez años, y cuando vieron a la niña que se divertía entre las bandejas de comida y la gente ruidosa, engullendo la comida y bromeando con sus hermanas mayores, incluso los viejos guerreros a quienes no impresionaba su propia muerte inminente tenían que mirar en otra dirección. Katsuie había bebido demasiado. Una y otra vez, cuando 197


ofrecía una taza a alguien, revelaba su soledad al expresar el deseo de que Genba estuviera allí. Cuando oyó que alguien expresaba disgusto por el fracaso de Genba, Katsuie protestó: —Dejad de culpar a Genba. Este desastre se debe únicamente a mis errores. Cuando os oigo culpar a Genba, me siento peor que si me atacaran. Se ocupaba personalmente de servir a todos y distribuyó el mejor sake del almacén entre los guerreros de servicio en las torres. Con el sake les transmitió este mensaje: «Despedios a vuestra satisfacción. Recitar poemas sería muy oportuno». Se oían canciones procedentes de las torres, y voces rientes llenaban la estancia. Los tambores tocaban delante de Katsuie y los abanicos plateados de los danzarines trazaban líneas elegantes en el aire. —Hace mucho tiempo, el señor Nobunaga se levantaba para bailar a la menor provocación e intentaba obligarme a hacer lo mismo, pero siempre me avergonzaba mi torpeza —recordó Katsuie—. ¡Qué penoso! Debería haber aprendido por lo menos una danza para esta noche. En el fondo de su corazón debía de haber añorado realmente a su antiguo señor. Y había algo más. Aunque un simple soldado con cara de mono le había llevado a aquella situación desesperada, era cierto que confiaba secretamente en que por lo menos su muerte sería gloriosa. Sólo tenía cincuenta y tres años. Como general, debería tener su futuro por delante, pero ahora su única esperanza era una muerte noble. El sake circulaba, los hombes consumían taza tras taza y en el transcurso de la noche se vaciaron numerosos barriles. Entonaban canciones con el acompañamiento de tambores y se sucedían las danzas con abanicos plateados, los gritos alegres y las voces rientes, pero nada de lo que hacían podía disipar por completo la atmósfera de pesar. De vez en cuando, un silencio glacial y el humo negro que vertían en la noche las lámparas de llama vacilante exponían en las caras de los ochenta hombres bebidos un color pálido 198


que no tenía nada que ver con el sake. Las lámparas mostraban que era medianoche, pero el banquete continuaba. Las hijas de Oichi se apoyaron en su regazo y empezaron a dormir. Al parecer, el banquete se había vuelto demasiado aburrido para ellas. En algún momento la hija más pequeña había utilizado el regazo materno como almohada y ahora dormía apaciblemente. Mientras Oichi acariciaba el cabello de su hija, se esforzaba por contener las lágrimas. La hija mediana también empezó a amodorrarse. Sólo la mayor, Chacha, parecía comprender lo que pensaba su madre. Sabía cuál era el motivo del banquete nocturno y, no obstante, se las arreglaba para parecer serena. Las niñas eran hermosas y las tres se parecían a su madre, pero Chacha estaba especialmente dotada con el porte aristocrático propio de los Oda. La combinación de su juventud y su belleza natural sólo podía entristecer al espectador. —Es tan inocente —dijo Katsuie de repente, mirando el rostro dormido de la niña más pequeña. Entonces habló con la señora Oichi sobre el destino de las niñas—. Tu categoría es la de hermana del señor Nobunaga y todavía no ha transcurrido un año desde que te convertiste en mi esposa. Sería mejor que cogieras a las niñas y salieras del castillo antes del amanecer. Haré que Tominaga os acompañe al campamento de Hideyoshi. - Oichi le respondió con lágrimas en los ojos. —¡No! —exclamó en voz trémula—. Cuando una mujer entra a formar parte de la familia de un guerrero, está resuelta a aceptar su propio karma. Decirme que abandone ahora el castillo es demasiado frío, y es impensable que vaya a implorar al campamento de Hideyoshi, pidiéndole que me perdone la vida. Miraba a Katsuie, sacudiendo la cabeza detrás de la manga alzada, pero él lo intentó de nuevo. —No, no. Es un placer pensar que me eres tan fiel cuando nuestra relación es aún tan reciente, pero las tres niñas son hijas del señor Asai. Más aun, Hideyoshi no será cruel con la 199


hermana del señor Nobunaga y sus hijas. Así pues, debes marcharte, y hacerlo en seguida. Ve a prepararte. Katsuie llamó a uno de sus servidores y le dio instrucciones. Pero Oichi sacudía la cabeza y se negaba a moverse. —Pero aunque estéis tan decidida —le dijo finalmente el servidor—, ¿pueden abandonar el castillo estas niñas inocentes por lo menos, como desea mi señor? Oichi pareció estar de acuerdo. Despertó a la menor, que dormía en su regazo, y dijo a las tres que iban a enviarlas fuera del castillo. Chacha se aferró a su madre. —No quiero ir, no quiero ir. ¡Quiero quedarme contigo, madre! Katsuie le habló y su madre intentó persuadirla, pero no podían detener sus lágrimas de desesperación. Finalmente se la llevaron y la obligaron a salir del castillo contra su voluntad. Los sollozos de las tres niñas eran audibles mientras se alejaban. Ya estaba cerca la cuarta guardia de la noche y la triste fiesta había terminado. Los guerreros se apresuraron a atarse de nuevo las correas de cuero de sus armaduras, empuñaron sus armas y empezaron a dispersarse hacia sus puestos finales, aquellos que serían los lugares de su muerte. Katsuie, su esposa y los demás miembros del clan pasaron juntos al interior de la ciudadela principal. Oichi pidió que le trajeran un pequeño escritorio y empezó a moler la tinta para escribir su poema de muerte. Katsuie también dejó un poema. Mientras que la noche era la misma en todas partes, no era igual para todo el mundo. El alba era totalmente distinta para los vencedores y los vencidos. —Aseguraos de que hemos tomado las murallas circundantes cuando el cielo se vuelva blanco —ordenó Hideyoshi, y entonces esperó pacientemente a que amaneciera. La ciudad también estaba relativamente en calma. Dos o tres lugares eran pasto de las llamas, incendios que no se debían a los soldados de Hideyoshi, sino que con toda probabili200


dad habían sido causados accidentalmente por los confusos habitantes del pueblo, y, puesto que servían como hogueras que iluminarían los ataques por sorpresa de los soldados del castillo, se les dejó arder toda la noche. Varios generales habían entrado y salido del aposento de Hideyoshi desde el crepúsculo hasta medianoche, y por ello se comentaba que, o bien estaban preparando un movimiento para salvar la vida de Kaísuie, o bien el castillo no tardaría en capitular. Sin embargo, incluso después de medianoche, no se produjo cambio alguno en la estrategia original de la batalla. La rápida actividad en todos los campamentos significaba que el amanecer estaba próximo y pronto sonaría la caracola. Los redobles de tambor empezaron a hendir la niebla y reverberaron con estrépito en todo el campamento. El asalto dio comienzo precisamente a la hora del tigre, tal como se había planeado, con una andanada disparada por las tropas que estaban frente al castillo. La reverberación de los estampidos en la niebla producía una sensación de misterio, pero de repente cesaron tanto los disparos como los gritos de guerra de la vanguardia. En aquel momento, un jinete solitario se abrió paso entre la niebla, fustigando a su caballo desde la posición de Kyutaro hacia el escabel de campaña de Hideyoshi. Detrás de él corría un solo samurai enemigo y tres muchachas. —¡No disparéis! ¡Detened el ataque! —gritaba el jinete. Las fugitivas eran, por supuesto, las sobrinas de Nobunaga. Los soldados, que ignoraban quiénes eran, contemplaron las seis anchas y elegantes mangas que se deslizaban entre la niebla. La hermana mayor sujetaba la mano de la mediana y ésta, a su vez, cogía la de la pequeña. Avanzaban de puntillas por el camino pedregoso. Se consideraba como la etiqueta apropiada de los fugitivos que se protegieran muy poco los pies, y las princesitas no eran ninguna excepción y caminaban sin más que unos gruesos calcetines de seda. La más pequeña se detuvo y dijo que quería regresar al cas201


tillo. El samurai que las había acompañado desde el castillo la tranquilizó cargándosela a la espalda. —¿Adonde vamos? —preguntó la chiquilla, estremecida. —Vamos a reunimos con un hombre simpático —respondió Shintoku. —¡No! ¡No quiero ir! —gritó ella. Sus hermanas mayores hicieron lo posible por tranquilizarla. —Nuestra madre vendrá más tarde. ¿No es cierto, Shintoku? —Sí, claro que sí. Charlando de esta guisa, por fin llegaron al pinar donde Hideyoshi había instalado su campamento. Hideyoshi salió del cercado con cortinas y se quedó bajo un pino, viéndolas acercarse. Entonces fue a su encuentro. —Todas tienen el parecido familiar —dijo cuando estuvo cerca. ¿Evocaba la figura de Nobunaga o la de Oichi? Fuera cual fuese, estaba del todd'encantado y sólo podía musitar que eran buenas niñas. Una elegante borla colgaba de la manga color ciruela de Chacha. Una faja roja resaltaba contra la manga de la hermana mediana, bordada con un audaz diseño. La niña más pequeña iba vestida con no menos elegancia que sus hermanas. Cada una tenía una pequeña bolsa perfumada con palo de áloe y una campanilla dorada. —¿Qué edad tenéis? —les preguntó Hideyoshi. Ninguna de las tres le respondió, y sus labios se volvieron tan blancos que parecía como si estuvieran a punto de echarse a llorar. Hideyoshi, tras reírse un poco, se dirigió a ellas sonriendo. —No tenéis nada que temer, mis pequeñas princesas. A partir de ahora podéis jugar conmigo. Al decir esto último se señaló la nariz. La hermana mediana se rió un poco, quizá porque era la única a quien Hideyoshi le recordaba un mono. Pero de repente los disparos y los gritos de guerra estremecieron la zona incluso con más fuerza que antes y abarcaron 202


todo el perímetro del castillo. Había empezado a salir el sol. Las princesitas vieron el humo que se alzaba de las murallas del castillo y empezaron a gritar y llorar llenas de confusión. Los dos fosos a lo largo de los muros exteriores, que recibían las aguas del río Kuzuryu, no permitían a las tropas atacantes una fácil aproximación. Sin embargo, cuando por fin pudieron cruzar el foso exterior, los soldados del castillo habían prendido fuego al puente en el portal principal. Las llamas saltaron a la torre por encima del portal y se extendieron a la zona de los cuarteles. La resistencia de los defensores era más denodada de lo que habían previsto los atacantes. A mediodía cayó la parte externa del castillo. Los atacantes fluían a la ciudadela principal desde todos los portales. Katsuie y sus vasallos de alto rango habían ido al torreón, donde resistirían hasta el final. El imponente torreón era un edificio de nueve plantas con puertas de hierro y columnas de piedra. Al cabo de dos horas de lucha en el torreón, los soldados atacantes habían sufrido muchas más bajas que durante toda la mañana. El patio y la torre eran un mar de llamas. Hideyoshi ordenó una retirada temporal. Tal vez porque veía que su avance era escaso, retiró a todos los cuerpos de ejército. Durante ese tiempo seleccionó a varios centenares de valientes guerreros. Ninguno llevaría armas de fuego, sino sólo espadas y lanzas. —¡Ahora vamos a conseguirlo! ¡Abrios camino en la torre! El cuerpo de lanceros especialmente seleccionado envolvió de inmediato la torre como un enjambre de avispas y pronto lograron penetrar. Humo negro como el azabache surgió de la tercera planta, luego de la cuarta y a continuación de la quinta. —¡Bien! —exclamó Hideyoshi cuando un enorme paraguas de llamas brotó de los aleros multifacetados de la torre. Ese instante señaló el final de Katsuie. Éste y los ochenta miembros de su casa resistieron a los atacantes en las plantas 203


tercera y cuarta del torreón y lucharon hasta el mismo final, resbalando en la sangre derramada. Pero entonces le llamaron tres miembros de su familia. —¡Preparaos en seguida, mi señor! Katsuie subió corriendo a la quinta planta, donde se reunió con la señora Oichi. Tras ser testigo de la muerte de ésta, Shibata Katsuie puso fin a su vida abriéndose el abdomen. Era la hora del mono, El torreón ardió durante toda la noche. Los magníficos edificios que se habían alzado en las orillas del río Kuzuryu desde los tiempos de Nobunaga ardieron como una pira fúnebre de innumerable sueños pasados y un millar de almas. Sin embargo, no se encontraron entre las cenizas restos que pudieran atribuirse a Katsuie. Dijeron que había colocado hierba seca en el torreón con un cuidado minucioso, de modo que su cuerpo ardiera completamente, y por esa razón no fue posible ofrecer la cabeza de Katsuie como prueba de su muerte. Durante cierto tiempo algunos sostuvieron que Katsuie había escapado, pero Hideyoshi reaccionó con una indiferencia casi completa a tales rumores. Al día siguiente ya se había puesto camino de Kaga. El castillo de Oyama en Kaga había sido hasta el día anterior el cuartel general de Sakuma Genba. Cuando llegó la noticia de la caída de Kitanosho, los habitantes de la zona comprendieron el cariz que habían tomado las cosas y se rindieron a Hideyoshi. Éste entró en el castillo de Oyama sin lucha. Pero cuantas más batallas ganaban sus ejércitos, tanto más les advertía él sobre la gravedad de la situación y les prevenía contra la relajación de la disciplina militar. Su propósito era el de intimidar de una vez por todas a los excelentes guerreros de Shibata y sus aliados. Sassa Narimasa, perteneciente al castillo de Toyama, era uno de esos guerreros. Era un firme defensor de los Shibata y despreciaba por completo a Hideyoshi. Desde el punto de vista del linaje, Sassa estaba muy por encima de Hideyoshi. Durante 204


la campaña del norte, había sido el segundo en el mando después de Katsuie, y en la campaña contra Hideyoshi su señor le pidió que no interviniera, no sólo con el fin de contener al clan Uesugi, sino también para ocuparse de los asuntos internos en el norte. «Sassa está aquí.» Ésa era la postura que adoptaba al mirar furibunda desde el castillo, firme en su custodia de las provincias del norte. Aun cuando Katsuie ya hubiera perecido y Kitanosho caído, existía una posibilidad de que, dada su ferocidad natural y el manifiesto desagrado que sentía por Hideyoshi, Sassa hiciera un esfuerzo desesperado para sustituir a Katsuie y prolongar la guerra por todos los medios posibles. Y ciertamente pensaba hacer tal cosa, combinando sus tropas frescas con las restantes de Shibata. Hideyoshi no se le enfrentó expresamente. El mismo volumen de su ejército era una demostración de su poder, y decidió dejar que la presencia de sus soldados persuadiera a Sassa de que debía reconsiderar su posición. Entretanto abordó al clan Uesugi con una invitación para formar una alianza. Uesugi Kagekatsu envió a un servidor para que felicitara a Hideyoshi por su victoria y respondiera afirmativamente a su oferta. Habida cuenta de la relación en apariencia amistosa entre Hideyoshi y el clan Uesugi, a Sassa Narimasa le resultaba imposible planear una batalla de resistencia. Así pues, disimuló sus intenciones y finalmente declaró su sumisión a Hideyoshi. Entonces casó a su hija con el segundo hijo de Inuchiyo, Toshimasa, y se instaló aliviado en su propia provincia. De esta manera la zona al norte de Kitanosho quedó pacificada sin que apenas hubiera sido necesario luchar. Tras haber asegurado el norte, el ejército victorioso de Hideyoshi regresó al castillo de Nagahama el día del Festival de los Muchachos, el cinco del quinto mes. En Nagahama Hideyoshi escuchó los informes de la situación en Gifu. Después de Kitanosho, el castillo de Gifu era el principal origen de los ataques contra Hideyoshi, pero tras la gran derrota de los Shibata el espíritu marcial de Nobutaka y 205


sus soldados se había achicado notablemente. Para empeorar las cosas, el castillo de Nagahama cobijaba a muchos servidores de Gifu que habían abandonado a Nobutaka para pasarse al bando de Hideyoshi. Al final la situación había llegado a ser tan extrema que sólo veintisiete hombres permanecían con Nobutaka. Debido a que Nobutaka había confiado especialmente en los Shibata, para él su destrucción era afín a cortar las raíces de una planta. Todos sus hombres, excepto sus favoritos, le abandonaron. Nobuo reunió a sus fuerzas y rodeó el castillo de Nobutaka. Envió un mensaje diciendo que su hermano debería ir a Owari. Nobutaka abandonó el castillo de Gifu, abordó un barco y desembarcó en Utsumi, localidad de Owari. Uno de los ayudantes de Nobuo se presentó ante Nobutaka con la orden de que se hiciera el seppuku, y, pensando que había llegado su hora, escribió serenamente sus últimas palabras y se quitó la vida. Así fue su propio hermano el causante de la muerte de Nobutaka, pero el hombre que estaba detrás de su muerte era Hideyoshi. Ni que decir tiene, Hideyoshi era reacio a atacar con su propio ejército a Nobutaka, tan íntimamente relacionado con Nobunaga, y por eso recurrió a Nobuo. En cualquier caso, no podemos dudar de la mediocridad de Nobuo y Nobutaka. Si se hubieran entendido como hermanos, o si cualquiera de ellos se hubiera distinguido por su valentía y hubiese sido capaz de percibir la corriente de los tiempos, no habrían experimentado al final semejante derrumbe. Comparado con Nobuo, que mostraba una estupidez bonachona, Nobutaka era un poco más valeroso. Pero en el fondo no era mucho más que un farolero incompetente. Aquel séptimo día Hideyoshi partió hacia Azuchi, y el día once se detuvo en el castillo de Sakamoto. Takigawa Kazumasu también se rindió en Ise. Hideyoshi le concedió una provincia en Omi que rentaba cinco mil fanegas. No osó interrogar a Kazumasu acerca de sus pasados delitos.

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Los pecados del padre

Tan sólo en un año Hideyoshi había llegado con tal rapidez a una posición tan elevada que incluso él estaba sorprendido. Había derrotado a los Akechi y los Shibata, Takigawa y Sassa se arrodillaban ante él, gozaba de la confianza de Niwa e Inuchiyo había demostrado que era leal a su antigua amistad. Ahora Hideyoshi controlaba casi todas las provincias que Nobunaga había conquistado. Incluso su relación con provincias situadas fuera de la esfera de influencia de Nobunaga había sufrido un cambio completo. Los Mori, que durante dos años se resistieron obstinadamente a los planes de hegemonía de Nobunaga, habían firmado un tratado de alianza y enviado rehenes. Sin embargo, había un hombre que seguía siendo una incógnita: Tokugawa Ieyasu. No se producía ninguna comunicación entre ellos desde hacía algún tiempo. Permanecían en silencio, como malos jugadores de ajedrez cada uno de los cuales esperase que su adversario hiciera una buena jugada. Finalmente una iniciativa diplomática de Ieyasu rompió el silencio, poco después del regreso de Hideyoshi a Kyoto el día veintiuno del quinto mes. El general más veterano de Ieyasu, 207


Ishikawa Kazumasa, visitó a Hideyoshi en el castillo de Takaradera. —He venido para transmitiros las felicitaciones del señor Ieyasu. Vuestra gran victoria ha traído la paz a la nación. Con este anuncio solemne, Kazumasa ofreció a Hideyoshi un valioso recipiente antiguo de té llamado hatsuhana. Hideyoshi se había convertido en un incondicional de la ceremonia del té, y le encantó recibir el precioso regalo, pero también era evidente que le satisfacía incluso más haber recibido semejante muestra de cortesía de Ieyasu. Kazumasa tenía la intención de regresar a Hamamatsu aquel mismo día, pero Hideyoshi le retuvo. —No tenéis que apresuraros —le dijo—. Quedaos dos o tres días. Le diré al señor Ieyasu que he insistido, en especial porque mañana tenemos una pequeña celebración familiar. Lo que Hideyoshi llamaba «una pequeña celebración familiar» era el banquete para celebrar su investidura con un nuevo título cortesano, que era el sello de la aprobación imperial de su política doméstica y sus éxitos militares. También anunciaría la construcción de un nuevo y gran castillo en Osaka. El banquete duró tres días. Una columna de invitados que parecía interminable se encaminó al castillo, y las estrechas calles del pueblo estaban atascadas por los carruajes de los cortesanos, sus sirvientes y caballos. Kazumasa se vio obligado a admitir que el manto de Nobunaga había llegado a descansar en los hombros de Hideyoshi. Hasta aquel día había creído firmemente que sería su señor, Ieyasu, quien sucedería a Nobunaga, pero el tiempo que pasó en compañía de Hideyoshi le hizo cambiar de idea. Cuando comparaba las provincias de Hideyoshi e Ieyasu y reflexionaba en las diferencias entre sus tropas, llegaba a la triste conclusión de que el dominio de los Tokugawa era todavía un pequeño puesto de avanzada provincial en el este de Japón. Al cabo de unos días, Kazumasa anunció su intención de marcharse, y Hideyoshi le acompañó hasta Kyoto. Cuando cabalgaban, Hideyoshi se volvió en la silla de montar y miró 208


atrás. Hizo una seña a Kazuraasa, que cabalgaba a cierta distancia detrás de él, para que se acercara. Como vasallo de otro clan, Kazumasa había sido recibido con la cortesía debida a un invitado, pero cabalgaba con toda naturalidad detrás de Hideyoshi. —Hemos decidido viajar juntos, y eso no significa que debamos cabalgar por separado —le dijo cordialmente Hideyoshi—. El camino de Kyoto es especialmente aburrido, así que hablemos mientras cabalgamos. Kazumasa titubeó un momento, pero al final se colocó al lado de Hideyoshi. —Las idas y venidas de Kyoto son un inconveniente —siguió diciendo Hideyoshi—. Así pues, este mismo año voy a trasladarme a Osaka, que está cerca de la capital. Entonces le describió sus planes para construir un castillo. —Habéis elegido un buen lugar en Osaka —observó Kazumasa—. Dicen que el señor Nobunaga puso sus miras en Osaka durante varios años. —Sí, pero los monjes guerreros del Honganji estaban atrincherados allí en su templo-fortaleza, por lo que se vio obligado a instalarse en Azuchi. No tardaron mucho en llegar a la ciudad de Kyoto, pero cuando Kazumasa estaba a punto de despedirse, Hideyoshi le detuvo de nuevo. —No es aconsejable tomar la ruta terrestre con este calor —le dijo—. Harías mejor en cruzar el lago en barco desde Otsu. Almorcemos con Maeda Geni mientras preparan la embarcación. Se refería al hombre que había sido nombrado recientemente gobernador de Kyoto. Sin dar a Kazumasa ocasión de negarse, Hideyoshi le condujo a la mansión del gobernador. El patio había sido barrido, como si hubieran esperado al visitante, y la recepción que Geni dio a Kazumasa fue cortés en extremo. Hideyoshi instaba continuamente a Kazumasa a que se re209


lajara, y durante el almuerzo no hablaron más que del castillo que iba a construir. Geni fue en busca de una gran hoja de papel y la extendió en el suelo. Estaban mostrando el plano para la construcción de un castillo a un enviado de otra provincia, y tanto el hombre que lo mostraba como el que lo examinaba parecían aprensivos de los motivos que tendría Hideyoshi para hacer gala de semejante franqueza. La única explicación aparente era que Hideyoshi se había olvidado de que Kazumasa era vasallo del clan Tokugawa, así como de cuál era su propia relación con aquel clan. —Tengo entendido que sois todo un experto en castillos —le dijo Hideyoshi a Kazumasa—, de modo que si tenéis alguna sugerencia os ruego que me la hagáis sin dudarlo. Tal como Hideyoshi había dicho, Kazumasa era un hombre muy versado en la construcción de castillos. Normalmente unos planos como aquéllos se mantendrían en secreto, pues no eran algo que se mostrara a un vasallo de una provincia rival, pero Kazumasa dejó de lado sus dudas sobre las intenciones de Hideyoshi y examinó los planos. No se le ocultaba a Kazumasa que era poco probable que Hideyoshi hiciera algo de tamaño discreto, pero la escala del proyecto le impuso respeto. Cuando Osaka era la sede de los monjes guerreros del Honganji, su fortaleza había ocupado una extensión de mil varas cuadradas. En el plano de Hideyoshi, ésos serían los cimientos de la ciudadela principal. Se había tomado en consideración la topografía de la zona, ríos, montañas y costa marítima, se habían sopesado sus ventajas y desventajas y estudiado a fondo las dificultades relativas del ataque, la defensa y otros problemas logísticos. La ciudadela principal, así como la segunda y la tercera, estaban rodeadas por muros de tierra. El perímetro de los muros exteriores abarcaba más de seis leguas. El edificio más elevado dentro de los muros era un torreón de cinco pisos, al que podía dotarse de aberturas desde donde disparar flechas. Las tejas del tejado serían de hoja de oro. El asombrado Kazumasa sólo podía maravillarse en silen210


ció de lo que tenía ante sí. Pero lo que estaba mirando no era más que una parte del proyecto. El foso que rodeaba al castillo tomaba sus aguas del río Yodo. Como la próspera ciudad mercantil de Sakai estaba muy cerca, Osaka conectaba con numerosas rutas mercantiles hacia China, Corea y el sudeste asiático. Las cercanas cadenas montañosas de Yamato y Kawachi formaban una muralla natural defensiva. Las carreteras de Sanin y Sanyo conectaban Osaka con las rutas marítimas y terrestres de Shikoku y Kyushu y la convertían en el portal de acceso a todas las regiones distantes. Como sede del castillo más importante del país y lugar desde donde gobernar a la nación, Osaka era muy superior al Azuchi de Nobunaga. Kazumasa no detectó ninguna carencia en el proyecto. —¿Qué os parece? —preguntó Hideyoshi. —Absolutamente perfecto —replicó Kazumasa—. Es un plan en gran escala. Honestamente, no podía decir otra cosa. —¿Creéis que será suficiente? —El día que esté terminado, será la ciudad fortificada más grande de todo el país —dijo Kazumasa. —Eso es lo que propongo. —¿Cuándo pensáis terminarlo? —Quisiera mudarme antes de que finalice este año. Kazumasa parpadeó, incrédulo. —¡Cómo! ¿A fines de año? —Bueno, más o menos. —Un proyecto de construcción de esta envergadura podría requerir diez años. —Dentro de diez años el mundo habrá cambiado y yo seré un viejo —replicó Hideyoshi, riendo—. He ordenado a los supervisores que completen el interior del castillo, incluida la decoración, en tres años. —Me temo que no les será fácil a los artesanos y peones trabajar a ese ritmo. Y las cantidades de piedra y madera que necesitaréis serán inmensas. —Voy a traer madera de veintiocho provincias. 211


—¿Cuántos peones necesitaréis? —De eso no estoy seguro. Supongo que harán falta más de cien mil. Según mis oficiales, serán necesarios unos sesenta mil hombres que trabajarán a diario durante tres meses sólo para excavar los fosos interior y exterior. Kazumasa guardó silencio. Le deprimía reflexionar en la gran diferencia entre aquel proyecto y los castillos de Okazaki y Hamamatsu en su propia provincia. Pero ¿sería Hideyoshi realmente capaz de traer las enormes piedras que necesitaba a Osaka, una región que carecía por completo de canteras? ¿Y dónde, en aquellos tiempos difíciles, creía que iba a encontrar las sumas enormes para costear el proyecto? Se preguntó si los grandes planes de Hideyoshi no eran en realidad más que jactancia. En aquel momento algo importante pareció ocurrírsele a Hideyoshi, pues llamó a su secretario y empezó a dictarle una carta. Olvidándose por completo de que Kazumasa estaba allí, examinó lo escrito, asintió y empezó a dictar otra carta. Aun cuando Kazumasa no hubiera querido escuchar lo que decía, Hideyoshi estaba delante de él y no podía evitar oír sus palabras. Parecía dictar una carta en extremo importante para el clan Mori. Una vez más Kazumasa se sintió azorado y apenas sabía qué hacer. —Vuestros asuntos oficiales parecen ser bastante urgentes —le dijo—. ¿Me retiro? —No, no, eso no será necesario. En seguida termino. Hideyoshi siguió dictando. Había recibido una carta de un miembro del clan Mori felicitándole por su victoria contra los Shibata. Ahora, con el pretexto de informar sobre la batalla de Yanagase, exigía que su corresponsal definiera su propia actitud con respecto al futuro de su clan. Era una carta personal, y de extrema importancia. Kazumasa se sentaba a su lado, contemplando en silencio los bosquecillos de bambú, mientras Hideyoshi dictaba: —Si hubiera dado a Katsuie un momento de descanso, ha212


bría necesitado mucho más tiempo para derrotarle. Pero el destino de Japón estaba en la balanza, por lo que tuve que resignarme a la pérdida de mis hombres. Ataqué el castillo principal de Katsuie en la segunda mitad de la hora del tigre, y a la hora del caballo tomé la ciudadela. Cuando dictó las palabras «el destino de Japón» le brillaban los ojos como lo habían hecho cuando cayó el castillo. Entonces la carta tomó un giro que llamaría fuertemente la atención del clan Mori sobre las palabras de Hideyoshi: «Sería infructuoso que movilizáramos nuestras tropas, pero si es necesario visitaré personalmente vuestra provincia para determinar la cuestión de las fronteras. Así pues, es importante que seáis discretos y decidáis no provocarme». Sin darse cuenta, Kazumasa miró a Hideyoshi y se maravilló de la audacia de aquel hombre. Allí estaba Hideyoshi, dictando unas palabras muy francas, casi como si estuviera sentado con las piernas cruzadas ante su corresponsal y charlando amistosamente con él. ¿Era arrogante o tan sólo ingenuo? —Pero los Hojo en el este y los Uesugi en el norte me han confiado asuntos para que los resuelva. Si también vosotros estáis dispuestos a dejarme actuar libremente, el gobierno de Japón será mejor de lo que ha sido desde los tiempos antiguos. Pensad a fondo en ello, dedicándole vuestra atención personal. Si tenéis alguna objeción, os ruego que me la hagáis saber antes del séptimo mes. Es esencial que transmitáis todo esto en detalle al señor Mori Terumoto. Kazumasa contemplaba los bambúes agitados por la brisa, pero estaba absolutamente fascinado por las palabras de Hideyoshi. Su corazón se estremecía como las hojas de bambú sacudidas por el viento. Parecía que, para aquel hombre, incluso la tarea titánica de construir el castillo de Osaka era algo que hacía en su tiempo libre. Y declaraba, incluso al clan Mori, que si tenían objeciones deberían informarle antes del séptimo mes..., antes de que partiera de nuevo a la guerra. Lo que sentía Kazumasa rebasaba la admiración. Estaba exhausto. 213


En aquel momento, un ayudante anunció que la embarcación de Kazumasa estaba preparada para hacerse a la vela. Hideyoshi se quitó una de las espadas que llevaba al cinto y la ofreció a Kazumasa. —Puede que sea un poco vieja, pero dicen que la hoja es buena. Por favor, aceptadla como una pequeña muestra de mi aprecio. Kazumasa la tomó y se la llevó con gesto reverencial a la frente. Cuando salieron, la guardia personal de Hideyoshi aguardaba para escoltar a Kazumasa al puerto de Otsu. Una montaña de problemas aguardaba a Hideyoshi tanto dentro como fuera de Kyoto. Después de la batalla de Yanagase, la lucha había terminado, pero incluso aunque Takigawa se había sometido, algunos rebeldes se negaban obstinadamente a rendirse. Los restos del ejército de Ise se habían hecho fuertes en Nagashima y Kobe, y Oda Nobuo había recibido el encargo de limpiar las últimas bolsas de resistencia. Cuando supo que Hideyoshi había regresado de Echizen, Nobuo abandonó el frente, se encaminó a Kyoto y se entrevistó con Hideyoshi aquel mismo día. —Cuando Ise se someta, podéis ocupar el castillo de Nagahima —le dijo Hideyoshi. Aquel príncipe tan mediocre salió de Kyoto en dirección a Ise muy animado. Era el momento del día en que se encendían las lámparas. Los cortesanos visitantes, así como todos los demás invitados, se habían ido. Hideyoshi se bañó y poco después, cuando se había reunido para cenar con Hidekatsu y Maeda Geni, un ayudante le informó de que Hikoemon acababa de llegar. El viento agitaba los postigos de rota y las fuertes risas de mujeres jóvenes se propagaban por el aire. Hikoemon no entró de inmediato, sino que primero se enjuagó la boca y alisó el cabello. Acababa de llegar de Uji y estaba cubierto de polvo. 214


Su misión había sido la de entrevistarse con Sakuma Genba, que estaba prisionero en Uji. Había parecido una misión fácil, pero en realidad era bastante difícil, como Hideyoshi sabía muy bien. Había tenido un motivo para elegir a Hikoemon. Genba había sido capturado, pero no le habían ejecutado, y estaba encarcelado en Uji. Hideyoshi había ordenado que no le trataran rudamente ni le humillaran. Sabía que Genba era un hombre de valor sin par y que, si lo liberaban, se convertiría en un tigre furioso. Por ello le tenían constantemente bajo una estricta vigilancia. Aun cuando Genba fuese un general enemigo cautivo, Hideyoshi se compadecía de él. Apreciaba el talento natural del joven, como le sucediera a Katsuie, y creía que sería lamentable condenarle a muerte. Así pues, poco después de que regresara a Kyoto, Hideyoshi envió un mensajero para que le expresara sus sentimientos e intentara razonar con Genba. —Ahora Katsuie ya no está —empezó a decirle el mensajero—, y en lo sucesivo debéis pensar que Hideyoshi ocupa su lugar. Si así lo hacéis, seréis libre para regresar a vuestra provincia natal y vuestro castillo. Genba se echó a reír. —Katsuie era Katsuie. Es imposible que Hideyoshi le sustituya. Katsuie ya se ha suicidado, y yo no pienso seguir en este mundo. Jamás serviré a Hideyoshi, aunque me diera el dominio de toda la nación. Hikoemon fue el segundo mensajero. Había emprendido su misión sabiendo que sería difícil, y, en efecto, no había logrado que Genba cambiara de idea. —¿Qué tal ha ido? —le preguntó Hideyoshi. Estaba sentado, envuelto en el humo denso contra los mosquitos que se alzaba de un incensario de plata. —No estaba interesado —replicó Hikoemon—. Sólo me imploró que le cortara la cabeza. —Si tal ha sido su única respuesta, no sería compasivo seguir insistiendo. 215


Hideyoshi pareció abandonar la idea de persuadir a Genba, y los surcos de su rostro desaparecieron de repente. —Sé lo que estabais esperando, mi señor, pero me temo que no he sido un mensajero muy competente. —No es necesario que te disculpes —le consoló Hideyoshi—. Aunque Genba sea un prisionero, no se inclinará ante mí para salvar su vida. Su sentido del honor es sobresaliente. Lamento perder a un hombre con esa clase de fortaleza y determinación. Si le hubieras persuadido y hubiera venido para cambiar de lealtad, es posible que tan sólo eso me hubiera hecho perder mi respeto por él. —Entonces añadió—: Eres un samurai y lo sabes bien en el fondo de tu corazón. Así pues, es comprensible que no hayas podido hacerle cambiar de idea. —Perdonadme. —Siento haberte causado esta molestia. Pero ¿no dijo Genba nada más? —Le pregunté por qué no había preferido morir en el campo de batalla, en vez de huir a las montañas y ser capturado por unos campesinos. También le pregunté por qué permanece en cautividad, esperando ser decapitado, en vez de suicidarse. —¿Y qué te respondió? —Me preguntó si creía que el seppuku o morir en combate son los actos de valor más grandes de un samurai, y entonces me dijo que él tenía una opinión diferente: creía que un guerrero debe hacer cuanto pueda por sobrevivir. —¿Y qué más? —'Cuando huyó de la batalla en Yanagase, no sabía si Katsuie estaba vivo o muerto, por lo que trataba de regresar a Kitanosho para participar en la planificación de un contraataque. Sin embargo, por el camino el dolor de sus heridas se hizo insoportable y se detuvo en una granja para pedir moxa. —Es triste..., muy triste. —También dijo con mucha calma que había soportado la vergüenza de ser capturado vivo y encarcelado, de modo que si los guardianes se descuidaban, podría haber escapado, acecharos y quitaros la vida. De esa manera habría mitigado la cólera 216


de Katsuie y pedirle perdón por el error que cometió al penetrar en las líneas enemigas en Shizugatake. —Ah, qué vergüenza... —Lágrimas de compasión afloraron a los ojos de Hideyoshi—. Haber utilizado mal a un hombre, enviándole a la muerte..., ése fue el error de Katsuie. Bien, aceptaremos sus deseos y le permitiremos morir con dignidad. Ocúpate de ello, Hikoemon. —Comprendo, mi señor. ¿Mañana, entonces? —Cuanto antes mejor. —¿Y el lugar? -Uji. —¿Habrá que exhibirlo primero? Hideyoshi reflexionó un momento. —Supongo que tal sería el deseo de Genba. Ejecutadlo en un campo de Uji tras haberle exhibido por la capital. Al día siguiente Hideyoshi dio dos kimonos de seda a Hikoemon, poco antes de que éste partiera hacia Uji. —Supongo que las ropas de Genba estarán sucias. Dale estas ropas como prendas para la muerte. Aquel día Hikoemon cabalgó de nuevo a Uji para entrevistarse con Genba, quien estaba ahora en confinamiento solitario. —El señor Hideyoshi ha ordenado que seáis paseado por Kyoto y luego decapitado en un campo de Uji, tal como habéis deseado —le dijo. Genba no pareció afligido en modo alguno. —Se lo agradezco —replicó cortésmente. —El señor Hideyoshi también os proporciona estas ropas. Genba miró los kimonos y dijo: —Agradezco sinceramente la amabilidad del señor Hideyoshi, pero no creo que el blasón y el corte me convengan. Devolvédselos, por favor. —¿No os convienen? —Éstas son prendas que se pondría un soldado de a pie. Para mí, el sobrino del señor Katsuie, que la gente de la capital me viera vestido así sólo deshonraría a mi difunto tío. Las ropas que llevo puede que sean harapos, pero aunque estén to217


davía sucias del combate, preferiría que me exhibierais vestido con ellas. No obstante, si el señor Hideyoshi me permite llevar un nuevo kimono, quisiera algo un poco más adecuado. —Se lo pediré. ¿Cuál es vuestro deseo? —Una chaqueta roja de amplias mangas con un diseño atrevido. Debajo un kimono de seda roja con bordado de plata. —Genba no se mordía la lengua—. No es ningún secreto que me capturaron unos campesinos, los cuales me ataron y enviaron aquí. Sufro la vergüenza de haber sido capturado vivo. Mi propósito era el de cortarle la cabeza al señor Hideyoshi, para tampoco pude conseguir eso. Cuando me lleven al lugar de la ejecución, supongo que causaré cierta excitación en la capital. Lamento llevar un mísero atuendo de seda como éste, pero si he de llevar uno mejor, quiero que sea como las vistosas ropas que llevaba en el campo de batalla, con un estandarte a la espalda. Además, y como prueba de que no siento rencor porque me aten, quisiera que me ataran delante de todo el mundo cuando suba a la carreta. La franqueza de Genba era realmente uno de sus rasgos más simpáticos. Cuando Hikoemon contó cuáles eran los deseos de Genba a Hideyoshi, éste ordenó que le enviaran las prendas de inmediato. Llegó el día de la ejecución de Genba. El prisionero se bañó y ató la cabellera. Entonces se puso el kimono rojo y, encima, el manto de anchas mangas con un diseño de grandes trazos. Tendió las manos para que se las ataran y subió a la carreta. Aquel año había cumplido los treinta, y era un hombre tan apuesto que todo el mundo lamentaba su muerte. La carreta recorrió las calles de Kyoto y luego regresó a Uji, donde extendieron una piel de animal en el suelo. —Vos mismo podéis abriros el vientre —le ofreció a Genba el verdugo. Le tendieron una espada corta, pero Genba sólo se rió. —No es necesario que^ me hagáis concesiones. No le desataron las manos y fue decapitado.

