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LA PALABRA DEL MUDO Julio Ramón Ribeyro (Lima, 1929-1994)

EL POLVO DEL SABER Todos los días al salir de la universidad o entre dos cursos caminaba hasta la calle Wáshington y me detenía un momento a contemplar, por entre las verjas, los muros grises de la casona, que protegían celosa, secretamente, la clave de la sabiduría. Desde niño sabía que en esa casa se conservaba la biblioteca de mi bisabuelo. De esta había oído hablar a mi padre, quien siempre atribuyó la quiebra de su salud a la vez que tuvo que mudarla de casa. Mientras mi bisabuelo vivió, los diez mil volúmenes estuvieron en la residencia familiar de la calle Espíritu Santo. Pero a la muerte del patriarca, sus hijos se repartieron sus bienes y la biblioteca le tocó al tío Ramón, que era profesor universitario. Ramón era casado con una señora riquísima, estéril, sorda e intratable, que lo martirizóz toda su vida. Para desquitarse de su fracaso matrimonial, la engañaba con cuanta mujer le pasaba por delante. Como no tenía hijos, hizo de mi padre su sobrino preferido, lo que significaba al mismo tiempo que una expectativa de herencia una fuente de obligaciones. Es así que cuando hubo que trasladar la biblioteca de Espíritu Santo a su casa de la calle Wáshington, mi padre fue el encargado de la mudanza. Contaba mi padre que en trasladar los miles de volúmenes tardó un mes. Tuvo que escalar altísimas estanterías, encajonar los libros, llevarlos a la otra

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casa, volver a ordenarlos y clasificarlos, todo esto en un mundo de pelusas y polilla. Cuando terminó su trabajo, quedó cansado para el resto de su vida. Pero toda esta fatiga tenía su recompensa. Cuando tío Ramón le preguntó qué quería que le dejara al morir, mi padre respondió sin vacilar: -Tu biblioteca. Mientras tío Ramón vivió, mi padre iba regularmente a leer a su casa. Ya desde entonces se familiarizaba con un bien que algún día sería suyo. Como mi bisabuelo había sido un erudito, su biblioteca era la de un humanista y constituía la suma de lo que un hombre culto debía saber a fines del siglo XIX. Más que en la universidad, mi padre se formó a la vera de esa colección. Los años más felices de su vida, repetía a menudo, fueron los que pasó sentado en un sillón de esa biblioteca, devorando cuanto libro caía en sus manos. Pero estaba escrito que nunca entraría en posesión de ese tesoro. Tío Ramón murió súbitamente y sin testar y la biblioteca con el resto de sus bienes pasaron a propiedad de su viuda. Como tío Ramón murió además en casa de una querida, su viuda guardó a nuestra familia, y a mi padre en particular, un odio eterno. Jamás quiso recibirnos y optó por encerrarse en la calle Wáshington con su soledad, su encono y su sordera. Años más tarde cerró la casa y se fue a vivir donde unos parientes a Buenos Aires. Mi padre pasaba entonces a menudo delante de esa casa, miraba su verja, sus ventanas cerradas e imaginaba las estanterías donde continuaban alineados los libros que nunca terminó de leer. Y cuando mi padre murió, yo heredé esa codicia y esa esperanza. Me parecía un crimen que esos li-

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bros que un antepasado mío había tan amorosamente adquirido, coleccionado, ordenado, leído, acariciado, gozado, fueran ahora patrimonio de una vieja avara que no tenía interés por la cultura ni vínculos con nuestra familia. Las cosas iban a parar así a las manos menos apropiadas, pero como yo creía aún en la justicia inmanente, confiaba en que alguna vez regresarían a su fuente original. Y la ocasión se presentó. Supe que mi tía, que había pasado varios años en Buenos Aires sin dar signos de vida, vendría unos días a Lima para liquidar un negocio de venta de tierras. Se hospedó en el Hotel Bolívar y después de insistentes llamadas telefónicas logré persuadirla que me concediera una entrevista. Quería que me autorizara a elegir aunque sea algunos volúmenes de una biblioteca que, según pensaba decirle, “había sido de mi familia”. Me recibió en su suite y me invitó una taza de té con galletas. Era una momia pintarrajeada, enjoyada, verdaderamente siniestra. No abrió prácticamente la boca, pero yo adiviné que veía en mí la imagen de su marido, de mi padre, de todo lo que aborrecía. Durante los diez minutos que estuvimos juntos, tomó nota de mi embarazoso pedido, leyendo mi discurso en el movimiento de mis labios. Su respuesta fue tajante y fría: nada de lo que “era suyo” pasaría a nuestra familia. Al poco tiempo de regresar a Buenos Aires falleció. Su casa de la calle Wáshington y todo lo que contenía fue heredado por sus parientes y de este modo la biblioteca se alejó aún más de mis manos. El destino de estos libros, en verdad, era derivar cada vez más, por el mecanismo de las trasmisiones hereditarias, hacia personas cada vez menos vinculadas a ellos, chacareros del sur o anónimos bonaerenses que fabri-

