15 CUENTOS J. D. Salinger
Índice Advertencia...............................................................................................................3 El corazón de una historia quebrada.........................................................................5 Este sándwich no tiene mayonesa...........................................................................11 Ligera Rebelión en Madison...................................................................................18 La larga puesta de largo de Lois Tagget..................................................................22 Las dos partes implicadas........................................................................................29 Para Esmé, con amor y sordidez..............................................................................36 El hombre que ríe.....................................................................................................50 Justo antes de la guerra con los esquimales.............................................................59 Linda boquita y verdes mis ojos...............................................................................68 Teddy........................................................................................................................76 El tío Wiggily en Connecticut..................................................................................93 El periodo azul de Daumier-Smith.........................................................................103 En el chinchorro.....................................................................................................120 Un día perfecto para el pez plátano........................................................................127 Hapworth 16, 1924.................................................................................................136 Entrevista a Salinger (1974) ..................................................................................174 Declaraciones de Salinger en los años 1944, 1945, 1949, 1961 y 1975.................178 Carta sobre los derechos de adaptación de The Catcher In The Rye......................181
Advertencia Los primeros cuentos de esta compilación (El corazón de una historia quebrada, Este sándwich no tiene mayonesa, Ligera Rebelión en Madison, La larga puesta de largo de Lois Tagget y Las dos partes implicadas) Salinger los consideraba pecados de juventud y, ciertamente, hubiera preferido que permanecieran en el olvido. No fue así. En los setentas, sin su consentimiento, alguien reunió y publicó estos y otros cuentos que sólo habían visto la luz en viejas revistas. El asunto provocó la protesta del escritor, que inició un pleito legal logrando que se prohibiera la venta de los dos volúmenes de la edición pirata. Incluso, hace poco, en 1996, sus abogados se encargaron de una página web desde la que era posible descargar muchos de esos cuentos. Es decir, Salinger estaba absolutamente descontento con esos textos, y hacía todo lo posible para evitar su divulgación. En lo personal, lo primero que leí de Salinger fue El corazón de una historia quebrada, en el suplemento literario de un periódico en 1991. Entonces era yo un jovencito y el cuento me deslumbró. Han pasado 20 años y todavía le veo la gracia. Además, Salinger murió y ya no puede evitar que tomemos contacto con toda su escasa producción... Pero, no sé... si él dejó de lado todos esos cuentos por algo sería. No los consideró lo bastante buenos como para figurar en su Nine Stories, y tal vez tenía razón. Con respecto a la calidad de la digitalización de los textos, bueno, ¿qué puedo decir?... Quien digitalizó Nine Stories lo hizo del peor modo posible. Inclusive un cuento estaba incompleto. Me he dado a la tarea de releer el libro para poner las cosas de este archivo en su lugar. En cuanto al resto de cuentos, encontré un archivo en inglés con todos los que no fueron publicados en libro. Comparé, aunque no minuciosamente, las traducciones con los originales e hice algunos cambios. En fin, lo importante de este archivo es que, ahora sí, la edición virtual de Nine Stories es tan confiable como la edición impresa. Miguel Zavalaga Flórez
A Dorothy Holding y Gus Lobrano
Conocemos el sonido de la palmada de dos manos, pero ÂżcuĂĄl es el sonido de la palmada de una sola? Un Koan Zen
El corazón de una historia quebrada Todos los días Justin Horgenschlag, auxiliar de imprenta con un sueldo de treinta dólares semanales, veía muy de cerca a aproximadamente sesenta mujeres a las que nunca había visto antes. Así, en los cuatro años que llevaba viviendo en Nueva York, Horgenschlag había visto muy de cerca a unas 75.120 mujeres distintas. De estas 75.120 mujeres, así como 25.000 tenían menos de treinta años de edad y más de quince. De las 25.000 sólo 5.000 pesaban entre cuarenta y siete y cincuenta y siete kilos. De estas 5.000, sólo 1.000 no eran feas. Sólo 500 eran razonablemente atractivas; sólo 100 eran realmente atractivas; sólo 25 podrían haber inspirado un largo, despacioso silbido. Y de sólo una se enamoró Horgenschlag a primera vista. Bien, existen dos clases de femme fatale. Existe la femme fatale que es una femme fatale en todos los sentidos de la palabra, y existe la femme fatale que no es una femme fatale en todos los sentidos de la palabra. Se llamaba Shirley Lester. Tenía veinte años (once menos que Horgenschlag), medía un metro y sesenta y tres centímetros (lo cual le dejaba la cabeza a la altura de los ojos de Horgenschlag), pesaba 53 kilos (ligera como una pluma para llevarla en brazos). Shirley era taquígrafa, vivía con su madre, Agnes Lester, una vieja entusiasta de Nelson Eddy, a la cual mantenía. Respecto a la belleza de Shirley, la gente a menudo la describía así: «Shirley es tan mona que parece un retrato». Y en el autobús de la Tercera Avenida, una mañana temprano, Horgenschlag controló a Shirley Lester, y se sintió un guiñapo. Todo porque la boca de Shirley estaba abierta de un modo curioso. Shirley estaba leyendo un anuncio de cosméticos en el tablero de la pared del autobús: y cuando Shirley leía, a Shirley se le aflojaba ligeramente la mandíbula. Y en ese breve instante en el que la boca de Shirley estuvo abierta y los labios estuvieron separados, Shirley fue probablemente la más fatal de todo Manhattan. Horgenschlag vio en ella un seguro curalotodo contra el gigantesco monstruo de soledad que le había estado rondando el corazón desde que había llegado a Nueva York. ¡Oh, aquella agonía! La agonía de estar controlando a Shirley Lester y no poder inclinarse y besar, los labios separados de Shirley. ¡Aquella inefable agonía! *** Ese era el comienzo del cuento que empecé a escribir para Collier's. Iba a escribir una tierna y encantadora historia del tipo chico-conoce-chica. Qué podría ser mejor, pensé. El mundo necesita historias del tipo chico-conoce-chica. Pero para escribir una, por desgracia, el escritor debe ponerse a la tarea de hacer que el chico conozca a la chica. Yo no pude lograrlo con ésta. No y lograr que tuviera sentido. No pude juntar a Horgenschlag y a Shirley como es debido, y he aquí las razones: Desde luego, era imposible que Horgenschlag se inclinara y dijera con toda sinceridad: —Disculpe. La amo mucho. Estoy chiflado por usted. Lo sé. Podría amarla toda la vida. Soy auxiliar de imprenta y gano treinta dólares semanales. Dios, cómo la amo. ¿Tiene algo que hacer esta noche? Este Horgenschlag puede ser un chorras, pero no tamaño chorras. Puede haber nacido ayer, pero no hoy. Uno no puede esperar que los lectores de Collier's se traguen esa clase de majadería. Después de todo, cinco centavos son cinco centavos.
Por supuesto, no podía darle de pronto a Horgenschlag un suero de la suavidad, mezcla de la vieja pitillera de William Powell y el viejo sombrero de copa de Fred Astaire. —Por favor, no me interprete mal, señorita. Soy ilustrador de revistas. Mi tarjeta. Me gustaría dibujarla más de lo que nunca he querido dibujar a nadie en mi vida. Tal vez semejante empresa sería para nuestro mutuo provecho. ¿Me permite que la telefonee esta tarde, o en un futuro muy cercano? (Breve risa desenfadada.) Espero no sonar demasiado desesperado. (Otra risa.) En realidad supongo que lo estoy. Caray, muchacho. Esas líneas soltadas con una sonrisa cansada y sin embargo jovial, y sin embargo despreocupada. Ojalá Horgenschlag las hubiera soltado. Shirley, por supuesto, era también una vieja entusiasta de Nelson Eddy, y miembro activo de la Biblioteca Circulante Keystone. Tal vez estén ustedes empezando a ver a qué me enfrentaba. Cierto, Horgenschlag podría haber dicho lo siguiente: —Perdone, pero ¿no es usted Wilma Pritchard? A lo que Shirley habría respondido fríamente, y buscando un punto neutro al otro extremo del autobús: —No. —Tiene gracia —podría haber proseguido Horgenschlag—, estaba dispuesto a jurar que era usted Wilma Pritchard. Ah. ¿No será usted por casualidad de Seattle? —No. —Aquel no era de un sitio con más hielo. —Seattle es mi ciudad natal. Punto neutro. —Gran pequeña ciudad, Seattle. Quiero decir que realmente es una gran pequeña ciudad. Yo sólo llevo aquí (quiero decir en Nueva York) cuatro años. Soy auxiliar de imprenta. Me llamo Justin Horgenschlag. —Realmente no me interesa. Oh, Horgenschlag no habría llegado a ninguna parte en esa línea. No tenía el físico, la personalidad ni la ropa buena para ganarse el interés de Shirley en esas circunstancias. No tenía ninguna posibilidad. Y, como dije antes, para escribir una historia realmente buena del tipo chico-conoce-chica es aconsejable hacer que el chico conozca a la chica. Quizá Horgenschlag podría haberse desmayado, y al hacerlo haberse agarrado a algo en busca de apoyo: siendo el apoyo el tobillo de Shirley. De ese modo podía haberle rasgado la media, o conseguido adornársela con una estupenda y larga carrera. La gente se habría hecho a un lado para dejarle sitio al fulminado Horgenschlag, y él se habría puesto en pie, mascullando: —Ya estoy bien, gracias. —Y luego:— ¡Oh, vaya! Lo siento muchísimo, señorita. Le he rasgado la media. Tiene que dejarme que se la pague. Ahora mismo no llevo bastante en efectivo, pero deme su dirección. Shirley no le habría dado su dirección. Se habría limitado a ponerse violenta y a estar torpe de palabra. —No importa, déjelo —habría dicho, deseando que Horgenschlag no hubiera nacido. Y además, la idea entera carece de lógica. A Horgenschlag, un muchacho de Seattle, no se le habría ocurrido agarrarse al tobillo de Shirley. No en el autobús de la Tercera Avenida. Pero lo que sí es más lógico es la posibilidad de que Horgenschlag se hubiera desesperado. Todavía quedan unos cuantos hombres que aman desesperadamente. Quizá Horgenschlag era uno. Podría haberle arrebatado el bolso a Shirley y haber corrido con él hacia la puerta trasera de salida. Shirley habría gritado. Los hombres la
habrían oído, y se habrían acordado del Álamo o algo por el estilo. La huida de Horgenschlag, digamos, es ahora detenida. El autobús es parado. El agente Wilson, que no ha hecho una buena detención en mucho tiempo, entra en escena. ¿Qué está pasando aquí Guardia, este hombre ha intentado robarme el bolso. Horgenschlag es arrastrado ante el tribunal. Shirley, por supuesto, debe asistir a la vista. Ambos dan sus direcciones; con ello Horgenschlag queda informado del lugar de la divina morada de Shirley. El juez Perkins, que en su propia casa ni siquiera puede conseguir una buena, realmente buena taza de café, condena a Horgenschlag a un año de prisión. Shirley se muerde el labio, pero a Horgenschlag se lo llevan. En la cárcel, Horgenschlag escribe la siguiente carta a Shirley Lester: Querida Miss Lester: No tenía verdadera intención de robarle el bolso. Se lo cogí sólo porque la amo. Ya ve, solamente quería conocerla. Por favor, ¿me escribirá usted una carta alguna vez cuando tenga tiempo? Aquí se está bastante solitario y yo la amo mucho y quizá hasta vendría usted a verme alguna vez si tiene tiempo. Su amigo, JUSTIN HORGENSCHLAG
Shirley enseña la carta a todas sus amigas. Éstas dicen: «Ah, es una monada de carta, Shirley». Shirley reconoce que en cierto sentido sí es mona. Quizá la conteste. «¡Sí! Contéstala. Dale una oportunidad. ¿Qué tienes que perder?» Así que Shirley contesta a la carta de Horgenschlag. Querido Mr. Horgenschlag: Recibí su carta y realmente siento mucho lo que ha ocurrido. Por desgracia poco podemos hacer al respecto a estas alturas, pero me siento abominable tal como se han desarrollado los acontecimientos. Sin embargo, su condena es corta y pronto estará fuera. Le deseo la mayor suerte. Le saluda atentamente, SHIRLEY LESTER
Querida Miss Lester: Nunca sabrá lo mucho que me animó recibir su carta. No debería sentirse abominable en absoluto. Fue todo culpa mía por ser tan loco, así que no se sienta de ese modo en absoluto. Aquí nos ponen películas una vez a la semana y en realidad no está tan mal. Tengo treinta y un años de edad y soy de Seattle. Llevo cuatro años en Nueva York y creo que es una gran ciudad, sólo que de vez en cuando se siente uno bastante solo. Usted es la chica más guapa que he visto nunca, incluso en Seattle. Me gustaría que me viniera a ver algún sábado por la tarde durante las horas de visita, de 2 a 4, y yo le pagaré el billete de tren. Su amigo, JUSTIN HORGENSCHLAG
Shirley habría enseñado también esta carta a todas sus amigas. Pero ésta no la contestaría. Cualquiera podía ver que este Horgenschlag era un chorras. y después de todo, ella había contestado a la primera carta. Si contestaba a esta carta idiota la cosa podría eternizarse durante meses y todo eso. Había hecho por el hombre cuanto había podido. Y vaya nombre. Horgenschlag. Mientras tanto, Horgenschlag lo está pasando fatal en la cárcel, aun cuando les pasan películas una vez a la semana. Sus compañeros de celda son Snipe Morgan y Slicer Burke, dos chicos de los bajos fondos, que ven en la cara de Horgenschlag cierto parecido con un tipo de Chicago que una vez se chivó de ellos. Están convencidos de que Cararrata Ferrero y Justin Horgenschlag son una y la misma persona. —Pero yo no soy Cararrata Ferrero —les dice Horgenschlag. —No me vengas con eso —dice Slicer, tirando al suelo las escasas raciones de comida de Horgenschlag. —Zúmbale en la cabeza —dice Snipe. —Os digo que sólo estoy aquí por haberle robado el bolso a una chica en el autobús de la Tercera Avenida —alega Horgenschlag—. Sólo que en realidad no se lo robé. Me enamoré de ella, y ésa era la única manera de poder conocerla. —No me vengas con eso —dice Slicer. —Zúmbale en la cabeza —dice Snipe. Llega entonces el día en el que diecisiete presos intentan llevar a cabo una fuga. Durante el periodo de juegos en el patio de recreo, Slicer Burke, con artimañas hace caer a la sobrina del alcaide, Lisbeth Sue, de ocho años, en sus garras. Rodea el talle de la niña con sus manos de veinte por treinta centímetros y la sostiene en alto para que la vea el alcaide. —¡Eh, alcaide! —grita Slicer— ¡Abra esas puertas o hay telón para la cría! —¡Tío Bert, no tengo miedo! —grita Lisbeth Sue. —¡Suelta a esa niña, Slicer! —ordena el alcaide, con toda la impotencia de su orden. Pero Slicer sabe que tiene al alcaide justo allí donde lo quiere. Diecisiete hombres y una niña pequeña y rubia salen por las puertas. Dieciséis hombres y una niña pequeña y rubia salen sanos y salvos. Un guardia de la torre alta cree ver una maravillosa oportunidad para pegarle un tiro en la cabeza a Slicer, y con ello destruir la unidad del grupo fugitivo. Pero falla, y sólo logra pegarle un tiro al hombrecillo que camina nerviosamente detrás de Slicer, matándolo en el acto. ¿Adivinan de quién se trata?
Y así, mi proyecto de escribir para Collier's un cuento del tipo chico-conoce-chica, una tierna, memorable historia de amor, se va al traste por la muerte de mi héroe. Ahora bien, Horgenschlag no habría estado nunca entre esos diecisiete hombres desesperados si la falta de respuesta de Shirley a su segunda carta no lo hubiera desesperado y llenado de pánico. Pero el hecho es que ella no contestó a su segunda carta. Nunca la habría contestado, ni en cien años que hubieran pasado. Yo no puedo alterar los hechos. Y qué pena. Qué lástima que Horgenschlag, en la cárcel, no fuera capaz de escribirle a Shirley Lester la siguiente carta: Querida Miss Lester: Espero que unas pocas líneas no la enojen ni molesten. Le escribo, Miss Lester, porque me gustaría que supiera que no soy un vulgar ladrón. Quiero que sepa que le
robé el bolso porque me enamoré de usted en cuanto la vi en el autobús. No se me ocurría ninguna manera de llegar a conocerla salvo obrar precipitadamente — alocadamente, para ser exacto—. Pero claro, uno es un loco cuando está enamorado. Me enamoró el modo en que sus labios estaban tan ligeramente separados. Usted representaba para mí la respuesta a todo. Desde que llegué a Nueva York hace cuatro años no he sido infeliz, pero tampoco he sido feliz. Más bien, la mejor manera de describirme es decir que he sido uno de los millares de jóvenes de Nueva York que se limitan a existir. Vine a Nueva York desde Seattle. Iba a hacerme rico y famoso y a ir bien vestido ya tener suaves maneras. Pero en cuatro años he sabido que no voy a hacerme rico ni famoso ni a ir bien vestido ni a tener suaves maneras. Soy un buen auxiliar de imprenta, pero no soy más que eso. Un día el impresor se puso enfermo, y yo tuve que ocupar su puesto. Vaya lío que organicé, Miss Lester. Nadie acataba mis órdenes. A los cajistas poco menos que se les escapaba la risa cuando les decía que se pusieran a trabajar. y no los culpo. Soy un idiota dando órdenes. Supongo que simplemente soy uno de los muchos millones que no nacieron para dar nunca órdenes. Pero ya no me importa. Hay un chico de veintitrés años que acaba de contratar mi jefe. No tiene más que veintitrés años, y yo tengo treinta y uno y llevo cuatro trabajando en el mismo sitio. Pero sé que un día él llegará a ser impresor jefe, y yo seré su auxiliar. Pero ya no me importa saber esto. Lo importante es amarla, Miss Lester. Hay alguna gente que cree que el amor es sexo y matrimonio y besos a las seis y niños, y tal vez sea así, Miss Lester. Pero ¿sabe lo que creo yo? Creo que el amor es un chispazo y sin embargo no es un chispazo. Supongo que para una mujer es importante que los demás piensen en ella como en la mujer de un hombre que es rico, apuesto, ingenioso o que cae bien. Yo ni siquiera caigo bien. Ni siquiera soy odiado. Sólo soy... sólo soy... Justin Horgenschlag. Yo nunca pongo a la gente alegre, triste, la enfado o ni siquiera le repugno. Creo que la gente me considera un buen tipo, pero eso es todo. Cuando era niño nadie me señalaba por ser mono ni listo ni guapo. Si tenían que decir algo decían que tenía unas piernecitas muy robustas. No espero una contestación a esta carta, Miss Lester. Nada en el mundo me gustaría más que una contestación, pero en verdad no la espero. Simplemente quería que supiera usted la verdad. Si mi amor por usted me ha llevado a un nuevo y gran pesar, yo soy el único culpable. Tal vez un día comprenda y perdone a su torpe admirador, JUSTIN HORGENSCHLAG
Tal carta no sería más improbable que la siguiente: Querido Mr. Horgenschlag: Recibí su carta, que me encantó. Me siento culpable y lamento muchísimo que los acontecimientos se hayan desarrollado como lo han hecho. ¡Ojalá me hubiera usted hablado en vez de cogerme el bolso! Pero claro, supongo que entonces yo le habría respondido con la típica frialdad. Es la hora del almuerzo, y estoy aquí sola en la oficina escribiéndole. Sentí que hoy quería estar sola a la hora del almuerzo. Sentí que si tenía que ir a almorzar con las chicas en el Autoservicio y se pasaban la comida charloteando como de costumbre, me iba a poner a gritar de pronto.
No me importa que no sea usted un triunfador, ni que no sea apuesto, ni rico, ni famoso, ni que no tenga maneras suaves. Hubo un tiempo en el que sí me habría importado. Los últimos años de colegio estaba siempre enamorada del Don Fascinante de turno. Donald Nicolson, el chico que caminaba bajo la lluvia y se sabía del revés todos los sonetos de Shakespeare. Bob Lacey, el guaperas que era capaz de hacer canasta desde la mitad de la pista, con el marcador en empate y el tiempo casi acabado. Harry Miller, que era tan tímido y tenía aquellos ojos tan bonitos color castaño perenne. Pero esa parte loca de mi vida ha acabado. La gente de su oficina a la que se le escapa la risa cuando usted les daba órdenes está ya en mi lista negra. Los odio como nunca he odiado a nadie. Usted me vio cuando iba toda maquillada. Sin el maquillaje, créame, no soy ninguna belleza arrebatadora. Por favor, dígame cuándo le está permitido tener visitas. Quisiera que me mirara una segunda vez. Quisiera estar segura de que no me pilló en mi mejor falso momento. iOh, ojalá le hubiera usted dicho al juez por qué me robó el bolso! Podríamos estar juntos y hablar de tantísimas cosas como me parece que tenemos en común. Por favor, hágame saber cuándo puedo ir a verlo. Le saluda atentamente, SHIRLEY LESTER
Pero Justin Horgenschlag nunca llegó a conocer a Shirley Lester. Ella se bajó en la calle 56, y él se bajó en la calle 32. Aquella noche Shirley Lester fue al cine con Howard Lawrence, de quien estaba enamorada. Howard pensaba que Shirley era estupenda para salir por ahí con ella, pero la cosa no pasaba de ahí. Y Justin Horgenschlag aquella noche se quedó en casa y escuchó la emisión dramática del jabón de baño Lux. Pensó en Shirley toda la noche, todo el día siguiente, y muy a menudo durante aquel mes. Luego, de repente, le presentaron a Doris Hillman, que estaba empezando a temer que no iba a encontrar marido. Y entonces, antes de que Justin Horgenschlag se diera cuenta, Doris Hillman y otras cosas estaban archivando a Shirley Lester en el fondo de su memoria. Y Shirley Lester, la idea de ella, dejó de ser asequible. Y ésa es la razón por la que nunca escribí para Collier's un cuento del tipo chicoconoce-chica. En una historia del tipo chico-conoce-chica el chico debería conocer siempre a la chica.
Traducción de Javier Marías. Título original: The Heart of a Broken History. Apareció en Esquire Nº 16, en septiembre de 1941.
Este sándwich no tiene mayonesa1 Voy en un camión, sentado en una de las paredes del acoplado, tratando de escapar de esta loca lluvia de Georgia, esperando que llegue el Teniente de Servicios Especiales, esperando cobrar. Tengo pensado hacer dinero de acá a unos minutos. Hay treinta y cuatro hombres en este vehículo y sólo treinta de ellos se supone que deban ir a bailar. Cuatro deben irse. Planeo apuñalar a los cuatro primeros a mi derecha, al tiempo que canto con todo lo que me da la voz “Off We Go Into The Wild Blue Gonder”, ahogando sus tontos lamentos. Luego escogeré a otros dos (preferentemente graduados universitarios) para empujarlos a la húmeda y roja arcilla de Georgia, fuera de este vehículo. Quizás valga la pena olvidar que soy uno de los Diez Hombres Más Rudos que alguna vez se hayan metido en este acoplado. Podría machacar a los gemelos Bobbsey. Cuatro deben irse. Fuera del camión homónimo... Choose yo’ pahtnuhs for the Virgina Reel!... Y la lluvia sobre la lona cae más fuerte que nunca. No es mi amiga. No es amiga mía ni de estas personas (cuatro de ellos deben irse). Tal vez es amiga de Katharine Hepburn o de Sarah Palfrey Fabyan o de Tom Heeney, o de todos los firmes fanáticos de Creer Garson que esperan en fila en el Radio City Music Hall. Pero no es mi compinche, esta lluvia. No es compinche tampoco de los otros treinta y tres hombres (Cuatro de ellos deben irse). El tipo de la cabina me grita otra vez. —¿Qué? —digo. No puedo oírlo. La lluvia sobre la lona me mata. Ni siquiera quiero oírlo. Dice por tercera vez: —¡Bajemos a la carretera! ¡Vengan las mujeres! —Tengo que esperar al Teniente —le digo. Siento que mi codo se moja y lo meto dentro, fuera del aguacero. ¿Quién se robó mi impermeable? Con todas mis cartas en el bolsillo izquierdo. Mis cartas de Red, de Phoebe, de Holden. Cartas de Holden. Ah, escuchen, no me importa que se roben mi impermeable, pero ¿por qué robarme las cartas? Él sólo tiene diecinueve años, mi hermano, y las drogas no bajan ni una mísera su humor, lo matan con sarcasmo, y no puede hacer nada más que escuchar frenéticamente al descalibrado aparatito que lleva en su corazón. Mi hermano perdido en acción. ¿Por qué no dejan los impermeables en paz? Tengo que dejar de pensar en ello. Pensar en algo agradable, como el viejo cascarrabias de Vincent. Pensar en este camión. Hacerme creer que no es el más oscuro, húmedo y miserable camión del Ejército en el que haya viajado alguna vez. Este camión, debes hacerte creer, está lleno de rosas y rubias y vitaminas. Es un camión verdaderamente lindo. Es un camión formidable. Eres afortunado de estar aquí esta noche. Cuando vuelvas del baile —¡Choose yo’ pahnuhs, folks! — podrás escribir un poema inmortal acerca de este camión. Es un poema en potencia. Puedes llamarlo “Camiones en los que he viajado”, o “Guerra y Paz”, o “Este sándwich no tiene mayonesa”. Hazlo simple. 1
Este relato inédito pertenece The Complete Uncollected Short Stories I and II y apareció en Esquire, Octubre de 1945, pág. 54-56, 147-149. Según este sitio especializado, algunos de los primeros trabajos de J. D Salinger son susceptibles de catalogarse dentro de las “Caufield Stories”, relatos que tiene algún tipo de vínculo en forma con The Catcher In The Rye y con su protagonista Holden Caufield. “Este sándwich no tiene mayonesa” pertenece a este grupo. (N. del T.)
Ah, escucha. Escucha, la lluvia. Es el noveno día desde que empezó a llover. ¿Cómo puedes hacerme esto a mí y los treinta y tres hombres (cuatro de ellos deben irse)? Déjanos solos. Deja de hacernos sentir pegajosos y desolados. Alguien me habla. El hombre dentro del radio de mi navaja. (Cuatro deben irse.) —¿Qué? —le digo. —¿De dónde eres, Sarg? —Me pregunta el muchacho.— Te estás mojando el brazo. Lo meto nuevamente adentro. —New York, —le respondo. —Yo también. ¿De qué parte? —Manhattan. A algunas calles del Museo de Arte. —Yo vivo en Valentine Avenue —dice el muchacho—. ¿Sabes dónde es? —En el Bronx, ¿no? —Nah, Cerca del Bronx. Cerca del Bronx, pero no ahí. Es aún Manhattan. Cerca del Bronx, pero no ahí. Recordemos esto. No vayas por ahí diciéndole a la gente que vives en el Bronx cuando no viven allí, viven en Manhattan. Usemos la cabeza, amigos. Bailemos un rato. —¿Cuánto hace que estás en el Ejército? —le pregunto. Es un soldado raso. Es el soldado raso más empapado que he visto en el Ejército. —Cuatro meses. Me envían al Sur y luego me embarco a Mee-ami. ¿Has estado en Mee-ami? —No —miento—. ¿Hay alguno bueno allí? —¿Algo bueno? —y codea al tipo a su derecha—. Dile, Fergie. —¿Qué? —dice Fergie, empapado, congelado y nauseabundo. —Cuéntale al Sargento acerca de Mee-ami. Quiere saber si hay algo bueno o no. Dile. Fergie me mira. —¿Nunca ha estado allí, Sargento? Pobre y miseable proyecto de Sargento. —No. ¿Se está bien allí? —me las apaño para preguntar. —¡Qué ciudad! —dice Fergie suavemente—. Puedes conseguir todo lo que quieres allí. Te puedes divertir de verdad. Digo, realmente la puedes pasar bien. No como en este agujero. Aquí no puedes pasarla bien ni intentándolo. —Vivíamos en un hotel —dice el muchacho de Valentine Avenue—. Antes de la guerra se pagaba cinco o seis dólares al día por un habitación en ese lugar. Una habitación. —Duchas —dice Fergie con el tono agrio que Abelardo, durante sus últimos años, debe haber usado para describir el picaporte de Eloisa. —Estábamos todo el tiempo limpios como niños. Allí tenías cuatro tipos en una habitación y duchas en el vestíbulo. El jabón del hotel era gratis. Cualquier tipo de jabón. No sólo el barato. —¿Estás vivo, no? —el tipo enfrente de mí le grita a Fergie. No puedo verle la cara. Fergie está más allá de todo. —Duchas —repite—. Me duchaba dos o tres veces al día. —Yo solía ser vendedor allí —anunció un tipo en mitad del camión. Apenas puedo ver su cara en la oscuridad—. Memphis y Dallas son las mejores ciudades del Sur. Les juro. En el invierno Miami se llena de gente. Puede volverte loco. En los lugares adonde vale la pena ir, difícilmente puede conseguir algo. —No estaba atestado de gente cuando estuvimos allí, ¿no es cierto, Fergie? — pregunta el chico de Valentine Avenue. Fergie no respondió. No participa como nosotros en la charla. No se presta a ello.
El hombre al que le gusta Memphis y Dallas piensa igual también. Le dice a Fergie: “estando por aquí, eres afortunado si consigues ducharte una vez por día. Estoy en una nueva área del Oeste. Aún no construyeron las duchas.” A Fergie no le interesa. La comparación no es acertada. La comparación, debo decirte, apesta, Mac. Del frente del camión llega una dinámica e irrefutable observación: “No hay vuelos otra vez esta noche. Los cadetes no volarán nuevamente esta noche, ¿está bien? El octavo día no hay vuelos nocturnos.” Fergie mira, con un mínimo de energía. “Apenas he visto un avión desde que estoy por aquí. Mi esposa piensa que estoy volando como un loco. Me escribe y me dice que debería salirme del Cuerpo Aéreo. Me cree en un B-17 o algo así. Lee acerca Clark Gable y me cree un francotirador o algo que tenga que ver con las bombas. No tengo alma para decirle que no hago absolutamente nada.” —¿Cómo nada? —dice Memphis y Dallas, interesado. —Nada. Nada que sea necesario. —Fergie se olvida de Mee-ami por un minuto y le echa a Memphis y Dallas una mirada fulminante. “Oh,” dice Memphis y Dallas, pero antes de que pueda continuar, Fergie se da vuelta y me dice, “debería ver esas duchas en Mee-ami, Sarg. No es broma. No tendría ya ganas de meterse en su propia bañadera otra vez.” Y vuelve a apartar la mirada y a perder interés en mi cara —lo cual es siempre comprensible. Memphis y Dallas se asoma ansiosamente, dirigiéndose a Fergie. “Te podría llevar a dar un paseo,” le dice. “Trabajo con la Aduana. Los tenientes de aquí atraviesan el país en menos de un mes y no muchas veces llevan a alguien en la parte de atrás. Estuve allí muchas veces. Maxwell Field. En todas partes.” Señala con el dedo a Fergie, como si lo acusara de algo. “Oye. Si quieres ir alguna vez, llámame. Llama a la Aduana y pregunta por mí. Portner es mi nombre.” Fergie parece flemáticamente interesado. “¿Sí? Que pregunte por Portner, ¿eh? ¿Eres cabo o algo así?” —Soldado raso —dice Portner fría y escuetamente. —Muchacho —dice el chico de Valentine Avenue, mirando detrás de mí, la abundante oscuridad—. Mira, asómate.
¿Dónde está mi hermano? ¿Dónde está mi hermano Holden? ¿De qué se trata esto de “desaparecer en acción”? No me lo creo. No lo entiendo. No lo creo. El Gobierno de Estados Unidos miente. El Gobierno me miente a mí y a mi familia. Nunca escuché mentiras tan jodidas. Por qué; volvió de la guerra en Europa sin apenas un rasguño, todos lo vimos embarcarse en el Pacífico el último verano —y se veía bien. Desaparecido. Desaparecido, desaparecido, desaparecido. ¡Mentira! A mí también me mintieron. Nunca antes estuvo desaparecido. Es la última persona que podría perderse en este mundo. Está aquí, en este camión; en casa, en New York; está en la Preparatoria Pentey2 (“Deberían enviarnos a ese muchacho. Lo moldearemos. Haremos de él un Hombre, con todas las pruebas de fuego que tenemos...”); sí, está en Pentey, nunca dejó la escuela; está en Cape Cod, sentado en el porche, mordiéndose las uñas; está jugando dobles conmigo, gritándome que me quede en la base mientras él está en el campo. ¡Desaparecido! ¿Eso es estar desaparecido? ¿Por qué mentir en algo tan importante? 2
La escuela preparatoria a la que asiste Holden Caufield en The Catcher in the Rye es Pencey. (N. del T.)
¿Cómo es que el Gobierno puede hacer algo así? ¿Cómo pueden deshacerse de ello diciendo mentiras de este tipo?
—Hey, Sarg —me grita el tipo de la cabina—. ¡Bajemos a la carretera! ¡Que vengan las mujeres! —¿Cómo son esas mujeres, Sarg? ¿Son bonitas? —La verdad es que no sé lo que pasa esta noche —digo—. Generalmente, sí, son bonitas. —Sólo por decir ya que, en otras palabras, decir generalmente es sólo un decir. Todos ponen mucho empeño. Todos están allí para lanzarse. Las chicas te preguntan de dónde vienes, les dicen de dónde, y ellas repiten el nombre de la ciudad, poniendo un signo de exclamación al final de la frase. Luego te cuentan sobre Douglas Smith, Cabo, AUS. Vive en New York, ¿lo conoces? No le crees y le hablas de lo maravilloso que es New York. Y sólo porque no quieres que Helen se case con un soldado y espere por un año o seis, sales y bailas con la extraña que dice conocer a Douglas Smith, la extraña chica llamativa que dice haber leído cada línea que ha escrito Lloyd C. Douglas. Mientras bailas y la banda toca, piensas en todo excepto en la música y en bailar. Te preguntas si tu hermanita Phoebe recuerda sacar a pasar el perro todos los días, si recuerda no joder con el collar de Joey (algún día esta niña matará al perro). —Nunca vi una lluvia con ésta —dice el muchacho de Valentine Avenue—. ¿Habías visto algo así, Fergie? —¿Algo como qué? —Una lluvia así. —Nah. —¡Bajemos a la carretera! ¡Qué vengan las damas! —dice el tipo ruidoso inclinándose hacia delante y veo su cara. Es igual que cualquiera de los que están en el camión. Luce igual. —¿Cómo es el Teniente, Sarg? —dice el chico de que vive cerca del Bronx. —No lo sé verdaderamente —digo—. Entró al campo hace sólo algunos días. Sé que vivía cerca de aquí cuando era un civil. —¡Qué bueno! Vivir cerca de donde estás —dice el chico de Valentine Avenue—. Ojalá yo estuviera en Mitchel. A sólo una media hora de casa.
Campo Mitchel. Long Island. ¿Qué podríamos decir de aquel sábado de verano en Port Washington? Red me lo dijo. No va molestarte ir a la Feria. Es muy bonita. Fue cuando me apegué a Phoebe, ella estaba con una niña que se llamaba Minerva (lo cual me mataba), y las metí a ambas en el auto y luego busqué a Holden. No podía encontrarlo. De modo que Phoebe, Minerva y yo nos fuimos sin él... En la Feria estuvimos en la exhibición de teléfonos de Bell y le dije a Phoebe que aquel teléfono servía para llamar al autor de los libros de Elsie Fairfield. Y Phoebe, sacudiéndose como de costumbre, tomó el teléfono, tembló un poco y dijo Hola, Soy Phoebe Caufield, estoy en la Feria de los Mundos. Leí tus libros y creo que son excelentes. Mi madre y mi padre actúan en “Death Takes a Holiday in Great Neck”. Vamos a nadar muy a menudo, pero el océano es mucho mejor en Cape Cod. ¡Adiós!... Y luego, salimos del edificio y allí estaba Holden, con Hart y Kirky Morris. Tenía puesta una camisa de felpa. Ningún abrigo. Se acercó y le pidió a Phoebe un autógrafo y ella lo apretó contra si, feliz de verlo, feliz de ver a su hermano. Luego él me dijo Vayámonos de toda esta basura educativa, vayamos a las carreras o algo así. No soporto todo esto... Y ahora intentan decirme que está desaparecido. Desaparecido. ¿Quién está
desaparecido? No él. Está en la Feria de los Mundos. Sé dónde hallarlo. Sé exactamente donde está. Phoebe también lo sabe. Lo sabría en un solo segundo. ¿Qué es todo esto de la desaparición?
—¿Cuánto te lleva llegar desde tu casa hasta la calle Cuarenta y Dos? —le preguntó Fergie al chico de Valentine Avenue. Valentine Avenue lo pensó, algo emocionado. “Desde mi casa”, informó intensamente, “hasta el Paramount Theather te toma exactamente cuarenta y cinco minutos en metro. Casi gano dos billetes apostándole a mi chica acerca de eso. Nunca tomaría su dinero.” El hombre al que le gusta Memphis y Dallas más que Miami habló: “Espero que las chicas de esta noche no sean cobardes. Digo, niñas. Siempre me miran como a un viejo cuando son cobardes.” —Procuraré no transpirar demasiado —dijo Fergie—. Hace mucho calor en los bailes de por aquí. A las mujeres no les gustan si transpiras mucho. Ni siquiera a mi esposa le gusta. Pero está bien si ella transpira ¡Es diferente!... Mujeres. Te vuelven loco. Estalló un colosal trueno. Todos saltamos (yo casi me caigo del camión). Me hago a un lado y el muchacho de Valentine Avenue se aprieta contra Fergie para hacerme un lugar... Desde el frente del camión oímos una voz de fuerte acento sureño: —¿Han estado en Atlanta? Todos esperan que truene una vez más. Yo respondo. “No” digo. —Atlanta es una buena ciudad. De pronto el Teniente de Servicios Especiales aparece salido de la nada, empapadísimo, con la cabeza asomada dentro del camión. Cuatro de estos hombres deben irse. Lleva puesta una de esas viseras con cubierta de hule; es como la vesícula de un unicornio. La cara completamente mojada. Es joven y pequeño, aún poco seguro para este nuevo comando al que el Gobierno le asignó. Se fija allí donde deberían estar las tiras de las mangas de mi impermeable robado (con todas mi cartas). —¿Viene por un relevo aquí, Sargento? Wow. Choose yo’ pahtnuhs... —Sí, señor. —¿Cuántos hombres hay aquí? —Habría que volverlos a contar, señor. —Me doy vuelta y digo—: Bien, todos los hombres con fósforos en las manos; enciéndanlos; quiero contar sus cabezas —y cuatro o cinco de ellos se las arreglan para encender fósforos simultáneamente. Finjo contar sus cabezas—. Treinta y cuatro incluyéndome, señor —le dijo finalmente. El joven Teniente sacudió su cabeza bajo la lluvia. “Demasiados”, me informa, y yo intento verme como muy estúpido. “He llamado a cada ordenanza”, revela a mi favor, “y di orden de que irían sólo cinco hombres por escuadrón.” (Pienso en la gravedad de la situación por primera vez. Debería sugerir que liquidemos a cuatro de ellos. Debería pedir muy detalladamente hombres experimentados en liquidar gente que quiere ir a bailar.)… El teniente me pregunta, “¿Conoce a Miss Jackson, Sargento?” —Sé quien es —le digo mientras escucha sin pitar su cigarrillo. —Bien, Miss Jackson me llamó esta mañana y pidió solamente treinta hombres. Temo, Sargento, que vamos a tener que pedirle a cuatro hombres que vuelvan a sus áreas. —Deja de mirarme, mira dentro del camión, estableciendo una neutralidad entre él y la empapada oscuridad.— No me interesa cómo lo haga —dice, frente al camión—, pero debe hacerlo.
Cruzó mi mirada hacia los hombres. “¿Cuántos de ustedes no firmaron para ir al baile?” —A mí no me mire —dice Valentine Avenue—. Yo firmé. —¿Quién no firmó? —digo—. ¿Quién está aquí sólo porque se enteró del baile? — Eso fue bueno, Sargento. Sigue así. —Hágalo fácil, Sargento —me dice el teniente, asomando la cabeza al camión. —Vamos, ya. ¿Quién no firmó? —Vamos, ya. Quién no firmó. Nunca en la vida escuché una pregunta tan burda. —Todos firmamos, Sarg —dice Valentine Avenue—. Alrededor de unos siete hombres firmaron en mi escuadrón. Perfecto. Seré brillante. Les ofreceré una linda alternativa. —¿Quién prefiere salir en una película sobre el Campo a ir al baile? Ninguna respuesta. Respuesta. Silenciosamente, Portner (el tipo Memphis-Dallas) se levanta y enfila para salirse. El resto le abre paso para dejarlo salir. Yo también me muevo a un costado... Ninguno de nosotros le dice a Portner, mientras pasa, lo importante y relevante que es. Más respuesta... “Uno más”, dice Fergie, levantándose. “Así que parece que los casados escribirán cartas esta noche.” Y salta del camión rápidamente. Espero. Todos esperamos. Nadie más se adelanta. “Dos más”, carraspeo. Los acosaré. Los acosaré porque odio sus agallas. Son insufriblemente estúpidos. ¿Qué les pasa? ¿Creen que será la noche de su vida en ese tonto baile? ¿Creen que van a escuchar un maravilloso trompetista tocando “Marie”? ¿Qué sucede con estos idiotas? ¿Qué sucede conmigo? ¿Por qué quiero que se vayan? ¿Por qué de alguna manera también quiero irme yo? ¡De alguna manera! Vaya broma. Te mueres por irte, Caufield... —Bien —digo fríamente—. Los dos últimos a la izquierda. Vamos, fuera. No sé quienes son. —No sé quienes son. ¡Uff! El tipo ruidoso, el que me gritaba para que la fiesta empezara en la carretera, sale. Había olvidado que estaba allí. Pero desaparece confusamente en la negra tormenta india. Le sigue, al menos tentativamente, un tipo pequeño, un muchacho, puedo verlo en la claridad. Con el sombrero marino puesto, encorvado y cojeando, empapado, sus ojos fijos en el Teniente, el muchacho espera bajo la lluvia —como si hubiera tenido orden de ello. Es muy joven, probablemente dieciocho años, y no parece ser alguien que se pondría a discutir y a discutir en una tormenta así. Lo miro fijamente y el Teniente se da vuelta y lo mira también. —Yo estaba en la lista. Firmé cuando la clavaron en la pared. Justo luego de que clavaran la lista. —Lo siento, soldado —dice el Teniente—. ¿Listo, Sargento? —Puede preguntarle a Ostrander —le dijo el muchacho al Teniente y metió nuevamente la cabeza en el camión—. Hey, Ostrander. ¿No fui yo el primero que firmó? La lluvia parece caer más fuerte que nunca. El muchacho que quiere ir al baile se empieza a empapar. Saco una mano y lo tomo del cuello del impermeable. —¿No fui el primero que firmó la lista? —le grita el muchacho a Ostrander. —¿Qué lista? —dice Ostrander. —¡La lista de lo que querían ir a bailar! —grita el muchacho. —Oh —dice Ostrander—. ¿Qué pasa con la lista? Yo estaba en ella. Oh, Ostrander, qué pesado. —¿No era yo el primero en la lista? —dice el muchacho con la voz rota.
—No lo sé —dice Ostrander—. ¿Cómo podría saberlo? El muchacho se vuelve bruscamente hacia el Teniente. —Yo era el primero en la lista, señor. En serio. Ese tipo del escuadrón, el extranjero que trabaja en limpieza, clavó la lista y yo firmé. Fui el primero. El Teniente dice, empapado, “Adentro. Sube al camión, muchacho.” El muchacho trepa al camión y los hombres rápidamente le hacen lugar. El Teniente se vuelve hacia mí y me pregunta, “Sargento, ¿dónde puedo encontrar un teléfono por aquí?” —A ver, en el puesto de Ingeniería, señor. Le mostraré. Cruzamos por entre los ríos de lodo que se habían formado alrededor del puesto de Ingeniería. —¿Mama? —dice el Teniente en la bocina—. Estoy bien… Sí, mama. Sí, mama. Me las arreglo. Tal vez el sábado pueda salirme, eso dijeron. Mama, ¿está Sarah Jane allí?... Bueno, ¿me dejas hablar con ella?... Sí, mama. Lo haré si puedo; quizás el domingo. El Teniente vuelve a hablar. —¿Sarah Jane?... Bien. Bien... Me las apaño. Le dije a mama que quizás el domingo pueda salir. Escúchame, Sarah Jane. ¿Cómo está el auto? ¿Pudiste hacer que lo reparen? Bien, bien; es un buen precio, con todos los repuestos. —La voz del Teniente cambia. Ahora es mucho más informal.— Sarah Jane, mira. Quiero que vayas adonde Miz Jackson esta noche... Bueno, así es: tengo aquí a unos cuantos muchachos para una de sus fiestas. ¿sabes?... Sólo quiero decirte que son demasiados... Sí... Sí... Sí... Ya lo sé, Sarah Jane; sé que está lloviendo... Sí... Sí... —La voz del teniente se endurece de pronto. Dice:— no estoy pidiéndotelo, niña. Te lo estoy diciendo. Ahora, quiero que vayas adonde Miz Jackson rápidamente ¿bien?... No me importa... Está bien. Está bien. Te veo más tarde. —Cuelga. Empapado hasta lo huesos, los huesos de la desolación, los huesos del silencio, caminamos lentamente hacia el camión.
¿Dónde estás, Holden? No me importa esto de la desaparición. Deja de hacer tonterías. Aparece. Da la cara donde sea que estés. ¿Me escuchas? ¿Lo harías por mí? Hazlo simplemente porque yo todo lo recuerdo. Porque no puedo olvidar nada que sea bueno. De modo que escúchame. Sólo ve con algún oficial, ve donde algún G.I, y dile que estás Aquí, no desaparecido, no muerto, nada más que Aquí. Déjate ya de joder. Deja de decirle a la gente que estás desaparecido. Deja de llevar puesta mi bata en la playa. Deja de ponerte de mi lado en la corte. Deja de silbar. Siéntate a la mesa...
Traducción: Martín Abadía. Título original: This sandwich has no mayonnaise, en Esquire XXIV, Octubre de 1945, pág. 54-56, 147-149.
Ligera Rebelión en Madison3 Cuando sale de vacaciones de la Escuela Preparatoria para muchachos Pencey (“Un docente por cada diez estudiantes”), Holden Morrisey Caufield generalmente lleva puesto su sobretodo y un sombrero de bordes pronunciados hacia la copa. Mientras pasan los autobuses de la Quinta Avenida, algunas chicas que conocen a Holden a menudo piensan que lo vieron caminar por Saks’ o Altman’s o Lord & Taylor’s, pero generalmente se trata de otra persona. Este año, las vacaciones de Navidad de Holden en la Preparatoria Pencey coincidieron con las de Sally Hayes en la Escuella Mary A. Woodruff para señoritas (“especial atención a quienes tienen cierta tendencia por la dramaturgia”). Al salir de vacaciones de Mary A. Woodruff, generalmente Sally no lleva sombrero aunque sí un nuevo abrigo azul plateado de piel. Mientras camina por la Quinta Avenida, los muchachos que conocen a Sally piensan a menudo que la vieron pasar por Saks’ o Altman’s o por Lord & Taylor’s. Pero generalmente se trata de otra persona.
En cuanto llegó a New York, Holden tomó un taxi a casa, dejó su Gladstone en el recibidor, besó a su madre, abultó su abrigo y su sombrero convenientemente en una silla y marcó el número de Sally. —Hey —dijo a la bocina—. ¿Sally? —Sí, ¿Quién habla? —Holden Caufield. ¿Cómo estás? —¡Holden! ¡Bien! ¿Qué tal tú? —Genial —dijo Holden—. Oye, ¿cómo va todo? Digo, ¿qué tal la escuela? —Bien —dijo Sally—. Bueno, ya sabes. —Perfecto —dijo Holden—. Óyeme. ¿Qué haces esta noche? Holden la llevó a Wedgwood Room esa noche, y ambos iban bien arreglados, Sally llevaba un nuevo vestido turquesa. Bailaron muchísimo. El estilo de Holden era más lento, con pasos largos hacia atrás y adelante, como si bailara sobre una alcantarilla abierta. Bailaron con las mejillas juntas y a ninguno de los dos le importó si era bochornoso. Había pasado mucho tiempo desde la última vez que tuvieron vacaciones. Se lo pasaron maravillosamente en el taxi que los trajo de vuelta a casa. En dos ocasiones, cuando el taxi se detuvo brevemente por el tráfico, Holden saltó en su asiento. —Te quiero —le soltó a Sally, apartando su boca de la de ella. —Oh, cariño, yo también te quiero —dijo Sally, y agregó, menos apasionada: —. Prométeme que te dejarás crecer el pelo. El pelo rapado es muy cursi. Al día siguiente, el jueves, Holden llevó a Sally a la matinée a ver “Oh Mistress Mine”, la cual ninguno de los dos había visto. En el primer entreacto, salieron a fumar al vestíbulo y ambos acordaron vehementemente que los Lunts eran maravillosos. 3
Este relato inédito, al igual que “Este sándwich no tiene mayonesa”, pertenece a The Complete Uncollected Stories I and II y apareció en The New Yorker, el 22 de Diciembre de 1946 (pág. 76-79 / 8286) Algunas de las escenas que lo ocupan han sido más tarde utilizadas y reformuladas por Salinger en su novela The Catcher in the Rye. (N. del. T)
George Harrison, de Andover, también fumaba en el vestíbulo y reconoció a Sally, tal como ella lo esperaba. Habían sido presentados alguna vez en una fiesta y nunca habían vuelto a verse desde entonces. Ahora, en el vestíbulo del Empire, se saludaron con el mismo gusto de quienes parecen haberse bañado frecuentemente desde niños. Sally le preguntó a George si creía que la obra era maravillosa. George se tomó el tiempo para replicar, acercando su pie al de la mujer que estaba a su lado. Dijo que la pieza en sí misma no era ciertamente una obra maestra, pero que los Lunts, por supuesto, era ángeles. “Ángeles”, pensó Holden. “Ángeles, por el amor de Dios. Ángeles.” Luego de la matinée, Sally le dijo a Holden que se le había ocurrido una idea maravillosa: “Vayamos a patinar mañana por la noche a Radio City.” —Bien —dijo Holden—. Seguro. —¿Lo dices en serio? —dijo Sally—. No lo digas si no lo piensas en realidad. Digo, a mí me importa un bledo hacer una cosa o la otra. —No —dijo Holden—. Vayamos. Será divertido.
Sally y Holden eran malísimos patinando sobre hielo. Los tobillos de Sally chocaban el uno con el otro de una manera desagradable y los de Holden no lo hacían mucho mejor. Esa noche había allí cientos de personas que no tenían nada mejor que hacer que ponerse a mirar a quienes patinaban. —Hagámonos de una mesa y pidamos algo de beber —sugirió inesperadamente Holden. —Es la idea más maravillosa que he oído en este día —dijo Sally. Se quitaron los patines y se sentaron en una mesa. Hacía calor en el salón y Sally se sacó también las manoplas de lana. Holden comenzó a encender fósforos. Los dejaba quemarse hasta que ya no podía sostenerlos; luego dejaba caer los restos en el cenicero. —Mira —dijo Sally—. Tengo que saberlo: ¿vas a ayudarme o no con el árbol para Nochebuena? —Seguro —dijo Holden sin entusiasmo. —Digo, tengo que saberlo —dijo Sally. Holden dejó de pronto de encender fósforos. Se inclinó sobre la mesa. “Sally, ¿tú nunca te hartas de nada? Digo, ¿no te asusta a veces que todo termine siendo una mierda al menos que hagas algo?” —Claro —dijo Sally. —¿Te gusta la escuela? —inquirió Holden. —Es terriblemente pesada. —Pero ¿la odias? —Bueno, no, no la odio. —Bien, yo sí la odio —dijo Holden—. Dios, ¡cómo la odio! Pero no es sólo eso. Es todo. Odio vivir en New York. Odio los autobuses de la Quinta Avenida y los de la Avenida Madison y salir por el centro. Odio la película de la calle Setenta y Dos, con esas nubes falsas en el cielorraso, y que me presenten a tipos como George Harrison, y tener que usar el ascensor cuando quieres salir y los tipos que se quieren meter contigo todo el tiempo en Brooks. —Su voz se excito un poco más.— Cosas así. ¿Sabes lo que digo? ¿Sabes? Eres la única razón por la que estoy aquí en vacaciones. —¡Qué dulce eres! —dijo Sally, deseando que cambiara ya de tema. —Dios, ¡cómo odio la escuela! Deberías ir a una escuela de chicos alguna vez. Todo lo que haces es estudiar y pensar lo importante que es que tu equipo de fútbol gane, y hablar de chicas y ropa y licor, y...
—Ya. Escúchame —interrumpió Sally—. Muchísimos chicos sacan algo más que eso de la escuela. —Estoy de acuerdo —dijo Holden—. Pero esto es todo lo que saco yo. ¿Ves? A eso me refiero. No saco nada de nada. Estoy desquiciado. Muy desquiciado. Mira, Sally. ¿Cómo decírtelo para que lo entiendas? Ésta es mi idea. Le pediré prestado su auto a Fred Halsey y mañana por la mañana nos vamos a Massachussets o Vermont o por allí. ¿No crees? Es precioso. Digo, es hermoso allí arriba, lo digo en serio. Alquilaremos una cabaña o algo así hasta que se me acabe el dinero. Tengo unos ciento doce dólares. Y luego, cuando el dinero se acabe, consigo un trabajo y nos vamos a vivir por allí, cerca de un arroyo. ¿Me entiendes? En serio, Sally, la pasaremos genial. Y luego, más tarde, nos casamos o algo así. ¿Qué dices? ¡Vamos! ¿Qué dices? Hagámoslo, ¿eh? —No podemos hacer algo así —dijo Sally. —¿Por qué no? —preguntó Holden estridentemente—. ¿Por qué diablos no podemos? —Porque no se puede —dijo Sally—. No puedes, eso es todo. Suponte que el dinero se acaba y no consigues trabajo. ¿Y entonces qué? —Conseguiré un trabajo. No te preocupes por eso. No tienes que preocuparte por eso. ¿Cuál es el problema? ¿No quieres venir conmigo? —No hablo de eso —dijo Sally—. No hablo de eso en absoluto. Holden, tenemos muchísimo tiempo aún para hacer cosas así, todas esas cosas. Después de terminar la universidad y casarnos. Habrá muchísimos lugares maravillosos a los que ir. —No, no los habrá —dijo Holden—. Será completamente diferente. Sally lo miró, la había contradicho muy suavemente. —No será igual en absoluto. Tendremos que bajar en ascensores con maletas y tal. Tendremos que llamar a todo el mundo y decirles adiós y enviarles postales. Y yo tendré que trabajar con mi padre, pasear por la Avenida Madison y leer periódicos. Tendremos que ir a la calle Setenta y Dos todo el tiempo y ver los noticieros. ¡Noticieros! Siempre hay alguna tonta carrera de caballos o alguna señora que inaugura un barco estrellando una botella. No entiendes en absoluto lo que estoy diciéndote. —Quizás no. Quizás tú no entiendes, en todo caso —dijo Sally. Holden se puso de pie, con uno de los patines colgándole del hombro. “Me apenas muchísimo”, anunció bastante desapasionadamente.
Un poco más tarde de la medianoche, Holden y un chico gordo y poco atractivo llamado Carl Luce se sentaron en el Wadsworth Bar a tomar Scotchs y comer papas fritas. Carl también iba a la Preparatoria Pencey y estaba en su misma clase. —Hey, Carl —dijo Holden—, tú eres uno de esos tipos intelectuales. Dime algo. Suponte que te sientes harto. Suponte que empiezas a volverte loco, muy loco. Suponte que quieres abandonar la escuela y todo y largarte de New York. ¿Qué harías? —Bebe —dijo Carl—. A la mierda con todo eso. —En serio, lo digo en serio —rogó Holden. —Siempre te fastidias por cualquier cosa —dijo Carl. Y se levantó y se fue. Holden siguió bebiendo. Se tomó nueve dólares de Scotch y a eso de las 2 de la madrugada, caminó de la barra a la antesala, donde estaba el teléfono. Marcó tres veces hasta que dio con el número que quería. —¡Hooola! —gritó al teléfono. —¿Quién es? —inquirió una voz fría. —Soy yo, Holden Caufield. ¿Podría hablar con Sally, por favor? —Sally duerme. Habla la Sra. Hayes. ¿Por qué llamas a estas horas, Holden?
—¿Quiero hablar con Sally, Sra. Hayes. Importante. Llámela. —Sally duerme, Holden. Llámala mañana. Buenas noches. —Despiértela. Despiéeertela Sra. Hayes, eh. Despiéeertela, Sra. Hayes. —Holden —dijo Sally, al otro lado—. Soy yo. ¿Qué sucede? —Sally, ¿eres tú? —Sí. Estás borracho. —Sally, estaré contigo en Nochebuena. Iremos a cortar un árbol. ¿Qué dices? ¿Eh? —Sí. Ve a la cama ahora. ¿Dónde estás? ¿Con quién estás? —Cortaré un árbol para ti. ¿Eh? ¿Qué dices? ¿Eh? —Sí. Ahora ve a la cama. ¿Dónde estás? ¿Con quién estás? —Cortaré un árbol para ti. ¿Eh? ¿Ok? —¡Sí! ¡Buenas noches! —B’enas noches. B’enas noches, Sally, preciosa. Preciosa. Sally, cariño. Holden colgó y se quedó junto al teléfono unos quince minutos. Luego metió otra moneda en la ranura y volvió a marcar el mismo número. —¡Hooola! —gritó—. Hablar con Sally, por favor. Se escuchó un agudo tintineo mientras colgaban y Holden colgó también. Se tambaleó por un momento. Luego fue hasta los sanitarios y llenó el lavabo con agua helada. Sumergió la cabeza hasta las orejas y luego caminó hasta la radiador, goteando, y se puso debajo. Se quedó sentado debajo del radiador, contando las baldosas del suelo mientras el agua resbalaba por su cara y se le metía en la nuca, empapándole el cuello de la camisa y la corbata. Veinte minutos después, entró el pianista del bar a peinarse. Tenía el pelo ensortijado. —¡Hey, amigo! —lo saludó Holden desde el radiador—. Tengo la butaca más caliente. Me apagaron las luces y estaba empezándo a enfriarme. El pianista sonrió. —Dios, tú sí que puedes tocar, eh —dijo Holden—. Tocas realmente bien. Deberías estar en la radio. ¿Sabes? Eres buenísimo, amigo. —¿No quieres una toalla, muchacho? —le preguntó el pianista. —No, ya no —dijo Holden. —¿Por qué no te vas a casa ya? Holden sacudió la cabeza. “Ya no”, dijo. “Ya no.”
El pianista se encogió de hombros y volvió a meter el peine en su bolsillo. Cuando salió del baño, Holden se quitó de debajo del radiador y pestañeó varias veces para dejar ir las lágrimas. Luego fue hasta el recibidor. Se puso el sobretodo sin abotonárselo y se colocó con fuerza el sombrero sobre la cabeza empapada. Los dientes le castañeaban con violencia; se detuvo en la esquina y esperó el autobús de la Avenida Madison. La espera sería larga.
Traducción de Martín Abadía. Título original: Slight Rebellion off Madison, en The New Yorker XXII, diciembre de 1946, 76-79, 82–86.
La larga puesta de largo de Lois Tagget Lois Tagget se diplomó en el Colegio de Miss Hascomb, quedando vigésimo sexta de una clase de cincuenta y ocho, y al otoño siguiente sus padres juzgaron que le había llegado la hora de ser presentada, de entrar a la carga, en lo que ellos llamaban Sociedad. Así que le montaron una cosa pija de siete cifras en el hotel Pierre, y excepto por unos cuantos resfriados terribles y excusas del tipo Fred-no-se-ha-encontrado-bienúltimamente, asistió la mayoría del gremio preferido. Lois lucía un vestido blanco, un ramillete de orquídeas prendido y una sonrisa bastante encantadora y torpe. Entre los invitados, los caballeros de edad decían: “Es una Tagget, no cabe duda”; las damas jóvenes decían: “Eh, Mira a Lois. No está mal. ¿Qué se ha hecho en el pelo?”. Y los caballeros jóvenes decían: “¿Dónde está el licor?”. Aquel invierno Lois hizo lo posible por azotar Manhattan con su falda junto a los jóvenes más fotogénicos de cuantos bebían whisky-con-soda en la sección del Stork Club que juraba por Dios-y-por-Walter Winchell. Se defendió bastante bien. Tenía buen tipo, vestía caro y con buen gusto y se la consideraba inteligente. Aquella fue la primera temporada en la que inteligente era lo que había que ser. En la primavera, su tío Roger accedió a darle un empleo de recepcionista en una de sus oficinas. Era el primer gran año en el que las debutantes debían Hacer Algo. Sally Walker estaba cantando en el Aberti’s Club por las noches; Phyll Mercer estaba diseñando ropa o algo por el estilo; Allie Tumbleston estaba haciendo aquella prueba cinematográfica. Así que Lois cogió el empleo de recepcionista en la oficina del tío Roger del centro de la ciudad. Llevaba trabajando once días justos, con tres tardes libres, cuando de pronto se enteró de que Ellie Pods, Vera Gallishaw y Cookie Benson iban a irse a Río en crucero. La noticia le llegó a Lois un jueves por la noche. Todo el mundo decía que Río era la mar de divertido. Lois no fue al trabajo a la mañana siguiente. En vez de ello decidió, mientras se pintaba de rojo las uñas de los pies sentada en el suelo, que la mayoría de los hombres que aparecían por la oficina del tío Roger del centro de la ciudad era un grupo de memos. Lois zarpó con las chicas, regresando a Manhattan a principios del otoño, aún soltera, con tres kilos más de peso y sin dirigirle la palabra a Ellie Podds. El resto del año Lois siguió unos cursos en Columbia, tres de los cuales se titulaban Pintores Holandeses y Flamencos, Técnica de la Novela Moderna y Español Cotidiano.
Con la vuelta de la primavera y del aire acondicionado al Stork Club, Lois se enamoró. El era un agente de prensa muy alto llamado Bill Tedderton, con una voz grave y obscena. Desde luego, no era para llevárselo a casa con Mr. y Mrs. Tagget, pero Lois se figuró que, desde luego, sí era para llevárselo a casa. Estaba muy colada, y Bill, que había dado muchas vueltas desde que saliera de Kansas City, se entrenó a mirar a los ojos de Lois con suficiente profundidad para ver la puerta de la cámara acorazada familiar. Lois se convirtió en Mrs. Tedderton, y los Tagget no hicieron gran cosa al respecto. Ya no se llevaba armar un escándalo si la hija de uno prefería al repartidor del hielo antes que a aquel chico Astorbilt tan agradable. Todo el mundo sabía, por supuesto, que los agentes de prensa eran repartidores de hielo. La misma cosa.
Lois y Bill cogieron un piso en Sutton Place. Era un alquiler de tres habitaciones y cocina pequeña, y los armarios eran lo bastante grandes para dar cabida a los vestidos de Lois y a los trajes de anchas espaldas de Bill. Cuando sus amigas le preguntaban si era feliz, Lois respondía: “Locamente.” Pero no estaba completamente segura de si era locamente feliz. Bill tenía la más espléndida percha de corbatas que pudiera imaginarse: llevaba unas camisas de popelín tan lujosas; era tan maravilloso, tan dominante, cuando hablaba con la gente por teléfono; tenía un modo tan fascinante de colgar sus pantalones. Y era tan dulce en... bueno, ya saben... en todo. Pero... Luego, de pronto, Lois tuvo la certeza de ser Locamente Feliz, porque un día, poco después de casarse, Bill se enamoró de Lois. Al levantarse para ir al trabajo una mañana echó un vistazo a la otra cama y vio a Lois como nunca la había visto antes. Tenía la cara aplastada contra la almohada, hinchada, deformada por el sueño, los labios secos. En su vida tuvo peor aspecto... y en aquel instante Bill se enamoró de ella. Estaba habituado a mujeres que no le dejaban mirarles bien la cara por la mañana. Miró fijamente a Lois durante un largo momento, pensó en el aspecto que tenía mientras bajaba en el ascensor; luego en el metro, se acordó de una de las preguntas disparatadas que Lois le había hecho la otra noche. Bill no pudo evitar soltar en el metro una sonora carcajada. Cuando aquella noche llegó a casa, Lois estaba sentada en el sillón Morris. Tenía los pies, calzados con unas babuchas rojas, escondidos debajo de ella. Simplemente estaba allí sentada limpiándose las uñas y escuchando rumbas de Sancho en la radio. Nunca en su vida fue Bill tan feliz como al verla. Tenía ganas de saltar. Tenía ganas de rechinar los dientes y luego soltar una enloquecida, aguda nota de entusiasmo. Pero no se atrevió. No le habría resultado fácil explicarlo. No podía decirle a Lois: “Lois, por primera vez te amo. Pensaba que no eras más que una pelma simpática. Me casé contigo por tu dinero, pero ahora eso me trae sin cuidado. Tú eres mi amor. Mi novia. Mi mujer. Mi niña. Oh, dios, qué feliz soy.” No podía decirle eso, por supuesto: así que se limitó a acercarse a donde ella estaba sentada, muy como quien no quiere la cosa. Se inclinó, la besó, tiró suavemente de ella para ponerla de pie. Lois dijo: “¡Eh! ¿Qué pasa?” Y Bill la hizo bailar la rumba con él por toda la habitación. Durante los quince días siguientes al descubrimiento de Bill, Lois no podía ni estar ante el mostrador de guantes de Saks’ sin silbar entre dientes Begin the Beguine. Empezaron a caerle bien todas sus amigas. Tenía una sonrisa para los revisores de los autobuses de la Quinta Avenida: sentía mucho no llevar nada suelto cuando les alargaba billetes de dólar. Daba paseos hasta el zoo. Hablaba por teléfono con su madre a diario. La madre se convirtió en una Persona Estupenda. El padre, advirtió Lois, trabajaba demasiado. Los dos debían tomarse unas vacaciones. O al menos venir a cenar el viernes por la noche, y nada de discusiones, venga.
Dieciséis días después de que Bill se enamorara de Lois, ocurrió algo terrible. Aquella decimosexta noche, ya tarde, Bill estaba sentado en el sillón Morris, y Lois estaba sentada sobre su regazo, la cabeza apoyada en su hombro. De la radio salía en cascada el suave trompeteo de la orquesta de Chick West. Chick en persona, con sordina en la trompeta, se estaba encargando del estribillo de ese viejo y fabuloso tema, Smoke Gets in Your Eyes. —Oh, cariño —susurró Lois. —Nena —respondió Bill suavemente.
Salieron de un apasionado abrazo. Lois volvió a poner la cabeza sobre el gran hombro de Bill. Bill cogió su cigarrillo del cenicero. Pero en vez de darle una calada, lo sostuvo entre los dedos, como si fuera un lápiz, e hizo con él pequeños círculos en el aire justo encima del dorso de la mano de Lois. —Mejor no —dijo Lois, con fingida alarma—. Quema, quema. Pero Bill, como si no hubiera oido, deliberadamente, y sin embargo casi distraídamente, hizo lo que tenía que hacer. Lois dio un grito espantoso, se levantó de un brinco y salió como una loca de la habitación. Bill aporreó la puerta del cuarto de baño. Lois había echado el pestillo. —Lois. Lois, nena. Cariño. Te lo juro por Dios. No sabía lo que hacía. Lois. Cariño. Abre la puerta. En el cuarto de baño Lois estaba sentada en el borde de la bañera y miraba fijamente el cesto de la ropa sucia. Con la mano derecha se apretaba la otra, la lastimada, como si la presión pudiera parar el dolor o deshacer lo que había sido hecho. Al otro lado de la puerta, Bill seguía hablándole con la boca seca. —Lois, Lois, por Dios. Te digo que no sabía lo que hacía. Lois, por amor de Dios, abre la puerta. Por favor, por amor de Dios. Por fin, Lois salió y se echó en brazos de Bill. Pero una semana más tarde volvió a ocurrir lo mismo. Sólo que no con un cigarrillo. Un domingo por la mañana Bill estaba enseñándole a Lois a manejar un palo de golf. Lois quería aprender a jugar, porque todo el mundo decía que Bill era un habilidoso. Estaban los dos en pijama y descalzos. Lo estaban pasando en grande. Risitas, besos, carcajadas, y por dos veces tuvieron que sentarse los dos, de tanto que se reían. Entonces Bill, de pronto, abatió la punta de la cabeza de su palo del 2 sobre el pie descalzo de Lois. Por fortuna su palanca fue defectuosa, porque pegó con todas sus fuerzas. Aquello sí lo logró, desde luego. Lois volvió a su antiguo cuarto en el piso de su familia. Lois pudo volver a caminar, su padre le dio al instante un cheque de mil dólares. “Cómprate algunos vestidos”, le dijo. “Anda.” Así que Lois se fue a Saks’ y a Bonwit Taller’s y se gastó los mil dólares. Ahora tenía mucha ropa que ponerse.
Aquel invierno no nevó mucho sobre Nueva York, y Central Park no tuvo nunca el aspecto debido. Pero hacía un tiempo muy frío. Una mañana, al mirar por su ventana que daba a la Quinta, Lois vio a alguien que paseaba un terrier con pelo de alambre. Pensó: “Quiero un perro”. Así que aquella tarde se fue a una pajarería y se compró un terrier escocés de tres meses. Le puso un collar rojo vivo y una correa, y se llevó en taxi a casa al gimoteante animal. —¿Verdad que es un amor? —le preguntó a Fred, el portero. Fred acarició el perro y dijo que, desde luego, era una cosita monísima. —Gus —dijo Lois encantada—, saluda a Fred. Fred, saluda a Gus. Arrastró al perro hasta el ascensor. —Adentro, Gussie —dijo Lois—. Adentro, vamos, ricura. Sí. Eres una ricura. Eso es lo que eres tú. Una ricura. Gus se quedó temblando en medio del ascensor y mojó el suelo. Lois lo regaló unos días más tarde. Después de que Gus se negara firmemente a adoptar las costumbres de la casa. Lois empezó a estar de acuerdo con sus padres en que era cruel tener a un perro en la ciudad. La noche que regaló a Gus, Lois les dijo a sus padres que era una bobada esperar hasta la primavera para ir a Reno. Era mejor acabar de una vez. Así que a primeros de
enero Lois voló al Este. Se alojó en un rancho para turistas justo en las afueras de Reno y conoció a Betty Walker, de Chicago, y a Sylvia Haggerty, de Rochester. Betty Walker, cuya sagacidad era tan penetrante como un cuchillo de goma, le contó a Lois una o dos cosas acerca de los hombres. Sylvia Haggerty era una morenita regordeta y callada, y nunca decía gran cosa, pero era capaz de beberse más whiskys-con-soda que ninguna otra chica que Lois hubiera conocido nunca. Cuando las tres obtuvieron sus divorcios, Betty Walker dio una fiesta en el Barclay de Reno. Los chicos del rancho fueron invitados, y Red el guapo, realizó un gran despliegue con Lois, pero en buen plan. “¡No te me acerques!”, le gritó de repente Lois a Red. Todo el mundo dijo que Lois era una trastornada. No sabían que les tenía miedo a los hombres guapos y altos. Volvió a ver a Bill, por supuesto. Unos dos meses después de que regresara de Reno, Bill se acercó a su mesa en el Stork Club. —Hola, Lois. —Hola, Bill. Preferiría que no te sentaras. —He estado yendo a ver al psicoanalista ése. Dice que se me pasará. —Me alegra saberlo, Bill, estoy esperando a gente. Vete, por favor. —¿Querrás almorzar conmigo algún día? —preguntó Bill. —Bill, acaban de llegar. Vete, por favor. Bill se levantó. —¿Te puedo llamar? —preguntó. —No. Bill se fue, y Middie Weaver y Liz Watson se sentaron. Lois pidió un whisky-consoda, se lo bebió y luego otros cuatro iguales. Cuando salió del Stork Club se sentía bastante borracha. Caminó y caminó. Por fin, se sentó en un banco delante de la jaula de las cebras del zoo. Se quedó allí sentada hasta que estuvo sobria y las rodillas hubieron dejado de temblarle. Luego se fue a casa. Casa era un lugar con padres, comentaristas de noticias en la radio y doncellas almidonadas que se te acercaban siempre por la izquierda para ponerte delante un vasito enfriado de jugo de tomate. Después de la cena, al volver Lois del teléfono, Mrs. Tagget levantó la vista de su libro y preguntó: —Cariño, ¿quién era? ¿Carl Curfman? —Sí —dijo Lois sentándose—. Vaya memo. —No es un memo —la contradijo Mrs. Tagget.
Carl Curfman era un joven bajo y de tobillos gruesos que siempre llevaba calcetines blancos porque los calcetines de color le irritaban los pies. Estaba lleno de información. Si pensabas ir en coche al partido del sábado, Carl te preguntaba por qué ruta pensabas ir. Si decías: “No lo sé. Supongo que por la Ruta 26”, Carl te aconsejaba vivamente que en lugar de aquella tomaras la Ruta 7, y sacaba una libreta y un lápiz y te hacía un gráfico de la cosa entera. Le agradecías profusamente la molestia, y él hacía una especie de gesto de asentimiento rápido con la cabeza y te recordaba que por nada del mundo torcieras en la autopista de Cleveland, pese a las señales de carretera. Carl te daba siempre un poco de lástima cuando guardaba su libreta y su lápiz. Varios meses después de que Lois hubiera vuelto de Reno, Carl le pidió que se casara con él. Se lo planteó con una negativa. Acababan de salir de un baile de caridad en el Waldorf. La batería del sedán de Carl se había descargado, y él había empezado a ponerse todo nervioso, pero Lois dijo: —Tómatelo con calma, Carl. Primero vamos a fumarnos un cigarrillo.
Se quedaron en el coche fumando cigarrillos, y fue entonces cuando Carl se lo planteó a Lois con una negativa. —Tú no querrías casarte conmigo, ¿verdad. Lois? Lois lo había estado mirando fumar. Carl no aspiraba el humo. —Caramba. Carl. Eres un encanto, por pedírmelo. Lois llevaba mucho tiempo sintiendo venir la pregunta; pero nunca había llegado a planear una respuesta. —Haría lo que fuera para hacerte feliz, Lois. Quiero decir que haría lo que fuera. Cambió de postura en el asiento, y Lois pudo ver sus calcetines blancos. —Eres un verdadero encanto por pedírmelo, Carl —dijo Lois—. Pero es que todavía no quiero pensar en el matrimonio durante una temporada. —Claro —dijo Carl rápidamente. —Eh —dijo Lois—, hay un garage en la esquina de 50 con Tercera. Bajo andando contigo. Un día, a la semana siguiente, Lois almorzó en el Stork con Middie Weaver. Middie Weaver desempeñaba en la conversación la función de asentidora y quita-ceniza-delcigarrillo. Lois le dijo a Middie que al principio había pensado que Carl era un memo. Bueno, no un memo exactamente, pero, bueno, Middie ya sabía lo que Lois quería decir. Middie asintió y quitó la ceniza de su cigarrillo. Pero no era un memo. Era sensible y tímido. y tremendamente dulce. Y tremendamente inteligente. ¿Sabía Middie que Carl llevaba realmente Curfman e Hijos? Sí. Realmente lo llevaba él. Y además era un bailarín maravilloso. Y realmente tenía un pelo muy bonito. De hecho lo tenía rizado cuando no se lo planchaba. Realmente era un pelo precioso. Y no era realmente gordo. Era sólido. Y era tremendamente dulce. Middie Weaver dijo: —Bueno, a mí Carl siempre me cayó bien. Me parece una persona estupenda. Lois pensó en Middie Weaver durante el trayecto de vuelta a casa en el taxi. Middie era fabulosa. Middie era realmente una persona fabulosa. Tan inteligente. Había tan poca gente inteligente, realmente inteligente. Middie era perfecta. Lois esperaba que Bob Walker se casara con Middie. Ella era demasiado buena para él. El muy rata.
