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Yo maté a tu perro

I

Solo y despreocupado andaba Augusto un martes de su quinto semestre de la licenciatura, su última clase había concluido y se encontraba en el bus camino casa. El calor del verano regiomontano sofocaba las habitaciones de su hogar, La Toro descansaba en el poco fresco que podía ofrecer el suelo de la sala. A unos pasos de llegar a su hogar, Augusto sintió la mirada despectiva de su vecino de enfrente, Elmer Gruñón; un viejo ermitaño setentón de vestimenta cuadrada que guardaba un gran parecido con el personaje de los Looney Tunes; así como todo el pueblo sabía que Santiago Nasar iba morir, a excepción de él en la novela de Márquez, Elmer era el único que no sabía que el barrio lo había apodado de esa forma.

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Augusto tenía un ritual muy especial los martes al llegar a casa, como ese día sus padres se ocupaban visitando a su abuela, tenía la libertad de sentarse en su habitación, romper un pedacito de una tarjeta de Yu-Gi-Oh pirata de hace unos años, hacerle unos dobleces en forma de W al costado para así formar un cilindro; a su boleto del camión de la tarde le rompió una línea diminuta en vertical, colocó el ticket en V, su filtro hecho-en-casa al borde de éste para proceder a poner la marihuana que había trozado ayer para ahorrarse ese paso hoy; cierra el ticket, lo ahoga de saliva para que se mantenga derecho y ta-rá: un churro.

Siempre fumaba en el porche de su casa, pegado a la pared sintiendo el salvaje sol en la frente, esperando que su ardor se lleve el olor del porro, a su lado se hallaba La Toro quien siempre aprovechaba esta salida para ladrarle a lo que sea que tenía que ladrarle, el rugido de La Toro era muy reconocido en la colonia, en especial para Elmer, quien le sacaba de quicio el ruido que escupía la fiera del vecino de enfrente. Elmer no soportaba que el olor a marihuana invadiera su casa, él gustaba de pasar sus tardes en su patio viendo la vida pasar, gritarle a los chicos que pasaban en patineta o escuchar las conversaciones de las vecinas de al lado. Augusto sentía el odio de Elmer, era algo que había identificado el semestre pasado, incluso llegó a llevar la queja con los padres de Augusto que tomaron como ofensa, no podía creer que su hijo anduviera en esos pasos, aparte de que los padres ya tenían su historia de discusiones ridículas con el don. La queja entro por un oído y salió por el otro hasta llegar a caer en la tinta del boleto que Augusto estaba fumando.

Los demás vecinos no le ponían atención a Augusto o no les molestaba el olor, esa colonia tiene fama de vecinos bien locotes, desde Lute, un señor con un problema en la cabeza que nadie llegó a identificar exactamente que era, así que simplemente le tacharon de loco, pero eso no le impedía andar por la calle o apoyar en la tienda de abarrotes de don Fer, el barrio le quería y le ayudaba con lo que podía; fan acérrimo de Los Rayados de Monterrey. Falleció un invierno de derrame cerebral, todo el barrio se pintó deazul aexcepción delacasadeElmer; fueenterrado con una camisa de su equipo que se compró con una coperacha entre todos los vecinos. De ahí hasta Dionipio, hermano de Ferea, de la otra tienda de abarrotes quebrindafuncionesdepapelería; Dionipio gustaba vagar por las calles en un estado de ebriedad del tamaño del huracán Gilberto, discutiendo con el viento, molestando a los vecinos o siendo perseguido por las pandillas locales cuando les sacaba de quicio. Eso es una pequeña muestra de la locura del Valle de Trilce.

Una vez terminado el porro de Augusto y La Toro de ladrarle a la nada, entraron a la casa a disfrutar de sus actividades: dormir y jugar videojuegos en la computadora de la familia, mientras que Elmer se quedaba succionando el aire a mota de sus vecinos.

El ritual de Augusto se repitió desde el cuarto semestre hasta el séptimo, cada semana intoxicando sus pulmones con la serie de números y logotipos de la ruta 214; había días en que la serie sumaba 21, estos eran de la suerte, Augusto se los fumaba como Doc Sportello cuando desea la seguridad de Shasta Fay. “What’s up, Doc?”, serepetíapegadoalapared, con La Toro ladrándole a una lagartija.

Elmer “ya estaba hasta la madre”, la combinación del olor a mota y los ladridos de la beagle del otro lado de la calle le empezaron a dar náuseas y dolores de jaqueca, él los comparaba como un batazo a la sien. En una de estos batazos le reventó una vena, que lo llevó a causar un desastre en su cuarto como el CiudadanoKane.Unavezconcluidalarabietajuvenil del setentón Elmer, la vena pateó el hámster gordo que habita en su cabeza, y este accedió a caminar un poco en su rueda, movimiento que llevo a producir la idea de envenenar a La Toro; ya había escuchado queja de las vecinas que el ladrido del perro era insufrible y horroroso, pero la verdad era que las vecinas solo se quejaban que era muy ruidosa, lo de insufrible y horroroso era ficción de Elmer.