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caban tal vez productos en los que entraba el tocino y la rapiña. La casa de la calle Wáshington continuó un tiempo cerrada. Pero quien la heredó - por algún misterio, un médico de Arequipa - resolvió sacar de ella algún provecho y como era muy grande la convirtió en pensión de estudiantes. De ello me enteré por azar, cuando terminaba mis estudios y había dejado de rondar por la vieja casona, perdida ya toda ilusión. Un condiscípulo de provincia, de quien me hice amigo, me pidió un día que lo acompañara a su casa para preparar un examen. Y para sorpresa mía me condujo hasta la mansión de la calle Wáshington. Yo creí que se trataba de una broma impía, pero me explicó que hacía meses vivía allí, junto con otros cinco estudiantes de su terruño. Yo entré a la casa devotamente, atento a todo lo que me rodeaba. En el vestíbulo había una señora guapa, probablemente la administradora de la pensión, motivo que yo desdeñé, para observar más bien el mobiliario e ir adivinando la distribución de las piezas, en busca de la legendaria biblioteca. No me fue difícil reconocer sofás, consolas, cuadros, alfombras, que hasta entonces solo había visto en los álbumes de fotos de familia. Pero todos aquellos objetos que en las fotografías parecían llevar una vida serena y armoniosa habían sufrido una degrada¬ción, como si los hubieran despojado de sus insignias, y no eran ahora otra cosa que un montón de muebles viejos, destituidos, vejados por usuarios que no se preocupaban de interrogarse por su origen y que ignoraban muchas veces su función. -Aquí vivió un tío abuelo mío - dije al notar

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que mi amigo se impacientaba al verme contemplar absorto un enorme perchero, del que antaño pendían pellizas, capas y sombreros y que ahora servía para colgar plumeros y trapos de limpieza-. Estos muebles fueron de mi familia. Esta revelación lo impresionó apenas y me conminó a pasar a su cuarto para preparar el curso. Yo lo obedecí, pero me fue imposible concentrarme, mi imaginación continuaba viajando por la casa en pos de los invisibles volúmenes. - Fíjate - le dije al fin -; antes de que empecemos a estudiar, ¿puedes decirme dónde está la biblioteca? - Aquí no hay biblioteca. Yo intenté persuadirlo de lo contrario: diez mil vo¬lúmenes, encargados en gran parte a Europa, mi bisa¬buelo los había reunido, mi tío abuelo Ramón poseído y custodiado, mi padre sopesado, olido y en gran parte leído. - Nunca he visto un libro en esta casa. No me dejé convencer y ante mi insistencia me dijo que tal vez quedaba algo en las habitaciones de los estudiantes de medicina, donde nunca había entrado. Fui-mos a ellas y no vi más que muebles arruinados, ropa sucia tirada por los rincones y tratados de patología. - ¡Pero en algún sitio tienen que estar! Mi amigo era ambicioso y feroz, como la mayoría de los estudiantes provincianos, y mi problema le intere¬saba un pito, pero cuando le dije que en esa biblioteca debían haber preciosos libros de derecho utilísimos para la preparación de nuestro examen, decidió consultarle a doña Maruja. Doña Maruja era la mujer que había visto a la

