Catálogo Exposición G. Colon

Page 1



DESPUÉS DE LA CATÁSTROFE, LA MATERIA

(Sobre Productos de la Zona de G. Colón) por Adolfo Vera

Después de la catástrofe, los objetos perduran, hechos trizas, convertidos en puros fragmentos sin nombre, repartidos sordamente alrededor de los páramos que conforman la Zona. El discurso, en cuanto ordenamiento de signos y significados que funciona como sistema, ya no sirve para nombrarlos. En la Zona ya no hay discurso, sólo fragmentos de lenguaje fosilizado cuyo carácter de objeto les emparenta a los otros, los enterrados o quebrados, los quemados y abandonados, los torcidos o deshuesados. Para referirse desde el lenguaje a la Zona habría que postular un conjunto de signos cuyo ritmo produjera un movimiento de significados que se realizara sólo a partir de la disonancia, de la ruptura y del quiebre, mas nunca a partir de la continuidad y la totalidad. Justamente lo que aparece objetivado -convertido en cosa, en fragmento concreto, que pesa y ocupa espacio- en la Zona es la catástrofe que puso fin -no sabemos exactamente cuándo, pero sí podemos afirmar que en un momento, tal vez el inicial, del siglo XX- a la pretensión de totalidad que definió el devenir de una cultura -un modo de sentir y de pensar- que nombramos como occidental. Justamente una cultura que, desde su fundación platónica, quiso privilegiar, definiéndolo como más real, aquello que ante el sentido común era lo menos real -las ideas, los conceptos, las palabras, los números, en fin, la cifra. De este modo, todo lo perteneciente al mundo de lo visiblemente más real fue expulsado, por medio de un ardid cuya temeridad revistió para siempre de un halo de misterio y severidad a sus autores -los filósofos- , de la consideración de lo verdadero y lo existente. Se procedió a despreciar lo visible, lo concreto, lo que pesa y ocupa espacio: los objetos y las cosas. Aquel desprecio, no hay que olvidarlo, surgió en los primeros filósofos -Sócrates, Platón y Aristóteles- a partir d e u n a consideración que encierra no poca sabiduría: aquella según la cual lo puramente visible -por oposición a lo inteligible- está gobernado por un movimiento indetenible (aquel río en el que nadie se baña dos veces del que habla Heráclito) que no es susceptible, en sí mismo, en la consideración de su pura materialidad, de ser determinado unitariamente desde la postulación de una totalidad invariable. Sabemos que ya los presocráticos se enfrentaron a tal dilema, y que ellos también -no obstante las dudas de un Heráclito o un Demócrito- prefirieron el paso a una realidad ubicada más allá de lo visible en la qu e po dr ía ha ll ar se alguna entidad -nunca sensible, nunca concreta- cuya

i

In Memoriam: Xuan Lluis /24x22x29 cms.


invariabilidad e inmovilidad satisfacieran aquella extraña ( y acaso enfermiza) necesidad de totalidad que empezó a afectar a aquellos griegos, y que ya entonces se instauró como el corazón de un modo de pensar, incluso de sentir, que perduraría por más de dos mil años. Por aquel espacio de tiempo la abstracción, cuyo modelo no es otro que el capital, pisoteó, mutiló y descuartizó a lo que, antes de los filósofos, era lo más real : aquello que pesa y ocupa espacio, los objetos y las cosas. Por ello la Zona, como símbolo de la muerte de la totalidad y por ende de la filosofía, significa una suerte de venganza de los objetos y las cosas contra la abstracción (contra el Ser, la Idea, el Concepto, el Capital). Venganza, en cualquier caso, paradójica, frustrada, fracasada: los objetos no han podido ocultar la violencia con que la abstracción los ha fragmentado, y aparecen descuartizados, quebrados, destrozados. ¿Por qué murió la totalidad, y por ende la filosofía -y toda una concepción del arte y de su práctica derivada de ella-, en cuanto discurso que pretendía asegurar, no obstante la evidencia, la existencia y la necesidad de aquélla? ¿Cómo es posible afirmar el fin de su gobierno, y el posterior inicio de la fragmentación de la realidad, el nacimiento del reino de los objetos y las cosas, la cosificación? No es preciso aludir aquí a los fundamentos últimos de la cuestión, sino a sus señales más evidentes, a sus signos más notorios. En primer lugar, habría que señalar que lo que aquí llamamos muerte de la totalidad traduce un fenómeno -en cuyas raíces sociológicas no ahondaremos-, que comienza en el momento de la consolidación del capitalismo, en los inicios del s. XIX, y que se define como una paradoja: aquélla que describe la progresiva sobrepoblación del mundo de objetos producidos artificialmente cuya concretitud viene a liquidar el predominio de lo natural en la relación del hombre con el mundo, y que -aquí la paradoja- en vez de vincularle con la mat eri ali dad de tal es objetos, le obliga a asegurar la total abstracción en las relaciones de los sujetos sociales entre sí, y de éstos con la naturaleza y el mundo. Esta época, que es la del Poe fascinado con la belleza de lo artificial, o la del Baudelaire encantado con los escaparates y realizando el "elogio del maquillaje", es asimismo la de la consolidación de la fr ag me nt ac ió n de l mundo, la del quiebre definitivo de la unidad del sujeto, la del paradójico triunfo de la abstracción -el flujo indetenible del capital- realizado en la proliferación insostenible de objetos cuya artificialidad (totalmente desvinculada de su origen natural), no obstante su materialidad, los irrealiza: habría que hablar entonces, y aquí esto sólo queda enunciado, de esta época como la del inicio del proceso de irrealización del mundo en virtud del predominio de la reproducción mecánica industrializada. Sucede entonces que los objetos, siempre artificiales, vienen a ocupar el lugar que antes detentaban las ideas y los conceptos. Ahora bien, si por medio de las ideas, dada su virtualidad pura, era posible satisfacer aquella

ii

Subida y la mía se cruzaron /36,5x4,5x41,5 cms.


necesidad de totalidad de que hablábamos al inicio, ahora los objetos, que en su circulación indetenible se irrealizan, manifiestan a la realidad y al mundo -en el sentido heideggeriano de la suma de los entes- como una acumulación de fragmentos que nunca pueden constituir una totalidad. Esta fragmentación, como vieron los románticos alemanes y sobretodo Hegel -quien de hecho elaboró todo su sistema en virtud de la esperanza de poder solucionar esta cuestión- , implicó una división al interior del sujeto mismo, en el centro de su conciencia en adelante desdichada. En tal sentido, ni siquiera la historia -el relato de los aconteceres humanospuede verse ya como una unidad que se desenvolvería a partir de momentos cerrados que avanzaran progresivamente, posibilitando finalmente la visión del pasado como totalidad, sino que ha de comprenderse como la acumulación de relampagueos o destellos que se iluminan mutuamente, y que en ningún caso avanzan hacia una meta (en la visión moderna, el progreso), sino que -a partir de rupturas, saltos, quiebres- tejen el hilo discontinuo de un relato que no ha de esconder su artificialidad. Las "Tesis de filosofía de la historia" de Benjamin, además de postular la visión recién descrita, insinúan la necesidad teórica -explorada por Benjamin en múltiples textos- de asumir la pérdida definitiva de la posibilidad de satisfacer aquella necesidad "humana, demasiado humana" de la totalidad o la unidad, por medio de una concentración -cercana al gesto del anticuario o del bibliófilo- en los detalles mínimos y -desde el punto de vista de la totalidad- insignificantes, en las miniaturas, en aquellos problemas que sólo podrían interesar a un investigador de futilidades (repitámoslo: en el mundo dominado por el capital, todo se relativiza y futiliza, pues ya no hay un referente trascendente al mundo, sino que todo queda a merced del movimiento azaroso del capital). Por su parte, Adorno no se cansó de investigar, no sin pesimismo y melancolía, cómo el fracaso de la pretensión de totalidad -fracaso que es causa y efecto al mismo tiempo del derrumbe de la "Aufklärung"-, fracaso producido por la evidencia terrible y cruel de las condiciones materiales de la sociedad, había producido un mundo donde no hay más que mónadas aisladas, vacías de contenido y significado, que repiten un movimiento mecánico y que, al intentar comunicarse -nada más afectado y diríase torturado que el lenguaje por las condiciones materiales referidas- sólo mostraban una incapacidad ridícula y risible (esto, por lo demás, ha sido concienzudamente evidenciado por el desarrollo de la poesía en el siglo XX, desde Pound hasta Aschbery, pasando por Celan y Auden). Los objetos, en este contexto, aparecen como el único dato al que puede aferrarse el sujeto dividido, como la única materia desde la cual poder construir lo que sea, aunque tal dato sea tan efímero como el humo y tan escurridizo como el agua. La Zona, decíamos, es un territorio cuyos productos ofrecen, con una concreción trágica y una materialidad indesmentible que niega la abstracción producida por la apropiación del mundo por parte del capital, la evidencia dolorosa pero afirmativa

iii

Al pie del (calzado) cadalso /29x8x103 cms.


