Mariposas del vĂŠrtigo
A
LETRA NEGRA
Mariposas del vĂŠrtigo Eduardo JuĂĄrez
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Mariposas de vértigo D.R. Eduardo Juárez © Eduardo Juárez © para la presente edición, Letra Negra Editores 2010 11 avenida 2-49 zona 15 C.P. 01015. Ciudad de Guatemala. Teléfonos: (502) 2369-6950 Correo electrónico: letranegra2k@gmail.com
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Los prolegómenos del realismo lumpen Vania Vargas*
Pérdida del equilibrio, turbación del juicio de manera repentina y pasajera, inseguridad, miedo, en síntesis: vértigo. Cosquilleo previo a la explosión de la violencia y el llanto. Cosquilleo en el que habita el grito reprimido. Existe un vacío que se abre en el centro del ser humano, por el que un día cualquiera pareciera despeñarse la esperanza, los sueños, la imagen del entorno cercano de quien en ese momento se encuentra bajo los efectos de cualquier sustancia poderosa o bien ante la presencia del amor, la muerte, la verdad, la certeza del fracaso, la vida misma. El vértigo en sus diversas manifestaciones es el que recorre como un escalofrío la médula de los relatos que conforman este libro de Eduardo Juárez, con el que, en el año 2005, se abrió un espacio a pulso entre los narradores imprescindibles de la literatura guatemalteca. Sus historias hablan de este país que bien podría ser una de las orilleras del mundo. No el que se promueve ante el turismo, más bien ese al que se le voltea la mirada. La periferia de la periferia. Ese lugar por el que desfilan hombres y mujeres que sobreviven a diario. Borrachos, trabajadores de fábrica, putas. Gente común que hace rebotar sus sueños sobre las ventanillas de los buses. En fin, el guatemalteco marginal que, *Poetisa y escritora Guatemalteca 7
en esta ciudad, conforma una mayoría. Todos, protagonistas de historias que apenas inician cuando se ha llegado al límite de la desesperanza. Mariposas del vértigo es una colección de narraciones, la mayoría de ellas ambientadas en San José Pinula, un pueblo ubicado en las afueras de la ciudad, en donde los contrastes entre pobreza y riqueza tienen menos kilómetros de distancia, y por lo mismo, ambas se tornan extremas. Un contraste que luego se irá repitiendo a lo largo de toda esta ciudad bipolar: extremadamente lujosa y paupérrima, un pedazo de provincia multiplicado en su esquizofrenia. Una ciudad grande a fuerza de la repetición de su pequeñez y su miseria, hija de un país tan bello como salvaje. Un país que está vivo porque duele y se evade. En sus páginas quedan asentados los grandes ejes que Eduardo Juárez irá desarrollando en el resto de su narrativa: la muerte, vida y pasión de la clase proletaria; el mundillo no menos lumpen del arte, en donde irá dictando los pilares de su estética; y el amor en sus más extremas deformaciones: desencuentro, abandono, traición, venganza, torpeza, fracaso e instinto animal. Todo enmarcado en ambientes sórdidos, situaciones violentas, en las que se visualiza al hombre en el punto más alto de su vulnerabilidad, en lo más bajo de su condición humana. Su lenguaje es sencillo y coloquial, mas no por eso carente de belleza y juego. En sus textos hay una danza de palabras y sentidos. Casi un barroquismo de sentimientos que permite, en lo más violento de la historia, dar un giro que haga aparecer la ternura; o en el punto más sublime, hacer explotar la carcajada.
Su literatura ha sabido retratar a la clase más baja de la sociedad sin caer en la idealización ni en el paternalismo. Su literatura no se lee, se vive. Es un viaje intenso del que ningún lector saldrá ileso, porque está hecho con rabia, y la rabia nunca pasa inadvertida. Este es un libro que demuestra que la literatura salva a quien la escribe y a quien la lee. Dejo al lector con la acertada reedición de estas Mariposas del vértigo. Prepárese para sentirlas.
Para Juan B. Juárez
“La realidad es eso que, cuando uno deja de creer en ella, no se va” Philip K. Dick
El Señor de las Vacas Al respirar parecía que estaba roncando. Ronquiditos breves, agudos y agitados. Era porque lo hacía a través de la boca. Su grueso cuerpo de destazador estaba apelotonado sobre una frágil silla de madera. Entraba a las tres de la mañana y a las ocho ya estaba libre para vivir su vida. Relajado y profundamente satisfecho por haber cumplido otro turno en el rastro, fumaba con expresión de cuerpo deshabitado del alma. Le apasionaba ver el pavoroso sufrimiento de las vacas que ni se imaginaban que hasta allí habían llegado sus bovinos días. Encontraba apaciguante saber que existían criaturas más imbéciles que él, más bobas que él y los millones como él, los billones como él. Le llenaba de gozo degollarlas. Adoraba el olor, el color y las viscosidades que colmaban sus sentidos al realizar la minuciosa labor de despellejarlas y sacarles las tripas. El color de la sangre chorreando le proporcionaba orgullo. Ver sus enormes cuchillos teñidos de sangre era para él una bendición. Cada madrugada, el espectáculo de verlas colgar de sus patas traseras de un gancho filudo ponía en su cara bofa una sonrisa de oreja a oreja. Su trabajo, cuando dormía, le deparaba sueños fantásticos y serenos. Todos los días comía carne de sus víctimas. Era casi orgásmico masticar lentamente los despojos de algo a quien él había matado y pensar, al mismo tiempo, que su trabajo era la envidia de la gente de su barrio. Habitualmente silencioso, lo único que lo sacaba de su mutismo casi total era hablar acerca de cada vaca individual y de su doloroso padecimiento. Para eso su memoria era fotográfica. Recordaba las miles vacas a las que había ayudado a pasar a mejor vida. A todas les había puesto nombre y apellido. 13
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En su mente guardaba un álbum de fotos de todas. Un archivo completo y detallado de cada una, de sus peculiaridades físicas y de su conducta en los últimos minutos de su vida. Podía hablar por horas, por días, acerca de la ejecución de cualquiera de las reses que había sacrificado en su largo historial de descuartizador del rastro. Recién había llegado a su casa. Apelotonado en su silla del comedor, bebía un cuarto de ron para acompañar el desayuno, y miraba a su esposa hacer limpieza con tanto abandono y alegría que pensó que algo raro le pasaba, que algo le carcomía la lengua para no hablar. Ensimismado como siempre, reconoció que sentía algo parecido al miedo, una sensación de pavor por no poder, últimamente, leer el pensamiento de su esposa. Ahora, amontonado en la silla de la cocina, le parecía estar a millones de años luz de lo que tenía enfrente. La luz de sus ojos estaba prendida pero, a juzgar por su expresión vacía, no había nadie en casa. Lo mismo descubría en la mirada de su señora que barría con furor minucioso y como ausente en la cocina y luego el comedor. El leve viento hacía que las cortinas se inflaran como velas de barco. En los últimos días de su esposa había estado recibiendo muchas cosas. “Regalos de la familia” les llamaba ella. Vestidos y joyería barata. “Fantasía”, se apresuraba a aclarar. El no podía evitar sentirse incómodo. “No seas tonto, vos”, atajaba ella, conciliadora y colorada, ante la naciente desconfianza de su marido bueno y torpe. Maquillaje y hasta una peluca. “Jajá jajá…”, reía ella fuera de lugar, como en contra de su voluntad. “Se han vuelto regenerosos mis familiares”, se disculpaba nerviosa. “No me vas a decir que desconfías de mí”, le preguntaba, con su barbilla temblando, a punto de explotar en llanto, los ojos vidriosos que no lo miraban de frente. No 14
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sabía que creer. Ella, últimamente, se estaba volviendo una contradicción andando. Al nomás terminar el desayuno tenía varias opciones: forcejear con ella e indirectamente invitarla a que hicieran el amor. El hecho de que últimamente le costara tanto doblegarla y seducirla le hacía pensar que la violaba, lo cual lo excitaba en extremo, pero también lo ofuscaba. Sentía que la odiaba tanto como se odiaba a sí mismo. Otra opción era ir a ver a sus animales y escoger al que sería el almuerzo del próximo domingo. Lo seleccionaba de una manera patológica y perversa. Los conejos, los patos, las gallinas y los chompipes sufrían ataques de diarrea al verlo asomar por el patio. Por más que corrieran no podían esconderse de la mirada asesina y nostálgica de calavera en función de chef. La última opción era sumergirse en su mente y oír el crujir de los muebles, el rumor de los adobes, el murmurar del tiempo desvaneciéndose en la nada que dejaba al descubierto el gran dolor que le paralizaba el alma. Evitaba con obstinación enferma esta lacerante alternativa. Su preocupación post orgasmo, cuando casi ultrajaba a su señora, era seguir fantaseando con los animales que había aniquilado en el último turno. Con la gravedad de un ritual místico revivía en su mente la mirada llena de pánico de las vacas y sentía que había alcanzado uno visión de lo eterno. La muerte de cada res era un poema majestuoso que lo hacía experimentar algo sublime que lo conmovía hasta el llanto. Bebía más ron con lentitud y dormía hasta las dos o tres de la tarde. Luego, salía a tomarse un par de tragos más con los muchachos de la cuadra, complaciéndose con escuchar sus aventuras ficticias o sus fanfarronadas truculentas sobre conquistas de mujeres inalcanzables que en verdad ni siquiera les dirigían la palabra. Luego, a ver tele, y después, una siesta 15
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antes de regresar a su pasión: las vacas condenadas a muerte. Así llenaba sus horas Samuel Flores. Así acumulaba los días. Así combatía el vacío. Así intentaba luchar con su nada. Un día trivial como cualquiera, regresó a su casa imaginando asado el delicioso espinazo de Nelly Martínez, la vaca más hermosa que había descuartizado esa misma madrugada. Lo cargaba en una bolsa plástica sobre su hombro y esperaba ansiosamente el placer que le depararía el chuparse esos huesos carnudos mientras le contaba a su mujer los detalles de la partida de Nelly al cielo de los bovinos. La sonrisa nerviosa de su mujer acompañaría cada laberíntico detalle del relato y del análisis de la psicología vacuna antes de encontrarse con su creador. Pero su mujer no estaba por ningún lado. “Te dejo… sos demasiado bueno para mí”, decía la nota colocada sobre la mesa del comedor. Eventualmente, la vida de todos llega a dividirse en un antes y un después. Antes de conocer alguien y después. Antes de casarse con alguien y después. Antes de ser abandonado por alguien y después. Antes de perderse y después. Su cuerpo descomunal rebalsaba de la pequeña silla de pino. Inmóvil, intentaba asimilar el hecho de que su esposa lo había abandonado. Trataba de convencerse de que debería sentir algo… pero no sabía qué. Sus brazos sobre la mesa, su columna corva, su gordura como chaleco contra balas y una muñeca sobre la otra expresaban que tenía puesta la esperanza en el tiempo. Esperó y en esa posición varias veces la luz se transformó en tinieblas y viceversa. Él apenas parpadeó durante ese tiempo. A los pocos días se asomaron sus compañeros del rastro a ver que le sucedía. El rastro no era el mismo sin él. Le dieron ánimo y uno a uno se fueron despidiendo hasta que solo quedó Jorge Saravia. 16
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-No sé cómo decirte esto, Samuel, pero han visto a tu mujer en el Tulipán Rojo. Y por temor a que lo descuartizara no le contó que también él había entrado un par de veces con ella. No le digas a nadie quién te lo dijo-, y se despidió, confuso y avergonzado pero satisfecho de haberle hecho un favor a su amigo y compañero que necesitaba mucha ayuda. Samuel siguió sentado en la misma posición por otros días más, hasta que un chispazo divino le iluminó la mente y le hizo entender que lo más saludable era regresar al trabajo. Desde ese día bautizó a todas las vacas con el nombre de su esposa: Blanquita Menchor. La renovada y aumentada crueldad que puso en el ejercicio de sus tareas asesinas alarmó a sus compañeros, que creyeron que había perdido la cordura. Le dio por mutilarles los miembros antes de que murieran, de arrancarles las ubres a machetazos después de muertas. Frecuentemente era sorprendido bañado de lágrimas o sonriendo, carcajeándose, mientras miraba la fila de vacas conducidas al matadero. Nervios y desosiego eran los componentes de sus días en el trabajo, en la calle, en su casa, en su mente. Desamparo y desesperanza colmaban su respirar, andar, soñar y sentir. Su corazón palpitaba con desgano, insípidamente. Reconoció que extrañaba tanto a Blanquita porque la amaba sin remedio. Se sentía moribundo por dentro. Muchos días más sorprendieron a Samuel sentado como plasta de excremento seco de vaca sobre la misma silla del comedor. Las solitarias tinieblas de la noche se traslapaban con la luz vacía de los días desérticos y viceversa. La indecisión roía su voluntad. Sus respiros parecían ronquiditos. En un ataque de amor incontrolable decidió rescatar a su señora de ese lugar tan horrendo. En un torbellino de éxtasis decidió redimir a Blanca de ese desliz sencillo y comprensible. Estaba seguro de que todo era un simple malentendido, una mera 17
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equivocación, una complicación inocente que había perdido la proporción. El amor lo soporta todo. El amor, ese sueño infinito e imponente. Las nubes tenían un aspecto siniestro. Parecían una pandilla de malhechores, enormes y negros que se reunían sobre el cielo de San José Pinula para darle una paliza memorable. Intentarían inundar al pueblo, ahogar a toda la población y, si fuera posible, a la de todo el mundo, como alguna vez lo hicieron con la generación de Noé, el bíblico. Esa impresión daban. Bajo la tenebrosa luz de la tormenta que se acercaba, los clientes del Tulipán parecían dibujados a lápiz en un claroscuro aún más siniestro. La mitad de sus cuerpos en gris y la otra en tinieblas. Los clientes conversaban con las mujeres casi en susurros. Milagrosamente la horrenda rockola guardaba silencio. La tempestad estaba en la atmósfera. A Samuel le tomó un par de segundos ajustar sus ojos a la penumbra. Localizó a Blanca en la esquina de una sala, sentada en las piernas de David Canas, un mariguano con fama de matón. Ambos reían y se secretaban en un código que sólo ellos entendían. Parecían estar enamorados. Las otras mujeres reían, hablaban y se movían con fingida energía. Sin titubear, Samuel se dirigió a la pareja de tortolitos. -Te vas conmigo-, le dijo a Blanca, mientras la tomaba fuertemente del brazo. Con el escándalo anunciado, se volvieron al centro de la atención de la clientela y de las trabajadoras de Tulipán. Se encaminó a la puerta jaloneando a su mujer. Ella, con expresión de vaca que llevan al matadero, suplicaba que la soltara y la dejara ir. Canas los alcanzó y se les puso enfrente. -¿Qué onda maje? La chava está conmigo, así que agarrá la onda o si no te va ir horrible, te vas a ir shuco, te vas a ir momia… ¡Agarrá la onda! Samuel se llevó la mano izquierda a la nuca y se rascó la cabeza sonoramente, en expresión de desesperación y cólera. Soltó a 18
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su mujer y, con tranquilidad, levantó una silla y se la estrelló a Canas, que se desplomó sobre el piso rojo con olor a creolina. Luego, agarró nuevamente a su mujer del brazo y la jaló por las calles del pueblo, mientras ella mugía como vaca que llevan al matadero. A cada momento Samuel volteaba a ver para asegurarse de que Canas no los seguía. La gente que se encontraba en la calle dejó de hacer lo que estaba haciendo para ver, con ojos de vaca, el drama y el escándalo de la pareja desavenida. De pronto e inesperadamente, Canas estaba frente a ellos, salido de saber quién sabe dónde, chorreando sangre de su cabeza colocha y rubia. Samuel quedó paralizado creyendo que esto no podía estar sucediendo y Canas, sin parpadear, aprovechó para rebanarle los cachetes con su navaja automática. La sangre que chorreaba de los cachetes de Samuel lo asustó y salió corriendo. A los pocos metros, recapacitando, se frenó y regresó por su mujer. Ambos huyeron dejando a Samuel con un dolor profundo que provenía no tanto de sus mejillas acuchilladas sino de estar queriendo a alguien que no lo quería, a alguien por quien su preciosa sangre se estaba derramando como un manantial de desconsuelo. Su cuerpo enorme rebalsaba de la frágil silla de pino. Inmóvil, trataba de asimilar el hecho de que su mujer le había demostrado claramente que no le importaba el tiempo que habían pasado juntos. “No siento nada”, se dijo, sabiendo que se mentía. Sus brazos sobre la mesa, su columna corva, su gordura como un muro derrumbado por un bombazo y una muñeca sobre la otra expresaban ahora su desencanto con el tiempo y su aceptación de la soledad absoluta. Inmóvil en esa posición, con el rostro completamente vendado, vio muchas veces, sin prestarle atención, como la luz que se transformaba en tinieblas y viceversa. Se sintió momia. Le debió creer a Canas cuando le 19
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advirtió de irse momia. De las pequeñas aberturas que los médicos dejaron para que pudiera ver brotaron lágrimas repetidas veces. Intentaba encontrar consuelo para su amargo existir en el fondo de cualquier botella. Se mantenía borracho para aliviar tanto tormento… tantos caminos sin salida. Quería ahogar sus recuerdos que seguían inflados como vejigas negras con las que pensaba adornar su tumba. Un día trivial como cualquiera alguien toco a la puerta. Era un tocadito seco y tímido. Era Blanca que regresaba para quedarse para siempre, para tener familia y contribuir a la sobrepoblación del mundo. Traía todas sus cosas en un camión fletero que Samuel se apresuró a pagar. En silencio se abrazaron, en silencio se besaron, en silencio se amaron… en silencio. Antes de que regresara y después. El rastro se volvió a presentar como un lugar encantado, con sus hechizos aún más fascinantes. La muerte se mutaba en vida y viceversa, al menos en el corazón de Samuel y en el útero de Blanca. La resignación silenciosa de aceptar que el amor vuelve aceptable y amable hasta la maldad le devolvió a la vida de Samuel el brillo, la belleza y la inocencia, y también a las vacas condenadas a muerte, que eran un elemento importante para su salud mental. Samuel sonreía y su sonrisa se perdía entre las gruesas y abultadas cicatrices que marcaban el límite de sus labios. Las vacas lo miraban horrorizadas presintiendo que algo muy malo se acercaba. Sin embargo, a las pocas semanas del regreso de Blanca las ratas de la vergüenza empezaron a roer el corazón de Samuel, a carcomer sus sesos. Era tanta la obsesión que en el rastró dejó de saborear las jornadas de exterminio. Lo místico se convirtió en mundano. Su amor se volvió odio. Su gozo se trocó en nada. A diario se convertía en un autómata bañado 20
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en sangre y viseras. No sentía nada y eso era inadmisible. Era intolerante. Desesperado, pensó hasta en cambiar de profesión o por lo menos de línea. Tal vez arrasar con los coches del Criadero de la Cerda. O decapitar gallinas por millones para el Pollo Silvestre. Varias veces esos mataderos habían tratado de contratarlo con mejor salario y jugosas bonificaciones. Lo habían adulado diciéndole que se sentirían orgullosos de que alguien de su calibre trabajara en sus rastros, que alguien de su experiencia y su conocimiento en asuntos de masacrar animales trabajase en sus mataderos. Pero por ahora ése no era el problema. Ahora se sentía decepcionado y estupido hasta el delirio. Llegaba a la casa y miraba a Blanca con el fruto del amor madurándole en la panza. La miraba por horas, sin parpadear y, absorto como estaba, empezó a cuestionar metódicamente la validez y la conveniencia de su unión. Todos en el pueblo lo miraban con lastima. Sentían pena por su falta de dignidad. Samuel no miraba en la panza de su mujer otra cosa que la traición encarándose y el amor vistiéndose de payaso. El amor… esa vaca sagrada se merecía un destazamiento de lujo. Una extinción pomposa y justa. Ahora sus fantasías incluían a Blanca colgando de los ganchos oxidados del rastro y a él afilando sus cuchillos que sacaban chispas. Tiras de morongas hechas de su sangre. Revolcado de su panza. Chicharrones de sus pellejos. El feto en estofado. Otro posible proyecto que lo entretenía era meter a Blanca en la panza de una vaca abierta como una valija. Meterla allí a como diera lugar. A puros pijazos, después de sacarle el estómago y sacarle su primogénito. Luego coserle la panza a la vaca con hilo de pescar y cocinarlas ambas a fuego lento. Pensaba que deleitaría escuchando los gritos resonado entre las tripas de la vaca. 21
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Una mañana al regresar del rastro la providencia le proveyó el remedio a sus angustias. Encontró a Canas tirado, completamente borracho, a la orilla de los campos de fútbol. Sonrío para sí mismo, satisfecho, al entender que el destino le facilitaba el alivio y la solución a su dolorosa realidad. Se alegro al ver cómo el universo trabaja para que cada quien alcance sus propósitos. Con sus manos enormes y gordas lo agarró de las piernas y lo arrastró detrás de unos matorrales. Canas no percibió nada. Soñaba con unos bebés con caras de ancianos que se negaban a entregarle dinero. De su mochila Samuel sacó un cuchillo enorme y filudo. Sin darse tiempo para pensar, lo degolló, cortando el cuello limpiamente, con arte y maestría. Separó la cabeza del cuerpo, deteniéndola del pelo a la altura de su propio rostro. La sangre chorreaba sobre el suelo. Le buscó la mirada perdida y le dijo a los ojos: “Te invito a almorzar. Blanqui y tu hijo quieren verte”. De la bolsa negra de plástico sacó la costilla de vaca que llevaba para el almuerzo de ese miércoles y la tiró sobre el campo de fut. Era la costilla de Betty Morales, la víctima más galana de esa madrugada. Unos perros famélicos y jiotosos se disputaron furiosos los ensangrentados productos de su trabajo. En su lugar puso la cabeza de Canas y salió de los matorrales como si nada y siguió caminando en dirección a su casa. —Corazoncito lindo, cociná esto con mucho amor, porque yo también lo traje con mucho amor ¿oístes, mi cielo? -le dijo a Blanca que, con las manos sobre su vientre inflado, descansaba meditabunda a la par de la ventana. Samuel se empinó la botella y después de un enorme trago se limpió la boca con el antebrazo y continuó: —Preparalo lo mejor que podás porque es lo último que vas a comer, mi amor. 22
Pura Vita Hay días, en los que no importa lo que uno haga para engañar al tedio y a la infelicidad, para alejarlos de la percepción, allí se quedan burlones. Esos días se aferran a uno como los músculos a los huesos, como la piel a los músculos, como los pelos a la piel, como la piel a la vejez, como la vejez a la enfermedad, como la enfermedad a la muerte. Hay días así. Vita se había estado sintiendo así últimamente, al extremo que hasta sus sueños estaban repletos de símbolos aburridos y perturbadores. Eran pesadillas inocentes y faltas de imaginación que simplemente la sacaban de sus casillas con su desilusionante tormento. El sueño del cual acababa de despertar era que se había pasado la larga noche en su cama sin poder dormir, recriminándose entre vuelta y vuelta lo mucho y tan definitivamente que se había cagado en su vida. “Sueño más mierda”, se dijo coléricamente a sí misma, “hasta mis pesadillas ya no tienen chiste”. Se despertó exhausta, iracunda y, desde una perspectiva teológica, poseída por demonios, calaveras y fantasmas. El pensamiento terco y tartamudo que cruzó por su cabeza desquiciada era que de todas maneras no había servido de nada todo lo que rogó al bastardo de su ex marido para que no le quitara los patojos. El muy maldito de todas maneras se los llevó. Ellos, lloriqueaba Vita, eran su razón de ser. Ahora sus angelitos estaban viviendo con la gordinflona verrionda de su suegra. En este punto Vita admitía que ella no era la madre perfecta“¡simplemente soy humana, por la gran puta!” -pero si esa perra 23
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chismosa de la Josefina hubiera mantenido cerrado el hocicote y no hubiera dicho nada de su frustrado intento de empeñar por un galón de guaro a su Iris, que con sus dos años no se hubiera dado cuenta de nada, no le hubieran arrebatado a sus querubines. Vita reconocía que el solo hecho de haberlo pensado era un pecado pero estaba segura de que la hubiera recuperado esa misma tarde. Ahora se encontraba sola y llorando porque se sentía una madre monstruosa y desalmada. Obsesivamente le atormentaba la conciencia el recuerdo de haber enviado casi a diario a su Hilario con sus cinco añitos a limosnear al mercado para conseguirle el mañanero. Aceptaba que había sido un acto despreciable y desproporcionadamente egoísta haberse asegurado el trago antes de preocuparse de lo que iban a comer sus patojos. Pero también había que comprender, se consolaba, que ella era simplemente humana. Y ese asqueroso marrano de Feliciano que, con todos sus asquerosos cráteres en el rostro grasoso, casi la había convencido de que dejara a su Ketty, que solo tenía nueve años, a dormir con él. Ketty, razonaba Vita, de todos modos iba a conocer hombre, ya fuera hoy, mañana o algún día. La diferencia fue que Feli le había prometido cien quetzalotes. Desdichados dilemas morales… condenadas gomas morales… maldita Vita Morales. Ese repugnante Feliciano era el corre-y-ve-y-dicelo al pueblo. ¡Ella simplemente era HUMANA! *** Al Toro Loco había llegado una nueva prostituta. Era joven, robusta y rosadita. Vita sintió algo parecido a la infatuación al verla por primera vez. Bailaron un rato y Vita sintió que el gran vació de su corazón estaba siendo llenado hasta el copete. El conflicto se escondía tras el hecho de que la hermosa y redonda Casandra prometía llenar el vacío de cualquiera y de 24
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todos, hasta hacerlos rebalsar de lujuria y pasión. Esta promesa también embrujó hasta al que menos se esperaba que fuera víctima de los encantos de Casandra: a Miramar, el cajero del Toro Loco. Miramar sí que era distinto. Usaba maquillaje y perfumes baratos y un brassiere percudido sobre su pecho pálido y peludo. La mierda verde de loro que se aplicaba sobre bolsas flojas que rodeaban sus ojos negros no contribuía en nada a dar siquiera una ilusión de belleza. Su nariz parecía el pico torcido de un águila sin alas. Los troncos de cuatro días de no rasurarse contrastaban grotescamente con sus gruesos labios, húmedos, brillantes e intensamente rojos. Las asquerosas uñas de los dedos de sus pies, pintadas de morado berenjena, se desbordaban de sus zapatos abiertos, pandos y de tacón alto y repetían la imagen del águila sin alas aferrándose a su presa. Entre Vita y Miramar existía mala sangre desde hacía mucho tiempo, quizás desde la vez en que Miramar le había arrebatado de las manos a Zapato Ortopédico y eso nunca lo podría olvidar Vita en todos sus desgraciados días. Por otro lado, Vita tenía la costumbre de vomitar metódicamente con el propósito de seguir tomando y Miramar, que era el encargado de mantener el Toro lo más humanamente limpio, se tomaba esa costumbre como una ofensa personal. Esa tarde Miramar le tocó los huevos al toro dentro del Toro al intervenir en la danza de Vita y Casandra, la nueva bella estrella del lugar. El guaro es lo que es y las personas dementes son lo que son y cuando esos dos elementos se juntan estallan feroces y sangrientas contiendas, sobre todo si se les agrega celos y resentimientos de ofensas pasadas. Vita y Miramar se jalaron del pelo y se rayaron las caras con sus respectivas uñas. Vita quebró una botella de cerveza y se la ensartó a Miramar en el 25
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abdomen. Talvez la herida no era grave pero sí escandalosa. Al ver su preciosa sangre derramarse hacia el suelo, Miramar se desmayó dramáticamente sobre el aserrín del piso de la cantina. Vita, completamente poseída por los demonios ya mencionados, salió corriendo del Toro Loco y no paró sino hasta que estuvo enfrente de la cafetería de doña Dora. Vita también odiaba a Dora porque se consideraba superior a todos, como si su mierda no apestara. Así que, dadas las circunstancias, aprovechó para lanzar algunas piedras a las ventanas de la cafetería, haciéndolas pedazos. Luego se sentó en la banqueta a ver qué era lo que iba a hacer la mula de la Dora. Lo que hizo Dora fue simplemente llamar a la policía y Vita fue a dar al bote de San José Pinula. A los tres días la trasladaron a la cárcel de mujeres de la zona 18. La burocracia sin voluntad y perezosa se encargó que a la madre de Vita le tomara veintiocho días sacarla del tambo. *** Su corazón acongojado cargaba la vergüenza y la culpabilidad de haber sido fichada y señalada como la delincuente de San José Pinula del mes. En la camioneta su indecisión la desquiciaba. Pensó en visitar primero a su madre y agradecerle todas las vueltas que había dado para que la liberaran. Luego creyó que lo mejor sería visitar a sus hijos aunque fuera por un ratito para suplicarles que la perdonaran. Le pedía a Dios una señal que le indicara que debía hacer. Al pasar frente al Toto Loco se recordó de Miramar y de todo el sufrimiento que le ocasionó. Entonces decidió terminar con lo que había dejado a medias. Esa misma tarde estaba de regreso en la cárcel.
