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Confesión en la vigilia

El eco de una parvada de aves graznando con furia me hizo abrir los ojos, ante ellos se hallaba un pasillo ancho como unacuadra completa. Los quejidos de las aves resonaban hasta el fondo de la oscuridad en la que me encontraba, y la frialdad no tardó en darme la bienvenida.

Íbamos de camino a la estación Alameda, teníamos una reunión con el autoproclamado Peligro para México, un fumetas que conocía muy bien la ciudad. “Ojos de halcón y oído fino como el olfato de un sabueso”, fueron las palabras del Capitán Ptolomeo para describir a Peligro. Para que el mismísimo Capitán Ptolomeo hable así de ti, significaba que era información color rojo hormiga.

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Tuvimos que ir a pata porque el motor del Mierdoso decidió tomarse un día de descanso. Yo y Sánchez estábamos desesperados por una nueva pista para este caso, dispuestos a recibir otro testimonio de un piedrero que juraba que estuvo en el momento del asesinato y que conocía a la víctima personalmente porque asistieron a la misma secundaría hace unos 20 años. Así de hambrientos andábamos por información.

Fue cuando giramos por Arreola que sentí una hinchazón extrema en la cabeza, acompañada de un pitido constante que se transformó en la furia de esos pájaros, y ese gélido viento que pinchaba mi piel como un picahielos. No importaba a donde moviese mi cabeza o postrara mis ojos, en Monterrey ya no estaba.

Arribademípudeobservarqueseestabaponiendo un cielo naranja. La poca luz que este trasmitía iluminaba unas hileras sin fin de estatuas que rascaban los cielos. Estos gigantes tenían un cuerpo flaco y largo que se extendía por kilómetros en vertical; sus rostros eran calacas encapuchadas, otras pelonas como la luna y una que otra que vestía coronas brillantes.

Logré hacerme una antorcha que avivé con mi encendedor. Empecé a andar sin rumbo, acelerado, derecho y sin mirar atrás. El sol empezó a ponerse, el pasillo se fue iluminando poco a poco, pero el frio seguía reinando ahí abajo; llevaba la antorcha lo más cerca posible de mí para que me compartiera algo de su calor.

Un escalofrío de mi cuerpo me dijo que me acercara a una de las estatuas. En un principio no quise hacerlo porque me transmitía desconfianza, pero el escalofrío insistió. La estatua era una de las coronadas, vestía una tela dura como una malla de acero reforzada, pero cálida como la comida de una madre para su hijo. Puse la antorcha a un lado para que hiciera de fogata y me coloqué la tela encima mío, como túnica.

El frío se detuvo en el instante que la vestí, ese fue el único momento de paz que tuve para contemplar esa dimensión. El sol iba haciendo acto de presencia, pero la tierra en la que andaba era gélida, no importaba que tan alto se pusiera el sol, el frío seguía reinando. Aproveché ese momento para analizar el qué era este lugar, era demasiado real para ser una alucinación (y mira tú que soy experto en la materia).

Tal vez era otra de esas pesadillas que habían empezado a atormentarme desde que partió Fer.

Me hundí bastante en ese pensamiento que no había notado la jaula que cayó en frente mío. –¿Cuánto tiempo llevaba ahí? –me pregunté–. De la nada un estruendo metálico se hizo presente en todo el valle, era el golpe de la jaula que había llegado tarde a la fiesta y pretendía ser el alma de esta. El sonido fue tan exagerado que logró destruir mis tímpanos; como un huevo quebrado, explotaron en el momento en que el ruido apareció. Empecé a gritar como un desgraciado y los pájaros regresaron a su discusión.

Una vez que terminé de sufrir, me acerqué a la jaula y empecé a investigar lo poco que quedaba de ella. Aparte de los metales doblados ydesparramados en el oscuro yfrío suelo, logré avistar un cubo blanco como el arroz, era difícil no pasarlo por alto, era el protagonista de esa escena.