de la catástrofe de la pretensión histórica de totalidad. Estos objetos, no obstante, no se muestran totalmente depurados de la determinación con que la cultura fundada en semejante pretensión regula los ámbitos de circulación de las cosas. Pues éstas, y por ende los objetos, no fluyen al interior del mundo occidental más que a partir de una regulación que pre-determina las circunstancias de sus movimientos: justamente los ámbitos que, diferenciados, se generan como efecto de tal pre-determinación posibilitan, a su vez, que tanto cosas y objetos se distingan en géneros y especies particulares. Ahora bien, una especie particular de objetos es la que incluye a las llamadas obras de arte. Habría que remitir a la única fortaleza -la determinación del carácter cósico de la obra de arte- del célebre texto de Heidegger sobre el origen de la obra de arte para comprender más hondamente esta cuestión. Bástenos aquí asumir de entrada que los objetos que la Zona nos ofrece como sus pro du ct os se pretenden , ellos mismos, como miembros de la especie de co sa s denominadas obras de arte. Esto implica que necesariamente debemos comprender la pertinencia que ellas poseen al interior de lo que se entiende por "arte". Más arriba aludíamos a cómo la misma cultura fundada en la pretensión de totalidad produce, ent re sus múl tip les consecuencias, la determinación de un ámbito de actividad humana conocido como arte. Tal vez no sería demasiado aventurado señalar que dicha actividad -la de producir obras de arte- sea propia únicamente de la cultura occidental, y que cuando hablam os de arte oriental o de arte africano no hacemos más que repetir un gesto etnocéntrico que, a su vez, también participa de la esencia de aquella cultura. Pues, como veremos, decir de una obra -de un ergon, vale decir, de un producto humano cuya artificialidad violenta siempre la espontaneidad del sustrato natural- que pertenece al ámbito del arte significa aludir a que ella participa de ciertas condiciones (originalidad, mimesis, genialidad, etc.) que sólo pueden ser exigidas de miembros de la cultura occidental, y que en las manifestaciones "artísticas" de las otras culturas no aparecen. Justamente, aquellos que iban a consolidar la determinación de la esencia de Occidente como la respuesta ramificada en los más diversos ámbitos de saber- a la pretensión de totalidad, Platón y Aristóteles, sellaron las condiciones epistemológicas y prácticas según las cuales una obra es susceptible de ser considerada como de arte. Evidentemente, Praxtíteles, Fidias, Píndaro o Sófocles produjeron sus obras con independencia de las teorías de Platón y Aristóteles, motivándolas en gran medida, pero justamente ello implica que los filósofos vinieron -como decía- a sellar un tipo de actividad (muy distinta, por ejemplo, a la de los "artistas" egipcios) cuya particularidad permite afirmar que se trata de una verdadera revolución. Desde Platón y Aristóteles, y hasta la actividad teórico-práctica de Marcel Duchamp, el arte ha sido definido desde la noción (que determina y es determinada por una práctica correlativa) de representación. Esta noción es preciso entenderla en relación con el concepto de mimesis. Desde Platón se ha pensado que la actividad artística consistía en la creación de un mundo ( el de la imagen o eidolon) paralelo al natural inmediato y sensible que Cruz pimentón /19x1x23 cms.


se conectaba con él porque lo repetía o re-presentaba, efectivamente no tal como es (puesto que permanecía, igual que éste, anclado a la apariencia, que no es más que una copia de la Idea verdadera), pero sí extrayendo sus características más relevantes e intentando plasmarlas como debieran ser: de aquí que sea un error pensar que la mimesis refiere a una actividad puramente reproductiva o de copia, puesto que incluye la fantasía creadora que le permite al artista participar del ideal (suerte de imposiblidad por la cual el artista, románticamente, se inmola). La "representación", por tanto, refiere a la capacidad (psicológica, lo sabemos después de Kant) de, a partir de la extracción de ciertas características fundamentales de determinado ámbito natural, concebir una imagen paralela a éste, que lo imita no obstante va más allá, y posteriormente concretarlo, a partir de ciertos procedimientos cuyo dominio cabal lo da la experiencia y la maestría, en una materialidad (el óleo, la piedra, la palabra) que se determina como apariencia estética. Ahora bien, en la historia de la teoría del arte occidental se aprecia claramente el predominio, como problema, de la imagen referida, en cuanto entidad psicológica abstracta, por sobre la materialidad concreta de la obra, su apariencia. Desde Platón hasta Kant, pasando por Agustín y Alberti, la pregunta en torno a la naturaleza de la actividad artística es respondida apelando a categorías subjetivas -imaginación, inspiración, genialidadque no consideran la materialidad de la obra, su carácter cósico, como un problema central. Habría que esperar a estéticas más materiales -como la de Hegel, como la de Marx-, en las que la cuestión subjetiva de la "representación" es analizada al mismo nivel que los asuntos puramente matéricos, cuya evolución por cierto es lo que determina el movimiento de la historia del arte, para encontrar análisis que no pasen por alto el mencionado carácter cósico de la obra. Aquella preponderancia -dicho sea de paso- refiere a un asunto de economía política (a ello se ha referido J. Der rid a en su ensayo "Economimesis"): a saber, la denegación del trabajo en la materia, su ocultamiento, por cuanto es el signo de una práctica social la artesanía- de la que tanto los filósofos como los artistas mismos, tanto en la Antigüedad griega como en el Renacimiento italiano, no así en el medioevo, pretenden separarse, en virtud de un a d e m á n aristocratizante. Ahora bien, en el ámbito de la historia de las prácticas artísticas -cuya relación con la "teoría" de dichas prácticas no es necesario reducir, para comprender su importancia, a una cuestión de primacía de uno por sobre otro- , en la hi st or ia de l ar te mismo, se observa, al menos en una concepción que muy genéricamente podríamos denominar "clásica", un predominio se me ja nt e de lo subjetivo-abstracto por sobre lo material-concreto. Se suele referir a este predominio como a un afán por ocultar el proceso por medio del cual se produce una obra. Se trataría, entonces, de, en virtud justamente del dominio (la maestría) que sobre una técnica o procedimiento se posee, ocultar todo lo relativo a ello -pues se es artista y no artesano- y hacer que el modo de aparición de la apariencia estética (lo relativo a la forma) se Álbum de Familia /41,5x5x41,5 cms.


estructure como naturalidad. Todas las categorías estéticas conocidas como clásicas (armonía, perfección, belleza, contemplación, unidad, etc.) se orientan desde y hacia esta naturalidad. Ella determinará, en las estéticas posteriores a Diderot y Kant, la aparición de una noción tan importante como es la de genio. Según Kant, el genio es el modo cómo la naturaleza -vuelve la cuestión de la representación y de la mimesis-"da la regla al arte", vale decir, regula sus movimientos y circunstancias a partir de la armonía, la perfección y la belleza. Todas estas pretensiones, que el arte debe satisfacer para ser considerado como tal, provienen de una concepción de la realidad en la cual las ideas de totalidad y unidad aparecen como preconceptos sin los cuales no se puede emitir juicio alguno. La teoría romántica se encargaría de profundizar este carácter de maestra que posee la naturaleza por sobre el arte, fundamentalmente por cuanto es capaz de asegurar la unidad y la armonía que toda obra debe poseer para alcanzar la belleza. Pero no hay que olvidar que el mismo Kant es el teórico más importante de lo sublime, noción que justamente gracias a la teoría romántica comenzaría a filtrar elementos -lo grotesco, el terror, el mal- que atentaban radicalmente contra las pretensiones justificadas por la totalidad. Estas pretensiones, co mo se ve, se basan en el olvido voluntario de lo propiamente material de la obra de arte, olvido que obliga a reconcentrarse en lo p u r a m e n t e espiritual -desde Platón hasta Kant, o desde el Bizantino hasta Kandinski- , ya que se considera (y es correcto hacerlo) que lo material necesariamente conduce al fragmento, a la ruptura de la armonía, al quiebre de la Unidad. Lo material, en sí mismo, y de aquí proviene su denegación por parte de Platón, está enfrentado a los avatares de la experiencia, y fundamentalmente del tiempo. Lo material -la piel de las cosas, el rostro de los objetos-, a diferencia de lo Ideal, debe soportar el transcurso del tiempo, su daño, el peso de la muerte. Benjamin ha señalado, en su ensayo sobre el drama barroco alemán, que una estética apegada a lo material, a las cosas mismas, necesariamente habrá de ser melancólica, porque la fijación en la materia implica la concentración en el ocaso, en la vejez, en el tránsito hacia el desperdicio. Igualmente, y por lo mismo, la obra de arte que participa de dicha estética no será unitaria ni armónica, ya que sus partes no funcionarán hermanadas en virtud de la unidad o armonía final, sino que entre ellas subsistirán pequeñas o grandes fracturas, ciertos quiebres, algunos abismos. Serán, dice Benjamin, alegóricas, no simbólicas. La alegoría es la figura que expresa al fragmento, al pedazo, al resto. Nos alejamos, como se ve, de la pretensión clásica de totalidad, y nos acercamos, por ello mismo, a los "productos de la Zona". Es necesario todavía dar un rodeo antes de concentrarnos de lleno en la Zona. Ese rodeo tiene un nombre: Marcel Duchamp. Con Duchamp se origina en el arte occidental la aparición de los objetos. Ello implica que con la aparición de este artista se consuma la muerte de la representación -y, por ende, de la subjetividad en arte. La anestesia radical a la que apelan los Ready-mades, como atentado contra la "pintura retiniana", de sensaciones subjetivas, significa que, por primera vez en la historia del arte, los Contenedor /44,5x6x38,8 cms.