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Despedida de Soltero —Entonces, hoy en la tarde vengo por usted—aseguraba con profunda timidez Seferino a Miriam, mientras se vestía. El cuarto que habían alquilado para pasar la noche parecía más chiquero que dormitorio. En las paredes de cartón piedra había varios hoyos de tamaño respetable y el olor del baño en la vecindad del cuarto contaminaba la atmósfera por completo. Toda la noche escucharon los pasos de los parroquianos tan claramente como sus estallidos intestinales. Pero lo peor era el olor. En la mediana oscuridad del cuarto recogió prenda por prenda, toda su indumentaria, mientras miraba a su amada sumida en un profundo sueño fingido. Suspiró completamente enamorado y se alistó para salir a tomar el bus a media cuadra, en pleno corazón de la Terminal. El Cheje, como lo llamaban sus amigos y enemigos cercanos, era un buen tipo. Extremadamente tímido y apagado, su voz temblaba por lo que algunos pensaban que era ternura, otros, cobardía y, algunos más, estupidez. Intentaba llenar el desierto de su vida cono lo que mandaba la sociedad: trabajo, fútbol, alcohol y putas. -Sólo voy un rato a jugar un partido con los compañeros, allá, al Pajón, y luego por allí como a las dos, y vamos a buscar un cuarto bien bonito- le prometía a su dormida prometida, acariciándole el pelo mientras se le derramaba de los labios y los dientes una exagerada sonrisa, sobre la que algunos debatirían si se debía a la bondad o a la simple idiotez. Lo que más destacaba entre los dientes ausentes en la sonrisa del Cheje eran sus colmillos de vampiro y encías rosadas como 27
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pétalos de rosa, que le daban la apariencia de un bebé viejo y arrugado. Contento y despetacado, subió a la camioneta que lo llevaría a los campos de El Pajón, en la que se encontró con Lechuza, ayudante de ruta. Ansioso le contó que la Miriam por fin se había decidido vivir con él. Lechuza no pudo menos que sonreír, sarcástico y nauseabundo, ante la simplicidad de su amigo. —Sí pues —le decía Lechuza incrédulo, mientras pensaba que Miriam no sólo estaba loca sino que además no sabía coger; según él, parecía un bloque de cemento en proceso de secarse que ni se movía ni dejaba que nadie se moviera. -Yo que vos lo pensaría muy bien, vos Cheje… Al rato podés resultar arrepentido. —Sinceramente no lo creo, vos. Lo hemos pensado muchísimo y creo que ya es hora de sentar cabeza. Además, Miriam quiere tener hijos y empezar una su casita. Lechuza alzó los hombros y las cejas como queriendo decir que cuando el mula se une al malo no queda más que esperar que todo se convierta, tarde o temprano, en una desgracia. Lo que te haga feliz, mi amigo Cheje, aunque luego resulte que eran puras mentiras, se despidió Lechuza. Le palmoteó la espalda y no le cobró el pasaje. De todas maneras, a Saferino no lo transportaba ese autobús sino el esperado cambio que llevaba años añorando. No era el viento que entraba por las ventanas lo que le estiraba el pellejo de su rostro de oreja a oreja y asustaba a los niños que viajaban en el asiento de enfrente, sino la euforia y la dicha por una relación que complementaría su vida hasta llevarla a la plenitud. Llegó al campo y a pesar de la goma homicida que cargaba jugó como Maradona. Corría como caballo de abajo para 28
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arriba por toda la cancha sin parar de sonreír. Su melena larga, grasosa y alborotada rebotaba más que la pelota. Lo hacía creer que era una estrella argentina. Los compañeros de equipo, agradablemente sorprendidos del entusiasmo con el que estaba jugando El Cheje, le hacían porras y le pedían al dios del fútbol que no le diera un infarto antes de que terminara el partido. Al fin, exhausto, se quedó tirado cerca de la portería del equipo rival, pero no en offside y solo muy lentamente logró levantarse, pálido como un fantasma e incrédulo de que el partido siguiera disputándose a morir. Sonrió encantado de nuevo. Levemente doblado sobre sus rodillas, batallaba por no ahogarse tratando de succionar suficiente oxígeno para que no se le muriera el cerebro. Su equipo acometía y a pocos metros de él un compañero destapó un patadón y la pelota, como bala de cañón, rebotó en el lomo de El Cheje. De carambola entró dramáticamente en la portería del odiado equipo enemigo convirtiéndose en el gol de la victoria que no los llevaría a ningún lado más que a una borrachera de marranos. El Cheje, desinflado, cayó nuevamente al suelo, derrumbado por el balonazo que rebotó con violencia sobre su pulmón izquierdo. Enloquecidos por el súbito triunfo, sus compañeros de equipo lo cargaron sobre los hombros para dar una vuelta olímpica. Al llegar al otro extremo de la cancha se dieron cuenta de que su goleador estaba por morirse. Lo depositaron suavemente en el suelo y de sus mochilas sacaron sus octavos de emergencia y le dieron varios tragos para ver si con el guaro le salvaban la vida. Después de varios tragos logró sentarse, se abrazó apretadamente a las rodillas y vomitó con convicción. Finalmente se paró para disfrutar de su hazaña personal y 29
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del triunfo del equipo. Caminó zigzagueando hasta donde estaban las mochilas. Allí, los compañeros le dieron tortillas con pico de gallo y más tragos que lo devolvieron a la vida como Jesús hizo algún día con Lázaro. Su rostro brillaba de júbilo. Llegó a su casa completamente repuesto, con la alegría y la ilusión intacta. Le anunció a su anciana abuela que se iba de la casa porque había conseguido mujer. —Ya era hora m´hijo, ya tenés cuarenta y tres años, ya estaba pensando que eras hueco- y le dio un abrazo de compromiso. La verdad es que simplemente estaba contenta de que Seferino se marchara. Metió unas cuantas prendas en una valija desvencijada y sacó de la gaveta del ropero sus ahorros de los últimos meses. “Esto va alcanzar para alquilar un cuartito y comprar una camita, una estufita, una mesita, unas sillitas y unos platitos”, se decía El Cheje completamente enamorado. Dudó en llevarse la foto de sus padres pero desechó la idea inmediatamente. La verdad es que hacía mucho tiempo que había dejado de pensar en ellos y los odiaba en secreto por haberlo traído al mundo tan feo y desalmado. Se hincó frente a la imagen de la Virgen, le agradeció la bendición y le encomendó su nuevo hogar. Se persignó y salió corriendo a tomar una camioneta que lo llevara a toda prisa a la Terminal. En su emoción se olvidó de cambiarse ropa y viajaba con su apestoso uniforme de fútbol. Llegó al bar Las Pulgas donde trabajaba Miriam y donde tenía que estar esperándolo. Las otras mujeres dijeron que no sabían qué se había hecho, que desde muy temprano había salido y no había dicho adónde iba. La solidaridad entre perras.
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Seferino se echó un trago para sosegar su incertidumbre. Después otro, y seguía charlando con las muchachas del bar tratando de asegurarse de que no le estaban mintiendo. Una decepción descomunal empezaba a descomponerle el semblante. Al fin, una de las mujeres, Casandra, se apiadó y le dijo que Miriam se había ido a trabajar a El Estribo, como a dos cuadras de allí. Medio borracho, Seferino se dirigió hacía el Estribo. A media cuadra se cruzó con Miriam y los dos hombres que la acompañaban y caminaban hacia él. Por un par de segundos su desesperanza se convirtió en regocijo. Su vacío se llenaba con la imagen de su amada acercándose. Abrió los brazos para estrechar a su adorada, al tiempo que uno de los hombres aterrizaba su puño sobre su nariz con tanta fuerza que lo tiro al suelo. El otro acompañante empezó a patearle las costillas. —¡Bolseen a ese hijo de la gran puta!-—escuchó El Cheje a su amada ordenarle a sus amigos. —¡Este pisado trae bastante pisto!, —gritaba frenéticamente Miriam. Ya cuando estaba casi inconsciente, Miriam se montó sobre él, le tomó el rostro entre sus manos, hundió sus filosas uñas despintadas en las mejillas, rasgándolas dolorosamente y haciendo que la sangre brotara inconteniblemente. El Cheje gritaba desesperado y la gente que se había aglutinado para presenciar el asalto no hacía nada, ni chistar palabra. Miriam lo desmontó y sus amigos siguieron con la despiadada paliza hasta que lo dejaron inconsciente. Le sacaron el dinero y también se llevaron su mochila y su valija. Terminado el espectáculo los testigos siguieron su camino. El frío de la madrugada despertó a El Cheje. Estaba casi inmóvil, paralizado por el dolor, el estupor y la decepción. Se tocó los cachetes y el ardor era intenso en los surcos que las uñas de Miriam habían abierto. Logró orientarse, se dio 31
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cuenta de que estaba tirado en el basurero, atrás de la parada de camionetas que van para San José Pinula. Con gran esfuerzo y tiritando salió del basurero. Caminó tieso como cadáver y a lo lejos vio las luces de un vehículo que se acercaba a considerable velocidad. Su reacción inicial fue de alivio, pero recordó que estaba en la Terminal. El jeep paró súbitamente rechinando las llantas. De él saltaron varios soldados que rodearon a Seferino, encandilándolo con sus linternas y encañándolo con sus armas. —¡Identifíquese, maldito!- dijo el que parecía jefe, acompañando la orden con un culatazo en el pecho de Seferino. —Me asaltaron, jefe, me quitaron mis papeles y me hicieron mierda, trataba de explicar El Cheje señalando su rostro y su camisola ensangrentada del uniforme del equipo. Los soldados cruzaron entre sí miradas torvas y parecieron estar de acuerdo en que ese pobre diablo sí lo habían hecho mierda. -¿Por qué estas tan peludo, cerote? ¿Acaso sos hueco?, le preguntaba uno de los soldados mientras le jalaba amenazadoramente el cabello. -Disculpe jefe, pero no he tenido tiempo de ir con el barbero, se excusó Seferino. -Eso lo arreglamos ahorita mismo, dijo otro soldado, estirándole más el cabello y dándole tres chajazos con la navaja de reglamento con los que la rizada cabellera argentina quedó destrozada. Se montaron de nuevo al jeep y se fueron como habían venido: rechinando llantas. Sin un centavo, El Cheje caminaba descalzo, con las costillas quebradas, con surcos de sangre tiesa sobre sus mejillas, con sus greñas mochadas, con el corazón destruido, pensando en todo lo que tiene que hacer uno por el amor de una mujer.
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Mensaje de amor “El silencio del pueblo es distinto”, se dijo Héctor volteando a ver hacia los cuatro puntos cardinales. “Más consiente… Más tupido”, pensaba con lentitud parado en la esquina de la cuadra donde vivía su abuela. Con la mano dentro de su bolsillo de su pantalón continuó explicándole entre suspiros: “este silencio como una hoja en blanco…” decía y suspiraba, “debería traer un mensaje que lo liberara a uno…” se dijo arrancándose de una mordida la uña de la otra mano, “…de una vez por todas”, y sacó de la camisa un cigarrillo arrugado. La tarde era gris y helada. Las nubes gigantescas parecían los colchones de los dioses que traen el frío. Bajo ellas, el pueblo titilando parecía que se escondía de la grandeza del cielo. Su rostro joven y delgado denotaba inquietud. El viento alborotaba su cabellera lacia. Algunos cabellos, se estrellaban en su frente. De derecha a izquierda, de arriba para bajo. Estaba más pálido de lo que imaginaba. Sentía cosquillas en la boca del estómago. Su lengua estaba dormida. Un calambre empezaba a formarse en sus entrañas. Chupaba el cigarro ansiosamente. Estaba indeciso. No sabía adónde ir. Sentía que las piernas se le doblaban, que no le querían obedecer. El viento agitaba su playera en torno a su tronco frágil y delgado. Todo era gris en ese día. En esa cuadra. En esa esquina de la vida. Tenía la piel de gallina. Sentía hormigas en los sesos. A saber qué pulgas le estaban picando. Sobre los techos de las casas pobres, sobre los árboles que saltaban las paredes encaladas, encima de los perros jiotosos que haraganeaban en la calle y de los niños que juegan ajenos 33
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a todo, se había depositado una gruesa capa de polvo. Polvo fino color osamenta. Todo tan alejado de la vida interior de Héctor. Todo, menos la buganvilia magenta de la casa de la abuela, desde cuya sombra protectora observaba el panorama polvoriento de esa tarde. Era lo único resplandeciente. Las flores nítidas y brillantes le sacaban las lágrimas cuando las miraba fijamente por unos segundos, por lo que, a menos que tuviera ganas de llorar, prefería ignorarlas. El no poder le dolía. “Viento erizado. Pueblo titubeante”, concluyó Héctor medio sonriendo. Tiró el cigarro al suelo. Esas palabras se le hacían extrañas dentro de su boca, como si alguien ajeno a él hubiera pensado y luego las hubiese dicho con su voz. —Viento mierda, dijo en voz alta, pisando la colilla con desprecio y emprendiendo el camino hacia el parque tiritando por el frío. Caminó ensimismado, concentrado en sus pasos. Sus tenis estaban asquerosos. El mal olor que emanaban le llegaba hasta las narices. Miraba absorto cómo sus pasos lo llevaban maquinalmente, sin que intervinieran su voluntad. Cómo, uno delante del otro, aterrizaban acercándolo a saber a qué… ¿A su destino? Le sorprendía ver su cuerpo sin su cabeza moverse a lo largo de la Central de Autobuses. Muy en el fondo se sentía por primera vez que algo lo quería despertar de ese coma eterno en el que estaba sepultado. Se daba cuenta que era un vegetal en forma de adolescente. Sintió un mareo brutal. Se reclinó en un poste del alumbrado eléctrico. Se abrazó a él y puso su rostro sobre el cemento frío y sintió en sus labios las pequeñas grietas rellenas de polvo. Parecía estar drogado o borracho. Su respiración era lenta y fuerte. Con los párpados cerrados se apretó contra ese largo 34
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cuerpo de concreto que besaba y lengüeteaba sensual e impúdicamente. Cuando abrió los ojos sus pies flotaban a la distancia y su cabeza rozaba el suelo adoquinado de la calle que llevaba al parque. Tenía la impresión de estar parado sobre las nubes y que la gente caminaba de cabeza. Entró en pánico e intentó gritar, pero se dio cuenta que todo era efecto de la desesperanzada añoranza que se había apoderado de él en ese preciso instante. “No perdás el rollo Héctor”, se aconsejó juicioso. “No pasa nada”, se dijo, tratando de calmarse, y se sentó desorientado en la banqueta. Un dolor indefinido pero agudo lo poseía desde hacía algunos días y le deba punzadas en todas las partes del cuerpo y del espititu. De la confusa emergencia de su primera pasión. Las emociones se enredaban en sus huesos, en sus músculos, en sus tripas, en su cerebro, y no encontraba ningún alivio para lo que sentía. En la esquina próxima al parque se encontró con un grupo de amigos, adolescentes igual que él. Lo saludaron rutinariamente, entrechocando las palmas de las manos y luego chocando sus puños. Se dejó absorber por el círculo y se unió a la charla. Se integró a la chingadera. Recordó que incluso antes de que tuviera uso de razón había aceptado jugar dentro del círculo de amigos y vecinos el papel de tonto sonriente. De retrasado mental con problemas emocionales. De niño perdido cuyos padres se habían desvanecido. Su rol era el de ser víctima de los chistes groseros, el chivo expiatorio de la perturbación de sus amigos. Ése era su guión, y no le molestaba. —Sos un estúpido, claro, admitía convencido. —Sos imbécil, por supuesto. 35
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—Sos hueco, sin lugar a dudas. —Sos una gran cagada, y sonreía inocentemente, mientras sus amigos se carcajeaban como hienas. En esa singular tarde de enero no tenía la fe para contarle a ninguno de ellos cómo se sentía. Cómo se había sentido todos sus días. Simplemente les dijo que iba ir a comprar un cigarrillo y, ajeno a todo, cruzó la cancha de básquet del parque, completamente absorto en la confusión que lo poseía. Sentado en una de las bancas de concreto estaba el viejo profesor que lo había retenido inútilmente cuatro años en primero primaria. Nunca pudo aprobar el grado. Pese a los esfuerzos del maestro, no logró nunca hacer ningún progreso. Instintivamente se acercó a saludarlo. Estaba viejo, decrépito. Apestaba a alcohol. El tiempo seguía, día a día, esculpiendo sin piedad su rostro enjuto, erosionando su cuerpo frágil hasta casi convertirlo en una estatua grotesca, animada por temblores del alcohol evaporándose. -¡Hola, Héctor, tanto tiempo sin verte!, dijo el profesor extendiéndole la mano. Héctor sonrío de oreja a oreja presintiendo que había encontrado la solución a su problema, la salvación a esa confusión que le desordenada vida. —Un poco ahuevado, don Genaro, fíjese, y se sentó a la par de su antiguo maestro. -¿Qué te preocupa, patojo?, se interesó don Genaro y cruzó las piernas disponiéndose a escuchar a su peculiar ex alumno. —Creo morir por esta patoja, don Genaro, empezó a explicar con lentitud. —Sí, me estoy muriendo por una condenada que ni siquiera se cómo se llama, continuó, aclarando su enamoramiento y su atragantada voz nasal. —Lo peor es que no sé cómo decirle todo lo que siento por ella, confesó sonrosado y jadeando, empezando a arrepentirse de su atrevimiento de contar su problema al viejo
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mentor. Se mordió el labio inferior dando la impresión de estar perdiendo la cordura. —Es bueno desahogarse…, le dijo Don Genaro, sonriente. —Me podés contar, si querés… -lo invitó cortésmente. Como rompiendo un dique, un torrente de palabras se derramó por los labios pálidos de Héctor, empantanando aún más los ya cenagosos pensamientos del profesor. Un volcán en erupción se quedaría corto comparado con el chorro de palabras ardientes que expulsaba la boca apasionaba de Héctor. Con inimaginable furia descriptiva proyectó sobre la cancha de básquet la ondulante imagen de la mujer perfecta. Las palabras cuyas sílabas contenían el amor del joven pronto terminaron por inundar el parque. Sin embargo, la imagen magnificada de la muchacha y el denso amor que despertaba se evaporaban entre el fuego verbal y emocional que consumía al joven enamorado. Solo él la podía ver. Solo él sabía de qué se trataba. Solo él sentía lo que sentía. Habló de estrellas, de nubes y de lunas. Del tiempo antes del tiempo y de fieras hechas de lava. De enigmas. De saber mucho y saber nada. De Dios y de no tener valor para decir las cosas tal como son. De cómo lo ordinario puede ser sublime. En su voz suave y relajada se conciliaron esas paradojas. Don Genaro nunca había visto a alguien balbucear con tanta pasión sobre su amor y su amada, y por un momento llegó a pensar que algo se le había atorado a Héctor en la garganta. Veía los ojos brillantes y vidriosos de su pupilo perdidos en laberintos diseñados por Eros. Lo miraba sonreír, como en un sueño, mientras se hundía inevitablemente en la arena movediza de sus deseos.
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Finalmente lo escuchó pedirle, exigirle con apremio, sin salir de su delirio, que lo ayudara a escribir un poema de amor que sirviera como testimonio y declaración y también como anzuelo. —Está bien, Héctor, con mucho gusto te ayudo, accedió gentil don Genero. —Vos seguí describiéndomela y diciéndome todo lo que sentís y yo lo escribo, le sugirió. —o mejor aun, repetí todo eso que has estado diciendo. Héctor sacó de su bolsillo trasero unos ajados trozos de papel y le dio uno a Don Genaro y se entregó nuevamente a la evocación de su musa. El profe. entresacó del torrente delirante de palabras enamoradas un texto que sinteriza el amor de Héctor: Tus ojos y tu voz me deslumbran más que mi tele prendida a todo volumen en el centro de la sala de todas las tinieblas La emoción nubla o borra mi poco entendimiento pero el mundo recupera la memoria de su prehistoria. Miles de Bing Bangs explotan en mi mente y sus estrellas abortas y los fetos de planetas ahora me atesoran y me guían hacía ti y me dictan preguntas sin respuestas: Yo parvulitos, tus doctorados.
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Mi amor por ti es el templo de mi Dios al que ruego que te eduque para que algún día te conviertas en mi costilla y que seamos para siempre el uno para el otro innumerables metáforas Te ama, Yo. Genaro le leyó en voz alta varias veces el extraño poema. Cada vez más lento. Silbaba por sílaba. Héctor colocó la cabeza entre sus manos para ver si así se le abría el entendimiento y lograba comprenderlo. Intentaba descubrir el sentido secreto de las palabras, descifrar su código interno de amor. Con cada lectura se le despejaba un poco, hasta que al fin una sonrisa aterrizó en su cara y la iluminó. —Así es profe… -dijo, moviendo la cabeza en un sí rotundo. —Usted es un gran cabrón para escribir poemas, y le sacudió las manos, agradecidísimo. Ambos sonrieron, contentos. Héctor, nervioso, tomó el poema y lo dobló torpemente antes de guardarlo, junto a los otros papeles, en el bolsillo trasero del pantalón. Luego se volvió a sentar. —Qué buena onda, profe, y le dio un abrazo apresurado y luego, después de varios titubeos, le rogó que lo acompañara a entregarle el poema a su enamorada. Se escabulleron entre el gentío que aún deambulaba en el mercado. Héctor se sentía satisfecho porque al fin estaba haciendo algo para ganarse el amor de esa querida todavía extraña y lejana. Ambos fumaban ufanos entre los compradores vespertinos. Las ventas en ese momento los
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llenaban de regocijo. Caminaban, sobre todo Héctor, sobre las nubes del séptimo cielo. Allí es, don Genaro, dijo Héctor, señalando al bar El Paso. Música estrepitosa escapaba de sus puertas. El profe, sorprendido preguntó: -¿Qué diablos es esto, me estás diciendo que trabaja en una cantina? -No piense mal, profe. Probablemente es la cajera o la que hace la limpieza, de veras, dijo Héctor con el pánico pellizcándole la cara. Don Genaro no pudo contener la risa. -De verdad, sos más tonto de lo que creía, Héctor, le dijo palmeándole la espalda. —¿No querés que entremos? Tengo unos billetes y te puedo invitar. Héctor se petrificó. Sus ojos se dilataron y su cuerpo se tensó. —Es simplemente una puta muchacho, y te va a causar mucho daño si pensás que es algo más que eso, lo amonestó don Genaro mientras le daba la mano y se alejaba todavía con la sonrisa en sus labios. Se preguntaba si don Genaro de verdad había querido decir lo que dijo. “El hecho que trabaje en un prostíbulo no significa nada” se explicó, “muchas buenas gentes de buenas familias trabajan en lugares como este”, seguía para sí mismo. Se paró en la puerta del bar. Murmuró una rápida oración y entró. Las muchachas, aún sin maquillar, en shorts y ginas, sentadas alrededor de una mesa larga, se preparaban a cenar. Todas, al mismo tiempo, lo vieron entrar y avanzar, pálido y temblando, en el penumbroso salón con los ojos casi líquidos fijos en una de ellas. Nervioso, sacó de su bolsillo el manojo de papeles doblados que, por la tembladera, se le escapó de las manos y se desbarató sobre el piso. Recogió los que pudo y le extendió uno, todavía doblado, a la mujer de sus sueños.
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—Es de alguien que de verdad la quiere y desea lo mejor para usted, le dijo, intentando una pose de galán de cine, fingiendo estar seguro de sí mismo, pero a su voz se quebró en varios gallitos desvaídos que despertaron las carcajadas de las muchachas. Se detuvo en la esquina a respirar y a saborear el primer paso en la conquista del amor de esa mujer hermosa. El silencio del pueblo lo envolvió de nuevo, solo que en ese momento se sentía satisfecho. Se sentía feliz de ser hombre, aunque fuera de dieciséis, pero un hombre enamorado. Solo era de esperar la respuesta de su princesa. En El Paso, las patojas alborotadas se acercaron a Paola, curiosas y entrometidas, queriendo enterarse del mensaje de amor del inesperado admirado. —A pues, desgraciada, léenos lo que dice, no nos hagas esperar—, le urgían con sus voces chillonas y destempladas. Paola desdobló el papel y hundió sus ojos en él. Por un instante su rostro fue el de una niña traviesa y juguetona. Luego de escudriñarlo entornó los ojos, se lo llevó al pecho y lo abrazó con ternura. Después de tres segundos de ensoñación, estiró los brazos y lo leyó de nuevo con los ojos dilatados y una incipiente carcajada de labios. —Decinos, maldita, lo que te dice el patojo pisado ese. No chingués. Decí, decí de una vez. Muerta de risa, Paola les mostró un papel completamente en blanco como el silencio del pueblo. Héctor, en la esquina, trataba de ordenar otra vez el manojo de los papeles ajados. Respiró profundo un par de veces. Parpadeó incrédulo, vaciló mareado mientras sentía que la sangre desaparecía de sus venas. No comprendía por que le poema estaba todavía allí, en sus mano. Temblaban de rabia, repudiándose así mismo. 41
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Miró hacia los cuatro puntos cardinales. Caminó de regreso hacia donde había venido. Sus brazos colgaban inertes a sus costados, con pesadez de huesos muertos. Arrastraba sus tenis sobre las calles de tierra. Su mirada perdió el brillo. Otra vez se sintió el sonámbulo de siempre. Regresó al silencio. Regresó dispuesto a prenderle la vista a la buganvilia de la casa de su abuela hasta que le salieran lágrimas de sangre.