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El sexto mes estaba próximo a su fin. —La construcción del castillo de Osaka debe de estar avanzada —dijo Hideyoshi—. Vamos a echar un vistazo. Cuando llegó, los hombres encargados del proyecto le explicaron lo que habían hecho hasta entonces. Estaban llenando la marisma en Naniwa, y ya habían excavado canales a lo largo y ancho de aquella extensión. En el lugar que ocuparía la ciudad fortificada empezaban a aparecer las tiendas improvisadas de los mercaderes. Mirando en la dirección del mar, en el puerto de Sakai y la desembocadura del río Yasuji, se veían centenares de barcos que transportaban piedras, y sus velas hinchadas casi se tocaban. Hideyoshi se detuvo en el lugar donde se construiría la ciudadela principal y, mirando hacia tierra, vio los millares de peones y artesanos de todos los oficios. Aquellos hombres trabajaban día y noche por turno, de modo que la construcción no cesara nunca. Habían reclutado peones de todos los clanes. Cuando un señor se mostraba negligente en el envío de la cuota asignada, era severamente castigado al margen de su categoría. Había una línea de mando de subcontratistas, capataces y subcapataces para cada oficio en cada puesto de trabajo. Los encargados tenían claramente definidas sus responsabilidades. Si alguien fallaba, era decapitado de inmediato. Los samurais de cada clan que servían como inspectores no aguardaban el castigo sino que cometían el seppuku sobre la marcha. Pero la mayor preocupación que Hideyoshi tenía ahora era Ieyasu. Durante toda su vida había pensado en secreto que el hombre más formidable de la época, aparte del señor Nobunaga, era Ieyasu. Y dada su ostentosa ascensión al poder, imaginaba que sería casi imposible evitar un enfrentamiento con él. Durante el octavo mes, ordenó a Tsuda Nobukatsu que llevara a Ieyasu el regalo de una famosa espada obra de Fudo Kuniyuki. —Dile al señor Ieyasu que me satisfizo enormemente la famosa e incomparable pieza de cerámica que me ofreció cuando le envié a Ishikawa Kazumasa. 219


Hacia comienzos de mes, Nobukatsu partió hacia Hamamatsu y regresó alrededor del día diez. —La hospitalidad del clan Tokugawa ha sido tal qjae casi me sentía incómodo —informó—. Me han colmado de atenciones. —¿Parecía el señor Ieyasu gozar de buena salud? —Sí, parecía estar perfectamente. —¿Y qué me dices de la disciplina de sus servidores? —Tenían una cualidad que no se ve en otros clanes... Daban la impresión de ser indomables. —Tengo entendido que emplea también a gran número de recién llegados. —Muchos de ellos parecen ser antiguos servidores de los Takeda. Durante esta conversación con Nobukatsu, Hideyoshi reparó de repente en el contraste entre su propia edad y la de Ieyasu. Ciertamente era mayor que este último. Ieyasu tenía cuarenta y un años y él cuarenta y seis..., una diferencia de cinco años. Pero Ieyasu, que era más joven, le hacía reflexionar mucho más de lo que le hiciera Shibata Katsuie, varios años mayor que él. No obstante, todo esto permanecía oculto en su corazón. Exteriormente no había la menor señal de que, poco después de las hostilidades con los Shibata, previese una batalla más. Y esto es tanto como decir que la relación entre los dos hombres parecía ser totalmente satisfactoria. El décimo mes Hideyoshi solicitó al emperador que concediera a Ieyasu un grado cortesano superior. El señor Samboshi, que vivía en Azuchi, sólo tenía cuatro años. Varios señores provinciales acudieron a felicitarle en el Año Nuevo, presentarle sus respetos y rogar por el mantenimiento de su salud. —Perdonadme, señor Shonyu... —Vaya, señor Gamo, qué casualidad. 220


Los dos hombres se habían encontrado imprevistamente ante el gran salón de la ciudadela principal. Uno de ellos era Ikeda Shonyu, el cual había sido trasladado desde Osaka al castillo de Ogaki a fin de hacer sitio para Hideyoshi. El otro era Gamo Ujisato. —Cada vez que os veo parecéis más saludable —comentó Gamo—. Eso es lo mejor que uno puede desear. —No creáis, mi salud corre pareja con los años, pero en fin, hemos estado ocupados. Llevo varias noches sin poder dormir, ni siquiera en Ogaki. —Tenéis la carga adicional de hallaros al frente de la construcción del castillo de Osaka, señor Shonyu. —Esa clase de trabajo es apropiada para hombres como Matsuda e Ishida, pero no para los militares como nosotros. —No estoy de acuerdo. El señor Hideyoshi no le encargaría a un hombre una tarea para la que no está capacitado. Podéis estar seguro de que tiene necesidad de vos en alguna parte entre los oficiales. —Me irrita de veras que veáis en mí esa clase de recurso —replicó Shonyu, riendo—. Por cierto, ¿qué tal vuestra salutación de Año Nuevo al joven señor? —Acabo de salir. —También yo me iba, por lo que es un buen momento, y hay un asunto particular del que me gustaría mucho hablaros. —A decir verdad, nada más veros supe que también hay un asunto sobre el que me gustaría consultaros. —Debemos de haber tenido los mismos pensamientos. ¿Dónde hablamos? Shonyu le indicó una pequeña habitación a un lado del gran corredor. Los dos hombres tomaron asiento en la habitación vacía. No había brasero, pero el sol de Año Nuevo que se filtraba a través de las puertas de papel correderas era cálido. —¿Habéis oído los rumores? —preguntó Shonyu. —Así es. Dicen que han matado al señor Nobuo, y parece ser verdad. 221


Shonyu frunció el ceño y suspiró. Parecía muy inquieto. —Estamos viendo ya los signos de que este año habrá alguna clase de disturbio, cuya importancia dependerá de quiénes sean los antagonistas, pero los recientes presagios son turbadores. Sois más joven que yo, señor Gamo, pero me parece que tenéis mejor juicio. ¿No se os ocurrirá una buena idea antes de que suceda algo lamentable? Gamo le respondió con otra pregunta. —¿De dónde pueden proceder esos rumores? —Eso no os lo puedo decir, pero donde hay humo hay fuego. —¿Creéis que hay algo que desconocemos? —No, en absoluto, pero el orden de los hechos es erróneo. Para empezar, el señor Nobuo fue al castillo de Takaradera para visitar al señor Hideyoshi el mes undécimo del año pasado. Dicen que el señor Hideyoshi en persona se hizo cargo de la recepción y dio las gracias al señor Nobuo por haber sojuzgado a Ise. Su hospitalidad fue tan grande que el señor Nobuo se quedó allí cuatro días. —¿Tanto? —Los servidores del señor Nobuo habían esperado que abandonara el castillo al día siguiente, pero al segundo día no había noticias de él, ni tampoco el tercero, ni siquiera el cuarto. En fin, parece ser que imaginaron lo peor e incluso los sirvientes que estaban en el exterior del castillo empezaron a farfullar una serie de suposiciones temerarias. —De modo que es eso —le interrumpió Gamo, riendo—. Cuando uno pone al descubierto las raíces de esas historias, resulta que en su mayor parte son invenciones, ¿no es cierto? Pero el aspecto de preocupación de Shonyu no desaparecía, y se apresuró a añadir: —Entonces hubo más comentarios públicos sobre el asunto y varios rumores competían entre ellos e iban y venían entre Ise, Nagashima, Osaka y la capital. Según el primero de esos rumores, el origen del falso informe de la muerte de Nobuo no procedía de los ayudantes del señor Nobuo sino de los servido.222


res de Hideyoshi, cosa que niegan los hombres del castillo de Takaradera y aseguran que el rumor surgió de las sospechas y el espíritu oscuro de los servidores del señor Nobuo. Mientras que cada lado denuncia ruidosamente al otro, el rumor del asesinato del señor Nobuo se extiende como el viento. —¿Lo cree la gente? —Es difícil sondear la mente del hombre corriente, pero tras haber sido testigo del fin del señor Nobutaka inmediatamente después de la caída de los Shibata, es verdad que cierto número de parientes y servidores del señor Nobuo pueden haber tenido pesadillas y se han preguntado a quién le tocaría el turno. Entonces Gamo habló francamente de sus propios temores. Se aproximó más al lugar donde Shonyu estaba arrodillado y le dijo: —Debería existir un firme entendimiento entre Hideyoshi y Nobuo al margen de la clase de rumores que corran por ahí. Pero también es posible que haya entre ellos una considerable discordia. Gamo miró con fijeza a Shonyu, el cual asintió vigorosamente. —Fijaos en la situación desde la muerte del señor Nobunaga —dijo Gamo—. La mayoría de la gente cree que cuando volvió la paz el señor Hideyoshi debió de entregar toda la autoridad al heredero de su antiguo señor. Pero al margen de cualquier razonamiento, está claro que el señor Samboshi es demasiado joven y que el sucesor debería ser el señor Nobuo. Si Hideyoshi no se somete al señor Nobuo, será acusado de deslealtad y de olvidar los muchos favores que le concedió el clan Oda. —Todo esto es un poco desagradable, ¿verdad? Las intenciones de Nobuo son transparentes y, sin embargo, no parece comprender que lo que está a punto de suceder es precisamente lo contrario de lo que a él le gustaría. —Pero ¿creéis realmente posible que tenga unos pensamientos tan optimistas? 223


—Es posible. Al fin y al cabo, ¿qué clase de cálculos puede realizar la mente de un necio mimado? —Es cierto que tales rumores se extienden por Osaka y que van a aumentar los malentendidos. —-Es una situación violenta, desde luego —dijo Shonyu, suspirando. Como generales de Hideyoshi, Shonyu y Gamo estaban unidos a él con el vínculo absoluto que existía entre señor y servidor. Pero también estaban unidos por una serie de condiciones que ahora tal vez no se podrían resolver con tanta facilidad. En primer lugar, en la época en que Gamo recibía los favores de Nobunaga, se casó con la hija menor de éste. Además, Shonyu y Nobunaga habían tenido la, misma nodriza, y la relación de Shonyu con su antiguo señor como hermanastro había sido especialmente íntima. En consecuencia, incluso en la conferencia de Kiyosu, los dos hombres habían tenido la categoría de parientes. Era, pues, natural, que no pudieran ser indiferentes a los problemas que el clan Oda tenía enfrente, y, con excepción del pequeño Samboshi, la única persona que descendía directamente de Nobunaga era Nobuo. Los dos hombres no habrían estado tan perplejos de haber podido descubrir algo meritorio en el carácter de Nobuo, pero estaba claro que no era más que una mediocridad. Antes y después de la conferencia de Kiyosu nadie dudaba de que no era el hombre adecuado para coger las riendas que habían caído de las manos de Nobunaga. Pero por desgracia nadie le decía la verdad a Nobuo. El afable y joven aristócrata, que siempre se había apoyado en la fortaleza de sus vasallos, que se había inclinado continuamente ante los aduladores, dándoles su aprobación, y que había sido engañado por otros que le habían manipulado en su beneficio, había dejado pasar un gran momento de la historia sin percatarse siquiera. Nobuo se había reunido secretamente con Ieyasu antes y después de la batalla de Yanagase y había forzado a su herma224


no a suicidarse, siguiendo el consejo de Hideyoshi. En fecha más reciente había sido recompensado con las provincias de Ise, Iga y Owari por su victoria en Ise y, creyendo tal vez que no tardaría en llegar su día de gloria, esperaba que a continuación Hideyoshi le transfiriese la autoridad del gobierno central. —Pero no podemos permitir que la situación siga así y contemplarla como espectadores. ¿No tenéis alguna buena idea, señor Shonyu? —No, esperaba que vos la tuvierais. Tenéis que pensar en algo, señor Gamo. —Creo que lo mejor sería preparar una entrevista del señor Nobuo con el señor Hideyoshi. Así podría hablar francamente. —Es una excelente idea. Pero desde hace algún tiempo ha adoptado un aire de importancia... ¿Cómo se lo plantearemos? —Inventaré algún pretexto. Para Nobuo, algo que ayer podía haber sido interesante hoy no lo era. En el fondo de su corazón siempre estaba descontento. Además, no tenía ninguna disposición a reflexionar en los motivos. El verano anterior se había trasladado al castillo de Nagashima en su nueva provincia de Ise y le había sido concedido un nuevo rango cortesano. Cuando salía las multitudes se inclinaban ante él, y cuando regresaba le saludaban con flautas e instrumentos de cuerda. Podía satisfacer todos sus deseos, y aquella primavera sólo contaba todavía veintiséis años. La tragedia de Nobuo consistía en que vivir en unas condiciones tan envidiables no hacía más que aumentar su insatisfacción. —Ise es demasiado provinciana —se quejaba—. ¿Por qué construye Hideyoshi ese castillo absurdamente grande en Osaka? ¿Tiene la intención de vivir allí o se propone invitar a hacerlo al legítimo heredero? Cuando hablaba así, era Nobunaga quien hablaba en su cabeza. Era como si hubiera recibido la forma de su padre pero no su sustancia. —Ese Hideyoshi es un descarado. Ha olvidado que fue 225


vasallo de mi padre, y ahora no sólo cobra impuestos a los servidores que quedan y se apresura a levantar un castillo gigantesco, sino que me amenaza como si fuese un estorbo. Últimamente no me consulta sobre nada. El silencio entre los dos hombres se remontaba al mes undécimo del año anterior. Los recientes rumores de que Hideyoshi estaba haciendo planes en los que le postergaban bastaban para provocar sus sospechas. Al mismo tiempo, Nobuo hizo ciertas afirmaciones imprudentes entre sus servidores, las cuales llegaron al conocimiento público, de manera que sus pensamientos más íntimos aumentaron la irritación de Hideyoshi. La consecuencia fue que transcurrió el Año Nuevo sin que inercambiaran saludos. En Año Nuevo, cuando Nobuo jugaba a pelota en el jardín trasero con sus damas de honor y pajes, un samurai anunció la llegada de un visitante. Era Gamo. Tenía dos años más que Nobuo y estaba casado con la hermana de éste. —¿Gamo? Acaba de llegar en el momento adecuado —dijo Nobuo, dando un airoso puntapié a la pelota—. Es un buen contrincante. Traedlo en seguida al jardín. El mensajero salió, pero volvió en seguida. —El señor Gamo tiene prisa y os está esperando en la habitación de invitados. —¿No quiere jugar a pelota? —Me ha encargado deciros que no tiene habilidad en este juego. —¡Qué campesino! —exclamó Nobuo, y se rió, mostrando una hilera de dientes elegantemente ennegrecidos. Varios días después de la visita de Gamo, llegó una carta de Gamo y Shonyu. Nobuo había estado de muy buen humor, y se apresuró a convocar a sus servidores de alto rango para comunicarles la información. —Mañana nos vamos a Otsu. Dicen que Hideyoshi me espera en el templo Onjo. 226


—¿No correréis peligro, mi señor? —le preguntó uno de los cuatro vasallos. Nobuo sonrió, mostrando claramente sus dientes ennegrecidos. —Hideyoshi debe de estar preocupado por los rumores públicos de nuestro distanciamiento. Estoy seguro de que se trata de eso. No ha sido respetuoso hacia la persona más cercana a mi padre. —Pero ¿qué clase de arreglos se han hecho para esta reunión? Nobuo respondió como si tuviera una total seguridad. —Os lo diré. Hace algún tiempo se presentó aquí Gamo y dijo que corrían rumores de que había algo impropio entre Hideyoshi y yo, pero Gamo me aseguró que Hideyoshi no tiene nada contra mí. Me pidió que fuera al templo Onjo de Otsu en Año Nuevo y tuviera una entrevista con él. Me pareció que no había ningún motivo para mostrar animosidad hacia Hideyoshi y accedí a ir. Tanto el señor Shonyu como el señor Gamo me aseguraron que no correría el menor peligro. Podría decirse que la tendencia de Nobuo a aceptar sin reservas cualquier cosa escrita o hablada era el resultado de su educación. Por ello sus servidores veteranos se sentían tanto más inclinados a la prudencia y no podían ocultar sus recelos. Todos se reunieron para examinar la carta de Gamo. —No hay ningún error —dijo uno—. Sin duda se trata de su caligrafía. —No se puede hacer nada más —replicó otro—. Si los señores Shonyu y Gamo se han tomado la molestia de llevar el asunto tan lejos, no podemos ser negligentes. Y así decidieron que los cuatro servidores veteranos acompañarían a Nobuo hasta Otsu. Al día siguiente Nobuo partió hacia Otsu. Cuando llegaron al templo de Onjo, Gamo le llamó de inmediato e Ikeda apareció algo más tarde. —El señor Hideyoshi llegó ayer —dijo Shonyu—. Os está esperando. 227


El lugar del encuentro había sido preparado en los aposentos de Hideyoshi, en el templo principal, pero al preguntarle cortésmente cuándo le convendría ver a Hideyoshi, Nobuo replicó con una pequeña exhibición de testarudez: —Estoy cansado del viaje y mañana quisiera descansar durante todo el día. —Bien, entonces tomaremos disposiciones para pasado mañana. Los dos hombres regresaron para informar a Hideyoshi. Nadie estaba en condiciones de pasarse un día entero sin hacer nada, pero como Nobuo había dicho que quería descansar, todos pasaron la jornada sumidos en un tedio inútil. A su llegada, Nobuo se molestó al observar que Hideyoshi y sus vasallos habían ocupado los edificios principales, mientras que los más pequeños habían sido destinados a su grupo. Al establecer el día del encuentro, Nobuo había tratado de ser un poco agresivo y actuado a su antojo, pero al día siguiente él mismo parecía no poco afligido por su propio hastío, y empezó a quejarse. —Ni siquiera están aquí mis servidores veteranos. Durante la jornada le había mostrado los libros de poesía que se guardaban en el templo como un tesoro, y la interminable charla de los viejos sacerdotes le había aburrido hasta hacerle saltar las lágrimas. Cuando por fin oscureció, llegaron a su aposento sus cuatro servidores. —¿Habéis descansado bien, mi señor? —le preguntó uno de ellos. ¡Los muy idiotas! Nobuo estaba enojado. Deseaba gritar que estaba aburrido y no tenía nada que hacer, pero en vez de hacer tal cosa, replicó: —Sí, gracias. ¿Estáis vosotros cómodos en vuestro alojamiento? —No hemos tenido tiempo de acomodarnos. —¿Por qué razón? —Los mensajeros de los demás clanes no cesaban de llegar. —¿Han llegado tantos visitantes? ¿Por qué no habéis venido a decírmelo? 228


—Dijisteis que queríais descansar durante todo el día y no quisimos molestaros, mi señor. Nobuo trazaba círculos con los dedos y tamborileaba en las rodillas, mirándoles con altivo desinterés. —Está bien, pero los cuatro cenaréis esta noche conmigo. También tomaremos un poco de sake. —Los servidores intercambiaron miradas y parecieron azorados—. ¿Hay algo más que os impida hacer eso? —inquirió Nobuo. Uno de los servidores le respondió en un tono de disculpa. —Lo cierto es que hace un momento ha llegado un mensajero con una invitación del señor Hideyoshi, y hemos venido a pediros vuestro permiso. —¡Qué! —exclamó Nobuo con el ceño fruncido—. ¡Hideyoshi os ha invitado! ¿Qué es esto? ¿Otra ceremonia del té? —No, no creo que se trate de eso. Dudo de que invitara a unos servidores como nosotros, especialmente a té, dejando a nuestro señor al margen, cuando hay aquí otros señores a los que podría haber invitado. Ha dicho que quería hablarnos de algo. —Qué raro —dijo Nobuo, y entonces se encogió de hombros—. Bueno, si os ha invitado, a lo mejor planteará su decisión de ponerme por fin al frente del clan Oda. Puede que sea eso. Sería impropio que Hideyoshi hiciera una exhibición de autoridad ante el heredero legítimo. La gente nunca lo consentiría. La sala del templo principal estaba vacía y con las lámparas encendidas. Llegaron los invitados. Era a mediados del primer mes y hacía un frío intenso. Entonces se aproximó alguien más, aclarándose la garganta. Como le acompañaba un ayudante, los cuatro servidores supusieron que debía de ser Hideyoshi. Parecía dar órdenes, alzando la voz, mientras caminaba. —Siento haberos hecho esperar —les dijo al entrar en la sala. Tosió y se llevó la mano a la boca. 229


Cuando alzaron la vista, vieron que ahora estaba a solas. No había un solo paje a sus espaldas. Los cuatro hombres se sentían incómodos. Mientras cada uno de ellos le saludaba, Hideyoshi se sonó la nariz. —Parece que estáis resfriado, mi señor —le dijo afablemente uno de los servidores de Nobuo. —Sí, no hay manera de quitármelo de encima —respondió Hideyoshi en un tono no menos amistoso. La entrevista tuvo lugar en unas condiciones de sencillez extrema. No hubo ofrecimiento de comida y bebida, y tampoco Hideyoshi comenzó hablando de menudencias. —¿No os preocupa el comportamiento reciente del señor Nobuo? —les preguntó sin ambages. Los cuatro hombres estaban llenos de aprensión. Aquellas palabras que parecían una reprimenda les turbaron, y creían que Hideyoshi les culpaba porque eran los asesores de alto rango de Nobuo. —Supongo que hacéis todo lo posible —les dijo entonces, y el color volvió a sus rostros—. Todos vosotros sois inteligentes, pero me temo que poco es lo que podéis hacer a las órdenes del señor Nobuo. Lo comprendo. Yo mismo me he esforzado al máximo por corregirle, pero por desgracia siempre tropiezo con algún revés. Hizo hincapié en estas últimas palabras, y los cuatro hombres se sintieron muy tensos. Hideyoshi siguió expresando sus sentimientos más profundos, dejando muy clara la insatisfacción que le producía Nobuo. —He tomado mi decisión —les dijo—. Lamento que vosotros cuatro hayáis pasado tantos años sirviendo a ese hombre. En pocas palabras, podemos zanjar este asunto con la menor conmoción posible si vosotros lográis persuadir al señor Nobuo de que o bien se haga el seppuku o bien se dedique al sacerdocio. Como recompensa os daré tierras en Ise e Iga. No era sólo el frío lo que helaba a los hombres hasta la médula de los huesos. Las cuatro paredes de la sala parecían espadas o lanzas silenciosas. Hideyoshi los miraba fijamente 230


con sus ojillos brillantes. Aquellos ojos exigían a los servidores que dijeran sí o no. No les daría tiempo para reflexionar en su oferta ni les permitiría marcharse sin escuchar su respuesta. Se encontraban en una situación desesperada. Los cuatro hombres inclinaron las cabezas, compungidos. Pero finalmente expresaron su aceptación y escribieron y firmaron compromisos. —Mis servidores están tomando sake en la Sala de los Sauces —les dijo Hideyoshi—. Id a reuniros con ellos. Me gustaría acompañaros, pero voy a acostarme temprano debido a este resfriado. Recogió los compromisos escritos y se retiró a sus aposentos en el templo. Aquella noche Nobuo no podía tranquilizarse. Había cenado con sus servidores y ayudantes, los sacerdotes e incluso las sacerdotisas vírgenes del templo vecino. Durante la cena se había mostrado animado y locuaz, pero cuando todos se marcharon y volvió a quedarse a solas, no dejaba de preguntar a sus pajes y a los samurais de guardia: —¿Qué hora es? ¿Aún no han vuelto mis servidores del templo principal? Al cabo de un rato sólo regresó uno de los hombres. —¿Eres el único en volver, Saburobei? —preguntó Nobuo al servidor con suspicacia. La expresión del hombre no era normal, e incluso Nobuo se sintió aprensivo. El anciano se postró y aplicó las palmas al suelo. Ni siquiera podía alzar los ojos. Nobuo le oyó sollozar. —¿Qué significa esto, Saburobei? ¿Ha ocurrido algo mientras estabais hablando con Hideyoshi? —Ha sido una reunión penosa. —¡Cómo! ¿Os ha llamado para reprenderos? —De haber sido así, no habría sido en absoluto doloroso. Ha sucedido algo del todo inesperado y nos hemos visto obligados a firmar compromisos. También vos debéis estar resuelto, mi señor. —Le reveló en su totalidad la orden de Hideyo231


shi—. Sabíamos que si nos negábamos nos mataría en aquel mismo momento, por lo que no pudimos hacer más que obedecer. Luego vi mi oportunidad, cuando estábamos bebiendo con sus servidores, y corrí para informaros. Cuando descubran que me he ido habrá un alboroto. Aquí no estáis seguro, mi señor. Debéis marcharos cuanto antes. Los labios de Nobuo habían perdido su color. Los movimientos de sus ojos parecían mostrar que sólo había oído la mitad de lo que aquel hombre le había dicho. El corazón le latía con el frenesí de una campana anunciadora de incendios, y apenas podía permanecer sentado y quieto. —Pero... entonces..., ¿y los demás? —He venido aquí solo. No sé nada de los demás. —¿Firmaron también ese compromiso? —Así es. —¿Entonces aún están bebiendo con los servidores de Hideyoshi? Los he juzgado mal. ¡Son más viles que las bestias! Sin dejar de insultar a los ausentes, se puso en pie y arrebató la espada larga al paje que estaba a sus espaldas. Salió de la estancia apresuradamente, seguido por el confuso Saburobei, el cual le rogaba que le dijera adonde iba. Nobuo se volvió y, bajando la voz, pidió que le trajeran un caballo. —Esperad un momento, mi señor. Saburobei comprendió las intenciones de su señor y corrió a los establos. Le trajo una buena montura, un bayo llamado Almádena. En cuanto Nobuo estuvo afianzado en la silla, partió al galope a través del portal trasero y se perdió en la noche. Nadie supo que se había ido hasta el día siguiente. Naturalmente, el encuentro con Hideyoshi fue cancelado con la excusa de que Nobuo estaba enfermo, y Hideyoshi regresó tranquilamente a Osaka como si eso fuese exactamente lo que había esperado. Nobuo volvió a Nagashima, se encerró en su castillo y, todavía con el pretexto de que estaba enfermo, no quiso ver ni siquiera a sus servidores. Pero la enfermedad no era del todo una excusa para su encierro, pues realmente estaba mal. Sólo 232


el médico entraba y salía de los aposentos, y aunque los ciruelos florecían detrás del castillo, la música había cesado y el jardín estaba silencioso y desierto. Por otro lado, en la población fortificada, así como en Ise e Iga, los rumores se extendían y multiplicaban de un día a otro. La huida de Nobuo del templo Onjo había alimentado las sospechas de todo el mundo. Los servidores de alto rango de Nobuo se encerraron en sus castillos, casi como si lo hubieran acordado previamente, y no acudieron a Nagashima. Eso no hizo más que alentar los rumores y empeorar el malestar en toda la provincia. La verdad siempre era difícil de descubrir, pero era cierto que una vez más había surgido la discordia entre Nobuo y Hideyoshi. Naturalmente, la categoría de Nobuo era el centro de la tormenta, y parecía haber alguien en quien podía confiar. Nobuo era conservador por naturaleza y creía en la eficacia de los complots y las estratagemas. Aunque siempre había estado de acuerdo con sus aliados, también se apresuraba a señalar que tenía otros amigos que podrían cubrirle la retaguardia en caso de que la situación no evolucionara como él quería. A menos que tuviera un aliado secreto en reserva, nunca podía estar tranquilo. Nobuo recordó entonces al único gran jugador que había permanecido en las sombras. Ese hombre era, naturalmente, el dragón dormido de Hamamatsu, el señor Tokugawa Ieyasu. Pero los resultados del juego estratégico dependían de los demás jugadores. El hecho de que Nobuo considerase a Ieyasu como su medio para frenar a Hideyoshi sólo demostraba su falta de comprensión de las demás partes implicadas. El hombre de mente desviada jamás conoce de verdad a su adversario. Es como el cazador que persigue al ciervo y no ve las montañas. La conclusión natural de esa clase de pensamiento era que Nobuo podía empujar a Ieyasu para que pasara a primer plano 233


y tratara de impedir el ascenso de Hideyoshi al poder. Una noche, a comienzos del segundo mes, Nobuo envió un mensajero a Ieyasu. Los dos hombres se comprometieron a una alianza militar secreta basada en el mutuo entendimiento de que ambos aguardaban el momento en que podrían atacar a Hideyoshi, Entonces, el sexto día del tercer mes, los tres servidores veteranos que no habían sido vistos en el castillo desde aquella noche en el templo Onjo se presentaron de improviso. Habían sido invitados especialmente por Nobuo a un banquete. Desde el incidente en el templo, Nobuo estaba convencido de que los hombres eran traidores que maquinaban con Hideyoshi, y nada más verlos se sintió lleno de rencor. Nobuo les agasajó con toda naturalidad, y después de que hubieran comido, dijo de repente: —Ah, Nagato, me gustaría que vieras una nueva arma de fuego que acaba de enviarme un forjador de Sakai. Pasaron a otra habitación y, mientras Nagato examinaba el mosquete, el servidor de Nobuo le agarró por detrás y gritó de improviso: —¡Por orden de mi señor! —¡Esto es una vileza! —dijo Nagato con la voz entrecortada, tratando de desenvainar su espada. Su atacante, más fuerte, le derribó al suelo y Nagato sólo podía debatirse, esforzándose por liberarse. Nobuo corría de un lado a otro de la habitación, gritando: —¡Suéltalo! ¡Suéltalo! —Pero la violenta pelea continuaba. Con la espada alzada por encima de su cabeza, Nobuo volvió a gritar—: ¡Si no le sueltas no podré matar a este bastardo! ¡Suéltalo! El asesino agarraba a Nagato por la garganta, pero al ver su oportunidad, le apartó de un empujón y en el mismo instante, sin esperar a que Nobuo golpease, atravesó a Nagato con su espada corta. Un grupo de samurais, ahora arrodillados fuera de la habitación, anunciaron que habían matado a los otros dos servido234


res. Nobuo hizo un gesto de aprobación, pero entonces exhaló un largo suspiro. A pesar de los delitos que aquellos hombres habían cometido, ejecutar a tres consejeros veteranos que habían estado a su lado durante tantos años era un acto despiadado. Cierto que Nobunaga también había llevado en la sangre semejante brutalidad, pero en su caso nacía de la pasión y estaba imbuida de gran significado. La maldad y violencia de Nobunaga se consideraban unos remedios drásticos pero necesarios contra las dolencias de la época. En cambio, las acciones de Nobuo sólo surgían de sus propias emociones mezquinas. La matanza en el castillo de Nagashima podría haber producido olas encrespadas que habrían conducido a disturbios en todos los bandos, iniciados aquella misma noche. Pero el asesinato de los tres servidores veteranos se había efectuado en secreto, y al día siguiente soldados de Nagashima partieron para atacar los castillos de cada uno de los servidores. No era irrazonable que la gente imaginara inminente la siguiente gran batalla. Algo llevaba ardiendo a fuego lento desde el año anterior, y la llama que había saltado allí podría ser la que finalmente incendiase el mundo entero. Ya no se trataba de especulaciones ociosas, sino que parecía una certeza.