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en¬trada y que - no me había equivocado - tenía a su cargo la pensión. - ¡Ah, los libros! - dijo -. ¡Qué trabajo me dieron! Había tres cuartos llenos. Eran unas vejeces. Cuando me hice cargo de esta pensión, hace tres o cuatro años, no sabía qué hacer con ellos. No podía sacarlos a la calle porque me hubieran puesto una multa. Los hice llevar a los antiguos cuartos de sirvientes. Tuve que contratar a dos obreros. Los cuartos de la servidumbre quedaban en el traspatio. Doña Maruja me entregó la llave, diciéndome que si quería llevármelos encantada, así le desocuparía esas piezas, pero claro que era una broma, para ello necesita¬ría un camión, qué un camión, varios camiones. Yo vacilé antes de abrir el candado. Sabía lo que me esperaba, pero por masoquismo, por la necesidad que uno siente a veces de precipitar el desastre, introduje la llave. Apenas abrí la puerta recibí en plena cara una ruma de papel mohoso. En el piso de cemento quedaron desparramados encuadernaciones y hojas apolilladas. A esa habitación no se podía entrar sino que era necesario escalarla. Los libros habían sido amontonados casi hasta llegar al cielo raso. Emprendí la ascensión, sintiendo que mis pies, mis manos se hundían en una materia porosa y polvorienta, que se deshacía apenas trataba de aferrarla. De vez en cuando algo resistía a mi presión y lograba rescatar un empaste de cuero. - ¡Sal de allí! - me dijo mi amigo-. Te va a dar un cáncer. Eso está lleno de microbios. Pero yo persistí y seguí escalando esa sapiente colina, consternado y rabioso, hasta que tuve que renunciar. Allí no quedaba nada, sino el polvo del saber.

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La codiciada biblioteca no era más que un montón de basura. Cada incunable había sido roído, corroído por el abandono, el tiempo, la incuria, la ingratitud, el desuso. Los ojos que interpretaron esos signos hacía años además que esta¬ban enterrados, nadie tomó el relevo y en consecuencia lo que fue en una época fuente de luz y de placer era ahora excremento, caducidad. A duras penas logré desenterrar un libro en francés, milagrosamente intacto, que conservé, como se conserva el hueso de un magnífico animal prediluviano. El resto naufragó, como la vida, como quienes abrigan la quimera de que nuestros objetos, los más queridos, nos sobrevivirán. Un sombrero de Napoleón, en un museo, ese sombrero guardado en una urna, está más muerto que su propio dueño. París, abril de 1974 De: Silvio en el rosedal (1977)

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PROSAS APÁTRIDAS 1 ¡Cuántos libros, Dios mío, y qué poco tiempo y a veces qué pocas ganas de leerlos! Mi propia biblioteca, donde antes cada libro que ingresaba era previamente leído y digerido, se va plagando de libros parásitos, que llegan allí muchas veces no se sabe cómo y que por un fenómeno de imantación y de aglutinación contribuyen a cimentar la montaña de lo ilegible y, entre estos libros, perdidos, los que yo he escrito. No digo en cien años, en diez, en veinte, ¿qué quedará de todo esto? Quizá sólo los autores que vienen de muy atrás, la docena de clásicos que atraviesan los siglos, a menudo sin ser muy leídos, pero airosos y robustos, por una especie de impulso elemental o de derecho adquirido. Los libros de Camus, de Gide, que hace apenas dos decenios se leían con tanta pasión, ¿qué interés tienen ahora, a pesar de que fueron escritos con tanto amor y tanta pena? ¿Por qué dentro de cien años se seguirá leyendo a Quevedo y no a Jean-Paul Sartre? ¿Por qué a François Villon y no a Carlos Fuentes? ¿Qué cosa hay que poner en una obra para durar? Diríase que la gloria literaria es una lotería y la perduración artística un enigma. Y a pesar de ellos se sigue

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escribiendo, publicando, leyendo, glosando. Entrar a una librería es pavoroso y paralizante para cualquier escritor, es como la antesala del olvido: en sus nichos de madera, ya los libros se aprestan a dormir su sueño definitivo, muchas veces antes de haber vivido. ¿Qué emperador chino fue el que destruyó el alfabeto y todas las huellas de la escritura? ¿No fue Eróstrato el que incendió la biblioteca de Alejandría? Quizás lo que pueda devolvernos el gusto por la lectura sería la destrucción de todo lo escrito y el hecho de partir inocente, alegremente de cero.