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Perfume de Mujer De las entrañas profundas de la noche hermosa salió Natalino restregándose la piel hasta sangrar, en un frenético intento por arrancarse el insomnio viscoso que tenía pegado al cuerpo. “Soy como un perro plagado de pulgas… las pulgas de la intranquilidad” pensaba. “La comezón de la traición me está enloqueciendo”. Sus dientes que castañeteaban furiosamente por el frío aprovecharon para tirársele sobre el antebrazo y darle mil mordiscos en un par de segundos que le volvieran a sacar sangre. Eran las tres de la mañana y seguía sin conciliar el sueño. Salió al patio y caminó sobre el monte que le llegaba a la altura de las rodillas, buscando el pozo ciego que estaba en el cuartito del fondo. Sonidos de arpa con olor a excremento fermentado salían del agujero oscuro e insondable. La noche misteriosa daba señales de que no sabía adónde ir. La sed lo estrangulaba. Soltó ventosos que sonaron a iguanas caminando mansamente sobre pantanos, indecisas pero apresuradas. Miraba por la ventana desfilar el tiempo hacia lo que vulgarmente la gente confunde con el futuro; suspiró tan abismalmente que casi se hundió en el pozo. Un zumbido cristalino acompañado de un delicado ronroneo pasó rozando la puerta del inodoro, excitando violentamente su curiosidad. Sacó la cabeza por la ventana y vio, casi sin aliento, salir de su casa a una mujer transparente, en dirección al mercado. Una insólita sensación de miedo se apoderó de él y se dio cuenta de que la taquicardia obligaba a su brazo izquierdo a brincar como una serpiente venenosa con piel humana tratando de 43
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atacarlo y morder su pecho.”¿Quién será?”, se preguntó y se contestó a sí mismo encogiendo los hombros. “Me estoy muriendo de la goma”, concluyó. Jaló una toalla amarillenta y rala y se la puso sobre los hombros. Descalzo, llegó hasta el zaguán y vio en dirección adonde había desaparecido la aparecida. Con el brazo derecho presionó al brazo brincador tratando de apaciguarlo. El resto de su cuerpo temblaba sin control. Fuerzas tenebrosas lo empujaban a seguirla y, pese a su miedo e indecisión, hasta pensó en alcanzarla y violarla. “La violo y luego voy a buscar un par de tubos de alcohol o si no muy pronto voy a parir la muerte”. Una inusitada ráfaga de viento lo congeló. Sentía que se estaba entiesando y que sus extremidades se le iban a caer y a quebrarse en mil fragmentos cuando estrellaran contra la acera de cemento. “o la muerte me va a parir a mi,” recapacitó. Un sudor frío le bañaba el cuello y la frente, sus ojos trataban inútilmente de enfocar algo y encontrar pies y cabeza a la oscuridad pastosa de luna en cuarto menguante. De pronto, el cielo le pareció una bóveda reducida pintada de negro con brocha gorda, con estrellas pálidas y amarillentas cuyos destellos daban pena… o risa; seguramente el niño descuidado que las había coloreado con crayones de cera se había salido de las líneas. Al decidirse a seguir a la misteriosa mujer y emprender camino se dio cuenta de que no se había subido las hilachas de calzoncillo. Dio el primer paso, titubeó y perdió el equilibrio. Cayó con lentitud sobre el filo de la acera y se le salió todo el aire de sus pulmones esponjosos y tan negros como la noche inexplicable. Se quedó tirado un buen rato tratando de recuperar el resuello. 44
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Desde su incómoda y engarrotada posición, Natalino vio asomarse por la esquina a Güicho Calambres que, emanando magia y cargando reliquias místicas, deambulaba majestuoso, aparentando ser un gigante: su abrigo le llegaba hasta las rodillas y tenía impresa una vista del Volcán de Agua visto desde Ciudad Vieja en un día celeste y prístino. Lo vio acercarse flotando y el diseño impreso en el abrigo, contemplado desde la inusual perspectiva que le proporcionaba su posición, lo estaba hipnotizando. —¿Qué putas, vos Nata, por qué en calzoncillos a estas horas y tirado allí como feto, como vómito de bolo? —preguntó Güicho cuando llegó frente a su amigo que temblaba como moribundo y que tenía la boca abierta. —Invitame a un trago, vos Luisito, no mirás que me estoy muriendo, imploró Natalino con voz temblorosa. —Vos, Nata, aunque tu madre saliera de su tumba y te suplicara que dejaras de chupar, no pararías, vaa, desgraciado… ya dejá esa mierda, hombre, no ves que te vas a morir, le aconsejó Güicho fingiendo enojo. Juntos se dirigieron al mercado. A Natalino el pueblo se le hacía desorbitado, como si alguien le hubiera dado vuelta de adentro hacía fuera, como si alguien lo estuviera borrando. —Vos Güichito, yo creo que a esta hora ya solo Los Astronautas atienden, sugirió Natalino. Al subir la calle donde vive don Romeo Cardona vieron las puertas de su portón abiertas de par en par. Sus feroces perros los esperaban pelándoles los colmillos en son de ira. Rabiosos, sacudían sus hocicos babeantes y los tres dirigían sus miradas de odio hacia el pobre Natalino. Cuando se decidieron atacar y sus miradas se encontraron con la de Güicho Calambres, 45
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uno de ellos se congeló sobre sus pasos y allí mismo le dio un infarto. El otro perro, en silencio total, metió la cola entre las patas y se alejó lentamente como si caminara sobre vidrios quebrados, sobre cáscaras de huevos hueros; el último dio un chillido lastimero y se trepó a un árbol como si fuera una ardilla. —Qué perros tan raro, observó Natalino mientras cruzaban el mercado y el silencio devoraba al pueblo por completo. Cuando atravesaron el parque solo el respirar profundo del pueblo en reposo se oía claramente. —Espérame, pues, Nata—, le ordenó Güicho y lo dejó sentado en la banqueta, frente a Los Astronautas. —Ahorita te traigo un tu cuarto de Venado Espacial, le dijo mientras se dirigía a esa cantina curiosa con forma de casco de caminante intergaláctico. Bajo el toldo negro del negocio, Natalino distinguía las siluetas que arrojaba sobre la ventana la luz interior de la cantina, oía carcajadas estridentes y música del recuerdo y se asombraba que el negocio de don Federico permaneciera lleno a esas horas de la madrugada. De pronto, el viento helado se paralizó y Natalino sintió que estaba en el escenario de un teatro abandonado. El pueblo simplemente estaba pintado sobre altas piezas de tela para dar el efecto de que él no estaba solo en ese episodio tan inseguro de la improvisada obra que era su vida. El escenario vacío rodeado de tres telas representando a su pueblo natal era una jaula flotando en la nada total, nadando transparente en el éter, esperando un trago que lo salvara de la muerte. Tan ensimismado se encontraba que no se percató de la patrulla que se acercaba. Los oficiales lo amonestaron casi con mayor 46
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furia de la que mostraron los perros de don Romeo y le aconsejaron que fuera mejor que ya no estuviera en ese lugar para cuando regresaran de dar la vuelta a la manzana. Qué sinvergüenzada andar así, desnudo, por las calles de San José Pinula; que le deberían meter una buena vergueada para que se le quitaran esas mañas, que un montón de otras cosas le dijeron para intimidarlo. Se alejaron riéndose, dispuestos a cumplir sus amenazas sí lo encontraban de nuevo. Acobardado por la posibilidad de ir a parar a la cárcel y golpeado sin conmiseración, Natalino decidió regresar a su casa. Pero antes se acercó a la puerta de Los Astronautas y descubrió que la puerta estaba cerrada con candado, que la cantina estaba en tinieblas y que la música había cesado. Caminó confuso, preguntándose qué se habría hecho Güicho Calambres. Bajo la débil luz del poste que alumbraba la calle donde vive Romeo Cardona dos hombres miraban un cadáver tendido en la tierra. Al ver a Natalino se convirtieron en perros y corrieron furiosos tras él. El miedo le había petrificado las piernas. Los enanos barbados y rojos que adornaban la casa de Walter Iraeta le señalaron un callejón como una ruta alterna de escape. Sentía que era un hámster corriendo en su rueda. Entró a su casa con el corazón en la boca, a punto de morirse. Buscó cualquier líquido que contuviera alcohol y solo encontró un frasco enorme de perfume que le habían regalado a su mujer para su cumpleaños, probablemente un obsequio de su nuevo amante. Se lo bebió con desesperación. Las agruras fueron tan intentas que cayó inconsciente. Tomó su último aliento y su corazón dejó de palpitar.
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El origen del Mitch Un bostezo gris, largo y agudo, eso era esa mañana. El cielo bostezaba con lágrimas y gritos primordiales todo su desgano, aburrimiento y pereza sobre San José Pinula. Eso era esa mañana. Por no tener otra opción, a pesar de la fuerte lluvia, la gente se dirigía a sus tareas chapaleando en el lodo como cerdos, bostezando bostezos grises como los cielos nublados de esa mañana. En el cuarto vacío y medio a oscuras, a través del televisor blanco y negro y a todo volumen para competir con la lluvia que azotaba con estrépito las láminas, el predicador azotaba los oídos y las almas de la telecongregación. Era el predicador estrella de la súper iglesia El Palacio de Dios, el hermanito Plata. Con su rutina de rufián del bien caminaba de un lado a otro del escenario con pasos debidamente estudiados. Con el micrófono en la mano lanzaba ladriditos de perrito faldero de Dios. —Sí, hermanas y hermanos…, y volteaba a ver a todos lados, expulsando las tentaciones del corazón de los miembros de su rebaño con la pureza de su mirada arrobada —…es mejor quedarse para vestir santos…, y sacudía la cabeza para la derecha y luego para la izquierda en un no que quería ser enfático, mientras que con un tic incontenible se arreglaba el cuellos de su traje de finísimo casimir inglés, —…que para desvestir bolos… SÍ, HERMANOS Y HERMANAS. Y la congregación se enloquecía y miles de manos derechas se alzaban en dirección del pastorcito en respuesta a los poderes 49
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de Dios le había otorgado para derramar bendiciones sobre los pecadores. El hermano Plata estaba hipnotizado hipnotizando a sus ovejitas con sus brazos alzados en V de victoria cristiana, mientras la congregación brincaba y azotaba las panderetas. Él, por su parte, somataba la Biblia sobre el púlpito, como un maniático que estuviera destrozando bichos asquerosos o apagando una de las mismísimas llamas del infierno, —¡QUE PA-RA DES-VES-TIR BO-LOS! Su cabello se había desarreglado por completo mientras seguía descargando su indignación con furia divina. Levantaba la ceja izquierda en forma inquisitiva y luego la derecha, al tiempo que parecía querer destrozar el púlpito con su santa y voluminosa Biblia. Zoila sacudía la cabeza aprobando la profunda sabiduría del hermano Plata. También tenía la mano alzada en dirección a la pantalla y teleoraba con convicción y fervor. Tenía los ojos hinchados de tanto llorar. Su hija se había cagado en su vida juntándose con Emilio. Y ahora los sufrimientos empezaban a aumentar y a complicarse con la llegada de su primer niño. Emilio era feo, mayor… viejo, mujeriego, vulgar, alcohólico. Una verdadera basura. Ella, su hija, era todo lo contrario, se decía Zoila, mientras que, a falta de pandereta, aplaudía al ritmo de los coritos de adoración de la tele en blanco y negro. La lluvia, que caía a torrentes, se abría camino por el corredor y amenazaba con inundar ese cuarto tiznado con machímbre en el cielo falso. Las gotas gruesas que se derramaban en las ventanas formaban extraños diseños que se escurrían e inmediatamente cambiaban de forma. El viento soplaba con fuerza y levantaba las láminas y nuevamente las dejaba caer
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con estruendo sobre las vigas crujientes. El viento susurraba maldiciones en los oídos de Zoila. —No es tan fea mi hija, le platicaba Zoila a la tele, para haber atraído a ese aborto de todos los canallas que existen en este mundo asqueroso— y se jalaba el pelo mientras ligas verdes de mocos se le descolgaban de sus ventanas nasales rojas y dilatadas y su boca entreabierta dejaba ver sus dientes torcidos y amarrillos. Parecía que quería ahorcarse con sus propias manos, pero solo era un gesto de desesperación. El ojo derecho de Zoila era considerable más grande que el izquierdo. —¡Haga un milagro, hermano Plata!, y se soltó en un llanto tan histérico como amargo. Menos mal que la lluvia alababa a Dios más fuerte que esa transmisión que repetían unas treinta veces por semana. Menos mal. Al fin pudo Zoila desconectarse de la tele y se dirigió al cuarto de su yerno. Los animales, hechos bolas, se escondían en las salientes de las ventanas para escapar de la lluvia y de la correntada que se estaba agrandando en el corredor. El verde brillante de las plantas del patio contrastaba con la negrura de la tierra y el lodo servía de transfondo a unas exquisitas flores lilas y amarrillas. Solo los cerdos parecían felices jugueteando en el lodo. Entró al cuarto que apestaba fuertemente a guaro. Emilio no había llegado a dormir en toda la noche. Presumiblemente, como era su costumbre, todavía estaría en la cantina de Sonia, jugando cartas y bebiendo a morir. Sin embargo, y en contra de lo que Zoila hubiera creído, estaba en la casa de la comadrona que había traído a esta dimensión chocante a su primer nene con Paula Jiménez. 51
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—Pues menos mal que sos varoncito, mi amor, porque si no te hubiera llevado la gran chingada, le decía al niño, inspeccionándolo como a un animal al que piensa comprar después de un regateo tenaz y concienzudo. Menos mal. —Me hubiera conseguido otra, concluía, diciéndose ahora a la madre con su horrenda voz demasiado alta y aguda para su corpulencia pesada y torpe. —Eso me había aconsejado mi papaíto… ya que las mujeres sólo problemas traen y a la larga todas resultan siendo unas putas… Y como vos vas a saber y así vas a ver vos también, le explicaba a la madre y al crío, yo obedezco como macho ciego a mi papaíto… su palabra para mí es ley——. Su chaleco de lona arrugada de guardaespaldas no alcanzaba para cubrir su panza desmesurada. Paula le preguntó qué nombre le iba a poner. —Mitch… como ese huracán que empieza… Justo Mitch… en honor a mi papaíto, dijo. No se cansaba de observar al muchachito con incredulidad. Lo olfateaba, le abría las piernas, le contaba los dedos, parecía que lo iba a lamer. Pero no se animó a cargarlo, solo lo miraba con la boca abierta, con su labio inferior colgando como si fuera de hule. —Voy a ir a contarle a mi papaíto que fue macho. Y se acercó Paula y empezó a sobarle los pechos con lujuria de macho indomable. Ella, asustada, no sabía que hacer. Él, prepotente y torpe, insistió en sus caricias aberrantes y ella se congeló, aterrada. Afortunadamente la comadrona regresó y en el cuarto de la recién parida se impuso un silencio tieso e incómodo. Emilio puso el sombrero sobre sus piernas para ocultar la erección. Se largó hasta donde la suegra para darle las buenas nuevas. Al entrar a la odiada casa le ofendió oír desde el corredor inundado la tele prendida y el canal que transmitía las imágenes que 52
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tiraban al aire los cristianos de Guatemala. Se recostó sobre la pilastra del patio a observar a su suegra absorta, oyendo el sermón de un gringo gordo y pelón con detestable acento de ignorancia. Zoila mecía su cuerpo entero sobre sus tobillos. Tenía los brazos y las palmas de las manos abiertas para facilitar la llegada de la energía del Espíritu Santo que emanaba de la tele. —El enemigo ser astuto. Él entrar a tu corazón very rápido… Si tú te descuidar, el robar hasta tus hijos. El hermano Cash era veterano de Vietnam. Desde donde estaba Emilio el reflejo enfermizo de la pantalla que iluminaba a esta mujer parecía quemarla en llamas tornasoladas. —Ya estuvo doña Zoila. Es macho. Se llama Mitch, como el huracán. Justo Mitch, en honor a mi papaíto, y miraba con incomodidad a su suegra que a su vez mostraba su asombro e incredulidad ante la idiotez que Emilio representaba. —Dentro de un rato voy a regresar donde la comadrona. ¿No quiere que le lleve algo a Paulita, doña Zoila?, preguntó con hipocresía cínica. Ella asintió con la cabeza y se dirigió a la cocina. Emilio, mientras tanto, se fue a bañar. Cuando salió del baño, Zoila lo estaba esperando con su ollita celeste y despeltrada, con pepián de pollo para la parturienta, preparado con mucho amor para la hija desventurada. —Llévesela rápido, ha de tener mucha hambre. El viento maullaba como si estuviera en brama. Los perros ladraban y aullaban. Percibían un desastre y lo estaban anunciando. El paraguas no soportó la fuerza del viento huracanado y se volteó de adentro para afuera mostrando su esqueleto frágil y endeble. Emilio, como era su pesada 53
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costumbre, no pensaba en nada. Esa era la simple satisfacción de su vida. Al pasar por Las Tres Copas, Juan de Dios le preguntó desde adentro —¿Ya estuvo, Emilio, ya nació el chirís? —Ya —Entonces entrá. Echémonos un trago para darle la bienvenida. A ver si trae la misma suerte que el tata— y lo invitó a su mesa. Allí también estaba Genaro, el enano que por temporadas trabajaba en el circo. Solo sus ojos y parte de su enorme cabeza sobresalían de la mesa. El ron y la plática estabilizaban sus nervios. El naipe apareció de pronto junto con otras botellas. Las apuestas empezaron a hacerse más audaces y arriesgadas. Llegaron más jugadores que le llevaban hambre a Emilio porque más de una vez los había dejado en quiebra, entre ellos Mauricio de Dios, hermano de Juan de Dios. La emoción de las apuestas y el griterío de los borrachos y mirones despertaron a las mujeres que, enchamarradas, bajaron de sus cuartos a servir a los clientes y a calcular a los ganadores. Entre ellas, Miriam, la Siete Culos, que en otro tiempo había sido casera de Emilio, como de casi todos los clientes de las casas cerradas de San José Pinula. Pero solo el estúpido de Emilio se quedó pensando que lo de ellos había sido algo especial y que Miriam, con sus ojos torcidos, todavía lo miraba con cariño. El ron, como la lluvia y las apuestas, seguía fluyendo a chorros. Emilio le pidió a Miriam que sirviera el pepián como bocas. Muy en el fondo de su conciencia embrutecida sintió algo parecido a la culpabilidad, pero desapareció pronto sin llegar siquiera a desconcentrarlo del juego de póquer. 54
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La tercera botella se esfumaba como por acto de magia y Emilio se desentendió de las cartas y sus ojos solo lograban enfocar a Miriam que se atoraba, entre carcajadas, la boca grasosa con tortillas con pepián. En el siguiente momento bailaban sobre una mesa de pino pintada de rojo, entre los aplausos y los aullidos frenéticos de los borrachos que les gritaban “¡MUCHA ROPA… MUCHA ROPA!” Después copularon a la par de la pila, bajo la lluvia de tormento y las miradas atormentadas de las otras mujeres. Juan de Dios y Genaro, el enano, observaban lascivos, carcajeándose con las bocas llenas del pepián que había preparado doña Zoila. Miriam, con el culo al aire y con la verga de Emilio metida en su cuchara, fingía lavar la olla. Ya en la calle, la lluvia torrencial puso la cabeza hueca de Emilio un poco de lucidez. Se registró los bolsillos y no encontró nada. Únicamente llevaba la ollita celeste y despeltrada, vacía y limpia. Una incertidumbre bestial se apoderó de él. No estaba seguro si había apostado a Mitch y si lo había perdido. —¿Ya comió mi hija? —Si doña Zoila. La comadrona se acomidió a lavar la olla, se apresuró a aclarar Emilio con palabras atropelladas. Zoila le clavó los ojos como alfileres, rechinó los dientes y se apresuró a ir donde su hija. Emilio se paró frente a la tele y le pidió al hermano Plata que orara por él para que Dios lo perdonara. Mitch solo suspiraba y murmuraba en su lenguaje de huracán.
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Suicidio Zen “Cuando tengo hambre, como… Cuando con sed, me emborracho… Cuando cansado, duermo… en este instante estoy hastiado… así que me mató”, razonaba Antonio mientras anudaba el lazo amarrillo de colgar ropa. Trabajaba con sigilo, en silencio, con disimulo. No quería que lo sorprendiera su esposa o alguno de sus seis hijos que estaban en el cuarto vecino, estupefactos viendo la tele. Era posible que, por educación, intentaran detenerlo. En verdad, sus nervios alterados empezaban a traicionarlo y a minar su determinación. “Qué vida más común y corriente la que vivo”, se reclamaba, mientras sus dedos gordos y ásperos manipulaban la soga con torpeza sin lograr hacer el nudo fatídico. “Ya estuvo eso de ser un pordiosero. Mi trabajo en el mercado apenas me da para alimentar a mi familia, para darles la fuerza para seguir cometiendo las mismas muladas que yo. De eso ya estoy harto”, se confirmaba mientras contemplaba la cuerda que era su boleto para el más allá, a lo desconocido. “ya no soporto el ejemplo que les doy a los míos Ya me cansé de ver a las ratas pasearse por mi cuarto a cualquier hora del día o de la noche, a las cucarachas deslizarse por las paredes de la cocina como si estuvieran en una pista de patinaje, a las moscas fornicar sobre la mesa del comedor como si estuvieran en un hotelucho de mala muerte”, e irrumpió en un llanto agrio como el vinagre. “Todos los cagadales que me impone mi vida confusa ya me tienen harto. La lujuria de jovencito retrasado mental que me mantiene correteando tras cualquier escoba con falda ya me empachó”, pensaba mientras se secaba las lágrimas con la manga de la camisa. 57
Miraba su cuarto como si lo visitara por primera vez: una pared de lámina, otra de adobe, la tercera de lepa y la de atrás de bloques tan rústicos como él mismo y su desgraciada descendencia. El dormitorio con sus cuatro camas era el testigo y símbolo de su inestabilidad emocional y económica, de su pobreza de espíritu; las sábanas percudidas que servían de cortinas lo acusaban de su fracaso como administrador de amor, bienestar y energía. El piso desnivelado de tierra le decía que hubiera sido preferible que estuviera cuatro metros debajo de él. El humo de la cocina que se filtraba en el dormitorio impregnando todo con olor a leña ardiente, a madera aulladora, le robaba oxígeno, y eso también lo tenía agonizando. En el cuarto vecino su familia se narcotizaba con las imágenes blanco y negro que les escupía la tele. Los inesperados e irracionales cambios de escena eran como los sueños que los agitaban cuando dormían. Se parecían a los siete cochinitos mamándoles las tetas a la tele, nutridota de alucinaciones. Estaban profundamente agradecidos y complacidos con la tele. Si no fuera por ella, tendrían que verse, uno al otro, sus rostros de enajenados, de perdidos en un mundo inmenso y ajeno. Amaban incondicionalmente a la tele, más que a sus propias vidas que se escapaban de la más palpable pobreza material al ensueño de riquezas imposibles de alcanzar. Sin la tele sus tristes vidas serían en blanco y negro. Lanzó el lazo por encima de una viga y la jaló con tanta convicción que la viga crujió como un iracundo reprimiendo su furia, estremeciendo la frágil estructura de su casita. “Ya me hastié de pegarle a mi esposa y a mis patojos para tapar mi fealdad… mis defectos… mis fallas como padre, como esposo… como hombre”, y se columpió de la cuerda para asegurarse de que soportaría su peso de sus decepciones y
frustraciones. Había alcanzado el fracaso de mayor peso en su vida y el temor florecía en promesas, esperanzas y dichas que enredadas, envolvían su determinación con dudas que le metían zancadilla. Las gallinas que se habían colado en su cuarto lo miraban con gravedad de gallinas, presintiendo que su hora había llegado. Su perro jiotoso intercambiaba ladridos furiosos con los chuchos de enfrente. El desagüe apestaba. Era tan fuerte la pestilencia que hasta los coches tosían para contener el vómito. En la calle, la gente que pasaba fruncía las narices para mitigar la hediondez. No se imaginaban que detrás de esa pared de lámina, al otro lado del desagüe, alguien estaba a punto de colgarse. Antonio siempre había odiado a la gente por su ignorancia, por su indiferencia. Ahora el mal olor lo estimulaba a seguir con su plan de colgarse como chorizo de tienda. Jaló una silla y la acomodó lo mejor que pudo sobre el piso disparejo. Se paró sobre ella y se dio cuenta de que temblaba de algo que no era frío. ¿Dónde se abría equivocado para que todo saliera tan mal e insoportable? Pero al mismo tiempo, ¿quién era él para condenarse, para acusarse, para defenderse? Talvez debía revisar otra vez su caso. Escoger un nuevo jurado… Un nuevo abogado… Apelar al tribunal supremo de su mente, declararse inocente… culpable… loco, todo a la vez. Muy tarde para esas muecas. Deslizó el nudo sobre la cabeza y lo ajustó alrededor de su cuello. La luz amarillenta del foco lo adormecía. Sus dudas y remordimientos formaban un remolino de vértigo y culpabilidad. Su mente ensayaba la patada en la silla y luego el jalón de pescuezo. 59
Visualizaba sus pies inertes, dando vueltas, lenta y tranquilamente. Sus temores bailaban lascivamente con su poca fe. Se paró de puntillas en el borde de la silla queriendo precipitar el clavado funesto que lo dejaría pendiendo y pataleando. Pataleando primero, tirando patadas de ahogado, moviendo el esqueleto con la muerte a cuestas, después bailando la última pieza de su vida y finalmente rígido, quizás con un movimiento de péndulo, midiendo el tiempo de la putrefacción y la eternidad. Su camisa estaba empapada de sudor. Su respiración era audible y agitada. Sus ojos concentrados en lo inevitable que se aproximaba se cerraron instintivamente al percibir la sombra de la tranca de la puerta que se precipitaba estrellarse contra su frente. El trancazo lo desvainó del nudo que tenía en su cuello y cayó violentamente en el piso. Antes de que el dolor empezara a invadir todo su cuerpo y su conciencia, otro trancazo aterrizó en su espalda expulsando todo el oxígeno de su sistema respirando. Era su esposa, histérica, que no podía contener su rabia y que le daba de trancazos como si él fuera la piñata de algún cumpleaños infeliz. Estaba indignada de ver el triste espectáculo que daba su esposo huyendo sin ver cómo terminarían ella y sus hijos. Le daba con tanta furia que tenía ganas de matarlo. Le siguió dando hasta que ya no tuvo fuerzas para sostener la tranca. Exhausta, descolgó el lazo de la viga y lo latigueó con más comodidad. Antonio quedó tendido, inconsciente, soñando sueños de televisor blanco y negro. Cuando despertó tenía los brazos estirados. Estaba atado a los barrotes de la cabecera de su cama con el mismo lazo
amarillo con el que había tratado de colgarse. Yacía sobre la cama semi-crucificado, pero con las piernas libres. Una rata asquerosa apareció en su mano derecha; recorrió todo su brazo y llegó hasta su oreja; metió el hocico en el pabellón y le mordisqueó una costra, vestigio, sin duda, de la trancaceada que recién le había dado su mujer. Pensó en Cristo. La rata chilló aguadamente dentro de su oreja y luego siguió su camino sobre el brazo izquierdo y desapareció en la oscuridad. Para las cucarachas era la hora pico: deambulaban como locas sobre el pecho desnudo de Antonio, que oía claramente sus pasitos sigilosos y conspiradores. Los mosquitos cínicos picaban inmisericordes toda su cara. Él, esperaba por lo menos algún tipo de iluminación, alguna inspiración divina que cambiara su vida. Pero el milagro deseado no estaba en ningún lado. Persistía en la creencia de que si había sobrevivido era porque Dios lo quería para algo. Para cumplir alguna misión. Lo único claro eran las voces del acusador, del acusado, del defensor, del jurado y del juez diciéndole que era una bestia culpable condenada a muerte. El sol se metió como pudo en el cuarto de Antonio. El áspero canto del gallo le dio ganas de salir a apedrearlo. Su bebé de diez meses soltó un llanto desconsolado. Antonio decidió unírsele para darle la bienvenida a un nuevo día: los alaridos del bebé eran un buen ejemplo.