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El guerrero encapuchado

Ikeda Shonyu era famoso por tres cosas: su corta estatura, su valor y su habilidad en el baile con la lanza. Tenía cuarenta y ocho años, la misma edad que Hideyoshi. Hideyoshi no tenía ningún hijo. En cambio, Shonyu tenía tres de los que podía enorgullecerse y que ya habían llegado a la edad viril. El mayor, Yukisuke, contaba veinticinco años y estaba al mando del castillo de Gifu; el segundo, Terumasa, tenía veinte años y estaba al frente del castillo de Ikejiri. El hijo menor, de catorce años, continuaba al lado de su padre. La relación de Shonyu con Hideyoshi se remontaba a la época en que éste se llamaba aún Tokichiro. Desde entonces, sin embargo, se había abierto una gran brecha entre los dos, pero en el avance de los tiempos Shonyu no se había quedado rezagado. Tras la muerte de Nobunaga, fue uno de los cuatro hombres, junto con Katsuie, Niwa y Hideyoshi, a quienes se confió la administración del gobierno de Kyoto, y aunque la posición fuese temporal, era prestigiosa. Además, allí, en Mino, el padre y los hijos poseían tres castillos, mientras que su yerno, Nagayoshi, era el jefe del castillo de Kaneyama. No podía decirse que le hubieran ido mal las cosas, y tam236


poco tenía ningún motivo para sentirse inquieto. Hideyoshi siempre hacía gala de tacto y a menudo prestaba atención a su viejo amigo. Intervino incluso para que su sobrino, Hidetsugu, se prometiera con la hija de Shonyu. Así pues, en tiempo de paz Hideyoshi había reforzado astutamente los vínculos entre ellos, previendo el día en que habría una emergencia, pero aquel año, cuando la batalla decisiva parecía cada vez más inevitable, se apoyaba todavía más en Shonyu como su principal aliado. Y ahora, de repente, envió un mensajero a Ogaki para ofrecerle la adopción de su yerno, Nagayoshi, y las provincias de Owari, Mino y Mikawa. En dos ocasiones le envió Hideyoshi cartas escritas de su puño y letra. El hecho de que Shonyu no enviara una respuesta rápida no significaba que fuese envidioso o mezquino. Sabía bien que servir a Hideyoshi sería más ventajoso que servir a cualquier otro, y comprendía que, aunque Hideyoshi tenía grandes ambiciones, él también gozaría de grandes beneficios. Lo que impedía a Shonyu dar una pronta respuesta era sencillamente el problema de la tan discutida justificación moral de una guerra entre los ejércitos oriental y occidental. Los Tokugawa acusaban a Hideyoshi de ser un traidor que ya había eliminado a uno de los hijos de su antiguo señor y que ahora estaba dispuesto a atacar a su heredero, Nobuo. Shonyu pensaba que, si se aliaba con Hideyoshi, daría un mal paso desde el punto de vista del deber moral, mientras que, si ayudaba a Nobuo, cumpliría con el deber moral, pero sus esperanzas de futuro serían escasas. Tenía además otra preocupación. Sus vínculos con Nobunaga eran muy estrechos, y debido a esa profunda relación no podía cortar fácilmente sus lazos con Nobuo, incluso después de la muerte de Nobunaga. Para empeorar las cosas, su hijo mayor se encontraba en Ise como rehén, y Shonyu no estaba dispuesto a abandonarlo y ocasionar su muerte. Así pues, cada vez que recibía una carta de Hideyoshi, se sentía confuso. Cuando habló del asunto con sus servidores, escuchó el consejo de dos facciones. Unos hacían hincapié en la importancia de 237


la justicia y le aconsejaban que no abandonara el deber moral, mientras que otros argumentaban que ahora era el momento en que se obtendría una gran ventaja para la prosperidad del clan. ¿Qué haría Shonyu? Cuando su confusión era más profunda, inesperadamente llegó su hijo mayor, liberado de Nagashima. Nobuo había pensado que Shonyu le estaría agradecido y nunca le traicionaría. Una artimaña tan evidente podría haber tenido el efecto deseado en otra persona, pero Shonyu era un hombre de cierta perspicacia y comprendió lo que era aquel acto, una mera táctica de venta de buena voluntad, infantil y provocada por la fuerte presión, y un cálculo político transparente. —He tomado mi decisión —anunció a sus servidores—. Buda me ha dicho en un sueño que me una al ejército del Oeste. Aquel mismo día envió una carta a Hideyoshi en la que se declaraba su aliado. Desde luego, lo del sueño de Buda era falso, pero poco después de que hubiera tomado su decisión, una charla fortuita sostenida con su hijo mayor espoleó la ambición innata del general. Lo que Yukisuke había mencionado era que el comandante del castillo de Inuyama, Nakagawa Kanemon, había recibido órdenes de regresar a Inuyama poco después de que a él le hubieran liberado de Nagashima. Hasta aquel día, Shonyu no había podido decidir si el castillo de Inuyama sería su aliado a su enemigo, pero tras el envío de un mensajero a Hideyoshi informándole de su apoyo, aquel castillo sería un vecino enemigo. Además, el castillo se encontraba en una zona estratégica con defensas naturales, y era evidente que Ieyasu y Nobuo consideraban a Nakagawa Kanemon lo bastante capacitado para confiarle las defensas de primera línea de sus provincias. De ser así, sin duda había sido desvinculado repentinamente del ejército de Ise con ese propósito y se le había ordenado regresar a su castillo. 238


—Convoca al jefe de los Garzas Azules —ordenó Shonyu a un ayudante. En un valle que se extendía más allá de la entrada posterior del castillo había varias chozas pertenecientes a los empleados externos del clan, a quienes se conocía como el Cuerpo de los Garzas Azules. Desde aquel campamento, el ayudante de Shonyu llamó a un joven de baja estatura y fornido, de unos veinticinco años. Era Sanzo, el capitán de los Garzas Azules, el cual, tras recibir las instrucciones del ayudante, cruzó el portal posterior y entró en el jardín. Shonyu estaba a la sombra de un árbol, y le hizo una seña con el mentón para que se acercara. Entonces, cuando Sanzo se postró a los pies de su señor, Shonyu le dio personalmente sus órdenes. El nombre de Cuerpo de los Garzas Azules derivaba del color de sus uniformes de algodón azul. Cada vez que ocurría un incidente, corrían hacia destinos desconocidos, como una bandada de garzas azules que emprendieran el vuelo. Al cabo de tres días, Sanzo regresó de algún lugar mantenido en secreto. Cruzó en seguida el portal posterior del castillo y, al igual que antes, se inclinó ante Shonyu en el jardín. Entonces Shonyu recibió de manos de Sanzo una espada manchada de sangre fresca, envuelta en papel aceitado, y la inspeccionó minuciosamente. —Ésta es, ciertamente —dijo Shonyu, asintiendo, y entonces añadió—: Lo has hecho bien. Entregó a Sanzo varias monedas de oro como recompensa. No había duda de que la espada pertenecía a Nakagawa Kanemon, el comandante del castillo de Inuyama. Su blasón familiar estaba lacado en la funda. —Os agradezco vuestra generosidad, señor —dijo Sanzo, y empezó a retirarse, pero Shonyu le dijo que esperase. Llamó de nuevo a un ayudante e hizo que pusieran tanto dinero ante Sanzo que necesitaría un caballo para transportarlo. Un oficial y varios ayudantes envolvieron las monedas en 239


esterillas de juncos, formando fardos, mientras Sanzo contemplaba la escena boquiabierto. —Quiero que hagas otro trabajo, Sanzo. —Sí, mi señor. —He dado los detalles con mucha minuciosidad a tres de mis hombres de más confianza. Quiero que te disfraces de conductor de un caballo de carga, cargues en su lomo este dinero y sigas a esos tres hombres. —¿Y cuál es nuestro destino? —No lo preguntes. —Sí, mi señor. —Si todo sale como ha sido planeado, te ascenderé a la categoría de samurai. —Gracias, mi señor. Sanzo era un hombre audaz que no conocía el miedo, pero la visión de la gran cantidad de dinero le inquietaba más que la de un charco de sangre. Volvió a postrarse, aplicando la cabeza al suelo casi con exceso. Al levantarla, vio que un anciano, que parecía un samurai rural, y dos jóvenes fornidos estaban cargando los fardos de dinero en la silla de un caballo. Aquella mañana Shonyu y Yukisuke habían hablado en la sala de té. Su encuentro parecía ser el de un padre y un hijo que habían estado mucho tiempo separados y desayunaban juntos, pero en realidad estaban celebrando una conversación secreta. —Partiré hacia Gifu en seguida —dijo finalmente Yukisuke. Cuando abandonó de la sala de té, Yukisuke se apresuró a ordenar a sus servidores que le preparasen su caballo. Había tenido la intención de regresar de inmediato a su propio castillo de Gifu, pero ahora pospuso esos planes dos o tres días. —No cometas ningún error mañana por la noche —le advirtió Shonyu en voz baja. Yukisuke asintió con una expresión de complicidad, pero su padre aún veía al ardiente joven como un niño. La noche del día siguiente, el trece de aquel mes, todo el 240


mundo en el castillo de Ogaki conocía los pensamientos de Shonyu y sabía por qué había enviado a Yukisuke a Gifu. De repente llegó un aviso de movilización, y fue una gran sorpresa, incluso para los servidores de Shonyu. En medio de toda aquella confusión, un jefe entró en la sala de los guerreros ayudantes, donde había varios jóvenes samurais muy excitados. El recién llegado estaba pálido. Se ató las correas de cuero de sus guantes con movimientos lentos y estudiados, miró a los guerreros y les dijo: —Vamos a ir al castillo de Inuyama antes de que haya terminado la noche. Como era de esperar, el único lugar donde reinaba la calma en medio de la conmoción era la habitación privada del general en jefe, Shonyu. Éste y su hijo, Terumasa, intercambiaban brindis con sake mientras aguardaban, sentados en sus escabeles de campaña, la hora de partir. Normalmente, cuando se anunciaba la partida de tropas, sonaban las caracolas y los tambores, se desplegaban los estandartes y las tropas avanzaban marcialmente a través de la población fortificada. Pero en aquella ocasión los hombres montados iban en grupitos de dos o tres, los soldados de a pie avanzaban al frente y en la retaguardia, los estandartes estaban plegados y las armas de fuego ocultas. Aquella nebulosa noche primaveral del tercer mes, si los habitantes del pueblo hubieran visto el movimiento de tropas, intrigados por lo que sucedía, a nadie se le habría ocurrido que se trataba de un avance hacia el frente. A tres leguas de Ogaki, cuando las tropas volvieron a reunirse, Shonyu se dirigió a los hombres: —Vamos a terminar esta batalla al amanecer y estaremos de regreso antes de que finalice el día. Debéis viajar con la mayor rapidez posible. La población y el castillo de Inuyama se encontraban en la otra orilla del curso superior del río Kiso. Los ecos del agua 241


que golpeaba los cantos rodados o chapoteaba en los bajíos reverberaban en el aire. Envueltos en los densos vapores, la luna, la montaña y el agua parecían revestidos de mica. Desde allí sólo era visible la débil luz de las lámparas en la otra orilla. —Desmontad. Shonyu también desmontó y colocó su escabel de campaña en la orilla del río. —El señor Yukisuke llega a tiempo —dijo uno de los servidores de Shonyu—. Allí están sus tropas. Shonyu se puso en pie y miró río arriba. —¡Explorador! —llamó de inmediato—. ¡Explorador! Uno de los exploradores se acercó corriendo y confirmó el informe. Instantes después, una fuerza de cuatrocientos o quinientos hombres se unió a los casi seiscientos al mando de Ikeda Shonyu, y las siluetas de un millar de hombres avanzaron juntas como bancos de peces que se mezclaran. Finalmente Sanzo avanzó tras los hombres de Yukisuke. Los centinelas que estaban de guardia y vigilaban la retaguardia le rodearon con sus lanzas y le llevaron a presencia de Shonyu. Éste no le dio la oportunidad de decir nada innecesario mientras le interrogaba sobre los aspectos esenciales de su misión. Por entonces una serie de embarcaciones de pesca de fondo plano que habían estado diseminadas a lo largo de la orilla empezaron a cruzar la corriente. Docenas de soldados vestidos con armadura ligera se inclinaron adelante y saltaron, uno tras otro, a la orilla contraria. Entonces colocaron las pértigas para ir en busca de otro grupo que cruzaría el río. En un abrir y cerrar de ojos, el único hombre que quedaba en la orilla era Sanzo. Finalmente los gritos de los guerreros agitaron la húmeda atmósfera nocturna, desde la orilla contraria hasta la zona por debajo del castillo. En aquel instante un ángulo del cielo se volvió rojo, y las chispas danzaron y destellaron por encima de la población fortificada. El inteligente plan de Shonyu había salido a la perfección. El castillo de Inuyama cayó en sólo una hora. La sorpresa de 242


sus defensores fue más completa debido a la traición en el interior del castillo y el pueblo. La traición era ciertamente una de las razones de que unas defensas naturales tan buenas cayeran en tan poco tiempo. Pero había otra razón. Shonyu había sido en el pasado jefe del castillo de Inuyama, y los habitantes del pueblo, los caciques de los pueblos vecinos e incluso los campesinos todavía recordaban a su antiguo señor. Aunque Shonyu había enviado servidores para que comprasen con dinero a aquellos hombres antes del ataque, el éxito del plan se debió más a su antigua posición que al soborno. Un hombre perteneciente a una familia ilustre en declive tiende a atraer a una compleja gama de caracteres. Los previsores, los frivolos, los hombres que deploran los males presentes pero son incapaces de decir lo que piensan u ofrecer un consejo leal, todos ellos abandonan rápidamente el escenario. Y aquellos que son sensibles a las tendencias pero carecen de la fuerza y el talento para frenar el declive también se marchan en algún momento. Los únicos hombres que quedan son de dos clases: los que carecen de habilidades sobresalientes que les permitirían mantenerse en cualquier otra parte si se marcharan y los realmente fieles que son vasallos hasta el mismo final, en la pobreza y el declive, en la vida y la muerte, la felicidad y la tristeza. Pero ¿quiénes son los auténticos samurais? ¿Los que se adaptan a una manera de vivir conveniente o los que se quedan tan sólo por oportunismo? Esto no resulta fácil de entender, porque todos ellos utilizan a fondo su ingenio a fin de engañar a sus señores para que sobrevaloren su talento. Aunque era un oportunista, Ieyasu era un jugador de temperamento completamente distinto al del infantil Nobuo, el cual no sabía nada del mundo. Ieyasu tenía a Nobuo en la palma de su mano como un peón de reserva. —Desde luego, os habéis extremado, señor Nobuo —le dijo Ieyasu—. Sólo tomaré un poco más de arroz. Crecí en una 243


vivienda modesta, por lo que el lujo de esta cena abruma a mi paladar y mi estómago. Era la noche del día trece. Cuando Ieyasu llegó a Kiyosu aquella tarde, Nobuo le llevó a un templo donde los dos celebraron conversaciones secretas durante varias horas. Aquella noche tuvo lugar un banquete en la sala de invitados del castillo. Ieyasu no se había trasladado al centro ni siquiera durante el incidente del templo Honno. Ahora, sin embargo, arriesgaba toda la potencia del clan Tokugawa, una potencia que había tardado muchos años en labrar, y había ido personalmente a Kiyosu. Nobuo consideraba a Ieyasu como su salvador. Iba a agasajarle lo mejor que pudiera, y ahora depositaba exquisiteces delante de él. Mas para Ieyasu, la hospitalidad de Nobuo no era realmente más que una inmadura exhibición infantil, y aquel hombre sólo le daba lástima. En el pasado, Ieyasu agasajó a Nobunaga durante siete días, cuando el último efectuaba su regreso triunfal desde Kai con el pretexto de que quería ver el monte Fuji. Cuando recordaba la escala de aquel acontecimiento, a Ieyasu le apenaba la pobreza de la velada. Un ser humano sólo podía compadecerse ante la situación, e Ieyasu sentía no poca compasión. Sabía, sin embargo, que el cambio está en la misma naturaleza del universo. Así pues, a pesar de la conmiseración que experimentaba en medio del banquete, la conciencia no le remordía a causa de su segunda intención, que era sencillamente la de usar a aquel aristocrático y frágil lechuguino como una marioneta. La razón era evidente: no hay nadie más proclive a ocasionar un desastre que el estúpido heredero de una ilustre familia a quien le ha sido legada una herencia y una reputación. Y cuanto mayor es la facilidad con que pueden utilizarle, tanto más peligroso resulta. Probablemente Hideyoshi pensaba lo mismo que Ieyasu, pero mientras que el primero consideraba a Nobuo un estorbo para sus objetivos e ideaba maneras de librarse de él, Ieyasu encontraba modos de utilizarlo. Estos puntos de vista opuestos se basaban en el mismo objetivo fundamental tanto para Hi244


deyoshi como para Ieyasu. Y al margen de quien de los dos ganara, el destino de Nobuo sería el mismo sencillamente porque era incapaz de abandonar la idea de que era el heredero de Nobunaga. —¿Qué queréis decir? —replicó Nobuo—. La fiesta acaba de empezar. Hace una buena noche de primavera y sería una lástima que os retiraseis tan temprano a descansar. Nobuo hacía lo posible por agasajar a Ieyasu, pero lo cierto es que éste tenía cosas que hacer. —No, señor Nobuo, Su Señoría no debe tomar más sake, por lo menos a juzgar por el color de su rostro. Enviad la taza en nuestra dirección. Pero Nobuo no había reparado en el embarazoso hastío del invitado de honor, y ahora sus esfuerzos estaban dirigidos por una mala interpretación de los ojos soñolientos de su invitado. Susurró algo a sus servidores, y en seguida descorrieron las puertas de papel en el extremo de la sala, revelando una orquesta y bailarines. Para Ieyasu era el artificio habitual, pero se armó de paciencia, mostró interés en ciertos momentos, se rió de vez en cuando y aplaudió cuando terminó la representación. Aprovechando esta oportunidad, sus servidores tiraron de la manga de Ieyasu y le indicaron discretamente que era hora de acostarse, pero en aquel mismo instante apareció un comediante con un floreo de instrumentos musicales. —Para el honorable invitado de esta noche, vamos ahora o ofrecer una representación de Kabuki, llegada recientemente a la capital... La locuacidad de aquel hombre era increíble. Entonces cantó una introducción de la obra. Luego otro actor entonó una estrofa de un coro y varios cantos de la misa cristiana, que en los últimos tiempos había sido favorablemente acogida entre los señores de las provincias occidentales. Tocaba un instrumento parecido a la viola usada en las iglesias, y sus ropas estaban bordadas con un diseño de estilo occidental y adornadas con encaje, en asombrosa armonía con un kimono tradicional japonés. 245


El público estaba impresionado y fascinado. Era evidente que lo que agradaba al hombre corriente también era placentero para los grandes señores y los samurais. —Señor Nobuo, el señor Ieyasu dice que tiene sueño —le dijo Okudaira a Nobuo, el cual estaba totalmente absorto en la representación. Nobuo se apresuró a levantarse para despedirse de Ieyasu, y él mismo le acompañó a sus aposentos. La representación de Kabuki aún no había finalizado, y todavía se oían los sones de la viola, las flautas y los tambores. A la mañana siguiente, Nobuo se levantó a una hora que para él era excepcionalmente temprana y fue a los aposentos de Ieyasu. Le encontró vestido y ya atareado, tratando de algún asunto con sus servidores. —¿Va a desayunar el señor Ieyasu? —preguntó Nobuo. Cuando un servidor le dijo que ya habían servido el desayuno, Nobuo pareció un poco azorado. En aquel momento, un samurai que estaba de guardia en el jardín y un soldado en la torre de reconocimiento dijeron a gritos que veían algo a lo lejos. Esto llamó la atención tanto de Ieyasu como de Nobuo y, mientras permanecían sentados en silencio, llegó un samurai para dar un informe. —Desde hace algún tiempo se ve humo negro en el cielo, hacia el noroeste. Al principio pensamos que era un incendio forestal, pero el humo cambió gradualmente de lugar, y entonces empezaron a alzarse otras nubes de humo en el cielo. Nobuo se encogió de hombros. De haber ocurrido en el sudeste, podría haber pensado en los campos de batalla de Ise u otros lugares, pero su expresión indicaba que no entendía de qué se trataba. Ieyasu, que se había enterado de la muerte de Nakagawa dos días antes, preguntó: —¿No es ésa la dirección de Inuyama? —Sin esperar respuesta, dio órdenes a los hombres que le rodeaban—. Echa un vistazo, Okudaira. 246


Okudaira corrió por el pasillo con los servidores de Nobuo y subió a la torre de reconocimiento. Las pisadas de los hombres que se apresuraban a bajar de la torre indicaban claramente que ya había ocurrido un desastre. —Podría ser Haguro, Gakuden o Inuyama, pero sea cual fuere, está con toda seguridad en esa zona —informó Okudaira. El castillo se había agitado tanto como una tetera de agua hirviendo. En el exterior se oía el sonido de la caracola, pero la mayoría de los guerreros que se pusieron de inmediato en movimiento y empuñaron sus armas no repararon en que Ieyasu ya estaba allí. Cuando informaron a Hideyoshi de que las llamas procedían con seguridad de la dirección de Inuyama, gritó: «¡La hemos fastidiado!», y partió con una prisa que era muy rara en él. Fustigó a su caballo al galope y cabalgó hacia el humo que se alzaba en el noroeste. Sus servidores, que no querían quedarse rezagados, cabalgaban a su derecha e izquierda. La distancia desde Kiyosu a Komaki no era muy grande, como tampoco desde Komaki a Gakuden. De Gakuden a Haguro había otra legua y, finalmente, de Haguro a Inuyama, la misma distancia. Cuando llegaron a Komaki, sabían todo lo que había ocurrido. El castillo de Inuyama había caído durante las primeras horas de la mañana. Ieyasu tiró de las riendas de su caballo y contempló con fijeza el humo que se alzaba de diversos lugares entre Haguro y la vecindad de Inuyama. —Llego demasiado tarde —musitó amargamente—. No debería cometer esta clase de errores. Ieyasu casi podía ver la cara de Shonyu en el humo negro que se alzaba al cielo. Cuando oyó el rumor de que Nobuo había devuelto el hijo de Shonyu a su padre, sintió recelos por las consecuencias de un acto tan magnánimo. Sin embargo, no había pensado que Shonyu podría haber ocultado su verdadera postura y cometido una acción tan solapada con tanto cinismo y rapidez. Desde luego, no desconocía que Shonyu era un zorro viejo 247


y artero. No había necesidad de considerar una vez más la importancia estratégica de la fortaleza de Inuyama, pues estaba muy cercana a Kiyosu y su importancia en la guerra contra el ejército de Hideyoshi no haría más que aumentar. Inuyama controlaba el curso superior del río Kiso, la frontera entre Mino y Owari y el importantísimo cruce de Unuma. Estaba en una posición que valía por un centenar de murallas, y ahora el enemigo la había tomado. —Regresemos —dijo Ieyasu—. Por la manera en que se alzan esas llamas, no hay duda de que Shonyu y su hijo ya se han retirado a Gifu. Ieyasu hizo dar la vuelta a su caballo, y en aquel momento la expresión de su rostro volvió a la normalidad. La sensación que transmitía a los servidores que le rodeaban era de confianza, y estaba seguro de que compensaría con creces aquella pérdida. Mientras los demás hablaban con vehemencia de la ingratitud de Shonyu, deploraban la cobardía de su ataque por sorpresa y amenazaban con darle una lección en el siguiente campo de batalla, Ieyasu no parecía oírlos. Sonriendo en silencio, encaminó su caballo de regreso a Kiyosu. Por el camino se encontraron con Nobuo, quien había salido de Kiyosu bastante más tarde al frente de su ejército. Nobuo se quedó mirando a Ieyasu como si su regreso fuese algo por completo inesperado. —¿Todo estaba bien en Inuyama? —le preguntó. Antes de que Ieyasu pudiera responderle, se oyeron voces y risas entre los servidores que estaban detrás de él. Ieyasu le explicó la situación con sincera amabilidad y cortesía. Nobuo se quedó cabizbajo. Ieyasu colocó su caballo paralelo al de Nobuo y le consoló. —No os preocupéis. Aunque hayamos sufrido aquí una derrota, la de Hideyoshi será incluso mayor. Mirad ahí. Le indicó con los ojos la colina de Komaki. Muchos años antes, Hideyoshi había hecho la observación agudamente estratégica de que Nobunaga debería trasladarse desde Kiyosu a Komaki. En realidad, no era más que una coli248


na redondeada de doscientos ochenta pies de altura, pero dominaba la llanura en la que se alzaba y sería una base conveniente desde donde organizar un ataque en cualquier dirección. Si Kowaki estuviera fortificada, en una batalla librada en la llanura de Owari-Mino el ejército occidental vería obstaculizado su avance. Era, pues, una situación excelente para las estrategias tanto de ataque como de defensa. No había tiempo para explicarle todo eso a Nobuo, e Ieyasu se volvió y señaló, esta verdirigiéndose a sus propios servidores. —Empezad a levantar sin tardanza fortificaciones en el monte Komaki. En cuanto hubo dado las órdenes, empezó a trotar al lado de Nobuo, con quien intercambió una agradable conversación mientras regresaban a Kiyosu. Por entonces todo el mundo creía que Hideyoshi estaba en el castillo de Osaka, pero lo cierto era que se encontraba en el castillo de Sakamoto desde el día trece del tercer mes, el mismo día en que Ieyasu hablaba con Nobuo en Kiyosu. Semejante dilación no era propia de él. Ieyasu ya se había puesto en acción. Completó sus planes y avanzó sin interrupción, tal como había previsto, desde Hamamatsu a Okazaki y luego a Kiyosu. Pero Hideyoshi, que a menudo había asombrado al mundo con su celeridad, esta vez se mostraba lento. O así lo parecía. —¡Que venga alguien! ¿No están mis pajes ahí? Era la voz del señor y, como de costumbre, en tono alto. Los jóvenes pajes, que se habían retirado intencionadamente a la alejada habitación de los pajes, abandonaron a toda prisa el juego de suguroku al que habían estado jugando a escondidas para acudir a la llamada. Entre ellos, Nabemaru, de trece años, corrió tan rápido como pudo hacia la estancia donde su señor batía palmas una y otra vez. Hideyoshi había salido a la terraza. A través del portal 249


principal del castillo veía la diminuta figura de Sakichi, que subía la cuesta desde el pueblo y, sin volverse a mirar en la dirección de las pisadas que se acercaban, gritó una orden para que le dejaran pasar. Sakichi entró y se arrodilló ante Hideyoshi. Tras escuchar el informe de Sakichi sobre la situación del castillo de Osaka, Hideyoshi le preguntó: —¿Y Chacha? ¿Están bien Chacha y sus hermanas? Por un momento la expresión de Sakichi pareció indicar que no lo recordaba. Responder como si hubiera esperado esa pregunta habría provocado las sospechas de Hideyoshi («Este condenado Sakichi lo ha descubierto»), y sin duda más adelante le habría hecho sentirse incómodo. La prueba era que en el instante en que preguntó torpemente por Chacha, la autoritaria expresión de Hideyoshi se había desmoronado y el rubor cubría su rostro. Parecía presa de una timidez extrema. El despierto Sakichi se dio cuenta de su incomodidad e, inevitablemente, le hizo gracia. Después de la caída de Kitanosho, Hideyoshi había cuidado de las tres hijas de Oichi como si fueran suyas. Cuando construyó el castillo de Osaka, encargó un pequeño y alegre recinto exclusivamente para ellas. De vez en cuando las visitaba y jugaba con ellas como si cuidara de unas aves peculiares en una jaula de oro. —¿De qué te ríes, Sakichi? —le retó Hideyoshi, pero él mismo se sentía un tanto divertido. Era evidente que Sakichi ya había comprendido. —No, no es nada. Estaba tan ocupado por mis demás responsabilidades que he regresado sin visitar los aposentos de las tres princesas. —¿Ah, sí? Está bien. —Entonces Hideyoshi cambió en seguida de tema y se refirió a otros chismorreos—. ¿Qué rumores has oído en los alrededores del río Yodo y Kyoto por el camino? Hideyoshi tenía la costumbre de hacer esa pregunta cada vez que enviaba a un mensajero a un lugar lejano. 250


—Por todas partes la guerra era el único tema de conversación. Cuando interrogó más a Sakichi sobre las condiciones en Kyoto y Osaka, descubrió que todo el mundo pensaba que la batalla provocada por Nobuo no sería entre Hideyoshi y el heredero de Osa, sino entre Hideyoshi e Ieyasu. Tras la muerte de Nobunaga, se pensó que Hideyoshi por fin establecería la paz, pero una vez más la nación estaba dividida en dos bandos y el pueblo sentía una profunda inquietud ante el espectro de un gran conflicto que probablemente se extendería a cada provincia. Cuando Sakichi se retiraba, llegaron dos generales de Niwa Nagahide, Kanamori Kingo y Hachiya Yoritaka. Hideyoshi había hecho grandes esfuerzos para lograr que Niwa se aliase con él, porque sabía que si se pasaba al campo enemigo, él se encontraría en seria desventaja. Aparte de la pérdida de fuerza militar, la defección de Niwa convencería al mundo de que Nobuo e Ieyasu tenían la razón y el derecho de su parte. Después de Katsuie, Niwa había sido el servidor más importante de Nobunaga, y era un hombre noble y sincero por quien todos sentían gran respeto. Era cierto que Ieyasu y Nobuo también ofrecían a Niwa todos los alicientes para que se uniera a ellos. Pero finalmente, tal vez conmovido por el entusiasmo de Hideyoshi, Niwa había enviado a Kanamori y Hachiya como el primer refuerzo del norte. Hideyoshi se sentía satisfecho pero no estaba del todo tranquilo. Antes de que anocheciera llegaron mensajeros en tres ocasiones con informes sobre la situación en Ise. Hideyoshi leyó los despachos e interrogó personalmente a los mensajeros, les confió respuestas verbales y, mientras cenaba, dictó cartas. Un gran biombo plegable se alzaba en un extremo de la estancia, y en sus dos paneles habían pintado un mapa de Japón dorado. Hideyoshi miró el mapa y preguntó: —¿No hemos tenido noticias de Echizen? ¿Y el mensajero que envié a los Uesugi? 251


Mientras sus servidores daban alguna excusa sobre las distancias, Hideyoshi contó con los dedos. Había enviado mensajes a los Kiso y los Satake. La red de su diplomacia había sido cuidadosamente lanzada a lo largo y ancho del país pintado en el biombo. Por su misma naturaleza, Hideyoshi consideraba que la guerra era el último recurso. Que la diplomacia era una batalla constituía para él un artículo de fe, pero no se trataba de la diplomacia por sí misma, como tampoco tenía su fuente en la debilidad militar. Su diplomacia siempre estaba respaldada por la fuerza militar y la empleaba después de haber proporcionado los medios necesarios a sus autoridades militares y sus tropas. Pero la diplomacia no había surtido efecto en el caso de Ieyasu. Hideyoshi no había dicho nada a nadie, pero mucho antes de que la situación hubiera llegado a aquel aprieto, había enviado un hombre a Hamamatsu con el siguiente mensaje: Si tomáis en consideración la solicitud que presenté al emperador el año pasado para vuestra promoción, comprenderéis mis afectuosos sentimientos hacia vos. ¿Hay alguna razón por la que debamos enfrentarnos? En toda la nación se acepta generalmente que el señor Nobuo es un hombre sin carácter. Por mucho que hagáis ondear la bandera del deber moral y os adhiráis a los restos del clan Oda, el mundo no admirará vuestros esfuerzos como los de un hombre virtuoso al mando de un ejército justo. En última instancia, la lucha entre nosotros dos carece de valor. Sois un hombre inteligente, y si llegáis a un acuerdo conmigo, añadiré las provincias de Owari y Mino a vuestro dominio. Sin embargo, el resultado de tales propuestas depende del otro bando, y la respuesta que recibió Hideyoshi había sido claramente negativa. Pero incluso después de que hubiera cortado sus relaciones con Nobuo, Hideyoshi siguió enviando mensajeros que le presentaban mejores condiciones que antes, tratando de persuadir a Ieyasu. No obstante, los enviados sólo 252


lograron indignarle y regresaron profundamente desconcertados. —El señor Ieyasu replica que es el señor Hideyoshi quien no le comprende —informó el enviado. Hideyoshi forzó una sonrisa y replicó: —Ieyasu tampoco comprende mis verdaderos sentimientos. El trabajo consumía por entero el tiempo que pasaba en Sakamoto, que era el cuartel general militar para Ise y Owari meridional y el centro de una red diplomática y de inteligencia que se extendía desde el norte a las provincias occidentales. Como centro para operaciones secretas, Sakamoto era mucho más conveniente que Osaka. Además, los mensajeros podían ir y venir de Sakamoto sin atraer una atención indebida. Superficialmente, las dos esferas de influencia parecían trazadas con claridad: Ieyasu del este al nordeste y Hideyoshi de la capital al oeste. Pero incluso en la fortaleza de Hideyoshi en Osaka, eran innumerables las personas confabuladas con los Tokugawa. Tampoco podía decirse que no había nadie en la corte que apoyara a Ieyasu y esperase la caída de Hideyoshi. Incluso entre los clanes de samurais, había padres y madres al servicio de los señores provinciales en Osaka y Kyoto cuyos hijos servían a los generales del ejército oriental. Los hermanos luchaban en bandos distintos. Así estaba preparado el trágico escenario para que surgieran dentro de las familias conflictos sangrientos. Hideyoshi conocía las amargas penalidades causadas por la guerra. El mundo estaba en guerra cuando él era un niño que crecía en la ruinosa casa de su madre en Nakamura, y lo mismo había sucedido durante los muchos años de su vida errante. Con la aparición en escena de Nobunaga, el sufrimiento de la sociedad se había hecho incluso más severo durante cierto tiempo, pero el pueblo llano se sentía esperanzado. La gente creía que Nobunaga traería una época de paz duradera, pero murió cuando sólo había realizado la mitad de su tarea. Hideyoshi había jurado que superaría el revés de la muerte 253


de Hideyoshi, y el esfuerzo que había hecho, casi sin dormir ni descansar, le había llevado a un paso de su objetivo. Ahora ese paso final que necesitaba dar para lograr su ambición estaba cerca. Podría decirse que había recorrido novecientas leguas de un viaje de mil. Pero esas últimas cien leguas eran las más difíciles. Había supuesto que en algún momento se vería enfrentado inevitablemente con el último obstáculo, Ieyasu, y tendría que apartarlo de su camino o destruirlo. Pero al aproximarse descubrió que iba a ser un obstáculo más inconmovible de lo que había imaginado. Durante los diez días que Hideyoshi pasó en Sakamoto, Ieyasu trasladó su ejército hasta Kiyosu. Era evidente que Ieyasu se proponía agitar el avispero de Iga, Ise y Kishu y avanzar hacia el oeste, entrar en Kyoto y amenazar Osaka de un solo golpe, como un tifón. Pero Hideyoshi no creía que el camino iba a ser fácil. Preveía un gran combate en su avance hacia Osaka, y Hideyoshi esperaba lo mismo. Pero ¿dónde sería? El único lugar de tamaño suficiente para ser el escenario de una batalla definitiva entre el este y el oeste era la ancha llanura de Nobi que bordeaba el río Kiso. Un hombre de iniciativa se haría con la ventaja construyendo fortificaciones y apoderándose de los lugares elevados. Ieyasu ya lo había hecho y estaba totalmente preparado, pero de Hideyoshi podría decirse que había empezado con retraso. En la tarde del día trece de aquel mes, aún no se había movido de Sakamoto. Pero a pesar de las apariencias, su tardanza no era el resultado de su negligencia. Hideyoshi sabía que Ieyasu no podía compararse con Mitsuhide o Katsuie. Tenía que retrasarse a fin de completar sus preparativos. Esperaba para convencer a Niwa Nagahide, esperaba para asegurarse de que los Mori no podrían hacer nada en las provincias occidentales, esperaba para destruir los restos peligrosos de los monjes guerreros de Shikoku y Kishu. Finalmente, esperaba para dividir la oposición de los generales en las cercanas Mino y Owari. 254