La idea era bañar un pedazo de carne en distintas sustanciasparapudrirlacarne yplantarloenlanoche, para aprovechar la salida matutina de La Toro para orinar y ladrar. Esperando a que el perro le tomara interés a la carne a excepción del olor industrial- químico que sudaba el bistec. Cosa que puso en marcha un domingo en la madrugada del séptimo semestre de Augusto. half_life360: cómo andas augusto? no te vi hoy en la escuela halowars97: qué tranza Iván, pues no bien. me envenenaron a la toro halowars97: la encontré esta mañana en mi cuarto ya ida, la noche anterior andaba vomite y vomite por la casa half_life360: no mames half_life360: lo lamento amigo half_life360: quién le haría algo así a la toro? halowars97: dudo que mis vecinas les molestara halowars97: mi mamá dice que si la consideraban ruidosa, pero aun así la querían a su forma half_life360: es que la toro era bien emblemática en la colonia half_life360: quién le haría algo así a la toro? halowars97: no sé pero tengo la sospecha que fue el pinche cabezón del elmer half_life360: tú crees? ese pelón es bien gruñón, pero tú crees que es capaz de matar a un perrito? halowars97: si we, ya has visto como se porta con todos ese don mamón half_life360: bueno eso es verdad half_life360: pero no tienes nada que lo pruebe half_life360: aunque tienes razón, ya recordé la vez que nos lanzó agua con la manguera porque andábamos jugando futbol en la calle cuando estábamos morros halowars97: jaja que nos acompañaba él alan, terminamos bien mojados halowars97: nombre, estoy seguro que fue ese don half_life360: pues ya sabes lo que dicen half_life360: el asesino siempre regresa la escena del crimen half_life360: de seguro le aventó un hueso echado a perder en la noche half_life360: echale un ojo a ver si se asoma half_life360: es más, no tienes un video de la toro ladrando? halowars97: si tengo varios videos en mi cpu donde ladra la morra half_life360: yo digo que le eches un susto al don, conecta las bocinas y reproduce el video a todo volumen; al cabo siempre anda ahí en su patio, a huevo escucha

El lunes por la mañana el portal de la casa de Augusto se abrió, La Toro salió con su aire autoritario, la reina paseaba por su reino y orinaba en sus territorios, unos pájaros empezaban a pelear en el árboldelabanqueta,estefueelmotivodelosladridos de la vieja Toro de esta mañana. Augusto se bañaba, el padre dormía después de una doble jornada laboral al igual que la madre. Habrán sido la vejez y el desgasto de usar su olfato de sabueso para oler la mierda de otros perros, pero ese día La Toro no logró percibir el olor a veneno de ese pedazo de carne que devoró.

En la noche La Toro presentó molestias: vomito, escalofríos y paranoia. El veterinario estaba cerrado, tenían que esperar hasta la mañana para llevarla a consultar. Durmió por última vez en el cuarto de Augusto, donde la hallaría la mañana siguiente. Tiesa.

Ese día Augusto tenía una entrevista de trabajo en una cafetería del Centro, a la cual se presentó con unos ánimos de pocos amigos. Dio una impresión pésima a los dueños, pero no estaba en su disposición el saberquéeralo quefatigabaaesejovenestudiante.

Tampoco es que Augusto le interesara el trabajo en ese momento.

La familia llevó el cadáver de La Toro con el veterinario, descubrieron que había sido envenenamiento; una rabia invadió el alma de Augusto.

El poste de luz de la esquina de la casa de Augusto emitía un fuerte zumbido en sus telarañas de cables que conectaban los medidores de las casas del vecindario. Este zumbido en cierta forma alimentaba los televisores, focos y estufas de las casas de Valle de Trilce. En la sala de Augusto brillaba el ojo negro de la pantalla de la computadora familiar, esta tenía desplegada un chat.

Y así siguieron ideando los viejos amigos. Augusto e Iván se conocieron en la primaria Chofeja jugando tazos. Se dieron cuenta que vivían cerca, así que empezaron a salir más. Cuando ambos obtuvieron una computadora, intercambiaron las salidas al parque para jugar futbol por la violencia de distintos videojuegos de disparos en primera persona. Ahora separados por sus facultades y vidas laborales, aún tenían la costumbre de hablar diario por sus computadoras.

Los amigos continuaron tramando distintos castigos para Elmer. Augusto quería agarrarlo a cachetadas hasta sacarle la verdad, Iván, que había estado incursionándose por los mundos del LSD, había vivido su primer mal viaje. Se lo describió a Augusto como “si agarrara conciencia de mi persona y reconociera todos los patrones de malas conductas que tengo”, claro que intensificadas por el nivel alucinógeno y la fuerte carga visual religiosa con la que creció Iván en casa. “Ver a tus propios demonios”, básicamente.

