El experimentalismo en la música cinematográfica (Cap. 3) - María de Arcos

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El experimentalismo en la música cinematográfica María de Arcos

Capítulo 3 ‐ pp. 29‐42 Generalidades sobre la evolución histórica de la composición cinematográfica Así las cosas en el horizonte de la música autónoma, el cine (o más bien, lo que después se llamaría cine) hizo su pública aparición un 28 de diciembre de 1895, con la histórica exhibición organizada por los hermanos Auguste y Louis Lumière, inventores del Cinematógrafo. Ya en sus primeros films podemos encontrar algunas conexiones musicales, escenas donde tocan instrumentistas a modo de conciertos fotografiados. Inicialmente, la música era interpretada en el exterior de las salas para atraer al público. Luego ‐y en el interior de las mismas‐ un pianista, un grupo de cámara o una gran orquesta (si se trataba de una sala prestigiosa) acompañaba a la proyección de la película. En cualquier caso, la música no era contemplada aún como parte integrante de la película, sino «más un ingrediente de las representaciones fílmicas que un elemento del film en sí mismo» (Kracauer, 1966: 177). De hecho, Kurt London relata que en un principio, la cuestión del repertorio era totalmente indiferente, y que el pianista «tocaba cualquier cosa que le gustara, tuviera o no conexión con la película a la que acompañaba» (1970: 40). Fue poco a poco, gradualmente, como comenzaron las diferenciaciones musicales entre un film y otro. Música programática Si bien el melodrama del siglo XIX (género de teatro musical en el que conviven diálogos hablados con música de fondo) es comúnmente considerado el antecedente histórico más directo de la música cinematográfica, ante todo es preciso señalar la importancia general del aspecto programático en dicha época: El siglo XIX recibió a la «música programática»; o lo que es lo mismo, la idea de que la música no era algo puramente abstracto, un arte «absoluto», sino que estaba relacionada e incluso era el reflejo de otros aspectos extra‐musicales (Morgan, 1994: 21).

La intensa orientación literaria de la música decimonónica, que ha dado lugar a afirmaciones tan rotundas como la precedente, se abrió paso con fuerza desde la Sinfonía Pastoral de Beethoven1, encontrando la cima de su género en el poema sinfónico. No se limitaba a retratar el programa mediante imitaciones de la realidad, sino que lo trascendía más allá de su mera descripción, cultivando así la manifestación más profunda de las emociones. Según Enrico Fubini, esta música respondía «a una profunda exigencia de la época, consistente en la aspiración de fundir las artes, las unas con las otras, aboliendo así todo confín entre ellas, en orden a la consecución de una expresividad más completa» (2001: 305). Hay que señalar también la influencia de la música operística, pilar primordial de la representación musical dramática. Independientemente de la herencia wagneriana con respecto a la música de cine, de la que hablaremos más adelante, pueden encontrarse similitudes de tipo funcional en la obra de ciertos compositores operísticos: La manera en que Puccini reemplaza texto por pasajes musicales en Tosca, el modo como con el mejor estilo hitchcockiano es capaz de anticipar la acción con el sonido [...], lo sitúan como un operista firmemente basado en la tradición verdiana pero esencialmente moderno y, en muchos sentidos, visionario (Fischerman, 1998: 102).

Este creciente interés por la reconciliación de la música con otras artes ‐en especial, literarias‐ no pasaría desapercibido en el siglo XX, siendo reabsorbido por la industria cinematográfica desde sus orígenes. En esta nueva área, el intercambio de papeles acaba por ser simbiótico: es ahora la música añadida a la imagen la que posibilita una universal expresión de sentimientos. Conformando un estilo propio El punto de partida ‐e influencia señalada para el cine sonoro‐ fue la música clásica del siglo XIX, especialmente la que se entendía por ligera, así como también la música programática y todo el material operístico. Según recoge George Tootell, el repertorio clásico ofrecía «oportunidades únicas para la educación de las masas».

1 Estrenada en 1808, sus cinco movimientos llevan un título descriptivo que sugiere una escena campestre. La instrumentación, igualmente, evoca por imitación efectos diversos de la naturaleza (pájaros del bosque, tormenta...).