Lois y Carl se casaron en primavera, y menos de un mes después de casarse, Carl dejó de llevar calcetines blancos. También dejó de llevar cuello de pajarita con el smoking. Y dejó de dar indicaciones a la gente para llegar a Manasquan evitando la ruta de la costa. Si la gente quiere tomar la ruta de la costa, déjales que la tomen, le dijo Lois a Carl. También le dijo que no le prestara más dinero a Bud Masterson. Y cuando Carl bailaba, si quería hacer el favor de dar pasos más largos. Si Carl se fijaba, sólo los hombres bajos y gordos iban cautelosamente por la pista. Y si Carl seguía poniéndose aquella sustancia grasienta en el pelo, Lois enloquecería. No llevaban casados tres meses cuando Lois empezó a ir al cine a las once de la mañana. Se sentaba arriba en los palcos y empalmaba un cigarrillo detrás de otro. Era mejor que quedarse sentada en el maldito piso. Era mejor que ir a ver a su madre. En la actualidad su madre poseía un vocabulario de cuatro palabras consistente en: “Querida, estás demasiada delgada.” Ir al cine era también mejor que ver a las chicas. Tal como estaban las cosas, Lois no podía ir a ninguna parte sin tropezarse con una de ellas. Eran todas tan bobas. Así que Lois empezó a ir al cine a las once de la mañana. Se veía el programa entero y luego iba al lavabo de señoras y se peinaba y se retocaba el maquillaje. Entonces se miraba al espejo y se preguntaba: “Bueno. ¿qué diablos debería hacer yo ahora?”
A veces Lois se metía en otro cine. A veces se iba de compras, pero en la actualidad rara vez veía nada que le apeteciera comprar. A veces quedaba con Cookie Benson. Si Lois se ponía a pensarlo, Cookie era la única de sus amigas que era inteligente, realmente inteligente. Cookie era fabulosa. Un sentido del humor fabuloso. Lois y Cookie podían pasarse horas sentadas en el Stork Club, contándose chistes verdes y criticando a las amigas. Cookie era perfecta. Lois se preguntaba por qué nunca antes le había caído bien Cookie. Una persona estupenda e inteligente como Cookie. Carl se quejaba frecuentemente ante Lois de sus pies. Una noche que se habían quedado en casa, Carl se quitó los zapatos y los calcetines negros, y se examinó cuidadosamente los pies descalzos. Descubrió a Lois mirándole de hito en hito. —Me pican —le dijo riéndose a Lois—. Es que no puedo llevar calcetines de color. —Son imaginaciones tuyas —le dijo Lois. —A mi padre le pasaba lo mismo —dijo Carl—. Dicen los médicos que es un tipo de eccema. Lois trató de que su voz sonara desenfadada. —Por el acaloramiento con que te lo tomas, creería uno que tenías lepra. Carl se rió. —No —dijo, todavía riendo—, me cuesta creer que sea lepra. Cogió su cigarrillo del cenicero. —Dios santo —dijo Lois, forzando una risita—. ¿Por qué no aspiras el humo al fumar? ¿Qué placer puedes sacarle a fumar si no aspiras el humo? Carl volvió a reír y examinó la punta de su cigarrillo, como si la punta de su cigarrillo pudiera tener algo que ver con que él no aspirara el humo. —No lo sé —dijo riendo—. Nunca lo aspiré.
Cuando Lois se enteró de que iba a tener un niño, dejó de ir tanto al cine. Empezó a quedar mucho a almorzar con su madre en Schrafft's, donde comían ensaladas y hablaban de ropa para embarazadas. Los hombres se levantaban en los autobuses para cederle el asiento a Lois. Los ascensoristas le hablaban con un nuevo y sereno respeto en sus voces neutras. Con curiosidad, Lois empezó a fisgar bajo las capotas de los cochecitos de niños. Carl dormía siempre profundamente, y nunca oía a Lois llorar durante su sueño. Cuando nació el niño, en términos generales se habló de él como de un amor. Era un niñito gordo con orejas diminutas y pelo rubio, y baboseaba dulcemente para todos aquellos a los que les gustaba que los bebés babosearan dulcemente. Lois lo adoraba. Carl lo adoraba. Las familias políticas lo adoraban. Era, en suma, un producto de lo más logrado. Y a medida que pasaban las semanas, Lois descubría que no podía besar a Thomas Tagget Curfman ni la mitad de lo que quería. Que no podía acariciarle lo bastante el culito. Que no podía hablarle lo bastante. —Sí, alguien va a tomar un baño. Sí, sé quien va a tomar un baño agradable. Berta, ¿el agua está bien?... Sí. Alguien va a darse un bañito. Bertha, el agua está demasiado caliente. Me da igual, Bertha. Está demasiado caliente. Por fin una vez Carl llegó a casa a tiempo de ver a Tommy darse su bañito. Lois sacó la mano de la bañera facultativa y señaló a Carl con el dedo mojado. —Tommy. ¿Quién es ése? ¿Quién es ese hombre grande? Tommy, ¿quién es ése? —No me conoce —dijo Carl, pero con expectativa. —Ese es tu papá. Ese es tu papá, Tommy. —No me conoce ni por asomo —dijo Carl.
—Tommy. Tommy. mira donde señala mamá. Mira a papá. Mira al hombre grande. Mira a papá.
Aquel otoño su padre le regaló a Lois un abrigo de visón, y si hubieran vivido ustedes cerca de la esquina de 74 con Quinta, muchos jueves podrían haber visto a Lois con su abrigo de visón, empujando un gran cochecito negro a través de la Avenida en dirección al parque. Entonces, por fin lo logró. Y cuando lo hizo, todo el mundo pareció estar al tanto. Los carniceros empezaron a darle a Lois las mejores piezas de carne. Los taxistas empezaron a hablarle de las toses de sus críos. Bertha, la doncella, empezó a limpiar con un paño mojado en vez de con un plumero. La pobre Cookie Benson, en medio de sus borracheras lloronas, empezó a llamar por teléfono a Lois desde el Stork Club. Las mujeres, en general, empezaron a fijarse más en la cara de Lois que en su ropa. Los hombres de los palcos de los teatros, al mirar hacia abajo a las mujeres del auditorio, empezaron a reparar en Lois, si no por otra cosa que porque les gustaba su manera de ponerse las gafas. Ocurrió unos seis meses después que el joven Thomas Tagget Curfman se diera una vuelta rara mientras dormía y una peluda manta de lana extinguiera su pequeña vida.
Una noche, el hombre que Lois no amaba estaba sentado en su sillón, mirando fijamente un dibujo de la alfombra. Lois acababa de entrar procedente del dormitorio, donde se había pasado casi media hora mirando por la ventana. Se sentó en el sillón enfrente de Carl. Nunca en su vida había tenido un aspecto más estúpido y zafio. Pero había una cosa que Lois tenía que decirle. Y de pronto fue dicha. —Ponte tus calcetines blancos. Anda —dijo Lois con calma—. Póntelos, querido.
Traducción de Javier Marías. Título original: The long debut of Lois Taggett. Apareció en Story, septiembre-octubre de 1942.
Las dos partes implicadas En realidad no hay mucho que contar. Quiero decir que no fue grave ni nada, pero fue así como raro, en todo caso. Quiero decir porque por un momento pareció que todo el mundo de la fábrica y la madre de Ruthie y todos se iban a carcajear de nosotros. Habían estado diciendo que yo y Ruthie éramos demasiado jóvenes para casarnos. Ruthie tenía diecisiete años y yo tenía veinte, casi. Eso es ser bastante joven, de acuerdo, pero no si sabes lo que estás haciendo. Quiero decir que no lo es si todo va de primera entre ella y tú. Quiero decir entre las dos partes implicadas. Bueno, como iba diciendo, Ruthie y yo en realidad nunca nos separamos. No nos separamos realmente. Y no es que la madre de Ruthie no estuviera deseándolo. Mrs. Cropper quería que Ruthie fuera a la universidad en vez de casarse. Ruthie se salió del colegio cuando tenía sólo quince años, y donde ella quería ir no la aceptaban hasta que tuviera dieciocho. Quería ser médico. Yo le tomaba el pelo, “¡Llamando al doctor Kildare!”, le decía, Yo tengo un buen sentido del humor. Ruthie no. Es más inclinada a ser así como seria. Bueno, en realidad no sé cómo empezó todo, pero la cosa se calentó realmente una noche del mes pasado en el local de Jake. Ruthie, ella y yo habíamos ido allí. Ese antro realmente tiene clase este año. No tanto neón. Más bombillas. Más espacio para aparcar. Clase. ¿Saben lo que quiero decir? A Ruthie no le gusta mucho Jake's. Bueno, esta noche que les decía, Jake's estaba de bote en bote cuando llegamos, y tuvimos que esperar alrededor de una hora hasta conseguir mesa. Ruthie no estaba por esperar. No tiene paciencia. Entonces, cuando por fin conseguimos una mesa, ella va y dice que no quiere una cerveza. Así que se queda allí sentada, encendiendo cerillas, soplándolas. Volviéndome loco. —¿Qué pasa? —le pregunté por fin. Al cabo de un rato me crispó los nervios. —No pasa nada —dice Ruthie. Deja de encender cerillas, se pone a echar miradas por el tugurio, como si estuviera ojo avizor a ver si veía a alguien en particular. —Algo pasa —dije yo. Me la sé de memoria. Quiero decir que me la sé de memoria. —No pasa nada —dice—. Deja ya de preocuparte por mí. Es todo fabuloso. Soy la chica más feliz del mundo. —Corta el rollo —dije. Se estaba poniendo en plan sarcástico—. Sólo te he hecho una pregunta, eso es todo. —Oh, usted perdone —dijo Ruthie—. Y quieres una respuesta. Desde luego. Usted perdone. Estaba poniéndose en plan muy sarcástico. No me gusta eso. No me molesta. pero no me gusta. Yo sabía qué mosca le había picado. Me la conozco a fondo, cada uno de sus cambios de humor. —Vale —dije—. Estás molesta porque hemos salido esta noche. Ruthie, para decirlo bien claro, un tío tiene derecho a salir de vez en cuando, ¿no? —¡De vez en cuando! —dice Ruthie—. Me encanta eso. De vez en cuando. Así como siete noches a la semana, ¿eh, Billy? —No han sido siete noches a la semana —dije yo. iY no lo habían sido! La noche anterior no habíamos salido. Quiero decir que nos tomamos una cerveza en Gordon's, pero volvimos directamente a casa y demás. —¿No? —dijo Ruthie—. Vale. Dejémoslo. No se hable más.
Yo le pregunté, en plan tranquilo, qué se suponía que tenía que hacer. ¿Quedarme todas las noches sentado en casa como un memo? ¿Mirar las paredes? ¿Oír cómo el niño se hartaba de berrear? Le pregunté, en plan tranquilo, qué quería que hiciera. —Por favor, no grites —dice—. Yo no quiero que hagas nada. —Escucha —dije yo—. Estoy pagándole dieciocho pavos semanales a esa chiflada de la Widger para que se haga cargo del crío un par de horas por las noches. Lo hice solamente para que tú pudieras descansar. Pensé que estarías encantadísima. Solía gustarte salir de vez en cuando —le dije. Entonces Ruthie va y dice que, en primer lugar, ella no quería que yo contratara a Mrs. Widger. Dijo que no le caía bien. Dijo que, de hecho, la odiaba. Dijo que a la Widger no le gustaba verla ni sostener al niño. Yo le dije a Ruthie que Mrs. Widger había tenido un montón de niños y que me imaginaba que sabía bastante bien cómo sostener a un crío. Ruthie dijo que cuando nosotros salimos por la noche la Widger lo único que hace es estarse sentada en el cuarto de estar, leyendo revistas; que nunca se acerca al niño. Yo dije que qué quería que hiciera, ¿meterse en la cuna con el crío? Ruthie dijo que no quería seguir hablando de ello. —Ruthie —dije yo—, ¿qué pretendes? Hacerme pasar por una rata? Ruthie dice: —Yo no pretendo hacerte pasar por una rata. Tú no eres una rata. —Gracias. Muchas gracias —dije yo. También yo puedo ponerme en plan sarcástico. Dice ella. —Eres mi marido, Billy. Estaba apoyada en la mesa, llorando como... pero, ¡cielo santo, yo no tenía la culpa! —Te casaste conmigo —dice— porque decías que me querías. Se supone que también deberías querer a nuestro niño, y cuidarlo. Se supone que a veces deberíamos pensar en las cosas, no sólo ir correteando por ahí. Yo le pregunté, en plan tranquilo, quien decía que yo no quería al niño. —Por favor, no grites —dice—. Si gritas me pondré yo a chillar —dice—. Nadie ha dicho que no lo quieras, Billy. Pero lo quieres cuando a ti te conviene o no te viene mal. Cuando se está bañando o cuando juega con tu corbata. Yo le dije que lo quiero en todo momento. ¡Y lo quiero en todo momento! Es un encanto de crío, un verdadero encanto de crío. Dice ella: —Entonces, ¿por qué no estamos en casa? Entonces se lo dije. Quiero decir que no me daba miedo decírselo. Se lo dije. —Porque —dije— quiero tomarme un par de cervezas. Quiero un poco de vida. Tú no te pasas el día entero trabajando encima de un fuselaje. Tú no sabes lo que es eso. Quiero decir que se lo dije Entonces ella intentó ponerse en plan gracioso. —¿Quieres decir —dice— que yo no me paso el día entero trabajando como una esclava pegada a otro fuselaje bien caliente? Le dije que sí era bastante caliente. Entonces empezó a encender cerillas otra vez, como una cría. Le pregunté si no entendía para nada lo que yo quería decir. Dijo que desde luego entendía lo que quería decir, y dijo que también entendía lo que quería decir su madre, cuando su madre dijo que éramos demasiado jóvenes para casarnos. Dijo que ahora entendía lo que querían decir muchas cosas. Aquello realmente me sacó de quicio. Lo admito. Estoy dispuesto a admitirlo. Nada me saca realmente de quicio, excepto cuando Ruthie saca a su madre a colación. No
soporto que saque a su madre a colación. Le pregunté a Ruthie, en plan tranquilo, de qué estaba hablando. Dije: —Sólo porque un tío quiere salir de vez en cuando. Ruthie dijo que si volvía a decir “de vez en cuando”, no la volvería a ver. Siempre se toma las cosas en un sentido distinto del que yo las digo. Se lo dije. Ella dijo: —Venga. Estamos aquí. Vamos a bailar. La seguí a la pista, pero justo al llegar nosotros la orquesta nos la jugó. Empezaron a tocar Moonlight Becomes You. Es ya vieja, pero es una canción fabulosa. Quiero decir que no está mal. La oíamos de vez en cuando en la radio del coche o en la de casa. De vez en cuando cuando Ruthie cantaba la letra. Pero no era tan emocionante, oírla aquella noche en Jake’s. Era embarazoso. Y el estribillo debieron tocarlo ochenta y cinco veces. Quiero decir que no dejaban de tocar la canción. Ruthie bailaba a unas diez millas de mí, y no nos miramos mucho. Por fin pararon. Entonces Ruthie se apartó de mí. Vuelve a la mesa, pero no se sienta. Simplemente coge la chaqueta y se larga. Estaba llorando.
Pagué la cuenta y salí detrás de ella tan rápido como pude. Caray, fuera de pronto hacía frío. Yo llevaba puesto mi traje azul, pero Ruthie, ella sólo llevaba su vestido amarillo. Aquello no abrigaba a una pulga. Así que lo único que quería era llegar al coche de prisa y quitarme la chaqueta, y quizás echársela por encima. Quiero decir que hacía bastante frío. Estaba en su lado del coche, toda como doblada, y estaba llorando, ruidosamente, como lloran los críos. Le eché mi chaqueta por encima e intenté que se diera la vuelta y me mirara, pero no quería volverse. Caray, me siento fatal cuando Ruthie hace eso. Quiero decir que me siento fatal. Preferiría estar muerto. Le pedí así como un millón de veces que simplemente me mirara una vez. Pero ella no quería. Estaba medio tirada en el suelo del coche. Me dijo que me volviera y me tomara un par de cervezas, que ella me esperaría en el coche. Le dije que no quería ninguna cerveza. Lo único que quería era que me mirase. Le dije que no creyera a su madre, siempre diciendo que éramos demasiado jóvenes y demás. Le dije que su madre estaba chiflada. Bueno, como he dicho, le seguí pidiendo que se diera la vuelta, que se incorporara, y que me mirara, pero no quería. Así que por fin arranqué el coche y conduje hasta casa. Lloró durante todo el camino, medio tirada en el asiento, medio echada en el suelo, como un crío. Pero para cuando metí el coche de culo en el garaje, había parado ya un poco, estaba más erguida en su asiento. Lo admito, normalmente nos achuchamos un poco al entrar de noche en el garaje. Ya saben lo que quiero decir. Está oscuro y demás, y le entra a uno la sensación de que está en su propio garaje y demás, y en el de ella también. Quiero decir que a veces es fabuloso. Pero esta vez salimos del coche inmediatamente. Ruthie subió las escaleras casi corriendo. Cuando yo ya me disponía a subir oí el portazo de la puerta delantera. Era Mrs. Widger que se marchaba. Cuando llegamos de noche, bate unos treinta récords de velocidad al salir de casa.
Cuando subí a nuestra habitación, y ya me había quitado la corbata. Ruthie va y me dice —me molestó—: —Supongo que no querrás echarle un vistazo al niño. ¿Cómo sabes que no le ha salido bigote o algo desde la última vez que lo viste? ¿O es que no quieres verlo para nada en todo el mes? No me gusta ese rollo en plan sarcástico. Le dije a Ruthie:
—¿Qué quieres decir con que si no quiero verlo? Claro que quiero verlo —y salí de la habitación. Ruthie deja encendida la luz del pasillo que da al cuarto del crío, así que allí nunca está como boca de lobo. Me incliné sobre la cuna y miré al crío. Tenía el pulgar en la boca. Se lo saqué, pero el crío volvió a metérselo en seguida, a pesar de que estaba dormido. Quiero decir que el crío no deja de pensar por estar dormido. Es listo. Quiero decir que no es bobo ni nada por el estilo. Le cogí un pie y lo tuve un rato en la mano. Me gustan los pies del crío. Quiero decir que simplemente me gustan. Entonces sentí a Ruthie entrar en el cuarto y quedarse detrás de mí. Tapé bien al crío y salí. Cuando volvimos a nuestra habitación, no sé por qué dije lo que dije, porque el niño realmente tenía buen aspecto. Sano. Como Ruthie. —No me parece que esté tan bárbaro —le dije. Ruthie dijo: —¿Qué quieres decir con que no te parece que esté tan bárbaro? ¿Qué le pasa? —Parece que anda así como falto de peso —dije yo. —Tú andas falto de peso en la cabeza —dijo Ruthie. Yo dije, muy en plan sarcástico: —Gracias. Muchísimas gracias. Ruthie y yo no volvimos a cruzar palabra hasta la mañana.
Ruthie siempre se levanta a hacer el desayuno y acercarme en el coche a la parada del autobús. Yo siempre espero a tener ya puestas la camisa y la corbata antes de zarandearla porque suele estar ya despierta. Pero aquella mañana tuve que darle poco menos que una paliza de tanto zarandearla. Me molestó algo que durmiera tan bien; bueno, quiero decir: porque yo no había dormido bien; bueno, en absoluto. Nunca duermo bien cuando estoy así como preocupado. Pero finalmente abrió los ojos. Le digo: —¿Te quieres levantar? ¿Te quieres levantar? Ya sabes que no tienes que hacerlo. —Ya sé que no —dice ella, en plan sarcástico. Pero de todas formas se levantó, preparó el desayuno y me acercó a la parada del autobús. En el coche no hablamos para nada. Quiero decir que no dijimos una palabra. Yo sólo le dije “Hasta luego” en la parada del autobús, luego me llegué rápidamente hasta donde estaba Moriarty. Entonces hice una cosa de locos. Le di a Moriarty una palmada en la espalda como si fuera mi compañero del alma: ¡y el tipo es que no lo aguanto! Está conmigo en fuselajes, y siempre me hace disminuir mi rendimiento. ¿Qué les parece? Caray, me salió un día fatal en la cadena. Yo le hacía disminuir a Moriarty en vez de al revés. Empezó a tomarme el pelo con eso, y no llegué a soltarle un codazo, porque Sidney Hoover estaba mirando. Sidney Hoover es el capataz de fuselajes. Durante el almuerzo me metí dos veces en la cabina telefónica, pero las dos colgué antes de haber acabado de marcar nuestro número. No sé por qué. Quiero decir, en primer lugar, ¿para qué me metí allí dentro?
Aquella noche después del trabajo iba a jugar al baloncesto en Jóvenes Cristianos pero sólo jugué la primera parte, luego cogí el autobús. Me figuré que Ruthie no estaba allí para recogerme porque pensaba que iba a jugar el partido entero. Quiero decir que no me molesté ni nada porque no estuviera allí. Y de todas formas, Joe y Rita Santine me acercaron en su coche, así que no tuve problema.
Al llegar a casa, ¿qué se imaginan? Adivínenlo. Bueno, se lo diré. Ruthie no estaba allí. Lo único que había era una nota sobre la mesa de la entrada. Me la llevé al cuarto de estar. Ni siquiera me quité el sombrero. Y tenía gracia. Me temblaban las manos. Quiero decir que me temblaban. La nota decía: Billy: No veo que sirva de nada que sigamos juntos. Tú no pareces darte cuenta de que ya nos va tocando perder ciertas cosas. De que ya nos va tocando pasarlo de otra manera. No sé cómo decirte lo que quiero decir. De todas formas, no sirve de nada volver a machacar sobre ello, porque tú ya sabes lo que yo siento, y sólo hace que te enfades de todas formas. Por favor no aparezcas por casa de mi madre. Si quieres ver al niño, por favor, espera un poco. Ruth Bueno, encendí un cigarrillo y me quedé mucho rato allí sentado en el sillón que compramos juntos en Louis B. Silverman. Es la mejor tienda del pueblo. Clase. Luego me puse a leer la carta de Ruthie una y otra vez. Luego me la aprendí de memoria, realmente me la aprendí de memoria. Luego empecé a aprendérmela del revés, así: “poco un espera favor por niño al ver quieres Si”. Así. De locos. Estaba loco. Ni siquiera me había quitado aún el sombrero. Luego de repente entró Mrs. Widger. Dice: —Ruthie me dijo que le preparara la cena. Está lista. Caray, era del tipo frío. Cómo la odié. Me figuré que había pinchado a Ruthie para que me dejara. —No quiero cenar nada —le dije—. Váyase a casa. —Es un placer —dice. Una tía de primeras. Al cabo de unos minutos la Widger da su portazo y yo me quedo solo. ¡Caray, me quedo solo! Sigo aprendiéndome del revés la carta de Ruthie, luego voy a la cocina. Me hice un pequeño sándwich, luego abrí nuestra botella de whisky y me la llevé al cuarto de estar. Con un vaso. No dejaba de pensar en cómo se emborrachaba Humphrey Bogart en Casablanca mientras esperaba a que apareciera Ingrid Bergman. Con Humphrey Bogart estaba aquel pianista de color, Sam, y después de tomarme unas cuantas copas empecé a hacer como si Sam estuviera conmigo en el cuarto. ¡Caray, estaba tocado! —Sam —dije, haciendo como si Sam estuviera por allí—, toca Moonlight Becomes You para mí. Entonces también yo hice de Sam. —Ay, no, esa pieza no la voy yo a tocar, patrón —dije, haciendo de Sam—. Esa es la pieza de usted y de Ruthie. ¡Caray, estaba tocado! —¡Tócala, Sam! —grité, haciendo de Humphrey Bogart—. Tócala, Sam. Poco un espera favor por niño al ver quieres Si. ¿Me entiendes, Sam? ¿Entendido?
Me cansé de aquel rollo de locos y fui al teléfono. Intenté localizar a Bud Treebles por teléfono. Es mi mejor amigo y uno de los mejores jugadores del baloncesto del estado. Los tres últimos años de colegio los dos formamos parte de la selección estatal juvenil. Se puso al teléfono la madre de Bud y me dejó el oído hecho un bombo.
—¡Pero bueno, Billy Vullmer! ¡Hace siglos que no sabemos de ti! ¿Y cómo está esa encantadora mujercita tuya, y ese niño adorable? Caray, realmente te puede doblar la oreja, esa mujer. Dijo que Bud no estaba en casa. Dijo: —Tú ya conoces a esos solteros. —Luego se rió como una mema. Colgué. La mujer me estaba volviendo loco. Caray, me pasé las cuatro horas siguientes sentado en el sillón de Louis B. Silverman, emborrachándome, haciendo como que hablaba con Sam. Seguía esperando que Ruthie entrara. Una vez me levanté y fui a la puerta delantera y la abrí de un tirón. Ruthie no estaba allí, pero yo fingí que sí estaba. Quiero decir que hice como que estaba allí fuera. Grité: —¡Está bien! ¡Puedes entrar, Ruthie! Finalmente volví a meterme en la casa. Tenía ganas de llorar, sólo que no lo hice, por supuesto. Entonces fui al teléfono y llamé a casa de Ruthie. El teléfono sonó y sonó, hasta casi volverme loco, luego contestó Mrs. Cropper. Caray, odio hablar por teléfono con ella. Dijo que Ruthie estaba dormida. Pero no lo estaba, porque Ruthie se puso al teléfono. Ruthie y yo hablamos así como un rato, yo más o menos le pedí que volviera a casa. Le dije que yo estaba en casa. Ella dijo que volvería a casa. Colgó y yo colgué.
Al cabo de media hora oí el coche de su viejo girar en nuestra entrada, y yo fui a la ventana. Ruthie se bajó del coche, pero se quedó hablando de pie con su viejo un montón de tiempo. Luego se volvió de pronto y echó a andar hacia la casa. Su viejo se alejó en el coche. Poco después estaba dentro, y me rodeaba con sus brazos. Estaba llorando a más no poder. A mí no se me ocurría nada que decir excepto: “Ruthie, Ruthie”. Seguí diciendo eso una y otra vez, como un memo. Luego me senté en el sillón de Louis B. Silverman —es realmente un buen sillón— y ella se sentó sobre mi regazo. Le dije que tenía como miedo de que no volviera a casa. Ella no dijo nada. Tenía la cara contra mi cuello. Cuando tiene la cara contra mi cuello, nunca habla. Le digo: —¿Dónde está el niño? No estaba con ella ni tampoco arriba. Ruthie dice: —Estaba dormido. No quise despertarlo. Mi madre lo traerá mañana. —Tenía miedo de que no volvieras a casa —dije yo. Ruthie dijo que su madre casi la mataba por volver a casa conmigo. Yo no dije nada. Entonces Ruthie dijo algo curioso: —Mi madre contestó al teléfono con la redecilla del pelo puesta —dijo Ruthie—. Eso me hundió. Quiero decir que al volver a verla tan cómica con su redecilla supe que ya no estaría nada bien en casa. Quiero decir nada bien en casa de ellos. Le pregunté qué quería decir, pero ella dijo que no sabía lo que quería decir. Qué cría más curiosa. Hubo rayos y truenos aquella noche ya muy tarde. Me desperté hacia las tres, y Ruthie no estaba allí a mi lado. Salté de la cama a toda prisa y bajé abajo. Abajo estaban encendidas todas las luces, todas. Ruthie no estaba en el armario de la entrada, sino que estaba en la cocina. Llevaba puesto su pijama azul y esas zapatillas lanudas —típicas de Ruthie— y estaba sentada a la mesa de la cocina; leyendo una revista; sólo que no estaba leyéndola realmente, porque se asusta demasiado para leer. Ustedes no han visto nunca a mi mujer cuando lleva puesto un pijama azul o un vestido azul o un traje de
baño azul. Yo nunca supe de qué color iba vestida una chica hasta que conocí a Ruthie. Pero con Ruthie se sabe que lleva puesto algo azul. Ruthie dijo que sólo había bajado porque quería un vaso de leche. Caray, qué tipo más miserable soy. Ustedes no entienden. De repente le dije, sólo por decírselo, cómo me había aprendido su nota del revés. Le dije: “poco un espera favor por niño al ver quieres Si”. Le digo: —Eso eso. Así es del revés. Entonces... agárrense. Quiero decir que se agarren. ¡Ruthie se echó a llorar! Luego dijo: —Ahora ya todo me da lo mismo. Fue curioso que dijera eso. Ruthie dice muchas cosas curiosas. Qué cría más curiosa. Es buena cosa que me la conozca a fondo. Más o menos. Entonces dije algo así como: —Despiértame cuando haya truenos, Ruthie. Por favor, está bien. Quiero decir que me despiertes cuando haya truenos. Eso la hizo llorar aún más. Qué cría más curiosa. Pero ahora me despierta, eso es lo que quiero decir. Por mí está bien. Quiero decir que por mí está bien. Quiero decir que no me importa si hay truenos todas las noches.
Traducción de Javier Marías. Título original: Both parties concerned. Apareció en Saturday Evening Post 26, febrero de 1944.
Para Esmé, con amor y sordidez Hace poco recibí por vía aérea una invitación para asistir a una boda que se celebrará en Inglaterra el dieciocho de abril. Me hubiera gustado mucho asistir y, al principio, cuando llegó la invitación, pensé que tal vez podría realizar el viaje, por avión, sin reparar en gastos. Pero desde entonces he tratado el asunto bastante detenidamente con mi mujer —una chica muy sensata— y decidimos que no iría; simplemente, había olvidado por completo que mi suegra esperaba ansiosamente el momento de pasar con nosotros la segunda quincena de abril. En realidad, no tengo demasiadas oportunidades de ver a mamá Grencher, y ella cada día es un poco mayor. Tiene cincuenta y ocho años (como ella misma es la primera en confesar). Pero, de todos modos, donde quiera que esté, no soy de las personas que no mueven un dedo para evitar que fracase una boda. Así que puse manos a la obra e hice algunos reveladores apuntes sobre la novia tal como la conocí hace ya casi seis años. Si estos apuntes le proporcionan al novio, a quien no conozco, uno o dos momentos de malestar, tanto mejor. Aquí nadie intenta complacer a nadie, sino más bien edificar, instruir. En abril de 1944 yo formaba parte de un grupo de unos reclutas norteamericanos que participaban en un curso de entrenamiento «pre-invasión», bastante especializado, bajo la dirección del Servicio de Inteligencia inglés, en Devon, Inglaterra. Cuando me pongo a pensar en el grupo creo que todos éramos bastante singulares, en el sentido de que no había un sólo tipo sociable. Todos éramos por naturaleza escritores de cartas, y cuando nos hablábamos por motivos ajenos al servicio, casi siempre era para pedirle a alguien un poco de tinta que no le hiciera falta. Cuando no estábamos escribiendo cartas o asistiendo a clase, cada uno andaba generalmente en lo suyo. Yo aprovechaba los días buenos para dar vueltas por los alrededores. Cuando llovía buscaba un lugar a cubierto y me ponía a leer algún libro, a veces a pocos pasos de una mesa de ping-pong. El curso de entrenamiento duró tres semanas y terminó un sábado especialmente lluvioso. A las siete de la tarde todo nuestro grupo debía tomar el tren a Londres, donde, según se rumoreaba, íbamos a ser destinados a las divisiones de infantería y de paracaidistas organizadas para el día de la invasión. A las tres de la tarde ya había guardado todas mis pertenencias en mi macuto, incluyendo una funda para máscara anti-gas repleta de libros que yo había traído conmigo desde el otro lado del océano. (La máscara anti-gas había sido arrojada unas semanas antes por un ojo de buey del Mauretania, pues yo sabía perfectamente que si el enemigo, alguna vez, llegaba a emplear gases asfixiantes, jamás podría ponerme a tiempo el maldito aparato.) Recuerdo haberme quedado de pie durante mucho tiempo junto a la ventana en un extremo de nuestro barracón, mirando caer la lluvia inclinada y pertinaz, con un ligero escozor apenas o nada perceptible en el dedo del gatillo. Podía oír a mis espaldas el poco acogedor rasgar de muchas estilográficas sobre muchas hojas de papel de avión. De pronto, sin tener un plan definido, me aparté de la ventana y me puse el impermeable, la bufanda de cachemira, las botas de agua, los guantes de lana y el gorro (el cual, según me dijeron, yo llevaba con una inclinación particular, ligeramente hundido sobre las orejas). Acto seguido, después de sincronizar mi reloj con el de la letrina, me dirigí hacia el pueblo bajando por la larga cuesta adoquinada, mojada por la lluvia. No presté atención a los relámpagos que estallaban a mi alrededor. Los rayos o están destinados a uno, o no lo están. En el centro del pueblo, tal vez la parte más mojada del lugar, me detuve frente a una iglesia para leer los avisos de la pizarra, porque me habían llamado la atención los
números, blancos sobre fondo negro, y también porque, al cabo de tres años de ejército, me había aficionado a leer los avisos de las pizarras. A las tres y cuarto, decía el anuncio, iba a ensayar el coro infantil. Miré mi reloj, y después otra vez la pizarra. Habían clavado con chinchetas una hoja de papel con los nombres de los niños que debían participar. De pie bajo la lluvia leí todos los nombres y luego entré en la iglesia. Sentados en los bancos había más o menos una docena de adultos, la mayoría de ellos con pequeñas botas de agua sobre las rodillas, con las suelas hacia arriba. Pasé de largo y me senté en la primera fila. Sobre el podio, sentados en tres filas compactas de sillas, había unos veinte chicos, la mayoría niñas, de siete a trece años de edad, más o menos. En ese momento la instructora del coro, una mujer enorme con un traje de tweed, les aconsejaba que al cantar abrieran la boca todo lo posible. ¿Alguna vez, preguntó, alguien oyó hablar de algún pajarito que se atreviera a cantar su hermoso canto sin abrir su piquito mucho, mucho, mucho? Al parecer, nadie había oído hablar nunca de tal cosa. La mujer recibió como respuesta una mirada colectiva firme y opaca. Luego continuó diciendo que quería que todos sus niños captaran el significado de las palabras que cantaban, y que no se limitaran a repetirlas como loritos. En seguida hizo sonar una nota en el diapasón y los chicos, como si fuesen levantadores de pesas, alzaron sus libros de himnos. Cantaron sin acompañamiento instrumental o, más exactamente, sin interferencias. Sus voces eran melodiosas y sin sentimiento. Posiblemente un hombre más religioso que yo hubiera caído en trance sin demasiado esfuerzo. Alguno que otro de los más pequeños se retrasaba un poco, pero únicamente la madre del compositor se lo hubiera reprochado. Nunca hasta entonces había oído ese himno, pero estaba deseando que tuviera una docena o más de estrofas. Mientras escuchaba, escudriñé las caras de todos los niños. Me atrajo particularmente la atención la de la niña más próxima a mí, situada en el último asiento de la fila de delante. Tendría unos trece años, con un pelo rubio ceniciento que le caía hasta el lóbulo de la oreja, una frente exquisita y unos ojos aburridos que, pensé, muy posiblemente ya habrían hecho el recuento de los que estaban presentes en la sala. Su voz se destacaba de la de los otros chicos, y no solamente porque estaba más cerca de mí. Tenía el mejor registro alto, el más seguro, el más dulce, y automáticamente guiaba a los demás. Pero la jovencita parecía estar levemente hastiada de su propia capacidad para cantar, o tal vez simplemente de estar allí. Dos veces, entre una estrofa y otra, la vi bostezar. Era un bostezo de dama, con la boca cerrada, pero uno no podía equivocarse: las aletas de la nariz la delataban. Apenas terminó el himno, la instructora empezó a dar su extensa opinión sobre la gente que no puede tener los pies quietos y la boca cerrada durante el sermón del pastor. Comprendí que había terminado la parte cantada de la función y antes de que la voz disonante de la instructora lograra romper del todo el hechizo del canto de los niños, me levanté y salí de la iglesia. Llovía con más fuerza. Bajé por la calle y miré a través de la vidriera de la sala de juegos de la Cruz Roja, pero había soldados agolpados de a tres en fondo frente al mostrador. Incluso a través del cristal podía oír las pelotas de ping-pong que rebotaban en la otra habitación. Crucé la calle y entré en una cafetería de civiles, totalmente desierta salvo una camarera de mediana edad que me dio la sensación de que hubiera preferido un cliente con el impermeable seco. Lo colgué con el máximo cuidado de un perchero y después me senté a una mesa y pedí té y tostadas con canela. Era la primera vez que hablaba con alguien en todo el día. Después hurgué en todos mis bolsillos, incluso los del impermeable, y por fin encontré dos o tres cartas marchitas para releer, una de mi mujer, que contaba qué mal estaba el servicio en el restaurante de Schrafft's,
y una de mi suegra, que pedía que por favor le mandara un tejido de cachemira en cuanto pudiera escaparme del «campamento». Estaba todavía en mi primera taza de té, cuando entró en la cafetería la jovencita del coro que yo había estado mirando y escuchando. Traía el pelo empapado y se le veían los bordes de ambas orejas. Venía con un niño muy pequeño, sin ninguna duda su hermano, al que le quitó el gorro, levantándolo con dos dedos, como si fuera un espécimen de laboratorio. Atrás venía una mujer de aspecto eficiente, con un sombrero de fieltro de ala baja, presuntamente su institutriz. La chica del coro, quitándose el abrigo mientras caminaba, eligió la mesa. Una buena elección desde mi punto de vista, ya que estaba justamente frente a mí, a unos tres metros. Ella y la institutriz se sentaron. El chiquillo, que tendría cinco años, aún no estaba listo para sentarse. Se apartó y se quitó la bufanda, luego, con la expresión impávida de quien ha nacido para fastidiar a los demás, se dispuso metódicamente a molestar a la institutriz empujando varias veces su silla hacia delante y hacia atrás, mientras la observaba atentamente. La institutriz, sin levantar la voz, le ordenó dos o tres veces que se sentara y que, de una vez por todas, dejara de jorobar, pero sólo cuando le habló su hermana desistió y depositó el trasero en el asiento. Inmediatamente tomó la servilleta y se la puso en la cabeza. Su hermana la recogió, la abrió y se la colocó extendida sobre los muslos. Cuando les trajeron el té, la jovencita del coro descubrió que yo los estaba mirando. Me miró a su vez fijamente, con esos ojos escrutadores que tenía, y luego, de pronto, me dedicó una pequeña y especial sonrisa. Era una sonrisa curiosamente radiante, como a veces lo son esas pequeñas y especiales sonrisas. Yo le respondí con otra sonrisa, mucho menos radiante, tapándome con el labio superior un empaste provisional, negro como el carbón, que me habían hecho en el ejército entre dos dientes delanteros. De pronto me di cuenta de que la jovencita estaba de pie, con envidiable aplomo, junto a mi mesa. Tenía puesto un vestido escocés, creo que con los colores del clan Campbell. Me pareció un vestido maravilloso para una señorita tan joven en un día tan, tan lluvioso. —Creía que los norteamericanos odiaban el té. No era la observación de una marisabidilla, sino de una persona que amaba la verdad o las estadísticas. Le dije que algunos no tomábamos nada más que té. Le pregunté si quería acompañarme. Respondió: —Gracias. Tal vez sólo por un momento. Me incorporé y le retiré una silla, la que estaba frente a mí, y se sentó en el borde, manteniendo la columna dorsal fácil y primorosamente derecha. Volví casi corriendo a mi propia silla, más que dispuesto a participar en la conversación. Aunque una vez sentado no se me ocurrió nada que decir. Sonreí de nuevo, ocultando siempre el empaste renegrido. Comenté que, por cierto, hacía un tiempo terrible fuera. —Sí, efectivamente —dijo mi invitada, con el tono claro, inconfundible, de quien aborrece la charla intrascendente. Apoyó los dedos en el borde de la mesa, como en una sesión de espiritismo, y luego, casi instantáneamente, cerró las manos: tenía las uñas comidas hasta la carne. Usaba un reloj pulsera de aspecto militar, que parecía más bien un cronómetro marino. La esfera era demasiado grande para su muñeca menuda. —Usted estuvo presente en el ensayo del coro —dijo a título de mera información— . Yo lo vi. Dije que efectivamente había estado allí y que había notado cómo su voz se destacaba de las otras. Le dije que en mi opinión su voz era muy bonita. Asintió con la cabeza: —Lo sé. Voy a ser cantante profesional. —¿De veras? ¿Ópera?
—No, por Dios. Voy a cantar jazz en la radio y a ganar mucho dinero. Y cuando tenga treinta años me voy a retirar y viviré en un rancho en Ohio. —Se tocó la coronilla húmeda con la mano abierta—. ¿Conoce Ohio? —preguntó. Le dije que había pasado por allí en el tren algunas veces, pero que en realidad no lo conocía. Le ofrecí una tostada con canela. —No, gracias —dijo—. En realidad soy como un pajarito para comer. Yo mordí una tostada, y le comenté que en los alrededores de Ohio hay algunos sitios bastante salvajes. —Ya sé. Me lo dijo un norteamericano que conocí. Usted es el undécimo norteamericano que conozco. La institutriz le hacía ahora apremiantes señales de que volviera a su mesa, en fin, de que dejara de molestar al señor. Mi invitada, no obstante, desplazó tranquilamente su silla dos o tres centímetros de modo que su espalda interrumpió toda posible comunicación con la mesa de origen. —Usted va a esa escuela del Servicio de Inteligencia ahí, en el cerro, ¿no? — preguntó con displicencia. Yo, bastante convencido de la necesidad de no hablar de más en tiempos de guerra, dije que estaba en Devonshire por motivos de salud. —¿De veras? —dijo—. No nací ayer, ¿sabe? Le dije que, por supuesto, sabía que no había nacido ayer. Bebí un sorbo de té. Me estaba intimidando un poco mi posición y entonces me senté algo más derecho en la silla. —Para ser norteamericano, parece usted bastante inteligente —murmuró mi invitada, pensativa. Le dije que eso me parecía una cosa demasiado afectada para decir, si uno lo pensaba un poco, y que yo confiaba en que no fuera digna de ella. Se sonrojó, proporcionándome automáticamente el aplomo que me había estado faltando. —En realidad... la mayoría de los americanos que he visto se comportan como animales. Se pasan el tiempo dándose trompazos unos a otros, insultando a todo el mundo y... ¿sabe qué hizo uno de ellos? —Moví negativamente la cabeza. —Arrojó una botella de whisky vacía a través de la ventana de mi tía. Por suerte, la ventana estaba abierta. Dígame, ¿a usted le parece una cosa inteligente? No parecía serlo especialmente, pero no se lo dije. Le dije que había muchos soldados, en todo el mundo, que estaban lejos de sus hogares, y que muy pocos habían podido disfrutar verdaderamente de la vida. Le dije que creía que la mayoría de las personas podía imaginárselo por su cuenta. —Posiblemente —dijo mi invitada, sin convicción. Nuevamente se puso la mano sobre el pelo húmedo, separó algunos rubios y finos mechones y trató de cubrirse los bordes de las orejas—. Tengo el pelo empapado —dijo—. Debo de tener un aspecto horrible.—Me miró—. Mi pelo es completamente ondulado cuando está seco. —Ya me doy cuenta, ya lo veo. —En realidad, no rizado, sino ondulado —dijo—. ¿Es usted casado? Dije que sí. Asintió con la cabeza. —¿Está usted profundamente enamorado de su mujer? ¿Le estoy haciendo preguntas demasiado indiscretas? Le dije que cuando considerara que lo eran, se lo diría.
Adelantó las manos y las muñecas hacia el centro de la mesa, y recuerdo que quise hacer algo con ese enorme reloj pulsera que llevaba puesto... posiblemente aconsejarle que se lo pusiera en la cintura. —Por lo general, no soy muy gregaria —dijo, y me miró como tratando de ver si yo conocía el significado de la palabra. Yo no le di a entender nada sin embargo, ni en un sentido ni en otro—. Me acerqué pura y simplemente porque parecía estar usted muy solo. Se le ve en el rostro que es muy sensible. Dije que tenía razón, que efectivamente me había sentido muy solo, y que me alegraba mucho de que ella hubiera venido a mi mesa. —Estoy tratando de ser más compasiva. Mi tía dice que soy terriblemente fría — dijo, y de nuevo se tocó la cabeza—. Vivo con mi tía. Es una mujer sumamente bondadosa. Desde que murió mamá, ha hecho todo lo posible para que Charles y yo nos sintamos adaptados. —Me alegro. —Mi madre era terriblemente inteligente. Muy sensual, en muchos sentidos. —Me miró con una especie de fresca agudeza—. ¿Yo le parezco terriblemente fría? Le dije que no, en absoluto, muy al contrario. Le dije mi nombre y le pregunté el suyo. Vaciló. —Mi primer nombre es Esmé. Creo que, por el momento, no voy a decirle mi nombre completo. Tengo un título nobiliario y a lo mejor a usted le impresionan los títulos. A los norteamericanos les suele ocurrir, ¿no es cierto? Dije que no creía que me ocurriera a mí, pero que, de todos modos, podría ser una buena idea no tocar el asunto del título por ahora. En ese preciso momento, sentía el cálido aliento de alguien en mi nuca. Me volví, y pude evitar a tiempo un choque entre mi nariz y la del hermanito de Esmé. Ignorándome, el chico se dirigió a su hermana con una voz atiplada: —La señorita Megley dice que vuelvas y termines de tomar el té. —Transmitido el mensaje, se instaló en la silla que estaba entre su hermana y la mía, a mi derecha. Lo miré con bastante interés. Estaba muy elegante con unos pantalones cortos castaños, jersey azul marino, camisa blanca y corbata a rayas. Me devolvió la mirada con unos inmensos ojos verdes—. ¿Por qué en las películas la gente besa de lado? —preguntó. —¿De lado? —dije—. Era un problema que me había intrigado en mi infancia. Dije que suponía que era porque las narices de los actores resultan demasiado grandes como para que puedan besarse de frente. —Su nombre es Charles —dijo Esmé—. Es sumamente brillante para su edad. —La verdad es que tiene los ojos verdes. ¿No es así Charles? —dije yo. Me clavó la impávida mirada que merecía mi pregunta y después se fue escurriendo hacia delante y hacia abajo en la silla hasta que todo su cuerpo quedó debajo de la mesa salvo la cabeza, apoyada sobre el asiento, como en una llave de lucha grecorromana. —Son anaranjados —dijo, con voz forzada, dirigiéndose al cielo raso. Con una punta del mantel se cubrió la carita inexpresiva. —A veces es brillante y a veces no —dijo Esmé—. ¡Charles, siéntate derecho! Charles se quedó donde estaba. Parecía contener la respiración. —Echa mucho de menos a nuestro padre. Lo mataron en África del Norte. Expresé mi pesar por la noticia. Esmé asintió. —Papá lo adoraba. —Con aire pensativo se mordió la cutícula del pulgar—. Se parece mucho a mi madre, Charles, quiero decir. Yo soy idéntica a mi padre —siguió mordiéndose la cutícula—. Mi madre era muy apasionada. Tenía un carácter
extravertido. Papá era introvertido. Aunque hacían una buena pareja, por lo menos en apariencia. Para serle sincera, papá necesitaba una compañera más intelectual que mamá. Él fue un genio extraordinariamente dotado. Esperé más información con la mejor voluntad, pero no continuó. Miré hacia abajo a Charles, que apoyaba ahora la mejilla en el asiento. Cuando vio que yo lo miraba, cerró los ojos en forma soñadora, angelical, y después me sacó la lengua —un apéndice de sorprendente longitud— e hizo un ruido que en mi país hubiera sido un glorioso tributo a un árbitro de béisbol miope. El ruido sacudió totalmente la cafetería. —Basta ya —dijo Esmé, con evidente calma—. Se lo vio hacer a un americano en una cola para comprar pescado frito con patatas, y ahora lo hace cada vez que se aburre. Basta ya, o te mando ahora mismo con la señorita Megley. Charles abrió sus enormes ojos como señal de que había escuchado la amenaza de su hermana, pero por lo demás no se dio por enterado. Cerró de nuevo los ojos y siguió apoyando la mejilla sobre el asiento. Yo comenté que a lo mejor debería conservarlo —refiriéndome al ruido propio del Bronx que había hecho con la boca— hasta que empezara a usar su título nobiliario con regularidad. Siempre, claro está, que él también tuviera un título. Esmé me dirigió una larga mirada, levemente clínica. —Usted tiene un sentido del humor muy particular, ¿no es así? —dijo con un dejo nostálgico—. Papá decía que yo no tengo ningún sentido del humor. Solía decir que no estaba preparada para afrontar la vida porque me faltaba sentido del humor. Encendí un cigarrillo sin dejar de mirarla y dije que no creía que el sentido del humor sirviera de algo en una situación verdaderamente apurada. —Papá decía que sí. Era una declaración de fe, no una contradicción, de modo que en seguida cambié de opinión. Asentí con la cabeza y dije que seguramente la visión de su padre era de largo alcance, mientras que la mía era de corto alcance (cualquiera que esto significase). —Charles lo echa muchísimo en falta —dijo Esmé, al cabo de un rato—. Era un hombre sumamente encantador y además muy guapo. Claro que la apariencia no tiene mucha importancia, pero él era muy apuesto. Tenía unos ojos terriblemente penetrantes, pese a ser un hombre intrínsecamente bondadoso. Asentí. Dije que suponía que su padre tenía un vocabulario fuera de lo común. —Oh, sí, totalmente —dijo Esmé—. Era archivero... aficionado, por supuesto. En ese momento sentí una palmada inoportuna en el brazo, casi un puñetazo, que provenía de donde estaba Charles. Me volví hacia él. Ahora estaba sentado casi normalmente en su silla, salvo que tenía una pierna recogida. —¿Qué le dijo una pared a la otra pared? —chilló—. ¡Es una adivinanza! Levante la mirada hacia el techo en actitud pensativa y repetí la pregunta en voz alta. Después miré a Charles con expresión resignada y dije que me daba por vencido. —¡Nos encontraremos en la esquina! —fue la respuesta, enunciada a todo volumen. El que más festejó el chiste fue el propio Charles. Le pareció intolerablemente gracioso. Tanto, que Esmé se vio obligada a acercarse para golpearlo en la espalda, como si hubiera tenido un acceso de tos. —Bueno, basta —le dijo. Volvió a su asiento—. Le cuenta esa adivinanza a todo el mundo y siempre le da un ataque. Generalmente, cuando ríe babea. Bueno, basta, por favor. —Sin embargo, es una de las mejores adivinanzas que me han contado —dije, mirando a Charles, que se iba recuperando poco a poco. Como respuesta a mi cumplido, se hundió bastante más en su asiento y volvió a taparse la cara hasta la nariz con una punta del mantel. Entonces me miró con esos ojos
llenos de una risa que se calmaba gradualmente, y del orgullo de quien sabe una o dos adivinanzas realmente buenas. —¿Me permite preguntarle qué hacía antes de incorporarse al ejército? —me preguntó Esmé. Dije que no había hecho nada, que había salido de la universidad hacía apenas un año, pero que me gustaba considerarme un escritor de cuentos profesional. Asintió cortésmente. —¿Ha publicado algo? —me preguntó. Era una pregunta familiar que siempre daba en la llaga, y que no se contestaba así como así. Empecé a explicarle que en los Estados Unidos todos los editores eran una banda de... —Mi padre escribía maravillosamente —interrumpió Esmé—. Estoy guardando algunas de sus cartas para la posteridad. Dije que me parecía una excelente idea. Yo, casualmente, estaba mirando otra vez su enorme reloj parecido a un cronómetro. Le pregunté si había pertenecido a su padre. Miró su muñeca con solemnidad. —Sí, era suyo —dijo—. Me lo dio poco antes de que Charles y yo fuéramos evacuados. —Automáticamente retiró las manos de la mesa, mientras decía—: Puramente como un recuerdo, por supuesto. —Cambió de tema—. Me sentiría muy halagada si alguna vez usted escribiera un cuento especialmente para mí. Soy una lectora insaciable. Le dije que lo haría, sin duda, siempre que pudiera. Dije que no era un autor demasiado prolífico. —¡No tiene por qué ser prolífico! ¡Basta que no sea estúpido e infantil! — Recapacitó y dijo—: Prefiero los cuentos que tratan de la sordidez. —¿De qué?—dije, inclinándome hacia adelante. —De la sordidez. Estoy sumamente interesada en la sordidez. Estaba a punto de pedirle mayores detalles, pero sentí que Charles me pellizcaba con fuerza en el brazo. Me volví haciendo una leve mueca de dolor. Estaba de pie a mi lado. —¿Qué le dijo una pared a la otra? —preguntó, sin demasiada originalidad. —Ya se lo preguntaste —dijo Esmé—. Ahora basta. Sin hacer caso de su hermana y pisando uno de mis pies, Charles repitió la pregunta clave. Observé que el nudo de su corbata no estaba correctamente ajustado. Lo deslicé hasta su lugar y después, mirándolo fijo, sugerí: —¿Te encuentro en la esquina? Apenas terminé de decirlo me arrepentí. La boca de Charles se abrió de golpe. Tuve la sensación de habérsela abierto yo de una bofetada. Se bajó de mi pie y, con furibunda dignidad, se dirigió hacia su mesa sin volver la vista. —Está furioso —dijo Esmé—. Tiene un carácter violento. Mi madre tendía a malcriarlo. Mi padre era el único que no lo malcriaba. Yo seguía mirando a Charles, que se había sentado y empezaba a tomar su té, sosteniendo la taza con las dos manos. Tuve la esperanza de que se volviera, pero no lo hizo. Esmé se puso de pie. —Il faut que je parte aussi4 —dijo, suspirando—. ¿Usted habla francés? Me puse de pie con una mezcla de confusión y pesar. Esmé y yo nos dimos la mano; la suya, como había sospechado, era una mano nerviosa, con la palma húmeda. Le dije, en inglés, cuánto había disfrutado de su compañía. 4
Es necesario que también me vaya. (N. de M. Z.)
Asintió con la cabeza. —Pensé que sería así —dijo—. Soy bastante comunicativa para mi edad. —Se tanteó otra vez el pelo—. Lamento mucho lo de mi pelo —dijo—. Debo tener un aspecto horrible. —¡En absoluto! Creo que las ondas se están formando de nuevo. De nuevo se tocó rápidamente el pelo. —¿Cree que volverá aquí en un futuro inmediato? —preguntó—. Venimos todos los domingos, después de los ensayos del coro. Contesté que nada hubiera podido resultarme más agradable, pero que, por desgracia, estaba seguro de que ya no volvería. —En otras palabras, no puede hablar sobre movimientos de tropas —dijo Esmé. No hizo ningún ademán de alejarse de la mesa. Sólo cruzó un pie sobre el otro y, mirando hacia abajo, alineó las puntas de los zapatos. Fue un hermoso gesto, ya que llevaba calcetines blancos, y sus pies y tobillos eran encantadores. De pronto me miró. —¿Le gustaría que yo le escribiera? —dijo, con las mejillas ligeramente ruborizadas—. Escribo cartas muy bien redactadas para alguien de mi... —Me encantaría —dije. Saqué lápiz y papel y anoté mi nombre, grado, matrícula, y número de correo militar. —Yo le escribiré primero —dijo ella tomando el papel—, para que usted no se sienta comprometido en modo alguno. —Guardó la dirección en un bolsillo del vestido—. Adiós —dijo, y volvió a la mesa. Pedí otra taza de té y permanecí sentado mirándolos hasta que, junto a la atribulada señorita Megley, se pusieron de pie para marchar. Charles iba delante, renqueando trágicamente como un hombre que tiene una pierna mucho más corta que la otra. No miró hacia mí. Después salió la señorita Megley, y a continuación Esmé, que me saludó con una mano como despedida. Le devolví el saludo, incorporándome a medias. Fue un momento de extraña emoción para mí.
No había pasado un minuto cuando Esmé volvió a entrar en la confitería, arrastrando a Charles por la manga de su gabardina. —Charles quiere darle un beso de despedida. De inmediato dejé mi taza en la mesa, y dije que era un gesto muy simpático de su parte, pero, ¿estaba ella segura? —Sí —dijo, con cierto tono amenazador. Soltó la manga de Charles y le dio un riguroso empujón hacia mí. Charles se adelantó, con la cara lívida de furia, y me dio un beso sonoro y húmedo, justo debajo de la oreja derecha. Superada esta prueba, se encaminó veloz hacia la puerta y hacia formas menos sentimentales de vida, pero alcancé a tomarlo del cinturón de la gabardina, lo retuve un instante y le dije: —¿Qué le dijo una pared a otra? Su cara se iluminó. —¡Nos encontraremos en la esquina! —chilló, y salió a la carrera, posiblemente histérico. Esmé estaba de pie otra vez con lo tobillos cruzados. —¿Seguro que no se va a olvidar de escribirme ese cuento? —preguntó—. No hace falta que sea exclusivo para mí. Puede... Le dije que era imposible que me olvidara. Le dije que nunca había escrito un cuento para nadie en especial, pero que al parecer había llegado el momento de hacerlo. Asintió. —Que sea muy sórdido y conmovedor —sugirió—. ¿Ha conocido cosas sórdidas?
Le dije que no muchas, pero que cada vez iba conociendo más, de una manera u otra, y que haría todo lo posible para cumplir con sus pedidos. Nos dimos la mano. —¿No es una lástima que no nos hayamos conocido en circunstancias menos apremiantes? Le dije que sí, que de veras era una lástima. —Adiós —dijo Esmé—. Espero que regrese de la guerra con todas sus facultades intactas. Le agradecí, dije algunas otras palabras, y después la vi salir de la confitería. Se fue despacio, como meditando, mientras se tocaba el pelo para ver si estaba seco.
Esta es la parte sórdida o emotiva del relato, y la escena cambia. Los personajes cambian, también. Yo todavía ando por este mundo, pero de aquí en adelante, por motivos que no me es permitido revelar, me he disfrazado con tanta astucia que ni el lector más inteligente podrá reconocerme. Eran como lo las diez y media de la noche en Gaufurt, Baviera, varias semanas después del Día de la Victoria. El sargento principal X estaba en su habitación, en el segundo piso de una casa de civiles, donde él y otros nueve soldados norteamericanos habían sido alojados, ya antes del armisticio. Estaba sentado en una silla plegable de madera, frente aun pequeño y revuelto escritorio, tratando de leer, con enorme dificultad, una novela de bolsillo. La dificultad estaba en él, no en la novela. Aunque los soldados del primer piso eran generalmente los primeros en apoderarse de los libros que el Servicio Especial enviaba todos los meses, siempre parecían dejarle a X el libro que él mismo hubiera elegido. Pero era un joven que no había salido de la guerra con todas sus facultades intactas; hacía más de una hora que leía cada párrafo tres veces, y ahora estaba haciendo lo mismo frase por frase. De pronto cerró el libro, sin señalar la página. Por un instante se protegió los ojos con la mano del duro e intenso brillo de la lámpara desnuda que pendía sobre la mesa. Sacó un cigarrillo del paquete que se hallaba sobre la mesa y lo prendió con dedos que chocaban suave y constantemente entre sí. Se echó un poco hacia atrás en su asiento y fumó sin sentir el gusto. Hacía semanas que fumaba un cigarrillo tras otro. Le sangraban las encías a la menor presión de la punta de la lengua, pero pocas veces dejaba de experimentarlo; era como un juego consigo mismo, a veces durante horas y horas. Se quedó un rato fumando y experimentando. Entonces, de pronto, en la forma ya conocida y sin previo aviso, le pareció sentir que su mente se desplazaba, se bamboleaba como un bulto mal asegurado en el portaequipajes de un tren. En seguida hizo lo que había estado haciendo durante semanas para arreglar las cosas; se apretó fuertemente las sienes con las manos. Durante un momento las mantuvo así. Tenía el pelo sucio y hacía mucho tiempo que no se lo cortaba. Se lo había lavado tres o cuatro veces durante su estancia de dos semanas en el hospital de Francfort, pero se le había vuelto a ensuciar en el largo y polvoriento regreso en jeep a Gaufurt. El cabo Z, que había ido a buscarlo al hospital, aún conducía un jeep de combate, con el parabrisas abatido sobre el capó, hubiera o no armisticio. Había millares de soldados nuevos en Alemania. Al conducir con el parabrisas abatido al estilo de combate, el cabo Z pretendía demostrar que él no era uno de ésos, que por nada del mundo era él un hijo de mala madre recién llegado. Cuando retiró las manos de la cabeza, X se puso a contemplar la mesa del escritorio, que era una especie de receptáculo con unas dos docenas de cartas sin abrir y por lo menos cinco o seis paquetes, también sin abrir, dirigidos a él. Buscó detrás de los escombros y tomó un libro que estaba contra la pared. Su autor era Goebbels y se
llamaba Die Zeit Obne Beispiel. Pertenecía a la hija de la familia, una mujer de treinta y ocho años, soltera, que hasta pocas semanas antes había estado viviendo en la casa. Había sido una funcionaria subalterna del partido nazi, pero de jerarquía suficiente, según las normas del reglamento militar, como para entrar en la categoría de «arresto automático». El propio X la había arrestado. Ahora, por tercera vez desde que había regresado del hospital ese día, abrió el libro de la mujer y leyó la breve anotación en la primera página. Escritas en tinta, en alemán, con una letra pequeña e irremisiblemente sincera, se leían las palabras: «Santo Dios, la vida es un infierno.» Nada más, ni antes ni después. Solas en la página, y en la enfermiza quietud de la habitación, las palabras parecían adquirir dimensiones de una declaración irrefutable y hasta clásica. X contempló la página durante varios minutos, tratando a duras penas de no dejarse engañar. Entonces, con un celo mayor del que había puesto en cualquier otra cosa durante semanas, tomó un lápiz y escribió debajo de la anotación, en inglés: «Padres y maestros, yo me pregunto: “¿qué es el infierno?” Sostengo que es el sufrimiento de no poder amar». Empezó a escribir debajo el nombre de Dostoievski, pero vio —con un temor que le recorrió todo el cuerpo— que lo que había escrito era casi totalmente ilegible. Cerró el libro. Rápidamente tomó otra de las cosas que se hallaban sobre el escritorio, una carta de su hermano mayor que vivía en Albany. La tenía sobre la mesa ya desde antes de entrar en el hospital. Abrió el sobre con la vaga intención de leer la carta por entero, pero leyó solamente la primera mitad de la primera carilla. Se detuvo después de las palabras: «Ahora que esta guerra de mierda ha terminado y probablemente tengas bastante tiempo libre, ¿qué te parece si les mandas unas bayonetas o unas esvásticas a los chicos?...» Después de romper la carta, miró los pedazos caídos en el fondo de la papelera. Vio que se le habían pasado por alto unas fotos. Pudo distinguir los pies de alguien en algún jardín de algún sitio. Cruzó los brazos sobre la mesa y apoyó en ellos la cabeza. Le dolía todo el cuerpo, de pies a cabeza, y todas las zonas doloridas de alguna manera parecían repercutir en otras. Era algo así como un árbol de Navidad con las lucecitas conectadas en serie: si se apagaba una, todas las demás, necesariamente, debían apagarse.
La puerta se abrió violentamente sin que nadie hubiera llamado. X levantó la cabeza, la volvió y vio de pie en la puerta al cabo Z. El cabo Z había sido compañero de jeep y camarada constante de X desde el día mismo del desembarco y a lo largo de cinco campañas. Vivía en el primer piso y por lo general subía a ver a X cuando tenía algunas quejas o algunos rumores que descargar. Era un joven corpulento, fotogénico, de veinticuatro años. Durante la guerra, había posado en el bosque de Hürtgen para una gran revista norteamericana; se había dejado fotografiar, más que complacido, con un enorme pavo del Día de Acción de Gracias en cada mano. —¿Estás escribiendo cartas? —preguntó—. Madre mía. ¡Por Dios, qué tétrico es esto! Siempre prefería que estuviera encendida la luz principal de cualquier habitación en la que entrara. X se volvió en la silla y le pidió que entrara, pero que tuviera cuidado de no pisar al perro. —¿El qué? —Alvin. Está justo debajo de tus pies, Clay. ¿Por qué demonios no enciendes esa luz?
Clay encontró el interruptor, lo accionó y después cruzó de una zancada la pequeña habitación, parecida a un desván, y se sentó en el borde de la cama, frente a su anfitrión. De su pelo rojo ladrillo, recién peinado, le goteaba el agua con que se lo había alisado. Del bolsillo derecho de su camisa verde oliva asomaba, con aire familiar, un peine con prendedor como el de una estilográfica. Sobre el bolsillo izquierdo llevaba el distintivo de infante de combate (que, técnicamente, no estaba autorizado a usar), la cinta de servicio en el frente europeo, con cinco estrellas de bronce (en lugar de una de plata, que era el equivalente de cinco de bronce), y la cinta de servicio anterior a Pearl Harbor. Emitió un suspiro profundamente y dijo: —Santo Dios. No significaba nada; eran, simplemente, cosas del ejército. Sacó de un bolsillo de la camisa un paquete de cigarrillos, extrajo uno, después guardó el paquete y abrochó la solapa del bolsillo. Mientras fumaba, echó una mirada vacía a su alrededor. Por fin sus ojos se detuvieron en la radio. —Oye—dijo—, dentro de un par de minutos empieza ese programa bárbaro por la radio, con Bob Hope y todos los demás. X abrió un nuevo paquete de cigarrillos y dijo que acababa de apagar la radio. Sin inmutarse, Clay observó a X, que intentaba encender su cigarrillo. —Diablos —exclamó con el entusiasmo de un espectador—. Tendrías que verte las manos. Tú sí que estás tembleque. ¿Lo sabías? X logró encender el cigarrillo, asintió y comentó que Clay tenía un ojo de lince para los detalles. —En serio, chico, casi me desmayo cuando te vi en el hospital. Parecías un asqueroso cadáver. ¿Cuántos kilos perdiste? ¿Cuánto adelgazaste? ¿No sabes? —No sé. ¿Cómo anduviste de cartas mientras yo estaba allí? ¿Tuviste noticias de Loretta? Loretta era la chica de Clay. Pensaban casarse en cuanto tuvieran una oportunidad. Le escribía con bastante regularidad, desde un paraíso de triples signos de exclamación y de observaciones inexactas. Durante toda la guerra, Clay había leído esas cartas en voz alta a X, por íntimas que fueran; en verdad, cuanto más íntimas, mejor. Tenía la costumbre, después de cada lectura, de pedir a X que le hiciera un borrador o un bosquejo de la contestación, y que insertara algunas palabras en alemán o francés que impresionaran bien. —Sí, ayer recibí una carta suya. La tengo abajo en la habitación. Después te la enseño —dijo Clay sin mucho ánimo. Se irguió en la cama, contuvo la respiración y soltó después un eructo largo y resonante. Con aire de estar no demasiado satisfecho con su demostración, volvió a relajarse—. A su hermano de mierda lo dan de baja en la Marina por la cadera. Se descaderó, el hijo de puta. —Se irguió de nuevo e intentó eructar otra vez, pero no tuvo éxito como la vez anterior. De pronto la cara se le iluminó con una pizca de atención—. Eh, antes de que me olvide. Mañana tenemos que levantarnos a las cinco para ir a Hamburgo o a un sitio así. A buscar chaquetillas tipo Eisenhower para todo el regimiento. X lo miró con hostilidad y dijo que no quería una chaquetilla estilo Eisenhower. Clay lo miró sorprendido, casi ofendido. —Pero... son buenas. Van muy bien. ¿Cómo puede ser? —No hay motivo. ¿Por qué tenemos que levantarnos a las cinco? La guerra ya terminó, gracias a Dios. —No sé... Tenemos que volver antes del almuerzo. Trajeron unos formularios nuevos que hay que llenar antes del almuerzo... Le pregunté a Bulling por qué diablos
no podíamos llenarlos por la noche. Tiene esos formularios del diablo ahí, en el escritorio. No quiere abrir los sobres, el hijo de puta. Los dos guardaron un momento de silencio, odiando a Bulling. De pronto Clay miró a X con renovado interés. —Eh —dijo—. ¿Sabes que se te mueve endiabladamente todo el costado de la cara? X dijo que ya lo sabía, y se cubrió el tic con la mano. Clay lo miró detenidamente un instante, y después dijo con cierta vivacidad, como si fuera portador de alguna noticia excepcionalmente buena: —Le escribí a Loretta que tuviste un colapso nervioso. —¿Sí? —Sí. Todo eso le interesa la gran puta. Está a punto de licenciarse en psicología. — Clay se estiró sobre la cama, con zapatos y todo—. ¿Sabes lo que dijo? Dijo que nadie sufría de colapso nervioso simplemente por la guerra. Dice que tú probablemente ya fuiste un desequilibrado durante toda tu perra vida. X se tapó los ojos con la mano, la luz parecía cegarlo, y dijo que era una maravilla la visión que Loretta tenía de las cosas. Clay lo miró fijamente. —Escucha, mal nacido —dijo—. Ella sabe mucho más de psicología que tú. —¿Podrías molestarte en sacar tus hediondos pies de mi cama? —preguntó X. Clay dejó los pies donde estaban durante algunos segundos al modo de tú-no-vas-adecirme-dónde-tengo-que-poner-los-pies, y después los levantó, los apoyó en el suelo y se sentó. —Me voy abajo, después de todo. En la habitación de Walker tienen encendida la radio. —Aunque no se levantó de la cama—. Oye. Le estaba diciendo a ese nuevo hijo de puta, Bernstein, ahí abajo. ¿Recuerdas la vez que yo y tú fuimos a Valognes en el jeep, y nos bombardearon durante dos endiabladas horas, y ese gato de mierda que yo despache de un tiro cuando estábamos en el pozo y que subió al capó del jeep? ¿Te acuerdas? —Sí... no empieces otra vez con ese asunto del gato, Clay. No me interesa escucharlo. ¿Cómo demonios tengo que decírtelo? —No, lo que quiero decir es que le escribí a Loretta. Ella y todos los alumnos de psicología discutieron el asunto. En clase y todo. Hasta el infeliz del profesor y todos los demás. —Formidable. Pero no quiero saber nada de eso, Clay. —No ¿sabes por qué dice Loretta que le pegué un tiro? Dice que yo tenía locura pasajera. En serio. Por el bombardeo y todo eso. X se pasó los dedos por el pelo sucio y luego volvió a protegerse los ojos de la luz. —No estabas loco. Estabas cumpliendo con tu deber. Mataste ese gatito en forma tan valiente como cualquier otro en las mismas circunstancias. Clay lo miró receloso: —¿De qué diablos estás hablando? —Ese gato era un espía. Tú tenías que pegarle un tiro. Era un enano alemán muy astuto vestido con un abrigo de piel barato. Así que ahí no había nada brutal, ni cruel, ni sucio, ni siquiera... —¡Maldita sea! —exclamó Clay, apretando los labios—. ¿No puedes hablar nunca en serio? De pronto, X sintió náuseas y, girando en su silla, tomó la papelera... Justo a tiempo. Cuando se incorporó y se volvió de nuevo hacia su huésped, lo encontró de pie, incómodo, a mitad de camino entre la cama y la puerta. X pensó en disculparse, pero cambió de idea, y estiró la mano en busca de sus cigarrillos.
—Vamos, ven abajo a escuchar a Hope por radio, ¿eh? —dijo Clay, manteniéndose a distancia, pero tratando de parecer amistoso—. Te va a sentar bien, te lo aseguro. —Anda tú, Clay. Yo voy a mirar mi colección de sellos. —¿En serio? ¿Tienes una colección de sellos? No sabía... —Estaba bromeando. Clay dio un par de pasos indecisos hacia la puerta. —Creo que voy a ir a Ehstadt más tarde —dijo—. Hay baile. Es probable que dure hasta las dos. ¿Quieres venir? —No, gracias. Puedo practicar unos pasos en mi habitación. —Bueno... hasta mañana... y cuídate, ¿eh? —La puerta se cerró, pero volvió a abrirse en seguida—. ¿Puedo dejarte una carta para Loretta debajo de la puerta? Le puse unas cosas en alemán. ¿Me las corriges? —Demonios, sí. Ahora déjame sólo. —Está bien. ¿Sabes qué me dijo mi madre en una carta? Que se alegraba de que tú y yo estuviéramos juntos durante toda la guerra. En el mismo jeep y todo. Dice que mis cartas son mucho más inteligentes desde que andamos juntos. X lo miró de arriba abajo, y después, con un gran esfuerzo, dijo: —Gracias. Dale las gracias de mi parte. —Cómo no. ¡Hasta mañana! La puerta se cerró de un golpe seco, esta vez en forma definitiva.
X se quedó contemplando la puerta durante un buen rato, después hizo girar la silla hasta ponerla frente al escritorio y levantó del suelo la máquina de escribir portátil. Le hizo sitio sobre el escritorio atestado, empujando a un lado el montón de cartas y paquetes. Pensó que, si escribía una carta a un viejo amigo de Nueva York, sería una buena terapia para él, por leve que fuera. Pero no pudo introducir correctamente el papel en la máquina de tanto como le temblaban las manos. Dejó caer los brazos por un minuto, intentó empezar otra vez, pero terminó por estrujar el papel y arrojarlo a la papelera. Se dio cuenta de que tenía que sacar la papelera de la habitación, pero no hizo nada, sólo cruzó los brazos sobre la máquina de escribir, apoyó en ellos la cabeza y cerró los ojos. Unos pocos y angustiosos minutos más tarde, cuando volvió a abrirlos, descubrió que tenía frente a él un paquetito sin abrir, envuelto en papel verde. Probablemente se había caído del montón cuando hizo sitio para la máquina de escribir. Vio que la dirección había sido corregida varias veces. En una sola de las caras del paquete pudo distinguir que habían tachado por lo menos tres de sus números anteriores del correo militar. Abrió el paquete sin ningún interés, sin mirar siquiera el remitente. Lo abrió quemando el cordel con la llama de un fósforo. Le interesó más ver quemarse el hilo por completo que abrir el paquete, pero por fin lo abrió. Dentro de la caja había una nota escrita con tinta sobre un objeto pequeño envuelto en papel de seda. Tomó la nota y la leyó. «17, Road ... ..., Devon 7 de junio de 1944 Estimado sargento X:
Espero me disculpará haber tardado 38 días en iniciar nuestra correspondencia, pero he estado muy ocupada porque mi tía tuvo una infección de estreptococos en la garganta y casi se muere, y yo, como es lógico, me he visto abrumada por diversas responsabilidades. Sin embargo, he pensado frecuentemente en usted y en la tarde tan agradable que pasamos en mutua compañía el 30 de abril de 1944, entre las 15.45 y las 16.15 horas, por si usted se hubiera olvidado. Todos estamos enormemente nerviosos e impresionados por la invasión y nuestra única esperanza es que dé lugar a una rápida terminación de la guerra y de un sistema de existencia que es, por no decir otra cosa, completamente ridículo. Charles y yo estamos muy preocupados por usted; esperamos que no haya estado entre los que hicieron el primer asalto a la península de Cotentín. ¿O sí estuvo? Le ruego que me conteste lo más rápidamente posible. Mis más afectuosos saludos a su esposa. Sinceramente, ESMÉ P.D. Me tomo la libertad de adjuntarle mi reloj de pulsera, que le ruego conserve mientras duren las hostilidades. No observé durante nuestro breve encuentro si usted llevaba uno, pero éste es sumamente sumergible y a prueba de golpes, además de tener muchas otras virtudes, entre ellas la de poder decir a qué velocidad camina uno, si así lo desea. Estoy completamente segura de que en estos días difíciles usted podrá usarlo con más provecho que yo y que lo aceptará como un talismán. Charles, a quien estoy enseñando a leer y a escribir y que es un alumno en extremo inteligente, desea agregar unas palabras. Por favor, escriba apenas tenga tiempo y ganas. HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA HOLA RECUERDOS Y BESOS CHARLES» Pasó mucho tiempo antes de que X pudiera dejar a un lado la nota, para no mencionar lo que tardó en sacar el reloj de Esmé de la caja. Cuando por fin lo consiguió, vio que en el viaje se había roto el cristal. Se preguntó si además no se habría estropeado, pero le faltó coraje para darle cuerda y comprobarlo. Se limitó a permanecer sentado otro largo rato con el reloj en la mano. Y de pronto, casi en éxtasis, sintió sueño. Toma un hombre verdaderamente soñoliento, Esmé, y siempre tendrá una posibilidad de volver a ser un hombre con todas sus fac... con todas sus fa-cul-ta-des intactas.