Assembled in Guate Al cerrar la puerta trasera de la camioneta de los Transportes Josefina, la manija sonó como guillotina carnicera cayendo violenta y tajante sin ver a quién dejaba sin cabeza. —¡Metete, macho pisado!, urgía Vaso con Leche a su primo, mientras lo jalaba del brazo y lo empujaba contra la masa de los otros pasajeros que ya no cabían. —Puta vos, ya no hay por dónde, le aseguró Corazoncito Tierno con una sonrisa tiesa y desconcertada. —Tenemos que caber en el infierno, ya no digamos en esta mierda ¡chish! ¡Pegáte aquí, desgraciado!, y otra vez la puerta y su manija como guillotina que por poco le rebana el culo a Corazón, asustándolo más. —Si no nos vamos en ésta, vamos a llegar tarde y mala onda, váa, explicaba nerviosamente Virgilio, viendo las agujas del reloj precipitarse irremediablemente al futuro. —Y si llegás tarde a la entrevista talvez no te den el chance. La verdad era que Corazoncito Tierno no quería trabajar. No porque fuera un haragán sino porque las pocas veces que lo había hecho lo habían tratado mal. Sus experiencias laborales lo habían dejado traumado como alguien que es testigo de algo horripilante y que mejor decide encerrarse en su mente por el resto de su vida. La camioneta atestada trepaba la pendiente que conduce de San José Pinula a la capital como si fuera un carro fórmula uno con setenta y cinco pasajeros, alterando aún más los nervios de Ramón, ya de punta por la resaca y por ser forzado una vez más a hacer algo que definidamente no quería hacer. Los otros 63
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pasajeros también iban alarmados, pero más sobrios. A pocos no les importaba el peligro y dormían como muertos. La camioneta parecía que quería dejar de abrazar para siempre el pavimento como a un amante maldecido y cruel, especialmente cuando el chofer decidía rebasar en curva. El hule de las llantas sobre el asfalto rugoso sonaba a llanto amargo en cada vuelta ve su posible despedida. Los pasajeros, como puntas de látigo, inclinaban violentamente sus cabezas a la derecha y a la izquierda, siguiendo el ritmo de las curvas enrevesadas de la carretera. Parecía una coreografía que desafiaba a la muerte. Los que creían en Dios rogaban por sus vidas. Los ateos ponían en duda su radical falta de fe. Vaso con Leche, su primo, ya llevaba tres meses trabajando en Plasteguate y se habían ganado la confianza de los coreanos dueños de la maquila a fuerza de adular fanáticamente la fábrica, desde su sobresaliente organización productiva y administrativa, la seguridad que ofrecían los perros guardianes, hasta la fantástica tecnología de las escobas que se encalvecían en cada barrida. Servil y mentiroso compulsivo, no desperdiciaba oportunidad para lamer el trasero de sus amos. A pesar de la forma desalmada con la que lo exprimían, Vaso con Leche mantenía una perene sonrisa de oreja a oreja y seguía, día a día, lambiscóneando a sus jefes y alabando a la raza coreana. Les decía que eran superiores a los alemanes y a los gringos: “ellos no tienen vergüenza… ni madre tienen los desgraciados… pero ustedes si que son cabrones”. Con ese comentario se los había echado a la bolsa. También les pedía información de cómo obtener la ciudadanía coreana, ante lo cual ellos sonreían lejanos, graves y orgullosos.
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Cuando al otro conserje, ciego de borracho, lo atropelló un carro fantasma allí mismo frente a la Plasteguate, Virgilio no titubeó en recomendar a su primo Ramón. —Eltá bien. Venil a llenal solicitú. ¿El trabajol como ulté? —¡Ese desgraciado me enseñó a trabajar a mí, seño!… Ya lo va a ver… Ese hombre hace todo como si estuviera quitándose una braza del culo, así, mire, e hizo la mueca que ilustraba la recomendación, mientras los coreanos sonreían lejanos, graves y orgullosos, cubriéndose discretamente los dientes y le palmoteaban el lomo como si fuera un chucho pulgoso de la calle. —Eltá bien, me dijeron los chinos pisados, le informó Vaso con Leche a Corazoncito esa misma noche. —Así que bajá un poco el guaro este fin de semana y así llegás mas o menos presentable el lunes. ¡Pagan mil quetzalotes al mes!, argumentó para terminar de convencerlo. “La paga del pecado es el trabajo, en mi caso el pecado es la pobreza”, pensó Ramón para sus adentros y le agradeció afectuosamente a su primo su preocupación que iba más allá de lo saludable. —Si no, te vas a morir de chara, como tu tata, o como el mío. Si no ocupás tu tiempo en algo útil va´star de la gran diabla, mano, profetizaba Vaso sacudiendo su cabeza llena de conocimiento y experiencia, pues él también era un maldito alcohólico a la hora de chupar. A la hora en que su primo saludaba campechanamente a los guardianes de la entrada de la fábrica, Ramón y su corazón tierno meditaban sobre el sermón de la última vez que había ido a la iglesia: “¿Por qué no hago el bien que quiero sino lo malo que no quiero hacer?”, y le dieron ganas de zampar la 65
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carrera y huir de esa magnífica oportunidad hacía la libertad imaginaria del desempleo. —¡Qué gomita, compañero!, le dijo uno de los guardias cuando Vaso con Leche lo presentó: “Si en este momento hago lo que no quiero, ya no seré yo quien lo hace sino el pecado que llevo adentro”, pensó para sí mismo Corazoncito Tierno y les estrechó la mano ignorando el comentario. Entraron a la fábrica que parecía un ataúd colectivo, con compartimientos, como nichos, donde las trabajadoras repetían idiotizadas los mismos movimientos que exigía la producción en serie de moldes incomprensibles. Por abajo del ruido, las trabajadoras eran larvas contratadas para carcomer el cadáver del país, ante la mirada lejana, grave y orgullosa de los extranjeros, los autores intelectuales del asesinato de la puta patria que no los parió. Corazoncito Tierno titubeó y pensó si esos pensamientos no serían otra vez las justificaciones irracionales que, un cadáver ambulante como él, se daba para hacer sentido ante tanta desolación. Todo y todos apretados. El área de trabajo para cada obrero era diminuta, la mínima para que operara la máquina y nada más. Ocho, diez, doce horas o más, pero sin moverse de su puesto. Todos los capataces eran hombres. Todas las maquinas operadas por mujeres. Quizás por eso lucían tan pálidos, quizás por eso estaban tan eclipsados. En la oficina, los coreanos lo miraron sin expresión, como quien mira un objeto chocante, y se gritaron a saber qué cosas en su idioma. Corazoncito Tierno se sentía humillado y de nuevo se hacia presente la amenaza del llanto en sus ojos sensibles. Al fin se callaron un poco y una coreana lo llamó y le 66
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señaló la silla a la par de su escritorio. Era una mujer rígida que lo miraba con desconfianza. —Vigilio, su plimo, muy buen trabalol… ¿Ulté también? Ramón carraspeó y se tragó la flema que tenía atorada en el gaznate y le contestó torpemente que sí. —Tlabajo no sel fácil ¿Lo quiele?, insistió la china. —Así es, seño, confirmó con timidez. —Bueno, Lamón, ¡A TLABAJALLL!, y se paró súbitamente señalando el área de la planta para que Ramón iniciara su trabajo. Ramón oyó las carcajadas mudas del grupo de coreanos mientras se tropezaba por apresurarse a conocer el lugar donde tendría que pasar sus días haciendo limpieza para desquitar el sueldo. Observó con alivio las muchas calcomanías y afiches con el rostro de Cristo y de la iglesia coreana que tapizaban las paredes de la fábrica y dedujo que, menos mal, los chinos eran cristianos. Quizás era su manera de darle la bienvenida, pensó mientras buscaba a su primo para que le enseñara la maquila y lo instruyera sobre sus tareas. El tiempo, aplanador de voluntades, todo lo remedia, a veces a fuerza de costumbre, otras con el poder del olvido. Ramón tuvo que acostumbrarse a la idea de que su tiempo no le pertenecía por ocho horas o más horas al día y olvidarse de todos sus buenos propósitos ociosos a cambio de mil quetzalotes al mes. A los pocos días, por las noches, en sus sueños más profundos, empezó a aparecer una mano de mono queriéndolo estrangularlo y que le hablaba en coreano y constantemente le gritaba “¡A TLABAJALL!”, y se despertaba agitado, llorando como María Magdalena.
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Sobre su pecho colgaba el pesado presentimiento de que algo no andaba bien, especialmente dentro de su mente. Siguió tomando más y más y cuando recibió su salario de la primera quincena, éste se esfumó en pagar las deudas de cantina y en contratar una prostituta para no olvidar qué era eso del afecto y eso de ser hombre de verdad. Apenas dos días después su sueldo no era más que un lejano recuerdo de pasión y erotismo comprado que más valía la pena olvidar a toda prisa. “Si la escoba fuera poeta declamaría las tristezas de quien la empuja”, se decía Corazoncito Tierno para reconfortarse mientras empujaba la escoba entre los estrechos corredores que separaban los pequeños cubículos. “Cantaría como los esclavos negros canciones dolorosas sobre la injusticia que sufre tanta gente explotada por el látigo de la codicia y la ignorancia”, pensaba filosóficamente, “impulsada por los poderosos del país”, cavilaba mientras hacía volcancitos de tierra y se concentraba en la creación de este mundo, “por extranjeros que no valen un centavo en sus tierras natales y los nacionales que venden al país como si fuera una vil ramera barata”, suspiraba con el corazón hecho pedazos. “Gemidos conmovedores causados por el calvario de no tener más opciones que la pobreza con o sin dignidad”, reflexionaba mientras empuja el volcancito de tierra y chencas sobre su pala profesional de plástico anaranjado, “desconsuelo causado por estos misioneros con Biblia y chicote en mano ¿Acaso no es eso tomar el nombre de Dios en vano?”, se preguntaba mientras trapeaba los complicados corredores entre las obreras que manipulaban máquinas diabólicas. Las obreras se quejaban de que Corazoncito Tierno apestaba a guaro todo el tiempo. Le sugirieron a uno de los capataces que no le permitiera ir al baño con tanta frecuencia ya que cada vez regresaba más borracho y su desempeño como conserje 68
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era cada vez más calamitoso. Barría como si bailara un ballet disparatado, retozaba con el trapeador como si jugaran a la tenta, platicaba con la pala como si fuera su mejor y única amiga. —¡Mentira!, se defendía, eso es pura envidia, puros celos, ya que ellas están encerradas en su jaula sin barrotes mientras yo camino libre, obedeciendo al ritmo de mi melodía interna. Son la escoba y el trapeador los que tienen ritmos anormales, ellos son los rebeldes, ¡mentirosas!, ¡envidiosas!, ¡embusteras!, les decía con ganas de llorar amargamente. Para Corazoncito Tierno todo se había convertido en embuste y patraña: su tiempo libre y su tiempo en la maquila; su sueldo que no lo sacaría nunca de la pobreza; el esmero de los otros obreros y, sobre todo, la confesión de sus patrones de creer en un Dios de amor y justicia. ——Mentira! Recalcaba señalándolas. Las semanas pasaron corriendo como yeguas salvajes. Un lunes temprano, el baño de las oficinas administrativas amaneció tapado y rebalsando mierda. Los brazos de Vaso con Leche y Corazoncito Tierno aplicaban con fuerza y convicción la ventosa, con sus mentes vacías y sus narices achicando el olor nauseabundo. Fue ese vil olor a humanidad ultrajando sus ventanas nasales lo que los llevó a la desesperanza total. Ramón se retiró un poco y, reflexivo como era, le propuso a su primo que había que pelear mentira con mentira. —Que esos chinos pisados contraten a Coquecha para que venga a destapara los inodoros. Virgilio tuvo que admitir que la idea no era mala y juntos, fueron a explicarle a los coreanos que se necesitaba un plomero profesional, pero que los que se anuncian en la páginas amarillas les cobraría un ojo de la cara y que él, Vaso con Leche, velando 69
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siempre por los intereses de la empresa, podía llamar a un su cuate que por unos cuantos centavos solucionaría el problema. —Tiene su trampita por el Platanar. Si ustedes lo autorizan, a la hora del almuerzo mi primo y yo lo traeremos para que destape los tronos de sus majestades que apestan a ajo. —¡Vayan aholita! —ordenó uno de los dueños, ¡sel una emelgencia! A las 7:30 llegaron al taller de Coquencha, que era plomero y alcohólico con mucha experiencia en ambas cosas. A las 8:30 ya estaban destapados los pestilentes inodoros, luego de las exactas manipulaciones del plomero aplicadas con un esmero que reflejaba su pasión por la vida. Coquecha les confesó en confianza que ese era el chance era de cien pesitos pero que iba a hacer el mate hasta las doce y que cobraría quinientos. —Entonces los invito a un traguito y les doy unos centavos a cada uno, prometió a los primos. Horrendo error. Vaso con Leche sucumbió a la insidia en la cantina Los Tres Tipos Felices, frente a la mesa con guaro y los cien quetzales de comisión. —Yo invito a la primera ronda, anunció Coquecha. —Y yo a la segunda, respondió Virgilio. Ramón y Coquecha fueron testigos asombrados de la destructiva sed que se apoderó de Virgilio. Sed de irresponsabilidad, sed de sinrazón, sed de indecencia. Se miraron uno al otro, alarmados de ver a Virgilio convertido, en un abrir y cerrar de ojos, en una máquina de beber “Venados”. —¡Yo ya no regreso a ese chance de mierda! —anunció con decisión —¡Coreanos malditos!… ¡Explotadores! Y seguía 70
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tomando como loco —Ojalá que su fábrica se le convierta en un infierno en donde los obliguen a pagar las prestaciones y hasta el último centavo de impuestos… Que a sus hijos se les olvide de dónde vinieron y que se conviertan en buenas gentes. —Regresemos, Virgilio, sugirió tímidamente Ramón. —¡Olvídalo! Me tiré un pedo y ahora me cago, y se sirvió otro trago. Corazoncito llegó a la maquila completamente consternado porque su primo había agarrado furia. No sabía qué excusa darle a los patrones. Luego se acordó que hacía unas cuantas horas había dicho un aforismo que resultaba adecuado para las circunstancias: combatir mentira con mentira. Su corazón por naturaleza tendía al sentimentalismo y se le ocurrió una mentira que él mismo se creyó y, llorando sin control alguno, trasmitió a los coreanos. —Mi tía, la mamá de Virgilio, acaba de morir de un infarto, y se estremecía en sollozos mezclados con hipo. Los coreanos se inquietaron y sus duros corazones se ablandaron un poco. La noticia corrió por toda la maquila y las obreras hicieron una colecta. —Dígale a Virgilio que leglese hasta el otro lunes— ordenó el dueño —Ulté el miércoles. Ramón se dirigió al pueblo secándose las lágrimas y sonándose los mocos, sorprendido de lo fácil que había salido todo y con más de mil quetzales en la bolsa, decidido a encontrar a su primo. Mientras Virgilio se emborrachaba y se ahogaba en su miseria llegó un indio a la cantina El Ganadero. Cargaba un mecapal lleno de botellas de guapinol, blanco como leche. Al ver a 71
Virgilio tan ensimismado, se acercó y platicaron. A los pocos tragos el indio estaba balbuceando sabría Dios qué cosa, con los ojos perdidos y el pensamiento borroso. Luego se durmió profundamente y soñó con vírgenes poseídas por espíritus malignos y putas virginales. Virgilio se tiró el mecapal a la frente y de pronto estaba en medio del ruido aturdidor del mercado de San José Pinula vendiendo guapinol a tres quetzales la botella. Unos minutos después estaba trenzado con el indio que le reclamaba la mercancía robada. Luego en una celda de la estación de la policía, pegando alaridos por su libertad perdida. Ramón tuvo que darle a los policías el dinero recolectado para la muerte ficticia de su tía Tita para que dejaran salir a su primo. Camino a casa intentaban explicarle Virgilio lo que había sucedido. —¡MENTIRA!, gritaba Virgilio en medio del llanto —mi madre no está muerta, e intentaba estrangular a su primo. Tirado y jadeando por el pleito, Ramón miraba al cielo suave y limpio, como ojos después de un buen berrinche. Entonces decidió que casi todo en su vida no era más que una grosera mentira.
Donde van dos caben tres —Eso sí no usté, no puedo pedirle a nadie que le dé jalón, le explicaba a Polo el guardián de la garita de Puerta Parada. —Hágame la campaña jefe, que me lleven hasta donde puedan, suplicaba Polito acongojado. —Por qué no se va a San José Pinula ahora y se queda en una pensión, le aconsejaba el guardián amablemente. —Ya es muy tarde y peligroso. —Es que no tengo ni un centavo, jefe, y se rascaba la cabeza entre el pelo enredado. —Entonces no le queda más que seguir caminando, concluyó el guardián, conmovido por la angustia y aflicción que reflejaba el rostro de Polo. —Me dijo que la esperara en La Terminal para llevarla al hospital. Talvez hoy o mañana nazca mi primer hijo, explicaba Polo naufragando en un océano de desesperanza. —Ande, llame, le presto para el teléfono, y le dio un par de quetzales. —¿Y a qué teléfono la voy a llamar si en la aldea ni a luz eléctrica llegamos?, preguntó Polo, extraviado en el desierto de su desconsuelo. —Ya no sé que decirle, y le dio una bolsa con panes para el camino que Polo recibió sin entender el significado del gesto ni de la bolsa. Al guardián le dio la impresión de que aquel hombre desesperado recordaba y olvidaba simultáneamente algo sumamente importante. Algo de vida o muerte. Caminó y caminó. Se inyectó en la vena oscura de la carretera a El Salvador y no paró de caminar. Se preguntaba y le preguntaba 73
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a Dios por qué no habría llegado su esposa adonde le dijo que la esperara. La angustia le movía las piernas. Los automóviles y los camiones pasaban zumbando con bocinas de alarma, muy cerca, casi arrollando a aquel hombre en pena que caminaba en la carretera a esas horas de la noche. Luego, momentos de silencio de ultratumba bajo nubes espesas como lápidas sin epitafio se apoderaron de la noche. Sobre todo cuando cubrían a la luna y no lograba verse las manos a diez centímetros de su rostro y el apagado sonido de sus pasos se estampaba en el silencio y la soledad de la carretera. En esos momentos caminaba cortando la cohesión ciega de las tinieblas indiferentes. Luego, aparecía la luna y distinguía las siluetas de los árboles y la vida secreta y hechicera que los animaba. El viento susurraba embrujamientos. Risitas, risotadas, carcajadas grotescas. Una cruz en un montículo de piedras blanqueadas con cal le hizo saber que la vida de tres miembros de una familia había terminado allí. “Buenas noches, señor, por qué no se queda a cenar con nosotros”. Risas. Se dio cuenta que empezaba a bajar la pendiente de El Chilero, tristemente famosa por los constantes accidentes automovilísticos y los cientos de muertos acumulados a lo largo de los años. Polo, con la columna vertebral congelada, caminaba con la vista fija al frente, sin voltear a los lados. Silbidos, aplausos, susurros. Abucheos a su izquierda, rechiflas a la derecha, chifletas en el aire, por todos lados. A su lado, una voz podrida se lamentaba “¿Por qué me tuve que morir? ¡Para que mi mujer se fuera con el maldito mentiroso de Moisés!”. Otra voz, encima, desbarataba por la desilusión “Me acababan de subir el sueldo y ya había comprado el terrenito para la casa de mis patojos”. Otra más, de mujer, inlocalizable, rechinaba sus 74
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reclamos a Polo como si él hubiera tenido la culpa, “Preferiste a tu madre que a mí, verdad, cerote”. Impulsado por el pánico se echó a correr, despavorido. De la nada, tras él surgió una jauría de perros furibundos y asesinos. Oía sus pisadas atropelladas sobre el pavimentos, percibía en las narices sus alientos pestíferos y presentía en el culo sus fauces carniceras mordisquear sus pantalones. Enloquecido, buscando refugio en la oscuridad, se lanzó a una cuneta. Allí, agazapado, trataba de acallar las explosiones de su corazón que podrían delatar su guarida imprevista. De pronto, a pocos metros de él, los perros se detuvieron de improviso, chillando de dolor, como si alguien les hubiera dado una fuerte patada, y se alejaron aullando de humillación. El firmamento suspiraba con serenidad. Las nubes viajaban lentamente en el cielo negro de la noche hermosa e incomprensible. El monte lo llamaba con su misterio fatal y Polo sucumbió a las muestras de afecto de las hierbas de campo. Una sombra imponente y espantosa se colocó a horcajadas sobre él. “Estoy a punto de parir y vos aquí, loqueando en el monte”, dijo la sombra destilando un odio escalofriante que lo atravesó completamente. Luego, las manos congeladas de la sombra lo tomaron del pelo y lo levantaron de un jalón. Polo corrió hasta que sintió que su corazón iba a hacer una explosión mortal. Corrió hasta que atravesó la aurora deslumbrante y aterrizó en la madrugada en las calles de Barberena. Tamboreó ansioso la puerta de la casa de la suegra, con los ojos desorbitados viendo hacia atrás si alguna sombra lo perseguía. La suegra no se sorprendió de que estuviera de regreso. Con ternura enferma lo entró y lo miró fijamente a los ojos. “Ella ya se fue… desde hace mucho tiempo, ¿no se acuerda, Polito? Polo, con la 75
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confusión asentada en su rostro, sacudía la cabeza en señal de no entender. La mujer le dio de comer y beber y dejó que durmiera en el corredor, como un animal. Polo roncaba mientras la mujer barría meditabunda. Se preguntaba cómo hacer para que ese hombre entendiera que su hija estaba muerta desde hacía muchos años y que el niño nunca llegó a nacer no era hijo de él. Cuando despertó, le dio dinero para el pasaje de regreso y lo encaminó hasta la parada de camionetas. Polo subió a la Esperancita y se sentó en la sexta fila, absorto por la culpabilidad de no haber encontrado a su esposa donde habían convenido. *** —Esa cosa que fluye frente a mi casa… esa cosa que corre como aguas negras no es un río… Es el asfalto de la carretera que lleva a Guatemala, aclaró la abuela Adela a Adela, temblando de cólera. —Y no me importa que no tengás ganas de salir, continuó con enérgica determinación, ——así que dejate de babosadas. Hoy vamos a ir a la librería El Consuelo de Dios a comprar estampitas de la Virgencita que tanto venero para ver si nos hace el milagro y así dejás de ser tan rara… tan… ¡tan caliente! Sus ademanes eran de asco e incomprensión. —Y eso que vos decís que es un resbaladero de mierda es lo que nos llevará adonde quiero llegar, dijo en un tono claro, preciso e irracional, refiriéndose al pavimento. Los ojos de la Adela se inundaron de lágrimas y el enojo hizo que la sangre le iluminara el rostro. Cruzó los brazos en señal de total frustración ante la invisible terquedad de su abuela. Quería ocultar sus verdaderos sentimientos tras una máscara de indiferencia, pero las lágrimas insistían en correr por sus mejillas. Con un movimiento torpe y violento descruzó los 76
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brazos y accidentalmente se abofeteó, desarreglándose el peinado y asustando a su abuela. Los torcidos pensamientos de la abuela, siempre agrios, siempre ácidos, siempre hirientes, le habían deformado horriblemente los huesos de las manos y los pies en lo que los médicos reconocieron una artritis aguda. Adela desconfiada del diagnóstico y estaba convencida de que debía ser otra cosa con otro nombre. Presentía que la verdadera causa del malestar de su abuela era la inflexibilidad de su amargo corazón. También sabía que esa enfermedad ya había contagiado a otras personas, incluyéndola a ella. Vivían en Barberna, un pueblo en el que veinticuatro horas al día, siete días de la semana, trescientos sesenta y cinco días al año, diez años a la década y diez décadas al siglo se libraba a la batalla campal entre el bien y el mal, entre la lujuria y la virtud, entre la hechicería y el cristianismo: 119 bares con mujeres, un mini cártel de narcos, dos iglesias católicas y nueve evangélicas. En esta comunidad la gente debía decidir desde la más temprana edad de qué lado quería vivir: del provecho o el prejuicio, de la abstinencia o el vicio, del placer o la hipocresía, del pecado o del fanatismo religioso. Por un lado, las voluptuosas putas trastornadas y la perdición fácil, momentáneamente anestesiante. Por el otro, la raquítica educación y el enceguecedor fanatismo sin esperanza. Pero, al fin y al cabo ¿no es esa la realidad de nuestro país que oscila entre el oscurantismo mas feroz y los excesos más violentos y destructores, prefiriendo muchas veces retroceder al pensamiento más tenebroso enmascarándolo de luz y esperanza? Adela había optado por la bondad. Era realmente un alma piadosa, un alma de Dios. Solo que, en el encierro total en que 77
