México, D.F. año II núm. 4 enero-marzo 2016
los Kinkies
Edición: Karla Guerrero Raúl Lara * Diseño gráfico: Israel Gutiérrez * Corrección de estilo: Nosotros, también. * Portada: RILG * Serigrafía: Joule Hercam
joulhercam@hotmail.com
kinkies
es una publicación de literatura pornoerótica, parafilias y demás manías retorcidas que sale a las calles y entra por tus cavidades trimestralmente. Queda estrictamente prohibido NO reproducir total o parcialemte esta publicación, en cualquier formato o medio, para ejercer, así, nuestro derecho humano a copiar y disponer de la cultura común.
CONTACTO: los69kinkies@gmail.com facebook.com/los69Kinkies
contenido editorial|4 rafael|6
Thalía Osorio Rodríguez
ajuste de cuentas|8
Raúl Solís
el bebedor|12
Iván Medina Castro
manifestación de la verdad|16 Jorge González López
el vino|20
Charles Baudelaire
recomendaciones|26 yanqui yonqui|27
RILG
XIII|30
César Vallejo
el teporocho cósmico|32 Temok Saucedo
aunque ya tienes edad|34
Guillermo Gonzaga
me llamo jesús y soy alcohólico|35
José Rivera Cervantes
flowing|36
Rosario G. Towns
coloco un hielo en el vaso|38
Jesús Topillo Tau
estaba componiendo este poema para la embriaguez|39 José Fons
cartelera Kinky|41
editor ial Escribir desde la embriaguez es escribir de la verdad, pero hacerlo desde la resaca quizá sea hablar del infierno, de algo más real, casi inasible como la escritura misma. Se podría escribir esto alcoholizado y corregirlo en un estado sobrio, como diría Hemingway, pero que sea lo que Dioniso quiera. Uno sólo se deja llevar y de pronto aparecen escenas indecibles, y al otro día todo es un compendio de instantes inconexos: un rompecabezas para armar en medio de temblores y con una sed que succiona la médula, o, bien, algo solitario que reafirma la misantropía latente en algunos de nosotros cada fin de semana. El alcohol y el arte han estado estrechamente ligados a lo largo de la historia. El primero resulta, en muchas ocasiones, un detonante creativo y un amigo cualificado para sobrellevar la existencia; el segundo, un accidente de la humanidad necesario para la supervivencia, pero últimamente olvidado por necesidades de relevancia “mayor”, como el narcisismo cibernética del ser humano. Nietzsche, en El nacimiento de la tragedia, ofrece una analogía en la que contrapone a Apolo con Dioniso, dioses que encarnan dos poderes artísticos opuestos ente sí; el primero corresponde al arte escultórico y el segundo a la música. Existe una antítesis entre esas dos pulsiones (lo apolíneo y lo dionisíaco), a las cuales les asigna una correspondencia con el mundo de los sueños y de la embriaguez respectivamente. Apolo expresa lo onírico y representa lo mesurado y la tranquilidad ante los impulsos salvajes. Lo dionisíaco, por otra parte, se basa en la embriaguez y en el éxtasis, en el se rompen los límites. La creación del artista dionisíaco es el juego con ese estado de embriaguez del que habla Nietzsche; el artista está movido por el impulso de una energía creativa que se transformará en una acción espontánea, la cual hablará de la verdad. En este número las voces dionisíacas se pronuncian desde diferente perspectivas, pero teniendo como eje principal al alcohol. Narrativa, poesía y un fragmento de un ensayo de Baudelaire conforman este nuevo número. Kinkies cumple un año de existencia y lo celebra entre tragos y otras sustancias recreativas como debe ser (todos están invitados). En esta ocasión, se trata de un número conformado, en su mayoría, de colaboraciones: 11 escritores que hablan del alcohol de diferente manera, desde su experiencia personal o ficticia, directamente o como pretexto para decir algo más allá del contenido en la botella y sus efectos. ¡Salud! Que Dioniso los salve de la resaca y los acompañe en este viaje de letras.
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Sin tiempo de pararse a pensar, la Ăşnica esperanza es el prĂłximo trago.. Malcom Lowry 5
rafael Thalía Osorio Rodríguez
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amás había deseado algo con tanta fuerza como su muerte. Ni siquiera era compasión o lástima lo que me empujaba a verlo muerto; ojalá la caridad me hubiera bastado, como a tanta lacra de la humanidad, para subsanar mi culpa. No, lo único que quería era su muerte y no había culpa en ello. Rafael tenía aproximadamente cincuenta años de edad, le iba a los Pumas, vendía quesos para ganarse la mala vida y, en alguna anomalía neuronal vinculada a la demencia senil, creía tener más de un millón de seguidores en Twitter. Se podía decir que, de toda la colonia, yo era la única con la que Rafael tenía algún tipo de conversación más allá de los quesos, de Twitter y del fútbol mexicano. Cuando regresaba de la Universidad, ahí estaba Rafael esperándome para hablar conmigo. Sobre su día, sobre mi pasión por el tenis, sobre mi universidad y sobre cómo no me conocía ningún novio. Nunca quise llevar a mis novias a casa. Él creía tener poderes telepáticos que le permitían leer la mente de sus vecinos y predecir terremotos años antes de que ocurrieran. Era algo así como una Mhoni vidente, pero en calvo. Algunos días me pronosticaba un accidente con la estufa o me preguntaba ¿para cuándo la boda? Lo que yo hacía era seguirle la corriente: jugar una partida de tenis sin pelota. Al principio estaba segura de que lo que hacía era mantener su realidad alejada del conflicto de enfrentarse al mundo de los cuerdos, pero poco a poco me encontré revisando las llaves de la estufa cada media hora o buscando vídeos de propuestas matrimoniales en YouTube. Lo que comenzó como un tierno encuentro se transformó pronto en un fastidio parasitario. Algo así como el amor. Salía más temprano de casa e intentaba llegar lo más tarde que mi horario y economía universitarios me permitían para evitar la conversación con Rafael. En las horas muertas, decidía jugar tenis o invitar a tomar a la amante en turno. Primero eran un par de cervezas, un par de besos en su sexo y estaba lista para regresar bajo la lluvia. Rafael no podría esperarme por tanto tiempo, pero ahí estaba en cada una de las veces. En la tarde, en la noche o en la madrugada: ahí estaba él con su bolsa de quesos es-
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perando mi saludo ebrio. Conforme fueron pasando los días, fueron aumentando las cervezas, fueron aumentando las amantes con unos cuantos años y pesos más que yo y fue aumentando mi miopía. Era la única solución posible para evitar a Rafael, quien siempre esperaba enfrente de mi casa. Verlo, escucharlo; y, sin embargo, no hacerlo por el adormilamiento de mis sentidos. Anoche decidí llevar a una de mis amigas a dormir conmigo. Con un brazo por encima de su hombro y una cerveza en cada mano, recordé uno de los vídeos que había visto en YouTube. ¿Quieres… comprarme quesos? Mi propuesta matrimonial había sido interrumpida por Rafael. Casi olvidaba la existencia de mi vecino. Mi amiga lo ignoró y entramos a mi casa, pero yo no podía concentrarme en algo más que no fuera el vende quesos. Con los ojos cerrados, podía ver a Rafael espiando desde la puerta de mi cuarto, viendo, escuchando y hasta estimulándose con los gemidos agradecidos de mi amiga por mi lengua rasposa e hidratada. Abrí los ojos y lo vi adentro de esa húmeda oscuridad que tanto me gustaba. Mordí. Vete a la verga, yo no voy a dejar que nadie disfrute a costa nuestra. De una cachetada dejé a la amante en turno llorando en mi cama y salí a medio vestir para enfrentarme al voyerista Puma con una raqueta en mano. Abrí la puerta y ahí estaba él, esperándome en la calle. Esta vez jugaríamos tenis con su cabeza como pelota. Un golpe y ya no volvería a escucharlo; otro, la estufa no significaría peligro alguno; otro, no estaría esperándome frente a mi casa; otro, no se masturbaría tras mi puerta. Un leve mareo. Su cuerpo en la calle. Regresé a casa y tiré la raqueta ensangrentada al lado de mi amiga, quien seguramente se quedó dormida entre lágrimas por la borrachera. Me desvestí y me uní a su sueño etílico. Los rayos me despiertan. Sonrío. Me encuentro sola en cama. La raqueta limpia. Mi amiga bañándose. Detecto un sabor agridulce en la boca y un ligero ardor en la entrepierna. Alguien toca la puerta. A medio vestir, abro, y ahí está él: Rafael, el tuitstar, me pregunta si quiero queso para prepararle algo de desayunar a mi novia.