objetos -vale decir, aquellas cosas producidas por el hombre con una utilidad determinada- pueden hablar con su propia voz, sin necesidad de ser "representados" -transidos de los valores culturales que surgen de la pretensión de Totalidad- , ni siquiera de ser evaluados plástica o pictóricamente. A fin de cuentas, ello va a implicar acabar no sólo con una determinada tradición del arte (a la que Pablo Oyarzún, en su importante estudio sobre el Ready-made, llamará "estésica", fundada en la sensación), sino que lisa y llanamente con el arte mismo. El nombre "Ready-made" no viene a instalarse como un procedimiento más en el cúmulo de los procederes artísticos, así como el collage cubista o el objet trouvé surrealista, sino que viene a reemplazar el nombre obra de arte. Esto, sin embargo, es problemático, porque efectivamente en el Ready-made persiste uno que otro elemento propio a la obra de arte, fundamentalmente el relativo a la composición (aspecto central, como demuestra Adorno en su Teoría estética, del momento estético de la forma). Sin embargo, lo que a nosotros, pensando en los "productos de la Zona", nos interesa del proceder duchampiano, más que las tan mentadas anestesia o descontextualización, refiere al rescate de un trabajo que podríamos llamar más artesanal que artístico. Más arriba señalábamos que la denegación de la artesanía, por parte del clasicismo griego y renacentista, refería a un aspecto económico-político de la concepción que del arte se posee en la cultura fundada en la pretensión de totalidad. Este aspecto señala que, en arte -esto no ocurre en artesaníalos procedimientos técnicos deben refinarse hasta tal punto de modo que, en el momento preciso, sean capaces de ocultarse y, en su concretitud, dar paso a la supremacía que le corresponde a lo abstracto-subjetivo. Esta supremacía, de hecho, puede permitirse algo que al artesano le está negado, a saber, los caprichos y las locuras de la genialidad (caprichos y locuras que bien podrían aplicársele a Duchamp, lo que le vincularía al arte tra dicional , si él no s e hubiese encargado de repetir, con una insistencia que sin duda reflejaba que ahí había un punto a partir del cual, en cualquier momento, podría filtrarse la tradición, que su llegada a los objetos estaba precedida, siempre, por una indiferencia radical). Se trata, pues, de que la mente -la inspiración, el talento, el genio- domine a la mano tal como el señor domina al siervo (o el jefe al empleado). Ello, por otra parte, asegura la posición social del artista (cuestión que les importaba en no poca medida a los artistas renacentistas, qu ie ne s de sp re ci ab an el gremialismo obreril de los artistas medievales). El trabajo de Duchamp, pues, al acabar con el sujeto plástico tradicional, derrumba sus pretensiones históricas de genialidad, y por ende -como veíamos a propósito de Kant- el vínculo de dependencia que el artista poseía con respecto a la madre natura (vínculo que todavía había determinado a artistas tan revolucionarios como Van Gogh, Gauguin y Cézanne). La labor del artista ya no consistirá en "representar" la natu rale za (ni siqu iera aquella que aparece deformada por la pasión -Van Gogh-, los sueños -Gauguin- o los prejuicios plásticos de representación -Cézanne-). Se tratará, en el caso del arte objetual inaugurado por Duchamp (y que en nuestro Artista del alambre /30x14x36 cms.


país posee una escuela reducida pero interesante, que va desde Alberto Pérez hasta G. Colón, pasando por Fco. Brugnoli, Juan Luis Matínez y Claudio Bertoni), de "presentación" y no de "representación", lo que implica al menos como voluntad poética- un esfuerzo por saltarse aquellos valores culturales, centrados en la construcción de la subjetividad, que nosotros hemos considerado como constituyentes de lo que se ha llamado aquí la pretensión histórica de totalidad. Ahora bien, lo propiamente artesanal del arte objetual no dice relación con la depuración técnica del artesano, con su maestría o dominio de oficio -de ese modo se vincularía a un aspecto que, aunque oculto, pesa igualmente de modo fundamental en la concepción tradicional del arte plástico occidental- , sino que más bien con su capacidad de hacer hablar al objeto de un modo autónomo. El artesano es capaz de sacrificar todo lo referido a su ego (inspiración, creatividad, fantasía) con el fin de permitir que la materia hable por sí misma y se muestre en su pura capacidad de ser objeto (utilitario o de arte, lo mismo da). Que en el caso del arte objetual el medio privilegiado a partir del cual se permite que la materia, y su capacidad de ser objeto, cobre su voz autónoma, sea una instancia que podríamos llamar cerebral (por no decir mental, término que lleva una carga de subjetividad que en este caso es preciso desechar, atendiendo a la indiferencia duchampiana), y no a la instancia manual propia al artesano tradicional, no es de capital importancia en el contexto de nuestros desarrollos. Como señalábamos, el cómo de ese habla de los objetos determinará, de todos modos, la exigencia por parte del creador de componer una obra, y en ese sentido -y no obstante los reiterados esfuerzos de Duchamp por provocar lo contrario-, tales productos (los Ready-mades) podrán ser objeto de una reflexión estética, aunque de una profundamente distinta a la tradicional. Pero ya es el momento de observar cómo G. Colón compone sus objetos, de qué modo es capaz de hacer hablar a la materia y a su contingencia temporal, a partir de qué metodología otorga voz a lo que ya nadie quiere oír. Los "productos de la Zona" nos hablan -con palabras que, a diferencia de las nuestras, antes de ser conceptos son propiamente materia, sometidas al tiempo y a la muerte-, como decíamos al inicio, de catástrofe, y ésta (así intentamos demostrarlo a través de nuestro recorrido) lo es de la pretensión histórica de totalidad, vale decir, de aquellas categorías fundantes del modo de ver occidental y que conciernen, modernamente hablando, a la construcción de la subjetividad, a la primacía del espíritu sobre la materia, del yo sobre el mundo, de lo abstracto sobre lo concreto. Aquellas categorías aseguraban la estabilidad, la unidad, la armonía -la materia (la carne y el mundo), por el contrario, han significado siempre para la percepción occidental cuestiones relativas a la finitud, a la precariedad, a lo efímero. Son é s t as justamente las cuestiones que le interesa destacar a G. Colón. El sitio donde halla sus "productos" (la Zona, en alusión a aquel lugar al que un escritor y un científico son conducidos,

iv

Taza de interés retenida /27x20x33 cms.


