Escribir desde la embriaguez es escribir de la verdad, pero hacerlo desde la resaca quizá sea hablar del infierno, de algo más real, casi inasible
como la escritura misma. Se podría escribir esto alcoholizado y corregirlo en un estado sobrio, como diría Hemingway, pero que sea lo que
Dioniso quiera. Uno sólo se deja llevar y de pronto aparecen escenas indecibles, y al otro día todo es un compendio de instantes inconexos: un rompecabezas para armar en medio de temblores y con una sed que succiona la médula, o, bien, algo solitario que reafirma la misantropía latente en algunos de nosotros cada fin de semana.
El alcohol y el arte han estado estrechamente ligados a lo largo de la historia. El primero resulta, en muchas ocasiones, un detonante creativo y un amigo cualificado para sobrellevar la existencia; el segundo, un accidente de la humanidad necesario para la supervivencia, pero últimamente olvidado por necesidades de relevancia “mayor”, como el
narcisismo cibernético del ser humano.