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la mantenía su abuela, estaba desesperadamente enamorada de nadie. El miedo a la opinión pública y su particular problemática emocional le habían impedido tener el valor de aceptar un novio. Y los años habían pasado ahogándole los impulsos vitales más elementales. Ahora le daba horror la perspectiva de vivir atemorizada para siempre, esclava de ese temor que era lo único que conocía en medio del desenfrenado pasar de los días que estrechaban aún más lo que apenas se atrevía a llamar su vida. Lo que hacía más grande su desdicha era que su enamoramiento no tenía objeto alguno. Estaba enamorada de nadie. Añoraba con felicidad y violencia a nadie. Su corazón desgarrado lloraba con amargura por nadie. Su sangre pedía a gritos ser mezclada y reproducida con nadie. Esta melancolía llenaba el vacío de sus vida. Esta lujuria honesta e idealista saturaba su cuerpo. Estos intensos deseos obstruidos eran lo que tenía tan confundida a la abuela de Adela, para quien estas cándidas sensaciones e ingenuos pensamientos la ponían en peligro de pasarse al lado perverso del pueblo de su mente. Su abuela la odiaba porque no se podía dominar tan virtuosamente como ella nunca cedió a sus deseos carnales más que con el difunto abuelo. En la cabeza de Adela los pensamientos se desembobinaban sin control, viajando sin rumbo por toda su mente y cosquillándole todo su cuerpo impoluto. Su corazón se sentía manchado por el calor que derretía sus senos y humedecía su sexo intacto. Estaba tentada a irse con cualquiera que se lo pidiera sin importarle adónde la llevaran. Nada de malo tenían estos deseos. Lo único es que llevaban a Adela a desear que el sol desapareciera y que el cielo se congelara. Entre más pensaba en el calor de su cuerpo, más quería morirse. 78
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Húmeda e hinchada, no le quedaba más remedio que acariciarse ella misma hasta que se le retorcieran los ojos y los dedos de los pies. Si no se tocaba, enloquecía. Si se tocaba, enloquecía. Estaba en una situación difícil. Quería que la vida la penetrara profundamente hasta que gritara de placer y se revolcara de gozo hasta parir. Se tiró a la cama y se entregó a esa sensación que le quemaba todo el cuerpo, pero su abuela la agarró del pelo y la abofeteó con convicción con su mano torcida para despertarla de ese ensueño maléfico. —Mejor peinate, querés, que ya nos vamos, decía la abuela con los ojos que ya se le salían. Adela sentía que se ahogaba de vergüenza. Se arregló torpemente el pelo y todavía jadeando alcanzó a su abuela en la puerta. Las camionetas pasaban rugiendo a diez metros de la puerta de la casa. Pararon una Esperancita y encontraron asiento en la sexta fila, más o menos a la mitad del autobús. A Adela el cuerpo le seguía ardiendo. Con el radio a todo volumen, la camioneta parecía una de las tantas cantinas de pueblo, sólo que sobre ruedas. La mayoría de los pasajeros también era de Barberena. La mayoría eran clientes regulares de algún bar de pueblo, así que se sentían medio cómodos y medio avergonzados en esa especie de autobar a toda velocidad. Todos nerviosos, parecían compartir el mismo vértigo de lujuria. Todos los machos clavaron como dagas sus miradas en el cuerpo de Adela, mientras ella se derretía en su asiento. La poderosa camioneta estaba adornada con decenas de calcomanías de mujeres culonas y animales que se parecían a los pasajeros. El piloto le dio aún más volumen al radio para escuchar a DJ Pato y su reciente mix “Te voy a disfrutar”, que solo dice esa frase una y otra vez acompañado por los gemidos placenteros de una mujer en éxtasis. Esta canción excitó a Adela más allá de lo comprensible. 79
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*** Recostado contra una pared que tenía un desvanecido rótulo que anunciaba cura inmediata para enfermedades venéras y problemas del colon, Epifanio manoseaba su pistola. Veía el cielo brumoso, congestionado de nubes negras como el humo que expulsan las camionetas, flotando en el cielo indiferente. Simplemente no entendía el clima de estas últimas semanas y eso lo aturdía. ¿”Por qué hace tiempo de invierno en pleno verano, Señor? ¿Es que acaso el fin está cerca y yo aún no puedo verlo?” clamaba con el corazón tembloroso. Guardó el arma en su bolsa de cuerína y se dirigió al parque de Barberena a montar una camioneta para trabajar y ganarse piadosamente el pan de cada día. Desde que en la cárcel de Pavón tuvo la oportunidad de presenciar, a pocos metros de sus ojos, la masacre dirigida por los Cholos contra los Paisas, o viceversa, no había dejado de temblar. Ver cómo alguien es asesinado a piochazos y luego decapitado le había mostrado que necesitaba a Jesús en su vida. Con humildad, tuvo que aceptar que no era tan malo como creía cuando andaba engazado con crack dando testimonio en carne propia del milagro de la anarquía. Las muchas fechorías cometidas en su corta existencia le parecieron malcriadezas de niño en pañales comparadas con las maldades de muchos de sus compañeros de prisión, con los cuales convivió ochos meses por la travesura de haberse metido a robar en la academia de computación en Fraijanes. Su carisma infantil, proveniente de cierto descaro ingenuo, le había adoptado como mascota y no lo forzaron a definirse como Cholo o como Paisa, como macho o como hembra. Los compañeros pensaban que le hacían un favor darle turno cuando violaban a un recién llegado y compartían con él guaro 80
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y todo tipo de drogas. “De veras es un privilegiado”, pensaban sus compañeros de sección. La verdad es que desde que llegó se sintió horrorizado, pero la pasión por sobrevivir, sobre todo en un lugar tan extremo, lo dispuso a cooperar con los convictos. Cuando uno se encuentra en Roma hay que actuar como romano. La verdad es que en prisión uno debe hacer algo, cualquier cosa que sea necesaria para no perder la cordura. El día de la masacre su vida dejó de presentársele como problema con minúscula y se convirtió en Problema con P mayúscula. También su Vida adquirió una V mayúscula. Entre el aroma pestífero de los cadáveres quemados de los reos, su fe en sí mismo se vino abajo y le pidió a Dios que lo socorriera. Le pidió a su Creador y su Creador lo asistió. Los últimos días fueron como estar en el mismísimo infierno con plena conciencia de estar en el infierno. Quería obedecer a su espíritu reformado por medio de la gracia, pero por temor y debilidad continuaba participando en las cuestiones de la carne, constreñido por sus compañeritos de celda. Esto lo hacía sufrir lo inimaginable pero temía que si no consistía y participaba, sus compas se lo comerían vivo. Hasta ese momento había experimentado su vida como un afán de ganar sin ganas, sin afán, pero ahora temía perder lo poquísimo que tenía en un fracaso absoluto que comprometía no solo a su cuerpo pecador sino también a su espíritu. “Ten piedad de mí, Señor, ya no sé qué hacer, ilumíname, te lo suplico, ya no quiero hacer el mal, ya no quiero vivir así… ya no quiero vivir, punto, Señor”. De verdad la desesperanza se había apoderado en Epifanio. “No debo cuestionar tus planes divinos, Señor, pero me siento atrapado… ¿Por qué hay tanta 81
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maldad… por qué tengo que participar en ella?”, su dolorosa inquisición lo acompañaba, cabizbajo, hacia el parque. “Dejate de mierdas, maldito , si Dios no hubiera creado la maldad, no existiría… Fue hecha por Él, cuidadosamente diseñada para la que la disfrutés… sos un pobre diablo perdido en este mundo egoísta y enfermo… Lo único que tenés en este chiquero es tu percepción de la maldad y de las oportunidades que te ofrece. Así que deja ya de lloriquear y suplicar hipócritamente y actúa como hombre de tu mundo cochino”, le aconsejaba su lado humano mientras abordaba la camioneta y se sentaba atrás de la abuela de Adela, Adela y Polito. *** Timoteo estaba harto de ser payaso sin sueldo, atenido solo a su gracia triste y a la tacaña caridad de la gente. Mientras se maquillaba sentado en la rústica litera de la casa hogar “La Última Esperanza” se daba cuenta que desde hacía mucho tiempo no reía. Claro está, fingía reír y estar alegre todo el día, pero la verdad es que a estas alturas de su vida por sus venas únicamente corría vinagre. “Esta rutina de mierda dejó de ser mi vocación”, pensaba mientras hacía pucheros y se ponía su chaleco verde y amarillo, lustroso de tanta suciedad. “Nunca me he sentido más aburrido que hoy”, pensaba mientras amarraba sus gigantescos zapatos torcidos, blancos y azules, como los colores de la bandera nacional. “Hoy no importa el traje, experimentaré con aquello que siempre he querido y nunca he tenido el valor de hacer”, se dijo así mismo, colocándose la peluca morada en medio de un suspiro profundo. Los compañeros de la casa hogar trataban con todas sus energías de mantenerse de buen humor, de ser positivos ante la adversidad, tratando de meterse en sus cabezas de asnos que estaban viviendo un nuevo amanecer y que lo pasado ya 82
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no era nada. En ese ambiente, las vibraciones depresivas de Timoteo se sentían con mucha intensidad y terminaban contagiando a todos. Nada más deprimente que un payaso amargado. El sentimiento compartido por todos, que el mundo se venían abajo, encontraba en ese payaso triste y lacrimógeno la más irrefutable confirmación. En el ir y venir en el cuarto a media luz, “Tomatío” sintió un horrendo jalón en el corazón. Sintió que se le desgarraba. Se sentó de nuevo en su litera y tuvo que admitir que más que aburrimiento, sentía una tristeza colosal, incomparable en intensidad a cualquier otro sentimiento que hubiera experimentado jamás. Se recostó contra la pared y lloró con todas sus fuerzas. El maquillaje, que tanto tiempo le había llevado aplicarse, se corrió y sus ojos de alcohólico recién recuperado se pusieron rojos y vidriosos. Su barbilla se encogía y le temblaba haciendo de su boca pintada de rojo algo siniestro y macabro. Una enorme liga de mocos se escapaba de sus ventanas nasales, por debajo de su nariz de tomate. Sus compañeros de dolor sentían que el mundo había llegado a su fin al ver a un payaso llorar tan desconsoladamente. —¡Payaso más hueco!, cuchicheó Pantalón sin Gente con amarga convicción. —¡Hacele huevos, cerote, puta hombre! —Andá chambear y dejáte de ser tan dramático porque no te va, caballo maldito, dijo otro paradójicamente conmovido. —¡Sho, hijo de la gran puta!, le contestó Timoteo entre los dientes. Suspiró y luego se persignó. Salió a ganarse el pan diario. Ya en la calle logró recuperar un poco la compostura. Suspiró profundamente en señal de haber superado un contratiempo y decidió que ese día trabajaría fuera del pueblo. 83
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Metió su pistola en la mochila, se arregló la corbata de mariposa de puntitos negros y rojos y fue a tomar la camioneta que lo llevaría a Barberena. En todo el trayecto a Barberena no tuvo el valor de poner a prueba su nuevo proyecto. Abordó diez camionetas diferentes y simplemente no pudo hacerlo. Con cada aplazamiento su corazón le dolía más y se sentía paralizado por la cobardía. Tenía que decidirse. “Lo haré en la primera camioneta de regreso”, se prometió. Expectante y nervioso, abordó la Esperancita. En la camioneta iba un joven dirigiéndose a los pasajeros que, nerviosos, miraban hacia fuera tratando de ignorar al torpe predicador. “Tomatío” decidió esperar su turno y observar a ese extraño profeta. La cicatriz de una mordida le marcaba la mejilla derecha y sus ojos febriles y endemoniados traían a los pasajeros al borde del pánico. Apenas unas horas antes el predicador se había debatido entre el bien y el mal y todavía sentía que sus deseos se despedazaban como nunca antes frente al dilema de qué hacer. “¡Señor, ten piedad de mí!”, suplicaban aferrándose a la pistola dentro de su morral con tanta fuerza que los nudillos se le pusieron blancos y el sudor le perló la frente. “Si asalto, apiádate de mí… ¡No me dejes, Señor!”, pensó mientras se dirigía al frente del autobús. La camioneta volaba como una enorme cacatúa de metal a ras del asfalto. El dudoso predicador se movía entre los pasajeros como bestia enjaulada hasta que empezó su prédica con voz estruendosa. —Sí, hermanos y hermanas… disculpen la abrupta interrupción, pero ya no puedo contenerme más… Lo que les vengo a ofrecer es más fuerte que todas las vitaminas juntas que hayan tomado en su vida. Lo que les voy a ofrecer es una 84
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medicina que les curará las mazamorras, los hongos, las hemorroides y el mal olor de sus almas… Yo antes era un ladrón y un asaltante, pero ahora estoy empezando una nueva vida. Antes los hubiera asaltado sin pensarlo dos veces. Ahora lo estoy pensando muchísimo… Ahora los voy asaltar, sólo que con la palabra de Dios, vociferaba con la voz temblorosa sin poder reconocerse ni creer lo que estaba haciendo. Los pasajeros, temerosos, evitaban frontalmente al predicador. Éste metió la mano en la bolsa y palpó la pistola. Todos suspiraban alarmados y algunos se pusieron a rezar entre los dientes. El predicador sintió una emoción intensa en las profundidades de su ser, soltó la pistola y sacó la Biblia. Ahora el suspiro generalizado fue de alivio. La abrió al azar y leyó plenamente conciente. —¿Para qué habréis de ser castigados aún? Todavía os rebeláis. Toda cabeza está enferma y todo corazón doliente”. Estas palabras estremecieron a los pasajeros que viajaban en la Esperancita. —Sí, hermanos… empezando con el presidente hasta el último de nosotros todos estamos enfermos, trastornados, con la cabeza revuelta… Nuestros corazones y nuestros espíritus añoran encontrar la manera de liberar de tanto dolor a nuestras almas. Las miradas que al principio eran de hierro y de pavor empezaron a mostrar algo de interés y bondad. Epifanio tenía parados los pelos de la nuca. Sentía que el Espíritu Santo hacía lecho en su boca. Adela se sentía estallar de la emoción y su abuela del temor que le despertaba el asaltante espiritual. Polo seguía preguntándose qué se podría haber hecho su esposa. Epifanio continuó sintiendo que en su interior se hacía un milagro, una bienaventuranza en su destino y siguió encendido 85
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en su prédica. —Desde la planta del pie hasta la cabeza no hay en el espíritu cosa ilesa sino herida, hinchazón y podrida llaga: no están curadas, ni vendadas ni suavizadas con aceite, ahora tenía la atención incondicional de todos los pasajeros. “Ahora, ahora, sacá el cuete, sacá esa mierda y quitales su plata a estos desgraciados”, le urgía su lado humano, “¡hacelo, hijo de la gran puta!”, lo alentaba el demonio de su mente. “Tomatío” calificaba la actuación de Epifanio como muy convincente y sólo esperaba que no se le fuera a ir la mano a ese cristiano criminaloide y se fuera predicando todo el camino. “Si es poco, entonces me va a dejar caliente a la audiencia y estarán dispuestos a escuchar cualquier cosa y dejar de pensar en toda esta charlatanería de culpabilidad”, pensaba con optimismo y tratando de darse ánimos. A Adela y a su abuela la sangre les hervía. Polo seguía hablándose a sí mismo entre los labios, sin registrar lo que el predicador gritaba. El piloto le bajó volumen al infernal radio para escuchar mejor. Epifanio continuó: —Nuestra tierra está destruida… Nuestras ciudades puestas a fuego… Nuestros campos, asolados por extraños y vuestra comida devorada por extranjeros——, miró a todos sus escuchas y todo era silencio, solo escuchaba el salvaje palpitar de su corazón y el rugido del motor de la camioneta. Solo sentía el sudor deslizándose sobre la frente, haciendo eco y marco de su voz, que no reconocía. —Ya no pequemos, hermanos… Ya no… Aunque nuestros pecados sean tan rojos como la sangre, Dios los hará tan blancos como la lana—, y su rostro estaba desechando todo el odio y la amargura. “No puedo hacerlo Señor… ¡Gracias, Señor! ¡Gracias te doy… por haberme hecho tan cobarde!”, pensó y luego, brillando como si fuera de oro, agradeció a la gente su atención. Epifanio experimentaba una epifanía al ser liberado de la 86
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tentación de asaltar a esas buenas gentes y sonreía como un idiota. —Es un verdadero hombre de Dios, dijo una voz al fondo y todos parecieron estar de acuerdo y se rascaron la cabeza por el irrumpido mensaje de fe que tanto les hacía falta. “Tomatío” pensó que no podían darse circunstancias más propicias para sus propósitos experimentales. —Le agradecemos al hermano Isaías 1:2 por esas reconfortantes palabras de aliento. Yo comprendo muy bien lo que es estar adoloradísimo y hasta pienso que el hermano Isaías 3:4 se puso mis zapatos para inspirarse tanto—, empezó Timoteo con voz de maestro de ceremonias, entusiasmado, ameno y vivaracho. Y continuó con fingida voz nasal: —Yo soy “Tomatío”, el payasito asustado, pero ahora, inspirado por el hermano Isaías 5:6 me cambio de nombre y me pongo “Atrevidísimo”. Los pasajeros, ya predispuestos a escuchar, sólo esperaban agradecidos que dijera algo gracioso y que les levantara el espíritu. —Pues francamente, hermanos, ya me cansé de ser el payasito sin gracia, el desgraciado—, risitas tímidas se desprendieron de algunas bocas nerviosas. —La verdad, gente, es que hoy el nuevo Atrevidísimo debuta como el poeta del pueblo—, sonrió achinado sus ojos vidriosos —Sí madres, sí padres, sí hermanos y hermanas, hijos e hijas, suegros y suegras. ¡Hoy ustedes presenciarán un acto que hará historia!—. La gente, intrigada, se codeaba, llena de expectativa. —Les voy a declamar un poema que le robé a un poeta borracho y más negro que la noche en que se perdió el coche. Cada vez que mi corbata se levante, ustedes dirán “¡a-tre-vi87
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dí-si-mo”, pero con ganas, como si hubieran desayunado, de acuerdo respetable público. ¿Cómo van a decir, mi gente? —¡A-TRE-VI-DÍ-SI-MO!, respondieron no pocos de los pasajeros. —Bien, mi gente linda, aquí les va, qué jodidos—, y viajando a cien kilómetros por hora el payaso declamó el primer poema de su vida. —Yo soy el condón que no usan cuando van con las señoritas… ¡atrevidísimo!… Soy el último aliento antes de que se ahoguen… ¡atrevidísimo! Soy los chóferes que manejan borrachos, sin frenos y sin licencia… ¡atrevidísimo! Soy el seguro en las pistolas que les vuelan los sesos, soy la presión alta, las arterias llenas de grasa, soy el punto del derrame que llevan enfrente de ustedes… qué pisados, llámenme… ¡atrevidísimo! —Yo soy el último esperma que se estrella con el óvulo dispuesto, soy el desgraciado que violó al mono y que empezó la plaga sida… ¡atrevidísimo! Yo soy el sudor que corre por sus espalda cada vez que engañan a sus mujeres o a sus maridos… soy ese puro de marihuana que los pone hasta el copete… soy el lineazo que los hace ver machos apareados y chompipitos en bicicleta… ¡atrevidísimo!, y se levantó la corbata. —¡A-TRE-VI-DÍ-SI-MO!, increíble, el público estaba respondiendo. —Soy el trago que hace que sus pelucas den vueltas, soy ese pedazo de caca al que le echan agua y regresa necio, soy esa cagada que se echan y luego se dan cuenta que no tienen con qué limpiarse sus cutetes. Yo soy el semen seco que queda después de las violaciones, soy el nudo que le hacen al lazo los desesperados. Soy las apuestas que hacen cuando se quedán 88
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sin dinero, soy la rata que se pasea por sus cocina cuando tienen visitas… ¡atrevidísimo! —¡A-TRE-VI-DÍ-SI-MO!, gritó la gente hipnotizada. —Soy el agujero en sus calcetines cuando se prueban zapatos nuevos, soy el rayón en las medias cuando tienen que hablar en público, el zíper abierto cuando montan la camioneta, soy el poste de luz en el que se estrellan los que se duermen—, y otra vez levantó su corbata. —¡A-TRE-VI-DÍ-SI-MO!, explotó el público al unísono. —Soy el inodoro donde sus hermanitas los sorprendió masturbándote, soy la mancha roja en los pantalones blancos de las que se olvidan de la regla, soy la venganza del que se ha sido traicionado, soy el calzón metido en las nalgas de la gente culona, soy la sentencia que cumplen por no acusar a sus hermano… —¡A-TRE-VI-DÍ-SI-MO! —Soy las ladillas que le pegaron a sus parejas, o las que sus parejas les pegaron a ustedes, soy la monstruosa puta que se cogen como demonio, soy al que le dicen hermano cuando solo somos cómplices, soy el hambre, el desprecio, el fracaso y la soledad que todos sentimos. ¡A-TRE-VI-DÍ-SI-MO!, repitió la gente, ahora con menos entusiasmo. “Tomatío” se quedó sin aliento y se agarró del tubo de un asiento. La gente reía nerviosamente. —Gente linda, yo soy el payaso que se ríe de ustedes, soy el ladrón desesperado y sin salida—, dijo para concluir el recital poético al mismo tiempo que sacaba de su mochila una pistola. —¡Este es un asalto, malditos! 89
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—¡A-TRE-VI-DÍ-SI-MO! Algunos pasajeros pensando que seguía la declamación, todavía repitieron el nuevo nombre del payaso. —Bueno, malditos, la plata, la plata, ¡LA PLATA!, exigía el payaso. —¡La plata, si no les vuelo a la mierda la tapa de sus sesos de mierda!—, urgía “Tomatío”, mientras arrebataba relojes, cadenas y billeteras a los pasajeros más cercanos y los metía en su bolsón. El pánico se apoderó de la camioneta. El piloto, en una acción absurda y desesperada, sintonizó una estación cristiana y la puso a todo volumen. El pandemonio que se armó dentro del bus despertó a Epifanio del trance místico en que había caído. Instintivamente, desenfundó su pistola y se inició el tiroteo. Es interesante ver cómo la proximidad del fin ayuda a las personas a agudizar su percepción de la vida. Epifanio tenía conciencia del avanzar de la sangre por sus venas y arterias, empujada locamente por los latidos alterados de su corazón, mientras apuntaba el cañón de su pistola en dirección al payaso. Timoteo se sintió bajo la mirada de un arma mortífera, se desentendió de la colecta del botín y con ojos de ratón aterrado devolvió con su pistola otra mirada mortal. Sonidos secos, sordos, de metal contra metal, de balas exigiendo vidas, abandonaban las pistolas de esos oradores desencontrados en mala hora. La gente se tiró al piso o se escondió tras los asientos de la camioneta, menos la abuela de Adela, Adela y Polito. Epifanio recibió un beso de plomo en la boca y sus ojos se abrieron desmesuradamente expresando su incredulidad sin medida. La sangre borboteaba en sus labios, pero antes de cerrarlos descargó las últimas balas en dirección a “Tomatío”: una le dio al chofer atravesándole el cráneo y lo dobló sobre el volante. 90
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La camioneta zigzagueaba peligrosamente en la carretera, pero eso no impidió a Timoteo seguir disparando en dirección al ya fallecido Epifanio. Otra bala penetró en el ojo izquierdo de Adela, forzándola a derramar profusas lágrimas de sangre. Otra, le rajó la frente a Polo interrumpiendo su preocupación y su cuestionamiento sin respuestas. La camioneta, como un ave de metal, tropezó en su mismo zigzaguear y volcó con estrépito infernal, exactamente en el kilómetro treinta y nueve, frente a las faldas de la lotificación La Colina Encantada. *** El silencio solemne y profundo se apoderó lentamente del paisaje, dando espacio al creciente zumbido de nuestro planeta recorriendo el espacio a la velocidad de siempre, en dirección a la otra orilla del universo. A saber donde. Todos los ex pasajeros de la Esperancita tenían en sus manos una llave dorada. El resplandor y la respiración de la grama húmeda eran tan hermosos que llenaban sus corazones de emoción y sus ojos de lágrimas. Todos desnudos, pero sin sentir vergüenza, cada quien introducía una llave en una cerradura de éter y una puerta se abría. Una suave y amable explosión de luz salía de cada puerta y se apoderaba del portador de la llave. La esposa de Polo lo esperaba radiante de felicidad con una retahíla de niños sonrientes de volver a verlo. Todos corrieron a abrazarlo y besarlo. Se tiraron sobre él y lloraban de la felicidad. Adela fue recibida por un abrazo de amor que al absorbió completamente y la llenó de un sentimiento de bienestar más allá del lenguaje humano. Era como si la vida misma, la vida absoluta, la poseyera tierna, total y apasionadamente, sin excluir sus sentidos exacerbados. 91
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Epifanio tuvo la misma sensación que cuando niño dio sus primeros pasos y la promesa de felicidad de que esos pasos lo conducían a un gran baile de amor donde se celebraría y honraría su presencia. Su corazón rebalsaba de júbilo genuino y se sentía el llamado de Dios en su alma. A Timoteo la luz etérea lo encaminó a una gigantesca carpa de circo en la que fue recibido con estruendosas carcajadas de gozo legítimo. La carpa retumbaba y parecía próxima a explotar de tanta carcajada contagiosa. Sin darse cuenta, su estómago convulsionaba con la placentera sensación de una risa inocente, una risa provocada por el amor. En la sala de emergencias del hospital San Juan de Dios la abuela de Adela se debatía entre la vida y la muerte. Bajo los efectos de la anestesia empezó a sentir que se encontraba en medio una orgía multitudinaria. Sentía miles de lengua resbalándose sobre sus pezones, dentro de su sexo, dentro de su ano. Jadeaba incontrolablemente y los médicos encontraron en su rostro los signos de un ataque de misticismo: parecía una santa en éxtasis; sin embargo, no pudieron evitar las sonrisas discretas o carcajadas descaradas cuando oyeron gritar como desquiciada “¡Metánmela, duro, rápido, hasta la cacha, metánmeeeeela!”.