en la película de Tarkovski, por el guía Stalker, y en el que el tiempo y el espacio han sido abolidos, dando lugar a un puro paisaje fuera del mundo y de la vida) es una suerte de descampado en el que se acumulan los objetos desechados por la cultura de la sobreabundancia de lo artificial y del desprecio de aquello que, en su piel, muestra los signos del tiempo y de la muerte. G. Colón -un auténtico alegórico en la interpretación benjaminiana- se solaza leyendo en esos objetos tales signos, oyendo su voz que habla del olvido y del terrible paso -y peso- del tiempo. Como los poetas barrocos alemanes, encuentra la mayor intensidad de la vida justo en donde ella declina, dando sus últimos estertores, pronta a desaparecer: es como si, en una taza rota, en un guante de obrero abandonado y sucio, se encontrara el punto neurálgico donde la vida que esos objetos, a punto de morir, desarrollaron por largos años, se alzara en su último y más eléctrico estallido. Se trata, pues, de retroalimentar un circuito que al Capital le interesa que, en determinado punto, culmine: el circuito de los objetos que, por condición de producción (y siempre con el fin de alimentar las fauces hambrientas del Capital), deben ser continuamente renovados -y entonces, botados, eli min ado s, "de sec had os" (ha sta el cansancio hemos escuchado el cliché de que nuestra cultura es la cultura de lo desechable): la Zona investigada por G. Colón es, justamente, el lugar -fuera del tiempo y del espacio del Capital- en que esos objetos, con la misma resignación que los elefantes, van a morir. Tornillos, maderas, hormas, vidrios, loza rota, etc., se transforman en alegorías (sabemos ya por qué no en símbolos) de una sociedad que elimina rápidamente aquello que evidencie los signos del gasto y del daño del tiempo (y por ende, lo repetimos, comunique con la muerte). ¿Cuál es el fin, entonces, de resituar a esos restos desechados, despojados, transformados ahora en objetos mutantes, inauditos, en el mismo circuito que los expulsó? ¿Por qué hacerlo apelando a un código que, históricamente, ha participado activamente en la consolidación de un tipo de comprensión de la realidad (el basado en la abstracción, cuyo modelo es el capital) que implica la división del hombre consigo mismo, con su entorno y la naturaleza, a saber, apelando al código del arte? ¿No significaría esto que se estaría maquillando, al conformarlos como obra de arte, a estos restos que, por sí solos, gritan violenta o tiernamente el lado oscuro de lo que somos, de lo que hemos llegado ser? Todas estas preguntas aluden a paradojas vivas, a inquietantes aporías. Pero es preciso no prestarse a equívocos. El tipo de manifestación artística en la que se incluyen las composiciones de G. Colón refiere, en gran medida, a ese acto de suma rebeldía en contra de la tradición del arte autónomo -ese que se gestó paralelamente a la sociedad burguesa, como uno de sus epígonos, que se divide bajo el esquema de las "bellas artes" y que se almacena en los museos- que se llamó "Ready-made". Como veíamos, al postular Duchamp un tipo de obra centrado en la "indiferencia" sensorial (anestesia contra el arte retiniano) instauraba una ruptura radical frente a las categorías estéticas básicas a partir de las que, desde los inicios de la reflexión en torno al arte, se pensó la experiencia artística, a saber, las categorías de productor y espectador. Los Ready-mades no son más productos de un genio que han de ser comprendidos (gustados, enjuiciados) por Cruz roja surtido express /31,7x1x44,5 cms.


un espectador formado en el conocimiento de la cultura -ellos implican, por el contrario, verdaderas acciones de crítica teórico-práctica que se constituyen en cuanto tales gracias a un espectador que es, a su vez, productor. Entonces, una de las cuestiones básicas que quedan diluidas en virtud de la indiferencia duchampiana es la cuestión del estilo. Históricamente, y en términos muy básicos, por estilo se ha entendido la compleja dialéctica que se establece entre los lenguajes formales particulares de los artistas y aquellos que otorga la tradición; el momento de síntesis de tal dialéctica, y esto es lo importante, está dado siempre por la necesidad de producir placer estético (visual, mental, auditivo, etc.) en el receptor-espectador de la obra, y las fórmulas propuestas por los artistas particulares, por innovadoras que sean, deben respetar esta condición. Ahora bien, la anestesia duchampiana implica, necesariamente, la abolición de cualquier pretensión de otorgar o encontrar placer, ya sea de aquel que surge de la contemplación de la pura apariencia de la obra (la disposición de la relación entre dibujo y color, el ordenamiento de palabras o sonidos en una estructura formal, etc.) o de la comprobación del virtuosismo (dominio técnico) del productor. Y si, metaforizando, bien puede decirse que por estilo se entiende el conjunto de códigos que permiten al artista maquillar la realidad (o el modelo a representar), con el fin de limpiar sus manchas y rellenar, con la plenitud del ideal, sus vacíos y hoyos, entonces, para un arte que pretende imponer un lenguaje sin estilo, la realidad nunca será motivo de maquillaje ni de embellecimiento artificial. Aquel arte, muy cercano al empirismo radical del que hablaba Bataille, permanecerá apegado al dato concreto, al material, al objeto a la presentación, no a la representación. Las obras de G. Colón son herederas de las de Duchamp justamente en este aspecto. Por ello, aunque los restos y fragmentos que las conforman son extraídos del afuera extremo que es la Zona y re-situados otra vez en el espacio-tiempo del que un día fueron expulsados, ellos siguen gritando el mismo grito pues no hay maquillaje ni estilo en su puesta en escena. ¿Y si no hay estilo, qué hay, pues? Intensidades de reflexión y emoción que circulan libres e indeterminables, de un modo no pre-concebido (como en el caso de la experiencia tradicional) entre productor, obra y receptor. Detengámonos, por último, en los objetos utilizados por G. Colón, en cómo son éstos desplazados con fines de composición. En primer lugar a G. Colón no le interesa el mismo status de objetos que a Duchamp (o que a un Juan Luis Martínez, más apegado a éste)- no le interesan los objetos que circulan actualmente en los circuitos de consumo o uso cotidiano, sino los que ya han dejado de circular, y que por ende ya no son reconocibles en el circuito ( en tal sentido su opción estética le vincula directamente con el arte povera que floreció en la Italia de los años 60', y que en Chile ha encontrado cultores como Claudio Bertoni o Cecilia Vicuña). Esta opción, diríamos (por no encontrar término más adecuado) temática, aunque aquí el "tema", a diferencia del arte tradicional, no va por el lado del significado sino por el del significante, siendo óntico y no ontológico, esta opción le obliga, al mismo tiempo, a un trabajo sobre el material distinto (y que igualmente dice relación con Potro /53x5x81,5 cms.


esa fijación melancólica en la precariedad, en la finitud, en lo efímero); pues si a Duchamp (y a Martínez) le interesa un trabajo sobre el material cuya limpieza implica que la cuestión central se juega más en el nivel de los conceptos que en el de la apariencia propiamente tal, aunque entre ambos se produce un cruce y una comunicación, a G. Colón le interesa una incidencia sobre la materia que, ensuciándola, prefiere quedar apegado a ella -más artesano que artista- , siendo la alusión a los conceptos más accidental y menos importante. Podría de ci rs e qu e, a diferencia de Duchamp y de Martínez, quienes ante la crisis del humanis mo optan por un conceptualismo frío y cientificista, ante todo irónico y paródico, G. Colón participa, aunque sea con nostalgia y melancolía, de una cierta esperanza en algunos valores de la humanidad, frente a los que no se muestra totalmente escéptico, aunque ello no implica que renuncia a la ironía y la p a ro d i a ( é s t a s expresadas principalmente por medio de los títulos de las obras). Y esto se ve claramente en un correlato formal, compositivo: la opción estética por el error, por la suciedad -el polvo acumulándose sobre los objetos en la serie "Jaulas"- , por la obra abierta -el lento e interminable oxidarse de la "Niña de la perla"-, en fin, por el renegar del Ideal y de la belleza cerrada, unitaria e indivisible. G. Colón, en tal sentido, es bastante más artista que pensadores como Duchamp y Martínez: más impulsivo, más intuitivo, más instintivo. Com o Sta lke r, par ece atisbar oscuramente, confusamente, alguna esperanza, alguna fe después de la catástrofe. Esa esperanza y esa fe estarían dadas por el amor absurdo puesto en rescatar los restos y los fragmentos que, fundamentalmente en la Zona, han quedado dispersos después de la Explosión -y ahí estaría a su vez la raíz del celo, del oficio y de la paciencia con que, a partir de esos restos, se intenta reconstruir un nuevo mundo, esta vez no centrado en aspiraciones hacia la trascendencia -la Verdad, el Bien, la Belleza, Dios- , sino que permaneciendo siempre en la precariedad de la inmanencia, en su ineludible finitud, en su hermandad con la muerte. Un mundo otro en el que las obras de arte, siempre hijas de la abstracción y el capital, desaparezcan y den paso a la efímera concretitud de los objetos, a la precaria definición de la materia, en fin, a la finita (pero única) realidad de la experiencia.A ello refiere, en esta obra, la utilización de materiales radicalmente innobles como bolsitas de té, fragmentos de vidrio, pedazos de cajas rotas, clavos viejos, tornillos oxidados, trozos varios de maderas carcomidas; esta (an)estética del resto, del pedazo, del desecho dice relación con la esencia misma de nuestra experiencia diaria, la única que de verdad, fácticamente, poseemos: aquí sólo impera el fragmento, el resto y el desecho, pero en ello mismo -y no en alguna trascendencia a estas alturas putrefacta- se encuentra lo más profundo y más hermoso de nuestra humanidad. Tal es la lección de G. Colón. Cruz y barra /12,5x1x25,5 cms.