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Fragmentos de esta música eran empleados en las salas de cine hasta la saciedad, combinados con música original (aunque a menudo ésta no procedía más que de arreglos de la anterior). Max Winkler, creador de los cue sheets2, comenta sin remilgos en su autobiografía: «Empezamos a desmembrar a los grandes maestros. Comenzamos a masacrar las obras de Beethoven, Mozart, Grieg, J. S. Bach, Verdi, Bizet, Tchaikovski y Wagner, de todo el que no estuviera a salvo de nuestro pillaje gracias a los derechos de autor» (cit. por Lack, 1999: 49). Este empleo de clásicos e «híbridos» convivía con la existencia indiscriminada de música ligera y culta dentro del mismo film, de manera que la lógica musical interna brillaba por su ausencia. Era frecuente pasar, sin transición alguna, de Schumann o Debussy a una canción popular de la época, cuya letra no solía tener mucho que ver con la situación mostrada en la pantalla. Sin embargo, esta alternancia obstinada entre lo popular y lo culto (criticada a menudo con ironía por los artículos de la época) era observada por algunos con buenos ojos, en sus deseos de allanar las diferencias entre ambos estilos, incorporando una estética popular que arrasaba debido, en parte, a los avances en la reproducción mecánica del sonido3. El encargo de una partitura original a Camille Saint‐Saéns (1835‐1921) para El asesinato del Duque de Guisa (1908) supone un importante eslabón en la historia de la música cinematográfica, desde el momento en que un compositor de música orquestal, oficialmente reconocido, se implica en la producción de una película. En los albores de un cine concebido como espectáculo de divertimento popular, resulta curioso observar cómo la música puede ser el elemento fundamental parada promoción de una película, como si esta última tratara así de obtener un más alto standing: Un mal criterio en la selección de la música puede arruinar una producción, en la misma medida en que un buen programa puede contribuir a su éxito (New York Daily Mirror, 9/10/1909, referido a la película In Old Kentucky).

El planteamiento entra en discrepancia con una posterior evolución de la música de cine: esclava resignada de la imagen, a veces complemento prescindible o materia decorativa; a menudo, ninguneada por propios y extraños. Observemos, por ejemplo, la opinión de Kracauer al respecto: Como ingredinte artificial, no guarda coherencia alguna con los ruidos naturales, e indudablemente obstaculiza la naturalidad de los films en los cuales se aprovecha toda la variedad de sonidos existentes. De lo cual se deduce que el acompañamiento musical es cosa del pasado y debería ser omitido por completo (1966: 182).

La partitura sinfónica clásica en Hollywood Será más adelante, sin embargo, cuando se configure plenamente la figura del compositor cinematográfico, con el advenimiento del cine sonoro (El cantor de jazz en 1927 fue la punta de lanza4) y el sistema de los estudios hollywoodienses perfectamente estructurado, que acogerá a todo un desfile de compositores europeos, voluntariamente exiliados tras el nombramiento de Hitler como canciller de Alemania en 1933 y atraídos al mismo tiempo por las posibilidades de asentamiento profesional que ofrecía Norteamérica. A partir de entonces, la partitura cinematográfica empezará a tener una entidad propia: un compositor la escribe, un arreglista la instrumenta para orquesta sinfónica y un director la graba. La delimitación de estas tareas ocasionaba no pocos roces, en especial entre compositor y orquestador, supeditados finalmente al director del departamento musical correspondiente y en cualquier caso, al riguroso control sindical que cimentaba el engranaje de los estudios. Estos mecanismos pertenecen al denominado Sinfonismo Clásico Cinematográfico, que se desarrollará a lo largo de la época dorada de Hollywood, desde los comienzos del sonoro hasta la crisis de los estudios a principios de los años cincuenta. El Sinfonismo Clásico conformaba un modelo no sólo de organización de trabajo (los estudios, armados de departamentos musicales perfectamente estructurados, con áreas profesionales claramente acotadas y patrones de creación ya formulados, estaban destinados a la producción en serie), sino que también era modelo compositivo y estilístico, adecuado a los criterios del cine clásico de la época. Como rasgo característico, la partitura clásica tendía a ser escrita para orquesta sinfónica. La instrumentación se simplificaba bastante con respecto al modelo convencional, tomado del siglo xix (duplicaciones de las partes individuales a la octava, responsabilidad dé la melodía sobre las cuerdas, etc.). Con una base armónica fundamentalmente tonal, las disonancias eran a veces indicadas ex profeso en la partitura. Las asociaciones instrumentales cedían a obvios clichés:

2 Hojas que contenían las entradas de los distintos bloques musicales, con su duración correspondiente y unas sencillas orientaciones de carácter que facilitaban el trabajo a los intérpretes de las salas. El procedimiento se empleó sobre todo en Estados Unidos, en los años diez. 3 La pianola tuyo gran éxito ya antes de 1920. A partir de entonces competiría con el gramófono (que ya existía, pero con menos repertorio). A principios de la década de los veinte comenzaron las primeras transmisiones radiofónicas. 4 Aunque es considerado el primer film sonoro que incluía fragmentos hablados (gracias al sistema Vitaphone, aparecido en 1926, que permitía sincronizar sonido e imagen), alternaba aún la novedad sonora con procedimientos del cine mudo.

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Metales y maderas dominaban en escenas de aventura, batalla o heroísmo; instrumentos solistas se utilizaban para evocar ternura o simpatía; instrumentos inusuales, como el gong o el vibráfono, para efectos exóticos o misteriosos (Kalinak, 1982: 61).

Existía un alto grado de sincronización entre acción narrativa y música (cuestión que Eisenstein había tirado por tierra hacía años en su Manifiesto del Contrapunto Orquestal de 1928), así como una repetición continua de temas. La música, que buscaba el continuo refuerzo de la acción dramática, era deudora de Wagner y del romanticismo melódico más edulcorado. Tímidamente se asomaba a las corrientes de ruptura impresionistas, aunque sin atreverse con las neoclásicas o atonales que se desarrollaban de igual modo, por aquel entonces, en la esfera autónoma. Consideraciones sobre el leitmotiv Otro factor de importancia en el Sinfonismo Clásico es el empleo del leitmotiv o motivo conductor de ascendencia wagneriana: células musicales asociadas a los personajes (y también a lugares, épocas, etc.), cuya función es expresar la naturaleza y sentimientos de éstos, o bien subrayar las situaciones representadas en pantalla. El uso y abuso del leitmotiv en el cine, tan mordazmente criticado por Adorno y Eisler en su ensayó El cine y la música5, parece remitir inequívocamente a un etiquetado de emociones. Pero como bien puntualiza Donald J. Grout: El leitmotiv es una especie de etiqueta musical, pero aún es más que eso: acumula significaciones a medida que reaparece en contextos nuevos; puede servir para recordar la idea de su objeto en situaciones en las que el propio objeto no está presente; puede ser variado, desarrollado o transformado según el desarrollo de la trama; la similitud de motivos puede sugerir una relación subyacente entre los objetos a los que alude; los motivos pueden combinarse contrapuntísticamente; y, por último, la repetición de motivos es un medio eficaz de unidad musical, como lo es la repetición de temas en una sinfonía (2001: 836‐837).

Ahora bien, la argumentación ofrecida por Adorno y Eisler para justificar la desestimación del leitmotiv deriva, precisamente, del carácter inapropiado de éste para el lenguaje cinematográfico. La concepción del leitmotiv wagneriano en aras de la magnitud del mito universal con que el compositor impregnaba los temas de sus libretos al estilo de las grandes tragedias griegas, no encajaba ‐según los autores‐ en el medio cinematográfico. La brevedad del leitmotiv en sí, tal como comentan, requiere de la vastedad de una forma musical para que pueda tener sentido compositivo («A la atomización del material corresponde la monumentalidad de la obra»; 1981: 19). Por otra parte, el hilo conductor del leitmotiv está indisolublemente unido a la naturaleza simbólica del drama wagneriano, en un sentido que trasciende a lo metafísico. Es en este matiz donde incide James Buhler en su estudio sobre el leitmotiv wagneriano, cuando dice que «la música de cine desposee al leitmotiv de su mítico elemento, para rendirse tan sólo a su aspecto más puramente musical» (VV.AA., Music and Cinema, 2000: 42). Buhler contempla esta desmitificación del leitmotiv cinematográfico como «tasa a pagar» para enfatizar una significación lingüística y más eficaz del mismo en el lenguaje audiovisual («El leitmotiv atrae la atención hacia sí mismo; debe ser oído para cumplir la función semiótica que se le atribuye»; 2000: 43). Desde su punto de vista, admite la crítica de los autores alemanes, ya que como explica en su estudio, «la desmitificación no salva al leitmotiv, sino que revela sencillamente su pobreza» (ibíd.). El uso de este procedimiento en un medio donde se reproduce normalmente la realidad cotidiana basándose en la técnica del montaje (superposición de fragmentos cortos, cambios repentinos de escena...) carece, según Adorno y Eisler, de fundamento: «Cuando no puede desplegar todas sus consecuencias musicales, [el leitmotiv] conduce a la extrema indigencia de la misma estructura compositiva» (1981: 20). El planteamiento, sin embargo, no deja de ser excesivo. La innegable influencia de la fórmula wagneriana ha tenido su utilidad en la música de cine, sobre todo en el terreno de la función informativa y narrativa. Refutando a los autores precedentes, Michel Chion opina lo siguiente sobre el empleo del leitmotiv:

5 «Aún hoy en día la música de cine se enhebra con leitmotiv [...] [El compositor] se limita a citar en donde, en otro caso, debería inventar. [...] El cometido del leitmotiv queda reducido al de un ayuda de cámara musical que presenta a sus señores con gesto trascendente, mientras que a las personalidades las reconoce cualquiera de todos modos» (1981: 18‐20). No son los únicos que se posicionan contra el leitmotiv: ya el Grove's Dictionary of Music and Musicians expone que la técnica del leitmotiv «es sólo inteligible en relación a estructuras musicales des‐ arrolladas a gran escala», por lo que «es claramente inapropiado para la técnica episódica del cine». Éste es, precisamente, uno de los principales argumentos desplegados por Adorno y Eisler. Por su parte, Aaron Copland también desestima este recurso, sobre todo por la previsibilidad que implica (1968: 266‐267); al igual que Bernard Herrmann («No me gusta el sistema del leitmotiv. La frase breve es más fácil de seguir para la audiencia, que sólo escucha a medias.» Entrevistado por Royal Brown, 1994: 291).

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No se trata [...] de algo arbitrario: independientemente del hecho de que pueda representar un sentido preciso y fijo, identificable por un nombre [...], encarna el propio movimiento de la repetición que, en la fugacidad de la imagen y sonido propia del cine, dibuja y delimita poco a poco un objeto, un centro. El leitmotiv asegura al tejido musical una especie de elasticidad, de fluidez deslizante, la de los sueños. Cuando se renuncia a este uso en mayor o menor medida, no resulta nada fácil, por lasitud, encontrar otra regla de juego (1997:220).

Kurt London, por su parte, se limita a aclarar que el cine no utiliza el leitmotiv en un estricto sentido del término, ya que esto sería imposible, «porque el film, al contrario que el drama musical con su lenta exposición, avanza a pasos agigantados y, debido a la corta duración de sus escenas individuales, no permitiría un claro desarrollo de los temas» (1970: 58). Sin entrar en más elucubraciones, London adjudica al leitmotiv cinematográfico un modesto papel de asistente anímico del espectador. Es evidente que a veces ha sido un recurso torpemente sobre utilizado, pero la cuestión es que la composición cinematográfica lo ha acogido como un elemento de orden práctico, adaptándolo a sus necesidades, y es en este campo donde ha conseguido mayor reconocimiento y gratitud. Al margen del vetusto fetichismo wagneriano, generosamente extendido entre teóricos y compositores cinematográficos, «como figura seminal en la (pre) historia y teoría del cine, y de la música de cine, Richard Wagner no debería ser infravalorado» (Scott D. Paulin; VV.AA., Music and Cinema, 2000: 78). Gesamtkunstwerk La influencia wagneriana en el Sinfonismo Clásico hollywoodiense, más allá del leitmotiv, se refiere también al concepto de Gesamtkunstwerk: obra de arte total o absoluta, ideal artístico‐filosófico pretendidamente revolucionario cuyo fin es la fusión de todas las artes en el Drama, que pone de manifiesto la no‐autosuficiencia de la música para la expresión de la individualidad. Como explica Scott D. Paulin en un artículo sobre el tema, La noción del film como Gesamtkunstwerk data de la. etapa muda. Según David Bordwell, el modelo wagneriano con el que simpatizaban directores entre los que se incluyen Eisenstein y los impresionistas franceses (como Abel Gance), permitía una analogía entre la relación música y drama en ópera, y la relación cine [...] y narrativa en la película. Así, las posibilidades expresivas únicas del film [...] podían desempeñar de manera precisa el papel de acompañamiento orquestal en una ópera wagneriana mediante la ampliación e intensificación de sentimientos latentes en el drama (VV.AA., 2000: 64).