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ajuste de cuentas Raúl Solís
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staba solo en casa. La tarde se había nublado y decidí salir a caminar. Llegué a un bar de la zona. Estaba casi vacío. Me agradó el lugar. No había música y la plática entre los escasos bebedores se hacía a cuchicheos. Mejor. Odiaba cuando entraba a un lugar y la música era horrenda y estridente. Me senté en un banco de la barra. Pedí una cerveza. El cantinero puso frente a mí una botella fría. Di un trago largo y saboreé con deleite. Aquello fue estupendo. Dejé la botella sobre la barra y miré de reojo a los parroquianos. No eran sujetos muy animados. Parecían estar allí por la misma razón que yo: la tranquilidad. Algunos tenían caballitos tequileros entre las manos, botellas de cervezas, tarros. Nadie se miraba a los ojos. Los tenían clavados en las superficies de la mesas o en las paredes desnudas del lugar. Conté diez sujetos en total, esparcidos en pequeños grupos. Le di otro trago a la cerveza. Afuera comenzó a llover. Me sentí tranquilo. Hacía mucho que no me sentía de ese modo. Comenzaba a disfrutar de la tarde cuando el estruendo de una canción rompió la delicada atmósfera en la que nos encontrábamos. ¡Chingada madre! Miré al fondo del lugar. Delante de un aparato que vomitaba un montón de ruido había una mujer. Pude verla de perfil. Tenía un buen culo. Llevaba puesto un pantalón entallado de cuero negro o de algo que aparentaba serlo. El cabello le cubría buena parte de la espalda. Bailaba frente a la máquina como si tuviera a un sujeto entre los brazos. Era un espectáculo por sí misma. La miré con curiosidad. Di otro trago a mi botella y terminé la cerveza. Pensé en irme. Lo bueno dura poco. Aquella puta había roto con su estúpida música el encanto que comenzaba a disfrutar. Dejé un billete en la barra y eché una última ojeada para mirarle el culo. Seguía bailando y girando frente a la máquina musical. Cantaba de vez en vez. No parecía saberse bien la letra. Hice un gesto y me puse de pie. Caminé a la salida. Me quedé inmóvil: afuera caía un aguacero. No quería regresar a casa bajo la lluvia, así que volví a mi banco de la barra. Pedí otra cerveza. El cantinero la colocó frente a mí y di un pequeño trago. La canción seguía sonando, pero la mujer ya no estaba en su sitio. Ahora danzaba entre las mesas y cantaba trozos de la can-
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ción a los parroquianos; se tambaleaba de aquí para allá al compás de la música. Algunos la miraban. Otros seguían perdidos en su estúpida contemplación de las paredes desnudas. Se acercó a mí bailando. Tomé la botella entre las manos para jugar con ella. Se detuvo a mi lado. Recargó los codos sobre la barra y se inclinó hacia adelante, quedándose sobre la punta de los pies. Le dijo algo al cantinero. La música me impidió entenderle. Además, arrastraba un poco las palabras. El cantinero negó con la cabeza. Yo aproveché para contemplar bien aquellas nalgas ahora que las tenía cerca. Di otro trago de cerveza y dejé la botella. El ruido cesó al fin. —Tú –dijo, señalándome con el dedo–. Invítame una copa. Su voz era pastosa. Levanté la cara, y al mirarla, reconocí en ella a Laura. No podía creerlo. Tartamudeé algo mientras trataba de cerciorarme si era ella o si sólo la había confundido. Habían pasado muchos años desde la última vez que nos vimos. No dejaba de mirarme, pero lo hacía con indiferencia, como si yo fuera una mosca. —¿Laura? –pregunté al fin. —Si me invitas una copa puedo ser Marilyn Monroe, mi amor. No estaba seguro si era ella. Sus rasgos, su cara, comenzaban a borrarse de mi memoria. Recordaba algunas cosas de nuestra relación, en especial la noche que me dejó. Aquella vez me emborraché de forma brutal: desperté en el banco de un parque. Le pedí al cantinero otra cerveza. Me la dio sin reparos. Le ofrecí la botella a quien supuse que era Laura. La agarró y dio un trago largo. Se limpió la boca con la mano y me sonrió. Tenía unas ojeras profundas. El cabello negro le caía a los lados. —¿Cómo te llamas? —¿Cómo quieres que me llame? –respondió. —Estoy hablando en serio. Necesito saber si eres Laura. —Claro. Para ti soy Laura –dijo, y sorbió otro trago. —Pinche mamona –respondí enojado. —Y de las mejores. ¿Quieres hacer la prueba, papito? No podía ser Laura. No al menos la que yo conocí. Pero era idéntica a ella, o a la que aún recordaba. ¿Podría engañarme mi memoria de ese modo? Meneé la cabeza y me ocupé en beber. Estaba furioso con ella por no responder a una simple pregunta. Quise levantarme de nuevo y salir, pero recordé que afuera caía un aguacero. Así que me quedé en el banco mirándola de reojo. Terminó su cerveza y pidió otra sin consultarme. El cantinero me miró; asentí con la cabeza. Apuré la botella y le pedí otra para mí. Las puso en la barra y se fue al fondo del local, detrás de una vitrina, dejándonos solos. Ella no dijo nada. Bebía tragos en silencio y luego se
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empeñó en quitarle la etiqueta al envase. Por fin dije: —¿Eres puta? —¿Qué? —Que si eres una puta. Una prostituta, pues. Rió con fuerza y puso una mano sobre la mía. El contacto me provocó escalofríos. —¡Entonces quién eres, chingada madre! —Soy quien quieres que sea. Hizo resbalar su mano a mi pierna y ahí la dejó un rato. Se me acercó para besarme. Yo dejé que lo hiciera. No podía actuar de otro modo. Los parroquianos seguían perdidos en sus mundos. Escuchaba los cuchicheos sin saber si estarían hablando de nosotros. Quizás ellos ya la conocían y se burlaban de mí. O tal vez me envidiaban por tener a esa mujer a mi lado. No lo sé. Pasaron tantas cosas por mi cabeza que me sentí mareado. Terminamos las cervezas. Para mi fortuna y la de mi cartera, la lluvia había cesado. La invité a mi casa. Comenzaba a oscurecer. Caminamos en silencio. Ella se sostenía de mi brazo para no caer. Se dejaba llevar con facilidad. Anduvimos varias calles hasta llegar a mi casa. Me detuve para ver su reacción. Estaba muy borracha. Ni aunque conociera el rumbo podría reconocerlo. Esa era mi última esperanza para saber si era mi Laura: que al ver mi casa hiciera un gesto o dijera algo, que recordara que adentro pasamos mucho tiempo juntos. Era como si vivera conmigo. Y tenerle de nuevo allí era raro. ¿Podría ser ella? No lo sabría jamás. Hacía frío. Abrí la puerta y la hice entrar. Estaba oscuro. Me apresuré a encender las luces. El brillo nos lastimó la vista. Me acerqué a ella y la tomé de la cintura. —¿Quién eres? –pregunté una vez más–. Necesito saberlo. —Soy Laura, bombón. Me besó con fuerza y de forma torpe. Comencé a desnudarla; la llevé a un sillón. No podía creer que fuera Laura, la misma Laura con quien tuve una relación años atrás. Pero era igual a ella. ¿Cuántas posibilidades había de equivocarse? Sólo una. Dejé de pensar y me dediqué a acariciarla. Tenía la piel lastimada. Sentí varias cicatrices en su espalda. Gemía cuando la tocaba. No fue complicado quitarle la ropa: llevaba poca. Me saqué la playera y me quité los pantalones. Ella sacó mi verga del bóxer. Comenzó a lamérmela conforme se me ponía dura. Mamaba de una forma horrenda. Casi se vomitó dos veces. La aparté y luego la tumbé en el sofá. Le abrí las piernas y la penetré. Mis embestidas parecían no afectarla.