Persa)mientos /dimensión : 6v, 94,2cm y 24h, 2,04cm


Eje


ercicios en ortopedia y ortodoncia



G. Colón o la mirada de las cosas

"Existe un punto de llegada pero ningún camino, aquello que llamamos camino es sólo nuestra vacilación". FranzKafka

Y

512/Persa)mientos rescogidos

“El espíritu no arroja de sí tan fácilmente un enigma". También yo hubiese querido deshacerme de mi hallazgo lanzándolo al mar, como ese Sócrates adolescente que hace hablar Paul Valèry en su Eupalinos. Como aquél, también yo hallé al pasear por una franja de arena fronteriza, que separa y comunica a la vez las aguas de un estero y las aguas del mar, allí donde los desechos se encuentran con los pecios, un objeto ambiguo, insólito, semejante a nada pero no carente de forma, o, mas bien, "hecho de la misma materia de su forma: materia de duda". Una y otra vez me acerqué a él para examinarlo y sin poder decidir la actitud que tomar (¿teórica?, ¿estética?, ¿sentimental?, ¿instrumental?), porque rebasaba los límites de toda ontología asignable, porque desafiaba las exigencias de una epistemología razonable, quise ignorarlo. Inevitable me fue, sin embargo, impulsado por una bizarra afición que me guía desde niño, volver una y otra vez a él antes que desapareciera por efecto del mismo azar que me llevó a encontrarlo. "El espíritu no arroja de sí tan fácilmente un enigma": la obra de G Colón me lo ha recordado una y otra vez. ahora, cómo hablar cuando se debe hablar de aquello que nos reclama ocultándose, tanto o más seductor cuanto que quiebra la indiferencia basal de nuestra vida cotidiana, el embotamiento de la sensibilidad que impone la mirada simplificadora del hábito de nuestros negocios, y nos inquieta con una inquietud que no premedita el sosiego. Están a la vista los modelos de lo que cabria hacer: estética general, como Lessing; anècdota, como Vasari; catalogo razonado, como Zervos. Pero yo querría más bien hacer de estos objetos inquietantes el motivo de un discurso doméstico y, a la vez, el centro de un poema, que se desgranase, a su vez, como las cuentas de un collar, en un parloteo confuso, en una reflexión rapsódica. La ambigüedad del objeto de mi discurso, el shock incandescente de su hallazgo, la admiración que sigue deparándome, no consiente otra cosa. Descartes o No té sirve /31x19,5x15,5 cms.


356/Álbum de familia

Hace algunos años una vez más el azar, un azar del que me siento agradecido, y no sólo por lo que a continuación refiero, me llevó a frecuentar casi a diario la casa y taller de quién, para mí, entonces sólo se llamaba Roberto Doniez. La primera impresión de su obra, impresión que luego he debido meditar largame nte, se tradujo en un retruécano, un juego de palabras: "¡Voilà les etant doniez!", al ud ie ndo con ello, antes que a los signos ostensibles en el taller de su admir ación por Marcel Duchamp, a sus veinte años de trabajo en si le nc i o. El artista que se somete a una disciplina semejante lo hace meno s por pudor que por permanecer fiel a la divisa poundiana de no "auto rrobarse en la repetición". G Colón lo supo desde siempre y toda adsc r ipción rápida a una tradición reconocible corre el riesgo, con el sólo dividendo de parecer inteligente, de soslayar los aspectos esenci ales de su compleja poética. ¡Que no se diga simplemente que se trata una vez más del ready-made dadaísta, del object trouvè u objeto onírico surrealista, de los objetos acumulados o devastados de Arman! G. Colón no desconoce el peso de esa tradición, la ha meditado largamente, simplemente hace otra cosa con las cosas. Lo que hace cabe en unas cuantas palabras que se eximen de la responsabilidad de ser exhaustivas: les devuelve la capacidad de alzar la vista, su mirada perdida, en el doble sentido de esta expresión; visión lastimera y terrible que, como la de la Medusa, petrifica el espacio en el que los objetos producidos por el hombre, manufacturados, devienen mercancías. Pero su operación no consiste sin más en desplazarlos hacia un contexto de significación en el que resultarían inútiles e irónicos (v.g. el museo), o resignificarlos en otro puramente poético que borra los límites entre arte y realidad, que remplaza el principio de realidad por el del placer, aún menos en simplemente devastarlos, sino en recomponerlos desde su condición de desechos en una sintaxis delirante y sin dejar de hacer visible su condición ortopédica, mutilada, desgarrada. Su operación no es irónica, ni rastros de humor negro, es trágica, desesperada, profundamente melancólica.

Productos de la zona

Una y otra vez vuelve Stalker en el film de Tarkovsky a una franja de fe sin destino: la Zona. Atrás queda la mujer y la hija, el espacio y la miserable parataxis doméstica, esperando de sus empresas algo más que un mero potaje metafísico. Hace tiempo ya que la ec on om ía do mé st ic a y política nos oprime, y es preciso buscar alguna débil luz en el extramuros proscrito. Lugar de traperos, de los "lisiados de la vida", como los l l a m a b a Baudelaire, la Zona es para G. Colón la mina a tajo abierto, el ParísTexas, del que provienen sus objetos: "Un cordón camuflado y poco visible al margen de la ley, detrás de esta, esa, esa y esa ciudad" - como él mismo la define. El sólo titulo de esta exposición pre med ita ya el Lección de Pintura /31x30x30 cms.

Co- razón /32x31x7,5 cms.


efecto que cada una de las obras está llamada a consumar: poner en crisis el valor de exposición y cambio que adquieren los productos humanos cuando son deducidos de las leyes panópticas de la sociedad industrial y mercantil. Entrañan una crítica radical de la sociedad de consumo y vuelven a plantear, con urgencia inusitada, la pregunta por el lugar de la producción artística en el contexto de la sociedad productora de mercancías.

S/N / La zona

Ha pasado irremisiblemente el tiempo en el que Heidegger podía aún esperar de una modesta jarra de agua el reflejo de la cuaterna cósmica del cielo y la tierra, lo divino y lo mortal. Los lazos entre téchne y poiesis se han desgarrado y nuestro mundo, tecnologizado y mercantilizado como nunca, ha sumido nuestras producciones en un mutismo sepulcral. Vaciado el esp aci o afe cti vo que cabría, en otro tiempo, ver concentrado en ellas, desprovistas de la fuerza expresiva de una naturaleza por excelencia creativa (la physis de los griegos), carentes de aura o prendas de ninguna lejanía, como no sea esa mínima que existe entre copia y copia, nos hablan desde su sola condición de mercancías. Triste silencio que dice más de nuestra patética condición que todas nuestras confesiones. Contemplo largo rato el silencio de G. Colón en una fotografía tomada en ese jardín de detritus que es para él "la Zona". Sumido en sus rep res ent aci one s com o el ánge l melancólico de Durero, una y otra vez parece preguntarse qué le cabría aún decir y hacer al artista. Ciertamente no - parece responderse - buscar una compensación y un estatuto en la eficacia simbólica de sus creaciones, idealizar o sublimar la destrucción para que por un instante ilumine fugazmente la luz de la redención. No. El genio de G. Colón no es simbólico sino alegórico: se complace en tratar con ruinas y antes que "creaciones" los suyos son "pr odu cto s" que ret or nan como tales a exponer el dolor que avanza enmascarado bajo la dura lógica que los ha excluido tras haber sido útiles y valiosos. Productos maltrec hos, ortopédicos, quirúrgicos, los objetos de G. Colón son como esos vagabundos y paralíticos de Beckett que retornan siempre a la ciudad para incomodar a los vecinos. En las notas de la Caja Verde alude Duchamp a un viaje realizado en compañía de Apollínaire, Picabia y Buffet, a una localidad en el Jura llamada Zona. Apollinaire escribió a partir de esa experiencia "Zona", poema inaugural de la poesía de vanguardia. Algo le aconteció allí a Duchamp que lo llevaría más tarde al anti-arte. Extraña coincidencia, la Zona de G. Colón no es la misma Zona, pero algo hace pensar que toda intuición artística requiere de una Zona, palabra que, por lo demás, en francés ("zone"), cuenta entre sus significados el de extramuros y periferia. Cómplices /67x41x93 cms.


impresión que se tiene al contemplar un paisaje de ruinas, por ejemplo el la naturaleza se ha vengado del espíritu que intentó moldearla a su imagen esto reconocía Simmel el temple melancólico que en nosotros suscitan esos violencia que ejerció sobre la naturaleza el espíritu clásico no es a tal punto como para que la venganza de aquélla, que ahora comienza a sobre sus ruinas, cubriéndolas de musgos o de una pátina verdosa, no pueda de cuentas en una fraternal acogida. Distinto es el caso de las ruinas de los se acumulan en la Zona. La naturaleza no los acoge porque jamás fue hombre al producirlos elevar la gravedad de la materia hacia la ligereza sino provocarla y dominarla. La mercancía no es naturaleza espiritualizada materialización del espíritu más allá de lo que la naturaleza misma se trata entonces de ruinas, sino de desechos, desechos que no pueden sin más al espectáculo natural, pues son la prenda de que entre éste y el hombre continuidad orgánica, incluso si esa continuidad es polémica. Esta impresión se siempre al contemplar, por ejemplo, un televisor roto abandonado en un prado. ha cedido aquí a la desgracia.