El torrente de mensajeros era interminable, y Hideyoshi los recibía mientras almorzaba. Acababa de dejar los palillos después de comer cuando llegó un despacho. Sin levantarse, tendió la mano para coger la caja de cartas. Era algo que había estado esperando, la respuesta de Bito Jinemon, al que había enviado como segundo mensajero al castillo de Ikeda Shonyu en Ogaki. ¿Serían buenas o malas noticias? No tenía ninguna noticia de los enviados a los que mandó para que otros castillos se inclinaran por su causa. Abrió la carta, con la sensación de que estaba cortando el sobre de un oráculo, y la leyó. —Muy bien —se limitó a decir. Aquella noche, después de haberse acostado, se levantó de repente como si se le hubiera ocurrido algo y llamó a los samurais de la guardia nocturna. —¿Volverá mañana por la mañana el mensajero de Bito? —No —replicó el guardián—, tenía mucha prisa y, tras un breve descanso, regresó a Mino, cabalgando de noche. Hideyoshi se sentó en la cama, cogió su pincel y escribió una carta a Bito. Gracias a vuestros grandes esfuerzos, Shonyu y su hijo me han prometido solidarizarse conmigo, y nada podría darme mayor alegría. Pero hay algo que debo decir de inmediato: si Nobuo e Ieyasu saben que Shonyu va a ayudarme, sin duda me amenazarán de todas las maneras concebibles. No reaccionéis. No hagáis nada temerario. Ikeda Shonyu y Mori Nagayoshi han sido siempre hombres valientes y orgullosos con un gran desprecio hacia el enemigo. En cuanto dejó el pincel, envió la nota a Ogaki. Sin embargo, dos días después, la noche del quince, fue enviado otro mensaje desde Ogaki. El castillo de Inuyama había caído. Al mismo tiempo Shonyu y su hijo habían tomado su decisión: habían capturado la 255


fortaleza más estratégica junto al río Kiso, ofreciéndola como prueba de su apoyo a Hideyoshi. Era una buena noticia. Hideyoshi estaba satisfecho, pero también había algo que le turbaba. Al día siguiente Hideyoshi se encontraba en el castillo de Osaka. Durante los próximos días se multiplicaron los augurios de fracaso. Tras la feliz victoria en Inuyama, Hideyoshi se enteró de que el yerno de Shonyu, Nagayoshi, deseoso de realizar una gran hazaña militar por sí solo, había planeado un ataque por sorpresa contra las fortificaciones de los Tokugawa en el monte Komaki. Su ejército había sido interceptado por el enemigo cerca de Haguro, y se rumoreaba que había perecido con gran parte de sus tropas. —Hemos perdido a este hombre debido a su espíritu de lucha. ¡Semejante necedad es imperdonable! Hideyoshi se dirigía a sí mismo este amargo lamento. El día diecinueve, cuando Hideyoshi estaba preparado para abandonar Osaka, llegó otra mala noticia de Kishu. Hatakeyama Sadamasa se había rebelado y estaba avanzando hacia Osaka por tierra y mar. Lo más probable era que Nobuo e Ieyasu hubieran sido los incitadores, pero aunque no lo fuesen, los supervivientes descontentos de los monjes guerreros del Honganji siempre estaban esperando una oportunidad de atacar. Hideyoshi se vio obligado a posponer el día de su partida, a fin de completar las defensas de Osaka. Eran las primeras horas de la mañana del día veintiuno del tercer mes. Los abadejos entonaban sus agudos cantos en los cañaverales de Osaka. Caían las flores de cerezo y en las calles las flores caídas revoloteaban alrededor de la larga comitiva de hombres con armadura y caballos. Parecía como si la naturaleza los despidiera. Los espectadores formaban una hilera compacta e interminable al lado de la carretera. Aquel día el ejército que seguía a Hideyoshi sumaba más de treinta mil hombres. Todo el mundo intentaba tener un atis256


bo de Hideyoshi, que cabalgaba en medio de ellos, pero era tan menudo y de aspecto ordinario que, rodeado por sus generales montados, pasaba fácilmente desapercibido. Pero Hideyoshi miraba a la multitud y sonreía confiadamente. Pensaba que Osaka iba a prosperar. Ya parecía florecer, y aquél era el mejor de todos los augurios. Vestían ropas de brillantes colores y atrevido diseño, y no había ninguna indicación de una ciudad en declive. ¿Sería porque tenían fe en el nuevo castillo que se alzaba en su mismo centro? «Ganaremos. Esta vez podemos ganar.» Así era como Hideyoshi adivinaba el futuro. Aquella noche el ejército acampó en Hirakata, y a primera hora de la mañana siguiente, los treinta mil hombres prosiguieron su avance hacia el este, siguiendo un camino serpenteante a lo largo del río Yodo. Cuando llegaron a Fushimi, unos cien hombres se adelantaron a recibirles en el cruce del río. —¿De quién son esos estandartes? —preguntó Hideyoshi. Los suspicaces generales entrecerraron los ojos. Nadie podía identificar los enormes estandartes con negros caracteres chinos sobre fondo rojo. Había también cinco pendones dorados y un estandarte de mando con insignias de ocho círculos más pequeños dentro de uno grande y central en un abanico dorado. Bajo esos estandartes, treinta guerreros montados, treinta lanceros, treinta mosqueteros, veinte arqueros y un cuerpo de infantería aguardaban en formación, sus brillantes atuendos agitados por la brisa del río. —Ve a averiguar quiénes son —ordenó Hideyoshi a un servidor. El hombre regresó en seguida. —Es Ishida Sakichi. Hideyoshi dio una ligera palmada a su silla de montar. —¿Sakichi? Bien, bien, él tenía que ser —dijo alegremente, como si se le acabara de ocurrir algo. Ishida Sakichi se acercó al caballo de Hideyoshi y saludó a su señor. 257


—Antes os hice una promesa y hoy he preparado para vuestro uso una fuerza financiada con el dinero obenido tras despejar las tierras no utilizadas de esta zona. —Bien, Sakichi, venid con nosotros. Sumaos a la columna de suministros en la retaguardia. Hombres y caballos por un valor que superaba las diez mil fanegas de arroz... Hideyoshi estaba impresionado por el ingenio de Sakichi. Aquel día la mayoría de las tropas pasaron por Kyoto y tomaron la carretera de Omi. Cada árbol y cada brizna de hierba rememoraba a Hideyoshi los reveses de su juventud. —Ahí está el monte Bodai —musitó Hideyoshi. Contempló la montaña y recordó a su señor, Takenaka Hanbei, el ermitaño del monte Kurihara. Al reflexionar ahora en ello, agradecía no haber pasado un solo día ocioso en aquella breve primavera de la vida. Los infortunios de su juventud y los esfuerzos de aquel entonces le habían convertido en lo que era ahora, y tenía la sensación de haber sido bendecido por aquel mundo oscuro y la humedad fangosa de sus calles. Hanbei, que llamaba señor a Hideyoshi, había sido un verdadero amigo al que no había podido olvidar. Incluso después de la muerte de Hanbei, cada vez que Hideyoshi tenía dificultades se decía: «Ojalá Hanbei estuviera aquí...». No obstante, permitió que aquel hombre muriese sin ninguna recompensa. De repente, las cálidas lágrimas acumuladas bajo los párpados de Hideyoshi empañaron su visión de la cumbre del monte Bodai. Y pensó en Oyu, la hermana de Hanbei... En aquel momento reparó en la capucha blanca de una monja budista que estaba a la sombra de los pinos al lado de la carretera. La mirada de la monja se cruzó un momento con la de Hideyoshi. Éste tiró de las riendas de su caballo y pareció a punto de dar una orden, pero la mujer que estaba bajo los pinos ya había desaparecido. Aquella noche, en el campamento, Hideyoshi recibió un 258


plato de pastelillos de arroz. El hombre que los entregó dijo que los había traído una monja que no dio su nombre. —Son deliciosos —dijo Hideyoshi, y se comió un par de pastelillos aunque ya había cenado. Mientras comentaba lo buenos que eran, tenía lágrimas en los ojos. Más tarde, el avispado paje mencionó el extraño talante de Hideyoshi a los generales que le atendían. Todos ellos parecieron sorprendidos, como si no pudieran conjeturar siquiera el motivo del comportamiento de su señor. Estaban preocupados por su expresión de tristeza, pero en cuanto puso la cabeza sobre la almohada, los fuertes ronquidos de Hideyoshi fueron tan ruidosos como de costumbre. Durmió tranquilamente durante cuatro horas. Por la mañana, cuando el cielo estaba todavía oscuro, se levantó y partió. Durante aquel día llegaron a Gifu los destacamentos primero y segundo. Shonyu y su hijo saludaron a Hideyoshi, y pronto el enorme ejército llenaba el castillo, tanto dentro como fuera. Antorchas y hogueras iluminaban el cielo nocturno sobre el río Nagara. A lo lejos, las unidades tercera y cuarta estuvieron la noche entera avanzando hacia el este. —¡Cuánto tiempo ha pasado! Sus voces sonaron al unísono en el momento en que Hideyoshi y Shonyu se encontraron. —Me satisface realmente que vos y vuestro hijo os hayáis unido a mí en estos momentos, y ni siquiera puedo expresar lo que habéis hecho por mí con el regalo del castillo de Inuyama. Me quedé muy impresionado por vuestra rapidez y la pericia con que aprovechasteis esa oportunidad. Pero aunque Hideyoshi no dijera nada al respecto, Shonyu estaba avergonzado. Parecía azorarle profundamente que su victoria en Inuyama no pudiera compensar la derrota y la pérdida sufrida por Nagayoshi. La carta de Hideyoshi que le había entregado Bito Jinemon le había advertido en particular de que no cediera a la tentación de enfrentarse a Ieyasu, pero había llegado demasiado tarde. 259


Entonces Shonyu se refirió a ese acontecimiento. —No sé cómo pedir disculpas por nuestra derrota debido a la necedad de mi yerno. —Estáis demasiado preocupado por eso —replicó Hideyoshi, riendo—. No es algo propio del Ikeda Shonyu que conozco. Cuando despertó a la mañana siguiente, Hideyoshi se preguntó si debía culpar a Shonyu o dejarle en paz. Al margen de cualquier otra consideración, la ventaja de tener en sus manos el castillo de Inuyama antes de librar la próxima gran batalla era extraordinaria. Hideyoshi alabó a Shonyu una y otra vez por su hazaña meritoria, y no sólo para consolarle. El día veinticinco Hideyoshi descansó y reunió a su ejército, que sumaba más de ochenta mil hombres. A la mañana siguiente abandonó Gifu, llegó a Unuma a mediodía y ordenó de inmediato que formaran un puente con embarcaciones para cruzar el río Kiso. Entonces el ejército acampó para pasar la noche. En la mañana del día veintisiete levantaron el campamento y se dirigieron a Inuyama, en cuyo castillo Hideyoshi hizo su entrada exactamente a mediodía. —Traedme un caballo de patas fuertes —ordenó, y en cuanto terminó de almorzar salió al galope por el portal del castillo, acompañado tan sólo por unos pocos jinetes con armadura ligera. —¿Adonde iréis, mi señor? —le preguntó un general, persiguiéndole a todo galope. —Sólo es necesario que me acompañéis unos cuantos —replicó Hideyoshi—. Si somos demasiados, el enemigo nos verá. Cruzaron a toda prisa el pueblo de Haguro, donde, según los informes, había muerto Nagayoshi, y subieron al monte Ninomiya. Desde allí Hideyoshi podía contemplar el principal campamento enemigo en el monte Komaki. Se decía que las fuerzas combinadas de Nobuo e Ieyasu sumaban unos sesenta y un mil hombres. Hideyoshi entrecerró los ojos y miró a lo lejos. El sol de mediodía brillaba intensamente. Se puso una mano sobre los ojos a modo de visera y 260


examinó lentamente el monte Komaki, ocupado por las fuerzas enemigas. Aquel día Ieyasu estaba todavía en Kiyosu. Había ido al monte Komaki, donde dio sus instrucciones para la alineación de combate, y regresó rápidamente. Era como si un maestro de go moviera una sola ficha sobre el tablero con extremo cuidado. La noche del veintiséis, Ieyasu recibió un informe confirmado de que Hideyoshi estaba en Gifu. Ieyasu, Sakakibara, Honda y otros vasallos estaban sentados en una habitación. Les acababan de decir que la construcción de las fortificaciones en el monte Komaki se habían completado. —¿De modo que Hideyoshi ha venido? —musitó Ieyasu. Mientras los demás hombres intercambiaban miradas, Ieyasu sonrió y la piel bajo sus ojos se arrugó como la de una tortuga. Todo sucedía tal como él había previsto. Hideyoshi siempre había sido un hombre de acción rápida, y el hecho de que en esta ocasión no mostrara su celeridad habitual preocupaba no poco a Ieyasu. ¿Se haría fuerte en Ise o iría al este, hacia la llanura de Nobi? Como Hideyoshi se encontraba todavía en Gifu, podía encaminarse en cualquiera de las dos direcciones. Ieyasu aguardaba el siguiente informe, el cual, cuando llegó, le puso al corriente de que Hideyoshi había tendido un puente sobre el río Kiso y estaba en el castillo de Inuyama. Ieyasu recibió esta información al anochecer del día veintisiete, y la expresión de su rostro anunciaba que había llegado el momento. Durante la noche se completaron los preparativos para la batalla. El día veintiocho, el ejército de Ieyasu avanzó hacia el monte Komaki, al ritmo de los tambores y bajo los ondeantes estandartes. Nobuo había regresado a Nagashima, pero al recibir un informe de la situación, se dirigió apresuradamente al monte Komaki, donde unió sus fuerzas a las de Ieyasu. —Tengo entendido que sólo las fuerzas de Hideyoshi que hay aquí suman más de ochenta mil hombres y que todas sus fuerzas combinadas son más de ciento cincuenta mil —dijo No261


buo, como si nunca hubiera pensado que él era la causa de aquella gran batalla. Sus ojos temblorosos revelaban lo que no podía ocultar en su pecho. Envuelto por el humo procedente de los fuegos de la cocina, Shonyu hizo una mueca al cruzar el portal del castillo. Tan sólo al ver su semblante los guerreros de Ikeda se sentían aprensivos, pues todos ellos sabían que el malhumor de Shonyu se debía a la derrota de Nagayoshi. A causa de su juicio erróneo, había asestado a sus aliados un severo golpe al comienzo mismo de la guerra, incluso antes de que Hideyoshi, el comandante en jefe, hubiera llegado al campo de batalla. Ikeda Shonyu siempre había confiado en que nadie le señalaba con desdén, y para un hombre que llevaba una vida de guerrero desde hacía cuarenta y ocho años, aquella deshonra debía de haber sido, como mínimo, inesperada. —Ven aquí, Yukisuke. Tú también, Terumasa. Que se acerquen también los servidores veteranos. Sentado con las piernas cruzadas en el salón de la ciudadela principal, había convocado a sus hijos Yukisuke y Terumasa y sus vasallos de alto rango. —Quiero que me deis vuestras opiniones sin reservas —les dijo, y se sacó un mapa de entre los pliegues del kimono—. Primero mirad esto. Mientras los hombres se pasaban el mapa, comprendieron lo que Shonyu sugería. En el mapa habían trazado una línea en tinta roja desde Inuyama a través de las montañas y sobre los ríos hasta Okazaki en Mikawa. Después de examinar el mapa, los hombres aguardaron en silencio lo que Shonyu les diría a continuación. —Si dejamos de lado Komaki y Kiyosu y nuestros hombres avanzan por una sola ruta hacia el castillo principal de Tokugawa en Okazaki, no hay ninguna duda de que incluso Ieyasu se sentirá confuso. De lo único que debemos preocuparnos es de 262


evitar que el enemigo vea nuestro ejército desde el monte Komaki. Nadie se apresuró a hablar. Aquél era un plan fuera de lo corriente. Si se cometía un solo error, el desastre resultante podría ser fatal para todos sus aliados. —Estoy pensando en ofrecer este plan al señor Hideyoshi. Si funciona, tanto Ieyasu como Nobuo no podrán evitar que los capturemos. Shonyu quería llevar a cabo alguna hazaña meritoria que compensara la derrota de su yerno. Quería devolver la mirada con expresión triunfante a quienes chismorreaban rencorosamente sobre él. Aunque comprendían que tales eran sus intenciones, nadie estaba dispuesto a criticar lo que se proponía hacer, nadie estaba dispuesto a decirle: «No, los planes inteligentes casi nunca tienen que ver con el mérito. Esto es peligroso». Al finalizar la conferencia el plan había obtenido un apoyo unánime. Todos los jefes rogaron que les dejaran ir en la vanguardia que penetraría en territorio enemigo y destruiría a Ieyasu en el mismo seno de su provincia. Genba, el sobrino de Katsuie, había intentado llevar a cabo un plan similar en Shizugatake. Sin embargo, Shonyu estaba dispuesto a defender el plan ante Hideyoshi. —Mañana iremos al campamento principal en Gakuden —dijo a sus servidores. Se pasó la noche pensando en la idea, pero al amanecer llegó un mensajero desde Gakuden y le dijo: —Hoy el señor Hideyoshi efectuará su ronda de inspección y es probable que haga un alto en el castillo de Inuyama alrededor de mediodía. Soplaba la suave brisa de comienzos del cuarto mes cuando Hideyoshi partió de Gakuden y, tras observar minuciosamente el campamento de Ieyasu en el monte Komaki y las fortificaciones enemigas de la zona, tomó la carretera de Inuyama acompañado por diez pajes y sus ayudantes más personales. Siempre que Hideyoshi se encontraba con Shonyu, le trata263


ba como un viejo amigo. Cuando eran unos jóvenes samurais en Kiyosu, Shonyu, Hideyoshi e Inuchiyo habían ido con frecuencia a beber juntos. —Por cierto, ¿cómo está Nagayoshi? —le preguntó. Aunque había corrido la noticia de que Nagayoshi había muerto, lo cierto era que sólo resultó malherido. —Su impetuosidad ha sido desastrosa, pero se ha recuperado de un modo extraordinario. Sólo habla de ir al frente lo antes posible y limpiar su nombre. Hideyoshi se volvió hacia uno de sus servidores. —Dime, Ichimatsu, de todas las fortificaciones enemigas que hoy hemos visto en el monte Komaki, ¿cuál parecía la más fuerte? Le gustaba hacer esa clase de preguntas, llamar a los hombres de su entorno y escuchar con placer las sinceras palabras de los jóvenes guerreros. En tales ocasiones, el grupo de jóvenes servidores personales que le rodeaba nunca se mordían la lengua. Cuando se acaloraban, a Hideyoshi le ocurría lo mismo, y semejante atmósfera hacía que un tercero tuviera dificultad para determinar si quienes discutían eran señor y servidores o simplemente amigos. No obstante, cuando Hideyoshi se ponía un poco serio, todos los demás se contenían de inmediato. Shonyu, que estaba sentado a su lado, finalmente intervino en la conversación. —También yo tengo grandes deseos de hablaros de algo. Hideyoshi se inclinó para escucharle y asintió. Entonces ordenó a todos los demás que se retirasen. Los dos hombres se quedaron a solas en el salón de la ciudadela principal y, como había un claro campo de visión, Hideyoshi no tenía necesidad de estar alerta. —-¿De qué se trata, Shonyu? —Hoy habéis efectuado la gira de inspección y supongo que habéis tomado algunas decisiones. ¿No os parece que los preparativos de Ieyasu en el monte Komaki son perfectos? —Pues sí, son espléndidos. No creo que nadie aparte de 264


Ieyasu hubiera podido levantar tales fortificaciones y posiciones en tan breve tiempo. —También yo he ido a examinarlas varias veces, y no veo cómo podemos atacar —dijo Shonyu. —Tal como están las cosas, vamos a vernos cara a cara —replicó Hideyoshi, —Ieyasu sabe que su adversario es un auténtico adversario —siguió diciendo Shonyu—, y por eso actúa con prudencia. Al mismo tiempo, nuestros aliados saben que ésta es la primera vez que nos enfrentamos a las famosas fuerzas de Tokugawa en una batalla decisiva. Así pues, es natural que la situación haya llegado a ser así..., cada uno mirando al otro. —Es interesante. Durante varios días ni siquiera se han oído los estampidos de las armas de fuego. Es una batalla silenciosa, sin lucha. —Bien, si me permitís... Shonyu avanzó de rodillas, extendió un mapa y explicó con entusiasmo su plan. Hideyoshi le escuchó con el mismo entusiasmo, asintiendo varias veces. Pero la expresión de su rostro no indicaba que llegaría fácilmente a un rápido acuerdo. —Si me dais vuestro permiso, levantaré a todo mi clan y atacaré Okazaki. Una vez ataquemos la provincia natal de Tokugawa e Ieyasu sepa que los cascos de nuestros caballos hoUan Okazaki, servirá de poco lo bien preparadas que estén sus murallas en el monte Komaki, o la grandeza de su genio militar. Se derrumbará desde dentro incluso sin que le ataquemos. —Pensaré en ello —dijo Hideyoshi, evitando una respuesta rápida—. Pero pensad también vos en ello una noche más..., no como algo vuestro, sino objetivamente. Es un plan inteligente y una empresa heroica, por lo que sólo en ese aspecto es peligroso. La estrategia de Shonyu era en verdad una idea original, y estaba claro que incluso el prudente Hideyoshi estaba impresionado. Pero los pensamientos de éste eran muy diferentes. Por su propia naturaleza, a Hideyoshi no le gustaban las 265


estrategias inteligentes o los ataques por sorpresa. Más que las estrategias militares, prefería la diplomacia; más que las victorias fáciles a corto plazo, prefería el dominio de la situación total, aunque requiriese largo tiempo. —Bien, no nos precipitemos —dijo, y entonces se relajó un poco—. Mañana tomaré una decisión. Venid al campamento principal por la mañana. Los servidores personales de Hideyoshi habían esperado en el corredor y ahora acudieron a su lado. Cuando llegaron a la entrada de la ciudadela principal, un samurai vestido de un modo extraño estaba inclinado en actitud de respeto junto al lugar donde estaban atados los caballos. Tenía la cabeza y un brazo vendados, y el manto sobre su armadura era de brocado dorado contra un fondo blanco. —¿Quién sois? El hombre alzó un poco la cabeza vendada. —Me avergüenza decir que soy yo, Nagayoshi, mi señor. —Vaya, Nagayoshi. Tenía entendido que estabais en cama. ¿Cómo están vuestras heridas? —Hoy he decidido levantarme. —No os esforcéis demasiado. Si dejáis que vuestro cuerpo se recupere, podréis borrar vuestro descrédito en cualquier momento. Al oír la palabra «descrédito», Nagayoshi se echó a llorar. Sacó una carta de su manto y la ofreció con gesto reverente a Hideyoshi, postrándose de nuevo. —Sería un honor par mí que leáis esto, mi señor. Hideyoshi asintió, tal vez compadeciéndose de la aflicción de aquel hombre. Una vez terminada la ronda de inspección del campo de batalla, Hideyoshi regresó a Gakuden al anochecer. Su campamento no estaba situado en una elevación, como el del enemigo en el monte Komaki, pero Hideyoshi había hecho el mejor uso de los bosques, campos y arroyos de la vecindad, y la posición de su ejército estaba rodeada por dos leguas cuadradas de trincheras y empalizadas. 266


Una precaución más era que el recinto del santuario del pueblo estaba disfrazado para que pareciera el lugar donde se alojaba Hideyoshi. Ieyasu no sabía con seguridad dónde estaba Hideyoshi, si en el campamento de Gakuden o en el castillo de Inuyama. La seguridad en la línea del frente era tan rigurosa que ni siquiera el agua podría haberse filtrado a través de ella, y la vigilancia por parte de uno u otro bando era ciertamente imposible. —No he podido bañarme desde que salí de Osaka. Hoy quiero quitarme de encima el sudor por una vez. Inmediatamente prepararon un baño para Hideyoshi. Sus ayudantes cavaron un hoyo en el suelo, lo forraron con grandes hojas de papel aceitado y lo llenaron de agua. A continuación pusieron un trozo de hierro al fuego y lo echaron al agua para calentarla. Finalmente colocaron tablas alrededor del hoyo y pusieron una cortina. —Ah, el agua es estupenda. En aquel sencillo baño al aire libre, el propietario de un cuerpo sin la menor pretensión se sumergió en el agua caliente y contempló las estrellas del cielo nocturno. Mientras se restregaba la sucia piel, pensó que aquél era el mayor lujo del mundo. Desde el año anterior, había despejado los terrenos alrededor de Osaka y procedido a la construcción de un castillo de majestad sin precedentes. Pero donde hallaba más placer era en lugares como aquel baño, más que en las habitaciones doradas y las torres primorosamente decoradas del castillo. De repente sintió nostalgia de su hogar en Nakamura, donde su madre le lavaba la espalda de pequeño. Hacía mucho tiempo que Hideyoshi no se sentía tan relajado, y en esa condición se trasladó a sus aposentos. —¡Ah, ya estáis preparados! —exclamó Hideyoshi al ver que los generales a los que había convocado aquella noche le estaban esperando. —Echad un vistazo a esto —les dijo, sacándose un mapa y una carta de la chaqueta y ofreciéndolos a sus generales. 267


La carta era una solicitud escrita con sangre por Nagayoshi. El mapa era el de Shonyu. —¿Qué os parece este plan? —les preguntó Hideyoshi—. Quiero oír las opiniones sinceras de todos. Durante un rato nadie dijo una sola palabra. Todos parecían sumidos en sus pensamientos. —Creo que es un plan exquisito —dijo finalmente uno de los generales. La mitad de los hombres estaban a favor y la otra mitad en contra. —Un plan inteligente es una jugada arriesgada —decían. La conferencia estaba en un punto muerto. Hideyoshi se limitaba a escucharles con una sonrisa. La importancia del tema era tal que no sería fácil llegar a una resolución. —Tendremos que dejarlo a vuestra prudente decisión, mi señor. Al anochecer los generales regresaron a sus campamentos. Lo cierto era que, durante el viaje de regreso desde Inuyama, Hideyoshi ya se había decidido. Si había convocado una conferencia no era porque no pudiera tomar una decisión. De hecho, había invitado a sus generales a una breve conferencia porque ya la había tomado. Una vez más, era una cuestión de liderazgo psicológico. Sus generales regresaron a sus campamentos respectivos con la impresión de que el jefe supremo probablemente no llevaría el plan a la práctica. Pero en su mente Hideyoshi ya se había puesto en acción. Si no aceptaba la sugerencia de Shonyu, su posición y la de Nagayoshi como guerreros sería delicada. Además, tenía la seguridad de que si reprimían sus temperamentos obstinados, éstos se manifestarían de alguna manera más adelante. Desde el punto de vista del mando militar, era una situación peligrosa. Más aún, Hideyoshi temía que si Shonyu se sentía descontento, sin duda Ieyasu trataría de tentarle para que cambiara de bando. «Ikeda Shonyu es mi subordinado. Si se cree blanco de ru268


mores deshonrosos, su prisa es razonable.» Así pensaba Hideyoshi. La situación actual estaba en un punto muerto, y sería necesario hacer algo positivo para lograr un cambio. —Ya está —dijo Hideyoshi en voz alta—. En vez de esperar a que Shonyu venga aquí mañana, esta noche le enviaré un mensajero. Tras recibir la carta urgente, Shonyu se dirigió velozmente al campamento de Hideyoshi. Era la cuarta guardia, y la noche estaba todavía oscura. —Me he decidido, Shonyu. Los dos hombres dieron fin a todos los preliminares antes del amanecer. Shonyu se reunió con Hideyoshi para desayunar y luego regresaron a Inuyama. Al día siguiente, el campamento parecía exteriormente en calma, pero había signos sutiles de movimiento. En el cielo de la tarde, cubierto de tenues nubes, resonó el fuego de enemigos y aliados, desde la dirección de Onawate. Se veían a lo lejos remolinos de arena y polvo, desde la carretera de Udatsu, en el lugar donde dos o tres mil soldados del ejército occidental empezaban a atacar las fortificaciones enemigas. —¡Ha empezado el ataque general! Los generales que miraban a lo lejos sentían una intensa excitación. Aquél era, ciertamente, un momento crucial en la historia. El hombre que ganara sería el dueño de la época. Ieyasu sabía que Hideyoshi había temido y respetado a Nobunaga más que a ningún otro. Ahora no había nadie más temido ni respetado que Ieyasu. Aquella mañana no se movió ni un solo estandarte en todo el campamento del monte Komaki. Era casi como si se hubieran dado órdenes estrictas de no reaccionar ante los pequeños ataques del ejército occidental para poner a prueba la resolución del ejército oriental. Llegó la noche. Un cuerpo del ejército oriental que se había retirado de la lucha entregó un fajo de hojas de propaganda que habían recogido en la carretera que conducía al campa269


mentó principal de Hideyoshi. Cuando éste leyó una de las hojas, montó en cólera. Decía: Hideyoshi causó el suicidio del señor Nobutaka, el hijo de su antiguo señor, Nobunaga, a quien debía mucho. Ahora se ha rebelado contra el señor Nobuo. Ha provocado una constante confusión en la clase guerrera, ha ocasionado desastres al pueblo y ha sido el principal instigador del conflicto actual, utilizando todos los medios para satisfacer sus ambiciones. La hoja seguía diciendo que Ieyasu se había alzado con una verdadera justificación para guerrear y que encabezaba el ejército del deber moral. Una expresión de ira, infrecuente en Hideyoshi, deformó su cara. -—¿Cuál de nuestros enemigos ha escrito esto? —preguntó. —Ishikawa Kazumasa —respondió un servidor. —¡Secretario! —gritó Hideyoshi, mirando por encima del hombro—: Que pongan carteles por todas partes con el mismo mensaje: quien tome la cabeza de Ishikawa Kazumasa recibirá una recompensa de diez mil fanegas. Ni siquiera tras dar esa orden remitió la cólera de Hideyoshi, y llamando a los generales que estaban presentes, ordenó una salida. —¡Así se comporta ese condenado Kazumasa! —dijo, exasperado—. Quiero que toméis un cuerpo de reserva y ayudéis a nuestros hombres ante las líneas de Kazumasa. Atacadle durante toda la noche y mañana atacadle de nuevo por la mañana y la noche. Que un ataque siga a otro, y no deis a Kazumasa ocasión de respirar. Finalmente pidió que le trajeran arroz y apremió a los servientes para que le sirvieran la cena de inmediato. Hideyoshi nunca se olvidaba de comer. Pero incluso mientras estaba comiendo, los mensajeros se desplazaban continuamente entre Gakuden e Inuyama y viceversa. 270


Entonces llegó el último mensajero con un informe de Shonyu. Musitando para sus adentros, Hideyoshi apuró despacio el cuenco de sopa. Aquella noche se oyó fuego de mosquete a una distancia considerable detrás del campamento principal. Los disparos habían resonado aquí y allá en las líneas del frente desde el alba, y continuaron hasta el día siguiente. Esto se consideraba todavía como la acción inicial de un ataque general de Hideyoshi contra el ejército occidental. Sin embargo, el primer golpe del día anterior había sido una finta de Hideyoshi, mientras que el verdadero movimiento lo habían constituido los preparativos en Inuyama para el ataque por sorpresa de Shonyu contra Okazaki. La estrategia consistía en desviar la atención de Ieyasu, mientras que las tropas de Shonyu avanzaban por caminos secundarios y atacaban el castillo principal de Ieyasu. El ejército de Shonyu estaba formado por cuatro cuerpos: Primer cuerpo: seis mil hombres de Ikeda Shonyu. Segundo cuerpo: tres mil hombres de Morí Nagayoshi. Tercer cuerpo: tres mil hombres de Hori Kyutaro. Cuarto cuerpo: ocho mil hombres de Miyoshi Hidetsugu. Los cuerpos primero y segundo de vanguardia constituían naturalmente el núcleo personal de esas fuerzas, guerreros dispuestos a vencer o morir. Era el día sexto del cuarto mes. Los veinte mil hombres de Shonyu partieron finalmente de Inuyama en el mayor secreto. Avanzaban con los estandartes bajos y los cascos de los caballos envueltos para evitar el ruido. Cabalgaron durante la noche y al amanecer se encontraron en Monoguruizaka. Los soldados comieron sus provisiones y descansaron un rato antes de proseguir su camino. Acamparon en el pueblo de Kamijo, desde donde partió un grupo de reconocimiento al castillo de Óteme. Anteriormente, Shonyu había enviado al jefe de los Garzas Azules, Sanzo, para entrevistarse con Morikawa Gonemon, el comandante del castillo, el cual había prometido traicionar a Ieyasu. Pero ahora, a fin de asegurarse, envió de nuevo a Sanzo. 271


Shonyu se había adentrado ahora profundamente en territorio enemigo. El ejército avanzaba paso a paso, acercándose a cada hora al castillo principal de Ieyasu, el cual estaba ausente, desde luego, lo mismo que sus generales y soldados que habían ido a las líneas del frente en el monte Komaki. Shonyu dirigiría su golpe letal contra aquel edificio desocupado, el capullo vacío en el que se había convertido el núcleo de la provincia natal del clan Tokugawa. El comandante del castillo de Óteme, que se había alineado con los Tokugawa pero al que Shonyu había tentado, ya había prometido su apoyo a Hideyoshi a cambio de un dominio de cincuenta milfanegas. Se abrieron las puertas del castillo y su comandante salió a recibir en persona a los invasores, mostrándoles el camino. La clase samurai bajo el antiguo shogunado no tenía el monopolio de la inmoralidad y la degradación. Bajo el gobierno de Ieyasu, tanto señor como servidor habían comido arroz frío y gachas, habían librado batallas, empuñado la azada, trabajado en los campos y a destajo para sobrevivir. Finalmente habían superado todas las penalidades y se habían vuelto lo bastante fuertes para luchar contra Hideyoshi. Sin embargo, incluso allí existían samurais como Morikawa Gonemon. —Bien, general Gonemon —dijo Shonyu, el rostro brillante de satisfacción—. Os estoy agradecido porque no os habéis retractado de vuestra promesa y habéis venido hoy a recibirnos. Si todo sale como hemos planeado, enviaré esa propuesta de cincuenta mil fanegas directamente al señor Hideyoshi. —No, anoche ya recibí la garantía del señor Hideyoshi. Al oír esta réplica de Gonemon, Shonyu volvió a sorprenderse de la vigilancia y fiabilidad de Hideyoshi. Entonces el ejército se dividió en tres columnas y avanzó por la llanura de Nagakute. Pasaron ante otra fortaleza, el castillo de Iwasaki, defendido solamente por doscientos treinta soldados. —Dejémoslo. Tomar un castillo pequeño como ése no tiene ningún mérito. No nos entretengamos por el camino. 272