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Un día en la vida de Óscar —¡Váyase corriendo para atrás, por la gran diabla!, vociferaba el chofer, sin darse cuenta que gritaba, con la grosería impresa en la cara anestesiada por la anomia de la vida de esta ciudad tumultuosa. —¡Shit, shit, mamaíta rica!… váyase corriendo para atrás, porfa, colabore, mi amor, el Brocha se sobaba el miembro en un gesto patán, riéndose como idiota viéndole el trasero a las mujeres que abordaban el bus de San Miguel Petapa hacia la capital. Oscar, sentado en la segunda fila y recostado contra la ventana, miraba a los extraños familiares con lo que se encontraba casi a diario a la misma hora en la misma camioneta. Ese específico chofer, Felipe, era de veras odioso, abusivo e insolente. Con el estéreo de la camioneta a todo volumen a las seis de la mañana, Felipe podría ser el detonante para iniciar un episodio sicótico en cualquiera de los pasajeros, tal como lo describen algunos manuales psiquiátricos. Sin proponérselo, ciertamente bien podría ser la causa para que una mente débil se precipitara estrepitosamente en el océano de la enfermedad rabiosa del delirio. El bajo que estremecía las bocinas apaleaba los sentidos, vapuleaba los espíritus, machucaba la cola de la paciencia de los pasajeros y traía a medio mundo al borde del derrame cerebral: rostros vacuos y almas desérticas intentando llegar a sus empleos para ganarse la vida… o mas seguro, perderla, sólo Dios sabe. —¡Agarrá la onda, compadre! Corréte o si no hacéte a un lado para que pase la mara, no seas ojéte, vaa—, Felipe, al compás del perréo estridente, vociferaba órdenes desde su mezquina 93
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superioridad de conductor de ese colectivo infernal. Sus ojos se achinaban aún más gozando de su rastrera porción de poder sobre los usuarios sumisos y resignados. Ellos dependían de él, y punto. Que soportaban la porción de infierno que les compartía. El espejo retrovisor reflejaba el ruin perfil de Felipe ladrando órdenes feroces para que los pasajeros se estrecharan. —¡LOS SILLONES SON DE TRES, VAA, LES ENCARGO! —Su pelo negro y ondulado relampagueaba en su peinado con cola de pato. Moreno, casi morado, vestía una camisa roja, de los Indians de Cleveland. La playera del brocha gritaba “Rojo a morir!” La tensión pulsaba en las sienes de Óscar y le estimulaba el odio que sentía por todas las cosas desagradables que tenía que soportar, sobre todo por este vago sin licencia y su ayudante chabacanote. Lentamente la camioneta empezó a moverse en el momento en que un joven enclenque se subió a vender periódicos. —¡A ese hijo de la gran puta bajalo de un morongazo!, —le ordenó a Felipe a su asistente con su áspera voz que pasaba sobre todo el volumen de la radio detestable, haciendo con las manos un gesto de rechazo total, de desprecio y repugnancia. —Deme chance, jefe—, imploraba el joven vendedor de prensa. —¡Ya oíste, maje! ¡Abajo! ¡Andate pero mucho a la verrrrga, pedazo de mierrrda! Le gritó el secretario del chofer, empujándolo con brusquedad. Óscar, hacinado en su asiento, miraba con disgusto y antipatía el atropello a la dignidad humana que cometían ante sus ojos esos perros insensatos y rabiosos. En la parada del semáforo, 94
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Felipe puso el freno de mano a la camioneta, se levantó furioso del asiento y bajó al débil vendedor de un grosero puñetazo sobre su rostro huesudo y percudido. El vendedor cayó de espaldas y soltó los diarios sobre la acera. El viento se apoderó de las hojas y rápidamente se las llevó como si nada estuviera pasando con las malas noticias que llevaban impresas en sus espaldas. Óscar, atónito e indignado por la brutalidad y el resentimiento de los transportistas, se paró instintivamente. —¡No seás pura mierda, hijo de la gran puta! Todos somos pobres y necesitamos chambear. Dejá que el chavo venda sus mierdas, alegó Óscar enardecido. El chofer y su discípulo voltearon a ver a Óscar y luego se vieron entre ellos y Felipe notificó a su colaborador que le devolviera el pasaje. —Si vos no fueras pobre no estuvieras manejando esta mierda de camioneta, cara de mi culo—, seguía Óscar alegando—No hay que ser tan pura mierda y cutarra, culero. —Bajate chavo, andá alegá justicia a los tribunales—, dijo Felipe, falsamente conciliador, — y vos —dirigiéndose al ayudante— devolvele la paloma a ese maje y que se baje mucho a la mierda, y sacudía la mano indicando que la orden debía cumplirse al instante. La gente dejó de ignorar el incidente empujada por el ambiente altamente neurótico de ese bus hinchado de animadversión. —Mi verga, yo no me bajo, se empecinó Óscar, presintiendo que algo peligroso estaba a punto de suceder, mientras su sangre empezaba a cegar el poco juicio que tenía. Un ronroneo taciturno de solidaridad y de indignación empezó a vibrar dentro de la camioneta. “Qué ojetes… qué gachos… 95
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qué pura mierda… malditos… hijos de la grandiosa puta”, era el consenso colectivo que hervía lentamente en el interior del autobús. —¡Andá a recoger a ese chavo y lo subís para que venda sus prensas! Abusivo cerote—, demandaba Óscar al chofer. —¡Estás loco, estúpido! Felipe y su segundo sonreían nerviosos, adivinando la turbulencia que se iba a armar muy pronto. Los demás pasajeros miraban ansiosos esperando el desenlace de lo que apenas empezaba. Estudiantes aplicados y haraganotes, señoras y señores, casados, divorciados con vasta experiencia y otros completamente ignorantes, jovencitas vírgenes y otras precoces, algunos niños inocentes y otros que no llevaban sus tareas a sus escuelas, todos con sus reprimidos sentimientos a punto romper el dique y desbocarse en una anarquía encendida por el odio. Felipe miraba a su alrededor tratando de localizar su machete. Mientras tanto, el ayudante intentó agarrar a Óscar del brazo y un fuerte intercambio de puñetazos inauguró una pelea más, motivada por la incoherencia suburbana de las clases pobres de Guatemala. El sonido seco y aturdidor de los manotazos hipnotizaba a los pasajeros. Óscar logró prenderse de la playera del ayudante e imprevistamente le jaló sobre la cabeza, encegueciéndolo, mientras sus puños se estrellaban donde calculaba que estaban las orejas, la nariz y los pómulos. Las porras que la gente hacía para animar a Óscar sacaron a Felipe de su letargo momentáneo y le dio con el machete un planazo en la espalda al pasajero subversivo y luego lo jaló del pelo y lo lanzó fuera de la camioneta.
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La gente quebró su inmovilidad y una señora gorda hasta la obesidad que iba sentada en la primera fila, lanzó un animado grito de guerra al mismo tiempo que estrellaba su bolso en la cabeza de Felipe. Éste contestó agarrándola de los cachetes y estrellándola contra el vidrio de enfrente. Esa fue la gota que rebalsó la copa de la pasión sanguinaria de los pasajeros. Fue el primer espasmo de una mini convulsión social. Un gran oleaje de cuerpos indignados se levantó en la camioneta y se dirigió al frente y un tupido chaparrón de puños, patadas, empujones, escupidas, maldiciones, jalones de pelo, mordidas y arañazos se precipitó sobre los cuerpos sorprendidos de Felipe y el ayudante. La mitad de la gente se bajó en tropel por la puerta trasera para lograr acercarse y aterrizar por lo menos una patada sobre aquellos malparidos. Los pasajeros se turnaban para jugar arranca cebollas con las extremidades de Felipe y su ayudante sin que les importaran los espeluznantes alaridos de las victimas. Otros los jalaban del pelo hasta desprenderles largos mechones que se quedaban entre sus manos agarrotadas. Un carpintero sacó un martillo de su mochila e intentó darles martillazos en las rótulas. Excitada, la señora gorda con las manos de Felipe todavía estampadas en sus cachetes, hizo cola para acercarse a los que estaban siendo sacrificados y cuando lo logró ensartó las sucias uñas de sus dedos en los ojos de Felipe y se los sacó como perlas de una concha. El torturado chofer gritaba, aullaba del dolor sin lograr despertar un gramo de conmiseración en los enardecidos pasajeros. Uno de los niños llegó hasta el ayudante y le estiró la boca hasta las orejas y la gorda le rempujó las ligosas perlas de su jefe. Como no pudo expulsarlos por las buenas, vomitó con una violencia superior a las fuerzas de la gorda un chorro 97
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torrencial que se levantó sobre la multitud y que a alguien le recordó el chorro que lanzan las ballenas cada vez que salen a flote. El chorro de vómito, esparció a los rebeldes y amotinados, que se alejaron un poco. Uno de los pasajeros descubrió, muy cerca de allí, un volcán de ripio frente a una casa en construcción y se lo señaló a la multitud exacerbada. Un estudiante abanderado de su escuela, con pose cívica y heroica, ensartó el machete de Felipe en la panza del chofer y la sangre erupciono con violencia. Otro joven, menos aplicado y que seguramente perdería el año, sumergió las manos en el vientre abierto del conductor, y le jaló los intestinos. Con las tripas en la mano corrió alrededor de la camioneta salpicando a todos de sangre y mierda. Los adultos ya regresaban con grandes piedras y las estrellaron sobre los cuerpos inertes de los transportistas. Otro grupo de pasajeros había conseguido gasolina y la estaba derramando en el pasillo de la camioneta. A arrastrones subieron los cadáveres de Felipe y su ayudante. Alguien lanzó un fósforo y con un FLUMMMMM… la camioneta ardió. Los ex pasajeros gritaban de júbilo y tomados de la mano formaron un círculo alrededor del autobús en llamas y entonaron canciones de victoria. Se dieron cuenta que lo mismo estaba sucediendo en otras camionetas con los chóferes y sus ayudantes desconsiderados. Estaban siendo linchados despiadadamente. A lo largo de toda la Calzada Aguilar Batres cientos de camionetas se convertían en piras funerarias en las que se consumían los cadáveres de todos los chóferes y todos los ayudantes abusivos y prepotentes. Un ex pasajero cristiano opinó que era una manifestación del 98
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Espíritu Santo. Otro, sindicalista, dijo que era el inicio de la revolución obrera. Alguien, entre el tumulto asesino, se dirigió a las multitudes enloquecidas, pidiéndoles calma e invitándoles a reflexionar sobre el hecho de que la culpa de que la situación de transporte fuera tan desgraciada y miserable no era de los chóferes y sus ayudantes sino de los dueños de las camionetas y de los empresarios de las flotas. La voz corrió como fuego a lo largo de la Calzada y los miles de sedientos de justicia se dieron a la tarea de buscar a los empresarios. Como no pudieron identificar a ninguno empezaron a romper las vitrinas de los negocios grandes y pequeños que encontraron a su paso y a saquear tiendas y almacenes. Mientras el pillaje y la destrucción aumentaban, un visionario políticamente correcto convenció a la turbamulta de que el verdadero culpable de las desesperantes circunstancias del país era el Gobierno, y las hordas de cientos de miles de ex pasajeros se encaminaron al Congreso dispuestas a aniquilar a los patanes padres de la patria. Un viejo jubilado, decrépito y enardecido, descolgó de un colegio lastimoso una bandera sucia y percudida y allí mismo le prendió fuego. Las masas gritaban de júbilo. Alguien más perspicaz gritó a la multitud que las verdaderas villanas y tiranas de la tragedia guatemalteca eran las inescrupulosas compañías transnacionales. Confundidas, las multitudes dirigieron su violencia reivindicativa a apedrear las vallas de la Pepsi y Coca y a sus estúpidos dioses de la música pop y estrellas prostitutas del fútbol.
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Mientras las crecidas ambiciones nihilistas de las masas se extendían a lo largo de la Calzada Aguilar Batres, en San Miguel Petapa la gente cargaba en hombros a Óscar alrededor de la camioneta en la que se había iniciado la tan esperada revolución de los muertos en vida. De repente, el tanque de gasolina explotó y los participantes de ese orgasmo de violencia cívica y revolucionaria volaron en pedazos por todos lados. —En la parada, porfa— como una ovejita de Dios le avisó Oscar con pusilanimidad al ayudante de semblante feroz. Suspiró profundamente mientras regresaba a la realidad y se bajaba de la camioneta frente a la multinacional en donde ganaba —o perdía— la vida como soldador. “Nunca he visto a leproso, pera cada vez que miro el taller repleto de estas horribles máquinas descompuestas pienso en la lepra”, se decía Óscar mientras caminaba automáticamente hacia el departamento de soldadura. “Quizás porque desarmadas, sus partes parecen miembros descarnados del cuerpo humano arrancados con violencia”, continuaba pensando al ver el brazo de metal oxidado de una excavadora, “o que talvez se le cayó a un gigante de hierro destrozador de cosas y de vidas”, mientras se ponía su máscara negra que le protegería los ojos. De un momento a otro el área se llenó de hombres pequeños e inquietos que se veían como hormigas, encaramados en las máquinas moribundas y enormes, afanados en regresarlas a sus vidas productivas. —¡Apúrense, malditos!, gritaba Víctor, el supervisor del taller. —Hay que asegurarse de que las aplanadoras regresen a aplanar la faz de la tierra, que las retroexcavadoras continúen haciendo hoyos en el lomo del planeta, que las asfaltadotas pavimenten a toda Guatemala… a toda esta mierda ¡A TODA!, y sonreía
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orgulloso del privilegiado lugar que ocupaba dentro de la industria nacional. —¡No pierdan el tiempo malditos! Víctor era una indiscutible muestra de que la teoría de la evolución darwiniana era un éxito rotundo. Había salido arrastrándose como larva de un bote de basura. Se había arrastrado varios años como culebra por los parqueos, lavando los carros de los cabezones de la empresa. Luego se hizo camino en los talleres de mecánica arrastrando los nudillos por los pisos de los talleres donde chapaleó en aceite otros años más y después de treinta y dos años se convirtió en supervisor del taller central. Era el capataz preferido de la administración. Era indestructible y feroz. Desde el inicio de la jornada, los altoparlantes sumergían a los talleres en las cadencias extrañas de una música en inglés que los técnicos no entendían y que se extendía a lo largo del día por todos los rincones de los gigantescos hangares. En medio del ruido ensordecedor y desquiciante que producían las máquinas, equipos y herramientas, nadie podía disfrutarla, ni mucho ni menos descifrarla. Óscar sentía que sus tímpanos estaban a punto de explotar, torturados por el infernal crujir de las máquinas y herramientas contra el hierro de los tractores. El tfffffffft, tfffffffffft, tffffffffffffffffffft de los taladros y de las pistolas de aire aflojando o apretando tornillos enormes le perforaba y le ajustaban dolorosamente el cerebro todo el bendito día, todos los vendidos días laborales. Los motores acelerados hasta el límite para verificar su resistencia amenazaban con separarle los hemisferios cerebrales. Los taladros perennes punzaban en su sien y todas las máquinas moribundas, luchando por sus vidas, le lanzaban sus ruidosas quejas metálicas alterándole su frágil y vulnerable 101
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cordura. El combustible consumiéndose en su misma tinta envolvía al taller y a Óscar en una densa nube de esmog. Debajo de un tractor aplastante soldaba piezas enormes mientras su cuerpo se derramaba en gordas gotas de sudor. Su máscara protectora oscurecía todo a su alrededor menos las chispas que se escapaban de llama de acetileno. Sentía que le faltaba el aire no tanto por el calor sofocante sino por la congoja que le oprimía el alma. Entre todo ese remolino en reparación sentía que su alma descompuesta estaba más allá de cualquier restauración. A las 10:00 sonó el pito del primer descanso y Óscar y los otros técnicos se sentaron a refaccionar entre enormes piezas de acero, a burlarse de las debilidades de cada quien para darle un toque humano a esa vida entre máquinas averiadas. —¿Va a haber algo hoy?, preguntó Lucas haciendo de su mano izquierda una botella y empinándosela, mientras que con la derecha desenvolvía su chuchito. —¿Por qué no vamos donde las diputadas… donde las nenecas?, y su boca moldeaba cada sonido de las letras que hacen la palabra n-e-n-e-c-a-s. — Acuérdense de que hoy es día de pago y hay que ir a dejarles sus lenes a las patojas para la leche de sus hijitos, pa sus pañales— , y todos se rieron. —Órale, yo voy, dijo Óscar sin pensarlo. En los quince minutos del descanso millares de chismes circularon por el taller de la transnacional. Era el recreo de los obreros. Despellejaban a cuantos pudieran. Continuarían durante el almuerzo y durante el descanso de la tarde terminarían de aniquilar la autoestima y de ensuciar la dignidad de cuanto compañero se acordaran. Y ese día que iban a tomar
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donde las putas continuarían desgarrando las colas machucadas de sus colegas. Reanudada la actividad, el persistente sentimiento de que era un primitivo y solitario indigente volvió con las gotas de sudor a hostigar a Óscar. Frente a la tarea de reparar esas máquinas poderosas pero sin alma se sentía un ser miserable, un pobre diablo, un don nadie, un alma pena. “Hay que pagar la renta y la comida y ayudar a mis hermanos a que salgan adelante en la escuela”, se aconsejó a sí mismo con una amargura mortificante que conquistaba sus fantasías, su corazón y su voluntad. Cerca de la hora del almuerzo tuvo una revelación que le enfrió el sudor. Toda su vida había hecho las cosas que los demás requerían de él: ir a la escuela, aprender un oficio, vivir en familia, intentar hacer amigos, asistir a la iglesia, vivir en soledad y últimamente ganarse la vida, siempre con su mente fija en otro lugar muy distinto del que se encontraba. Esa era la regla en su vida y él la respetaba con vehemencia. Ahora, en el momento más perturbador de su existencia, no tenía ni la más mínima idea de dónde podría estar ese artefacto que siempre había llamado “su mente”, esa maquina que nombraba su “corazón.” Óscar estaba allí, en medio del ruido horrendo del taller, y nada más. Su mente y su corazón habían desertado dejándolo completamente abandonado. Un vago sentimiento de angustia escalaba por su columna vertebral, vértebra a vértebra. Apenas a unos cientos de metros sobre su cabeza, unas nubes espesas como esponjas titánicas absorbían la luz que el sol les brindaba generosamente. Parsimoniosas y apáticas, viajaban por el cielo como turistas despreocupadas. Empezaban a juntarse para derramarse sobre los millones de tontos que creían vivir en la alienada ciudad de Guatemala. 103
A lo largo de la tarde, sus dudas, temores, incertidumbre, desesperanzas, odios y añoranzas le llovieron con tanta intensidad que apagaban todo el ruido del taller de máquinas mutiladas, haciendo más ruido incluso que la furiosa lluvia. Agotado, ciego y estupidizado, Óscar era otra cosa desechable en este mundo fatigado. Tuvo el impulso de dirigir la llama de su pistola sobre su rostro para fundirlo con la máscara que lo protegía. Se dio cuenta de que el trabajo ya no bastaba para apaciguar su soledad de animal asustado. Poco antes de la hora de la salida, por los altoparlantes fueron citados al salón de conferencias en donde se les informaría de la nueva política laboral de la empresa. Sus compañeros ya estaban haciendo cola, escondidos en las sombras, miraban agradecidos y felices por la oportunidad que se les brindaba de entrar a las oficinas de administración. En las oficinas la alienación era otra. Antes de llegar a la sala de sesiones la tropa de técnicos desfiló frente a Contabilidad, Recursos Humanos y Servicio al Cliente, ante rostros amarillentos y demacrados languideciendo frente al brillo de las computadoras que exprimían cerebros más mecánicos que las manos y brazos de los tractores y los técnicos. Los rostros de los contables destilaban desdicha, la mitad raquíticos y la otra obesos. El Deber y el Haber. Todos con una mirad de desahuciados. El Balance. También estaban sometidos a las mismas canciones indescifrables e indisfrutables en inglés. Sobre sus escritorios relucientes se desplegaba la parafernalia con que los restaurantes de comida chatarra premian a sus clientes más asiduos: muñecos desarmables, héroes de plástico, personajes de caricaturas. Y en el fondo, en una vitrina, los trofeos de oro falso ganados en
los campeonatos internos de fútbol. El Estado de Pérdidas y Ganancias. El hecho de que la mayoría de los contadores asistiera a la Universidad por las noches no les quitaba de sus caras los rastros de la desorientación y el temor, sobre todo cuando un superior, un jefe, un gerente, un accionista, rondaba por los escritorios. Los técnicos, grasosos y apestosos a sudor, destacaban en el ambiente nítido de las oficinas de administración y se les leía en la frente el pensamiento unánime “¡Qué gentes tan mierdas!”. —¡Para el próximo campeonato les vamos a quebrar el culo, señoritas!, dijo Lucas sin poder contenerse. Los contadores, con el cobre reluciendo en sus dedos, les decían con las manos “hijos-de-la-gran-puta!, una palabra por dedo. En Recursos Humanos había otras variaciones sobre el mismo tema. Las secretarias, también universitarias, sólo que de universidades privadas, no podían esconder la repugnancia y la antipatía que les despertaban esos hombres asquerosos en sus delicados corazones de oficinistas. Los técnicos percibían esas vibraciones y se sentían obligados a responder con patanerías, obscenidades y gestos descarados e impúdicos de clara referencia sexual. Deseaban verlas en alguna casa de putas como, según ellos, correspondía y como ya había pasado con una de ellas que ahora trabajando en el Barranquito. Ahora en sus frentes se leía “¡Mamonas malditas”!. En Servicio al Cliente no había nadie. Pero la sala de sesiones era el paraíso, presidido por inalcanzables arcángeles rosados de ojos azules, sentados en mullidos sillones resplandecientes como nubes, más allá de lo que cualquier técnico podía aspirar a ser en sus malditas vidas obreras. En un afán igualitario, los bienaventurados de la 105
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transnacional fingían camaradería y patanería frente a los técnicos patanes e ignorantes en cuyas mentes brillaban las palabras “patanes con maestría”, mientras escuchaban los detalles de la nueva política laboral de la empresa. La clave del nuevo plan radicaba en la sencillez y tenía como objetivos mejorar la eficiencia de toda la empresa a través de una mejora del rendimiento de cada uno de los trabajadores, en especial los técnicos. A partir del próximo lunes todos empezarían de cero, sin importar sus especialidades y su antigüedad. Los aumentos de salario, que empezarían dentro de seis meses, poco a poco, dependerían del desempeño, la lealtad y, naturalmente, de los conocimientos probados no sólo en las labores específicas sino también en un examen de habilidades diseñado por uno de los ingenieros de los Estados Unidos. Como es una cuestión de cultura, como es más que la moda, como es más que patriótico quedarse con el hocico callado, ninguno de los técnicos se atrevió a decir, aunque en muchas mentes se podía leer. “¡Váyase muchísimo a la mierda, malditos!”. Todos se sintieron traicionados en masa, comprados casi regalados por mayor y miraban, humillados, las bocas de los gerentes salivar de codicia ante los millonarios ahorros que su inteligencia desalmada le procuraban a la empresa, satisfechos ellos en su triste ejercicio de administradores de éxito, de abusadores elegantes, “pero para eso habían estudiado”, pensó Óscar, humillado y resentido. En las duchas el silencio era denso y amargo. Los técnicos, patanes pero no tontos, se daban cuenta que la nueva política de la empresa los perjudicaba aún más, pero ¿qué podían hacer? “Hay que saber perder” silbaba Lucas. A la larga debían tener
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razón esos malditos, se justificaban, si no, no tendrían esos puestos y todas las mierdas caras que se ponen o manejan. No importaba cuánta agua se echaran encima, la grasa de la desigualdad ya estaba dentro de sus almas defraudadas: “las empresas con sus manos desnudas escarban nuestras tumbas donde colocarán, sobre nuestras calaveras, sus tesoros de piratas”, pensaba Óscar bajo la regadera. Una maldición colectiva los cobijaba en la parada de buses, esperando en masa la camioneta que los llevaría al banco, previo a las putas. “Malditos, mal paridos” pensaba Óscar y sus compañeros. Desolados, parecía que el baño no les había limpiado la humillación. Sus ropas, que eran casi idénticas a las de los administradores, sólo que de segunda o tercera comprada y veinte veces más barata. De todos modos no se miraban igual sobre sus cuerpos. La llovizna caía burlona y sin ganas. Además del usual sentimiento de desesperanza y desamparo que durante los últimos días llenaban y el vacío corazón de Óscar, ahora sus mandíbulas producían un ácido que le corroía las muelas. “Todos juntitos en una fosa común, agarrados de las manitas bien cuidadas los señoritos”, tartamudeaban a la distancia sus pensamientos descontrolados. Pensaba: “Algún día lloverá su sangre a torrentes… sus tripas llenarán los desagües… sus viseras se atorarán en las cloacas…” Óscar y sus compañeros abordaron, por fin, el autobús que los llevaría a El Trébol. Durante el viaje terminaron de saturar sus vidas frustradas y penosas. En las cuatro direcciones cardinales el tráfico era dantesco. “El infierno ha de ser una hora pico eterna”, pensaba Óscar mientras una sonrisa se le escapaba a su espíritu sombrío entre las bocinas que los automovilistas endemoniados no se cansaban de oprimir. Eran 107
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las miles… millones de almas atascadas en ese río de asfalto, hierro y humanidad poseído por el calor, el hastío y la desesperación. “Todos en esta ciudad están confabulados en mi contra… con sus almas de carniceros… sus modales de aves de rapiña…”, seguía el monólogo de Óscar mientras miraba a un mendigo pedir para no robar. —Yo no me tiento el alma para trabarle el verduguillo a ningún cabrón… pero, por favor, les pido que me ayuden a no hacerlo—, decía con ojos de mal agüero mientras cobraba la limosna. Con la luz del día extinguiéndose y las tinieblas coqueteando con el vacío, Óscar y sus compañeros de trabajo se bajaron en el Trébol, entre empujones, risotadas y tocadas de culo. En el banco, como otra humillación más a los trabajadores, la cola para cambiar cheques era interminable, paralizada porque “se había ido el sistema”. “¡QUE PUTAS SIGNIFICA ESO!”, y Óscar alucinó otra vez bestialidades y ultrajes durante la hora y media que tuvo que esperar hasta que le llegó su turno. Una rutina sin rumbo, un mal si remedio. El cajero que lo atendió, otro perro sin pedigrí, que sin duda llevaba años acumulando tanto el odio como dinero ajeno habían contado sus dedos, lo obligó, guiado por su resentimiento ciego, a repetir su firma treinta y ocho veces bajo su mirada fiera que se le clavaba en la nuca como verduguillo, señalando que no se parecía a la de su cédula. Al fin, con la plata en mano, Óscar y sus compañeros se dirigieron a El Barranquito, despetacados. La promesa de amor era su inspiración. Era tanto amor que daba asco. Era una falsa promesa de amor falso. Corrían como perros arrastrando un pesado trineo cargado de malos espíritus. Llevaban las risas 108
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trastornadas. A una cuadra de distancia ya se oían los retumbos de la rockola. —En la vida pasada tuve que haber sido una chicharronera, explicaba La Bala con su lógica trastocada por el misticismo al pasar frente a San Jorge, la más infame chicharronería de la zona once. —Coche seguís siendo, coche mi compañero, le aseguraba Cabeza de Coche, emocionado, palmeándole la espalda, sintiendo la adrenalina en su sistema y la sangre en su miembro. El clásico farol rojo sobre la puerta negra señalaba inequívocamente que se trataba de una casa cerrada, que nadie se confundiera y tocara en las casas vecinas. —¡Cómo si en cualquier casa decente hubieran sesenta putas!—, razonó inocente Juanito Uyuyuy. —¡Puta! Y vos qué sabés, le contestó Chicharrón —Tocá en cualquier casa y preguntá, quién quita hasta ni nos cobre—. Todos rieron mientras daban compulsivos chupones a sus cigarros. El Barranquito debía su nombre a las veinte gradas angostas y en zigzag que había que bajar para llegar al salón principal en donde permanecían unas cuarenta prostitutas envueltas en las medias tinieblas de tenues e intermitentes focos rojos, verdes y amarrillos, como semáforo, y la espesa nube de humo de cigarro. La música se escurría sutil y persuasiva entre el humo pesado, la luz opaca, las mujeres sudorosas y los hombres apestosos y gritones empujando las extremidades de todos, obligándolos a bailar enloquecidos e impúdicos en una dolora y vergonzosa aberración del amor. Compulsivamente cuartearon su sangre con guaro. En la primera ronda se bajaron la primera botella. Sus cachetes 109
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rosados, brillaban en la penumbra, especialmente los del Cochinito. Pronto se esfumó otro botella y luego otra. Labios húmedos pegados a vasos ligosos de limón y gaseosa. Cabellos alborotados por demonios. Lenguas sueltas que desvariaban estupideces. El lugar olía a menstruación colectiva. Las chicas los sacaron a bailar y el guaro y el baile empezaron a alternar. Más guaro. Baile. Humo. Culos. Tetas. Vergas. Guaro. Baile. Baile. Baile. Baile. Y chiches y culos etc., en el remolino de la lujuria. Rojo. Amarillo. Verde. Ordenando el tráfico de la locura. Borracho y torpe, a Óscar lo conducía Jennifer de la mano hacía un cuartito apestoso de tablas amarillas como dientes picados. Sus pasos resonaban como cascos de caballos sobre el piso de madera. Antes de meterse a la cama, Jennifer, desnuda, le pidió que le acompañara al baño allí, frente a él, se cagó en la tina y no se limpió. —Ahora sí, mi amor, vamos a coger— le dijo sonriente, viendo con ojos de orgullo su obra maestra. Copulando hablaron el lenguaje del cuerpo. Sudaban a chorros. Sus alientos eran rancios. Sus cuerpos despedían pestilencia. Los besos eran sucios y torpes. Óscar, sin condón, pensaba en un hijo. Ella, en los suyos en Nicaragua. —¡Apurate, puuuuuuuues… acabá, mi amor! Óscar sentía que su precaria erección de borracho perdía temple y cuando alguien tocó la puerta y gritó —¡TIEMPO!—, su hombría se desvaneció y se transformó en un churro flácido y arrugado. Como los focos que chispean antes de apagarse, las conciencias de los compañeros de Óscar parpadeaban antes de abandonarlos. En la inercia de la rutina, el piloto automático los guiaba. Solo hasta llegar a la Aguilar Batres algunos 110
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fragmentos de conciencia intentaron regresar a las mentes de los traicionados trabajadores de la transnacional. La Bala se tiró a media calzada a llorar a gritos. —Me quiero morir, aullaba, —solo quería que me abrazara… y … se burló de mí… hu, huj, huj. Ni los más desalmados de los compañeros tuvieron corazón para burlarse. Lo guardarían para un mejor momento y se lo restregarían en la cara con saña. Pero ahora no. Lo arrastraron hasta el otro lado de la calzada y lo recostaron a la par de una pila de llantas lisas de un pinchazo. El Muñeco Vudú instintivamente agarró una llanta y, furioso, la tiró sobre la calzada. Sus compañeros hicieron lo mismo y pronto veinte llantas viajaban titubeando cuesta abajo como si se hubieran contagiado de la borrachera de los técnicos graciosos que reían como brutos. —¡Vámonos a la verga!— le decía Marimba a Óscar, — paguemos un taxi. —No hay clavo, insistía. —Nel, yo camino, dijo Óscar, internándose en las sombras del mercado del Guarda. —¡No seas indio, hijo de la gran puta!, le gritaban los compañeros. –regresa, vil caca! En el mercado una patada lo sentó en el suelo y unos brazos fuertes le oprimieron la garganta, queriendo ahorcarlo. Los indigentes, escondidos en las sombras, miraban agradecidos y en silencio el gratuito espectáculo. El forcejeo la parecía un mal sueño pero los golpes no le dolían. En una maniobra accidental y desesperada ensartó un cuchillo en el pecho del ladrón que quería ahorcarlo y se lanzó sobre el otro y peleó como perro. Cayeron sobre una plasta de mierda negra como los frijoles que comían los indigentes.