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Comenzaba a quedarse dormida. Le sacudí la cara y luego la abofeteé. Era ridículo todo eso. La levanté en brazos casi inconsciente y me la llevé a la cama. La recosté boca abajo para mirarle la espalda. Tenía cicatrices y moretones por todos lados. ¿Qué le había sucedido? Pasé mi mano por su piel. Se estremeció al hacerlo. Llegué a sus nalgas. Allí tenía lo que parecían ser mordidas y arañazos. Comencé a acariciarla. Me excité tanto que se me volvió a poner dura, así que la penetré por el culo. Gemía de vez en cuando, sin moverse. Seguí dándole por un rato. Luego la tendí boca arriba y se la metí otra vez por el coño. Trató de abrir los ojos sin conseguirlo. Parecía querer decir algo. No se lo permití. Estaba furioso con ella por ser Laura y dejar que la jodiera de ese modo; por estar tan borracha y no disfrutar la forma en que se lo estaba haciendo; por estar así de herida. Estaba encabronado por la forma en que me había dejado hacía años; por todo ese tiempo que la había extrañado. Me emputó todavía más pensar que pudiera estarme engañando y no fuera la verdadera Laura. Comencé a golpearla. Le di tantas cachetadas que me ardió la palma de la mano. Estaba perdida, medio desmayada. Abría los ojos, los cerraba, intentaba decir algo; gemía. Le tapé la boca para que no hablara. No quería escucharla. No quería saber más de ella. Luego comencé a ahorcarla, fuerte, más fuerte, cada vez más. Primero con una mano; luego, con ambas. Le apretaba la garganta mientras me la cogía. Ella abría la boca intentando sorber un poco de aire. La embestí y ahorqué con más fuerza hasta que llegué al orgasmo. El cuerpo me tembló. Descargué en ella un chorro de semen y me le dejé caer encima. Respiré con fuerza; jadeaba. Estaba agitado, sudoroso. Rodé sobre la cama y quedé tendido a su lado. Logré recuperarme un poco. Abrí los ojos y volteé a verla. Estaba inerte, con los ojos y la boca entreabiertos, el gesto inexpresivo. No respiraba. Su cuerpo lacerado reposaba en un sueño profundo del que ya no despertaría. Había asesinado a Laura, a esa impostora que bien podía ser la verdadera, y junto a ella, el último recuerdo que tenía de nuestra vida juntos. Fueron buenos años, no había duda. Y ahora todo había terminado. Nada podía remediarlo. No habría más Lauras por allí fingiendo. Había terminado con ella. Me sentí libre, tranquilo. Me sentí en paz.
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el bebedor Iván Medina Castro Does it matter, o saviour of the damned that you are a vain paradise when you satisfy my needs; it as if, before I dock you help me to live by preparing me to death.
Raoul Ponchon A Caroline L.Thomson
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útiles copos de nieve se hicieron presentes a la puesta del sol mucho antes de lo enunciado por el pronóstico del tiempo, cubriendo sorpresivamente todos los rincones con una imponente blancura grisácea, obligándome a interrumpir mis bocetos sobre una pareja atípica de un hombre negro con un joven asiático que ocultos debajo del puente antiguo, sabedores de un pecado venial, exploraban ásperamente sus cuerpos candentes con rígidas ramas de acebuche. Cargué el bastidor, recogí brochas, pinceles y lienzos, todo con gran dificultad, y en puntillas, para no estropear mi único par de zapatos, me alejé del Sena para tratar de resguardarme dentro de algún cálido establecimiento del gran bulevar Montparnasse, las opciones eran diversas: había un atrayente prostíbulo con fotos de mujeres desnudas provenientes de Europa del Este en la vitrina, un café turco mal oliente ostentando el nombre en un intenso rojo neón Rat Mort, y una tasca insignificante llamada Chat Noir. Decidí dirigirme a la taberna, pues no llevaba suficiente dinero como para calmar la concupiscencia carnal con una adolescente rumana, y a decir del café no era en verdad una alternativa, pues me molesta entablar comunicación con extranjeros que pronuncian un francés atropellado. Con mi presurosa arremetida, lancé por los aires a un ebrio que estorbaba la entrada; ese desalineado sujeto de bigotes de chivo cayó de pura frente sobre el acerado suelo reventándose la boca por completo. Preocupado por mi negligencia, boté mis pertenencias y me
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acerqué a auxiliarlo. Después de una ardua labor, logré incorporarlo y aún seguía el beodo imprecando en contra de mi inocente madre. Al disculparme, observé atónito un semblante enjuto y enfermizo envuelto en lágrimas, por un instante creí reconocerme en él y la piel se me erizó desde la punta del pie hasta el cuero cabelludo. Preferí darme la vuelta sin atender a sus maldiciones, recogí mis cosas y continué mi rumbo aún temblando hacia el cantinero. Ya sentado en la barra, pedí un tomate, absinthe con granadina, que pronto tomé al hilo. El sofocante calor y el fuerte olor a residuos de tabaco me provocaron mareos, me dirigí al baño para avivar con agua mi cabellera y restablecer así, mi ánimo. Al salir, noté al tabernero discutir acaloradamente con tres personas que por su característica vestimenta y mala pronunciación supuse eran argelinos. Repentinamente la cabeza me empezó a doler sin causa aparente, quizás se debió a las densas nubes oscuras de alquitrán aún presentes en el mal ventilado lugar o muy probablemente a la alharaca aguda e interminable de aquellos musulmanes. Por fin llegó la gendarmería migratoria, y pude observar tras la vidriera a pesar de la lluvia torrencial, cómo de las greñas trepaban a los menesterosos discípulos de Alá en la parte trasera de un vehículo negro. Me dio lástima observar esa reprimenda a sus derechos humanos, pero muy en el fondo reconocí prudente esa necesaria acción emitida por el Estado en contra de todos los migrantes ilegales que, engañados, pretenden buscar gobiernos paternalistas en los países confortantes de la Unión Europea. Las cosas en París están cada día peor, no hay trabajo, los precios de los bienes de consumo se elevan por las nubes y la criminalidad empeora gracias al éxodo continuo de esos norafricanos de mierda. Después del espectáculo, me dirigí al locutorio no sin antes tomarme el vaso rebosante de temblor: absinthe con cognac, telefoneé a Caroline para que pasara por mí. Un buzón de voz me contestó diciendo: “Tú eres importante, deja tu mensaje y en cuanto pueda, me comunicaré contigo”. Escuchar esa grabación me resultó extraño, no recordaba haber tenido en casa una contestadora. Colgué azotando el auricular y me fui a sentar a otro sitio. En la mesa me esperaba una fuente llena de absinthe y un tazón, además de una maceta en su centro, con unos capullos de un intenso color anaranjado que destacaban sobre el mar de humo plomizo. Observar esas maravillosas flores me tranquilizó y recordé mis largos recorridos tomado del brazo de Caroline, al surcar el Ródano y fascinados respirar hasta más no poder el fresco aroma a la hora de la recolección de lavanda. De regreso a la realidad, ante la repentina insistencia de un joven bolero que insistía en dar grasa a mis zapatos, ignorándolo consumí de un trago el elixir verde. Pedí otra dama glauca al mozuelo y éste en tono preocupado me dijo: “señor, la