3 9 4 / La desgrecia

La primera Partenón, es que y semejanza. En paisajes. Pero la desmedida enseñorearse resolverse a fin artefactos que propós ito del de l es pí ri tu , s i n o consiente. No re in te gr ar se ya no existe impondrá La melancolía

S/N/Ejercicios de ortopedia y ortodoncia

Una jaula redonda cuelga y en su interior se acumulan fragmentos de "mármol" sanitario. Rescatados de un paisaje natural que no les ha brindado acogida, ¿cuál será el destino de este objeto ambiguo en el contexto al que alguna vez perteneció y al que ahora vuelve para no ser reconocido?. La obra de G. Colón es una colección de signos solitarios. Alguna vez confeso Duchamp a James Johnson Sweeney que para un artista visual era mejor ser influenciado por un escritor antes que por otro artista. En el caso de G. Colón, lo he meditado reiteradas veces, ese escritor es Samuel Beckett. Trabajar con impotencia, con pobreza, con prótesis de sentido, antes que con grandes magnitudes de significado, ha sido la conquista polémica de su genio. En la obra de G. Colón hay también toda una gnómica del mal funcionamiento: son los signos solitarios de una realidad herida, de una realidad que cojea. Esos signos no sugieren nuevas figuras de lo real, nuevas proyecciones de sentido, no in fu nd en , confunden. Según Roland Barthes todo objeto, por insólito y ambiguo que terminará por proporcionar un sentido y reintegrar el gran los objetos en medio del cual vivimos. Es cierto, pero sólo a de que no se trate de un objeto a tal punto insólito que Griet, la perla perdida / 32,5x13x101

parezca, código de co nd ic ió n tr as to r ne

Trois heures très précises /39,5x6x25,5 cms.


el mismo código. Tal es el caso de los objetos de G. Colón. Lejos están de devenir un simple bibelot. En la medida en que desplazan la connotación tecnológica y mercantil como connotación preponderante de los objetos en nuestra sociedad de consumo, los objetos de G. Colón ponen en crisis las categorías ideales mismas (finalidad, semántica, simbólica y taxonomía) en las que nuestro código objetual se descompone. Y la eficacia de ese desplazamiento no estriba tanto en la instauración de un código estético alternativo (v.g. como acontece con el objeto mágico o enigmático surrealista) cuanto en su dislocación estética, en su crítica inmanente. Por ejemplo, si numera sus obras o las agrupa en series, lo hace para emular los criterios taxonómicos que impone nuestra sociedad industrial y de consumo, de una forma que, a la vez, los valida y los trastoca: lo que la serialización (vanos, jaulas, cruces, etc.) instituye como reproductible y coherente, la numeración discontinua de los objetos reivindica como irreductible y caótico. La ambigüedad del objeto es a la vez la ambigüedad, la contradicción indecidible, del código. En un rincón oculto de su taller guarda G. Colón los materiales para la construcción de un laberinto. "Encontrar una forma que contenga la confusión es, en la actualidad, la tarea del artista" (Beckett)

157-158 /Artista del alambre

Cierto día interrogué a G. Colón por su disfraz predilecto: "¡El de clochard!" - me respondió. Hay una forma de la austeridad que no se deduce del ideal de santidad o pureza sino de la experiencia del abandono y la impotencia. De esta clase son los materiales del clochard cuando ha decidido ser artista. Y es en esa materialidad donde en primer lugar su crítica radical se realiza. Nada ha sido comprado, todo ha sido encontrado y rescatado: "Yo no compro, encuentro", podría ser su divisa, robada al pasar a un Picasso menos voluptuoso. A menudo no se trata más que de fragmentos, pedazos de cosas que se reclaman en los objetos que G. Colón compone con ellos, a despecho de la unidad originaria de la que formaron parte, se gú n un a ló gi ca delirante, semejante a la que articula el juego de un niño con su caja de juguetes o desechos domésticos, huachos o atrofiados: una pila hace de torpedo allí donde se necesita hundir una escobilla que, a su vez, hace las veces de barco. Este símil, sin embargo, presenta un límite: los objetos de G. Colón no admiten una refuncionalización, porque en el proceso de su composición los el em en to s qu e lo s integran no han sido sólo yuxtapuestos sino nuevamente desfigurados, en tanto que la madre siempre podrá rescatar algo de lo que el niño, perverso polimorfo, se ha robado. ¡Qué decir cuando el símil se topa con el problema de la inocencia o la ingenuidad! Viejo ideal del artista moderno desde Baudelaire ("El genio no es más que la infancia recuperada a voluntad"), el artista clochard no es niño sino a condición de verse remitido a todos sus traumas de infancia, a condición de sentir frío y hambre de sentido, a condición de "pasar por el alambre". C' est la vie /18x15x44 cms.


355/ Contenedor

Aquí nada se contiene porque la nada no se contiene. Verdadero work in progress, la obra de G. Colón cuenta como una cuestión esencial el movimiento y la acción corruptora del tiempo sobre la materialidad de la obra. Si la obsesión de las artes representativas ha sido querer detener el tiempo al representarlo, la obsesión de G. Colón ha sido más bien dejar que el tiempo desfigure el espacio de la representación. Una obra como "Griet, la perla perdida" lo sugiere sutilmente: la oxidación del serrucho que sirve de soporte a la célebre musa de Vermeer opera implacable sobre el artificio aletargante del divino maestro. La niña de la perla deviene perla perdida: envejece, desaparece.

Ya lo he dicho, el genio de G. Colón es alegórico: la muerte, la caducidad, está en la génesis del significado y a ella reconduce. Sus objetos tarde o temprano volverán a la Zona. ¿Puede decirse de ellos que han nacido alguna vez o que estén concluidos? No, en la ficha que exhiben en algunos de sus lados o bajo sus rótulos - nueva finta de las indicaciones del producto mercantil - G. Colón ha omitido la fecha de composición y en su lugar ha inscrito datos de peso y dimensión. La acción corruptora del tiempo sobre la materia se encargará de modificarlos. Cierto, ninguna obra de arte puede marginarse de la acción corruptora del tiempo, ninguna puede evitar su transformación y, a fin de cuentas, su disolución. Algunas incluso, como ciertos lienzos de Leonardo, han adquirido gracias a ella hermosos tonos irreproductibles, otras, como "La crucifixión" de Cimabue, le deben a ese movimiento una intensificación en la capacidad expresiva del desgarro, pero ningún artista, o quizá sólo algunos pocos, ha contado con ella por anticipado. Esa acción puede ser acelerada por la mano del artista, y a menudo G. Colón la acelera. Sus recursos son variados. Valgan aquí un pocos ejemplos: ninguno de sus objetos ha sido apuntalado de una vez y para siempre. Es la razón por la cual en el ensamblaje no concurren los clavos, los pernos o tornillos, o sólo escasas veces, para cumplir lo que la cola fría hace a sabiendas de poder cuartearse más fácilmente con el tiempo. Otro. G. Colón barniza algunos de sus objetos con té, mas no con el propósito de impermeabilizarlos o limpiarlos - viejo recurso de nuestras abuelas- sino de agregarles una pátina de olvido y corrupción. Un propósito semejante guía su predilección por el papel roneo y las cintas adhesivas, que, a su vez, operan como marcas de sus operaciones quirúrgicas. Por último. En una obra como "Potro" el efecto temporalizador ha sido llevado a su extremo recurriendo a la materia orgánica: seis limones han sido incorporados a la espera de un John Keats que quiera robarlos. La Y griega /30,5x4,5x38 cms.