Shonyu y Nagayoshi miraron de soslayo el castillo y pasaron por su lado como si ni siquiera fuese polvo en sus ojos. Pero cuando pasaban les dispararon una andanada desde el interior del castillo, y una de las balas rozó el flanco del caballo de Shonyu. El animal se encabritó y estuvo a punto de derribar a Shonyu de la silla. —¡Qué insolencia! —Shonyu alzó la fusta y gritó a los soldados del primer cuerpo—: ¡Acabad ahora mismo con ese pequeño castillo! Había sido aprobada la primera acción de las tropas, y liberaron toda su energía acumulada. Dos comandantes al mando de unos mil hombres cada uno cargaron contra el castillo. Incluso una fortaleza mucho mayor no habría podido resistir la acometida de unos guerreros tan bravos, y aquel castillo estaba defendido por una dotación pequeña. En un abrir y cerrar de ojos, escalaron sus muros, rellenaron el foso, prendieron fuego y la negra humareda cubrió el sol. En aquel momento, el general al mando del castillo presentó lucha y cayó combatiendo. Todos los soldados del castillo murieron con la excepción de un solo hombre, que logró huir y corrió al monte Komaki para informar a Ieyasu de la emergencia. Durante la breve batalla, el segundo cuerpo de Nagayoshi había dejado muy atrás al primer cuerpo. Los hombres descansaron y comieron sus provisiones. Mientras los soldados comían, vieron el humo y se preguntaron por el motivo, pero muy pronto un corredor procedente de las líneas del frente les informó sobre la caída del castillo de Iwasaki. Los caballos pacían la hierba mientras las risas reverberaban en la llanura. Tras recibir la misma información, el tercer cuerpo también se detuvo. Hombres y caballos descansaron en Kanahagiwara. En la retaguardia, el cuarto cuerpo también tiró de las riendas de sus caballos y aguardaron a que el cuerpo de ejército que tenían delante reanudara el avance. La primavera estaba abandonando las montañas y el verano se acercaba. El azul del cielo tenía una hermosa nitidez y 273


era incluso más profundo que el del mar. Poco después de detenerse, los caballos se amodorraron y en los campos de cebada y los bosques se oyeron los agudos trinos de alondras y bulbules. Dos días antes, durante la tarde del sexto día del cuarto mes, dos granjeros del pueblo de Shinoki se habían arrastrado por los campos y corrido de árbol en árbol, evitando los puestos de vigilancia del ejército occidental. —¡Hemos venido a informar al señor Ieyasu! —gritaron los dos hombres mientras corrían al campamento en el monte Komaki—. ¡Es muy importante! Ii Hyobu les condujo al cuartel general de Ieyasu. Poco antes Ieyasu había hablado con Nobuo, pero después de que éste se hubiera marchado, Ieyasu cogió un ejemplar de los Analectos de Confucio, que guardaba en el arcón de su armadura, y se puso a leer en silencio, haciendo caso omiso del fuego distante. Tenía cinco años menos que Hideyoshi y, a los cuarenta y dos, era un general en la flor de la vida. Era un hombre de maneras suaves y carácter afable, con la piel tersa y pálida, hasta tal punto que un observador podría haber dudado de que hubiera pasado por toda clase de penalidades y hubiera librado batallas en las que infundía ánimo a sus tropas tan sólo con la expresión de sus ojos. —¿Quién es? ¿Naomasa? Entra, entra. Ieyasu cerró el ejemplar de los Analectos y dio la vuelta a su escabel. Los dos granjeros informaron que aquella misma noche algunas unidades del ejército de Hideyoshi habían abandonado Inuyama y se dirigían a Mikawa. —Habéis hecho bien —dijo Ieyasu—. Seréis recompensados. Ieyasu tenía la frente tensa. Si atacaban Okazaki, no podría hacerse nada. Ni siquiera él había pensado que el enemigo abandonaría el monte Komaki y volvería a su provincia natal de Mikawa. —Llamad a Sakai, Honda e Ishikawa de inmediato —dijo calmosamente. 274


Ordenó a los tres generales que vigilaran el monte Komaki en su ausencia. Él dirigiría el grueso de sus fuerzas y perseguiría al ejército de Shonyu. Más o menos por entonces, un samurai rural había acudido al campamento de Nobuo para informar. Cuando Nobuo llevó al hombre ante Ieyasu, éste ya había convocado una conferencia de su estado mayor. —¡Venid también, señor Nobuo! Me parece que esta persecución terminará en una batalla impresionante, y si vos no estáis presente carecerá de significado. Las fuerzas de Ieyasu se dividirían en dos cuerpos y su total sería de diecinueve mil hombres. Los cuatro mil soldados de Mizuno Tadashige actuarían como la vanguardia del ejército. La noche del octavo día del mes, el cuerpo principal al mando de Ieyasu y Nobuo abandonó el monte Komaki. Finalmente cruzaron el río Shonai. Las unidades bajo Nagayoshi y Kyutaro vivaqueaban a sólo dos leguas de distancia, en la aldea de Kamijo. La tenue luz blanca en los arrozales cubiertos de agua y los arroyuelos revelaba la proximidad del amanecer, pero el entorno estaba lleno de sombras oscuras y unas nubes negras se cernían a baja altura. —¡Eh! ¡Aquí están! —¡Agachaos! ¡Tendeos! Los hombres del ejército perseguidor se apresuraron a agacharse en los arrozales, entre los arbustos, a la sombra de los árboles y en las hondonadas del terreno. Aguzando el oído, percibieron al ejército occidental que se movía en una larga y negra columna por la única carretera que desaparecía en un bosque a lo lejos. Las tropas perseguidoras se dividieron en dos cuerpos y avanzaron sigilosamente en pos del enemigo, el cual estaba compuesto por los cuatro cuerpos del ejército occidental dirigidos por Mikoshi Hidetsugu. Tal era la disposición de ambos ejércitos la mañana del noveno día. Además, el comandante seleccionado por Hideyoshi 275


para aquella importante empresa, su propio sobrino Hidetsugu, desconocía aún la situación cuando empezó a amanecer. Mientras que Hideyoshi había nombrado al ecuánime Hori Kyutaro como dirigente de la invasión de Mikawa, era a Hidetsugu a quien había designado como comandante en jefe. Sin embargo, Hidetsugu sólo tenía dieciséis años, por lo que Hideyoshi había seleccionado a dos generales veteranos, a los que ordenó que vigilasen al joven comandante. Las tropas estaban todavía fatigadas cuando el sol anunció apaciblemente el amanecer del noveno día. Sabiendo que los hombres debían de tener hambre, Hidetsugu ordenó el alto. Los generales y soldados se sentaron y desayunaron. El lugar era el bosque de Hakusan, llamado así porque el santuario Hakusan se alzaba en una pequeña colina. Hidetsugu puso su escabel de campaña en aquella elevación. —¿No tienes agua? —preguntó el joven a un servidor—. No me queda ni una gota en la cantimplora y tengo la garganta muy seca. Tomó la cantimplora y bebió hasta la última gota de agua. —No es bueno beber demasiado cuando estamos en movimiento, mi señor —le reprendió un servidor—. Tened un poco de paciencia. Pero Hidetsugu ni siquiera se volvió a mirarle. Los hombres a los que Hideyoshi había enviado para que le vigilaran eran un incordio. Tenía dieciséis años, era un general al mando de tropas y, naturalmente, le embargaba el espíritu de lucha. —¿Quién corre en esta dirección? —Es Hotomi. —¿Qué está haciendo aquí Hotomi? Hidetsugu entrecerró los ojos y estiró el cuello para ver. El comandante del cuerpo de lanceros, Hotomi, se le aproximó y se arrodilló. Estaba falto de aliento. —¡Tenemos una emergencia, señor Hidetsugu! —¿De veras? —Por favor, subid un poco más hasta la cima de la colina. —Allí. —Hotomi señaló una nube de polvo—. Todavía 276


está lejos, pero se mueve desde el abrigo de aquellas montañas hacia la llanura. —No es un torbellino, ¿verdad? La parte delantera está apretujada y le sigue una multitud. Es un ejército, no hay duda. —Tenéis que tomar una decisión, mi señor. —¿Es el enemigo? —No creo que pudiera ser nadie más. —Esperad, no estoy seguro de que sea realmente el enemigo. Hidetsugu actuaba todavía con indiferencia. Parecía pensar que aquello no podía ser cierto. Pero en cuanto sus servidores llegaron a la cima de la colina, gritaron al unísono. —¡Maldición! —Había pensado que el enemigo podría planear seguirnos. ¡Preparaos! Incapaces de aguardar las órdenes de Hidetsugu, todos ellos se pusieron en acción, arrancando briznas de hierba y levantando polvo en su apresuramiento. El suelo tembló, los caballos relinchaban, los oficiales y soldados gritaban sin cesar. En el momento que requirió transformar el periodo de descanso para comer en la preparación para el combate, los comandantes del ejército de Tokugawa habían dado la orden de disparar una lluvia de balas y flechas contra las tropas de Hidetsugu. —¡Fuego! ¡Lanzad las flechas! —¡Atacadles! Al observar la confusión del enemigo, los jinetes y el cuerpo de lanceros cargaron de súbito. —¡No dejéis que se acerquen a Su Señoría! Los gritos que rodeaban a Hidetsugu ahora sólo eran voces estridentes que instaban a proteger su vida. Aquí y allá, de entre los árboles y arbustos, de todas partes a lo largo de la carretera, surgían bandadas de soldados enemigos. La única fuerza capaz de abrir una ruta de escape era una pequeña formada por Hidetsugu y sus servidores. Hidetsugu había recibido heridas leves en dos o tres lugares y manejaba furiosamente la lanza. 277


—¿Estáis todavía aquí, mi señor? —¡Rápido! ¡Retirada! ¡Atrás! Cuando sus servidores le vieron, hablaron casi como si le estuvieran riñendo. Cada uno de ellos murió luchando. Kinoshita Kageyu vio que Hidegutsu había perdido de vista a su caballo y ahora estaba en pie. —¡Aquí! ¡Tomad éste! ¡Usad la fusta y salid de aquí sin mirar atrás! Tras darle a Hidetsugu su propio caballo, Kegeyu plantó su estandarte en el suelo y avanzó derribando a tantos enemigos como pudo antes de que le mataran. Hidetsugu se dispuso a montar, pero antes de que pudiera hacerlo el animal cayó abatido por una bala. —¡Déjame tu caballo! Mientras huía desesperadamente en medio de la refriega, Hidetsugu había visto a un guerrero montado que cabalgaba cerca de él, y le había gritado. El hombre tiró bruscamente de las riendas y se volvió para mirar a Hidetsugu. —¿Qué queréis, mi joven señor? —Dame tu caballo. —Eso es como pedirle a alguien su paraguas un día lluvioso, ¿no es cierto? No, no os lo daré aunque sea una orden de mi señor. —¿Por qué no? —Porque vos os retiráis y yo soy uno de los soldados que todavía atacan. Tras este rechazo, el hombre se alejó al galope. En su espalda, una sola rama de bambú silbaba al cortar el viento. —¡Maldita sea! —exclamó Hidetsugu mientras le veía alejarse. Era como si, para aquel hombre, él no hubiera sido más que una hoja de bambú al lado de la carretera. Hidetsugu miró atrás y vio una nube de polvo alzada por el enemigo. Pero un grupo de soldados derrotados de diferentes cuerpos, armados con lanzas, mosquetes y espadas largas, le vieron y le gritaron que se detuviera. 278


—¡Mi señor! ¡Si huís en esa dirección os vais a encontrar con otra unidad enemiga! Cuando llegaron a su lado, le rodearon entre todos y le llevaron hacia el río Kanare. Por el camino recogieron un caballo extraviado, y Hidetsugu por fin tuvo montura. Pero cuando hicieron un breve alto para descansar en un lugar llamado Hosogane, el enemigo les atacó de nuevo, sufrieron otra derrota y huyeron en dirección a Inaba. Así fue derrotado el cuarto cuerpo. El tercer cuerpo, al mando de Hori Kyutaro, estaba formado por unos tres mil hombres. Entre los distintos cuerpos existía una distancia de entre una legua y legua y media, y los mensajeros mantenían constantemente las comunicaciones abiertas entre las fuerzas, de manera que si el primer cuerpo descansaba, el avance de los demás cuerpos también se detendría, uno tras otro. De repente Kyutaro ahuecó una mano alrededor de una oreja y escuchó. —Eso han sido disparos, ¿verdad? En aquel instante, uno de los servidores de Hidetsugu fustigó a su caballo hacia el lugar donde descansaban sus compañeros y habló jadeando y sin desmontar. —Nuestros hombres han sido completamente derrotados. Las fuerzas de Tokugawa han aniquilado al ejército principal, e incluso la seguridad del señor Hidetsugu es incierta. ¡Volveos de inmediato! Kyutaro se había llevado una sorpresa, pero su semblante se mantuvo sereno. —¿Perteneces al cuerpo de mensajeros? —¿Por qué me preguntáis eso ahora? —Si no eres un mensajero, ¿por qué has venido hasta aquí corriendo y tan trastornado? ¿Has huido? —¡No! He venido para informaros de la situación. No sé si ha sido un acto cobarde o no, pero se trata de una emergencia y he venido lo más rápido posible para informar a los señores Nagayoshi y Shonyu. 279


Tras decir estas palabras, el hombre fustigó a su caballo y desapareció en dirección al cuerpo de ejército situado más adelante. —Puesto que ha venido un servidor en lugar de un mensajero, sólo podemos suponer que nuestros hombres en la retaguardia han sufrido una derrota total. Kyutaro se sobrepuso a la inquietud que le embargaba y permaneció un momento más sentado en su escabel de campaña. —¡Venid todos aquí! —Conocedores ya de la situación, sus servidores y oficiales se reunieron a su alrededor, sus semblantes pálidos—. Las fuerzas de Tokugawa están a punto de atacarnos. No desperdiciéis los proyectiles. Esperad hasta que el enemigo haya llegado a una distancia de sesenta pies antes de disparar. —Tras instruirles sobre la disposición de las tropas, hizo una última observación—. Os daré cien fanegas por cada guerrero enemigo muerto. No había estado desencaminado en sus previsiones. La fuerza de Tokugawa que había asestado un golpe arrasador al cuerpo de ejército de Hidetsugu se abalanzaba ahora ferozmente contra su propio cuerpo. Los mismos jefes de Tokugawa se sentían intimidados por el tenaz espíritu combativo de sus tropas. Las bocas de los caballos espumeaban, la determinación tensaba los rostros de los hombres y las oleadas de armaduras estaban cubiertas de sangre y polvo. Mientras las fuerzas de Tokugawa se aproximaban más y más al alcance de. tiro, Kyutaro las observaba atentamente. Entonces dio la orden. —¡Fuego! En aquel instante los disparos produjeron un tremendo estruendo y un muro de humo. Las armas eran de llave con mecha, y el tiempo necesario para cargar y disparar era de cinco o seis segundos, incluso para hombres expertos. Por ello se utilizaba un sistema de andanadas alternas. Así, después de cada andanada, el enemigo recibía otra en rápida sucesión. El ejército asaltante cayó atropelladamente ante aquella defensa. Nu280


merosos hombres yacían en el suelo, entre las nubes de humo de pólvora. —¡Están preparados! —¡Alto! ¡Atrás! Los jefes Tokugawa gritaban órdenes de retroceder, pero no era tan sencillo detener a sus soldados enardecidos. Kyutaro vio que había llegado el momento y gritó a las tropas que contraatacaran. Ahora la victoria estaba clara, tanto psicológica como físicamente, sin que nadie tuviera que esperar el resultado. Los cuerpos de guerreros que habían tenido una victoria tan brillante recibían ahora lo mismo que habían dado a Hidetsugu sólo momentos antes. En el ejército de Hideyoshi, el cuerpo de lanceros de Hori Kyutaro era famoso por su gran eficacia. Los cadáveres de los hombres que habían sido atravesados por las hojas de sus lanzas obstaculizaban ahora el paso de los caballos que transportaban a los generales que intentaban huir. Los generales de Tokugawa escapaban, sus largas espadas oscilando a sus espaldas, perseguidos por las hojas de las lanzas.

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Golpe maestro

Un tenue velo de humo de pólvora se cernía sobre la llanura de Nagakute, donde flotaba el hedor de los cadáveres y la sangre. Con el sol matinal se desplegaban en la llanura todos los colores del arco iris. La paz había vuelto, pero los soldados que habían traído consigo la carnicería se dirigían ahora a Yazako, como las nubes de un chaparrón nocturno. La huida provocaba más huida, huida y destrucción interminables. Kyutaro no perdió la cabeza mientras perseguía a las tropas de Tokugawa. —La retaguardia no debe seguirnos. Tomad el camino indirecto hacia Inokoishi y perseguidlos por dos carreteras. Una unidad se separó y siguió una ruta diferente, mientras Kyutaro se ponía al frente de seiscientos hombres contra el enemigo en retirada. Los muertos y heridos abandonados a lo largo de la carretera por los Tokugawa no bajarían de los quinientos hombres, pero los soldados de Kyutaro que continuaban su avance también eran menos. Aunque el cuerpo principal había avanzado mucho, dos hombres que todavía respiraban entre los cadáveres cruzaron 282


sus lanzas, las abandonaron por demasiado engorrosas y desenvainaron las espadas. Se trabaron, se separaron, cayeron al suelo, volvieron a levantarse y siguieron librando interminablemente su propia batalla particular. Finalmente uno le cortó la cabeza al otro. Gritando casi como un loco, el vencedor corrió en pos de sus compañeros del cuerpo principal, volvió a desaparecer en los miasmas del humo y la sangre y, alcanzado por una bala perdida, cayó muerto antes de que pudiera dar alcance a sus camaradas. Kyutaro gritaba hasta enronquecer. —Es inútil perseguirlos durante demasiado tiempo. ¡Genza! ¡Momoemon! ¡Detened a las tropas! ¡Decidles que retrocedan! Varios de sus servidores corrieron adelante y, no sin dificultad, refrenaron a sus tropas. —¡Retroceded! —¡Formad bajo el estandarte del comandante! Hori Kyutaro desmontó y caminó desde la carretera al promontorio de un risco. Desde allí su campo visual carecía por completo de obstáculos. Miró fijamente a lo lejos. —Vaya, qué rápido ha venido —musitó. La expresión de su rostro reflejaba una serenidad absoluta. Se volvió hacia sus ayudantes y les invitó a echar un vistazo. En el oeste, en una zona elevada, frente al sol matinal, algo brillaba en el monte Fujigane. ¿No se trataba del emblema de Ieyasu, el estandarte de mando con el abanico dorado? Kyutaro habló entristecido. —Es lamentable decirlo, pero carecemos de estrategia para enfrentarnos a un enemigo tan formidable. Nuestra tarea aquí ha terminado. Kyutaro reunió a sus tropas e inició una rápida retirada. Pero entonces cuatro mensajeros del primer y segundo cuerpo llegaron desde la dirección de Nagakute para entrevistarse con él. —La orden, dada directamente por el señor Shonyu, es que regreséis y unáis vuestras fuerzas a la vanguardia. 283


Kyutaro rehusó en redondo. —De ninguna manera. Nos retiramos. Los mensajeros apenas podían dar crédito a sus oídos. —¡La batalla empieza ahora! —dijeron, alzando sus voces—. ¡Por favor, regresad de inmediato y unid vuestras fuerzas a las de nuestro señor! Kyutaro también alzó la voz. —¡He dicho que me retiro y me retiro! Tenemos que velar por la seguridad del señor Hidetsugu. Además, más de la mitad de los hombres están heridos, y si nos enfrentamos a un enemigo fresco, será un desastre. No voy a librar una batalla que está perdida sin remedio. ¡Podéis decirle eso al señor Shonyu y también al señor Nagayoshi! Tras estas últimas palabras, partió al galope. El cuerpo de Hori Kyutaro se dirigió al encuentro de Hidetsugu y sus tropas supervivientes que estaban en la vecindad de Inaba. Entonces, incendiando las granjas a lo largo del camino, se defendieron una y otra vez de las tropas Tokugawa que les perseguían y finalmente regresaron al campamento principal de Hideyoshi en Gakuden antes de que se pusiera el sol. Los mensajeros que habían acudido en busca de la ayuda de Kyutaro estaban indignados. —¿Qué clase de cobardía es esta de huir al campamento principal sin echar siquiera un vistazo a la situación desesperada de nuestros aliados? —Es evidente que ha perdido el valor. —Hoy Kyutaro nos ha mostrado su verdadero carácter. Si regresamos vivos le despreciaremos. Entonces se volvieron hacia sus propios cuerpos aislados, dirigidos por Shonyu y, llenos de rabia, fustigaron los flancos de sus caballos. Realmente, los dos cuerpos bajo el mando de Shonyu y Nagayoshi ahora no eran más que forraje para leyasu. Los dos hombres eran tan diferentes como sus habilidades. En aquella ocasión la batalla entre Hideyoshi e leyasu era como un gran 284


campeonato de sumo, y cada hombre comprendía bien a su contrario. Tanto Hideyoshi como Ieyasu habían caído pronto en la cuenta de que la situación llegaría al aprieto actual, y cada uno de los dos hombes circunspectos sabía que no podría derribar al enemigo mediante trucos fáciles o teatrales. Pero pobre del soldado bravo y feroz que actúa sólo movido por su orgullo de guerrero. Ardiendo tan sólo con su propia voluntad, no conoce ni al enemigo ni sus propias capacidades. Tras instalar su taburete de campaña en el monte Rokubo, Shonyu inspeccionó las más de doscientas cabezas de enemigos tomadas en el castillo de Kawasaki. Era por la mañana, hacia la primera mitad de la hora del dragón. Shonyu aún no tenía la menor idea del desastre ocurrido en su retaguardia. Mirando tan sólo las ruinas humeantes del castillo enemigo que tenía delante, estaba embriagado por el pequeño placer en el que el guerrero cae con tanta facilidad. Tras la inspección de las cabezas y el acta de las hazañas meritorias realizadas por las tropas, desayunaron. Mientras los soldados masticaban, de vez en cuando miraban hacia el nordeste. De repente, algo en aquella dirección llamó también la atención de Shonyu. —Tango, ¿qué es eso que se ve en el cielo por allí? —preguntó Shonyu. —¿Podría ser una insurrección? —sugirió alguien. Pero mientras seguían comiendo lo que quedaba de sus raciones, oyeron de repente unos gritos confusos al pie de la colina. Cuando se estaban preguntando qué sería aquello, llegó corriendo hasta ellos un mensajero de Nagayoshi. —¡Nos han cogido desprevenidos! —gritó el hombre mientras se postraba ante el escabel de campaña de Shonyu—. ¡Vienen por detrás de nosotros! Los generales tuvieron la sensación de que un viento frío había soplado a través de sus armaduras. —¿Qué quiere decir eso de que vienen por detrás de nosotros? —preguntó Shonyu. 285


—Una fuerza enemiga ha seguido a la retaguardia del señor Hidetsugu. —¿La retaguardia? —Han efectuado un ataque repentino por ambos flancos. Shonyu se levantó bruscamente, en el preciso instante en que llegaba un segundo mensajero desde Nagayoshi. —No hay tiempo que perder, mi señor. La retaguardia del señor Hidetsugu ha sido completamente derrotada. Hubo un movimiento repentino en la colina y, a continuación, el sonido de órdenes impartidas con voz ronca y de los soldados que bajaban por el camino hasta el pie de la colina. Desde la ladera umbría del monte Fujigane el estandarte de mando del abanico dorado brillaba por encima del ejército de Tokugawa. Había algo casi embrujador en el símbolo, que hacía estremecerse en lo más íntimo a cada guerrero del ejército occidental en la llanura. Existe una gran diferencia psicológica entre el espíritu de un ejército que avanza y el de un ejército que ha dado la vuelta. Nagayoshi, que ahora alentaba a sus hombres desde lo alto de su caballo, parecía un hombre que preveía su propia muerte. Su armadura estaba hecha de cuero negro con cordones azul oscuro, y la chaqueta sin mangas que la recubría era de brocado de oro sobre un fondo blanco. Unas astas de ciervo adornaban su yelmo, que llevaba echado sobre los hombros. Todavía tenía la cabeza envuelta en vendajes blancos. El segundo cuerpo había descansado en Oushigahara, pero en cuanto se enteró de la persecución de que era objeto por parte de las fuerzas de Tokugawa, Nagayoshi arengó a sus hombres y miró furibundo el abanico dorado en el monte Fujigane. —Ese hombre es un digno adversario —dijo—. Hoy voy a desquitarme del fracaso de Haguro, pero no lo haré sólo por mí. Les mostraré cómo elimino también el desprestigio de mi suegro. Se había propuesto reivindicar su honor. Nagayoshi era un hombre apuesto, y el atuendo de muerte que se había puesto parecía demasiado triste para él. 286


—¿Has llevado el informe a la vanguardia? El mensajero, que había regresado, acercó su caballo al de su señor, se adaptó a su andadura y le informó. Nagayoshi, que miraba fijamente adelante, aflojó las riendas mientras escuchaba. —¿Y qué hay de los hombres en el monte Rokubo? —preguntó. —Las tropas formaron con rapidez y ahora vienen detrás de nosotros. —En ese caso, dile al señor Kyutaro del tercer cuerpo que hemos combinado nuestras fuerzas y avanzamos para enfrentarnos a Ieyasu en el monte Fujigane, de modo que debería venir en esta dirección para apoyarnos. Cuando el hombre se alejaba al galope, dos mensajeros montados partieron velozmente con las mismas instrucciones de Shonyu para Kyutaro. Pero, como ya hemos relatado, Kyutaro rechazó esa solicitud y los mensajeros regresaron indignados. Cuando Nagayoshi recibió sus informes, su ejército ya había atravesado una zona pantanosa entre las montañas y empezaba a subir a lo alto de Gifugadake en busca de una buena posición. Ante ellos ondeaba el estandarte de Ieyasu del abanico dorado. La disposición del terreno era complicada. A lo lejos serpenteaba un acceso a una sección de la llanura de Higashi Kasugai, unas veces como cortado a tijera entre las montañas, otras abarcando llanuras más pequeñas. La carretera de Mikawa que conectaba con Okazaki se veía en el lejano sur. Pero las montañas cubrían más de la mitad del campo de visión. No había precipicios en vertical ni altos riscos, sino sólo una sucesión de colinas ondulantes. Finalizaba la primavera y los árboles estaban llenos de brotes de tenue color rojo. Hubo un intercambio de mensajeros en rápida sucesión, pero Nagayoshi y Shonyu se comunicaban sus pensamientos sin necesidad de palabras. Los seis mil soldados de Shonyu fueron divididos de inmediato en dos unidades. Unos cuatro mil 287


se dirigieron hacia el norte y entonces formaron hacia el sudeste en terreno elevado. El estandarte de mando y las banderas anunciaban claramente que los generales eran el hijo mayor de Shonyu, Yukisuke, y su segundo hijo, Terumasa. Aquélla era el ala derecha. El ala izquierda estaba formada por los tres mil soldados de Nagayoshi en Gifugadake. Shonyu se puso al frente de los dos mil soldados restantes y permaneció con ellos como cuerpo de reserva. Alzó su estandarte de mando en el mismo centro de la formación en ala de grulla. —Quisiera saber cómo atacará Ieyasu —comentó. A juzgar por la altura del sol, sabían que sólo era la segunda mitad de la hora del dragón. ¿Habían sido las horas largas o cortas? Aquél no era un día para medir el tiempo de la manera ordinaria. Los hombres tenían la garganta seca, pero no querían agua. El silencio extraordinario les ponía la piel de gallina. Un ave graznó frenéticamente al sobrevolar el valle, pero eso fue todo. Los pájaros habían volado a alguna otra montaña más apacible, dejándoles el lugar a ellos.

Ieyasu tenía los hombros demasiado encorvados. Después de los cuarenta años se había engordado un poco, e incluso cuando se ponía la armadura tenía la espalda redondeada y los hombros rollizos. El yelmo, pesado y muy adornado, parecía hundirle la cabeza en los hombros. Tenía sobre las rodillas la mano derecha, que sostenía el bastón de mando, y la izquierda. Sentado en el borde de su escabel de campaña, con los muslos separados, se inclinaba desgarbadamente adelante, de una manera que afectaba a su dignidad. Aquélla era su postura ordinaria, incluso cuando se sentaba ante un invitado o caminaba. No era hombre que sacara el pecho. Sus vasallos de alto rango le habían aconsejado cierta vez que corrigiese su postura, e Ieyasu había asentido vagamente. Pero una noche, cuando conversaba con sus servidores, les habló un poco de su pasado. 288


—Crecí en la pobreza. Más aun, fui rehén de otro clan desde los seis años, y cuantos me rodeaban tenían más derechos que yo. Así pues, naturalmente adquirí el hábito de no ir por ahí sacando el pecho, ni siquiera cuando estaba con otros niños. Otro motivo de mi mala postura es que cuando estudiaba en la fría habitación del templo Rinzai, leía mis libros en un pupitre tan bajo que debía encorvarme como un jorobado. Casi me obsesionaba la idea de que algún día sería liberado como rehén del clan Imagawa y volvería a ser dueño de mi cuerpo. No podía jugar como un niño. Parecía como si Ieyasu nunca pudiera olvidar la época que pasó con el clan Imagawa. No había ni uno solo entre sus ayudantes que no le hubiera oído contar las anécdotas de sus tiempos de rehén. —Pero ¿sabéis? —siguió diciendo—, según lo que me dijo Sessai, los sacerdotes sienten más respeto por lo que revelan los hombros de un hombre que su cara. Así pues, cuando yo miraba los hombros del abad, descubría que eran siempre tan redondeados y suaves como un halo. Si un hombre quisiera introducir el universo entero en su pecho, no podía hacerlo con el pecho salido. De esa manera empecé a pensar que mi postura no era tan mala. Tras establecer su cuartel general en Fujigane, Ieyasu miró calmosamente a su alrededor. —¿Es eso Gifugadake? Los hombres que hay ahí deben ser los de Nagayoshi. Bien, supongo que las fuerzas de Shonyu no tardarán en prepararse en una montaña u otra. Que uno de los exploradores corra a echar un vistazo. Los exploradores regresaron en seguida e informaron a Ieyasu. Naturalmente, la información sobre las posiciones enemigas llegó por etapas. Mientras Ieyasu escuchaba los informes, formuló su estrategia. Por entonces ya era la hora de la serpiente. Habían transcurrido casi dos horas desde que aparecieran las banderas enemigas en la montaña que se alzaba delante de ellos. Pero Ieyasu estaba tranquilo. 289


—Shiroza, Hanjuro, venid aquí. Todavía sentado, miró a su alrededor con expresión serena. —Sí, mi señor. Los dos samurais se le acercaron con ruido de armadura en movimiento. Ieyasu les pidió sus opiniones mientras comparaba el mapa que tenía delante con la realidad. —Parece ser que las fuerzas que tiene Shonyu en Kobehazama están formadas por auténticos veteranos. Según cómo se muevan, aquí, en Fujigane, podemos estar en auténtica desventaja. Uno de los hombres señaló los picos que se alzaban en el sudeste y respondió: —Si estáis resuelto a dar una batalla decisiva de lucha reñida, creo que aquellas estribaciones serían lugares mucho mejores para clavar nuestros estandartes. —¡Muy bien! En marcha. Tal fue la rapidez de su decisión. El cambio en la posición del ejército se efectuó de inmediato. Desde las estribaciones, el terreno elevado que ocupaba el enemigo estaba tan cerca que podía tocarse. Separados tan sólo por una ciénaga y la zona baja de Karasuhazama, los soldados podían ver las caras de sus enemigos e incluso oír sus voces acarreadas por el viento. Ieyasu ordenó la situación de cada unidad, mientras él mismo instalaba su escabel de campaña en un lugar desde donde tenía una vista sin obstrucciones. —Bueno, veo que hoy Ii está al frente de la vanguardia —dijo Ieyasu. —¡La Guardia Roja ha venido al frente! —Tienen buen aspecto, pero me pregunto qué tal lucharán. Ii Hyobu contaba veintitrés años. Todo el mundo sabía que Ieyasu le tenía en gran estima, y hasta aquella mañana había figurado entre los servidores al lado de Ieyasu. Por su parte, Ieyasu consideraba a Ii como un hombre muy útil y le había dado el mando de tres mil hombres y la responsabilidad de di290


rigir la vanguardia. Esa posición conllevaba la posibilidad de alcanzar la fama más grande y de sufrir las más amargas penalidades. —Hoy muestra tu arrojo sin reservas —le aconsejó Ieyasu. Sin embargo, Ii era tan joven que Ieyasu tomó la precaución de destinar dos servidores expertos a su unidad, y le pidió que hiciera caso de lo que le dijeran aquellos veteranos. Los hermanos Yukisuke y Terumasa contemplaron a la Guardia Roja desde su posición elevada en Tanojiri, al sur. —¡Atacad a la ostentosa Guardia Roja que tanto se pavonea! —ordenó Yukisuke. Entonces los hermanos enviaron una unidad de doscientos o trescientos hombres desde el lado de una quebrada y un cuerpo de ataque de mil hombres desde las líneas del frente. Primero dispararon sus armas de fuego. Al mismo tiempo el estrépito de los disparos se alzó en las estribaciones, y el humo blanco se extendió como una nube. Cuando el humo se convirtió en una ligera neblina que se deslizaba hacia la ciénaga, los guerreros de Ii vestidos de rojo corrieron rápidamente hacia el terreno bajo. Un grupo de guerreros con armaduras negras y soldados de a pie corrieron a su encuentro. La distancia entre los dos grupos se acortó en seguida, y los dos cuerpos de lanceros entablaron un combate cuerpo a cuerpo. Los hombres realmente heroicos en una batalla de guerreros solían verse en la lucha con lanza. Más aún, a menudo las acciones de los lanceros decidían el resultado de la batalla. Fue allí donde el cuerpo de Ii mató a varios centenares de enemigos. Sin embargo, la Guardia Roja no escapó sin bajas, y buen número de los servidores de Ii encontraron la muerte. Ikeda Shonyu había pensado durante cierto tiempo en el plan de batalla. Vio que las tropas mandadas por sus hijos se trababan en un combate cuerpo a cuerpo con la Guardia Roja y que la batalla se intensificaba gradualmente. —¡Ahora es nuestra oportunidad! —gritó a sus espaldas. 291