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bebida alcohólica es mala, mi padre murió retorciéndose al ver visiones de hadas verdes perniciosas y pequeñas”. Le di un buen coscorrón al niño baboso y le ordené que me trajera mi licor. En lo que llegaba mi encargo, me precipité a la cabina telefónica y volví a marcar a Caroline. Esta vez fue extraño, una voz melancólica con acento latino me preguntó el propósito de la llamada. Pedí por ella y el tipo me respondió con una mezcla entre francés y español: “aquí no habita nadie con ese nombre”, e inmediatamente colgó. Bebí directo mi néctar, y un par más. A la espera de un Pierrot, absinthe con leche, pude observar pasmado la pericia de una mariposa entre amarilla y verde, que al franquear las herméticas puertas del establecimiento, se dirigió revoloteando hacia el tiesto y al llegar allí tras un vuelo majestuoso se situó en uno de los pequeños pétalos de la bella capuchina. En ese momento comprendí lo hermoso y sutil de la naturaleza. El embrujo me duró poco, pues por un impreciso aleteo, el ala derecha se incendió al tocar la viva brasa del cigarrillo de un individuo que bamboleante pasaba por allí. El cetrino insecto trató de alzar el vuelo para apagar su flanco en llamas, pero el intento fue en vano, pues su frágil cuerpo se desplomó meciéndose al viento, con la misma delicadeza como lo hacían las hojas ocres del fresno que se veían caer sin reposo a través de las ventanas. Noté que mi rostro derramaba un llanto mecánico, restregué mis ojos con la manga de mi camisa y de un buen sorbo acabé con la bebida y el sentimentalismo absurdo. Nuevamente sentí la necesidad de llamar a Caroline y así lo hice, pero en esta ocasión contestó una mujer a quien no le reconocí la voz, preferí colgar. Decidí bajar al sótano para distraerme un rato jugando al dominó, pero la sala parecía vacía, únicamente encontré a un joven clérigo de abultado vientre que a medida de su testimonio irreverente, una sincera simpatía nacía en mí hasta llegar a quererle como a un hermano. Le obsequié mis pinturas sin meditarlo. Él insistió en invitarme unas rondas de muse vert y yo le agradecí con otras más. Así estuvimos un largo rato, ignorando el tiempo, sin darme cuenta de su desaparición, o quizás nunca hubo nadie. Mi sangre necesitaba más alcohol. Me incorporé con dificultad y traté de subir las escaleras para gritar el nombre de Caroline y pedir un perico, absinthe puro sin azúcar, pero no pude hacerlo, me pesaba el cuerpo y me tumbé en las escaleras fatigado, harto, derrotado y vomité. El frío aire reciaba y hacía calar los huesos, la vergüenza ante la soledad me invadió y me dirigí tambaleando al lavamanos, después del chorro ambarino que despertó mis sentidos, con trabajo pude reconocer aquella imagen observada en el espejo, tenía unos ojos hundidos, algo distantes, de un mundo que me había dado halagos y amarguras en
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una época bella, con unas ojeras pronunciadas como si nunca hubiera dormido, demacrado y completamente con una cabellera plateada, todo ello me hizo recordar angustiosamente la decadente figura del mostacho de chivo, a lo que retrocedí ante el cristal juicioso, hundiéndome en mí mismo. Sorpresivamente un pálido crepúsculo gobernaba el espacio, y de la sombra salió hecha luz una figura multicolor, grácil y torneada que se dirigió hacia mí, sus ojos de un verdemar no dejaban de mirarme mientras se aproximaba. Su maravillosa presencia y su balsámico aroma a limón alejaron de mi memoria la mínima existencia de dolor, pena, abandono y encogimiento. Me pareció haberla conocido antes, haberla amado con salvaje pasión. La llamé Caroline, ella en respuesta me extendió su nívea mano y me dijo de una manera melódica: “te saludo amado, tú quien en ningún momento dejaste de beber el líquido esmeralda, satisfaciendo a tu alma durante todo estos años. Anda y sigue mi sendero, que estando a salvo conmigo, te conduciré a los placeres y maravillas de Ávagar, el mundo legendario de las hadas”.
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manifestación de la verdad Jorge González López
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o acudíamos frecuentemente al motel, a La joya, pero de haber sido así, no dificultosamente habríamos obtenido el nobiliario título de Los locos. Y ésta es sólo una conjetura, porque en aquella ínfima sentina quién sabe qué índole de seres se regocijaban en los actos más infrahumanos. Cualquier barbárica aberración era concebible en ese lugar. Habíamos ido unas ocho o nueve veces, lo que dudo que nos hubiese colocado entre los clientes frecuentes, pero cada ocasión en que íbamos con el único propósito de fundirnos y beber, algo nefando e insólito sucedía. Aquella, por supuesto, no fue la excepción, sino el cenit, el paroxismo y la explosión. Así que hicimos camino del lugar, abriéndonos paso por calles fétidas, rayadas de grafiti y atestadas de partidarios de la inhalación de solventes. Ella se detuvo en una tienda. —¿Qué compramos? Tengo ganas de chela. —Carajo –la increpé–, te dije que no estoy bebiendo ahora. Hacía unos días, mi más beodo amigo, infalible compañero de múltiples borracheras, había resuelto que sus fuerzas estaban ya agotas, que su devastación tenía que terminar. Así que había decidido enclaustrarse en un centro de rehabilitación. Había tirado la toalla el muy cabrón, y la reflexión de aquello había detonado en mí una voluntad de abstinencia cruel: no sabía por cuánto tiempo, pero no quería probar una sola gota de alcohol. —Bueno, ¿entonces te importa mucho si yo bebo? –me preguntó. —¿Qué quieres que te diga? Creo que no. Abrimos el pequeño refrigerador; ella asió un six-pack y yo una botella de agua. Caminamos un par de cuadras más y llegamos. Las letras del rótulo, dispuesto sobre la azotea del edificio, habían sido en otro tiempo de color rojo; ahora estaba éste desvaído y sus letras eran de una suerte de sepia. La puerta estaba abierta de par en par, traspusimos el umbral y estaba el tipo, soñoliento, detrás de la vitrina. —¿Para quedarse o para salir hoy? —Salir hoy –respondí. El cuarto constaba de una televisión vieja, una cama matrimonial
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cuyas almohadas tenían en las fundas el nombre de otro hotel y dos o tres litografías de paisajes, menudas y con delgados marcos. Ninguno de los cuadros tenía vidrio que lo protegiera, y todos habían sido mancillados con promesas y sentencias de amor baratas. Nada más había que decir de esa pocilga inaccesible al sol, exceptuando la peculiaridad de que, bajo el switch de la luz, había otro igual, con el que se encendía la radio. Escuché algunos segundos: había algo como bachata, cumbia, o alguno de los deplorables géneros que se reproducen en cada esquina del país. La apagué. Me tiré en la cama mientras ella echaba una meada; decidí ir a dar un vistazo. No orinaba sentada, era hipocondriaca y temía por la insalubridad del hotel. Estaba ahí, orinando doblada, con todo su peso corporal apoyado en los muslos. A pesar de su alcoholismo crónico, se las arreglaba para ejercitarse todos los días en el gimnasio y tenía una fortaleza descomunal. El calzón negro en las rodillas, y aquel fino hilo manando como un riachuelo del más inmaculado oro, con la armonía de su apacible rumor. Me tiré nuevamente a la cama al tiempo que ella destapaba una lata de Modelo. Nos metimos debajo de las sábanas y empezamos. Tenía tiempo sin verla; nunca acostumbrábamos hacerlo sin alcohol, invariablemente tenía que haber un trago en el buró o lo que estuviera contiguo a la cama. Así que era la segunda o tercera vez en dos años que se la metía sin rastro de alcohol en mi cuerpo, pero todo ocurrió con perfecta naturalidad. Me monté en ella con vigor, probé sus senos turgentes y perfectamente circulares, productos de horas y horas de trabajo de gimnasio, después ella subió a mis piernas y con gran pericia se movió de arriba abajo hasta desposeerme del esperma. Permanecimos largo tiempo en silencio, hasta que fue quebrantado por su pregunta. —¿Qué es lo que querías decirme? —Bien, voy a decírtelo. Estoy con Salma. No sé cómo ocurrió, quiero decir, siempre estaba con ella y la veía llorar borracha por su antiguo novio, hasta que un día le dije que no merecía a un cabrón como áquel, y terminé con ella. —¿Qué? Es broma, ¿no? Debe ser una broma –no muté mi silencio–. ¿Tu gran amiga, la que hace dos años era obesa? ¿Acaso estás con ella porque adelgazó? No puedo creerlo. Hay que ser cabrón para esto, hay que ser un cabrón muy cabrón. ¿Para qué mierda me hablaste, y para qué mierda estás conmigo hace dos semanas? Apuró su segunda cerveza y me arrojó la lata a la cara. Abrió otra y la bebió ávidamente, casi por completo. —¿La quieres? –me inquirió. —Creo que sí. También a ti, no sé qué hacer. Tenía que decírtelo, soy un tipo moral.