Aquí nada se contiene, todo se desplaza. En la serie "Cajas" - me eximo por ahora de la discusión de si se trata de bastidores o incluso si realmente de cajas, porque le he escuchado hablar de mesas de disección- existen varios tipos de marcas (grietas inútilmente parchadas, vidrios sobredimensionados o yuxtapuestos, zunchos que encorsetan y se fugan del "marco" por un orificio para luego reaparecer por otro) que señalan un incesante movimiento de desplazamiento, de rebasamiento, desborde o mudanza, de todo contexto significativo dado o asignado. El efecto final, lo hemos dicho, es ortopédico, toda una gnómica del mal funcionamiento: es el código objetual mismo el que cojea y yerra. La condición nomadita de estos elementos puede ser entendida también en un sentido paralelo pero no exclusivo: se resisten, aún como adefesios, a toda forma de represión. "El mundo es un hospital - decía Baudelaire - en el que cada enfermo sueña con cambiarse de cama". Y sin esta vaga nostalgia de la libertad, incluso allí donde todo es inadecuación y cierra el paso, la obra de G. Colón no sobrevive, si sobrevivir significa apenas respirar allí donde los objetos-mercancías ¡cuántas veces nos lo advirtió Ionesco! - nos asfixian.

403/La lección de pintura

G. Colón comenzó pintando y más tarde incursionó en la fotografía. Desconozco lo que intentó en relación a esta última, pero en la pintura recibió la lección del límite. La tridimensionalidad y temporalidad de sus objetos se anunciaba en ella, más allá de los clásicos trampantojos, en su atención a la textura, las marcas y los efectos corrosivos. Pero el lienzo y el caballete le parecieron un límite. Demasiada retina, demasiado olor a trementina. Luego descubrió a Tápies. Había que intentar otra cosa.

399/ La y griega

Y ahora un cruce de caminos, esencial en la poética de G. Colón: el cruce de la palabra con la forma, de la letra con la marca. La obra se conduce por ambos caminos a la vez y de am bo s se reclama. Fue Duchamp quien por primera vez relevó al título de su condición parasitaria y le asignó un rol esencial en el proceso de composición de la obra. Ferviente admirador de Raymond Roussel sus títulos son, además, juegos de palabras. Sin ellos la operación metairónica no se cumple cabalmente, pues dichos juegos realizan en el ámbito del lenguaje, entendido como mera comunicación, la crítica radical de la lógica mecanicista e instrumental que sus objetos y antimecanismos realizan en el ámbito de las formas. También G. Colón juega Modelo de traspié /49,5x12x28 cms.

Cruz amarilla aconcagua /37,7x1x25,2 cms.


a dos bandas, porque sabe bien que a la degradación de los objetos en mercancía sigue la degradación del lenguaje, artefacto por excelencia, en información. A ello se resisten sus "fisuras", como el mismo las llama. Sus títulos (v.g. "Subida y la mía se cruzaron", "Té Odisea") establecen un puente entre dos palabras de sonido semejante pero de sentido diferente para abrir una brecha por la cual el poder de significación del lenguaje instrumental es exaltado a la vez que es abolido. Tal el "mecanismo maravilloso" que inspira todos los juegos de palabras según Octavio Paz. Ahora bien, las fisuras otorgan a las obras de G. Colón, que las reclaman intrínseca y recíprocamente, un rasgo de humor e ingenio que, sin embargo, no debe mover a confusión y soslayar el temple agudamente trágico de las mismas. "El sabio - decía Baudelaire- sólo ríe temblando".

159/ In memoriam: Xuan Lluis

Nunca se meditará lo suficiente y con justicia sobre las filiaciones y afinidades electivas entre G. Colón y Juan Luis Martínez. Esa meditación debe comenzar por excluir como único criterio de originalidad y calidad la sola constancia de que entre ambos artistas medió la amistad. De lo contrario, un juicio rápido sobre la obra visual de G. Colon puede resultar tan inconducente como inconducente ha resultado, en relación a La nueva novela, la larga querella contra Purgatori o de Raúl Zurita. Carecemos de los medios para esa reflexión pero estamos al tanto de las vías, para evitarlas, que podrían arrastrarla hasta el lugar común. Valdría la pena, sin embargo, aventurar algo. Se ha relativizado, a mi modo de ver acertadamente, l a existencia de una analogía operativa entre la poesía de Juan Luis Martínez y su obra visual. El paralelismo entre una voluntad y la otra existiría tan sólo a partir de La nueva novela ( c f r. D e Nordenflycht J., El gran solipsismo, 2001). Su obra visual, por lo mismo y por sí misma, se aparta menos de una tradición plástica reconocible, que tiene al collage dadaísta o surrealista y al assemblage como referentes centrales, que su obra poética de una tra dic ión lit era ria . Esta última es a todas luces original, pero se nos excusará, al margen de que su calidad es incuestionable, no pensar lo mismo de la primera. Mucho se juega en esta filiación, sobre todo con el objeto simbólico surrealista: remite su operación a los valores de la "heroica" o "antigua" vanguardia que, parafraseando a Manfredo Tafuri, persevera en la confianza de que la eficacia simbólica puede aún hacer del laberinto del presente la esfera de una nueva mitología. El objeto surrealista deviene de este modo objeto mágico, irracionalidad pura, receptáculo de fuerzas universales desconocidas, garantes de la libertad en una realidad paralela. Muy distinto es el caso de los objetos de G. Colón y para probarlo bastaría con remitir a lo que ya hemos dicho anteriormente sobre la esencia alegórica y pasión laberíntica de su genio. Otra alternativa sería el efecto anestésico que premedita el objeto dadaísta duchampiano. En ningún caso es la de La DesGrecia /37x37x31 cms.


G. Colón. Sus operaciones quirúrgicas se realizan sin anestesia, razón por la cual hasta se podría decir de algunos de sus objetos que, efectivamente, jamás ríen sino que gimen y lloran. Formalmente, la operación de Martínez se despliega como recolección y ensamblaje de materiales en un contenedor o receptáculo, que, a su vez, es un marco desplazado pero, a fin de cuentas, también un marco. La operación de G. Colón es bien distinta: los elementos que componen sus objetos parecen formar parte de una sola pieza, una forma compacta y compleja, lo que le otorga un efecto escultórico. Por otra parte, incluso en el caso de la serie "Cajas", que integra objetos cercanos (v.g. Objeto. "la horizontalidad del vuelo del pájaro") a los de Martínez, se plantea la interrogante de si se trata efectivamente de "cajas" o receptáculos, en la medida en que el soporte mismo se halla profundamente desplazado e intervenido. Se diría se resisten, como los paralíticos de feria, a que se les asigne un valor de exposición. Otro tanto podríamos decir en relación a la diferencia del rol que juega el título en las obras de ambos artistas. Sabemos que los de Martínez no los han requerido sino hasta más tarde, en tanto que para G. Colón es una parte esencial del proceso de composición y elemento integral de la obra.

666/Ex Libris

Hay una obra que no figura en esta exposición porque G. Colón la ha confiado a mi custodia. A menudo sus objetos tienen ese destino. Se trata de un viejo libro transformado en caja en cuyo fondo reposa, bajo un vidrio, una foto: tres hombres observan los anaqueles todavía en pie de una librería londinense completamente devastada por un bombardeo. Secreta complicidad, quien ésto escribe también lo hace en un panorama de ruinas y a las ruinas se vuelve una y otra vez para interrogarlas y seguir, vacilante, escribiendo. En el ex libris figura un nombre y una fecha: (Bruno Cuneo, de 2002)

Estimado Bruno: Qué bueno que me des la oportunidad de poner observaciones acerca de la obra de G. Colón. en qué consista todo esto, algo se me ha ocurrido. exposición que él montó junto al estero de Viña, he escrito, el que ahora estoy redactando. Es tan él lleva a cabo que he optado por hablar sólo tiempo. Lamento de antemano dejar fuera algunas Bases para una fabuloza /37,5x9x26,5 cms.