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Vio las luces rojas y azules de la sirena de auto patrulla inundar la calle con su luminiscencia. La policía venía a impartir justicia. Soltó a su contrincante, quién se escabullo sin que los policías hicieran absolutamente nada. Los agentes salieron tambaleando del carro. Apuntaban inestablemente sus armas en la dirección de Óscar. Ambos agentes estaban borrachos. —Hoy sí te cargó la gran puta, desgraciado, hoy sí te acarreó la que te trajo—, decía un oficial de la ley mientras el otro lo esposaba. Por la radio los oficiales pedían la presencia de una ambulancia, ya que había un hombre desangrándose sobre la acera. Dentro de la patrulla, reclinando su cabeza sobre la ventana, Óscar no podía dejar de pensar en la inocente protesta de La Bala, que, al igual que él, esa noche lo único que le había pedido a la vida era un abrazo. Un abrazo salvavidas.
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Animal raro —El guaro es un malcriado. No tiene educación. Continuamente me apresura, me empuja y me jalonea. Me obliga a hacer micadas para el cantinero, brincar como mono de feria para arriba y para bajo. Me hace morir de ansiedad esperando a que se deslice por mi sediento gaznate, casi como el primer encuentro sexual de un adolescente temblando de soledad—, balbuceaba Patrocinio a sus compañeros entre los oxidados barrotes de la jaula camuflashada que los rodeaba. Su ceño fruncido permanentemente daba a su rostro aires de una ofuscación perpetua que contagiaba a cualquiera que lo escuchase dar razón de su vida. Era un búho endemoniado y furioso. —El guaro es la amargura que amenaza con felicidad, es la hinchazón de euforia en el corazón que luego hace que explote en mil pedazos que el viento secuestra sin esperanza de rescate. Es mágico el guaro. Ridículo. Es trágico, sublime y paradójico—, su voz era metálica, rústica y fatigada. Sus compañeros, sumergidos en un estupor indescifrable, parecían escucharle muy a la distancia, columpiándose en el indeciso y vagabundo viento de enero. En su celda portátil caminaba de una esquina a otra. Cada vez que se apoyaba sobre su pie izquierdo, torcido y quebrado, daba un brinquito torpe y mecánico como un caballo de madera de un carrusel defectuoso pintado de morado desvanecido, desvaneciéndose. “Sssiiiiip… flop… Sssiiiip… flop”, eran los sonidos que producía su decadente cadencia. —El guaro es como los humanos. Calientes, perdidos y traicioneros. Enfrascados, 113
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chismosos y prejuiciosos… Gracias a Dios ya no trato con ninguno de ellos—, suspiraba recordando ofensas calamitosas. Sus compañeros parpadeaban a miles de años luz. Quemados por el guaro, desgastados por la vida, se mecían, se dormían, se morían. —El guaro es como los besos angustiados y aterrorizados de la india que por poco logré violar… Por ser tierno, la besuquié y la muy maldita que me arranca un pedazo de lengua de una mordida desesperada. Todo por ser cariñoso y caballero…— , con lasciva se lamía los labios con la lengua en forma de Y, como un dragón de Komodo. —El guaro es el amor violento con el cual uno estrella la cabeza de la amada ¡UNA Y OTRA VEZ! contra el poste de la esquina, mientras ella intenta sacarte los ojos con las uñas y todo el pueblo mira, entretenido… hipnotizado. El guaro son los besos reconciliadores que siguen después del malentendido… besos teñidos de sangre y de lágrimas… amor de alcohol. Amor enfermo. Amor odioso—. Meditando admiraba su pie derecho, ensartado en una sandalia verde destartalada y ridícula. De un agujero de su calcetín tieso, como carapacho de tortuga, irrumpía sin contemplaciones su grotesco dedo gordo, una réplica casi exacta de su rostro abotargado. La uña amarillenta y podrida parecía el duro pico de un monstruo perico negro y mudo. —De repente, a uno le da por volverse el altoparlante del guaro y empieza a cantarle sus verdades a todo el mundo asqueroso y perverso. Es fatigoso y aburrido profetizar a gritos el fin de la vida de tanto malparido. Entonces es cuando se hace necesario quedarse tirado, descansando en cualquier banqueta o aterrizar de trompa como una avioneta vieja, descompuesta 114
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en pleno vuelo hacia el cielo—. Su piel ceniza hacía pensar en una gigantesca rata jorobada recién salida del desagüe y sus ojos verdes que fosforecían en la oscuridad, en una gata negra en brama, mascota de alguna bruja perversa y solitaria. —El guaro es el evangelio personal que impone en uno el imperioso deseo de bajar del buche a cualquier pastor de su púlpito, mientras la congregación te patea y te verguea, emocionados por la posibilidad de linchar al pecador. Y es que a veces dan ganas de predicar lo que rebalsa sin razón en el corazón de uno—. Su cuello de iguana se contrajo mientras lanzaba un sincero bostezo de cansancio por la vida. —El guaro es la legión de demonios que habitan en mi alma. Me revuelcan, me arremangan… corrompen mi sangre… hierven a fuego lento las miles de maldiciones que son mi combustible—, decía Patrocinio mientras se escurría por los barrotes torcidos y oxidados de su celda imaginaria y se desplazaba con su peculiar modo de caminar, cargando su cuerpo deforme por las calles enlodados e inconcientes de esta ciudad sin esperanza. “Ssiiiip… flop… Ssiiiip… flop”.
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Conversación en el museo Lenta y dolorosamente abrió los ojos y por un momento pensó que algún amigo, por pasarse de chistoso, le había echado pegamento en los párpados. Durante varios minutos todo lo miró borroso pero luego logró ubicarse: estaba debajo del escritorio del gerente del Museo del Programa Permanente de Cultura. Todavía se oían las voces de los últimos invitados despidiéndose en la puerta del salón, lo que hizo suponer que ya era un poco tarde en la noche. También escuchaba una música suave que provenía de la gran sala de exposiciones. Lentamente, como despegándose de un matamoscas, fue saliendo de su inusual refugio. Aún estaba borracho y su pelo parecía haber sido violentado por el huracán de sus prejuicios. Se sentó en la aparatosa silla de gerente y observó con atención los libros en la librería y los cuadros que decoraban la oficina. “Están bastante hueviables”, se dijo, metiendo un libro de arte primitivo en su portafolio. Era el eterno fanático del arte guatemalteco y una horrenda persona. No había evento cultural al que no se diera por invitado, y siempre se afanaba por hacer que la gente notara su presencia. Hablaba con todos con la voz muy elevada. Cada vez que pasaba un mesero agarraba varias copas y se atosigaba de boquitas como previendo hambrunas y largas sequías. Era parte del folklore del circuito de galerías, museos y centros culturales de admisión gratuita y era tan conocido que a veces, por un 117
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acto de simple educación y buenos modales, algunos pintores y escritores hasta se acercaban a saludarlo. Esos gestos corteses de los famosos le hinchaban el ego en tal magnitud que sofocaba a todos los que se encontraban cerca de él. En esa ocasión, sin saber por qué, no se decidía a levantarse de la silla y emprender el largo camino de regreso a su casa. Finalmente se paró, pero se detuvo a observar un cuadro de Tun. Del salón vacío de exposiciones ya solo le llegaba el suave sonido de una escoba deslizándose sobre el piso, seguido por pasos rítmicos y preciosos, como de alguien que se demora en un lento vals cadencioso. “¿Quién está allí?”, indagó furioso y ofendido. En el salón de exposiciones el gerente del Programa de Cultura barría el piso con parsimonia. “¡A la puta! Ese maldito todavía no se ha ido”, intuyó desilusionado. —¿QUIÉN PUTAS ESTÁ ALLÍ?, preguntó a gritos y sus grotescos labios húmedos, hinchados y morados se retorcieron en una cínica sonrisa. Se hizo una botella de ron casi llena, salió de la oficina y se dirigió al salón de exposiciones caminando con pasitos inseguros y las piernas separadas como si se hubiera cagado en los pantalones. —¡Pero si sos vos!, la comadrona del arte. Y ahora veo que también le hacés de conserje de la cultura—. Al gerente del museo se le torció la cara con la contrariedad de no tener otra opción que lidiar con ese patán del medio cultural. —Yo no sé por qué favorecés a esos pintores que ya están ganando demasiada plata, maestro. —Se llevan todo el dinero y no dejan nada para los que comenzamos. El gerente intentó ignorar en vano. -Todas estas vacas sagradas tienen que desapareces, y le tendió la botella al 118
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director que paró de barrer y se tomó un largo trago sin agua, resignado a escuchar a ese ególatra irremediable. —Ellos simplemente han trabajado mucho durante un buen tiempo y están profundamente comprometidos con su trabajo, quiso razonar el director con el representante del público. —¿Qué qué?… Esos vendidos promueven la misma ilusoria idea que la Oficina de Turismo tiene de Guatemala: inditos pisados y paisajes tercos; derivaciones de diseños mayas escondidos en muecas abstractas. Pintan sin ideología, sin más compromiso que engordar sus cuentas bancarias. El director le arrebató la botella y le pegó otro largo trago. —Tenés razón, tanta creatividad para nada- el ron que había tomado durante la recepción, más estos dos últimos tragos ya se le habían filtrado a la sangre, pero aún así pensó que pelear con ese mentecato sería lo más tonto que podía hacer, así que siguió la conversación. —Casi todos los maestros son fusiladores. Han viajado mucho y han visto más cuadros, pero nunca se detienen a ver su entorno inmediato—, convino el director que, ahora ya meditabundo, descansaba su perilla en el palo de la escoba. —El imperio maya es un mito, nosotros somos ladinos lamidos, desconfiados y necios que necesitamos las ficciones de estos artistas de mierda para ajustar la irrealidad a nuestras percepciones mediocres— pontificó el impopular líder estético. —Yo estoy trabajando una serie que se llamará “artecholero”, no pop art, sino arte-cholero, que creo que tiene infinitas posibilidades en nuestro medio- aventuró como iniciativa el espectador ideal de la cultura. El trago encendía la llama de la realidad en el alma sumisa del director: 119
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—Sus obras no tienen nada que ver con las personas, con lo que ellos llaman “nuestra gente”. Ciertamente pintas cosas muy hermosas, pero ellos son unos monstruos ambiciosos, llenos de envidia que sólo andan tras la moneda- y tiró la escoba y de una gran patada la hizo deslizarse a lo largo del gran salón de exposiciones. Este gesto imprevisto del director le arrancó al representante del público una sonora carcajada que puso en exposición sus dientes de cocodrilo y que culminó con otro generoso trago y otro discurso atropellado. —Que me pelen la verga los mayas, la guerra interna, la guerrilla y los acuerdos de paz. ¡Son puras pajas!- y soltó otra carcajada teatral. —Lo único que le interesa a nuestros artistas es ganar más plata para vestir bien, ponerse a verga en lugares caros y acumular cosas… Y, por supuesto, ser famosos y salir en la prensa, aunque sea sólo el día de su exposición. Yo, como representante público, declaro que casi todo el llamado arte nacional no me dice ni mierda, no aporta absolutamente nada trascendente a mi vida. Claro que algunas de las obras se pueden considerar técnicamente aceptables o hasta excelentes, pero de allí no pasan—. El gran espacio desolado del museo le proporcionaba una impresionante resonancia a su discurso resentido. —¿Y qué esperabas?, preguntó el director con aburrimiento y desdén. —Que me abran los ojos, los oídos, el olfato, la piel y la mente. ¿Acaso no para eso son artistas, pues, las antenas de la cultura, los que recetan remedios para tanto malestar que padecemos?— decía, mientras sus ojos desorbitados se perdían en los muros del museo como buscando algo que calmara sus necesidades estéticas e intelectuales.
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—Pero no, sólo los ricos tienen acceso a entender estas muladas; los millones de paupérrimos como yo, como nosotros, solo venimos a tragarnos las migajas de los grandes creadores de la plástica guatemalteca- y concluyó lanzando un puñetazo al aire. El gerente, en el fondo, sabía que tenía razón, pero por puro afán de contradicción tenía ganas de descalificar su discurso diciéndole que estaba hablando babosadas de borracho, pero, tímido como era, lo dejó seguir. —¡Si no, mirá esa mierda, pues!- dijo, señalando un cuadro de Fortuny. —Es una porquería que no dice absolutamente nada de la realidad chapina, ni mucho menos de la mía— y ensartó con todas sus fuerzas su enorme puño en el cuadro, quebrando el vidrio y arrugando la tela. El director se limitó a alzar las cejas y los hombros y a apretar los labios, desentendiéndose del loco. El emisario del pueblo ahora se encontraba frente a un cuadro de Luis Díaz, sacudiendo su cabeza, indignado y ofendido por algún detalle de la imagen. —¡Vení a ver esta cochinada, vosss!, mientras retrocedía diez pasos y se lanzaba de cabeza contra el cuadro como toro sin cuernos. Rebotó y quedó sentado en el piso en medio de miles de fragmentos de vidrio. Un hilo de sangre se abría camino por su frente y se deslizaba por su nariz. El director del museo contemplaba incrédulo la sincera actitud de este comisionado del pueblo para asuntos artísticos. En lugar de sentirse alarmado, le causaba gracia el desastre que tenía frente. —Si no fuera por los críticos algunos críticos, nadie entendería sus mamarrachadas—, decía el portavoz del puebloya que la mayoría de los críticos son igual de mierdas e indescifrables.— Ahora estaba frente a una paloma de Zipacná, 121
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riéndose como demente. La descolgó y la estrelló contra un cuadro de Erwin Guillermo. Los dos se desbarataron. El director decidió jalar una silla y acomodarse para escuchar el dictamen del corresponsal del gusto del pueblo. Soltó un profundo y sincero suspiro, bebió y pensó que eso le iba a costar el chance y que posiblemente hasta iría a parar el bote. El diputado del gusto de las masas se acercó y le arrebató la botella al director del museo. Se zampó un trago de animal y se dirigió al muro que le quedaba a la derecha: un Barrios ¡chiplingin! Un Xicará ¡chanclasiang! Un Ramón Ávila ¡chinsklinsg! Sofocado, el embajador del populacho se paró frente a un Elmar Rojas y se carcajeó. Todas las boquitas que se había zambutido durante la recepción salieron abruptamente en una incontenible catarata multicolor. En pleno vómito todavía seguía somatando el cuadro contra el piso con tanta furia que el director no pudo evitar la carcajada y terminar con lo que quedaba de la botella. El vicario del lumpen se resbaló sobre su propio vómito y cayó de espaldas, violentamente. —Malditos traicioneros— lamentaba a gritos el delegado del pueblo— Desgraciados falseadores de la cultura- lloraba en pleno berrinche, revolcándose en la arrojada. Al director, de tanto reírse, le dolía el estómago. Con gran esfuerzo, logró levantarse calamitosamente, Jadeando, calculaba saltar sobre un Recinos pero ya estaba demasiado cansado. —¡Mejor voy a incendiar ese cajón de parvulitos que usan como teatro!, decidió furioso. —¡Herencia Maya, será la gran puta! ¡El Gran Jaguar, será mi chile!
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—Será mejor que nos vayamos— aconsejó el director, despreocupado de las consecuencias que sufriría al otro día y sintiendo el desastre de las obras en ruina sobre su futuro inmediato. —Mejor invitame al último- sugirió el diplomado del montón, mientras descolgaba un cuadrito de Mérida y se lo ponían bajo el brazo- Con éste vamos a seguir chupando- le aseguró al director, mostrándole el botín- aí te paso la mitad- le aseguró. —Pero antes de irme voy a hacer mierda ese CD banal y trivial de Arjona. ¡chaklinlungun! ¡Guatemorphosis será mi verga! Abrazados y tambaleándose caminaban por la Calzada San Juan. El tráfico atascado, las bocinas impacientes, los frenazos abruptos y rechinantes, la música estridente que se escapaba de algunos vehículos, los rostros agotados que se asomaban por las ventanas de los buses atestados, eran, para estos dos buenos trabajadores de la cultura la otra parte de la rutina, por cierto, un poco ajena a sus preocupaciones intelectuales, posterior a las veladas artísticas. El director asumía que ya estaba sin chance y metido en graves problemas, sin embargo, sentía un inusual sentimiento de libertad. “La libertad siempre está a la mano, pero siempre resulta alarmante”, pensaba mientras contemplaba el espeluznante espectáculo del tráfico a la hora pico. —Conozco a un licenciado de mierda que quizás nos compre esta cochinada. Vive por aquí cerca, en Utatlán—, informó el diletante eterno. —setenta / treinta ¿verdad? —¡Tu madre!, fue la escueta respuesta del director. —¡Puta! Si yo me lo huevié. Me corresponde quedarme con él. De buena onda que soy te voy a dar el treinta por ciento de lo que nos den, negociaba el desinteresado amante de las artes. Al director, 123
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a pesar de su timidez o quizás precisamente por ella, no le gustaba que la gente se propasara con él y pensaba que esta vez al enviado del pueblo se le estaba yendo la mano. —¡Eso sí que no se va a poder! Mejor devolvámoslo y santos en paz, decidió intransigente el director. —Allí sí qué como dijo la gallina: ¡Mi huevo!, contestó el apoderado de Mérida. Era un impasse. El director le arrebató el cuadro y se lo estrelló en la cabeza. El representante del pueblo en asuntos estéticos se le tiró encima y empezó la batalla del arte en el camellón central de la Calzada San Juan. La gente, desde la comodidad de sus carros o desde la incomodidad de los buses, se identificó, cada quien por razones personales, con uno u otro de los contendientes a quienes exhortaban a que asesinara a su oponente: —¡Matá a ese hijo de la gran puta! ¡Echale verga!” Al final la pelea no prosperó y, ante la frustración del público, terminaron haciendo las paces y dándose la mano, agotados más por la borrachera que por el esfuerzo del pleito. El director tenía un ojo cerrado y el representante del pueblo culto de Guatemala sangraba otra vez de la cabeza. —¡Por la vida de las putas! Ya arruinamos esta mierda, reconocía el exigente crítico popular mientras recogía la tela estropeada.- Pero no importa, por aquí hay una tienducha—, animaba optimista el fan # 1 del arte nacional. La tienda de don Güichito rebalsaba de borrachos. Siguieron bebiendo y a media noche el director admitió que los cinco litros de cerveza que les dieron por el Mérida fue un trato justo, no por el valor material del cuadro sino por la borrachera espiritual que propició.