39 Cada amigo es dueño de una gaveta escondida de nuestro ser, de la cual sólo él tiene la llave e, ido el amigo, la gaveta queda para siempre cerrada. Alejarse de los amigos es así clausurar parte de nuestro ser. Yo habría sido diferente si hubiera continuado frecuentando a ciertos amigos de mi juventud. Pero las circunstancias nos separaron y continuamos viajando cada cual por su lado y por ello mismo mutilados. De ahí que a cierta edad sea difícil hacer nuevos amigos. Todas las facetas que ofrecía nuestra personalidad han sido ya copadas, ocupadas, selladas por las viejas alianzas. No hay superficie libre donde la nueva amistad pueda asirse. Salvo que

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el nuevo amigo se parezca extremadamente al anterior y se valga de esta semejanza para penetrar por efracción al recinto secreto de la primera amistad. Pero por más efecto que nazca siempre será el imitador, el falsario, el que no accederá jamás a la cámara más preciada. Cámara irrisoria, seguramente, que no guarda a lo mejor más que un montículo de pedregullo, pero que los ojos del amigo, del primero, convertían en lo que él quería ver: lo irremplazable.

40 Es necesario dotar a todo niño de una casa. Un lugar que, aun perdido, pueda más tarde servirle de refugio y recorrer con la imaginación buscando su alcoba, sus juegos, sus fantasmas. Una casa: ya sé que se deja, se destruye, se pierde, se vende, se abandona. Pero al niño hay que dársela porque no olvidará nada de ella, nada será desperdicio, su memoria conservará el color de sus muros, el aire de sus ventanas, las manchas del cielo raso y hasta “la figura escondida en las venas del mármol de la chimenea”. Todo para él será atesoramiento. Más tarde no importa. Uno se acostumbra a ser transeúnte y la casa se convierte en posada. Pero para el niño la casa es su mundo, el mundo. Niño extranjero, sin casa. En casa de paso, de paseo, de pasa-

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je, de pasajero, que no dejarán en el más que imágenes evanescentes de muebles innobles y muros insensatos. ¿Dónde buscará su niñez en medio de tanto trajín y tanto extravío? La casa, en cambio, la verdadera, es el lugar donde uno transcurre y se transforma, en el marco de la tentación, del ensueño, de la fantasía, de la depredación, del hallazgo y del deslumbramiento. Lo que seremos está allí, en su configuración y sus objetos. Nada en el mundo abierto y andarín podrá reemplazar al espacio cerrado de nuestra infancia, donde algo ocurrió que nos hizo diferentes y que aún perdura y que podemos rescatar cuando recordamos aquel lugar de nuestra casa.

97 Somos un instrumento dotado de muchas cuerdas, pero generalmente nos morimos sin que hayan sido pulsadas todas. Así, nunca sabremos qué música era la que guardábamos. Nos faltó el amor, la amistad, el viaje, el libro, la ciudad capaz de hacer vibrar la polifonía en nosotros oculta. Dimos siempre la misma nota.

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140 Nuestra vida depende a veces de detalles insignificantes. Por un desperfecto momentáneo del teléfono no recibimos la llamada que esperábamos, al no recibirla perdemos para siempre el contacto con una persona que nos interesaba, al perderlo nos privamos de un relación capaz de transformarnos, al privarnos de ella desaparece una fuente de gozo, de innovación y de enriquecimiento, al desaparecer clausuramos la única alternativa verdaderamente fecunda que nos ofrecía el mundo, al clausurarse volvemos al punto de partida: la de quien espera la llamada que nunca vendrá.

145 El amor, para existir, no requiere necesariamente del consentimiento, ni siquiera del conocimiento del ser amado. Podemos querer a una persona que nos desprecia o incluso que nos ignora. La amistad, en cambio, exige la reciprocidad, no se puede ser amigo de quien no es nuestro amigo. Amistad, sentimiento solidario, amor solitario. Superioridad de la amistad.