Santiago,1 7.1.2003

179/ Cómplices

Ve r a n o

en cir cul aci ón alg una s Aunque no sepa muy bien Desde que vi contigo la estado pensando en este compleja la operación que acerca de la violencia del c o n s i d e ra c i o n e s, p o r

El Penduco de Fuló /30x5x32,5 cms.


ejemplo sobre la forma en que él construye sus retruécanos, la reflexión que realiza en torno a las condiciones en que se producen las cosas, la no funcionalidad de lo que alguna vez tuvo función, la distorsión de los marcos y la manera como se sirve de las palabras, ya sea como título o como inscripción en la obra misma. De modo que me referiré a la violencia del tiempo -esto no significa que tenga mucho que decir. Pero antes me gustaría recordar la conversación que tuvimos antes de ingresar a la galería, donde estaba el bulldozer estacionado bajo la resolana de noviembre. Conversamos sobre si era posible o no que esa autodestruyera sólo haciendo uso de sus facultades desde lo alto el brazo de acero sobre el motor, cavar mover las palancas para todos lados hasta hacer sabe qué componente crítico para su funcionamiento. creías que no era posible, y que ese error de diseño cuantiosas demandas. Yo te dije que me parecía que hacerlo y que me encantaría demostrarlo, con público incluidas, en una suerte de coliseo de la catástrofe. conmigo que una prueba de esa naturaleza a entenderse como una acción de arte, del mismo sería atravesar un televisor con doce chuzos, bajo juntes con esta chusma. Se trataba de una idea violenta, de rápida concepción y, e, también de rápida ejecución, si es que alguien a poner la plata para algo así.

máquina se normales: dejar caer su propia tumba, re ve nt ar qu ié n Tú me dijiste que po dr ía mo ti va r era posible y promotoras Conviniste podría llegar modo que lo el título No te capric hosa y probablement está dispuesto

La violencia que trabaja G. Colón es muy distinta a esa: es sumamente lenta, diríamos que es casi imperceptible. Por otro lado, es una violencia inevitable, ya que es la violencia que sufren las cosas en general, y en pa rt ic ul ar lo s objetos en desuso. A los diez años dejé todo el verano arriba del techo de mi casa un pedazo de cuero que le había arrancado a una camisa de vaquero que yo tenía. En marzo me subí a buscarlo y me encontré con una plasta terrosa que el sol y noventa intemperies habían vuelto irreconocible. Cuando pienso en G. Colón pienso en aquella cosa que el verano me regaló cuando tenía diez años. No sé si fue exactamente en esa ocasión cuando tuve la claridad de que a mí me pasaría lo mismo. En octubre hice la primera comunión. La foto de la entrada es perturbante: el autor en medio de un terreno baldío llamado La Zona, una suerte de Hiroshima costero, donde va a dar lo que ya no sirve, lo que a nadie le importa. En el décimo libro de la Farsalia, Lucano dice que si el Nilo dejara de presentar sus periódicas crecidas, el fuego del Sol llevaría a la Tierra a su desintegración. Escribe el poeta: "El Nilo viene en ayuda del mundo". Por La Zona no pasa ningún Cruz señorita /24,5x1x32,5 cms.


río, salvo el que pasa a través de todas las cosas. ¿Recuerdas, Bruno, qué es lo que se enseña en la facultades de filosofía sobre el tiempo? No lo recuerdo muy bien ahora, pero sí sé que no tiene que ver con esto, pese a que se intente salir a toda costa de cualquier figuración espacial. Estoy siendo vago. Lo que quiero decir es que si la imagen que se ofrece es -supongamos- la de Cronos comiéndose a sus hijos, aquí de lo que se trata es más bien del resquebrajamiento de esa pintura. ¿Estás pensando en el mismo cuento de siempre, esto es, en el acontecimiento? Yo no, puesto que en La Zona no pasa nada: es la misma huevada anodina de siempre. Es sólo un deterioro gradual. Lo que hace G. Colón es suspender, en la medida de lo posible, este proceso para que veamos qué es lo que ha ocurrido en el eriazo matriz. Él muestra esto con objetos que no se parecen a nada. Estas ominosas reliquias, construidas a su arbitrio -una voluntad refractaria a cualquier anticipación-, son lo que uno ve cuando mira hacia la izquierda. Al fondo, eso sí, se pueden distinguir unas cruces y unas jaulas. Armando Rousseil ha propuesto que La Zona está fuera del tiempo. Yo diría más bien que está fuera del nomos, que es una fisis despechada. Me cuentas que G. Colón nunca ha expuesto y me explicas que casi todos los materiales empleados para manufacturar estos objetos fueron hallados en La Zona. Esta información basta para que uno se arme la película y entienda por qué la tardanza de la primera exposición. Me parece que fue Enrique Lihn quien dejó por escrito que el arte es una larga impaciencia. Retomo lo del tiempo. Salvo la loza, el vidrio y el mármol, los materiales que él elige de la cantera impersonal de los despojos son todos especialmente sensibles a la corrupción. El fierro es al óxido como la madera lo es a la podredumbre. En la exposición no encontramos plástico ni nada que nos remita a la esfera de lo eléctrico. Sólo hay referencias a lo mecánico, aunque ya esté en su fase terminal: el destartalamiento. Así, la violencia del tiempo excede el daño material. Es en esta clase de daño, que podríamos denominar de segundo grado, donde opera G. Colón; él reorganiza las piezas, les da una inaudita articulación. El procedimiento recuerda lo que hizo Carroll y Duchamp, pero de una manera radicalizada. Me explico: ante la imposibilidad de juntar las piezas, pues la violencia ha sido total, no queda más que armar un objeto inespecífico, que por un mero T1/50x2x40 cms.


parentezco formal lo vinculamos a una guillotina o a una silla. Te invito a pensar en esos cementerios de automóviles donde, producto del azar o de lo que sea, reconocemos algo así como una cabaña retorcida y calcinada donde un ermitaño podría -dificultosamente- vivir. Me parece que él interviene a ese nivel. Quién sabe si se podrá llegar más lejos en la manipulación del ready-made. Releo el párrafo anterior y percibo una oscuridad que no me identifica. Intentaré exponer la idea otra vez. ¿Qué podemos hacer con un chongo de escoba, un rollo de alambre y un resorte estirado? En principio, nada; pero resulta que a la mente le gusta dar con un orden, ya sea inventándolo o descubriéndolo. Quisiera ilustrarte esto con una experiencia personal. Una vez, estando enfermo, alojé en la casa de un primo. Mientras dormía, me trasladaron a la casa de un amigo suyo en la que nunca había estado. Al despertar no reconocí nada y fui, para mi entera insatisfacción, incapaz de explicarme qué había pasado. No pude establecer un sentido, esto es, ninguna cadena de hechos era evidente por sí misma. Sabía que no me había vuelto loco -aunque estaba aterrado, era capaz de pensar con algún rigor- pero tampoco podía dar cuenta de mi integridad mental. Hasta que no apareció alguien que me contó qué había ocurrido, mi cabeza no estuvo tranquila. El orden, siempre el orden. Pues bien, La Zona es esa casa desconocida. La diferencia -he aquí el punto al que quiero llegar- es que G. Colón logra dar con una versión coherente, sostenida por las remotas relaciones que a veces se dan entre las cosas. Es cierto, Bruno, que cuando G.Colón reinserta estos materiales en aquello que suele denominarse el flujo de la vida, la violencia pareciera acrecentarse: nos acercamos y vemos tablas saturadas de clavos y remaches, ortopedias falsas, vendas que están más cerca del amordazamiento que de la contención protectora. Considera esta otra posibilidad: retirándolas de La Zona, él reintegra al mundo de los hombres aquellas cosas que fueron suyas. Naturalmente, éstas quedan flotando en un limbo inquietante, ni aquí ni allá. Si he aprendido bien de mis profesores, en eso consiste el arte. Podemos también preguntarnos si detener el minutero no es otra forma de violencia, pero para esos trances mis conocimientos se quedan cortos. ¿Qué dirán sobre esto los voceros de la esperanza? Supongo que al menos deberían preocuparse por el estado al que llegó la civilización: un guante guacho colgando de un alambre mínimo. Imagínate que te llegue una tarjeta de pascua con una imagen del Apocalipsis. La reacción no tendría por qué no ser la misma. (Cristóbal Joannon) Té Odisea /154x206 cms.



Las imágenes aquí reunidas corresponden al conjunto de trabajos presentados en la Galería Regional de la ciudad Macarena Oñate, Adolfo Vera, Paula Ibáñez, José Manuel Casas, Oscar Sanhueza, Rafael Ramírez, Rodolfo Arave valientes y generosos constructores de los textos: Adolfo Vera, Bruno Cuneo y Cristóbal Joannon, así como con Alu v o l v


d de Viña del Mar, en diciembre de 2002, bajo el título de "Productos de la Zona". Vaya un sincero agradecimiento para ena, Luz Sciolla, Valentina Doniez, Carlos Perez V., todos amigos y colaboradores importantes. Quedo en deuda con los uap Zeñabi por la cuidada instalación de las partes disjuntas. Hemos detenido esta tarea en enero de 2003. Vamos y e m o s .

Fotografía de la Zona





Turn static files into dynamic content formats.

Create a flipbook
Issuu converts static files into: digital portfolios, online yearbooks, online catalogs, digital photo albums and more. Sign up and create your flipbook.