Traducción de Marcelo Berri. De Nine Stories.
El hombre que ríe En 1928, a los nueve años, yo formaba parte, con todo el esprit de corps5 posible, de una organización conocida como el Club de los Comanches. Todos los días de clase, a las tres de la tarde, nuestro Jefe nos recogía, a los veinticinco comanches, a la salida de la escuela número 165, en la calle 109, cerca de Amsterdam Avenue. A empujones y golpes entrábamos en el viejo autobús comercial que el Jefe había transformado. Siempre nos conducía (según los acuerdos económicos establecidos con nuestros padres) al Central Park. El resto de la tarde, si el tiempo lo permitía, lo dedicábamos a jugar al rugby, al fútbol o al béisbol, según la temporada. Cuando llovía, el Jefe nos llevaba invariablemente al Museo de Historia Natural o al Museo Metropolitano de Arte. Los sábados y la mayoría de las fiestas nacionales, el Jefe nos recogía por la mañana temprano en nuestras respectivas viviendas y en su destartalado autobús nos sacaba de Manhattan hacia los espacios comparativamente abiertos del Van Cortlandt Park o de Palisades. Si teníamos propósitos decididamente atléticos, íbamos a Van Cortlandt donde los campos de juego eran de tamaño reglamentario y el equipo contrario no incluía ni un cochecito de niño ni una indignada viejecita con bastón. Si nuestros corazones de comanches se sentían inclinados a acampar, íbamos a Palisades y nos hacíamos los robinsones. Recuerdo haberme perdido un sábado en alguna parte de la escabrosa zona de terreno que se extiende entre el cartel de Linit y el extremo oeste del puente George Washington. Pero no por eso perdí la cabeza. Simplemente me senté a la sombra majestuosa de un gigantesco anuncio publicitario y, aunque lagrimeando, abrí mi fiambrera por hacer algo, confiando a medias en que el Jefe me encontraría. El Jefe siempre nos encontraba. En las horas en que se veía libre de los comanches, el Jefe era John Gedsudski, de Staten Island. Era un joven tranquilo, sumamente tímido, de veintidós o veintitrés años, estudiante de derecho de la Universidad de Nueva York, y una persona memorable desde cualquier punto de vista. No intentaré exponer aquí sus múltiples virtudes y méritos. Sólo diré de paso que era un scout aventajado, casi había formado parte de la selección nacional de rugby de 1926, y era público y notorio que lo habían invitado muy cordialmente a presentarse como candidato para el equipo de béisbol de los New York Giants. Era un árbitro imparcial e imperturbable en todos nuestros ruidosos encuentros deportivos, un maestro en encender y apagar hogueras, y un experto en primeros auxilios muy digno de consideración. Cada uno de nosotros, desde el pillo más pequeño hasta el más grande, lo quería y respetaba. Aún está patente en mi memoria la imagen del Jefe en 1928. Si los deseos hubieran sido centímetros, entre todos los comanches lo hubiéramos convertido rápidamente en gigante. Pero, siendo como son las cosas, era un tipo bajito y fornido que mediría entre uno cincuenta y siete y uno sesenta, como máximo. Tenía el pelo renegrido, la frente muy estrecha, la nariz grande y carnosa, y el torso casi tan largo como las piernas. Con la chaqueta de cuero, sus hombros parecían poderosos, aunque eran estrechos y caídos. En aquel tiempo, sin embargo, para mí se combinaban en el Jefe todas las características más fotogénicas de Buck Jones, Ken Maynard y Tom Mix, en perfecta amalgama.
5
Espíritu de cuerpo. (N. de M. Z.)
Todas las tardes, cuando oscurecía lo suficiente como para que el equipo perdedor tuviera una excusa para justificar sus malas jugadas, los comanches nos refugiábamos egoístamente en el talento del Jefe para contar cuentos. A esa hora formábamos generalmente un grupo acalorado e irritable, y nos peleábamos en el autobús —a puñetazos o a gritos estridentes— por los asientos más cercanos al Jefe. (El autobús tenía dos filas paralelas de asientos de esterilla. En la fila de la izquierda había tres asientos adicionales —los mejores de todos— que llegaban hasta la altura del conductor.) El Jefe sólo subía al autobús cuando nos habíamos acomodado. A continuación se sentaba a horcajadas en su asiento de conductor, y con su voz de tenor atiplada pero melodiosa nos contaba un nuevo episodio de El hombre que ríe. Una vez que empezaba su relato, nuestro interés jamás decaía. El hombre que ríe era la historia adecuada para un comanche. Hasta había alcanzado dimensiones clásicas. Era un cuento que tendía a desparramarse por todos lados, aunque seguía siendo esencialmente portátil. Uno siempre podía llevárselo a casa y meditar sobre él mientras estaba sentado, por ejemplo, en el agua que se iba escurriendo de la bañera. Único hijo de un acaudalado matrimonio de misioneros, el «hombre que ríe» había sido raptado en su infancia por unos bandidos chinos. Cuando el acaudalado matrimonio se negó (debido a sus convicciones religiosas) a pagar el rescate para la liberación de su hijo, los bandidos, considerablemente agraviados, pusieron la cabecita del niño en un torno de carpintero y dieron varias vueltas hacia la derecha a la manivela correspondiente. La víctima de este singular experimento llegó a la mayoría de edad con una cabeza pelada, en forma de garbanzo y con una cara donde, en vez de boca, exhibía una enorme cavidad ovalada debajo de la nariz. La misma nariz se limitaba a dos fosas nasales obstruidas por la carne. En consecuencia, cuando el «hombre que ríe» respiraba, la abominable siniestra abertura debajo de la nariz se dilataba y contraía (yo la veía así) como un monstruoso vacuolo. (El Jefe no explicaba el sistema de respiración del «hombre que ríe» sino que lo demostraba prácticamente.) Los que lo veían por primera vez se desmayaban instantáneamente ante el aspecto de su horrible rostro. Los conocidos le daban la espalda. Curiosamente, los bandidos le permitían estar en su cuartel general —siempre que se tapara la cara con una máscara roja hecha de pétalos de amapola. La máscara no solamente eximía a los bandidos de contemplar la cara de su hijo adoptivo, sino que además los mantenía al tanto de sus andanzas; además, apestaba a opio. Todas las mañanas, en su extrema soledad, el «hombre que ríe» se iba sigilosamente (su andar era suave como el de un gato) al tupido bosque que rodeaba el escondite de los bandidos. Allí se hizo amigo de muchísimos animales: perros, ratones blancos, águilas, leones, boas constrictor, lobos. Además, se quitaba la máscara y les hablaba dulcemente, melodiosamente, en su propia lengua. Ellos no lo consideraban feo. Al Jefe le llevó un par de meses llegar a este punto de la historia. De ahí en adelante los episodios se hicieron cada vez más exóticos, a tono con el gusto de los comanches. El «hombre que ríe» era muy hábil para informarse de lo que pasaba a su alrededor, y en muy poco tiempo pudo conocer los secretos profesionales más importantes de los bandidos. Sin embargo, no los tenía en demasiada estima y no tardó mucho en crear un sistema propio más eficaz. Empezó a trabajar por su cuenta. En pequeña escala, al principio, robando, secuestrando y asesinando, cuando era absolutamente necesario, se dedicó a devastar la campiña china. Muy pronto sus ingeniosos procedimientos criminales, junto con su especial afición al juego limpio, le valieron un lugar especialmente destacado en el corazón de los hombres. Curiosamente, sus padres adoptivos (los bandidos que originalmente lo habían empujado al crimen) fueron los últimos en tener conocimiento de sus hazañas. Cuando se enteraron, se pusieron
tremendamente celosos. Uno a uno desfilaron una noche ante la cama del «hombre que ríe», creyendo que habían podido dormirlo profundamente con algunas drogas que le habían dado, y con sus machetes apuñalaron repetidas veces el cuerpo que yacía bajo las mantas. Pero la víctima resultó ser la madre del jefe de los bandidos, una de esas personas desagradables y pendencieras. El suceso no hizo más que aumentar la sed de venganza de los bandidos, y finalmente el «hombre que ríe» se vio obligado a encerrar a toda la banda en un mausoleo profundo, pero agradablemente decorado. De cuando en cuando se escapaban y le causaban algunas molestias, pero él no se avenía a matarlos. (El «hombre que ríe» tenía una faceta compasiva que a mí me enloquecía.) Poco después el «hombre que ríe» empezaba a cruzar regularmente la frontera china para ir a París, donde se divertía ostentando su genio conspicuo pero modesto frente a Marcel Dufarge, detective internacionalmente famoso y considerablemente inteligente, pero tísico. Dufarge y su hija (una chica exquisita, aunque con algo de travesti) se convirtieron en los enemigos más encarnizados del «hombre que ríe». Una y otra vez trataron de atraparlo mediante ardides. Nada más que por amor al riesgo, al principio el «hombre que ríe» muchas veces simulaba dejarse engañar, pero luego desaparecía de pronto, sin dejar ni el mínimo rastro de su método para escapar. De vez en cuando enviaba una breve e incisiva nota de despedida por la red de alcantarillas de París, que llegaba sin tardanza a manos de Dufarge. Los Dufarge se pasaban gran parte del tiempo chapoteando en las alcantarillas de París. Muy pronto el «hombre que ríe» consiguió reunir la fortuna personal más grande del mundo. Gran parte de esa fortuna era donada en forma anónima a los monjes de un monasterio local, humildes ascetas que habían dedicado sus vidas a la cría de perros de policía alemanes. El «hombre que ríe» convertía el resto de su fortuna en brillantes que bajaba despreocupadamente a cavernas de esmeralda, en las profundidades del mar Negro. Sus necesidades personales eran pocas. Se alimentaba únicamente de arroz y sangre de águila, en una pequeña casita con un gimnasio y campo de tiro subterráneos, en las tormentosas costas del Tíbet. Con él vivían cuatro compañeros que le eran fieles hasta la muerte: un lobo furtivo llamado Ala Negra, un enano adorable llamado Omba, un gigante mongol llamado Hong, cuya lengua había sido quemada por hombres blancos, y una espléndida chica euroasiática que, debido a su intenso amor por el «hombre que ríe» y a su honda preocupación por su seguridad personal, solía tener una actitud bastante rígida respecto al crimen. El «hombre que ríe» emitía sus órdenes a sus subordinados a través de una máscara de seda negra. Ni siquiera Omba, el enano adorable, había podido ver su cara. No digo que lo vaya a hacer, pero podría pasarme horas llevando al lector —a la fuerza, si fuere necesario— de un lado a otro de la frontera entre París y China. Yo acostumbro a considerar al «hombre que ríe» algo así como a un superdistinguido antepasado mío, una especie de Robert E. Lee, digamos, con todas las virtudes del caso. Y esta ilusión resulta verdaderamente moderada si se la compara con la que abrigaba hacia 1928, cuando me sentía, no solamente descendiente directo del «hombre que ríe», sino además su único heredero viviente. En 1928 ni siquiera era hijo de mis padres, sino un impostor de astucia diabólica, a la espera de que cometieran el mínimo error para descubrir —preferentemente de modo pacífico, aunque podía ser de otro modo— mi verdadera identidad. A fin de no matar de pena a mi presunta madre, pensaba emplearla en alguna de mis actividades subrepticias, en algún puesto indefinido, pero de verdadera responsabilidad. Pero lo más importante para mí en 1928 era andar con pies de plomo. Seguir la farsa. Lavarme los dientes. Peinarme. Disimular a toda costa mi risa realmente aterradora.
En realidad, yo era el único descendiente legítimo del «hombre que ríe». En el club había veinticinco comanches —veinticinco legítimos herederos del «hombre que ríe»— todos circulando amenazadoramente, de incógnito por la ciudad, elevando a los ascensoristas a la categoría de enemigos potenciales, mascullando complejas pero precisas instrucciones en la oreja de los cocker spaniel, apuntando con el dedo índice, como un fusil, a la cabeza de los profesores de matemáticas. Y esperando, siempre esperando el momento para suscitar el terror y la admiración en el corazón del ciudadano común.
Una tarde de febrero, apenas iniciada la temporada de béisbol de los comanches, observé un detalle nuevo en el autobús del Jefe. Encima del espejo retrovisor, sobre el parabrisas, había una foto pequeña, enmarcada, de una chica con toga y birrete académicos. Me pareció que la foto de una chica desentonaba con la exclusiva decoración para hombres del autobús y, sin titubear, le pregunté al Jefe quién era. Al principio fue evasivo, pero al final reconoció que era una muchacha. Le pregunté cómo se llamaba. Su contestación, todavía un poco reticente, fue «Mary Hudson». Le pregunté si trabajaba en el cine o en alguna cosa así. Me dijo que no, que iba al Wellesley College. Agregó, tras larga reflexión, que el Wellesley era una universidad de alta categoría. Le pregunté, entonces, por qué tenía su foto en el autobús. Encogió levemente los hombros, lo bastante como para sugerir —me pareció— que la foto había sido más o menos impuesta por otros. Durante las dos semanas siguientes, la foto —le hubiera sido impuesta al Jefe por la fuerza o no— continuó sobre el parabrisas. No desapareció con los paquetes vacíos de chicles ni con los palitos de caramelos. Pero los comanches nos fuimos acostumbrando a ella. Fue adquiriendo gradualmente la personalidad poco inquietante de un velocímetro. Pero un día que íbamos camino del parque el Jefe detuvo el autobús junto al bordillo de la acera de la Quinta Avenida a la altura de la calle 60, casi un kilómetro más allá de nuestro campo de béisbol. Veinte pasajeros solicitaron inmediatamente una explicación, pero el Jefe se hizo el sordo. En cambio, se limitó a adoptar su posición habitual de narrador y dio comienzo anticipadamente a un nuevo episodio de El hombre que ríe. Pero apenas había empezado cuando alguien golpeó suavemente en la portezuela del autobús. Evidentemente, ese día los reflejos del Jefe estaban en buena forma. Se levantó de un salto, accionó la manecilla de la puerta y en seguida subió al autobús una chica con un abrigo de castor. Así, de pronto, sólo recuerdo haber visto en mi vida a tres muchachas que me impresionaron a primera vista por su gran belleza, una belleza difícil de clasificar. Una fue una chica delgada en un traje de baño negro, que forcejeaba terriblemente para clavar en la arena una sombrilla en Jones Beach, alrededor de 1936. La segunda, esa chica que hacía un viaje de placer por el Caribe, hacia 1939, y que arrojó su encendedor a un delfín. Y la tercera, Mary Hudson, la chica del Jefe. —¿He tardado mucho? —le preguntó, sonriendo. Era como si hubiera preguntado «¿Soy fea?». —¡No! —dijo el Jefe. Con cierta vehemencia, miró a los comanches situados cerca de su asiento y les hizo una seña para que le hicieran sitio. Mary Hudson se sentó entre yo y un chico que se llamaba Edgar «no-sé-qué» y que tenía un tío cuyo mejor amigo era contrabandista de bebidas alcohólicas. Le cedimos todo el espacio del mundo. Entonces el autobús se puso
en marcha con un acelerón poco hábil. Los comanches, hasta el último hombre, guardaban silencio. Mientras volvíamos a nuestro lugar de estacionamiento habitual, Mary Hudson se inclinó hacia delante en su asiento e hizo al Jefe un colorido relato de los trenes que había perdido y del tren que no había perdido. Vivía en Douglaston, Long Island. El Jefe estaba muy nervioso. No sólo no lograba participar en la conversación, sino que apenas oía lo que le decía la chica. Recuerdo que el pomo de la palanca de cambios se le quedó en la mano. Cuando bajamos del autobús, Mary Hudson se quedó muy cerca de nosotros. Estoy seguro de que cuando llegamos al campo de béisbol cada rostro de los comanches llevaba una expresión del tipo «hay-chicas-que-no-saben-cuándo-irse-a-casa». Y, para colmo de males, cuando otro comanche y yo lanzábamos al aire una moneda para determinar qué equipo batearía primero, Mary Hudson declaró con entusiasmo que deseaba jugar. La respuesta no pudo ser más cortante. Así como antes los comanches nos habíamos limitado a mirar fijamente su femineidad, ahora la contemplábamos con irritación. Ella nos sonrió. Era algo desconcertante. Luego el Jefe se hizo cargo de la situación, revelando su genio para complicar las cosas, hasta entonces oculto. Llevó aparte a Mary Hudson, lo suficiente como para que los comanches no pudieran oír, y pareció dirigirse a ella en forma solemne y racional. Por fin, Mary Hudson lo interrumpió, y los comanches pudieron oír perfectamente su voz. —¡Yo también —dijo—, yo también quiero jugar! El Jefe meneó la cabeza y volvió a la carga. Señaló hacia el campo, que se veía desigual y borroso. Tomó un bate de tamaño reglamentario y le mostró su peso. —No me importa —dijo Mary Hudson, con toda claridad—. He venido hasta Nueva York para ver al dentista y todo eso, y voy a jugar. El Jefe sacudió la cabeza, pero abandonó la batalla. Se aproximó cautelosamente al campo donde estaban esperando los dos equipos comanches, los Bravos y los Guerreros, y fijó su mirada en mí. Yo era el capitán de los Guerreros. Mencionó el nombre de mi centro, que estaba enfermo en su casa, y sugirió que Mary Hudson ocupara su lugar. Dije que no necesitaba un jugador para el centro del campo. El Jefe dijo que qué mierda era eso de que no necesitaba a nadie que hiciera de centro. Me quedé estupefacto. Era la primera vez que le oía decir una palabrota. Y, lo que aún era peor, observé que Mary Hudson me estaba sonriendo. Para dominarme, cogí una piedra y la arrojé contra un árbol. Nosotros entramos primero. La entrometida fue al centro para la primera tanda. Desde mi posición en la primera base, miraba furtivamente de vez en cuando por encima de mi hombro. Cada vez que lo hacía, Mary Hudson me saludaba alegremente con la cabeza. Llevaba puesto el guante de catcher, por propia iniciativa. Era un espectáculo verdaderamente horrible. Mary Hudson debía ser la novena en batear en el equipo de los Guerreros. Cuando se lo dije, hizo una pequeña mueca y dijo: —Bueno, daos prisa, entonces... —y la verdad es que efectivamente apreciamos darnos prisa. Le tocó batear en la primera tanda. Se quitó el abrigo de castor y el guante de catcher para la ocasión y avanzó hacia su puesto con un vestido marrón oscuro. Cuando le di un bate, preguntó por qué pesaba tanto. El Jefe abandonó su puesto de árbitro detrás del pitcher y se adelantó con impaciencia. Le dijo a Mary Hudson que apoyara la punta del bate en el hombro derecho. —Ya está —dijo ella. Le dijo que no sujetara el bate con demasiada fuerza. —No lo hago —contestó ella.
Le dijo que no perdiera de vista la pelota. —No lo haré —dijo ella—. Apártate, ¿quieres? —con un potente golpe, acertó en la primera pelota que le lanzaron, y la mandó lejos por encima de la cabeza del fielder izquierdo. Estaba bien para un doble corriente, pero ella logró tres sin apresurarse. Cuando me repuse primero de mi sorpresa, después de mi incredulidad, y por último de mi alegría, miré hacia donde se encontraba el Jefe. No parecía estar de pie detrás del pitcher, sino flotando por encima de él. Era un hombre totalmente feliz. Desde su tercera base, Mary Hudson me saludaba agitando la mano. Contesté a su saludo. No habría podido evitarlo, aunque hubiese querido. Además de su maestría con el bate, era una chica que sabía cómo saludar a alguien desde la tercera base. Durante el resto del partido, llegaba a la base cada vez que salía a batear. Por algún motivo parecía odiar la primera base; no había forma de retenerla. Por lo menos tres veces logró robar la segunda base al otro equipo. Su fielding no podía ser peor, pero íbamos ganando tantas carreras que no nos importaba. Creo que hubiera sido mejor si hubiese intentado atrapar las pelotas con cualquier otra cosa que no fuera un guante de catcher. Pero se negaba a sacárselo. Decía que le quedaba mono. Durante un mes, más o menos, jugó al béisbol con los comanches un par de veces por semana (cada vez que tenía una cita con el dentista, al parecer). Algunas tardes llegaba a tiempo al autobús y otras no. A veces en el viaje hablaba hasta por los codos, otras veces se limitaba a quedarse sentada, fumando sus cigarrillos Herbert Tareyton (boquilla de corcho). Envolvía en un maravilloso perfume al que estaba junto a ella en el autobús.
Un día ventoso de abril, después de recoger, como de costumbre, a sus pasajeros en las calles 109 y Amsterdam, el Jefe dobló por la calle 110 y tomó como siempre por la Quinta Avenida. Pero tenía el pelo peinado y reluciente, llevaba un abrigo en lugar de la chaqueta de cuero y yo supuse lógicamente que Mary Hudson estaba incluida en el programa. Esa presunción se convirtió en certeza cuando pasamos de largo por nuestra entrada habitual al Central Park. El Jefe estacionó el autobús en la esquina a la altura de la calle 60. Después, para matar el tiempo en una forma entretenida para los comanches, se acomodó a horcajadas en su asiento y procedió a narrar otro episodio de El hombre que ríe. Lo recuerdo con todo detalle y voy a resumirlo. Una adversa serie de circunstancias había hecho que el mejor amigo del «hombre que ríe», el lobo Ala Negra, cayera en una trampa física e intelectual tendida por los Dufarge. Los Dufarge, conociendo los elevados sentimientos de lealtad del «hombre que ríe», le ofrecieron la libertad de Ala Negra a cambio de la suya propia. Con la mejor buena fe del mundo, el «hombre que ríe» aceptó dicha proposición (a veces su genio estaba sujeto a pequeños y misteriosos desfallecimientos). Quedó convenido que el «hombre que ríe» debía encontrarse con los Dufarge a medianoche en un sector determinado del denso bosque que rodea París, y allí, a la luz de la luna, Ala Negra sería puesto en libertad. Pero los Dufarge no tenían la menor intención de liberar a Ala Negra, a quien temían y detestaban. La noche de la transacción ataron a otro lobo en lugar de Ala Negra, tiñéndole primero la pata trasera derecha de blanco níveo, para que se le pareciera. No obstante, había dos cosas con las que los Dufarge no habían contado: el sentimentalismo del «hombre que ríe» y su dominio del idioma de los lobos. En cuanto la hija de Dufarge pudo atarlo a un árbol con alambre de espino, el «hombre que ríe» sintió la necesidad de elevar su bella y melodiosa voz en unas palabras de despedida a
su presunto viejo amigo. El lobo sustituto, bajo la luz de la luna, a unos pocos metros de distancia, quedó impresionado por el dominio de su idioma que poseía ese desconocido. Al principio escuchó cortésmente los consejos de último momento personales y profesionales, del «hombre que ríe». Pero a la larga el lobo sustituto comenzó a impacientarse y a cargar su peso primero sobre una pata y después sobre la otra. Bruscamente y con cierta rudeza, interrumpió al «hombre que ríe» informándole en primer lugar de que no se llamaba Ala Oscura, ni Ala Negra, ni Patas Grises ni nada por el estilo, sino Armand, y en segundo lugar que en su vida había estado en China ni tenía la menor intención de ir allí. Lógicamente enfurecido, el «hombre que ríe» se quitó la máscara con la lengua y se enfrentó a los Dufarge con la cara desnuda a la luz de la luna. Mademoiselle Dufarge se desmayó. Su padre tuvo más suerte; casualmente en ese momento le dio un ataque de tos y así se libró del mortífero descubrimiento. Cuando se le pasó el ataque y vio a su hija tendida en el suelo iluminado por la luna, Dufarge ató cabos. Se tapó los ojos con la mano y descargó su pistola hacia donde se oía la respiración pesada, silbante, del «hombre que ríe». Ahí terminaba el episodio. El Jefe se sacó del bolsillo el reloj Ingersoll de un dólar lo miró y después dio vuelta en su asiento y puso en marcha el motor. Miré mi reloj. Eran casi las cuatro y media. Cuando el autobús se puso en marcha, le pregunté al Jefe si no iba a esperar a Mary Hudson. No me contestó, y antes de que pudiera repetir la pregunta, inclinó su cabeza para atrás y, dirigiéndose a todos nosotros, dijo: —A ver si hay más silencio en este maldito autobús. Lo menos que podía decirse era que la orden resultaba totalmente ilógica. El autobús había estado, y estaba, completamente silencioso. Casi todos pensábamos en la situación en que había quedado el «hombre que ríe». No es que nos preocupáramos por él (le teníamos demasiada confianza como para eso), pero nunca habíamos llegado a tomar con calma sus momentos de peligro. En la tercera o cuarta entrada de nuestro partido de esa tarde, vi a Mary Hudson desde la primera base. Estaba sentada en un banco a unos setenta metros a mi izquierda, hecha un sándwich entre dos niñeras con cochecitos de niño. Llevaba su abrigo de castor, fumaba un cigarrillo y daba la impresión de estar mirando en dirección a nuestro campo. Me emocioné con mi descubrimiento y le grité la información al Jefe, que se hallaba detrás del pitcher. Se me acercó apresuradamente, sin llegar a correr. «¿Dónde?» preguntó. Volví a señalar con el dedo. Miró un segundo en esa dirección, después dijo que volvía en seguida y salió del campo. Se alejó lentamente, abriéndose el abrigo y metiendo las manos en los bolsillos del pantalón. Me senté en la primera base y observé. Cuando el Jefe alcanzó a Mary Hudson, su abrigo estaba abrochado nuevamente y las manos colgaban a los lados. Estuvo de pie frente a ella unos cinco minutos, al parecer hablándole. Después Mary Hudson se incorporó y los dos caminaron hacia el campo de béisbol. No hablaron ni se miraron. Cuando estuvieron en el campo, el Jefe ocupó su posición detrás del pitcher. —¿Ella no va a jugar? —le grité. Me dijo que cerrara el pico. Me callé la boca y contemplé a Mary Hudson. Caminó lentamente por detrás de la base, con las manos en los bolsillos de su abrigo de castor, y por último se sentó en un banquillo mal situado cerca de la tercera base. Encendió otro cigarrillo y cruzó las piernas. Cuando los Guerreros estaban bateando, me acerqué a su asiento y le pregunté si le gustaría jugar en el ala izquierda. Dijo que no con la cabeza. Le pregunté si estaba
resfriada. Otra vez negó con la cabeza. Le dije que no tenía a nadie que jugara en el ala izquierda. Que tenía al mismo muchacho jugando en el centro y en el ala izquierda. Toda esta información no encontró eco. Arrojé mi guante al aire, tratando de que aterrizara sobre mi cabeza, pero cayó en un charco de barro. Lo limpié en los pantalones y le pregunté a Mary Hudson si quería venir a mi casa a comer alguna vez. Le dije que el Jefe iba con frecuencia. —Déjame —dijo—. Por favor, déjame. La miré sorprendido, luego me fui caminando hacia el banco de los Guerreros, sacando entretanto una mandarina del bolsillo y arrojándola al aire. Más o menos a la mitad de la línea de foul de la tercera base, giré en redondo y empecé a caminar hacia atrás, contemplando a Mary Hudson y atrapando la mandarina. No tenía idea de lo que pasaba entre el Jefe y Mary Hudson (y aún no la tengo, salvo de una manera muy somera, intuitiva), pero no podía ser mayor mi certeza de que Mary Hudson había abandonado el equipo comanche para siempre. Era el tipo de certeza total, por independiente que fuera de la suma de sus factores, que hacía especialmente arriesgado caminar hacia atrás, y de pronto choqué de lleno con un cochecito de niño. Después de una entrada más, la luz era mala para jugar. Suspendimos el partido y empezamos a recoger todos nuestros bártulos. La última vez que vi con claridad a Mary Hudson estaba llorando cerca de la tercera base. El Jefe la había tomado de la manga de su abrigo de castor, pero ella lo esquivaba. Abandonó el campo y empezó a correr por el caminito de cemento y siguió corriendo hasta que se perdió de vista. El Jefe no intentó seguirla. Se limitó a permanecer de pie, mirándola mientras desaparecía. Luego se volvió caminó hasta la base y recogió los dos bates; siempre dejábamos que él llevara las bates. Me acerqué y le pregunté si él y Mary Hudson se habían peleado. Me dijo que me metiera la camisa dentro del pantalón. Como siempre, todos los comanches corrimos los últimos metros hasta el autobús estacionado gritando, empujándonos, probando llaves de lucha libre, aunque todos muy conscientes de que había llegado la hora de otro capítulo de El hombre que ríe. Cruzando la Quinta Avenida a la carrera, alguien dejó caer un jersey y yo tropecé con él y me caí de bruces. Llegué al autobús cuando ya estaban ocupados los mejores asientos y tuve que sentarme en el centro. Fastidiado, le di al chico que estaba a mi derecha un codazo en las costillas y luego me volví para ver al Jefe, que cruzaba la Quinta Avenida. Todavía no había oscurecido, pero había esa penumbra de las cinco y cuarto. El Jefe atravesó la calle con el cuello del abrigo levantado y los bates debajo del brazo izquierdo, concentrado en el cruce de la calle. Su pelo negro peinado con agua al comienzo del día, ahora se había secado y el viento lo arremolinaba. Recuerdo haber deseado que el Jefe tuviera guantes. El autobús, como de costumbre, estaba silencioso cuando él subió, por lo menos relativamente silencioso, como un teatro cuando van apagándose las luces de la sala. Las conversaciones se extinguieron en un rápido susurro o se cortaron de raíz. Sin embargo, lo primero que nos dijo el Jefe fue: —Bueno, basta de ruido, o no hay cuento. De forma instantánea el autobús fue invadido por un silencio incondicional, que no le dejó otra alternativa que ocupar su acostumbrada posición de narrador. Entonces sacó un pañuelo y se sonó la nariz, metódicamente, un lado cada vez. Lo observamos con paciencia y hasta con cierto interés de espectador. Cuando terminó con el pañuelo, lo plegó cuidadosamente en cuatro y volvió a guardarlo en el bolsillo. Después nos contó el nuevo episodio de El hombre que ríe. En total, sólo duró cinco minutos.
Cuatro de las balas de Dufarge alcanzaron al «hombre que ríe», dos de ellas en el corazón. Dufarge, que aún se tapaba los ojos con la mano para no verle la cara, se alegró mucho cuando oyó un extraño gemido agónico que salía de su víctima. Con el maligno corazón latiéndole fuerte corrió junto a su hija y la reanimó. Los dos, llenos de regocijo y con el coraje de los cobardes, se atrevieron entonces a contemplar el rostro del «hombre que ríe». Su cabeza estaba caída como la de un muerto, inclinada sobre su pecho ensangrentado. Lentamente, con avidez, padre e hija avanzaron para inspeccionar su obra. Pero los esperaba una sorpresa enorme. El «hombre que ríe», lejos de estar muerto, contraía de un modo secreto los músculos de su abdomen. Cuando los Dufarge se acercaron lo suficiente, alzó de pronto la cabeza, lanzó una carcajada terrible, y, con limpieza y hasta con minucia, regurgitó las cuatro balas. El efecto de esta hazaña sobre los Dufarge fue tan grande que sus corazones estallaron, y cayeron muertos a los pies del «hombre que ríe». (Si el capítulo de todos modos iba a ser corto, podría haber terminado allí: los comanches se las podían haber ingeniado para racionalizar la muerte de los Dufarge. Pero no terminó ahí.) Pasaban los días y el «hombre que ríe» seguía atado al árbol con el alambre de espinos mientras a sus pies los Dufarge se descomponían lentamente. Sangrando profusamente y sin su dosis de sangre de águila, nunca se había visto tan cerca de la muerte. Hasta que un día, con voz ronca, pero elocuente, pidió ayuda a los animales del bosque. Les ordenó que trajeran a Omba, el enano amoroso. Y así lo hicieron. Pero el viaje de ida y vuelta por la frontera entre París y la China era largo, y cuando Omba llegó con un equipo medico y una provisión de sangre de águila el «hombre que ríe» ya había entrado en coma. El primer gesto piadoso de Omba fue recuperar la máscara de su amo, que había ido a parar sobre el torso cubierto de gusanos de Mademoiselle Dufarge. La colocó respetuosamente sobre las horribles facciones y procedió a curar las heridas. Cuando al fin se abrieron los pequeños ojos del «hombre que ríe», Omba acercó afanosamente el vaso de sangre de águila hasta la máscara. Pero el «hombre que ríe» no quiso beberla. En cambio, pronunció débilmente el nombre de su querido Ala Negra. Omba inclinó su cabeza levemente contorsionada y reveló a su amo que los Dufarge habían matado a Ala Negra. Un último suspiro de pena, extraño y desgarrador, partió del pecho del «hombre que ríe». Extendió débilmente la mano, tomó el vaso de sangre de águila y lo hizo añicos en su puño. La poca sangre que le quedaba corrió por su muñeca. Ordenó a Omba que mirara hacia otro lado y Omba, sollozando, obedeció. El último gesto del «hombre que ríe», antes de hundir su cara en el suelo ensangrentado, fue el de arrancarse la máscara. Allí terminó el cuento, por supuesto. (Nunca habría de repetirse.) El Jefe puso en marcha el autobús. Frente a mí al otro lado del pasillo, Billy Walsh, el más pequeño de los comanches, se echó a llorar. Nadie le dijo que se callara. En cuanto a mí, recuerdo que me temblaban las rodillas. Unos minutos más tarde, cuando bajé del autobús del Jefe, lo primero que vi fue un trozo de papel rojo que el viento agitaba contra la base de un farol de la calle. Parecía una máscara de pétalos de amapola. Llegué a casa con los dientes castañeteándome convulsivamente, y me dijeron que me fuera derecho a la cama.
De Nine Stories. Traducción de Marcelo Berri.
Justo antes de la guerra con los esquimales Durante cinco sábados seguidos, por las mañanas, Ginnie Maddox había jugado al tenis en las pistas del East Side con Selena Graff, compañera suya en la clase de la señorita Basehoar. Ginnie pensaba francamente que Selena era la más boba de toda la clase —en la que abundaban ostensiblemente las bobas de marca mayor—, pero al mismo tiempo no había nadie como Selena para traer continuamente nuevas cajas de pelotas de tenis. Su padre las fabricaba, o algo por el estilo. (Una noche durante la cena, para ilustración de toda la familia Maddox, Ginnie había evocado la visión de una comida en casa de los Graff; la escena suponía un criado perfecto que servía a todos por la izquierda, aunque en lugar de un vaso de jugo de tomate dejaba una lata de pelotas de tenis.) Pero esta historia de dejar a Selena en su casa con un taxi después del tenis y luego cargar —en cada ocasión— con el pago de todo el importe del viaje, era algo que a Ginnie le estaba alterando los nervios. Después de todo, la idea de coger un taxi en lugar del autobús había sido de la propia Selena. Y ese quinto sábado, mientras el taxi arrancaba dirigiéndose hacia el norte por la avenida York, Ginnie dijo de pronto: —Oye, Selena... —¿Qué? —dijo Selena, ocupada en tantear con una mano el suelo del taxi—. ¡No encuentro la funda de mi raqueta! —se lamentó. Pese a la templada temperatura de ese mes de mayo, las dos chicas llevaban abrigos sobre sus shorts. —La guardaste en el bolsillo —dijo Ginnie—. Escúchame ahora... —¡Oh, menos mal! ¡Me has salvado la vida! —Oye —dijo Ginnie, a quien no le interesaba la gratitud de Selena. —¿Qué? Ginnie decidió ir al grano. El taxi se estaba acercando a la casa de Selena. —No tengo ganas de cargar otra vez con el pago de todo el viaje —dijo—. No soy millonaria, ¿sabes? Selena puso primero expresión de asombrada, después de ofendida: —¿Acaso no pago siempre la mitad? —preguntó con ingenuidad. —No —replicó Ginnie rotundamente—. Pagaste la mitad el primer sábado, a comienzos del mes pasado. Y desde entonces, nunca más. No quiero ser mezquina, pero estoy viviendo con cuatro dólares y medio por semana. Y de ahí tengo que... —Yo siempre traigo las pelotas de tenis, ¿no es cierto? —preguntó Selena con tono desagradable. A veces Ginnie sentía ganas de matar a Selena. —Tu padre las fabrica o algo así —dijo—. No te cuestan nada. Yo no tengo que pagar hasta la más mínima cosa que... —Está bien, está bien —dijo Selena levantando la voz y con un aire de suficiencia como para asegurarse la última palabra. En forma displicente, se revisó los bolsillos del abrigo. —Sólo tengo treinta y cinco centavos —dijo, fríamente—. ¿Es bastante? —No. Lo siento, pero me debes un dólar sesenta y cinco. He llevado la cuenta de cada... —Tendré que subir y pedírselo a mamá. ¿No puedes esperar hasta el lunes? Podría llevarte el dinero a la clase de gimnasia, si eso te hace más feliz. La actitud de Selena no invitaba a la clemencia. —No —dijo Ginnie—. Tengo que ir al cine esta noche. Necesito el dinero.
Sumidas en un silencio hostil, las dos chicas miraron por ventanillas opuestas hasta que el taxi se detuvo frente a la casa de Selena. Entonces Selena, sentada del lado de la acera, se bajó. Dejando apenas abierta la puerta del automóvil, caminó con vivacidad y soltura hasta el edificio, como si fuera una reina de Hollywood de visita. Ginnie, con la cara ardiendo, pagó el importe del viaje. Después recogió sus cosas de tenis —raqueta, toalla y sombrero para el sol— y fue detrás de Selena. A sus quince años, Ginnie medía alrededor de un metro setenta y cinco y su calzado de tenis era del número 40. Al entrar en el hall de la casa su sensación de torpeza caminando sobre suelas de goma le daba un aire de oso. Selena juzgó preferible contemplar fijamente el indicador de pisos del ascensor. —Ahora me debes un dólar noventa —dijo Ginnie, acercándose al ascensor con grandes zancadas. Selena se dio la vuelta. —Tal vez te interese saber —dijo— que mi madre está muy enferma. —¿Qué le pasa? —Prácticamente tiene pulmonía, y si te parece que me divierte molestarla sólo por un asunto de dinero... —Selena pronunció la frase incompleta con todo el aplomo posible. A Ginnie esta información la desconcertó un poco, aunque no sabía hasta qué punto podía ser verdad, pero no por eso cayó en sentimentalismos. —Yo no se la contagié —dijo, y entró en el ascensor. Luego que Selena tocó el timbre del piso, las hicieron pasar, o, mejor dicho, la puerta fue entornada por una criada negra con la que, al parecer, Selena no se hallaba en muy buenas relaciones. Ginnie dejó caer sus cosas de tenis en una silla del vestíbulo y siguió a Selena. En la sala, Selena se volvió y dijo: —¿Te molesta esperar aquí? Tal vez tenga que despertar a mamá y todo eso. —De acuerdo —dijo Ginnie, y se dejó caer en un sofá. —Nunca hubiera creído que podías ser tan mezquina —dijo Selena, que estaba lo bastante enojada como para usar la palabra «mezquina», aunque le faltaba valor para poder subrayarla. —Ahora estás enterada —dijo Ginnie, y le abrió en la cara un ejemplar de Vogue. Mantuvo en esa posición la revista hasta que Selena abandonó la habitación, y después volvió a dejarla sobre el aparato de radio. Examinó el cuarto con la mirada, redistribuyendo los muebles mentalmente, tirando lámparas de mesa, quitando flores artificiales. En su opinión, era una habitación totalmente horrible, lujosa, pero cursi. De pronto se oyó una voz masculina que gritaba desde otra parte de la vivienda: —¡Eric! ¿Eres tú? Ginnie supuso que era el hermano de Selena, a quien ella no conocía. Cruzó sus largas piernas, arregló los bajos de su abrigo sobre las rodillas y esperó. Un joven con gafas, en pijama, descalzo, se precipitó en la habitación, con la boca abierta. —Diablos, creí que era Eric —dijo. Sin detenerse y con un aire extremadamente lamentable, siguió a través de la habitación apretando algo contra su pecho estrecho. Se sentó en el otro extremo del sofá. —Acabo de cortarme este asqueroso dedo —dijo con cierta ansiedad. Miró a Ginnie como si fuera natural que la joven estuviera sentada allí—. ¿Alguna vez te has cortado un dedo? ¿Hasta el hueso? —preguntó. Su voz chillona contenía un verdadero ruego, como si Ginnie, con su respuesta, pudiera evitarle la desagradable tarea de romper el hielo.
Ginnie lo contempló extrañada. —Bueno, no precisamente hasta el hueso —dijo—. Pero me he cortado. Era el muchacho, o el hombre —le era difícil determinarlo—, más cómico que había visto jamás. Tenía el pelo revuelto como si acabara de levantarse, y una barba rala y rubia, como de dos días o más. Su aspecto era... bueno, parecía un tonto. —¿Cómo te has cortado? —preguntó Ginnie. Con la boca floja y entreabierta, tenía la vista fija en el dedo lastimado. —¿Qué? —dijo él. —¿Cómo te has cortado? —¿Cómo diablos puedo saberlo? —dijo, dando a entender con su entonación que la respuesta a esa pregunta era irremisiblemente oscura—. Buscaba algo en la asquerosa papelera, y estaba llena de hojas de afeitar. —¿Eres hermano de Selena? —preguntó Ginnie. —Sí, diablos, me estoy desangrando. No te vayas. Tal vez necesite una de esas inmundas transfusiones. —¿Te has puesto algo? El hermano de Selena apartó un poco la mano herida del pecho y se quitó la venda para que Ginnie disfrutara de su aspecto. —Sólo papel higiénico —dijo—. Para la sangre. Como cuando uno se corta al afeitarse —de nuevo miró a Ginnie—. ¿Quién eres? —preguntó—, ¿amiga de esa estúpida? —Vamos a la misma clase. —¿Sí? ¿Cómo te llamas? —Virginia Maddox. —¿Eres Ginnie? —dijo, observándola con los ojos entrecerrados tras las gafas—. ¿Eres Ginnie Maddox? —Sí —dijo Ginnie, descruzando las piernas. El hermano de Selena volvió a fijarse en el dedo, evidentemente su verdadero y único centro de atención. —Conozco a tu hermana —le dijo con tono de indiferencia—. Es una asquerosa esnob. Ginnie se enderezó. —¿Quién? —Ya me has oído. —Mi hermana no es una esnob. —Vaya si lo es —dijo el hermano de Selena. —No lo es. —¡Ya lo creo! Es la reina. La reina de todas las esnobs. Ginnie observaba cómo levantaba los gruesos pliegues de papel higiénico y miraba por debajo. —¡Ni siquiera conoces a mi hermana! —¿Que no la conozco? —¿Cómo se llama?... ¿Cuál es su nombre de pila? —preguntó Ginnie enfáticamente. —Joan... Joan, la esnob. Ginnie se calló. —¿Cómo es? —preguntó de pronto. No hubo respuesta. —¿Cómo es? —insistió Ginnie.
—Si fuera la mitad de bonita de lo que cree ser, tendría una suerte del diablo —dijo el hermano de Selena. Esta respuesta alcanzaba el nivel de interesante, según la opinión secreta de Ginnie. —Nunca la oí hablar de ti —dijo. —¡No me digas! Se me parte el corazón. —De todos modos, está comprometida —dijo Ginnie, observándolo—. Se casa el mes que viene. —¿Con quién? —preguntó él, levantando los ojos. Ginnie aprovechó la ocasión: —Con nadie a quien tú conozcas. De nuevo empezó él a escarbar su obra de primeros auxilios. —Lo compadezco —dijo. Ginnie resopló. —Sigue sangrando como un loco. ¿Crees que tendría que ponerle algo? ¿Qué será bueno? ¿El mercuro-cromo servirá de algo? —El yodo es mejor —dijo Ginnie. Luego, pensando que su respuesta era demasiado cortés dadas las circunstancias, añadió:— Para eso el mercuro-cromo no sirve de nada. —¿Por qué no? ¿Qué tiene? —Simplemente, que para eso no sirve, nada más. Ahí hay que poner yodo. —Pero escuece muchísimo, ¿no? —preguntó, mirando a Ginnie—. ¿No quema como el demonio? —Si —dijo Ginnie—, pero no te vas a morir por eso. Sin ofenderse, al parecer, por el tono de voz de Ginnie, el hermano de Selena dedicó otra vez su atención al dedo lastimado. —Si quema, no me gusta —dijo. —A nadie le gusta. —Así es —dijo, asintiendo con la cabeza. Ginnie lo observó por un instante. —Deja de tocarte —exclamó repentinamente. El hermano de Selena apartó la mano sana como si hubiera recibido una descarga eléctrica. Se irguió un poco o mejor dicho, se repantigó un poco menos. Fijó la vista en algún objeto situado en el otro lado de la habitación. Una expresión casi soñadora inundó sus facciones irregulares. Metió la uña del dedo índice de la mano sana en el intersticio entre los incisivos, sacó una partícula de comida y se volvió hacia Ginnie. —¿Ya has comido? —preguntó. —¿Cómo? —Que si ya has comido. Ginnie negó con la cabeza. —Comeré cuando llegue a casa —dijo—. Mi madre siempre me tiene la comida lista cuando llego. —Tengo medio sándwich de pollo en mi cuarto. ¿No lo quieres? Ni lo he tocado. —No, gracias. De verdad. —Vamos, acabas de jugar al tenis. ¿No tienes hambre? —No es eso —dijo Ginnie, cruzando las piernas—. Es que mi madre me tiene la comida lista cuando llego a casa. Quiero decir que, si no tengo hambre cuando llego, se pone mala. Al parecer, el hermano de Selena aceptó esa explicación. Por lo menos, asintió con la cabeza y miró hacia otro lado. Pero de pronto se volvió: —¿Y un vaso de leche? —dijo.
—No, gracias... pero te lo agradezco. Luego, distraídamente, él se inclinó y se rascó el tobillo desnudo. —¿Cómo se llama ese tipo con el que se va a casar? —preguntó. —¿Quién...? ¿Joan? —dijo Ginnie—. Dick Heffner. El hermano de Selena continuó rascándose el tobillo. —Es un capitán de fragata —dijo Ginnie. —¡Qué bárbaro! Ginnie lanzó una risita. Lo miró rascarse el tobillo hasta que se le puso rojo. Cuando empezó a arrancarse con una uña una costrita que tenía en la piel, dejó de mirarlo. —¿De qué conoces a Joan? —preguntó—. Nunca te vi en casa ni en ningún otro sitio. —Nunca estuve en tu asquerosa casa. Ginnie esperó, pero no hubo nada después de esta declaración. —¿Dónde la conociste, entonces? —preguntó. —En una fiesta. —¿En una fiesta? ¿Cuándo? —No sé. En Navidad del 42. Con dos dedos sacó del bolsillo superior del pijama un cigarrillo que parecía haber pasado allí toda la noche. —¿Me tiras esos fósforos? —dijo. Ginnie le pasó una cajita de fósforos que estaba sobre la mesa junto a ella. Encendió el arrugado cigarrillo y guardó el fósforo quemado en la cajita. Inclinando la cabeza hacia atrás, exhaló lentamente una enorme cantidad de humo por la boca y lo inhaló por la nariz. Siguió fumando en este estilo «a la francesa». Muy probablemente no era una escena de vodevil en un sofá, sino más bien la exhibición privada de un joven que, en un momento u otro, podía haber intentado afeitarse con la mano izquierda. —¿Por qué dices que Joan es esnob? —preguntó Ginnie. —¿Por qué? Porque lo es. ¿Cómo diablos voy a saber por qué? —Sí, pero ¿por qué dices que lo es? Volvió con cansancio la cabeza hacia ella. —Escucha. Le escribí ocho malditas cartas. Ocho. No me contestó ni una. Ginnie vaciló. —Bueno, a lo mejor tenía mucho que hacer. —Claro, estaría ocupada como una laboriosa abejita de mierda. —¿Tienes necesidad de hablar de esa manera? —preguntó Ginnie. —¡Mierda, es verdad que hablo mal! Ginnie se echó a reír. —De todas maneras, ¿cuánto tiempo hace que la conoces? —Bastante tiempo. —Quiero decir, ¿la has llamado por teléfono o algo por el estilo? —No. —Bueno, si nunca la llamaste ni nada... —¡No podía hacerlo, diablos! —¿Por qué no? —¡Porque ni siquiera estaba en Nueva York! —Ah... ¿Y dónde estabas? —¿Yo? En Ohio. — Oooh... ¿Estabas en la Universidad? —No. Me fui. —¿En el ejército?
—No —con la mano que sostenía el cigarrillo, el hermano de Selena se dio un golpecito en el costado izquierdo del pecho—. La maquinita —dijo. —¿El corazón, dices? —preguntó Ginnie—. ¿Qué le pasa? —No sé qué diablos le pasa. Tuve fiebre reumática cuando era pequeño. Un dolor infernal en... —Bueno, pero ¿no tienes que dejar de fumar? ¿No te dijeron que no debes fumar más y todo eso? El médico le dijo a mi... —Oh, te dicen un montón de pamplinas —dijo él. Ginnie dejó de ametrallarlo durante un breve momento. Muy breve. —Y, en Ohio, ¿qué hacías? —preguntó. —¿Yo? Trabajaba en una asquerosa fábrica de aviones. —¿En serio? —dijo Ginnie—. ¿Te gustaba? —«¿Te gustaba?» —remedó él—. Me encantaba. Adoro los aviones. Son tan «buenos»... Ginnie estaba demasiado interesada ahora como para sentirse ofendida. —¿Cuánto tiempo trabajaste? En la fábrica de aviones, quiero decir. —Diablos, no sé. Treinta y siete meses —se puso de pie y se acercó a la ventana. Miró hacia la calle mientras se rascaba la columna vertebral con el pulgar—. Míralos — dijo—. Imbéciles de mierda. —¿Quiénes? —dijo Ginnie. —Yo qué sé. Cualquiera. —Si pones el dedo hacia abajo va a sangrarte de nuevo —dijo Ginnie. La escuchó. Apoyó el pie izquierdo en el reborde de la ventana y descansó su mano herida sobre el muslo en posición horizontal. Seguía mirando hacia la calle. —Todos van a esa inmunda oficina de reclutamiento —dijo—. En la próxima pelearemos con los esquimales. ¿No lo sabías? —¿Con quiénes? —dijo Ginnie. —Con los esquimales... levanta las orejas, ¡demonios! —¿Por qué con los esquimales? —Yo que sé. ¿Cómo diablos voy a saberlo? Esta vez van a ir todos los viejos. Los tipos de sesenta años. No podrá ir nadie si no anda por los sesenta —dijo—. Les darán menos horas de trabajo, nada más... Es fenomenal. —Tú no irías de todos modos —replicó Ginnie, quien no quería decir más que la verdad, aunque sabía, aun antes de terminar la frase, que había dicho lo que no debía. —Ya lo sé —dijo rápidamente, y bajó el pie. Subió un poco la ventana y arrojó el cigarrillo a la calle. Después se volvió—: Oye. Hazme un favor. Cuando venga ese tipo, dile que estaré listo en dos segundos, ¿quieres? Sólo tengo que afeitarme, nada más. ¿De acuerdo? Ginnie asintió. —¿Quieres que le diga a Selena que se dé prisa o algo? ¿Sabe que estás aquí? —Sí, ya lo sabe —dijo Ginnie—. Y no tengo prisa. Gracias. El hermano de Selena asintió. Acto seguido echó una última y larga mirada a su dedo herido, como para comprobar que estaba en condiciones de efectuar el viaje de vuelta a su habitación. —¿Por qué no le pones una venda adhesiva? ¿No tienes una o cualquier otra cosa? —Noo... —dijo—. Bueno. Cuídate —y salió de la habitación. Pocos segundos después estaba de vuelta con el medio sándwich en la mano. —Cómetelo —dijo—. Está bueno. —En realidad, no tengo... —¡Demonios, tómalo! No le he puesto veneno ni nada por el estilo.
—Bueno, te lo agradezco mucho —dijo Ginnie, aceptando el medio sándwich. —Es de pollo —explicó de pie junto a ella, observándola—. Lo compré anoche en una asquerosa rotisería. —Tiene muy buen aspecto. —Bueno, ¡cómelo, entonces! Ginnie le dio un mordisco. —Está bueno, ¿verdad? Ginnie tragó con gran dificultad. —Muy bueno —dijo. El hermano de Selena asintió. Paseó la mirada por la habitación, rascándose el pecho. —Bueno, supongo que tendré que vestirme... ¡Maldita sea! ¡El timbre! ¡Abur! — Desapareció.
Al quedarse sola, Ginnie miró a su alrededor, sin levantarse, en busca de un buen sitio donde arrojar el sándwich. Oyó que alguien venía a través del vestíbulo. Metió el bocadillo en el bolsillo de su abrigo. Un hombre de unos treinta años, ni alto ni bajo, entró en la habitación. Sus facciones regulares, el corte de su traje, su cabello corto, el dibujo de su foulard no daban ninguna información precisa sobre él. Podía pertenecer a la redacción de una revista, o ser aspirante a redactor. Quizá estuviera en el elenco de una obra de teatro que acababa de representarse en Filadelfia, o tal vez trabajase en un bufete de abogado. —Hola —dijo, cordialmente, a Ginnie. —Hola. —¿Viste a Franklin? —preguntó. —Está afeitándose. Me dijo que te dijera que lo esperaras. En seguida sale. —¿Afeitándose? Dios mío —el joven consultó su reloj. Luego se sentó en un sillón tapizado de rojo, cruzó las piernas y se cubrió la cara con las manos. Se frotó los párpados con las puntas de los dedos como si estuviera muy cansado o como si hubiera estado forzando los ojos—. Esta mañana ha sido la más horrible de toda mi vida —dijo, quitándose las manos de la cara. Hablaba exclusivamente con la laringe, como si estuviera demasiado cansado como para poner en sus palabras el aire de sus pulmones. —¿Qué pasó? —preguntó Ginnie, mirándolo. —Es demasiado largo de contar. Por norma, nunca aburro a la gente que no conozco desde hace por lo menos mil años —miró vagamente hacia la ventana—. Pero nunca intentaré, ni por asomo, juzgar a la naturaleza humana. Puedes decírselo tranquilamente a quien quieras. —¿Qué pasó? —repitió Ginnie. —Es una persona que está compartiendo el piso conmigo desde hace meses y meses y meses... Ni siquiera quiero comentar el tema... Este escritor —agregó con satisfacción, acordándose probablemente de la maldición favorita de una novela de Hemingway. —¿Qué hizo? —repitió Ginnie. —Francamente, ahora preferiría no entrar en detalles —dijo el joven. Sacó un cigarrillo de su paquete, sin hacer caso de una pitillera transparente que había sobre la mesa, y le prendió fuego con su propio encendedor. Sus manos eran grandes. No parecían fuertes, ni hábiles, ni sensibles. Y, sin embargo, las usaba como si tuvieran un poder estético propio, incontrolable—. Me he propuesto no pensar siquiera en ese asunto. Pero estoy tan furioso... —dijo—. Fíjate: aparece este personaje espantoso de Altoona, Pensilvania, o de algún lugar así. Muerto de hambre, al parecer. Yo fui lo
bastante decente y bondadoso (soy el buen samaritano auténtico) para aceptarlo en mi piso, un piso tan microscópico que apenas puedo moverme yo mismo dentro de él. Lo presento a todos mis amigos. Dejo que llene toda la casa con sus horrorosos originales, sus colillas, las porquerías que come y todo lo demás. Lo presento a cuanto productor teatral hay en Nueva York. Le llevo y le traigo sus inmundas camisas de la lavandería. Y encima de todo eso... —el hombre se calló—. Y el producto de toda mi amabilidad y decencia —siguió— es que se va de mi casa a las cinco o a las seis de la mañana, sin dejar siquiera una carta, llevándose todo, absolutamente todo lo que pudo coger con sus puercas manos —hizo una pausa para aspirar el humo de su cigarrillo y luego lo echó por la boca en una delgada y silbante nube—. No quiero hablar de eso. En serio, no quiero —miró a Ginnie—. Me encanta tu abrigo —dijo, ya de pie. Se acercó a ella y tomó la solapa del abrigo entre los dedos—. Es precioso. Es el primer pelo de camello realmente bueno que veo desde la guerra. ¿Dónde lo conseguiste? —Lo trajo mi madre de Nassau. El hombre asintió pensativo y retrocedió hasta su silla. —Es uno de los pocos lugares donde se puede conseguir pelo de camello realmente bueno —dijo. Se sentó—. ¿Estuvo mucho tiempo? —¿Cómo? —dijo Ginnie. —¿Estuvo tu madre allí mucho tiempo? Te lo pregunto porque mi madre estuvo en diciembre. Y parte de enero. Generalmente yo voy con ella, pero este año fue tan agitado que no pude ir. —Estuvo en febrero —dijo Ginnie. —Bárbaro. ¿Sabes dónde se hospedó? —En casa de mi tía. Movió la cabeza. —¿Puedo saber tu nombre? Supongo que eres amiga de la hermana de Franklin. —Estamos en la misma clase —dijo Ginnie, contestando solamente la segunda parte de la pregunta. —Tú eres la famosa Maxine de la que Selena habla tanto, ¿verdad? —No —dijo Ginnie. De pronto el joven empezó a sacudirse los bajos del pantalón con la palma de la mano. —Estoy de pelos de perro de la cabeza a los pies —dijo—. Mi madre fue a pasar el fin de semana a Washington y me dejó la bestia en el piso. En realidad, es muy cariñoso. Pero tiene costumbres inmundas. ¿Tienes perro? —No. —Realmente pienso que es una crueldad tenerlos en la ciudad —dejó de sacudirse el pelo, se recostó en el asiento y miró nuevamente su reloj—. Este chico nunca es puntual. Vamos a ver La bella y la bestia, de Cocteau. Es la única película que merece la pena que uno llegue a tiempo. ¿La has visto? —No. —Tienes que verla. Yo la he visto ocho veces. Genio puro genio —dijo—. Hace meses que trato de que Franklin la vea —movió la cabeza con desencanto—. ¡El gusto que tiene! Durante la guerra, los dos trabajábamos en el mismo sitio horroroso y él insistía en llevarme a ver las películas más increíbles del mundo. Vimos películas de pistoleros, musicales... —¿También trabajabas en la fábrica de aviones? —preguntó Ginnie. —Sí, claro. Durante años y años y años. Por favor, no hablemos de eso. —¿Tú también tienes un problema cardíaco?
—No, por favor. Toco madera —golpeó dos veces un brazo del sillón—. Soy fuerte como un...
Al entrar Selena en la habitación, Ginnie se levantó inmediatamente y se dirigió a su encuentro. Selena se había puesto un vestido en lugar de los shorts, detalle que normalmente habría molestado a Ginnie. —Lamento haberte hecho esperar —dijo Selena sin sinceridad—. Pero tuve que esperar a que mamá se despertara... Hola, Eric. —¡Hola, hola! —De todos modos, el dinero no lo quiero —dijo Ginnie, en voz baja para que sólo la oyera Selena. —¿Cómo? —Estuve pensando. Después de todo, tú siempre traes las pelotas de tenis. Me había olvidado. —Como dijiste que yo, en cualquier caso, no las pagaba... —Acompáñame a la puerta —dijo Ginnie, dirigiéndose a la puerta, sin decir adiós a Eric. —¿Pero no dijiste que esta noche ibas al cine y necesitabas el dinero y qué sé yo? — dijo Selena en el vestíbulo. —Estoy muy cansada —dijo Ginnie. Se inclinó y recogió todas sus cosas de tenis—. Escúchame. Te llamaré después de la cena. ¿Haces algo especial esta noche? A lo mejor, me doy una vuelta por aquí. Selena la miró extrañada y dijo: —De acuerdo. Ginnie abrió la puerta del piso y caminó hasta el ascensor. Apretó el botón. —He conocido a tu hermano —dijo. —¿De veras? ¿No te parece un personaje? —Por cierto, ¿a qué se dedica? —preguntó Ginnie con fingido descuido—. ¿Trabaja o qué? —Acaba de renunciar. Papá quiere que vuelva a la Universidad, pero él no va a ir. —¿Por qué no? —No lo sé. Dice que está muy viejo y todo lo demás. —¿Cuántos años tiene? —No sé. Veinticuatro. Se abrieron las puertas del ascensor. —¡Te llamaré más tarde! —dijo Ginnie. Una vez fuera del edificio empezó a caminar hacia la avenida Lexington para tomar el autobús. Entre la Tercera y Lexington metió la mano en el bolsillo para sacar el monedero y encontró el sándwich. Lo extrajo y empezó a bajar la mano para dejarlo caer en la calle, pero volvió a guardardo en el bolsillo. Pocos años atrás, le había llevado tres días tirar el pollito de Pascua que había encontrado muerto en el serrín del fondo de su cesto de papeles.
De Nine Stories. Traducción de Marcelo Berri.
Linda boquita y verdes mis ojos Cuando sonó el teléfono el hombre de pelo entrecano le preguntó a la chica, con cierta deferencia, si por alguna razón prefería que no atendiera. La chica lo oyó como desde lejos, y dio vuelta la cara hacia él, con un ojo —el que estaba del lado de la luz— totalmente cerrado, y el ojo abierto, aunque capcioso, muy grande, y tan azul que parecía casi violeta. El hombre canoso le pidió que se diera prisa, y ella se incorporó sobre el brazo derecho apenas con la presteza necesaria como para que el movimiento no pareciera negligente. Se apartó el pelo de la frente con la mano izquierda y dijo: —Por Dios. Quiero decir, ¿a ti qué te parece? —El hombre canoso dijo que a su juicio no había mucha diferencia entre una cosa y la otra, y pasó la mano izquierda por debajo del brazo en que se apoyaba la chica, deslizando los dedos paulatinamente hacia arriba, por entre las tibias superficies de su pecho y su antebrazo. Extendió la mano derecha hacia el teléfono. Para alcanzarlo sin tantear, tuvo que erguirse un poco más, lo que hizo que su cabeza rozara la pantalla del velador. En ese instante, la luz fue especialmente, netamente halagüeña para su pelo gris, casi totalmente blanco. Aunque desordenado en ese momento, era evidente que se lo había hecho cortar hacía poco, o, más bien, recortar. La nuca y las patillas tenían el corte convencional pero en los costados y arriba el pelo era más bien largo, y resultaba, en realidad, hasta casi “distinguido”. —¿Hola? —dijo, con voz sonora. La chica permaneció semiincorporada sobre el antebrazo y lo observó. Sus ojos, simplemente abiertos, más que alerta o pensativos, reflejaban sobre todo su propio tamaño y su color. Una voz de hombre —remota, de una ligereza brusca, dadas las circunstancias— llegó desde el otro lado: —¿Lee? ¿Te desperté? El hombre canoso echó una rápida mirada hacia su izquierda, a la chica. —¿Quién habla? —preguntó—. ¿Arthur? —Sí... ¿te desperté? —No, no. Estoy acostado, leyendo. ¿Pasa algo? —¿Estás seguro de que no te desperté? ¿Lo juras? —No, no, en absoluto —dijo el hombre canoso—. La verdad es que apenas si duermo un promedio de cuatro horas miserables... —Te llamo, Lee, porque... ¿No te fijaste a qué hora salió Joanie? ¿No sabes si se fue con los Ellenbogen, por casualidad? El hombre canoso miró otra vez a la izquierda, pero ahora más alto, más allá de la chica, que lo observaba como podría hacerlo un joven policía irlandés de ojos azules. —No, Arthur, no vi nada —dijo, con los ojos fijos en la penumbra del otro lado de la habitación donde se juntaban la pared y el cielo raso—. ¿No se fue contigo? —No, diablos, no. Entonces ¿no la viste salir? —Bueno, no, en realidad, no la vi, Arthur —dijo el hombre de pelo entrecano—. La verdad es que no vi un comino en toda la noche. Apenas entré me envolvieron en una discusión con ese rufián francés, o vienés, o de dónde demonios sea. Estos infelices de extranjeros siempre están tratando de conseguir un consejo jurídico gratuito. ¿Por qué? ¿Qué pasa? ¿Se perdió Joanie? —¡Dios mío! ¡Vaya a saber! Yo no sé. Tú la conoces, cuando empieza a tomar y a querer divertirse. Yo no sé. A lo mejor casualmente...
—¿Llamaste a los Ellenbogen? —preguntó el hombre canoso. —Sí. Todavía no llegaron. No sé. Diablos, ¡ni siquiera estoy seguro de que se haya ido con ellos! Pero te digo una cosa, una sola cosa. Basta de romperme la cabeza. En serio. Esta vez lo digo en serio. Estoy harto. Cinco años. ¡Dios mío! —Bueno, Arthur, ahora trata de tomarlo con un poco de calma —dijo el hombre canoso—. Para empezar, ya sabes cómo son los Ellenbogen. Seguramente se metieron todos en un taxi y se fueron al Village por un par de horas. Es probable que los tres caigan... —Estoy seguro de que se le empezó a arrimar a algún desgraciado en la cocina. Ya me lo imagino. En cuanto se emborracha empieza a restregarse contra cualquier infeliz en la cocina. Pero basta. Juro por Dios que esta vez va en serio. Cinco años del... —¿Dónde estás ahora, Arthur? —preguntó el hombre canoso—. ¿En tu casa? —Sí. En casa. Hogar, dulce hogar. C... —Bueno, trata de tomarlo con calma ... ¿Qué te pasa? ¿Estás un poco borracho o qué? —Qué sé yo. ¿Cómo diablos voy a saberlo? —Bueno, está bien. Ahora escúchame. Tranquilízate, Quédate tranquilo —dijo el hombre canoso—. Tú sabes cómo son los Ellenbogen, por Dios. Lo que sucedió, posiblemente, es que perdieron el último tren. Seguro que en cualquier momento van a caer por ahí los tres, muertos de risa, después de haber estado en algún... —Se fueron en automóvil. —¿Cómo lo sabes? —Por la chica que va a cuidar a los niños. Tuvimos una conversación muy brillante. Toda una comunión espiritual. Como dos asquerosas sardinas en una misma lata. —Bueno. Bueno. ¿Y eso qué tiene? ¿Te calmarás, ahora? —dijo el hombre canoso—. Casi seguro que en cualquier momento llegan los tres juntos. Créeme. Tú sabes como es Leona. No sé qué demonios le pasa... en cuanto llegan a Nueva York se llenan de esa horrible alegría digna de Connecticut. Tú los conoces bien. —Sí, ya sé. Ya sé. Aunque no sé nada. —Claro que sabes. Piénsalo un poco. Seguro que los dos se llevaron a Joanie por la fuerza... —Oye. Nunca hubo que llevar a Joanie por la fuerza a ningún lado. No me vengas ahora con esa teoría. —Nadie te viene con ninguna teoría, Arthur —dijo el hombre entrecano con calma. —¡Ya sé! ¡Ya sé! Discúlpame. Diablos, me estoy volviendo loco. Dime la verdad, ¿estás seguro de que no te desperté? —Si fuera así, te lo diría, Arthur —dijo el hombre canoso. Distraídamente, sacó la mano izquierda de entre el pecho y el brazo de la chica—. Escucha, Arthur. ¿Quieres un consejo? —dijo. Tomó el cable del teléfono entre los dedos, muy cerca del micrófono—: Te lo digo en serio. ¿Quieres un consejo? —Sí. No sé. Cristo. No te dejo dormir. Lo mejor sería que fuera y me cortara de una vez por todas la... —Escúchame un momento —dijo el hombre de pelo entrecano—. Primero, y esto te lo digo en serio, métete en la cama y tranquilízate. Prepárate un vaso bien grande de alguna bebida fuerte, y acués... —¡Bebida! ¿Hablas en serio? Dios. En estas dos malditas horas me he bebido casi un litro... ¡Un vaso! Estoy tan tomado ahora que apenas... —Bueno. Bueno. Acuéstate, entonces —dijo el hombre canoso—. Y tranquilízate... ¿me oyes? Dime la verdad. ¿Vas a ganar algo enloqueciéndote de esa forma y dando vueltas por ahí?
—Sí, ya sé. Ni siquiera tendría que preocuparme, pero, cuernos, ¡no se puede confiar en ella! Te lo juro por Dios. Juro por Dios que no se puede. Se puede confiar en ella tanto como se puede confiar en un... bueno, no sé en qué. ¡Oh! ¿Para qué sirve todo? ¡Estoy volviéndome loco! —Bueno. Olvídate, ahora. Olvídate. ¿Quieres hacerme el favor y borrar todo esto de tu cabeza? —dijo el hombre canoso—. Después de todo, seguro que estás exagerando... creo que estás haciendo una montaña de... —¿Sabes a qué he llegado? Me da vergüenza contártelo, pero ¿sabes qué estoy a punto de hacer todas las noches, cuando llego a casa? ¿Quieres saberlo? —Escúchame, Arthur, no es esto lo que... —Espera un segundo, te lo diré... ¡coño! Prácticamente tengo que contenerme para no abrir todas las puertas de los placards del departamento... te lo juro por Dios. Todas las noches cuando llego a casa estoy casi seguro de encontrarme con un montón de hijos de puta, escondidos por todos lados... Ascensoristas. Repartidores. Policías. —Bueno, bueno. Tratemos de tomar las cosas con un poco más de calma, Arthur — dijo el hombre de pelo entrecano. Miró de pronto a su derecha donde un cigarrillo, prendido un momento antes, hacía equilibrio en el borde de un cenicero. Por lo visto se había apagado, y no hizo ademán de tomarlo—. Para empezar —dijo en el teléfono—, te lo he dicho ya infinidad de veces, Arthur, ése es justamente el error más grande que puedes cometer. ¿Sabes cuál es? ¿Quieres que te lo diga? Haces todo lo posible, te lo digo en serio, ahora te esfuerzas por torturarte. En realidad, eres tú quien incita a Joanie —calló—. Tienes la suerte de que ella sea una chica maravillosa. En serio. Y para ti carece en absoluto de buen gusto... y de inteligencia. Diablos, y entonces, si vamos al caso... —¡Inteligencia! ¿Estás bromeando? ¡No tiene ni pizca de cerebro! ¡Es un animal! El hombre entrecano respiró hondo, y sus fosas nasales se dilataron. —Animales somos todos —dijo—. En el fondo, todos somos animales. —Cuernos. Yo no soy ningún animal. Seré un imbécil, un engañado hijo de mala madre del siglo veinte, pero animal no soy. No me vengas con esas, un animal no soy. —Escúchame, Arthur. Esto no nos conduce a... —¡Inteligencia! ¡Dios Santo! Si supieras lo cómica que resulta. Ella se considera toda una intelectual. Eso es lo que da más risa. Lee la página de los teatros, y mira televisión hasta quedarse prácticamente ciega. Y por eso se cree intelectual. ¿Sabes con quién me he casado? ¿Quieres saber con quién me he casado? Estoy casado con la más grande actriz en cierne todavía sin descubrir, la más grande novelista, psicoanalista y genio no apreciado de Nueva York. No lo sabías ¿verdad? Cristo, es para morirse de risa. Madame Bovary en la Columbia Extension School. Madame... —¿Quién? —preguntó el hombre canoso, con un tono de fastidio. —Madame Bovary sigue un curso de Apreciación de la Televisión. Dios santo, si supieras cómo... —Está bien, está bien. Te das cuenta que así no vamos a ninguna parte —dijo el hombre canoso. Se volvió y acercando dos dedos a la boca le indicó a la chica que quería un cigarrillo—. En primer lugar —dijo en el teléfono—, siendo un tipo tan inteligente careces en absoluto de tacto. —Se enderezó para que la chica pudiera alcanzar los cigarrillos por detrás de él—. Te lo digo en serio. Se ve en tu vida particular, se ve en tu... —Inteligencia, ¡Dios santo! ¡Qué risa que me da! ¡Dios santo! ¿Alguna vez la escuchaste describir a alguien... a un hombre, quiero decir? Alguna vez, cuando no tengas nada que hacer, hazme el favor y pídele que te describa a un hombre. Para ella,
todo hombre que ve es “terriblemente atractivo”. Puede ser el más viejo, el más gordo, el más grasiento... —Está bien, Arthur —dijo el hombre de pelo entrecano con rudeza—. Así no vamos a ninguna parte. A ninguna parte. —Le quitó un cigarrillo encendido a la chica que había prendido dos—. Entre paréntesis —dijo, exhalando humo por la nariz—, ¿cómo te fue hoy? —¿Qué? —¿Cómo te fue hoy? —repitió el hombre canoso—. ¿Cómo siguió el pleito? —¡Diablos! No sé. Un asco. Dos minutos antes de que yo empezara mi alegato final, el letrado de la parte actora, Lissberg, se aparece con esa camarera chiflada y un montón de sábanas como prueba... todas manchadas de chinches. ¡Al diablo! —¿Entonces, qué pasó? ¿Perdiste? —preguntó el hombre de pelo entrecano, aspirando otra bocanada de humo. —¿Sabes quién estaba en el estrado? Madre Vittorio. Nunca sabré qué coño tiene ese hombre contra mí. No puedo ni abrir la boca sin que me salte encima. Con un tipo así no se puede razonar. Es imposible. El hombre canoso volvió la cabeza para ver qué hacía la chica. Había tomado el cenicero y lo colocaba entre los dos. —¿Entonces, perdiste o qué? —dijo en el teléfono. —¿Cómo? —Te pregunto si perdiste. —Sí. Iba a decírtelo. En la fiesta no tuve oportunidad, con todo ese barullo. ¿Crees que Junior va a hacer un escándalo? Me importa un cuerno, pero ¿qué piensas? ¿Crees que hará escándalo? Con la mano izquierda, el hombre canoso quitó la ceniza del cigarrillo en el borde del cenicero. —No creo que necesariamente arme un escándalo, Arthur —dijo con calma—. Aunque no hay muchas probabilidades de que le provoque una gran alegría. ¿Sabes cuánto hace que nos encargamos de esos tres hoteles de porquería? El propio viejo Shanley empezó todo... —Ya sé. Ya sé. Junior me lo dijo por lo menos cincuenta veces. Es una de las mejores historias que he escuchado en toda mi vida. Bueno, está bien, perdí ese asqueroso pleito. En primer lugar, no fue culpa mía. Primero, el chiflado de Vittorio me persiguió durante todo el juicio. Después esa camarera mongólica viene y empieza a exhibir sábanas llenas de manchitas de chinches... —Nadie dice que sea culpa tuya, Arthur —dijo el hombre canoso—. Tú me preguntaste si yo pensaba que Junior iba a armar un escándalo. Sólo traté de contestarte lo más honestamente posible... —Ya sé... Ya lo sé. ¡Qué coño! De todos modos, tal vez me reincorpore al ejército. ¿Te conté algo de eso? El hombre de pelo entrecano volvió la cabeza hacia la chica como para que ella apreciara qué tolerante y aun qué estoica era su expresión. Pero la chica no lo advirtió. Acababa de volcar el cenicero con la rodilla y estaba recogiendo rápidamente las cenizas y haciendo un pequeño montón. Levantó sus ojos hacia él un segundo más tarde. —No, Arthur, no me contaste —dijo en el teléfono. —Sí, tal vez lo haga. Todavía no estoy seguro. Por supuesto que la idea no me enloquece y si puedo evitarlo no me iré. Pero tal vez no tenga más remedio, No sé. Por lo menos me olvidaré de todo. Si me devuelven mi lindo casco y mi gran escritorio y mi mosquitero, tal vez...