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149 Imaginar un libro que sea desde la primera hasta la última página un manual de sabiduría, una fuente de regocijo, una caja de sorpresas, un modelo de elegancia, un tesoro de experiencia, una guía de conducta, un regalo para los estetas, un enigma para los críticos, un consuelo para los desdichados y un arma para los impacientes. ¿Por qué no escribirlo? Sí, pero ¿cómo? y ¿para qué?

155 La biblioteca personal es un anacronismo. Ocupa demasiado lugar en casas cada vez más chicas, es oneroso formarlas, nunca realmente se las aprovecha en proporcionar a su costo o volumen. Un libro leído, además, ¿no está ya en nuestro espíritu, sin ocupar espacio? ¿Para qué conservarlo, entonces? ¿Y no abundan ahora acaso las bibliotecas públicas, en las que podemos encontrar no sólo lo que queremos, sino más de lo que queremos? La biblioteca personal responde a circunstancias de tiempos idos: cuando se habitaba el castillo o la casa solariega, en los que por estar ais-

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lado del mundo era necesario tener el mundo a la mano, encuadernado; cuando los libros eran raros y a menudo únicos y era imperioso poseer el codiciado incunable; cuando las ciencias y las artes evolucionaban con menos prontitud y lo que contenían los libros podía conservarse vigente durante varias generaciones; cuando la familia era más estable y sedentaria y una biblioteca podía transmitirse en la misma morada y habitación y armarios sin peligro de dispersión. Estas circunstancias ya no se dan. Y sin embargo hay locos que quisieran tener todos los libros del mundo. Porque son demasiado perezosos para ir a las bibliotecas públicas; porque se cree que basta mirar el lomo de una colección para pensar que ya se ha leído; porque uno tiene vocación de sepulturero y le gusta estar rodeado de muertos; porque nos atrae el objeto en sí, al margen de su contenido, olerlo, acariciarlo. Porque uno cree, contra toda evidencia, que el libro es una garantía de inmortalidad y formar una biblioteca es como edificar un panteón en el cual le gustaría tener reservado su nicho.

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171 Libros viscosos como pantanos en los cuales uno se hunde y clama en vano para que lo rescaten; libros secos, filudos, riscosos, que nos llenan de cicatrices; libros acolchados, de dunlopillo, donde damos botes y rebotes; libros-meteoro que nos transportan a regiones ignotas y nos permiten escuchar la música de las esferas; libros chatos y resbalosos sonde patinamos y nos rompemos la crisma; libros inexpugnables en los que no podemos entrar ni por el centro, ni por delante, ni por detrás; libros tan claros que penetramos en ellos como en el aire y cuando volvemos la cara ya no existen; libros-larva que dejan escuchar su voz años después de haberlos leído; libros velludos y cojonudos que nos cuentan historias velludas y cojonudas; libros orquestales, sinfónicos, corales, pero que parecen dirigidos por el tambor mayor de la banda del pueblo; libros, libros, libros….

181 ¡Oh, los libros, saben tanto y están tan silenciosos! Cuando en las noches recorro con la mirada los estantes de mi biblioteca y

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los veo alineados, taciturnos, tras sus vidrios corredizos, me digo: ¡cuán inaudiblemente claman para que alguien los convoque! ¡Yo soy El Quijote, parece decir uno, y estoy encuadernado en piel de vaca! ¡Yo soy Balzac y he escrito la mejor Comedia Humana! ¡Yo soy Shakespeare, en edición bilingüe, y puedo ofrecerte lo que quieras! Y uno se mantiene impertérrito a estos ruegos. Mañana, les digo, mañana me ocuparé de ustedes, sigan no más ahí tranquilos, mañana. ¡Pobres libros! ¡Pobres genios! Mañana, sí, pero hoy para irme a acostar cojo la primera revista ilustrada que encuentro al tiro de la mano.

188 Las palabras que callamos eran las que deberíamos haber pronunciado. Los gestos que guardamos por pudor eran los que deberíamos haber cumplido. Los actos que nos parecieron triviales eran los que se esperaba de nosotros. Otros los hicieron en nuestro lugar. Paguemos ahora las consecuencias.