La idea de continuidad musical propuesta por Wagner (plasmada en lo que él mismo denomina unendliche Melodie, «melodía infinita») como medio técnico para alcanzar la Gesamtkunstwerk, cobra sentido en el cine clásico sonoro al tratar sus autores (en especial Korngold, Steiner o Rózsa) de conseguir una fundición total de elementos, una «ópera sin palabras» donde la música, integrada junto a los demás componentes del film, tiene un papel casi imperceptible y al mismo tiempo comunicativo con respecto al espectador. De ahí, como apunta Carlos Colón, las «dilatadas intervenciones musicales que llegaron a producir partituras que acompañaban ininterrumpidamente a las imágenes durante todo el metraje de la película» (1997: 110), cuya presencia, a fuerza de ser continua, conducía paradójicamente a la inaudibilidad, controvertido sujeto de discusión de tantos teóricos de la música de cine (¿debe o no debe ésta oírse?). En la actualidad, el concepto de Gesamtkunstwerk aplicado al cine carecería de sentido, ya que la evolución de la estética cinematográfica ha ido privilegiando el componente visual por encima del sonoro. La proliferación de compositores cinematográficos en el Hollywood de los estudios con las características mencionadas, marcados por un mismo hábito de producción en serie, hacía difícil cualquier tipo de distinción. El riguroso sistema permitió sobresalir, no obstante, a algunas personalidades como Bernard Herrmann (1911‐1975), cuyos arreglos inusuales y consiguiente color tímbrico confirieron un carácter tan especial a su obra; Erich Wolfgang Korngold (1897‐ 1957), brillante compositor autónomo que entró por la puerta grande en los estudios, a razón de su prestigio; o los modelos de popularidad indiscutible en la época dorada: Dimitri Tiomkin (1899‐1979) y Miklós Rózsa (1907‐1995), cuyos peculiares estilos eran reconocidos enseguida por el público6. Europa

6 Para una consulta detallada sobre las figuras más representativas de la composición cinematográfica en el Hollywood de la época dorada, véase The Composer in Hollywood (Christopher Palmer, 1990), o bien los libros de Tony Thomas Music for the Movies (1973; reed. 1975) y Film Score. The Art & Craft of Movie Music (1991). En castellano y con una aproximación histórica acerca de Hollywood y Europa en especial, los ya citados Historia y Teoría de la Música en el Cine, de Carlos Colón/Femando Infante/Manuel Lombardo (1997); Música y cine, de Manuel Valls Gorma /Joan Padrol (1990); así como la Enciclopedia de las Bandas Sonoras, de Conrado Xalabarder (1997).

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Paralelamente en Europa, el cine desarrollado era un cine autorial (versus la sistemática producción americana centralizada en Hollywood) que permitía, a cambio, una mayor creatividad en la composición de la banda sonora. Las distintas escuelas nacionales surgidas desde los comienzos del sonoro comprendían compositores procedentes de la música autónoma y compositores forjados en cauces propiamente cinematográficos. Entre los primeros hubo tanto un ánimo de reconciliación con la música popular, como los prejuicios más despiadados; al tiempo que hacían constar sin miramientos sus intereses: Es difícil conseguir que la mayoría de los compositores británicos realmente buenos trabajen para el cine. Incluso cuando pueden dedicar tiempo a componer una partitura para una buena película inglesa, escriben la música con un ojo puesto en los ingresos que la partitura pueda recaudar después en las salas de conciertos, y como resultado de esto la unidad de la película se resiente (John Croydon, 1947; cit. por Lack, 1999: 160).