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J. & B. en el parque En su primer día de trabajo a le tocó entrevistar a los candidatos para trabajar en el circo, en el espectáculo de lucha libre y al personal auxiliar de fin de semana del parque de diversiones. Estos patojos ayudarían a manejar los juegos mecánicos y a ver que la gente no se cayera de las ruedas de Chicago, carros y carruseles y que los animales no mordieran o patearan a los niños o viceversa. Francamente no sabía qué información pedirles ni poseía criterio alguno para evaluar los talentos, habilidades y otras cualidades necesarias para funcionando en óptimas condiciones ese deprimente parque ante los ojos de dólar de los accionistas y los miles de ojos de familias completas que no tenía ni la más minima idea de lo que hacían en ese simulacro del culo del planeta de lo simios. J. B. en realidad, no sabía nada de diversión. Él, en verdad, era crítico de arte, desempleado naturalmente. La necesidad de un empleo que lo hiciera sentirse útil y, por qué no, amado, lo obligó a aceptar el puesto de gerente general del parque de diversiones Esquilandia. “No a cualquier don nadie”, pensó, se le presenta la oportunidad de ser el mandamás de fenómenos crimínalóides, de payasos perversos, luchadores fraudulentos, enmascarados o de larga cabellera, dementes, pederastas, trapecistas, contorsionistas deformes, domadores de leones, enanos, vendedoras de churros y globos, borrachos, micos, cabras, caballos, bichos y toda la infraestructura de la sana diversión para las familias integradas de la sociedad guatemalteca. Claro que allí, a la par, en el mundo real, están los verdaderos don nadies que gobiernan como si fueran los dueños del circo, con violencia, muerte, robo y mentiras el zoológico nacional. 125
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Pero, ante esa perspectiva, no estaba seguro de poder devolver el amor y los abrazos a tan aparatosa y ambiciosa planificación mecánica y administrativa, ni a las expectativas de felicidad de tantas familias, de tantos niños ilusionados, obsesionados por divertirse. Con los recursos humanos que estaban por contratar, el reto era la demencia de todos esos monstruos al trabajar al unísono para producir a capella una canción fascinadora para que nadie, ni los accionistas inhumanamente ricos, ni las familias inhumanamente alienadas se dieran cuenta de que la caca les chorreaba por los pañales. Si no podía ejercer como crítico para detectar a los que se llaman genuinos y lúcidos artistas, entonces utilizaría todo su desdén para unirse a los verdaderos productores de la cultura popular guatemalteca. Para él los artistas académicos estaban en coma, mantenidos en vida por las máquinas de sus delirios importados de arte basura, vegetales cuyo mejor destino sería desconectarlos para que la muerte los sacara de su miserable postración sin remedio. Sus intestinos tronaban con ataques de duda, de saber que no tenía el conocimiento, el “know how”, la intuición, el criterio para seleccionar a la gente más hábil y competente que haría prosperar a ese parque de diversiones y a la industria del entretenimiento guatemalteco. Hollywood y sus aberrados cuentos de hadas homosexuales que se fueran mucho a donde pertenecen: al planeta Hollywood; “pero aquí,” se dijo, “estamos en el asteroide Esquilandia de Guatemala, donde no hay ley y todos comen… se hartan de piedras secas.” Los candidatos a alguna plaza en esta maquila de diversión percibían claramente que J.B. era un despistado y que estaba allí sin voluntad. Era el símbolo de lo que esa gente tan original 126
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detesta por la naturaleza. Él, por su parte, estaba demasiado distraído pensando que la mujer que amaba nunca estaba allí cuando la necesitaba. “Nunca ha estado allí por mí la maldita perra”, se lamentaba para sí mientras ojeaba el currículo de Vicente Tun. Aparte del nombre, no decía nada. Tenía ganas de echarse un trago y pedirle consejo a Vicente acerca de la mujer que lo odiaba despiadadamente. Talvez él tuviera la clave mágica para que ella lo amara tanto como él a ella. Nunca sería así. —Señor Tun, la información que contiene su currículo es muy escueta. Tiene que incluir algo que nos permita evaluar sus capacidades, talentos y experiencia para así encontrarle un puesto adecuado en esta empresa… En ningún cementerio, en ninguna ocasión en miles de años de tenebrosa y sanguinaria historia humana después de que los hombres miran la carnicería a la que se han entregado gratis se había escuchado un silencio tan perfecto. Ojos desorbitados, suspiros de dolor profundo ante una realidad que no significa nada para la vida. —¿…que no ve, señor…?- La Odisea, las tragedias griegas, los mares oscuros llenos de diablos estúpidos queriéndolos atravesar a cualquier costo. – ¿O es usted ciego…?— masacres religiosas y exterminios étnicos, fogatas de mujeres acusadas de brujas… —Yo soy enano…- hambrunas provocadas, armamento químico, el horrendo anticristo y su capitalismo caníbal…-Es lo único que hago bien, ese es mi talento, no lo que diga en ese papel.—, El fenómeno de El Niño y la capa de ozono en un pleito de perras sacándose los intestinos riéndose de él. J B. quedó completamente anonadado por ese despliegue de lógica irrefutable. Viendo la enorme cabeza de Vicente, tuvo 127
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que admitir que otra vez había metido la pata. Una ráfaga de viento sacudió la pequeña carpa que le servía de oficina de Recursos Humanos. Con expresión seria se puso a considerar el dato que le comunicaba la estatura de Vicente: sí mucho, un metro cinco centímetros. Se sintió orgulloso de estar ante este portento. Toda la raza humana enana. Con mentiroso aire de hombre de negocios, tipo Dale Carnegie u Og Mandino, se levantó del sillón y le extendió la mano a Vicente. —El chance es suyo… Hay veces que me comporto como un ciego… como alguien con Alzheimer y Síndrome de Down, simultáneamente… Talvez en su colosal corazón pueda encontrar un espacio para perdonarme—. Vicente Tun, con los ojos llenos de lágrimas anaranjadas, lo abrazó por la pelvis, suspiró levemente y se retiró a su camerino. Ahora el problema ya no era de J. B. sino del enano, de Esquilandia. J. B. se quedó ensimismado y recreó mentalmente la entrevista que le hicieron al día que llegó a solicitar trabajo que ahora estrenaba. El parque pertenecía a unos ex curas, a unos ex sacerdotes, a unos ex malditos. Uno de ellos era, además, pintor de cierto renombre y de indudable talento, que viendo que J. B. carecía de ingresos fijos le ofreció el puesto de gerente de este parque primitivo tan necesitado de diversión. También pensaba que J. B. tenía cara de sacristán o de limosnero. El ex cura que lo entrevistó lo invitó a sentarse en una aparatosa silla de ejecutivo. J. B. estaba muriéndose de la goma, torpe y tembloroso más allá de lo reconocible. Lo reconocible era una dimensión que J. B. generalmente desconocía. Con falsa seguridad se dejó caer con más fuerza de la necesaria sobre la silla giratoria que, luego de vacilar un momento, se volcó con estrépito dejando a J. B. en el suelo, despeinado, confundido y abochornado. El voluminoso currículo que había preparado se le zafó de las manos; voló y las hojas sueltas flotaron 128
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ridículamente en el aire acondicionando de la improvisada oficina de Recursos Humanos. Se levantó como si nada, arreglándose el cabello despeinado y empezó a recoger las infames hojas que contenían su fanfarronada historia laboral. Sus ojos vidriosos carecían de toda expresión. El ex cura, descompuesto por las carcajadas, revolcándose en el cuadrilátero de los luchadores enanos, con lágrimas inundando sus ojos celestes, adivinó que este hombre podría traer la diversión que tanto necesitaba su parque. Ahora le estaba tocando a él contratar personal que divirtiera. La vida se desmorona, pero la necesidad de diversión opaca toda la tristeza que se acumula. Los humanos somos unos niños juguetones e inocentes aunque el juego sea el mismo holocausto. J. B. estaba listo para la segunda entrevista de esa mañana casi virgen. Era doña Eduarda. Ahora ya no se dejaría sorprender por lo evidente, por eso observó con cuidado a doña Guaya. Desde la primera mirada descubrió que el talento de esa mujer increíble consistía en su grueso bigote y largas patillas como los próceres de la independencia patria. Notó también que Guaya coqueteaba con descaro. J B. no podía dejar de pensar en la mujer que lo rechazaba como si él fuera la peste bubónica o una enfermedad venérea que le chuparía su patética vida. Para esa mujer él no valía ni un minuto miserable. Los bigotes de doña Eduarda eran de verdad admirables. Eran como los de su abuelo Napoleón. La mañana pintaba a pesadilla y apenas eran las ocho y media de la mañana. La siguiente esperanza que prometía diversión al parque era un luchador obeso y deforme, con cráteres enormes en su rostro mantecoso. Es difícil entender la lógica de los luchadores. Es difícil entender a alguien que quiera luchar. La lógica esta hecha para los enfermos mentales. —Soy El 129
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Paquidermo Fugaz y mi máscara tiene moco y colmillos de elefante—. J. B. asimiló esta información como cuando el cielo nublado explota en torrentes de lluvia. Es natural, pero también es incómodo mojarse. Claro está, lo contrató y también le dio el abrazo de bienvenida que lo convertía en un nuevo miembro de la familia Esquilandia, el parque del Cristo Negro de Esquipulas. Entonces lloró amargamente sobre el grueso cuello del hombre elefante, pensando que este trabajo le exigía mucho más de lo que él podía ofrecer. Decidió súbitamente que lo pondría a luchar con el enano Tun y doña Eduarda al mismo tiempo: ¡que se lo llevara la gran puta! Luego entrevistó a unos estudiantes de secundaria, jóvenes a quienes conocía porque vivían en su vecindario, y les dio la oportunidad de trabajar los fines de semana. Eran unos vagos y borrachos irremediables y eso los hacía valiosos a sus ojos: eran mejor que el oro. El nombre del parque se le hacía como un enorme barro sobre su nariz y no lo dejaba en paz. Un barro lleno de pus: Esquilandia. Un nombre carente de significado. Disneylandia con su rata Mickey, su tarado Pluto y toda su ideología de matar al mundo con armamento de felicidad se prestaba más al marketing… ¡pero Esquilandia! Era un nombre abusivo y desesperado. Sólo gente desesperada que no quería entregarse a la pobreza total acudían allí los domingos, a pagar religiosamente su diezmo de acto de presencia en esta sociedad convulsionada, que se muerde la lengua, y la sangre le chorrea por el hocico deforme. Ese nombre le recordaba la culpabilidad que sentía cuando le daba por tomar y se olvidaba de sus responsabilidades. Ese nombre le recordaba que estaba vivo y que tenía que pagar impuestos 130
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para que los dueños del circo vivieran como reyes, mientras él se quedaba encerrado en su jaula de intelectualismo, envejeciendo sin pena ni gloria, amargamente. Esquilandia. Daban ganas de agarrar a machetazos a cualquier cosa… a los enanos, a los payasos, a las mujeres con bigotes, a los ex curas que gritaban una y otra vez ¡Esquilandia, Esquilandia! A los patojos que inundaban el parque los fines de semana. Especialmente a cualquier basura que trabajara en el gobierno y viviera de los sobornos de esta empresa de diversión. Era un día desperdiciado y perdido; como una bala de algún pleito estúpido entre pandilleros que lo hiere a uno de muerte sin saber por qué ni de dónde y, desangrándose, se le acaba a uno la vida. Apenas eran las ocho cincuenta de la primera mañana del primer día de trabajo de J. B. y la vida se le apagaba como un cerillo en el viento. Las nubes parecían que huían de algo maléfico… sin duda de la diversión tercermundista de Esquilandia. Uno de los ex curas, tan sensible como era, notando la formidable confusión que oscurecía al rostro de J. B., se acercó a consolarlo. —Sí, hijo… es de inspiración del Espíritu Santo… recibida por vía de Cristo Negro de Esquipulas. Es diversión mesiánica de lo más criollo- explicaba el ex cura francés, cuya pintura evidenciaba una severa influencia de Van Gogh. Un Vincent sin conflicto alguno. Un Vincent que no valía ni un centavo. J. B. miraba alrededor buscando un hacha para ensartársela en la frente. La explicación agudizó la infelicidad de J. B. Parecía que la estupidez es la reina de la vida. Un parque de diversiones de ghetto con connotación de religión de un Mesías negro y criollo, sin ningún currículo impresionante y comprobable. Milagros 131
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que nunca suceden. Un profundo suspiro de desilusión casi le explotó los pulmones. Un Cristo Negro… y el KKK… y luego los neo nazis. Salió a fumarse un cigarrillo y a reconocer el enorme territorio de esa feria permanente. Se rompía la cabeza tratando de encontrar el sentido de su nuevo empleo y la forma de causar una buena impresión en el personal. Saludó a todos con amabilidad y todos lo miraron como si fuera el mismísimo Cristo Negro de la diversión. No entendía. Querían linchar a este ladino judío negro. “Tengo que adoptar una postura de basura para imponer mi autoridad”, pensó para definir su estrategia. Llegaron los ejecutivos de ventas y le informaron con su mejor sonrisa de satisfacción por el deber cumplido que dentro de un rato llegarían los alumnos del Liceo Guatemala. Lo urgían para que diera las órdenes de encender los motores, limpiar los juegos chatarra y maquillar a los patéticos animales del zoológico improvisado. Tenían que fingir que esa burrada de parque les importaba. Para eso les pagaban. Tenían que fingir como también finge la democracia nacional. A los vendedores de excursiones escolares, como solía suceder, se les había ido la mano descaradamente y hasta habían ofrecido un viaje espacial. Hasta el culo hubieran ofrecido con tal de cerrar el trato. Ahora le pedían al nuevo administrador que no los dejara en la mentira y que encendiera todos los juegos, no sólo los que incluía el paquete escolar. Apreciaban mucho su sereguete para entregarlo por un chance tan barato. J. B. les dijo que aprendieran a vender con ética y que comieran mucha mierda, por mentirosos y los dejó con la palabra en la boca.
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Al pasar por la jaula del chimpancé, una cagada sólida como plátano sin cáscara se le estrelló en la cara. El monito adivinó que él era el nuevo jefe. En su primer día de trabajo ya estaba altamente insatisfecho. El mono frente al jefe se revolcaba en su jaula por lo harto que estaba. J .B. deseaba con toda la energía de su corazón cambiar de lugar con ese primate. Tomó nota en su mente vengativa de que a ese mico maldito lo iba a torturar en el momento preciso. Pensando en el mico, recordó a la mujer que lo odiaba como si él fuera un monstruo y se le ocurrió que también le gustaría torturarla, sólo que con su amor. El amor de ciertas personas es, a veces, una verdadera tortura. Esa mujer que lo rechazaba con todos los aires fingidos de todas las miles o millones de horas desperdiciadas frente a una estúpida pantalla de T. V. sí que tenía un mico delicioso, peludo y apestoso del cual saldría todo tipo de vida. Mico vuelto metáfora tirándole su estiércol… eso era amor. La vida era plena y hermosa, vibrando y ronroneando al son de la abundancia, pero no allí en ese parque miserable y cruel. De pronto sintió el impulso de María Magdalena de llorar sin freno. No por la muerte de Cristo, mucho menos por la de un salvador, sino por su vida inútil, sin oficio ni beneficio. Grandes nubes blancas y despreocupadas surcaban el cielo y proyectaban sombras fantasmagóricas sobre el suelo del parque de diversiones. El alma de J. B. parecía arder en llamas. No obstante su desilusión, no pudo evitar la sonrisa cuando su pobre fantasía lo llevó a tomar su primera decisión como administrador de este lugar entre las calzadas San Juan y Roosvelt. —Quiero que cambien las ruedas de Chicago… Ésta que está aquí pónganla donde está la otra y, claro está, tienen que traer la otra para acá ¿entienden?, les ordenó a los trabajadores. 133
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Los obreros se rascaron la cabeza y dijeron que era la estupidez más ofensiva que jamás habían escuchado. —Me lo acaba de susurrar el oído el Cristo Negro de la diversión, así que háganle huevos—, les explicó J. B. y caminó contento se dirigió hacia su oficina de recursos humanos. Se sentía como un gran pedazo de basura y quería bailar con el mico. Se sintió anarquista y dictador. Su asistente era una señora entrada en años pero aún atractiva. Además de que también portaba un leve bigote, una represión profunda y maniática la mantenía siempre al borde de la histeria. Le hubiera bastado masturbarse, como lo hacía el mico, frente a la concurrencia para resolver el problema de la histeria o, mejor aún, con un amante, seguido de pajas compulsivas y otro amante que la masturbara hasta que se le torcieran los ojos. Pero no. Era cristiana y se enamoró de J. B. a primera vista. En las cafeterías del parque había cualquier cantidad de cajas de cerveza. Se hizo servir una cerveza a las nueve diecisiete. Se la tomó y nuevamente se acordó que la mujer que él quería, quería a otro tarádo. Llegó la primera excursión y la diversión que ofrecía el parque empezó a ser violada. Un patojo desprevenido se voló los dientes en los carritos locos. Una maestra se cayó de la rueda de Chicago. Los adolescentes que operaban los juegos estaban cayéndose de borrachos. Los payasos usaban su oficina como camerino. J. B. no podía concentrarse con su presencia y su inhabilidad y determinación patética de ser chistosos a puro huevo a cada minuto de sus maquilladas existencias. Los luchadores también llegaron a ponerse las máscaras a su oficina. Al Paquidermo Fugaz, por nuevo, lo estaban embromando cruelmente y, en respuesta, 134
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repentinamente, el Paquidermo le dio trompadas al cruel y sanguinario Heladero de San Pedro. A las doce J. B. se había tomado ya como quince cervezas. Por la tarde llegaron sus amigos con sus familias a pedirle gratis boletos para sus niños. Trastornado por las circunstancias, le dio a cada niño hijo de padre pedigüeño cientos de boletos para que se pasaran montando en los juegos hasta que sus padres vomitaran. Pensaba, mientras tanto, que la mujer que no lo quería probablemente estaría teniendo sexo pornográfico con algún rufián que no la merecía. Pensaba también que a sus amigos artistas les faltaban agallas y eran doblemente patéticos. Una cabra desquiciada se escapó de su establo y, antes de que la atraparan, logró atropellas a varios niños muertos de hambre de diversión. Era la única cuerda en la feria. Para satisfacer la sed de justicia de las maestras, tuvieron que degollarlas. Sería el almuerzo del día siguiente. A los mártires hay que hacerlos barbacoa. Al caer la tarde, con muchas más cervezas en su sistema egoísta, entró a su oficina. La asistente se mostró nerviosa. Un impulso animal lo llevó a levantarse la falda. La penetró y descubrió que el sexo era otro fallido intento de diversión como todo en ese parque sin alma: no pudo borrar de su mente los bigotes de su asistente. El caos y la diversión son medio hermanas. Las musas y las furias son hermanastras. La muerte es la sombra de la vida, o viceversa. La mala vida es la madrastra del entretenimiento. El arte que se vende es lo que añoran los artistas. Jadearon mientras copulaba. La primera jornada como gerente de parque de diversiones terminó como empezó: sin pies ni cabeza. Regresó a su casa y 135
la mujer que detestaba por haberse casado con ella y porque seguía pretendiendo formar un hogar, le preguntó que cómo le había ido. -La diversión tiende a darme asco, le respondió lacónicamente. Luego se sentó y empezó a escribir “Pintura Vendida de Guatemala”. “Esquilandia, el parque de diversiones criollo, católico y negro, parió a todos los pintores nacionales con su vulva de Chicago. Esquilandia debería convertirse en el verdadero Teatro Nacional, con su jaguares y micos ficticios…” Los bigotes de su asistente todavía se le clavaban en la mente. El deseo de meterle una golpiza a su esposa era absoluto. Odiaba su vida. Odiaba a los artistas, fueron payasos, mujeres bigotudas, luchadores, pintores, arquitectos o poetas.
Pintura de Navidad El sol matutino brillaba inocente y alentador. La mecha corta se consumió velozmente y el fuego llegó hasta el apretado canuto de papel de periódicos del cuetío, penetró hasta la pólvora. Una explosión seca perturbó el aire y despertó a Alejandro. Las nubes, despreocupadas, seguían su viaje hacia quien sabe dónde. —Patojos desgraciados, vociferó Alex, y se echó la chamarra sobre la cara, mientras el montón de papelitos se asentaban lentamente en su balcón. Hacía un par de minutos eran algo completamente distinto, un cuete íntegro y completo, ahora no eran más que papelitos chamuscados e insignificantes, fragmentos de noticias que de todas maneras merecían ser olvidadas. El sol limitaba a brillar para todos. El sonido agudo persistía en los tímpanos del pintor. Fingía seguir dormido pero el rumor de las vendedoras de verduras que se instalaban bajo su ventana interrumpía su intento de sueño. Tampoco lo dejaba concentrarse en su miseria personal como hubiera querido. Escuchaba, sin querer, sus conversaciones triviales y mundanas, pero también felices y esperanzadas. No lo dejaban meditar en paz sobre sus tantas malandanzas. Como atraído por un imán, tenía que oír las consabidas descripciones de las gracias de sus niños. Nunca las llegaría a entender. Las ternuras de sus maridos. Abominables. La abundante bondad de Dios. Qué tormento. Y bla, bla, bla… El murmullo de miles de bocas de gente que compraba y vendía en ese mercado cantonal le llegaba apagado, como un mar lejano. Lo que verdaderamente lo atormentaba eran las voces de las verduleras bajo su ventana. 137
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Era el veinticuatro de diciembre. “El día perfecto para el tormento”, le había dicho un amigo. “La perfecta ocasión para recriminarme por todo lo que ha salido como mi cara a lo largo de mi vida, no solo en este año desperdiciado”, se decía el pintor. El día era muchísimo más hermoso y Alex era un magnífico pintor. Tendría que pintarlo. Un montón de momentos congelados desfilaban como nubes a lo largo de su paisaje mental. Una serie de cuadros guardaba el abandono de sus padres en acuarelas pálidas y llorosas. Otros, de mayor tamaño, al carboncillo, sus años de charamilero. Un tríptico, al óleo, mostraba a su primera mujer siendo atropellada por una camioneta, con colores chillantes que tenía que voltear la vista adolorida. Su segunda mujer estaba muriéndose de cirrosis en un rústico grabado de madera. Su tercer mujer, queriéndolo castrar, estaba grabada en su piel, cerca de sus verijas. Él, una escultura de abandono y tristeza con la mirada perdida. Cada pensamiento traía consigo toda una red, un subsistema de pensamientos dolorosos y patológicos. Ellos eran sus verdugos. Él era su tela. Ellos pintaban sobre él como locos, como desesperados, con colores intensos y sin sentido, inspirados por su vida irremediable. Su vida era un cuadro que nadie admiraba, ni mucho menos pensaba adquirir. No cabía en ninguna colección particular o de museo. El tiempo parecía haberse cuajado. El pasado y el futuro se habían descarrilado atrozmente en el ahora, en el cuartucho de Alejandro. Parecía una simple alucinación. El tiempo no era nada más que un absurdo y violento malentendido. Toda su vida estaba allí, desparramada sobre el suelo como la víctima de un crimen. Del radio portátil brotaba
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suavemente música de Mozart e inundaba el cuarto con una melancolía espléndida. Las telas a medio pintar lo esperaban viéndolo incómodamente. Pasaron varias horas y no se movió. Tenía tres caballetes. Dos para los encargos y el otro para su obra. “Ira ladina” pensaba que era un buen título. Las telas no le quitaban los ojos de encima. Lo acuchillaban con la mirada. El tiempo volaba y pronto serían las doce. Con tanto tormento no conseguía más que mal matar el tiempo. Fue a la tienda de la esquina a echarse un trago y los clientes borrachos lo recibieron con carcajadas. “Allí viene largometraje…”, por que contar sus anécdotas le llevaba horas. Pero esta vez quería guardar silencio. Se echó el trago lentamente y recordó que los pintores del Cerrito del Carmen celebraban ese día su convivio navideño. Eran patéticos los borrachos de la tienda con su plática de fanáticos rojos y cremas empatando en el prostituido clásico. “Empatando con la mierda”, pensó el artista. Tenía que escapar de ese lugar lo más pronto posible. “La única palabra que conoce Guatemala de pe a pa es fracaso o empate, que es lo mismo, fra-ca-so,” pens’o mientras se despedía de los parroquianos desgraciados. Con un cuarto de ron circulando por sus venas, la vida, tímidamente, empezaba a hacer sentido, aunque no mucho. Miraba la gente y pensaba que todos hacemos lo que podemos para soportar estar vivos. La Navidad obraba su magia tonta sobre todos. Magia negra, explotadora y explosiva. Otro cuete estalló cerca de él. Magia prostituyente. Le parecía que toda la gente vive vidas respetables o que miente con descaro. Él, simplemente, no sabía cómo vivir. El día hermoso se desperdiciaba en el acongojado corazón de Alex. 139
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Miraba a los borrachos reír a la fuerza. Vivir a la fuerza. Soportar la vida a la fuerza. Ellos tampoco sabían nada. Quizás el futbol o el Seños Jesucristo eran la solución para la anonadante confusión que era la vida de Guatemala. Un taxi lo llevó al Cerro del Carmen. El olor a carne asada le recordó que tenía hambre de dos días. Se sentó a comer y a escuchar a los pintores excusar sus creaciones. “No son perfectas todavía”, decían. “Nunca lo serán”, pensaba Alejando. Y criticaba a los pintores ausentes por sus obras bochornosas. —Y vos, ¿Cómo vas en tu trabajo?—, le preguntaron al notar que ese día se encontraba inusualmente taciturno, masticando la carne oblicuamente y con sonrisas cínicas en el brillo de los ojos. — Ahí va… queriendo revivir y traducir mi dolor y mi locura a algo universal, a un lenguaje que todos puedan entender… La onda es que hay que comer antes de encontrar la clave de ese lenguaje misterioso-. Los cuetes sueltos no dejaban de estallar en la distancia. La Navidad estaba pronta a suceder. Se tomó la cerveza de un solo trago. La manzana de Adán se movía en su garganta como una criatura ajena. Mario estaba hipnotizado viéndola subir y bajar mientras él movía su cabeza al ritmo del desaforado tragar de Alejandro. —Mi trabajo no se acepta a sí mismo, intervino John Wayne, como todos le decían. Era rubio y de ojos azules y tenía un lejano aire a Wayne, solo en versión de Zacapa. -Mi trabajo le teme a la vida, al amor y al dolor… Es una verdadera ¡PORQUERIA!, —, dijo obviamente trastornado por el alcohol y por la vida. Su franqueza agradó a Alejandro —solo intento retratar a mi Guatemala- explicó John Wayne. El resto 140
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de la tarde se la pasaron hablando de que lo que en realidad requieren los artistas en Guatemala es sobrevivencia. —Mi arte es sobrevivencia pura, vos John Wayne- explicaba Alejandro, - es corres tras las presas fáciles de la cultura, vos sabés, un paisaje, un retrato, una última cena, un bodegón con flores, y agarrar del buche a los temas y a los clientes y chuparles la sangre, el pisto. Y se somataba la panza, cínico y contento y entonces ¡ya la tengo hecha! —No te creo, Alex… ¿o me vas a decir que eso te produce una erección?, preguntó escandalizado el mítico vaquero. —No solo una erección sino que un orgasmo completo. El nunca enfrentarme es mi arte. Soy un adicto al orgasmo… un adicto al evadirme… mi vida es una paja interminable… me gusta acabar todo el tiempo. Soy el más-turbador del arte de todos los tiempos. Los otros pintores hablaban a colores. — Y lo más hermoso es que no tengo que pagarles a las putas de la cultura—decía Alex mientras se daba cuenta de que se estaba engañando a sí mismo y pensaba que él mismo era una puta de la cultura más. El tiempo había volado otra vez y casi oscurecía. Los cuetes repetían sus estallidos impertinentes con más frecuencia en señal de que la Navidad estaba más próxima, que la pesadilla suave pero horrible estaba por empezar. El ocaso, al igual que el amanecer y todo el día fresco y soleado, también era magnífico. Alejandro estaba más que solo. La inercia o la dinámica del alcohol y la Navidad arrastraron a los pintores por rumbos diferentes. Alejandro le pidió a Wayne que lo acompañara a su casa a tomarse el último trago porque quería enseñarle lo último que estaba trabajando, lo de la ira ladina, sobre todo a él que era rubio y de ojos azules. Llegaron 141
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al cuarto sin saber cómo. Ante las telas extendidas John frunció el ceño y su nariz se encendió como una gigantesca fresa. —¡Es una basura… es horrible… es macabra, abominable!— , y tiró el guaro de su vaso sobre los lienzos estéticamente ofensivos -Es repugnante, y se puso a llorar, desconsolado. Alejandro no sabía que hacer al ver a su viejo amigo llorar como un niño. —¡Sos un bastardo! —le dijo entre los diente. —¡Sos una cochinada!, y agarró una cuchilla del escritorio y se le lanzó encima de Alex como un bull terrier. Alejandro logró adivinar las intenciones de John Wayne y, con su mano firme, capturó la navaja que se dirigía a su cuello. Ambos cayeron al suelo pero, enredándolo con las piernas, el artista vaquero inmovilizó a Alex y en una pugna de fuerza a cada momento el cuchillo se acercaba más a su garganta tensa. Los sesenta vatios de la bombilla brillaban en los dientes de John de una manera tenebrosa y se reflejaban también en cada gota de sudor que perlaba la frente y la parte superior del labio de Alex, asustadísimo, pensando en la vida que se le escapaba. El filo de la navaja estaba ahora a un centímetro de la yugular. —¿¡Qué putas te pasa, maldito!?— balbuceó Alex aterrorizado. —Esos… cuadros… son una ofensa a la vida, explicó jadeante John Wayne, que de pronto recapacitó y atenúo el ataque. Ambos se quedaron temblando del esfuerzo por sobrevivir y matar, respectivamente. Luego de un rato, John Wayne se levantó, salió y se introdujo en la Nochebuena lleno de vergüenza. Alex permaneció todavía otro rato en el suelo, acalambrado, oyendo los cuetes navideños como un acto de terrorismo ingenuo y de buena fe. 142
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Los pequeños y molestos estallidos no cesaban de sobresaltarlo. Se tomó el resto del vino, incrédulo de la locura de los agentes de la cultura. El silencio que él hubiera querido en perfecto acuerdo con su necesidad de paz y respeto explotaba en la absurda alegría de esta noche que no era blanca ni de paz. Su respiración errática no entendía nada de la intención navideña. Pensaba que ya estaba harto de sobrevivir, pero el buen licor lo adormecía. Sus ojos en blanco representaban su vida en blanco. Estaba dormido como siempre, sólo que no se percataba de ese hecho. A la medianoche lo despertó la cohetería. Abrazó su soledad y se deseó una feliz y pronto muerte. Ametralladoras, silbadores, volcancitos, cachinflines, atronadoras bombas y morteros con su alegría terrorista y liberadora explotaban en sus oídos adoloridos, resonaban en su cabeza trastornada. El tiempo nuevamente se metió en su cuarto, como un intruso. Pasado, presente, futuro… Tenía ganas de colgarse. Poco a poco la cohetería se fue apagando. El silencio después del santo bombardeo era hermoso. ¡PAN, PAN, PAN, PAN,! El corazón de Alex casi se infarta. —¡Pintor… pintor… vengo por mi abrazo! ¡Abrí, maldito, vengo por mi abrazo! Era otra vez John Wayne, sólo que meado y descalzo.
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Contenido
Mariposas del vértigo3 Los prolegómenos del realismo lumpen El Señor de las Vacas 13 Pura Vita
23
Despedida de Soltero27 Mensaje de amor
33
Perfume de Mujer
43
La muerte olía a puta barata. 49 Assembled in Guate 57 Donde van dos caben tres
67
Un día en la vida de Óscar
87
Animal raro 107 Conversación en el museo J. & B. en el parque
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Pintura de Navidad 131
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Mariposas del vértigo se terminó de imprimir en abril de 2012 en los talleres de Armar Editores, 11avenida 2-49 zona 15, Colonia Tecún Umán, Guatemala, Centro América.