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Se abalanzó sobre mí, dándome empellones, hasta que después empecé a sentir el producto de sus clases de body combat: sabía tirar jabs y upper cuts como ninguna mujer que hubiese visto. No opuse resistencia. Pocos se impactaron en mi rostro, uno en mi costilla y muchos más en el estómago, pero el que ocasionó mayor dolor fue el primero: un contundente golpe por detrás, en el riñón derecho, cuyo dolor se prolongó por días. Se tiro al piso, extenuada; posteriormente rompió en un llanto fragoroso, acompañado de patadas y gritos. Se retorcía con movimientos convulsos y trémulos, como lo haría un verdadero poseso o un gusano al que hubiesen volcado una botella de aguarrás. El bote de basura era de hojalata, y al lanzarlo se estrelló en la pared con un estruendo que retumbó por toda la estancia. No conseguí efectuar un solo movimiento, y me limité a quedar en la cama mirando la imperturbable nada del techo amarillento. Incapaz de llorar, de conmoverme, sumido como estaba en profunda turbación, sólo quería salir de ahí. Por ese tiempo estaba casi enganchado a las benzodiacepinas: valium, rivotril, tafil; cualquiera de ellas. Las utilizaba para el insomnio o, muy rara vez, para esas comidas en las que tenía que aguantar al tío millonario y reaccionario que propugna sus ideas herméticas y situaciones de esa índole. Nunca, a excepción de dos o tres resacas de temblor y sudor frío, había ansiado tanto una pastilla como en esos momentos, pero no tenía nada, y mi resolución sobre la abstinencia era tajante. Así que ahí estaba yo, sobrio hasta el tuétano, y ella vaciando las latas con una celeridad desconcertante. —Váyanse a la verga los dos –profería entre sollozos–. Ojalá se mueran. Nunca vas a encontrar a nadie como yo, y espero que ella te haga lo mismo, cabrón. ¡Muérete! Traté de tirarme al piso para abrazarla. —Lo único que puedes hacer es traerme otro trago y largarte. Quiero vodka. Salí; el día era límpido, con ese sol invernal seco y tórrido, y tan truculento que, apenas ponerse, abre paso a un frío hostil y exento de viento. Después de buscar cualquier marca de vodka en tres tiendas, me di por vencido y compré algo de brandy. Regresé con él. Introduje la llave y la encontré frente al espejo, maquillándose. Me eché nuevamente en la cama y ella hizo lo mismo; se hizo un silencio perdurable, milenario para mí. Estaba inexorablemente enclaustrado en ese motel de mil diablos, pero también enclaustrado en mí mismo, ninguna evocación me proporcionaba reposo. No manó palabra alguna, sólo nos limitamos a besarnos, mientras nos despojábamos por segunda vez de las ropas. Terminamos de coger y ella recobró fugazmente la calma. Entonces empezó aquello otra vez, bravatas, anatemas y maldiciones
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brotaban de su boca a espuertas. —Hija de puta. ¡Hija de su puta madre! De no ser por ella, estarías conmigo. Y ahí estaba otra vez ese llanto sulfurado, con olor a podredumbre y a inframundo. Una suscitación en mí, lóbrega y que me remitía a mi propio vacío y a esa deplorable e irreductible asco de ser. Ahí estaba, callado, estúpido y pétreo. Y lo narrado anteriormente volvió a ocurrir unas tres veces: intervalos de gritos y pataleos; después, en el paroxismo, culminábamos el rito cíclico y perverso con sexo desesperado, febril. Finalmente, ya cuando sus ojos estaban entornados con las señales de la incipiente borrachera, la apremié para irnos de ahí. Eran ya pasadas las nueve cuando salimos, las calles adyacentes estaban todas sumidas en penumbra. La acompañé al metro e hice camino del metrobús. Llegué a mi casa y me dediqué a revisar una libreta con viejos manuscritos, cuando me encontré con algo que había escrito con pluma hacía no pocos años, en la adolescencia: Mis relaciones con las mujeres son un purgatorio, un patíbulo cuyo piso sólo se alcanza de puntillas. La sanidad psíquica me ha producido tedio toda la vida. Son las razones trastocadas y confundidas, aquellas mujeres explosivas las que han atraído siempre mi obsesa atención. Si no me siento bullir cuando estoy con ellas, no son para mí. Las mujeres deben escupir espuma. El sustrato y la esencia eran los mismos de siempre, y entonces caí en la cuenta de que, desde mi primera mujer hasta la última, todas iban a ser iguales: bebedoras, rabiosas, agresivas, poseídas, henchidas de hastío hasta la médula. Así fue siempre, y no puede ser de otra manera.
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el vino y el hachís (fragmento)
Charles Baudelaire
El vino
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n hombre muy famoso, que era al mismo tiempo un estúpido (lo que, por lo que se ve, es perfectamente compatible, como sin duda tendré ocasión de hacer ver en más de una ocasión, con doloroso placer), se atrevió a escribir en un libro de gastronomía, desde la perspectiva de la higiene y del placer, lo siguiente, en relación al vino: “Se considera que fue el patriarca Noé quien inventó el vino. Es un licor que se hace con el fruto de la vid.” ¿Nada más? Nada más; eso es todo, por mucho que se hojee el libro, que se mire por arriba, por debajo, por los lados; aunque se lea del derecho o del revés, de derecha a izquierda o de izquierda a derecha, no se encontrará ni una palabra más sobre el vino en la fisiología del gusto del muy ilustre y respetado Brillat-Savarin: “Se considera que fue el patriarca Noé…” y “Es un licor…” […]Si una nueva edición de esta falsa obra maestra se atreve a enfrentarse al buen sentido de la humanidad moderna, vosotros, bebedores melancólicos, bebedores alegres o, todos cuantos buscáis en el vino el recuerdo y el olvido, y que, al no encontrarlo nunca como os gustaría, ya no veis el cielo más que a través del fondo de la botella, bebedores olvidados y desconocidos, ¿compraréis un ejemplar de ese libro, devolviendo, así, bien por mal, beneficio por indiferencia? [...]¿Quién ignora los profundos goces del vino? Todo el que ha tenido que apaciguar un remordimiento, que evocar un recuerdo, que ahogar un dolor, que hacer castillos en el aire, te ha invocado, misterioso dios, oculto en las fibras de la viña. ¡Qué grandes son los espectáculos del vino, iluminados por el sol interior! ¡Qué auténtica y ardiente es esa segunda juventud que el hombre obtiene de él! Pero, ¡qué terrible son también sus fulminantes voluptuosidades y sus enervantes hechizos! Y sin embargo, jueces, legisladores, hombres de mundo, vosotros a quienes la felicidad hace bondadosos, a quienes la fortuna permite ser virtuosos y sanos fácilmente, decidme, en vuestra alma y en vuestra
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conciencia, ¿os atreverías a condenar inflexiblemente al hombre que bebe por inclinación? Además, el vino no siempre es ese terrible luchador seguro de su triunfo, que ha jurado ser implacable y no concede cuartel. El vino se parece al hombre: nunca se sabe hasta qué punto se le puede apreciar o despreciar, amar u odiar; ni cuántos actos sublimes o crímenes monstruosos es capaz de realizar. No seamos, entonces, más crueles con él que con nosotros mismos y tratémosle como a un igual. A veces me parece que le oigo decir al vino (que habla mediante su alma, con esa voz de los espíritus que sólo oyen los espíritus): “Hombre, amado mío, a pesar de mi cárcel de vidrio y mi cerrojo de corcho, quiero elevarte a un canto lleno de fraternidad, un canto colmado de alegría, de luz y esperanza. No soy ingrato; ya sé que te debo la vida, y sé cuánto has tenido que esforzarte y cuánto sol has tenido que soportar en tu espalda, para dármela. Tú me has dado la vida, y yo te recompensaré por ello. Te pagaré generosamente mi deuda, pues siento una dicha extraordinaria cuando caigo en una garganta sedienta después de trabajar. Prefiero morar en el pecho de un hombre de bien que en las tristes y frías bodegas. Es una alegre tumba donde cumplo, entusiasmado, mi destino. Armo un gran alboroto en el estómago del trabajador y subo desde allí por invisibles escaleras hasta su cerebro, donde ejecuto mi danza suprema. “¿Oyes cómo se agitan y resuenan en mí los ecos poderosos de pasadas épocas, los cantos del amor y de la glorias? Soy el alma de la patria, a medias galante y a medias militar. Y soy la esperanza del domingo. Si ‘el trabajo nos proporciona días de prosperidad’, el vino hace felices los domingos. Con los codos apoyados en la mesa y la camisa arremangada, rodeado de tu familia, me ensalzarás con orgullo y te sentirás realmente satisfecho. “Yo encenderé los ojos a tu vieja esposa, la antigua compañera de tus penas diarias y de tus más antiguas esperanzas. Enterneceré su mirada y haré brillar en el fondo de sus pupilas la chispa de la juventud. Y a tu chico querido, tan paliducho, pobre borriquillo uncido al mismo yugo que el jamelgo, le devoraré los hermosos colores de la cuna y seré para ese nuevo atleta de la vida el aceite que antaño fortalecía los músculos de los luchadores. “Como una ambrosía vegetal llegaré hasta el fondo de tu pecho. Y seré la simiente que fertilice el surco tan penosamente abierto. De nuestra íntima unión nacerá la poesía. Y entre ambos nos crearemos un dios y volaremos hacia el infinito, como los pájaros, las mariposas, los vilanos, los perfumes y todo lo que tiene alas.” Esto es lo que canta el vino con su misterioso lenguaje. ¡Ay de