Un cuerpo de unos doscientos hombres que estaban dispuestos a vencer o morir habían preparado sus lanzas de antemano y aguardaban el momento. En cuanto les dieran la orden de avanzar, correrían en dirección a Nagakute. Que Shonyu eligiera tácticas de combate insólitas, incluso en unos momentos como aquéllos, era propio de su carácter. La unidad de tropas de ataque recibió la orden, avanzó en círculo alrededor de Nagakute y se fijó como objetivo las tropas que quedaban después de que el ala izquierda de Tokugawa se hubiera adelantado. El plan consistía en atacar rápidamente el centro del enemigo y, cuando el orden de batalla de éste se hubiera desbaratado, capturar al comandante en jefe, Tokugawa Ieyasu. Sin embargo, el plan no tuvo éxito. Los Tokugawa les descubrieron antes de que llegaran a su objetivo, recibieron intensas descargas de mosquete y su avance quedó frenado en una zona pantanosa donde era difícil moverse. Incapaces de avanzar o retroceder, sufrieron un número de bajas lamentable. Ngayoshi, que contemplaba la situación de la batalla desde Gifugadake, chasqueó la lengua. —Ah, los han enviado demasiado pronto —se quejó—. Esa impaciencia es impropia de mi suegro. Aquel día era el joven quien, en cualquier situación, estaba mucho más sereno que su suegro. En realidad, Nagayoshi había decidido en el fondo de su corazón que aquél iba a ser el día de su muerte. Sin ningún otro pensamiento ni distracción, se limitaba a mirar adelante, hacia el escabel del general en jefe bajo el abanico dorado, en las estribaciones que tenía delante. Pensaba en lo mucho que le satisfaría matar a Ieyasu. Éste, por su parte, vigilaba Gifugadake más que cualquier otra zona, consciente de que la moral en las filas de Nagayoshi era alta. Cuando un explorador le informó de cómo se había vestido Nagayoshi aquel día, hizo una advertencia a cuantos le rodeaban. —Parece ser que hoy Nagayoshi se ha vestido con su atuendo de muerte, y no hay nada más intimidante que un enemigo 292


decidido a morir. No os lo toméis a la ligera ni permitáis que os embauque el dios de la muerte. Así pues, ninguno de los dos bandos iniciaría fácilmente la confrontación. Nagayoshi contemplaba los movimientos de sus adversarios, sintiendo en lo más profundo que si la batalla de Tanojiri se intensificaba, Ieyasu no podría contemplarla como simple espectador. Sin duda enviaría una división de soldados como refuerzos, y ésa sería la oportunidad que aprovecharía Nagayoshi para atacar. Pero Ieyasu no iba a dejarse embaucar con tanta facilidad. —Nagayoshi es más fiero que la mayoría de los hombres. Si está tan quieto, seguro que trama algo. La situación en Tanojiri revelaba las expectativas de Nagayoshi, y las señales de la derrota de los hermanos Ikeda eran cada vez más abundantes. Finalmente resolvió que no podía seguir esperando. Pero en aquel preciso momento, el estandarte de mando con el abanico dorado que había permanecido invisible hasta entonces fue alzado de súbito en las estribaciones donde Ieyasu esperaba. La mitad del ejército de Ieyasu se apresuró hacia Tanojiri, mientras que los hombres restantes alzaban sus voces y atacaban Gifugadake. Las tropas de Nagayoshi se abalanzaron contra ellos, y la colisión de los dos ejércitos hizo que las tierras bajas de Karasuhazama se convirtieran en un remolino de sangre. El fuego de mosquete era incesante. Se trataba de una batalla desesperada en un lugar confinado por colinas, y los relinchos de los caballos, así como los choques de espadas largas y lanzas resonaban de un lado a otro. Las voces de los guerreros que gritaban sus nombres a los adversarios estremecían el cielo y la tierra. Pronto no hubo una sola posición donde no se combatiera en los estrechos límites de la zona, ni un solo comandante o soldado que no luchara por su vida. Cuando algunas tropas parecían victoriosas, se desmoronaban, y de la misma manera, cuando otras parecían derrotadas, se abrían paso entre el ene293


migo. Nadie sabía quién había ganado, y durante algún tiempo fue una batalla en la oscuridad. Mientras unos morían, otros, victoriosos, gritaban sus nombres. Entre los heridos, a unos les llamaban cobardes, mientras otros eran alabados por su valentía. Sin embargo, si un observador mirase la escena con atención, vería que cada individuo se precipitaba hacia la eternidad, creando su propio destino intransferible. La vergüenza era lo único que no permitiría a Nagayoshi pensar en volver con vida al mundo cotidiano. Era la razón por la que aquel día se había puesto su atuendo mortuorio. —¡Me enfrentaré a Ieyasu! —prometió Nagayoshi. Cuando el caos de la batalla se hacía más intenso, Nagayoshi convocó a cuarenta o cincuenta guerreros y se encaminaron hacia el estandarte de mando del abanico dorado. —Voy al encuentro de Ieyasu, ¡ahora mismo! Nagayoshi fustigó a su caballo en dirección a la colina que se alzaba delante. —¡Alto, no vas a ninguna parte! —gritó un soldado Tokugawa. —¡Prended a Nagayoshi! —¡Es el hombre de la capucha blanca que cabalga al galope! Las oleadas de hombres vestidos con armadura que trataban de detenerle corrían a su lado y eran atropellados o, cuando se aproximaban a él, quedaban envueltos en rociadas de sangre. Pero entonces, uno de los proyectiles de mosquete apuntado al guerrero de la chaqueta de brocado blanco le alcanzó entre los ojos. La blanca capucha alrededor de la cabeza de Nagayoshi se tiñó súbitamente de rojo. Al caer del caballo, tuvo un último atisbo del cielo del cuarto mes, y el heroico joven de veintiséis años se precipitó al suelo del valle, sujetando todavía las riendas. Hyakudan, el caballo favorito de Nagayoshi, se encabritó y relinchó desolado. 294


Un grito que era como un gran sollozo se alzó de sus hombres, que corrieron en seguida a su lado. Cargando el cadáver sobre sus hombros, se retiraron a lo alto de Gifugadake. Hombres de las fuerzas de Tokugawa corrieron tras ellos, luchando por el símbolo de su hazaña y gritando: «¡Tomad su cabeza!». Los guerreros que habían perdido a su jefe estaban al borde de las lágrimas. Giraron en redondo y, con fieras expresiones, dirigieron sus lanzas contra sus perseguidores. De alguna manera lograron ocultar el cuerpo de Nagayoshi, pero la noticia de que éste había sido derribado corrió como un gélido viento por todo el campo de batalla. La suerte de la lucha se había vuelto contra ellos, y ahora otro desastre había sobrevenido a las fuerzas de Shonyu. Era como si hubieran vertido agua hirviendo sobre un hormiguero: los guerreros huían confusamente en todas las direcciones. —¡No son dignos de que los llamemos aliados! —gritó Shonyu. Subió por la ladera y, en contraste con la paz que reinaba en aquel lugar, gritó enfurecido a los pocos soldados con los que se cruzaba—: ¡Estoy aquí! ¡No os retiréis vergonzosamente! ¿Habéis olvidado lo que aprendisteis a diario? ¡Volved! ¡Volved y luchad! Pero el grupo de hombres con capuchas negras que le rodeaba no resistieron en medio del derrumbre general y emprendieron la huida. Sólo un patético paje de quince o dieciséis años se le acercó vacilante. Conducía por la brida a un caballo extraviado, que ofreció a su señor. En la batalla que se libraba al pie de la colina, el caballo de Shonyu había caído al suelo alcanzado por una bala. El general estaba rodeado por el enemigo, pero se había abierto paso desesperadamente y subido por la ladera. —Ya no necesito un caballo. Pon aquí mi escabel de campaña. El paje le obedeció y Shonyu tomó asiento. —Cuarenta y ocho años terminan aquí —musitó. Mirando al paje, siguió diciendo—: Eres el hijo de Shirai Tango, ¿ver295


dad? Supongo que tus padres te están esperando. Corre lo más rápido que puedas a Inuyama. ¡Mira, están llegando las balas! ¡Vete de aquí en seguida! Tras haber despedido al lloroso paje, se encontró solo y libre de cuidados. Contempló serenamente el mundo por última vez. Muy pronto oyó un ruido que era como la lucha de animales salvajes, y los árboles se agitaron en los riscos por debajo de donde estaba. Al parecer, aún quedaban algunos de sus guerreros con capucha negra, los cuales blandían sus armas y trababan un combate mortal. Shonyu se sentía paralizado. Ya no se trataba de la victoria o la derrota. El pesar de abandonar este mundo le hizo reflexionar en el lejano pasado, matizado por el aroma de la leche materna. Repentinamente, empezaron a moverse los arbustos delante de él. —¿Quién es? —La rabia brillaba en los ojos de Shonyu—. ¿Es el enemigo? Su voz era tan serena que el guerrero de Tokugawa que se acercaba retrocedió sin querer, asombrado. Shonyu volvió a llamarle y le apremió. —¿Eres del enemigo? Si es así, córtame la cabeza y habrás logrado una gran hazaña. El hombre que te habla es Ikeda Shonyu. El guerrero agazapado en el espeso sotobosque alzó la cabeza y miró a Shonyu. Se estremeció un momento y, mientras se levantaba, habló en tono arrogante. —Vaya, he encontrado a alguien importante. Soy Nagai Denpachiro, del clan Tokugawa. ¡Prepárate! Tras gritar la última palabra, arrojó su lanza. Podría haber esperado que, en respuesta a su grito, la espada del famoso y fiero general hubiera opuesto una fiera resistencia, pero la lanza de Denpachiro penetró profundamente en el costado de su adversario sin ninguna dificultad. Más que Shonyu, cuyo costado había sido traspasado, fue Denpachiro 296


quien se tambaleó adelante debido al impulso de su fuerza excesiva. Shonyu cayó, la punta de la lanza sobresaliéndole de la espalda. —¡Córtame la cabeza! —volvió a gritar. Ni siquiera entonces blandía su espada larga. Había pedido que el enemigo le matara y ahora le ofrecía su cabeza. Denpachiro se había mostrado arrogante, pero cuando tuvo súbita conciencia de los sentimientos de aquel general enemigo y de la manera en que se enfrentaba a sus últimos momentos, experimentó una emoción violenta, que le produjo deseos de llorar. —¡ Ah! —exclamó, pero estaba tan fuera de sí, tan contento por su gran logro inesperado, que no sabía qué hacer a continuación. En aquel momento oyó los ruidos de sus compañeros bajo los riscos que se peleaban por llegar primero. —¡Soy Ando Hikobei! ¡Prepárate! —¡Me llamo Uemura Denemon! —¡Soy Hachiya Shichibei, del clan Tokugawa! Cada uno anunció su nombre mientras competían por hacerse con la cabeza de Shonyu. ¿De quién era la espada que la cortó? Sus manos ensangrentadas la cogieron por el moño y la hicieron girar. —¡He conseguido la cabeza de Ikeda Shonyu! —gritó Nagai Denpachiro. —¡No, la he conseguido yo! —gritó Ando Hikobei. —¡La cabeza de Shonyu es mía! —exclamó Uemura Denemon. Una tormenta de sangre, una tormenta de voces violentas, una tormenta de egoísta deseo de fama. Cuatro, cinco hombres..., un grupo cada vez más numeroso de guerreros con la cabeza cortada en el centro partieron hacia el lugar donde estaba Ieyasu en su escabel de campaña. —¡Hemos matado a Shonyu! Ese grito se convirtió en una oleada que iba desde los picos 297


a la ciénaga y hacía que las fuerzas de Tokugawa en el campo de batalla gritaran de alegría. Los hombres de las fuerzas de Ikeda que habían logrado huir no gritaban. En un momento aquellos hombres habían perdido el cielo y la tierra, y como hojas secas ahora buscaban un lugar donde pudieran salvar la vida. —¡Que no regrese vivo uno solo de ellos! —¡Perseguidlos! ¡Atacadlos! Los vencedores, impulsados por un deseo de sangre insaciable, mataban a los hombres de Ikeda allá donde los encontraban. Los hombres que ya se habían olvidado de sus propias vidas y arrebataban otras vidas, probablemente sólo se sentían como si jugaran con flores caídas. Shonyu había sido decapitado, Nagayoshi había muerto en combate y ahora los Tokugawa habían diseminado el resto de las formaciones de Ikeda en Tanojiri. Uno tras otro, los generales acudieron con los relatos de sus hazañas al campamento que se extendía bajo el abanico dorado de Ieyasu. —Son muy pocos. Oeyasu estaba preocupado. Aquel gran general no solía revelar sus emociones, pero le preocupaban los guerreros que habían ido en persecución del ejército derrotado. Muchos no habían regresado, a pesar de que la caracola había sonado varias veces. Tal vez su victoria les había entusiasmado en exceso. Ieyasu repitió sus palabras dos o tres veces. —No se trata de sumar una victoria a otra. El deseo de ganar más después de haber ganado no es bueno. No mencionó a Hideyoshi, pero sin duda había intuido que aquel estratega nato ya le había señalado con un dedo, reaccionando así a la gran derrota sufrida por su ejército. —Una persecución larga es peligrosa. ¿Se ha ido Hiroza? —Sí, partió a toda prisa con vuestras órdenes hace un rato. Al oír la respuesta de Ii, Ieyasu dio otra orden. 298


—Ve también tú, Ii. Reprende a los que se han dejado arrastrar por el entusiasmo y ordénales que abandonen la persecución. Cuando las fuerzas de Tokugawa perseguidoras llegaron al río Yada, encontraron al escuadrón de Naito Shirozaemon alineado a lo largo de la orilla, cada hombre sosteniendo el asta de su lanza horizontalmente. —¡Deteneos! —¡Alto! —¡Hay orden del campamento principal de nuestro señor de no prolongar la persecución! Los perseguidores se detuvieron ante estas palabras de los hombres alineados en la orilla. Ii galopó arriba y abajo, casi enronqueciendo al gritar a los hombres. —Nuestro señor ha dicho que quienes estén tan orgullosos de su victoria que se dejen llevar por el entusiasmo y vayan en pos del enemigo serán sometidos a consejo de guerra cuando regresen al campamento. ¡Volved atrás! Finalmente su entusiasmo remitió y todos los hombres se retiraron de la orilla del río. Era más o menos la segunda mirad de la hora del caballo y el sol estaba en medio del cielo. Corría el cuarto mes y la forma de las nubes indicaba que el verano estaba cerca. Los soldados tenían los rostros sucios de tierra, sangre y sudor, y parecían arder con un fuego interior. A la hora del carnero Ieyasu bajó del campamento en Fujigane, cruzó el río Kanare e inspeccionó formalmente las cabezas al pie del monte Gondoji. La lucha había durado media jornada, y contaron a los muertos en el campo de batalla. El bando de Hideyoshi había perdido más de dos mil quinientos hombres, mientras que las bajas en los ejércitos de Ieyasu y Nobuo sumaban quinientos noventa muertos y varios centenares de heridos. —No tenemos motivos para sentirnos orgullosos de esta gran victoria —advirtió un general—. Los Ikeda no eran más 299


que una rama del ejército de Hideyoshi, pero hemos empleado aquí a toda nuestra fuerza del monte Komaki. Al mismo tiempo, sería fatal para nuestros aliados que sufriéramos aquí un fracaso por alguna razón. Creo que la mejor medida que podemos tomar es la de retirarnos al castillo de Obata con la mayor rapidez posible. Otro general replicó de inmediato: —No, no. Tenemos la victoria al alcance de la mano, y de- beríais atreveros a tomar la iniciativa. Para eso hacemos la guerra. Es cierto que cuando Hideyoshi se entere de esta gran derrota montará en cólera y probablemente reunirá a sus tropas y vendrá aquí a toda prisa. ¿No deberíamos esperarle, prepararnos como guerreros y entonces tomar la cabeza del señor Mono? Ieyasu respondió a ambos argumentos repitiendo lo que ya había dicho: —No debemos ceder a la tentación de sumar una victoria a otra. —Entonces añadió—: Nuestros hombres están cansados. Es probable que Hideyoshi ya esté levantando el polvo hacia aquí, pero hoy no debemos enfrentarnos a él. Es demasiado pronto. Retirémonos a Obata. Tras tomar esa rápida decisión, pasaron por el sur del bosque de Hakusan y entraron en el castillo de Obata cuando el sol aún estaba alto. Después de que todo el ejército entrara en el castillo y cerrasen las puertas, Ieyasu saboreó por primera vez la gran victoria de la jornada. Al rememorarla, se sentía satisfecho porque la batalla, librada durante medio día, había sido impecable. Soldados y oficiales hallaban satisfacción en hazañas tales como cortar la primera cabeza o arrojar la primera lanza al enemigo, pero la satisfacción secreta del comandante en jefe radicaba en una sola cosa: la sensación de que su clarividencia había acertado. Sin embargo, sólo un maestro conoce a otro. La única preocupación de Ieyasu eran los movimientos posteriores de Hideyoshi. Se esforzaba por ser flexible al reflexionar en este 300


problema, y descansó algún tiempo en la ciudadela principal de Obata, relajando el cuerpo y la mente. La mañana del día nueve, después de que Shonyu y su hijo hubieran partido, Hideyoshi convocó a Hosokawa Tadaoki a su campamento en Gakuden y le dio, tanto a él como a otros generales, la orden de atacar de inmediato el monte Komaki. Una vez iniciado el ataque, trepó a la torre de observación y contempló el avance de la batalla. Masuda Jinemon aguardaba a su lado, mirando a lo lejos. —El señor Tadaoki es demasiado impetuoso. ¿No será un problema que penetre demasiado en territorio enemigo? Jinemon, preocupado porque las fuerzas de Hosokawa habían llegado muy cerca de las murallas enemigas, observó la expresión de Hideyoshi. —Todo irá bien. Puede que Tadaoki sea joven, pero Takayama Ukon es un hombre juicioso. Si está a su lado, no habrá ningún problema. La mente de Hideyoshi estaba lejos de allí. ¿Cómo le habrían ido las cosas a Shonyu? Sólo podía pensar en las buenas noticias que esperaba recibir de él. Hacia mediodía llegaron varios jinetes que se habían retirado de Nagakute. Con expresiones desoladas, relataron el trágico suceso: el ejército principal de Hidetsugu había sido completamente aplastado, y no sabían con certeza si el jefe estaba vivo o muerto. —¡Cómo! ¿Hidetsugu? —Hideyoshi no podía ocultar su sorpresa. Su carácter no le permitía mantenerse imperturbable cuando oía algo espantoso—. ¡Qué descuido! No criticaba tanto las deficiencias de Hidetsugu y Shonyu como admitía su propio fracaso y alababa la perspicacia de su enemigo, Ieyasu. —Jinemon, que suene la caracola para que los hombres se reúnan. Hideyoshi envió de inmediato mensajeros con capuchas 301


amarillas a cada una de sus divisiones, con órdenes de emergencia, y al cabo de una hora veinte mil soldados habían partido de Gakuden y avanzado a toda prisa hacia Nagakute. Ese rápido cambio no pasó inadvertido en el cuartel general de los Tokugawa, en el monte Komaki. Ieyasu ya" se había ido, dejando allí un pequeño número de hombres para su defensa. —Parece ser que el mismo Hideyoshi va en cabeza de su ejército. Cuando Sakai Tadatsugu, uno de los generales que se habían quedado en el monte Komaki, oyó la noticia, batió palmas y exclamó: —¡Las cosas están saliendo tal como esperábamos! Mientras Hideyoshi esté ausente, podemos incendiar su cuartel general en Gakuden y la fortaleza en Kurose. Ahora es el momento de la matanza. ¡Que todos me sigan para el gran ataque! Pero Ishikawa Kazumasa, otro de los generales que se habían quedado allí, presentó una oposición frontal. —¿Por qué tenéis tanta prisa, señor Tadatsugu? En sus estrategias militares, Hideyoshi casi goza de la inspiración divina. ¿Creéis que un hombre así dejaría a un general incapaz a cargo de la defensa de su cuartel general, por mucha prisa que tenga en partir? —Cualquier ser humano puede no estar a la altura de sus capacidades habituales cuando actúa movido por la prisa. Hideyoshi ha hecho sonar la caracola llamando a formación y ha partido con tanta prisa que cabe suponer que incluso él estaba confuso por la derrota de Nagakute. No debemos perder la oportunidad de prender fuego a la cola del señor Mono. —¡Esa manera de pensar es superficial! —Ishikawa Kazumasa se echó a reír y presentó todavía más resistencia a Tadatsugu—. Sería propio del estilo de Hideyoshi dejar detrás una fuerza militar considerable para aprovecharse de la situación que existiría si abandonáramos nuestras fortificaciones. Y sería ridículo que una pequeña fuerza como la nuestra hiciera una salida ahora. 302


Disgustado por aquella confusión, Honda Heihachiro se levantó indignado. —¿Es esto una discusión? Quienes gustan de las discusiones no son más que charlatanes. Por mi parte, no puedo quedarme aquí sentado sin hacer nada. Perdonadme por irme el primero. Honda era hombre de pocas palabras y carácter fuerte. Tadatsugu y Kazumasa habían insistido en la validez de sus argumentos, provocando una controversia. Ahora contemplaban confusos la partida del indignado Honda. —¿Adonde vas, Honda? —se apresuraron a preguntarle. El interpelado se volvió y habló como si hubiera llegado a una conclusión profunda. —He servido a mi señor desde mi infancia. Considerando la situación en que se halla, no puedo hacer más que ponerme a su lado. —¡Espera! —Kazumasa parecía pensar que Honda actuaba así movido por su carácter impetuoso, y alzó una mano para retenerle—. Nuestro señor nos ordenó defender el monte Komaki en su ausencia, pero no que hiciéramos lo que nos apetezca. Cálmate un poco. También Tadatsugu trató de serenarle. —¿Servirá de algo que te vayas soló precisamente ahora, Honda? La defensa del monte Komaki es más importante. Los labios de Honda se curvaron en una leve sonrisa, como si la manera de pensar de sus compañeros le diera lástima, pero habló cortésmente, pues los otros dos eran superiores a él en rango y edad. —No voy a reunirme con los demás generales. Que cada uno de vosotros haga lo que le plazca, pero Hideyoshi se dirige al frente de fuerzas frescas hacia el señor Ieyasu, y no puedo quedarme aquí sin hacer nada. Pensad en ello. Las fuerzas de nuestro señor deben de estar exhaustas tras la lucha de anoche y esta mañana, y si los veinte mil hombres dirigidos por Hideyoshi se unen al resto del enemigo en un ataque desde el frente y la retaguardia, ¿cómo creéis que el señor Ieyasu podrá 303


salir indemne? Tal como lo veo, aunque me equivoque al ir solo a Nagakute, si mi señor muere en combate estoy decidido a morir con él. Eso no debería preocuparos. Al oír estas palabras, los hombres dejaron de murmurar. Honda se puso al frente de su pequeña fuerza de trescientos hombres y partieron velozmente del monte Komaki. Kazumasa, contagiado por la bravura de aquel hombre, también reunió a sus doscientos hombres y se unió al otro grupo. Las fuerzas conjuntas sumaban menos de trescientos hombres, pero compartieron el temple de Honda nada más abandonar el monte Komaki. Al fin y al cabo, ¿qué era un ejército de veinte mil hombres? ¿Y quién era aquel señor Mono? Los soldados de a pie vestían armaduras ligeras, tenían los estandartes enrollados y, cuando fustigaron a los caballos, el polvo levantado por la pequeña fuerza se alzaba como un tornado que corriera hacia el este. Cuando llegaron a la orilla meridional del río Ryusenji, encontraron al ejército de Hideyoshi que avanzaba a lo largo de la orilla norte. —¡Bien, aquí están! —El estandarte de mando con las calabazas doradas. —Hideyoshi debe de estar rodeado por sus servidores. Honda y sus hombres habían cabalgado sin detenerse y estaban mirando la orilla contraria, señalando y poniéndose las manos sobre los ojos a modo de visera. Todos ellos se estremecían de excitación. La distancia era tan corta que si los hombres de Honda hubieran gritado, los gritos de respuesta del enemigo habrían llegado a sus oídos. Los rostros de los soldados enemigos eran visibles y las pisadas de veinte mil hombres mezcladas con el estrépito de innumerables cascos de caballo cruzaban el río y reverberaban contra los pechos de los hombres que los contemplaban. —¡Kazumasa! —gritó Honda a sus espaldas. —¿Qué quieres? —¿Ves ese ejército en la otra orilla? 304


—Sí, es un ejército inmenso. La columna parece más larga que el mismo río. —Eso es propio de Hideyoshi —-dijo Honda, riendo—. Tiene la habilidad de mover un ejército de ese tamaño como si fuera sus manos y pies. Aunque sea el enemigo, hay que reconocerle el mérito. —Llevo un rato mirándoles. ¿Crees que Hideyoshi está ahí, junto al estandarte de mando con las calabazas doradas? —No, no. Estoy seguro de que se ha escondido en alguna parte en medio de otro grupo de hombres. No va a cabalgar al descubierto para ser blanco de algún tirador. —Los soldados enemigos se mueven rápidamente, pero todos miran hacia aquí con suspicacia. —Lo que debemos hacer es retrasar a Hideyoshi en el camino a lo largo del río Ryusenji, aunque sólo sea por unos momentos. —¿Le atacaremos? —No, el enemigo tiene veinte mil hombres, y nuestras fuerzas sólo suman quinientos. Si les atacamos, sólo pasaría un instante antes de que la superficie del río se tiñera con nuestra sangre. Estoy dispuesto a morir, pero no inútilmente. —Entonces quieres dar al ejército de nuestro señor que está en Nagakute tiempo suficiente para que se prepare del todo y espere a Hideyoshi. —Así es. —Honda asintió y golpeó la silla de montar—. A fin de conseguir tiempo para nuestros aliados en Nagakute, debemos agarrar con fuerza los pies de Hideyoshi y hacer que su ataque sea más lento, siquiera un poco, con nuestra muerte. Tenlo en cuenta al actuar, Tadatsugu. —Sí, comprendo. Kazumasa y Honda dirigieron a un lado las cabezas de sus monturas. —Dividid a los mosqueteros en tres grupos. Mientras corren por el camino, cada grupo se arrodillará y disparará alternativamente al enemigo en la orilla contraria. El enemigo se movía rápidamente a lo largo de la orilla, y 305


parecía como si lo hiciera casi a la misma velocidad que la corriente. Los hombres de Honda tenían que hacerlo todo al mismo ritmo pero sin dejar de correr tanto si atacaban como si reorganizaban sus unidades. Como estaban cerca del agua, el fuego de mosquete fue más resonante de lo que habría sido normalmente, y el humo de la pólvora se extendió sobre el río como una vasta cortina. Mientras una unidad avanzaba de un salto y disparaba, la unidad siguiente preparaba sus mosquetes. Entonces esa unidad saltaba adelante, ocupando el lugar de la primera, y disparaba de inmediato hacia la orilla contraria. Varios soldados de Hideyoshi cayeron en rápida sucesión. En seguida la línea de hombres en marcha empezó a vacilar. —¿Quién puede atreverse a desafiarnos con una fuerza tan reducida? Hideyoshi estaba sorprendido. Con una expresión de asombro, detuvo a su caballo inconscientemente. Los generales que cabalgaban a su alrededor y los hombres más próximos se cubrieron los ojos con las manos y miraron hacia la orilla contraria, pero ninguno pudo dar una respuesta rápida a la pregunta de Hideyoshi. —¡Quien actúa con tal valentía contra un ejército de nuestro tamaño con una fuerza que no llega a mil hombres debe de ser un jefe atrevido! ¿Le reconoce alguien? Hideyoshi hizo la pregunta varias veces, mirando a los hombres que estaban delante y detrás de él. —Sé quién es —dijo alguien en la cabeza de la columna. El hombre que había hablado era Inaba Ittetsu, el comandante del castillo Soné de Mino. A pesar de su edad avanzada, había participado en la batalla para ayudar a Hideyoshi y, desde el mismo comienzo de la campaña, estaba a su lado y le servía como guía. —Ah, Ittetsu. ¿Reconoces al general enemigo en el otro lado del río? —Bueno, por las astas de su yelmo y el trenzado blanco de su armadura, estoy seguro de que se trata del brazo derecho 306


de Ieyasu, Honda Heihachiro. Le recuerdo claramente de la batalla en el río Ane, hace años. Cuando Hideyoshi oyó esto, estuvo a punto de verter lágrimas. —¡Ah, qué hombre tan valiente! Con una pequeña fuerza ataca a veinte mil hombres. Si ése es Honda, debe de ser un gran guerrero. Es conmovedor este intento de ayudar a Ieyasu a huir, obstruyéndonos aquí momentáneamente a costa de su vida.—Entonces añadió—: Es merecedor de nuestra simpatía. Nuestros hombres no dispararán una sola bala ni flecha en su dirección, por mucho que nos ataque. Si existe alguna relación kármica entre nosotros, algún día le convertiré en uno de mis servidores. Es un hombre digno de estima. No disparéis; dejadle ir. Por supuesto, durante ese tiempo los tres grupos de mosqueteros que estaban en la orilla contraria siguieron atareados cargando sus mosquetes y disparando sin cesar. Una o dos balas incluso llegaron cerca de Hideyoshi. En aquel momento, el guerrero con armadura en quien Hideyoshi había concentrado su mirada, Honda, el hombre del yelmo adornado con astas de ciervo, se acercó a la orilla, desmontó y lavó el morro de su caballo con agua del río. Separado de él por la anchura del río, Hideyoshi miró al hombre, mientras Honda miraba fijamente al grupo de generales, uno de los cuales era claramente Hideyoshi, que habían detenido sus caballos. Los mosqueteros de Hideyoshi respondieron abriendo fuego, pero Hideyoshi volvió a reprobarles. —¡No disparéis! ¡Limitaos a seguir adelante a toda prisa! Dicho esto, fustigó a su caballo y partió al galope. Cuando Honda observó esa acción en la otra orilla gritó: «¡No dejéis que se vayan!», y duplicó su velocidad. Tras recorrer un trecho de camino, volvió a atacar fieramente con fuego de mosquete a las tropas de Hideyoshi, pero éste no aceptó el desafío y pronto tomó una posición en una colina cercana a la colina de Nagakute. 307


En cuanto llegaron a su destino, Hideyoshi dio órdenes a tres de sus generales para que tomaran el mismo número de unidades de caballería ligera y partieran de inmediato. —Haced lo que podáis con las fuerzas de Tokugawa que se están retirando desde Nagakute a Obata. Estableció su cuartel general en la colina, mientras sus veinte mil hombres frescos se extendían bajo el rojo sol del atardecer, demostrando su intención de vengarse de Ieyasu. Hideyoshi designó a dos hombres como jefes de una unidad de exploradores, y partieron en secreto hacia el castillo de Obata. A continuación Hideyoshi desarrolló las operaciones militares para todo el ejército. Pero antes de que pudiera enviar las órdenes, le llegó un mensaje urgente: —Ieyasu ya no está en el campo de batalla. —¡Eso no es posible! —dijeron los generales al unísono. Mientras Hideyoshi permanecía sentado en silencio, los tres jefes a los que había enviado previamente hacia Nagakute regresaron a toda prisa. —Ieyasu y su fuerza principal ya se han retirado a Obata —informaron—. Hemos encontrado unos pocos grupos dispersos de enemigos que se han rezagado en la retirada hacia el castillo, pero los demás parecen llevarnos una hora de ventaja. De los trescientos soldados de Tokugawa a los que habían matado, ninguno había sido un general de renombre. —Llegamos demasiado tarde. Hideyoshi no podía disimular la cólera que le enrojecía el rostro. En medio de sus complejas emociones, Hideyoshi batió palmas sin darse cuenta y felicitó a Ieyasu. —¡Ahí tenéis a Ieyasu! Su rapidez es considerable. Se retira a un castillo y cierra las puertas sin la menor jactancia. Ése es un pájaro al que no atraparemos ni con liga ni con una red. Pero ya veréis, haré que Ieyasu se porte un poco mejor dentro de unos años y que se incline ante mí. Anochecía ya, y un ataque nocturno a un castillo era algo que debía evitarse. Además, el ejército se había trasladado 308


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desde Gakuden sin descansar, por lo que aquella noche se pospusieron temporalmente las acciones. Hubo cambio de órdenes y se dio permiso a los hombres para comer sus provisiones. Nubes de humo de las fogatas se elevaban al cielo oscuro. Los exploradores que habían partido de Obata regresaron en seguida. Ieyasu estaba durmiendo pero se levantó para escuchar el informe. Enterado de la situación, anunció que todo el mundo regresaría de inmediato al monte Komaki. Sus generales defendieron con vehemencia un ataque nocturno contra Hideyoshi, pero Ieyasu se limitó a reír y partió hacia el monte Komaki por una ruta indirecta.