Las experimentaciones vanguardistas europeas de los años veinte, aunque veían con recelo la llegada del sonoro, tendían a elevar el cine a la categoría de arte. Será en Alemania, especialmente, donde tenga más trascendencia la música cinematográfica en los años veinte; relevo que tomará Francia en la siguiente década, brillantemente representada por el Grupo de los Seis. Gran Bretaña ha contribuido, a lo largo del siglo XX y desde su conservador clasicismo, con gran número de compositores cinematográficos, encabezados por Muir Mathieson (1911‐1975). En Italia, la música de cine ha tenido la impronta característica de la música ligera, al proceder de tal campo numerosos autores de bandas sonoras. La aparición del neorrealismo con Roma, città aperta (Roberto. Rossellini, 1945) vino acompañada de compositores de formación más clásica, entroncada con la tradición operística. El cine ruso, condicionado por las circunstancias políticas, alcanza su más alta cota en el binomio Eisenstein / Prokofiev, siendo considerado Alexander Nevski (Eisenstein, 1937) film de referencia para el estudio de la música de cine. España, por su parte, se adscribirá al Sinfonismo Clásico norteamericano; no sin teñirlo de un nacionalismo casticista que, entre otras cosas, favorecerá el lucimiento de numerosas cantantes folclóricas. En el resto de Europa, la desorientación estética en el campo de la música cinematográfica conducirá a los modelos clásicos y, en definitiva, a fijar la atención en el arquetipo sinfónico hollywoodiense. Éste contaba con una baza esencial a su favor: allá donde las tendencias compositivas se dirigían hacia las estéticas del siglo XX, comparativamente más exigentes con el espectador‐oyente, se resentía la taquilla; lo que contrastaba con la calurosa acogida, por parte del gran público, del melódico producto americano. Impacto de la grabación del sonido y ascensión de la música popular. El ocaso de los estudios norteamericanos sobrevino debido, por una parte, a la pérdida legal de la monopolización del negoció cinematográfico frente a las pequeñas productoras independientes (a partir de 1949 tuvieron que empezar a desmantelar su sistema de control de exhibición); por otra, al comienzo de la era comercial de la televisión en 1946. El número de espectadores descendió de forma vertiginosa, ante la perspectiva de tan confortable entretenimiento casero. No será hasta unos años después cuando el cine emprenda su particular maniobra de defensa, con el cinemascope y las espectaculares superproducciones. Por si fuera poco, la implacable incursión del comité de actividades antinorteamericanas (alentada por el senador McCarthy) a partir de 1947 en Hollywood, enturbió desagradablemente el clima del mundo cinematográfico, provocando el éxodo de importantes figuras a Europa (Orson Welles o Charles Chaplin entre ellas). Ante esta situación, un acontecimiento paralelo tiene una importancia crucial: la aparición de los discos de 33 y 45 revoluciones por minuto (LPs y singles), con el consiguiente desarrollo de la música popular, entendida ya como música de consumo masivo. La difusión radiofónica de esta música contribuía a una fabulosa expansión que, como era razonable, afectó al cine. El jazz, que había ido ganando terreno desde la década de los 40, se presentó con fuerza en la banda sonora, socavando las hasta ahora asentadas bases del Sinfonismo Clásico7. Su emotivo lenguaje e independencia estaban fuertemente conectados a los problemas del hombre moderno, protagonista del nuevo cine («El jazz comportaba, a su manera, una elección cultural de dimensión internacional, el rechazo de barreras locales y la adhesión al ritmo de la vida contemporánea»; Lanza, 1986: 20). Será la Nouvelle Vague francesa ‐en sus inicios— la que incorpore de manera más significativa este lenguaje como medio de expresión natural, no del modo en que lo hacen los americanos (traducción musical del espíritu jazzístico dentro de sus propios esquemas tradicionales), sino integrado directamente en la acción dramática de la película.

7 Como punto de referencia se suele tomar la partitura de Alex North para Un tranvía llamado deseo (Elia Kazan, 1951), con un empleo nada común de la música, tanto en funcionalidad como en arreglos.