—Quisiera meterte algunas cosas en la cabeza, muchacho, eso es lo que me gustaría —dijo el hombre canoso—. Se supone que eres un tipo inteligente y hablas como un niño de pecho. Te lo digo con toda sinceridad. Dejas que un montón de cosas pequeñas se vayan acumulando como una bola de nieve hasta que ocupan tanto lugar en tu mente que eres completamente incapaz de cualquier... —Tendría que haberla dejado. ¿Te das cuenta? Tendría que haber terminado el verano pasado, cuando realmente estaba decidido a hacerlo. ¿No piensas eso? ¿Sabes por qué no lo hice? ¿Realmente quieres saber por qué? —Arthur, por Dios. Así no vamos a ninguna parte. —Espera un segundo. ¡Déjame decirte por qué! ¿Quieres saber por qué no lo hice? Puedo decirte exactamente el motivo. Porque le tuve lástima. Esa es la pura verdad. Porque le tuve lástima. —Bueno, no sé. Quiero decir que es algo que no me incumbe —dijo el hombre de pelo entrecano—. Sin embargo, creo que te olvidas de que Joanie es una mujer adulta. No sé, pero me parece... —¿Mujer adulta? ¿Estás loco? ¡Es una niña que ha crecido, nada más! Por ejemplo, me estoy afeitando, escucha bien esto, me estoy afeitando, y de repente me llama desde la otra punta del departamento. Voy a ver qué pasa... así no más, en mitad de la afeitada, con toda la cara cubierta de jabón. ¿Y sabes qué diablos quiere? Preguntarme si yo creo que ella es inteligente. Te lo juro por Dios. Es patética. Yo la miro cuando duerme, y sé muy bien lo que te digo. Créeme. —Bueno, es algo que conoces mejor que... quiero decir, que a mí no me incumbe — dijo el hombre canoso—. El asunto es que no haces nada constructivo para... —No somos una buena pareja, eso es todo. No es más que eso. Hacemos una pareja asquerosa. ¿Sabes lo que le hace falta? Necesita un gran rufián taciturno que de cuando en cuando la deje tendida de un golpe, y después vuelva y siga leyendo el diario. Eso es lo que le hace falta. Soy un tipo demasiado débil para ella. Ya lo sabía cuando nos casamos, te lo juro por Dios. Quiero decir, tú eres un buen sujeto, nunca te casaste, pero a veces cuando uno se casa, uno tiene como un presentimiento de lo que va a ser su vida después. Yo no le hice caso. No hice ningún caso de esos presentimientos. Soy débil. Esa es la la historia, en definitiva. —No eres débil. Sólo que no procedes con inteligencia —dijo el hombre de pelo entrecano, aceptando un cigarrillo recién encendido que le extendía la chica. —¡Sí que soy débil! ¡Claro que lo soy! ¡Diablos! ¡Yo sé muy bien si soy débil o no! Si no fuera débil, te imaginas que habría dejado que todo se... ¡Oh, para qué hablar! Claro que soy débil... Por Dios, te estoy impidiendo dormir... ¿Por qué no cuelgas y listo? Al demonio conmigo. Te lo digo sinceramente. Cuelga. —No voy a cortar, Arthur. Quisiera ayudarte, en todo lo humanamente posible — dijo el hombre canoso—. En verdad, tú eres tu peor... —Ella no me respeta. Ni siquiera me quiere. Dios mío. En el fondo, si lo analizamos, yo también la he dejado de querer. No sé. La quiero y no la quiero. Según. A veces sí, a veces no. ¡Cristo! Cada vez que me dispongo a terminar de una vez por todas, cenamos afuera, vaya a saber por qué, y nos encontramos en algún lugar y ella se viene con esos asquerosos guantes blancos o algo por el estilo, qué sé yo. O empiezo a acordarme de la primera vez que fuimos en auto a New Haven a ver el partido de Princeton. Pinchamos un neumático justo al salir de la autopista, y hacía un frío de morirse, y ella sostenía la linterna mientras yo cambiaba esa maldita goma... tú sabes lo que quiero decir. No sé. O empiezo a pensar en..., Dios, me cuesta decirlo..., empiezo a pensar en ese puerco poema que le escribí cuando empezamos a salir juntos. “Rosa es mi color y blanco, linda boquita y verdes mis ojos.” Diablos, qué broma... Hacía que me
acordara de ella. No tiene ojos verdes... tiene ojos como apestosos caracoles marinos... pero, Cristo, igual hacía que me acordara de ella. No sé... ¿De qué sirve hablar? Me estoy volviendo loco. Cuelga, ¿quieres? Te lo digo en serio. El hombre canoso carraspeó y dijo: —No tengo ninguna intención de colgar, Arthur. Sólo hay una... —Una vez me compró un traje. Con su propio dinero. ¿Te lo había contado? —No. Yo... —Se fue nomás a Tripler, creo, y me lo compró. Yo ni siquiera la acompañé. Quiero decirte que tiene algunos gestos endiabladamente hermosos. Y lo más gracioso es que no me andaba tan mal. Sólo tuve que hacerlo ajustar un poco en los fundillos de los pantalones y en el largo. Quiero decir que tiene algunos malditos gestos muy lindos. El hombre del pelo entrecano escuchó unos instantes más. Luego se volvió de pronto hacia la chica. La mirada que le echó, aunque breve, la puso al tanto sobre todo lo que ocurría del otro lado de la línea. —Bueno, Arthur, escúchame —dijo en el teléfono—. Así no vamos a ninguna parte. Te lo digo sinceramente. Escúchame. ¿Quieres desvestirte y acostarte, como un buen chico? ¿Y descansar un poco? Joanie seguramente va a llegar a casa dentro de dos minutos. No querrás que te vea así, ¿verdad? Es probable que caiga por ahí con los condenados Ellenbogen. No querrás que todos te vean así, ¿no es cierto? —escuchó—, ¿Arthur? ¿Me oyes? —Dios, te estoy echando a perder toda la noche. Todo lo que hago es... —No me estás echando a perder nada —dijo el hombre de pelo entrecano—. Ni lo pienses. Ya te dije que de noche no duermo más de cuatro horas en total. Lo que sí me gustaría, sería ayudarte todo lo posible, chico —escuchó—. ¿Arthur? ¿Estás ahí? —Sí, estoy aquí. Escúchame. Ya que no te dejo, ¿te incomodaría que fuera hasta tu casa para tomar un trago? ¿Te molestaría? El hombre canoso se enderezó, colocó su mano libre de plano sobre la cabeza, y dijo: —¿Ahora, quieres decir? —Sí. Claro, si te parece bien. Me quedaría sólo un minutito. Lo único que quiero es sentarme en algún lado y... qué sé yo. ¿Estás de acuerdo? —Mira, lo que pasa es que no creo que debas hacerlo, Arthur —dijo el hombre canoso retirando la mano de la cabeza—. Por supuesto que puedes venir cuando quieras, pero sinceramente creo que ahora deberías descansar y tranquilizarte hasta que llegue Joanie. Te lo digo sinceramente. Lo que tú quieres es estar justo ahí cuando ella llegue a casa. ¿Estoy en lo cierto o no? —Si. No sé. Te lo juro por Dios, no sé. —Bueno, pero yo sí. Sinceramente, yo sí —dijo el hombre canoso—. Escúchame. ¿Por qué no te vas a la cama ahora, y descansas, y más tarde, si tienes ganas, me llamas de nuevo? Claro, si es que tienes ganas de hablar. Y no te preocupes. Eso es lo principal. ¿Me oyes? ¿Harás lo que te digo? —Bueno. El hombre canoso mantuvo el receptor junto a su oído durante un momento y luego cortó. —¿Qué dijo? —le preguntó en seguida la chica. Él tomó su cigarrillo del cenicero, es decir, lo seleccionó entre un montón de colillas y de cigarrillos a medio fumar. Aspiró una bocanada de humo y dijo: —Quería venir a tomar una copa. —¡Dios! ¿Y qué le dijiste? —preguntó la chica. —Ya me oíste —dijo el hombre canoso, y la miró—. ¿Podías escucharme o no?
Apagó el cigarrillo. —Estuviste maravilloso. Realmente maravilloso —dijo la chica, observándolo—. ¡Dios mío! Me siento molida. —Bueno... —dijo el hombre canoso—. Es una situación difícil. No sé si estuve tan maravilloso. —Sí, lo has estado. Has estado maravilloso —dijo la chica—. Me siento floja, totalmente floja. ¡Mírame! El hombre de pelo entrecano la miró. —Bueno, verdaderamente, la situación es imposible —dijo—. Quiero decir que todo es tan fantástico que ni siquiera... —Querido... disculpa... —dijo de pronto la chica, y se inclinó hacia adelante—. Creo que te estás incendiando. —Rápidamente le pasó las puntas de los dedos por el dorso de la mano—. No, has estado maravilloso —dijo—. Dios ¡me siento cansada como un perro! —Bien, la situación es muy, muy difícil. Evidentemente el tío está pasando por un total... De pronto sonó el teléfono. El hombre canoso exclamó: —¡Cristo! —pero había levantado el tubo antes de que sonara por segunda vez—. ¿Hola? —dijo en el teléfono. —¿Lee? ¿Dormías? —No, no. —Escucha. Pensé que te interesaría saberlo. Joanie acaba de llegar. —¿Qué? —dijo el hombre de pelo entrecano, y con la mano izquierda se protegió los ojos, aunque la luz estaba a sus espaldas. —Sí. Acaba de llegar. Diez segundos después de que hablé contigo. Aproveché para llamarte ahora que ella está en el baño. Escucha... un millón de gracias, Lee. Te lo digo en serio..., sabes lo que quiero decir. No estabas dormido, ¿no es cierto? —No, no, simplemente..., no, no —dijo el hombre canoso, siempre con la mano sobre los ojos. Carraspeó. —Sí. Lo que sucedió fue que al parecer Leona se pescó una borrachera de órdago y tuvo un ataque feroz de llanto, y Bob quiso que Joanie fuera con ellos a tomar un trago en alguna parte y suavizar las cosas. Yo no sé. ¿Te das cuenta? Todo es muy complicado, Lo importante es que ya llegó. Dios mío, qué porquería de vida es esta. Te lo juro por Dios, pienso que es esta maldita Nueva York. Creo que si todo sale bien vamos a comprarnos una casita, tal vez en Connecticut. No demasiado lejos, aunque sí lo bastante como para poder llevar una vida normal. Lo que quiero decir es que ella se vuelve loca por las plantitas y todas esas cosas por el estilo. Si tuviera un jardín propio y todo lo demás se chiflaría por completo. ¿Me entiendes? Porque aparte de ti, ¿a quién conocemos en Nueva York sino a un montón de neuróticos? A la larga hasta una persona normal termina por contagiarse. ¿Comprendes a qué me refiero? El hombre canoso no contestó. Debajo del escudo de su mano, sus ojos estaban cerrados. —De todos modos, le voy a hablar de todo esto esta misma noche. O tal vez mañana. Todavía está un poco mareada. Quiero decir que en el fondo es una chica formidable, y si se nos presenta una oportunidad para arreglarnos, sería estúpido de nuestra parte no aprovecharla. Y mientras tanto voy a tratar de solucionar también ese asunto de las chinches. Estuve pensando. Estuve diciéndome, Lee. ¿Crees que si yo fuera y hablara con Junior personalmente, podría... ? —Arthur, si no tienes inconveniente, yo preferiría...
—No vayas a pensar que te llamé de nuevo porque estoy preocupado por ese pleito del diablo ni nada parecido. De ningún modo. En el fondo, me importa un culo. Pensé simplemente que si podía hacerle entender las cosas a Junior sin romperme la cabeza, sería estúpido de mi parte... —Escúchame, Arthur —dijo el hombre de pelo entrecano, retirando su mano de la frente—. De pronto me ha dado un terrible dolor de cabeza. No sé a qué demonios se debe. ¿Te molesta si lo dejamos para otro momento? Te llamaré por la mañana, ¿estás de acuerdo? Escuchó un instante más y luego cortó. Nuevamente la chica le dijo algo en seguida, pero él no contestó. Tomó un cigarrillo encendido —el de la chica— del cenicero y empezó a llevárselo a la boca, pero se le cayó de los dedos. La chica intentó ayudarle a encontrarlo antes que se quemara algo, pero él le dijo que se quedara quieta, por Dios, y ella retiró la mano.
Traducción de Marcelo Berri. De Nine Stories.
Teddy —El día exquisito te lo voy a dar a ti, amiguito, si no te bajas enseguida de esa maleta. Y no estoy bromeando —dijo el señor McArdle. Hablaba desde la cama gemela que estaba más lejos del ojo de buey. Furiosamente, con un suspiro que era casi un lamento, se quitó la sábana de los tobillos con un puntapié, como si su cuerpo debilitado y quemado por el sol no tolerara de pronto ni siquiera el peso de la tela. Estaba de espaldas, con nada más que los pantalones de pijama y un cigarrillo encendido en una mano. Tenía la cabeza erguida, lo bastante como para apoyarla en forma incómoda, casi masoquista, contra la base misma del respaldo de la cama. La almohada y el cenicero estaban en el suelo, entre su cama y la de la mujer. Sin levantarse, extendió el brazo derecho desnudo, de un rosa inflamado, y desparramó las cenizas en la dirección general de la mesita de luz—. Octubre, ¡por Dios! —agregó—. Si éste es el tiempo de octubre, ¡me quedo con agosto! —Volvió de nuevo la cabeza hacia la derecha, adonde estaba Teddy, buscando pelea—. ¡Vamos! ¿Para qué demonios crees que hablo? ¿Para ejercitar la lengua? Por favor, ¡bájate de ahí de una vez! Teddy se había trepado sobre una maleta Gladstone de aspecto bastante nuevo, a fin de poder mirar a través del ojo de buey del camarote de sus padres. Llevaba zapatillas blancas, muy sucias, sin calcetines, pantalones cortos que no sólo eran demasiado largos de pierna sino también demasiado anchos en los fondillos, una camiseta lavada demasiadas veces, con un agujero del tamaño de una moneda en el hombro derecho, y un cinturón inesperadamente elegante, negro, de cocodrilo. Necesitaba un corte de pelo —sobre todo en la nuca— urgentemente, como sólo podría necesitarlo un niño pequeño con una cabeza casi tan grande como la de un adulto y un cuello fino y delgado. —Teddy ¿me has oído? Teddy no se asomaba por el ojo de buey abierto ni tanto ni tan peligrosamente como suelen asomarse los niños por los ojos de buey abiertos; en realidad, apoyaba ambos pies de plano sobre la superficie de la maleta, pero tampoco puede decirse que se asomaba apenas: su cabeza estaba más afuera de la cabina que adentro. Sin embargo, estaba perfectamente al alcance de la voz de su padre... sobre todo tratándose de su voz. El señor McArdle hacía papeles protagónicos en nada menos que tres radionovelas en Nueva York, y tenía lo que podía calificarse como la voz radiofónica de una primera figura de tercera clase: de una profundidad y resonancia narcisistas, preparada funcionalmente para hacer sentir su machismo sobre cualquier otra persona que se encontrara en las cercanías, aunque esa persona fuera un niño. Cuando la voz estaba de vacaciones oscilaba entre su amor por el volumen pleno y una mezcla teatral de quietud y calma. En ese momento, el volumen era lo que imperaba: —¡Teddy, c... ! ¿Me escuchas? Teddy giró la cintura, sin cambiar la posición vigilante de sus pies sobre la maleta, y dirigió a su padre una mirada inquisidora, franca y pura. Sus ojos, de un color castaño pálido, no muy grandes, eran levemente bizcos, el izquierdo más que el derecho. No eran tan estrábicos como para desfigurar, ni siquiera para llamar la atención a primera vista. Eran sólo lo bastante bizcos como para mencionarlo, y sólo en relación con el hecho de que uno tenía que pensarlo larga y seriamente antes de desear que fueran más derechos, o más profundos, o más oscuros, o más separados. Su cara, tal cual era, tenía el sello, aunque oblicuo y lento, de la verdadera belleza. —Quiero que te bajes de esa maleta, ya mismo. ¿Cuántas veces quieres que te lo diga? —dijo Mr. McArdle.
—Quédate exactamente donde estás, querido —dijo la señora McArdle, que evidentemente tenía problemas con su sinusitis a la mañana temprano. Tenía los ojos abiertos, pero a duras penas—. No te muevas ni un centímetro. —Se hallaba tendida sobre el costado derecho, con la cara vuelta hacia la izquierda, mirando a Teddy y al ojo de buey, y la espalda hacia su marido. La sábana de arriba tapaba por completo su cuerpo, probablemente desnudo, cubriéndole brazos y todo lo demás, hasta el mentón— . Salta para arriba y para abajo —dijo, cerrando los ojos—. Aplasta la maleta de papá. —Es algo muy brillante lo que acabas de decir —dijo el señor McArdle con una calma que quería ser firme.— Pagué veintidós libras por una maleta, y le pido de buen modo al chico que no se suba en ella, y tu le dices que salte encima. ¿De qué se trata? ¿Es un chiste? —Si esa maleta no puede aguantar el peso de un chico de diez años, que tiene seis kilos menos de lo que debe pesar por su edad, no quiero esa maleta en mi camarote — dijo la señora McArdle sin abrir los ojos. —¿Sabes lo que me gustaría hacer? —dijo el señor McArdle—. Partirte la cabeza de un puntapié. —¿Por qué no lo haces? El señor McArdle se incorporó bruscamente sobre un codo y apagó la colilla en el vidrio de la mesita de luz. —Uno de estos días... —empezó a decir con tono intimidatorio. —Uno de estos días te va a dar un ataque al corazón y va a ser trágico, muy trágico —dijo la señora McArdle, gastando un mínimo de energía. Sin sacar los brazos de debajo de la sábana, se envolvió aún más en ésta—. Habrá un sepelio discreto y de buen gusto, y todos van a preguntar quién es esa atractiva mujer vestida de rojo que está sentada en la primera fila, coqueteando con el organista y haciendo un endiablado... —Eres tan asquerosamente chistosa que ni siquiera resulta chistoso —dijo el señor McArdle, cayendo otra vez de espaldas, inerte.
Durante este breve intercambio, Teddy había girado de nuevo la cara y siguió mirando por el ojo de buey. —Pasamos al Queen Mary, en dirección contraria, esta madrugada a las tres y treinta y dos, si a alguien le interesa —dijo lentamente—. Cosa que dudo. Su voz era extraña y bellamente ronca, como son las voces de algunos niños pequeños. Cada una de sus frases era como una pequeña isla antigua, inundada por un mar de whisky en miniatura. —Ese comisario de cubierta que Booper odia tanto lo tenía escrito en su pizarrón. —Yo te voy a dar Queen Mary a ti, amiguito, si no te bajas de esa maleta en este mismo instante —dijo su padre. Volvió la cabeza para mirar a Teddy—. Bájate ahora mismo y ve a hacerte cortar el pelo o lo que sea. —Fijó de nuevo la mirada en la nuca de su mujer—. Dios mío, si parece precoz. —No tengo dinero —dijo Teddy. Afirmó las manos en el marco del ojo de buey, y apoyó el mentón sobre los nudillos—. Mamá, ¿te fijaste en ese hombre que se sienta cerca de nosotros en el comedor? No ese muy delgado. El otro, en la misma mesa. Justo al lado de donde nuestro camarero deja la bandeja. —Ajá —dijo la señora McArdle—. Teddy. Querido. Déjala a mamá dormir cinco minutos más, como un chico bueno. —Espera un segundo. Esto es muy interesante —dijo Teddy sin sacar el mentón de su punto de apoyo y con los ojos siempre fijos en el mar—. Ese hombre estaba en el gimnasio hace un rato mientras Sven me pesaba. Se acercó y me empezó. Había
escuchado la última cinta que grabé. No la de abril. La de mayo. Estaba en una fiesta en Boston justo antes de salir hacia Europa, y parece que alguien en la fiesta conocía a alguien del grupo examinador de Leidekker, no dijo quién, y pidieron prestada esa última cinta que hice y la pasaron en la fiesta. Parece que le interesa. Es un amigo del profesor Babcock. Parece que él también es profesor. Dijo que estuvo todo el verano en el Trinity College de Dublín. —¿Oh? —dijo la señora McArdle—. ¿La escucharon en una fiesta? —permaneció acostada, contemplando soñolienta la parte posterior de las piernas de Teddy. —Así parece —dijo Teddy—. Le habló mucho a Sven sobre mí, mientras yo estaba allí parado. Resultaba bastante molesto. —¿Por qué tenía que ser molesto? Teddy vaciló. —Dije “bastante molesto”. Lo califiqué. —Yo te voy a calificar a ti, compañeríto, si no te bajas enseguida de allí —dijo el señor McArdle. Acababa de encender un nuevo cigarrillo—. Voy a contar hasta tres. Uno... maldito sea... dos... —¿Qué hora es? —preguntó de pronto la señora McArdle, dirigiéndose a la parte posterior de las piernas de Teddy—. ¿Tú y Booper no tienen una lección de natación a las diez y media? —Tenemos tiempo —dijo Teddy— ¡Blum! —De pronto sacó toda la cabeza por el ojo de buey, la mantuvo afuera durante unos segundos, y la volvió entrar apenas el tiempo necesario para informar—: Alguien acaba de vaciar todo un tacho de cáscaras de naranja por la ventana. —Por la ventana. Por la ventana —dijo el señor McArdle sarcásticamente, quitando la ceniza de su cigarrillo—. Por el ojo de buey, amiguito, por el ojo de buey. —Miró a su mujer—. Llama por teléfono a Boston. Rápido, y habla con el grupo examinador de Leidekker. —Oh, qué ingenioso eres... —dijo la señora McArdle—. ¿Por qué te esfuerzas tanto? Teddy entró casi toda la cabeza. —Flotan muy bien —dijo, sin volverse—. Es muy interesante. Teddy. Por última vez. Voy a contar hasta tres, y después te voy a... —No quiero decir que sea interesante porque flotan —dijo Teddy—. Es interesante que yo sepa que están ahí. Si no las hubiera visto, no sabría que están ahí, y si no supiera que están ahí, ni siquiera podría afirmar que existen. Es un hermoso ejemplo, un ejemplo perfecto de cómo... —Teddy —interrumpió la señora McArdle, inmóvil debajo de la sábana—. Ve y búscame a Booper. ¿Dónde anda? No quiero que hoy esté mucho al sol de nuevo, con esas quemaduras que tiene. —Está bien cubierta. Le hice poner los bluejeans —dijo Teddy—. Algunas ahora empiezan a hundirse. En pocos minutos, sólo flotarán en mi mente. Es muy interesante, porque según se lo mire, ahí es donde empezaron a flotar por primera vez. Si yo no hubiera estado aquí, o si hubiera venido alguien y me hubiera cortado la cabeza justo cuando... —¿Dónde está ahora? —preguntó la señora McArdle—. Mira a tu madre un minuto, Teddy. Teddy se volvió y miró a su madre. —¿Qué? —dijo. —¿Dónde está Booper ahora? No quiero que ande dando vueltas por las tumbonas, molestando a la gente. Si ese hombre horrible...
—No te preocupes. Le di la cámara fotográfica. El señor McArdle se incorporó sobre un codo. —¡Le diste la cámara fotográfica! —dijo— ¿En qué diablos estabas pensando? ¡Nada menos que mi Leica! No voy a permitir que una mocosa de seis años ande pavoneándose por todos lados... Le mostré cómo debía sujetarla para que no se le cayera —dijo Teddy—. Y, por supuesto, le saqué el rollo. —Tráeme la cámara, Teddy. ¿Me oyes? Quiero que te bajes de esa maleta en seguida y que la cámara aparezca en esta pieza antes de cinco minutos, o va a haber un niño prodigio menos. ¿Me has entendido? Teddy hizo girar los pies sobre la maleta y se bajó. Se agachó y se ató el cordón de la zapatilla izquierda mientras su padre, todavía apoyado sobre un codo, lo miiraba como un celador. —Dile a Booper que quiero que venga —dijo la señora McArdle—. Y dale un beso a mamita. Teddy acabó de atarse el cordón, y besó mecánicamente a su madre en la mejilla. Ella a su vez sacó un brazo de debajo de la sábana, como para ceñir la cintura de Teddy, pero cuando terminó de hacerlo Teddy ya se había alejado. Había dado la vuelta y se hallaba en el espacio libre entre las dos camas. Se inclinó y volvió a incorporarse con la almohada de su padre debajo de un brazo y en la otra mano el cenicero que correspondía a la mesita de luz. Pasando el cenicero a la mano izquierda, se acercó a la mesita de luz y, con el borde de la mano derecha, barrió la superficie de la mesita volcando en el cenicero las cenizas y las colillas que su padre había esparcido. Después, antes de poner el cenicero donde correspondía, limpió con el antebrazo la fina película de ceniza que había quedado sobre el vidrio de la mesa. Después se limpió el brazo en los shorts blancos. Depositó el cenicero en su lugar, con sumo cuidado, como si pensara que un cenicero debía estar colocado exactamente en el centro de una mesa de luz o no estar en ningún lado. A esta altura, el padre, que había estado observándolo, de repente desvió la mirada de él. —¿No quieres la almohada? —preguntó Teddy. —Quiero esa cámara, jovencito. —En esa posición no puedes estar cómodo. No es posible —dijo Teddy—. La dejo aquí. Puso la almohada al pie de la cama, sin tocar los pies del padre. Se dirigió hacía la puerta del camarote. —Teddy —dijo la madre sin volverse—. Dile a Booper que quiero verla antes de la lección de natación. —¿Por qué no dejas tranquila a la chica? —preguntó el señor McArdle—. ¿Te molesta que tenga unos roñosos minutos de libertad? ¿Sabes cómo la tratas? Te lo diré exactamente. La tratas como si fuera un criminal empedernido. —¿Empedernido? ¡Ay, qué fino! Estás mejorando tu estilo, querido... Teddy se quedó un momento junto a la puerta, cavilando mientras jugaba con el picaporte, girándolo a izquierda y derecha. —Cuando salga por esa puerta, tal vez exista sólo en la mente de los que me conocen —dijo—. Puedo ser una cáscara de naranja. —¿Qué dices, querido? —preguntó la señora McArdle desde el otro extremo de la cabina, aún recostada sobre el lado derecho. —Vamos a buscar eso, compañerito. Vamos a buscar esa Leica. —Ven, dale un beso a mamá. Un beso grande y lindo. —No ahora —dijo Teddy abstraído—. Estoy cansado.
Y cerró la puerta al salir.
El boletín del barco estaba junto a la puerta. Era una hoja de papel ilustración, impresa en un solo lado. Teddy lo levantó y empezó a leerlo mientras avanzaba lentamente por el largo pasillo en dirección a la popa. Desde el otro extremo venía hacia él una mujer alta y rubia, vestida con un uniforme blanco y almidonado, y que llevaba en las manos un florero con rosas rojas de largos tallos. Al pasar junto a Teddy, extendió la mano izquierda y le rozó la cabeza, diciendo “¡Alguien necesita cortarse el pelo!” Teddy apartó la mirada del periódico con toda parsimonia y miró hacia arriba, pero la mujer había seguido de largo y él no volvió la cabeza. Prosiguió su lectura. Al final del pasillo, frente a un enorme mural de San Jorge y el Dragón que había sobre el rellano de la escalera, dobló el diario en cuatro y lo guardó en el bolsillo izquierdo de atrás. Subió luego por los bajos peldaños de la amplia y alfombrada escalera hacia la cubierta principal, un piso más arriba. Subía los escalones de dos en dos pero con lentitud, apoyando todo el peso de su cuerpo en la baranda, como si el hecho de subir escaleras fuese para él, como lo es para muchos chicos, un fin en sí mismo bastante agradable. Al llegar a la cubierta principal, fue directamente al escritorio del Comisario, donde en ese momento había una linda chica con uniforme naval. Estaba abrochando algunas hojas mimeografiadas. —¿Puede decirme a qué hora empieza hoy ese juego, por favor? —le preguntó Teddy. —¿Cómo dices? —¿Puede decirme a qué hora empieza ese juego, hoy? La chica le brindó una sonrisa maquillada. —¿Qué juego, precioso? —preguntó. —Usted sabe, ese juego que jugaron ayer y anteayer, donde uno tiene que agregar las palabras que faltan. Mejor dicho, donde hay que poner cada cosa en su contexto. La chica interrumpió la colocación de tres hojas en la abrochadora. —Ah —dijo—. No es hasta después de la siesta, me parece. Creo que alrededor de las cuatro. ¿No es un poco complicado para ti, querido? —No... no lo es... gracias —dijo Teddy, e inició la retirada. —¡Espera un minuto, precioso! ¿Cómo te llamas? —Theodore McArdle —dijo Teddy—. ¿Y usted? —¿Yo? —dijo la chica, sonriendo—. Yo soy la guardia marina Mathewson. Teddy observó cómo accionaba la abrochadora. —Ya sabía que usted es guardia marina —dijo—. No estoy seguro, pero creo que cuando alguien le pregunta a uno el nombre, se supone que tiene que decirlo completo. Jane Mathewson, o Phyllis Mathewson, o como sea. —¿Ah, sí? —Como dije, así creo —dijo Teddy—. Aunque no estoy seguro. A lo mejor es distinto cuando se lleva uniforme. De todos modos, gracias por la información. ¡Adiós! —se dio vuelta y subió a la cubierta de paseo, saltando nuevamente los escalones de dos en dos, pero esta vez más bien de prisa. Luego de buscarla un rato encontró a Booper en la cubierta de recreo. Estaba en un lugar asoleado —casi como en un claro de un bosque— entre dos canchas de tenis de cubierta en las que no jugaba nadie. En cuclillas con el sol a la espalda y una leve brisa que le mecía el pelo rubio y sedoso, estaba atareada apilando discos de un juego de tejo en dos montones tangentes, uno de discos negros y otro de discos rojos. Al lado, a su
derecha, había un chico muy pequeño, vestido con un solero de algodón, que se limitaba a observase. —¡Mira! —dijo imperiosamente Booper a su hermano cuando éste se acercó. Se inclinó hacia adelante y rodeó con los brazos las dos pilas de discos para mostrar su obra, aislándola de cualquier otra cosa que pudiera haber a bordo—. Myron —dijo con hostilidad, dirigiéndose a su compañero—, estás haciendo sombra y mi hermano no puede ver. Sal de ahí. Cerró los ojos y esperó, con un gesto adusto, hasta que Myron se movió. Teddy se detuvo junto a las dos pilas de discos y los miró apreciativamente. —Muy lindo —dijo—. Muy simétrico. —Este —dijo Booper, señalando a Myron— ni siquiera ha oído hablar del ludo. Ni siquiera tiene uno. Teddy miró rápidamente, objetivamente, a Myron. —Escucha —dijo a Booper—. ¿Dónde está la cámara? Papá la quiere en seguida. —Ni siquiera vive en Nueva York —dijo Booper a Teddy—. Y su papá murió. Lo mataron en Corea —giró hacia Myron—. ¿No es verdad? —exigió, pero sin esperar respuesta—. Ahora, si se muere la madre, será un huérfano. El ni siquiera lo sabía — miró a Myron—. ¿No es así? Myron, sin comprometerse, se cruzó de brazos. —Eres el estúpido más grande que he conocido —le dijo Booper—. Eres el más grande estúpido de todo este océano. ¿Lo sabías? —No lo es —dijo Teddy—. No lo eres, Myron. —Se dirigió a su hermana—: Escúchame un segundo. ¿Dónde está la cámara? La necesito inmediatamente. —Allí —dijo Booper, sin señalar en ninguna dirección precisa. Acercó las dos pilas de discos—. Ahora lo único que necesito es dos gigantes. Podrían jugar al ludo hasta que se cansen y luego subirse a esa chimenea y tirar los discos sobre la gente y matarlos a todos. —Miró a Myron—. Podrían matar a tus padres —le dijo con suficiencia—. Y si no se mueren, ¿sabes lo que podrías hacer? Podrías envenenar unos caramelos y dárselos para que los coman. La Leica estaba a uno tres metros de allí, cerca de la baranda blanca que rodeaba la cubierta de recreo, caída de costado sobre la canaleta de desagüe. Teddy se acercó la recogió y tomándola por la correa, se la puso al cuello. De pronto, se la quitó y se la llevó a Booper. —Booper, hazme un favor. Llévala tú, anda —dijo—. Son las diez. Tengo que hacer una anotación en mi diario —Estoy ocupada. —De todos modos mamá quiere verte ahora mismo —dijo Teddy. —Eres un mentiroso. —No soy mentiroso. Quiere verte —dijo Teddy—. Así que cuando bajes, lleva esto. Vamos, Booper, ve. —¿Para qué quiere verme? —preguntó Booper—. Yo no quiero verla a ella —de pronto le dio una palmada en una mano a Myron que estaba por tomar uno de los discos de la pila roja—. Saca la mano —dijo. Teddy le colgó la Leica al cuello. —Ahora estoy hablando en serio. Llévale esto a papá en seguida, y luego nos veremos en la piscina —dijo—.Te espero en la piscina a las diez y media. O en la puerta del lugar donde te cambias la ropa. Sé puntual. Es ahí abajo en la cubierta E, no te olvide, así que calcula bien el tiempo —se dio vuelta y se marchó. —¡Te odio! ¡Odio a todos los que están en este océano! —le gritó Booper, mientras se alejaba.
Debajo de la cubierta de deportes, más allá del solario, había como setenta y cinco tumbonas o más, armadas y alineadas en filas de siete o de ocho, con pasillos apenas lo bastante anchos como para que el camarero de cubierta pudiera pasar sin tropezar con los adminículos de los pasajeros que tomaban sol: bolsas de tejer, novelas forradas, frascos de bronceador, cámaras fotográficas. El lugar estaba colmado cuando Teddy llegó. Empezó por la fila de más atrás y se desplazó metódicamente, deteniéndose en cada silla, estuviera ocupada o no, para leer el nombre marcado en cada posabrazos, Sólo un pasajero o dos le dijeron algo, es decir, cualquiera de esos amables lugares comunes que los adultos suelen dirigir a un niño de diez años preocupado nada más que por encontrar su silla propia. Su juventud y su preocupación eran bastante evidentes, pero quizá su comportamiento general no tenía, o tenía demasiado poco, de esa pintoresca solemnidad a la cual condescienden dirigirse con facilidad muchos adultos. También sus ropas, tal vez, tenían algo que ver con ello. El agujero que tenía en el hombro de la camiseta no era un agujero atractivo. Los fondillos excesivamente holgados y el largo excesivo de los pantalones no eran excesos como para cautivar a nadie. Las cuatro tumbonas de los McArdle, con sus almohadones y listas para ser ocupadas, se hallaban en el centro de la segunda fila a partir de adelante. Teddy se sentó en una que —la hubiera elegido intencionadamente o no por eso— no tenía a nadie directamente a un lado ni al otro. Estiró las piernas desnudas, todavía blancas, y colocó los pies juntos sobre el posapiés. Casi simultáneamente sacó del bolsillo derecho trasero una libretita de apuntes de diez céntimos. Luego, con una concentración inmediata, como si no existieran más que él y la libreta —ni sol, ni otros pasajeros ni barcos— empezó a dar vuelta las hojas. Con excepción de unos pocos apuntes, hechos con lápiz, la mayoría de las anotaciones habían sido escritas con bolígrafo. La letra en sí era de imprenta, tal como se enseña ahora en todas las escuelas norteamericanas, en lugar del sistema Palmer que se usaba antes. Era legible sin ser totalmente linda. Lo notable de la letra era su fluidez. En ningún sentido —gráficamente, por lo menos— las palabras y frases parecían haber sido escritas por un niño. Teddy dedicó bastante tiempo a la lectura de lo que parecía ser su anotación más reciente. Abarcaba algo más de tres páginas: «Diario del día 27 de octubre de 1952. Propiedad de Theodore McArdle. 412 Cubierta A. Se dará una justa y satisfactoria gratificación a quiera devolviera este diario a Theodore McArdle. Ver si puedes encontrar las chapas de identificación que llevaba papi cuando estaba en el ejercito y usarlas en cuanto sea posible. No te matará y a él le va a gustar. Contestar la carta del profesor Mandell cuando tengas tiempo y paciencia. Pedirle que no me mande más libros de poesía. De todos modos ya tengo bastante para un año. Ya estoy harto de poesía, de todos modos. Un hombre camina por la playa y desgraciadamente un coco le da en la cabeza. Desgraciadamente la cabeza se le parte en dos. Entonces su mujer viene por la playa cantando una canción y ve las dos mitades de su cabeza y las reconoce y las recoge. Se pone muy triste, por supuesto, y llora desconsoladamente. Ahí es precisamente donde la poesía me
cansa. Supongamos que la señora se limita a recoger las dos mitades y a gritarles con furia: “¡Basta ya!” No mencionar esto cuando contestes su carta, sin embargo. Se presta a discusiones y, además, la señora Mandell es poeta. Conseguir la dirección de Sven en Elizabeth, New Jersey. Sería interesante conocer a su esposa y también a su perro Lindy. Aunque a mí, personalmente, no me gustaría tener un perro. Escribir carta de condolencia al Dr. Wokawara por su nefritis. Pedirle a mamá su nueva dirección. Probar la cubierta de deportes mañana por la mañana antes del desayuno para meditar, pero no perder la cabeza. Tampoco perder la cabeza en el comedor si el camarero deja caer otra vez ese cucharón. Papá se puso completamente furioso. Palabras y expresiones que debes consultar en la biblioteca mañana cuando devuelvas los libros: nefritis miríada presente griego astuto triunvirato Ser más amable con el bibliotecario. Conversar de generalidades con él, si se pone pesado.» De pronto, Teddy sacó un bolígrafo pequeño, en forma de bala, del bolsillo lateral de su pantalón, le sacó el capuchón y empezó a escribir. Usaba el muslo derecho como escritorio en vez del posabrazos de la silla. «Diario del 28 de octubre de 1952. Misma dirección e igual gratificación que las ofrecidas los días 26 y 27 de octubre de 1952. Esta mañana, después de meditar, escribí cartas a las siguientes personas: Dr. Wokawara Profesor Mandell Profesor Peet Burgess Hake (hijo) Roberta Hake Sanford Hake Abuela Hake Sr. Graham Profesor Walton Podría haberle preguntado a mamá dónde están las chapas de identificación de papá, pero probablemente diría que no debo usarlas. Sé que las trajo porque lo vi ponerlas en la maleta. En mi opinión la vida es un presente griego. Creo que es de muy mal gusto por parte del profesor Walton criticar a mis padres. Él quiere que la gente sea de cierta manera. Ocurrirá hoy o el 14 de febrero de 1958, cuando yo tenga dieciséis años. Hasta es ridículo mencionarlo.» Después de hacer su última anotación, Teddy mantuvo su atención centrada en la página y en el bolígrafo, como si pensara seguir escribiendo.
Al parecer ignoraba que tenía un observador solitario pero interesado. A unos cinco metros de la primera fila de tumbonas, y desde una altura de cinco o seis metros deslumbrantes de sol, un hombre joven lo observaba atentamente desde la baranda de la cubierta de deportes. Hacía unos diez minutos que estaba allí. Era evidente que el joven acababa de llegar a algún tipo de decisión porque de pronto sacó los pies de la baranda. Se quedó aún un momento mirando en dirección a Teddy y luego se alejó. Apenas un minuto más tarde reapareció indiscretamente vertical, entre las filas de reposaras. Tendría a lo sumo treinta años. Vino por el pasillo hacia la silla de Teddy, proyectando sombras distrayentes en las novelitas que la gente leía, y caminando sin inhibición (teniendo en cuenta que era el único de pie y en movimiento a la vista) entre los bolsos de tejido y otros efectos personales. Teddy no pareció darse cuenta de que alguien estaba de pie junto a su silla sobre su hombro, y, por ello, proyectando su sombra sobre su libreta de apuntes. Empero, algunas personas en las filas de atrás eran más fáciles de distraer. Miraron al joven como quizá sólo la gente sentada en tumbonas puede mirar. Sin embargo, el joven tenía una especie de aplomo que al parecer le hubiera permitido soportar indefinidamente sus miradas, con la sola condición de que no olvidara mantener una mano en el bolsillo. —¡Hola! —dijo a Teddy. —Hola —dijo Teddy levantando los ojos. Cerró en parte su libreta y en parte dejó que se cerrara sola. —¿Te molesta que me siente, un minuto? —dijo el joven con una especie de cordialidad ilimitada—. ¿Está silla está ocupada? —Bueno, estas cuatro sillas pertenecen a mi familia —dijo Teddy—, pero mis padres todavía no se han levantado. —¿Todavía? En un día como éste... —dijo el joven. Ya se había tendido en la reposera que estaba a la derecha de Teddy. Las sillas se hallaban tan cerca una de otra que los posabrazos se tocaban—. Es un sacrilegio —agregó—. Un verdadero sacrilegio. —Estiró las piernas de muslos extraordinariamente gruesos, casi como torsos humanos. Estaba vestido, en general, a la manera de la costa Este: por arriba el pelo muy corto y por abajo unos zapatos bastante usados, y en el medio un uniforme algo heterogéneo... medias de lana color beige, pantalones gris antracita, camisa de cuello abotonado, sin corbata, y chaqueta de tela espigada con toda la apariencia de haber envejecido en alguno de los seminarios para graduados más populares de Yale, o Harvard, o Princeton—. Dios mío, qué día divino —dijo admirativo, entornando los ojos bajo el sol—. Soy un esclavo del buen tiempo. —Cruzó los tobillos de sus gruesas piernas—. En realidad, puedo llegar a tomar un día corriente de lluvia como una ofensa personal. Así que esto es una manía para mí. —Aunque el tono de su voz era como se suele decir de buena cuna, se elevaba más de lo estrictamente necesario, como si hubiera llegado a la conclusión de que cualquier cosa que dijese habría de sonar con toda seguridad bastante bien, resultando inteligente, culta, incluso divertida o estimulante, no sólo a Teddy sino a los que estaban sentados en la fila de atrás, si es que lo oían. Miraba de reojo a Teddy y se sonreía—. ¿Tú cómo te llevas con el tiempo? —preguntó. Su sonrisa no carecía de encanto, pero era social, de conversación, y se dirigía, aunque fuese indirectamente, a su propio ego—. ¿Alguna vez el tiempo te ha molestado más de lo normal? —preguntó, siempre sonriendo. —No lo tomo como una cuestión personal, si es eso lo quiere decir —dijo Teddy. El joven rió, echando la cabeza hacia atrás. —Maravilloso —dijo—. Mi nombre, de paso, es Bob Nicholson. No recuerdo si te lo dije en el gimnasio. Por supuesto, tu nombre lo conozco.
Teddy desplazó su peso sobre un muslo y guardó la libreta en un bolsillo del pantalón. —Te estaba viendo escribir desde allí arriba —dijo Nicholson como si contara un cuento y señalando con el dedo—. ¡Dios santo! Trabajabas como un negro. Teddy lo miró. —Estaba escribiendo algo en mi libreta de apuntes. Nicholson asintió con la cabeza, sonriente. —¿Qué tal Europa? —preguntó en tono de conversación—. ¿Te divertiste? —Sí, mucho, gracias. —¿A dónde fuiste? Teddy de pronto se inclinó hacia adelante y se rascó una pantorrilla. —Bueno, me llevaría demasiado tiempo nombrar todos los lugares, porque fuimos con el automóvil y cubrimos distancias bastante grandes —se apoyó otra vez en el respaldo—. Pero mi madre y yo estuvimos principalmente en Edimburgo, en Escocia, y en Oxford, en Inglaterra. Creo que en el gimnasio le conté que en esos dos lugares me entrevistaron. Sobre todo en la Universidad de Edimburgo. —No, no creo que me lo hayas contado —dijo Nicholson—. Me preguntaba si te habían hecho algo así. ¿Cómo te fue? ¿Te zarandearon mucho? —¿Cómo dice? —dijo Teddy. —¿Cómo salió todo? ¿Fue interesante? —A veces sí, a veces no —dijo Teddy—. Nos quedamos demasiado tiempo. Mi papá quería llegar a Nueva York antes que este barco. Pero vino a verme gente de Estocolmo, Suecia, y de Innsbruck, Austria, y tuvimos que esperar. —Siempre pasa así. Teddy lo miró de lleno por primera vez. —¿Usted es poeta? —preguntó. —¿Poeta? —dijo Nicholson—. Dios, no. Por desgracia, no. ¿Por qué preguntas? —No sé. Los poetas se toman siempre el tiempo tan a pecho. Siempre están metiendo sus emociones en cosas que no tienen ninguna emoción. Nicholson, sonriendo, metió la mano en un bolsillo de la chaqueta y sacó cigarrillos y fósforos. —Yo creía, más bien, que ése era su material de trabajo —dijo—. ¿Acaso los poetas no se ocupan ante todo de las emociones? Al parecer Teddy no le había oído o no lo escuchaba. Miraba abstraído hacia las dos chimeneas que dominaban la cubierta de deportes. Nicholson prendió su cigarrillo con alguna dificultad porque soplaba una leve brisa del norte. Se apoyó en el respaldo y dijo: —Pienso que los dejaste bastante perplejos... —“Nada en la voz de la cigarra indica cuán pronto ha de morir” —dijo Teddy de repente—. “Nadie marcha por este camino en esta tarde de otoño.” —¿Qué es eso? —preguntó Nicholson sonriente—. Dilo de nuevo. —Son dos poemas japoneses. No están llenos de cosas emocionales —dijo Teddy. De pronto se irguió en el asiento, inclinó la cabeza hacia la derecha y se dio una suave palmada en la oreja—. Todavía tengo un poco de agua en el oído que me entró ayer durante la lección de natación —dijo. Le dio otro par de palmadas a su oreja y luego se reclinó, descansando ambos brazos en los posabrazos. Era, por supuesto, una tumbona normal, para adultos, y él se veía muy pequeño en ella, pero al mismo tiempo parecía, incluso, sereno. —Creo que dejaste bastante perplejos a un montón de pedantes de Boston —dijo Nicholson, observándolo—. Después de esa última función. A todo el grupo
examinador de Leidekker, más o menos, si mal no recuerdo. Creo que te conté que en junio pasado tuve una charla bastante larga con Al Babcock. Escuché tu cinta grabada. —Sí, así es. Me lo dijo. —Creo que ese grupo quedó bastante desconcertado —insistió Nicholson—. Según me contó Al, una noche tuvieron una trenzada a muerte, creo que la misma noche que grabaste esa cinta. —Chupó una bocanada del cigarrillo—. Según entiendo, hiciste ciertos pronósticos que preocuparon enormemente a los muchachos. ¿Es así? —Ojalá supiera por qué cree la gente que la emoción es tan importante —dijo Teddy—. Para mi madre y mi padre una persona no es humana si no piensa que hay cantidad de cosas muy tristes o muy molestas o... digamos, algo así como muy injustas. Mi padre se pone terriblemente emotivo hasta cuando lee el diario. Piensa que soy inhumano. Nicholson sacudió la ceniza del cigarrillo en un costado. —Supongo que tú no te emocionas —dijo. Teddy pensó antes de contestar. —No recuerdo haberme emocionado nunca —dijo—. No sé qué utilidad puede tener eso. —Amas a Dios ¿no es así? —preguntó Nicholson, con una calma un poco excesiva—. ¿No vendría a ser ése tu fuerte? Por lo que escuché en esa cinta y por lo que Al Babcock me... —Sí, claro. Lo amo. Pero no lo amo sentimentalmente. Él jamás dijo que había que amarlo en forma sentimental —dijo Teddy—. Si yo fuera Dios, no querría que la gente me amara sentimentalmente. Los sentimientos no son dignos de confianza. —Quieres a tus padres, ¿verdad? —Sí... mucho —dijo Teddy—. Pero usted desea hacerme usar esa palabra para darle el significado que le interesa..., ya me doy cuenta. —Está bien. ¿Con qué significado deseas emplearla tú? Teddy lo pensó. —¿Conoce el significado de la palabra “afinidad”? —preguntó, volviéndose hacia Nicholson. —Tengo una idea aproximada —dijo Nicholson secamente. —Tengo una gran afinidad con ellos. Quiero decir que son mis padres y todos formamos parte de una armonía recíproca —dijo Teddy—. Quiero que disfruten mientras vivan, porque les gusta pasarlo bien... Pero ellos no me quieren a mí ni a Booper, que es mi hermana, de ese mismo modo. Lo que quiero decir es que parece que no pueden querernos tal como somos. Parece que no pueden querernos si no intentan cambiarnos un poquito. Quieren sus motivos para querernos tanto como nos quieren a nosotros, y a veces más. Así no es tan bueno. —De nuevo se volvió hacia Nicholson, esta vez inclinado un poco hacia adelante—. Por favor ¿qué hora es? Tengo una clase de natación a las diez y media. —Tienes tiempo —dijo Nicholson sin mirar su reloj pulsera. Retiró el puño de la chaqueta—. Son las diez y diez —dijo. —Gracias —dijo Teddy, y se recostó—. Podemos seguir disfrutando de la conversación unos diez minutos más. Nicholson dejó caer una pierna hacia el costado de la reposera, se inclinó, y pisó la colilla del cigarrillo. —Si mal no entiendo —dijo—, tú estás muy de acuerdo con la teoría vedántica de la reencarnación. —No es una teoría. Es una parte...
—Está bien —dijo Nicholson rápidamente. Sonrió y suavemente alzó las palmas de las manos en una especie de irónica bendición—. No vamos a discutir esa cuestión, por el momento. Déjame terminar —de nuevo cruzó sus gruesas piernas, extendidas—. Según puedo entender, has obtenido ciertos datos por los cuales has llegado a convencerte de que en tu última encarnación eras un santón de la India, pero que perdiste más o menos la gracia... —Yo no era un santón —dijo Teddy—. Era sólo un hombre que había alcanzado un gran progreso espiritual. —Bueno... lo que sea —dijo Nicholson—. Pero lo importante es que crees que en tu última encarnación perdiste más o menos la gracia antes de llegar a la Iluminación final. ¿Es así, o yo... ? —Así es —dijo Teddy—. Me encontré con una señora, y dejé de meditar —retiró los brazos de los posabrazos y metió las manos debajo de los muslos, como para abrigarlas—. De todos modos hubiera tenido que tomar otro cuerpo y regresar a la Tierra..., quiero decir que no habría adelantado tanto espiritualmente como para morir, en el caso de que no hubiera encontrado a esa señora, y llegar directamente a Brahma, sin tener que volver a la Tierra. Pero de no haberme encontrado con esa señora no habría tenido que encarnarme en un cuerpo norteamericano. Quiero decir, es muy difícil meditar y llevar una vida espiritual en Estados Unidos. Al que trata de hacerlo la gente lo toma por un bicho raro. En cierto modo, mi padre piensa que soy un bicho raro. Y mi madre... bueno, ella cree que no me hace bien estar pensando continuamente en Dios. Cree que me hace mal a la salud. Nicholson lo miraba, estudiándolo. —Me parece que en la última cinta dijiste que tuviste tu primera experiencia mística a los seis años. ¿No es así? —Tenía seis años cuando me di cuenta de que todo era Dios, y se me erizó el pelo y todo eso —dijo Teddy—. Recuerdo que era domingo. Mi hermana era apenas una criatura entonces, y estaba tomando la leche, y de repente me di cuenta de que ella era Dios y que la leche era Dios. Quiero decir que lo que estaba haciendo era verter a Dios dentro de Dios, no sé si me interpreta. Nicholson no dijo nada. —Pero ya podía salir muy a menudo de las dimensiones finitas cuando tenía cuatro años —dijo Teddy, como siguiendo el curso de sus recuerdos—. No en forma continua ni nada de eso, pero bastante seguido. Nicholson asintió. —De veras? —dijo—. ¿Podías? —Sí —dijo Teddy—. Eso estaba en la cinta... o tal vez en la cinta que grabé en abril último... no estoy seguro. Nicholson sacó otra vez un cigarrillo, pero sin quitarle a Teddy los ojos de encima. —¿Cómo sale uno de la dimensión finita? —preguntó, con una breve carcajada—. Quiero decir, para empezar de forma muy elemental, un trozo de madera es un trozo de madera, por ejemplo. Tiene largo, ancho... —No los tiene. Ahí es donde usted se equivoca —dijo Teddy—. Todos creen que las cosas se detienen en un cierto punto. No es así. Eso es lo que estaba tratando de decirle al profesor Peet. —Se corrió en la silla, sacó un pañuelo, una horrible cosa gris, comprimida, y se sonó—. La única razón por la cual los objetos parecen detenerse en cierto punto es porque la gente no conoce otra manera de mirarlos —dijo—. Pero eso no significa que sea así —guardó el pañuelo y miró a Nicholson—. ¿Quiere levantar el brazo un segundo, por favor? —pidió. —¿El brazo? ¿Por qué?
—Levántelo. Un segundo, no más. Nicholson levantó el brazo unos centímetros por encima del nivel del posabrazo. —¿Este? —preguntó. Teddy asintió. —¿A eso cómo lo llama? —preguntó. —¿Qué quieres decir? Es mi brazo. Un brazo. —¿Cómo lo sabe? —preguntó Teddy. Usted sabe que se llama brazo, pero, ¿cómo sabe que es un brazo? ¿Tiene alguna prueba de que sea un brazo? Nicholson sacó un cigarrillo y lo encendió. —Francamente, todo esto me suena a sofisma de la peor clase —dijo, exhalando el humo—. Es un brazo, diablos, porque es un brazo. En primer lugar, tiene que tener un nombre para que se lo pueda distinguir de los otros objetos. Quiero decir, que no puedes simplemente... —Usted se está poniendo lógico —dijo Teddy sin perder la calma. —¿Me estoy poniendo cómo? —dijo Nicholson con un leve exceso de cortesía. —Lógico. Me está dando una respuesta corriente, inteligente —dijo Teddy. Yo estaba tratando de ayudarlo. Usted me preguntó cómo hago para salir de las dimensiones finitas cuando quiero. Desde luego, no empleo la lógica cuando lo hago. La lógica es lo primero que hay que dejar de lado. Nicholson se quitó con los dedos una hebra de tabaco que tenía en la lengua. —¿Usted conoce a Adán? —le preguntó Teddy. —¿Si conozco a quién? —A Adán. El de la Biblia. Nicholson sonrió. —Personalmente, no —dijo secamente. —No se enoje conmigo —dijo Teddy vacilando—. Me hizo una pregunta, y yo... —No estoy enojado contigo, por Dios. —Bien —dijo Teddy. Estaba reclinado en su asiento, pero tenía la cabeza vuelta hacia Nicholson—. ¿Se acuerda de la manzana que Adán comió en el jardín del Edén, como se cuenta en la Biblia? —preguntó—. ¿Sabe lo que había en esa manzana? Lógica. La lógica y además cosas intelectuales. Eso es lo único que tenía adentro. Así que (esto es lo que quiero señalar) lo que tiene que hacer es vomitar todo eso si quiere ver las cosas como realmente son. Quiero decir que si lo vomita entonces no va a tener más problemas con bloques de madera y cosas así. Ya no verá las cosas detenidas todo el tiempo. Y sabrá qué es en realidad su brazo, si le interesa saberlo. ¿Comprende lo que quiero decir? ¿Me entendió? —Lo entendí —dijo Nicholson, más bien brevemente. —El problema es —dijo Teddy— que la mayoría de la gente no quiere ver las cosas tal como son. Ni siquiera dejar de nacer y morir a cada rato. Quieren tener constantemente cuerpos nuevos, en vez de detenerse y permanecer en Dios, donde se está bien de veras. —Reflexionó—. Nunca vi una banda semejante de comedores de manzanas. Meneó la cabeza.
En ese momento un camarero de cubierta, que hacía su ronda en ese sector, se detuvo frente a Teddy y a Nicholson y les preguntó si querían tomar el caldo de la mañana. Nicholson no contestó. Teddy dijo: —No, gracias. Y el camarero continuó su recorrido.
—Si no quieres discutirlo, no tienes por qué hacerlo —dijo Nicholson de pronto y con cierta brusquedad. Sacudió la ceniza de su cigarrillo—. Pero ¿es cierto o no, que le dijiste a todo el grupo examinador de Leidekker (Walton, Peet, Larson, Samuels y todos ellos) cuándo y dónde y cómo morirían? ¿Es cierto o no es cierto? Nadie te obliga a decirlo, pero por lo que se contaba en Boston... —No, no es cierto —dijo Teddy con énfasis—. Les dije los lugares y los momentos en que debían tener mucho, mucho cuidado. Y les sugerí algunas cosas que les convendría hacer... Pero no dije nada más. No hablé de nada que fuera inevitable de ese modo —de nuevo sacó su pañuelo y lo usó. Nicholson lo observaba, esperando—. Y al profesor Peet no le dije nada de eso. En primer lugar, no era uno de los que se divertían haciéndome toda clase de preguntas. Lo que le dije al profesor Peet es que no debía ser profesor después de enero, eso es lo único que le dije —Teddy, recostado contra el respaldo, calló un instante—. Los otros profesores me obligaron prácticamente a contar toda esa historia. Fue cuando habíamos terminado la entrevista y grabábamos la cinta, y era muy tarde, y todos estaban sentados fumando sus cigarrillos y poniéndose muy quisquillosos. —Pero, ¿no le dijiste a Walton o a Larsen, por ejemplo, cuándo o dónde o cómo les llegaría la muerte? —insistió Nicholson. —No, señor. Nada de eso —dijo Teddy categóricamente—. Yo no quería decirles nada de todo eso, pero ellos insistían en hablar del asunto. En realidad, el que más o menos empezó la cosa fue el profesor Walton. Dijo que realmente quería saber cuándo iba a morir, porque entonces sabría qué trabajo hacer y qué trabajo dejar de lado, y cómo usar el tiempo de la mejor manera posible, y todo eso. Y entonces todos insistieron... Así que les dije un poco más. Nicholson no dijo nada. —Pero no es cierto que yo les dije cuándo se iban a morir. Es un rumor totalmente falso —dijo Teddy—. Podría haberlo hecho, pero sabía que en el fondo no lo querían saber. Lo que quiero decir es que aunque enseñan religión y filosofía y cosas así, siguen teniendo bastante miedo de morir —Teddy, sentado, o reclinado, guardó silencio un minuto—. ¡Es tan tonto! —dijo—. Lo único que pasa es que cuando uno muere se escapa del cuerpo. Caramba, si todos lo hemos hecho miles y miles de veces. El hecho de que no se acuerden no significa que no haya ocurrido. Es tan tonto. —Tal vez. Tal vez —dijo Nicholson—. Pero lo lógico sigue siendo que por mucha inteligencia que... —Es tan tonto —dijo Teddy otra vez—. Por ejemplo, tengo una lección de natación dentro de cinco minutos. Podría bajar a la piscina y encontrarme con que no tiene agua. Podría ser el día en que cambian el agua, por ejemplo. Podría pasar, por ejemplo, que yo caminara hasta el borde, como para mirar el fondo, y que mi hermana viniera y me diera un empujón. Podría fracturarme el cráneo y morir instantáneamente —Teddy miró a Nicholson—. Podría ocurrir —dijo—. Mi hermana sólo tiene seis años, y no hace muchas vidas que es ser humano, y no me quiere mucho. Podría pasar, desde luego. Pero ¿qué tendría de trágico? ¿De qué podría tener miedo? Después de todo, yo no estaría haciendo más que lo que debo hacer, ¿verdad? Nicholson gruñó suavemente. —Tal vez no fuera una tragedia desde tu punto de vista, pero seguramente sería una cosa triste para tu mamá y tu papá —dijo—. ¿No pensaste en eso? —Sí, claro que lo pensé —dijo Teddy—. Pero sólo es porque tienen nombres y emociones para todo lo que ocurre —había tenido las manos metidas debajo de los muslos pero las sacó de nuevo, las metió debajo de las axilas, y miró a Nicholson—. ¿Conoce a Sven, el encargado del gimnasio? —preguntó. Esperó a que Nicholson
asintiera—. Bueno, si Sven soñara esta noche que se muere su perro, dormiría muy mal, porque le tiene enorme cariño a ese perro. Pero al despertarse por la mañana, todo estaría bien. Se daría cuenta de que todo había sido nada más que un sueño. Nicholson asintió. —¿Qué quieres decir, exactamente? —Que si el perro muriera de verdad, sería exactamente lo mismo. Sólo que no se daría cuenta. Se daría cuenta únicamente al morir él mismo. Nicholson, con aire abstraído, ocupaba su mano derecha en masajearse lenta y sensualmente la nuca. Su mano izquierda, inmóvil sobre el posabrazos, con un nuevo cigarrillo aún sin encender suspendido entre los dedos, parecía curiosamente blanca e inorgánica en la radiante luz del sol. Teddy, de pronto, se incorporó: —Lo siento pero ahora sí tengo que irme —dijo. Se sentó haciendo equilibrio en el posapiés extendido ante su silla, enfrentando a Nicholson, y se metió la camiseta dentro de los pantalones—. Calculo que tengo más o menos un minuto y medio para llegar a la clase de natación —dijo—. Es justo aquí abajo en la cubierta E. —¿Puedo preguntarte por qué le dijiste al profesor Peet que debía dejar de enseñar a principios del año próximo? —preguntó Nicholson, sin rodeos—. Conozco a Bob Peet. Por eso te lo pregunto. Teddy se ajustó su cinturón de cuero de cocodrilo. —Sólo porque es un hombre muy espiritual, y ahora está enseñando un montón de cosas que no lo van a beneficiar nada si realmente quiere hacer algún progreso espiritual. Lo estimula demasiado. Es hora de que empiece a quitarse cosas de la cabeza en lugar de llenarla cada vez más. Podría desembarazarse de un montón de manzanas en esta vida, con sólo proponérselo... Es muy bueno meditando —Teddy se levantó—. Es mejor que me vaya. No quiero llegar demasiado tarde. Nicholson lo miró y sostuvo su mirada, deteniéndolo. —¿Qué harías si pudieras modificar el sistema de enseñanza? —preguntó ambiguamente—. ¿Alguna vez pensaste en eso? —Tengo que irme, de veras... —dijo Teddy. —Contéstame esa única pregunta —dijo Nicholson—. En verdad, la enseñanza es mi tema... es en lo que me ocupo. Por eso te pregunto. —Bueno... no estoy muy seguro de lo que haría —dijo Teddy—. Lo que sé es que no empezaría con las cosas con que por lo general empiezan las escuelas. —Cruzó los brazos y reflexionó un instante—. Creo que primero reuniría a todos los niños y les enseñaría a meditar. Trataría de enseñarles a descubrir quiénes son, y no simplemente cómo se llaman y todas esas cosas... Pero antes, todavía, creo que les haría olvidar todo lo que les han dicho sus padres y todos los demás. Quiero decir, aunque los padres les hubieran dicho que un elefante es grande, yo les sacaría eso de la cabeza. Un elefante es grande sólo cuando está al lado de otra cosa, un perro, o una señora, por ejemplo — Teddy recapacitó durante otro instante—. Ni siquiera les diría que un elefante tiene trompa. Cuanto más, les mostraría un elefante, si tuviera uno a mano, pero los dejaría ir hacia el elefante sabiendo tanto de él como el elefante de ellos. Lo mismo haría con el pasto y todas las demás cosas. Ni siquiera les diría que el pasto es verde. Los colores son sólo nombres. Porque si usted les dice que el pasto es verde, van a empezar a esperar que el pasto tenga algún aspecto determinado, el que usted dice, en vez de algún otro que puede ser igualmente bueno y quizá mejor. No sé. Yo les haría vomitar hasta el último pedacito de manzana que sus padres y todos los otros les han hecho morder. —¿No se correría el peligro de formar una generación de pequeños ignorantes?
—Por qué? No serían más ignorantes que un elefante. O un pájaro. O un árbol — dijo Teddy—. El hecho de que se sea de cierta forma en lugar de comportarse simplemente de cierta forma, no significa que alguien sea un ignorante. —¿No? —¡No! —dijo Teddy—. Además, si quisieran aprender todo lo demás, nombres, y colores, y otras cosas, podrían hacerlo; si les gustara, cuando tuvieran más edad. Pero yo querría que ellos empezaran con las verdaderas formas de mirar las cosas y no mirándolas como hacen todos los otros comedores de manzanas. Eso es lo que quiero decir —se acercó a Nicholson y le tendió la mano—. Tengo que irme ahora. En serio. He pasado un momento muy... —Un segundito no más, siéntate un minuto —dijo Nicholson—. ¿Pensaste alguna vez que podrías hacer algún estudio cuando seas grande? ¿Alguna investigación en medicina, o algo así? Yo pienso que tú, con tu inteligencia, podrías... Teddy contestó, pero sin sentarse. —Lo pensé una vez, hace un par de años —dijo—. Había hablado con algunos médicos —meneó la cabeza—. No me interesaría mucho. Los médicos se quedan demasiado en la superficie. Siempre están hablando de células y cosas así. —¿Ajá? ¿Para ti no tiene importancia la estructura celular? —Sí, por supuesto. Pero los médicos hablan de las células como si tuvieran una importancia tan ilimitada en sí mismas. Como si en realidad no pertenecieran a la persona que las posee. —Con una mano Teddy se apartó el pelo de la frente—. Yo hice crecer mi propio cuerpo —dijo—. Nadie lo ha hecho por mí. De modo que si yo lo hice crecer, debo saber cómo. Por lo menos inconscientemente. Tal vez haya perdido en los últimos cientos de miles de años el conocimiento consciente de cómo hacerlo crecer, pero ese conocimiento todavía está ahí porque, evidentemente, lo he usado... Se necesitaría mucha meditación y vacío para recuperarlo todo, quiero decir, el conocimiento consciente, pero uno podría hacerlo si quisiera. Si se abriera lo suficiente. —De pronto estiró una mano hacia abajo y levantó el brazo derecho de Nicholson separándolo del posabrazos. Lo sacudió una sola vez, cordialmente, y dijo—: Adiós. Tengo que irme. Esta vez Nicholson no fue capaz de detenerlo, con tanta rapidez salió corriendo por el pasillo. Nicholson permaneció inmóvil durante varios minutos luego que el chico se hubo ido, con sus manos apoyadas en los posabrazos de la reposera y el cigarrillo sin prender aun entre los dedos de su mano izquierda. Por fin, alzó la mano derecha e hizo un gesto como para comprobar que seguía teniendo abierto el cuello de la camisa. Después encendió el cigarrillo y se quedó otra vez muy quieto. Fumó el cigarrillo hasta el final, después bruscamente pasó una pierna por sobre el costado de la tumbona, pisó el cigarrillo, se incorporó y salió con cierta prisa caminando entre las sillas. Por la escalera de proa, bajó apresuradamente a la cubierta de paseo. Sin detenerse, continuó, siempre con bastante celeridad, hasta la cubierta principal. Luego a la cubierta A. Luego a la cubierta B. Luego a la cubierta C. Luego a la cubierta D. En la cubierta D terminaba la escalera de proa y Nicholson se detuvo un momento, al parecer desorientado. Después divisó a alguien que podía guiarlo. En mitad del pasillo, una camarera estaba sentada en una silla leyendo una revista y fumando un cigarrillo. Nicholson se acercó, la consultó brevemente, le agradeció, dio unos pasos más hacia proa y abrió una pesada puerta metálica que decía: A LA PISCINA. Vio una escalera angosta, sin, alfombrar.
Apenas había bajado la mitad de la escalera cuando oyó un grito sostenido, penetrante, evidentemente de una niña pequeña. Había una gran acústica, como si el grito reverberara entre las cuatro paredes de azulejos...
Traducción de Marcelo Berri. De Nine Stories.
El tío Wiggily en Connecticut Eran casi las tres cuando Mary Jane encontró por fin la casa de Eloise. Le contó a Eloise, quien había salido a la puerta a recibirla, que todo había resultado perfecto, que se había acordado exactamente del camino hasta que dejó la autopista de Merrick. Eloise dijo “Autopista Merritt, nena”, y le recordó que en dos oportunidades anteriores ya había encontrado la casa; pero Mary Jane se limitó a gemir algo en forma ambigua, algo referente a su caja de Kleenex, y corrió otra vez hacia su convertible. Eloise levantó el cuello de su abrigo de piel de camello, se puso de espaldas al viento y esperó. Mary Jane volvió en seguida, usando una hojita de Kleenex y todavía con aire de estar preocupada, hasta angustiada. Eloise dijo alegremente que se había quemado todo —las mollejas, todo— pero Mary Jane dijo que de todas maneras había comido en el camino. Mientras las dos caminaban hacia la casa, Eloise preguntó a Mary Jane por qué le habían dado el día franco. Mary Jane dijo que no tenía todo el día franco, sino que el señor Weyinburg se había herniado y se había quedado en su casa de Larchmont, y todas las tardes ella debía llevarle la correspondencia y traer alguna que otra carta para despachar. Le preguntó a Eloise: —¿Qué es una hernia, exactamente? Eloise, dejando caer el cigarrillo sobre la nieve sucia, dijo que en realidad no sabía, pero que Mary Jane no tenía que preocuparse por la posibilidad de herniarse. Mary Jane dijo “oh” y las dos chicas entraron a la casa. Veinte minutos después estaban terminando su primer copetín en la sala y conversaban de esa manera peculiar, y probablemente única, de quienes han compartido alguna vez un cuarto en la universidad. El vínculo entre ellas era aún más estrecho: ninguna de las dos se había recibido. Eloise había abandonado los estudios a mitad del segundo año, en 1942, una después de que la encontraron encerrada con un soldado en un ascensor, en el tercer piso del pabellón de residentes. Mary Jane había dejado la misma clase, el mismo año, prácticamente el mismo mes para casarse con un cadete de aviación destinado en Jacksonville, Florida: un muchacho delgado, preocupado por los aviones, procedente de Dill, Mississippi, que había pasado dos de los tres meses que estuvo casado con Mary Jane, en el calabozo por haber acuchillado a un policía militar. —No —decía Eloise—. En realidad, era pelirroja. —Estaba echada en el sofá, con sus piernas (delgadas pero muy bonitas) cruzadas ala altura de los tobillos. —Yo había oído decir que era rubia —repitió Mary Jane. Estaba sentada en un sillón azul, rígido—. Esa fulana juró por todos los santos que era rubia. —No. En absoluto —Eloise bostezó—. Cuando se lo tiñó yo prácticamente estaba en el cuarto con ella. ¿Qué pasa? ¿No hay cigarrillos ahí? —Está bien. Tengo un paquete entero —dijo Mary Jane—. En alguna parte —revisó su bolso. —Esta sirvienta imbécil —dijo Eloise sin moverse del diván—. Dejé justo delante de sus narices dos cartones nuevos de cigarrillos hace más o menos una hora. En cualquier momento aparece para preguntarme qué tiene que hacer con ellos. ¿De qué diablos hablábamos? —De Thieringer —le sopló Mary Jane, mientras prendía uno de sus propios cigarrillos. —Ah, sí. Me acuerdo perfectamente. Se lo tiñó la noche antes de casarse con ese Frank Henke. ¿Te acuerdas de él, por casualidad? —Más o menos. ¿Era soldado raso? ¿Terriblemente sin atractivo?
—¿Sin atractivo? ¡Por Dios! Parecía un Bela Lugosi con la cara sucia. Mary Jane echó su cabeza hacia atrás y estalló de risa. —Maravilloso —dijo, recobrando la posición adecuada para beber. —Dame tu vaso —dijo Eloise, revoleando sus pies descalzos, enfundados en las medias y poniéndose de pie—: Francamente esa gansa. Hice de todo menos obligar a Lew a que le hiciera la corte para que viniera aquí con nosotras. Ahora me arrepiento... ¿Dónde conseguiste eso? —¿Esto? —dijo Mary Jane, tocando un camafeo que llevaba en el pecho—. Pero si ya lo llevaba en la universidad. Era de mamá. —Dios mío —dijo Eloise con el vaso vacío en la mano—. Yo no tengo ni una mísera porquería de recuerdo. Si la madre de Lew se muere alguna vez, ¡ja, ja!, probablemente me deje alguna pinza para hielo con un monograma o algo por el estilo. —¿Cómo te llevas con ella últimamente? —No hagas chistes —dijo Eloise dirigiéndose a la cocina. —Esta sí que es la última copa para mí —le gritó Mary Jane. —Cuernos. ¿Quién llamó a quién? ¿Y quién llegó con dos horas de retraso? Tú te quedas aquí hasta que me canse de verte. Al diablo con tu asqueroso trabajo. Nuevamente Mary Jane echó su cabeza hacia atrás y volvió a reír, pero Eloise ya había desaparecido en la cocina. Incómoda al hallarse a solas en la habitación, Mary Jane se incorporó y fue hasta la ventana. Hizo a un lado la cortina y apoyó un antebrazo en uno de los travesaños entre los paneles de vidrio, pero al notar que estaba sucio retiró el brazo, frotó la muñeca con la otra mano para limpiarla y se paró más derecha. Afuera la nieve sucia se derretía rápidamente, convirtiéndose en hielo. Mary Jane soltó la cortina y regresé al sillón azul, pasando entre dos bibliotecas repletas de libros sin dignarse mirar ninguno de los títulos. Una vez sentada, abrió su bolso y se miró los dientes en el espejito. Cerró la boca, deslizó la lengua con fuerza sobre los dientes superiores, y volvió a mirarse. —Está helando en forma, afuera —dijo, volviéndose—. ¡Qué poco tardaste! ¿No le pusiste soda? Eloise, con un vaso lleno en cada mano, se detuvo de pronto. Extendió los dos dedos índice a modo de revolver y dijo: —Que nadie se mueva. Tengo rodeado todo este maldito lugar. Mary Jane rió y guardó el espejito. Eloise se adelanto con los vasos. Con cierta inseguridad, puso el de Mary Jane en un apoyavasos, pero conservó el suyo en la mano. Se echó de nuevo en el diván. —¿Qué crees que está haciendo ahí? —dijo—. Está sentada sobre su gran traste negro leyendo El manto sagrado. Al sacar las cubetas se me cayeron. Me miró realmente fastidiada. —Esta es la última para mí. Lo digo en serio —dijo Mary Jane, tomando su vaso—. Ah, escúchame. ¿Sabes a quién vi la semana pasada, en la planta baja de Lord & Taylor's? —Ya sé —dijo Eloise, acomodando un almohadón debajo de su cabeza—. A Akim Tamiroff. —¿Quién? —dijo Mary Jane—. ¿Quién es? —Akim Tamiroff. Trabaja el cine. Siempre dice “Estás haciendo un gran chiste, ¿no?”... Me encanta... En toda esta casa no hay un solo almohadón soportable... ¿A quién viste? —A Jackson. Estaba ... —¿Cuál de ellas? —No sé. La que estaba en la clase de psicología con nosotras, que siempre...
—Las dos estaban en la clase de psicología. —Bueno. La que tenía un tremendo... —Marcia Louise. Yo también me encontré con ella una vez. ¿Habló hasta por los codos? —¡Ay, Dios!, sí. Pero ¿sabes qué me dijo, además? Murió la doctora Whiting. Me dijo que Bárbara Hill le escribió contándole que Whiting se había muerto de cáncer el verano pasado. Dijo que pesaba menos de treinta kilos al morir. ¿No es terrible? —No. —Eloise, te estás volviendo más dura que una piedra. —Ajá. ¿Qué más dijo? —Oh, acababa de regresar de Europa. A su marido lo habían destinado a Alemania o algo parecido y ella fue con él. Dijo que tenían una casa de cuarenta habitaciones, que compartían sólo con otra pareja y unos diez sirvientes. Tenía su propio caballo y el cuidador había sido el maestro de equitación de Hitler o algo así. Ah, y empezó a contarme cómo casi la había violado un soldado negro. Empezó a contármelo justo en la planta baja de Lord & Taylor's; tú sabes cómo es Jackson. Dijo que había sido el chofer de su marido, una mañana cuando la llevaba al mercado o algo por el estilo. Dijo que se asustó tanto que ni siquiera... —Espera un segundo —Eloise levantó la cabeza y la voz—. Ramona ¿eres tú? —Sí —contestó una vocecita de niña. —Por favor, cierra la puerta cuando entres —gritó Eloise. —¿Es Ramona? Me muero de ganas de verla. ¿Te das cuenta que no la he visto desde que tuvo la... ? —Ramona —gritó Eloise con los ojos cerrados—. Ve a la cocina y dile a Grace que te quite las botas. —Bueno —dijo Ramona—. Vamos, Jimmy. —Me muero por verla —dijo Mary Jane—. ¡Oh, Dios! Mira lo que hice. Lo siento terriblemente, Elo. —Deja. Déjalo —dijo Eloise—. Odio esta porquería de alfombra, después de todo. Te serviré otro trago. —No, mira, ¡me queda más de la mitad! —Mary Jane levantó su vaso. —¿Seguro? —dijo Eloise—. Dame un cigarrillo. Mary Jane le extendió su paquete de cigarrillos, diciendo: —Me muero de ganas de verla. ¿A quién se parece ahora? Eloise prendió un fósforo: —A Akim Tamiroff. —No, en serio. —A Lew. Se parece a él. Cuando viene la madre los tres parecen trillizos. —Eloise, sin incorporarse, tomó una pila de ceniceros de la mesa ratona. Separó con pericia el cenicero que estaba encima de la pila y lo depositó sobre su abdomen—. A mí me hace falta un cocker spaniel o algo así —dijo—. Alguien que se me parezca. —¿Cómo anda de los ojos? —preguntó Mary Jane—. No están peores ni nada de eso ¿verdad? —No. Que yo sepa por lo menos. —¿Ve algo sin los anteojos? Quiero decir, si tiene que levantarse de noche para ir al baño o algo así. —No se lo cuenta a nadie. Está llena de secretos. Mary Jane giró en su sillón. —¡Hola, Ramona! —dijo—. ¡Qué lindo vestido! —dejó su vaso en una mesita—. Apuesto a que ni siquiera te acuerdas de mí, ¿eh, Ramona?