De: Prosas apátridas (1975-1985)

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Prosas Apátridas

DICHOS DE LUDER —Una cualidad que te envidiamos es haber logrado siempre evitar las discusiones —le dicen a Luder. —No veo por qué. Entrar en una discusión es admitir por anticipado que tu contrincante puede tener la razón. ***

—Nunca he sido insultado, ni perseguido, ni agredido, ni encarcelado, ni desterrado —dice Luder—. Debo en consecuencia ser un miserable. ***

—Así como hay una palabra que ha dado origen a todas las palabras —dice Luder— debe haber una sentencia que contenga todas las enseñanzas y toda la sabiduría del mundo. Cuando la descubramos el tiempo cesará de existir, pues habremos entrado a la era inmóvil de la perfección. ***

—¡No por favor! —protesta Luder, cuando vienen a buscarlo una vez más para que firme un manifiesto humanitarista o participe en un mitin a favor de un pueblo oprimido—. Amar a la humanidad es fácil, lo difícil es amar al prójimo. ***

—¡Ah! —suspira Luder, cogiendo los botines de lana que ha tejido una amiga para el hijo que ha dado a luz—. ¡Tan pequeños zapatitos para medir el mundo! ***

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—Soy como un jugador de tercera división —se queja Luder—. Mis mejores goles los metí en una cancha polvorienta de los suburbios, ante cuatro hinchas borrachos que no se acuerdan de nada. ***

—Leí en alguna parte esta frase —dice Luder—: “Nuestro primer deber es sobrevivir, ya luego nos ocuparemos de la victoria”. Pero también podría decirse: “Nuestro primer deber es la victoria, qué importa si no sobrevivimos”. Todos los aforismos son reversibles. ***

—Esas casas en las cuales cada cosa está en su lugar me ponen la carne de gallina —dice Luder—.Se diría que están deshabitadas o que sus habitantes pasan superficialmente sobre todo. Cierto desorden es necesario para sentir la cálida palpitación de la vida. ***

—Si me quejo a menudo de mis males no es para que me compadezcan —dice Luder— * * *sino por el infinito amor que les tengo a mis semejantes. Me he dado cuenta que la gente duerme más tranquila arrullada por la música de una desgracia ajena. ***

Luder espera pacientemente que su amiga termine los reproches crueles y cáusticos que le hace por un asunto nimio. —Las mujeres serían más bellas —suspira— si se dieran cuenta hasta qué punto la maldad las afea. ***

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Dichos de Luder

—La única victoria de la que me puedo jactar —dice Luder— es haber gastado toda mi jovialidad en volverme inexpugnable a la amargura. ***

- ¡Cómo me hubiera gustado conocer a Goethe, a Stendhal, a Hugo, a Joyce! - exclama un amigo entusiasta. - ¡Ah, no! - protesta Luder-. No los hubiera aguantado más de cinco minutos. Casi todos los grandes escritores son unos pesados. Sólo la muerte los vuelve frecuentables. ***

—Quizás sólo en el instante de morir —dice Luder— recibamos la llave del cofre donde está guardado el libro que contiene el secreto de la verdad. Pero ya no podremos transmitir ni la llave, ni el libro, ni el secreto, ni la verdad. ***

—Toda mi obra es un acta de acusación contra la vida —dice Luder—. No he hecho nada por mejorar la condición humana. Si mis libros perduran será debido a la perversidad de mis lectores. ***

—Grandes artistas son los que dan origen a una escuela —dice Luder—. Pero prefiero a los que desalientan con su obra toda tentativa de imitación. ***

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Julio Ramón Ribeyro

—Cuando alguien empieza por decirme “Te voy a ser franco...” los pelos se me ponen de punta —dice Luder—. Adivino que me va a tirar a la cara alguna verdad brutal. Con lo agradable que es vivir en un delicado engaño. ***

—Me conmueve la desesperación de tantos jóvenes artistas por no perder el carro de la modernidad —dice Luder—. No se dan cuenta que ese carro conduce inexorablemente al Museo de las Antigüedades. ***

—Hay tantas universidades ahora —dice Luder— que en ellas se distribuye más la ignorancia que el conocimiento. Los educadores olvidan que el saber es como la riqueza: mientras más se reparte, menos le toca a cada uno. ***

Luder lanza una mirada lenta, circular y fatigada a los miles de libros que contienen los estantes de su biblioteca. —¡Cuánto ignoramos! —suspira.

De: Dichos de Luder (1989)

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