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El vino se parece al hom punto se le puede apreciar o
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mbre: nunca se sabe hasta quĂŠ o despreciar, amar u odiar. Char les Baudelaire
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aquel cuyo corazón egoísta e insensible al dolor de su hermano no oyó nunca esta canción! Con frecuencia he pensado que si Jesucristo se sentara hoy en el banquillo de los acusados, no faltaría un fiscal que hiciese ver que su caso era agravado por la reincidencia. Respecto al vino, diariamente. Todos los días repite sus buenas obras, lo que explica, sin duda, por qué se encarnizan con él los moralistas, es decir, los fariseos pseudomoralistas. [...]Hay en la esfera terrestre una muchedumbre innumerable y anónima cuyos sufrimientos no logra adormecer el sueño. El vino compone para ellos canciones y poemas. Muchas personas pensarán, sin duda, que peco de indulgente. “¡Excusa la borrachera, idealiza la embriaguez!” Confieso que, ante los beneficios que proporciona, me falta valor para enumerar sus prejuicios. Además, ya he dicho antes que el vino se parece al hombre y he admitido que sus crímenes igualan a sus virtudes. ¿Qué más puedo hacer? Puedo decir otra cosa. Si los hombres dejaran de producir vino pienso que se crearía en la salud y en la mente del planeta un vacío, una ausencia, una falta, mucho más espantosos que todos los excesos y desviaciones que se atribuyen al vino. ¿No es razonable pensar que quienes, por ingenuidad o por sistema, no beben vino, son unos imbéciles o unos hipócritas? Imbéciles, porque son personas que desconocen la humanidad y la naturaleza, artistas que rechazan los instrumentos tradicionales del arte, obreros que blasfeman contra la mecánica. O hipócritas, es decir, glotones, vergonzantes, fanfarrones de la sobriedad, que beben a escondidas y tienen algún vicio oculto. Quien sólo bebe agua, oculta algún secreto a quienes le rodean. […]Sin duda no he dicho nada nuevo. Todo el mundo conoce y ama el vino. Cuando aparezca un médico que sea a la vez realmente filósofo —cosa nada frecuente—, podrá lanzarse un estudio a fondo sobre el vino, una especie de doble psicología, cuyos términos sean el vino y el hombre. Tal vez entonces explique cómo y por qué ciertas bebidas tienen la virtud de aumentar sin medida la personalidad del ser pensante y de crear, por así decirlo, una tercera persona, operación mística en la que el hombre natural y el vino —el dios animal y el dios vegetal— desempeñan el papel del Padre y del Hijo en la Trinidad, y engendran un Espíritu Santo, que es el hombre superior, y que procede de ambos por igual. Hay personas a quienes les produce una euforia tal, que sus piernas se vuelven más firmes y su oído adquiere una extraordinaria agudeza. Yo he conocido a un individuo cuya vista debilitada recuperaba con la embriaguez su primitiva capacidad de penetración. El vino
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convertía al topo en águila. Un viejo autor desconocido dijo: “Nada iguala la alegría del bebedor, excepto la alegría que siente el vino al ser bebido.” En efecto, el vino desempeña un papel tan íntimo en la historia de la humanidad que no me extrañaría que algún racionalista tentado por el panteísmo le atribuyera una cierta personalidad. El vino y el hombre se me antojan dos luchadores amigos, que se combaten continuamente y se reconcilian sin cesar. Y siempre es el vencido quien abraza al vencedor. Hay malas borracheras, pero son las de los hombres de naturaleza mala. La embriaguez hace al malo abominable, lo mismo que convierte al bueno en excelente…
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recomendaciones
Título: Bajo el volcán Autor: Malcolm Lowry Editorial: Era Año: 1964 Género: novela
Esta novela acaece en México, país donde Lowry pasó varios años y al que describe como “paradisiaco e indudablemente infernal”. Sobre su obra escribió: “Puede considerarse como una especie de sinfonía, o, en otro sentido, como una especie de ópera, y hasta como una película de vaqueros. Es música hot, un poema, una canción, una tragedia, una comedia, una farsa, etcétera. Es superficial, profunda, entretenida y aburrida, según el gusto del lector. Es una profecía, una advertencia política, un criptograma, una película cómica, unas palabras escritas en un muro. Puede considerarse también como una especie de máquina...”.
Título: Escrutaba la locura en busca de la palabra, el verso, la ruta Autor: Charles Bukowski Editorial: Visor Año: 2005 Género: poesía “Los poemas de este volumen constituyen una colección articulada por el propio autor para ser publicada después de su muerte, y, si bien sería muy aventurado decir que todos pertenecen a sus últimos años, sin duda prevalece en ellos la mirada del poeta poco antes del final. Al margen de las circuntancias de su deterioro físico, los poemas seguían surgiendo con fuerza porque eran para el autor una necesidad y llegó a un momento en que éste no entendía la vida sin la palabra escrita...”
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yanqui yonqui RILG
O
igo la detonación entre el ya anémico murmullo del ocaso y el grito frenético de la noche que comienza a parir sucesos. Después, todo es silencio, sólo el palpitar en mis sienes. No distingo exactamente de dónde provino, pero fue en una habitación aledaña a la mía. Por un momento pienso en los desplantes del Chato cuando algún borracho se niega a pagar la renta o las putas no quieren darle su comisión, pero esto es demasiado, ¿un disparo por dinero?, pues ¿dónde vivimos?… Recapacito (me doy cuenta del absurdo de mi pregunta) y todo está en su lugar, hasta yo: ovillado a un lado de la mesita de noche. Por la tarde dejé el departamento que estaba rentando en la Roma para regresar a este hotelucho de la Morelos, el mismo de siempre, el regazo de los desahuciados. Como dirían por ahí: “la necesidad nos obliga a hacer ciertas cosas indecibles”, y tal vez es cierto. Dejar el trabajo en estos momentos donde la prosperidad es un mero discurso, me ha salido caro, pero ¿quién podría aguantar a un jefe con una esposa histérica que le deja recados en mi celular porque el suyo siempre lo apaga cuando tienen problemas maritales en fin de semana? Las desventajas de ser la mano derecha de alguien y ser explotado con fines de lucro sentimental y monetario. Mis nervios, estropeados por el síndrome de abstinencia, piden punzantes una gota de alcohol. La existencia es un temblor que sólo se sobrelleva con la bebida. Unos pasos cruzan por el pasillo, regresan y se detienen en mi puerta; el toc toc resuena como un bombardeo en mi pecho. ¿Estás bien?, murmura la voz del Chato del otro lado de la puerta. ¡Claro que sí!, casi me orino por tu culpa, imbécil. El Chato se traga una carcajada y sus pasos se alejan indagantes en el pasillo. Más adelante escucho otro toc toc y un ok. Los toc toc se hacen más suaves cada vez, el Efecto Doppler y la antesala de la lejanía espaciotemporal. La posición fetal ha permitido el adormecimiento de mis extremidades. Desde aquí logro ver la puerta y una sombra de mujer que se escurre hacia adentro de la habitación; se torna tridimensional y camina de puntitas por el perímetro de la cama. Siento un estallido en mi cabeza como aquella explosión psilocybica que tuve en la sierra mazateca en el verano del 2002. La lamparita sobre la mesa de noche parpadea de forma intermitente mientras parpadeo sin poder sincronizar con ella.