—Claro que se acuerda. ¿Quién es la señorita, Ramona? —Mary Jane —dijo Ramona, y se rascó. —¡Maravilloso! —dijo Mary Jane—. ¿Me das un besito, Ramona? —Termina de rascarte —dijo Eloise a Ramona. Ramona dejó de rascarse. —No me gusta dar besitos. Eloise hizo oír un chasquido impaciente y preguntó: —¿Dónde está Jimmy? —Aquí está. —¿Quién es Jimmy? —preguntó Mary Jane a Eloise. —¡Oh! Su festejante. Va adonde ella va. Hace lo que hace ella. Todo de lo más divertido. —¿Es verdad? —dijo Mary Jane entusiasmada. Se inclinó hacia adelante—. ¿Tienes un festejante, Ramona? Los ojos miopes de Ramona, detrás de los gruesos anteojos, no reflejaron la más mínima parte del entusiasmo de Mary Jane. —Mary Jane te hizo una pregunta, Ramona —dijo Eloise. Ramona introdujo un dedo en su pequeña y chata nariz. —No hagas eso —dijo Eloise—. Mary Jane te preguntó si tienes novio. —Sí —dijo Ramona, aún ocupada con su nariz. —Ramona —dijo Eloise—, basta ya. Ahora mismo. Ramona bajó la mano. —Bueno, me parece maravilloso —dijo Mary Jane—. ¿Cómo se llama? ¿Me dices cómo se llama, Ramona? ¿O es un secreto muy importante? —Jimmy —dijo Ramona. —¿Jimmy? ¡Ah, me encanta el nombre Jimmy! ¿Jimmy qué, Ramona? —Jimmy Jimmereeno —dijo Ramona. —Quieta —dijo Eloise. —¡Bueno! Todo un nombre. ¿Dónde está Jimmy? ¿Me lo dirás, Ramona? —Aquí —dijo Ramona. Mary Jane miró a su alrededor, y luego miró otra vez, a Ramona, sonriendo en la forma más simpática posible. —¿Aquí dónde, querida? —Aquí —dijo Ramona—. Le estoy dando la mano. —No entiendo —dijo Mary Jane a Eloise, que estaba terminando su vaso. —A mí no me mires —dijo Eloise. Mary Jane miró nuevamente a Ramona. —Ah, ya veo. Jimmy es un chico de mentiras. Maravilloso —Mary Jane se inclinó cordialmente hacia adelante—. ¿Cómo te va, Jimmy? —dijo. —Él no te va a hablar —dijo Eloise—. Ramona, cuéntale a Mary Jane acerca de Jimmy. —¿Que le cuente qué? —Derecha, por favor... Dile a Mary Jane cómo es Jimmy. —Tiene ojos verdes y pelo negro. —¿Qué más? —No tiene papá ni mamá. —¿Qué más? —No tiene pecas. —¿Qué más? —Una espada.
—¿Qué más? —No sé —dijo Ramona, y empezó a rascarse de nuevo. —¡Parece precioso! —dijo Mary Jane, y se inclinó aún más hacia adelante en su silla—. Ramona... dime... ¿Jimmy también se quitó las botas cuando entró? —Tiene botas —dijo Ramona. —Maravilloso —dijo Mary Jane a Eloise. —Eso es lo que crees tú. Yo tengo que soportarlo todo el día. Jimmy come con ella. Se baña con ella. Duerme con ella. Ella duerme en un lado de la cama para no aplastarlo cuando se da vuelta. Como absorta y encantada con esa información, Mary Jane se mordió el labio inferior y después lo soltó para preguntar: —¿Y ese nombre de dónde lo sacó? —¿Jimmy Jimmereeno? Dios sabe. —Tal vez de algún chico de la vecindad. Bostezando, Eloise meneó la cabeza: —No hay chicos por aquí. Ni chicos ni chicas. Por detrás me llaman Fanny la Fértil... —Mamá —dijo Ramona—, ¿puedo salir a jugar? Eloise la miró. —Acabas de llegar —le dijo. —Jimmy quiere salir otra vez. —¿Se puede saber por qué? —Se olvidó la espada afuera. —Oh, él y su maldita espada —dijo Eloise—. Bueno. Está bien. Ponte nuevamente las botas. —¿Puedo agarrar esto? —dijo Ramona, tomando un fósforo quemado del cenicero. —“Puedo tomar esto.” Sí. Por favor no andes por la calle. —¡Adiós, Ramona! —dijo Mary Jane en tono musical. —Adiós —dijo Ramona—. Vamos, Jimmy. Repentinamente, Eloise se puso de pie. —Dame tu vaso —dijo. —No, Elo, en serio. Ya tendría que estar en Larchmont. Míster Weyinburg es tan amable, que no me gusta... —Llámalo y dile que te has muerto. Suelta ese maldito vaso. —No, en serio, Elo. Está helando horrorosamente. El auto casi no tiene anticongelante. Es que si yo no... —Que se congele. Anda, llama. Dile que te has muerto —dijo Eloise—. Dame eso. —Bueno..., ¿dónde está el teléfono? —Se fue... —dijo Eloise, llevando los vasos vacíos y yendo hacia el comedor— para ese lado— se detuvo en el umbral entre la sala y el comedor, hizo una contorsión y dio un salto. Mary Jane lanzó una risita.
—Lo que digo es que tú nunca conociste de veras a Walt —dijo Eloise a las cinco menos cuarto, acostada de espaldas en el piso, con un vaso lleno haciendo equilibrio sobre su pecho casi liso—. Fue el único muchacho que conocí capaz de hacerme reír. Te digo reír de veras —miró a Mary Jane—. ¿Te acuerdas esa noche, en nuestro último año, cuando la loca de Louise Hermanson entró en el cuarto a la carrera llevando ese sostén negro que había comprado en Chicago?
Mary Jane rió entre dientes. Estaba acostada boca abajo en el sofá, con la cabeza apoyada en el brazo, de frente a Eloise. Había dejado el vaso en el suelo, al alcance de su mano. —Bueno, él podía hacerme reír así —dijo Eloise—. Lo conseguía cuando me hablaba. Hasta me hacía reír por teléfono. O cuando me escribía. Y lo mejor es que ni siquiera trataba de ser divertido... simplemente era divertido —volvió un poco la cabeza hacia Mary Jane—. Oye, ¿quieres tirarme un cigarrillo? —No los puedo alcanzar —dijo Mary Jane. —Vete al cuerno —Eloise miró nuevamente hacia el cielo raso—. Una vez —dijo— me caí. Acostumbraba esperarlo en la parada del ómnibus, justo frente a la cantina del regimiento, y una vez llegó tarde, cuando el ómnibus ya se iba. Empezamos a correrlo y yo me caí y me lastimé un tobillo. Dijo: “Pobre tío Wiggily”. Era por mi tobillo. Lo llamó “Tío Wiggily”. Diablos ¡qué simpático era! —¿Lew no tiene sentido del humor? —¿Cómo? —preguntó Eloise. —¿Lew no tiene sentido del humor? —¡Dios mío! ¡Vaya una a saberlo! Sí, supongo que sí. Se ríe de las historietas y todas esas cosas. Eloise alzó la cabeza, inclinó el vaso sobre el pecho, y bebió. —Bueno... —dijo Mary Jane. Eso no es todo. Quiero decir que eso no lo es todo. —¿Qué no es todo? —Oh, bueno... la risa y esas cosas. —¿Quién dijo que no? —dijo Eloise—. Oye, salvo que quieras convertirte en una monja o algo por el estilo, es mejor reírte, ¿no? Mary Jane lanzó una risita. —Eres terrible —dijo. —Diablos, qué simpático era —dijo Eloise—. Era divertido o cariñoso. Y no cariñoso como un nenito, nada de eso. Era cariñoso de una forma especial. ¿Sabes qué hizo una vez? —¿Mm? —dijo Mary Jane. —Fue un día que viajábamos en el tren que iba de Trenton a Nueva York, cuando lo acababan de incorporar al ejército. Hacía frío en el coche y yo había puesto el abrigo así echado sobre los dos. Me acuerdo que llevaba el jersey de Joyce Morrow. ¿Te acuerdas de aquel jercey azul tan amoroso que tenía Joyce? Mary Jane asintió, pero Eloise ni siquiera miré para comprobar el gesto. —Bueno, él había puesto la mano sobre mi barriga, ¿te das cuenta? Bueno, de repente dijo que mi barriga era tan linda que deseaba que viniera algún oficial y le ordenara sacar la otra mano por la ventanilla. Dijo que quería hacer lo que era justo. Después sacó la mano y le dijo al guarda que enderezara la espalda. Dijo que una cosa que no podía soportar era un hombre que no parecía orgulloso de su uniforme. El guarda le dijo que siguiera durmiendo. —Eloise pensó un momento y entonces dijo—: No era sólo lo que decía, sino cómo lo decía. ¿Me entiendes? —¿Alguna vez le hablaste a Lew de él, quiero decir, le dijiste algo? —Bueno —dijo Eloise—, una vez empecé a hacerlo. Pero lo primero que me preguntó fue qué grado tenía. —¿Y qué grado tenía? —¡Ja! —dijo Eloise. —No, lo que quise decir... De pronto Eloise se rió con una risa que le brotaba del diafragma:
—¿Sabes lo que dijo una vez? Dijo que sentía que estaba progresando en el ejército, pero en una dirección distinta de los demás. Dijo que cuando lo ascendieran por primera vez, en lugar de ponerle jinetas le iban a sacar las mangas del uniforme. Dijo que cuando llegara a general iba a estar completamente desnudo. Lo único que usaría sería un botoncito de infantería en el ombligo —Eloise miró a Mary Jane, que seguía seria— . ¿No crees que es muy divertido? —Sí. Pero ¿por qué no le cuentas todo eso a Lew alguna vez? —¿Por qué? Porque es demasiado poco inteligente, por eso —dijo Eloise—. Además... escúchame, chica que ha hecho carrera... Si alguna vez te casas de nuevo, no le cuentes nada a tu marido. ¿Me oyes? —¿Por qué? —dijo Mary Jane. —Porque yo te lo digo, por eso —dijo Eloise—. A ellos les gusta pensar que nos pasábamos la vida vomitando cada vez que se nos acercaba un muchacho. Te lo digo en serio. Oh, puedes contarle cosas. Pero nunca la verdad. Nunca la verdad, en serio. Si les dices que una vez conociste a un muchacho buen mozo, tienes que decirles con el mismo tono que era demasiado buen mozo. Y si les cuentas que conociste a un muchacho ocurrente, tienes que decirles que era un vivillo o un sabelotodo. Si no lo haces, te golpean la cabeza con el pobre muchacho cada vez que pueden —Eloise hizo una pausa para beber un trago y pensar—. Mira —dijo—, te escucharán como personas maduras y todo eso. Hasta pondrán cara de tipos endemoniadamente inteligentes. Pero no te dejes engañar. Créeme. Te irás al diablo si alguna vez piensas que tienen la menor inteligencia. Palabra. Mary Jane, que parecía deprimida, alzó la cabeza separando la barbilla del brazo del sofá. Para variar, apoyó el mentón en el antebrazo. Meditó sobre los consejos de Eloise. —Una no puede decir que Lew no es inteligente —dijo. —¿Quién no puede? —Digo ¿no es inteligente? —replicó Mary Jane con inocencia. —Oye —dijo Eloise—. ¿Para qué seguir con eso? Hablemos de otra cosa. No haría más que deprimirte. Hazme callar. —Bueno, ¿por qué te casaste entonces? —¡Dios! No sé. No sé. Me dijo que tenía devoción por Jane Austen. Me explicó que sus libros eran muy valiosos para él. Eso fue exactamente lo que dijo. Después de casarnos descubrí que no había leído ninguno de sus libros. ¿Sabes quién es su autor favorito? Mary Jane meneó la cabeza. —L. Manning Vines. ¿Lo oíste nombrar alguna vez? —No, no. —Yo tampoco. Ni ninguna otra persona. Escribió un libro sobre cuatro hombres que se murieron de hambre en Alaska. Lew no se acuerda cómo se llama, pero es el libro mejor escrito que haya leído en su vida. ¡Mi Dios! Ni siquiera tiene la honradez de decir que le gustaba porque hablaba de cuatro hombres que se murieron de hambre en un iglú o algo así. Tenía que decir que estaba bien escrito. —Eres demasiado severa... —dijo Mary Jane—. Demasiado crítica. A lo mejor era bueno... —Te doy mi palabra que no podía ser bueno —dijo Eloise. Recapacitó un momento y luego agregó—: Por lo menos tú tienes un trabajo. Quiero decir, por lo menos tú... —Pero escúchame —dijo Mary Jane—, ¿tampoco piensas decirle alguna vez que Walt fue muerto en la guerra? Quiero decir, no podría ponerse celoso, ¿verdad?, si supiera que Walt está... bueno... muerto y todo eso.
—¡Oh, querida! ¡Pobre, inocente muchachita de carrera! —dijo Eloise—. Sería peor. Sería un profanador de tumbas. Lo único que sabe es que yo andaba con alguien llamado Walt: un soldado muy ocurrente de mucha chispa. Lo último que yo haría sería decirle que lo mataron. Y si tuviera que hacerlo, que no lo haría, pero si tuviera que hacerlo le diría que murió en un combate. Mary Jane adelantó el mentón un poco por sobre el antebrazo. —Elo... —dijo. —¿Hum? —¿Por qué no me cuentas cómo lo mataron? Juro que nunca se lo diré a nadie. En serio, cuéntame. —No. —Por favor. Lo juro. No se lo diré a nadie. Eloise terminó su copa y nuevamente apoyó el vaso vacío en su pecho: —Se lo dirías a Akim Tamiroff —dijo. —No, no se lo diría. Quiero decir que no se lo diría a... —¡Oh! —dijo Eloise—. Su regimiento estaba descansando en algún lugar. Según me dijo el amigo de él que me escribió, era entre batallas o algo así. Walt y otro muchacho estaban empaquetando una cocinita japonesa. Un coronel quería mandarla a su casa. O a lo mejor la estaban desempacando para envolverla mejor... No sé. La cuestión es que estaba llena de nafta y otras porquerías y les estalló en la cara. El otro muchacho sólo perdió un ojo —Eloise empezó a llorar. Rodeó con la mano el vaso que tenía apoyado en el pecho para sostenerlo. Mary Jane se deslizó del sofá, se acercó gateando a Eloise y empezó a acariciarle la frente. —No llores, Elo. No llores. —¿Quién está llorando? —dijo Eloise. —Ya sé, pero no llores. No vale la pena ni nada. Se abrió la puerta del frente. —Esa es Ramona que vuelve —dijo Eloise con voz nasal—. Hazme un favor. Ve a la cocina y dile a aquella que le dé la cena temprano. ¿Quieres? —Bueno, siempre que me prometas no llorar. —Te prometo. Anda. Ahora no tengo ganas de ir a esa cocina del diablo. Mary Jane se incorporó, perdiendo y recobrando el equilibrio, y salió del cuarto. Antes de dos minutos ya estaba de vuelta, precedida por Ramona, que entró a la carrera. Ramona corría con los pies de plano para que las botas hicieran todo el ruido posible. —No dejó que le sacara las botas —dijo Mary Jane. Eloise, todavía acostada en el suelo, estaba usando su pañuelo. Habló dentro del pañuelo, dirigiéndose a Ramona: —Ve y dile a Grace que te saque las botas. Sabes que no debes entrar en el... —Está en el baño —dijo Ramona. Eloise guardó el pañuelo y se irguió hasta quedar sentada. —Dame el pie —dijo—. Por favor, siéntate primero. Ahí no... aquí, por Dios. De rodillas, buscando los cigarrillos debajo de la mesa, Mary Jane dijo: —Oye, adivina lo que le pasó a Jimmy. —No tengo ni idea. El otro pie. El otro pie. —Lo atropelló un auto —dijo Mary Jane—. ¿No es trágico? —Vi a Skipper con un hueso en la boca —dijo Ramona a Eloise. —¿Qué le pasó a Jimmy? —le preguntó Eloise. —Lo pisaron y se murió. Lo vi a Skipper con un hueso, y no...
—Déjame tocarte un poco la frente —dijo Eloise. Extendió la mano y tocó la frente de Ramona—. Estás un poco afiebrada. Anda y dile a Grace que te sirva la comida en tu cuarto. Después te vas directamente a la cama. Más tarde subiré yo. Anda, ya, por favor. Toma, llévate esto. Lentamente, con grandes zancadas, Ramona abandonó la habitación. —Tírame uno —le dijo Eloise a Mary Jane—. Tomemos otro trago. Mary Jane le llevó un cigarrillo. —¿No es maravilloso lo de Jimmy? ¡Qué imaginación! —Hum. Sirve tú misma ¿quieres? Trae la botella... yo no quiero ir hasta ahí. Todo ese lugar de porquería huele a jugo de naranja.
A las siete y cinco sonó el teléfono. Eloise dejó su asiento junto a la ventana y tanteó en la oscuridad buscando los zapatos. No pudo encontrarlos. En medias caminó con firmeza, casi lánguidamente, hasta el teléfono. El campanilleo no perturbó a Mary Jane, que dormía en el diván, boca abajo. —Hola —dijo Eloise, sin prender la luz—. Escucha, no puedo ir a buscarte. Mary Jane está aquí. Tiene el coche estacionado justo delante del nuestro y no encuentra la llave. No puedo sacar el auto. Nos pasamos veinte minutos buscando la llave en cómo se dice... la nieve y todo. A lo mejor consigues que Dick y Mildred te traigan. — Escuchó—. ¡Ah! Bueno; aguántese, joven. ¿Por qué no forman un batallón entre todos y se vienen marchando? Tú puedes decir eso de un-dos-tres-cuatro. Puedes ser el jefe — escuchó otra vez—. No estoy bromeando —dijo—. En serio que no. Es mi cara, nomás —colgó. Volvió, caminando con algo menos de seguridad, a la sala. Una vez junto a la ventana, volcó lo que quedaba de whisky en el vaso. Era más o menos un dedo. Lo bebió, se estremeció y se sentó. Cuando Grace prendió la luz del comedor, Eloise se sobresaltó. —Mejor que no sirva la cena hasta las ocho, Grace. El señor va a tardar un poco — le dijo a Grace sin levantarse. Grace se dejó ver bajo la luz del comedor pero no avanzó. —¿Se fue la señora? —dijo. —Está descansando. —Ah —dijo Grace—. Señora Wengler, ¿mi marido podría pasar la noche aquí? En mi cuarto tengo mucho lugar y él no tiene que estar en Nueva York hasta mañana por la mañana, y está tan feo afuera. —¿Su marido,? ¿Dónde está? —En este momento —dijo Grace— está en la cocina. —Está bien, pero me temo que no va a poder pasar la noche aquí, Grace. —¿Cómo, señora? —Dije que no va a poder pasar la noche aquí. Esto no es un hotel. Grace se quedó inmóvil un momento, luego dijo: —Sí, señora —y regresó a la cocina. Eloise abandonó el comedor y subió la escalera, apenas iluminada por el reflejo que venía del comedor. Una de las botas de Ramona estaba en el rellano. Eloise la levantó y la arrojó, con todas sus fuerzas, hacia abajo; golpeó violentamente contra el piso del vestíbulo. Encendió la luz en la pieza de Ramona y se sostuvo de la llave como para no caerse. Se quedó un instante quieta observando a Ramona. Después soltó la llave y se dirigió rápidamente a la cama.
—Ramona. Despiértate. Despiértate. Ramona dormía sobre el otro lado de la cama, con la nalga derecha sobresaliendo del borde. Sus anteojos estaban sobre la mesita de noche, con el Pato Donald, prolijamente plegados, con las patillas hacia abajo. —¡Ramona! La chiquilla despertó con un profundo suspiro. Sus ojos se abrieron pero se entrecerraron de inmediato. —¿Mami? —¿No me dijiste que a Jimmy Jimmereeno lo pisó un auto y lo mató? —¿Cómo? —Me has oído perfectamente —dijo Eloise—. ¿Por qué duermes tan al borde? —Porque... —dijo Ramona. —¿Por qué? Ramona, mira que no tengo ganas de... —Porque no quiero lastimar a Mickey. —¿A quién? —A Mickey —dijo Ramona, frotándose la nariz—. Mickey Mickeranno. La voz de Eloise se trasformó en un chillido. —Ponte en el centro de la cama. Ahora mismo. Ramona, sumamente asustada, se contentó con mirar a Eloise. —Está bien —Eloise tomó a Ramona por los tobillos y entre tirando y levantándola la llevó al medio de la cama. Ramona ni forcejeó ni lloró; se dejó arrastrar sin someterse a ello. —Ahora a dormir —dijo Eloise, respirando agitada—. Cierra los ojos... ¿Me oyes? Ciérralos. Ramona cerró los ojos. Eloise llegó hasta la llave de luz y la apagó. Pero se quedó mucho tiempo de pie en el marco de la puerta. Después, bruscamente, corrió en la oscuridad hasta la mesita de luz, se golpeó la rodilla contra la pata de la cama, pero estaba demasiado decidida como para sentir dolor. Tomó los anteojos de Ramona y, sosteniéndolos con ambas manos, los apretó contra su mejilla. Las lágrimas le rodaban por la cara, mojando los lentes. —Pobre tío Wiggily —repitió varias veces. Por último, volvió a dejar los anteojos en la mesita de luz, con los cristales para abajo. Se inclinó, perdiendo el equilibrio, y empezó a acomodar las frazadas de la cama de Ramona. Ramona estaba despierta. Lloraba y se veía que ya había estado llorando. Eloise le dio un beso húmedo en la boca, le retiró el pelo de los ojos y salió de la habitación. Bajó la escalera, ahora tropezando unas cuantas veces, y despertó a Mary Jane. —¿Qué pasa? ¿Quién? ¿Eh? —dijo Mary Jane, irguiéndose de repente en el sofá. —Mary Jane. Escúchame. Por favor —dijo Eloise, llorando—. ¿Te acuerdas de nuestro primer año y de que yo tenía ese vestido marrón y amarillo que había comprado en Boise, y que Miriam Ball me dijo que en Nueva York nadie usaba vestidos como esos, y yo lloré toda la noche? —Eloise sacudió el brazo de Mary Jane—. Yo era una buena chica —suplicó—. ¿No es cierto?
Traducción de Marcelo Berri. De Nine Stories.
El periodo azul de Daumier-Smith Si tuviera algún sentido —no lo tiene ni por asomo— creó que me sentiría inclinado a dedicar este cuento, si es que algo vale, especialmente si tiene algunas partes un tanto subidas de tono, a la memoria de mi desaparecido y también subido de tono padrastro, Robert Agadganian, Bobby —como lo llamaban todos, incluso yo—, muerto en 1947, seguramente con cierto pesar pero sin una queja, de trombosis. Era un hombre temerario, magnético en grado sumo y muy generoso. (Después de haberme pasado tantos años escatimándole laboriosamente esos picarescos adjetivos, siento que es cuestión de vida o muerte transcribirlos hoy aquí.)
Mi padre y mi madre se divorciaron durante el invierno de 1928, cuando yo tenía ocho años, y mi madre se casó con Bobby Agadganian a fines de esa primavera. Un año más tarde, en el desastre de Wall Street, Bobby perdió todo lo que tenían él y mamá, excepto, al parecer, una varita mágica. De todos modos, prácticamente de la noche a la mañana, Bobby se transformó de difunto comisionista de bolsa y bon vivant incapacitado, en un tasador vivaz, si bien algo falto de conocimientos, de una sociedad norteamericana de galerías y museos de arte independiente. Unas semanas más tarde, a principios de 1930, nuestro terceto algo heterogéneo se trasladó de Nueva York a París, más conveniente para el nuevo comercio de Bobby. Yo tenía a los diez años un carácter frío, por no decir glacial, y tomé la gran mudanza, por lo que recuerdo, sin ninguna clase de traumas. La mudanza de vuelta a Nueva York, nueve años después, a tres meses de la muerte de mi madre, fue lo que me sacudió, y de un modo terrible. Recuerdo un incidente importante que ocurrió justo un día o dos después que Bobby y yo llegamos a Nueva York. Yo iba por Lexington Avenue, en un ómnibus repleto, aferrado al pasamanos esmaltado, cerca del asiento del conductor, nalga contra nalga con el tipo que tenía detrás. Desde hacía varias cuadras el conductor había ordenado varías veces a los que estábamos agolpados cerca de la puerta delantera que “nos corriéramos hacia atrás”. Algunos de nosotros habíamos tratado de complacerlo. Los demás no. Por último, aprovechando una luz roja, el atribulado conductor se dio vuelta en su asiento y me miró a mí, que estaba justo detrás de él. A los diecinueve años, yo era sinsombrerista, con el pelo aplastado, negro, no demasiado limpio, estilo pompadour continental, por encima de unos tres centímetros algo desparejos de frente. Se dirigió a mí en un tono de voz baja, casi prudente: —Bueno, compañero —dijo—. A ver si movemos un poco ese culo. Creo que fue lo de “compañero” lo que me molestó más. Sin tomarme siquiera el trabajo de inclinarme, o sea, de mantener por lo menos la conversación en el plano privado, de bon gout, en que él la había iniciado, le informé, en francés, que era un grosero, un estúpido, un imbécil prepotente, y que nunca sabría cuánto lo detestaba. Acto seguido, bastante satisfecho, me corrí hacia el interior del coche. Las cosas empeoraron. Una tarde, más o menos una semana después, yo salía del Hotel Ritz —donde parábamos indefinidamente Bobby y yo— y me pareció que todos los asientos de todos los ómnibus de Nueva York habían sido destornillados de los coches. Y colocados en la calle, donde se estaba realizando una gigantesca polka de las sillas. Creo que habría estado dispuesto a incorporarme al juego si la Iglesia de Manhattan me hubiera concedido una dispensa especial, garantizándome que todos los otros jugadores permanecerían respetuosamente de pie hasta que yo me sentara. Cuando
resultó claro que nada de ello ocurriría, me decidí a actuar en forma más directa. Recé para que la ciudad quedara desprovista de gente, por el privilegio de estar solo, solo, que es la única plegaria neoyorquina que rara vez se pierde o sufre retrasos burocráticos, y en un santiamén todo lo que yo tocaba se transformaba en una maciza soledad. Por la mañana y las primeras horas de la tarde concurría —físicamente— a una escuela de arte en Lexington Avenue y la calle Cuarenta y Ocho, un sitio que odiaba. (La semana antes de que dejáramos París, yo había ganado tres primeros premios en la Exposición Nacional juvenil, realizada en las Galerías Friburgo. Durante el viaje de regreso a Estados Unidos, usé el espejo del camarote para observar mi notable parecido físico con El Greco.) Tres veces por semana, en las últimas horas de la tarde, me instalaba en el sillón de un dentista, donde, en un lapso de pocos meses, me fueron extraídos ocho dientes, tres de ellos delanteros. Las dos tardes restantes solía pasarlas recorriendo galerías de arte, generalmente en la calle Cincuenta y Siete, donde me faltaba poco para silbar las muestras norteamericanas. Al anochecer, generalmente leía. Compré una colección completa de los “Clásicos de Harvard” —sobre todo porque Bobby había dicho que no cabían en nuestro departamento— y leí con cierta perversidad los cincuenta volúmenes. A la noche, casi invariablemente, instalaba mi caballete entre las dos camas gemelas de la habitación que compartía con Bobby, y me dedicaba a pintar. En un solo mes, según mi diario de 1939, completé dieciocho cuadros. Merece señalarse que diecisiete de ellos eran autorretratos. Pero a veces, tal vez cuando mi musa se mostraba caprichosa, dejaba la pintura de lado y hacia dibujos. Aún conservo uno. Es la cavernosa vista de la enorme boca de un hombre a quien atiende su dentista. La lengua del hombre es un sencillo billete de cien dólares y el dentista está diciendo, tristemente, en francés. “Creo que podemos salvar la muela, pero tendremos que extirpar la lengua.” Era uno de mis favoritos. Como compañeros de pieza, Bobby y yo éramos tan poco compatibles como, por ejemplo, un estudiante avanzado de Harvard excepcionalmente desprejuiciado, y un chico nuevo de Cambridge particularmente desagradable. Y cuando más tarde, al correr de las semanas, descubrimos que ambos estábamos enamorados de la misma difunta mujer, las cosas no mejoraron por eso. La verdad es que empezó a establecerse entre nosotros a causa de ello una horrible relación tipo pasa-tú-primero. Cuando nos chocábamos en el umbral del cuarto de baño empezábamos a intercambiar animadas sonrisas.
Un día de mayo de 1939, unos diez meses después de que Bobby y yo nos trasladamos al Ritz, en un diario de Quebec (uno de los dieciséis diarios y periódicos en francés a los que me había suscripto en un dispendioso arrebato) vi un aviso de un cuarto de columna publicado por la dirección de una escuela de arte por correspondencia de Montreal. Aconsejaba a todos los profesores calificados —en realidad decía que nunca se los aconsejaría lo bastante fortement— que acudieran de inmediato por empleo a la escuela de arte por correspondencia más nueva y más progresista del Canadá. Los aspirantes a profesores, decía el aviso, debían dominar perfectamente el francés y el inglés, y sólo debían presentarse quienes tuvieran costumbres moderadas y una acrisolada honradez. La temporada de verano en Les Amis des Vieux Maîtres se iniciaría oficialmente el 10 de junio. Las muestras de trabajo, decía el aviso, debían comprender tanto el campo del arte académico como el del comercial, y serían examinadas por monsieur I. Yoshoto, director, ex miembro de la Academia Imperial de Bellas Artes de Tokio.
De inmediato, sintiéndome casi insoportablemente apto para el puesto, saqué la máquina de escribir Hermes Baby de Bobby de debajo de la cama y redacté, en francés, una larga e intempestiva carta dirigida a monsieur Yoshoto, por la cual me perdí todas las clases matutinas en Lexington Avenue. Mi párrafo inicial, de unas tres páginas de extensión, prácticamente echaba humo. Decía que tenía veintinueve años y que era sobrino nieto de Honoré Daumier. Agregaba que después del fallecimiento de mi mujer había dejado mi pequeña propiedad en el sur de Francia, para volver a los Estados Unidos —temporariamente, tenía el cuidado de aclarar— con un pariente inválido. Había pintado, explicaba, desde mi primera infancia pero, siguiendo el consejo de Pablo Picasso, uno de los amigos más viejos y queridos de mis padres, nunca había expuesto. Sin embargo, varias de mis acuarelas y óleos estaban ahora en algunas de las casas más suntuosas, y, por supuesto, no de nouveaux riches de París, donde habían merecido gran atención por parte de los críticos más formidables de nuestra época. Después —dije— de la muerte trágica y prematura de mi mujer, debida a una ulcération cancéreuse, había decidido sinceramente no volver a empuñar un pincel. Pero algunos recientes reveses financieros me habían llevado a modificar esa firme résolution. Decía, además, que me sentiría muy honrado de someter muestras de mi trabajo a Les Amis des Vieux Maîtres, tan pronto me fueran remitidas por mi agente de París, a quien escribiría, sin falta, très pressé. Saludaba, por fin, muy respetuosamente, Jean de Daumier-Smith. Elegir el seudónimo me llevó casi tanto tiempo como redactar la carta. La escribí en papel común, pero la metí en un sobre del Ritz. Después de haberle puesto un sello de expreso que encontré en el cajón superior de Bobby, eché la carta en el buzón del hotel. En el camino previne al empleado de la portería (que me odiaba sin duda alguna) que estuviera atento a cualquier carta que llegara a nombre de DaumierSmith. Luego, a eso de las dos y media, me deslicé en la clase de anatomía de las dos menos cuarto en la escuela de arte de la calle Cuarenta y Ocho. Por primera vez mis compañeros me parecieron un grupo bastante simpático. Durante los cuatro días siguientes, aprovechando todos mis ratos libres y algunos otros que no me pertenecían íntegramente, hice alrededor de una docena de dibujos que, a mi juicio, eran típicos del arte comercial norteamericano. Empleando sobre todo pinturas aguadas, pero también la pluma, de vez en cuando, para deslumbrar, dibujé gente vestida de gala que descendía de imponentes automóviles en noches de fiesta — parejas erguidas, esbeltas, superchic, que obviamente jamás en la vida habían ofendido a alguien por descuidar sus axilas—, parejas que, en realidad, tal vez ni siquiera tenían axilas. Dibujé gigantes y bronceados jóvenes en smoking blanco, sentados ante blancas mesas sobre el borde de piscinas color turquesa, brindando entre ellos, algo exaltados, con grandes vasos de whisky, de una marca barata pero ostensiblemente muy de moda. Dibujé niños sonrosados, como de carteles publicitarios, enloquecidos de alegría y salud, mostrando sus vacíos tazones de cereales para el desayuno y pidiendo un poco más con excelentes modales. Dibujé chicas sonrientes, de altos pechos, practicando esquí acuático con la mayor tranquilidad del mundo, a causa de haberse protegido ampliamente contra esas plagas nacionales como son las encías que sangran, los lunares faciales, los pelos antiestéticos, y los inadecuados o deficientes seguros de vida. Dibujé amas de casa que, hasta el momento de comprar el jabón en polvo ideal, dejaban la puerta abierta a los pelos hirsutos, las posturas ridículas, los chicos malcriados, maridos indiferentes, manos ásperas (pero delgadas), y cocinas desordenadas (pero enormes). Cuando las muestras estuvieron listas, se las remití en seguida a monsieur Yoshoto, junto con una media docena de cuadros no comerciales que había traído conmigo de Francia. Incluí también lo que yo creía era una notita muy displicente que apenas empezaba a relatar la pequeña pero muy humana historia de cómo, totalmente solo y
enfrentado a diversos obstáculos, dentro de la más pura tradición romántica, había alcanzado las frías, blancas y retiradas cimas de mi profesión. Los siguientes fueron días de terrible suspenso, pero antes de terminar la semana llegó una carta de monsieur Yoshoto aceptándome como profesor en Les Amis des Vieux Maîtres. La carta estaba escrita en inglés, pese a que yo había escrito en francés. (Después pude enterarme de que monsieur Yoshoto, que sabía francés pero no inglés, había encargado la redacción de la carta, por algún motivo, a madame Yoshoto, que tenía algunos conocimientos prácticos de inglés.) monsieur Yoshoto me informaba que la temporada de verano sería probablemente la más agitada del año, y que se iniciaría el 24 de junio. Esto, según me indicaba, me concedía casi cinco semanas para arreglar mis cosas personales. Me hacía saber sus ilimitadas condolencias por mis recientes contrastes efectivos y financieros. Esperaba que yo arreglara mis cosas para presentarme en Les Amis des Vieux Maîtres el domingo 23 de junio, a efectos de familiarizarme con mis obligaciones y establecer “una firme amistad” con los otros profesores (que, como me enteré después, sumaban dos, y eran monsieur y madame Yoshoto). Decía lamentar profundamente que no fuese norma de la escuela adelantar los gastos de viaje a los nuevos profesores. El sueldo inicial era de veintiocho dólares por semana, estipendio que, como el mismo monsieur Yoshoto reconocía no era gran cosa, aunque, como incluía alojamiento y comida nutritiva, y como él había advertido en mí una verdadera vocación, confiaba en que no me desanimaría. Esperaba un formal telegrama de aceptación de mi parte con ansiedad, y mi llegada con ánimo gozoso, y se declaraba, sinceramente, mi nuevo amigo y empleador, I. Yoshoto, ex miembro de la Academia Imperial de Bellas Artes de Tokio. A los cinco minutos ya había enviado mi formal telegrama de aceptación. Y cosa curiosa: a causa de mi excitación o posiblemente de mi sentimiento de culpa por estar usando el teléfono de Bobby para ordenar el telegrama, constreñí deliberadamente mi prosa y limité el mensaje a diez palabras. Esa noche cuando, como de costumbre, me encontré con Bobby a la hora de cenar en el Salón Ovalado, me molestó ver que había traído una invitada. No le había dicho ni insinuado una palabra sobre mis recientes actividades extraoficiales, y me moría por comunicarle la noticia bomba —y dejarlo con la boca abierta— cuando estuviéramos solos. La invitada era una joven señora muy atractiva, divorciada hacía unos pocos meses, con quien Bobby se veía bastante seguido y a quien yo había encontrado en diversas oportunidades. Era una persona verdaderamente encantadora, y todos los intentos que hizo para lograr mi amistad, para persuadirme amablemente a que me despojara de mi armadura, o por lo menos del yelmo, fueron interpretados por mí como una velada invitación a meterme en su cama en cuanto me viniera bien, es decir, apenas pudiéramos esquivar a Bobby, que notoriamente era demasiado viejo para ella. Durante toda la cena, aclaré sucintamente cuáles eran mis planes para el verano. Cuando terminé, Bobby me hizo un par de preguntas bastante inteligentes. Las contesté con frialdad, con excesiva brevedad, sintiéndome el rey incontrastable de la situación. —¡Oh! ¡Me parece algo muy interesante! —dijo la invitada de Bobby y esperó, perversamente, a que le deslizara por debajo de la mesa mi nueva dirección en Montreal. —Creí que ibas a ir conmigo a Rhode Island —comentó Bobby. —¡Oh, querido, no seas aguafiestas! —le dijo la señora X. —No lo soy, pero no me molestaría saber un poco más de todo esto —dijo Bobby. Pero me pareció adivinar por su actitud que ya estaba cambiando mentalmente su reserva de camarote para Rhode Island por una sola cama.
—Es la cosa más maravillosa, más halagadora que he oído en mi vida —me dijo fervorosamente la señora X. Sus ojos brillaron de malignidad.
Ese domingo, cuando pisé por primera vez la plataforma de Windsor Station, en Montreal, vestía un traje cruzado de gabardina beige (sobre el que tenía una muy elevada opinión), una camisa de franela azul marino, una corbata amarilla de algodón, zapatos marrones y blancos, un sombrero Panamá (que era de Bobby y me quedaba chico), y un bigote pelirrojo de apenas tres semanas. Monsieur Yoshoto estaba allí esperándome. Era un hombre menudo, que no medía más de un metro cincuenta, y llevaba un traje de hilo algo sucio, zapatos negros, y un sombrero de fieltro negro con el ala levantada. No sonrió ni dijo nada —según puedo recordar— cuando nos dimos la mano. Su expresión —y el término me vino de una versión francesa de la serie de Fu Manchú de Sax Rohmer— era “inescrutable”. Por algún motivo, yo sonreía de oreja a oreja. No podía moderar la sonrisa y mucho menos suprimirla. El viaje en ómnibus desde Windsor Station hasta la escuela era de varios kilómetros. No creo que monsieur Yoshoto haya dicho más de cinco palabras en todo el trayecto. A pesar del silencio, o mejor dicho a causa de él, yo conversé, sin parar, con las piernas cruzadas (un tobillo sobre la rodilla, y empleando continuamente el calcetín para absorber la transpiración de las manos). Me pareció imperioso no sólo reiterar mis mentiras anteriores —sobre mi parentesco con Daumier, mi esposa fallecida, mi pequeña propiedad en el sur de Francia— sino además agregar algunos detalles. Por fin, para no insistir en estas penosas reminiscencias (y empezaban a resultarme un poco penosas), giré hacia el tema del amigo más viejo y más fiel de mis padres: Pablo Picasso. Le pauvre Picasso, como yo le decía. (Debo aclarar que elegí a Picasso porque lo consideraba el pintor francés más conocido en los Estados Unidos. Tranquilamente incluí al Canadá dentro de los Estados Unidos.) Para beneficio de monsieur Yoshoto recordé, con una manifiesta dosis de compasión por el gigante caído, las veces que le había dicho: “Monsieur Picasso, où allez vous?” y cómo, en respuesta a esta penetrante pregunta, el maestro se dirigía siempre con un lento y pesado andar hasta la otra puerta de su estudio para mirar una pequeña reproducción de Los Saltimbanquis, y la gloria, perdida desde hacía tiempo, que había sido suya. El problema de Picasso, le expliqué a monsieur Yoshoto, mientras descendíamos del autobús, era que nunca escuchaba a nadie, ni siquiera a sus amigos más íntimos. En 1939, Les Amis des Vieux Maîtres ocupaba el segundo piso de un edificio pequeño de aspecto muy poco favorecido, de tres pisos —un conventillo, en realidad—, en el barrio Verdún, el menos atrayente de Montreal. La escuela estaba directamente sobre un negocio de ortopedia. En realidad, Les Amis des Vieux Maîtres se reducía a una pieza grande y un pequeño excusado sin llave. Sin embargo, apenas entré, me pareció que el lugar no estaba nada mal. Había una poderosa razón para que así fuera. En las paredes de la “sala de profesores” lucían varias pinturas, todas acuarelas, cedidas por monsieur Yoshoto. De vez en cuando todavía sueño con un ganso blanco que vuela en un cielo azul muy pálido con —y éste era el prodigio de destreza más atrevido y logrado que he podido ver— el azul del cielo, o un latido del azul del cielo, reflejado en las plumas del ave. Este cuadro colgaba justo detrás del escritorio de madame Yoshoto. Era lo que daba su sello propio a la habitación, junto a dos o tres cuadros de similar calidad. Madame Yoshoto, con un quimono de seda muy hermoso, color negro y cereza, se hallaba barriendo con una escoba de mango corto cuando monsieur Yoshoto y yo entramos en la sala de profesores. Era una mujer de pelo gris, una cabeza seguramente
más alta que su marido, con rasgos más malasios que japoneses. Dejó de barrer y se adelantó hacia nosotros, y monsieur Yoshoto nos presentó sucintamente. Ella me pareció tan absolutamente inescrutable como monsieur Yoshoto, si no más. En seguida monsieur Yoshoto se ofreció para mostrarme mi habitación, la cual, según me explicó (en francés) acababa de quedar libre pues su hijo —que era quien la ocupaba— se había trasladado a la Columbia Británica para trabajar en una granja. (Después de su prolongado silencio en el ómnibus, le agradecí que hablara con cierta continuidad y hasta lo escuché con atención.) Empezó a disculparse de que en la habitación de su hijo no hubiera sillas —sólo cojines—, pero en seguida lo convencí de que eso era para mí una especie de don del cielo. (En rigor, creo que le dije que odiaba las sillas. Estaba tan nervioso que si me hubiera dicho que en la habitación de su hijo había treinta centímetros de agua, tanto de noche como de día, probablemente hubiera dejado escapar una breve interjección de placer. Le hubiera dicho, tal vez, que padecía de una curiosa enfermedad de los pies, que me obligaba a mantenerlos dentro del agua ocho horas por día.) Luego me llevó por una crujiente escalera de madera hasta mi habitación. Mientras subíamos le comuniqué, con especial énfasis, que estaba estudiando budismo. Después descubrí que tanto él como madame Yoshoto eran presbiterianos. Ya tarde, esa noche, despierto todavía en mi cama, con la cena japonesa-malasia de madame Yoshoto aún en masse y viajando por mi esternón como por un ascensor, uno de los dos Yoshoto empezó a quejarse en sueños, justo del otro lado de la pared divisoria. Era un quejido agudo, tenue, discontinuo, que parecía provenir no de un adulto sino de algún niño trágico y anormal o de un animal muy pequeño y deformado. (Esto llegó a ser una función de todas las noches. Nunca descubrí cuál de los Yoshoto era el responsable y menos aún el motivo.) Cuando me resultó intolerable seguir escuchando acostado, me levanté, me puse las pantuflas y fui a sentarme en la oscuridad en uno de lo de los cojines. Me quedé allí con las piernas cruzadas un par de horas, fumando un cigarrillo tras otro, apagándolos en la suela de las pantuflas y guardando las colillas en el bolsillo de mi pijama. (Los Yoshoto no fumaban y no se veían ceniceros por ninguna parte.) Me dormí a eso de las cinco de la mañana. A las seis y media, M. Yoshoto llamó a la puerta y me advirtió que a las siete menos cuarto se serviría el desayuno. Me preguntó a través de la puerta si había dormido bien, y le contesté: “Oui!” Después me vestí —poniéndome el traje azul, que consideré apropiado para un profesor en su primer día de clase, y una corbata roja de Sulka que me había regalado mi madre— y, sin lavarme, me apresuré a bajar a la cocina de los Yoshoto. Madame Yoshoto estaba junto a la hornalla, preparando un pescado para el desayuno. Monsieur Yoshoto, en camiseta y pantalones, estaba sentado a la mesa de la cocina, leyendo un diario japonés. Me saludó con un movimiento de cabeza, como ausente. Nunca me habían parecido ambos tan inescrutables. En seguida me sirvieron un pescado de algún tipo con un dejo leve pero discernible de ketchup a lo largo de uno de sus bordes. Madame Yoshoto me preguntó en inglés —y su acento me resultó inesperadamente encantador— si no hubiera preferido un huevo, pero yo le dije: “Non, non, madame, merci!” Agregué que nunca comía huevos. Monsieur Yoshoto apoyó su diario contra mi vaso de agua y los tres comimos en silencio... es decir, ellos comieron y yo tragué sistemáticamente en silencio. Terminado el desayuno, y antes de salir de la cocina, monsieur Yoshoto se puso una camisa sin cuello, madame Yoshoto se quitó el delantal, y los tres bajamos con cierta ineptitud hasta la sala de profesores. Allí, en una desordenada pila, sobre el amplio escritorio de Mr. Yoshoto, se hallaba una docena o más de sobres oficio, enormes, abultados y sin abrir. A mí me impresionaron como un montón de nuevos alumnos recién cepillados y peinados. Monsieur Yoshoto me designó mi escritorio, que estaba
aislado en un extremo de la habitación, y me pidió que me sentara. Luego, con madame Yoshoto a su lado, empezó a abrir algunos de los sobres. los dos parecían examinar los diversos contenidos con cierto método, consultándose de vez en cuando, en japonés, mientras yo permanecía sentado en la otra punta de la habitación con mi traje azul y mi corbata Sulka, tratando de parecer simultáneamente atento, paciente y, de algún modo, indispensable para la organización. De un bolsillo interior saqué varios lápices de mina blanda que había traído de Nueva York y los acomodé sobre el escritorio tratando de hacer el menor ruido posible. En cierto momento, monsieur Yoshoto me miró por algún motivo y le dediqué una sonrisa completamente compradora. Después, de improviso, sin dirigirme una palabra ni una mirada, los dos se sentaron ante sus respectivos escritorios y empezaron a trabajar. Eran como las siete y media. A eso de las nueve, monsieur Yoshoto se quitó los anteojos, se levantó y vino hasta mi escritorio con un fajo de papeles en su mano. Yo había pasado una hora y media sin hacer absolutamente nada salvo tratar de que no rezongara mi estómago audiblemente. Me puse de pie con presteza cuando se acercó a mí, mientras me inclinaba un poco como para no parecer irrespetuosamente alto. Me tendió el manojo de papeles que había traído y me preguntó si sería tan amable de traducir al inglés las correcciones que había escrito en francés. Dije: “Oui, monsieur”. Se inclinó levemente y regresó a su escritorio. Hice a un lado mi colección de lápices de mina blanda, saqué mi estilográfica y —un tanto desolado— empecé a trabajar. Como muchos artistas realmente buenos, monsieur Yoshoto no enseñaba mejor que un artista común con ciertas dotes pedagógicas. Con su trabajo práctico —es decir, sus dibujos en papel de calcar superpuestos a los dibujos de los alumnos— junto a sus comentarios escritos al dorso de los dibujos, podía enseñarle a un alumno razonablemente talentoso cómo dibujar un cerdo reconocible en un chiquero reconocible, y hasta un cerdo pintoresco en un pintoresco chiquero. Pero lo que no podía enseñar de ningún modo era a dibujar un hermoso cerdo en un hermoso chiquero (que era precisamente el pequeño detalle técnico que sus mejores alumnos ansiaban recibir por correo). No era —debo agregar— que consciente o inconscientemente escatimara su talento o que no quisiera prodigarlo, sino simplemente que no estaba a su alcance hacerlo. Para mí esta cruda verdad no encerraba ningún elemento de sorpresa y, por lo tanto, no me tomó de improviso. Pero por fuerza debió tener cierto efecto acumulativo, considerando dónde me hallaba sentado, y cuando llegó la hora del almuerzo debía esmerarme para no borronear las traducciones con mis manos transpiradas. Para hacer aún más opresivas las cosas, la letra de monsieur Yoshoto era a duras penas legible. De todos modos, a la hora de comer me excusé de acompañar a los Yoshoto. Dije que debía ir al correo. En seguida bajé la escalera casi a la carrera y empecé a caminar apresuradamente, sin rumbo fijo, a lo largo de un laberinto de calles de aspecto extraño y poco privilegiado. Cuando llegué a un bar, entré y engullí cuatro sándwiches de salchicha y tres tazas de café barroso. Cuando volvía a Les Amis des Vieux Maîtres empecé a preguntarme —primero de un modo familiar, pusilánime, que más o menos sabía por experiencia cómo contrarrestar, y luego con un pánico absoluto— si no habría algo personal en el hecho de que monsieur Yoshoto me hubiera usado toda la mañana exclusivamente como traductor. ¿Era que ese viejo Fu Manchú sabía desde el comienzo que yo usaba, entre otros accesorios y efectos engañosos, un bigote de muchacho de diecinueve años? Se trataba de una posibilidad prácticamente inaguantable. También tendía a socavar por completo mi sentido de la justicia. Ahí estaba yo —un hombre que había ganado tres primeros premios, un amigo íntimo de Picasso (ya empezaba a creer que lo era)— y me usaban de traductor. El castigo no guardaba relación con el pecado. Para empezar, mi
bigote, por más ralo que fuera, era mío; no lo había pegado con cola. Para confortarme lo palpé con los dedos mientras regresaba de prisa a la academia. Pero cuanto más pensaba en todo el asunto, más me apresuraba, hasta que al fin trotaba, como si temiera que en cualquier momento empezaran a apedrearme de todos lados. Aunque sólo había tardado unos cuarenta minutos, más o menos, para almorzar, los dos Yoshoto se encontraban trabajando ante sus escritorios cuando regresé. No levantaron la vista ni dejaron traslucir ningún signo de haberme oído entrar. Transpirando y sin aliento crucé la habitación y me senté en mi silla. Me quedé rígidamente inmóvil durante los quince o veinte minutos siguientes, repasando mentalmente toda suerte de nuevas anécdotas de Picasso por si a monsieur Yoshoto se le ocurría de pronto levantarse y venir a desenmascararme. Y de improviso, en efecto, se incorporó y se acercó a mí. Yo me puse de pie para enfrentarlo con la cabeza, si era necesario, con un cuentito fresco de Picasso, pero cuando estuvo a mi lado comprobé con horror que me había olvidado el argumento. Aproveché el momento para expresarle mi admiración por el cuadro del ganso volando que colgaba detrás de la cabeza de madame Yoshoto. Me explayé en profusas alabanzas. Dije que conocía a un hombre en París —un paralítico con mucho dinero, aclaré— que estaría dispuesto a pagar una elevada suma por esa pintura. Dije que podía ponerme en contacto con él de inmediato si a monsieur Yoshoto le interesaba. Pero por suerte, monsieur Yoshoto dijo que el cuadro era propiedad de su primo, que en esos momentos estaba visitando a unos parientes en el Japón. Luego, antes de que pudiera comunicarle mi pesar, me preguntó —llamándome monsieur Daumier-Smith— si tendría la amabilidad de corregir algunas lecciones. Fue a su escritorio y regresó con tres de los enormes y abultados sobres, que dejó sobre mi mesa. Luego, mientras yo permanecía ahí, atontado, asintiendo incansablemente con la cabeza y palpando mi bolsillo donde había vuelto a guardar los lápices de dibujo, Mr. Yoshoto me explicó el método de enseñanza de la academia (o, mejor dicho, su inexistente método de enseñanza). Cuando hubo regresado a su escritorio, necesité varios minutos para recobrarme. Los tres alumnos que me habían sido adjudicados eran de idioma inglés. La primera era una ama de casa de Toronto, de veintitrés años, cuyo seudónimo profesional era — según decía— Bambi Kramer, y solicitaba a la academia que la correspondencia le fuera a ese nombre. A todos los alumnos nuevos de Les Amis des Vieux Maîtres se les pedía que llenaran algunos formularios y adjuntaran sus retratos. La señora Kramer había enviado una foto en papel brillante, de formato grande, donde se la veía con un traje de baño sin breteles, una ajorca en uno de los tobillos, y una gorra blanca de marinero. En el cuestionario declaraba que sus artistas preferidos eran Rembrandt y Walt Disney. Afirmaba que su única esperanza era poder emularlos algún día. Los dibujos que incluía como muestra estaban abrochados, con cierto criterio de subordinación, a su fotografía. Todos los dibujos resultaban impresionantes. Uno era verdaderamente inolvidable. El dibujo inolvidable era una acuarela florida, con un título que decía: Y perdona sus pecados. Se veían tres niños pequeños pescando en un curioso espejo de agua, mientras la chaqueta de uno de ellos tapaba un letrero que decía “Prohibido pescar”. El chico más alto, en primer plano, parecía tener raquitismo en una pierna y elefantiasis en la otra, efecto que —sin duda— la señora Kramer había usado para acentuar la postura del chico, con las piernas ligeramente separadas. Mi segundo alumno tenía cincuenta y seis años y era un “fotógrafo de sociales” de Windsor, Ontario, de nombre R. Howard Ridgefield, quien manifestaba que desde hacía años su señora le insistía en que se metiera en el asunto éste de la pintura. Sus artistas preferidos eran Rembrandt, Sargent y “Titán”, pero agregaba que a él no le interesaba particularmente hacer esa clase de pintura. Decía que le interesaba más el lado satírico
del arte que el artístico. En apoyo de este credo adjuntaba una buena cantidad de dibujos y óleos originales. Uno de sus dibujos —que creo era el más importante de todos— me ha sido tan fácil de recordar a través de todos estos años como, por ejemplo, la letra de Dulce Susana o Déjame que te llame mi Amor. Satirizaba allí la tragedia familiar y cotidiana de una joven pura y casta, de pelo rubio largo hasta los hombros y pechos grandes como ubres, que era atacada criminalmente en la iglesia, a la sombra misma del altar, por el cura. Las vestimentas de ambos personajes se veían gráficamente desordenadas. En realidad, me impresionaron menos los efectos satíricos del asunto que la calidad de la técnica utilizada. Si no hubiera sabido que los separaban centenares de kilómetros, habría podido jurar que Ridgefield había recibido algunos consejos puramente técnicos de Bambi Kramer. Salvo en raras circunstancias, cuando tenía diecinueve años, ante cualquier crisis mi sentido del humor era siempre lo primero que se paralizaba total o parcialmente. Ridgefield y la señora Kramer me provocaron muchas cosas, pero ni por asomo llegaron a divertirme. Tres o cuatro veces, mientras examinaba el contenido de los sobres, me sentí tentado de levantarme para presentar una protesta formal a monsieur Yoshoto. Pero no tenía una idea muy clara sobre la forma que debía adoptar mi protesta. Pienso que lo que temía era llegar junto a su escritorio sólo para comunicarle, gritando: “Mi madre ha muerto, y yo tengo que vivir con su encantador marido, y nadie habla francés en Nueva York, y en la pieza de su hijo no hay sillas. ¿Cómo espera que le enseñe a dibujar a estos dos chiflados?” Por último, largamente entrenado como estaba a desesperarme sentado, no me levanté. Abrí el sobre de mi tercer alumno. Se trataba de una monja de la orden de las Hermanas de San José, llamada hermana Irma, que enseñaba “cocina y dibujo” en una escuela primaria de un convento situado en las afueras de Toronto. Y no tengo la menor idea sobre cómo o por dónde empezar a describir el contenido del sobre. Podría limitarme a mencionar que, en lugar de su retrato, la hermana Irma había adjuntado, sin ninguna clase de explicación, una foto panorámica del convento. Recuerdo también, que había dejado sin llenar en el formulario la línea en que el estudiante debía hacer constar su edad. Aparte de eso, contestaba el resto del cuestionario como seguramente ningún otro cuestionario de este mundo se lo merece. Había nacido y se había criado en Detroit, Michigan, donde su padre era “probador de automóviles Ford”. Su educación se reducía a un año de escuela secundaria. No había aprendido a dibujar formalmente. Decía que la única razón por la que enseñaba dibujo era que la hermana Fulana había fallecido y el padre Zimmermann —ese nombre me quedó especialmente grabado porque así se llamaba también el dentista que me había sacado ocho dientes— la había elegido a ella para hacerse cargo de sus clases. Decía que tenía “34 gatitos en la clase de cocina y 18 gatitos en la de dibujo”. Sus hobbies eran amar al Señor y la palabra del Señor, y “juntar hojas, pero sólo cuando estaban en el suelo”. Su pintor favorito era Douglas Bunting. (Nombre que, lo confieso, busqué durante años, y que me llevó a muchos callejones sin salida.) Decía que a sus gatitos “siempre les gustaba dibujar gente corriendo y para eso soy una calamidad”. Decía que estaba dispuesta a estudiar muchísimo para mejorar, y que esperaba que nosotros no fuéramos muy impacientes con ella. Había, en total, seis muestras de sus trabajos en el sobre. (Todas estaban sin firmar. Un detalle que no tenía gran importancia, pero que en ese momento resultaba desproporcionadamente refrescante. Todos los dibujos de Bambi Kramer y Ridgefield estaban firmados o —lo que resultaba aún más irritante— sólo llevaban sus iniciales. Al cabo de trece años, no sólo recuerdo perfectamente las seis muestras de la hermana Irma, sino que creo recordar a veces cuatro de ellas con demasiada nitidez para mi propia tranquilidad de espíritu. El mejor de sus trabajos era una acuarela sobre papel
madera. (El papel madera, especialmente el de envolver, muy agradable, muy cálido para dibujar. Muchos artistas experimentados lo han empleado cuando no trataban de hacer nada extraordinario ni grandioso.) La pintura, pese a su reducido tamaño (unos veinticinco centímetros por treinta), representaba muy detalladamente el traslado de Cristo a su sepulcro en el jardín de José de Arimatea. En primer plano, a la derecha, dos hombres que parecían criados de José transportaban el cuerpo con bastante torpeza. José de Arimatea marchaba detrás, con un aire quizá demasiado marcial, dadas las circunstancias. A respetuosa distancia venían las mujeres de Galilea, mezcladas con una multitud heterogéneo —algunos con apariencia de no haber sido invitados— de dolientes, espectadores, niños, y no menos de tres juguetones e impíos perros barcinos. Para mí, la figura más importante del cuadro era una mujer que se hallaba en primer plano, a la izquierda, de frente al espectador. Con la mano derecha alzada por encima de su cabeza hacía frenéticas señas a alguien —tal vez a su hijo, o a su marido, o tal vez simplemente al espectador— para que dejara todo en seguida y se apresurara. Dos de las mujeres, en la primera fila de la multitud, llevaban aureola. Sin una Biblia a mano, sólo podía hacer una aproximada conjetura de quienes se trataba. Pero identifiqué de inmediato a María Magdalena. Al menos, estaba seguro de haberla identificado. Se hallaba en el centro del primer plano, al parecer apartada de la multitud, con los brazos caídos. No se esforzaba, por así decirlo, en demostrar su dolor. Más aún, no se veía ningún exterior de sus recientes y envidiables vinculaciones con el Difunto. Su cara, como todas las otras caras de la pintura, estaba hecha con tintes baratos color carne. Era dolorosamente claro que la misma hermana Irma había juzgado insatisfactorios los colores y había hecho todo lo posible —con nobleza pero con ignorancia— para rebajarlos un poco. El trabajo no tenía otras fallas serias. Es decir, ninguna digna de mayor atención. Era, en definitiva, la obra de un artista, hecha con alto y organizado talento y Dios sabe cuántas horas de arduo trabajo. Desde luego, una de mis primeras reacciones fue correr hasta el escritorio de monsieur Yoshoto con el sobre de la hermana Irma. Pero, una vez más, permanecí sentado. No quería correr el riesgo de que me quitaran a la hermana Irma. Por fin, me limité a cerrar el sobre con cuidado y lo dejé encima del escritorio, con el excitante plan de dedicarme a él por la noche, en mis horas libres. Luego, demostrando una tolerancia mayor de la que creía tener, casi diría con buena voluntad, me pasé el resto de la tarde corrigiendo por superposición algunos desnudos masculinos y femeninos (sans órganos genitales) que había dibujado R. Howard Ridgefield con obscenidad y decoro. A la hora de la cena, abrí tres botones de mi camisa y guardé el sobre de la hermana Irma donde no pudieran introducirse los ladrones ni, para ser franco, los Yoshoto. Una rutina tácita pero férrea imperaba en las cenas de Les Amis des Vieux Maîtres. Madame Yoshoto se levantaba de su escritorio a las cinco y media en punto y subía a preparar la comida, mientras monsieur Yoshoto y yo seguíamos trabajando —en fila, por así decir— hasta las seis en punto. No había ningún desvío lateral, por esencial o higiénico que fuera. Esa tarde, no obstante, sintiendo contra mi pecho la tibieza del sobre de la hermana Irma, me sentí liviano como nunca. Durante la cena no pude estar más conversador y extravertido. Prodigué un cuento fantástico sobre Picasso que se me acababa de ocurrir y que realmente podía haber dejado para un día de lluvia. Monsieur Yoshoto apenas bajó un poco su diario japonés para escucharlo, pero madame Yoshoto pareció interesarse o, por lo menos, no estar totalmente exenta de interés. De cualquier modo, cuando terminé la anécdota me habló por primera vez desde que me preguntara esa mañana si quería un huevo. Me preguntó si estaba seguro de que no quería una silla en mi habitación. Rápidamente dije: “Non, non, merci, madame.” Dije que como los almohadones estaban apilados contra la pared, me daban una excelente oportunidad de
acostumbrarme a mantener derecha la espalda. Me levanté para mostrarle que tenía hombros caídos. Después de comer, mientras los Yoshoto discutían, en japonés, algún tema tal vez apasionante, pedí permiso para retirarme de la mesa. Monsieur Yoshoto me miró al principio como si no pudiera explicarse cómo había hecho yo para entrar en su cocina, pero luego asintió con la cabeza, y rápidamente me dirigí hacia mi habitación. Prendí la luz y cerré la puerta detrás de mí. Saqué del bolsillo los lápices de dibujo, me quité la chaqueta, me desabroché la camisa, y me senté en uno de los almohadones con el sobre de la hermana Irma en la mano. Hasta pasadas las cuatro de la mañana, con todos los elementos necesarios desparramados a mi alrededor por el suelo, me dediqué a satisfacer las necesidades artísticas más urgentes de la hermana Irma. Lo primero que hice fue trazar diez o doce bocetos a lápiz. En vez de bajar a la sala de profesores para buscar papel de dibujo, recurrí a mi papel personal, usando ambos lados de la hoja. Cuando hube terminado, le escribí una larga, casi interminable carta. Toda mi vida he guardado cosas como una urraca excepcionalmente neurótica, y todavía tengo el penúltimo borrador de la carta que escribí para la hermana Irma esa noche de junio de 1939. Podría transcribirla aquí palabra por palabra, pero no es necesario. El grueso de la carta, y qué grueso, lo dediqué a explicarle dónde y cómo, en su trabajo principal, había cometido algunos errores, y sobre todo con los colores. Hice una lista de algunos materiales de dibujo que a mi juicio le eran indispensables, y hasta los costos aproximados. Le pregunté quien era Douglas Bunting. Pregunté dónde podía ver sus obras. Le pregunté (sabiendo cuán improbable era) si había visto una reproducción de algún cuadro de Antonello da Messina. Le pedí que por favor me dijera cuántos años tenía y le aseguré, profusamente, que la información, de ser suministrada, no saldría de mi persona. Dije que se lo preguntaba sólo porque la información me ayudaría a darle una enseñanza más adecuada. Sin cambiar de tono, le pregunté si en el convento admitían visitas. Creo que las últimas líneas (o pies cúbicos) de mi carta podrían transcribirse aquí... con su puntuación, sintaxis y todo lo demás. “ ...De paso, si usted domina el francés, le pediría que me lo hiciera saber, ya que puedo expresarme con gran precisión en ese idioma, pues he pasado la mayor parte de mi juventud en París, Francia. Como por lo visto usted está preocupada por el dibujo de personas que corren, a fin de poder trasmitir esa técnica a sus alumnas del convento, le adjunto algunos bocetos hechos por mí y que tal vez resulten útiles. Usted verá que los he hecho rápidamente y que no son de ninguna manera perfectos, ni siquiera encomiables, pero creo que le darán los rudimentos que a usted le interesan. Por desgracia me temo que el director de la escuela carece de todo método pedagógico. Me alegro muchísimo de que esté usted tan adelantada, pero no tengo idea de lo que el director pretende que yo haga con los demás alumnos que están muy atrasados y que, en mi opinión, son, sobre todo, estúpidos. Desgraciadamente, soy agnóstico, pero admiro mucho a San Francisco de Asís, desde lejos, claro está. Me pregunto si usted sabe, por casualidad, lo que dijo (San Francisco de Asís) cuando le iban a quemar un ojo con un hierro caliente al rojo. Dijo así: “Hermano fuego, Dios te hizo hermoso y fuerte y útil; te ruego que seas amable conmigo.” En mi opinión, usted pinta hasta cierto punto como él habló, en muchos agradables sentidos. A propósito, ¿puedo preguntarle si la joven de vestido azul en primer plano es María Magdalena? Me refiero a la composición
que hemos estado analizando, por supuesto. Si no, me he equivocado tristemente. Aunque no sería una novedad. Espero que me considere enteramente a su disposición mientras sea alumna de Les Amis des Vieux Maîtres. Francamente, creo que usted tiene mucho talento y no debe asombrarse en lo más mínimo si en unos pocos años llega a ser un genio. Nunca me atrevería a alentarla en esto sin fundamento. Esta es una de las razones por las cuales le he preguntado si la mujer en el primer plano era María Magdalena, porque de ser así temo que usted está usando más su incipiente genio que sus inclinaciones religiosas. Pero, en mi opinión, esto no es para asustarse. Con sincera esperanza de que goce de perfecta salud, me despido de usted. Con todo respeto, (firmado) Jean de Daumier-Smith Profesor Les Amis des Vieux Maîtres P. D. Estaba por olvidar que los alumnos deben enviar trabajos cada dos semanas a la academia. ¿Sería usted tan amable de hacerme unos bocetos al aire libre como primer deber? Hágalos a gusto suyo, sin esforzarse. No sé, desde luego, cuánto tiempo le permiten dedicar al dibujo personal en el convento y espero que me informe al respecto. También le ruego que compre los materiales necesarios que me he tomado la libertad de señalarle, pues me gustaría que empezara a usar óleos lo más pronto posible. Si me permite que se lo diga, creo que es usted demasiado apasionada para pintar siempre a la acuarela, sin intentar el óleo. Se lo digo en forma impersonal y no quiero molestara en realidad, es algo así como un cumplido. Además mándeme, por favor, todos los trabajos anteriores que tenga a mano, pues me encantaría verlos. No necesito decirle que, hasta que llegue su próximo envío, los días serán insufribles para mí. Si no me extralimito, me gustaría mucho que me contara si le resulta satisfactorio ser una monja, en un sentido espiritual, por supuesto. Francamente, tengo el hobby de estudiar diferentes religiones desde que leí los volúmenes 36, 44 y 45 de los Clásicos de Harvard, que usted posiblemente conozca. Me fascina sobre todo Martín Lutero, que era protestante, desde luego. Por favor, no se ofenda por esto. No abogo por ninguna doctrina; no está en mi carácter hacerlo. Para terminar, le ruego no se olvide de informarme sobre sus horas de visita, pues, si no me equivoco, tengo libres los fines de semana y bien puede ser que algún sábado, por casualidad, me encuentre cerca de allí. Y no se olvide, por favor, de decirme si tiene buenos conocimientos de francés, pues tengo poca soltura para expresarme en inglés debido a mi educación variada y en general bastante insensata.” Envié la carta y los dibujos a la hermana Irma a eso de las tres y media de la mañana, para lo cual debí salir a la calle. Después, extasiado, me desvestí con dedos entumecidos y me desplomé en la cama. Estaba por dormirme cuando sentí otra vez a través de la pared el sonoro gemido que venía del dormitorio de los Yoshoto. Me imaginé que a la mañana los Yoshoto vendrían a pedirme, a suplicarme que escuchara su secreto problema hasta el último y espantoso detalle. Me figuraba exactamente cómo sería. Estaría sentado entre ellos ante la mesa de la cocina, escuchándolos. Escucharía, escucharía, escucharía, con la cabeza entre las manos, hasta que, incapaz de seguir soportándolo, metería la mano por la garganta de madame Yoshoto, le sacaría el corazón y lo abrigaría como si fuera un
pájaro. Luego, cuando todo se arreglara, mostraría los trabajos de la hermana Irma a los Yoshoto, y ambos compartirían mi alegría. Siempre nos damos cuenta demasiado tarde, pero la diferencia más notable que existe entre la felicidad y la alegría es que la felicidad es un sólido y la alegría es un líquido. Mi alegría empezó a escurrirse de su recipiente ya a la mañana siguiente, cuando monsieur Yoshoto se acercó a mi escritorio con los sobres de dos alumnos nuevos. En ese momento yo estaba trabajando en los dibujos de Bambi Kramer y con bastante despreocupación, porque sabía que mi carta a la hermana Irma estaba en el correo. Pero para lo que no me hallaba ni remotamente preparado era para afrontar el extraño hecho de que en el mundo hubiera dos personas que tenían menos talento para el dibujo que Bambi o R. Howard Ridgefield. Sintiendo que se me acababa la buena disposición, prendí un cigarrillo en la sala de profesores por primera vez desde que entrara a formar parte del cuerpo docente. Al parecer me sirvió de ayuda y de nuevo me enfrasqué en el trabajo de Bambi. Pero antes de la tercera o cuarta pitada sentí, sin necesidad de verlo, que monsieur Yoshoto me estaba mirando. Como confirmación, sentí que empujaba hacia atrás su silla. Como de costumbre, me puse de pie cuando estuvo junto a mí. Me explicó, en un irritante susurro que él personalmente no tenía nada en contra del cigarrillo pero que, por desgracia, las normas de la escuela prohibían fumar en la sala de profesores. Interrumpió mis profusas disculpas con un magnánimo gesto de la mano y regresó al extremo de la habitación que compartía con madame Yoshoto. Me pregunté con verdadero pánico cómo aguantaría sin volverme loco los trece días que faltaban hasta el próximo sobre de la hermana Irma.
Eso fue el martes por la mañana. Pasé el resto de las horas de trabajo en ese día y las horas de trabajo de los dos días siguientes, febrilmente atareado. Desarmé, por así decirlo, todos los dibujos de Bambi Kramer y de R. Howard Ridgefield y los armé con piezas nuevas. Les preparé docenas de ejercicios anormales, insultantes, pero totalmente constructivos. Les escribí extensas cartas. Casi le supliqué a R. Howard Ridgefield que desistiera de la sátira por un tiempo. Le pedí a Bambi, con el máximo de delicadeza, que se abstuviera, temporariamente, de enviar dibujos con títulos semejantes a Y perdona sus pecados. Entonces, el jueves por la tarde, sintiéndome dispuesto y audaz, empecé con uno de los alumnos nuevos, un norteamericano de Bangor, estado de Maine, que declaraba en su formulario con locuaz y simple hostilidad que su artista preferido era él mismo. Se consideraba un realista-abstracto. En cuanto a mis horas libres, el martes por la tarde tomé un ómnibus que me llevó al centro de Montreal y entré a ver un festival de dibujos animados en un cine de tercera categoría, lo que significó en gran medida asistir a una sucesión de gatos bombardeados con corchos de champagne por gavillas de ratones. El miércoles por la tarde junté los almohadones de mi habitación, los apilé de a tres, y traté de reproducir de memoria el dibujo de la hermana Irma sobre el entierro de Cristo. Me siento tentado a decir que la tarde del jueves fue extraña, o quizá macabra, pero la verdad es que no tengo adjetivos vistosos para la tarde del jueves. Salí de Les Amis después de la cena y fui no recuerdo a dónde... probablemente a caminar o al cine; no puedo recordarlo, y esta vez mi diario de 1939 también me falla, porque la página que necesito está totalmente en blanco. Sé, sin embargo, por qué está en blanco la página. Cuando regresaba de donde fuera que había estado esa tarde —y sí recuerdo que ya había oscurecido— me detuve en la acera de la academia y contemplé la vidriera iluminada de la casa de artículos ortopédicos. Entonces pasó algo verdaderamente horrible. Empecé a pensar que por más
que aprendiera algún día a vivir con frialdad, sensibilidad o gracia, siempre sería, en el mejor de los casos, un visitante en un jardín lleno de chatas y orinales esmaltados, donde había un maniquí ciego, de madera, que estaba ahí con un braguero para hernia a precio rebajado. La imagen no podía ser tolerable más que algunos segundos. Recuerdo que subí corriendo a mi pieza, y me desvestí y me metí en la cama sin abrir siquiera el diario, y mucho menos anotar algo en él. Permanecí despierto durante horas, temblando. Escuché los quejidos de la otra habitación y forzosamente pensé en mi mejor alumna. Traté de visualizar el domingo en que la iría a visitar al convento. La vi venir hacia mí —junto a un alto alambrado—, una tímida y hermosa muchacha de dieciocho años, que aún no había hecho los votos definitivos y que estaba por lo tanto libre para reingresar en el mundo con el Abelardo que ella eligiese. Vi cómo caminábamos lenta, silenciosamente, hacia un lugar remoto y sombreado del convento donde, de pronto y sin pecado, yo pondría mi brazo alrededor de su cintura. La imagen era demasiado sublime para retenerla, y por fin solté amarras y me dormí. Pasé toda la mañana y la mayor parte de la tarde del viernes trabajando duro, tratando, con ayuda de papel de seda superpuesto, de convertir en árboles reconocibles una selva de símbolos fálicos que el hombre de Bangor, Maine, había dibujado en costoso papel de hilo. A eso de las cuatro y media de la tarde me sentía bastante agotado mental, física y espiritualmente, y sólo me incorporé a medias cuando monsieur Yoshoto se acercó por un instante a mi escritorio. Me entregó algo, y lo hizo con la impersonalidad con que un camarero reparte la lista del día. Era una carta de la madre superiora del convento de la hermana Irma informando a monsieur Yoshoto que el padre Zimmermann, por circunstancias que no dependían de él, se veía obligado a modificar su decisión de permitir que la hermana Irma estudiara en Les Amis des Vieux Maîtres. La madre superiora decía que lamentaba profundamente cualquier confusión o inconveniente que pudiera causar a la escuela este cambio de planes. Confiaba en que el arancel de catorce dólares pudiera ser reintegrado a la diócesis.
