Érase una vez, hace mucho, mucho tiempo existió una bondadosa mujer, casada con un hombre muy rico pero que estaba muy enferma. Antes de morir llamó a su pequeña hija y le dijo: "Si eres buena, yo velaré por ti desde el cielo y estaré siempre a tu lado". La niña iba a visitar la tumba de su madre cada día a llorar su pérdida y siguió siendo buena.
En
cuanto
llegó
el
invierno, la nieve cubrió de un blanco manto la sepultura, y cuando el
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sol de primavera la hubo derretido, el padre de la niña contrajo nuevo matrimonio. La segunda mujer era de oscuro corazón y mente retorcida y tenía dos hijas muy parecidas a ella. En seguida sintieron desprecio y envidia por la pobre niña huérfana que era bella y cándida. Desgraciadamente
el
padre murió al cabo de unos
meses,
y
la
madrasta y sus hijas hicieron
sus
deseos
realidad: obligaron a la pobre niña a hacer todas las tareas de la casa. Le quitaron sus hermosos vestidos, le pusieron una blusa vieja y le dieron un par de zuecos para calzado: "¡Mira la orgullosa princesa, qué compuesta!"
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Burlándose de ella, la llevaron a la cocina. Allí tenía que pasar el día entero y encima, debía ocuparse en duros trabajos: se levantaba de madrugada, iba a por agua, encendía el fuego, preparaba la comida, lavaba la ropa. Además, sus odiosas hermanastras se reían de ella, y tiraban
los
guisantes y las lentejas,
para
que tuviera que pasarse limpiando.
horas Por
las noches, cansada como estaba de tanto trabajar, en lugar de acostarse en una cama tenía que hacerlo en las
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cenizas del hogar y como iba siempre polvorienta y sucia, la llamaron Cenicienta. Cenicienta, con sus harapos, era cien veces más hermosa que sus hermanas a pesar de que ellas vestían con ropas lujosas. Un día el Rey organizó unas fiestas a las que fueron invitadas todas las doncellas bonitas del país para que el príncipe
heredero
eligiese entre ellas una esposa. Al
oír
la
noticia
Cenicienta se puso muy contenta, imaginando que podría ser la elegida del príncipe, convertirse en princesa y librarse de su cruel familia. Sin embargo, la madrastra le dijo: "Tú,
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Cenicienta, no irás al baile del príncipe puesto que te quedarás aquí en casa fregando el suelo, limpiando el carbón y ceniza de la chimenea y preparando la cena para cuando nosotras volvamos". Esas palabras le hicieron mucho daño a Cenicienta y por eso lloró y lloró hasta que no le quedaron más lágrimas.
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LlegĂł el dĂa de la fiesta y con el alma encogida tuvo
que
ayudar a sus hermanastras a vestirse y ponerse guapas para ir a la fiesta. Por la noche las tres malvadas salieron en carroza hacia el palacio, pobre quedaba
mientras
la
Cenicienta
se
limpiando
y
cocinando, tan triste que apenas
podĂa
hablar.
Entre sollozos se preguntaba por quĂŠ era tan desgraciada.
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De repente, apareció un hada madrina muy buena y poderosa que le dijo con voz tierna: "No llores más, niñita, porque te ayudaré", y a continuación la tocó con su varita mágica.
Entonces sus viejos y sucios harapos
se
convirtieron
en
bellas y brillantes sedas: un vestido precioso con el que Cenicienta parecía una auténtica princesa.
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El hada madrina le dijo: "Ahora puedes ir al baile, pero el hechizo desaparecerรก a medianoche. Debes volver antes de esa hora". Pero eso a Cenicienta no le importaba, mientras pudiera ir al baile.
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Cuando llegó a palacio, todo el mundo quedó impresionado de su belleza. El príncipe no tardó en fijarse en ella y la sacó a bailar. Bailaron y bailaron toda la noche.
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Finalmente, cuando por fin iban a besarse… Cenicienta se dio cuenta de que eran casi las 12 y salió corriendo escaleras abajo, perdiendo un zapato, que el príncipe recogió y guardó, esperando volver a verla algún día.
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Pasaron los días y el príncipe no olvidaba a esa bella chica del baile. Decidió probarles el zapato a todas las doncellas del reino, para así poder encontrarla. Una a una fue recorriendo todas las casas, pero a ninguna de las chicas le cabía el zapato. Por fin, un día el príncipe y su séquito llegaron a casa de la madrastra. Ella llamó a sus hijas para que se probasen el zapato,
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pero en ninguno de sus grandes pies cabía.
Un soldado se percató de la presencia de la pobre Cenicienta y le dijo que ella también debía probarse el zapato. Aunque la madrastra trató de impedirlo, el príncipe quiso que así fuera.
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Todos quedaron maravillados cuando
el
zapato
encaj贸
perfectamente en el pie de Cenicienta.
"Ella ser谩 mi princesa", exclam贸 el pr铆ncipe.
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La llevaron a palacio y unos días después se casó con su amado.
Nunca más volvió a ver a la madrastra ni a sus hijas, y vivió feliz el resto de sus días. Colorín, colorado, este cuento se ha acabado.
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