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Mi mirada se vuelve estrobótica y la sombra de la mujer baila en la contraesquina de donde yo me encuentro, aún ovillado y nostálgico. Todo parece suspendido. La sombra detiene su baile y se dirige hacia mí; se acuclilla a mi lado y deja escapar una luz sonora por una cavidad, parecida a una boca, que me recuerda la voz de la esposa de mi exjefe, sólo que no logro entender lo que dice; se vuelve melodiosa, son puros fonemas ligados de manera azarosa con diferente tonalidad, pienso en John Cage y su pieza 4’33” para tranquilizarme. El silencio debería ser un derecho y el principio básico para armonizar con los demás. Sigo atado a mí mismo con los músculos engarrotados. La sombra por fin dice algo legible con la luz proyectada sobre el techo de mi cuarto: “todos hacemos cosas indecibles”. ¿Será? Tal vez. Recuerdo los besos y caricias con la mujer de mi exjefe antes de renunciar a mi trabajo. La cité en un café con el pretexto de darle un recado de su esposo, quien, como es costumbre, se negaba a contestar el celular. Esa fue mi, apenas perceptible, venganza, aunque después los reclamos a mi teléfono fueran directos a mí. La sombra de cierta forma sabe lo que hice, por eso estoy aquí con el pánico en los testículos, pensando que el exjefe viene a cobrarse los arrumacos con su esposa. Una rata pasa delante de mí y me sonríe, se acerca cínica y mordisquea mis pies desnudos y me pregunta si en realidad todos hacemos cosas indecibles. Emito un sonido agudo que sólo hace regocijarse más a la rata con mis dedos. Bien hecho, el cargo de conciencia te tiene sumido aquí, ¿o no?; somos hermanos de vicios, de cinismo, tan iguales y diferentes. Ambos nos escondemos en la oscuridad en seguida de cometer nuestros viles actos, no por miedo, sino para disfrutar a gusto sin ser vistos, por pudor. Mis intentos por desanudarme tienen efecto pero cuando intento ponerme de pie para patear a la rata me desplomo acalambrado de las piernas. Como puedo, comienzo a arrastrarme y cruzo la habitación. La rata da saltitos tras de mí y pellizca mis pantorrillas. ¿Entonces?, ¡contesta! ¿Entonces qué?, ¡hija de puta! La sombra se queda embelesada ante la linda escena con la rata y después sigue su camino, reptando, como yo, hacia la puerta de la habitación. Me estiro para alcanzar el picaporte pero éste comienza a derretirse entre mi mano. Con dificultad comienzo a golpear la puerta con mis puños intentando causar un escándalo para que el Chato venga a ayudarme. No llega. Quizá siga buscando a quién disparó dentro de “su” hotel. Intento gritarle pero sólo se me escapan gemidos. La sombra se posa sobre mi cabeza y
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penetra por mis ojos y la rata huye hacia el baño. Todo se oscurece dentro de la habitación, sólo entra un destello de luz por el contorno de la puerta. Escucho venir unos pasos errantes (no indagantes como los del Chato la primera vez) rebotan de una pared a otra del pasillo. Se detienen en mi puerta, y escucho un toc toc suave pero seguro. Giran el picaporte por la parte de afuera, me hago a un lado para permitir que se abra la puerta, la luz de afuera me ciega y no logro distinguir. Gracias Chato me acabas de salvar, digo un tanto perturbado e incrédulo por lo acontecido, pero no recibo respuesta alguna. Después de unos segundos se contraen mis pupilas y logro distinguir con nitidez a un hombre muy blanco y delgado, con sobrero, en su mano derecha sostiene un saco gris, trae remangada la camisa y utiliza una sobaquera con un revólver viejo pero bien cuidado. Me llama la atención que de su brazo izquierdo pende una liga y se desliza poéticamente un hilito escarlata. Me pregunta con un español muy agringado que si estoy bien. Yo asiento con la cabeza y él me sonríe, ¡bienvenido a mi sitio!, pequeño hijo de puta. Todos hacemos cosas indecibles; por ejemplo, a mí me gusta ser Guillermo Tell siempre, a veces fallo, mientras se palpa la sobaquera y sus ojos fulgen angelicales.
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©Francisco Enríquez Muñoz
XIII César Vallejo
Pienso en tu sexo. Simplificado el corazón, pienso en tu sexo, ante el hijar maduro del día. Palpo el botón de dicha, está en sazón. Y muere un sentimiento antiguo degenerado en seso.
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Pienso en tu sexo, surco más prolífico y armonioso que el vientre de la Sombra, aunque la Muerte concibe y pare de Dios mismo. Oh Conciencia, pienso, sí, en el bruto libre que goza donde quiere, donde puede. Oh, escándalo de miel de los crepúsculos. Oh estruendo mudo. ¡Odumodneurtse!
©Francisco Enríquez Muñoz
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Temok Saucedo
1 inyecta veneno para hadas en sus venas reventadas Luego inhala la luz de un foco fundido //que se confunde con el sol// Ofuscado y aturdido se fuma la hierba que en la luna se comen los conejos. //también hay arsénico lisérgico que mata al pensamiento lento// Pero pa' mi gusto todo eso es aderezo intenso. Soy el teporocho cósmico Que busca beberse con vodka la vialáctea Y con tony aians la vida diaria Madres!!! Ya se me cayó el suelo. Silencio,,, hay que hallarlo. Mis días son horas o semanas pero nunca días, sólo aleteos //hibrido colibrí mal calibrado me malvibra tu vuelo. Estate/ state / states En qué mal estado he estado Soy el terrorista etílico que mata al estado con charanda Madres!!! Se me cayó el sistema. No lo pisen que huele a cagada
Malcom Lowry
La agonía del ebrio encuentra su más exacta analogía poética en la agonía del místico que ha abusado de sus poderes.
el teporocho cósmico
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Madres!! Se me cayeron los sueños Uka, uka el ke los halle. Que te aproveche carnalito, cuídalos mejor que yo, Que mi destino es la calle y mi sonido el silencio. Trago botellas, cago canicas y me la curo con curado de coco Soy el vagabundo del triunfo alcohólico El que siempre anda “con el pomo al lomo”… Y el dolor de espaldas por las banquetas chuecas y las patas hinchadas. El vicioso de los ojos vidriosos que habla solo estando acompañado. Madres! Se me cayó el pisto. Y no tengo pa' poner el ostro. Solo soy el borracho ridículo que pierde la conciencia El que se empeda a la primera El que se mea la ropa y se basquea el alma a punta de lagrimones. Madre! se me cayó la dignidad Y no me quedan fantasías pa' levantarla. Ni pedo a conseguirme otras.
Saco la chesta de mi chistera no necesito invitación ni pa' mi propio bodorrio/velorio veme vale! Y no te cambies de banqueta porque no tinvito. volteaste bandera banda, va pues. Al fin que ni quería. Soy el ebrio mayor, el mago de los malabares con botella llena.
aunque ya tienes edad Guillermo Gozaga Aunque ya tienes edad… hoy no quiero fecundarte mucho menos nombrarte con poesía sólo quiero tu joven cuerpo cristalino, tus besos fríos vírgenes del pecado, refugia el interior de tus miedos en esta lengua sedienta de líquidos nirvanas, bésame la rutina sin relojes de arena ni manecillas oxidadas, ¡Pero me dices que tienes precio! ¿Así que también estás en venta? Pues que venga la fiesta, revienta mis bolsillos la cordura, mi cartera, quítame un peso más de la vida, aún hay tinta entre los dedos, para pagarte con caricias añejas, ¿Y siempre eres así de fría con todos? Tus ojos mudos dicen, encendamos los cuerpos con la incertidumbre de habernos conocido pasaremos la noche [ juntos, solotuyyo hasta perder la virginidad, el capital, la conciencia, las curvas de tu figuraoscura no son así de frágiles como aparentan, m á t a m e l e n t a m e n t e neurona por neurona, vivamos la liberta del instante sin horarios de trabajo bajo la sentencia de perder nuestra [estabilidad social, ¿Qué quieres más dinero? Te dejaré un hígado medio cocido, un poco de llanto y mi cartera vacía, con un… nos volveremos a ver sin resaca la próxima quincena.