Durante años estuve seguro de que el ratón vuelve cojeando a casa desde la rueda incendiada del parque de atracciones, con nuevos e infalibles planes para matar al gato. Después de leer y releer la carta y después de contemplarla fijamente durante largos minutos, me despabilé de pronto y escribí cartas a mis cuatro alumnos restantes, aconsejándoles que abandonaran la idea de hacerse artistas. Les dije, individualmente, que estaban malgastando su valioso tiempo y el del colegio. Escribí las cuatro cartas en francés. Cuando terminé, salí de inmediato y las despaché. La satisfacción duró poco, pero mientras duró fue magnífica. Cuando llegó el momento de desfilar hacia la cocina, pedí que me excusaran. Dije que no me sentía bien. (Yo mentía, en 1939, con mucha más convicción que cuando decía la verdad, por lo que quedé convencido de que monsieur Yoshoto me miraba con suspicacia cuando dije que no me sentía bien.) En seguida fui a mi pieza y me senté en un almohadón. Estuve así seguramente durante una hora, contemplando un agujero de la persiana por donde entraba luz, sin fumar ni sacarme la chaqueta ni aflojarme la corbata. Luego, de pronto, me levanté, tomé mi papel personal y escribí una segunda carta a la hermana Irma, usando el piso como escritorio. Nunca despaché esa carta. Lo que sigue ha sido copiado directamente del original. “Montreal, Canadá 28 de Junio de 1939
Querida hermana Irma: ¿Le habré dicho, por casualidad, algo molesto o irreverente en mi última carta, que haya llamado la atención del padre Zimmermann y le haya causado, de algún modo, un inconveniente a usted? Si es así, le suplico que, por lo menos, me dé una razonable oportunidad de retractarme de cualquier cosa que hubiera podido decir sin darme cuenta en mi ferviente anhelo de llegar a ser su amigo así como su maestro. ¿Es pedir demasiado? No lo creo. La verdad lisa y llana es la siguiente: si usted no aprende algunos rudimentos más de la profesión, será una artista muy, muy interesante durante el resto de su vida en lugar de ser una gran artista. Esto es, en mi opinión, terrible. ¿Se da cuenta de la gravedad de la situación? Es probable que el padre Zimmermann la haya obligado a retirarse de la escuela porque piensa que podría significar un obstáculo para que usted llegue a ser una monja como es debido. Si es así, no puedo menos que decir que ha sido una gran imprudencia de parte del padre Zimmermann en muchos aspectos. No es incompatible con el hecho de que usted sea una monja. Yo mismo vivo como un monje malévolo. Lo peor que podría significarle ser artista es que podría hacerla siempre un poquito infeliz. Pero, en mi opinión, no es ninguna situación trágica. El día más feliz de mi vida fue cuando tenía diecisiete años, hace mucho tiempo. Iba a encontrarme con mi madre para almorzar juntos. Ella salía a la calle por primera vez después de una larga enfermedad, y yo flotaba de felicidad cuando de pronto, al llegar a la avenida Victor Hugo, que es una calle de París, me encontré con un tipo sin nariz. Le pido que considere ese factor, más aún, se lo ruego. Está lleno de sentido. También es posible que el padre Zimmermann le haya obligado a renunciar debido a que el convento carece, quizá, de los fondos necesarios para abonar su matrícula. Espero de todo corazón que así sea, no sólo porque me alivia el espíritu sino también por sus aspectos prácticos, porque siendo así, bastará con que usted me lo diga para que yo le ofrezca mis servicios gratis por un período indefinido de tiempo. ¿Podemos seguir discutiendo esta cuestión? ¿Puedo preguntar de nuevo cuáles son sus días de visita en el convento? ¿Puedo considerarme en libertad de visitarla en el convento el próximo sábado, 6 de julio, entre las tres y las cinco de la tarde, según el horario de trenes entre Montreal y Toronto? Espero su respuesta con enorme ansiedad. Con respeto y admiración, sinceramente, (firmado) Jean de Daumier-Smith Profesor Les Ames des Vieux Maîtres. P.D. En mi última carta le pregunté al pasar si la joven de vestido azul en el primer plano de su dibujo religioso era María Magdalena, la pecadora. Si usted hasta ahora no ha contestado mi carta, siga absteniéndose. Posiblemente yo estaba equivocado y no quiero provocar más desilusiones en este momento de mi vida. Estoy dispuesto a seguir en la oscuridad. Aún hoy, después de tantos años, tiendo a ruborizarme cuando recuerdo que había llevado conmigo un traje de etiqueta cuando fui a Les Amis des Vieux Maîtres. Pero, en efecto, lo tenía, y cuando terminé la carta a la hermana Irma, me lo puse. Todo el asunto parecía reclamar imperiosamente que me emborrachara, y como jamás en la vida había
estado borracho (por temor de que el exceso de bebida hiciera temblar la mano que pintó aquellos cuadros que ganaron los tres primeros premios, etc.), me sentí impulsado a vestirme de etiqueta para esa trágica ocasión. Mientras los Yoshoto aún estaban en la cocina, me escurrí escaleras abajo y llamé por teléfono al Hotel Windsor, que me había recomendado la señora X, la amiga de Bobby, antes de salir de Nueva York. Reservé una mesa para las ocho y para una sola persona. Alrededor de las siete y media, vestido y bien peinado, saqué la cabeza por el vano de la puerta para ver si alguno de los Yoshoto estaba en los alrededores. Por alguna razón no quería que me viesen en traje de gala. No estaban a la vista y bajé apresuradamente a la calle y me lancé en busca de un taxi. En el bolsillo interior de la chaqueta llevaba mi carta a la hermana Irma. Me proponía leerla durante la cena, a la luz de las velas. Caminé cuadra tras cuadra sin encontrar un taxi y menos uno desocupado. Era algo desagradable. El barrio Verdún de Montreal no era lo que se dice elegante, y yo estaba convencido de que cada transeúnte me miraba más de una vez, sobre todo con desaprobación. Cuando llegué por fin al bar americano donde el lunes anterior había engullido los sándwiches de salchicha, decidí echar por la borda mi reserva en el Hotel Windsor. Entré al bar americano, me senté en uno de los compartimientos más apartados, y cubrí mi corbata negra de lazo con una mano mientras pedía sopa, pan y café negro. Confiaba en que los demás parroquianos me considerarían un camarero que se dirige a su trabajo. Mientras tomaba la segunda taza de café, saqué mi carta, aún sin despachar, y la releí. El fondo del asunto parecía un poco insustancioso y resolví volver en seguida a Les Amis para hacerle algunos retoques. Consideré también mis planes para visitar a la hermana Irma, y me pregunté si no sería buena idea sacar los billetes de tren esa misma noche. Cavilando sobre ambas cosas —sin que mejorara por ello sensiblemente mi estado de ánimo— salí del bar y regresé rápidamente al colegio. Unos quince minutos más tarde me ocurrió algo bastante fuera de lo común, frase que, me temo, tiene todas las desagradables características de un “recurso estilístico”, pero que precisamente es todo lo contrario. Tengo que relatar una experiencia extraordinaria, que todavía me sigue pareciendo trascendental, y me gustaría que, en lo posible, no se tomara por un caso, incluso un caso límite, de auténtico misticismo. (Lo contrario, pienso, equivaldría a afirmar o dar a entender que la diferencia de las sorties espirituales entre un San Francisco y un besador de leprosos común, hiperestésico y dominguero, es sólo de grados.) En la penumbra de las nueve de la noche, cuando me acercaba al edificio de la academia cruzando la calle, había una luz prendida en la casa de artículos ortopédicos. Me asombré de ver una persona de carne y hueso en el escaparate, una muchacha bastante corpulenta, de unos treinta años, que llevaba un vestido de chiffon color verde, amarillo y heliotropo. Le estaba cambiando el braguero al maniquí de madera. Cuando llegué frente al escaparate, acababa, evidentemente, de quitarle el braguero anterior; lo tenía debajo del brazo izquierdo (me presentaba su perfil derecho) y le estaba colocando el nuevo. Me detuve a contemplarla, fascinado, hasta que de repente la chica sintió, y después vio, que alguien la miraba. Rápidamente le sonreí —como para demostrarle que la figura vestida de etiqueta que estaba del otro lado del vidrio no le era hostil—, pero no me dio resultado. La confusión de la chica estaba más allá de toda proporción. Se sonrojó, dejó caer el braguero viejo, dio un paso hacia atrás, pisó un lote de irrigadores... y perdió el equilibrio. Instantáneamente hice ademán de tenderle la mano, golpeándome los nudillos contra el vidrio. La chica aterrizó pesadamente sobre sus
asentaderas, como una patinadora. En seguida se incorporó sin mirarme. Con el rostro aún sonrojado, se alisó el pelo con una mano, y continuó atando los cordones del braguero. Justamente en ese momento tuve mi Experiencia. De pronto (y creo que digo esto con toda la lucidez necesaria) salió el sol y se precipitó hacia el puente de mi nariz a una velocidad de setenta y tres millones de kilómetros por segundo. Enceguecido y aterrorizado, tuve que apoyar una mano en el vidrio para no caerme. La cosa no duró más que unos segundos. Cuando recuperé la visión, la chica había desaparecido de la vidriera, dejando un ondeante campo de flores esmaltadas, exquisitas, dos veces benditas. Me alejé del escaparate y di dos vueltas a la manzana, hasta que terminaron de temblarme las rodillas. Luego, sin atreverme a dirigir otra mirada hacia el escaparate de la tienda, subí a mi habitación y me tiré en la cama. Algunos minutos, u horas, más tarde, hice —en francés— la siguiente anotación en mi diario: “Le estoy dando a la hermana Irma la libertad de seguir su propio destino. Todo el mundo es una monja.” (Tout le monde est une nonne.) Esa noche, antes de acostarme, escribí cartas a mis cuatro alumnos recientemente rechazados, reincorporándolos. Dije que en la sección administrativa se había cometido un error. En realidad, era como si las cartas se escribieran solas. Tal vez influyó el hecho de que, antes de sentarme a escribir, había traído una silla desde la sala de profesores.
Parece un total anticlímax mencionarlo, pero la academia Les Amis des Vieux Maîtres fue clausurada esa misma semana por falta de permiso adecuado (en realidad, por no tener ninguna clase de permiso). Empaqué mis cosas y fui a reunirme con Bobby, mi padrastro, en Rhode Island donde pasé las seis u ocho semanas siguientes — hasta que reinició sus cursos la academia de bellas artes— investigando el más interesante de todos los animales activos en el verano: la chica americana en shorts. Para bien o para mal, nunca jamás tuve contacto con la hermana Irma, aunque a veces me llegan noticias de Bambi Kramer. Lo último que supe es que se dedicaba a ilustrar sus propias tarjetas de Navidad. Debe ser algo digno de verse, si no ha perdido la mano.
Traducción de Marcelo Berri. De Nine Stories.
En el chinchorro Era un poco más de las cuatro de la tarde de un veranito de San Juan. Unas quince o veinte veces, desde el mediodía, Sandra, la criada, se había apartado de la ventana de la cocina que daba al lago, con la boca apretada en un gesto de disgusto. Esta última vez, al apartarse, ataba y desataba distraídamente las cintas de su delantal, aprovechando el escaso juego que le permitía su enorme cintura. Después regresó a la mesa esmaltada y depositó su cuerpo gallardamente uniformado en la silla que estaba frente a mistress Snell. Mistress Snell había terminado la limpieza y el planchado y tomaba su habitual taza de té antes de dirigirse a pie por la acera hasta la parada del ómnibus. Mistress Snell tenía el sombrero puesto. Era el mismo e interesante sombrero de fieltro negro que había usado, no sólo durante todo el verano pasado, sino en los últimos tres veranos, pasando por olas monstruosas de calor, transformaciones del sistema de vida, docenas de tablas de planchar y timones de innumerables aspiradoras. Aún tenía adentro la etiqueta de Hattie Carnegie, gastada pero (podríamos decir) invicta. —No voy a preocuparme —anunció Sandra, por quinta o sexta vez, dirigiéndose tanto a sí misma como a mistress Snell—. Me he propuesto no preocuparme. Total, ¿para qué? —Claro —dijo mistress Snell—. Yo no me preocuparía. La verdad que no. Alcánceme mi bolsón, querida. En la alacena había un bolso de mano, sumamente gastado, pero que conservaba adentro una etiqueta tan imponente como la del sombrero de mistress Snell. Sandra pudo alcanzarlo sin incorporarse. Lo tendió por encima de la mesa a mistress Snell, quien lo abrió y sacó un paquete de cigarrillos mentolados y una cajita de fósforos del Stork Club. Mistress Snell encendió un cigarrillo, se llevó luego la taza de té a la boca, pero inmediatamente la depositó otra vez en el platillo. —Si esto no se enfría de una buena vez, voy a perder el ómnibus. —Miró a Sandra, que clavaba la vista, desalentadamente, en la dirección general de los recipientes de cobre alineados contra la pared—. Deje de preocuparse —ordenó mistress Snell—. ¿Qué va a sacar con preocuparse? O él se lo dice o no se lo dice. Nada más. ¿Qué gana con hacerse problemas? —No estoy preocupada —contestó Sandra—. Lo último que pienso hacer es preocuparme. Pero es que una se vuelve loca con ese chico rondando por la casa como un gato. No se le oye, ¿me entiende? Quiero decir, nadie puede oírlo ¿se da cuenta?. El otro día estaba desgranando arvejas, justo aquí, en esta mesa, y casi le piso la mano. Estaba sentado justo debajo de la mesa. —Bueno, yo que usted no me preocuparía. —Una tiene que pensar cada palabra que dice cuando él anda por ahí —dijo Sandra—. Es para volverse loca. —Esto todavía no se puede beber —dijo mistress Snell—. Es terrible. Tener que cuidarse para decir cada palabra y todo lo demás. —Como para volverse loca. ¡En serio! La mitad del tiempo estoy medio loca. — Sandra sacudió de su falda unas migas de pan inexistentes y resolló—: ¡Un chiquilín de cuatro años de edad! —Es un niño bastante lindo —dijo mistress Snell—. Con esos ojos marrones tan grandes, y todo... Sandra volvió a resoplar:
—Va a tener una nariz igual que la de su padre. —Alzó la taza y bebió su té sin dificultad—. No sé para qué van a quedarse aquí todo el mes de octubre —dijo descontenta, bajando la taza—. Quiero decir, ninguno de ellos se acerca ya al agua. Ella no va, él tampoco, el chico menos. Nadie se baña ya. Ni siquiera sacan ahora ese bote de porquería. No sé por qué tiraron la plata de esa manera. —No sé cómo hace para tomarlo. Yo ni siquiera puedo probar el mío. Sandra fijó su mirada rencorosa en la pared opuesta. —Voy a estar tan contenta cuando vuelva a la ciudad. Lo digo en serio. Odio este lugar de locos. —Miró con hostilidad a mistress Snell—. Usted no tiene problemas, usted vive aquí todo el año. Tiene aquí su vida social y todo eso. A usted no le importa. —Voy a tomar este té aunque me muera —dijo mistress Snell, mirando el reloj que estaba sobre la cocina eléctrica. —¿Qué haría usted si estuviera en mi lugar? —preguntó Sandra bruscamente—. ¿Qué haría? Diga la verdad. Mistress Snell se calzaba una pregunta de esas como si fuera un tapado de armiño. De inmediato dejó su taza sobre la mesa. —Bueno, en primer lugar —dijo—, no me afligiría. Lo que haría es buscar otro... —No estoy afligiéndome —interrumpió Sandra. —Ya sé, pero lo que yo haría, sería conseguirme...
Se abrió la puerta de vaivén que comunicaba con el comedor y entró en la cocina Boo Boo Tannenbaum, la señora de la casa. Era una chica menuda, prácticamente sin caderas, de veinticinco años, con un pelo sin personalidad, incoloro, quebradizo, recogido detrás de las orejas, que eran muy grandes. Llevaba pantalones vaqueros hasta la rodilla, un pulóver negro de cuello alto, calcetines y zapatillas. Aparte de la gracia de su nombre, aparte de su falta general de belleza, era —pensando en esas caras pequeñas, siempre memorables, extremadamente sensibles— una chica apabullante, definitiva. Fue directamente a la heladera y la abrió. Mientras escudriñaba el interior, con las piernas separadas y las manos sobre las rodillas, silbaba desafinadamente entre dientes, llevando el compás con pequeños movimientos pendulares y despreocupados del rabo. Sandra y mistress Snell se quedaron calladas. Despaciosamente, mistress Snell apagó el cigarrillo. —Sandra... —¿Sí, señora? Sandra miró atentamente más allá del sombrero de mistress Snell. —¿No quedan más pickles? Quiero llevarle algunos. —Se los comió —informó Sandra—. Se los comió anoche, antes de irse a la cama, quedaban dos, nada más. —Oh. Bueno, entonces compraré cuando vaya a la estación. Pensé que a lo mejor podía convencerlo de que saliera de ese bote. —Boo Boo cerró la puerta de la heladera y fue a mirar por la ventana que daba al lago. Desde allí preguntó—: ¿Necesitamos alguna otra cosa? —Sólo pan. —Le dejé el cheque sobre la mesa del living, mistress Snell. Gracias. —Está bien —dijo mistress Snell—. Parece que Lionel se va a escapar. Rió brevemente. —Así parece —dijo Boo Boo, y metió las manos en los bolsillos de atrás. —Al menos no se escapa muy lejos —dijo mistress Snell, dejando oír otra breve risa.
Junto a la ventana, Boo Boo cambió un poco de posición para no dar directamente la espalda a las dos mujeres sentadas a la mesa. —No —dijo, y se acomodó un mechón de pelo detrás de una oreja. Y agregó, nada más que como información adicional—: Desde los dos años se escapa en forma sistemática. Pero nunca muy lejos. Creo que lo más lejos que llegó, en la ciudad, por lo menos, fue al Mall en el Central Park. Sólo a dos cuadras de casa. Se quedaba allí para decirle adiós al papá. Las dos mujeres sentadas a la mesa rieron. —El Mall es donde todos van a patinar en Nueva York —dijo Sandra, muy socialmente, a mistress Snell—. Los chicos, y todos los otros. —Ah —dijo mistress Snell. —No tenía más de tres años. Fue el año pasado —dijo Boo Boo, sacando un atado de cigarrillos y una cajita de fósforos de un bolsillo lateral de sus vaqueros. Prendió un cigarrillo, mientras las dos mujeres la contemplaban con interés—. Gran conmoción. Toda la policía buscándolo. —¿Lo encontraron? —dijo mistress Snell. —¡Claro que lo encontraron! —dijo Sandra con desdén—. ¿Qué se cree? ”Lo encontraron a las once y cuarto de la noche, en pleno mes de... Dios mío, febrero, creo. Ni un chico en todo el parque. Nada más que asaltantes, supongo, y un surtido de degenerados ambulantes. Estaba sentado en la plataforma donde toca la banda, haciendo rodar una bolita por una grieta del suelo. Casi muerto de frío y con un aspecto de... —¡Alabado sea Dios! —dijo mistress Snell—. ¿Cómo pudo hacerlo? Quiero decir, ¿de qué se escapaba? Boo Boo lanzó una única voluta de humo, defectuosa, hacia uno de los vidrios de la ventana: —Parece que esa tarde uno de los chicos en el parque le había dicho en forma vaga y malintencionado: “Apestas, nene”. Al menos creemos que lo hizo por eso. Yo no sé, mistress Snell. Es un poco demasiado complicado para mí. —¿Desde cuándo lo hace? —preguntó mistress Snell—. Digo, ¿desde cuándo se escapa? —Bueno, a la edad de dos años y medio —dijo Boo Boo biográficamente— se refugió debajo de la pileta, en el sótano de nuestra casa de departamentos. En el lavadero. Noemí no sé cuánto, una amiga íntima suya, le dijo que tenía una lombriz en un termo. Por lo menos, eso fue todo lo que le pudimos sacar. —Boo Boo suspiró y se apartó de la ventana con una larga columna de ceniza en el cigarrillo. Se encaminó hacia la puerta mosquitero—. Voy a probar otra vez —dijo a manera de despedida. Las otras dos mujeres rieron. —Mildred —dijo Sandra, riéndose aún, y dirigiéndose a mistress Snell—. Va a perder el ómnibus si no se da prisa. Boo Boo cerró la puerta mosquitero al salir.
Estaba de pie en la ligera pendiente del jardín de su casa, con el último y bajo sol de la tarde brillando a las espaldas. Doscientos metros más allá, su hijo Lionel se hallaba sentado en el asiento de popa del chinchorro de su padre. Amarrado, y con la vela mayor y el foque recogidos, el chinchorro flotaba en un ángulo perfectamente recto con la punta del muelle. Más o menos veinte metros más afuera flotaba, dado vuelta, un esquí acuático abandonado o perdido; pero no había en el lago embarcaciones de placer: apenas se veía la popa de la lancha de la municipalidad que se dirigía al embarcadero de
Leech. A Boo Boo le resultaba bastante dificultoso mantener su vista fija en Lionel. El sol, aunque no era especialmente fuerte, resplandecía tanto que cualquier objeto más o menos distante —un chico, un bote—oscilaba y se retractaba como un palito en el agua. Al cabo de dos o tres minutos, Boo Boo desistió de esforzar su vista. Apagó el cigarrillo al estilo marinero y echó a andar hacia el muelle. Estaban en octubre, y el calor reflejado en los tablones del muelle no le daba ya en la cara. Caminaba silbando entre dientes “Kentucky Babe”. Cuando llegó a la punta del muelle, se agachó justo en el borde, haciendo sonar sus rodillas, y contempló a Lionel. Se hallaba a menos de un largo de remo de ella. Lionel no la miró. —¡Eh! —dijo Boo Boo—. Amigo. Pirata. Canallita. Estoy de vuelta. Sin dirigirle la mirada, Lionel pareció sentir bruscamente la necesidad de exhibir su maestría como navegante. Giró la barra del timón todo lo que pudo hacia la derecha, e inmediatamente después la acercó otra vez de un tirón a su cuerpo. Mantenía los ojos fijos en la cubierta del bote. —Soy yo —dijo Boo Boo—. Vicealmirante Tannenbaum. Glass es mi nombre de soltera. Vine a inspeccionar los estermáforos. Obtuvo respuesta. —No eres un almirante. Eres una señora —dijo Lionel. Sus frases generalmente se cortaban por lo menos una vez a causa de un inadecuado dominio de la respiración, así que, a menudo, las palabras que quería destacar se apagaban en lugar de elevarse. Boo Boo no solamente escuchaba su voz; parecía que trataba de verla. —¿Quién te lo dijo? ¿Quién te dijo que yo no era un almirante? Lionel contestó, pero en forma inaudible. —¿Quién? —dijo Boo Boo. —Papá. Siempre en cuclillas, Boo Boo puso su mano izquierda entre las piernas, apoyándose en las tablas del muelle para mantener el equilibrio. —Tu papá es un buen tipo —dijo—, pero es un vulgar marinero de agua dulce. Es perfectamente cierto que cuando estoy en puerto soy una señora. Eso es cierto. Pero también es cierto que mi vocación ha sido, es y será siempre navegar por... —Tú no eres un almirante —dijo Lionel. —¿Cómo dices? —Que no eres un almirante. Eres siempre una señora. Hubo una corta pausa. Lionel la llenó cambiando otra vez el rumbo de su nave; se aferraba al timón con los dos brazos. Llevaba pantalones cortos de color caqui y una camisa blanca, limpia, con un dibujo estampado en el pecho que representaba a Jerónimo el Avestruz tocando el violín. Tenía la piel bronceada, y su cabello, casi idéntico al de la madre en color y tersura, estaba un poco descolorido por el sol. —Mucha gente cree que yo no soy un almirante —dijo Boo Boo, observándolo—, porque no me la paso cacareándolo. —Sin perder el equilibrio, sacó un cigarrillo y los fósforos de un bolsillo lateral de los vaqueros—. Casi nunca siento la tentación de hablar de mi grado con la gente y menos con chicos que ni siquiera me miran cuando les hablo. Me darían de baja si lo hiciera. Sin encender el cigarrillo, repentinamente se puso de pie, se irguió de una manera exagerada, hizo un óvalo con el pulgar y el índice de la mano derecha, acercó el óvalo a la boca y emitió un sonido parecido al toque de un clarín. Lionel alzó instantáneamente la mirada. Casi seguramente se había dado cuenta de que el son era falso, pero lo mismo parecía muy conmovido; se quedó boquiabierto. Boo Boo repitió el toque, una peculiar amalgama de diana y silencio, tres veces, sin interrupción. Luego, ceremoniosamente, hizo un saludo militar hacia la orilla opuesta. Cuando por fin se puso de nuevo en
cuclillas sobre el muelle, lo hizo con el máximo pesar, como si se hubiera sentido profundamente conmovida por una de las virtudes de la tradición naval inaccesible para el público y los niños pequeños. Echó un vistazo al reducido horizonte del lago y luego pareció recordar que no estaba sola. Miró hacia abajo, con aire digno, hacia donde estaba Lionel, cuya boca seguía abierta. —Ese toque de clarín era secreto. Sólo los almirantes pueden oírlo. —Encendió el cigarrillo y apagó el fósforo con una teatral bocanada de humo, larga y fina—. Si alguien se entera de que te he permitido oír ese toque... —Meneó la cabeza. Nuevamente fijó en el horizonte el sextante del ojo. —Hazlo de nuevo. —Imposible. —¿Por qué? Boo Boo se encogió de hombros. —Demasiada oficialidad subalterna, para empezar. —Cambió de posición, adoptando una postura india, con las piernas cruzadas. Se subió los calcetines—: Te diré lo que voy a hacer —dijo con tono práctico—. Si me dices por qué te escapas, te soplaré todos los sones secretos de clarín que conozco. ¿Está bien? Lionel volvió a fijar su mirada en el fondo del bote: —No. —¿Por qué no? —Porque no. —¿Pero por qué? —Porque no quiero —dijo Lionel, y para enfatizar dio un tirón al timón.
Boo Boo se protegió la parte derecha de la cara del resplandor del sol. —Me dijiste que no ibas a escaparte más —dijo—. Hablamos de esto, y me dijiste que ya todo se había terminado. Me lo, habías prometido. Lionel contestó algo, pero no se oyó. —¿Cómo? —dijo Boo Boo. —Yo no prometí nada. —Oh, sí, me lo prometiste. Claro que lo prometiste. Lionel empezó de nuevo a maniobrar su embarcación. —Si eres un almirante —dijo—, ¿dónde está tu flota? —Mi flota. Celebro que me hayas hecho esa pregunta —dijo Boo Boo, y empezó a deslizarse hacia el chinchorro. —¡Sal de aquí! —ordenó Lionel, conteniéndose para no chillar y manteniendo la vista baja—. No puede subir nadie. —¿No? —el pie de Boo Boo ya tocaba la proa del bote. Obediente, lo retiró—: ¿Nadie, absolutamente nadie? —nuevamente se sentó a lo indio—. ¿Por qué no? La respuesta de Lionel fue completa pero, otra vez, demasiado baja. —¿Qué? —dijo Boo Boo. —Porque no está permitido. Boo Boo, sin desviar la vista del niño, se mantuvo en silencio durante un minuto entero; luego dijo: —Lamento saberlo. Me encantaría subir a tu bote. Te echo tanto de menos. Te extraño mucho. Me pasé todo el día sola en la casa, sin nadie con quien hablar. Lionel no movió el timón. Estudió la fibra de la madera de la barra. —Puedes hablar con Sandra —dijo.
—Sandra está ocupada —dijo Boo Boo—. De todos modos, no quiero hablar con Sandra. Quiero hablar contigo. Quiero subir a tu bote y hablar contigo. —Puedes hablar desde ahí. —¿Cómo? —Puedes hablar desde ahí. —No, no puedo. Estás demasiado lejos. Tengo que acercarme. Lionel movió el timón. —Nadie puede subir a bordo —dijo. —¿Cómo? —Nadie puede subir a bordo. —Bueno, ¿entonces me dices desde ahí por qué te escapaste —preguntó Boo Boo— , después de haberme dicho que no volverías a hacerlo? Cerca del asiento de popa, en el fondo del chinchorro, había una máscara de hueco. Como respuesta, Lionel tomó la correa de la máscara entre el dedo gordo y el segundo de su pie izquierdo y con un movimiento breve, hábil, de la pierna, arrojó la máscara al agua. La máscara se hundió de inmediato. —¡Que bien! ¡Qué constructivo! —dijo Boo Boo—. Era de tu tío Webb. Se va a poner muy contento. —Fumó una bocanada—. Antes había sido de tu tío Seymour. —No me importa. —Ya sé. Ya veo que no te importa —dijo Boo Boo. Su cigarrillo formaba un ángulo inusitado con sus dedos: la brasa ardía peligrosamente cerca de uno de sus nudillos. De pronto sintió el calor y dejó que el cigarrillo cayera al lago. En seguida sacó algo de uno de sus bolsillos laterales. Era un paquete, más o menos del tamaño de un mazo de naipes, envuelto en papel blanco y atado con una cinta verde. —Este es un llavero —dijo, sintiendo cómo la mirada del chico se alzaba hasta ella—. Igual que el de papá. Pero tiene más llaves que el llavero de papá. Este tiene diez llaves. Lionel se inclinó hacia adelante en su asiento, soltando el timón. Extendió las manos en actitud de recoger. —¿Me lo tiras? —dijo—. Sé buena. —Vamos a pensarlo un poco, Rayito de Sol. Tengo que meditarlo. En realidad, debería tirar este llavero al lago. Lionel la miró con la boca abierta. Cerró la boca. —Es mío —dijo, con una entonación cada vez menos imperiosa. Boo Boo, mirándolo, se encogió de hombros. —No me importa. Lionel se arrellanó lentamente en su asiento, observando a su madre, y estiró la mano hacia atrás para tomar el timón. Sus ojos reflejaban una pura percepción, como su madre sabía que reaccionaría. —Toma. Boo Boo le tiró el paquetito. Aterrizó perfectamente entre sus piernas. Lionel lo contempló un momento, lo alzó, lo examinó en su mano y lo tiró luego de costado, al agua. Miró en seguida a su madre, pero en sus ojos no había desafío sino lágrimas. Un segundo después su boca se distorsionaba hasta tomar la forma de un ocho horizontal y se ponía a llorar copiosamente. Boo Boo se incorporó, con cuidado, como alguien a quien se le ha dormido un pie en el lecho, y se introdujo en el chinchorro. Un instante después estaba sentada en el asiento de popa, con el navegante en su falda, y lo mecía y le besaba la nuca y le daba algunos datos:
—Los marineros no lloran, querido, los marineros nunca lloran. Sólo cuando se les hunde el barco. O cuando naufragan, y están en la balsa, sin nada para beber salvo... —Sandra... le dijo a mistress Snell... que papá es un “moishe”... grandote... y estúpido. Boo Boo hizo una mueca imperceptible, pero sacó al chico de su regazo y lo puso de pie frente a ella y le retiró el pelo de la frente. —¿Conque dijo eso? ¿Eh? —preguntó. Lionel asintió con la cabeza enérgicamente. Se acercó, llorando aún, para ponerse entre las piernas de su madre. —Bueno, no es algo tan terrible —dijo Boo Boo, sosteniéndolo entre las dos morsas de sus brazos y sus piernas—. No es lo peor que podía suceder. —Suavemente mordió la oreja del chico—. ¿Tú sabes lo que es un “moishe”, querido? Lionel o bien no quiso o no pudo contestar de inmediato. Por lo menos, esperó a que hubiera disminuido el hipo que siguió a sus lágrimas. A continuación contestó, en forma ahogada pero comprensible, hundido en la tibieza del cuello de Boo Boo. —Es una de esas cosas para llevar bebés —dijo—. De mimbre, con una manija. Para observarlo mejor, Boo Boo apartó un poco a su hijo. Luego le metió una mano traviesa en el interior del pantalón, lo cual lo sorprendió mucho, pero la retiró en seguida y decorosamente le metió la camisa debajo del pantalón. —Te diré lo que vamos a hacer —dijo—. Iremos en auto al pueblo y compraremos unos pickles, y algo de pan, y comeremos los pickles en el auto, y después iremos a la estación a esperar a papá, y luego lo traeremos a casa y haremos que nos lleve a pasear en el bote. Tú lo ayudarás a bajar las velas. ¿De acuerdo? —De acuerdo —dijo Lionel. No volvieron caminando a la casa; corrieron una carrera. Ganó Lionel.
Traducción de Marcelo Berri. De Nine Stories.
Un día perfecto para el pez plátano En el hotel había noventa y siete publicistas neoyorquinos. Como monopolizaban las líneas telefónicas de larga distancia, la chica del 507 tuvo que esperar su llamada desde el mediodía hasta las dos y media de la tarde. Pero no perdió el tiempo. En una revista femenina leyó un artículo titulado «El sexo es Divertido o... Infernal». Lavó su peine y su cepillo. Quitó una mancha de la falda de su traje beige. Corrió un poco el botón de la blusa de Saks. Se arrancó los dos pelos que acababan de salirle en el lunar. Cuando, por fin, la operadora la llamó, estaba sentada en el alféizar de la ventana y casi había terminado de pintarse las uñas de la mano izquierda. No era una chica a la que una llamada telefónica le produjera gran efecto. Se comportaba como si el teléfono hubiera estado sonando constantemente desde que alcanzó la pubertad. Mientras sonaba el teléfono, con el pincelito del esmalte se repasó una uña del dedo meñique, acentuando el borde de la luna. Tapó el frasco y, poniéndose de pie, abanicó en el aire su mano pintada, la izquierda. Con la mano seca, tomó del alféizar un cenicero repleto y lo llevó hasta la mesita de noche, donde estaba el teléfono. Se sentó en una de las dos camas gemelas ya hecha y —ya era la cuarta o quinta llamada— levantó el auricular del teléfono. —Diga —dijo, manteniendo extendidos los dedos de la mano izquierda lejos de la bata de seda blanca, que era lo único que llevaba puesto, junto con las chinelas: los anillos estaban en el cuarto de baño. —Su llamada a Nueva York, señora Glass —dijo la operadora. —Gracias —contestó la chica, e hizo sitio en la mesita de noche para el cenicero. A través del auricular llegó una voz de mujer: —¿Muriel? ¿Eres tú? La chica alejó un poco el auricular del oído. —Sí, mamá. ¿Cómo estás? —dijo. —He estado preocupadísima por ti. ¿Por qué no has llamado? ¿Estás bien? —Traté de telefonear anoche y anteanoche. Los teléfonos aquí han... —¿Estás bien, Muriel? La chica separó un poco más el auricular de su oreja. —Estoy perfectamente. Hace mucho calor. Este es el día más caluroso que ha habido en Florida desde... —¿Por qué no has llamado antes? He estado tan preocupada... —Mamá, querida, no me grites. Te oigo perfectamente —dijo la chica—. Anoche te llamé dos veces. Una vez justo después... —Le dije a tu padre que seguramente llamarías anoche. Pero no, él tenía que... ¿estás bien, Muriel? Dime la verdad. —Estoy perfectamente. Por favor, no me preguntes siempre lo mismo. —¿Cuándo llegasteis? —No sé... el miércoles, de madrugada. —¿Quién condujo? —El —dijo la chica—. Y no te asustes. Condujo bien. Yo misma estaba asombrada. —¿Condujo él? Muriel, me diste tu palabra de que... —Mamá —interrumpió la chica—, acabo de decírtelo. Condujo perfectamente. No pasamos de ochenta en todo el trayecto, ésa es la verdad. —¿No trató de hacer el tonto otra vez con los árboles?
—Vuelvo a repetirte que condujo muy bien, mamá. Vamos, por favor. Le pedí que se mantuviera cerca de la línea blanca del centro, y todo lo demás, y entendió perfectamente, y lo hizo. Hasta se esforzaba por no mirar los árboles... se notaba. Por cierto, ¿papá ha hecho arreglar el coche? —Todavía no. Es que piden cuatrocientos dólares, sólo para... —Mamá, Seymour le dijo a papá que pagaría él. Así que no hay motivo para... —Bueno, ya veremos. ¿Cómo se portó? Digo, en el coche y demás... —Muy bien —dijo la chica. —¿Sigue llamándote con ese horroroso...? —No. Ahora tiene uno nuevo. —¿Cuál? —Mamá... ¿qué importancia tiene? —Muriel, insisto en saberlo. Tu padre... —Está bien, está bien. Me llama miss Buscona Espiritual 1948 —dijo la chica, con una risita. —No tiene nada de gracioso, Muriel. Nada de gracioso. Es horrible. Realmente, es triste. Cuando pienso cómo... —Mamá —interrumpió la chica—, escúchame. ¿Te acuerdas de aquel libro que me mandó de Alemania? Unos poemas en alemán. ¿Qué hice con él? Me he estado rompiendo la cabeza... —Lo tienes tú. —¿Estás segura? —dijo la chica. —Por supuesto. Es decir, lo tengo yo. Está en el cuarto de Freddy. Lo dejaste aquí y no había sitio en la... ¿Por qué? ¿Te lo ha pedido él? —No. Simplemente me preguntó por él, cuando veníamos en el coche. Me preguntó si lo había leído. —¡Pero está en alemán! —Sí, querida. Ese detalle no tiene importancia —dijo la chica, cruzando las piernas—. Dijo que casualmente los poemas habían sido escritos por el único gran poeta de este siglo. Me dijo que debería haber comprado una traducción o algo así. O aprendido el idioma... nada menos... —Espantoso. Espantoso. Es realmente triste... Ya decía tu padre anoche... —Un segundo, mamá —dijo la chica. Se acercó hasta el alféizar en busca de cigarrillos, encendió uno y volvió a sentarse en la cama—. ¿Mamá? —dijo, echando una bocanada de humo. —Muriel, mira, escúchame. —Te estoy escuchando. —Tu padre habló con el doctor Sivetski. —¿Ajá? —dijo la chica. —Le contó todo. Por lo menos, eso me dijo, ya sabes cómo es tu padre. Los árboles. Ese asunto de la ventana. Las cosas horribles que le dijo a la abuela acerca de sus proyectos sobre la muerte. Lo que hizo con esas fotos tan hermosas de las Bermudas... todo. —¿Y...? —dijo la chica. —En primer lugar, dijo que era un verdadero crimen que el ejército lo hubiera dado de alta del hospital. Palabra. En definitiva, dijo a tu padre que hay una posibilidad, una posibilidad muy grande, dijo, de que Seymour pierda por completo la razón. Te lo juro. —Aquí, en el hotel, hay un psiquiatra —dijo la chica. —¿Quién? ¿Cómo se llama? —No sé. Rieser o algo así. Dicen que es un psiquiatra muy bueno.
—Nunca lo he oído nombrar. —De todos modos, dicen que es muy bueno. —Muriel, por favor, no seas inconsciente. Estamos muy preocupados por ti. Lo cierto es que... anoche tu padre estuvo a punto de enviarte un telegrama para que volvieras inmediatamente a casa... —Por ahora no pienso volver, mamá. Así que tómalo con calma. —Muriel, te doy mi palabra. El doctor Sivetski ha dicho que Seymour podía perder por completo la... —Mamá, acabo de llegar. Hace años que no me tomo vacaciones, y no pienso meter todo en la maleta y volver a casa porque sí —dijo la chica—. Por otra parte, ahora no podría viajar. Estoy tan quemada por el sol que ni me puedo mover. —¿Te has quemado mucho? ¿No has usado ese bronceador que te puse en la maleta? Está... —Lo usé. Pero me quemé lo mismo. —¡Qué horror! ¿Dónde te has quemado? —Me he quemado toda, mamá, toda. —¡Qué horror! —No me voy a morir. —Dime, ¿has hablado con ese psiquiatra? —Bueno... sí... más o menos... —dijo la chica. —¿Qué dijo? ¿Dónde estaba Seymour cuando le hablaste? —En la Sala Océano, tocando el piano. Ha tocado el piano las dos noches que hemos pasado aquí. —Bueno, ¿qué dijo? —¡Oh, no mucho! ¡Él fue el primero en hablar. Yo estaba sentada anoche a su lado, jugando al bingo, y me preguntó si el que tocaba el piano en la otra sala era mi marido. Le dije que sí, y me preguntó si Seymour había estado enfermo o algo por el estilo. Entonces yo le dije... —¿Por qué te hizo esa pregunta? —No sé, mamá. Tal vez porque lo vio tan pálido, y yo qué sé —dijo la chica—. La cuestión es que, después de jugar al bingo, él y su mujer me invitaron a tomar una copa. Y yo acepté. La mujer es espantosa. ¿Te acuerdas de aquel vestido de noche tan horrible que vimos en el escaparate de Bonwit? Que tú dijiste que había que tener un pequeño, pequeñísimo... —¿El verde? —Lo tenía puesto. Con esas caderas. Se la pasó preguntándome si Seymour era pariente de esa Suzanne Glass que tiene una tienda en la avenida Madison... la mercería... —¿Pero él qué dijo? El médico. —Ah, sí... Bueno... en realidad, no dijo mucho. Sabes, estábamos en el bar. Había un bochinche terrible. —Sí, pero... ¿le... le dijiste lo que trató de hacer con el sillón de la abuela? —No, mamá. No entré en detalles —dijo la chica—. Seguramente podré hablar con él de nuevo. Se pasa todo el día en el bar. —¿No dijo si había alguna posibilidad de que pudiera ponerse... ya sabes, raro, o algo así...? ¿De que pudiera hacerte algo...? —En realidad, no —dijo la chica—. Necesita conocer más detalles, mamá. Tienen que saber todo sobre la infancia de uno... todas esas cosas. Ya te digo, había tanto ruido que apenas podíamos hablar. —En fin. ¿Y tu abrigo azul?
—Bien. Le subí un poco las hombreras. —¿Cómo es la ropa este año? —Terrible. Pero encantadora. Por todos lados se ven lentejuelas. —¿Y tu habitación? —Está bien. Pero nada más que eso. No pudimos conseguir la habitación que nos daban antes de la guerra —dijo la chica—. Este año la gente es espantosa. Tendrías que ver a los que se sientan al lado nuestro en el comedor. Parece que hubieran venido en un camión. —Bueno, en todas partes es igual. ¿Y tu vestido tipo bailarina? —Demasiado largo. Te dije que era demasiado largo. —Muriel, te lo voy a preguntar una vez más... ¿En serio, va todo bien? —Sí, mamá —dijo la chica—. Por enésima vez. —¿Y no quieres volver a casa? —No, mamá. —Tu padre dijo anoche que estaría encantado de pagarte el viaje si quisieras irte sola a algún lado y pensarlo bien. Podrías hacer un hermoso crucero. Los dos pensamos... —No, gracias —dijo la chica, y descruzó las piernas—. Mamá, esta llamada va a costar una for... —Cuando pienso cómo estuviste esperando a ese muchacho durante toda la guerra..., quiero decir, cuando una piensa en esas esposas tan locas que... —Mamá —dijo la chica—. Colguemos. Seymour puede llegar en cualquier momento. —¿Dónde está? —En la playa. —¿En la playa? ¿Solo? ¿Se porta bien en la playa? —Mamá —dijo la chica—. Hablas de él como si fuera un loco furioso. —No he dicho nada de eso, Muriel. —Bueno, ésa es la impresión que das. Mira, todo lo que hace es estar tendido en la arena. Ni siquiera se quita la bata de baño. —¿No se quita la bata de baño? ¿Por qué no? —No lo sé. Tal vez porque tiene la piel tan blanca. —Dios mío, necesita tomar sol. ¿Por qué no lo obligas? —Lo conoces muy bien —dijo la chica, y volvió a cruzar las piernas—. Dice que no quiere tener un montón de imbéciles alrededor mirándole el tatuaje. —¡Si no tiene ningún tatuaje! ¿O acaso se hizo tatuar cuando estaba en la guerra? —No, mamá. No, querida —dijo la chica, y se puso de pie—. Escúchame, a lo mejor te llamo otra vez mañana. —Muriel. Hazme caso. —Sí, mamá —dijo la chica, cargando su peso sobre la pierna derecha. —Llámame en cuanto haga, o diga, algo raro..., tú me entiendes. ¿Me oyes? —Mamá, no le tengo miedo a Seymour. —Muriel, quiero que me lo prometas. —Bueno, te lo prometo. Adiós, mamá —dijo la chica—. Cariños a papá —y colgó. —Ver más vidrio6 —dijo Sybil Carpenter, que estaba alojada en el hotel con su madre—. ¿Viste más vidrio? 6
Aquí la niña se refiere a Seymour Glass (pronunciado si-mor-glas) cuyo nombre confunde ella con las palabras see more glass (ver más vidrio) por su casi idéntica pronunciación. (N. del T.)
—Gatita, por favor, no sigas repitiendo eso. La vas a enloquecer a mamita. Quédate quieta, por favor. La señora Carpenter untaba la espalda de Sybil con bronceador, repartiéndolo sobre sus omóplatos, delicados como alas. Sybil estaba precariamente sentada sobre una enorme y tensa pelota de playa, mirando el océano. Llevaba un traje de baño de color amarillo canario, de dos piezas, una de las cuales no necesitaría realmente por nueve o diez años más. —En verdad no era más que un pañuelo de seda común... una podía darse cuenta cuando se acercaba a mirarlo —dijo la mujer sentada en la reposera contigua a la de la señora Carpenter—. Ojalá supiera cómo lo anudó. Era una preciosidad. —Por lo que dice, debía de ser precioso —asintió la señora Carpenter. —Estáte quieta, Sybil, cariño... —¿Viste más vidrio? —dijo Sybil. La señora Carpenter suspiró. —Muy bien —dijo. Tapó el frasco de bronceador—. Ahora vete a jugar, gatita. Mamita va a ir al hotel a tomar un copetín con la señora Hubbel. Te traeré la aceituna. Cuando estuvo libre, Sybil echó a correr inmediatamente por el borde firme de la playa hacia el Pabellón de los Pescadores. Se detuvo únicamente para hundir un pie en un castillo de arena inundado y derruido, y en seguida dejó atrás la zona reservada a los clientes del hotel. Caminó cerca de medio kilómetro y de pronto echó a correr oblicuamente, alejándose del agua hacia la arena blanda. Se detuvo al llegar junto a un hombre joven que estaba echado de espaldas. —¿Vas a ir al agua, ver más vidrio? —dijo. El joven se sobresaltó, llevándose instintivamente la mano derecha a las solapas del albornoz. Se volvió boca abajo, dejando caer una toalla enrollada como una salchicha que tenía sobre los ojos, y miró de reojo a Sybil. —¡Ah!, hola, Sybil. —¿Vas a ir al agua? —Te estaba esperando —dijo el joven—. ¿Qué hay de nuevo? —¿Qué? —dijo Sybil. —¿Qué hay de nuevo? ¿Qué programa tenemos? —Mi papá llega mañana en un avión —dijo Sybil, pateando la arena. —No me tires arena a la cara, nena —dijo el joven, cogiendo con una mano el tobillo de Sybil—. Bueno, era hora de que tu papi llegara. Lo he estado esperando cada minuto. Cada minuto. —¿Dónde está la señora? —dijo Sybil. —¿La señora? —el joven hizo un movimiento, sacudiéndose la arena del pelo ralo—. Es difícil saberlo, Sybil. Puede estar en miles de lugares. En la peluquería. Tiñiéndose el pelo de color visón. O haciendo muñecos para los chicos pobres en su cuarto. Se puso boca abajo, cerró los dos puños, apoyó uno encima del otro y acomodó el mentón sobre el de arriba. —Pregúntame algo más, Sybil —dijo—. Llevas un bañador muy lindo. Si hay algo que me gusta, es un bañador azul. Sybil lo miró asombrada y después contempló su prominente barriga. —Es amarillo —dijo—. Es amarillo. —¿En serio? Acércate un poco más. Sybil dio un paso adelante. —Tienes toda la razón del mundo. Qué tonto soy.
—¿Vas a ir al agua? —dijo Sybil. —Lo estoy considerando seriamente, Sybil. Lo estoy pensando muy en serio. Sybil hundió los dedos en el flotador de goma que el joven usaba a veces como almohadón. —Necesita aire —dijo. —Es verdad. Necesita más aire del que estoy dispuesto a admitir —retiró los puños y dejó que el mentón descansara en la arena—. Sybil —dijo—, estás muy guapa. Da gusto verte. Cuéntame algo de ti —estiró los brazos hacia delante y tomó en sus manos los dos tobillos de Sybil—. Yo soy capricornio. ¿Cuál es tu signo? —Sharon Lipschutz dijo que la dejaste sentarse a tu lado en el taburete del piano — dijo Sybil. —¿Sharon Lipschutz dijo eso? Sybil asintió enérgicamente. Le soltó los tobillos, encogió los brazos y apoyó la mejilla en el antebrazo derecho. —Bueno —dijo—. Tú sabes cómo son estas cosas, Sybil. Yo estaba sentado ahí, tocando. Y tú te habías perdido de vista totalmente y vino Sharon Lipschutz y se sentó a mi lado. No podía echarla de un empujón, ¿no es cierto? —Sí que podías. —Ah, no. No era posible —dijo el joven—. Pero ¿sabes lo que hice, en cambio? —¿Qué? —Me imaginé que eras tú. Sybil se agachó y empezó a cavar en la arena. —Vayamos al agua —dijo. —Bueno —replicó el joven—. Creo que puedo hacerlo. —La próxima vez, sácala de un empujón —dijo Sybil. —¿Que saque a quién? —A Sharon Lipschutz. —Ah, Sharon Lipschutz —dijo él—. ¡Cómo aparece siempre ese nombre! Mezcla de recuerdos y deseos —repentinamente se puso de pie y miró el mar—. Sybil —dijo—, ya sé lo que podemos hacer. Intentaremos pescar un pez plátano. —¿Un qué? —Un pez plátano —dijo, y desanudó el cinturón de su bata. Se la quitó. Tenía los hombros blancos y angostos y el bañador era azul eléctrico. Plegó la bata, primero a lo largo y después en tres dobleces. Desenrolló la toalla que se había puesto sobre los ojos, la tendió sobre la arena y puso encima la bata plegada. Se agachó, recogió el flotador y se lo puso bajo el brazo derecho. Luego, con la mano izquierda, tomó la de Sybil. Los dos echaron a andar hacia el mar. —Me imagino que ya habrás visto unos cuantos peces plátano —dijo el joven. Sybil negó con la cabeza. —¿En serio que no? Pero, ¿dónde vives, entonces? —No sé —dijo Sybil. —Claro que sabes. Tienes que saber. Sharon Lipschutz sabe dónde vive, y no tiene más que tres años y medio. Sybil se detuvo y de un tirón soltó su mano de la de él. Recogió una concha y la observó con estudiado interés. Luego la tiró. —Whirly Wood, Connecticut —dijo, y echó nuevamente a andar, con la barriga hacia adelante. —Whirly Wood, Connecticut —dijo el joven—. ¿Eso, por casualidad, no está cerca de Whirly Wood, Connecticut?
Sybil lo miró. —Ahí es donde vivo —dijo con impaciencia—. Vivo en Whirly Wood, Connecticut. Se adelantó unos pasos, se cogió el pie izquierdo con la mano izquierda y dio dos o tres saltos. —No te imaginas cómo eso aclara todo —dijo él. Sybil soltó su pie: —¿Has leído El Negrito Sambo? —dijo. —Es gracioso que me preguntes eso —dijo él—. Da la casualidad que acabé de leerlo anoche —se inclinó y volvió a tomar la mano de Sybil—. ¿Qué te pareció? —le preguntó. —¿Los tigres corrían todos alrededor de ese árbol? —Creí que nunca iban a parar. Jamás vi tantos tigres. —No eran más que seis —dijo Sybil. —¡Nada más que seis! —dijo el joven—. ¿Y dices «nada más»? —¿Te gusta la cera? —preguntó Sybil. —¿Si me gusta qué? —La cera. —Mucho. ¿A ti no? Sybil asintió con la cabeza: —¿Te gustan las aceitunas? —preguntó. —¿Las aceitunas?... Sí. Las aceitunas y la cera. Nunca voy a ningún lado sin ellas. —¿Te gusta Sharon Lipschutz? —preguntó Sybil. —Sí. Sí me gusta. Lo que más me gusta de ella es que nunca hace cosas feas a los perritos en la sala del hotel. Por ejemplo, a ese bulldog enano de la señora canadiense. Te resultará difícil creerlo, pero hay algunas niñas que se divierten mucho pinchándolo con los palitos de los globos. Pero Sharon, jamás. Nunca es mala ni grosera. Por eso la quiero tanto. Sybil no dijo nada. —Me gusta masticar velas —dijo ella por último. —Ah, ¿y a quién no? —dijo el joven mojándose los pies—. ¡Diablos, qué fría está! —Dejó caer el flotador en el agua—. No, espera un segundo, Sybil. Espera a que estemos un poquito más adentro. Avanzaron hasta que el agua llegó a la cintura de Sybil. Entonces el joven la levantó y la puso boca abajo en el flotador. —¿Nunca usas gorro de baño ni nada de eso? —preguntó. —No me sueltes —dijo Sybil—. Sujétame, ¿quieres? —Señorita Carpenter, por favor. Yo sé lo que estoy haciendo —dijo el joven—. Ocúpate sólo de ver si aparece un pez plátano. Hoy es un día perfecto para los peces plátano. —No veo ninguno —dijo Sybil. —Es muy posible. Sus costumbres son muy curiosas. Muy curiosas. Siguió empujando el flotador. El agua le llegaba al pecho. —Llevan una vida triste —dijo—. ¿Sabes lo que hacen, Sybil? Ella negó con la cabeza. —Bueno, te lo explicaré. Entran en un pozo que está lleno de plátanos. Cuando entran, parecen peces como todos los demás. Pero, una vez dentro, se portan como cerdos, ¿sabes? He oído hablar de peces plátano que han entrado nadando en pozos de plátanos y llegaron a comer setenta y ocho plátanos —empujó al flotador y a su pasajera
treinta centímetros más hacia el horizonte—. Claro, después de eso engordan tanto que ya no pueden salir. No pasan por la puerta. —No vayamos tan lejos —dijo Sybil—. ¿Y qué pasa después con ellos? —¿Qué pasa con quiénes? —Con los peces plátano. —Bueno, ¿te refieres a después de comer tantos plátanos que no pueden salir del pozo? —Sí —dijo Sybil. —Mira, lamento decírtelo, Sybil. Se mueren. —¿Por qué? —preguntó Sybil. —Contraen fiebre platanífera. Una enfermedad terrible. —Ahí viene una ola —dijo Sybil nerviosa. —La ignoraremos. La mataremos con la indiferencia —dijo el joven—, como dos engreídos. —Tomó los tobillos de Sybil con ambas manos y empujó para adelante y para abajo. El flotador levantó la proa por encima de la ola. El agua empapó los cabellos rubios de Sybil, pero sus gritos eran de puro placer. Cuando el flotador estuvo nuevamente inmóvil, se apartó de los ojos un mechón de pelo pegado, húmedo, y comentó: —Acabo de ver uno. —¿Un qué, amor mío? —Un pez plátano. —¡No, por Dios! —dijo el joven—. ¿Tenía algún plátano en la boca? —Sí —dijo Sybil—. Seis. De pronto, el joven tomó uno de los mojados pies de Sybil que colgaban por el borde del flotador y le besó la planta. —¡Eh! —dijo la propietaria del pie, volviéndose. —Cómo, ¿eh? Ahora regresaremos. ¿Ya te divertiste bastante? —¡No! —Lo siento —dijo, y empujó el flotador hacia la playa hasta que Sybil descendió. El resto del camino lo llevó bajo el brazo. —Adiós —dijo Sybil, y salió corriendo, sin lamentarlo, en dirección al hotel.
El joven se puso la bata, cruzó bien las solapas y metió la toalla en el bolsillo. Recogió el flotador mojado y resbaladizo y se lo acomodó bajo el brazo. Caminó solo, trabajosamente, por la arena caliente, blanda, hasta el hotel. En el primer nivel de la planta baja del hotel —que los bañistas debían usar según instrucciones de la gerencia— entró con él en el ascensor una mujer con la nariz cubierta de pomada de zinc. —Veo que me está mirando los pies —dijo él, cuando el ascensor se puso en marcha. —¿Cómo dice? —dijo la mujer. —Dije que veo que me está mirando los pies. —Perdone, pero casualmente estaba mirando el suelo —dijo la mujer, y se volvió hacia las puertas del ascensor. —Si quiere mirarme los pies, dígalo —dijo el joven—. Pero, maldita sea, no trate de hacerlo con tanto disimulo. —Déjeme salir, por favor —dijo rápidamente la mujer a la ascensorista. Cuando se abrieron las puertas, la mujer salió sin mirar hacia atrás.
—Tengo los pies por completo normales y no veo por qué demonios tienen que mirármelos —dijo el joven—. Quinto piso, por favor. Sacó la llave de la habitación del bolsillo de su bata de baño. Bajó en el quinto piso, caminó por el pasillo y abrió la puerta del 507. La habitación olía a maletas nuevas de piel de ternera y a quitaesmalte de uñas. Echó una ojeada a la chica que dormía en una de las camas gemelas. Después fue hasta una de las maletas, la abrió y extrajo una automática de debajo de un montón de calzoncillos y camisetas —«Ortgies» calibre 7,65—. Sacó el cargador, lo examinó y volvió a colocarlo. Quitó el seguro. Después se sentó en la cama desocupada, miró a la chica, apuntó con la pistola, y se disparó un tiro en la sien derecha.
Traducción de Marcelo Berri. De Nine Stories.
Hapworth 16, 1924 Un comentario previo, tan llano y desnudo como es posible: para empezar, mi nombre es Buddy Glass, y muchos años de mi vida, muy posiblemente la totalidad de mis cuarenta y seis años, me he sentido convocado, elaboradamente involucrado, conectado, con la tarea de arrojar alguna luz sobre la corta y reticulada vida y tiempos de mi hermano mayor, Seymour Glass, quien murió, se suicidó, optó por discontinuar su vida, en 1948, cuando tenía treinta y un años. Intento ahora, muy posiblemente en este mismo pedazo de papel, establecer un punto de partida, tipeando una copia exacta de una carta de Seymour, que, hasta hace cuatro horas, nunca había leído en mi vida. Mi madre, Bessie Glass, me la envió por correo certificado. Hoy es viernes. El miércoles pasado a la noche, en el teléfono, le conté a Bessie que he estado trabajando hace varios meses en un largo cuento corto sobre una fiesta en particular, una fiesta muy representativa, a la que ella y Seymour y mi padre y yo fuimos una noche de 1926. Este último detalle tiene una pequeña pero maravillosa relevancia, en vistas de la carta en cuestión. No es una palabra amable, se los aseguro, eso de “maravillosa”, pero parece encajar. No voy a agregar más comentario, excepto repetir que mi intención es meramente reproducir una copia exacta de la carta, palabra por palabra, coma por coma. Empezando aquí, Mayo 28, 1965. ---------------------------------------------------------------------------------------------------Campamento Simon Hapworth Lago Hapworth Hapworth, Maine Hapworth 16, 1924, o algo así en la falda de los dioses!! Queridos Bessie, Les, Beatrice, Walter y Waker: Voy a escribir por los dos, creo, ya que Buddy está ocupado en otro lugar, por un período indefinido de tiempo. Entre el sesenta y ochenta por ciento del tiempo, para mi eterna diversión y pena, el magnifico, elusivo, cómico muchacho ¡está ocupado en otra parte! Como sabrán en sus entrañas y corazones, los extrañamos terriblemente. Desafortunadamente, tengo muchas esperanzas de que sea recíproco. Esto me causa una desazón cómica, aunque no tan cómica. Es completamente desagradable lograr pequeñas acciones del cuerpo o el corazón y después esperar la reacción. Estoy profundamente convencido de que si el sombrero de A es arrastrado por el viento mientras pasea por la calle, es el amable deber de B recogerlo y devolvérselo, sin examinar la cara de A o escudriñarla en busca de gratitud. ¡Mi Dios, déjame que logre extrañar a mi amada familia sin desear que por su parte me extrañen! Requiere un carácter menos débil que del que dispongo. ¡Dios mío, sin embargo, en la otra columna del balance, es un hecho que siempre se está acechando a las personas en retrospectiva! ¡Como extrañamos vuestras caras de entusiasmo, de emoción! Nací sin demasiado apoyo, en vista de las continuas ausencias de los seres que amo. Es un hecho simple, molestamente convincente y cómico, que mi independencia es profunda, a diferencia de la de mi elusivo hermano menor y compañero de campamento.
Mientras tengo presente que mi sentimiento de pérdida respecto a ustedes es muy preciso hoy, difícilmente soportable en un último análisis, también es cierto que estoy aprovechando esta sorprendente oportunidad para usar mi nueva y absolutamente trivial maestría en la construcción escrita y en la correcta formación de oraciones, que he enriquecido levemente gracias a ese pequeño libro —alternativamente invalorable o espantoso— que ustedes me vieron derramar hasta el exceso durante los difíciles días previos a nuestra partida hacia este lugar. ¡A pesar de que esto es terriblemente aburrido para ustedes, queridos Bessie y Les, la magistral o meramente adecuada construcción de oraciones tiene una leve, divertida importancia para un joven tonto como yo! Sería un alivio purgar mi sistema de palabras rimbombantes este año. Me arriesgo a destruir un posible futuro como joven poeta, secreto estudioso y persona sin afectamientos. Les ruego a los dos, y tal vez a la Srta. Overman, si van a la biblioteca o la encuentran cuando les quede bien, que miren fríamente lo escrito y me notifiquen inmediatamente si encuentran errores flagrantes o meros descuidos en la construcción básica, la gramática, puntuación o el buen gusto. Si por accidente o intencionalmente encuentran a la Srta. Overman, por favor pídanle que no tenga misericordia conmigo en este pequeño asunto, asegurándole gentilmente que me enferma la enorme distancia y las diferencias embarazosas —entre otras cosas— que existe entre mi discurso oral y el escrito. Es vicioso y preocupante tener dos voces. Por favor extiéndanle a esa graciosa mujer de valores secretos mi amor y respeto eternos. Le pido a Dios que ustedes, mis seres queridos, dejen de pensar en ella como una persona anticuada. Está muy lejos de serlo. A su modesta y emocionante manera, esa pequeña mujer tiene mucho de la simplicidad y encantadora fortaleza de una secreta heroína de la Guerra Civil o de la Guerra de Crimea, tal vez las guerras más conmovedoras de los últimos siglos. ¡Mi Dios, simplemente recuerden que esta valiosa solterona ni siquiera encuentra un lugar cómodo en este siglo! Desafortunadamente, el presente siglo es para ella vulgarmente embarazoso desde el vamos. En lo profundo de su corazón, ella estaría encantada de vivir los años que le quedan como una amiga íntima de Elizabeth y Jane Bennet, siendo constantemente visitada por las igualmente deliciosas heroínas de “Orgullo y Prejuicio” en busca de un consejo sensible y elocuente. Desafortunadamente, ni siquiera es bibliotecaria por vocación. Por favor, por lo menos muéstrenle una parte generosa de esta carta que no les parezca demasiado personal o vulgar, advirtiéndole al mismo tiempo que no juzgue, una vez más, mi caligrafía con severidad. Francamente, mi caligrafía no merece que agote su paciencia, sus energías y su frágil sentido de la realidad. También francamente, me temo que aunque mi caligrafía mejore con los años, luciendo cada vez menos como la expresión de un demente, es, en su mayor parte, irredimible. Mi inestabilidad personal y el exceso de emoción estarán, por desgracia, por siempre marcadas en cada trazo. ¡Bessie! ¡Les! ¡Hermanos! ¡Dios Todopoderoso, como los extraño esta tranquila y ociosa mañana! Un sol pálido brilla a través de la ventana polvorienta, mientras yazgo forzosamente en cama. Sus rostros graciosos, felices y hermosos, están suspendidos ante mí, les aseguro, tan perfectamente como si existieran deliciosas cuerdas pendiendo del techo. Ambos gozamos de muy buena salud, Bessie querida. Buddy está comiendo maravillosamente, cuando las comidas son digeribles. Si bien la comida en sí no es atroz, la preparan sin una pizca de afecto o inspiración, y cada frijol o simple zanahoria, llega al plato de los acampantes despojados de su leve alma vegetal. Esta situación seguramente podría cambiar en un santiamén si el Sr. y la Sra. Nelson, los cocineros y, al parecer, matrimonio infernal, se dignaran a imaginar que cada niño que llega al comedor es su propio hijo, sin preocuparse de qué vientre han nacido en esta encarnación. Sin embargo, si tuvieran la torturante oportunidad de hablar por unos
minutos con estas dos personas, sabrían que es pedir lo imposible. Una inercia innominada pende sobre esos dos, alternada con episodios de ira injustificada, despojándolos de cualquier voluntad o deseo de preparar una comida afectuosa o al menos mantener los cubiertos limpios como un silbido. La sola vista de los tenedores hace que Buddy quede hecho una furia. Está tratando de solucionar esa tendencia, sin embargo un tenedor nauseabundo es un tenedor nauseabundo. También es verdad que, hasta cierto punto bastante significativo, carezco de la libertad para incidir en las espléndidas furias del muchacho, considerando su edad y la asombrosa utilidad de éstas para la vida. Pensándolo mejor, por favor no le digan nada a la Srta. Overman sobre mi caligrafía. Es mejor para ella ocuparse de pensar y hablar de mi horrible caligrafía para que su corazón se mantenga contento. ¡Le debo tanto a esa buena señora! Fue entrenada meticulosamente por el Comité de Educación. Desafortunadamente, mi espantosa caligrafía y lo tarde que me voy a dormir, son, muy frecuentemente, los únicos tópicos de discusión con los que se siente confortable y familiarizada. No sé en qué le fallé al respecto. Sospecho que erré cuando era mas joven, permitiéndole pensar que yo era un niño muy serio sólo por ser un lector omnívoro. Tontamente, no le di ninguna pista decente y humana de que el noventa y ocho por ciento de mi vida, gracias a Dios, no tiene nada que ver con la dudosa búsqueda del conocimiento. De tanto en tanto intercambiamos pequeñas bromas en su escritorio o cuando nos tropezamos en los ficheros, pero son bromas falsas, no viscerales. Es muy embarazoso para los dos mantener una comunicación superficial constante, sin que medien tonterías ni el sobreentendido —bastante delicioso en mi opinión— de que todos los demás en la biblioteca tienen vejigas y algunos otros órganos conmovedores bajo la piel. Hay muchas otras cosas respecto a esta cuestión, pero no puedo abundar sobre ellas ahora. Me temo que mis emociones son endemoniadamente crudas hoy. Además, ustedes cinco están a innumerables millas de aquí y siempre es demasiado fácil olvidar lo poco que soporto las separaciones innecesarias. Aunque este lugar es muy conmovedor y estimulante, personalmente sospecho que algunos niños de este mundo, como vuestro magnífico hijo Buddy y yo mismo, disfrutamos más de este privilegio sólo en casos de emergencia o de gran discordia en su vida familiar. Pero mejor pasemos rápidamente a tópicos más generales. ¡Oh, mi Dios, cómo estoy disfrutando esta comunicación ociosa! Se alegrarán de saber que la mayoría de los jóvenes que aquí acampan no podrían ser más simpáticos y conmovedores, sobre todo cuando no se hacen fuertes —con sospechosa alegría— en grupos que les aseguren popularidad o dudoso prestigio. Gracias a Dios, algunos niños que hemos conocido no son precisamente la sal de la tierra cuando puedes hablar con ellos un rato, lejos de sus malditos compinches. Desafortunadamente, aquí como en el resto de este conmovedor planeta, la imitación es la regla y el prestigio la ambición más alta. Preocuparse por la situación general no es asunto mío, pero no soy de hierro. Algunos de estos niños, saludables, magníficos y algunas veces muy guapos, madurarán. La mayoría, les doy mi amarga opinión, meramente envejecerán. ¿Es ésta una visión que uno puede tolerar en su corazón? Por el contrario, es una visión que destroza el corazón. Los mismos consejeros, lo son sólo de nombre. La mayoría de ellos parecen estar condenados a transitar sus vidas enteras, desde su nacimiento hasta su polvorienta muerte, adoptando actitudes mezquinas respecto al universo entero y más allá. Esta afirmación es seguramente cruel y dura. ¡Pero no es lo suficientemente dura! Ustedes creen que soy un muchacho bastante bueno de corazón ¿no es así? ¡Que Dios me castigue con rayos y centellas, no lo soy! ¡No hay un solo día que no escuche las estupideces y la indiferencia sin corazón que sale de los labios de los consejeros, sin desear secretamente poder mejorar las cosas
sustancialmente golpeando a un par de bribones en la cabeza con una magnífica pala o un garrote! Sería menos desalmado con ellos, supongo, si los jóvenes acampantes no fueran tan malditamente conmovedores y sorprendentes en su naturaleza básica. Tal vez el muchacho más conmovedor que puedo nombrar con mi ridícula voz es Griffith Hammersmith. ¡Ah, qué muchacho más conmovedor! Su solo nombre trae a mis ojos el fluido usual si no ejerzo un control decente sobre mis emociones. Me aplico diariamente a solucionar esta tendencia emotiva mientras estoy aquí, pero no mejoro mucho. Ojalá los padres esperasen a ver a sus hijos a una edad funcional antes de bautizarlos Griffith o algo similar, que de ninguna manera aligera las pequeñas cargas de la personalidad con las que hay que vivir. Mi propio nombre “Seymour” fue un gigante, inocente error, ya que un atractivo diminutivo como “Chuck” o hasta “Tip” o “Connie” hubiera sido más confortable para que los adultos y maestros me nombren en una conversación informal; y por lo tanto tengo alguna experiencia sobre este pequeño problema. El joven Griffith Hammersmith también tiene siete años; sin embargo soy mayor que él por unas triviales tres semanas. Desde el punto de vista físico, es el niño más pequeño de todo el campamento, más pequeño incluso, para mi asombro y tristeza, que vuestro magnífico hijo Buddy, a pesar de la gran diferencia de edad que significan dos años. La carga que le ha tocado en esta vida, es asombrosa. Consideren por favor las cruces que este excelente, asombroso, conmovedor e inteligente muchacho tiene que cargar. ¡Resígnense a que sus corazones se hagan pedazos hasta lo más hondo! A) Tiene un severo impedimento del habla. Es mucho más que un seseo divertido: todo su cuerpo tropieza y estremece en cualquier intento de conversación, de modo que los consejeros y demás adultos no pueden dejar de prestarle atención. B) Este pequeño niño tiene que dormir con una sábana impermeable, por razones obvias, similares a las de nuestro querido Waker, pero algo diferentes, pensándolo bien. La vejiga del joven Hammersmith ha renunciado a cualquier esperanza de generar algún interés o simpatía. C) Ha tenido nueve (9) cepillos de dientes diferentes desde que comenzó el campamento. Los entierra o esconde en el bosque, como un niño de tres o cuatro años, o los mete bajo las hojas y la mugre bajo su cabaña. Hace esto sin ningún sentido del humor ni por venganza o satisfacción privada. Tal vez haya algo de venganza en ello, pero no tiene la libertad de disfrutar plenamente su revancha o de extraer alguna satisfacción de ella, de tanto que han asordinado o suavizado su espíritu sus padres. La situación es totalmente sutil y enferma, se los aseguro. El joven Griffith Hammersmith, sigue constantemente a vuestros dos hijos mayores, a menudo persiguiéndonos hasta cualquier escondrijo. Es una compañía excelente, conmovedora e inteligente cuando no lo acosan los fantasmas de su pasado y presente. Su futuro, lamento horriblemente decirlo, parece abominable. Lo traería a casa con nosotros luego de finalizado el campamento sin pensarlo un minuto, con total confianza, alegría y abandono si fuera huérfano. Sin embargo, tiene madre, una joven divorciada con un rostro exquisito y refinado, levemente arruinado por la vanidad, exceso de autoestima y unos pocos desengaños en la vida, aunque no achacables a ella, podemos estar seguros. Mi corazón y sensualidad pura se sintieron atraídos por ella, a pesar de su espantosa e histérica labor como madre y mujer. El domingo pasado, una tarde increíble y sin una nube, apareció y nos invitó a acompañarla a ella y a Griffith a dar una vuelta en su imponente, lujoso Pierce-Arrow y luego comer unos bocadillos en Elms antes de retornar. Declinamos amablemente su invitación. ¡Jesús, fue una invitación tan frívola! He oído invitaciones increíblemente frívolas, ¡pero ésta se lleva el premio! Supongo que a ti te hubiese divertido su gesto amigablemente falso, Bessie, aunque lo dudo; no eres lo suficientemente vieja, mi querida. En la superficie, el transparente y levemente
cómico corazón de la Sra. Hammersmith, se sentía totalmente desilusionado de que fuéramos los mejores amigos de Griffith en el campamento; su mente y su ojo admirablemente rápido, instantáneamente prefirieron a Richard Mace y Donald Weigmuller, dos compañeros de cabaña de Griffith, más acordes con su gusto. Las razones son bastante obvias, pero no abundaré en ellas en una carta común y corriente a mi familia. Con el paso del tiempo, me voy acostumbrando a estas cosas; y vuestro hijo Buddy, como podrán imaginar, no es el tonto de nadie, a pesar de que su encantadora y tierna edad esté a la vista de todos. Sin embargo, para una joven, atractiva, amargada y solitaria madre, con todas las ventajas municipales de un rostro de rasgos elegantes y patricios, mucha riqueza material, acceso ilimitado y dedos enjoyados, mostrar ese tipo de frustración social a la vista de su joven hijo, un niño desvalido y afligido por una vejiga nerviosa y solitaria, es inexcusable y sin esperanzas. Sin esperanzas es una expresión muy amplia, pero no veo una solución en el horizonte para cuestiones deplorables y sutiles de este tipo. Estoy tratando de mejorar, pero necesariamente hay que tomar en cuenta mi juventud y limitada experiencia en esta vida. Como ya saben, al principio y en su tontería, nos pusieron en cabañas diferentes, bajo la premisa de que es sano y una muestra de amplitud de criterio separar a los hermanos y miembros de una misma familia. Sin embargo, aprovechando un comentario cómico y casual de vuestro incomparable hijo Buddy, con el cual estuve de acuerdo de todo corazón, tuvimos una apacible charla con la Sra. Happy en el tercer o cuarto ridículo día, señalándole lo fácil que es no tomar en consideración la absurda edad de Buddy y su deliciosa necesidad de conversación humana y de respuestas rápidas, con el aliviante resultado de que, el sábado siguiente luego de la inspección, obtuvo permiso de mudar sus efectos personales y su propio cuerpo para aquí. Todavía continuamos sintiendo el alivio, placer y simple justicia de este giro en los acontecimientos. Estoy deseando que tengan la oportunidad de conocer a la Sra. Happy más íntimamente cuando tengan o si tienen oportunidad de venir o si se las ingenian para tenerla. ¡Imaginen a una morena esplendorosa, erguida, bastante musical y con un gran sentido del humor! Requiere todo el poder de autocontrol de que uno dispone evitar abrazarla cuando pasea por el pasto en una de sus preciosas batas. Su aprecio y amor espontáneo por vuestro hijo Buddy es un hermoso aditamento para mí, provocando que las lágrimas broten de mis ojos cuando menos lo espero. Una de las maravillas de mi existencia es ver a una joven, espléndida muchacha o mujer, reconocer instintivamente cuánto vale ese niño luego de quince minutos de conversación informal junto a un encantador arroyo que se está secando. Jesús, la vida depara una honrosa cantidad de maravillas si uno mantiene los ojos abiertos. La Sra. Happy les admira mucho a ustedes, Bessie y Les, ya que los ha visto muchas veces bajo las candilejas en Gotham, por lo general en el Riverside, cerca de su casa. Ella, sin saberlo, comparte contigo, Bessie, una conmovedora herencia de piernas y tobillos perfectos, pechos atrevidos, unas muy lindas, frescas caderas, y pies llamativamente pequeños con primorosos deditos. Como ustedes bien saben, es una recompensa inesperada encontrar a un adulto con dedos espléndidos, o al menos presentables, pensándolo bien; estarán de acuerdo que, usualmente, a los dedos de los pies les suceden cosas desastrosas luego que abandonan el querido cuerpo del niño. ¡Dios bendiga a esta maravillosa muchacha con corazón de niño! A veces me resulta imposible creer que esta arrebatadora belleza me lleva quince (15) años! Dejo a vuestro querido y sabio juicio, Bessie y Les, el permitir o no a nuestros hermanos pequeños leer esto, pero si la total franqueza entre padres e hijos debiera mantenerse tan libremente en la correspondencia como en persona —que es el tipo de relacionamiento que he deseado toda mi vida y cada vez con menos éxito— entonces, debo admitir, con toda jovialidad, que esta hermosa mujer, la
Sra. Happy, inadvertidamente enciende mi ilimitada sensualidad. Teniendo en cuenta mi absurda edad, la situación tiene su lado cómico, por cierto, pero lamento reconocer que sólo considerada en retrospectiva. En dos o tres ocasiones en que acepté su amable invitación a pasar por la cabaña principal a tomar una cocoa o un refresco después del Período Acuático, esperé con placer la posibilidad, demasiado tenue para ser realista, de que abriera la puerta inadvertidamente desnuda. Mientras está sucediendo no es precisamente un tumulto de emociones, sino, lo repito, cuando lo considero en retrospectiva. Todavía no he discutido este escabroso asunto con Buddy, cuya sensualidad está comenzando a florecer a la misma tierna y levemente prematura edad en que lo hizo la mía, pero él ya ha adivinado que esta criatura encantadora me tiene sensualmente cautivo y ha hecho algunos comentarios humorísticos al respecto. ¡Oh, mi Dios, es un privilegio y un honor estar en contacto con este arrebatador muchacho y genio secreto que no acepta mis triquiñuelas conversacionales como verdades! El problema de la Sra. Happy pasará al olvido tan pronto como termine el verano, pero sería muy útil, querido Les, si reconocieras que compartimos tu herencia de sensualidad, incluyendo el acusador rasgo de carnalidad que aparece justo debajo de tu propio sensual y pesado labio inferior, al igual que en el de nuestro maravilloso y juvenil hermano, el espléndido Walter F. Glass, mientras que en los jóvenes Beatrice y Waker Glass, esos personajes inigualables, el acusador rasgo en cuestión está relativamente ausente. Por lo general, y creo que estarán de acuerdo conmigo, desestimo con total libertad los signos del rostro humano, debido a que no se puede confiar en ellos o pueden ser obliterados o alterados por el Padre Tiempo, pero nunca desestimo la carnosidad bajo el labio inferior, usualmente de un rojo más oscuro que el resto de los labios. No voy a hablar del asunto del karma, sabiendo e incluso simpatizando con vuestro desdén por mi absorbente y accidental interés en este asunto, pero les doy mi palabra de honor que el rasgo en cuestión es poco más que responsabilidad kármica; uno lo tiene, uno lo honra, o si uno no lo honra, entra en honorable batalla contra él, sin dar ni recibir tregua. No deseo distraerme con las encantadoras urgencias del cuerpo un día sí y un día no, los pocos y felices días que me quedan en esta encarnación. Tengo un monumental trabajo que hacer en esta vida, cuya naturaleza permanece sin revelar, y preferiría alegremente morir como un perro antes de distraerme en los momentos cruciales con un magnífico aeroplano o el contorno ondulado de la placentera y abundante carne. Mi tiempo es muy limitado, para mi tristeza y asombro. Mientras intento estudiar sin cesar este problema sensual, sería de gran ayuda si tú, querido Les, siendo mi querido padre y amigo de corazón, fueras franco y sin tapujos respecto a tu propia pujante sensualidad cuando tenías nuestra edad. He tenido oportunidad de leer uno o dos libros que trataban sobre la sensualidad, pero estaban escritos o bien inflamada o inhumanamente, rindiendo pocos frutos al pensamiento. No te estoy preguntando que actos sensuales realizaste cuando tenías nuestra edad; te estoy preguntando algo peor; te estoy preguntando qué actos sensuales imaginarios le dieron vital, inefable entretenimiento a tu mente. ¡Sin la mente, la sensualidad casi no tiene órganos que reclamar como propios! Fervientemente te urjo a no tener vergüenza en este asunto. Somos niños humanos y no te amaremos o respetaremos menos, al contrario, si nos presentas tus peores y más tempranos pensamientos sensuales al desnudo; estoy seguro que los consideraremos muy tiernos y conmovedores. Un criterio franco, decente, es siempre espléndido y útil para una persona joven. Además, no está en la naturaleza de vuestro hijo Buddy, ni en la mía propia o en la de Walter el sentirnos mínimamente afectados o disgustados por los aspectos dulces y terrenales del ser humano. En realidad, todas las formas de locura y bestialidad humanas, tocan una cuerda muy sensible en nuestro pecho.