El cubo era blando como un cerebro humano. De hecho, aparentaba ser uno, tenía unos surcos profundos y derramaba un líquido pegajoso con olor a aserrín.

–Aplástame –ordenó –. Desmiémbrame como esa pobre alma que tanto investigas, puerco. Anda, hazme trizas con tus sucias patas, solo así podrás huir de aquí, y tal vez darle fin a su sufrimiento mutuo.

Aun así sin tímpanos, lograba escuchar con claridad lo que este geométrico quería de mí, más bien, lo que exigía de mí. ¿Darle fin al sufrimiento mutuo?, ¿se refiere al caso? Quería interrogarlo, pero el cubo empezó a alzar más la voz que mis oídos volvieronaescupirsangre.Supliquéquesedetuviera, que solo así sería capaz de cumplir su deseo.

Tras unos minutos que tuve para recuperarme, volví a coger el cubo con mis dos manos de sabor metálico. Empecé a apretar con todas mis fuerzas y el cubo empezó a gemir de un dolor masoquista, tan fuerte que los pájaros se le unieron. Mientras más apretaba, más notaba mi progreso, el cubo respondía más fuerte y empezaba a escurrir un líquido morado de las cesuras.

Apreté los dientes y pulvericé al geométrico. Los pájaros volvieron a callar y en mis manos se hallaba una nota doblada que misteriosamente, la sangre del cubo no había manchado. Al desdoblar la hoja, leí un nombre, lo leí una y otra vez, lo repetí al aire y al silencio hasta que mis cuerdas vocales se cansaran.

Las aves volvieron con su infernal graznido, pero ahora enfocaron su rabia en la estatua que me abrazó consutúnica.Empezaronamerodearsucabezacomo una pandilla de motociclistas, CRACK-CRACKCRACK. Me acerqué poco a poco y logré apreciar como llovía sangre.

Aquí es cuando caí en cuenta de que las estatuas no eran lo que aparentaban ser, el material del que estaban hechas en realidad era piel, las estatuas no eran más que los cuerpos momificados de unos gigantes. Reyes, letrados de la corte, clérigos y escuderos de tierras lejanas. Y yo estaba invadiendo su cementerio.

De la nada las manos del gigante revivieron para aplastarse la cara, un gran estruendo retumbó en todo el valle junto al crujir de varias docenas de huesos de la parvada sanguinaria. El gigante me miró directamente a los ojos, yo estaba en shock, de no haber sido que su majestad empezó a agacharse, jamás me habría movido.

Ahora mi espalda estaba pegada al cuerpo del gigante que había soltado la jaula que tenía preso al cubo. El rostro del coloso estaba frente mío, tenía varios picotazos profundos y aves incrustadas en su cráneo del manotazo. Los ojos estaban huecos y dentro de ellos solo había oscuridad eterna.

El Rey movió la boca, estaba diciéndome algo, pero no logré captar nada. Una vez terminó de dar su mensaje, mi cuerpo empezó a temblar y el pitido regresó, solo que ahora viajaba por todo mi cuerpo, retumbando mis tripas y sistema nervioso. Volví a chillar del dolor mientras la boca del Rey me devoraba.

Abrí los ojos, me encontraba en el Mierdoso, solo y sudando frío. Al cabo de unos minutos Sánchez entró al vehículo con dos refrescos, actuamos con naturalidad, como un día normal. Le pregunté si ya íbamos de camino a la reunión con Peligro para México, lo cual sorprendió a Sánchez porque me informó que acabamos de reunirnos con él hace hora y media.

¿Y qué dijo? pregunté.

Nada que no hayamos escuchado antes: que estuvo en la misma secundaría de la víctima y ya sabes el resto. Lo útil fue que nos roló una dirección de una bodega que la víctima tenía bajo otro nombre.

¿Qué nombre?

Sánchez respondió. Era el nombre que me había dado el cubo.

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