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me llamo jesús y soy alcohólico José Rivera Cervantes Me llamo Jesús y soy alcohólico, por no decir que a veces confundo mis dedos, por no decir que no puedo dormir con la cabeza hacia el horizonte. A mi cama se le suben las hormigas del frío mientras trato de distinguir entre el sonido y el recuerdo del sonido, a veces resisto la respiración en medio de un cementerio mientras el aire me trae un poco de respiración de cada uno. Me llamo Jesús y no puedo buscarte porque mis manos tienen planes para matar y no puedo tallarme los ojos. Soy el que quiere que planten un árbol de cabeza en cada tumba. Me llamo Jesús y soy alcohólico, por no decir que por las mañanas cuando me lavo la cara despierto a la muerte. Puedo leer lo que sea entre tus piernas y aplastar flores con mi cuerpo desnudo,
pero mi cuerpo desnudo está tallado por la noche
Encerrado como un párpado dormido. A veces camino como si alguien me esperara en alguna parte, porque quiero con un solo sobresalto abandonar mi corazón en la tierra para tocarme y que mi mano regrese sin nada.
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flowing Rosario G. Towns Termina la siniestra tarantela
Horacio Saavedra C.
Ruido y psicodelia aturden mi soltura experimental. Es un colapso de juicios cubistas con Maquiavelo en danza. ¡No apaguen la luz! ¿Quién enciende las lámparas? Un terror casi desnudo Un kraken y el invierno Un violinista entre cartílagos El amor del óxido El desván de los otros peces El saqueo a constelaciones Allá no marca el tiempo ni se baila despacio; se suelta la banda bicipital y una legión de espinas va, va, va ¿Quién es la entaconada que muerde el vidrio desde una olla con suerte? (Ah, creo que desvarío…) Una alegoría sobre el muro
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Un soldadito de sabores Un zumbido desgajado El vómito de los nardos El mono espía El calambre por la verdad Aquí no hay piso ni techumbre de palabras; el regreso sabe a cáscaras y soy un Yo que viene, viene, viene.
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coloco un hielo en el vaso Jesús Topillo Tau Coloco un hielo en el vaso. El tequila y el refresco de cola hacen el amor en una cama de cristal. “Charro negro” creo que le llaman a esa combinación. Mi vista vagabundea por paredes y techo. La soledad yace agazapada entre mis discos compactos. Me miras desde una fotografía tan feliz y tan sonriente. (Cabrona!!!!) Trato de fingir indiferencia y me volteo hacia el televisor apagado. Tu mirada sigue inalterable, estable, indestructible. Me persigue la sensación de que puedes verme por medio de ese retrato. Hago un esfuerzo, me levanto tambaleante. Me acerco a tu foto y de un solo movimiento te castigo, poniéndote de frente a la pared. Sé que es ridículo. Sé que es un desvarío de mi mente ebria. Pero uno… uno nunca sabe…
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estaba componiendo este poema para la embriaguez José Fons Tengo este defecto al beber No sé cómo sacar el gas naturalmente, como se dice ERUCTAR Y tengo que usar un dedo A veces logra confundirse en el intento Y termino vomitando refrescante Momento memorable… Son las 4:20 de la tarde y pienso en los cuates en la chamba Mientras yo me siento a beber Con solitarios vaquetones que nunca se hablan Nadie se acompaña Sé que estás solo con un vaso de plástico Quizá como yo, queriendo escribir algo…. Y le paré ahí para dejar lugar a esta sensación extraña porque ni estaba tomando ni nada, y me puse triste sin más, porque sí; porque nunca esperaba tener que escribir esto: “estoy cansado de la cerveza”. No conseguí identificar precisamente qué circunstancia era la determinante, si la fatiga física y mental, propia del hábito y las malas crudas, junto con la soledad a la hora de brindar (incluso acompañado), o simplemente se trataba del gasto y el cansado curso de la economía, tú sabes, el continuo desplazamiento de monedas dedicadas a la compra del líquido vital en cualquier presentación, marca, sabor y temperatura. Lo cierto es que sólo existo al abrir la tapa y darle un momento al bebedor dispuesto al evento real, el instante de gloria que exige nunca saber qué pasará si te pasas de copas, el lugar ese que aparece cuando bebes a la velocidad del sonido sin esfuerzo y sientes que algo se rompe para bien. Así andaba afanado en explicarme ese malestar y
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casi lograba convencerme pero no me pude ganar. Mi argumento era hueco y no pudo con el agujero que cargo en el estómago, y, después de mucho pensarlo, me lancé en la bicicleta por una mega cerveza del OXXO, porque ahora me entretengo acumulando tapas verdes fluorescentes, ya tengo varias cubetas repletas de corcholatas, tal vez algún día construya un castillo con ellas, como dice Helios. Regresé ligeramente fastidiado de la repetición… REFRI-ENVASECAJA-MONEDAS. Me despedí de la chica con una leve sonrisa invisible, la cajera me conoce bien, igual que los demás compañeros, ya saben que sólo compro cerveza porque soy un chelero, tal vez no profesional, pero lo suficientemente aferrado para pasar todos los días, una o dos veces según la buena onda de los poetas cuando invitan sin Yolanda, pero ahora estaba de soldado en la misión. Busqué un vaso de plástico desechable, de esos azules de medio litro, vacié una porción espumosa, apuré el trago y el dolor de cabeza comenzó a desvanecerse como una crudita alegre, el intestino se agitó con el trago, tuve que ir a cagar de gusto aunque no HABÍA comido.
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cartelera Kinky
Flith País: Reino Unido Duración: 97 min. Año: 2013 Director: Jon S. Baird Guión: Jon S. Baird, basado en la novela homónima de Irvine Welsh. Sinopsis: Adicto, pervertido, machista y misántropo son algunos de los calificativos que mejor describen a Bruce Robertson, corrupto policía de Edimburgo. Con una conciencia comandada por un parásito que habita en su intestino y un molesto salpullido en el área genital, este agente de la ley buscará esclarecer el asesinato del hijo de un diplomático africano, caso cuya resolución, a todas luces, le traerá el ascenso que tanto desea. “Deformado, sucio, desagradable y con entusiasmo”, este largometraje transita por la comedia negra y hace, en todo momento, honor a su nombre.
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Submarino País: Dinamarca Duración: 110 min. Año: 2010 Director: Thomas Vinterberg Guión: Thomas Vinterberg y Tobias Lindholm, basado en la novela homónima de Jonas T. Bengtsson. Sinopsis: Filme duro y desolador que retrata la historia de dos hermanos cuya infancia, además de estar marcada por la violencia y el alcoholismo de su madre, oculta un trágico suceso. A través de flashbacks y una narración no lineal, el espectador asiste, muchos años después, a su reencuentro, sólo para contemplar el declive de sus vidas. Uno, adicto a la heroína y padre de un niño, el pequeño Martin; el otro, ex convicto, alcohólico y solitario. Ambos con un pasado oscuro, un presente tortuoso y un futuro incierto. La tristeza, la rabia y la redención será el camino que seguirán estos personajes para, de un modo u otro, librarse de la carga del pasado.
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colaboradores
Thalía Osorio Rodríguez, Raúl Solís, Iván Medina Castro, Jorge Gozález López, RILG, Temok Saucedo, José Rivera Cervantes, Guillermo Gonzaga, Rosario G. Towns, José Fons, Jesús Topillo Tau.
ilustraciones RILG
fotografias
Francisco Enríquez Muñoz
obra utilizada
-Baudelaire, Charles, El vino y el hachís comparados como medios de multiplicar la individualidad, Edimat Libros, Madrid, 2000. pp.485-497. -Vallejo, César, Poesía completa, Premià editora, México, 1978. p.136.
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