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Taiko

Como no tenía otro recurso, Hideyoshi hizo dar la vuelta a su ejército y se retiró al campamento fortificado en Gakuden. No podía negar que la derrota en Nagakute había sido un serio golpe, aun cuando lo hubiera causado el exceso de celo de Shonyu. Pero también era cierto que, en aquella ocasión determinada, Hideyoshi había tardado en actuar. Si Hideyoshi se mostraba circunspecto no se debía a que se midiera por primera vez con Ieyasu en el campo de batalla, pues le conocía desde mucho antes, sino más bien a que era un empate de maestro contra maestro, un partido entre dos campeones. —No prestéis ninguna atención a los castillos pequeños a lo largo del camino, no perdáis tiempo —había advertido Hideyoshi, pero Shonyu fue desafiado por la guarnición de Iwasaki y se detuvo para aplastarla. Las capacidades de Ieyasu y Hideyoshi determinarían el resultado de la batalla. Cuando Hideyoshi se enteró de la derrota en Nagakute, estuvo convencido de que había llegado su oportunidad. Las muertes de Shonyu y Nagayoshi serían seguramente el cebo para prender a Ieyasu vivo. 310


Pero el enemigo había aparecido y desaparecido con la rapidez del viento, y cuando se hubo ido, todo quedó silencioso como el bosque. Cuando Ieyasu se retiró al monte Komaki, Hideyoshi tuvo la sensación de que había fallado en el intento de atrapar a un conejo asustado, pero se dijo que él sólo había sufrido una ligera herida en un dedo. Ciertamente el daño infligido a su poderío militar había sido escaso. Pero, psicológicamente, había dado una victoria al bando de Hideyoshi. En cualquier caso, tras la violenta batalla de media jornada en Nagakute, ambos hombres mostraban una prudencia extrema y cada uno observaba de cerca los movimientos del otro. Y mientras cada uno aguardaba para aprovechar una oportunidad favorable, ninguno de los dos estaba dispuesto a llevar a cabo un ataque temerario. Sin embargo, las provocaciones se sucedían. Por ejemplo, el día once del cuarto mes, cuando Hideyoshi envió a los sesenta y dos mil hombres de su ejército al monte Komatsuji, la reacción en el monte Komaki no fue más que una sonrisa apacible e irónica. Posteriormente, el día veintiocho del mismo mes, el bando de Ieyasu realizó una provocación. Una fuerza combinada de dieciocho mil hombres fue dividida en dieciséis unidades y se dirigió hacia el este. Tocando tambores y alzando gritos de guerra, la vanguardia encabezada por Sakai Tadatsugu e Ii Hyobu lanzó repetidos desafíos, casi como si dijeran: «¡Sal de ahí, Hideyoshi!». Hori Kyutaro y Gamo Ujisato defendían las empalizadas rodeadas por un foso. Kyutaro contempló las estridentes fuerzas enemigas y apretó los dientes. Después de la batalla de Nagakute, el enemigo había difundido rumores de que los soldados de Hideyoshi estaban intimidados por los guerreros Tokugawa. Pero Hideyoshi había dejado claro que los soldados no efectuarían ninguna salida sin su orden expresa, por lo que no podían hacer más que enviar veloces corredores al campamento principal. Cuando llegó el mensajero, Hideyoshi estaba jugando al go. 311


—Una gran fuerza de Tokugawa se aproxima a nuestros hombres en los fosos dobles —anunció el hombre. Hideyoshi alzó un momento los ojos del tablero de go y preguntó al mensajero: —¿Se ha presentado Ieyasu? —El señor Ieyasu no ha venido —replicó el hombre. Hideyoshi cogió una ficha negra, la colocó en el tablero y, sin alzar la vista, dijo: —Si Ieyasu se presenta, decídmelo. A menos que venga a la cabeza de su ejército, Kyutaro y Ujisato pueden luchar o no, como les plazca. Más o menos por la misma época, Ii Hyobu y Sakai Tadatsugu, que estaban en el frente, en dos ocasiones enviaron mensajeros al monte Komaki, con peticiones dirigidas a Ieyasu: «Ahora es el momento de presentaros. Si lo hacéis de inmediato, no hay duda de que podremos asestar un golpe fatal al cuerpo principal de las tropas de Hideyoshi». Hideyoshi les respondió: «¿Ha hecho algún movimiento Hideyoshi? Si él sigue en el monte Komatsuji, tampoco yo tengo ninguna necesidad de salir». Al final, Ieyasu no abandonó el monte Komaki. Durante ese tiempo, Hideyoshi distribuyó claramente las alabanzas y las culpas por la batalla de Nagakute. Se mostró especialmente cuidadoso en la presentación de aumentos de estipendios y recompensas, pero no dijo una sola palabra a su sobrino Hidetsugu. Y, tras haber huido de Nagakute, Hidetsugu parecía sentirse incómodo ante su tío. Cuando regresó al campamento se limitó a informar de que había vuelto, y más adelante intentó explicar la razón de su derrota. Pero Hideyoshi sólo hablaba a los demás generales sentados a su alrededor y no miraba a Hidetsugu a la cara. —Mi propio error fue lo que causó la muerte de Shonyu —dijo Hideyoshi—. Desde su juventud compartimos nuestra pobreza, las diversiones nocturnas y las salidas para ir de putas. Nunca podré olvidarle. Cada vez que hablaba con los demás sobre su viejo amigo, los ojos se le llenaban de lágrimas. 312


Un día, sin revelar a nadie lo que pensaba, Hideyoshi ordenó de súbito la construcción de fortificaciones en Oura. Dos días después, el último del cuarto mes, dio más instrucciones: —Mañana me propongo correr el riesgo de presentar la batalla de mi vida. Vamos a ver quién cae, si Ieyasu o Hideyoshi. Dormid bien, preparaos y que no os cojan desprevenidos. El día siguiente era el primero del quinto mes. Los hombres esperaban que aquél sería el día en que iba a librarse la gran batalla decisiva, y todo el ejército se había preparado desde la noche anterior. Ahora, al ver por fin a Hideyoshi delante de ellos, los soldados escucharon sus palabras llenos de asombro, sin comprender. —¡Regresamos a Osaka! Todas las tropas se retirarán. —Tras decir esto, siguió dando órdenes—: Los cuerpos al mando de Kuroda Kanbei y Akashi Yoshiro se coordinarán con las tropas en los fosos dobles. La posición de retaguardia será ocupada por Hosokawa Tadaoki y Gamo Ujisato. Sesenta mil hombres se pusieron en marcha en dirección al oeste, e iniciaron su retirada cuando el sol matinal aparecía sobre el horizonte. Hori Kyutaro se quedó en Gakuden y Kato Mitsuyasu en el castillo de Inuyama. Con excepción de ellos, todas las tropas cruzaron el río Kiso y entraron en Oura. Esta súbita retirada hizo que los generales de Hideyoshi se extrañaran de sus verdaderas intenciones. Hideyoshi daba órdenes con toda naturalidad, pero la retirada de un ejército tan enorme era incluso más difícil que dirigirlo al ataque. La responsabilidad de ocupar la retaguardia se consideraba la más difícil de todas, y se afirmaba que sólo los guerreros más valientes eran aptos para esa tarea. Aquella mañana, cuando los hombres que estaban en el cuartel general de Ieyasu vieron que el ejército de Hideyoshi se retiraba de improviso al oeste, se sintieron llenos de dudas e informaron del acontecimiento a Ieyasu. El acuerdo entre los generales fue total. —No hay ninguna duda. Hemos destruido el espíritu de lucha del enemigo. 313


—Si les perseguimos y atacamos, las fuerzas occidentales serán totalmente derrotadas y nos haremos con una gran victoria. Cada uno de ellos hablaba con entusiasmo de un ataque y pedía el mando, pero Ieyasu no parecía en absoluto satisfecho y se negó de plano a dar permiso para emprender la persecución. Sabía que un hombre como Hideyoshi no retiraría un gran ejército sin un motivo. También sabía que, si bien disponía de suficientes fuerzas para la defensa, carecía del número suficiente para luchar con Hideyoshi sin obstrucciones en campo abierto. —La guerra no es un juego. ¿Vamos a arriesgar nuestras vidas cuando no tenemos la menor idea del resultado? Sacad la mano para coger algo sólo cuando el destino os haya bendecido. Ieyasu detestaba correr riesgos y también se conocía muy bien a sí mismo. En ese aspecto, Nobuo era todo lo contrario de Ieyasu. Nobuo vivía bajo la ilusión de que tenía la misma gran popularidad y el genio de Nobunaga. En aquellos momentos no podía guardar silencio, aun cuando todos los demás generales permanecían sentados sin abrir la boca después de que Ieyasu les hubiera dicho que no habría persecución. —Se dice que un soldado respeta la oportunidad que le dan. ¿Cómo podemos quedarnos aquí sentados y dejar que pase por nuestro lado esta oportunidad enviada por el cielo? Os ruego que me dejéis encargarme de la persecución. Mientras hablaba, la vehemencia de Nobuo iba en aumento. Ieyasu le amonestó con dos o tres palabras, pero Nobuo exhibía su valor más que nunca. Al discutir con Ieyasu, actuaba como un niño mimado que no escuchaba a nadie. —Bien, veo que no hay nada que hacer. Actuad como os plazca. Ieyasu le dio su permiso, sabiendo perfectamente el desastre que ocurriría. Nobuo se puso en seguida al frente de su ejército y partió en persecución de Hideyoshi. 314


Tras la partida de Nobuo, Ieyasu puso a Honda al mando de un grupo de soldados y le envió en pos del primero. Tal como Ieyasu había pensado que haría, Nobuo entabló lucha con la retaguardia de Hideyoshi en retirada y, aunque por un momento pareció superior, fue rápidamente derrotado. Así causó la muerte en combate de gran número de sus servidores. Si los refuerzos de Honda no hubieran llegado por detrás, el mismo Nobuo podría haberse convertido en uno de los más grandes trofeos de la retaguardia de Hideyoshi. Nobuo se retiró al monte Komaki y no se presentó en seguida ante Ieyasu, pero éste fue informado por Honda de la situación. Sin ningún cambio en su expresión, Ieyasu asintió y dijo: —Era de esperar. Cuando Hideyoshi se retiraba, era algo más que una simple retirada. Mientras su ejército avanzaba por el camino, dijo a sus servidores: —¿No deberíamos quedarnos con algún bonito recuerdo? El castillo de Kaganoi se alzaba en la orilla izquierda del río Kiso, en una zona al nordeste del castillo de Kiyosu. Dos de los servidores de Nobuo se habían atrincherado allí, dispuestos a actuar como una de las alas de Nobuo en caso de emergencia. Hideyoshi dio a sus generales la orden de tomar aquel castillo como si señalara un caqui pendiente de una rama. El ejército cruzó el río Kiso y ocupó una posición en el templo Seitoku. El día cuatro del cuarto mes Hideyoshi inició el ataque en el centro del ejército de reserva. De vez en cuando salía a caballo y contemplaba la batalla desde una colina en la vecindad de Tonda. Al día siguiente el comandante del castillo murió luchando, pero el castillo no cayó hasta la noche del sexto día. Hideyoshi hizo construir fortificaciones para uso posterior en un punto estratégico de Taki, y el día trece regresó hasta Ogaki. En el castillo de Ogaki se reunió con los familiares supervivientes de Shonyu y consoló a su esposa y su madre. 315


—Imagino lo solas que os sentís, pero no olvidéis los prometedores futuros de vuestros hijos. Debéis tratar de vivir el resto de vuestra vida en armonía, gozando con el crecimiento de los árboles jóvenes y contemplando las flores de la temporada. Hideyoshi también visitó a los dos hijos supervivientes de Shonyu y les alentó a ser fuertes. Aquella noche se convirtió en uno más de la familia y habló durante horas de sus recuerdos de Shonyu. —Soy bajo y Shonyu también lo era. Cuando aquel hombre bajito agasajaba a los demás generales, a menudo, si estaba bebido, practicaba el baile de la lanza. No creo que nunca se lo mostrara a los miembros de su familia, pero era algo así. Su imitación de la danza les hizo reír a todos. Se quedó varios días en el castillo, pero finalmente, el día veintiuno, tomó la ruta de Omi para regresar al castillo de Osaka. Osaka era ahora una gran ciudad. Había sufrido un cambio radical desde que era el pequeño puerto de Naniwa, y cuando llegó el ejército de Hideyoshi la gente que llenaba las calles y las proximidades del castillo vitoreó a los hombres hasta el anochecer. Las obras de construcción externa del castillo de Osaka se habían completado. Al caer la noche, el escenario parecía del otro mundo. Brillaban las lámparas en las innumerables ventanas del torreón de cinco plantas en la ciudadela principal, así como en la segunda y tercera ciudadelas, adornando el cielo nocturno e iluminando los límites del castillo por los cuatro lados: al este, el río Yamato; al norte, el río Yodo; al oeste, el río Yokobori y al sur el gran foso seco. Hideyoshi había cambiado de idea, abandonando su campamento de Gaduken y siguiendo la estrategia de un «comienzo nuevo». Pero ¿cómo había reaccionado Ieyasu a ese cambio? Había permanecido sentado, contemplando el desfile de las tropas de Hideyoshi en retirada. Y aunque había oído hablar del apuro de sus aliados en el castillo de Kaganoi, no había enviado refuerzos. 316


Voces de indignación se alzaban entre los subordinados de Nobuo, pero éste ya había hecho caso omiso del consejo de Ieyasu y atacado a la retaguardia de Hideyoshi, acción que terminó en una derrota ignominiosa. Salvado por Honda, finalmente había vuelto al campamento. Así pues, ahora Nobuo tenía la sensación de que no podía decir nada. De esta manera una discordia enconada se había convertido en el punto débil del ejército aliado. Más aún, el principal partidario de aquella gran batalla había sido Nobuo, no Ieyasu. Nobuo había predicado a Ieyasu la causa del deber, y el señor de Mikawa se había alzado para ayudarle. En consecuencia, su punto de vista era el de un aliado, y por ello era tanto más difícil controlar a Nobuo. Finalmente hizo una sugerencia: —Mientras Hideyoshi está en Osaka, más tarde o más temprano se trasladará a Ise. Ciertamente ya han aparecido algunos signos preocupantes para nuestros aliados. Creo que deberíais regresar a vuestro castillo de Nagahama lo antes posible. Aprovechando esta oportunidad, Nobuo regresó rápidamente a Ise. Ieyasu permaneció algún tiempo en el monte Komaki, pero al final también partió hacia Kiyosu, dejando el mando a Sakai Tadatsugu. Los habitantes de Kiyosu salieron a saludar a Ieyasu con gritos de victoria, pero no eran tantos como los que habían recibido a Hideyoshi en Osaka. Ciudadanos y soldados saludaron la batalla de Nagakute como una gran victoria para el clan Tokugawa, pero Ieyasu previno a sus servidores contra el frivolo orgullo y envió a sus tropas el siguiente mensaje: Desde el punto de vista militar, Nagakute fue una victoria, pero por lo que respecta a los castillos y el territorio, Hideyoshi tiene la auténtica ventaja. No cometáis la alegre necedad de emborracharos para celebrar una falsa reputación. Mientras tenía lugar el empate en el monte Komaki, en Ise, donde hacía tiempo que no se libraba ningún combate, los 317


aliados de Hideyoshi habían tomado los castillos de Mine, Kanbe, Kokufu y Hamada, así como atacado y destruido el castillo de Nanokaichi. En un abrir y cerrar de ojos, la mayor parte de Ise había caído en poder de Hideyoshi. Hideyoshi estuvo en Osaka cerca de un mes, ocupado en los asuntos de su administración interna, haciendo planes para regular las zonas alrededor de la capital y disfrutando de su vida privada. De momento, consideraba la crisis del monte Komaki como una preocupación ajena. Durante el séptimo mes hizo un corto viaje a Mino. Entonces, hacia mediados del octavo mes, comentó: «Es aburrido arrastrar este asunto demasiado tiempo. Este otoño tendré que resolverlo de una vez por todas». Una vez más, anunció que un gran ejército partiría hacia el frente. Durante dos días antes de la partida, las flautas y los tambores de las representaciones de Noh resonaron en el interior de la ciudadela principal. De vez en cuando se oían las risas y el bullicio de los moradores de la fortaleza. Hideyoshi contrató a un grupo de actores e invitó a su madre, su esposa y demás familiares a compartir un día de asueto en el castillo. Entre los invitados estaban las tres princesas que vivían confinadas en la tercera ciudadela. Aquel año Chacha tenía diecisiete, la hermana mediana trece y la menor de las tres pronto cumpliría once. El año anterior, el día que cayó el castillo de Kitanosho, las muchachas vieron detrás de ellas el humo que amortajaba a su padre adoptivo, Shibata Katsuie, y su madre. Se las habían llevado del campamento en las provincias del norte y no habían visto más que desconocidos por todas partes. Pasaron algún tiempo llorando día y noche, sin que apareciera una sola sonrisa en los rostros juveniles que de ordinario habrían estado llenos de alegría. Pero finalmente las tres princesas se acostumbraron a las gentes del castillo y, divertidas por el carácter despreocupado de Hideyoshi, le cobraron afecto y empezaron a llamarle «nuestro interesante tío». 318


Aquel día, tras una serie de representaciones, el «interesante tío» fue al vestuario, se puso un traje de actor y salió al escenario. —¡Mirad, es el tío! —exclamó una de las niñas. —¡Qué aspecto tan divertido! Haciendo caso omiso de los demás, las dos princesas más jóvenes batieron palmas y señalaron, riendo a más no poder. Como era de esperar, la hermana mayor, Chacha, las reprendió. —No deberíais señalar. Mirad en silencio. Hizo cuanto pudo por mantener el recato, pero las bufonadas de Hideyoshi eran tan divertidas que, al final, Chacha se ocultó la boca detrás de la manga y se rió como si los costados fueran a reventarle. —¿Qué significa esto? Cuando nos reímos, nos regañas, pero ahora eres tú la que se ríe. Acuciada por las bromas de sus hermanas, Chacha sólo podía reírse cada vez más. La madre de Hideyoshi también se reía de vez en cuando mientras contemplaba la danza cómica de su hijo, pero Nene, acostumbrada a las payasadas de su marido y sus bromas constantes dentro del círculo familiar, no parecía especialmente divertida. Lo que interesaba a Nene aquel día era la apacible observación de las concubinas de su marido, que estaban sentadas aquí y allá, rodeadas de doncellas. Cuando estaban todavía en Nagahama, sólo había tenido dos queridas, pero después de que se mudaran al castillo de Osaka pronto tuvo una concubina en la segunda ciudadela y otra en la tercera. Era difícil de creer, pero a su regreso triunfal del asedio del norte, había traído consigo a las tres hijas huérfanas de Asai Nagamasa, a las que criaba amorosamente en la segunda ciudadela. Dolía a las damas que servían a Nene, al fin y al cabo la verdadera esposa de Hideyoshi, que la hermana mayor, Chacha, fuese incluso más bella que su madre. 319


—La señora Chacha ya tiene diecisiete años. ¿Por qué la mira Su Señoría como si fuese una flor en un florero? Con esa clase de comentarios no hacían más que añadir combustible al fuego, pero Nene se limitaba a reír. —No se puede hacer nada —decía—. Es como un rasguño en una perla. Anteriormente ella también había tenido tantos celos como cualquier otra esposa, y cuando vivía en Nagahama llegó incluso a quejarse a Nobunaga, el cual le envió una respuesta por escrito: Habéis nacido mujer y tenido la ocasión de conocer a un hombre muy excepcional. Supongo que un hombre así tiene defectos, pero sus virtudes son numerosas. Cuando miráis desde la mitad de una gran montaña, no podéis comprender lo grande que es realmente. Estad tranquila y gozad viviendo con este hombre de la manera que él quiere vivir. No digo que los celos sean malos. Hasta cierto punto, los celos dan profundidad a la vida de una pareja casada. Así pues, al final era ella la que había sido reprendida. Tras haber aprendido gracias a esa experiencia, Nene había decidido dominarse y ser capaz de pasar por alto las aventuras amorosas de su marido. Pero recientemente había días en los que se sentía amenazada y se preguntaba si su marido no estaba empezando a abandonarse en exceso. En cualquier caso, él se acercaba ahora a los cuarenta y siete años, la época más próspera para un hombre. Si bien tenía las manos llenas de problemas externos, como la batalla del monte Komaki, también estaba muy ocupado por los asuntos internos, tales como la administración de su dormitorio. Y así vivía insaciablemente, día a día, con la vitalidad de un hombre sano, hasta tal punto que un observador podría haberse preguntado cómo era capaz de separar lo corriente de lo extraordinario, el gesto magnánimo del discreto y las imponentes ac320


dones públicas de las que deberían estar totalmente ocultas. —Contemplar la danza es divertido, pero cuando actúo en el escenario no lo es en absoluto. En realidad, es duro. Hideyoshi se había acercado por detrás de su madre y Nene. Poco antes había abandonado el escenario bajo los aplausos de los espectadores y aún parecía excitado por su actuación. —Nene, pasemos esta noche una tranquila velada en tu habitación —le dijo a su mujer—. ¿Prepararás un banquete? Cuando terminó la representación, la brillante luz de las lámparas iluminó la zona y los invitados regresaron a las ciudadelas tercera y segunda. Hideyoshi se trasladó a la habitación de Nene, acompañado por gran número de actores y músicos. Su madre se había retirado a sus aposentos, por lo que marido y mujer estaban a solas con sus invitados. Nene solía prestar atención a esas personas y sus sirvientes, así como a todos sus subordinados. Después de la reunión de aquel día, en especial, gozaba agradeciéndoles sus servicios, viéndoles intercambiar frivolamente tazas de sake y conversando con su público. Desde el comienzo Hideyoshi permanecía un poco apartado de los demás, y como todos parecían hacerle caso omiso estaba un tanto malhumorado. —Me gustaría tomar una taza, Nene. —¿Crees que es conveniente? —¿Y tú crees que no voy a beber? ¿Para qué he venido a tu habitación? —Mira, tu madre me ha dicho: «Ese chico volverá pasado mañana al monte Komaki», y me ha dado órdenes estrictas de que te aplique la moxa de costumbre en las espinillas y las caderas antes de partir hacia el frente. —¡Cómo! ¿Ha dicho que me apliques moxal —Le preocupa que el calor del otoño persista todavía en el campo de batalla y, si bebes agua en mal estado, caigas enfermo. Te aplicaré la moxa y luego te daré una taza de sake. 321


—Eso es ridículo. No me gusta la moxa. —Tanto si te gusta como si no, son órdenes de tu madre. —Bueno, por eso me mantengo apartado de tus aposentos. De todas las personas que contemplaban mi representación esta tarde, eras la única que no se reía. Parecías muy seria. —Soy así. Aunque me pidas que me comporte como esas chicas bonitas, no puedo hacerlo. Entonces las lágrimas se agolparon de súbito en sus ojos, al recordar los viejos tiempos en que ella tenía la edad de Chacha y Hideyoshi era Tokichiro, de veinticinco años. Hideyoshi la miró con curiosidad. —¿Por qué lloras? —le preguntó. —No lo sé —dijo Nene, desviando la vista, y Hideyoshi se volvió para mirarla fijamente. —¿Acaso quieres decir que te sentirás sola cuando vuelva al frente? —¿Cuántos días has pasado en casa desde el principio de nuestro matrimonio? —No puedo evitarlo hasta que el mundo esté en paz, aunque no te guste la guerra —replicó Hideyoshi—. Y si al señor Nobunaga no le hubiera ocurrido lo imprevisto, probablemente yo estaría al frente de algún castillo rural, llevando una vida sedentaria y obligado a permanecer a tu lado tal como a ti te gusta. —La gente va a oír las cosas desagradables que estás diciendo. Comprendo exactamente lo que hay en el corazón de un hombre. —¡Y yo también comprendo el corazón de una mujer! —Siempre te burlas de mí. No te hablo por celos, como una mujer ordinaria. —Cualquier esposa diría eso. —¿Quieres escucharme sin tomártelo a broma? —De acuedo, te escucho con todo el respeto. —Me he resignado hace mucho tiempo, por lo que no voy a decirte que me siento sola al cuidar del castillo cuando estás de campaña. 322


—¡Una mujer virtuosa, una esposa fiel! No es de extrañar que Tokichiro se fijara en ti hace tanto tiempo. —¡No lleves la broma demasiado lejos! Por eso me ha hablado tu madre. —¿Qué ha dicho mi madre? —Ha dicho que soy tan sumisa que vas a extralimitarte y acabar entregado a la disipación. Me ha dicho que debería hablarte de vez en cuando. —¿Es ésa la razón de que me apliques la moxal —dijo Hideyoshi, riendo. —No piensas para nada en sus preocupaciones. Tu falta de moderación hace que te comportes con ella como un mal hijo. —¿Cuándo he mostrado falta de moderación? —¿No armaste escándalo hasta el amanecer en la habitación de la señora Sanjo hace dos noches? Los ayudantes y actores que bebían en la habitación contigua fingían que no escuchaban la excepcional, o quizá no tan excepcional, discusión entre marido y mujer. Pero en aquel momento Hideyoshi alzó la voz y gritó: —¡Eh, vosotros! ¿Qué piensa el público de la representación de esta pareja? —Me parece como un juego de pelota entre ciegos —respondió uno de los actores. —Ni siquiera un perro mordisquearía eso —dijo Hideyoshi, riendo. —Ese juego de ganar y perder es interminable. —Tú, el flautista, ¿qué opinas? —Bueno, lo estaba observando como si se tratara de un asunto propio. ¿Quién es culpable, a quién criticar? ¡Uno! ¡Otra! ¡Otro! ¡Una! De repente Hideyoshi arrebató la prenda que llevaba Nene sobre el kimono y se la lanzó como un premio. Al día siguiente la familia de Hideyoshi no le vio un solo instante a pesar de que estaban en el mismo castillo. Durante 323


todo el día Hideyoshi estuvo muy ocupado dando instrucciones a sus servidores y generales. El día veintiséis del octavo mes Ieyasu recibió la noticia urgente de que Hideyoshi se aproximaba. Acompañado por Nobuo, se trasladó a toda prisa desde Kiyosu a Iwakura y ocupó una posición frente a Hideyoshi. Una vez más su posición era totalmente defensiva y advirtió a sus hombres que no iniciaran ningún movimiento ni se mostraran desafiantes. —Este hombre no sabe lo que significa la palabra «basta». Hideyoshi ya había descubierto lo difícil que era habérselas con un hombre tan paciente como Ieyasu, pero no carecía por completo de recursos. Sabía que es imposible abrir la tapa que cierra la concha de ciertos caracoles marinos incluso con un martillo, pero si el extremo de la concha se tuesta, la carne puede extraerse fácilmente. Esta clase de razonamiento ordinario ocupaba ahora su mente. Enviar discretamente a Niwa Nagahide para que tratara de llegar a un acuerdo de paz era como calentar el extremo de la concha. Niwa, el más veterano de los servidores del clan Oda, era un personaje responsable y popular. Ahora que Katsuie había muerto y Takigawa Kazumasu se hallaba en una situación apurada, Hideyoshi no olvidaba la necesidad de persuadir a aquel hombre afectuoso y bueno para que fuese su «pieza de reserva» antes de que comenzaran las hostilidades en el monte Komaki. Niwa estaba en el norte con Inuchiyo, pero los generales de Niwa, Kanamori Kingo y Hachiya Yoritaka, participaban en la guerra al lado de Hideyoshi. Antes de que nadie se diera cuenta, los dos generales habían efectuado varios viajes de ida y vuelta entre el lugar en que se hallaba Hideyoshi y su provincia natal de Echizen. Ni siquiera los mensajeros conocían el contenido de las cartas enviadas, pero finalmente Niwa efectuó un viaje secreto a Kiyosu y se entrevistó con Ieyasu. Sin embargo, tales conversaciones se llevaban a cabo con el mayor secreto. Los únicos hombres que las conocían en el ban324


do de Hideyoshi eran Niwa y sus dos generales. A sugerencia de Hideyoshi, Ishikawa Kazumasa se convirtió en su intermediario. Pero al final algún miembro del clan Tokugawa filtró el rumor de que se habían iniciado conversaciones secretas de paz, lo cual produjo una gran agitación en las defensas de Ieyasu centradas en el monte Komaki. Cuando se filtran los rumores, siempre van acompañados de chismorreos maliciosos. En este caso el nombre que salió a la superficie era el de alguien de quien los demás servidores ya sospechaban, Ishikawa Kazumasa. —Dicen que Ishikawa es el mediador. Por alguna razón, siempre hay algo que huele de un modo raro entre Hideyoshi y Kazumasa. Ciertas personas hablaron del asunto directamente a Ieyasu, pero él las reprendió a todas, pues no tenía la menor duda sobre la integridad de Kazumasa. Pero una vez se extendió esa clase de rumor entre los servidores, la moral de todo el clan empezó a resentirse. Naturalmente, Ieyasu estaba a favor de celebrar conversaciones de paz, pero al ver la condición interna de sus fuerzas, rechazó de súbito al mensajero de Niwa. —No tengo ningún deseo de paz —afirmó Ieyasu—. No tengo la menor esperanza de llegar a un acuerdo con Hideyoshi, sean cuales fueren las condiciones que me ofrezca. Aquí vamos a librar una batalla decisiva, voy a conseguir la cabeza de Hideyoshi y haremos saber a la nación qué es el verdadero deber. Cuando se anunció esto oficialmente en el campamento de Ieyasu, los soldados se sintieron satisfechos y desaparecieron los oscuros rumores sobre Kazumasa. —¡Hideyoshi ha empezado a perder el ánimo! El espíritu combativo de los soldados se revitalizó y se volvieron más agresivos. Hideyoshi recibió la copa amarga con resignación. El resultado no le parecía del todo malo. Así pues, en esa ocasión tam325


poco se aventuró a usar la fuerza militar, sino que ordenó a sus tropas que ocuparan zonas estratégicas. Hacia mediados del noveno mes, hizo regresar a sus soldados y entró en el castillo de Ogaki. ¿Cuántas veces los ciudadanos de Osaka habían contemplado la salida de Hideyoshi y su ejército hacia el frente para regresar poco después, sin haber hecho otra cosa que trasladarse desde el castillo a Mino y viceversa? Era el día veinte del décimo mes y el otoño ya había llegado. El ejército de Hideyoshi, que solía pasar por Osaka, Yodo y Kyoto, cambió de improviso su ruta en Sakamoto y esta vez pasó por Koga en Iga y siguió hacia Ise. Allí abandonó la carretera de Mino y siguió la que conducía a Owari. Desde los castillos secundarios y los espías de Nobuo en Ise partía un despacho urgente tras otro, casi como si se hubiera abierto inesperadamente un dique en una serie de lugares y por allí se precipitaran las aguas enfangadas de un río turbulento. —¡Es la fuerza principal de Hideyoshi! —No son soldados al mando de un solo general, como hemos visto hasta ahora. El día veintitrés de aquel mes el ejército de Hideyoshi acampó en Hanetsu y construyó fortificaciones en Nawabu. Ante la aproximación del ejército de Hideyoshi a su castillo, Nobuo no pudo mantener la serenidad. Desde hacía más o menos un mes había tenido presagios de la tormenta que se aproximaba, lo cual quería decir que las acciones de Ishikawa Kazumasa, que el clan Tokugawa había mantenido en absoluto secreto, habían sido misteriosamente exageradas y comentadas por alguien, aunque nadie sabía quién podría ser. Corría el rumor de que el círculo interno del clan Tokugawa no estaba realmente unido. Parecía ser que una serie de servidores de Ieyasu eran hostiles a Kazumasa y estaban esperando el momento apropiado. También se había extendido el rumor de que Tokugawa ha326


bía negociado con Hideyoshi, que Ieyasu se proponía hacer las paces con rapidez, antes de que se filtrara la noticia de la ruptura de su círculo interno, pero que las negociaciones se habían roto porque las condiciones impuestas por Hideyoshi eran demasiado severas. Nobuo estaba francamente afligido: ¿qué le ocurriría si Ieyasu hacía las paces con Hideyoshi? —Si Hideyoshi cambia de dirección y se dirige hacia la carretera de Ise, será mejor que os resignéis al hecho de que ya ha habido un entendimiento secreto entre Hideyoshi e Ieyasu para sacrificar a vuestro clan, mi señor. Y, tal como Nobuo había temido, el ejército de Hideyoshi confirmó de repente sus peores pesadillas. El único plan que podía seguir era el de informar sobre la emergencia a Ieyasu y pedirle ayuda. En ausencia de Ieyasu, Sakai Tadatsugu estaba al frente del castillo de Kiyosu. Cuando recibió el informe urgente de Nobuo, ordenó que un corredor lo transmitiera de inmediato a Ieyasu, el cual hizo formar a todas sus fuerzas el mismo día y marchó hacia Kiyosu. Entonces se apresuró a enviar refuerzos a Kuwana, al mando de Sakai Tadatsugu. Kuwana es el cuello geográfico de Nagashima. Nobuo también tomó soldados allí y los situó ante Hideyoshi, el cual había establecido su cuartel general en el pueblo de Nawabu. Nawabu se hallaba a orillas del río Machiya, más o menos a una legua al sudoeste de Kuwana, pero las desembocaduras de los ríos Kiso e Ibi estaban cerca, y era un lugar excelente desde donde amenazar el cuartel general de Nobuo. Era a finales de otoño. Los numerosos cañaverales de la zona ocultaban a varios centenares de miles de soldados, y el espeso humo de las fogatas se extendía sobre la orilla a todas horas. Aún no se había dado la orden de iniciar el combate. Los soldados estaban relajados y se dedicaban a pescar gobios. En tales ocasiones, cuando Hideyoshi, vestido con armadura ligera, efectuaba una gira por los campamentos y aparecía de súbito montado en su caballo, los aturdidos soldados se apresuraban a 327


tirar al suelo sus cañas de pescar. Pero aunque Hideyoshi lo observara, se limitaba a pasar de largo sonriendo. Lo cierto era que, de no haberse tratado de aquel sitio en particular, también a él le habría gustado pescar gobios y caminar descalzo. En ciertos aspectos era todavía un muchacho, y tales escenas le evocaban los placeres de su infancia. Al otro lado del río estaba la tierra de Owari. Bajo el sol de otoño, el olor de la tierra de su lugar natal le atormentaba los sentidos. Tomita Tomonobu y Tsuda Nobukatsu habían vuelto de una misión y aguardaban con impaciencia su regreso. Hideyoshi dejó su caballo en el portal y caminó con una rapidez que era desacostumbrada en él. Acompañó a los dos hombres que habían acudido a saludarle hasta una cabana en medio de una arboleda fuertemente protegida por guardianes. —¿Cuál ha sido la respuesta del señor Nobuo? —les preguntó. Hablaba en voz baja, pero sus ojos brillantes revelaban una expectación extraordinaria. Tsuda fue el primero en hablar. —El señor Nobuo dice que comprende muy bien vuestros sentimientos y que consiente en tener un encuentro con vos. —¡Cómo! ¿Ha accedido? —No sólo eso, sino que estaba satisfecho en extremo. —¿De veras? —Hideyoshi sacó el pecho y exhaló un largo suspiro—. ¿De veras? —repitió—. ¿Ha dicho eso realmente? Las intenciones de Hideyoshi de avanzar esta vez a lo largo de la carretera de Ise se habían basado en una apuesta desde el mismo principio. Había esperado una solución diplomática, pero si eso fallaba, atacaría Kuwana, Nagashima y Kiyosu. Así dejaría el monte Komaki abierto a un ataque por la retaguardia. Tsuda estaba emparentado con el clan Oda y era primo segundo de Nobuo, a quien explicó las ventajas y desventajas de la situación y de quien por fin consiguió una respuesta. 328