¡Ustedes, dioses y pequeños peces! ¡Cuán inmensamente gratificante tener un rato de ocio para comunicarse con la familia durante esta ocupada vida de campamento! No se imaginan el bendito tiempo que tengo hoy disponible para dedicar a las necesidades de la mente y el corazón; la explicación completa se las daré más adelante. Siguiendo con mi descripción confidencial y algo presuntuosa de la Sra. Happy, a quien estoy seguro aprenderán a amar o compadecer, está pasando por momentos dolorosos en su vida privada, tratando de evitar que su infeliz vida matrimonial arruine la felicidad y dulce carga de tener un bebé. Está embarazada, a pesar de que todavía le faltan seis o siete meses para que ese evento que tan mal comprende, tenga lugar. Para ella es una lucha constante. Es una pobre niña con la barriga hinchada y la cabeza llena de basura conmovedora, producto de la confusión, la lectura de libros demenciales escritos por doctores que comparten sus mismos horizontes estrechos y por la información suministrada por una querida amiga, con quien compartía el cuarto en el colegio y soberbia jugadora de bridge, por lo que me ha dicho, llamada Virginia. Desafortunadamente, todo el campamento está lleno de matrimonios echados a perder, pero ella, la Sra. Happy es la única que está embarazada, que yo sepa. Por lo tanto, en ausencia de la mencionada Virginia, la Sra. Happy ha contratado mis servicios como confidente, siendo estos servicios los de un niño de siete años, por si no se dieron cuenta. Me provoca una preocupación sin límites, y ocasionalmente, me avergüenza decirlo, es un divertimento trivial el que sea totalmente inconsciente de estar usando a un niño de mi edad como auditorio; sin embargo, es a la vez una gran conversadora, aunque tímida y si no derramara sus tristes pensamientos conmigo, seguramente lo haría con cualquier otra alma sensitiva que encontrase. Uno está obligado a tomar todo lo que ella dice con mucha cautela. La absoluta honestidad en la conversación le es completamente ajena. Ella cree ser una persona muy afectuosa, mientras considera que el Sr. Happy es un insensible. Es una teoría muy común, pero, desafortunadamente, una total basura. Juro por Dios que el Sr. Happy puede no ser el premio mayor de la lotería, pero definitivamente es una persona afectuosa. Por el contrario, lamentablemente la Sra. Happy tiene un corazón muy tierno pero es poco afectuosa. ¡Uno espera impaciente la próxima desilusión cuando no está deseando secretamente su belleza! ¡Ni siquiera se da cuenta cuando debe alzar a un niño pequeño como vuestro Buddy, que está separado de su madre y seres queridos, y darle un beso decente, que resonaría en el bosque entero! ¡No tiene idea de la necesidad terrible de un beso común y corriente en este vasto mundo mezquino! Una pequeña y encantadora sonrisa es insuficiente. Una deliciosa taza de cocoa decorada con malvaviscos no es un sustituto adecuado a un beso o un abrazo afectuoso cuando se trata de un niño de cinco años. Sospecho que ella tiene más problemas de los que cree. Si no soy capaz de ayudarla aunque sea un poco con mi conversación antes de que termine el verano, esta encantadora belleza corre el riesgo de caer en la inmoralidad y puedo prever sutilmente su caída a partir de su actual mero flirteo y conversación femenina. Debido a su insensibilidad y profunda falta de generosidad, corre el riesgo de entregarse al amor sensual con cualquier extraño que sea atractivo, siendo como es tan orgullosa y autorreferencial como para compartir sus innumerables encantos con alguien quien realmente la ame. Estoy muy alarmado. Desafortunadamente, mi posición es totalmente falsa en esos momentos de crisis dialéctica, fluctuando entre los buenos consejos sensibles y mi corruptor deseo de que abra la puerta desnuda. Si tienen un momento, queridos Bessie y Les, así como los pequeños, recen por que encuentre una honrosa salida de esta ridícula y enloquecedora situación. Recen como quieran, usando vuestras propias palabras, pero haciendo hincapié en que no soy capaz de mantenerme equilibrado mientras me debato entre los sanos y perfectos consejos y los simples deseos del cuerpo y los genitales, a pesar de su
juvenil tamaño. Tengan confianza en que vuestras plegarias no se irán por el resumidero, simplemente exprésenlas con palabras y serán absorbidas de la manera que les expliqué en aquella cena el invierno pasado. Si Dios me escoge como instrumento en este asunto, puedo ser de ayuda ilimitada a esta preciosa y conmovedora niña. La raíz del infierno privado del Sr. y la Sra. Happy está en que no han logrado transformarse perfectamente en un solo cuerpo. Con una cuidadosa y audaz explicación del método adecuado, puede lograrse en un momento. Podría demostrárselos fácilmente si Desiree Green estuviera aquí, quien es excepcionalmente audaz y de mente abierta para ser una niña de ocho años, pero también me las puedo arreglar sin demostración alguna. ¡No duden en rezar por mí en este delicado asunto! ¡Waker, viejo, principalmente me dirijo a ti y a tus asombrosos e inocentes poderes como suplicante! Recuerden que no puedo escapar a mi responsabilidad excusándome en que soy sólo un niño de siete años. Si me excusara con argumentos tan débiles e inaceptables sería un mentiroso, un cobarde y un fraude que usa excusas baratas y corrientes. Desafortunadamente, no puedo abordar al esposo, el Sr. Happy, sobre estas cuestiones. No es demasiado abordable, en ésta o cualquier otra cuestión imaginable. Incluso si una situación propicia emergiera, prácticamente tendría que conseguirle una silla cómoda para que me prestara completa atención. En su vida anterior se dedicaba a fabricar cuerdas, aunque no muy hábilmente, en algún lugar de Turquía o Grecia, no estoy seguro. Fue ejecutado por fabricar una cuerda defectuosa, que tuvo como resultado las muertes de algunos escaladores influyentes; sin embargo, en la raíz del asunto hay una increíble obstinación y arrogancia, además de negligencia. Como les dije antes de partir, estoy tratando afanosamente de cortar las visiones mientras estamos aquí para disfrutar de un verano placentero y normal. Nueve veces de diez, es una completa pérdida de tiempo dejarlas pasar libres por la mente, independiente de si la persona en cuestión considerara útil, fantasmal o abiertamente desagradable una discusión abierta del tema. ¡Esta carta va a ser muy larga! ¡Aguanta, Les! Te doy permiso para leer una cuarta parte de la misma. Siéntanse libres de atribuir la longitud de la carta a una inesperada disposición de tiempo libre, a la que me referiré brevemente. Explicado terrenalmente, el asunto es que me lastimé severamente una pierna y estoy confinado en una cama ¡vaya un cambio afortunado! ¿Adivinen quién obtuvo permiso para acompañarme y atenderme? ¡Vuestro amado hijo Buddy! ¡Debe estar por volver en cualquier momento! Hemos recibido algunas amonestaciones más desde vuestra sorprendente llamada desde el Hotel LaSalle, la cual fue un inmenso placer, a pesar de la espantosa conexión. He perdido mi precioso reloj nuevo durante el reciente Período Acuático; sin embargo todos van a bucear para recuperarlo esta tarde o mañana, así que no se preocupen, al menos que lo encuentren completamente anegado. Volviendo al tema de las amonestaciones, la mayoría fueron por tener nuestra cabaña continuamente desordenada, y otro montón de ellas por no cantar en los fogones o por irnos de ellos sin permiso. Y así vamos. Jesús, espero que puedan sentir a la distancia cuanto los extrañamos, queridos Bessie y Les y esos tres pimpollos de mi corazón! ¡Quisiera Dios que una simple carta estuviera libre de la carga de la soberbia construcción escrita! Uno empieza a perder las esperanzas de sonar como uno mismo, vuestro hijo y hermano, y a atender las excelentes demandas de la construcción espléndida. Esta parece ser una de las futuras desesperanzas de mi vida, pero le prestaré profunda atención y espero llegar a una honorable tregua. ¡Miles de gracias por vuestra divertida y deliciosa carta y las postales! Nos sentimos aliviados y contentos de saber que Detroit y Chicago no estuvieron muy duros, Les. Estuvimos encantados también de saber que el joven Sr. Fay estaba también en cartel en la Ciudad Ventosa; jugosas noticias para ti, Bessie, si es que todavía conservas esa
pasión social inofensiva por ese notable muchacho. Estuve todo un año queriendo escribirle una carta sorpresiva desde nuestra cómica charla cuando compartimos un taxi durante aquel hermoso diluvio; es un muchacho inteligente y original y va a ser ampliamente imitado y plagiado muy pronto, recuerden mis palabras. ¡Después de la amabilidad, la originalidad es una de las cualidades más sorprendentes y la más difícil de hallar! Por favor, no dejen de contarnos todo lo que pase en sus futuras cartas, las cosas más triviales y dulcemente irrisorias, las más legibles. La noticia sobre “Bambalina” es excelente y más que entusiasmante. ¡Den todo de sí, se los ruego! Es una canción encantadora. Si la graban antes de que termine el campamento, envíennos de inmediato uno de los primeros discos, ya que hay una vitrola no muy sana en la cabaña de la Sra. Happy y me aprovecharé de nuestra amistad, llegado el caso. ¡Sigan trabajando así! ¡Jesús, son una talentosa y magnífica pareja! Mi admiración por ustedes sería igualmente ilimitada aunque no estuviéramos relacionados, se los aseguro. Bessie, esperamos que estés nuevamente de excelente ánimo, querida, y que no estés muy descontenta por haber vuelto a las giras tan pronto. Si no has hecho todavía lo que para tranquilizarme me juraste mil veces hacer, por favor ve y hazlo de una vez. Es un quiste, en mi humilde opinión, y un buen doctor lo quemará o sacará sin problemas. He hablado con un médico que parecía bueno, cuando veníamos para aquí en el tren y me dijo que no dolía nada sacarlos, que un pequeño corte sería suficiente. Oh Dios, el cuerpo humano es tan conmovedor, con sus innumerables defectos y quistes y despreciados lunares que aparecen y desaparecen en los cuerpos de los adultos cuando menos se espera. Uno se siente tentado una vez más a sacarse el sombrero ante Dios y su día de descanso; ¡personalmente no puedo imaginarlo a Él repartiendo quistes humanos, defectos y extraños lunares faciales y granos! ¡Nunca lo he visto hacer nada que no fuera en esencia magnífico! No me detendré más en este delicado tema y meramente les enviaré a los cinco algo así como 50.000 besos. Buddy haría lo propio si estuviera aquí. Esto me lleva a otro tema delicado, mucho me temo. Bessie y Les, les hablo a ustedes directamente. No se ofendan pero ambos están entera, absoluta y muy dolorosamente equivocados respecto a que no él no extraña a nadie salvo a mí; refiriéndome, por supuesto a Buddy. Me harían muy feliz, francamente hablando, si no me tiraran con esa dolorosa y errónea basura otra vez por teléfono, querido Les. Es muy difícil salir ileso de una conversación cuando tu amado y talentoso padre dice algo tan hiriente, equivocado y bastante estúpido. La maravillosa persona de que estamos hablando, no hace alarde de sus sentimientos como la mayoría de las personas, incluyendo ustedes y yo mismo. Lo primero que tienen que recordar sobre este pequeño y sorprendente muchacho es que siempre estará dispuesto a cerrar la puerta tras de sí en cualquier habitación en donde haya una generosa cantidad de lápices afilados y montañas de papel. No tengo el poder ni estoy dispuesto a alterar su rumbo, es un viejo tema que trae a colación innumerables cuestiones de honor, se los aseguro. Como sus amados padres, probablemente no sea humanamente posible que aligeren su carga, pero no deben, se los ruego, arrojar el peso del reproche deliberadamente sobre su pequeña espalda. Aparte de estas sutiles cuestiones, él es la más inspirada creación de Dios que conozco, siempre deseoso de no vivir una existencia de segunda mano según recomienda casi cada persona con la que se topa. El será quien guíe hábil y sutilmente a cada hijo de esta familia mucho tiempo después de que yo me vuelva inútil o haya desaparecido. Es una falta de respeto inexcusable para un niño de mi edad dirigirse a su amado padre de esta manera, pero ustedes no saben nada sobre Buddy. Pasemos rápidamente a tópicos menos sensibles. Un cierto congresista de los Estados Unidos, un compañero de guerra del Sr. Happy visitó el campamento el fin de semana pasado. Dado que es una de las personas más
impresentables que he visto en muchos años, es sabio no escribir su nombre en esta carta personal. Un aire de insinceridad y corrupción personal pasó sobre el campamento y la atmósfera todavía apesta. La alcahuetería y risa artificial de parte del Sr. Happy está más allá de cualquier descripción posible. En la privacidad de un encuentro rápido bajo el alero de su cabaña, le pedí a la Sra. Happy que tuviera mucho cuidado en no permitir que el congresista y las asquerosas reacciones del Sr. Happy debido a su presencia, la afectaran a ella y al maravilloso pequeño embrión mientras dura esta desagradable situación. Ella estuvo de acuerdo. Más tarde ese día, y sólo por complacerla a ella, dolorosamente acepté el pedido del Sr. Happy de que Buddy y yo fuéramos su cabaña después de la cena a cantar y hacer algunas rutinas para su invitado, es decir, el congresista en cuestión. Sé que no tenía derecho de aceptar una corrupta invitación en nombre de mi amado hermano menor; secretamente estoy deseando que el Todopoderoso me llame al orden, con dureza, por esta asunción criminal; no es prerrogativa mía tomar decisiones al vuelo sin consultar a este joven brillante. Sin embargo, lo consulté después de haber aceptado la invitación, poniéndonos de acuerdo privadamente en no llevar nuestros zapatos de tap cuando fuéramos, pero ese fue un alivio falso, un autoengaño. ¡En el calor de la velada, aceptamos bailar con nuestros zapatos comunes! Irónicamente, estuvimos perfectos, mientras la Sra. Happy tocaba el acordeón como acompañamiento, es muy difícil para nosotros no estar magníficos si una hermosa criatura sin talento nos acompaña espantosamente con un acordeón; nos conmueve hondamente y nos divierte un poco, también. Debido a nuestra extrema juventud somos vulnerables, divertidas contrafiguras cuando hay hermosas muchachas sin talento involucradas en el asunto. Estoy tratando de solucionarlo, pero es un problema bastante severo. ¡Por favor, por favor, POR FAVOR, no se vuelvan impacientes e indiferentes con esta carta debido a su acumulativa longitud! ¡Cuando estén a punto de abandonar, evoquen rápidamente todo el tiempo de ocio que tengo entre manos hoy y cuánto necesito tener una plácida comunicación con los cinco miembros ausentes de la familia de mi corazón! No estoy hecho para las continuas ausencias, nunca dije que estuviera hecho para ellas. Además, la mayoría de mis noticias e información general promete ser muy absorbente, deliciosa y emoliente. Como ustedes saben muy bien, nunca cambiamos demasiado en nuestros corazones. Sin embargo, estamos poniéndonos un poco bronceados y lucimos como niños y acampantes saludables. Necesitaremos de toda la maldita salud que podamos acumular, estén seguros. Recientemente sucedió un incidente desagradable. Además de la información corriente de que somos hijos de los estimados Gallagher & Glass y que somos animadores bastante talentosos y experientes por derecho propio gracias a vuestro ejemplo, se ha corrido el rumor en el campamento de que ambos, vuestro pequeño hijo Buddy y yo, hemos sido grandes lectores desde una edad temprana y que por lo tanto, tenemos ciertas habilidades, hacemos proezas, somos diestros y poseemos capacidades de valor muy incierto y las mas graves responsabilidades, estando estas últimas adheridas a nuestros seres como cemento desde nuestras últimas presentaciones, en particular las dos últimas y más duras. Vuestro hijo Buddy se está llevando la peor parte. Se requieren hombros anchos para soportarlo, se los aseguro. ¡Consideren, si tienen un minuto, la jugosa novedad y pasto para el rumor y la malicia, que significa un niño de cinco años que es un lector experto y escritor que mejora su fluidez a diario y quien es también, a pesar de su ridícula edad, una autoridad en los secretos del rostro humano y sus conmovedoras máscaras, vanidades, accesos de coraje puro y amedrentadoras trampas! Esa es la situación actual de mi pequeño compañero. Continúen imaginando lo que inevitablemente sucede si esta información confidencial
comienza a filtrarse y a transformarse en un hecho probado o en un rumor persistente entre los acampantes y consejeros. Esto es mas o menos lo que ha sucedido. Desafortunadamente, como él bien lo sabe, la mayor parte de la reciente conmoción es nuestra imperdonable culpa. ¡Oh, mi Dios, es ésta una extraña y sorprendente compañía con la que transitar el accidentado camino de la vida! Aquí les narro el apestoso incidente por entero: el Sr. Nelson, un neófito de nacimiento y entusiasta de las patrañas y el chisme, está a cargo del comedor, como ya les conté, junto con la Sra. Nelson, una mujer ruidosa, infeliz e inspirada metelíos. Cuando no hay nadie en el comedor, es el único lugar tranquilo donde uno puede conseguir un poco de bendita privacidad. En la tarde de un martes muy caluroso, Buddy le apostó al Sr. Nelson que podía memorizar el libro que el Sr. Nelson estaba leyendo, en veinte minutos o media hora. Si lo hacía perfectamente, entonces el Sr. Nelson, como recompensa y para demostrar su aprecio por el controversial logro, nos dejaría, a los hermanos Glass, usar el placentero comedor vacío durante nuestro tiempo libre para leer, escribir, estudiar lenguaje y otras dolorosas necesidades privadas, tales como evacuar nuestras mentes de opiniones y puntos de vista de segunda o tercera mano que zumban por el campamento como moscas. ¡Mi Dios, como deploro y desapruebo los pactos de cualquier tipo, sean de parte de adultos responsables o de adultos sin honor! Sin que yo supiera este terrible hecho, este sorprendente, independiente muchacho, siguió adelante con su pacto con el Sr. Nelson, a pesar de nuestras innumerables discusiones en la madrugada, acerca de la conveniencia de mantener nuestras bocas firmemente cerradas respecto a algunos de nuestros talentos y peculiaridades. Afortunadamente, el incidente no significó una gran pérdida o debacle alguna. El libro en cuestión resultó ser “Maderas duras de Norteamérica” de Foley y Chamberlain, dos hombres magníficamente modestos y tranquilos, largamente admirados debido a mi experiencia lectora, con un amor infeccioso por los árboles, especialmente por la haya y el roble blanco; ¡tienen una preferencia encantadora, irracional por la haya! Como consecuencia, el intercambio de palabras entre Buddy y yo no fue insoportablemente duro o desagradable; no hubo lágrimas de por medio, gracias a Dios. Sin embargo, Whitey Pittman, el consejero jefe, originario de Baltimore, Md., y casi un íntimo del Sr. Nelson, se enteró de la proeza y libérrimamente se aprovechó de la oportunidad para beneficiarse de ella en sus conversaciones. Cuando está en todo su esplendor, tiene un don impresionante para incrementar su propio prestigio a expensas de un niño; es un inteligente carroñero y parásito conversacional. Es la misma persona, un tipo de veintiséis años —ningún jovenzuelo obviamente— quien le dijo a Buddy en medio de una multitud de extraños: “Se suponía que eras un niño ingenioso” ¿Es ésa una observación concienzuda que hacerle a un niño de cinco años? Gracias a Dios, por la vergüenza y honor de la familia entera, que no tenía un arma decente encima cuando esa indignante observación de mierda fue pronunciada; sin embargo, casi enseguida, tuve la oportunidad de decirle a Roger Pittman, tal el nombre completo que su desventurados padres le dieron, que lo mataría a él o a mí mismo, posiblemente antes de que cayera la noche, si nuevamente se dirigía de esa manera al muchacho, o a cualquier otro niño de cinco años, en mi presencia. Sospecho que habría podido reprimir el impulso criminal en el momento crucial, pero uno debe reconocer dolorosamente que una vena de inestabilidad corre a través de mí como un río turbulento y ello no puede ser ignorado; he dejado esta problemática inestabilidad sin resolver en mis dos vidas anteriores, para mi disgusto y desesperación, y no podré corregirla con plegarias amistosas y joviales. Sólo puede corregirse con un esfuerzo tenaz de mi parte y gracias a Dios no puedo rezar honorable e íntimamente para que alguna divina aparición surja para hacer mis deberes; la sola posibilidad me revuelve el estómago. Sin embargo, la lengua humana, puede fácilmente
ser la causa de mi rápido declinar en esta vida, a menos que logre cambiar. Desde que llegamos he estado tratando como loco de dejar un amplio margen para la mala voluntad, el miedo, los celos y el corrosivo disgusto del lugar común. No lean esta afirmación precipitada en voz alta a los mellizos o la dejen caer prematuramente en los oídos de Boo Boo, pero admito con terribles lágrimas corriendo por mi inestable rostro, que no guardo en mi corazón una esperanza ilimitada por la lengua humana tal y como la conocemos. Si el párrafo anterior es demasiado ilegible y tedioso, traten de recordar que estoy escribiendo al vuelo, a una velocidad terrible, estando la caligrafía admirable fuera de toda consideración. En unos minutos o algunos cuartos de hora, será la hora de la cena; estoy escribiendo contrarreloj. En la Cabaña de los Enanos, nos obligan a dormir como perros, diez exasperantes horas cada noche y la cabaña es sumida en la mas completa oscuridad a las nueve en punto. Le he hablado al Sr. Happy sobre este asunto muchas veces, pero sin resultados. Mi Dios, es un hombre enloquecedor, si no lo mueve a uno a la ira, lo mueve a la risa histérica, lo que significa la misma pérdida de tiempo. Si pudieras escribirle una carta amigable, corta y firme, querido Les (si puedo dirigirme a ti personalmente) diciéndole que si uno conoce los simples rudimentos de la respiración saludable, diez horas de sueño es una locura y una imposición. Por supuesto compartimos nuestras linternas, pero esta solución es muy inconveniente para nosotros, condenándonos a la pobre iluminación y al malhumor. Es detestable de mi parte mostrarles solamente la parte oscura del campamento. A raíz de esta amarga actitud, no les he mencionado las innumerables cosas hermosas y buenas que nos rodean y, a pesar de mis sombríos comentarios del párrafo anterior, cada día ha estado generosamente salpicado de felicidad, placer sensual, regocijo y risa explosiva. Hemos visto muchos animales encantadores cuando menos lo esperábamos, tales como ardillas y serpientes no venenosas, aunque no hemos visto venado alguno. Me estoy tomando la dudosa libertad, Les, de enviarte algunas púas de puercoespín, muerto pero no enfermo, ya que pueden resultar una perfecta solución a tu viejo problema con la fragilidad y blandura de los mondadientes. El escenario en general es fascinante, tanto a nivel del piso como a los lados. ¡Para mi sorpresa y regocijo, vuestro hijo Buddy ha resultado ser sorprendentemente nemófilo! Es una revelación inesperada verlo comportarse de esta manera. A pesar de que yo disfruto de las cuestiones de campo, sucede una cosa: en el fondo de mi corazón estoy fuera de mi elemento cuando estoy lejos de las frías y acongojantes ciudades de gran tamaño, como Nueva York o Londres. Sin embargo Buddy siempre escapará de las ataduras y está a la vista que no podremos retenerlo dentro de pocos años. Me gustaría que pudieran verlo atravesar la espesura del bosque, cuando los encargados de cuidarnos no están metiéndose en nuestros asuntos, moviéndose con conmovedor sigilo como un magnífico, enérgico mensajero indio. Cada noche, nos entretenemos y enfadamos en iguales proporciones, mientras me ocupo de ponerle indecibles cantidades de yodo en su cómico cuerpo, mutilado por las espinas de zarza y otros malditos arbustos. Nuestro placentero consumo de tal vez una docena de libros antes de partir —algunos excelentes y otros mediocres— sobre plantas, las aptas para el consumo y de las otras, ha sido para nosotros una bendición soberbia, permitiéndonos cocinar muchas comidas decentes en secreto: bledo rojo al vapor, ortigas jóvenes, portulaca, así como higos tiernos, usando la taza de la cantimplora como receptáculo para la cocción y siendo frecuentemente acompañados por ese desgarrador pequeño, Griffith Hammersmith, cuyo apetito, en ambientes acogedores, causa estupor y sorpresa. Antes de que se escurra de mi mente vacía, Buddy me dijo que te pidiera, querida Bessie, que le mandaras más libretas sin rayas y también mantequilla de manzana y cereales, ya que de esto último es
prácticamente de lo que vive, debo confesar, cuando no podemos preparar una placentera comida en paz. Les aseguro que los cereales son muy nutritivos para él; su pequeño cuerpo está inusualmente diseñado para el maíz y la cebada, si quieren saber la verdad. Les escribirá muy pronto, en cuanto encuentre la oportunidad y el ánimo adecuados. ¡Mi Dios, es un niño ocupado! Nunca lo vi más ocupado, que yo recuerde. Ha escrito 6 cuentos nuevos, totalmente cómicos por momentos, acerca de un muchacho inglés que ha retornado recientemente de una estimulante aventura en el exterior. ¡Es un placer indescriptible ver a una persona de cinco años sentarse en sus ancas y escribir rápidamente una compleja trama con entusiasmo y no poca perspicacia! Les doy mi palabra de honor que ya se va a saber de este chico; no pasa un solo día que no me saque mentalmente el sombrero para agradecerles el haberlo traído al mundo; vuestra participación amorosa en el nacimiento de este muchacho me resulta inefablemente conmovedora y el cuadro en general es aún más conmovedor cuando uno considera el abominable vislumbre que tuve en el período de receso luego de Navidad, revelándome que nuestra intimidad contigo en nuestra vida anterior, si es que estás allí todavía querido Les, era bastante leve y sembrada de discordia. Continuando a discreción, respecto a mi propia escritura, he completado unos buenos veinticinco (25) poemas que no tengo en gran estima, seguidos por 16 poemas con algo de mérito pero sin generosidad perdurable, así como otros 10 que han resultado ser una imitación inconsciente y desastrosa de William Blake, William Wordsworth y otro par de genios muertos cuya súbita desaparición física no deja de herirme como una puñalada. Respecto a mi poesía, mirada en su conjunto, es pobre y echada a perder. Soy de la opinión de que el único poema de persistente interés personal que he escrito este verano es uno que no he escrito del todo. Recordarán que durante vuestra carísima llamada telefónica desde LaSalle, les mencioné que nosotros, junto con otros acampantes habíamos pasado toda la tarde en el Pesquero de Ballenas. Cuando nos dirigíamos hacia allí, nos sirvieron un almuerzo de sándwiches, bastante abundante en el Hotel Kallborn, un hotel grande y popular, frecuentado por parejas jóvenes en su luna de miel. Caminando junto al lago con Buddy y Hammersmith, vi a una pareja jugando y riendo. Sumando dos más dos y sintiendo una súbita disposición de pies a cabeza de estar en armonía con esos dos jóvenes amantes desconocidos, quise escribir un poema sugiriendo que el millonésimo novio había salpicado juguetonamente a la millonésima novia en el Hotel Kallborn; he visto personalmente a muchos novios hacer lo mismo en Long Beach y otros populares lugares de veraneo. Bessie, querida, ésta es una visión que disfrutarías, que te sorprendería gratamente y ante la cual sonreirías levemente con una parte de tu corazón y tu cerebro; sin embargo, no hay mención alguna de este tópico en ninguna poesía inmortal que haya leído. Uno se queda con toda la responsabilidad. Pero pasemos sobre este tema espinoso. Para vuestra información y posiblemente la de la Sra. Overman —pero pídanle discreción ya que no tiene mucho talento para guardar secretos— lamento decirles que continuamos mejorando nuestro italiano y releyendo español de tanto en tanto. Es una insinuación malintencionada, pero sería una ganancia poder reponer las baterías. Les, es un placer y un alivio garabatear unas líneas sin escuchar el maldito sonido de la trompeta que indica que mi ardor ha tomado las riendas de mi ser. Si estás cansado o francamente aburrido de leer, detente de inmediato, con mi sincero permiso. Admito que estoy abusando de tu buena disposición, tu paternidad y tu notoria paciencia. Se que Bessie te hará el resumen de cualquier información que siga, enciende un cigarrillo con abandono, suelta mi maldita carta como una papa caliente y ve al lobby del hotel que estés a pasarla bien, con la conciencia limpia y mi amor eterno ¡un partido de pool o pinochle podría ser refrescante!
Continuando al azar, debo decir que no somos demasiado populares con los otros acampantes de nuestro bungalow como lo son, principalmente, Douglas Folsom, Barry Sharfman, Derek Smith, Tom Lantern, Midge Immington, y Red Silverman. ¡Tom Lantern! ¿No es un nombre sorprendente con el que ir por la vida? Desafortunadamente, este joven parece determinado a no encender ninguna de sus luces, con lo que su delicioso nombre corre peligro de irse por el desagüe. Esa opinión es muy dura. Con frecuencia, mis opiniones son demasiado duras para decirlas en voz alta. Estoy tratando de solucionarlo, pero este verano le he dado rienda suelta a mi rudeza demasiado seguido como para soportarlo. ¡Que Dios te guíe, Tom Lantern, con tus luces encendidas o no! Hay un niño en el piso superior de este bungalow mal construido, que es la misma sal de la tierra; ninguna queja sobre él será demasiado excesiva, se los aseguro. Pasa su tiempo libre bajando corriendo las destartaladas escaleras o perdiendo el tiempo con vuestros inútiles hijos, discutiendo abiertamente sobre sus amigos, conocidos y enemigos de Troy, Nueva York, una villa bastante grande más allá de Albany. La vida y la humanidad le parecen por lo general magníficas, bajo su decepcionante superficie. Su valentía les rompería el corazón, o penetraría dolorosamente en él, estoy seguro: ya es bastante con decir que estamos siendo opacados. Su nombre es John Kolb, tiene ocho años y medio, un Intermedio por derecho propio, pero no había lugar para él con los Intermedios; por lo que tenemos el privilegio de tener su caballerosa compañía en este atestado edificio. ¡Les ruego que escriban su alegre nombre en vuestra memoria hoy y para siempre! Desafortunadamente, una conversación que lleve más de cinco minutos aburre a este activo muchacho hasta las lágrimas, y cuando uno levanta la cabeza, repara con conmovedor asombro, que ha desaparecido. Daría incontables años de mi vida por ser de alguna ayuda a este muchacho. Me ha dado amablemente su palabra de honor, bastante despreocupado por las razones que me llevaron a pedírsela, de que nunca tomaría whiskey o cualquier otro licor cuando sea adulto, pero tengo tristes dudas de que mantenga su palabra. Tiene una tendencia latente a beber hasta el estupor. Puede dominarlo completamente, si usa su cabeza y está despierto, pero me temo que es un muchacho demasiado amable e impaciente para usar su cabeza en algo. Tenemos su dirección en Troya, Nueva York. Si estoy vivo cuando lleguen esos años cruciales, correré a Troya, Nueva York, sin demora y actuaré inmediatamente en su ayuda, aunque deba beber yo mismo la copa que me atonte, pero tienen que entender que hemos entregado nuestros corazones a este muchacho que no alberga prejuicios en su corazón. ¡Mi Dios! ¡Un valiente muchacho de ocho años y medio es conmovedor! Es demasiado irónico, pero les doy mi palabra que la gente valiente requiere mucha más protección de lo que parece. ¡Beso tus nobles, secretos pies, John Kolb, nativo de Troya, hermano de un Héctor piadoso! Cambiando de tema, nos adaptamos admirablemente, cuando la oportunidad lo permite, uniéndonos a las incesantes actividades deportivas y de toda índole, disfrutando enormemente muchas de ellas. Es un respiro para nosotros el ser atletas limitados, modestamente magníficos: en baseball, tal vez el deporte más conmovedor del hemisferio norte, hasta nuestros peores enemigos deben admitir nuestra habilidad. Esto es una ganancia respecto a nuestra vida anterior: somos fácilmente excelentes sin demasiado esfuerzo en cualquier juego que involucre una pelota, mientras que somos espantosos en los que no incluyen una. Aparte de los juegos y actividades, estamos haciendo un montón de amigos vitalicios casi por accidente. Ustedes, sin embargo, en su extenuante papel de ser nuestros amados padres, Bessie, deben hacer un esfuerzo por mirar algunas cosas directamente a los ojos, renunciando siquiera a pestañear ante un par de factores que se vuelven evidentes: les pido, en este momento que por favor se refugien en algún lugar de vuestra memoria ajeno a la melancolía de un día lluvioso,
contándoles que, hasta la hora de nuestra muerte, habrán innumerables muchachos a quienes les cause un enojo violento y una total hostilidad la mera aparición de nuestros rostros en el horizonte. Se los remarco: ¡nuestros meros rostros, independientemente de nuestras peculiares y a menudo ofensivas personalidades! Esto podría resultar bastante divertido, si no lo hubiera padecido, con enfermante extenuación, muchos cientos de veces en mis escasos años. Estimo, sin embargo, que seguiremos mejorando y refinando nuestros caracteres aquí y allá, esforzándonos en reducir la rudeza general, las presunciones superficiales y los excesos de maldita emoción, junto con otras variadas reacciones, podridas en su raíz, y repeleremos e inspiraremos menos sentimientos asesinos, a simple vista o por nuestra sola reputación, en los corazones de otros seres humanos. Espero buenos resultados de esas precauciones, aunque presumo que no asombrosos. Honestamente, no veo resultados asombrosos en el cuadro general. De todas maneras, ¡no permitan que esto arroje una sombra demasiado profunda en sus corazones! ¡La alegría, el consuelo y las increíbles compensaciones son infinitamente más numerosas! ¿Han conocido personalmente a dos muchachos tan enloquecedores e indomables como vuestros hijos ausentes? ¿No son nuestras jóvenes vidas —en medio de la furia y el calor de la adversidad— todavía un vals inolvidable? ¡Ciertamente, y tal vez, si usan su imaginación de manera perversa, sean el único vals que Ludwig von Beethoven haya escrito jamás en su lecho de muerte! Sostendré sin vergüenza este pensamiento presuntuoso. ¡Mi Dios, qué libertades emocionantes y estruendosas puede uno tomarse con ese vals simple y mal entendido si uno se lo permite! ¡Les doy mi palabra que nunca me he levantado de la cama en la mañana sin escuchar los dos espléndidos golpes de bastón en la distancia! Además de la música distante, la aventura y el romance nos empujan con fuerza; los intereses y las diversiones prevalecen gentilmente y nunca nos vimos desprotegidos, gracias a Dios, contra la mezquindad. Uno no debe maldecir nunca a esas bendiciones esperanzadoras. Además de toda esta buena fortuna ¿qué puede uno encontrar? La capacidad de hacer varios amigos maravillosos, aunque sean poco numerosos, que amamos con pasión y a quienes guardaremos de cualquier daño oscurantista hasta el fin de nuestras vidas, y quienes, a su vez, nos amarán también y no nos traicionarán sin arrepentirse hondamente, lo que es mucho mejor, mucho más satisfactorio y gracioso que ser traicionados sin ningún remordimiento, se los aseguro. Traigo a colación esta dolorosa tontería simplemente para que la guarden en vuestras dulces memorias y puedan recordarlo antes e incluso después de nuestras prematuras muertes; pero mientras tanto, no le presten atención. Sin embargo, en la parte cordial y revitalizante del balance, recuerden con alegría y diversión, que estábamos firmemente obligados, que teníamos el frecuentemente dudoso privilegio, de traer nuestro genio creativo con nosotros de nuestras vidas anteriores. Uno duda considerar qué es lo que haremos con él, pero está incesantemente a nuestro lado, a pesar de ser lento como el demonio en su desarrollo. Me parece que se ha vuelto insuperablemente fuerte en este lugar, en los momentos en que nuestras ridículas inteligencias finalmente descansan y se comportan correctamente y la mente entera queda finalmente tranquila, sin andar en absoluto corriendo. En ese interludio, lo vemos funcionar con la maravillosa luz que el pasado mayo te mencioné en privado, Bessie, cuando estuvimos hablando de cualquier cosa afablemente en la cocina. He presenciado cómo el mismo alentador fenómeno se produce en la mente de esa persona y compañero magnífico que me han dado como hermano. Cuando la luz que les menciono es insuperablemente fuerte, me voy a dormir con la completa seguridad de que nosotros, vuestro hijo Buddy y yo, somos exactamente tan decentes, tontos y humanos como cada muchacho o consejero de este campamento; tan tierna y graciosamente equipados con la misma simpática, popular y conmovedora ceguera. Mi Dios ¡piensen en cuántas
oportunidades y retos tenemos por delante desde el momento que nadie sabe sin considerables dudas, cuán comunes y normales somos en nuestros corazones! Poseyendo una firme devoción por la extraña belleza y la rectitud del corazón, combinados con nuestra total certeza de que somos tan normales y humanos como cualquiera, y sabiendo de que no se trata de sacar la lengua, como los otros muchachos, cuando se produce la primer hermosa nevada del año ¿quién puede evitar que hagamos un poco de bien en esta vida? ¿Quién, a decir verdad, nos impide que hagamos uso de todos nuestros recursos y nos movamos lo más secretamente posible? “¡Silencio! ¡Continúa, pero no le digas a nadie!” dijo el espléndido Tsaiang Samdup. Es lo correcto, pero es muy difícil y ampliamente aborrecido. Si bien francamente estoy haciendo una lectura veloz de la columna del debe, debo señalar, lamentablemente, que la mayor parte de vuestros hijos, Bessie y Les, si todavía no has sucumbido a las diversiones del lobby, tienen una terrible capacidad de experimentar dolor que estrictamente no les corresponde. Algunas veces, ese dolor ha sido esquivado por un total desconocido, tal vez un perezoso muchacho en California o Louisiana, al que ni siquiera hemos tenido el gusto de conocer o intercambiar algunas palabras. Hablando en nombre de vuestro ausente hijo Buddy y en el mío propio, francamente no veo la manera de evitar que experimentemos un poco de dolor, de vez en cuando, hasta que hayamos agotado nuestras obligaciones y oportunidades con estos, nuestros interesantes y cómicos cuerpos actuales. En realidad, la mitad del dolor pertenece a otras personas, que lo han esquivado o no saben como sujetarlo firmemente por el mango. Sin embargo, cuando hayamos agotado nuestras obligaciones y oportunidades, queridos Bessie y Les, les doy mi palabra de que partiremos con la consciencia clara y buen humor respecto al cambio, que es algo que nunca ha sucedido del todo en el pasado. Hablando una vez más en nombre de vuestro amado hijo Buddy, que llegará de un momento a otro, también les doy mi palabra de honor de que, por varias razones, uno de los dos estará presente en el momento de la partida del otro, eso está escrito, hasta donde yo se. ¡No estoy describiendo una escena oscura! ¡Esto no será mañana ni nada por el estilo! Yo, personalmente, viviré por lo menos tanto como un poste de teléfonos bien conservado, algo así como unos generosos treinta (30) años o más, lo que ciertamente no es algo de que burlarse. Se alegrarán de saber que vuestro hijo Buddy vivirá aún más. En el feliz ínterin, Bessie, por favor pídele a Les que lea las próximas oraciones cuando —o si— vuelve del lobby o de cualquier otro lugar de su agrado, Les, te ruego que seas paciente con nosotros en tus ratos de ocio. Trata con todas tus fuerzas de no preocuparte demasiado y de no ponerte triste cuando no te hacemos acordar demasiado a otros muchachos comunes y corrientes, tal vez a muchachos de tu propia infancia. En esos frecuentes malos ratos, recuerda en tu corazón que somos muchachos muy comunes desde el vamos y meramente cesamos de ser comunes cuando algo levemente relevante o crucial sucede. Mi Dios, me niego a seguir hiriéndolos siguiendo con un tema de este tipo, pero, honestamente, no puedo borrar nada de lo anterior, barriendo las afirmaciones de mal gusto. Además, no les haría ningún favor al borrarlos. Debido a mi propia blandeza y cobardía baratas, vosotros se han negado por dos veces, en vidas anteriores, a enfrentar asuntos similares y no tengo idea si pudiera soportar verlos repetir una vez más ese dolor. El dolor postergado es una de las experiencias más abominables. Para cambiar un poco el tono, aquí va una noticia alegre que les levantará el ánimo. A mí mismo me deja sin aliento. Este invierno o el que viene, ustedes, Bessie, Les, Buddy y quien esto firma, iremos a una de las fiestas más importantes y significativas de las que jamás iremos Buddy y yo, ya sea en mutua compañía o solos. En esa fiesta, que transcurrirá durante una noche entera, conoceremos a un hombre, muy gordo, que
directamente nos ofrecerá un trabajo y una carrera; que tiene que ver con nuestras sencillas y encantadoras proezas como cantantes y bailarines, pero que irá mucho más allá de eso. Él, este hombre corpulento, no cambiará demasiado seriamente el curso normal de nuestra infancia y temprana juventud con su oferta de trabajo, pero puedo asegurarles que, en la superficie, el cambio será enorme. Sin embargo, ésta es sólo la mitad de lo que he vislumbrado. Honestamente, hablando de corazón, la otra mitad es mucho más importante para mí. La otra mitad me ofrece una asombrosa visión de Buddy, innumerables años más tarde, ya libre de mi dudosa y amante compañía, escribiendo acerca de esta misma fiesta en una máquina de escribir muy grande, negra, increíblemente conmovedora. Está fumando un cigarrillo y de tanto en tanto se frota las manos y las coloca sobre su cabeza, con expresión pensativa y cansada. Su pelo es gris, ¡es más viejo de lo que eres tú hoy, Les! Las venas de sus manos son levemente prominentes, según lo que veo, por lo que no le he contado en absoluto todo este asunto, considerando sus prejuicios acerca de las venas prominentes en las manos de los pobres adultos. Así es. Ustedes pensarán que esta visión particular despedazaría el corazón de un testigo casual, inhabilitándolo por completo, de manera que no podría discutirla, por lo menos con su amada y liberal familia. Pero no es el caso; lo único que me lleva es a respirar profundamente, como una sencilla y rápida medida para evitar marearme. Es su habitación la que me conmueve más que cualquier cosa. ¡Representa todos sus sueños juveniles hechos realidad por completo! Tiene una de esas preciosas ventanas en el techo, ésas que él siempre, según lo que he sabido, ha admirado con fervor desde su espléndida distancia de lector. A su alrededor, como si fuera poco, hay estantes exquisitos que sostienen sus libros, materiales, libretas, lápices de punta afilada, una máquina de escribir cara color ébano, y otros increíbles efectos personales. ¡Mi Dios, Buddy va a estar encantado cuando vea esa habitación, recuerden mis palabras! Es una de las visiones más alegres y reconfortantes de toda mi vida y posiblemente una de las menos condicionadas. Hasta me animaría a decir, temerariamente, que no objetaría en absoluto si ésa fuera la última visión de mi vida. Sin embargo, esos dos pequeños y atormentadores portales en mi mente, de los que les hablé el año pasado, están muy lejos de cerrarse y tal vez dentro de otro año o algo así, las cosas cambien. Si dependiera de mí, cerraría los portales por mí mismo. Sólo en tres o cuatro casos, como el que acabo de relatarles, la naturaleza del vislumbre vale la pena el desgaste de la propia normalidad y la bendita paz de la mente, así como la vergüenza de nuestros padres. ¡Les pido, sin embargo, que imaginen cuán maravilloso es ver a este muchacho, vuestro hijo Buddy, pasar en un santiamén de ser un niño de cinco años, quien ya se ha enamorado de cada lápiz del universo, a un autor moreno y maduro! ¡Cómo desearía poder recostarme en una nube en el futuro distante, quizás comiendo una rica, sana manzana Northern Spy, y leer cada palabra que escriba sobre esa significativa fiesta llena de acontecimientos que viviremos en breve! Espero que lo primero que este talentoso muchacho describa, cuando sea un autor maduro y moreno, sea la hermosa posición de los cuerpos en la sala antes de salir de nuestra casa, la noche en cuestión. La cosa más hermosa del mundo, en una familia bastante numerosa que se dirige a una fiesta o aún a un restaurante cualquiera, son las posiciones impacientes y desdeñosas de todos los cuerpos en el living cuando esperan a que el más lento esté pronto. ¡Mentalmente le imploro al conmovedor autor de pelo gris del futuro, que comience el relato con las hermosas posiciones de los cuerpos; en mi opinión, el mejor asunto con el que empezar! Les doy mi palabra de honor que el vislumbre de esa velada es una soberbia alegría, de principio a fin. Me resultan magníficos los destinos hermosos y abiertos que encuentra cada persona en la vida, si sólo espera con suficiente paciencia, flexibilidad y fortaleza ciega. Les, si has retornado del lobby, sé que mantienes honorablemente cierto
escepticismo respecto a Dios o la Providencia, o cualquier denominación que quieras aplicarle que te resulte menos enervante o embarazosa, ¡pero te doy mi palabra de honor, en este día bochornoso y memorable de mi vida, que uno no puede ni siquiera encender un cigarrillo al azar a menos que nos sea dado el artístico permiso del universo! El término permiso es demasiado amplio, más bien quiero decir que la cabeza de alguien debe asentir antes de que el cigarrillo pueda ser tocado por la llama del fósforo. Lamento con toda mi alma reconocer que esta descripción también es demasiado amplia. Estoy convencido que Dios, amablemente se pondría una cabeza humana, capaz de asentir, en beneficio de algún admirador que disfrutara imaginarlo de esa manera, pero yo, personalmente, no soy partidario que Él luzca una cabeza humana y probablemente me diera la vuelta y me fuera si Él se pusiera una para mi dudoso beneficio. Esto es una exageración, seguramente. Sería el menos capacitado para separarme de Él, incluso si mi vida dependiera de ello. Es entretenido darse cuenta que estoy sentado aquí, de pronto, sólo en este abandonado bungalow, llorando o sollozando, como prefieran denominarlo. Pasará en un momento, no lo dudo, pero es triste y cansador darse cuenta, en indefensos interludios, en qué medida soy un joven cansador; el setenta y cinco u ochenta por ciento de mi vida, me dedico a sobrecargarlos sin compasión, a todos y cada uno, hijos y padres, con una carta larguísima, llena hasta el tope con el flujo incesante de mis palabras y pensamientos. Siendo franco, no es tanto culpa mía, sino de algo, entre muchas otras cosas, que rompe los ojos, y es que es muy fácil para un niño de mi dudosa edad y experiencia caer fácilmente en el mal gusto, las vacuas palabras y el indeseable ánimo presuntuoso. Con Dios como testigo, afirmo que estoy tratando de solucionarlo, pero es una lucha sin cuartel hacerlo sin ningún maestro al cual pueda recurrir con abandono y confianza absolutas. Si uno no tiene un maestro magnífico, está obligado a contar sólo con su propia mente y es algo peligroso si uno ha nacido cobarde de corazón, como es mi caso. De todos modos debo decir, en mi propia, transparente defensa, que he estado aquí yaciendo todo el día recordando vuestros rostros, Bessie y Les, combinados con los rostros frescos y acechantes de los niños, por lo que la necesidad de estar en exagerado contacto con ustedes es circunstancial. “¡La maldición abraza, la bendición relaja!” gritó el espléndido William Blake. Esto es bastante cierto, pero no es muy fácil en familias espléndidas y gente amable que se pone un poco nerviosa o se desgasta cuando su amoroso hijo mayor y hermano maldice los abrazos por todo el lugar. La razón por la que estoy en cama es bastante sorprendente, y he demorado en demasía mencionarla, pero no atrae mi interés personal tanto como debiera. El día de ayer estuvo sembrado de una desventura tras otra. Después del desayuno, cada Enano e Intermedio del campamento entero fuimos obligados a ir a recoger fresas, en la que era tal vez la última oportunidad de la temporada. En el transcurso de la mañana, me lastimé la maldita pierna. Viajamos millas y más millas hasta donde se encontraban los campos de fresas, en una pequeña, destartalada y anticuada carreta enloquecedora, una farsa tirada por dos caballos para la cual se necesitaban por lo menos cuatro. La carreta tenía una ridícula pieza de acero que le salía del centro de una de las ruedas de madera, y penetró en mi muslo, o en el fémur una buena pulgada y tres cuartos o dos pulgadas, mientras estábamos empujando la endiablada carreta que se empantanó en el barro; había llovido torrencialmente el día anterior, volviendo el camino intransitable en una expedición para recoger fresas. En un arranque de enloquecido melodrama, fui llevado urgentemente a la enfermería, situada posiblemente a tres millas del lugar, en la parte trasera de la demencial motocicleta del Sr. Happy. El viaje tuvo sus fugaces momentos cómicos. En primer lugar, lamento decir que es muy difícil para mí evitar sentirme
despectivo y amargo en presencia del Sr. Happy. Estoy tratando de solucionarlo, pero ese hombre provoca que salgan a relucir reservas de malicia que pensé había purgado de mi sistema hace años. En mi tal vez débil defensa, digo que un hombre de treinta años no puede forzar a unos inútiles niños pequeños a empujar una condenada carreta para sacarla del barro cuando hubiera sido necesario un equipo de cuatro o seis jóvenes y vigorosos caballos para lograrlo. Mi malicia emergió como una víbora. Le dije en la motocicleta, antes que emprendiéramos el retorno que Buddy y yo éramos cantantes y bailarines experientes y bastante talentosos, como nuestros padres, a pesar de ser todavía aficionados. Le sugerí que tú, Les, probablemente lo llevaras a juicio, sacándole hasta el último centavo en la eventualidad de que perdiera mi ridícula pierna fruto de una infección, pérdida de sangre o gangrena. Él simuló no preocuparse o siquiera considerar esta amenaza sin sentido; ni tampoco logró que él tratara de manejar un poco mejor y en un par de ocasiones estuvimos a punto de matarnos antes de llegar a nuestro destino. Sin embargo, desde mi punto de vista, fue una situación risible desde el vamos. Por suerte, creo que cuando encuentro una situación cómica o risible, tiendo a sangrar menos profusamente. Sin embargo, a pesar de que personalmente disfruto el atribuir la disminución del sangrado a lo humorístico de la situación, también es posible que el maldito asiento de la motocicleta estuviese ejerciendo presión en algún punto sensible; ya que mis puntos de presión suelen ser bastante elásticos, con un pulso suave. Lo que es indudable es que el Sr. Happy estaba lejos de estar feliz de ver la sangre de un joven acampante —relacionado con él meramente por su inscripción en el campamento y el dinero— derramada sobre la parte trasera de su motocicleta nueva, el asiento, la llanta, el guardabarros, y los costados de la cubierta. Estaba fuera de cuestión que la considerase como si fuese propia; no consideraría ni siquiera la sangre de la Sra. Happy como propia ¿cómo podría entonces sentir una conexión humana con un niño extraño, con características sobresalientes, bastante absurdas y desagradables? En la enfermería —cómicamente caótica, pero limpia como un silbido en el último análisis— la Srta. Culgerry limpió la herida y me vendó. Ella es una muchacha joven y nurse de profesión, de edad desconocida para mí, muy lejos de ser una belleza o de resultar meramente encantadora, pero con un cuerpo soberbio al cual la mayoría de los consejeros y uno o dos de los Mayores tratan muy seriamente de hacerle físicamente el amor antes de tener que volver a la universidad. Me temo que es la historia de siempre. Ella es una persona tranquila, sin ningún recurso particular o habilidades para tomar ninguna decisión importante. Bajo sus innumerables apariencias superficiales, ella está confusa y desastrosamente emocionada por ser el único cuerpo femenino disponible en el campamento, estando la Sra. Happy fuera de concurso. Una muchacha sobria, pasiva, con una voz que suena competente en la enfermería que da la impresión de estar siempre concentrada en algún asunto delicado pero que no es más que una pose conmovedora. Siendo crueles, se podría decir que esta joven mujer puede perfectamente haber perdido su cabeza antes de nacer, pues ciertamente no la lleva sobre sus hombros a esta altura del partido. Su voz engañosa, que suena bastante fría y competente, tanto en el comedor como en la enfermería, es lo único que la mantiene a salvo de las garras de los consejeros y Mayores, que son muy jóvenes, muy saludables y atrevidos cuando están en patota y bastante cruelmente atentos a las muchachas susceptibles, particularmente si no son de una belleza clásica. La situación es alarmante y preocupante, pero no puedo hacer nada para solucionarla. Uno sabe a primera vista que ella nunca ha hablado de ningún asunto francamente, con ningún allegado, niño o adulto, por lo que no hay ninguna posibilidad de tratar con ella estos temas; por lo que, un mes más de vida de campamento y yo, personalmente, no respondería por ella si fuera mi hija. La cuestión de la virginidad es un asunto espinoso; qué criterio puedo
seguir para leer cuidadosamente sobre el asunto es objeto de cuestionamiento y debate acalorado, pero ese no es el punto de discusión ahora. El asunto es que esta chica, la Srta. Culgerry, de tal vez veinticinco años, sin una cabeza verdadera y propia sobre sus hombros, sumada a una voz que suena engañosamente competente y llena de sentido común, no está en posición de decidir con un honor personal y pensando en el futuro, acerca de un asunto tan importante como su propia hermosa virginidad; tal mi opinión apresurada. Mi opinión no es, por supuesto, mejor o más definitiva, lamentablemente, que la de cualquier otra persona de esta tierra. Si no se mantiene una guardia férrea, día y noche, la variedad de opiniones apresuradas de este mundo podría fácilmente destruir la cordura de cualquiera. No estoy exagerando, pensándolo bien, ¿hasta donde puede uno seguir adelante con criterios poco confiables, corruptos, muy conmovedores y humanos cuando son examinados, respetados y enarbolados, pero enteramente susceptibles a hacerse pedazos por un simple cambio de compañía o escenario? Me has preguntado muchas veces en el curso de mi vida, Bessie querida, por qué ando por la vida como un perro caprichoso; que en un sentido fragmentario, es exactamente como me conduzco. En primer lugar, soy el hijo mayor de nuestra familia. ¡Piensa en cuán práctico, agradable y sorprendente sería si uno pudiera abrir la boca, de tanto en tanto y lo que saliera de ella fuera algo más que una opinión llana, apresurada y poco confiable! Desafortunadamente, siendo un tonto de primera, estoy llorando un poco mientras hago esta afirmación. Hay razones para llorar, afortunadamente. Si llegan a la conclusión de que considero que una opinión personal, como por ejemplo la pérdida o la preservación de la virginidad de una dama, como un dato de la realidad inexpugnable y respetable, estarían sacando una conclusión muy tranquilizadora y simple, pero estarían amargamente equivocados. “Amargamente” es un término demasiado amplio, digamos que le errarían al blanco en una milla. Nunca he visto un dato de la realidad inexpugnable y respetable que no fuese por lo menos un primo cercano, o muy cercano, de una opinión personal. Supongamos —si puedes soportar una pequeña explicación al paso— que un día vuelves a casa luego de una actuación de matinée, querida Bessie, y sobriamente le preguntas a la persona que te abrió la puerta, yo mismo, tu hijo loco, Seymour Glass, si los mellizos ya han tomado un baño. Sinceramente te contestaré que sí. Mi opinión firme y personal es que personalmente he depositado sus cuerpos fibrosos y elusivos en la bañera y he insistido personalmente en que usen el jabón y no se limiten a mojar el piso del baño y alrededores. ¡Mis jóvenes manos están incluso todavía húmedas! Uno estaría tentado a decir que es un hecho indiscutible que los mellizos se han bañado, como deseábamos! ¡No lo es! Ni siquiera es un hecho indiscutible e inexpugnable que los mellizos estén en casa! ¡Incluso existe la inquietante duda, en un último análisis, debo decir, que algún maravilloso par de mellizos, con lenguas rápidas y fascinantes orejas, hayan alguna vez pasado a formar parte de nuestra familia en el pasado! Para tener la dudosa satisfacción de poder afirmar que algo en este hermoso y enloquecedor mundo es un hecho inexpugnable y respetable, estamos obligados, como prisioneros obedientes, a confiar en la información dudosa ofrecida de buena fe por nuestros ojos, manos, oídos y simples, conmovedores cerebros. ¿Llaman a esto un soberbio criterio? ¡Yo no! Es muy conmovedor, sin lugar a dudas, pero está lejos, muy lejos de ser soberbio. Es confianza absoluta, ciega, en nuestros conmovedores recursos personales. Ustedes están familiarizados con la expresión “intermediario”; ¡hasta el cerebro humano es un encantador intermediario! Me temo que nací con una desconfianza innata en cualquier intermediario de cualquier tipo en la faz de la tierra. Una posición desafortunada, es cierto, pero no puedo evitar tomarme un momento para decirles la alegre verdad sobre este asunto. En este punto, sin embargo, nos acercamos al punto crucial que motiva la constante agitación de mi ridículo pecho.