El diablito de Iván, que posaba en su hombro derecho, le parecía muy gracioso ver el efecto que esta sustancia podría tener en un setentón malhumorado. Y más al Augusto encabronado. Iván sabía dónde conseguir el LSD y Augusto tenía la rabia.

“Primero lo primero. Hay que confirmar que fue él”. El siguiente martes, Augusto procedería con su ritual y tronaría sus bocinas con el viejo video de La Toro ladrando.

Iv

En el invierno de 1950 un integrante peludo se añadía a la familia de los Pérez. Este traería mucho amor al hijo único. Lástima que una mañana el perro que dormía en el patio desapareció. El hijo recuerda esa mañana haber visto a un señor agachado acariciando a su nuevo perrito, en un abrir y cerrar de ojos ambos ya no estaban.

Los padres buscaron por todo el vecindario y no lograron dar con la persona que vio su hijo, ni con el perro. El niño se negó a tener otra mascota, los padres no tuvieron los ojos para notar que ese día había muerto una parte de la inocencia de su hijo.

Este recuerdo estaba muy bien enterrado en la psique del viejo Elmer, quien dejó que su inocencia muriera poco a poco, hasta formar un cementerio en la memoria traumada de su cabeza. No había sentido remordimiento desu acto, es más,sentía plenaalegría al no tener que escuchar el aullido bramado de La Toro.

Elmer leía su periódico y bebía de su taza. Era martes y el olor a marihuana llegó a sus narices. Una mueca nomás, al menos ya no tenía que escuchar los ladridos del perro. Hasta que sonaron con fuerza.

Augusto tenía el ojo bien pelón hacia la casa de Elmer, fumaba su cigarro de mugre sin pestañear, esperando un movimiento en falso del territorio enemigo. Elmer saltó del susto al escuchar los ladridos. “Bingo”, se dijo para sí mismo Augusto.

Ese día no se llegó a más. El ritual se repitió por las siguientes tres semanas yAugusto logró leer la ira de su vecino con facilidad, veía la frustración en sus ojos cada que la computadora ladraba. Era hora poner en marcha la fase dos del plan.

Elmer salía de compras los sábados, sorprendentemente hacía todo su mandado él solo en elmercadodelaFlorida. Todaslasmañanas seleveía andando con su vestimenta cuadrada; aun así para ser un setentón que se la pasaba sentado en el patio de su casa,teníaunbuenfísico.Estosedebióaquepractico deporte en toda su vida. Aquí también creció su desprecio a las drogas, sus entrenadores siempre iban con el mismo discurso, y Elmer se lo comía como si fueran patatas.

Había un trazo desolado donde siempre pasaba en su camino a la Florida, su recorrido era de lo más cotidiana hasta que doblando una esquina estaba Augusto. Elmer detuvo su paso al verlo, este le regresaba la mirada con una decisión punzante, a la que Elmer respondió con un gruñido que solo escuchó él mismo y siguió paso.

Augusto empezó a caminar detrás del viejo. Este sentía sus pasos, anduvieron así unos minutos hasta que Elmer empezó acelerar. Tap tap tap, tronaba el paso de Augusto cada vez con más fuerza hasta que alcanzó al viejecillo con un zape en la calva.

“¡Ahora si te cargó la chingada, ruco!”, fue lo que exclamó Augusto cuando arrastraba a Elmer a una calle sin salida. Lo sentó y lo amarró a un barandal. Elmer pedía ayuda, pero ambos sabían que en esa parte no había nadie que los pudiera escuchar. Las casas de alrededor las habitaban solo los vagabundos y las ratas. “Ni madres, vejete”, y empezó el interrogación.

“¿Tú envenenaste a mi perro, verdad? ¡Dímelo! ¡No te hagas pendejo! ¡¿Fuiste tú?!”, gritaba Augusto consumiradapunzante,clavadaenlosojos asustados del viejillo cascarrabias. Las preguntas y los insultos siguieron hasta que los 70 años de Elmer mostraron su cansancio: “¡Si, fui yo! ¡Yo maté a tu perro!”, empezó a chillar el anciano.

Augusto escuchó las lágrimas de Elmer, jamás lo había visto tan vulnerable. Por un momento vio al niño que se levantó una mañana para ir a saludar a su perro, y se encontró con la nada. Augusto sintió asco por sus acciones y soltó a Elmer, quien seguía en su llanto, reveló a su adversario la historia de cómo perdió a su mascota. Elmer admitió haber envenenado a La Toro, lo lamentaba bastante, se ofreció a hacer lo que sea para enmendar su error.

“Abre la boca”, dijo con seriedad Augusto.

Epilogo

Augusto se había graduado y encontró un trabajo. Ahora se le veía en las noches llegar a su casa y degustar de un porro antes de ir a dormir. Ya no volvió a ver a Elmer, lo último que supo a raíz de sus vecinas es que de repente ya no lo habían visto en un buen rato. Algunos testimonios de los loquitos de la cuadra decían que andaba por el rio del cerro, hablando locuras y vagando en compañía de una pandilla de perros.

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