—No soy la clase de persona a la que le gusta la guerra —replicó Nobuo—-. Si Hideyoshi me considera así y quiere celebrar una conferencia de paz, no tendré inconveniente en reunirme con él. Desde la primera batalla en el monte Komaki, Hideyoshi había visto que le sería muy difícil habérselas con Ieyasu. Entonces estudió el funcionamiento interno del corazón humano y manipuló desde la sombra a los hombres que le rodeaban. En los círculos internos del clan Tokugawa, Ishikawa Kazumasa era un tanto sospechoso, debido a la influencia de Hideyoshi. Así, cuando Niwa Nagahide se presentó como arbitro del conflicto, los hombres que formaban el círculo interno de Nobuo y que anteriormente se habían relacionado con él fueron condenados en seguida al ostracismo, como una facción proclive a la paz. El mismo Nobuo estaba inquieto con respecto a las verdaderas intenciones de Ieyasu, y los Tokugawa miraban con prevención al ejército de Nobuo. Este estado de cosas había evolucionado bajo órdenes concretas desde la lejana Osaka. Hideyoshi tenía como artículo de fe que, al margen del ardid diplomático que emplease, los sacrificios implicados eran preferibles con mucho a los de la guerra. Más aún, tras haber probado las alternativas: enfrentarse a Ieyasu directamente en el monte Komaki, llevar a cabo un plan militar inteligente e incluso intimidar con amenazas que no podría cumplir, Hideyoshi tenía la sensación de que guerrear con Ieyasu no tendría el menor efecto y que debería cambiar de política. El encuentro con Nobuo, que tuvo lugar al día siguiente, fue la plasmación precisa de tales pensamientos y previsiones. Hideyoshi se levantó temprano, miró el cielo y comentó que el tiempo era el adecuado. La noche anterior, los movimientos de las nubes en el cielo del otoño tardío le habían causado cierta inquietud, y había temido que si por azar lloviera y soplara el viento, el bando de Nobuo podría comunicar su deseo de posponer la fecha o cambiar de lugar, cosa que tal vez causaría las sospechas de los Tokugawa. Hideyoshi se había 329


ido a dormir preocupado por esa indeseable posibilidad, pero por la mañana las nubes habían desaparecido y el cielo estaba más azul que de ordinario en aquella época del año. Hideyoshi lo consideró un buen augurio y, deseándose suerte a sí mismo, montó su caballo y abandonó el campamento en Nawabu. Sus ayudantes eran sólo unos pocos servidores veteranos y pajes, así como los dos enviados anteriores, Tomita y Tsuda. Sin embargo, cuando la noche anterior el grupo cruzó por fin el río Machiya, Hideyoshi había tomado la precaución de ocultar a varios de sus soldados en los cañaverales y las granjas. Hideyoshi charlaba animadamente montado en su caballo como si no los viera, y finalmente desmontó en la orilla del río Yada, cerca de las afueras al oeste de Kuwana. —¿Esperamos aquí a que venga el señor Nobuo? —preguntó y, sentándose en su escabel de campaña, contempló el escenario. Poco después, Nobuo, acompañado por un grupo de servidores montados, llegó puntualmente. Nobuo debió de haber reparado en los hombres que aguardaban en la orilla del río, pues en seguida empezó a conferenciar con los generales a su derecha e izquierda mientras miraba a Hideyoshi. Detuvo su caballo a cierta distancia y desmontó, al parecer todavía muy aprensivo. La numerosos guerreros que le acompañaban se desplegaron a derecha e izquierda. Nobuo se colocó en el centro y avanzó hacia Hideyoshi. La espléndida armadura que vestía era un exponente de su prestigio marcial. Allí estaba Hideyoshi, el hombre que, hasta hacía muy poco, había sido denigrado ante la nación, considerándolo como un asesino de la peor especie, con una ingratitud inhumana. Allí estaba el enemigo cuyos delitos él mismo e Ieyasu habían enumerado. Aun cuando había aceptado la proposición de Hideyoshi y se reunía allí con él, Nobuo no podía sentirse tranquilo. ¿Cuáles eran las verdaderas intenciones de aquel hombre? Cuando Hideyoshi vio a Nobuo erguido en toda su digni330


dad, se levantó de su escabel de campaña y, completamente solo, corrió a su encuentro. —¡Ah, señor Nobuo! Agitaba ambas manos, como si aquél fuese un encuentro inesperado y no planeado. Nobuo estaba perplejo, pero los servidores que le rodeaban, los cuales parecían tan imponentes con sus lanzas y armaduras, contemplaban la escena sorprendidos y boquiabiertos. Pero no fue aquélla su única sorpresa, pues entonces Hideyoshi se arrodilló a los pies de Nobuo, postrándose de tal manera que su cara casi tocaba las sandalias de paja de Nobuo. Entonces, cogiendo la mano del asombrado Nobuo, le dijo: —Mi señor, no ha habido un solo día en todo este año que no pensara en reunirme con vos, pero ante todo me satisface en extremo veros con buena salud. ¿Qué clase de espíritu maligno puede haberos confundido, mi señor, y enfrentarnos el uno al otro? A partir de ahora seréis mi señor, como antes. —Levantaos, por favor, Hideyoshi. Vuestro arrepentimiento me enmudece. Ambos hemos tenido la culpa. Pero, ante todo, os ruego que os levantéis. Nobuo levantó a Hideyoshi con la mano que éste le había cogido. El encuentro que tuvieron ambos hombres el día once del undécimo mes fue sobre ruedas y firmaron un acuerdo de paz. Por supuesto, lo apropiado habría sido que Nobuo hubiera discutido primero el asunto con Ieyasu y éste hubiera estado de acuerdo antes de firmar el acuerdo, pero el caso es que respondió sin reservas a aquella bendición tan oportuna y así se estableció una paz independiente. El pelele al que Ieyasu había utilizado para sus propios fines, le estaba siendo arrebatado por Hideyoshi. En esencia, Nobuo se había dejado embaucar. Sólo podemos imaginar las dulces palabras que empleó Hideyoshi para ganarse el favor de Nobuo. De hecho, en todos sus años de servicio, Hideyoshi casi nunca había encolerizado al padre de Nobuo, Nobunaga, por lo que apaciguar a Nobuo 331


debía de haberle resultado fácil. Pero las condiciones de los acuerdos de paz comunicadas primero por los dos enviados no habían sido ni dulces ni fáciles: ítem: Hideyoshi adoptaría a la hija de Nobuo. ítem: Los cuatro distritos al norte de Ise que Hideyoshi había ocupado serían devueltos a Nobuo. ítem: Nobuo enviaría mujeres y niños de su clan como rehenes. ítem: Tres distritos de Iga, siete distritos al sur de Ise, el castillo de Inuyama en Owari y la fortaleza de Kawada serían entregados a Hideyoshi. ítem: Todas las fortificaciones temporales pertenecientes a los dos bandos en las dos provincias de Ise y Owari serían destruidas. Nobuo puso su sello en el documento. Aquel día Nobuo recibió como regalos de Hideyoshi veinte piezas de oro y una espada hecha por Fudo Kuniyiki. También le entregaron treinta y cinco mil balas de arroz como despojos de guerra de la zona de Ise. Hideyoshi se había inclinado ante Nobuo, mostrándole respeto, y le había dado regalos como prueba de su buena voluntad. Tratado de esa manera, Nobuo sólo podía sonreír de satisfacción. Sin embargo, es cierto que Nobuo no había considerado cómo se volvería contra él esa maquinación. Desde el ángulo del flujo y reflujo del violento oleaje de los tiempos, a Nobuo sólo se le podía llamar un necio imperdonable. De haberse mantenido al margen, habría estado libre de culpa. Pero se había colocado en el centro, había sido utilizado como un instrumento de guerra y había sido la causa de que gran número de hombres muriesen bajo sus estandartes. El hombre que más se sorprendió cuando se conocieron estos hechos fue leyasu, quien se había trasladado desde Okaza332


ki a Kiyosu para establecerse en una posición militar que le permitiera enfrentarse a Hideyoshi. Era la mañana del día doce. Sakai Tadatsugu, que había viajado durante toda la noche desde Kuwana, fustigó de repente a su caballo hacia el castillo. No era normal que un comandante de las líneas del frente abandonara su posición de combate y acudiera a Kiyosu sin previo aviso. Además, Tadatsugu era un veterano de sesenta años. ¿Por qué aquel hombre tan entrado en años viajaba durante toda la noche sólo con unos pocos ayudantes? Aunque Ieyasu aún no había desayunado, salió de su dormitorio, se sentó en la cámara de audiencias y preguntó: —¿Qué te trae por aquí, Tadatsugu? —Ayer el señor Nobuo se entrevistó con Hideyoshi. Corre el rumor de que han firmado la paz sin consultaros, mi señor. Tadatsugu vio la emoción contenida en el rostro de Ieyasu, y sin que pudiera evitarlo le temblaron los labios. Apenas podía refrenar sus sentimientos. Sentía deseos de gritar que Nobuo era un mentecato, y tal vez era eso lo que Ieyasu reprimía en su corazón. ¿Debía enojarse? ¿Debía reír? Sin duda reprimía todas esas cosas al mismo tiempo, casi como si no pudiera aceptar las violentas emociones desencadenadas en su interior. Ieyasu parecía aturdido. La expresión de su semblante sólo reflejaba asombro. Los dos hombres permanecieron sentados algún tiempo sin decir nada. Finalmente, Ieyasu parpadeó dos o tres veces. Entonces se pellizcó el amplio lóbulo de la oreja con la mano izquierda y se restregó la cara. Estaba perplejo. Su espalda redondeada empezó a moverse un poco de un lado a otro. Dejó caer la mano izquierda sobre la rodilla. —¿Estás seguro, Tadatsugu? —le preguntó. —No habría venido a informaros de tal cosa a la ligera, pero más tarde llegarán despachos con una información más detallada. —¿Aún no has tenido ninguna noticia del señor Nobuo? —Nos enteramos de que había abandonado Nagashima, pasó por Kuwana y se detuvo en Yadagawara, pero pensé que 333


sólo estaba examinando las defensas y la disposición de sus tropasa. Incluso cuando regresó a su castillo, no teníamos idea de cuáles eran sus intenciones. Informes posteriores confirmaron los rumores del acuerdo de paz independiente de Nobuo, pero éste no envió ninguna comunicación personal durante todo el día. La verdad no tardó en extenderse entre los servidores del clan Tokugawa. Cada vez que se encontraban, sus voces excitadas se alzaban para confirmarse mutuamente lo que apenas podían creer. Reunidos en Kiyosu, acusaron a Nobuo de falta de integridad y se preguntaron en voz alta cómo los Tokugawa podrían presentarse ante la nación con dignidad en la penosa situación en que les habían colocado. —Si esto es verdad, no le dejaremos salirse con la suya aunque sea el señor Nobuo —dijo el impetuoso Honda—. Primero deberíamos sacar al señor Nobuo de Nagashima e investigar este hecho criminal —añadió con una expresión furibunda—. Luego tendríamos que librar una batalla decisiva con Hideyoshi. —¡Estoy de acuerdo! —¿Acaso no nos movilizamos en primer lugar por causa del señor Nobuo? —¡Invocamos el deber y nos alzamos sólo porque el señor Nobuo vino a implorar la ayuda del señor Ieyasu, quejándose de que los descendientes del señor Nobunaga perecerían a causa de las ambiciones de Hideyoshi! Ahora el estandarte de aquella guerra inspirada por el cumplimiento del deber, la encarnación de la justicia, ha caído en el lado enemigo. ¡La estupidez de ese hombre es inexpresable! —Tal como está ahora la situación, es una afrenta para la dignidad de Su Señoría y nos hemos convertido en el hazmerreír de la gente. También es un insulto a los espíritus de nuestros camaradas que murieron en el monte Komaki y en Nagakute. —Sus muertes fueron trágicas y sin sentido, y no hay ninguna razón por la que los vivos debamos soportar unos pensa334


mientes tan dolorosos. ¿Qué clase de decisión puede haber tomado nuestro señor en estos momentos? —Se ha pasado toda la mañana en sus aposentos. Ha convocado una reunión de servidores veteranos y parece ser que han estado deliberando todo el día. —¿Y si alguno de nosotros diera nuestra opinión a los servidores veteranos? —Es cierto. ¿Quién podría ser? Los hombres se miraron unos a otros. —¿Por qué no vas tú, Ii? Y Honda también debería ir. Honda e Ii estaban a punto de salir de la estancia como representantes de los demás cuando llegó un mensajero con una información concreta. —Acaban de llegar dos enviados del señor Nobuo. —¡Cómo! ¿Enviados de Nagashima? La noticia volvió a llenarles de indignación. Sin embargo, como los enviados ya habían sido conducidos a la gran sala de audiencias, era muy probable que estuvieran ante Ieyasu. Los hombres se tranquilizaron, pensando que ahora quedarían claras las intenciones de su señor, y decidieron esperar el resultado de la reunión. Los enviados de Nobuo eran su tío, Oda Nobuteru, e Ikoma Hachiemon. Como podía imaginarse, enfrentarse a Ieyasu era extremadamente violento para ellos, y no digamos el intento de explicar los pensamientos de Nobuo, y aguardaban en la sala, encogidos ante la mera idea del encuentro. Ieyasu no tardó en presentarse con un paje. Vestía kimono sin armadura y parecía de buen humor. Tomó asiento en un cojín y se dirigió a los enviados sin preámbulos. —Tengo entendido que el señor Nobuo ha firmado la paz con Hideyoshi. Los dos mensajeros hicieron un gesto de asentimiento mientras se postraban, incapaces incluso de alzar la cabeza. Nobuteru respondió: —Las repentinas conversaciones de paz con el señor Hi335


deyoshi sin duda han sido inesperadas y mortificantes para vuestro clan, y sólo podemos apreciar respetuosamente cuáles deben de ser vuestros pensamientos, pero el caso es que Su Señoría reflexionó profundamente en la situación que se le planteaba y... —Comprendo —replicó Ieyasu—. No es necesario que me deis una larga explicación. —Los detalles están explicados por entero en esta carta, de modo que si quisierais leerla... —Más tarde le echaré un vistazo. —Lo único que le duele a Su Señoría es pensar en que podéis estar enfadado —dijo Hachiemon. —Vamos, vamos. No vale la pena tomar eso en consideración. Desde el mismo comienzo, estas hostilidades no han tenido nada que ver con mis deseos y planes. —Lo comprendemos muy bien. —Así pues, mis deseos de bienestar para el señor Nobuo no han cambiado en absoluto. —Su Señoría se sentirá muy aliviado cuando lo sepa. —He pedido que os preparen una comida en otra estancia. Que esta guerra haya terminado con tanta rapidez es la mayor de todas las bendiciones. Comed tranquilamente antes de marcharos. Ieyasu regresó al interior del castillo. Los mensajeros de Nagashima fueron agasajados con comida y bebida en otra habitación, pero comieron apresuradamente y partieron en seguida. Cuando los servidores de Ieyasu se enteraron de lo ocurrido, se sintieron indignados. —Su Señoría debe de tener alguna intención más profunda. De lo contrario, ¿cómo aprobaría tan fácilmente esta alianza monstruosa del señor Nobuo e Hideyoshi? Entretanto Ii y Honda fueron al encuentro de los servidores de alto rango para informarles de lo que opinaban los servidores jóvenes. —¡Secretario! —llamó Ieyasu. 336


Tras la reunión con los enviados de Nobuo en la cámara de audiencias había regresado a sus aposentos, donde permaneció a solas un rato. Entonces vibró su voz. El secretario acudió con una piedra de tinta y aguardó a que su señor le dictara. —Quiero enviar cartas de felicitación a los señores Nobuo e Hideyoshi. Mientras dictaba las cartas, Ieyasu miró oblicuamente y cerró los ojos. Durante el tiempo en que pulía las frases que el secretario debía escribir, parecía absorber primero en su pecho unos pensamientos que debían de ser como corrientes de hierro fundido. Una vez terminadas las dos cartas, Ieyasu ordenó a un paje que llamara a Ishikawa Kazumasa. El secretario dejó las dos cartas ante Ieyasu, hizo una inclinación de cabeza y se retiró. Cuando salió hizo su entrada un ayudante personal con una vela y procedió a encender dos lámparas. El sol se había puesto en algún momento y, mirando las lámparas, Ieyasu tuvo la sensación de que la jornada había sido corta. Se preguntó si ése era el motivo de que, a pesar de la fuerte presión del trabajo, sintiera todavía un vacío en el corazón. Las puertas correderas se deslizaron suavemente, con un sonido que parecía muy lejano. Kazumasa, vestido con ropas civiles como su señor, se inclinaba en el umbral. Casi ninguno de los guerreros del clan se había desatado todavía la armadura. Sin embargo, Kazumasa se había dado cuenta de que Ieyasu vestía de civil desde la mañana y se había apresurado a ponerse un kimono. —Ah, ¿eres tú, Kazumasa? Ahí estás demasiado lejos. Acércate un poco más. Ieyasu era el hombre que no había cambiado lo más mínimo. Sin embargo, cuando Kazumasa se presentó ante él, casi parecía haber sido desarmado. —Kazumasa, quiero que seas mi enviado y que mañana por 337


la mañana vayas al campamento del señor Hideyoshi y al cuartel general del señor Nobuo en Kuwana. —Desde luego. —Aquí tienes unas cartas de felicitación. —¿Felicitación por los acuerdos de paz? —Así es. —Creo comprender vuestro pensamiento, mi señor. No mostraréis vuestra insatisfacción, pero cuando vea tal magnanimidad incluso el señor Nobuo probablemente se sentirá incómodo. —¿Qué estás diciendo, Kazumasa? Sería una cobardía por mi parte incomodar al señor Nobuo, y una declaración para continuar luchando basada en el sentido del deber parecería un poco extraña. Tanto si se trata de una falsa paz como si no, no tengo ningún motivo para expresar insatisfacción por la paz. Tienes que explicarle con seriedad, e incluso alegremente, que lo considero espléndido desde el fondo de mi corazón y que me regocijo junto con todos los subditos del imperio. Kazumasa conocía bien el corazón de su señor, y ahora Ieyasu le había dado minuciosas instrucciones relativas a su misión. Mas Kazumasa tendría que soportar todavía otro dolor, el de la incomprensión hacia él de los demás servidores desde el mismo comienzo, seguros de que él y Hideyoshi tenían alguna clase de conexión íntima. El año anterior, después de la victoria de Hideyoshi en Yanagase, Kasumasa había sido seleccionado como el enviado de Ieyasu a Hideyoshi. En aquella ocasión la alegría de Hideyoshi había sido extraordinaria. Había invitado a los diversos señores a una ceremonia del té en el castillo de Osaka, que estaba todavía en construcción. Posteriormente, cada vez que había ocasión de alguna comunicación con el clan Tokugawa, Hideyoshi pedía inevitablemente noticias de Kazumasa, de quien siempre hablaba a los señores que tenían relaciones amistosas con el clan Tokugawa. Los guerreros Tokugawa estaban convencidos de que el señor Hideyoshi tenía en gran estima a Kazumasa. Durante el 338


empate en el monte Komaki y más adelante cuando tuvo lugar el intento de reconciliación de Niwa, los ojos de sus aliados escrutaban las acciones de Kazumasa, al margen de la situación. Como cabía esperar, esa circunstancia no afectaba lo más mínimo a Ieyasu. —Hay mucho ruido ahí afuera, ¿verdad? Unas voces animadas procedían del salón, a cierta distancia del lugar donde se hallaban Ieyasu y Kazumasa. Parecía ser que los servidores insatisfechos con los acuerdos de paz expresaban sus dudas e indignación porque Kazumasa había sido convocado ante su señor. Poco antes, Ii y Honda, que actuaban como representantes, junto con algunos más, habían rodeado a Tadatsugu. —¿No estabais al frente de la vanguardia en la ciudad fortificada de Kuwana? ¿No os avergonzáis por no haber sabido que el señor Nobuo e Hideyoshi podían reunirse en Yadagawara? ¿Y qué decís del hecho de que los mensajeros de Hideyoshi entraran en el castillo de Kuwana? ¿Qué ha ocurrido ahora que os habéis enterado de ese tratado de paz ilícito y habéis venido aquí corriendo? Interrogaron intensamente a Tadatsugu. Ante todo, era poco probable que un hombre como Hideyoshi concibiera un plan que se filtraría antes de tiempo. Para Tadatsugu, ésa era una justificación suficiente. Sin embargo, aquellos hombres estaban muy insatisfechos y él sólo podía encajar su indignación y sus improperios con resignación y pedirles disculpas con el dominio de sí mismo propio de un viejo general. Pero ni Ii ni Honda querían acosar al viejo, sino más bien expresar sus propias opiniones a su señor y repudiar los acuerdos de paz. Y querían decir al mundo que el clan Tokugawa no tenía nada que ver con las conversaciones de paz de Nobuo. —¿Queréis interceder por nosotros? Sois un anciano respetado. —No, eso sería una grave ruptura de la etiqueta —respondió Tadatsugu. 339


Pero Honda insistió. —Esos hombres no se han desatado la armadura y están ataviados para el campo de batalla. La etiqueta cotidiana no es aplicable en esta situación. —No hay tiempo para eso —dijo Ii—. Nos embarga el temor de que pueda ocurrir algo antes de que él nos hable. Si no sois nuestro intermediario, entonces no hay nada que hacer. Tendremos que apelar directamente a través de sus ayudantes personales y verle en sus aposentos. —¡No! En estos momentos está conversando con el señor Kazumasa. No debéis molestarle. El hecho de que Kazumasa estuviera a solas con su señor aumentaba su inquietud e incomodidad. Desde el comienzo de la campaña en el monte Komaki, habían considerado a Kazumasa como un hombre que jugaba un doble juego. Y cuando Niwa Nágahide inició una reconciliación, fue Kazumasa quien intervino en las negociaciones. Sospechaban que Kazumasa también estaba de alguna manera en las sombras de las maniobras más recientes. Cuando de improviso esos sentimientos se manifestaron ruidosamente, la conmoción llegó a oídos de Ieyasu, a pesar de la distancia que les separaba. Un paje se apresuró por el corredor hacia los servidores. —¡Su Señoría os llama! —les anunció. Cogidos por sorpresa, se miraron unos a otros atemorizados, pero las expresiones en los rostros de los obstinados Honda e Ii revelaban que esa convocatoria era precisamente lo que deseaban. Instaron a Sakai Tadatsugu y los demás para que fueran delante y se encaminaron a la cámara de audiencias. La sala de Ieyasu pronto estuvo llena a rebosar de samurais vestidos con armadura completa. La atención de todos se centraba en Ieyasu. A su lado se sentaba Kazumasa. Sakai Tadatsugu era el siguiente, y detrás de ellos estaba representada la espina dorsal del clan Tokugawa. Ieyasu empezó a hablar, pero, volviéndose de repente hacia los asientos inferiores, dijo a sus ocupantes: 340


—Estáis demasiado alejados y mi voz no es muy fuerte, así que acercaos un poco más. Los hombres se juntaron y los que estaban en los asientos inferiores se reunieron en torno a Ieyasu, el cual comenzó a hablar. —Ayer el señor Nobuo firmó la paz con Hideyoshi. Tengo intención de enviar mañana por la mañana un aviso oficial a todo el clan, pero parece ser que habéis oído la noticia y estáis muy preocupados. Os ruego que me perdonéis, pues no trataba de ocultaros los hechos. Todos ellos inclinaron las cabezas. —Cometí el error de movilizarnos en respuesta a la petición del señor Nobuo. También fue culpa mía que tantos buenos servidores murieran en las batallas del monte Komaki y Nagakute. Una vez más, el hecho de que el señor Nobuo se haya unido en secreto a Hideyoshi, haciendo que vuestra justa indignación y leal enojo carecieran de sentido no es en modo alguno culpa suya. Más bien se debe a mi propio descuido y falta de juicio. Todos vosotros habéis mostrado una sinceridad total y abnegada y, como vuestro señor, no puedo encontrar las palabras para pediros disculpas como es debido. Os ruego que me perdonéis. Todos habían bajado las cabezas y ninguno miraba al rostro de Ieyasu. Los sollozos contenidos estremecían sus hombros como un oleaje. —Nada es lo que podemos hacer, por lo que os ruego que soportéis la situación. Reforzad vuestra resolución y aguardad la llegada de otro día. Ni Ii ni Honda habían dicho una sola palabra desde que tomaron asiento. Los dos habían sacado sendos pañuelos y, desviando la vista, se enjugaban el rostro. —Esto es una bendición. La guerra ha terminado y mañana regresaré a Okazaki. También todos vosotros estaréis pronto camino de casa, para ver los rostros de vuestras esposas e hijos. Mientras Ieyasu decía estas palabras también él se sonó la nariz. 341


Al día siguiente, el trece del mes, Ieyasu y la mayor parte del ejército de Tokugawa se retiraron del castillo de Kiyosu y regresaron a Okazaki en Mikawa. La mañana del mismo día, Ishikawa Kazumasa fue a Kuwana con Sakai Tadatsugu. Tras reunirse con Nobuo, prosiguió su camino para visitar a Hideyoshi en Nawabu. Después de transmitirle los saludos formales de Ieyasu y presentarle la carta de felicitación, se marchó. Una vez Kazumasa se hubo ido, Hideyoshi miró a los hombres que le rodeaban. —Qué propio es esto de Ieyasu —les dijo—. Nadie más habría podido encajar un golpe tan doloroso, tragándoselo como si fuese tan sólo té caliente. Como el hombre que había hecho beber a Ieyasu hierro fundido, Hideyoshi apreciaba muy bien sus sentimientos. Se puso en el lugar de Ieyasu y se preguntó si él habría sido capaz de reaccionar de la misma manera. Por entonces un hombre que se sentía totalmente satisfecho de sí mismo era Nobuo. Tras la reunión en Yadagawara, se convirtió en la marioneta perfecta de Hideyoshi. Al margen de la situación, se decía a sí mismo: «Me pregunto qué habría pensado Hideyoshi de esto». De la misma manera que antes había confiado en Ieyasu, ahora le preocupaba la reacción de Hideyoshi a cuanto hacía. En consecuencia se sentía inclinado a cumplir estrictamente con las condiciones establecidas por Hideyoshi en el tratado de paz, y así presentó sin excepción los territorios, los rehenes y las garantías por escrito. Entonces Hideyoshi se relajó un poco. Sin embargo, pensando que el ejército debería permanecer en Nawabu hasta el año siguiente, envió un mensajero a las autoridades de Osaka e hizo preparativos para pasar el invierno en campaña. Ni que decir tiene, desde el principio el objeto de preocupación de Hideyoshi había sido Ieyasu, no Nobuo. Puesto que aún no había llegado a un acuerdo con Ieyasu, no podía decir que la situación estuviera controlada y sus objetivos sólo se habían cumplido a medias. Un día Hideyoshi visitó el castillo de 342


Kuwana y, tras hablar de varios asuntos con Nobuo, le preguntó cómo se encontraba últimamente. —¡Estoy perfectamente! Y sin duda se debe a que no tengo pensamientos desagradables. Me he recuperado del agotamiento en el campo de batalla y mi mente está completamente en paz. Nobuo soltó una alegre risa y Hideyoshi asintió varias veces, como si sostuviera a un niño sobre sus rodillas. —Sí, sí, imagino que esa guerra sin sentido os ha extenuado, mi señor. Pero ¿sabéis?, todavía quedan algunas dificultades por resolver. —¿Qué queréis decir, Hideyoshi? —Si el señor Ieyasu se queda tal como está, podría causaros algunos problemas. —¿De veras? Pero si me ha enviado un mensajero con una carta de felicitación. —Bueno, es evidente que no querría ir contra vuestra voluntad. —Desde luego. Así pues, primero tendréis que decir algo. Está claro que en el fondo al señor Tokugawa le gustaría hacer las paces conmigo, pero si cede por su parte, perdería prestigio. Puesto que no tiene ningún motivo para enfrentarse a mí, probablemente se siente perplejo. ¿Por qué no le ayudáis? Hay muchos hijos entre los hombres de famosas familias que son egoístas en extremo, probablementre debido a la ilusión de que todos cuantos les rodean existen para servirles. Por su parte, jamás se les ocurriría servir a otros. Pero cuando Hideyoshi le hablaba de esa manera, incluso Nobuo era capaz de concebir algo más grande que su propio interés. Así pues, al cabo de varios días sugirió que él mismo actuaría como mediador entre Hideyoshi e Ieyasu. Ésa era su responsabilidad natural, pero no había pensado en arrogársela hasta que Hideyoshi se la sugirió. —Si acepta nuestras condiciones, le perdonaremos su acción armada como deferencia a vuestro manejo de la situación. Hideyoshi estaba adoptando la postura de un vencedor, 343


pero quería transmitir las condiciones de paz por boca de Nobuo. Las condiciones eran que el hijo de Ieyasu, Ogimaru, sería adoptado por Hideyoshi y que el hijo de Kazumasa, Katsuchiyo, y el de Honda, Senchiyo, serían entregados como rehenes. Aparte de la destrucción de las fortificaciones, la división de tierras convenida anteriormente por Nobuo y la confirmación del status quo por el clan Tokugawa, Hideyoshi no se proponía más cambios. —Estoy un tanto resentido porque no es posible retirar fácilmente al señor Ieyasu, pero puedo soportarlo por el mantenimiento de vuestro honor. Y puesto que habéis decidido encargaros de esta tarea, sería penoso retrasarla demasiado. ¿Por qué no enviáis un mensajero a Okazaki en seguida? Tras recibir estas instrucciones, aquel mismo día Nobuo envió como representantes a dos de sus servidores veteranos a Okazaki. Las condiciones no podían ser consideradas severas, pero cuando las supo, incluso Ieyasu tuvo que recurrir a sus reservas de paciencia. Aunque se hablaba de la adopción de Ogimaru, en realidad sería un rehén. Y enviar a los hijos de servidores veteranos a Osaka era claramente una admisión de derrota. Aunque sus servidores estaban irritados, Ieyasu se mantuvo en calma a fin de Okazaki lo estuviera también. —Acepto las condiciones y os pido que os encarguéis del asunto —replicó a los enviados. Los enviados fueron y vinieron varias veces. Entonces, el día veintiuno del undécimo mes, Tomita Tomonobu y Tsuda Nobukatsu llegaron a Okazaki para firmar un tratado de paz. El día doce del duodécimo mes, el hijo de Ieyasu fue enviado a Osaka, acompañado por los hijos de Kazumasa y Honda. Los guerreros que despidieron a los rehenes se alinearon a lo largo de las calles y lloraron. Su acción en el monte Komaki, 344


una acción que había estremecido temporalmente a toda la nación, había terminado así. Nobuo llegó a Okazaki el día catorce, hacia fines de año. Y se quedó allí hasta el veinticinco. leyasu no dijo una sola palabra desagradable. Durante diez días agasajó a aquel hombre afable cuyo destino era tan evidente, y luego le envió de nuevo a casa. Llegaba su fin el undécimo año de la era Tensho. Los sentimientos de la gente con respecto al cambio de año eran muy numerosos. Entre las cosas que sentían agudamente figuraba la certidumbre de que el mundo había cambiado. Sólo había transcurrido un año y medio desde la muerte de Nobunaga, el décimo año de Tensho, y todo el mundo estaba sorprendido por la rapidez con que se habían producido unos cambios tan vastos. La posición exaltada, la popularidad y la misión que antes pertenecieron a Nobunaga, se habían convertido velozmente en posesiones de Hideyoshi. La liberalidad del carácter de Hideyoshi estaba en consonancia con los tiempos y ayudaba a crear sutiles relaciones y avances en la sociedad y el gobierno. Al observar las tendencias de la época, incluso leyasu no podía evitar reprenderse a sí mismo por la estupidez de remar contra corriente. De los hombres que se habían opuesto a la marcha de la fortuna, ninguno había escapado con vida desde tiempo inmemorial, como él sabía muy bien. En la base de su pensamiento estaba la regla cardinal de que el observador debe distinguir entre la pequenez del hombre y la vastedad del tiempo, y en no ofrecer resistencia al hombre que se ha adueñado de la época. Así pues, a cada paso dejaba que Hideyoshi llevara la iniciativa. En cualquier caso, el hombre que recibía al Año Nuevo en la cúspide de su prosperidad era Hideyoshi, que ahora contaba cuarenta y nueve años. A los cincuenta, al cabo de un año, estaría en el apogeo de su madurez. 345


El número de los invitados para celebrar el Año Nuevo era muchas veces superior al del año anterior y, vestidos con sus mejores galas, llenaron el castillo de Osaka, trayendo consigo la sensación de la primavera que estaba cercana. Ieyasu, naturalmente, no acudió, como tampoco un pequeño número de señores provinciales, por consideración a él. Además, incluso ahora ciertas fuerzas censuraban a Hideyoshi y se apresuraban a hacer preparativos militares y reunir datos secretos. Esos hombres también se abstuvieron de atar sus caballos ante el portal del castillo de Osaka. Hideyoshi observaba todo eso mientras seguía saludando a un invitado tras otro. En el segundo mes del año, Nobuo acudió a visitarle desde Ise. Si se hubiera presentado en Año Nuevo con todos los demás señores provinciales, habría sido como si hiciera una visita de Año Nuevo a Hideyoshi, lo cual habría estado por debajo de su dignidad. O así era como él razonaba. Nada era más fácil que satisfacer la presunción de Nobuo. Empleando la misma cortesía que cuando se arrodilló ante él en Yadagawara, Hideyoshi hizo gala de una perfecta sinceridad en su cordial bienvenida. Nobuo pensó que las palabras de Hideyoshi en Yadagawara no habían sido mentira. Cuando salieron a colación los rumores sobre Ieyasu. Nobuo criticó el carácter calculador de aquel hombre creyendo que eso agradaría a Hideyoshi, pero éste se limitó a asentir en silencio. El segundo día del tercer mes, Nobuo regresó muy contento a Ise. Durante su estancia en Osaka había tenido noticia de que le habían investido con un título cortesano, gracias a los buenos oficios de Hideyoshi. Nobuo permaneció en Kyoto unos cinco días y recibió las felicitaciones de muchos visitantes. Le parecía que el sol no podría levantarse si no fuera por Hideyoshi. El trasiego de señores provinciales que iban y venían de Osaka durante el Año Nuevo, y las actividades de Nobuo en particular, fueron comunicados con detalle a Hamamatsu. Sin embargo, Ieyasu no podía hacer más que observar desde el margen cómo Hideyoshi había apaciguado a Nobuo. 346


Epílogo

Entre la primavera y el otoño de aquel año, Hideyoshi envió barcos al sur y caballos al norte en sus campañas para dominar el país. El noveno mes regresó al castillo de Osaka y empezó a supervisar la administración interna y los asuntos exteriores del imperio. De vez en cuando volvía la vista hacia las montañas que había escalado para llegar hasta allí, y en tales momentos no podía dejar de felicitarse por la primera mitad de su vida. El próximo año cumpliría cincuenta, la época en que un hombre reflexiona sobre su pasado y se ve obligado a pensar en su próximo paso. Luego, como era humano y estaba sujeto a las pasiones carnales más que la mayoría de los hombres, era natural que por la noche reflexionara en esas pasiones que habían gobernado su vida en el pasado y seguían haciéndolo en el presente, y se preguntara adonde le conducirían en el futuro. «Es el otoño de mi vida. No me quedan muchos meses de mi año cuarenta y nueve.» Al comparar su vida con la ascensión de las montañas, tenía la sensación de estar mirando abajo, hacia las estribaciones, tras haber llegado casi a la cima. 347


Se cree que la cima es el objeto de la escalada. Pero su verdadero objeto, la alegría de vivir, no está en la misma cumbre, sino en las adversidades sufridas durante la escalada. Hay valles, riscos, arroyos, precipicios y resbaladeros, y al caminar por los senderos empinados, el escalador puede pensar en no ir más allá, o incluso en que morir sería mejor que seguir adelante. Pero reanuda su lucha con las dificultades que tiene ante sí, y cuando por fin es capaz de mirar atrás y ver lo que ha superado, descubre que ha experimentado realmente la alegría de vivir en todos los caminos de la vida. ¡Qué aburrida sería una vida carente de la confusión de numerosas digresiones o de luchas difíciles! ¡Qué pronto un hombre se cansaría de vivir si sólo caminara apaciblemente por un sendero llano! Al final, la vida de un hombre es una serie continua de penalidades y luchas, y el placer de vivir no reside en los breves espacios del descanso. Así Hideyoshi, que nació en la adversidad, llegó a la madurez cuando actuaba en medio de ella. El décimo mes del año catorce de la era Tensho, Hideyoshi e Ieyasu se reunieron en el castillo de Osaka para celebrar una histórica conferencia de paz. Aunque no había sido derrotado en el campo de batalla, Ieyasu cedió de todos modos la victoria política a Hideyoshi. Dos años antes, Ieyasu había enviado a su hijo como rehén a Osaka, y entonces tomó por novia a la hermana de Hideyoshi. El paciente Ieyasu esperaría su oportunidad..., tal vez el pájaro aún cantaría para él. Tras un gran banquete para celebrar la paz establecida con el más fuerte de sus rivales, Hideyoshi se retiró a los aposentos interiores del castillo, donde con sus servidores de más confianza celebró su victoria con numerosas tazas de sake. Horas después, Hideyoshi se levantó tambaleante y dio las buenas noches a sus acompañantes. Avanzó lentamente y dando traspiés por el corredor, un hombre bajo y de cara simiesca, rodeado por sus damas de compañía, casi oculto por las sedas 348


pintorescas y susurrantes de sus kimonos de múltiples capas. La risa de las mujeres se oía a lo largo de los dorados pasillos mientras conducían al lecho a la diminuta figura del dirigente supremo de Japón.

En la docena de años de vida que le quedaban, Hideyoshi consolidó su dominio de la nación, acabando para siempre con el poder de los clanes de samurais. Su mecenazgo de las artes creó una opulencia y una belleza que pasarían a la posteridad como el Renacimiento japonés. El emperador le concedió un título tras otro, primero el de kampaku, luego el de taiko. Pero los sueños de Hideyoshi no terminaban en la orilla del mar. Sus ambiciones iban más allá, a las tierras en las que soñaba en su infancia, el reino de los emperadores Ming. Sin embargo, los ejércitos del taiko no lograrían conquistar esas tierras. El hombre que jamás dudó de que podría utilizar cada revés para sus propios fines, que podría persuadir a sus enemigos para que fuesen sus amigos, que incluso era capaz de lograr que el pájaro silencioso deseara cantar una canción elegida por él mismo... al final tuvo que ceder a una fuerza mayor y a un hombre más paciente, pero dejó un legado cuya brillantez se mantiene todavía como el recuerdo de una edad dorada.

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índice

Nota para el lector...................................................... El Imperio japonés..................................................... Heráldica................................................................... Medida del tiempo en el Japón medieval...................... Personajes y lugares.................................................... Resumen de los volúmenes anteriores ..........................

7 8 10 11 13 15

Guerra de palabras..................................................... Advertencia nocturna................................................. Las nieves de Echizen ................................................ Un cuenco de té......................................................... La estratagema de Genba........................................... Un verdadero amigo .................................................. Los pecados del padre................................................ El guerrero encapuchado ........................................... Golpe maestro ........................................................... Taiko.........................................................................

17 42 75 114 152 183 207 236 282 310

Epílogo......................................................................

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