Si bien no tengo ninguna confianza en los intermediarios, las opiniones personales y los hechos inexpugnables y respetables, también es cierto que, en mi corazón, soy aficionado a ellos en exceso y me conmueve sin remedio la valentía de cada magnífico ser humano que acepta esta encantadora y dudosa información cada conmovedor instante de su vida! ¡Mi Dios, los seres humanos son criaturas valientes! ¡Hasta el último cobarde de esta tierra es indeciblemente valiente! ¡Imaginen lo que significa aceptar esos recursos débiles, personales, como si tuvieran un valor real! Pero al mismo tiempo, es un círculo vicioso. Estoy tristemente convencido que sería un favor perdurable y gentil para todo el mundo si alguien rompiera ese círculo vicioso. Sin embargo, a veces uno desearía que no hubiese tanta maldita prisa. Uno nunca está más separado de sus encantadores seres queridos que cuando pondera este delicado asunto. Desafortunadamente, hay una gran prisa en mi propio caso; me estoy refiriendo a la brevedad de mi vida en esta encarnación. Lo que estoy buscando, en el muy amplio pero de algún modo escuálido tiempo que me queda en esta vida es una solución a este problema, a la vez honorable y piadoso. En este punto, sin embargo, suelto este asunto como si fuese una papa caliente; meramente he raspado una de sus múltiples superficies. Después de vendar mi pierna en una manera divertidamente horrible, además de mantener una conversación fría y falsamente competente que podría llevar a cualquiera a la bebida si no poseyera un poco de autocontrol, la Srta. Culgerry me envió de regreso a mi bungalow, munido de una divertida muleta, para que esperara a que el doctor llegara de la ciudad de Hapworth, donde vive y ejerce su dudosa práctica. El doctor llegó inmediatamente después de la cena, llevándome de nuevo a la enfermería para darme once (11) puntos de sutura en la pierna. Un problema desagradable surgió en relación con esto último, por desgracia. Me ofrecieron darme un toque de anestesia, el que amablemente rechacé. En primer lugar, volviendo a cuando estaba en la condenada motocicleta del Sr. Happy, había cortado la transmisión del dolor entre mi pierna y mi cerebro, por mi propio bien. No había usado este método desde el pequeño accidente que tuve el verano pasado que involucró mi mandíbulas y labios. Uno a veces descree de que algo peculiar que ha aprendido pueda resultar útil más de una vez o tal vez sólo en una oportunidad, pero por cierto que a la larga vuelve a usarse, si uno tiene suficiente paciencia. ¡He llegado a usar el nudo ballestrinque en dos ocasiones desde que llegamos, conocimiento que pensé se iría por el desagüe! Cuando decliné amablemente la anestesia, el doctor asumió que estaba presumiendo, y el Sr. Happy, a su lado, compartía su insana opinión. Como buen tonto de nacimiento que les aseguro soy, estúpidamente les demostré que había cortado la transmisión del dolor por completo. Hubiera sido aún más tonto y bastante ofensivo, decirles directo a sus rostros falsamente pacientes, que prefiero no permitirme a mí mismo ni a ningún miembro de esta familia, abandonar su estado de consciencia por razones superfluas, dado que el estado de humana consciencia es precioso para mí. Luego de varios minutos de discusión acalorada con el Sr. Happy, conseguí el consentimiento del doctor de coser mi herida mientras me mantenía tranquilamente consciente. Este es un asunto ridículamente doloroso para ti, querida Bessie, pero puedo asegurarte que es espléndidamente conveniente para mí de tanto en tanto, tener un rostro que sólo una madre puede amar, con una fea nariz y un mentón tan débil como el agua. Si hubiera sido un niño medianamente guapo, estoy convencido que me hubieran obligado a aceptar la anestesia. Nadie tiene la culpa, se los aseguro, siendo seres humanos con opiniones y cerebros personales, respondemos a cualquier atisbo de belleza al que podamos acceder, ¡yo mismo no puedo evitar que me suceda lo mismo! Después que me cosieron la pierna, sin que a Buddy le permitieran mirar debido a su corta edad o permanecer a mi lado, fui rápidamente llevado a mi cabaña y depositado
en mi litera. Un golpe de suerte hizo que todas las camas de la enfermería estuvieran ocupadas. A un montón de niños con fiebre y a mí nos permitieron quedarnos en nuestras cabañas hasta que hubiera alguna cama disponible. Considero que el asunto de las camas insuficientes como una suerte inesperada. Este es el primer día completo de sosiego, ocio y el más satisfactorio en muchos sentidos que he tenido desde que bajé del tren, y lo mismo para Buddy, ya que ha obtenido el permiso del Sr. Happy de ausentarse de todas las actividades del día para atender mis necesidades. Estuvo a punto de no obtener el permiso, pero en realidad, el Sr. Happy prefiere darle el permiso que tener que hablar con él cara a cara, ya que dista mucho de sentirse cómodo en su presencia. Hay una corriente de antipatía entre esos dos, parcialmente a partir de la inspección del lunes. En la inspección del lunes, que yo también consideré como una imposición insultante e inexcusable para todos los niños del campamento, el Sr. Happy entró en la cabaña mientras nosotros permanecíamos en posición de atención y comenzó a regañar a Buddy por no haber hecho su cama en la manera que él, el Sr. Happy, lo hacía cuando era soldado y parecía que no perdió la condenada guerra por nuestra culpa de milagro. Le soltó varios insultos innecesarios a Buddy en mi presencia. Viendo la cara de vuestro hijo Buddy, bastante capaz, se los aseguro de defenderse por sí misma, no intervine ni interferí con esos insultos intimidatorios. Tengo completa confianza en la habilidad de ese joven muchacho para defenderse en cualquier situación y ésta no fue la excepción. Mientras el Sr. Happy le estaba gritando y avergonzándolo frente a sus compañeros de cabaña y al resto de los acampantes, Buddy, con bastante frialdad, hizo ese gracioso numerillo con sus maravillosos y expresivos ojos, dejando que se deslizaran hacia arriba, rumbo a sus bonitas cejas negras, dejándolos blancos, inanimados y bastante espectrales para alguien que no lo haya visto hacerlo antes. No sé si el Sr. Happy había visto a alguien hacer eso en su vida. Alarmado y por lo menos desconcertado, se fue al instante a inspeccionar la litera de Immington, abandonando completamente las literas vecinas y olvidando completamente castigar a vuestro hijo. ¡Oh, mi Dios, es un muchacho lleno de recursos y muy divertido para tener cinco años! ¡Acopien orgullo, se los ruego y viértanlo libremente sobre este pequeño niño! Volverá en cualquier momento y estará muy dispuesto a agregar unas pocas líneas de su puño y letra. Mientras tanto, por favor no me pidan que intervenga para que sea más amable con el Sr. Happy o para que trate al Sr. Happy como lo haría un niño, eso no es lo importante, sino el saber cuando usar la ingenuidad para protegerse a sí mismo y al propio trabajo de enemigos ocasionales, evitando que le hagan un serio daño. ¡Me despido por un breve interludio de días u horas! Voy a tener la sencilla piedad y cortesía de tratar de terminar de escribirles, se los aseguro, padres y hermanos, que son ustedes demasiados buenos y generosos como para tener un pariente que requiere tanta atención, pero no puedo evitarlo. Los extrañamos más de lo que podemos expresar en palabras. Ahí tienes una de las pocas oportunidades para la que la lengua humana realmente vale la pena. Bessie, ocúpate de aquel pequeño asunto que ya hemos discutido. También, por favor, te pido que digas “basta” más seguido entre las actuaciones cuando estás de gira; entre otras razones que no tengo derecho a discutir libremente ahora, porque cuando no descansas y estás harta es cuando piensas más seriamente en dejar de actuar definitivamente. Te ruego que no te apresures. Te ruego que martilles el hierro, tal y como hablamos anteriormente, cuando esté al rojo vivo. De otra manera, si abandonas una carrera notable a la temprana edad de 28 años, no importa cuántos ilustres años lleves en ella, estarás jugando con el destino a destiempo. Cuando se espera el momento justo, el destino puede soportar grandes desafíos, pero a destiempo, desafortunadamente los errores son comunes y costosos. ¿Recuerdas nuestra sobria e íntima conversación el día que trajeron el precioso horno nuevo? Se trataba de
lo siguiente: excepto cuando estás en el escenario u ocupada con algo complicado, durante las horas restantes por favor trata de respirar solamente por la narina izquierda exclusivamente, para volver lentamente, en otros momentos a la narina derecha. Para que la respiración comience en la narina adecuada, te recuerdo, a modo de repaso, que se debe colocar cálidamente el puño en la axila opuesta, presionando levemente, o simplemente debes recostarte unos minutos sobre el flanco contrario a la narina deseada. Te aseguro nuevamente, que no hay regla que diga que esto no pueda hacerse con franco disgusto, pero trata, cuando el disgusto crezca, de sacarte mentalmente el sombrero ante Dios, en honor de las magníficas complicaciones del cuerpo humano. ¿Es tan difícil ofrecer un saludo breve y afectivo a este artista insondable? ¿No es altamente tentador sacarse el sombrero ante alguien que es al mismo tiempo libre de actuar de manera misteriosa y en otras, sin ningún misterio? ¡Oh, mi Dios, es todo un Dios el que tenemos! Como te dije cuando estabamos disfrutando por primera vez los placeres del nuevo equipamiento de nuestra cocina, este asunto de las narinas puede abandonarse en un instante, en el exacto momento que uno deja completamente en las manos de Dios la respiración, la vista, el oído y el resto de funciones enloquecedoras; sin embargo, somos meramente seres humanos, condenadamente remisos a este tipo de confianza en las tranquilas horas y situaciones cotidianas. Para compensar esta omisión, tan conmovedora como falsa, para confiar en Dios completamente, debemos caer en los vergonzosos mecanismos sensibles con que contamos; sin embargo, no son nuestros, lo que es otro costado gracioso y maravilloso del asunto: ¡los vergonzosos mecanismos sensibles son también de Él! Esta es sencillamente mi opinión personal acerca de este asunto, pero está lejos de ser impulsiva. Si el resto de mi carta les parece un poco brusca e impersonal, por favor perdónenme, voy a dedicar lo que queda de ella a la economía de palabras y fraseología, que es el punto más flojo de mi construcción escrita. Si les sueno algo frío y brusco, recuerden que es sólo un ejercicio y que no soy frío y brusco cuando mis padres y hermanos están involucrados; ¡por el contrario! Para evitar que se me olvide, antes de terminar esta carta, prácticamente te ruego de rodillas, Bessie, que cantes con tu propia voz abandonada cuando hagas “Bambalina” con Les. Te ruego que no tomes el camino seguro de costumbre y suenes como si estuvieras sentada en una maldita hamaca en el medio del escenario, bajo una sombrilla encantadora: esto le sienta bien y parece natural en alguien como Julia Sanderson, una artista agradable, por cierto, ¡pero tú eres una persona tempestuosa y perturbadora, con profundos arranques de encantadora rudeza y atractiva pasión! Les, si estás de nuevo en el ruedo, también tengo algo que pedirte. Por favor, esfuérzate mucho en hacer lo que te pedí la próxima vez que grabes un disco. ¡Cualquier palabra o nota sostenida que rimen libremente con “mi”, “rubí” o “ti” son muy peligrosas y ladinas en estas circunstancias! ¡Arenas movedizas en los alrededores! Excepto cuando estás cantando en público o enzarzado en una acalorada o enfadada discusión familiar, tu acento, te lo aseguro, es indetectable para cualquiera que no sea yo mismo o Buddy o Boo Boo u otra persona bajo el hechizo de poseer oídos pródigos. Te pido que no malinterpretes estas líneas. Personalmente, le tengo a tu acento un cariño sin remedio, es absolutamente conmovedor. Sin embargo, la cuestión es cómo suena tu acento a la miríada de personas con oídos que no tiene tiempo ni inclinaciones a escucharte sin prejuicios, el público en general encuentran el acento francés, irlandés, escocés, sureño, sueco, yiddish y muchos otros, confortablemente curiosos y agradables en sí mismos, pero un franco e indisimulado acento australiano no parece propenso a generar una recepción cálida: es prácticamente a prueba de resultar agradable o divertido en sí mismo. Ese es el triste estado de las cosas, por culpa de la estupidez y esnobismo generales, ¡pero debes
enfrentarlo cuando grabas! Si puedes lograrlo sin que te haga infeliz o te presione en exceso, o que te provoque un sentimiento de que estás despreciando u ofendiendo al pueblo australiano de tu infancia, por favor, deja a tu acento fuera de las grabaciones, aún a pesar de que nosotros, tus parientes, lo disfrutamos enormemente! ¿Estás furioso conmigo? Por favor no te enojes. El único interés egoísta en mi corazón, respecto a este asunto tan grave, es tu profundo y tortuoso deseo de al fin lograr un gran éxito. Con las disculpas del caso, graciosamente salgo de este presuntuoso tema: te quiero, viejo. Los siguientes mensajes rápidos son para los mellizos y Boo Boo. Por favor pídanle a Boo Boo que los lea por sí misma, sin ninguna ayuda de sus padres, lo cual es perfectamente capaz de hacer. ¡Esa maravillosa niña de ojos negros puede hacerlo si lo intenta! Boo Boo, ¡practica tu escritura de palabras completas! ¡No me interesa el alfabeto por sí mismo! ¡No caigas de nuevo en las excusas convencionales! ¡No te refugies otra vez y astutamente en tu tierna edad, te lo ruego! No nos eches en cara de nuevo que ni a Martine Brady o Lotta Davilla o a cualquier niño de cuatro años que conozcas, le piden que lea y escriba con relativa fluidez. No soy el caprichoso hermano de ellos, soy tu hermano caprichoso. En muchas ocasiones he dado mi palabra de honor de que eres, por naturaleza, una lectora exhaustiva, igual que Buddy y yo mismo; ¡si no lo fueras, con gusto arrojaría mi capricho al viento con alegría! Para un lector exhaustivo, es muy recomendable que empiece tempranamente con la lapicera y el ojo. ¡Como recompensa inmediata, piensa en el placer indecible que le proporcionarías a tu increíble hermano y a mí mismo con una postal ocasional! ¡Si supieras cuánto admiramos y disfrutamos tu letra manuscrita y tu inigualable elección de las palabras! Sólo tienes que escribir dos o tres palabras en tu forma particular en una postal y correr al lobby o dársela a un empleado de tu elección. También, mi querida, inolvidable Srta. Beatrice Glass, por favor trabaja más duro en tus modales y etiqueta en privado y en público. Me importa mucho menos como te comportas en público que cómo lo haces cuando estás absolutamente sola en una habitación solitaria; ¡cuando accidentalmente mires profundamente en un espejo abandonado, deja que se refleje una niña con tacto sorprendente y brillantes ojos negros! Walt, hemos recibido tu mensaje a través de Bessie. Nos sentimos encantados de recibirlo, aunque es una tontería desde el vamos. Todos somos demasiado malditamente proclives a refugiarnos en nuestra tierna edad. Tener tres años no es una maldita excusa valida para no hacer las cosas sencillas que discutimos en el taxi rumbo a la estación de tren; me río burlonamente de los años, los asuntos triviales y las costumbres corrientemente relacionadas con tener la tierna edad de tres años. ¡En realidad, tú mismo eres tal vez más capaz de una risa burlona y saludable acerca de esas creencias prejuiciosas que nadie que conozca! Si, como dices, está tan “horriblemente caluroso” para practicar, por lo menos usa tus zapatos de baile constantemente, durante las comidas, en tus pies bajo la mesa, o cuando vagas por la habitación o el lobby de el hotel en el que estés parando; de todas maneras ¡déjatelos puestos en tus sorprendentes pies mágicos por lo menos dos horas por día! ¡Waker, el mismo pedido, absolutamente malvado y tiránico, se aplica a hacer malabarismos con este calor! Si está demasiado caluroso para hacer malabarismos, por lo menos lleva contigo algunos de tus malabares preferidos, aquellos de tamaño razonable, en tus bolsillos durante el bochornoso día. Sé que Buddy estaría de acuerdo conmigo si ustedes, muchachos incomparables, decidieran, de un día para otro, abandonar por completo las carreras que han elegido. ¡Sin embargo, al no haber tomado todavía esa decisión, y hasta que lo hagan, es terriblemente necesario que no se separen de la profesión que han elegido por más de dos o dos horas y media seguidas! Vuestros
zapatos de baile y malabares deben ser tratados como queridos amantes irracionales que no pueden soportar ninguna separación de vuestras personas que duren más de 24 horas. Vuestro espléndido hermano y yo, como Dios sabe, hacemos lo propio estando en este lugar, a pesar de los incontables obstáculos y vergüenzas. Si lo anterior parece presumido de mi parte, que Dios tenga la simple y rudimentaria cortesía de castigarme de la manera más severa, pero les aseguro que no es la intención; simplemente les estoy diciendo que cualquiera de ustedes dos pueden hacer las mismas cosas que hacen sus hermanos mayores: nuestra propia inestabilidad, les aseguro, es igual a la de cualquier otra persona de este mundo. Boo Boo, estoy más que disgustado conmigo mismo por haber escrito una sola cosa dirigida a ti y que esa cosa sonara desfavorable y bastante desagradable. La verdad parcial es así: tus modales y etiqueta se están volviendo mejores cada día. Si insisto vehementemente en una o dos discrepancias, es porque tu adoras las cosas agradables y como salidas del Ritz y siempre prefieres que Bessie o yo, te leamos libros de niños y adultos de buena posición, aristocráticos y amables, usualmente ingleses que muestran excelentes modales, buen gusto en el vestir y en la decoración, así como inexpugnables características de clase alta en cualquier aspecto visible. ¡Oh, mi Dios, eres una niña graciosa y divertida! ¡Tomas los corazones de tus hermanos por asalto! ¡Estás entre el precioso puñado de personas que he conocido aquí y allá que probablemente tenga el permiso absoluto de Dios de no tener que reflexionar nada! Esa es una bendición encantadora y magnífica, y no tengo intenciones de criticarla, pero a la vez resulta que soy tu hermano; no tengo más remedio que asegurarte que si creces y sos consciente de que tus excelentes modales públicos que parecen salidos del Ritz son meramente superficiales, librándote de ellos para comportarte como un sucio cerdo cuando estás sola en una habitación, sin que nadie te mire salvo tú misma, no te sentirás contenta y ello te corroerá sutilmente. ¡Ya no tiranizaré a nadie más! ¡Adiós a todos en este interludio! ¡Les enviamos nuestros corazones desnudos! Para mi alivio y consiguiente diversión, tengo otro block de papel que no sabía que tenía y me di cuenta, al mismo tiempo, que el reloj de Griffith Hammersmith, que Buddy amablemente le pidió prestado para mí, no tiene cuerda y está midiendo el tiempo de ayer o del bochornoso anteayer. Al igual que ustedes, les aseguro que mi mano y mi dedo comienzan a rebelarse contra el largo de esta carta, que comencé un poco después del alba y que, para mi deleite, he interrumpido solamente para comer una o dos veces. Mi Dios, ¡adoro un buen rato de ocio! Cosa bastante rara, como van las cosas. Les, aprovecho esta oportunidad, antes de que el maldito clarín suene para cenar y reine la confusión, de hacerte un último pedido en nombre de tus dos hijos mayores. Si mi construcción escrita de lo que sigue da la impresión de ser seca, poco elocuente y demasiado fría o escalofriante, por favor considera que ya he abusado de vuestro tiempo y ahora me contengo para ahorrarte más desgaste nervioso. El detalle de vuestro tour, mi viejo, no se ha separado de mi ridículo cuerpo desde que me lo confiaste. En este mismo momento, lo estoy colocando sobre el cubrecama, ante mis ojos, para examinarlo cuidadosamente. El 19 de este mes, tú y la intoxicante Sra. Glass —demonio del lecho de brasas y brindis de mil continentes, para ser justos con ese precioso demonio— estarán yéndose del Teatro Cort, que florezca eternamente, y saldrán rumbo a Nueva York para cumplir un compromiso en el Albee, como aquí dice, de Brooklyn. Quisiera Dios que nosotros, tu hijo Buddy y yo, estuviéramos con ustedes y que otros dos desconocidos tuvieran esta oportunidad de mantenerse fuera de las calles y del calor sofocante de los trenes, habitaciones de hotel y otros apiñados
alojamientos todo el verano. Este es mi pedido sin más comentarios jocosos. Cuando estén confortablemente afincados en Manhattan, por favor pasen por la biblioteca, por el ala anexa de costumbre y mándenle nuestros saludos así como nuestro amor a la incomparable Srta. Overman. Cuando puedan pídanle que se ponga en contacto de nuestra parte con el Sr. Wilfred G. L. Fraser, del Consejo de la biblioteca, así podremos acceder a su amable, espontáneo y posiblemente intempestivo ofrecimiento de enviarnos cualquier material de lectura mientras estemos fuera. No me gusta nada pedirle a la Srta. Overman, una persona bastante ocupada, que se meta en este lío, pero ella tiene la dirección de verano del Sr. Fraser, quien no quiso dárnosla a nosotros antes de irnos, tal vez por cómicos motivos. Si pudiera evitar pedirle a la Srta. Overman que diera ese paso, lo haría gustoso, no me alegra en absoluto aprovecharme de su tiempo libre; en este mundo la amistad siempre está siendo corrompida por intereses personales y demás, lo que es un dilema harto vicioso, a pesar del costado cómico del asunto. De todas formas, tal vez ustedes puedan recordarle brevemente que el Sr. Fraser en persona nos ofreció este servicio fuera de lo común espontáneamente, dejándonos bastante asombrados, se los aseguro. Nos dijo que nos enviaría cualquier libro que pidiéramos personalmente o que le pediría a alguien que lo hiciera con su autorización si él estuviera fuera de la ciudad, asumiendo que algún amigo o pariente de confianza se encargaría de los gastos del envío. Para no seguir dándole largas a este asunto, a continuación les mando una lista en bruto de libros para que les sirva de guía a ustedes y a la Srta. Overman que agradeceríamos fueran enviados en esta dudosa dirección. El Sr. Fraser no nos dijo cuantos libros consentiría en enviarnos por lo que me he tomado mucha libertad en la cantidad. Por favor pídanle a la Srta. Overman que intervenga y reduzca el número, usando su sabia discreción. Resumiendo, es lo que sigue: Italiano interactivo, de R. J. Abraham. Él es una persona amable y rigurosa, nuestro buen amigo de los viejos tiempos de Español. Cualquier libro intolerante o tolerante sobre Dios o sencillamente religión, escrito por personas cuyos apellidos comiencen con cualquier letra después de la H. Para estar seguros incluyan la H misma, aunque me parece que ya la he agotado. Cualquier magnífica, muy buena, meramente interesante o lamentablemente mediocre, poesía que no sea ya demasiado familiar y admirada por nosotros, sin importar la nacionalidad del poeta. Hay una buena lista de poemas muy leídos en mi escritorio en Nueva York, incorrectamente titulada “equipamiento deportivo”, a menos que finalmente se hayan desecho del apartamento y hayan puesto todo en depósito a último momento; han olvidado mencionarlo en vuestra correspondencia y yo olvidé preguntarles en el entusiasmo de la deliciosa llamada telefónica desde LaSalle. Nuevamente, las obras completas del Conde León Tolstoy. Esto no será una molestia para el Sr. Fraser, lo será para la cordial hermana de la Srta. Overman, ella misma una hermosa solterona muy segura de sí, a quien la Srta. Overman se refiere conmovedoramente como su “hermanita”, a pesar de que ha dejado atrás hace muchos años los rubores de la juventud. Ella —la Srta. Overman menor— posee las obras completas del Conde y tal vez consienta en prestárnoslo nuevamente, ya que sabe que cuidamos apasionada y adecuadamente los libros que nos confían los amigos. Por favor, hagan hincapié, tratando de no herir los sentimientos de estas damas sensibles, que no nos envíen nuevamente “Resurrección” o “La Sonata Kreutzer” ni tampoco “Los Cosacos”, ya que una relectura insensible de estas obras maestras no es necesaria ni deseable. No se lo digan, ya que no es del todo adecuado, pero particularmente queremos reencontrarnos con Stefan y Dolly Oblonsky, quienes capturaron nuestros corazones, humanidad y atención cuando los conocimos. Ellos son los personajes, marido y mujer, de “Anna Karenina” absolutamente magníficos. Por supuesto que el
joven y sensato héroe del libro es también completamente absorbente, así como su querida y futura esposa, una niña adorable a fin de cuentas. Sin embargo, son muy inexperientes y estando aquí necesitamos mucho más la compañía de un pícaro encantador, de sincera bondad en sus tripas y corazón. La plegaria Gayatri, de autor anónimo, preferentemente con la versión original junto a la traducción al inglés; que es absolutamente hermosa, sublime y refrescante. A propósito, quiero referirme ahora a un asunto importante para Boo Boo, no vaya a olvidarme luego de mencionarlo. ¡Boo Boo, niña maravillosa! ¡Te pido que deseches por completo la plegaria temporal que me pediste que te diera para antes de acostarte! Si te parece bien, sustitúyela por esta otra, que elimina el problema de tus objeciones en torno a la palabra “Dios”. No hay una ley absoluta que diga que tienes que usar la palabra si te causa problemas. Ensaya con ésta, que es así: “Soy una niña a punto de irme a dormir, como todas las noches. La palabra ‘Dios’ es un problema, debido a que la misma es usada y respetada, tal vez con fe suprema, por dos niñas amigas mías, las jóvenes Lotta Davilla y Marjorie Herberg, a quienes considero considerablemente crueles, así como mentirosas desde el vamos. Le hablo al concepto sin nombre, preferentemente sin forma o atributos ridículos, que siempre ha sido lo suficientemente amable y encantador como para guiar mi destino tanto entre como durante el espléndido y conmovedor uso de cuerpos humanos. Querido concepto, dame instrucciones buenas y razonables para mañana, mientras estoy durmiendo. No es necesario que yo sepa cuales son esas instrucciones, ni el desarrollo o la comprensión de las mismas, pero estaré agradecida de llevarlas conmigo de alguna manera. Asumiré, temporalmente, que esas instrucciones se revelarán potentes, efectivas, alentadoras y bastante intensas, dado que dejo mi mente tranquila y bastante vacía, tal como sugirió mi presuntuoso hermano mayor”. Para terminar di “Amén” o simplemente “Buenas noches”, como prefieras o te parezca adecuado si es sincero y espontáneo. Eso es lo único que se me ocurrió en el tren, pero lo reservé para enviártelo en cuanto pudiera. Sin embargo, ¡úsalo solamente si no te parece de mal gusto! ¡Modifícalo tan libre y fervorosamente como quieras! Si es de mal gusto o vergonzante, deséchalo sin una pizca de arrepentimiento y espera a que vuelva a casa y pueda libremente reconsiderar el asunto. ¡No creas que soy infalible! ¡Soy completamente falible! La lista para el Sr. Fraser continúa ahora al azar: Don Quijote, de Cervantes, de nuevo ambos tomos si no es mucho problema. Ese hombre es un genio más allá de cualquier comparación fácil o barata. Espero que la Srta. Overman nos envíe esto personalmente y no el Sr. Fraser, ya que me temo que es bastante incapaz de prestarnos una obra maestra sin agregar un comentario personal y su enloquecedora y condescendiente evaluación. Como homenaje a Cervantes preferiría recibir su obra por correo sin ningún comentario inútil y demás basuras innecesarias. Raja-Yoga y Bhakti-Yoga, dos libros conmovedores, pequeños y prácticos, perfectos para el bolsillo de cualquier inquieto muchacho normal de nuestra edad, escritos por Vivekananada de la India. Él es uno de los más originales, emocionantes y plenos entre los gigantes de este siglo con que me he topado; mi simpatía personal hacia él nunca dejará de crecer ni terminará mientras viva, se los aseguro. Habría dado sin dudarlo diez o más años de mi vida por estrechar su mano o por lo menos decirle un rápido y respetuoso "hola" en alguna populosa calle de Calcuta o cualquier otro lugar. Él estaba completamente familiarizado con las luces que les mencioné anteriormente y mucho más de lo que yo lo estoy. Espero que él no me hubiera considerado una persona demasiado elocuente y sensual. Esta idea endemoniada me persigue a menudo cuando ese nombre inmenso pasa por mi mente; una experiencia muy enigmática y triste; y desearía que hubiese una mejor base de entendimiento entre las personas sensuales y no
sensuales de este universo. No tengo estómago para las diferencias de ese tipo, personalmente no puedo soportarlas, lo cual es otra señal inequívoca de inestabilidad. Para una primera lectura o relectura, les pido las ediciones más pequeñas posibles de los siguientes escritores de genio o mero talento: Charles Dickens, ya sea sus benditas obras completas o en cualquier formato o apariencia. Mi Dios ¡yo te saludo, Charles Dickens! George Eliot; sin embargo, no todo lo de ella. Por favor déjenlo a criterio de la Srta. Overman o el Sr. Fraser. Como, pensándolo bien, la Srta. Eliot no es muy estimada por mi corazón o mi mente, dejar esta decisión en las manos de la Srta. Overman o el Sr. Fraser me da la oportunidad, que tanto necesito, de ser cortés y respetuoso, como corresponde a mi ridícula edad, sin tener que pagar un alto precio por ello. Este pensamiento es bastante desagradable y bordea el cálculo, pero no puedo evitarlo. Me avergüenzo de él, pero estoy muy preocupado respecto a mi actitud inhumana hacia los consejos poco confiables. Estoy esforzándome por encontrar un curso de acción para un asunto de esta índole que sea a la vez humano y aceptable. William Makepeace Thackeray, pero no todo. Por favor pídanle a la Srta. Overman que deje que el Sr. Fraser se ocupe de esto personalmente. No hay peligro, salvo por los dos libros de él que ya he leído. Como en el caso de la Srta. Eliot, él es excelente, pero me temo que no puedo sacarme el sombrero ante él en rendida gratitud, por lo que ésta es otra asquerosa buena oportunidad, de caer en el gusto personal del Sr. Fraser. ¡Me doy cuenta que en estos momentos estoy expresando mis horribles debilidades y cálculos enfrente de mis queridos padres y hermanos menores, pero mis manos están atadas. ¡Tampoco tengo ningún derecho excusable de mostrarme como una persona o joven más fuerte de lo que soy en realidad, es decir, un joven que no es condenadamente fuerte, de acuerdo a cualquier parámetro humano! Jane Austen, ya sea íntegramente o en cualquier modo o forma, salvo “Orgullo y Prejuicio”, que ya lo tengo en mi poder. No voy a perturbar el genio incomparable de esta muchacha con afirmaciones dudosas; ya he herido los sentimientos de la Srta. Overman de manera inexcusable negándome a hacer comentarios sobre esta chica, pero ni siquiera tengo la pizca de decencia de lamentarlo siquiera un poco. Estando en un apuro, me gustaría encontrarme con alguien en Rosings, pero no puedo entrar a discutir sobre el genio de esta mujer, tan magnífico y personal para mí. He hecho algunos esfuerzos débiles, humanos, pero en manera alguna meritorios. John Bunyan. Si me estoy poniendo demasiado conciso y seco, por favor discúlpenme, pero sucede que corro hacia una abrupta finalización de esta carta. Francamente no le he dado a este hombre una justa oportunidad cuando yo era más joven, por considerarlo un ser incapaz de otorgarle el beneficio de la tortuosa duda a unas pocas debilidades humanas, como la pereza, la codicia y muchas otras. ¡Yo, personalmente, he conocido docenas y docenas de espléndidos y conmovedores seres humanos en esta vida, que disfrutan enormemente de la pereza y sin embargo son seres a los que uno puede recurrir cuando se los necesita, y que son una compañía excelente y beneficiosa para los niños, tal como el perezosísimo y delicioso Herb Cowley, quien fuera despedido de un mediocre trabajo teatral a otro! ¿Le ha fallado alguna vez el perezoso de Herb Cowley a sus amigos cuando lo necesitaron? ¿No son su alegría y sentido del humor un apoyo sutil a los extraños que están de paso? ¿Cree John Bunyan que Dios tiene algún prejuicio enloquecido en tomar estas cosas con tranquila consideración el día del Juicio Final, las cuales, en mi opinión son bastante comunes entre los hombres? En mi relectura de John Bunyan, espero otorgar a su genio natural y conmovedor un mayor reconocimiento y admiración, pero su actitud general me temo sea una molestia permanente. Él es demasiado áspero para mi gusto. Ahí es cuando una
buena releída privada de la conmovedora, espléndida Sagrada Biblia, viene muy bien, preservando libremente nuestra sanidad en un día lluvioso con el incomparable Jesucristo sugiriendo libremente lo que sigue: “Sean entonces perfectos, del mismo modo que vuestro Padre en el Cielo es perfecto”. Está en lo cierto; no encuentro nada de irrazonable aquí, todo lo contrario; sin embargo, John Bunyan, un guerrero cristiano bautizado, no tengan dudas, parece pensar que el noble Jesucristo dijo lo siguiente: “Sean entonces inmaculados, del mismo modo que vuestro Padre en el Cielo es inmaculado”. ¡Mi Dios, esto es la inexactitud encarnada! ¿Alguien dijo algo sobre ser inmaculado? ¡“Perfección” es una palabra absolutamente diferente, dejada magníficamente en suspenso para el amable beneficio del ser humano a través de los años! Eso es lo que yo llamo la deriva emocionante, sensata. Mi Dios, ¡estoy completamente a favor de una pequeña deriva o la maldita danza se habrá terminado! Afortunadamente, mi primaria opinión basada en la dudosa información de un cerebro poco confiable, es que la deriva no es nunca condenable y que la misma nunca termina. Cuando irritantemente aparece, es cuestión simplemente de reunir de nuevo nuestras magníficas fuerzas y rever el asunto, si es necesario, con la sangre o la pena dolorosa e ignorante hasta el cuello, tomándonos mucho tiempo valioso para reconocer que aún la perfección de nuestro Dios magnífico permite una cantidad conmovedora de deriva irritante, como por ejemplo las hambrunas, las muertes prematuras de niños pequeños y de encantadoras mujeres y damas, de hombres valientes y tercos y muchos otros ejemplos de despropósitos shockeantes para la opinión del cerebro humano. Sin embargo, si sigo con este razonamiento, declinaré firmemente conceder a este inmortal autor, John Bunyan, una relectura decente este verano. Paso rápidamente al próximo autor de esta lista desordenada. Warwick Deeping: recomendado, sin mucha esperanza pero calurosamente, por alguien muy agradable que conocí casualmente en la biblioteca principal. A pesar de que las consecuencias son por lo general desastrosas, estoy absoluta y tal vez permanentemente en contra de ignorar libros recomendados sinceramente por personas muy agradables y extraños; es muy riesgoso e inhumano y las consecuencias son muchas veces dolorosas de una manera bastante encantadora. Otra vez las hermanas Brönte, ¡esas bellísimas muchachas! Por favor, recuerden que Buddy iba por la mitad de “Villette”, un libro delicadamente conmovedor, cuando nos acercábamos al momento de tener que zarpar rumbo al campamento y como ustedes bien saben, este celoso lector no soporta ninguna interrupción que no sea absolutamente inevitable. Debemos recordar también que su sensualidad se está despertando a una edad muy temprana, y por momentos uno siente una pérdida humana al no extender carnalmente una mano a estas muchachas condenadas. En el pasado, personalmente nunca extendí una mano a Charlotte en un asunto carnal, sin embargo, en retrospectiva, sus atractivos son una maldita sorpresa. Materia Medica China, de Porter Smith; hete aquí un libro antiguo, casi fuera de circulación, posiblemente enojoso y sin fundamento. Sin embargo, me gustaría echarle un vistazo y, si vale la pena, dárselo a vuestro magnífico hijo Buddy como una pequeña sorpresa. No tienen idea de cuanto conocimiento dormido, sobre hierbas y la espléndida flora trae este muchacho consigo de vidas anteriores, principalmente en sus dedos espatulados. ¡A menos que interfiera con el trabajo de su vida, estos conocimientos dormidos no deben irse por el desagüe! ¡Yo, que soy dos años mayor que él soy su aplicado e ignorante alumno en esta materia! Aparte de las deliciosas comidas que nos ha brindado a Griffith Hammersmith y a mí mismo, Buddy es absolutamente incapaz de tomar una inocente flor sin examinar y oler sus raíces, de mojarla con un poco de saliva para sacarle la tierra; ¡ellas llaman a este muchacho, esperando ser oídas por sus
espléndidas orejas! Desafortunadamente, la insignificante cantidad de libros sobre este tema, usualmente ingleses, están sembrados de inexactitudes, rampante tontería y deplorable superstición, siendo su marca distintiva la más gruesa exageración. Seamos nosotros, su amorosa familia, quienes volvamos con algo de esperanza y alegría a los maravillosos chinos, quienes comparten con los nobles hindúes una mente amplia y abierta sobre los asuntos del cuerpo, la respiración humana y las asombrosas diferencias entre la parte izquierda y derecha del cuerpo. Que el autor, Porter Smith, se haya dado de cuerpo y alma a este tema ilimitado nos da una refrescante esperanza de que no sea un pretencioso aficionado más en busca de hacerse un lugar en dicho campo ¡no me dejen castigar a este hombre sin darle una decente oportunidad! Por favor envíennos los siguientes autores franceses, en cantidades convenientes y adecuadas al uso y abuso de la vida de campamento, ya sea para practicar o por puro placer, dependiendo del magnetismo individual de los autores en cuestión. Envíennos por favor, en gran cantidad, libros de Victor Hugo, Gustave Flaubert, Honore de Balzac o más simplemente Honore Balzac, ya que éste ha agregado a su apellido el aristocrático “de” como un conmovedor toque humorístico relativamente ilegal. ¡En este mundo, la cómica lujuria por ser aristócrata es infinita! Pensándolo mejor, en un último análisis no tiene nada de gracioso. Algún día tranquilo de lluvia, cuando tengan ganas, examinen en detalle cualquier revolución efectiva desde el comienzo de la historia: profundamente, en el corazón de cada reformador importante, si no encuentran envidia personal, celos y hambre por ser aristócrata en un disfraz nuevo e inteligente, junto con un deseo de tener más comida y ser menos pobre, con gusto responderé ante Dios por mi cínica actitud. Desafortunadamente, no veo ningún remedio a este problema en lo inmediato. En pequeñas cantidades y también en francés para practicar y por simple placer, nos gustaría recibir alguna selección de las obras de Guy de Maupassant, Anatole France, Martin Leppert, Eugene Sue. Por favor díganle a la Srta. Overman que le pida al Sr. Fraser que no incluya ninguna biografía de Guy de Maupassant por error o a propósito, particularmente aquellas de Elise Suchard, Robert Kurz, y Leonard Beland Walker, las que ya leí con indecible dolor y pena y no quiero que Buddy las lea con dolor y pena a una edad tan tierna. Como sensualistas de primera línea, me temo que necesitamos cada señal clara de alerta que podamos obtener acerca del tema de la sensualidad, pero ni su hijo Buddy ni yo tenemos la más mínima intención de morir por el falo o la espada e intentamos de corazón ir a las raíces del tema de la sensualidad, les doy mi palabra de honor. Sin embargo, declino absolutamente aceptar a Guy de Maupassant como un buen ejemplo del abuso de la sensualidad, a pesar de que sea muy tentador. Si no abusó de su miembro viril, debe haber abusado de algún otra cosa. ¡No confío en usted, monsieur de Maupassant! ¡No confío en usted ni en cualquier otro autor monumental que tenga éxito, un día sí y un día no, a través de la baja ironía! ¡Mi inexcusable malquerencia la extiendo a usted también, Anatole France, gran ironista! ¡Mi hermano y yo, al igual que una miríada de lectores humanos, nos apersonamos con convicción y les damos una bofetada! ¡Si eso es lo mejor que pueden hacer, tengan la cortesía rudimentaria de suicidarse o quemar amablemente vuestras lapiceras! Por favor disculpen lo anterior, ese deplorable exabrupto inexcusable. Ninguna disculpa es medianamente aceptable, pero mi actitud hacia la ironía universal y las bofetadas en el rostro, reconozco que es dura. Trato de cambiar, se los aseguro, pero no hago ningún progreso. Pasemos a un tema menos desesperanzador y retornemos a la lista. Por favor, pídanle a la Srta. Overman que nos envíe Marcel Proust, para terminar con los franceses, completo. Buddy no ha tenido todavía el sobresalto de conocer a este incomodo genio devastador de la época moderna, pero ya está a punto de estar listo,
dejando de lado su tierna edad. Lo he preparado un poco, en las entrañas de la biblioteca principal, con varios pasajes magníficos como el que sigue, de la tantalizadora “À l‘Ombre des Jeunes Filles en Fleurs”, que ese notable lector ha preferido aprender de memoria y que dice: “on ne trouve jamais aussi hauts qu'on avait espérés une cathédrale, une vague dans la tempête, le bond d'un danseur.”7 ¡En un santiamén, el muchacho tradujo cada palabra a la perfección, exceptuando “vague”, que más bien significa “ola”, y quedó cautivado por su belleza! Si es lo suficientemente maduro para cautivarse por la belleza de este incomparable genio decadente, debe estar también preparado para tolerar la perversión rampante y la homosexualidad: algo de esto sucede en este lugar, dicho sea de paso, particularmente entre los de Intermedio. No veo ninguna razón para afrontar estos asuntos con falsos guantes de seda. Sin embargo, les pido por favor que de ninguna manera le den la impresión al Sr. Fraser que le estoy dando a Buddy libros de Proust ¡Sería muy peligroso! Considerando lo joven que es Buddy, no sería extraño que el Sr. Fraser usara cosas como ésta para divertir o sorprender a sus amigos en conversaciones casuales, teniendo como tiene una pasión bastante violenta por ser el centro de interés cuando se trata de conversar. Si esto sucede, sería muy malo para nosotros, minando nuestro entrenamiento confidencial en comportarnos como muchachos comunes e inofensivos cuando estamos en lugares públicos algo peligrosos y despiadados. A pesar de ser amable, dispuesto y muy educado, el Sr. Fraser es un bocón, no tengan dudas. La vanidad tiene algo que ver en esto mientras que la falta de individualidad en la juventud tiene mucho más incidencia. Este hombre razonable y muy educado no tiene escrúpulos en usar a un niño independiente como tema de conversación y es un hecho triste y muy frecuente que buenas personas que no han hecho lo suficiente para forjar sus propios destinos e incesantes responsabilidades en esta vida se contenten con ocupaciones parásitas, alimentándose hasta la médula de las vidas de otra gente. El Sr. Fraser, que es frecuentemente una persona encantadora, tiene toda mi simpatía, pero me niego rotundamente a que use a mi hermano menor, así como a cualquier otro genio secreto de corta edad, como huésped de su parasitismo. ¡Porquerías como ésas sólo pueden provocar infinitos daños! ¡A toda costa, mientras sea humanamente posible, dejemos que este muchachito mantenga sus preciosas capacidades en el divino estado humano del anonimato! La lista continúa al azar. Las obras completas de Sir Arthur Conan Doyle, con la excepción de aquellos libros que no tengan relación con Sherlock Holmes, como “La Compañía Blanca”. ¡Oh, estoy seguro que sus mentes se divertirán con este pensamiento cuando les cuente lo que me pasó recientemente con relación a esto! Me encontraba nadando tranquilamente en el lago durante el Periodo Acuático, casi sin pensar en nada, simplemente recordando con simpatía la agradable pasión de la Srta. Constable, de la librería principal, por la obra del gran Goethe. ¡En ese apacible momento, un pensamiento brotó en mi mente que me hizo arquear las cejas sin piedad! ¡Tuve la indiscutible y repentina certeza de que amo a Sir Arthur Conan Doyle, pero no amo al gran Goethe! ¡Mientras me deslizaba perezosamente por el agua, se volvió absolutamente cristalino que es muy discutible que se pueda demostrar siquiera que el gran Goethe agrade a mi corazón, mientras que mi amor por Sir Arthur Conan Doyle, por intermedio de sus contribuciones, es una certeza absoluta! Creo que nunca he tenido un incidente tan revelador estando dentro del agua. Debo decir que nunca estaré más cerca de ahogarme en franca gratitud por una porción de verdad que pasase ante mí. ¡Piensen por un momento lo que esto significa! Significa 7
una catedral, una ola en una tempestad, el salto de un bailarin, nunca son tan altos como se había esperado. (N. de M. Z.)
que ningún hombre, mujer o niño de más de, digamos, veintiún o treinta años, debe hacer nada extremadamente importante o crucial para su vida sin consultar la lista de personas en el mundo, vivas o muertas, que ama. ¡Recuerden, se los imploro, que no se tiene derecho a incluir en esa lista a nadie que meramente se admire! Si la persona o las contribuciones de esa persona no han provocado su amor e inexplicable alegría o calidez eterna, esa persona debe ser cruelmente excluida de la lista! Ya habrá otra lista para esa persona, pero esta lista que tengo en mente es exclusivamente para el amor. ¡Mi Dios, puede ser la mejor y más terrible prevención personal contra los engaños y mentiras tanto a nosotros mismos como a nuestros amigos y parientes en conversaciones casuales o enardecidas! He hecho varias de esas listas en mi tiempo libre, para consultar en privado, que incluyen a varios tipos de personas. A modo de ejemplo bastante revelador de adonde puede conducir esto y que creo que ustedes disfrutarán enormemente... ¿quién dirían ustedes es el único cantante cuya voz, ya sea reproducida en un disco de Victrola o en persona, está incluida en esa lista? ¿Enrico Caruso? Me temo que no. Excluyendo a los miembros de la familia, cuyas voces — tengan la seguridad— siempre me encantaron, el único cantante que estoy preparado para decir que amo su voz cuando canta, sin miedo a mentir o engañarme a mí mismo, ¡es mi incomparable amigo el Sr. Bubbles, de Buck & Bubbles, simplemente cantando para sí mismo en el camerino junto al vuestro en Cleveland! ¡Esto no es por desacreditar a Enrico Caruso o Al Jolson, pero los hechos son hechos! ¡No puedo evitarlo! Si se hace una terrible lista de este tipo, no tienes más remedio que seguirla. Por mi parte les doy mi palabra de honor que cuando vuelva a Nueva York no dejaré mi habitación ni por un momento sin llevar encima unas muy reveladoras líneas de mis listas, salvo cuando se trate de un simple viaje al living o al baño. No sé adonde llevará todo esto, pero si no lleva a más mentiras en este mundo, ya es algo. Lo peor que puede pasar es que demuestre que soy un muchacho estúpido, sin un gusto impecable mirándolo bien, pero puede que no sea el caso, gracias a Dios. Siguiendo rápidamente adelante, por favor sean tan amables de enviar cualquier libro sólido sobre la Guerra Mundial, en su vergonzosa integridad, preferentemente que no hayan sido escritos por veteranos nostálgicos o dados a vanagloriarse, ni por periodistas corporativos de poca habilidad o consciencia. Apreciaría mucho cualquier libro que no contuviera excelentes fotografías. Cuanto más viejo se pone uno, más se inclina a dejarse atrapar por las excelentes fotografías. Por favor, envíenme los siguientes malos libros que he escogido, tal vez empacados juntos para que sea más conveniente y de modo que no contaminen ningún libro escrito por un autor o autora de genio, talento o destacable academicismo: “Alexander”, de Alfred Erdonna y “Orígenes y Especulaciones” de Theo Acton Baum. Sin esforzarse mucho ustedes mismos o presionar a mis buenos amigos de la biblioteca, por favor, hagan lo que puedan por mandárnoslos en el primer correo que les resulte conveniente. Esos libros son invalorablemente estúpidos pero quiero que Buddy los lea antes de entrar a la escuela el próximo año por primera vez en esta encarnación. ¡No desestimen enseguida a los libros estúpidos! Una de las mejores maneras, aunque muy enervante y tortuosa, de hacer que un muchacho joven y competente como Buddy evite cerrar los ojos a la estupidez y corrupción diaria de este mundo, es ofrecerle un excelente, estúpido y corrupto libro. Tal vez, en completo silencio, uno puede decirle, evitando la pena o la furia grosera en la voz, simplemente dándole dos libros invalorables en bandeja de plata: “Aquí tienes, muchacho, dos libros sutil y admirablemente carentes de emoción e inadvertidamente podridos desde la raíz. Ambos han sido escritos por académicos tan distinguidos como falsos, hombres de ambición personal condescendiente, tranquila y explotadora. He leído sus libros con lágrimas de vergüenza
e ira en los ojos. Y sin más palabras te doy estos dos modelos que nos envía Dios de la maldición intelectual y educativa que anda rampante y sin ningún talento penetrando a la humanidad” No le diría ni una sílaba más al joven en cuestión. Entiendo si piensan que lo anterior suena, una vez más, un poco duro. Sería tonto y cómico negarlo: es muy duro. Pero, por otra parte, ustedes pueden desconocer lo peligrosos que son esos hombres. Pongamos las cosas en claro, examinándolos brevemente y comenzando con Alfred Erdonna. Profesor de una importante universidad en Inglaterra, ha escrito esta biografía de Alejandro el Grande de manera muy liviana y digerible, a pesar del tamaño del libro, y con frecuentes referencias a su esposa, que también es una distinguida profesora de una importante universidad y a su encantador perro, Alejandro, así como a su viejo profesor, Prof. Heeder, que también vivió de Alejandro el Grande por varios años. Los dos vivieron muy bien a costillas de Alejandro el Grande, dedicándole su tiempo libre y si las ganancias monetarias no fueron grandes sí lo fue su fama y prestigio. ¡A pesar de ello, Alfred Erdonna trata a Alejandro el Grande como si fuera simplemente otro de sus encantadores perros! Personalmente no estoy obsesionado con Alejandro el Grande u otra persona incurablemente militante, pero ¡cómo se atreve Alfred Erdonna a finalizar su libro dejando la sutil e injusta impresión de que, mirándolo bien, él, Alfred Erdonna, es superior a Alejandro el Grande, simplemente porque él y su esposa y posiblemente su perro, están en la cómoda situación de explotar y subestimar a Alejandro el Grande! Ni siquiera está un poco agradecido con Alejandro el Grande por haber existido de modo que él, Alfred Erdonna, pudiera tener el privilegio de exprimirlo de manera perezosa y distinguida. Ni siquiera me tomo el trabajo de criticar a este falso personaje académico ya que por lo menos no le gustan los héroes y el heroísmo por principio, y hasta le dedica un capítulo a Alejandro y Napoléon como iguales, para demostrar el daño y el sangriento sinsentido que los héroes han arrojado sobre el mundo. La raíz del razonamiento me es muy simpática, siendo francos, pero hay dos cosas que son necesarias para escribir un capítulo tan atrevido como poco original. Seguramente vale la pena tomarse un momento para discutirlo: ¡les ruego sean pacientes y cariñosos conmigo hasta que esto termine! Hay una tercera cosa que es necesaria: 1. Se está en una posición más firme para que a uno no le gusten los héroes y el heroísmo si uno mismo está capacitado para hacer algo heroico. Si uno no está capacitado para hacer nada heroico, aun puedes afrontar la discusión honorablemente, pero con mucha cautela y siendo muy razonable, encendiendo deliberada y dolorosamente todas las luces de tu cuerpo y quizás redoblando tus fervientes plegarias a Dios para que no permita que te descamines baratamente. 2. Debes tener un modelo del cerebro humano a mano, para los razonamientos generales. ¡Si no tienes un modelo del cerebro humano a mano, una nuez pelada servirá muy bien! Pero es necesario que veas, con tus propios ojos, tratándose de lo que se trata, relacionándose con los héroes y el heroísmo, que el cerebro humano es un elemento encantador, amable y diseccionable, y sin una pizca de habilidad confiable para entender la historia humana en conjunto o qué rol temporario, heroico o no, debe uno desarrollar con todo el corazón y consciencia en un momento dado. 3. Él, Alfred Erdonna, reconoce gustosamente que el maestro personal de Alejandro el Grande cuando era pequeño era Aristóteles. ¡Ni una sola vez, a lo largo del libro, Alfred Erdonna pone en cuestión a Aristóteles por no enseñarle a Alejandro el Grande a evitar volverse Grande! No hay ninguna mención, en ningún libro que yo haya leído sobre este tan interesante asunto, que Aristóteles por lo menos le haya rogado a Alejandro que acepte el manto de grandeza accidental y rehúse, como si fuese un excremento, si me perdonan la expresión, cualquier otra grandeza ulterior.
Cerraré gustoso este maldito tema aquí. Mis nervios están un poco exasperados ahora, e incluso he usado el tiempo que iba a dedicar a la dudosa, fría, sin ningún talento y muy peligrosa pieza literaria de Theo Acton Baum. Sin embargo, repito, no estaré tranquilo si Buddy entra a la escuela y al largo y complicado camino de la educación formal sin haber digerido estos libros presumidos, peligrosos y totalmente banales. Siguiendo al trote, para decirlo cómicamente, por favor envíenme cualquier libro serio sobre cuerpos humanos que giran o rotan. Deben recordar —lo que me provocaría una gran alegría— que por lo menos tres de vuestros hijos, con total independencia uno del otro y sin habérselos enseñado, han desarrollado la delicada costumbre de girar su cuerpo a velocidades alarmantes y luego de tal experiencia lamentablemente ostentosa, la persona que realiza los giros puede, aunque no en todos los casos, arribar a una decisión o a una respuesta contundente a un problema, usualmente pequeño. Esta práctica, ciertamente, ha sido invalorable en más de una ocasión trivial en la biblioteca, siempre y cuando uno pueda encontrar un lugar resguardado de la vista. Hasta ahora he encontrado unas pocas personas diseminadas por el mundo que usan este sistema con éxito, incluso los conmovedores Shakers, hasta cierto punto. Incluso, hay un persistente rumor que San Francisco de Asís, una persona maravillosa, una vez le pidió a un monje que girara un poco cuando estaban en un importante cruce de caminos y dudaban en qué dirección tomar. Allí, sin lugar a dudas, está la influencia bizantina de los Trovadores, pero estoy lejos de convencerme que tal práctica estuviera confinada a un solo rincón de este mundo sorprendente. A pesar de que en breve voy a abandonar tal práctica por el resto de mi vida, pasando la responsabilidad a otro sector de mi mente, de hecho agradecería cualquier copiosa información en la materia, en vistas de que los otros hermanos podrían, por razones personales, preferir continuar con tal práctica bastante avanzados en la madurez, aunque lo dudo. Para continuar y piadosamente concluir esta lista, estaré más que agradecido en leer cualquier cosa en inglés escrita por los tolerables hermanos Cheng o cualquiera que sea pasablemente talentoso y conmovedoramente ambicioso y que haya tenido la dudosa suerte de escribir sobre materia religiosa en China después de los dos monumentales, incomparables genios de Lao-tse y Chuang-tse, por no mencionar a Guatama Buddha. Uno no necesita encarar a la Srta. Overman o al Sr. Fraser con guantes de seda en este asunto, ya que yo ya he roto el hielo al respecto en repetidas ocasiones, pero la delicadeza en el acercamiento sigue siendo altamente recomendable. Ni la Srta. Overman ni el Sr. Fraser han estado nunca ni lejanamente interesados por el asunto de Dios o el caos esencial del universo, por lo que es recomendable un acercamiento indiferente que disimule un poco mi interés en estos asuntos. Su preocupación, gracias a Dios, está lejos de ser mezquina o ajena al afecto, sino que el distinguido Edgar Semple le dijo al Sr. Fraser que yo tenía madera para ser un espléndido poeta americano, lo cual es bastante cierto, pensándolo bien. Tienen un poco de miedo, tanto individualmente como en conjunto, de que mi absoluta admiración por Dios, sin método ni forma, perturbe el delicioso desarrollo de mi poesía. Esto no es nada estúpido: siempre hay un leve, magnífico e inútil riesgo de que yo sea un rotundo fracaso de principio a fin, defraudando a todos mis amigos y seres queridos, una posibilidad espantosa que trae a mis ojos el fluido usual cada vez que trato el tema abiertamente. ¡Sería un don conmovedor, sin lugar a dudas, si uno supiera con exactitud, cada día de la propia espléndida encarnación en curso, donde reside nuestra misión vital, obvia y concreta! ¡Lamentablemente y para mi secreta delicia, mis visiones son absurdamente inútiles para ayudarme en este asunto! Aunque siempre existe la remota posibilidad que mi amado Dios sin forma me sorprenderá saliendo de la nada con una encantadora y útil orden, como: “Seymour Glass, haz esto”, o “Seymour Glass, mi joven y tonto hijo, haz
aquello”, no consigo tener fe en esa posibilidad. Esta es una tremenda exageración, es cierto. Estoy abierto a esa posibilidad cuando pondero libre y deliciosamente esas cuestiones, ¡pero también la aborrezco total y eternamente desde lo mas hondo de mi alma! Hablando vulgarmente, la mera posibilidad de recibir órdenes personales de Dios, tenga o no forma o venga adornado con una preciosa barba, ¡es una apestosa forma de favoritismo! El día que Dios señale a un ser humano por sobre los demás, y le dedique favores especiales, ¡ese día será el que deba abandonar su encantadora función para siempre y para bien! Esto suena muy duro, pero soy un joven emocional, francamente mortal, con muchas experiencias sobre sus espaldas respecto al favoritismo de los mortales y no puedo soportarlo. ¡Que Dios nos favorezca a todos con sus órdenes personales o a ninguno! Si tienes a bien leer esta carta, querido Dios, ¡ten la seguridad de que estoy hablando en serio! ¡No espolvorees ningún azúcar sobre mi destino! ¡No me favorezcas con órdenes personales y atajos magníficos! ¡No me pidas que me sume a ninguna organización de mortales de elite que no esté abierta a todos y a varios! ¡Recuerda que fervientemente me he sentido capaz de amar a tu impresionante, noble Hijo, Jesucristo, sobre la aceptable base de que no lo favoreciste en nada ni le diste carta blanca durante su encarnación! Dame un solo indicio de que le diste carta blanca y sin arrepentirme borraré su nombre de la breve lista de los seres humanos que respecto sin demasiada reserva, a pesar de sus muchos y variados milagros, que tal vez hayan sido necesarios en las circunstancias generales, pero que son un aspecto dudoso, en mi opinión, así como una piedra difícil de tragar para algunos ateos muy decentes y agradables, como Leon Sundheim y Mickey Waters, siendo el primero un ascensorista del Hotel Alamac y el último un encantador buscavidas desempleado. Tontas lágrimas corren por mi rostro, pero no hay alternativa posible. Es muy amable, Su Gracia, que me permitas permanecer absorto en mis dudosos métodos propios, como la absorción laboriosa a través del corazón y el cerebro humanos. ¡Mi Dios, eres difícil de entender, gracias a Dios! ¡Te amo más que nunca! ¡Mis dudosos servicios están eternamente a tu disposición! Estoy descansando un momento, queridos Les y Bessie y demás amadas víctimas del violento ataque de lo anteriormente escrito. Atravesando la cabaña vacía, la vista que me ofrece la ventana sobre la afortunada litera de Tom Lantern, es del sol de la tarde brillando de una manera conmovedora, en vistas de que mi cerebro no está meramente brillando de manera conmovedora. Con o sin una prueba definitiva, muchas veces es tonto no aceptar la alegría de que alguna vez brille. Concluiré la interrumpida lista de libros para la Srta. Overman y el Sr. Fraser con unas pocas anotaciones rápidas: Por favor, envíen cualquier material sobre el colorido y glotón Medicis, así como cualquier cosa sobre los conmovedores Trascendentalistas, tan cercanos a nosotros. También envíen copias, preferentemente sin exhibicionistas marcas de lápiz en las páginas, tanto de la edición francesa como de la traducción del Sr. Cotton de los ensayos de Montaigne. ¡Un francés encantador, delicioso y superficial! ¡Saquémonos el sombrero ante cualquier hombre talentoso y encantador, mi Dios, son tan poco frecuentes e impresionantes! Por favor, envíen cualquier cosa de interés sobre la civilización humana anterior a los griegos, aunque posterior a la lista de civilizaciones que tengo en el bolsillo de mi antigua gabardina, aquella con el desafortunado tajo en el hombro, que cómicamente Walt se negó a usar en público. Lo que sigue es de fundamental importancia. Por favor envíen cualquier libro sobre la estructura del corazón humano que ya no haya leído; hay una lista bastante exhaustiva en el primer cajón de mi chiffonier, ya sea entre mis pañuelos o cerca de los revólveres
de Buddy. Cualquier dibujo inusual y preciso del corazón será bienvenido, así como cualquier otro material gráfico bienintencionado sobre este incomparable órgano, el mejor del cuerpo y un placer para la vista. De todas maneras, pensándolo bien, los dibujos no son esenciales, ya que se limitan meramente a las meras características físicas, omitiendo por completo las mejores partes y las más inexploradas. Desafortunadamente y para nuestro eterno disgusto, las mejores partes sólo son percibidas en momentos muy extraños, emocionantes e inesperados, cuando estamos definitivamente alertas y si no se tiene un gran talento para el dibujo, talento del que carezco totalmente, uno siente una terrible pérdida al no poder compartir la visión con nuestros íntimos. ¡Es algo muy desagradable, por decir lo mínimo! ¡La visión integral de este órgano magnífico debería estar en posesión de todos y no sólo de jóvenes dubitativos como quien esto firma! Siguiendo con el tema del cuerpo, tanto lo visible como lo invisible al ojo humano, por favor envíen cualquier libro cuyo tema sea exclusivamente a la formación del callo. Será muy difícil o imposible, así que no le pidan a la Srta. Overman o al Sr. Fraser que se esfuercen demasiado. Sin embargo, si encuentran algún libro sobre tan interesante tema, tengan la seguridad de que será leído con avidez por aquí, particularmente en lo relativo al callo que une un hueso humano fracturado cuando está sanando. Esa inteligencia es sorprendente y maravillosa, el saber cuándo comenzar y terminar, sin asistencia intencional del cerebro de la persona herida. He aquí otro magnífico logro de lo que estúpidamente se atribuye a la “Madre Naturaleza”. Con el debido respeto hace años que estoy harto de escuchar ese dudoso apelativo. En febrero de este año memorable, tuve el indecible placer de intercambiar opiniones durante un delicioso cuarto de hora con una mujer muy guapa de origen checoslovaco, que vestía ropas sombrías y costosas y que tenía unas conmovedora e interesante suciedad en las uñas. El incidente sucedió en la biblioteca principal, algo así como un mes después de que el Honorable Louis Benford, respondiendo a mi carta rápida y amablemente, hizo posible mi dubitativa presencia allí. Diciendo ser la madre de un joven diplomático, cosa que parecía ser muy cierta, suavemente introdujo el tema de su poeta favorito, Otakar Brezina, un checo, y me instó a leerlo. Tal vez el Sr. Fraser pueda encontrar alguna de sus obras para mí, traducida al inglés, mucho me temo. Tengo muchas esperanzas depositadas en este autor, ya que esta sorprendente mujer, aunque muy nerviosa e inestable, tenía un maravilloso y solitario encanto. ¡Ella apoya fervientemente la obra del Sr. Brezina! ¡Dios bendiga a las damas con ropas caras y elegantes y conmovedoras uñas sucias que apoyan a talentosos poetas extranjeros y dan a la biblioteca su toque de melancolía! ¡Mi Dios, este universo es algo que tomarse en serio! Concluyendo, y casi para terminar, apreciaría mucho si le pudieran pedir a la Srta. Overman que le pidiera a la Sra. Hunter, tal vez por teléfono si es conveniente, que rastree para mí el ejemplar de enero de 1842 de la Revista de la Universidad de Dublín, el ejemplar de enero de 1866 de la Gentleman's Magazine y el de setiembre de 1866 de la North British Review, dado que todas estas revistas no recientes contienen artículos sobre un amigo mío muy querido —aunque solamente por correspondencia durante mi última encarnación, para serles franco— Sir Wiliam Rowan Hamilton. Sólo puedo hacerlo de vez en cuando, lo que es una bendición disfrazada, ¡pero puedo todavía puedo ver su rostro amigable, solitario y sociable ante mí, de tanto en tanto! Por favor, no le mencionen ninguna de estas conexiones personales a la Srta. Overman, ¡se los ruego! El conjunto de sus revulsiones personales respecto a este tema es perfectamente normal, corrientemente la tomo desprevenida y se toma con alarma y disgusto las raras ocasiones en que soy tan malditamente tonto y suficientemente irreflexivo como para
mencionar el impopular tema de las encarnaciones. Existe otra razón para no entrar en escabrosos detalles con ella, y es la siguiente: el tema es muy poco adecuado para casuales conversaciones sociales. Aunque la Srta. Overman generalmente no nos usa, a vuestro hijo Buddy y a mí, como tema de conversación para entretener a sus amigos y conocidos, siendo como es una honorable dama que no acostumbra juzgar los sentimientos de las demás personas o sus características, es totalmente incapaz de mantener en reserva cualquier información peculiar o levemente novedosa, sobre todo con el Sr. Fraser o cualquier otro caballero bien vestido y culto con distinguido pelo blanco, de quienes le da por enamorarse un poco si son amables y atentos con ella o le dedican galanterías conversacionales, sean o no sinceros. Este es un defecto muy leve y cómico, por supuesto, pero nos será muy oneroso si somos demasiado indulgentes con él. Por favor, simplemente pídanle que telefonee a la Sra. Hunter y le pregunte si las revistas en cuestión no son muy difíciles de encontrar sin causar grandes inconvenientes, sin mencionar ninguna razón en particular e incluso pidiéndole al pasar, en la misma conversación, que ella, la Sra. Overman, nos pase cualquier lectura liviana disfrutable con que se haya topado últimamente. Esto huele horriblemente a rastrera duplicidad, pero su gusto en lecturas livianas es con frecuencia delicioso, por lo que lamentablemente les recomiendo utilizar esta artimaña. No es necesario aclarar que confío completamente en tu discreción en este y todos los asuntos, querida Bessie. También apreciaría si pudieran deslizarles al Sr. y la Sra. Moon Mullins algunas copias de Variety en un sobre adecuado tan pronto como ustedes hayan terminado con ellas. ¡Jesús! ¡Qué carga, aburrimiento y molestia general me he vuelto para vuestras vidas! No hay un solo día que no sea consciente de mis exigentes y malsanos rasgos de carácter. También, dicho sea de paso, creo que debería advertir a la Srta. Overman de que el Sr. Fraser puede probablemente molestarse y sorprenderse por la cantidad de libros pedidos, aunque él no mencionó cual era el número máximo que accedería a enviarnos mientras estuviésemos fuera. Por favor, pídanle a la Srta. Overman que le asegure que ambos estamos leyendo con creciente, increíble rapidez y todos los días y que le devolveremos los libros muy valiosos en un santiamén, cuando la velocidad de la devolución sea esencial y podamos conseguir estampillas. Las dificultades, me temo, serán miríada. Él, el Sr. Fraser, es realmente un hombre muy generoso y amable, con una tolerancia sorprendentemente alta a mis malsanas características, pero hay una pequeña peculiaridad en su generosidad, y es que le gusta ver las caras de gratitud de las personas a quienes hace un favor de esta magnitud. Esto es totalmente humano y no se puede esperar o desear inútilmente que desaparezca de un día para el otro, pero por favor conviene que estén avisados. ¡Mi resignada opinión personal es que seremos malditamente suertudos si el Sr. Fraser nos manda dos o tres libros de la totalidad de la lista! ¡Oh, mi Dios, qué pensamiento más cómico y enervante! ¡Adivinen quién entró a la cabaña con una amplia sonrisa en el rostro! ¡Vuestro hijo Buddy! ¡También conocido como W. G. Glass, el extraordinario escritor! ¡Qué muchacho inexpugnable! ¡Obviamente ha tenido un día de trabajo productivo! Desearía que estuvieran aquí en carne y hueso para ver esta sorprendente, maravillosa cara levemente bronceada. Obviamente, en más de una forma, queridos Bessie y Les, están ustedes pagando un precio exorbitante por nuestras frívolas recreaciones y disfrutes veraniegos. Au revoir! Buddy se une a mis sinceros deseos de que gocen de buena salud y sean felices durante nuestra prolongada ausencia. Los saludamos, vuestros queridos hijos y hermanos, Seymour y W. G. Glass, unidos para siempre en sangre y espíritu y en las inexploradas profundidades y cámaras del corazón. En mi apuro por terminar esta carta enseguida, así como por la alegría de ver a vuestro asombroso hijo aparecer en la cabaña luego de una ausencia de siete horas y
media, corro peligro de olvidar un manojo de pequeños pedidos, bastante leves, esperemos. Como ya les he dicho, las chances de que el Sr. Fraser entre en un pozo de abatimiento al recibir la lista de libros es sombríamente posible, a pesar de su sociable y espontánea oferta. Sin embargo, puedo estar cometiendo una grave injusticia pensando de este modo. En el esperanzador caso de que esto sea así, aunque tristemente lo dudo, por favor, pídanle a la Srta. Overman que le recuerde que este es nuestro último atrevimiento ¡por lo menos en los próximos seis meses! Cuando el verano llegue a su glorioso término, dedicaremos lo que resta de este año memorable únicamente a consultar diccionarios. Durante este periodo crucial que se avecina, evitaremos incluso a la poesía, lo que significa que el Sr. Fraser no tendrá que pasar por el trance, más problemático que gratificante, de ver nuestros jóvenes y exasperantes rostros en ninguna biblioteca pública de Gotham durante el completo y cómodo periodo de ¡seis meses enteros! ¿Quién no estaría bastante aliviado al enterarse de esto?, con la excepción conmovedora de, tal vez, persona alguna. Hablando de los 6 meses recientemente mencionados, me tomo el atrevimiento de pedirles, a ustedes, nuestros amados padres y hermanos y hermana, que recen algunas pocas plegarias, serias y contundentes en nuestro nombre. ¡Personalmente tengo muchas esperanzas de que grandes cantidades de palabras antinaturales, afectadas, malsanas y desagradablemente rimbombantes, caigan de mi joven cuerpo como moscas durante el periodo crucial que se avecina! ¡Todo esfuerzo vale la pena, ya que mi futura construcción de oraciones depende de ese equilibrio! Por favor no te enojes conmigo, Bessie, sin embargo, ésta es mi última palabra sobre el tema de retirarse de las tablas a una edad inusualmente temprana. Te ruego, nuevamente, que no hagas nada desacostumbrado. Por lo menos espera, pacientemente, hasta Octubre y luego mantente alerta sobre las oportunidades de retiro. ¡Octubre puede ser una fecha muy adecuada! Por otra parte, y antes que me olvide, Buddy les pide que le envíen esas grandes libretas sin líneas, para sus persistentes historias. No envíen de ninguna manera las de renglones, como la que estoy usando para este día de tranquila comunicación, ya que no le agradan. Además, a pesar de que no he discutido con él francamente sobre este asunto, creo que disfrutaría mucho que le enviaran el conejo mediano, ya que ha perdido el conejo grande cuando el portero del tren hizo la cama en la mañana. Sin embargo, por favor, no hagan referencia a este asunto en vuestra futura correspondencia. Simplemente pongan sigilosamente al conejo mediano en un paquete adecuado, tal vez en una caja de zapatos vacía u otro recipiente y envíenlo por correo. Sé que puedo dejar este asunto o cualquier otro a vuestra discreción, Bessie. ¡Mi Dios, eres tan admirable como adorable! Al igual de evitar enviarle ninguna libreta con rayas para sus historias, también eviten enviarle libretas de papel demasiado frágil, como papel de arroz, ya que simplemente los tira en las latas de basura fuera de la cabaña para que se lo lleven. Es un desperdicio, no hay dudas, pero apreciaría mucho si no me obligan a encarar este delicado asunto. No dudo en afirmar que ciertas clases de desperdicio no me ofenden, a decir verdad, ciertas clases de desperdicio tienden a estremecerme hasta la médula. Vale la pena tener en cuenta la leonina devoción de este muchacho por sus instrumentos literarios, les doy mi palabra de honor de que eventualmente este será su descargo, con honor y felicidad, de este encantador valle de lágrimas, risas, redentor amor humano, afecto y cortesía. Con 50.000 besos adicionales de parte de dos pestes que emergen de la Cabaña 7, quienes los aman. Muy cordialmente, S. G.
Entrevista a Salinger (1974) Por Lacey Forburgh Molesto por la publicación no autorizada de sus primeros y tempranos trabajos, el reclusivo autor J. D. Salinger rompió la semana pasada un silencio público de más de veinte años, denunciando y revelando lo difícil que le es lidiar con trabajos que nunca debieron ser publicados en vida. Hablando por teléfono desde Cornish, N. H, en donde reside, el autor de 55 años cuyo último trabajo publicado ha sido “Raise high, carpenter the roof bean” y “Seymour: an introduction” en 1962, refirió: “Hay una paz maravillosa en no publicar. Es una tranquilidad. Una calma. Publicar es una terrible invasión a mi privacidad. Me gusta escribir. Amo escribir. Pero sólo para mí y para mi propio placer.” Aunque acusó querer hablar “sólo unos minutos”, el autor que alcanzó renombre literario y el culto de una enorme devoción a causa de su inaccesibilidad luego de la publicación de “The Catcher in the Rye” en 1951, habló durante más de media hora de su trabajo, su obsesión por la privacidad y su incierta visión sobre la publicación. Este encuentro con Mr. Salinger, por momentos cálido y encantador y por otros bastante tenso y escabroso, se cree el primero desde 1953, cuando le concedió una entrevista a un muchacho para la publicación estudiantil del Colegio de Cornish. Lo que mueve a Salinger a hablar en la que describió como “una noche lluviosa, fría y ventosa en Cornish,” es su visión acerca de las últimas y más severas invasiones a su mundo privado: la publicación de “The Complete Uncollected Short Stories of J.D. Salinger Volumen 1 and 2” Durante los últimos dos meses, unas 25000 copias de estos libros, a un precio de entre 3 a 5 dólares cada volumen, se vendieron primero aquí en San Francisco, luego en Nueva York, Chicago y algunos sitios más, según refirieron Salinger, sus abogados y algunos libreros del país. “Algunas historias de mi propiedad fueron robadas,” dijo Salinger. “Alguien se las apropió. Es un acto ilícito. Es injusto. Suponte que tienes un abrigo que te gusta y alguien entra a tu armario y te lo roba. Así es cómo me siento.” Entre 1940 y 1948 Salinger escribió relatos para diferentes revistas, Saturday Evening Post, Esquire y Colliers, incluso dos acerca del turbulento y sensible héroe de “The Catcher in the Rye”. Prefigurando lo que serían sus escritos posteriores, los relatos conciernen a jóvenes soldados, muchachos que comen yemas de huevos, chicas con “encantadoras, incómodas” sonrisas y niños que nunca reciben cartas.
Se venden como pan caliente “Se venden como pan caliente” dijo un librero de San Francisco. “Todo el mundo quiere un ejemplar.” Mientras que “The Catcher in the Rye” aún sigue vendiéndose a un promedio de 25000 copias al año, el contenido de estas publicaciones no autorizadas sólo ha estado disponible en las revistas de algunas librerías. “Los escribí hace un tiempo ya,” dijo Salinger en relación a los relatos, “y nunca tuve intención de publicarlos. Quisiera que murieran de muerte natural.” “No intento esconder mis pecados de juventud. Es sólo que no creo que merezcan ser publicados.” Desde abril, copias de “The Complete Uncollected Short Stories of J. D. Salinger Vols, 1 and 2” han sido reportadas de tráfico en persona por las librerías a 1,50 cada pieza, por hombres que siempre decían llamarse John Greenberg y venir de Berkeley, Calif. Las descripciones varían de ciudad en ciudad. Uno de estos traficantes le dijo a Andreas Brown, director de Gotham Book Mart en Nueva York, que ni él ni sus asociados pensaban meterse en problemas por esta empresa ya que, como cuenta Mr. Brown, “siempre estamos a tiempo de negociar con los abogados de Salinger y no volver a hacerlo.” Mr. Brown, que describió al joven como un “hippie, del tipo intelectual, típico estudiante de Berkeley,” contó que al preguntarle al chico por qué lo hacía, éste le respondió que ”era un fan de Salinger y que creía que los relatos debían estar al alcance del público.” “Le pregunté cómo creía que podría sentirse Salinger” y me dijo que “pensamos en hacer los libros lo suficientemente atractivos, así que no deberían importarle.” Gotham se rehusó a vender los libros y alertó a Salinger del hecho. “Es irritante,” opinó Salinger, quien dice aún poseer los derechos de autor de los relatos. “Es verdaderamente irritante. Estoy muy enfadado.” Según Neil. L. Shapiro, uno de los abogados de Salinger, la publicación o venta de los relatos sin el permiso de Salinger viola la Ley Federal de derechos de autor. Un juicio civil en nombre de Mr. Salinger contra “John Greenberg” y 17 librerías de largo alcance —entre ellas, Brentano’s— fue abierto el último mes en la Corte del Distrito Federal alegando violación a la ley de derechos de autor. El autor busca un mínimo de 250000 dólares por daños y perjuicios y desagravio personal.
Desde entonces, los relatos gozaron de la venta no autorizada y según Mr. Shapiro, aún cabe la posibilidad de un pago de 4500 a 90000 dólares por libro vendido. La acción legal posterior fue llevada a cabo contra las librerías de todas las ciudades. El misterioso editor continúa prófugo. “Es asombroso que ni las leyes o las órdenes puedan hacer algo al respecto,” dijo Salinger. “¿Por qué, si te roban un viejo colchón de tu ático, en seguida encuentran al culpable? En este caso ni siquiera lo buscan.”
El debate Al argumentar su oposición a la republicación de sus primeros trabajos, Salinger acusa que fueron el fruto de un período en el que intentaba empezar a ser escritor, escritos febriles, “destinados a las revistas.” De pronto, se interrumpe. “Esto no tiene nada que ver con este tipo Greenberg,” dice, “Sólo intento proteger la privacidad que he perdido.” Desde hace años, muchos periódicos y revistas envían corresponsales a su casa de campo en Cornish, pero el autor da la vuelta y se aleja si alguien se le acerca en la calle, y se dice que se enemistó con algunos amigos por haber hablado con los reporteros. Ha habido artículos acerca de su correspondencia, sus compras y su vida reclusiva, pero nunca entrevistas. Pero la semana pasada respondió a un cuestionario de preguntas que temprano en la mañana le acercó su agente literario en Nueva York, Dorothy Holding. ¿Espera volver a publicar pronto? Se hace una pausa. “No sé qué tan pronto lo haga.” Vuelve a hacerse otra pausa y luego Salinger empieza a hablar rápidamente acerca de lo mucho que está escribiendo, largas horas, todos los días. Dice no tener compromisos con nadie para un próximo libro. “No es que necesariamente quiera publicar póstumamente,” dice, “pero me gusta escribir para mí mismo.” “Pago por esta actitud, Soy conocido como un extraño, un tipo distante. Pero todo lo que hago es tratar de protegerme a mí y a mi trabajo.” “Sólo quiero que esto acabe. Es intrusivo. He sobrevivido a muchas cosas,” dice en lo que sería el fin de la conversación, “y probablemente sobreviva a ésta también.”
Traducción: Martín Abadía. En The New York Times, 3 de Noviembre de 1974.
Declaraciones de Salinger en los años 1944, 1945, 1949, 1961 y 1975 1944 “Tengo veinticinco años y estoy ahora en Alemania, en el ejército. Solía ser bastante apegado a la gran ciudad, pero me doy cuenta de que mi memoria se ha quedado dormida desde que estoy aquí. Ha olvidado bares, calles, buses y rostros y me inclino, en retrospectiva, a sacar a mi Nueva York fuera de la Sala India Americana del Museo de Historia Natural, en donde solía jugar con mis canicas… He estado en tres universidades pero nunca el tiempo suficiente; técnicamente, no he pasado del primer año. Pasé un año en Europa entre los dieciocho y los diecinueve años, la mayor parte del tiempo en Viena. Se supone que estaba aprendiendo el negocio del jamón allí. Finalmente me arrastraron hasta Bydgoszcz, en donde estuve un par de meses en un matadero de cerdos, viajando bajo la nieve con el gran carnicero del lugar, quien estaba empecinado en entretenerme disparándole a los gorriones, los focos de luz, a algunos empleados. Volví a Norteamérica e intenté hacer un semestre en la universidad, pero abandoné como siempre. Estudié y escribí relatos con el grupo de Whit Nurnett en Columbia. Él publicó mi primera pieza en su revista, Story. He estado escribiendo desde entonces en algunas revistas grandes, aunque sobre todo lo he hecho en las más pequeñas. Sigo escribiendo cada vez que tengo el tiempo y una trinchera que esté desocupada.” (Biographical Notes, en Story #25. Noviembre-Diciembre de 1944, pág. 1)
1945 “Tengo veintiséis años y es mi cuarto año en el Ejército. He estado en altamar por diecisiete meses. Desembarqué en Utah Beach el día-D con la Cuarta División y estuve con el 12ª de Infantería hasta el fin de la guerra. El trasfondo de “Este sándwich no tiene mayonesa” nace naturalmente ya que yo solía estar en el Cuerpo Aéreo. Incluso me gradué en la Academia Militar de Valley Forge. Después de la guerra planeé unirme a un buen coro. Así es la vida. He escrito relatos desde los quince años. Siempre me ha perturbado no poder escribir simple y naturalmente. Mi mente padece el nudo de una negra corbata y pese a que me aparto de él en cuanto es posible, siempre algo queda. Soy un hombre precipitado, no puedo con los trayectos largos; posiblemente a causa de ello jamás pueda escribir una novela. Las novelas sobre esta guerra han tenido demasiado del vigor, la madurez y la artesanía que la crítica busca, pero muy poco de la gloriosa imperfección que hace tambalear y caer a las mejores mentes. Los hombres que han estado en esta guerra se merecen una suerte de melodía temblorosa, dispuesta sin vergüenza o arrepentimiento. Espero ese libro.” (“Backstage with Esquire”, en Esquire, 24 de Octubre de 1945, pág. 34)
1949 “En primer lugar, si yo dirigiera una revista, nunca publicaría una columna llena de notas biográficas. Muy pocas veces me he preocupado de saber el lugar de nacimiento de un autor, el nombre de sus hijos, su plan de trabajo, la fecha de arresto por haber contrabandeado armas durante la rebelión irlandesa (¡el muy granuja!). El autor que te cuenta estas cosas es proclive a tener colgado su propio retrato con una colorida camisa desabotonada y seguramente busca un trágico perfil de tres cuartos. Inclusive puedes contar con que se refiera a su esposa como una persona maravillosa o una mujer formidable. He escrito varias notas biográficas en distintas revistas y dudo de haber sido honesto alguna vez. Esta vez sin embargo pienso ir un poco más lejos de mi período Emily Brönte para trabajar y encerrarme en un Heathcliff. (Todos los autores, no importa a cuántos leones le hayan disparado o cuántas rebeliones hayan soportado en persona, se van a la tumba siendo mitad Oliver Twist, mitad Mary, Mary, Quite Contrary) Esta vez voy a ser escueto y luego me iré a casa. Llevo diez años escribiendo bastante seriamente. Para ser modesto hasta al extremo, diré que no nací escritor, pero ciertamente soy un profesional. No creo haber escogido la literatura como una carrera. Simplemente empecé a escribir a los dieciocho años y nunca me detuve. (Quizás esto no sea del todo verdad. Quizás sí escogí la escritura como mi profesión. No lo recuerdo en realidad. Vuelvo a ello muy fácil y rápidamente.) Estuve en la Cuarta División en el Ejército. Casi siempre escribo sobre gente joven.” (“J. D. Salinger Biographical” Harper’s, 218, Febrero de 1949, pág. 8.)
1961 “FRANNY apareció en The New Yorker, en 1955, y fue rápidamente seguido por Zooey, en 1957. Ambos relatos son tempranas y graves entradas de una serie de narraciones acerca de una familia de habitantes del New York del siglo veinte, los Glass. Es un proyecto a largo término, evidentemente muy ambicioso, y existe el peligro suficiente como para que, tarde o temprano, en algún momento me enrede demasiado y quizás desaparezca por completo en mis propios métodos, locuciones y manierismos. No obstante, tengo esperanzas acerca de ello. Me encanta trabajar en las historias sobre los Glass, estuve toda mi vida esperando hacerlo y tengo la decencia y la monomanía justa como para acabarlo con la debida preocupación y la destreza necesaria. Algunas de estas historias, además de FRANNY y ZOOEY, ya fueron publicadas en The New Yorker, y hay material nuevo que está pronto a aparecer. Tengo también muchísimo material en papel, sin fecha de aparición, pero espero no “montar un número con él”, para usar una expresión popular, al menos por un tiempo. (“Pulir” es otro término dandy que me viene a la cabeza) Yo mismo trabajo a una lubricada velocidad en esto, pero mi alter-ego y colaborador, Buddy, se ha puesto insufrible últimamente. Considero bastante subversivo el hecho de que el sentimiento de anonimatooscuridad es la segunda propiedad de más valor que un escritor pueda tener en sus años de trabajo. Mi esposa me ha pedido que agregase, en un singular arrebato de candor, que vivo en Westport con mi perro.” (Notas en la cubierta de Franny and Zooey, Septiembre de 1961.)
1975 “Tiempo atrás, en 1939, cuando tenía veinte años, estudié durante un tiempo en uno de los talleres de relatos de Whit Burnett, en Columbia. Déjenme decirles que aquel fue un año muy instructivo y provechoso para mí en casi todo. Con simpleza y conocimiento, Mr Burnett dirigía el taller sin jamás permanecer neutral con respecto a uno. Cualquiera sean las razones que tuviese para estar allí, él básicamente no tenía intenciones de usar la ficción como sostén de sí mismo en la jerarquía de las revistas cuatrimestrales o en la academia. Generalmente llegaba tarde a clase, disculpándose, y se las arreglaba para escaparse temprano. A menudo tengo dudas acerca de lo que humanamente debe ser un buen y consciente guía de talleres de ficción. Mr Burnett lo era. Tengo algunas nociones de cómo y por qué lo era, pero esencialmente parece que sólo es necesario mencionar la pasión que tenía por el relato corto, el fuerte relato corto, el que muy fácil y apropiadamente se adomina de una habitación. Para nosotros estaba claro que le encantaba echar mano a cualquier relato excelente, ya sea de Bunin, Saroyan, Maupassant, Dean Fales, Tess Slessinger, Hemingway, como también de Dorothy Parker y Clarence Day, sin domestizajes, sin prejuicios ostentosos. Allí estaba él, inequívocamente, y por apestoso que seguramente pueda sonar, al servicio del Relato Corto. Pero no quisiera pedirle a Mr Burnett que cargue ya con mis roncas plegarias. Al menos, no de la misma manera. Esto es algo que se ha quedado atascado en mi cabeza por veinticinco años. En clase, una noche, Mr. Burnett se sintió con ganas de leer “That Evening Sun Go Down” de Faulkner en voz alta; se lanzó y lo hizo. Una lectura rápida, en un indescriptible y singularísimo tono grave. En efecto, él era mucho menos leyendo la historia en voz alta que atravesando cada palabra, muy concienzudamente, con apenas el veinticinco por ciento de su voz. Cualquier persona elegida al azar en la multitud de un subterráneo podría dar una versión más dramática o de “mejor rendimiento”. Pero ése es el punto. Mr. Burnett se abstenía deliberadamente de rendir bien y de leer maravillosamente. Era como si se hubiese puesto bajo una lámpara de lectura y su voz hubiese pasado a ser tinta y papel. En suma, dejaba en tus manos averiguar cómo es que los personajes decían lo que decían. Recibías el relato de Faulkner, sin intermediario alguno. Nunca antes yo había escuchado a un lector hacerle tantas instintivas y sentidas concesiones a una página parida por un escritor. Lamentablemente, nunca conocí a Faulkner, pero siempre tengo presente enviarle una carta sobre esta manera única de leer su prosa que tenía Mr Burnett. En esta loca y explosiva era, la gente que lee relatos maravillosamente está por todos lados grabando discos, registrándose, enalteciéndose en televisión o en la radio; yo quiero contarle a Faulkner, que posiblemente ha oído innumerables buenas interpretaciones de su trabajo, que Burnett, a lo largo de toda la lectura, no se interpuso ni una sola vez entre el autor y su amado lector silencioso. Si ha vuelto a hacerlo realmente no lo sé, pero el contento de cualquiera que haya alguna vez querido alcanzar algo, sabe que la forma del relato corto debe quedarse en casa, intacta, lograda. Saludos a Whit Burnett, Hallie Burnett y todos los lectores y colaboradores de Story.” (“Introduction”, Fiction Writer’s Handbook, Hallie and Whit Burnett, New York: Harper and Row, 1975).
Traducción: Martín Abadía.
Carta sobre los derechos de adaptación de The Catcher In The Rye R.D Windsor, Vt. 19 de Julio de 1957 Querido Mr. Herbert, Intentaré contarle cuál es mi actitud frente a los derechos de adaptación al teatro y al cine de El Guardián en el Centeno. Ya he cantado esta canción varias veces, así que si no ve a mi corazón por aquí, trate de ser tolerante... Primero, es posible que algún día los derechos sean vendidos. Dado que hay una siempre amenazante posibilidad de que yo no muera rico, jugueteo seriamente con la idea de dejarles los derechos a mi esposa y mi hija como una especie de seguro de vida. Me daría un placer inmenso; sobre todo, debería agregar rápidamente, porque no tendré que ver el resultado de la transacción. Sigo repitiéndolo y nadie parece estar de acuerdo, pero El Guardián en el Centeno es una novela muy novelística. Hay “escenas” ya listas —sólo un tonto podría negarlo— pero, para mí, el peso del libro está en la voz del narrador, en sus peculiaridades sin cese, en su personal y en extremo diferencial actitud frente a la actitud del lectorescucha, sus comentarios laterales sobre arcoiris de gasolina en las alcantarillas de las calles, su filosofía o su manera de ver valijas desvencijadas y cajas vacías de pasta de dientes —en un palabra, sus ideas—. No puede ser legítimamente apartado de su propia técnica en primera persona. Es verdad, si forzosamente lo apartamos de ella, habrá material de sobra para algo que podríamos llamar una Excitante (o quizás tan sólo Interesante) Velada en el Teatro. Pero si bien la idea no me parece del todo odiosa, al menos sí es lo suficientemente odioso tener que impedir que se vendan los derechos. Muchas de sus ideas, claro, podrían ser volcadas al diálogo —o a algún tipo de discurrir del flujo de la consciencia en la voz de su cabeza— pero volcadas es la palabra exacta. Lo que él, en la novela, piensa y hace tan naturalmente en su soledad, en una puesta en escena llegaría a ser en el mejor de los casos una pseudo-simulación, si es que existe una palabra así (espero que no). Sin hacer mención además, Dios nos ayude, al inconmensurable riesgo de usar actores. ¿Ha visto alguna vez a una niña actriz cruzada de piernas sobre su cama que se vea bien? Estoy seguro que no. Y Holden Caufield mismo, en mi indudablemente parcial opinión, es esencialmente ininterpretable. Un Sensible, Inteligente y Talentoso Actor Joven con Un Impermeable Reversible no sería aún suficiente. Se necesitaría a alguien que tenga X para sacarlo adelante y no hay ningún jovencito que, incluso teniendo X, sepa bien que hacer para lograrlo. Y, debería agregar, no creo además que ningún director pueda contarnos su historia. Aquí me quedo. Temo decirle, para terminar, que me siento muy firme frente a todo esto, si es que aún no se ha dado cuenta. Igualmente, gracias por su amistosa y fluida carta. Buena parte de la correspondencia que recibo de productores ha de estar en el infierno. Sinceramente,
(Firmado, “J.D. Salinger”) J.D. Salinger
Traducción: Martín Abadía. Nota: la traducción de esta carta se publicó originalmente el 31 de octubre de 2010 en el suplemento cultural “Radar” del diario Página/12.
1919-2010