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De la misma forma, el rock and roll cobra impulso en el cine con Semilla de maldad (Richard Brooks, 1955). La construcción fundamentalmente clásica de este lenguaje musical (al igual que la del jazz o el rythm'n blues) facilitaba su adaptabilidad a los moldes convencionales de la banda sonora. Por otra parte, la vinculación directa de esta música popular a la vida social de los años cincuenta (potenciada por la grabación en disco y la televisión) y la sustanciosa configuración de un mercado adolescente en auge, condujeron igualmente a la inclusión del pop en la banda sonora a finales de la década. El emblemático tema de James Bond creado por John Barry para la película Agente 007 contra el Dr. No (Terence Young, 1962), avalado por un éxito internacional, supondría la consagración de este lenguaje en el cine. Su presencia se extendió como la pólvora e influyó de manera decisiva sobre toda la música de cine posterior, afianzándose progresivamente a lo largo de los años sesenta y setenta. La comercialización de canciones de éxito se convirtió en un elemento clave de producción. Según Elmer Bernstein, «la muerte de la partitura clásica para cine comenzó en 1952 con una canción pop inocua que fue utilizada en la secuencia de los créditos del western de Gary Cooper High Noon (SOIO ante el peligro). La canción en sí, Do Not Forsake Me, Oh My Darling, cantada por Tex Ritter, se convirtió en un gran éxito por derecho propio, y fue este primer caso de éxito comercial [...] lo que hizo que todos los productores se pusieran a buscar a la carrera canciones para su siguiente película» (cit. por Lack, 1999: 266). Pero esto también suponía un arma de doble filo: al tiempo que elevaba en la balanza la importancia concedida a la banda sonora en el proceso de realización de un film, iba a menudo en detrimento de las auténticas necesidades narrativas de éste. Para los productores, una excelente música de película podía implicar que los espectadores salieran del cine tarareando la melodía. Mark Evans explica que generalmente preguntaban al compositor: «¿Puede escribir algo que los niños sean capaces de silbar?» (1975: 195). En esta flamante concepción, el factor «interés comercial» no era nuevo, pero en cierta forma ahora se sacrificaba el proceso creativo exclusivo y particular de cada film y, por otra parte, quedaba parcialmente cercenada no sólo la autoría, sino también la responsabilidad del compositor cinematográfico respecto al funcionamiento de su trabajo. David Raksin (1912‐2004), autor norteamericano de bandas sonoras que inició su carrera en la época dorada de Hollywood, expresaba así su desaprobación: Una cosa es apreciar la frescura y la naïveté de la música pop y otra es aceptarla como inevitable [..]. La elección se realiza a menudo por razones que tienen poco que ver con la película en sí. Uno: vender grabaciones, e incidentalmente obtener publicidad para la película. Dos: apelar al público «demográficamente definido», una unidad simbólica concebida como objeto de condescendencia. Tres: la trágica susceptibilidad al lavado de cerebro, a manos de los responsables del negocio de la música, de tantos directores y productores que tras haber adquirido sus habilidades y reputaciones al precio de hacerse viejos, de repente se encuentran convertidos en extraños en tierra de jóvenes, atormentados por el miedo de no estar «al día» (cit. por Lack, 1999:410).

El eclecticismo, extendido de manera general, volvería a sus tradicionales orígenes sinfónicos en los años setenta, en un movimiento principalmente representado por el talentoso compositor norteamericano John Williams (1932). Aunque entre las nuevas generaciones figuran compositores de cine con una sólida formación en conservatorios, el renacimiento de las tendencias clásicas arrastrará tras de sí a numerosos autores ‐o intérpretes‐ de música ligera relacionados con el negocio cinematográfico, que con su indigente o nula formación musical darán lugar a abundante basura sinfónica de carácter industrial8. De esta forma, voluntaria o involuntariamente, se logrará a menudo empobrecer una profesión que desde sus comienzos y a lo largo del siglo XX ha luchado por reivindicar una posición justa.

8 Sobre este tema, véase Jeff Smith (1995: 283) y Bazelon (1975: 31-33, desde donde el autor arremete contra el clan de nuevos oportunistas que inunda el mercado hollywoodiense, parafraseando al final a Noel Coward en su obra Private Lives: «Es extraño y sorprendente el poder de la música barata»).

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